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Ue eee Re Cet ne eo tC a nese a De ee eae eet ects Ce Meer teen et acca ieee menue eat eet Pee ee ee eee nay De eee a ees gia, la madre ha intentado en vano cultivar en una Tere a eeu ee eee Coe eee niet cece ae Rta CeIn aC Ree een ne Mec Cy Pe een eae cet nen ten ps SR ae ee ena ques y saldar sus numerosas deudas. L Marguerite Duras (Indochina, 1914-Paris, 1996) ete ee eo ese eee CN ued et tt ev eee ee Cen ee renee Reena a oR Lee Meo ees ek eee cn eee see ese ae ei ee les pelo negro, Emily L., Los caballitos de Tarqui- nia, El amante de fa China del Norte y Escribir. n Fd ed Ey a w Fra ir 2 Foy 4 Ea = 2 = i iS) 4 « pa a < re = Zz 6 is) rm = Ss fay iz ey | f RGUERITE Wu Ol|< Libros de Marguerite Duras en Tusquets Editores ANDANZAS El amante Moderato cantabile El viceednsul El arrebato de Lol V. Stein Los ojos azules pelo negro Emily L. Los caballitos de Tarquinia El amor Destruir, dice El amante de la China del Norte La impudicia MARGINALES: Escribir FABULA El amante Emily L. Los ojos azules pelo negro El amante de la China del Norte Elamor Escribir Un dique contra el Pacifico El hombre sentado en el pasillo yEl mal de la muerte MAXI El amante Un dique contra el Pacifico MARGUERITE DURAS UN DIQUE CONTRA EL PACIFICO Traduccién del japonés de Javier Albifiana MAX Tus(Quets Duras, Marguerite Un dique contra ol Pacific, - 1a ed, - Ciudad Auténoma de Buenos Aires :Tusquets Ecitores, 2015, 280 p.; 19x13 om. - (Mas Tusquets; 025-004) Tiaducido por: Javier Abbnana ISBN 978-987-670.290-4 4. Narrativa Francosa. I Javier Aina, tral cop aaa, Titulo original: Ue barrage contre le Pacifique 1.2 edicién en coleccién Maxi: julio de 2015 © Euitions Gallimard, 1950 (© de la traduccién: Javier Albinana Serain, 2008 ustracién de la cubierta: ferry en Indochina, enero de 1910. © Albert Harlingue / Roger Viollet / Getty Images Disetio de la coleccién: FERRATERCAMPINSMORALES Reservados todos los derechos de esta edicién para ‘© Tusquets Editores, S.A. - Av. Independencia 1682 - (C1100ABQ) Buenos Aires info@tusquets.com.ar - www.tusquetseditores.com ISBN: 978.987-670-290-4 Hecho el depésito que previene la Ley 11.723 Impreso en el mes de julio de 2015 en Primera Clase California 1231 - Ciudad Auténoma de Buenos Aires Impreso en la Argentina - Printed in Argentina Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproduccién, distribucién, ‘omunicacién paiblica o transformacién total o parcial de esta obra sin el per. miso escrito de los titulares de los derechos de explotacién, Primera parte Segunda parte Indice a... Primera parte ‘A los tres les habia parecido una buena idea comprar tun caballo. Aunque sélo sirviese para pagar los cigarrillos de Joseph. En primer lugar, era una idea, lo cual demos- traba que todavia podian ocurrirseles iceas. Y, ademés, se sentian menos solos asi, vinculados por ese caballo al mundo exterior, capaces a pesar de todo de extraer algo de ese mundo, aunque no fuera gran cosa, aunque fuera una insignificancia, extraer algo que no les habia pertenecido hasta entonces, y traerlo hasta su pedazo de Ianura satu- rado de sal, hasta ellos tres, saturados de tedio y amargu- ra. Bsa era la ventaja de los transportes: incluso de un de- sierto, donde no crece nada, se podia sacar algo, si se les obliga a cruzarlo a los que viven fuera, a los que forman parte del mundo. En total duré ocho dias. El caballo era demasiado vie- jo, bastante més viejo que la madre para ser un caballo, un anciano centenario. El animal intent honestamente realizar el trabajo que se le pedia y que desde hacia tiem- po estaba muy por encima de sus fuerzas. Hasta que re- vento. Eso los dejé asqueados, tan asqueados los dejé el que~ darse sin caballo en su trozo de Ilanura, reducidos a la so- ledad y a la esterilidad de siempre, que aquella misma noche decidieron ir los tres a Ram al dia siguiente, para intentar consolarse viendo a gente, Y al dia siguiente en Ram tuvo lugar el encuentro que habia de cambiar la vida de todos. De ahi se deduce que una idea siempre es una buena 13 idea, ya que obliga a hacer algo, aunque luego no se haga nada a derechas, como, por ejemplo, emprender cosas con caballos moribundos. De ahi se deduce que una idea de esa clase es siempre una buena idea, aunque luego todo se venga abajo lamentablemente, porque ello puede llevarnos a mostrar impaciencia, cosa que nunca hubiera sucedido si de entrada hubiéramos pensado que las ideas que se nos habian ocurrido eran malas ideas. Asi pues, aquel dia, a eso de las cinco de la tarde, fue la Gtima vez que se oyé el chirrido de la carreta de Joseph a lo lejos, por la carretera sin asfaltar que va a Ram. La madre meneé la cabeza. -Es pronto, seguro que no ha tenido mucha clientela. Al poco se oyeron chasquidos de litigo acompaiiados por los gritos de Joseph, y la carreta asomé en la cartetera sin asfaltar. Joseph iba delante. El asiento trasero lo ocupaban dos mujeres malayas. El caballo avanzaba muy lento, mis gue andar rascaba el suelo con las patas. Joseph lo fustigaba, pero lo mismo hubiera conseguido fustigando la carretera, Se detuvo a la altura del bungalow. Las mujeres se apearon Y prosiguieron el trayecto a pie en direccién a Kam. Joseph salté de la carreta, asié el caballo por la brida, abandoné la carretera y doblé en el caminillo que conducia al bungalow. La madre aguardaba en la explanada, delante de la veranda, =No hay forma de que se mueva ~dijo Joseph. Suzanne estaba sentada bajo el bungalow, recostada contra un pilote. Se levantd y se acercé a la explanada, aunque sin salir de la sombra. Joseph comenzé a desen- ganchar el caballo. Estaba muy acalorado y de debajo del salacot le salian gotas de sudor que resbalaban por sus me- jillas. Una vez lo desenganché, se aparté un poco del ca- ballo y se puso a examinarlo. Hacia una semana que se le habia ocurtido montar ese servicio de transporte para sacar tun poco de dinero. Compré el equipo completo, caballo, carreta y arreos, por doscientos francos. Pero el caballo cra 14 mucho més viejo de lo que creia, Ya el primer dia se ha- bia plantado ante el sembrado frente al bungalow y se pasé horas alli, con la cabeza colgando. Pacia de vez en cuando, pero distraidamente, como si en realidad se hu- biese jurado a si mismo no volver a pacer, pero lo olvida- se a ratos. Al margen de su vejez, no se sabia lo que po- dia sucederle. La vispera, Joseph le habia llevado pan y unos terrones de aziicar a fin de abrirle el apetito, pero tras olfatearlos, retorné a su extética contemplacién de los j6venes brotes de arroz. Probablemente, en toda su exis- tencia dedicada a transportar fragmentos de nudos de ér- bol de la selva al Ilano, no habia comido més que hierba reseca y amarillenta de las tierras roturadas, y a esas altu- ras no sentia ya inclinacién alguna por otro alimento. Joseph se acercaba y le acariciaba el cuello. Come -vociferaba Joseph-, come. Pero el caballo no comia. Joseph comenzé a decir que quizis estaba tuberculoso. La madre decfa que no, que al caballo le pasaba lo que a ella, que estaba harto de vivir y preferia dejarse morir. Y eso que, hasta aquel dia, no sélo habia sido capaz de realizar el trayecto de ida y vuelta en- tre Banté y el bungalow, sino que, al anochecer, ya desen- ganchado, se dirigid solo hacia el sembrado, a trancas y barrancas, pero solo, Pero ahora ya no, permanecta inmé- vil, en la explanada, delante de Joserh. De cuando en cuando, se tambaleaba levemente. -Maldita sea dijo Joseph-, ya no quiere ni moverse. La madre se acerc6 a su vez. Iba deicalza y llevaba un. gran sombrero de paja que le llegaba hasta las cejas. Una fina trenza de cabello gris sujeta con una tira de cimara de neumitico le colgaba en la espalda. Su vestido granate, confeccionado con un pareo indigena, era holgado, sin mangas y raido en la zona de los pechos, caidos pero atin prietos y visiblemente libres bajo el vestido. =Ya te dije que no lo compraras. Doscientos francos por un caballo medio muerto y una carreta que no se aguanta en pie. 15 Como no cierres el pico me largo -dijo Joseph. Suzanne salié de debajo del bungalow y se acercé a su vez al caballo. Llevaba también un sombrero de paja del que asomaba algiin mechén castafio rojizo. Iba descalza, al igual que Joseph y que la madre, y vestia un pantalén negro que le llegaba hasta debajo de las rodillas y una blu- sa azul sin mangas. ~Pues hards bien largindote -dijo Suzanne. -No te he pedido tu opinién -dijo Joseph. -Pero yo te la doy. La madre se abalanzé hacia su hija ¢ intenté abofetear- la, Suzanne la esquivé y-regres6 a la sombra, bajo el bun- galow. La madre comenzé a gimotear. El caballo parecia tener ahora las patas traseras paralizadas. No avanzaba. Joseph solté el ronzal con el que intentaba atrastrarlo y lo empujé por detris. El caballo avanzd a trompicones, sin dejar de tambalearse, hasta el talud. Una vez alli se detu- vo y sumergié los ollares en el verde pilido del sembrado. Joseph, la madre y Suzanne se quedaron en suspenso, vuel- tos hacia él, mirdndolo esperanzados. Pero no. El caballo se acaricié los ollares en el sembrado, un par de veces, alz6 un poco la cabeza, y la dejé colgar, inmévil, grévida, del extremo de su largo cuello, los gruesos belfos al ras de las puntas de hierba. Joseph dudé un instante, se dio media vuelta, encendid un Cigartillo y regresé hacia la carreta, Hizo un rebujo con los ameses, en el asiento delantero, y arrastré la carreta hasta debajo del bungalow. Hebitualmente la dejaba junto a la escalera, pero, aque- lla noche, la dejé bien recogida, entre los pilotes centrales. A continuacion parecié: meditar acerca de lo que po- dia hacer, Se volvié una vez més hacia el caballo y se en- caminé hacia el cobertizo. Fingié percatarse entonces de la presencia de su hermana, que se habia sentado de nue- vo recostada contra el pilote. ~éQué narices haces ahi? Hace calor -replicé Suzanne. 16 i. -Hace calor para todo el mundo. Entré en el cobertizo, llevé fuera el saco de carburo y vertié un poco en una lata. Acto seguido volvié a dejar el saco en el cobertizo, regresé con la lata y procedié a aplas- tar el carburo con los dedos. Husmeé el aire y dijo: —Esas ciervas apestan, habré que tirarlas, no entiendo cémo puedes quedarte ahi. —Apestan menos que el carburo ese. Joseph se incorpord y se dirigié de nuevo al cobertizo, con la lata de carburo en la mano. Luego mudé de pare- cer, regresé hacia la carreta y le solté una patada en las ruedas. Tras lo cual subié, con paso decidido, la escalera del bungalow. La madre habia reanudado su labor de escarda. Era la tercera vez que plantaba cannas rojas en el talud que bor- deaba la explanada. La sequia las mataba regularmente, pero aun asi no cejaba en su empefio. Delante de ella, el cabo binaba el talud tras haberlo regadc. Cada vez estaba mis sordo y cada vez se vela obligada a gritar mis para encargarle cosas. Poco antes del puente, hacia la carretera, la mujer del cabo y su hija pescaban en un brazo del rio. Unos tres afios Ievaban comiendo pescado, siempre el mismo, el que las mujeres pescaban cada tarde en la mis- ma charca antes del puente. Bajo el bungalow se estaba relativamente tranquilo. Jo- seph habfa dejado abierto el cobertizo, del que salia aire fresco impregnado del olor de las ciervas. Habia cuatro y un ciervo. Joseph habia matado al ciervo y a una de las ciervas la antevispera y a las otras dos hacia tres dias. Es- tas ya no sangraban; las otras dos todavia perdian sangre gota a gota por las mandfbulas abiertas. Joseph cazaba con frecuencia, a veces cada dos noches. La madre lo abronca- ba porque malgastaba las balas matando ciervas que aca- baban arrojando al rio al cabo de tres dias. Pero Joseph no se resignaba a volver de la selva con las manos vacias. Y siempre hacfan como si fueran a comerse las ciervas, las colgaban debajo del bungalow y espercban a que se pu- 7 driesen para arrojarlas al rio. A todos les repugnaba ya co- merlas. Desde hacia algiin tiempo preferian comer unas zancudas de carne oscura que Joseph cazaba en la desem- bocadura del rio, en las grandes marismas que bordeaban la concesién por la zona de la costa Suzanne esperaba a que Joseph fuese a buscarla para ir a bafiarse. No querfa salir la primera de debajo del bunga- low. Era preferible esperar. Cuando estaba su hermano, la madre griteba menos. ' Joseph bajé. ~Espabila porque no te esperaré. Suzanne subié corriendo a ponerse el traje de batio ‘Atin no habia acabado de ponérselo cuando la madre, que la habia visto subir, ya se habia puesto a gritar. No gritaba para que se oyese mejor lo que decfa. Vociferaba sin diri- girse a nadie en concreto, lo que fuera, cosas sin relacion alguna con lo que sucedia en ese momento. Cuando Su- zanne bajé del bungalow, se encontré a Joseph, ajeno a los gritos de 1a madre, lidiando de ntuevo con el caballo, Le empujaba la cabeza con todas sus fuerzas, intentando hundirle los ollares en el sembrado. El caballo no oponia resistencia, pero se negaba a comer. Suzanne se acercd 4 Joseph. “Anda, ven, ~Creo que ya no hay nada que hacer ~suspiré triste- mente Joseph-. La va a palmar, Lo abandoné a regafadientes, y se encaminaron hacia el puente de madera, donde el rio era més profundo. En cuanto lo vieron dirigirse al rio, los nifios abando- naron la carretera, en la que estaban jugando, y saltaron al agua tras él. Los primeros en Ilegar se arrojaron de cabeza como él, los demas se deslizaban arracimados en la espu- ma gris. Joseph acostumbraba a jugar con ellos. Se los en. caramaba a los hombros, les hacia dar volteretas, y en oca. siones dejaba que alguno se le colgase del cuello y seguia la corriente del rio con el chiquillo, extasiado, hasta las cercanias del pueblo, mas alld del puente. Pero ese dia no 18 tenia ganas de jugar. En la profunda y estrecha poza daba vueltas y mas vueltas sobre si mismo, cual pez en un bo- cal. El caballo, erguido en la orilla, desde donde se domi- naba el agua, no habia hecho el mas leve movimiento. En el suelo pedregoso, bajo el sol, tenia la apariencia impene- trable de una cosa. =No sé lo que le pasa ~dijo Joseph-, pero que la pal- ma es seguro. Volvié a arrojarse de cabeza, seguido por los chiquillos. Suzanne no nadaba tan bien como él. De vez. en cuando salia del agua, se sentaba en la orilla y contemplaba la carre- tera, que llevaba por un lado a Ram, por el otro. a Kam yz mucho mas allé, a la ciudad, la mayor ciudad de la colo- nia, la capital, que se hallaba a ochocientos kilémetros de alli. ¥ algin dia se detendria por fin un automévil ante el bungalow. Un hombre o una mujer se apearian para pedir informacién o algin tipo de ayuda, a Joseph 0 a ella. No acababa de imaginarse qué tipo de informacién podrian pe- dirles, pues no habia en la Ilanura mds cue una sola carre- tera que fuera de Ram a la ciudad pasando por Kam. Por lo tanto era imposible equivocarse de trayecto. Pero siempre podfa producirse algiin imprevisto, y Suzanne no perdia la esperanza. Quizés algin dia un hombre la veria junto al puente y se detendria, épor qué no? Y a lo mejor ella le gustaba y le proponia llevarla con él a la ciudad. Pero, apar- te del autobuis, pasaban pocos coches por a carretera, no més de dos o tres al dia. Siempre eran Jos mismos coches de cazadores que iban hasta Ram, a sesenta kilémetros de alli, y que unos dias después volvian a pasar en sentido in- verso. Pasaban a toda velocidad tocando sin cesar la bocina para alejar a los nifios de la carretera. Macho antes de ver- los aparecer en medio de una nube de polvo, se ofan las sordas y potentes bocinas en la selva. También Joseph espe- taba que se detuviera un coche ante el bungalow. Pero ése Jo conduciria una rubia platino que fumaria 555 y que iria ‘maquillada, Todo podria empezar, por ejemplo, cuando ella le pidiese que la ayudase a reparar un neumitico. 19 Cada diez minutos mas o menos, la madre alzaba la cabeza por encima de las cannas, gesticulaba mirindolos, y sritaba. Mientras estaban juntos, no se acercaba. Se limitaba a vociferar. Desde que se habian derrumbado los diques, era incapaz de decir nada sin ponerse a chillar, acerca de lo que fuera. Antes, a sus hijos no les preocupaban sus ac- cesos de ira. Pero desde el asunto de los diques, habia en- fermado ¢ incluso se hallaba en peligro de muerte, segin el médico. Habia sufrido ya tres ataques, y los tres, se- gin el médico, podian haber sido mortales. Se la podia dejar gritar un rato, pero no demasiado. La ira podia pro- vocarle un ataque. E] médico achacaba sus ataques al desplome de los di- ques. Tal vez se equivocaba. Tanto resentimiento tenia que haberse ido acumulando paulatinamente, afio tras afio, dia tras dia. Y no existfa una sola causa. Existian mil, inclaido el derrumbe de los diques, la injusticia del mundo, el es- pecticulo de sus hijos bafidndose en el tio Sin embargo, los inicios de la madre no la predestina- ban en modo alguno a que el infortunio cobrase tal im- portancia al final de su vida como para que un médico ahora pudiera diagnosticar que iba a morir de desdicha. Hija de campesinos, habia sido tan buena alumna que sus padres la dejaron proseguir estudios hasta obtener el ti- tulo de maestra. Tras lo cual ejercié durante dos afios en un pueblo del norte de Francia. Corria el afio 1899. Algu- nos domingos, en el ayuntamiento, sofiaba ante los carte- les de propaganda sobre las colonias. «Alistaos en el ejér- cito colonial», Jovenes, id a las colonias, alli os espera la fortuna». A la sombra de un platanero cargado de frutos, unos cényuges, colonos, vestidos de blanco, se balancea ban en sendas mecedoras mientras unos indigenas se afa- naban sonrientes a su alrededor. Se cas6 con un maestro gue, como ella, se consumia de impaciencia en un pueblo del norte, victima como ella de las tenebrosas lecturas de Pierre Loti. Poco después de su boda, firmaron juntos la 20 solicitud de admisién en la administraci6n de ensefianza de las colonias y fueron destinados a esa gran colonia que se llamaba por entonces la Indochina francesa. Suzanne y Joseph nacieron durante los dos primeros aftos de su legada a la colonia. Tras el nacimiento de Su- zanne, la madre abandoné la ensefianza. Slo dio ya clases particulares de francés, Su marido habia sido nombrado di- rector de una escuela indigena y, al decir de ella, habian vi- vido muy holgadamente, pese al gasto que suponian los hijos. Aquellos afios fueron sin lugar a dudas los mejores de su vida, afios de felicidad. Al menos eso decia ella. Los recordaba como una tierra Iejana y de ensuefio, una isla Cada vez hablaba menos de ellos conforme envejecia, pero cuando los mencionaba lo hacfa siempre con el mismo en- tusiasmo. Y en cada ocasién, incorporaba nuevas perfec- ciones a aquella perfeccién, una nueva calidad a su ma- ido, un nuevo aspecto del desahogo de que disfrutaban entonces, y que tendia a transformarse 2n una opulencia sobre la que Joseph y Suzanne albergaban sus dudas, ‘Cuando iurié su marido, Suzanne y Joseph eran avin muy jévenes. Del periodo que le siguié no hablaba de buen grado. Decta que habian sido tiempos dificiles, que todavia se preguntaba como pudo salir adelante. Durante dos afios continud dando clases de francés. Después, como no le al- canzaba el dinero, clases de francés y de piano. Y como seguia sin alcanzarle, al ir creciendo sus hijos, firmé un contrato de pianista en el cine Edén. Alli siguié trabajando durante diez afios. Al cabo de diez afios, reunié ahorros suficientes para solicitar la compra de una concesién a la Direccién General del Catastro de la colonia. Su viudedad, su antigua pertenencia al cuerpo de en- sefianza y el estar a cargo de la manutencién de sus dos hijos le daban un derecho prioritario sobre dicha conce- sién, Con todo, tuvo que esperar dos afios para obtenerla. Hacia seis afios que habia llegado a la llanura, con Jo- seph y con Suzanne, en aquel Gitroén B-12 que atin con- servaban. 2 i... Ya el primer afio cultivé la mitad de la concesién. Con- fiaba en que aquella primera cosecha bastaria para resarcir- la en gran parte de los gastos de construccién del bunga- low. Pero la marea de julio se lanz6 al asalto de la llanura y_anegé los terrenos cosechados. Convencida de que tan s6lo habia sido victima de una marea particularmente fuer- te, y pese a los habitantes de la llanura, que trataron de di- suaditla, al afo siguiente la madre repitié la operacién. El mar volvié a subir. Entonces tuvo que renditse a la evi- dencia: su concesién era incultivable. Cada aio la invadia el mar, Cierto que el mar no subia todos los afios a la mis- ma altura, Pero siempre subia lo suficiente como para es- tropearlo todo, directamente 0 por infiltracién. $i se ex- ceptuaban las cinco hectéreas que daban a la carretera, y en medio de las cuales habia mandado construit su bunga- low, habia arrojado los ahorros de diez afios a las olas del Pacifico. La desdicha provenfa de su asombrosa ingenuidad. Pre- servandola de Jos nuevos embates del destino y de los hombres, los diez afios que habia pasado, con total abne- gacién, sentada al piano del Edén a cambio de un magro estipendio la habian sustraido de la lucha y de las impro- bas experiencias de la injusticia. Salié de aquel tanel de diez afios como habia entrado en él, intacta, solitaria, exen- ta de toda familiaridad con las potencias del mal, desespe- radamente ignorante del inmenso vampirismo colonial que la habia rodeado en todo momento. Las concesiones cul- tivables sélo se concedian, por lo general, mediante el pago del doble de su valor. La mitad del dinero iba a pa- rar clandestinamente a los funcionarios del catastro encar- gados de repartir las parcelas entre los solicitantes. El mer- cadeo de Ia totalidad de las concesiones se hallaba en manos de los funcionarios, y éstos se habian vuelto cada vez més exigentes. Tan exigentes que la madre, no pudiendo satisfacer su apetito devorador, que nunca atemperaba la consideracién de ningin caso particular, aun si hubiera es- tado alertada y hubiera querido evitar que le adjudicaran 22 una concesién incultivable, se habria visto obligada a re- nunciar a la compra de cualquier concesién. Cuando la madre comprendié todo esto, un poco tar- de, fue a ver alos agentes del catastro de Kam de quienes, dependian las parcelas de la llanura. Su ingenuidad la llevé a insultarlos y a amenazarlos con interponer una denuncia ante las altas instancias. Le contestaron que ellos no tenfan nada que ver con aquel error. Sin lugar a dudas el respon- sable habia sido su predecesor, que ya hzbia regresado a la metrépoli. Pero la madre volvié a la carga con tal perseve- rancia que, para librarse de ella, se vieron obligados a ame- nazarla. Si seguia insistiendo, la desposeerian de la con- cesién antes del plazo previsto. Fra el argumento més eficaz, de que dispontan para cerrar Ia boca a sus victimas. Porque siempre, como es légico, éstas preferian tener una conce- sidn, siquiera ilusoria, que no tener nada. Las concesiones se adjudicaban siempre de manera condicional. Si, trans- currido el plazo concedido, no se cultivaba la totalidad, el catastro podia expropiarlas. Y asi, ninguna de las concesio- nes de la Ilanura se habia adjudicado a titulo definitivo. Precisamente esas concesiones eran las que proporcionaban al catastro la facilidad de extraer pingiies beneficios de las otras, de las auténticas concesiones, cultivables. Como sea que [a eleccién de las adjudicaciones quedaba sujeta a su li- bre arbitrio, los funcionarios del catastro se reservaban la facultad de repartir, del modo més ventzjoso, inmensas te- servas de parcelas incultivables que, adjudicadas regular- mente y no menos regularmente arrebatadas, constituian en cierto modo sus ingresos regulares En la quincena de concesiones de la Hanura de Kam, habian instalado, arruinado, desahuciado, reinstalado, y de nuevo arruinado y de nuevo expulsado, tal vez a un cen- tenar de familias. Los tnicos concesioxarios que habian permanecido en la Ilanura vivian del trifico del Pernod o del de opio, y tenian que comprar su complicidad abo- nando una parte proporcional de sus ingresos irregulares, cilegales», al decir de los funcionarios del catastro. 23 La justa ira de la madre no la libré, a los dos afios de su Ilegada a la concesién, de la primera inspeccién catastral Esas inspecciones puramente formales se limitaban a una visita al concesionario con el fin de refrescarle la memoria, Se le recordaba que habia transcurrido el primer plazo. -Nadie en el mundo -imploraba el concesionario se- ria capaz de conseguir que crezca la menor cosa en esta concesién. ~Mucho me sorprenderia -replicaba el agente- que nuestro Gobiemo general haya parcelado un terreno que no sea apto para el cultivo. La madre, que comenzaba a penetrar los misterios de la concusién, adujo como prueba la existencia de su bun- galow. Este no estaba terminado, pero aun asi representa- ba ya, a todas luces, un modo de extraer beneficio de la parcela, lo que la hacia acreedora a un plazo mis largo. Los funcionarios catastrales cedieron. Disponia de un aiio més, pero juzgé indtil repetir la experiencia ese afio, el ter- cero desde su Ilegada, y dejé que el Pacifico obrara con entera libertad. Por lo demas, aunque hubiera querido no hubiera dispuesto de los medios necesarios. Ya para termi- nar el bungalow habia cursado dos solicitudes de crédito a los bancos de la colonia. Pero los bancos no actuaban sin haber consultado previamente al catastro. Y la madre solo pudo conseguir algtin crédito hipotecando el bungalow ina- cabado, y para terminarlo necesitaba ptecisamente el prés- tamo, Porque el bungalow si le pertenecia en su totali- dad, y se felicitaba cada dia de haberlo mandado construir. A medida que se acrecentaba su indigencia, a sus ojos el bungalow crecia en valor y en solidez. Tras la primera inspeccién, hubo otra. Se produjo aquel afio, durante la semana siguiente al derrumbe de los diques. Pero Joseph habia alcanzado por fin la edad para poder involucrarse en ello. Manejaba ya a la perfec- cidn la escopeta. Se la metié debajo de las narices al agen- te del catastro, que no insistié y se volvié al cochecito que utilizaba para efectuar las inspecciones. Desde enton- 24 ces, en lo tocante a eso, la madre se quedé relativamente tranquila, Confiada en el aplazamiento que habia obtenido gra- cias al bungalow, la madre puso a los agentes de Kam al corriente de sus nuevos proyectos. Estos consistian en pe- dir a los campesinos que vivian misérrimamente en las tie- rras limitrofes de la concesién que construyeran, conjun- tamente con ella, unos diques contra el mar. Los diques beneficiarian a todos. Bordearian el Pacifico y remontarian el rio hasta el limite que habjan marcado las mareas de julio. Los funcionarios, sorprendidos, juzgaron el proyecto un tanto utépico, pero no se opusieron a dl, Le dijeron que lo pusiera por escrito y se lo enviase. En principio, segin ellos, el desecamiento de la llanura sélo podia formar parte de un proyecto gubernamental, pero, que ellos supieran, ringiin reglamento impedia a un concesionario construir digues en su propia concesién. Siempre, es0 si, que lo no- tificara y recibiera la autorizacién de los servicios locales del catastro, La madre envid su proyecto tras pasar noches, redactindolo, luego esperé esa autorizacién. Esperé mu- cho tiempo, sin desanimarse, porque se habia habituado ya a ese tipo de esperas. Constituian, por si solas, los lazos oscuros que la ligaban con los poderes del mundo de los que dependia en cuerpo y alma: el catastro y la banca. Tras esperar semanas, se decidié a ir a Kam. Los funciona- rios catastrales habian recibido su proyecto. Si no le habian contestado era porque, en realidad, el desecamiento de la concesién les traia sin cuidado. No obstante, la autoriza~ ban técitamente a construir los diques. La madre salié de alli orgullosa de aquel resultado. Habfa que apuntalar los diques con troncos de man- gles. Esos gastos, ni que decir tiene, corrian de su cuenta. Por entonces acababa de hipotecar el bungalow, que no es- taba terminado. Gasté todo el dinero de la hipoteca en la compra de los troncos, y el bungalow nunca se terminé No andaba tan desencaminado el médico. Podia afir- marse que todo habia empezado en ese momento. ¢Y 25 quién no hubiera quedado afectado y no hubiera sido pre~ sa de una gran angustia y de una tremenda ira, en efecto, ante la visién de aquellos diques amorosamente construi~ dos por cientos de campesinos de la Ilanura por fin des- pertados de su letargo milenario por una stibita y loca es- peranza y que, en una noche, se habian venido abajo como un castillo de naipes, espectacularmente, en una sola no- che, ante el rudimentario € implacable asalto de las olas del Pacifico? éY quién, sin querer analizar la génesis de tan loca esperanza, no se hubiera sentido tentado de ex- plicarlo todo, desde la miseria inmutable de la llanura has- ta los ataques de la madre, mediante el evento de aquella noche fatal, y no se hubiera cefiido a la somera pero se- ductora explicacién de que todo se debia a un cataclismo natural? Joseph obligaba siempre a Suzanne a meterse en el agua. Queria que aprendiera a nadar bien para que pudie- 1a bafiarse con él en el mar, en Ram. Pero Suzanne se mostraba reticente. A veces, sobre todo durante la estacién de las Iluvias, cuando la selva se inundaba en una noche, una ardilla, oun ratén almizclero, 0 un joven pavo real, todos ahogados, descendian arrastrados por la corriente, y esos encuentros le producian asco. Como la madre no cesaba de quejarse, Joseph optd por salit del rio. Suzanne abandoné la espera de los co- ches y se fue tras él. -Maldita sea ~dijo Joseph-, mafiana iremos a Ram. Alzé Ia cabeza en direccin a la madre. ~Ya vamos -grité-, deja de chillar asi. Dejé de pensar en el caballo para pensar en la madre. Apreté el paso para llegar junto a ella. Estaba colorada y llorosa, como siempre desde que se puso enferma. Seguia lamentandose. -En vez de gritar, més te valdrfa tomarte las pastillas ~dijo Suzanne. 26 Qué le habré hecho yo al cielo -vodiferaba la madre~ para que me hayan tocado en suerte esta porqueria de hijos, Joseph pasé delante de ella, subié al bungalow y bajé con un vaso de agua y las pastillas. Como siempre, la ma- dre empez6 por negarse a tomarlas. Como siempre, acabd toméndoselas. Cada dia después de bafiarse, tenian que administrarle unas pastillas para que se calmase. En el fon- do, lo que no podia soportar era verlos distraerse con la vida que llevaban en la Hlanura. «Ya es un vicio», decia Su- zanne. Joseph no podia decir lo contrario. Suzanne fue a lavarse al cuarto de bafio con el agua decantada de las jarras y se vistid. Joseph no se lavaba, se quedaba en traje de bafio hasta la mafiana siguiente. Cuan- do Suzanne salié del bafio, ya se ofa el fondgrafo en la ve- randa. Joseph, echado en una tumbona, no pensaba ya en su madre, sino de nuevo en el caballo, al que contempla- ba con asco. —También es mala suerte -dijo Joseph. =Si vendes el fondgrafo, podrés comprar un buen ca- ballo y hacer el trayecto tres veces en vez de una. =Si vendo el fondgrafo, me largo de aqui, y a escape. El fonégrafo ocupaba un lugar importante en la vida de Joseph. Tenia cinco discos y los ponia todas las noches, re- gularmente, después de bafiarse. A veces, cuando estaba has- ta la coronilla, los ponia uno tras otro, sin parar, durante parte de la noche, hasta que la madre se levantaba dos o tres veces para amenazarlo con tirar el fondgrafo al rio, Su- zane cogié un sillén y se sent6 junto a su hermano. =Si vendes el fondgrafo y compras un caballo, dentro de quince dias podris comprar un fondgrafo nuevo. =Me paso quince dias sin fondgrafo y me largo de aqui. Suzanne no volvié a insistir. La madre preparaba Ia cena en el comedor. Habfa de- jado encendida la impara de acetileno. La noche cafa a toda velocidad en acuel pais. No bien desaparecia el sol tras las montafias, los campesinos en- cendian hogueras de lefia verde para protegerse de las fie- 27 ras y los nifios se metian en las cabafias dando gritos. En cuanto alcanzaban la edad de comprender, se ensefiaba a los nifios a precaverse de la terrible noche palustre y de las fieras. Pero los tigres pasaban menos hambre que los nifios y se comian a muy pocos. De lo que morian los nifios en la Ilanura pantanosa de Kam, circundada a un lado por el mat de China ~que la madre se obstinaba, por cierto, en lamar Pacifico, pues «mar de China» tenia a su juicio algo provinciano, y porque, de joven, sus suefios transcurrian en el Pacifico y no en esos marecillos que complican int- tilmente las cosas~ y enclaustrada hacia el este por la lar- guisima cordillera que recorria la costa desde Io alto del continente asiético, siguiendo una curva descendente has- ta el golfo de Siam, donde se sumergia y reaparecia de nuevo en una multitud de islas cada vez mas pequefias pero todas igualmente cubiertas por la misma oscura selva tropical, de lo que morian los nifios no era de los tigres, sino de hambre, de las enfermedades del hambre y de las aventutas del hambre. La carretera atravesaba la estrecha Ianura de un extremo a otro. Se habia construido en prin- cipio para transportar las futuras riquezas de la llanura has- ta Ram, pero la llanura era tan miserable que apenas tenia ‘més riquezas que sus nifios de bocas sonrosadas y siempre abiertas por el hambre. De modo que, en realidad, la ca- rretera s6lo era de utilidad a los cazadores, que se limita- ban a pasar por ella, y a los nifios, que se juntaban alli en juguetonas y hambrientas bandas, pues el hambre no im- pide jugar a los nifios. ~Esta noche voy -declard de repente Joseph. La madre dejé de trajinar junto al infiemillo y se plan- t6 ante él. =No irs, te lo digo yo que no iris. aIré -dijo Joseph-, no se hable més, iré. Cuando Joseph se quedaba demasiado tiempo en la veranda, fiente a la selva, no podia aguantar las ganas de salir a cazar. ~Llévame -dijo Suzanne-, anda, llévame, Joseph. 28 La madre ya vociferaba. =No puedo llevar a mujeres a cazar de noche; en cuan- to a ti, como empieces a gritarme, me voy ahora mismo. Se encerré en su habitacién para preparar el Mauser y los cartuchos. La madre siguié cocinando la cena, sin de- jar de gimotear. Suzanne no se habia movido de la veran- da, Las noches en que Joseph salia a cazar, las mujeres se acostaban tarde. La madre aprovechaba para chacer sus cuentas», como decia ella. Sus hijos, claro esti, se pregun- taban de qué cuentas hablaba. Comoquiera que fuera, esas noches no dormia, De vez en cuando abandonaba las cuen- tas y salfa a la veranda a escrutar los ruidos de la selva, in- tentando vislumbrar el cerco luminoso de la linterna de Joseph. Acto seguido se enfrascaba de nuevo en sus cuen- tas, «sus cuentas de chiflada», como decia Joseph. -A la mesa ~anuncié la madre tra vez habia zancuda y arroz. La mujer del cabo su- ié unos pescados a la plancha. -Otra noche en vela ~dijo la madre. A la luz fosforescente de la mpara, parecia més pali- da, Las pastillas empezaban a hacerle efecto. Bostezd. =Tranquila, mamé, que volveré pronto ~dijo solicita- mente Joseph. ~Cuando temo que me dé un ataque, temo por vo- sotros Se levantd, cogié del aparador una ‘ata de mantequi- lla salada y otra de leche condensada y las deposité de- lante de sus hijos. Suzanne se eché en el arroz un gene- roso chorro de leche condensada. La madre se prepard unas rebanadas de pan con mantequilla y las fue mojan- do en un tazén de café. Joseph comia zancuda. Era una bonita carne oscura y poco hecha. ~Apesta a pescado -dijo Joseph-, pero es muy nutritiva. -Eso es lo importante “dijo la made-. Sé prudente, eh, Joseph? Llegado el momento de Ilenarles la tripa, se mostraba muy dulce con ellos. 29 ~Tranquila, seré prudente. -O sea que ya no vamos a Ram esta noche dijo Su- zanne. -Iremos maiiana -dijo Joseph-, pero entérate de que en Ram no encontraris nada, estin todos casados, el dni co es Agosti —Nunea se la entregaré a Agosti ~dijo la madre-, aun- que él me lo suplique. -No te ha pedido nada ~dijo Suzanne-. Lo tinico que esté claro es que aqui no encontraré nada. Qué mas quisiera él -dijo la madre-, yo sé lo que me digo, pero ya puede esperar sentado, -Ni siquiera piensa en ella dijo Joseph-. ¥ lo veo di- ficil. Los hay que se casan sin mediar dinero, pero muy guapas tienen que ser. Y aun asi se dan pocos casos. —De momento ~dijo Suzanne-, lo que digo de Ram no es por eso, en Ram hay mucha animacién el dia del correo, hay electricidad y un fonégrafo fantéstico en el bar ~Deja ya de tocamnos las narices con Ram ~dijo Joseph. La madre les puso delante el pan de arroz que el ai tocar traia cada tres dias de Kam. A continuacién empezd a deshacerse la trenza. Entre sus dedos ajados, el pelo cru- jfa como hierba seca. Habfa terminado de cenar y con- templaba a sus hijos. Mientras comian, se sentaba frente a ellos y observaba todos sus gestos. Le hubiese gustado que Suzanne creciese més, y también Joseph. Crefa que toda- via era posible. Y eso que Joseph tenia veinte aiios y era ya bastante mas alto que ella, ~Come zancuda -dijo a Suzanne-, esa leche conden- sada no te alimenta, -¥ ademas pudre los dientes -dijo Joseph-, a mi me ha podrido todas las muelas del fondo. ¥ seguro que sigue haciéndolo lentamente. ~Cuando tengamos dinero, haremos que te pongan otras muelas -dijo la madre-. Sirvete zancuda, Suzanne. Suzanne se puso un trocito de zancuda. Le daba asco y se la comia a bocaditos. 30 Joseph habia acabado y estaba cargando ya la lampara de caza. Mientras seguia haciéndose la trenza, la madre le calentaba una taza de café. Una vez llena la lampara, Jo- seph la encendié y se la ajust6 en la frente tras encasque- tarse el salacot. A continuacién salid para ajustar la punteria de la escopeta. Por primera vez esa noche, debia de haber- se olvidado del caballo. Pero en ese momento lo divisé de nuevo en el campo visual de la lampara de acetileno. ~Mierda ~grité Joseph-, esta vez si que la ha difiado. La madre y Suzanne corrieron junto a Joseph. Vieron, también al caballo, iluminado de Ileno por el haz lumino- so de la lampara. Al final se habia tumbado cuan largo era. La cabeza rebasaba el talud, y los ollares, hundidos en los brotes tiernos, rozaban el agua gris. ~Qué horror -dijo la madre. Se llevé la mano a la fren- te con un gesto de abatimiento y permanecié inmévil jun- toa Joseph-, Miralo de cerca ~dijo por fin-, y comprueba si esté muerto de verdad. Joseph bajé lentamente la escalera y se dirigié hacia el talud precedido por la luz de la limpara, que seguia lle- vando en la frente, Antes de que Ilegase junto al caballo, Suzanne se metid en el bungalow, regresd a su sitio en la mesa e intenté acabarse el trozo de zancuda. Pero se le ha- bia ido el escaso apetito que tenia. Renuncié a comer y se fue al salén. Alli, se acurrucé en un sillén de rota, de es- paldas al caballo. Pobre animal -gemia la madre-. Peasar que hoy mis- mo ha hecho todo el trayecto desde Banté. Suzanne la ofa gemir sin verla, Debia de estar en la ve~ randa, sin despegar la mirada de Joseph. La semana ante- rior habia muerto un nifio en la aldea que estaba detras del bungalow. La madre del nifio lo habia velado toda la noche, y cuando murié por la mafana, la mujer gemia de modo parecido, iQué desgracia! Aun respira. La madre volvié al comedor. grité la madre-. (Qué ves, Joseph? 31 ~£Qué podemos hacer? Suzanne, ve a buscar la manta a cuadros que esté en el coche. Al meterse debajo del bungalow, Suzanne evité mirar en direccién al caballo. Cogié la manta del asiento trasero del B-12, subié al bungalow y se lo alargé a la madre. Esta se lo llevé a Joseph y a los pocos minutos regresd con él. -Qué horror ~dijo-, nos ha mirado, Basta ya de hablar del caballo -dijo Suzanne-, maia- na vamos a Ram. ~éCémo? =Lo ha dicho Joseph -dijo Suzanne. Joseph se puso las zapatillas de tenis. Salié, con cara torva. La madre quité la mesa y volvid a sus cuentas, «Sus cuentas de chiflada», como decta Joseph 32 Cuando iban a Ram, la madre se recogia la trenza y se calzaba. Pero conservaba el vestido de algodén granate, que, por lo demés, s6lo se quitaba para dormir. Cuando lo lavaba, se acostaba y dormia mientras se secaba el ves- tido, Suzanne también se ponfa el nico par de zapatos que tenia, unos zapatos de baile de satén negro que habia encontrado de rebajas en la cindad. Ademés, se cambiaba de ropa, dejaba el pantalén malayo y se ponia un vestido, Joseph no se cambiaba. Las mas de las veces ni siquiera se calzaba. Con todo, cuando coincidia con la llegada del barco-conteo de Siam, se ponia las zapaiillas de tenis para poder bailar con las pasajeras. Al llegar a la cantina de Ram, vieron, aparcada en el patio, una magnifica limusina negra, con cabida para siete personas. En el interior, vestido de librea, aguardaba pa- Cientemente un chéfer. Era la primera vez que lo veian. El vehiculo no podia pertenecer a un cazador. Los cazadores, no tenian limusinas, sino Torpedos descapotables. Joseph salt del B-12. Se acercé y, lentamente, dio dos veces la vuelta al coche. A continuacién se planté frente al motor y lo examiné largo rato ante la mirada aténita del chéfer. “Talbot o Léon Bollée», dijo Joseph. Al no poder decidir- se por la marca, se decidié a subir al bar de la cantina con Suzanne y la madre. Estaban alli los tres funcionarios de Correos, unos off- ciales de marina sentados a una mesa con unas pasajeras, 33, Agosti hijo, que nunca se perdia la legada del barco co- rreo, y, por ultimo, solo en una mesa, joven, inesperado, el presunto duefio de la limu Bart se levanto, desplazandose lentamente desde la caja, y se encaminé hacia la madre. Hacia veinte afios que regen- taba la cantina de Ram. No se habia movido de alli. Estaba viejo y gordo. Era ya un cincuentén apoplético y obeso, saturado de Pernod. Unos afios atrds, Bart habia adoptado aun nifio de la Ianura que lo descargaba de todo el servi- cio de la cantina y que, en sus ratos perdidos, lo abanica- ba detrés de la barra, donde se retiraba a dormir el Pemod, inmévil como un Buda. A cualquier hora que se lo viese, Bart se hallaba bafiado en sudor, cerca de una copa de Per- nod. Sélo se desplazaba para recibir a los parroquianos. No hacia otra cosa. Se encaminaba hacia ellos con la lentitud de un monstruo marino fuera de su elemento, sin apenas levantar los pies del suelo, a tal punto lo entorpecia su inol- vidable barriga, auténtico tonel de absenta. No se limitaba a beberla. Hacia contrabando con ese licor, y con él se ha- bia enriquecido. Venian a buscarlo de muy lejos, desde las plantaciones del norte. No tenia hijos ni familia, pero era tan avaro que nunca habia consentido en prestar un cénti- mo, o exigia unos intereses tan altos que nadie en la Ila- rnura habia cometido la locura, o tenido la astucia, de acep- tar. No se proponia otra cosa, pues abrigaba la total con- viccién de que cualquier dinero prestado en la Hanura era dinero perdido. Y eso que era el tinico blanco en la llanu- ra de quien podia decirse que le gustaba la llanura. Cierto que habia encontrado el modo de vivir de ella al tiempo que una razén de vivir: el Pernod. La gente decia que era bueno porque habia adoptado a un nifio, y que, en defini- tiva, si el nifio lo abanicaba, era preferible abanicarlo a él que apacentar biifalos bajo el sol de Ia Hanura. Tan ge- neroso acto, y la fama que ello le granjeaba, le garantiza- ban total tranquilidad en sus actividades de contrabando. A buen seguro, ello habia contribuido no poco a la conce- sién, por parte del Gobierno general de la colonia, de la 34 Legién de Honor, como premio por haber regentado du- rante veinte afios, mostrando un incesante celo por el pres- tigio de Francia, la cantina de Ram, «puesto alejadon. —éCémo va todo? -pregunté Bart a la madre estre- chandole la mano Bien, bien -contest6 la madre sin insistir. Mentos clientes le llegan dijo Joseph-. Cofio, qué limusina... =Es de un negociante de cauchos del norte. Por allé si que son ticos. -No puede usted quejarse ~dijo la madre-, tres barcos correo por semana no esti nada mal. Més luego el Pernod. Est peligroso, ahora se dejan caer cada semana, esti peligroso, cada semana tenemos follén. ~Diganos quién es el plantador del nerte dijo la madre. -Es el tipo que est4 en la esquina, al lado de Agosti. Viene de Paris. Ya lo habian visto al lado de Agosti, Se hallaba solo sentado a una mesa, Era un joven que aparentaba unos veinticinco afios, vestido con un traje de eusor crudo. Ha- bia depositado en la mesa un sombrero de fieltro del mis- mo tono crudo. Cuando se tomé un sorbo de Pernod vieron en su dedo un magnifico diamante, que la madre contemplé en silencio, fascinada. =Cofio, vaya coche -dijo Joseph, y afiadié-: Pero, eso si, él es feo como un demonio. El diamante era enorme; el traje de tusor, de excelente corte. El sombrero flexible parecia salido de una pelicula: como el que el personaje se embute indolentemente en la cabeza antes de subirse al coche de cuarenta caballos ¢ ir a jugarse media fortuna a Longchamp pera olvidarse de un desengafio amoroso. A decir verdad, su cara no era nada atractiva, tenia los hombros estrechos, los brazos cortos y su estatura debia de ser inferior a la media. Las manos, pe- quefias pero cuidadas, eran delgadas y bastante bonitas. Y la presencia del diamante les conferia un atractivo ma- jestuoso, una pizca delicuescente. Estaba solo y era plan- 35 tador, y joven. Miraba a Suzanne. La madre advirtié que la miraba y miré a su vez a su hija. A la luz eléctrica se le veian menos las pecas que a la luz del dia. Era, sin lugar a dudas una chica guapa, tenia unos ojos centelleantes, arrogantes, era joven, se hallaba en el esplendor de la ado- lescencia, y no era timida, ~éPor qué pones esa cara de entierro? -dijo la madre-. No puedes poner cara amable, por una vez? Suzanne sonrié al plantador del norte. Sonaron dos largos discos, un fox-trot y un tango. Al tercero, otro fox- trot, el plantador se levanté para invitar a Suzanne. De pie, era francamente un retaco. Mientras avanzaba hacia Suzanne, todos miraban su diamante: Bart, Agosti, la ma- dre, Suzanne... Los pasajeros no, pues estaban mas acos- tumbrados. Ni tampoco Joseph, porque Joseph s6lo mira- ba los coches. Pero todos los de la llanura miraban, Bien es verdad que aquel diamante, olvidado en su dedo por su propietario ignorante, valia, él solo, casi tanto como todas Jas concesiones de la llanura juntas. ~iMe permite, sefiora? —dijo el plantador del norte in- clinandose ante la madre La madre dijo: «Pues claro no faltaba més», y se rubo- riz6. Ya habia unos oficiales en la pista bailando con unas pasajeras. Agosti hijo bailaba con la mujer del aduanero. El plantador del norte no bailaba mal. Bailaba lenta- mente, con cierta aplicacién académica, quiz con énimo de demostrar a Suzanne su tacto, su clase y su deferencia hacia ella. Podré tener el gusto de que me presente a su madte? ~Clato -dijo Suzanne ~éVive por la zona? -Si, somos de aqui. éBs suyo el coche que esti abajo? Presénteme con el nombre de Jo. De dénde es? Es maravilloso. ~Tanto le gustan los coches? ~pregunté Jo sonriendo. No tenia voz de plantador ni de cazador. No era una voz de alli, sino de fuera, suave y distinguida, 36 EEE’ ES -Mucho ~dijo Suzanne-. Por aqui no hay, sélo se ven Torpedos, —Una chica guapa como usted debe de aburrirse en la llanura... ~musité Jo no lejos del oido de Suzanne. Una noche, hacia dos meses, Agosti hijo la habia Ile- vado fuera de la cantina, donde en el tocadiscos sonaba Ramona, y, en el puerto, le habia dicho que era una chi- ca muy guapa y la habia besado. En otra ocasién, un mes més tarde, un oficial del correo la habia invitado a visitar su barco y, nada mas empezar la visita, la habia llevado aun camarote de primera clase; alli le habia dicho que era una chica muy guapa y la habfa besado. Sélo se habia dejado besat. De modo que era la tercera vez que se lo decian, ~éQué marca es? -pregunté Suzanne -Es un Maurice Léon Bollée. Es mi marca preferida. Si Ie apetece, podemos dar una vuelta, No olvide presentar- me a su madre. ~iCudntos caballos tiene? —Creo que veinticuatro ~dijo Jo. ~éCusinto cuesta un Maurice Léon Bollée? -Es un modelo especial, encargado especialmente en Paris. Este me costé cincuenta mil francos. EL B-12 habia costado unos cuatro mil francos y la ma- dre habia tardado cuatro afios en pagarls. -Es carisimo -dijo Suzanne. Jo miraba cada vez més de cerca el pelo de Suzanne, y de vez. en cuando sus ojos bajos, y bajo sus ojos, su boca. ~Si tuviéramos un coche asi, vendriamos cada noche a Ram, por lo menos nos distraerfamos. A Ram y a todas partes. EI dinero no hace la felicidad, como parece creer us- ted ~dijo nostélgicamente Jo. La madre proclamaba: «Lo tinico que hace la felicidad es el dinero. Sdlo a los tontos no los hace felices». Y afia- dia: «Por supuesto, cuando se es rico hay que conservar la inteligencia». Joseph, més terminante que ella, aseguraba a7 que el dinero hacfa la felicidad, sin lugar a dudas. Sélo con la limusina de Jo, Joseph ya hubiera sido mas feliz, -No lo sé -dijo Suzanne-. Me da la impresién de que nos apafiarlamos pata que nos hiciera felices, -Es usted tan joven ~dijo Jo con voz susurrante-. No, no puede saberlo. -No porque sea joven ~dijo Suzanne-. Es porque us- ted es demasiado rico. Jo la tenia ahora apretada muy fuerte. Cuando el fox- trot acabé, él lo lamentd. —De buena gana hubiera seguido bailando... Siguié a Suzanne hasta la mesa. ~Te presento al sefior Jo -dijo Suzanne a la madre. La madre se levantd a saludar a Jo y le sonrié. Al ver es0, Joseph ni se levanté ni sonrié. ~Signtese a tomar algo con nosotros -dijo la madre. Jo se senté al lado de Joseph. “Esto corre de mi cuenta —dijo. Se volvié hacia Bart~ Champan bien frio -pidié-. Desde que he vuelto de Paris no he conseguido tomar uno bueno. Cada noche de correo tenemos -dijo Bart-. Ya me dird qué le parece. Jo sonreia exhibiendo todos sus dientes, que eran bo- nitos. Joseph reparé en ellos y, a partir de ese momento, lo tinico que miré de Jo fueron sus dientes. La cosa pare- cla mottificarlo: los suyos estaban picados y no podia ha- cérselos arreglar. Tenia tantas cosas que arreglar antes, que dudaba que les tocase algtin dia a los dientes. —éViene usted de Paris? -pregunté la madre. —Acabo de desembarcar. Pasaré tres dias en Ram. He venido a supervisar un embarque de létex. La madre, ruborosa y sonriente, escuchaba con avidez las palabras de Jo. Este lo advertia y ello parecia compla- cerlo. Debia de ser infrecuente que lo escuchasen con tal embeleso. Mimaba a la madre con la mirada y evitaba prestar demasiada atencidn a lo que més le interesaba, que era Suzanne. Todavia no se habia preocupado del herma- 38 no, todavia no. Si habia observado que Suzanne sélo te- nia ojos para ese hermano que se limitaba a mirar sus dien- tes o la pista de baile con aire tacitumo y furibundo. ~Su coche es un Maurice Léon Bollée -dijo Suzanne. Se sentia muy préxima a Joseph, sobre todo delante de una tercera persona, y més ain cuando estaba tan abierta- mente de mala uva como aquella noche. Joseph parecié despertarse: —£Y cudntos caballos tiene un coche asi? ~Veinticuatro -contesté Jo con indiferencia, ~Coiio, veinticuatro caballos... Y cuatro velocidades, supongo. Si, cuatro. -Y hasta se podré arrancar en segunda, éno? Si, pero te puedes cargar el cambio de marcha. —aSe agarra a la carretera? ~A ochenta, de maravilla, Pero éste ro me gusta, tengo un Roadster deportivo que se pone a cien sin problemas. ~£Cuintos litros cada cien kilémetros? Quince en carretera. En ciudad, dicciocho. éDe qué marca es el de ustedes? Joseph miré a Suzanne, azorado, y de pronto se echd a reir. —De eso mejor no hablar... -Es un Citroén —intervino la madre-. Un excelente y viejo Citroén que nos ha prestado muchos servicios. Para esta carretera es mas que suficiente. Se nota que no lo has conducido mucho —dijo Joseph. Volvia a sonar la miisica. Jo Ievaba discretamente el ritmo repiqueteando en la mesa con el dedo donde lucia el diamante. A sus respuestas les seguian largos y profun- dos silencios por parte de Joseph. Pero, sin duda, Jo no se atrevia a cambiar de tema. Al tiempo que contestaba a Jo- seph, no despegaba ya los ojos de Suzanne. Podia hacerlo con toda tranquilidad. Suzanne estaba tan pendiente de las reacciones de Joseph que s6lo lo miraba a él ~2 el Roadster? -pregunté Joseph. 39 iCémo? ~iCuanto gasta a cien el Roadster? —Mis -dijo Jo-. Dieciocho en carretera. Tiene treinta caballos. “iCofio! -exclamé Joseph. =Los Citron consumen menos, éno? Joseph solté una fuerte carcajada. Se terminé la copa y se sirvid otra. De pronto parecia decidido a reirse. Veinticuatro ~dijo. -iCaray! -exclamé Jo. ~Pero tiene su explicacién -dijo Joseph. -Es mucho. —Deberia consumir doce -dijo Joseph-, pero tiene su cexplicacién... El carburador ya no és un carburador, es un colador. El ataque de risa de Joseph era contagioso. Era una risa sofocante, todavia infantil, que brotaba con un impe- tu irresistible. La madre se puso colorada, intentaba conte- nerse sin lograrlo. -Si no fuera més que eso -dijo Joscph-, no serfa gran cosa, La madre se rela a mandibula batiente. =Rs cierto -dijo-, si sélo fuera el carburador... Suzanne se refa también. Pero su risa era distinta de la de Joseph, la suya era un poco més silbante, més aguda. Habia sido cosa de unos segundos. Jo parecia desconcerta- do. Probablemente se preguntaba si su éxito no se veia un poco comprometido y cémo prevenirse de tal riesgo. -iY el radiador! -dijo Suzanne. ~Todo un récord -dijo Joseph-. Lo nunca visto. -Di cudnto, Joseph, dilo... Ha llegado a gastar, antes de que le hiciese un apaito, hasta cincuenta litros cada cien. ~iAh! ~se carcajeé la madre-, no esta nada mal, cin- cuenta litros cada cien, Bueno ~dijo Joseph-, y si sélo fuera eso..., el carbu- rador y el radiador.. 40 ES -Es verdad -dijo la madre-, si s6lo fuera e50... no se ria nada Jo intenté reirse. Se forzaba un poquito. A ver si iban a olvidarse de él, Parecian un poco chiflados. ~iY nuestros neumiticos! dijo Joseph-, nuestros neu- miticos... llevan. Joseph se refa tanto que no le salian las palabras. La misma tisa incontenible y misteriosa estremecia a la madre ya Suzanne. -Adivine con qué ruedan nuestros neumaticos -dijo Joseph-, a ver si lo adivina.. =Venga -dijo Suzanne-, a ver si lo adivina... —Tardaré una eternidad en acertar ~dijo Joseph. EI hijo adoptivo habfa traido otra botella de champén. a peticién de Jo. Agosti los escuchaba y se reia a gusto. Los oficiales y las pasajeras se refan también, aunque no sabian de qué iba, pero discretamente. Vamos, piense dijo Suzanne-. Aunque, afortunada- mente, no pasa siempre. Qué sé yo, con ciima de haber dado en el clavo. Qué va, anda usted totalmente desencaminado -dijo Suzanne. -Hojas de platanero -dijo Joseph-, con eso los llena- mos... Jo se rid abiertamente por primera vez. Pero no tan es- truendosamente como ellos, al parecer era cuestion de tem- peramento. Joseph habia alcanzado tal grado de hilaridad que le faltaba la respiracién, y su risa, silenciosa, lo situ ba en el punto muerto del paroxismo. Jo habia renuncia- do a sacar a bailar a Suzanne, Aguardaba pacientemente a que todo se calmase. -Bs original, genial, como dicen en Paris. No le prestaban atencién. =Nosotros, cuando salimos de viaje... dijo Joseph-, ata- mos al cabo en el guardabarros con una regadera al lado. Hipaba entre cada palabra. ‘as de moto ~dijo Jo, con cara a1 -Y el faro..., sirve también de faro..., el cabo nos hace de radiador y de faro ~dijo Suzanne. -iAy!, que me ahogo... Calla..., calla -dijo la madre. -Y las portezuelas ~dijo Joseph-, las portezuelas se aguantan con un alambre... ~Ya ni me acuerdo dijo la madre-, ni me acuerdo de cémo eran las manillas de nuestras portezuelas... Nosotros -dijo Joseph~ no necesitamos manillas, sal- tamos dentro, ihop!, siempre que entremos por el lado donde hay estribo. Estamos acostumbrados. -Si, muy acostumbrados -dijo Suzanne. ~Calla dijo la madre-, que va a darme un ataque. Estaba muy colorada. Era mayor, habia suftido tantas desgracias, y habia tenido tan pocas ocasiones de reirse de ellas, que la risa se apoderaba de ella y la descomponia pe- ligrosamente. La fuerza de su risa no. parecia salir de ella, ¢ incomodaba, hacia dudar un poco de su juicio. Nosotros, ni falta de faros... ~dijo Joseph-. Con una lampara de caza, tan a gusto. Jo los miraba como preguntindose si aquello se acaba- ria algin dia. Pero escuchaba pacientemente. ~Es agradable conocer a gente como ustedes, tan ale- gres como ustedes ~dijo, intentando sin duda hacerlos ol- vidarse del inagotable B-12 y salir de ese laberinto, ~éTan alegres como nosotros?... ~dijo la madre, estu- pefacta. ~iQué dice, que somos alegres?... -pregunté Suzanne, -iAh!, si I supiera, cofio, si él supiera... ~dijo Joseph. Pero estaba lanzado, no cabia duda~. Y atin ~dijo-, si sdlo fuera eso, el depdsito, los faros... si s6lo fuera eso... La madre y Suzanne lo miraban atentamente. {Con qué saldria ahora Joseph? Todavia no lo adivinaban, pero la risa, que habia empezado a debilitarse, volvié a estremecerlas, -Los alambres -prosiguié Joseph-, las hojas de plata- nero, ya, pero si sélo fuera eso. -Es cierto, si sélo fuera es presién interrogante. -repitié Suzanne con ex: 42 -Si slo fuera el coche -dijo Joseph. -No seria nada -dijo la madre-, nada de nada... Impaciente, adelantindose a la de ella, las invadia la risa de Joseph. =No sélo es el coche. Antes teniamos diques..., diques. La madre y Suzanne lanzaron un grito agudo de i tensa satisfaccion. Agosti solté a su vez una carcajada. Y el sordo gorgoteo que se ofa por la zona de la caja indicaba que Bart también participaba en el jolgorio. -iAh!, los cangrejos..., los cangrejos -dijo la madre. —Los cangrejos arremetieron contra ellos. ~Hasta los cangrejos metieron baza... ~dijo Suzanne. -Es cierto..., hasta los cangrejos se pusieron en nuestra contra... ~dijo la madre. Algunos clientes bailaban de nuevo. Agosti siguié tron- chandose, pues conocia bien la historia de aquella familia, tan bien como la suya. Hubiera podido ser la suya, la de todos los concesionarios de Ia Ianura, Los diques de la madre constitufan a la par el gran drama y la gran chiri- gota de la llanura. Era terrible pero divertido. Dependia del lado en que se situase uno, del lado del mar que ha- bia demolido los diques de una sola embestida, una sola, del lado de los cangrejos, que los habian convertido en coladores, 0, por el contrario, del lado de quienes se habi- an pasado seis meses levantindolos, an a sabiendas de los estragos que causarian el mar y los cangrejos. Lo ms sorprendente era que doscientas personas hubiesen olvida- do eso al acometer el trabajo. Todos los hombres de los pueblos colindantes adonde la madre habia enviado al cabo habian acudido. Y tras reunirlos en las inmediaciones del bungalow, la madre les habia explicado lo que deseaba proponerles. -Si aceptdis mi plan, podemos ganar cientos de hecti- reas de arrozales, y eso sin necesidad de recurtir a esos ca- nallas del catastro. Construiremos diques. Dos tipos de di- ques, unos paralelos al mar, otros... Los campesinos se quedaron un tento sorprendidos. 43 En primer lugar, porque desde los milenios que llevaba el mar invadiendo la Ilanura estaban tan acostumbrados a ello que nunca se les habfa ocurrido que pudieran impe- dirlo. En segundo lugar, porque su miseria los habia habi- tuado a una pasividad que era su tinica defensa ante sus hijos muertos de hambre y sus cosechas diezmadas por la sal. Asi y todo, acudieron tres dias seguidos y cada vez en mayor numero. La madre les explicé como planeaba cons- truir los diques. Segin ella, habfa que apuntalarlos con troncos de mangle. Sabla dénde procurarselos. En las cer- canias de Kam habia grandes existencias que, al concluir las obras de la carretera, habjan quedado sin utilizar. Unos contratistas le habfan ofrecido vendérselos a buen precio. Por otra parte, ella correria con todos los gastos. Desde un principio, aceptaron unirse al plan un cente- nar de hombres. Pero enseguida, cuando los primeros co- menzaron a descender a las barcas que zarpaban del puente hacia los emplazamientos designados para la construccién, se sumaron a ellos un gran nimero de hombres. Transcu- rrida una semana, casi todos los hombres de la Ilanura tra- bajaban en la construccién de los diques. Habia bastado una menudencia para sacarlos de su pasividad. Una ancia- ‘na sin medios les decia que habia decidido luchar y los in- citaba a luchar, como si no esperasen otra cosa desde el inicio de los tiempos. Y, sin embargo, la madre no habja consultado a ningiin técnico que determinase si la construccién de los diques seria eficaz. Lo creia. Estaba convencida de ello. Siempre actuaba asi, obedeciendo a evidencias y a una légica de la que no compartfa un Apice con nadie. El hecho de que los campesinos creyeran lo que les decia la reafirmé en su certeza de que habia dado exactamente con lo que habia que hacer para cambiar la vida de Ia Ilanura, Cientos de hectareas de arrozales serian sustraidos a las mareas. Todos serian ricos, 0 casi. Los nifios dejarian de morir. Habria médicos. Construirfan una larga carretera que bordearia los diques y comunicarfa entre si las tierras ganadas al mar, 44 Una vez comprados los troncos, durante tres meses fue menester esperar a que el mar se retirase del todo y la tierra estuviese lo bastante seca como para iniciar las obras de nivelacién. Durante ese periodo de espera la madre vivié la gran esperanza de su vida. Se pasaba las noches redactando y puliendo la redaccién de las condiciones de la futura par- ticipacién de los campesinos en la explotacién de las qui- nientas hectéreas inmediatamente cultivables. Pero era tal su impaciencia que no le basté trazar esos planes a la es- pera de que llegase el momento. Con el dinero que le quedé una vez pagados los troncos, hizo construir sin més dilacién tres cabanas, a las que bautiz6 «aldea vigia», en la desembocadura del rio. Tan gran numero de campesinos habia confiado en el éxito de su empresa que ella creia ya en ello sin el menor asomo de duda. Ni por un instante se le pasd por la cabeza que quiz la habian creido porque la veian tan segura de si misma. Pero era tal la seguridad con que les habia hablado que hasta ur: agente catastral se hubiera dejado convencer. Una vez construida su aldea, la madre instalé en ella a tres familias y les proporciond arroz, barcas y lo necesario para subsistir hasta que se re- cogiera la cosecha de las tierras despejadas. ‘Llegé el momento propicio para la construccién de los diques. Los hombres acarrearon los troncos desde la carretera hasta el mar y se pusieron al trabajo. La madre bajaba con ellos al alba y regresaba al anochecer al mismo tiempo que ellos. Suzanne y Joseph habfan cazado mucho durante todo aquel tiempo. También para ellos habia sido un pe- iodo de esperanza. Creian en el proyecto de su madre: en cuanto terminase la cosecha, podrian realizar un largo via- je a la ciudad y, en tres afios, abandonarian definitiva- mente la llanura. ‘A veces, por las noches, la madre mandaba repartir quinina y tabaco entre los campesinos y les hablaba de los cambios inminentes en su existencia. Los campesinos se 45 refan con ella, anticipadamente, de la cara que pondrian los funcionarios catastrales ante las fabulosas cosechas que no tardarian en recoger. La madre les contaba punto por punto su historia y les hablaba largo y tendido del merca- do de las concesiones, Para insuflarles més entusiasmo, les explicaba también cémo las expropiaciones de que mu- chos habian sido victimas en beneficio de los cultivadores de pimienta chinos se debian también a la ignominia de los agentes de Kam. Les hablaba exaltada, sin poder resis- tir la tentacién de compartir con ellos su reciente inicia- cién y su conocimiento ya total de la técnica concusiona- ria de los agentes de Kam. Se liberaba por fin de todo un pasado de ilusiones y de ignorancia, y era como si hubie- se descubierto un nuevo lenguaje, una nueva cultura, no se cansaba de hablar de ello. Unos canallas, decia, son unos canallas. Y los diques representaban el desquite. Y los campesinos se refan regocijados. Durante la construcci6n de los diques ningun agente se habia dejado caer por alli, lo cual a veces la soxprendia un poco. No podian ignorar la importancia de los diques y despreocuparse. As{ y todo, ella misma no se habia atre- vido a escribirles, por temor a alertarlos y a que le prohi- bieran proseguir un proyecto que en definitiva era todavia oficioso. No se atrevié a hacerlo hasta que concluyeron las obras. Les anuncié que un inmenso cuadrilitero de quinientas hectareas que abarcaba la totalidad de la con- cesién iba a cultivarse. El catastro no contesté. Habia Hegado la estacién de las lluvias. La madre ha- bia sembrado grandes superficies de tierra cerca del bun- galow. Los mismos hombres que habian construido los di- ques acudieron a trasplantar los brotes de arroz en el gran cuadrilétero cerrado por los ramales de los diques. Transcurrieron dos meses. La madre bajaba con fie- cuencia a contemplar cémo verdeaban los jévenes brotes de arroz. Siempre era asi, todo empezaba a crecer hasta la gran marea de julio. En julio, el mar subié como de costumbre, dispuesto a 46 ge asaltar la lanura. Los diques no eran lo bastante s6lidos Los habian roido los cangrejos enanos ée los arrozales. En tuna noche, se vinieron abajo. Las familias que la madre habia instalado en su aldea vigia emigraron con sus juncos, con viveres, a otra zona de la costa. Los campesinos de las aldeas cercanas a la con- cesién regresaron a sus aldeas. Los nifos siguieron mu- riéndose de hambre. Nadie se lo eché en cara a la madre. ‘Al afto siguiente, los pequefios restos de los diques que se habian mantenido en pie se desplomaron a su vez. La historia de nuestros diques es para partirse el culo de tisa ~dijo Joseph. Y, haciendo caminar dos dedos sobre la mesa, imité los andares de un cangrejo hacia los diques, dirigiéndolos hacia Jo. Sobrellevando la broma con la misma paciencia, Jo dejé de interesarse por los andares del cangrejo y fijé la mirada en Suzanne, que, la cabeza alzada, se refa con los ojos Ilenos de Lagrimas. ~Son ustedes divertidos ~dijo Jo-, son estupendos. Marcaba con la mano el compas del fox, quiz para incitar a Suzanne a bailar. =No hay en el mundo otra historia como la de nues- tros diques ~dijo Joseph-. Habfamos pensado en todo me- nos en los dichosos cangrejos. =Les cortamos el paso ~dijo Suzanne. =... pero ellos tan frescos ~prosignio Joseph-, esperan- do la ocasién, dos pinzazos y icatacrac,, fuera diques. -Unos cangrejitos de color barro ~dijo Suzanne-, crea- dos para nosotros. =Cemento armado era Jo que hacia falta... ~dijo la ma- dre-. Pero éde dénde ibamos a sacarlo? Joseph la atajé. La risa remiti6. “Que quede clara una cosa ~dijo Suzanne-, y es que Jo que compramos no es tierra ~Es agua -dijo Joseph. -Es mar, el Pacifico ~dijo Suzanne. -Mierda es lo que ¢s ~dijo Joseph. 47 -Una idea que no se le hubiera ocurrido a nadie... dijo Suzanne. La madre dejé de reitse y de pronto volvié a ponerse muy seria. ~Cillate ~dijo a Suzanne- o te pego un bofetén Jo se sobresalt6, pero fue el tinico. Le digo yo que es mierda ~dijo Joseph-, mierda 0 agua, como més le guste. Y nosotros aqui esperando como gilipollas a que se marche la mierda. ~Algin dia sucederé -dijo Suzanne ~Dentro de quinientos aiios -dijo Joseph-, pero a no- sotros nos sobra tiempo... ~Miés valdria que fuera mierda... ~dijo Agosti desde el fondo del bar. Siempre setia mejor arroz de mierda que nada de arroz ~dijo Joseph riéndose de nuevo. Encendié un cigarillo. Jo sacé un paquete de 555 del bolsillo y ofrecié a Suzanne y a la madre, La madre, sin reirse, escuchaba avidamente a Joseph. ~Cuando la compramos, éstabamos convencidos de que nos harfamos millonarios en un aio -prosiguié Jo- seph-. Construimos el bungalow y esperamos a que cre- ciese todo. Siempre empieza creciendo ~dijo Suzanne -Hasta que subié la mierda ~dijo Joseph-. Entonces Jevantamos los diques... Ya ve... Y aqui estamos, como gi- lipollas, esperando no se sabe qué ~Esperamos en nuestra casa, esa casa... -afiadié Suzanne. ~Esa casa que atin no esté terminada ~dijo Joseph. La madre intent6 hablar. =No les haga caso, es una buena casa, y bien sdlida. Si quisiese venderla, me darian bastante dinero... Treinta mil franco ~Puedes esperar sentada dijo Joseph-. . —Gon dos copas de champan, se me olvida por qué he venido a Ram y me da la impresién de engafiarlo yo més que él a mi. ‘ Jo, por su parte, bebia poco. Habia bebido mucho, se- gin él, y el alcohol apenas le hacia ye efecto. Salvo, eso si, el de que el fervor que le inspiraba Suzanne cobrase un sesgo todavia mas melancélico. La miraba, mientras baila- ban, con una expresion tan inguida que a veces, cuando la cantina no deparaba més distracciones, Joseph lo seguia muy interesado con los ojos. ~Se las da de Rodolfo Valentino -decia-, pero lo més penoso es que su cara cada vez recuerda més una cabeza de ternera. Esa expresién encantaba a la madre y le daba mucha risa. Mientras bailaban, Suzanne se daba perfecta cuenta de lo que les causaba risa, pero no asi Jo, o tal vez éste re- nunciaba prudentemente a averiguar las causas de sus ac- cesos de hilaridad. -Es bonito, una ternera ~apostillaba la madre adop- tando un tono consolador. Las comparaciones que suscitaba Joseph eran sin duda nm esas noches de dudoso gusto, pero eso traia sin cuidado a la madre. A ella le parecian perfectas. En el siimmum de su asco, alz6 la copa, desinhibida. ~Entretanto... -dijo. -Y que lo digas... ~aprobé Joseph riéndose. ~Beben a nuestra salud dijo Suzanne a Jo mientras bailaban. —Mucho me extrafia ~contesté Jo-. Estando nosotros no lo hacen nunca... -Es por timidez ~dijo Suzanne sonriendo. Su sonrisa me enloquece... -susurré Jo. -Entretanto, s6lo sé ~afiadié la madre~ que nunca he bebido tanto champan, ‘A Joseph le gustaba ver a su madre en ese estado de hilaridad vulgar y reconfortante que sélo él sabia suscitar en ella. A veces, cuando se aburria mucho, prolongaba la chunga toda la velada y, de manera no tan directa, incluso en presencia de Jo. Por ejemplo, cuando éste no bailaba y canturreaba en voz baja, sin apartar los ojos de Suzanne, canciones que se le antojaban apropiadamente equivocas: «Paris, te quiero, te quiero...» Joseph repetia la cancién tal como él pensaba que podria hacerlo una ternera: «te quiee- 10, te quieero...», lo cual desataba la risa de todo el mun- do, pero sélo hacia sonreir, y cudn patéticamente, a Jo. No obstante, la mayor parte del tiempo, Joseph baila- ba, bebia y apenas prestaba atencién a Jo. A veces se acer- caba a conversar con Agosti, o salia al puerto a ver cargar el barco correo, o se bafiaba en la playa. En esas ocasio- nes, lo anunciaba a Suzanne y a la madre, que lo seguian y a su vez eran seguidas, aunque a distancia, por Jo. Cuan- do iba un poco cargado, Joseph pretendia querer ir na- dando hasta la isla més proxima de la costa, a tres kilé- metros de alli. Era un proyecto del que nunca hablaba cuando se hallaba en estado sobrio, pero durante aquellas noches se consideraba perfectamente capacitado para reali- zarlo. En realidad, se hubiera ido derecho al fondo mucho antes de llegar a la isla. Pero la madre se ponfa a chillar. 2 ie, Ordenaba a Jo que pusiera en marcha el Léon Bollée. Sélo el ronroneo del motor podia disuadir de su proyecto a Jo. seph. Jo, a quien no dejaba de parecer interesante el pro- yecto de su verdugo, obedecia manifiestamente a su pesar. Fue durante una de esas veladas en la cantina de Ram cuando Joseph hablé a Jo de Suzanne para expresarle su opinion de una vez por todas. Hecho lo cual, no volvié a dirigirle la palabra, salvo mucho después, manteniendo ante él un soberano desdén. Suzanne estaba bailando con Jo como de costumbre. Y la madre los miraba con tristeza. A veces, sobre todo cuando no habia bebido suficiente charapén, éste la ponia todavia mis triste al ver a Jo. Aunque aquella noche habla gente en la cantina, especialmente pasajeras, Joseph no bailaba. Tal vez estaba harto de bailar todas as noches o quizé su decisién de hablar con Jo le quitaba las ganas. Lo miraba bailar con Suzanne de manera mas desenvuelta que de costumbre -Es lo que se llama un fracasado -dijo de repente. La madre no lo vela tan claro. -Fso no quiere decir nada. Yo si que soy una fracasada. -Se ensombrecié todavia m4s-. La prueba es que la tinica solucién que me queda es casar a mi hija con ese fracasado. =No es lo mismo en absoluto -dijo Joseph-. Ti no has tenido suerte. Aunque en el fondo Ilevas razén, no quiere decir nada. Lo importante es que se decida de una vez. Es- tamos hasta el gorro de esperar. —He esperado demasiadas veces -gimié la madre-. Para la concesién, para los diques. Y slo para esa hipoteca de las quinientas hectéreas llevo dos afios esperando. Joseph la miré, como si de repente se hubiese hecho la luz. Es cierto, no hacemos mds que eso, esperar, pero con decidir que no queremos esperar més, ya esté. Voy a ha- blar con él. Jo regresaba de bailar con Suzanne. Mientras atravesa- ba [a pista, la madre dijo: B -A veces, cuando lo miro, es como si mirase mi vida, y no es un espectaculo agradable. Joseph comenz6 a hablar en cuanto se senté Jo. Esto es un cofiazo, Jo se habia acostumbrado ya al lenguaje de Joseph. =Lo siento ~dijo-. Ahora mismo pido otra botella de champan. -No es eso ~dijo Joseph-, esto es un coftazo por cul- pa de usted. Jo se ruborizé hasta las orejas. —Hablabamos de usted -dijo la madre-, y decfamos que nos tiene aburridos. Llevamos asi mucho tiempo y salta ya a la vista lo que se trae entre manos. Con el cuen- to de traemos todas las noches a Ram no va a engafiar a nadie. —Deciamos que ese tejemaneje de querer acostarse con, mi hermana desde hace un mes nos parece una porqueria. Y yo, desde luego, no puedo soportarlo. Jo bajé los ojos. Suzanne pens6 que Jo iba a levantar- se € irse. Pero al parecer tenfa tan poca imaginacién que ni se le ocurrid. Joseph no habia bebido tanto, hablaba movido por una tristeza y un asco contenidos durante tan- to tiempo que resultaba un alivio ofrselos expresar por fin. =No puedo negar ~dijo Jo con voz muy queda- que su hermana despierta en mi tin sentimiento muy profundo, Todos los dias le hablaba a Suzanne de los sentimien- tos que despertaba en él. «Yo, si me caso con él, sera des- de luego sin sentir nada. A mi los sentimientos me traen sin cuidado.» Se sentia mds cercana a Joseph que nunca, =Eso no se lo traga nadie -dijo la madre, grosera de re- pente, intentando tal vez. adoptar el tono de Joseph. -Es posible -dijo Joseph-, pero eso no tiene nada que ver. Aqui lo que importa es que se case con ella. ~Sefialé ala madre-, Por ella. Yo creo que cuanto més lo conozco, ‘menos gracia me hace la idea. Jo se habia recobrado un poco. Bajaba los ojos obsti- nadamente, Los tres miraban a aquel personaje tan impe- 74 netrable y ciego como el catastro, el banco o el Pacifico, y contra cuyos millones se veian tan impotentes como con. tra esas fuerzas. Si algo sabia Jo era que no podia casarse con Suzanne -No se decide uno a casarse con alguien en quince dias, Joseph sonrid. Era cierto, solia ser ai En algunos casos ~dijo-, puede uno decidirse en quin- ce dias. Y éste es uno. . Jo alzé los ojos un instante. No lo entendfa. Joseph hubiera debido explicarse mejor, pero era dificil y no acer- t6 a hacerlo. ~Si fuéramos ricos seria otra cosa -dijo la madre-. En- tre gente rica se puede esperar dos afios. “Si no lo entiende, allé usted ~dije Joseph-. O eso 0 nada. —Dejé pasar unos segundos y dijo lentamente, sub- rayando las palabras-: No es que le impidamos acostarse con quien le dé la gana, pero usted, si quiere acostarse con ella, tendré que casarse. Es nuestra manera de decirle que le zurzan. Jo alzé Ia cabeza por segunda vez. Su estupefaccin ante tan escandalosa franqueza era tal que ni se le ocurria ofenderse. Por otra parte, ese lenguaje lo afectaba en escasa medida. Cabia preguntarse si Joseph no habia hablado sélo para si, para oirse decir a si mismo lo que acababa de des- cubrir: la ultima palabra en lo referente a seres como Jo. -Hacla tiempo que queria decirselo -afadié Joseph. Son ustedes duros ~dijo Jo-. No me lo hubicra ima- ginado el primer dia... Mentfa. Hacfa por lo menos una semana que estaba cantado. Nadie lo obliga a casarse -dijo I madre con tono conciliador-. Sélo es una advertencia Jo lo aguantaba todo. La simplicidad de Jo hubiera conmovido sin duda a muchas personas. ~¥ una cosa -dijo Joseph echandose de repente a reir-, el que lo aceptemos todo, los fondgrafos, el champén, et- cétera, de poco le va a servir. 15 La madre dirigié a Jo una vaga mirada de léstima Somos personas muy desgraciadas ~dijo a modo de explicacién. Jo alzé por fin los ojos hacia la madre y pens6 que lo menos que se merecia era poder dar una explicacién, ha- bida cuenta del trato injusto que recibia. ~Tampoco yo he sido muy feliz ~dijo-, siempre me han obligado a hacer cosas que no queria hacer. Quince dias atrés hacia un poco lo que querfa, y ahora... Joseph no le prestaba ya la menor atencién. “Antes de marchamos, me apetece echar un baile con- Pidié a Bart que pusieta Ramona. Salieron los dos a bailar. Joseph no comentd con Suzanne la conversacién con Jo. Le hablé de Ramona. ~Cuando tenga algo de dinero, compraté un disco nue- vo de Ramona. La madre los miraba bailar desde la mesa. Jo, sentado frente a ella, jugaba a quitarse y ponerse el diamante. Si a veces es grosero, no es culpa suya -dijo la ma- dre-, no ha recibido ninguna educacién. ~Su hija me esta tomando el pelo -murmuré Jo-, no ha abierto la boca. ~Siendo rico como es usted... ~dijo la madre. -Eso no tiene nada que ver; al contrario. ~Quizé era lun poco menos tonto de lo que parecia-. Tengo que de- fenderme -declard. La madre miré a Jo para averiguar de qué tenia que defenders. Los dos hermanos bailaban al son de Ramona, ‘Ambos eran guapos. A fin de cuentas, habia traido al mun- do a dos hermosos hijos. Parecfan felices de bailar juntos. Pensé que se parecian. Ambos tenian los mismos hom- bros, los hombros de ella, la madre, la misma tez, el mis- mo pelo un poco rojizo, el suyo también, y en sus ojos brillaba la misma feliz insolencia. Suzanne se parecia cada vez més a Joseph. A la madre le daba la impresién de co- nocer mejor a Suzanne que a Joseph. 76 -Ella es joven -dijo Jo con tono abrumado. -No tanto -dijo la madre sonriendo-. Yo, si fuera us- ted, me casaria con ella ‘Terminé el baile. Joseph no se digné sentarse. =Nos largamos -dijo. Desde ese dia, no volvié a dirigirle la palabra a Joseph. Las relaciones entre ellos se tornaron cada vez mas dis- tantes. Y a decir verdad, ellos utilizaron con él una liber- tad de palabras y de modales cada vez mayor que antes. 7 En la sala y siempre bajo la atenta mirada de la madre, Jo iniciaba a Suzanne en el arte de pintarse las ufias. Su- zanne estaba sentada frente a él. Lucia un bonito vestido de seda azul que Jo le habia regalado, entre otras cosas, después del fondgrafo. Sobre la mesa se hallaban dispues- tos tres frascos de esmalte de ufias de diferente color, un taro de crema y un frasco de perfume. ~Desde que me ha quitado las pieles, me pica ~refun- fad Suzanne. Pero Jo no se daba demasiada prisa en acabar, proba- blemente para conservar el mayor rato posible la mano de Suzanne entre las suyas. Habla probado ya los tres esmaltes. ~Este es el que mejor le sienta ~dijo por fin, contem- plando su obra con mirada de experto. Suzanne alzé la mano para verlo mejor. El esmalte que habia elegido Jo era de un rojo un poco anaranjado, que re- saltaba su piel morena. Suzanne no tenfa atin una opinién muy definida sobre el particular. Alargé la otra mano a Jo, que la tomé y besé el interior. ~Tenemos que damos prisa, si vamos a Ram —dijo Su- zanne-, todavia queda la otra mano. En el campo visual que dejaba la puerta abierta vefan a Joseph, quien, ayudado por el cabo, intentaba enderezar el puentecillo de madera del camino, Caia un sol de justi- cia, De vez en cuando Joseph proferia insultos abierta- mente dirigidos a Jo, pero éste, sin duda ya habituado a esa clase de trato, no parecia advertir que él era su desti- natario, 78 LE -Ese hijo de su madre me est tocando ya las narices con su veinticuatro caballos. -Es cierto -dijo Suzanne-, ha estropeado usted el puen- te; deberfa dejar el coche en {a carretera, Tras las ufias de las manos, Jo le pinté las de los pies. Casi habia terminado. Suzanne tenfa un pie apoyado en la mesa para que se secase el esmalte, y Jo estaba dandole los liltimos «retoques» en el otro pie -Ya esta bien asi dijo Suzanne, olvidando que, por mucho que le apeteciese a Jo, no podia darle més esmalte. Jo solté un suspiro, abandoné el pie de Suzanne y se arrellané en el sillén. Su obra habia concluido. Sudaba li- geramente, ~éPor qué no bailamos un poco en vez de ir a Ram? inquirié Jo-. Podriamos bailar con el fondgrafo nuevo. “Joseph no quiere que lo toque nadie ~dijo Suzanne-. Ademis, estoy harta de bailar. Jo suspiré de nuevo y adopté una expresién suplicante. ~Qué culpa tengo yo si me muero de ganas de estre- charla entre mis brazos. Suzanne contemplé sus pies y sus manos con satisfac- cién. ~Pues yo no tengo ganas de que nadie me estreche en- tre sus brazos. Jo agaché la cabeza. ~Me tortura usted -dijo como abrumado. Voy a vestirme para ir a Ram. Quédese aqui. Si mi madre no lo ve, me las cargaré yo. =No tema ~dijo Jo sonriendo con profunda tristeza. Suzannevse acercd a la veranda y gritd: “Joseph, vamos a Ram. ~ilremos si lo digo yo ~chillé la madre-, y sélo si lo digo yo! Suzanne se volvié hacia Jo. Dice eso pero le encania ir. Jo se desentendia de la discusién. Miraba las piernas de Suzanne, que se transparentaban a través del vestido de seda. 79 -Hoy esté otra vez desnuda bajo el vestido, y a mi nunca se me permite nada. ~Parecia totalmente desanima- do, y encendié un cigarrillo~. Ya no sé qué tengo que ha cer para que me quiera ~prosiguié-. Creo que si nos casé ramos seria horriblemente desgraciado, En vez de ir a vestirse, Suzanne se senté ante él y lo miré con cierta curiosidad. Pero casi enseguida se quedd absorta; lo miraba sin verlo, como si fuera transparente y necesitase traspasar ese rostro para entrever las vertiginosas promesas del dinero. -Si nos caséramos, la encerraria ~concluyé Jo con re- signacién. ~éQué coche tendré, si nos casamos? Era quizé la trigésima vez que lo preguntaba. Pero de esa clase de preguntas no se cansaba nunca. Jo adopté un aire falsamente indiferente. -El que quiera, ya se lo he dicho. -2Y Joseph? -No sé si le daré un coche a Joseph ~contesté precipita- damente Jo-, es0 no puedo prometérselo. Y se lo he dicho. Suzanne dejé de explorar con la mirada los fabulosos tetritorios de la fortuna para regresar hacia ese obsticulo que le impedia perderse en ellos. Su sonrisa se eclips6, Hasta tal punto se le mudé el rostro que Jo afiadié casi de inmediato: -Eso depende de usted, lo sabe perfectamente, de su actitud hacia mi. -Podria regalarle un coche a ella ~dijo Suzanne con persuasiva dulzura-, vendria a ser lo mismo. -En ningtin momento se ha planteado regalarle un co- che a su madre ~dijo Jo con cara de desesperacién-, no soy tan rico como se cree. ~Con ella pase, pero si Joseph se queda sin coche, ya puede guardarse todos sus coches, incluido el mio, y ca- sarse con quien le dé la gana. Jo afer la mano de Suzanne para no dejarla derivar hacia la crueldad. Adoptaba una expresién suplicante, como si estuviese a punto de romper a llorar. 80 EEE Pero si sabe perfectamente que Joseph tendré su co- che. Me hace usted ser malo. ‘Suzanne se volvié hacia Joseph, que hebia acabado de re- parar el puentecillo de madera. Estaba afianzando los pilares con piedras, que iba a buscar a Ia carretera. Seguia rabioso. -La préxima vez. se lo haremos reparar a cierto cabrén, y como esto se repita, Ie meteremos arena en el carbura- dor, porque lo que es arena no falta por aqui... Desde hacia algin tiempo, cada vez que pensaba en Joseph, a Suzanne se le encogia el corazén, sin duda por- que Joseph no tenia ain a nadie, mientras que ella por lo menos tenia a Jo =Sélo el cogerle la mano ~dijo éste con voz alterada— me produce una sensacién increible. Ella le dejé su mano. A veces lo dejaba que le cogiera Ja mano durante unos instantes. Por ejemplo cuando salia a colacién el coche que le regalaria a Joseph si se casaban. El la miraba, la respiraba, la besaba, y por lo general ¢s0 lo mantenia en excelentes disposiciones, =Aunque yo no firera su hermana, me alegraria mucho poder regalarle un coche a Joseph. ~Querida mia, a mi también, puede estar segura. “Creo que se volveria loco ‘si le regalasen un coche. Lo tendré; Suzanne, pequefia mfa, lo tendré, lo ten- dra, tesoro mio. Suzanne sonreia. Le dejaria el coche debajo del bunga- low, por la noche, mientras estuviera cazando, y colgaria tun cartelito en el volante en el que pondria: «Para Joseph, Hasta al cabo hubiera llegado Jo a prometerle un co- che para aprovecharse de la gozosa distraccién de Suzan- ne. Habia llegado ya al antebrazo, un poco més arriba del codo. Suzanne se dio cuenta de pronto. ~Voy a vestirme dijo apartando el brazo. Se levanté y se encerré en el cuarto ée bafio. A los po- cos instantes Jo llamé a la puerta. Desde lo del fondgrafo, habia tomado esa costumbre, y ella también. La escena se repetia todas las noches. 81 ~Abrame, Suzanne, dbrame. Ojala subiese mi madre en este momento, el gustazo que me Hlevaria. -Un segundo, sélo verla un poquito... -Ella o Joseph. Joseph es fuerte. De una patada manda a cualquiera de cabeza al rio. Jo no la escuchaba, -Sélo un instante, un segundito. Jo no ignoraba a lo que se exponia. Pero ofa el ruido del agua cayendo sobre el cuerpo de Suzanne y ni aun el terror que le inspiraba Joseph lo echaba atris. Se apoyaba con todas sus fuerzas contra la puerta. -Pensar que est usted desnuda, pensar que esta des- nuda ~repetia con una voz sin timbre, —Quite, quite... Si estuviera usted aqui, yo no tendria ningunas ganas de verlo. ‘Cuando evocaba a Jo, sin su diamante, su sombrero ni su limusina, por ejemplo paseandose en traje de bafio por la playa de Ram, le entraba una rabia incontenible. ~éPor qué no se bafia en Ram? Jo se apacigué un poco y se apoyd con menos fuerza. ~Me han prohibido los bafios de mar -dijo con toda la firmeza posible. Suzanne se enjabonaba, encantada. Jo le habia com- prado un jabén perfumado con lavanda y, desde entonces, se bafiaba dos 0 tres veces al dia para asi poder perfu- marse. A Jo le Ilegaba el olor de la lavanda y, al permiti le seguir mejor las etapas del baiio de Suzanne, hacia que su suplicio fuese todavia més sutil. ~éor qué le han prohibido los baiios? -Porque soy de constitucién débil y los bafios de mar me fatigan. Abrame, Suzanne, carifio..., un segundo. =No ¢s cietto, se los prohiben porque esti usted mal hecho, Se lo imaginaba pegado a la puerta, aguantando todo Jo que ella le decia porque estaba seguro de salirse con la suya a2 -Un segundo, s6lo un segundo. Suzanne recordé las palabras de Joseph en Ram. «No es que le impidamos acostarse con quien le dé la gana, pero usted, si quiere acostarse con ella, tendré que casarse, Es nuestra manera de decirle que le 2urzan.» ~Tiene razén Joseph cuando dice... Jo empujaba fa puerta con todo su peso. ~Me trae sin cuidado lo que diga Joseph. -No es cierto, usted le tiene miedo a Joseph, tanto que no le llega la camisa al cuerpo. Jo callé de nuevo y se despegé ligeramente de la puerta ~Creo ~dijo con voz queda~ que no conozco a ningu- na persona tan mala como usted, Suzanne dejé de enjuagarse. La madre lo decia tam- bién, éSerfa cierto? Se contemplé en el espejo y traté de en- contrar alguna sefial reveladora. Joseph, en cambio, decia que no, que no era mala sino dura y orgallosa, y eso tran- quilizaba a la madre. Pero el oirselo decir a otros, incluso el orselo a Jo, le producia una especie de terror. Cuando Jo se lo decia, le abria la puerta. Por eso él se lo decia cada vez mis. ~Vaya a ver si estén atin al otro lado. Lo oyé correr como una bala a la sala. Se planté ante la puerta de entrada y encendié un cigarrillo. Procuraba mantener la calma pero le temblaban las manos. Joseph y el cabo no habfan terminado de afianzar los pilares del puente, No parecian tener pinta de volver enseguida. La madre se habia reunido con ellos y parecia muy absorta, como cada vez que observaba trabajar a Joseph. Jo regres6 hacia el cuarto de baiio. -iSiguen alli, vamos, Suzanne! Suzanne entreabrié la puerta. Jo dio un salto hacia ella, Suzanne cerré brutalmente la puerta. Jo se qued6 detrés. Ahora vaya al salén -dijo Suzanne. Comenzé a vestirse. Lo hacia deprisa, sin mirarse. La vispera, él le habia dicho que si consentfa en hacer un via- jecito a la ciudad con él, le regalaria una sortija con un 83 diamante. Ella le habia preguntado el precio del diamante; 4 no se lo habia precisado pero le habia dicho que valdria o que el bungalow. No se lo habia comentado a Joseph, Jo le habia dicho que ya tenia el diamante en su casa y {que esperaba a que ella se decidiese para darselo. Suzanne se puso el vestido. Ya no bastaba con que le abriese el cuarto de bafio. Habia sido suficiente para el fondgrafo pero no era suficiente para el diamante. El diamante valia diez, veinte fondgrafos. «Tres dias en la ciudad, no la to- caré, iremos al cine.» Sélo se lo habia dicho una vez, la noche anterior, mientras bailaban, en un murmullo, Un diamante que valia él solo un bungalow. Suzanne abrié la puerta y salié a empolvarse a la luz de la veranda. A continuacién se reunié con Jo en el sa- én. Era el unico instante del dia en que se preguntaba confusamente si a pesar de todo no se merecia un poco de simpatia: tras la escena en el cuarto de bafio, parecia deshecho, abrumado de haber tenido que soportar, con toda su debilidad, tamafio huracin de deseo. El que le hu- biese tocado soportar una prueba tan dura le devolvia cier- ta humanidad, Pero por més vueltas que le diera, Suzanne no veia el modo de decirselo de una manera que no le Ila- mara a engafio. As{ pues, renuncié. Ademés, era el mo- mento en que se decidia cada noche si iban a Ram, y es0 pasaba a ser mds importante que todo lo demés. Joseph habia acabado de reparar el puente, pero la madre seguia hablindole de no se sabia qué. =Es usted guapa —dijo Jo sin alzar la cabeza. Se ofan ya los gritos de los nifios que jugaban en el rio. La madre no tenia ganas de ir a Ram. Era vieja, la ma- dre. Estaba chalada y era mala. Habla hombres que iban a Ram, cazadores, plantadores, pero éeso a ella qué podia importarle? Un dia Suzanne abandonaria la Ilanura y al mismo tiempo a la madre. Miré a Jo. Tal vez se fuera con ése, porque ella era tan pobre y porque Ia llanura estaba tan lejos de todas las ciudades donde habia hombres. -Bs usted guapa y deseable dijo Jo. 84 Suzanne sonrié a Jo. ~Sélo tengo diecisiete afios, seré alin més guapa. Jo alzé la cabeza. Cuando la haya sacado de aqui, me abandonari, es- toy seguro. La madre y Joseph subjan la escalera. Estaban muy aca- lorados. Joseph se enjugaba Ja frente con un pafuelo. La madre se habia quitado el sombrero de paja y una sefial roja le marcaba las sienes. -Menuda pinta ~dijo Joseph a Suzanne-, no sabes ma- quillarte, pareces una auténtica puta ~Parece lo que es ~dijo la madre-. A ver, équé necesi- dad hay de traerle todo esto? Luego se desplomé en un sillén, Joseph se fue a su cuarto, asqueado. —éVamos a Ram? -pregunté Suzanne. ~iSe puede saber qué habéis estado haciendo los dos? ~pregunt6 la madre a Jo. ~Sefiora, respeto demasiado a su hij Como ‘algiin dia note yo algo, lo obligo a casarse an- tes de que pasen ocho dias. Jo se levant6 y se recosté contra la puerta. Como siem- pre en presencia de la madre o de Joseph, fumaba sin pa- rar y nunca se sentaba. =No hemos hecho nada -dijo Suzanne-, ni nos hemos tocado, tranquila que no soy tan tonta, ya sé yo. =Cillate. No has entendido nada. Jo salid a la veranda, Suzanne dejé de preguntarse si irfan a Ram. Con la madre nunca se sabia. Tampoco se podia contar con Joseph, a quien Jo inspiraba tal repug- nancia que no hablaria de Ram, pese a las ganas que tenia siempre de ir. La madre acercé un sillén y estird las pier nas, Se le vefan las plantas de los pies, que recordaban un poco los del cabo, la piel dura y roida por los guijarros de la explanada, De vez en cuando exhalaba un profundo suspiro y se enjugaba la frente. Tenia el rostro encendido y congestionado. 85 —Dame café Suzanne se levanté y fue a buscar el recipiente de café frio al aparador. Llené una taza y se la Ilevd. La madre Janz6 un leve gemido al coger la taza de las manos de Su- zane, -No puedo més, dame las pastillas. Suzanne fue a buscar las pastillas y se las dio, Obede- cia sin chistar. Era lo mejor, obedecer sin chistar. De ese modo la ira de la madre se disipaba sola. Jo seguia en la veranda. Joseph estaba duchandose: se ofa el ruido del de- pésito golpeando la jarra en el cuarto de bafio. Casi se ha- ia puesto el sol. Los nifios salian del rio y corrfan ya hacia las cabafias. —Tréeme las gafas. Suzanne fue a buscar las gafas a la habitacién y se las, trajo. La madre podia pedirle bastantes cosas més, su cua- demo de cuentas, su bolso... Habia que obedecer. Disfruta- ba poniendo a prueba la paciencia de sus hijos, la hacia sentirse bien. Cuando tuvo las gafas, se las puso y comen- 26 a examinar a Suzanne con el rabillo del ojo, con suma atencién. Suzanne, sentada frente a la puerta, sabia que la madre la miraba. Sabia también lo que vendria a continua- cién, y procuraba evitar su mirada, No pensaba ya en Ram. ~éHas hablado con él? -pregunté por fin la madre. =Le hablo de eso todo el tiempo. Yo creo que si no se decide es por su padre. ~Tendras que preguntirselo de una vez por todas. Si no se ha decidido de aqui a tres dias, hablaré con él y le daré una semana para decidirse. -No es que él no quiera, es por su padre, Su padre quiere que se case con una chica rica. ~Pues ya puede esperar sentado, por muy rico que sea. Una chica rica, que puede elegir, no querra saber nada de dl, Hay que estar en nuestra situacién para que una madre entregue a su hija a semejante hombre. —Tranquila, que hablaré con él. La madre se call6. Segufa mirando a Suzanne. 86 ie... “Seguro que no has hecho nada con él, éeh? -Nada. Ademés, no tengo ganas. La madre suspiré y pregunté timidamente, en voz baja: =2Y qué hards, si acepta? Suzanne se volvié y la miré sonriendo. Pero la madre no sonrefa, y le temblaban.las comisuras de los labios. Slo faltaba que se pusiera a chillar. =Ya me las apafiaré -dijo Suzanne-, ya verés como me las apaitaré ~Si no te ves capaz de resistir, prefiro que te quedes aqui. Todo esto es culpa mi Calla -dijo Suzanne-, no digas tonterias, no es culpa de nadie. ~Digas lo que digas, es verdad. =Calla -suplicd Suzanne-, calla. Vamos a Ram. -Si, vamos, siempre nos quedara eso, si tanto 0s apetece. 87 La madre cambié de opinién: decidié que no debian volver a quedarse juntos dentro del bungalow, ni siquiera con la puerta abierta. Al parecer pensaba que aquello ya no era suficiente para exacerbar la impaciencia de Jo. Dado que éste segufa dejando pasar el tiempo a la espera de Dios sabe qué -decfa, cuando sabia perfectamente qué era lo que esperaba~ para pedirla en matrimonio, aquello ya no era suficiente. Asi pues, Suzanne recibfa a Jo en los taludes que cos- teaban el rio, a la sombra del puente. ‘Todos esperaban que se decidiese. La madre habia hablado con él y le ha- bia dado ocho dias para hacerlo. Jo habia aceptado el pla- zo. Confess a la madre que su padre tenia para él otros proyectos y que, aunque habia pocas muchachas en aque- lla colonia con una fortuna digna de la suya, las habia su- ficientes como para que le resultase muy dificil doblegar a su padre. No obstante, le prometié poner todo stu empefio en conseguirlo, Pero mientras pasaban los dias durante los que decia que hacia cuanto podia con sti padre, hablaba cada vez m4s -sélo con Suzanne, eso si- del diamante. El diamante solo valfa Jo que el bungalow. Se lo regalaria si ella consentia en hacer con él un viajecito de tres dias a la ciudad. Suzanne lo recibia en el mismo lugar desde donde, unas semanas atris, avizoraba los coches de los cazadores, =Nadie me ha tratado nunca ast ~dijo Jo. Suzanne se rid. También ella preferfa recibir a Jo alli, estaba de acuerdo con la madre. Ademas, ahora se bafiaba 88 con toda tranquilidad mientras Jo la esperaba bajo el puen- te. Este se convertia asi en un personaje irresistiblemente ridiculo, y ella lo aguantaba de mejor grado. -Si se lo contase a mis amigos, no me creerian -afia- did Jo. a tarde era todavia sofocante y el sol estaba alto en el cielo. Los nifios mas pequefios dormian la siesta a la som- bra de los mangos. Los mayores vigilaban a los bifalos, unos encaramados en su lomo, los otros mientras pesca- ban en las marismas. Todos cantaban. Sus agudas voceci- Ilas se alzaban en el aire apacible y abrasador. La madre podaba sus plataneros. El cabo los sujetaba ¢ iba regindolos detris de ella. ~Sobran plataneros en la Ilanura dijo irénicamente Jo-, aqui les echan los platanos a los cerdos. “Hay que dejarla ~contesté Suzanne La madre fingia creer que sus plataneros, excepcional- mente cuidados, darfan frutos excepcionalmente hermosos y que podria venderlos. Pero, sobre todo, le gustaba plan- tar, lo que fuera, incluso plataneros, de los que estaba ates- tada la lanura. Aun después del fracaso de los diques, no pasaba un dia sin que plantase algo, cualquier cosa que creciese y diese madera, frutos u hojas, 0 nada, que cre- ciese sencillamente. Unos meses atras habia plantado un guau. Los guaus tardan cien afios en hacerse arboles y se utilizan en ebanisteria. Lo habia plantado un dia en que se hallaba alicafda y, sin duda, desesperaba por completo del futuro y no se le ocurria otra cosa mejor. Una vez plantado, contemplé el guau llorando y lamentandose de no poder dejar rastros més iitiles de su paso por la Tierra que ese guaui del que no veria siquiera ls primeras flores. Al dia siguiente buscé. el lugar donde habia plantado el guau, en vano: Joseph lo habia arrancado y lo habia arro- jado al rio, La madre se puso furiosa. «Me toca los huevos ver todos los dias una cosa que va a tardar cien afios en crecer», fue la explicacién de Joseph. La madre cedié y desde entonces se limité a las plantas de crecimiento répi- 89 do. «Para lloriqueos ya tienes motivos suficientes», le dijo Joseph, «no necesitas buscar mas. Mas vale que plantes plataneros.» Eso hizo, se dedicé especialmente al cultivo de los plitanos. Cuando no era a las plantas, la madre se consagraba a Jos nifios. Habia muchos nifios en la Ianura. Era una especie de calamidad. Los habia en todas partes, encaramados a los arboles, a las vallas, a los biifalos, sofiando, 0 acuclillados al borde de las marismas, pescando, o sumergidos en el barro buscando cangrejos enanos de arrozal. Los habia también en el rfo, chapoteando, jugando 0 nadando. Y en el extremo de los juncos que bajaban hacia mar abierto, hacia las islas verdes del Pacifico, los habia también que sonrefan, encantados, metidos hasta el cuello en grandes cestos de mimbre, que sonrefan mejor de lo que nadie ha sonrefdo en el mundo. Y siempre, antes de llegar a los pueblos de la ladera de la montafia, aun antes de divisar los primeros mangos, uno se topaba con los primeros ni- fios de las aldeas de la selva, embadurnados de azafrin contra los mosquitos y seguidos de sus manadas de perros vagabundos. Pues dondequiera que fueran, los nifios lleva- ban tras ellos a sus compafieros, los perros vagabundos, escuilidos, sarnosos, ladrones de corrales, a quienes los malayos ahuyentaban a pedradas y que, al estar tan flacos Y coridceos, sélo se comian en épocas de gran hambruna. Sélo los nifios aceptaban su compafifa. Y los perros se ha- brian visto sin duda abocados a la muerte si no hubieran seguido a aquellos nifios, cuyos excrementos constitu‘an su principal alimento. No bien anochecia, los nifios desaparecian en el interior de las chozas de paja, donde dormian en el suelo de listo- nes de bambti tras tomarse su tazén de arroz. Y apenas amanecia invadian de nuevo la Ilanura, siempre seguidos por los perros vagabundos, que los esperaban toda la no- che, acurrucados entre los pilotes de las cabafias, tumbados en el cilido y pestilente batro de la lanura 90 Sucedia con aquellos aifios como con las Iluvias, la fruta y las inundaciones. Llegaban cada afio, en marea re- gular, o si se prefiere, en cosecha o en floracién. Cada mu- jer de la Ilanura, siempre que fuese lo bastante joven para atraer al marido, tenia un hijo cada afic. Durante la esta- cidn seca, cuando aflojaban las labores del arrozal, los hombres pensaban més en el amor, y 2or lo comtin las mujeres eran poseidas en esa estacién. Y durante los me- ses siguientes los vientres engordaban. Y asi, aparte de los que habian visto ya la luz, estaban los que se hallaban ain en los vientres de las mujeres. Aquello proseguia de ma- nera regular, siguiendo un ritmo vegetal, como si, cada afio, alentado por una larga y profunda respiracién, el vientze de cada mujer se hinchase con un nifio y lo ex- pulsase, para luego recobrar el aliento con otto Hasta cumplir un afio, los nifios vivian colgados de las madres, en una bolsa de algodén cefiida al vientre y a los hombros. Se les afeitaba la cabeza hasta los doce aitos, hhasta que eran Lo bastante mayores como para despiojarse solos. Después sc les cubria con un taparrabos de algodén. ‘Cuando cumplian un afio, la madre ya no los tenia con ella, los dejaba al cuidado de nifios mayores; sélo los veia para alimentarlos y darles, de su boca < la boca de ellos, el arroz previamente masticado por ella. Si lo hacia ca- sualmente en presencia de un blanco, éste volvia la cabe- za con asco. Las madres se refan. {Qué podia representar ese asco en [a llanura? Hacia mil afos que se alimentaba de ese modo a los nifios. ¥ se hacia para intentar salvar a algunos de la muerte. Porque morian tantos que el lodo de la llanura contenia més nifios muertos que nifios que habian vivido lo suficiente para poder centar subidos en el Jomo de los biifalos, Morian tantos que sus familias ya no los Hloraban ni les daban sepultura. Simplemente, al volver del trabajo, el padre cavaba un agujerito delante de la ca- bafta y acostaba alli a su hijo muerto. Los nifios retorna- ban sencillamente a la tierra como los mangos silvestres de las montafias, como los monitos de la desembocadura om del rio. Morian sobre todo del célera producido por el mango verde, cosa que nadie parecia saber en la llanura Todos los afios, en la estacién de los mangos, se los veia, encaramados a las ramas, o bajo el arbol, esperando, ham- brientos, y durante los dias siguientes morfan en mayor niimero. Y al afio siguiente, otros ocupaban el lugar de aquéllos, en esos mismos mangos, y morian a su vez, pues la impaciencia de los nifios hambrientos ante los mangos verdes es eterna. Otros se ahogaban en el rio, Otros morian de insolacién o se quedaban ciegos. Otros se Ilenaban de las mismas lombrices que los perros vagabundos y morian asfixiados. Y era necesario que murieran. La llanura era estrecha y el mar tardarfa siglos en retroceder, al contrario de lo que seguia esperando la madre, Todos los aftos, la marea, que lle- gaba mds 0 menos lejos, acababa en ctialquier caso con una parte de las cosechas y, tras causar ese mal, se retira- ba. Pero tanto daba lo lejos que llegara, los nifios segufan naciendo con el mismo empecinamiento. Era necesario que murieran. Porque si los nifios de la Hanura hubieran dejado de morir siquiera durante unos afios, la llanura se hubiera infestado hasta tal punto de ellos que, sin duda, al no poder alimentarlos, los hubieran echado a los perros, o quiz los hubieran abandonado en la linde de la selva, peto incluso entonces, quién sabe, hasta los tigres hubie- ran acabado rechazindolos. As{ pues, morian, y de todas las maneras, y seguian naciendo. Pero la llanura sélo se- guia dando la cantidad que podia de arroz, de pescado y de mangos; y la selva, la cantidad que podia a su vez de maiz, de jabalies y de pimienta. Y las bocas sonrosadas de los nifios seguian siendo bocas de més, abiertas y ham- brientas. Durante los primeros afios de su estancia en la Ilanura, la madre habia tenido siempre a uno 0 dos en casa. Pero estaba ya un poco harta. Porque con los nifios tampoco habia tenido suerte. La ultima criatura de la que se habla ocupado era una nifia de un afio que habia comprado a 92 tuna mujer que pasaba por la carretera. La mujer, que tenia un pie enfermo, habia tardado ocho dias en llegar de Ram; durante todo el camino habia intentado dar en adopcién a su nifia, En los pueblos donde se habla detenido le ha- bian dicho: «Vaya hasta Banté, alli hay una mujer blanca a quien le gustan los nifios». La mujer habia conseguido Ile- gar hasta la concesién. Alli le conté a la madre que su nifia le impedia regresar al norte y que nunca podria Ile- varla hasta alli. Una tremenda Ilaga le habla devorado el pie a partir del talén. Decfa que queria tanto a su nifia que habfa recorrido treinta y cinco kilémetros caminando sobre la punta del pie enfermo para ir a llevarsela a la ma- dre. Habja renunciado a ella, Queria intentar que la de- jaran viajar en el techo de un autobiis y regresar a su casa en el norte. Venia de Ram, donde se habia dedicado a acarrear bultos durante un afio. La madre alojé a la mu- jer durante unos dias ¢ intenté curarle el pie. Durante tres dias la mujer durmié en una estera,a lz sombra del bun- galow, no levantindose mds que para comer y durmién- dose al instante, sin preguntar por la nifia, Después se des- idié de la madre. Esta le dio algin dinero para que pudiera hacer una parte del trayecto hacia el norte en auto- bis. Quiso devolverle a la nifia, pero la mujer era todavia joven y guapa, y queria vivir. Se negé obstinadamente. La madre se quedé a la criatura. Era una nifia de un afio a a que le quedaban tres meses de vida. La madre, que sa- bia de eso, vio desde el primer dia que no viviria mucho tiempo. Sin embargo, no se sabe por qué, tuvo el capricho de hacer que le construyeran una cunita, que colocé en su habitacién, y le hizo ropita. 1a nifia vivié tres meses. Hasta que una maftana, mien- tras la desnudaba para lavarla, la madre observé que tenia los piececitos hinchados. Ese dia no I: lavd, la volvié a acostar y le dio un largo abrazo. «Es el final», dijo, «ma- ana serin las piernas y después el corszén.» La velé du- rante los dos dias y la noche que precedieron a la muerte. La nifia se ahogaba y expulsaba lombrices que la madre le 93 sacaba de la garganta enrollindoselas en el dedo. Joseph la enterré en un calvero de la montafia, con su cunita. Su- zanne no quiso verla. Fue mucho peor que lo del caballo, peor que todo, peor que los diques, peor que Jo, que la mala suerte. Por mas que se lo esperase, la madre se pas dias llorando, estaba furiosa y juré que nunca mas volve- ria a hacerse cargo de nifios, «por nada del mundo», Después, como le sucedia con todo, volvié a las anda- das, pero ya no quiso alojarlos en casa. Hay que dejarla ~dijo Suzanne-, nadie puede impe- dirle que haga lo que le dé la gana. Entretanto, Jos obligaba a los dos a estar fuera de la casa. -No, es que es verdad, nunca me ha tratado nadie asi ~repitié Jo. Y fijd en la madre una mirada cargada de odio. Aho- ra, cada dia se jugaba la piel por su culpa. No siempre ha- bia sombra bajo el puente, y temia pillar una insolacién. Cuando se lo dijo, la madre contesté: «Razén de més para casarse con ella cuanto antes». -En este momento ~dijo Jo-, estin poniendo peliculas buenisimas en los cines. Suzanne, descalza, jugaba a coger briznas de hierba con los dedos de los pies. En el talud, frente a ella, un bufalo pacia lentamente y tenia posado en el lomo un mir-lo que saboreaba con deleite sus piojos. Ese era todo el cine que habia en la Hlanura. Ese y los arrozales que se extendian uniformes entre Ram y Kam, bajo un cielo de un gris herrumbroso. -Mi madre nunca querré ~dijo Suzanne. Jo solté una risita sarcdstica. En su ambiente, habia oido que las muchachas se mantenian virgenes hasta el ‘matrimonio. Pero le constaba que, en otros ambientes, no era asi. Y, a su juicio, aquella gente, dado el ambiente en que se movian, se comportaba cuando menos con poca naturalidad, Valiente juventud la de usted -dijo-, su madre se ha olvidado de la suya, es increible. 94 Lo cierto era que Suzanne estaba harta de la llanura, de los nifios que no cesaban de morir, del eterno sol-rey y de aquellos espacios liquidos y sin fin. =No es eso, lo que no quiere es que me acueste con usted. Jo no contesté. Suzanne esperé un poco: ~élrfamos todas las noches al cine? ~Todas las noches ~confirmé Jo. Se habla sentado encima de un periédico para no man- charse. Sudaba copiosamente, pero tal vez no tanto por el calor como por la fijeza con que miraba la nuca de Su- zane, que nacia lentamente bajo el pelo. ~éTodas las noches al cine? Todas las noches ~repitid Jo. Tanto para Suzanne como para Joseph, ir cada noche al cine era, junto con ir en coche, una de las formas que podia adoptar la felicidad humana. En suma, todo aquello capaz de transportar, ya fuese el alma o el cuerpo, ya fuese por las catreteras o en los suefios de la pantalla, ms auténticos que Ia vida, todo cuanto podia infundir alegria de vivir velozmen- te a la lenta revolucién de la adolescencia, era la felicidad. ~aY después del cine? —Irfamos a bailar. Todo el mundo la mirarfa, Serfa la mis guapa de todas. =No necesariamente. €¥ luego? La madre no lo consentiria nunca. Y aunque lo con- sintiese, Joseph no lo aceptaria de ningin modo. =Irfamos a acostamos, pero yo no la tocaria. =No es cierto. No creia ya en ese viaje. Ademés, pensaba que habia agotado todas las sorpresas que pudiera reservarle Jo, y és- tas ya le traian sin cuidado. Desde hacia unos dias volvia a escudrifiar maquinalmente los coches de los cazadores, al tiempo que hablaba con él de la ciudad, de cines y de ‘matrimonio. Cuando nos casamos? ~pregunté no menos maqui- nalmente-, le quedan ya pocos dias. 95 -Se lo repito ~contestd Jo lentamente-, cuando me haya dado una prueba de su amor. Si consiente en hacer ese viaje, a la vuelta le pediré su mano a su madre. Suzanne se rié de nuevo y se volvid hacia él. Jo bajé los ojos. =No es cierto -dijo ella. Jo se puso colorado. ~Todavia no es momento de hablar de eso ~afiadié-, no servirla de nada. ~Su padre lo desheredaria, no lo niegue. La madre le habia repetido la conversacién que habia mantenido con él ~Su padre es un gilipollas, como dice Joseph. El lo dice de usted. Jo no contesté. Encendié un cigarrillo, como esperan- do a que pasase la tormenta. Suzanne bostezé. Era la madre la que le pedia que le hiciera todos los dias la pregunta. Tenia prisa. Una vez casada Suzanne, Jo le suministraria el dinero necesario para volver a construir los diques (que se- giin sus planes serian el doble de grandes que los otros y aguantados con vigas de cemento), terminar el bungalow, cambiar el tejado, comprar otro coche y arreglarle la boca a Joseph. Ahora acusaba a Suzanne de ser la responsable del aplazamiento de sus planes. Ese matrimonio era nece- sario, decia. También era la nica posibilidad que tenian de salir de la lanura. Si no se celebraba, serfa un fracaso mas, del mismo calibre que el de los diques. Joseph la de- jaba hablar, para luego concluir: «El no aceptaré nunca, que es lo mejor para ella». Suzanne sabia que ese matri- monio no se celebraria nunca. Con Jo no tenia ya nada més que hablar. Cien veces le habia descrito su fortuna y los coches de que ella dispondria cuando estuviesen casa- dos. Ahora era imitil que hablasen de ello. De ello y de todo lo demis, como de aquel viajecito y del diamante. De pronto sintié que se aburria todavia més. Queria que Jo se marchase y que Joseph volviese para bafiarse con al en el rio. Desde que venia Jo, apenas veia a su herma- 96 no, primero porque decia que cuando estaba ahi Jo «no podia respirar», y después porque obedecia las consignas de la madre de dejarlos solos, a ella y a Jo, el mayor tiem- po posible cada dia. Suzanne no veia a Joseph més que en la cantina de Ram, donde de vez en cuando la sacaba a bailar y en cuya plaza a veces se bafiaban. Pero, como Jo no se baftaba, la madre juzgaba poco oportuno forzarlo a quedarse solo. Temia que se volviera malo. Y, en efecto, cuando se baftaban en Ram, Jo lanzaba a Joseph miradas asesinas. Pero Joseph le hubiera partido la cara a Jo de un puifietazo. Saltaba tanto a la vista cuando se los vefa cerca el uno del otro que el propio Jo debia de ser consciente de ello: era demasiado débil, demasiado poca cosa para Jo- seph, y podia odiarlo con entera tranquilidad. =Los he traido dijo Jo con voz tranquila. Suzanne se sobresalté. ~2El qué? éLos diamantes? -Los diamantes. Puede elegir, no pasa nada por elegir, nunca se sabe. Ella lo miré, escéptica. Pero Jo ya habia sacado del bolsillo un paquetito y lo deshacia lentanente. Tres pape- les de seda cayeron al suelo. ‘Tres sortijas se desplegaron en el hueco de su mano. Suzanne nunca habia visto diaman- tes més que en las manos de los demés 7, de toda la gen- te a Ia que habia visto lucirlos, sélo habia tenido cerca a Jo. Alli estaban las sortijas, con sus anillos vacios de dedos en la mano extendida de Jo. Bran de mi madre ~dijo Jo con emocién-, los queria con locura, (Que vinieran de donde fuese. Los dedos de Suzanne es- taban vactos de anillos. Acercé la mano, cogié la sortija con la piedra mas gruesa, la alz6 en el aire y 1a miré largo rato muy seria. Bajé la mano, la extendié ante ella y se encajé la sortija en el dedo anular. No podia apartar los ojos del dia- ‘mante. Ella le sonreia. En su infancia, todavia en vida de su padre, habfa tenido dos sortijas: una lucia un pequefio zafi- ro, la otra una perla fina. Su madre las habia vendido. 7 Po -gCudnto vale? Jo sonrié, como quien se espera la pregunta. =No lo sé, puede que veinte mil francos. Instintivamente Suzanne miré la sortija de Jo: el dia- mante era tres veces mayor que el de Jo. Y de pronto su imaginacién comenzé a volar... El diamante pertenecia a una dimensidn distinta; su importancia no radicaba ni en su brillo ni en su belleza, sino en su precio, en sus posi- bilidades de trueque, inimaginables hasta entonces para ella, Era un objeto, un intermediario entre el pasado y el futuro. Era una llave que abria el futuro y sellaba definiti- vamente el pasado. En efecto, a través del agua pura del diamante, el futuro se desplegaba ante ella, deslumbrante. Entraba en él, un poco cegada, aturdida, La madre debia quince mil francos al banco. Antes de comprar la conce- sién habia dado clases a quince francos la hora y habia trabajado en el Edén todas las noches durante diez. afios a razén de cuarenta francos por velada. Al cabo de diez afios, con los ahorros reunidos cada dia a partir de esos cuarenta francos, habia conseguido comprar la concesién. Suzanne conocia todas esas cifras: el monto de las deudas al banco, el precio de la gasolina, el precio de cada metro cuadrado de dique, el de una clase de piano y el de un par de zapatos. Lo que no sabia hasta entonces era el pre- cio del diamante. Jo le habia dicho, antes de ensefiérselo, que valia él solo lo que el bungalow entero. Pero esa com- paracién no le habfa causado una impresién tan grande hasta el momento en que se lo introdujo, mindsculo, en un dedo. Le vinieron a la mente todos los precios que co- nocia comparados con ése y, de repente, la asalt6 un in- menso desinimo. Se recosté en el talud y cerré los ojos ante lo que acababa de descubrir. Jo se sorprendid, pero sin duda empezaba a acostumbrarse, porque no le dijo nada. ~éEsta es la que le gusta mds? -pregunté despacito al cabo de un momento. =No lo sé, quiero la més cara ~contesté Suzanne. 98 -Sélo piensa en es0 -dijo Jo. Al decirlo solté una risita un poco cinica. -Quiero la més cara -repitié Suzanne con cara seria. Jo la miré resentido. ~Si me quisiese usted. ~Aunque lo quisiese, Es imposible, si llegara a regalar- mela la venderiamos. Joseph Ilegaba a lo lejos, por la carretera. Estaba deci- dido a encontrar otro caballo, y llevaba ocho dias deam- bulando de pueblo en pueblo. Suzanne se incorporé en cuanto lo vio acercarse. Lanzé una risa jubilosa, estriden- te. Lo llamé y corrié hacia él. ~iJoseph, ven a ver! Joseph acudié a su encuentro sin apresurarse. Vestia una camisa caqui y un pantalén corto del mismo color. Llevaba el salacot echado hacia atris. Iba descalzo como siempre. Desde que conocia a Jo, a Suzanne le parecia mucho més guapo que antes. Cuando Jeseph estuvo cerca, Suzanne alargé la mano y, por encima de los dedos tend dos, Joseph vio el diamante. No mostré la menor sorpresa. Tal vez un diamante era un objeto demasiado pequeiio. Un coche lo hubiera impresionado con toda seguridad, pero un diamante no lo impresionaba, Joseph ignoraba atin todas aquellas cosas sobre los diamantes. Suzanne lo lament6. No tardarfa en saberlas. Tras mirar distraidamente la sortija, Joseph le hablé de su caballo, =No hay manera de encontrar ninguno por menos de quinientos francos. Este no es un pais para caballos, ni si- quiera para caballos, a han palmado todos. Suzanne, de pie junto a él, le mostré la mano tendida. ~iMira! Joseph volvié a mirar. ~Es una sortija -dijo -Un diamante -dijo Suzanne-, vale yeinte mil francos. Joseph lo miré otra vez. ~iVeinte mil francos? iCoAo! Al principio sonri6. Luego se quedé pensativo. Por fin decidié de pronto vencer su repugnancia y se encamind hacia Jo, que se hallaba a unos cincuenta metros de alli, bajo el puente. Suzanne fue tras él. Joseph se colocé muy cerca de Jo, s¢ senté junto a él y se puso a mirarlo fija- mente. ~éPor qué le ha regalado eso? ~pregunté al cabo de un instante. Jo, muy pilido, se miraba los pies. Intervino Suzanne. =No me la ha regalado ~dijo Suzanne mirando a su vez.a Jo. Joseph no parecia entender. Me la ha prestado, por nada, para que me la probara. Joseph hizo una mueca y escupié en el rio. A conti- nuacién fijé de nuevo la mirada en Jo, que se habia pues- to a fumar, y tras mirarlo bien, escupié de nuevo en el rio. Lo hizo durante un rato. Joseph reflexionaba y subrayaba sus reflexiones escupiendo en el rio. Si no es para regalérsela ~dijo por fin-, no tiene por qué. “No corre prisa -contestd Jo con voz ahogada. =Tienes que devolvérselo -dijo Joseph a Suzanne. Y afiadi6 volvigndose hacia Jo-: {O sea que se lo ha trai- do asi, sélo para ensefiarselo? Jo hizo un esfuerzo, pero sin duda no dio con la res- puesta adecuada, Joseph, a quien tenia enfrente, parecia estar conteniéndose para no hacer algo. Su voz era aspera, ripida, nada estridente. Jo palidecia por momentos. Su- zanne se levanté de un salto, se encaré con Jo y se puso a su vez a mirarlo. Si ella no le contaba inmediatamente a Joseph cémo era de verdad Jo, no lo haria nunca, Ade- ‘més, ya casi lo habia hecho. Después de eso, Jo ya no le- vantaria cabeza. Por otra parte, estaba harta. Aquello tenia que acabar de una vez por todas. Me la regalaré si me voy con él -dijo Suzanne Jo hizo un ademén para detener a Suzanne. Se puso todavia mis pilido. 100 ~ilr adénde? ~inquirié Joseph. -A la ciudad. Para siempre? -Ocho dias. Jo sacudié el aire con la mano como para negar lo que decia Suzanne. Parecia a punto de desmayarse Suzanne se ha expresado mal... ~dijo con voz supli- cante. Joseph ya no escuchaba. Se habia vuelto hacia el rio, Al verlo, Suzanne supo que si habia algo seguro era que nunca se irfa con Jo, casada 0 no. Como no se la devuelvas ahora mismo, Ia tiro al rio ~dijo pausadamente Joseph. Suzanne se quité la sortija y se la alargé a Jo, a espal- das de Joseph. Eso si, no podia dejar que Joseph cogiese la sortija y la arrojase al rio. En ese punto, Suzanne se sentia cémplice de Jo: habia que salvar el diamante. Jo cogié la sortija y se la metié en el bolsillo. Joseph se volvié y lo vio. Se levanté y-se encamin6 hacia el bungalow. Ahora si que se ha ido todo a hacer pufetas ~dijo Jo. -Estaba cantado -dijo Suzanne-. De todas formas, es lo que pasa siempre. ~Pero iqué necesidad habia de decirselo? Tarde o temprano, se lo hubiera dicho, no hubiera podido evitar hablarle del diamante. Permanecieron un rato sin decir nada. La vispera, se habian quedado en Ram hasta bastante tarde, y Suzanne se not6 sofiolienta. Jo parecia desmoronado. Su coche estaba aparcado al otro lado del sendero, mAs allé del puente. Lo cierto es que era una magnifica limusina, que ahora regresaria al norte, de donde habia venido, y Jo se iria con ella. Quizas éste todavia no lo habia entendido Creo que es indtil que vuelva por aqui ~dijo Suzanne, -Es terrible ~se lamenté Jo-. éPor qué se lo ha dicho? -Yo nunca habia visto un diamante, no pude evitarlo, no habérmelo enseiiado, usted no puede entenderlo, 101 -Es terrible —repitié Jo. En el cielo volaban cercetas y cuervos famélicos. A ra- tos una cerceta descendia y danzaba sobre el agua turbia del rio. «Eso es todo lo que voy a ver del mundo durante meses y meses.» =Algiin dia encontraré a un cazador que esté de paso ~dijo-, 0 a un plantador de por aqui, 0 a un cazador pro- fesional que venga a instalarse en Ram, quizd Agosti, si se decide. -No puedo, es imposible -gimié Jo. Parecia pugnar contra una imagen insoportable, Pateé el suelo. =No puedo, no puedo -repetia. Si se largase, irfa a baharme con Joseph. ~iSuzanne! ~grité Jo, tan fuerte como si ella ya se hu- biera marchado. Se le habia hecho la luz. Se habia puesto en pie y parecia liberado, exultante-. iSe la regalo de to- das formas! ~grité-. Vaya a decirselo a Joseph. Suzanne se levanté a su vez. Jo se habia sacado la sor- tija del bolsillo y se la tendia a Suzanne, Esta la miré de nuevo, Era suya. La cogié. No se la puso, sino que se la metié en la mano y, sin despedirse de Jo, eché a correr ha- cia el bungalow. 102 Suzanne habia llegado corriendo al bungalow. Joseph no estaba en casa, Pero encontré a su madre preparando Ja cena, de pie junto al infiemillo. Enaibolé la sortija, Mira, una sortija. Veinte mil francos. Y me la ha rega- lado. La madre la miré, desde cierta distancia. Y no dijo nada. Jo esperd bajo el puente a que regresase Suzanne, pero al no regresar ésta, se marché. Transcurrida una hora, poco antes de que se sentasen a la mesa, la madre pidid’ amablemente a Suzanne que se Ia dejase para verla mejor. Joseph, que estaba sentado cn cl salén en ese momento, la oyé pedirsela. ~Dimela, que apenas la he visto -dijo amablemente. Suzanne le alargé la sortija. La madre la cogié y la exa- miné largo y tendido en el hueco de la mano. Acto se- guido, sin mayor explicacién, se fue a su cuarto y cerré la puerta por dentro. Por su cara, harto zeconocible, falsa- mente irritada de repente cuando salié del comedor, Jo- seph y Suzanne comprendieron: habia ido a esconder la sortija. Lo escondia todo, la quinina, ks conservas, el ta- baco, todo cuanto podfa venderse o comprarse. La habia escondido, movida por el supersticioso temor de verla es- caparse de las manos demasiado jévenes de Suzanne. En ese momento la sortija estaria entre dos listones de la pa- red 0 en un saco de arroz, o dentro del colchon de su cama, o tal vez atada con un cordel en torno a su cuello, bajo el vestido. No volvié a hablarse de la sortija hasta la cena. Su 103 zanne y Joseph se habian sentado a la mesa. Pero ella, no. Estaba sentada en un sillén, arrimada a la pared. Come ~dijo Joseph. -Déjame en paz. La voz era de malas pulgas. No comfa, ni siquiera una rebanada de pan, ni tampoco reclamaba el café que toma- ba habitualmente. Joseph la vigilaba con mirada inquieta Ella no, no miraba nada, clavaba los ojos en el suelo, con cara de odio. El que se sentase aparte, pegada a la pared, mientras comian, por el motivo que fuese, exasperaba a Joseph. =éSe puede saber por qué pones esa jeta? ~pregunté. La madre se puso roja como un tomate y chillé: Ese tipo me repugna, me repugna y no volveré a ver su sortija. -Nadie te habla de eso -dijo Joseph-, sdlo te pedimos que comas. La madre pegé una patada en el suelo y siguié chi- llando: ~Ademis, équé pasa? Todo el mundo se la quedarfa en nuestro lugar. Enmudecié de nuevo. Al cabo de un rato, Joseph in- sisti ~Anda, témate el café, por lo menos témate el café. -No me tomaré el café porque soy vieja y porque es- toy cansada y porque estoy harta, harta de tener hijos como los que tengo... -Dud6 un instante, De nuevo se puso muy colorada, y se le empafiaron los ojos-. Una puerca de hija como la que me ha tocado... ~A conti- nuacidn enlazé con su nueva letanfa~. No hay nada tan asqueroso como una joya. No sirve para nada, para nada. Y los que las llevan no las necesitan, son precisamente los que menos las necesitan. Enmudecié de nuevo, durante tanto tiempo que, de no set por la rigidez de todo su cuerpo, hubiera parecido que se habia calmado. Joseph no volvié a insistirle para que co- miese. Era la primera vez en su vida que la madre habia te- 104 a, nido en sus manos algo que valiese veinte mil francos. «Dé mela», habia dicho amablemente. Suzanne se la habia en- tregado. La habia mirado largo rato, y la sortija la habia em- borrachado. Veinte mil francos, dos veces la hipoteca del bungalow. Joseph habia vuelto la cabeza mientras ella mira- ba Ia joya. Sin decir una palabra, habia ido a esconderla a su habitacién, Resultaba dificil comer. ~Semejante degenerado, darle su sortija, seria una ver- giienza, una vergiienza. Después de las porquerias que ha venido a hacer aqui. Ni Suzanne ni Joseph se atrevian a mirarla nia contes- tarle. El coger la sortija como la habia cogido y el habérse- la quedado la habia puesto enferma. Porque le resultaba ya imposible devolverla, de eso no cabia duda. Repetfa las mis- ‘mas cosas como una lela, sin despegar I mirada del suelo, avergonzada. Costaba mirarla. (Qué habla hecho, ay, Su- zanne ensefiindole la sortija? {Qué juventud, qué viejo ar- dor reprimido, qué reverdecer de alguna concupiscencia has- ta entonces insospechada se habian despertado en ella al ver la sortija? Enseguida habia decidido quedérscla La tormenta estallé cuando Suzanne se levanté de la mesa. De pronto la madre se puso en pie y empezé a gol- pearla con los pufios, con todas las fuerzas que le queda- ban. Con todas las fuerzas de su derecho, con todas, las mismas, las de su duda. Mientras la golpeaba, hablaba de los diques, del banco, de su enfermedad, del tejado, de las clases de piano, del catastro, de su vejez, de su cansancio, de su muerte. Joseph no protests y le dejé golpear a Su- zanne. Dos horas llevaban asi. La madre se levantaba, se arro- jaba sobre Suzanne y a continuacién se derrumbaba en el sillén, atontada de cansancio, calmada. Luego volvia a le- vantatse y se arrojaba de nuevo sobre Suzanne. —Dimelo y te dejaré tranquila. -No me he acostado con él, me la ha regalado porque si, yo ni siquiera se la he pedido, me la ha ensefiado y me la ha regalado sin ms, por nada. 105 La madre seguia golpeéndola, como impulsada por una necesidad irresistible. Suzanne Iloraba a sus pies, con el vestido roto y medio desnuda, Cuando intentaba levantar- se, la madre la derribaba con el pie y gritaba: Pero dimelo de una vez, maldita sea, y te dejaré tran- quila Lo que no podia soportar, al parecer, era verla incor- porarse. Apenas hacia Suzanne un gesto, Ia golpeaba. En- tonces, ésta ocultaba la cabeza entre los brazos, limitén- dose a protegerse pacientemente. Acababa olvidando que aquella fuerza provenia de su madre y la aguantaba como hubiera aguantado Ia del viento, la de las olas, como una fuerza impersonal. Lo que la aterraba era ver derrumbarse de nuevo a la madre en el sillon, y ver su rostro enajena- do por el esfuerzo ~Dimelo -repetia, a veces con voz. casi tranquila. Suzanne ya no contestaba. La madre se cansaba, se ol- vidaba. A ratos bostezaba y los parpados se le cerraban bruscamente, su cabeza se tambaleaba, Pero al menor mo- vimiento de Suzanne o simplemente cuando abria los ojos, despertada por el vaivén de su cabeza, y la veia a sus pies, se levantaba y la golpeaba de nuevo. Joseph hojeaba Holly. wood-Cinéma, el ‘inico libro, de seis afios atrés, que poseia la familia y del que nunca se cansaba, Cuando la madre volvia a golpear a Suzanne, dejaba de hojear el élbum Llegado un momento, dijo de repente: —Cojio, sabes muy bien que no se ha acostado con él, no entiendo por qué insistes. ZY si quiero matarla? €Y si me apetece matarla? Con toda seguridad Joseph se quedaba alli porque no queria dejar sola a su hermana con la madre en ese esta- do. Incluso tal vez no estuviera del todo tranquilo. Des- pués de gritar él, la madre siguié golpeando a Suzanne pero mas flojo y cada vez. menos tiempo. De modo que Joseph volvié a gritarle cada vez. =Y, ademds, aunque se haya acostado con él, eso a ti te importa un pimiento. 106 fi Si, la golpeaba menos convencida. Hacia ya por lo me- nos dos afios que no pegaba a Joseph. En otro tiempo le habia pegado mucho a él también, hasta el dia en que él le cogié el brazo y se lo inmoviliz6 suavemente. Al prin- cipio estupefacta, la madre acabé tronchindose con él, contenta en el fondo de ver lo fuerte que ya era. Desde entonces no habia vuelto a pegarle, no tanto por miedo cuanto porque Joseph le habia dicho que ya no lo aguan- taria, Joseph era partidario de pegar a los hijos, sobre todo a las hijas, pero sin exageracién y sélo en tiltima instancia, Pero desde que se habian desplomado los diques y desde que no pegaba a Joseph, la madre pegaba a Suzanne mu- cho mas que antes: «Cuando ya no terga a nadie a quien soltarle guantazos, se los soltaré a si misma», decia Joseph, Joseph no se moverfa de alli mientras la madre no se hubiera acostado, eso seguro. Suzanne estaba tranquila -Y aunque se hubiera acostado con él por la sortija, qué, ivaliente problema! Profundamente satisfecha y tranquila. La madre que di- jera lo que le diera la gana. El caso es que ahi estaba la sor- tija, en la casa, Habfa veinte mil franco: en la casa. Lo im- portante era eso. Seguro que sabia ya qué iba a hacer con el dinero, No era el momento de preguntarselo, pero sin duda al dia siguiente podrian hablar de ello sin trabas. De- volverla era ya imposible. Por lo comtin, Suzanne no aguan- taba mucho que le pegara, pero esa noche pensaba que era preferible eso a que la madre, tras coger la sortija, se hu- biera sentado a la mesa tan tranquila, como si tal cosa. ~éQué es una sortija en el fondo? En determinados ca- sos es un deber quedarse con una sortija. -iClaro que nos la quedamos! ~dijo Joseph. 2A ver quién no hubiera pensado lo mismo? A lo me- jor podian comprar un coche nuevo o volver a levantar una parte de los diques. Y¥ a lo mejor, a partir de esa sor- tija, conseguirfan una riqueza que no tendrfa nada que ver con la de Jo. La madre ya podia chillar lo que le viniera en gana. 107 Era una gran noche. Le habian sacado la sortija a Jo, y ahora estaba alli, en algin rincén de la casa, y no habia fuerza en el mundo que pudiera ya sacarla de alli. Esa no- che se habia hecho esperar, pero ya estaba, por fin habia egado. Ya era hora, después de todos aquellos afios en que los proyectos fracasaban unos tras otros. El primer triunfo. No suerte, sino triunfo. Porque en todos los afios que llevaban esperando, merecidisima se tenian la sortija, s6lo por esa espera. Habia costado lo suyo, pero por fin habia llegado el momento; y la sortija estaba de su lado, a este lado del mundo. La tenfan. Y el otzo la habia soltado para poder acercarse a ella, sélo para volver a acercarse a ella, a la sombra del puente. Pero esa victoria, capaz de re- sistir todos los golpes, ella no podia compartirla con na- die, ni siquiera con Joseph. -Una sortija no es nada. Rechazarla en mi caso seria un crimen, éQuién hubiera podido opinar lo contrario? , iJoseph'». «Como no me oiga la proxima vez, me tiro delante del coche y lo obligo a pararse.» Joseph se detuvo, Suzanne se detuvo y le sonrié, Esta- ba sorprendida y feliz de haberlo encontrado, como si hi- ciera mucho tiempo que no lo hubiera visto, algo asi como desde su infancia. Joseph aparcé junto a la acera. El B-12 no habia cambiado. Las mismas portezuelas sujetas con alambres y la armazén oxidada y desnuda de la capota que un dia, en un ataque de rabia, Joseph habia arrancado. ~éQué narices haces aqui? -pregunté Joseph. —Pasearme. ~Cofio, si que vas bien vestida. -Carmen, que me ha prestado un vestido. ~éQué narices haces aqui? -volvié a preguntar Joseph. Una de las mujeres pregunté algo a Joseph y éste dijo: -Es mi hermana. La segunda mujer pregunté a la primera ~2Quign es? -Su hermanita ~dijo la primera. Ambas sonreian a Suzanne con amabilidad y un apice de timidez, Iban muy maquilladas y levaban vestidos ce- iidos, el de una verde y el de la otra azul. La que tenia a Joseph abrazado era la mas joven. Cuando sonreia se ad- vertia que le faltaba un diente en un lado. A buen seguro que salian las dos de algin burdel del puerto, y a saber dénde las habia recogido Joseph, tal vez en las primeras fi- las de un cine. Joseph permanecia en el coche, con cara de fastidio, Suzanne esperaba que le offeciera subir. Pero saltaba a la vista que no tenia intencién de hacerlo. ~éY mamé? -pregunté sdlo por preguntar algo-, écémo es que vas sola? =No lo sé -contestd Suzanne. —£Y el pedrusco? -pregunté Joseph, haciendo inmedia- to uso de su nuevo vocabulario. ~Sigue sin venderse -contesté répidamente Suzanne. Estaba acodada en el coche, junto a Joseph. No se atre- via a subir. Joseph se daba perfecta cuenta y cada vez. po- nia més cara de fastidio, Las dos mujeres no parecian caer en la cuenta de lo que sucedia. —Bueno, pues adiés -dijo por fin Joseph. Suzanne aparté de inmediato el biazo de la portezuela. ~Adiés. Joseph la miré, apurado. Dude. “Pero éy ahora adénde vas?... Me importa un pimiento adénde voy ~dijo Suzan- ne-, voy a donde me dé la gana. Joseph dudé de nuevo. Suzanne se alej6. ~iSuzanne! ~grité débilmente Joseph. Suzanne no contest6. Joseph arrancé lentamente, sin volver a llamarla. 147 Suzanne subié por la avenida hasta la plaza de la ca- tedral. Odiaba a Joseph. Ya no reparaba en las miradas que suscitaba a st: paso, aunque quizé le prestaban menos atencién al ser de noche. Ojalé pasase por alli su madre. Pero era initil esperar. La madre no pasaba nunca por alli, porque era un lugar de paseo; recorrfa la ciudad con su diamante manchado. Después buscaba a Jo, andaba a la caza de Jo. Era una especie de vieja puta, sin saberlo, per- dida por la ciudad. Tiempo atrés recorria los bancos, aho- ra las tiendas de los diamantistas. La devorarian, Durante mucho tiempo, al verla regresar tan extenuada que las mis de las veces se acostaba sin cenar, llorando, hubiera cabi- do pensar que, en efecto, podia morir, ya fuera victima de los bancos © de los diamantistas. Sin embargo, siempre so- brevivia y, siempre, volvia a entregarse a su vicio, a men- digar lo imposible, sus «derechos», como decia ella Suzanne se senté en un banco de la plaza de la cate- dral. No le apetecia volver tan pronto. La madre se pon- dria a chillar, futese contra Joseph o contra ella. Poco tiem- po le quedaba a Joseph; éste se irfa. Aquello venia a ser como la agonia de Joseph, que no tardarfa en perderse en la masa, en la monstruosa vulgaridad del amor. Joseph desaparecerfa. Por mas que dijera, poco tiempo seguiria encargindose de la madre, ya tramaba su asesinato. Era un mentiroso. Habla muchos mentirosos. Particularmente, Carmen. Joseph y ella se habian conocido en el cine, Ella fuma- ba un cigarrillo tras otro y, como no tenia fuego, Joseph se lo habia dado. Después, cada vez le ofrecia un cigarrillo a Joseph. Tampoco él habia dejado de fumar en toda la se- sin, Eran cigarrillos muy buenos y muy caros, los més ca- 108, sin duda los famosos «555». Saliercn juntos del cine y desde entonces no se separaron. Al menos tal era la some- a version que daba Carmen de la historia de Joseph. -El habia Iegado a tal punto, que bastaron unos ci- garillos, Ella decia que se habia encontrado a Joseph en el barrio alto y aseguraba que se lo habia contado todo 4 mismo. Pero éhabia modo de saber si Carmen decia la verdad? Poseia sus propias fuentes de informacion, sus re- des. Incluso era probable que supiera dénde estaba Joseph, pero se guardaba muy mucho de decirlo. Y durante ocho dias y ocho noches Joseph no volvié a aparecer por el Ho- tel Central. Las visitas de la madre a diamantistas y joyeros habjan tocado a su fin. Sélo contaba ya con los clientes del ho- tel, con Carmen. De vez. en cuando le daba un pronto y corria a visitar a un diamantista al que habia dejado de lado, pero ya no se pasaba los dias yendo y viniendo por la ciudad. Ni siquiera buscaba ya a Jo. Lo habfa buscado demasiado, y lo aborrecia como a un amante. Decia que, tan pronto como regresara Joseph, irfa a ver al primer dia- mantista con el que se habia entrevistado, el que le habia ofrecido once mil francos por la sortija, y volveria a la Ila- 149 nura. Ahora se pasaba la mayor parte del tiempo esperan- do a Joseph. Tenia pagada la habitacién y la pensién has- ta el dia en que habia desaparecido Joseph. Desde enton- ces habia decidido dejar de hacerlo. Le decia a Carmen que se le habia agotado el dinero. Le constaba que ésta sa- bia perfectamente dénde estaba Joseph, pero sabia que no se lo dirfa nunca y que, por consiguiente, Carmen acepta- ba tacitamente no cobrar mientras dependiese de ella de- jar que Joseph disfrutara a su antojo. Con todo, la madre no tomaba ya més que una sola comida al dia, y no se sa~ bia si lo hacfa por reparo 0 por intentar ingenuamente mediante ese chantaje ablandar a Carmen. Suzanne, por su parte, comfa con Carmen y dormia en su habitacién. Ya slo veia a su madre a la hora de cenar, pues ésta se pasaba el dia durmiendo. Se tomaba sus pastillas y dor- mia. Durante todos los periodos dificiles de su vida habia hecho lo mismo. Cuando se derrumbaron los diques, dos, afios atris, durmié cuarenta y ocho horas seguidas. Sus hi- jos se acostumbraron a esa manera de ser y no le presta- ban mayor importancia. Desde su primera tentativa de paseo por el barrio alto, Suzanne dejé de seguir al pie de la letra los consejos de Carmen, Todavia acudia alli todas las tardes, pero para ir directamente al cine. Por lo general, las mafianas las pasa- ba en la recepcién del hotel, y a veces sustituia a Carmen. En el Hotel Central habfa seis habitaciones que recibian el nombre de «reservadas» y daban mucho trabajo. En su ma- yorfa, las alquilaban oficiales de marina o putas recién lle- gadas. Carmen habia obtenido una licencia expedida a tal efecto. Constituia el ingreso més sustancioso de su geren- cia. Pero ella aseguraba que no habia pedido la licencia por ¢s0, sino por una auténtica inclinacién. En un hotel con buena fama, segin ella, se hubiera aburrido. ‘A veces las putas se quedaban un mes, a la espera de que se decidiese su suerte. Recibfan un trato perfecto. Al- gunas de ellas, por lo general las més jévenes, se marcha- ban con cazadores 0 plantadores que conocian alli, pero 150 raramente se hacian a la vida de las altas mesetas o de la selva y, pocos meses después, regresaban otra vez a los burdeles. Ademds de las nuevas, que venian directamente de la capital, legaban otras de Shanghai, de Singapur, de Manila o de Hong Kong. Estas eran las mds aventureras, las mas trotamundos de todas. Recorrian regularmente to- dos los puertos del Pacifico y nunca se quedaban més de seis meses en ninguno. Eran las mayores fumadoras de opio del mundo, las iniciadoras de todas las tripulacio- nes del Pacifico. -Estn tocadas ~decia Carmen-, pero son las que pre- fiero. No se extendia mucho en sus explicaciones. Decfa que le caian bien las putas, que ella misma era hija de una puta, pero que no era sélo por eso, sino porque sin lugar a dudas eran las personas més honradas y menos cabronas en ese colosal burdel que era la colonia. Por supuesto, Carmen aconsejaba a cuantas llegaban que se hiciesen regalar el diamante por algunos de sus clientes. En todas las habitaciones reservadas habia puesto letreros iguales al que estaba colgado en la recepcién. In- cluso les explicaba la historia de la madre. -iA verl, a ella nadie le va a regaler ningin diamante ~decia amargamente Carmen. La madre compartia esa amargura. Pero el hotel era el tinico lugar donde existia alguna posibilidad de venderlo al precio que queria la madre. Alli no habia lupas para descubrir la mancha, decia Carmen. Para ella, la venta del diamante se habia convertido también en una preocupa- cién constante, si bien menos obsesiva que para la madre. En realidad, lo Ginico que la obsesionaba era su necesidad de nuevos hombres, lo cual la Ilevaba a dejarlo todo plan- tado y salir. Casi siempre le daba el pronto cuando atra- caba un barco. Después de cenar, se vestia, se maquillaba y se escabullia hacia el puerto, que se extendia a lo largo del rio. Un dia, al volver, llegé a decirle a Suzanne en un arranque de exuberancia afectuosa: 151 ~Ya lo verds, ellos estan bien fuera de casa. A los hom- bres no hay que encerrarlos. Donde estén mejor es en la calle. Pero icéme, en la calle? ~pregunté Suzanne, descon- certada, Carmen se rela. Cuando no estaba en el despacho de Carmen, Suzan- ne estaba en los cines del barrio alto. Después de comer, abandonaba el hotel y se encaminaba directamente a un primer cine, A continuacién a otro. Habia cinco en la ciu- dad, y los programas cambiaban con frecuencia. Carmen comprendia que el cine gustase a la gente y le daba dine- ro para que fuera cuantas veces quisiera. No existia tanta diferencia, sostenia sonriendo, entre sus salidas por el rio y las de Suzanne por los cines. Antes de hacer el amor de verdad, decia, se hace primero en el cine. El gran mérito del cine era incitar a ello a los jévenes y hacerlos desear huir de la familia. Y, por encima de todo, habia que de- shacerse de Ja familia cuando era de verdad una familia, Suzanne, por supuesto, no acabaha de entender las ense~ fianzas de Carmen, pero se sentia orgullosa de que se in- teresase tanto por ella. Cada noche, al volver, Suzanne preguntaba a Carmen por Joseph y por el diamante. Joseph no regresaba. El dia- mante no se vendia. Jo no reaparecia. Pero lo peor era que Joseph no regresase. Cuanto més tiempo transcurria, més, comprendia Suzanne que contaba cada vez menos en la vida de Joseph, incluso quiza menos, en determinados mo- mentos, que si ella no hubiera existido. Era posible que no regresara. La suerte de la madre no era excesivamente pro- blematica, como decia Carmen. Si Joseph regresaba, la ma- dre viviria; sino regresaba, se moriria. Era menos impor- tante que lo que le habia sucedido a Joseph, que lo que le habia sucedido a Carmen hacia ya tiempo pero que, al parecer, la habia marcado para siempre, y que lo que no tardaria en sucederle a ella, Ya amenazaba. Cada esquina, cada vuelta de esquina, cada hora del dia, cada imagen de 152 cada pelicula, cada rostro de hombre decir que la acercaban a Carmen y a Jos: Su madre no le preguntaba lo que hacia, Slo Carmen se interesaba por ella, Con frecuencia le pedia, a falta de otra cosa, que le contase las peliculas que habia visto. Le daba dinero para el dia siguiente. Se preocupaba por ella y, cuanto mas se prolongaba la desaparicién de Joseph, mds se preocupaba. Incluso a veces se angustiaba. Qué iba a ser de ella? Era necesario, era imprescindible, repetia, que Suzanne tuviese el valor de abandorar a la madre, so- bre todo si Joseph no volvia. ~Sus desgracias, si bien se piensa, son como un hechi- zo ~repetia-, tienes que olvidarlas como si te olvidases de un hechizo. En mi opinién, lo tinico que puede hacer que las olvides es o su muerte o un hombre. Carmen le parecia a Suzanne un tanto simple en su obcecacién, Le ocultaba que no habia vuelto a pasearse por el barrio alto. No le habia contado su primer paseo, ‘no porque hubiera decidido no hacerlo, sino porque pen- saba que no era algo que pudiera contarse. No habia nin- gtin incidente relevante que destacar, y Suzanne todavia no concebia que pudieran confesarse otra cosa que no fue- ran sucesos concretos. Lo demas producia sonrojo, o era demasiado intimo; en cualquier caso, era imposible de contar. Dejaba hablar a Carmen, que ignoraba ain, que no sabia que la tinica humanidad que se atrevia a afrontar, era aquella, maravillosa, tranquilizadora, de las pantallas. Cuando Suzanne regresaba, Carmen se la llevaba a su habitacién y la interrogaba. La habitacién de Carmen era el punto débil de su existencia, Habia resistido muchas co- sas en la vida, pero no la fascinacién de los divanes ve- tustos con cojines pintados a mano, los pierrots y los arlequines, vestigios de antiguos bailes, 7 las flores artifi- ciales. A Suzanne la asfixiaban un poco. Pero aun asf era preferible dormir alli que en la habitacién de su madre. Suzanne sabia que Joseph se habia acostads con Carmen en aquella habitacién. Se acordaba cada vez que Carmen visto, podia ya bh. 153 se desnudaba delante de ella. Y cada vez ello marcaba una diferencia més, no con Carmen, sino con Joseph. Carmen era larga, tenia el vientre plano, pechitos ian poco bajos y unas piernas milagrosamente hermosas. Suzanne la estu- diaba cada noche, y cada noche se acentuaba més su dife- rencia con Joseph. Suzanne no se habia desnudado més que una vez delante de Carmen. Carmen la habia abraza- do. «Eres como una almendra» Y se habia enjugado silen- ciosamente una lagrima. Esa misma noche le pidié que le trajese al primer hombre al que encontrase. Suzanne pro- metié cuanto Carmen quiso. Pero no volvié a desnudarse delante de ella. Cuando Ilegaba la hora de la cena, Suzanne iba a bus- car a la madre a su habitacién. La escena era siempre la misma, Echada en la cama, la madre esperaba a Joseph. Siempre estaba a oscuras, porque no tenia ni ganas de en- cender la luz. Sobre su mesilla de noche, a su lado, bajo un vaso vuelto del revés, reposaba el diamante, Cuando se despertaba, lo miraba con asco. «La mancha», decia, y le entraban ganas de morirse, Era el colmo de la mala sue te, deca, y hasta les costaba concebir algo peor. A veces, cuando habia abusado de las pastillas, se orinaba en la cama. Entonces Suzanne se iba a la ventana para no ver. Bueno, équé? -preguntaba la madre. =No lo he visto ~contestaba Suzanne. La madre se echaba a llorar. Pedia otra pastilla. Suzan- ne se la daba y regresaba a la ventana. Le repetia lo que decia Carmen. “Tenia que ocurtir tarde o temprano. La madre decia que lo sabia pero que aun asi era terrible perder a Joseph tan bruscamente. Hablaba con el mismo tono de Joseph, del diamante y de Jo, cuando to- davia lo buscaba. A veces, cuando decta: «iSi al menos volviese!», no se sabia si se referia a Joseph 0 a Jo. Se levantaba, tambaleante bajo él efecto de las pasti- llas. Habia que esperar a que se vistiese para cenar. Tarda- ba bastante. Suzanne se sentaba recostada en la ventana. 154 El ruido del tranvia Ilegaba amortiguaco hasta la habita- cién. Pero, desde alli, cuanto Suzanine veia de la ciudad era su gran rio, medio cubierto por un sinfin de grandes juncos provenientes del Pacifico y por los remélcadores del puerto. Carmen hacfa mal inquietindose por ella. Para entonces, a fuerza de ver tantas peliculas, tantos enamora- dos, tantas despedidas, tantos abrazos, tantos besos defini- tivos, tantas soluciones, tantas predestinaciones, tantos abandonos crueles, s{, pero inevitables, fatales, lo tinico que deseaba Suzanne era abandonar a lz madre 155 El tinico hombre con quien habia de encontrarse Su- zanne, en el Hotel Central, fue un representante de hilos de una fabrica de Calcuta. . Se hallaba de paso por la colonia y, ocho dias después, se embarcaba rumbo a las Indias. Sus viajes de trabajo du- raban dos afios, y en esa colonia en cuestién sélo se dete- nnia una vez en cada viaje. Cada vez que pasaba, intentaba casarse con una francesa, muy joven y virgen a ser posible, pero hasta entonces no habia logrado encontrar a ninguna. Hay aqui un tipo que podria convenirte ~dijo Car- men a Suzanne-. Al menos tendrias una puerta de salida si Joseph no regresa. Barner era un tipo de unos cuarenta afios, alto, pelo entrecano y trajes de tweed, que hablaba pausadamente, sonrela poco y que, en efecto, tenia en la vida un aspecto muy representativo. No en vano Ilevaba quince afios visi tando todas las grandes fabricas de tejidos del mundo para pregonar la calidad de sus hilos. Habia dado varias veces la vuelta al mundo y tenia de él una visién un tanto pe- caliar, la de su capacidad de absorcién, en kil6metros, del hilo de algodén de la fabrica G.M.B. de Calcuta. ‘Carmen le hablé de Suzanne, y el mismo dia quiso conocerla. Tenia prisa. Las presentaciones tuvieron lugar en Ia habitacién de Carmen, bastante después de que la madre se hubiera acostado. Suzanne se avino a los deseos de Carmen, como hacia siempre. Tras la presentacién, Bar- ner hablé de su profesién, del comercio de los hilos en el mundo y del insospechado consumo que de ellos se hacia. 156 Eso fue todo por aquella noche. Al dia siguiente, por me- diacién de Carmen, Barner invité a Suzanne a salir con él, con el objeto, dijo, de que se conociesen mejor. Suzanne se reunié con él después de cenar. Fueron al cine en el coche de Barner. Un coche curio so del que estaba muy ufano. Al llegir ante el cine, se planté delante de Suzanne y le hizo una demostracién de- tallada de sus extraordinarios perfeccionamientos. Era un coche de dos plazas, pintado de rojo, cuyo spider habia sido transformado en un gran portaequipajes con cajones en los que Barner tenia sus muestras de hilos. Los cajo- hes eran amarillos, azules, verdes, etcétera, del color exacto de los hilos que contenian. Habria una treintena, que ocu- paban toda la superficie trasera del maletero y se abrian y cerraban todos con una sola vuelta de llave que se daba desde el interior. No existian dos coches como ése en el mundo, explicé Barner, y él y sdlo él kabia discurrido el modo de transformarlo de ese modo. Afiadié que no aca- baba de ser tan perfecto como él queria: a veces los clien- tes, tras examinar los hilos, se equivocaban de cajén y no los dejaban en el de color correspondiente. Ese era un gra- ve inconveniente, pero ya le pondria remedio. Ademés, sa- bia ya cémo: fijando los carretes en el fondo mismo del cajén mediante una sujecién que solo él sabria extraer. Siempre, prosiguid, intentaba perfeccionar sus cajones. Todo aquello no se habia hecho asi de repente. Nada se hacia asi de repente, generaliz6 con aire experto. Unas veinte personas se habian congregado alrededor del coche, y él hablaba en voz alta a fin de que la concurtencia se beneficiara de sus explicaciones. Viendo aquel coche y oyéndolo hablar de él, no cabia alguna duda. Una vez mis se habia cebado en ella la mala suerte. Lo tinico que podia hacerse era endosarle el dia- mante. Pensaba con toda su alma en Joseph. Después del cine, fueron a bailar a un dancing con pis- cinta que se hallaba en las afueras de la ciudad. Bamer se dirigid alli sin pensérselo dos veces. Se advertia que sin 157 duda habia efectuado el mismo recorrido en cada una de sus estancias en la colonia, cada vez con una nueva can- didata del Hotel Central Era un bungalow pintado de verde, en medio de un bosque. Gracias a los farolillos venecianos que se balancea- ban en lo alto de los Arboles, se vela como en pleno dia. ‘A lo largo del bungalow se desplegaba la famosa piscina que cimentaba la fama del dancing. Era una gran alberca de rocas alimentada por un arroyo cuyo cauce habfan cap- tado tapando la entrada de la alberca. Asi, el agua, cons tantemente renovada en el fondo por una tenue cortiente, se mantenia muy pura. Tres focos iluminaban verticalmen- te la piscina, cuyo fondo y paredes se conservaban en su estado natural, tapizada de largas hierbas subacuaticas a través de las cuales se vela un fondo de guijarros naranja y violeta que refullgian como flores subacudticas. El agua era tan clara y calma que aquel fondo aparecfa en sus més precisos detalles, en sus més sutiles matices, como si estu- viera fijado en un cristal. Amén de los focos, iluminaban Ja piscina los farolillos venecianos que, multicolores, dan- zarines, se balanceaban en el cielo verde del bosque. La rodeaban grandes céspedes cortados al ras, en medio de Jos cuales se erguia una hilera de cabinas igualmente ver- des. A ratos se abria una de las cabinas y surgia un cuerpo de mujer o de hombre, totalmente desnudo, de sorpren- dente blancura y de una textura tan irradiante que la som- bra luminosa del bosque quedaba como empafiada. El cuerpo desnudo atravesaba el césped a la carrera y se arro- jaba en la alberca, haciendo brotar a su alrededor un haz de agua brillante. A continuacién el haz se desplomaba y aparecia el cuerpo en el interior del agua, azulado y con una fluidez lechosa. La miisica se interrumpia bruscamente y se apagaban todas las luces mientras el cuerpo nadaba. En ocasiones los més audaces se sumergian y se deslizaban a través de las largas hierbas del fondo, perturbando la so- lemne inmovilidad, y se perdian entre ellas, buceando con movimientos lentos y convulsivos. Luego reaparecfa el 158 0 EE EETTIEE'SCSZ5~= cuerpo en medio de un triunfante tortellino de luminosas burbujas. Acodados en las barandillas del dancing, hombres y mujeres contemplaban el especticulo en silencio. Si bien esos bafios estaban autorizados, pocos se atrevian a exhi- birse de ese modo. No bien desaparecia el nadador, se en- cendian las luces y la orquesta continvaba tocando. -Entretenimiento para millonarios ~dijo John Barer. Suzanne se senté frente a él. En tomo a ellos, sentados © bailando, se hallaban todos los grandes vampiros de la colonia, del arroz, del caucho, de Ia banca y de la usura. ~Yo no tomo alcohol ~dijo Barner-, pero a lo mejor a usted le apetece algo. =Quiero un cofiac -dijo Suzanne. Tenia ganas de desagradarle, pero aun asi le sonrié. Sin duda le hubiera gustado estar alli coa otra persona, al- guien a quien no hubiera tenido que molestarse en son- reir, Ahota que Joseph se habfa marchado y la madre de- seaba tanto morir, esa necesidad se volvia cada dia mas acuciante. ~éEsté su madre enferma? -pregunto Barner por pre- guntar algo. -Espera que vuelva mi hermano -dijo Suzanne-, y eso la pone mala, ~Suzanne pensaba que Carmen habia pues- to en antecedentes a Bamer-. No sabemos dénde esta, ha- bré conocido a alguna mujer. vs -iOh! -se indigné Barner-, eso no es ningiin motivo. Yo nunca dejaria abandonada a mi madre. Claro que mi madre es una santa. La santidad de su madre producia escalofrios. =La mia no -dijo Suzanne-. Yo, si hubiera sido mi hermano, habria hecho lo mismo, ~Suzanne reacciond habia llegado el momento-. Si cree usted que es una san- ta, lo mejor que podria hacer es demostrarselo, —¢Demostrirselo? -replicé Barner, sorprendido-. Ya se lo demuestro. Me atreverfa a decir que no le he fallado nunca, 159 rE NE '” —Deberia hacerle un buen regalo, algo definitivo; Iue- go se quedarfa tranquilo. —No entiendo -dijo Barer, que atin no salia de su sor- presa-. éRespecto a qué me quedaria tranquilo? ~Si le regala una bonita sortija, después ya no tendra que regalarle nada. Una sortija? ¢¥ por qué una sortija? —Digo una sortija por poner un ejemplo. A mi madre -dijo Bamer- no le gustan las joyas, es tuna mujer muy sencilla. Todos los afios le compro un te- rrenito en el sur inglés, y eso es lo que mas le gusta. Pues yo preferiria diamantes -replicé Suzanne-. Los terrenos muchas veces son una mierda, ~iVayal ~dijo Barner-. iVaya! éQué lenguaje es ése? “Es francés -dijo Suzanne-. Me gustaria bailar. Bamer invité a Suzanne a bailar. Bailaba con extrema correccién. Suzanne era bastante més baja que él, y al bai- lar sus ojos le llegaban a la altura de la boca. “Las francesas son a la vez lo mejor y lo peor de todo -observ6 él mientras bailaban. Pero, aunque su boca llegaba a la altura de los ojos y del pelo de la francesa, ni una sola vez le roz6 el pelo con Ia boca. _ ~Cuando las coges jévenes, pueden Hlegar a ser las com- pafieras més abnegadas y las colaboradoras més seguras ~prosiguid ‘Se matchaba a los ocho dias por dos afios. Y tenfa pri- sa, Lo que deseaba era precisamente una muchacha de die- ciocho afios a la que no se hubiera acercado atin ningiin hombre, no porque tuviera ningiin tipo de prejuicio res- pecto a las que si que habian conocido hombres (era ne- cesario que las hubiera, reconocia), sino porque la expe- riencia le habia dictado que a las primeras se las formaba mejor y con mayor rapidez. ~Toda la vida he buscado a esa joven francesa de diecio- cho afios, ese ideal. isa es una edad maravillosa. Puedes mo- delarlas y convertirlas en adorables mufiequitas. 160 Joseph hubiera dicho: «A mi esa clase de mutiequitas me tocan los huevos; las jovencitas me importan una mierda». ~Pues mi tipo de mujer seria més bien Carmen. . -iOh! -exclamé Barner. Probablemente habia intentado acostarse con Carmen. Pero a Carmen no le iban los tipos como él. Aun asi, in- tentaba endosirselo a ella. , Una Carmen, pero en mejor -dijo Suzanne. -No lo entiende usted-dijo Bamer-, Carmen no es la clase de mujer con la que uno se casa. Se 1i6 enternecido de tamafia ingenuidad. -Depende de quién -dijo Suzanne-, no todo el mun- do podria. Una vez en el coche, y ya delante del hotel, Bamer dijo, como habia debido de decirselo en. numerosas oca- siones a especimenes del género: ~iQuiere usted ser esa muchacha « la que llevo bus- cando tanto tiempo? -Hablelo con mi madre ~contest6 Suzanne-, pero, se lo advierto, mi tipo es mas bien Carme ‘Asi y todo, acordaron que, al dia siguiente, después de cenar, Barer irfa a ver a la madre. Soy uno de los representantes més destacados y uno de los mas apreciados de esa fabrica -dijo Barner. La madre lo miré con escasisima curiosidad. ~Tiene usted suerte de haber triunfado ~Al tipo le entraton ganas de mear. Se levanté a duras penas. Ella lo tomé del brazo y lo ayudé a cruzar toda la sala. Mientras la atravesaba no paraba de chillar “imenuda casa de putas!” tan fuerte que se oia a través del ruido de Ja orquesta. Ella le hablaba al oido. Seguramente intenta- ba calmarlo. Mientras no estaban me tomé varias copas de champan, puede que cuatro, ya no sé. Tenia mucha sed tras haberla besado tanto. La deseaba tanto que me sentia arder. »Alli, mientras estaba solo, me dije que estaba cam- biando para siempre. Me miré las manos y no las recono- ci: me habian salido otras manos, otros brazos distintos de los que tenfa. Lo cierto es que ya no me reconocia. Me daba la impresion de que me habia vuelto inteligente en una noche, de que por fin comprendia todas las cosas im- portantes que hasta entonces habia observado sin com- prenderlas de verdad. Por supuesto, no habia conocido nunca a gente como ellos, ni como ella ni como él. Pero no era del todo por ellos. Sabfa perfectamente que si eran tan libres, si respiraban tanta libertad, era en gran parte porque tenian mucho dinero. No, no era por ellos. Creo que eta primero porque deseaba a una mujer como nunca habia descado a ninguna, y luego, porque habia bebido y 207 wet—T estaba borracho. Toda esa inteligencia que sentia debia de llevar mucho tiempo dentro de mi. Y esa mezcla de deseo y de alcohol la hizo salir. El deseo hizo que me importa- ran un pepino los sentimientos, incluso los que tiene uno hacia su madre, porque, claro, hasta entonces, yo creia que los sentimientos me dominaban por completo, y me daban miedo. ¥ el alcohol me hizo ver clara una cosa: yo era un hombre cruel. Desde siempre, estaba preparindome para ser un hombre cruel, un hombre que algiin dia aban- donaria a su madre y se irfa a aprender a vivir, lejos de ella, a una ciudad, Pero hasta entonces eso me avergonza~ ba, y de pronto comprendi que era ese hombre cruel quien tenia razén. Lo recuerdo, pensé que al abandonarla la de- jaba en manos de los agentes de Kam. Me dije que un dia tendria que conocerlos de muy cerca. Que un dia no ten- dria que limitarme a conocerlos como en la Ilanura, por sus cabronadas, sino que tendria que entrar en sus enjua- gues, tendria que conocer aquella mierda sin que me hi- ciera suftir y conservar toda mi maldad para asi acabar mejor con ellos. La idea de que tenia que volver a la lla nura me vino a la mente... Lo recuerdo, juré en voz alta, para estar bien seguro de que era yo quien estaba alli, y me dije que se habia acabado. Pensé en ti, en ella, y me dije que se habia acabado, ta y ella. Nunca podré volver a ser un nifio, aunque ella se muera, me dije, aunque ella se muera, me marcharé, »Volvieron a la mesa. Ella le daba el brazo y él, agota- do por el esfuerzo que habia hecho para atravesar dos ve- ces la sala, se tambaleaba. Si alguien se hubiera reido de él © hubiera dicho cualquier cosa contra él, le habria partido la cara. Me sentfa muy cerca de él, él, que era tan libre in- cluso estando tan borracho, més cerca de él que de todos los que estaban alli y no se habian emborrachado. Todo el mundo parecia ser feliz, menos él. Y ella, que lo habia emborrachado para que pudiéramos besarnos con tranqui- lidad, lo sujetaba con tanta dulzura y comprensién como si él hubiese sido victima de los demas, de los que no se 208 habjan emborrachado. Al llegar, enseguida vio que la bo- tella estaba vacia y fue a decirle al camarero que estaba al otro lado de la pista que trajera otra. El camarero tardé en venir, Ella se puso a temblar otra vez. Tenia miedo de que a él se le pasara la borrachera. Entonces fui a buscar al ca- marero. Andaba como sobre algodén. Volvi con una bote- lla de Moét. Sentia ya que llegaba el momento. Le sirvid otras tres copas de champan. El se dormia y ella lo des- pertaba para que bebiera. Se iba acercando el momento. Después de beber, volvia a derrumbarse en la mesa. Yo dije: “Nos largamos’. “Si no se despierta en cinco minu- tos, nos marcharemos”, contesté ella. Entonces le dije: “Como se despierte, le suelto un mamporro”. Pero era im- posible que se despertase tan rapido. Creo que si se hu- biera despertado le habria saltado al cuello, lo decia en serio, porque habfamos Ilegado al limite de lo que podia- mos hacer por él, por otro que no fuera nosotros, Cuan- do se aseguré de que no se despertaria, lo cogié por los hombros y lo deslizé sobre la banqueta para que estuviera echado. Luego le abrié la chaqueta y le cogid la cartera Después se levanté y Hamé al camarero. El camarero no aparecia. Tave que ir a buscarlo otra vez. “Déjelo dormir”, le dijo ella, *y cuando se despierte vaya a buscarle un taxi. Aqui est la direccién que tiene que darle al taxista.” El camarero no quiso coger el dinero y dijo que tenfamos que pedirselo al maitre, que él no sabia si podia quedarse alli, tumbado en la banqueta el resto de la noche, cuando habia tantos clientes esperando para conseguir una mesa. No habfa manera de convencer al camarero, no podiamos obligarlo a aceptar. Tavimos que esperar a que fuera a bus- car al maitre. *E1 local esté leno”, dijo el maitre, “no pue- de quedarse él solo con esta mesa.” Peasé que ella iba a echarse a Ilorar. Yo ya sentia el cuello del maitre entre mis manos, entre mis dedos. Ella sacé un montén de billetes de la cartera: “Le pago la mesa para toda la noche”. Le metié en la mano un pufiado de billetes. El aceptd. Ella ech6 una iiltima mirada al tipo y bajamos. En cuanto Hle- 209 gamos al coche, debajo del bungalow, la tumbé en el asien- to trasero y me la follé. Por encima de nuestras cabezas, la orquesta seguia tocando y se ofan los pasos de la gente que bailaba. Luego me senté al volante del Delage y futimos a un hotel que ella me indicé. Nos quedamos ocho dias. »Una noche me pidié que le contase mi vida y el mo- tivo de que hubigramos abandonado la llanura. Le hablé del diamante. Me dijo que fuera a buscarlo enseguida, que me lo compraba. Cuando volvi al Hotel Central a busca- ros, me lo encontré en el bolsillo. Se acercaba el momento de la marcha de Joseph. A ye~ ces la madre iba a ver a Suzanne en plena noche y le ha- blaba de ello. Después de tanto pensar en eso, se pregun- taba si, al fin y al cabo, no era una solucién. No veo cémo puedo impedirselo -decia la madre-, creo que no tengo derecho, porque no veo cémo puede salir adelante de otra manera. No abordaba el asunto més que por las noches y sélo con Suzanne. Tras pasarse horas haciendo cuentas mano a mano con el cabo, se veia con 4nimos para hablar de Jo- seph. Durante el dia quiza siguiera abrigando ilusiones, pero en medio de la noche no, a esas horas se volvia Ii- ida y era capaz de hablar con calma. Si me guarda rencor ~decia-, tendri razén. Lo tinico bueno que podria sucederos es que yo me muriera. El ca- tastro se compadeceria de vosotros. Os darfan la conce- sién definitiva de las cinco hectareas. Podriais vender y ‘marcharos. ~Marchamos, iadénde? ~preguntaba Suzanne. -A la ciudad, Joseph encontrarfa trabajo. Tii te queda- rfas con Carmen hasta que encontraras a alguien con quien casarte. Suzanne no contestaba. La madre se iba casi ensegui- da, tras decir siempre lo mismo. En el fondo, lo que decia le traia bastante sin cuidado a Suzanne. Hasta entonces nunca le habia parecido tan vieja y tan loca. La inminen- cia de la marcha de Joseph la relegaba, con sus inquie- tudes y sus escrupulos, a un pasado sin interés. Unica- aut mente contaba Joseph. Lo que le habia sucedido a Joseph. Suzanne apenas se separaba de él desde que habfan vuelto a [a lanura. Cuando iba a Ram en coche, Ia llevaba casi siempre consigo. No obstante, desde que le habia contado su peripecia, es decis, desde los primeros dias que siguie- ron a su regreso, hablaba muy poco con ella. Pero por poco que hablase, le hablaba mas que a la madre, Saltaba a la vista que Joseph no se vela con animos de dirigirle la palabra. Lo que le decia a Suzanne no requeria respuesta alguna. Sélo hablaba porque no podia resistir las ganas de hablar de aquella mujer. Ella era practicamente el unico tema de conversacién. Nunca imaginé que fuese posible ser tan feliz con una mujer. Decia que todas las que habia conocido antes que ella era como si no hubieran existido. Que estaba seguro de que podia quedarse dias y dias con ella. en una cama. Que se habian pasado tres dias enteros haciendo el amor sin apenas comer y que se habian olvi- dado de todo lo demas. Salvo él, de su madre. Eso era lo que le habia hecho volver al Hotel Central y no Ia falta de nero Durante uno de aquellos viajes a Ram, Joseph confesé a Suzanne que la mujer acudiria a buscarlo. El mismo le habia pedido que esperase unos quince dias antes de ve- nit. No hubiera podido decir exactamente por qué: «A lo mejor necesitaba volver a ver esta mierda de sitio, para asegurarme>. Ella ya no podia tardar. Habia pensado en lo que serfa de ellas cuando él se marchase, Io habia pensado largo y tendido. Para la madre no veia ya futuro posible fuera de la concesién. Era un vicio incurable: «Estoy segu- to de que todas las noches empieza a darles vueltas a sus diques contra el Pacifico. La tinica diferencia es que ahora miden o cien o doscientos metros de alto, segiin ella se encuentre bien o no. Pero sean pequeiios o grandes, em- Ppieza a levantarlos todas las noches. Era una idea dema- siado maravillosa». Nunca podria olvidarse de su madre, y mucho menos de lo que habia padecido. Seria como olvidar quién soy, es imposible. 212 No crefa que le quedase mucho tiempo de vida, pero al contrario de lo que pensaba antes, crefa que eso impor- taba ya poco. Cuando alguien tiene tantas ganas de morir no hay que impedirselo. Por otra parte, mientras supiera que la madre estaba viva, seria incapaz de hacer nada pro- vechoso en la vida, ni de emprender nada. Cada vez que habia hecho el amor con aquella mujer, habia pensado en ella, se habia acordado de que ella no babia vuelto a ha- cer el amor desde la muerte de su padre porque crefa, como una tonta, que no debia, para que ellos pudiesen hacerlo algin dia. Le conté que habia estado muy ena- morada de un empleado del Edén, durante dos atios, se lo habia contado ella, y le dijo que no se acosté con él una sola vez, por ellos. Le hablé del Edén. De lo horribles que habian sido aquellos diez afios que la medre pasé tocando el piano en el Edén. Joseph se acordaba mejor que su her- mana porque era un poco mayor. ¥ la madre le habia ha- blado de ello alguna vez. Cuando le ofrecieron el puesto de pianista en el Edén, tuvo que volver a ponerse a tocar el piano de la noche a la mafiana, No habia tocado desde hacia diez afios, desde que acabé sus estudios de magisterio. Le dijo: «A veces lloraba al ver que mis manos se habian vuelto tan torpes al leer las partituras, a veces hasta me entraban ganas de gritar, de irme, de cerrar el piano». Pero poco a poco sus manos empezaron a responder. Sobre todo porque las par- tituras se repetan invariablemente, y ademds el director del Edén le permitia practicar por las mafanas. Vivia con la obsesién de que iban a despedirla. ¥ si adquirié la cos- tumbre de llevar a sus hijos con ella, no fue tanto por no dejarlos solos en casa como por ablandar al director sobre su suerte. Llegaba un poco antes de que comenzase Ia se- sién, colocaba dos mantas sobre dos asientos, a ambos Ia- dos del piano, y acostaba alli a sus hijos. Joseph lo recor- daba perfectamente, La cosa no tardé en Saberse y, mien- tras iba Hendndose la sala, algunos espectadores se acercaban al foso para contemplar a los dos hijos de la 213 pianista, alli dormidos. Al poco aquello se convirtié en tuna especie de atraccién, que sin lugar a dudas no de- sagradaba al director del cine. La madre le dijo: «Se acer- caban a veros porque erais muy guapos. A veces me encontraba con que os habian dejado juguetes y carame- los». Seguia creyéndolo. Creia que les llevaban juguetes porque eran tan guapos. fl nunca se habia atrevido a de- Cirle la verdad. Se dormian inmediatamente después de que se apagaran las luces y de que empezara el noticiario. La madre tocaba durante horas. Le era imposible seguir la pelicula en la pantalla. El piano no sélo no estaba al mis- mo nivel de la pantalla, sino que quedaba muy por deba- jo del de la sala. En diez afos la madre no pudo ver una sola pelicula. As y todo, al final, sus manos habjan adquirido tal habi- lidad que ya ni siquiera tenfa que mirar el teclado. Pero seguia sin ver la menor imagen de la pelicula que trans curria encima de su cabeza. «A veces me daba la impresién de que me dormia mientras tocaba. Cuando intentaba mi- rar la pantalla era horrible, me daba vueltas la cabeza. Veia tuna especie de amasijo blanco y negro que bailaba encima de mi cabeza y que me mareaba como una sopa.» Una vez, tuna sola vez, eta tal su deseo de ver una pelicula que ale~ g6 una enfermedad y acudié a escondidas al cine. Pero a la Salida la reconocid un empleado y nunca mas volvié a ha- cerlo. En diez aiios solamente se atrevié a hacerlo una vez. Durante diez afios habia deseado intensamente ir al cine y no pudo ir més que una sola vez, oculténdose. Durante diez afos esas ganas se mantuvieron intactas en ella, al tiempo que iba envejeciendo. Y al cabo de diez aftos era ya demasiado tarde, y se trasladé a la llanura. Resultaba tan insoportable recordar aquellas cosas so- bre ella que para él y para Suzanne cra preferible que la madre mutiese: «Tendrés que acordarte de todas estas co- sas, de lo del Edén, y hacer siempre lo contrario de lo que ella hizo». Aun asi, la queria. Incluso estaba convencido, decia, de que nunca querria a ninguna mujer como la que~ 214 ria a ella. De que ninguna mujer se la harfa olvidar. «Pero vivir con ella, no, ya no era posible.» Lo que sentia era no poder matar a los agentes de Kam antes de marcharse, Habia leido la carta que la madre les habia enviado antes de entregarsela al conductor del auto- bis, como ella le habia mandado, y una vez la ley6, decidié no entregarla y conservarla. Decidié conservarla siempre Cuando la lefa sentia que se transformaba en el hombre que le gustaba ser, en un hombre capaz, si se los tropeza~ ba, de matar a los agentes de Kam. Asi ceseaba seguir sien- do toda la vida, sucediese lo que sucediese, aunque se vol- viera muy rico. Aquella carta serfa para él mucho més util de lo que lo hubiera sido nunca en manos de los agentes de Kam. ‘Asi, aunque tuvieran que hacerla suftir, los planes de Joseph se forjaban en funcién de lo que habia padecido la madre. Si con ella se habfa convertido en un ser malvado, se dijo que igualmente necesario era serlo con los agentes de Kam. Suzanne no acababa de captar del todo el alcance de las palabras de Joseph, pero las escuchaba religiosamente como el canto de la virilidad y de la verdad. Al darles vyueltas, advirtié con emocién que se sentia capaz, ella mis- ma, de conducir su vida como Joseph decia que habia que hacerlo. Entonces comprendié que lo que admiraba en Jo- seph era también suyo. Durante los ocho dias posteriores a su regreso, Joseph, se sentia fatigado y triste. Sélo se levantaba a la hora de las comidas. Apenas se lavaba. Pero después, por el con- trario, volvié a disparar alguna vez. a las zancudas desde la veranda y se lavaba todos los dias con gran esmero. Sus camisas estaban siempre muy limpias y se afeitaba todas las maftanas. En ello percibié su madre que se acercaba su marcha. Bien es cierto que cualquiera lo habria adivinado al verlo, como habria adivinado también que nada ni na- 25 die podian ya impedirle marcharse. Estaba listo para ello a cualquier hora del dia La espera duré en total un mes. La madre, como cabe imaginar, no recibié respuesta alguna del catastro, ni si- quiera del banco. Pero a buen seguro le traia sin cuidado. Al final, dej6 de despertar a Suzanne para hablarle de Joseph. Incluso quiz deseaba verlo marchar lo antes posible, pues- to que iba a marcharse. Debia de pensar vagamente que, mientras él estuviera alli, no podria oftecerle el diamante a Bart. Y es que desde que Bart habia comprado el fondgra- fo, pensaba en él, Hablaba de él, a decir verdad sdlo ha- blaba de él, de su fortuna, de las inversiones que ella hu- biera hecho en su lugar en vez de traficar con Pernod, y cosas por el estilo. éLo hacia para forjarse una vez més una especie de futuro? Ella misma no debia de tenerlo muy claro, ni saber qué harfa con el dinero si lograba ven- derle el diamante a Bart, una vez que se marchara Joseph. Uno de los proyectos mas obsesivos de la madre habia sido poder reemplazar algtin dia el tejado de balago del bungalow por un tejado de tejas. No s6lo no lo habia lo- grado nunca, sino que ni siquiera habia podido renovar el antiguo tejado de bilago. Y uno de sus temores, no me- nos obsesivos, habia sido que las lombrices se instalasen en el bélago antes de que contase con dinero suficiente para sustituirlo. Y, unos dias antes de que se marchase Jo- seph, sus temores se hicieron realidad y se produjo una gi- gantesca eclosién de lombrices en el bélago podrido. Len- ta, regularmente, comenzaron a caer del tejado. Crujfan bajo Tos pies desnudos, caian en las tinajas, en los mue- bles, en las fuentes, en el pelo. Con todo, ni Joseph, ni Suzanne, ni siquiera la madre, hicieron la menor alusién a ello, A quien si desasosegé fue al cabo. Gomo le pesaba la inactividad, sin esperar a que la madre se lo ordenase, se pasaba los dias barriendo el suelo del bungalow. 216 Unos dias antes de salir, Joseph mostr6 a Suzanne la liltima carta de la madre a los agentes de Kam. Queria que la leyese antes de su marcha. Aquella carta confirmé a Su- zanne cuanto le habia contado Joseph. He aqui lo que ha- bia escrito la madre: “Sefior Agente catastral: »Disculpe que vuelva a escribirle, Sé que mis cartas lo aburren, {Cémo no habia de saberlo? Hace meses que no recibo respuesta suya. Debo sefialarle, no obstante, que hace ya mds de un mes que dejé de escribirle. Pero su- pongo que ni siquiera habré reparado en ello. A veces me digo que ni se molesta en leer mis cartas y se limita a ti- rarlas a la papelera sin abrirlas. Hasta tal punto estoy con- vencida de ello que, ya ve, mi tnica eszeranza es que una vez, una sola vez, acierte usted a leer una de mis cartas, tan s6lo una. Que, una sola vez, una de ellas atraiga stt atencién, porque ese dia, por ejemplo, no tenga nada ur- gente que hacer. Después de eso me da la impresion de que leerd las otras, las que sigan a ésta. Porque todavia cteo que mi situacién, si llegara a conocerla bien, no po- dria dejarlo del todo indiferente. Aunque, tras ejercer du- rante afios su horrible trabajo, no le quedase més que muy poco corazén, por poco que fuera, se detendria usted a considerar mi situacién. »Lo que le pido, como sabe, es bien poca cosa. Es que se me otorgue la concesién definitiva de las cinco hecté- reas de tierra que rodean mi bungalow. Estas no forman 217 parte del resto de mi concesién, la cual, como sabe usted de sobra, es totalmente inutilizable. Concédame ese pe- queiio privilegio. Cuanto le pido ahora es que esas cinico hectireas me pertenezcan en propiedad. Después podré hi- potecarlas ¢ intentar por iiltima vez construir una parte de mis diques. Luego le diré por qué me gustarfa intentar construir nuevos diques, esas cosas no son sencillas. Por mis que le incomode confesarlas, y el confesarlas choca ademés con sus intereses, conozco todas sus objeciones: las cinco hectareas de arriba forman “un todo” con las cien hectéreas de abajo y su destino no es otro que crear tuna ilusién acerca de esas cien hectareas, sirven para hacer creer que el resto de la concesién es igualito que esas cin- co hectareas. Y en la estacién seca, en efecto, cuando el mar se retira del todo, équign podria creer lo contratio? Gracias a esas cinco hectéreas ha podido usted adjudicar la concesién en cuatro ocasiones a distintos concesiona- rios, a pobres desdichados que no disponfan de medios para sobornarlo. Si, ya sé que le recuerdo estas cosas en cada una de mis cartas, pero, qué quiere usted?, no me canso de tecalcarme a mi misma esa desdicha. Nunca po- dré resignarme a su ignominia, mientras viva, hasta mi il- timo aliento, siempre seguiré hablindole de ello, siempre seguiré contindole punto por punto lo que me ha hecho, lo que sigue haciéndoles cada dia a otros, pero siempre-lo haré con un espiritu sereno y honorable. De sobra sé que si se desgajan esas cinco hectireas de arriba de las otras cien, no existiré concesién alguna. No habré siquiera con qué asentar su miseria, con qué construir un bungalow, ni siquiera con qué sembrar arroz para sobrevivir un aio. Porque, lo repito una vez més, con el resto de la conce- sion es imposible contar. Cuando Mega la gran marea de julio, las olas del Pacifico lamen las cabafias del iiltimo pueblo a partir del cual se inicia, y cuando se retiran, de- jan tras ellas un lodo seco sobre el que tendria que llover durante mis de un atio para quitarle la sal a s6lo diez. cen- timetros de profundidad, que es lo que miden las raices 218 del arroz en su madurez, ¢Y donde, me dird usted, se ins- talaran entonces sus victimas? Todo «so lo sé, como sé que podria usted quedarse sin ninguna. Pero pese al in- conveniente que presenta para usted la adjudicacién como concesién definitiva de esas cinco hectireas, tiene usted que atenerse a razones. Sabe para qué las quiero. He tra- bajado durante quince afios y durante quince afios he sa- crificado hasta el menor de mis placeres para comprar esa concesién al Gobierno. Y a cambio de los ahorros que he venido reuniendo cada dia durante quince aios de mi vida, équé me ha dado usted? Un desierto de sal y de agua. Y dejé que le entregara mi dinero. Ese dinero se lo llevé una maftana, hace siete afios, en un sobre, confiada- mente, Era cuanto yo poseia. Le di todo cuanto posefa, aquella mafana, todo, como si le entregase mi propio cuer- po en sacrificio, como si de mi cuerpo sacrificado fucse a florecer todo un futuro de felicidad para mis hijos, Y us- ted cogid ese dinero. Cogié el sobre que contenia todos mis ahorros, toda mi esperanza, mi razin de vivir, mi pa- ciencia de quince afios, toda mi juventud, lo cogié como si tal cosa y yo me fui, feliz. Ya ve, ese momento fue el mis glorioso de toda mi vida. {Qué me dio usted a cam- bio de quince afios de mi vida? Nada, viento, agua. Me robé. Y aunque consiguiese dar a conocer todo esto al Gobierno general de la colonia, aunque hallara un medio de informarlo de ello, no serviria de nada. La camari- lla que forman los grandes concesionarios se alzaria con- tra-mf y me expropiarian en el acto. Lo mas probable es que mi denuncia, antes de llegar al Gobierno general, fue- se paralizada por sus superiores jerirquicos, que son toda- via més privilegiados que usted, pues su rango les permite recibir sobornos mas sustanciosos. »No, en ese terreno me es imposible pillarlo, lo sé. »éCuintas veces le he pedido que deje de perjudicar- me, que renuncie a esa ignominia? Que deje de venir a inspeccionarme porque ¢s inutil, porque nadie en el mun- do puede conseguir que crezca nada er. el mar, en la sal? 219 Porque no sélo (podria repetir estas cosas mil veces sin cansarme) me da usted algo que no es nada, sino que viene regularmente a inspeccionar esa nada. Dice usted: “{Aun no ha plantado nada este afio? Ya conoce el regla- mento, etcétera”, y se marcha tras hacer su trabajo, ese tra- bajo por el que cobra un sueldo cada mes. Y cuando in- tenté construir los diques tuvo miedo, miedo de que yo consiguiera cultivar algo en este desierto. Puede que no es- tuviera tan soberbio como otras veces. Por cierto, érecuer- da cémo salié pitando, cagado de miedo, como suele de- cirse, cuando mi hijo dispar una perdigonada al aire? Aquello sera siempre un grato recuerdo para nosotros, por- que ver aun hombre de su calafia cagado de miedo es el mas hermoso espectéculo que podemos contemplar. Pero pierda cuidado a ese respecto, ¢ 4 - omi- nia, Pedirme que cultive algo en mi concesién es como pedime la luna y lo sabe usted muy bien, tan bien que sus inspecciones se limitan a una visita de diez minutos durante la cual ni para el motor de su coche. Claro, tiene usted prisa. Porque el numero de concesiones es limitado y otros esperan, como he esperado yo. Y usted teme per- der el beneficio de las desdichas que siembra, teme, si no me largo lo bastante deprisa 0 sino reviento lo bastante deprisa, verse obligado a adjudicar una concesién cultiva- ble a unos desgraciados que no puedan sobornarlo. »Pero a eso ya puede resignarse. Después de mi, nadie vendré aqui. Mas le vale concederme cuanto antes lo que le pido, porque si consigue obligarme a marchar, cuando venga usted a enseftarle [a concesién al tiltimo solicitante, © sea, esas cinco hectéreas embaucadoras de arriba, se pre- sentarén de inmediato un centenar de campesinos y lo ro- dearin, “Pidale al agente catastral”, le diran al nuevo con- cesionario, “que le ensefie el resto de la concesién. Cuando esté alli, hunda el dedo en el lodo del arrozal y pruébelo. 2Cree que puede crecer arroz en una tierra salada? Es us- ted el quinto concesionario que pasa por aqui. Los demas 220 © estin muertos o se han arruinado.” Y usted no podra hacer nada contra los campesinos, porque si intenta ha- cerlos callar tendr que pedir que lo escolten milicianos armados. ¢Pueden ensefiarse unas tierras en esas condicio- nes? No. Ya que esta avisado, concédame de una vez esas cinco hectareas de arriba. Sé'lo poderoso que es usted, y me consta que toda la llanura esta en sus manos en virtud del poder que le ha otorgado el propic Gobierno general de Ia colonia. Sé también que todo el conocimiento que tengo de su ignominia y de la de todos sus colegas, de la de los que lo han precedido y de la de los que vendrin después de usted, de la del propio Gobierno, todo eso que sé (y que por si solo podria causar mi muerte, podria ma- tar a un hombre wWlo por soportar ese peso) no me servi- tia de nada si fuera la nica que esta en antecedentes. Por- que de nada le sirve a un hombre el conocimiento que tenga de los delitos de cien. Es algo que he tardado mu- cho tiempo en aprender, pero ahora lo sé ya para siempre. ‘Asi que son ya centenares en fa Ilanura los que lo cono- cen y quiz doscientos los que lo conocen como lo co- nozco yo, los que conocen al detalle sus métodos y su modo de actuar. Yo les he explicado detenida y paciente- mente quién es usted, y alimento con fervor en ellos el odio hacia los de su ralea. Por eso, cuaado me encuentro uno, a modo de saludo y para demostrarle que le tengo aprecio, le digo: “EQué, no se ha visto pasar esta semana a los canallas del catastro de Kam?”. Y conozco a més de uno que se frota las manos ante la idea de que, un dia de inspeccién, pueda tener ocasién de matarlos, a ustedes, a los tres agentes de Kam. Pero no se preocupe, que toda via los calmo, les digo: “No serviria de gran cosa. (Qué utilidad tiene matar tres ratas cuando a esas tres las sigue un ejército de ratas? No es eso lo primero que hay que ha- cer..”. ¥ les explico que cuando aparezca usted con el nue- ‘vo concesionario, etcétera. »Me doy cuenta de que mi carta va a alargarse mucho, pero tengo toda la noche para escribirla. Ya no duermo 221 desde todas mis desgracias, desde el desastre de los diques. He dudado mucho antes de escribirle esta ultima carta, an- tes de ponerlo al corriente de todas estas consideraciones, pero ahora creo que me equivoqué al no hacerlo antes, porque son el nico medio de que se interese usted por mi caso. Dicho de otro modo, para que se interese por mi tengo que hablarle de usted. Y si lee esta carta, tengo la certeza de que leerd las demas para comprobar qué pro- gresos ha hecho mi conocimiento de su ignominia, »Si el matarlo durante un dia de inspecci6n no les sir- ve de nada a ellos, tal vez pueda servirme algiin dia a mi. ‘Cuando esté sola, cuando mis hijos se hayan marchado y esté sola y tan desanimada que ya nada me importe, en- tonces, quiza antes de morir tenga ganas de ver como los perros vagabundos de la Ilanura devoran los tres cadaveres de ustedes. Por fin disfrutarian, se darfan un festin. Si, en el momento de morir podria decirles a los campesinos: “Si alguno de ustedes quiere darme una tiltima alegria, antes de que yo muera, que mate a los tres agentes del catastro de Kam”. Pero sélo se lo diré cuando Ilegue el momen- to de hacerlo, Entre tanto, cuando me preguntan, por ejemplo: “Pero éde dénde han salido todos estos planta- dores chinos que se han apoderado de lo mejor de nues- tras tierras en la finde de la selva para destinarlo a sus pi- menteros?®, les explico que han sido ustedes quienes, apro- vechando que no existen titulos de propiedad, se las han vendido a los plantadores chinos. “Pero équé es un titulo de propiedad2*, me preguntan. Yo les explico: “No podeis saberlo. Es un papel que da fe de que alguien posee una propiedad. Pero vosotros no tenéis titulos de propiedad, como no los tienen los pajaros 0 los monos de la desem- bocadura del rio. ¢Quién iba a daroslos? Eso se lo han in- ventado los canallas del catastro de Kam para poder dis- poner de vuestras tierras y venderlas”. »Eso es cuanto puedo hacer respecto a esa concesién inutilizable. Hablo con el cabo. Hablo con otros. Hablo con todos los que vinieron a construir los diques y les ex- 222 plico incansablemente quiénes son ustedes. Cuando mue- re un nifio, les digo: “Esto les gustaria a esos canallas del catastro de Kam”, “éPor qué les gustaria?”, preguntan. Y les digo la verdad, que cuantos més nifios mueran en la Ilanura, més se despoblar y més se reforzard el poder de ustedes aqui. No les digo, como puede ver, sino la pura verdad, y ante un nifio muerto es lo menos que les debo. “Por qué no envian més quinina? éPor qué no hay nin- gin médico, ni un puesto sanitario? éNi alumbre para de- cantar el agua en la estacién seca? éNi la menor adminis- tracién de vacunas?” Les explico por qué, y aunque esa verdad rebase el entendimiento de usted, y rebase sus pre~ tensiones personales sobre la Ilanura, 2sa verdad que les digo no deja de ser menos real, y son ustedes quienes la provocan. sTal vez no lo sepa, pero aqui mueren tantos nifios que los entierran en el mismo lodo de los arrozales, bajo las cabafias, y el propio padre apisona la tierra con los pies en el lugar donde ha enterrado a su hijo, y por eso aqui no queda rastro alguno de los nifios muertos, y las tierras, que codicia usted y de las que los despoja, las tinicas tie- ras insalubres de la Ilanura, estin atestadas de cadéveres de nifios. Por lo cual, yo, para que po: fin estos muertos sirvan de algo, quién sabe, mucho més adelante, a modo de sepultura, 0 como lo prefiera usted, de oracidn, pro- nuncio estas palabras para mi sagradas: “Esto les gustaria a esos canallas del catastro de Kam”. Para que al menos lo sepan. »Soy realmente muy pobre en este momento pero équé ha de saber usted?-, y mi hijo, asqueado de tanta mi- seria, probablemente va a abandonarme para siempre y no me siento ni con valor ni con derecho para retenerlo. Es- toy tan triste que no puedo ya dormir. Hace mucho tiem- po que paso noches y noches dandoles vueltas y mas vuel- tas a las cosas. Después de pasar tanto tiempo dindoles vueltas, ¢ inttilmente, poco a poco comienzo a esperar que llegue un momento en que esas cosas sirvan para algo. 223 Y el que mi hijo se marche para siempre, joven como es y enterado como esté de todas esas cosas referentes a la ig- nominia de usted, puede que sea ya un comienzo. Es lo que me digo para consolarme. »éComprende usted?, tiene que darme esas cinco hec- tdreas de arriba que rodean mi casa. Sé que me diria, si se dignara contestarme alguna vez: “éPara qué? Esas cinco hectéreas no le bastan, y si las hipoteca para construir nue~ vos diques, esos diques serén peores que los primeros”, iAh!, las personas como usted no saben lo que es la espe- ranza, y ademds no sabrian qué hacer con ella, lo nico que tienen es ambicidn y siempre salen ganando. Con res- pecto a mis diques, yo le contestaria lo siguiente: “Si ni si- quiera puedo abrigar la esperanza de-que-mis diques | dan aguantar este afio, ten te eae Seegite.e enuink lbgerh sak Rguierd: poeda ar esa esperanza para el afio que viene, écontaré con otra cosa mejor que mandarlos asesinar? »éQué ha sido, ay, del dinero que gané, que ahorré céntimo a céntimo para comprar esta concesién? ¢

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