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GKUPO ZFTA “U
Barcelona. Bogotd • Buenos Aires • Caracas • Madrid . Mexico D.F. • Montevideo. Quito. Santiago de Chile
Titulo original: I.c genio ct la folie, i.n peinture,
nutsique er littcrat&rc
Traducción: Teresa Clavel
1.* edición: mar/o 1998
O Librairic Pión, 1997
O Ediciones B, S.A., 1998
Bailón, 84 - 080C9 Barcelona (España)
Printed in Spain
ISBN: 84-406-8126-7
Depósito lega): B, 13.510-1998
Impreso por U BERD Ú PLEX , S.L.
Constitució, 19 - 08014 Barcelona
Todos los derechos reserv ados. Bajo tas sanciones establecidas
en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización
escrita de los titulares del copyright, la reproducción toral o parcial
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos
la reprografía v el tratamiento informático, así como la distribución
de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
P hilippe B renot
E l genio y la locura
«El papel en blanco, la tinta y la pluma me
aterrorizan —decía Cocteau—. Sé que se alian
contra mi voluntad de escribir.» La hoja en
blanco de El genio y la locura debe de haber
actuado conmigo con la misma malicia, ya que
he tenido que recurrir a un poderoso subterfu
gio para escribir estas líneas, que tan sólo de
ben su existencia a la audición incesante de los
veinticuatro preludios y fugas de Dmitri Shos
takovich.
P. B.
INTRODUCCIÓN
9 —
tista que reaparecerá en el Renacimiento o en la época
del romanticismo, sino también esa noción antigua de
la mezcla de los humores que marca la naturaleza cié la
personalidad. Más tarde Diderot, recuperando la idea de
Aristóteles, formulará ese lugar común —el genio cer
cano a la locura— que los primeros psiquiatras somete
rán a discusión en el siglo XIX. Esta «diferencia» de los
seres fuera de lo común es una idea ampliamente exten
dida, según la cual el creador, el genio, es un inadapta
do, un excéntrico, una persona inestable, obsesionada
por su obra y, en caso extremo, rayana en la locura.
Al mismo tiempo se plantean otros interrogantes
—¿qué es el genio?, ¿qué es la locura?— que hacen que
esta reflexión resulte particularmente delicada. ¿Qué
imagen tenemos del genio? ¿La del héroe puro al que se
rinde culto? ¿La del don divino de las aptitudes inna
tas? ¿Y de la locura? ¿Qué tipo de locura? ¿El delirio,
la depresión? ¿Cómo nos representamos nuestra pro
pia locura?
Ahora bien, cuando la visión de la cultura se acerca a
la de la medicina, desconfiemos de esa manía de los mé
dicos de ver enfermos por doquier. Recientemente he
podido conocer estudios médicos muy serios sobre la
patología de los grandes hombres, que harían sonreír si
redujéramos la imagen que tenemos de ellos a esos albu
res de la salud muy naturales en cada uno de nosotros.
Me refiero a la nefritis de Mozart, al reuma de Cristóbal
Colón, al «accidente» de Ravel, a la ceguera de John
Milton, a los vértigos de Lutero, a la dermatosis de O s
car Wilde, al párkinson de Hitler, al asma de Séneca, a
la anorexia de Kafka, al alzheimer de Swift, a la dislexia
de Dickens... Todas estas supuestas afecciones —en al
gunos casos probadas— tienen un fundamento, pero en
definitiva no explican ni la vida ni la obra. Las mismas
críticas deben aplicarse a los afectos y al ámbito mental;
en ningún caso la obra puede reducirse a una patología.
— 10 —
El arte o el genio proceden de múltiples componentes
que siempre conservarán una parte de misterio.
Sin embargo, esta vieja idea del parentesco entre
genio y locura encuentra en la actualidad argumentos
de respuesta en una nueva concepción psiquiátrica de
los trastornos del humor, que ilumina el misterio de la
creatividad y enriquece la lectura psicoanalítica del mo
vimiento creativo. La obra parece nacer de una sabia
mezcla de la dificultad de ser y un factor energético
constitucional, el mismo que ha animado a todos los
creadores de universos, a todos los aventureros de lo
imposible, poetas, magos, profetas, pintores, inventores,
músicos, políticos... Rimbaud, Schumann, Goethe, Van
Gogh, Mozart, Hemingway, Balzac, Flaubert, Nietzs-
che, Miguel Ángel, Rousseau, Simenon, Picasso...
Así, biografías, autobiografías y patobiografías nos
proporcionan testimonios directos, análisis y opiniones
psiquiátricas que corroboran la intuición de Aristóteles.
La exaltación creadora es íntima de la melancolía, her
mana de la depresión e hija de la manía, pero también
pariente cercana de la locura cuando la obra ya no con
sigue contener todos los afectos. Entonces esa lectura
sin concesiones de los destinos fuera de lo común nos
lleva a conclusiones sorprendentes: el humor genial pa
rece distribuirse de un modo muy desigual entre las ar
tes del lenguaje (poesía, literatura) y las artes no verba
les (plásticas y musicales).
Las primeras se encuentran a escasa distancia de los
trastornos mentales, la depresión es uno de sus mecanis
mos. El escritor nace a partir de sí mismo y adopta un
seudónimo. La escritura es un crimen para aspirar a la
existencia.
Las segundas tienen pocos vínculos con la locura, la
depresión no es muy frecuente en ellas, y resulta sor
prendente constatar que prácticamente ningún pintor ni
músico utilizan seudónimo. ¿Acaso la literatura es co-
11 —
mo una fruta prohibida? ¿Acaso la vista y el oído prote
gen de la locura?
Al margen de las críticas que puede provocar —y
que provocará— semejante análisis de los seres excep
cionales, la coherencia de los hechos es suficientemente
explícita para suscitar la reflexión y aceptar la evidencia
de un factor propio del genio, que yo he llamado «fac
tor humano», y de una función social que calificaré de
«función chamánica», pues la originalidad del proceder
creador presenta innumerables puntos en común con
ese papel provocador y catalizador de la sociedad que
el chamán desempeña en aquellas tribus nómadas del
mundo antiguo que todavía hoy subsisten como un tes
timonio del origen, como un resto fósil de los cazado
res-recolectores de los que nosotros somos los últimos
herederos.
— 12 —
I
1. L a n o c ió n d e g e n io
— 13 —
según la época a la que se hace referencia: el genius de
los romanos ya no era el daimon interior de los filóso
fos griegos, al igual que la «inspiración» romántica difie
re mucho del «genio» de los enciclopedistas.
El prototipo griego del genio ya presenta una simili
tud con la demencia: es el «demonio» de Sócrates, que
servirá de modelo a la psiquiatría del siglo XIX para ar
gumentar su discurso sobre la proximidad entre el genio
y la locura. Para la sociedad griega, que cree en la exis
tencia de dioses y demonios, esa voz interior que Só
crates llama su daimon, su espíritu, es un genio fami
liar; para el filósofo y el poeta es una musa inspiradora, y
para la psiquiatría clasificadora es una alucinación audi
tiva: «El fervor celestial me ha concedido un don ma
ravilloso que no me ha abandonado desde la infancia
—precisa Sócrates—; es una voz que cuando se deja oír
me aparta de lo que voy a hacer, y nunca vuelve a im
pulsarme a ello...» (Platón, Alcibíades). Sócrates tuvo tal
influencia en sus alumnos que su pensamiento, erigido
en dogma, se convirtió en un modelo de sabiduría a tra
vés de los escritos de Platón, Diógenes, Plutarco y Jeno
fonte. El dios interior se transformó así en un genio fa
miliar, generador de inspiración, que contribuyó muy
especialmente a formar la noción moderna de «genio»,
en contraposición con el genius latino, que sólo desig
na el alma humana en el sentido animista de la fuerza
vital. En Fedro, Platón precisa que el poeta es un ser sa
grado porque está poseído por los dioses: «N o se en
cuentra en disposición de crear antes de recibir la ins
piración de un dios, de estar fuera de sí y haber perdido
la razón.» Esta veneración del delirio extático que apa
rece en todas las sociedades de la tradición se encuentra
aquí asociada a la poesía, que parece mantener relacio
nes muy peculiares con el mundo de los dioses. «Toda
la Antigüedad —dice Zilsel— concibe la poesía como
una inspiración divina, y al poeta como un profeta.»
— 14 —
Esta posición sumamente privilegiada del poeta
griego decaerá tras el gran período del siglo v, para per
der su dimensión divina y volver a ser en cierto modo
profana. Bajo la influencia de Grecia, el poeta latino re
cuperará su prestigio perdido y, en parte, el entusiasmo
divino del demonio platónico. Sin embargo, tan sólo
la poesía parece digna de inspiración, pues la pintura
y la escultura no son sino muestra de una técnica.
Todavía en el siglo V antes de nuestra era, dos ideas
complementarias acompañarán al daimon para funda
mentar la noción de genio: la idea de que el talento es
innato y el inicio del culto a los grandes hombres. A los
héroes mitológicos se asocian ahora figuras históricas en
cierto modo divinizadas, que pasarán a la posteridad de
la cultura europea con el término de «genios»; así, Sófo
cles, Homero y Epicuro, entre otros, son convertidos
en héroes por sus contemporáneos. La noción de genio
emerge poco a poco de su envoltorio histórico y llega
casi intacta al Renacimiento, que le otorga una nueva
gloria.
Los letrados y los humanistas adoptan entonces una
concepción elitista de la vida que la cultura occidental
erige en valor universal. Gerolamo Cardano, en 1663, es
el primero que aboga, en Mi vida, por la inmortalidad
del nombre propio, «maravilloso invento», dice hablan
do de César, Alejandro o Aníbal. El renombre y la in
mortalidad comienzan a imponerse como las virtudes de
un mundo ávido de honores y gloria, opuesto al ideal
medieval de humildad. La vanidad de Dante, por ejem
plo, será denunciada por Boccaccio, que suaviza sus pa
labras en estos términos: «¿Qué vida (se refiere a Dante),
efectivamente, es tan vulgar como para no sei sensible al
deleite de la gloria?» (citado por Zilsel).
En el transcurso del largo Renacimiento del mundo
occidental, marcado por el florecimiento de las ai tes y la
riqueza de los inventos, dominado por la fama y la glo-
— 15 —
ria, se halla ausente el genius de los antiguos. El ideal de
la gloria parece responder entonces a la necesidad de ve
neración de los artistas y los grandes navegantes ávidos
de horizontes. Magallanes, Colón, Leonardo y Miguel
Ángel son los nuevos profetas de un mundo conquista
dor. Ramusio dirá de Colón que «fue el hombre que dio
al mundo otro mundo, una hazaña infinitamente mayor
que las de antaño». El mundo está cambiando, los hé
roes de hoy superan en magnificencia las glorias eternas.
Un nuevo género causa furor en el orden del mérito
literario, el de la recopilación biográfica de los hombres
ilustres, con el clásico De viris illustribus de Plutarco,
que se redescubre, o La suerte de los hombres y las mu
jeres nobles, de Boccaccio. Despiertan rivalidades que
desearían establecer una escala de valores entre las artes,
entre las escuelas, entre los hombres. La jerarquía de los
grandes nombres reafirma los tópicos y perpetúa un or
den profundamente subjetivo de las artes, las letras y las
ciencias. En 1390, en El libro del arte, Cennini discute la
preponderancia que algunos quieren atribuir a las letras:
«La pintura merece sentarse en la segunda fila, detrás de
la ciencia, y recibir la corona de manos de la poesía» (ci
tado por Zilsel). Algún tiempo después, Leonardo da
Vinci reafirmará, en Tratado de la pintura, la preemi
nencia de la pintura sobre la poesía, pues la vista, dirá, es
superior al oído. En su notable estudio sobre el genio en
el Renacimiento, Edgar Zilsel realiza un fino análisis del
pensamiento de Leonardo da Vinci, al que considera
«muy alejado de la noción moderna del genio», mien
tras que «ese ser excepcional, por encima de su oficio,
era capaz de expresarse por igual en todos los dominios
de la vida y del arte». Nos muestra a un Leonardo aten
to a la gloria y preocupado por la rivalidad social, que
todavía se dedica a demostrar la supremacía de la pintu
ra sobre la escultura, la cual no sería sino un arte mecá
nico di minore ingenio, es decir, un arte que exigiría me-
— 16 —
nos esfuerzo del espíritu. El gemus deja paso al inge-
yiium, la reflexión sutil que se aplica tanto a las ciencias
como a las artes. Nos encontramos ya en los comienzos
de la era de la técnica.
El culto a los grandes hombres llegará a su apogeo
con la imagen de Miguel Ángel glorificada por Anto
nio Francesco Doni en II Disegno, de 1549, y a conti
nuación, en 1550, en la formidable suma de las Vidas de
los mejores pintores, escultores y arquitectos, de Giorgio
Vasari, que pinta un extenso fresco de los artistas del
Renacimiento y que sigue siendo una obra de gran inte
rés. A partir de ese momento se sucederán durante va
rios siglos las recopilaciones biográficas para ensalzar la
supremacía de uno, el valor de otro, la grandeza de un
arte o incluso los méritos de una ciudad cuyas virtudes
son tales que la convierten en cuna de genios. En 1375,
Filippo Villani escribe en honor de Florencia, y unos
años más tarde Savonarola, en homenaje a Padua. Estas
recopilaciones no sólo exploran ampliamente las artes,
sino también las ciencias. Savonarola, por ejemplo, se
ocupa de seis teólogos, dos filósofos, cuatro poetas e
historiadores, algunos guerreros, diecinueve juristas,
veinte médicos, varios personajes notables de la ciudad
y, por último, siete pintores y arquitectos, y se excusa
por no mencionar a los músicos, si bien no deja de en
salzar sus méritos. También en el siglo XV, aunque unos
años más tarde, Ugolino Verini mencionará en el trata
do De los ilustres florentinos a cinco teólogos, a poetas y
eruditos, catorce de ellos contemporáneos, a cinco juris
tas, ocho médicos, un matemático y un astrónomo. El
carácter tremendamente subjetivo de estas selecciones
biográficas refleja sin embargo un espíritu de casta y el
gusto de una época. Unos dan preferencia a las artes,
otros a las ciencias, otros más glorifican a un dux ve
neciano, a comerciantes, a algunos reyes, a papas, a un
general, a una princesa... En 1557, la Elogia doctorum
— 17 —
virorum de Paul Jove enumera nada menos que ciento
cuarenta y seis eruditos entre las glorias del pasado, si
tuando en cabeza a Alberto Magno y santo Tomás de
Aquino, seguidos de Maquiavelo, Dante, Petrarca, To
más Moro... Unicamente cita entre ellos a dieciocho eru
ditos contemporáneos, cuyos nombres no han pasado a
la posteridad, y completa este areópago con tan sólo al
gunos artistas —Rafael, Miguel Ángel, Leonardo da
Vinci—, pero sobre todo añade una larga lista de ciento
treinta y siete héroes militares.
De un total de novecientos sesenta y siete personajes
ilustres mencionados por los diferentes autores del Re
nacimiento, Zilsel contabiliza un 49 % de eruditos, un
30 % de personalidades políticas o militares, un 10 % de
eclesiásticos, un 6,5 % de médicos y tan sólo un 4,5 %
de artistas, pintores y escultores. A los «genios» y perso
nalidades excepcionales se suman los notables de la ciu
dad y los sabios de toda índole, lo que provocará las
protestas de Petrarca en el siglo XIV y de Alberti en el si
glo XV, quienes se alzarán violentamente contra esa tri-
vialización de la noción de excepcionalidad.
Este «don de Dios», este ingenium que sólo poseen
algunos pintores y poetas, no se debe confundir con
la habilidad artesanal de sus contemporáneos. En sus
Cuatro diálogos sobre la pintura, Francisco de Olan-
da precisará esta rareza del don divino hablando de los
«maestros ilustres que no nacen sino con un intervalo
de largos años». La naturaleza produce sus genios con
parsimonia y una especie de regularidad que jalona los
siglos con personalidades excepcionales.
El siglo xvill hereda esta noción con el entusiasmo
del conocimiento y la ilustración de la Enciclopedia. «La
amplitud del espíritu, la fuerza de la imaginación y la
actividad del alma, eso es el genio» (Enciclopedia, 7,
582). Mediante esta larga reflexión —el artículo «genio»
ocupa seis páginas de la Enciclopedia y sus suplemen-
— 18 —
tos , Diderot modela e impone la idea moderna del ge
nio. El genio se opone al buen gusto y al simple talen
to, que no son más que obras humanas, producto del
aprendizaje y el trabajo. «El genio es un don puro de la
naturaleza... no se limita a ver, se emociona... en las Ar
tes, en las Ciencias y en los negocios, el genio parece
cambiar la naturaleza de las cosas, su carácter se extien
de sobre todo lo que toca y sus luces, proyectándose
más allá del pasado y del presente, iluminan el futuro: se
adelanta a su siglo, que no puede seguirlo» (op. cit.). El
genio es un ser fuera de lo común, fuera del momento,
fuera de su época. La gran lucidez de su mirada única lo
convierte en un visionario.
En la misma época, Immanuel Kant insistirá en la
«originalidad ejemplar del genio en el libre uso de sus
facultades de conocimiento». Su clarividencia es un don
de la naturaleza que lo eleva por encima de sus contem
poráneos, gracias a la agudeza de su percepción y la ori
ginalidad de su discernimiento: «Parece sustraer a la na
turaleza secretos que ésta sólo le ha revelado a él [...]. El
común de los mortales mira sin ver, el hombre genial ve
con tanta rapidez que casi lo hace sin mirar» (Diderot,
op. cit.). Diderot nombra a Shakespeare, Racine, Virgi
lio y Homero, así como a Platón, Descartes, Bacon y
Leibniz; la cultura clásica se ve más reforzada en el valor
inmutable de las Vidas de los hombres ilustres, y de al
gún modo revalonzada por los defensores de cierto aca
demicismo y del reinado de la razón.
— 19 —
la tradición e intenta imponer la estética espontánea del
genio. El retorno a las fuentes, a la inspiración natural y
a la poesía, considerada la matriz de la creación, impone
la única regla, según dice Grappin: «Escuchar al cora
zón, ser sincero y también ser fuerte. La originalidad
cuenta más que nada, y el que no siente en su interior
emociones nuevas, el que no elabora pensamientos iné
ditos, ése no tiene nada que hacer en la poesía.»
Esa «época de los genios», como la llama Grappin,
prepara el terreno de un romanticismo que cultivará la
espontaneidad de la imaginación creadora. Retomando
la eterna oposición entre genio y talento, Jürgen Mayer
precisa que «el talento se conoce a sí mismo; sabe qué
ha conducido a tal o cual idea concreta, mientras que el
genio, que obedece a un terrible impulso, no lo sabe
nunca con claridad» (Panizza). La manifestación del ge
nio es un momento de gracia, un don del cielo, una ins
piración de la naturaleza, un descubrimiento espontá
neo e imprevisible. Estamos en el siglo XIX: la poesía, la
literatura y, a continuación, la pintura y la música se li
beran de las cadenas del academicismo cultivando la es
pontaneidad del simbolismo, del impresionismo y, más
tarde, de cierto realismo. La noción de genio se extien
de entonces a la de creación espontánea y liberación de
las fuerzas generadoras de la personalidad. N o obstante,
continúa apareciendo en primer plano esa noción de una
particularidad dada al nacer. Paul-Emile Littré define
así el genio en 1886: «Talento innato, disposición natu
ral para ciertas cosas [...]. El término “ genio” se diría que
debe designar, no a los grandes talentos indistintamente
sino a aquellos en los que interviene la inventiva.»
Seguimos estando en la clásica dicotomía entre ge
nio y talento, inspiración e imaginación, inventiva e imi
tación. El genio rompe con su época, rompe con la his
toria. Su inspiración renueva las artes, las ciencias y las
letras, a la manera de una mutación que orienta profun-
— 20 —
da y duraderamente los modos de pensar. En 1891, en
su famosa conferencia «Genio y locura», Oskar Panizza
insistirá en el carácter fulgurante y extraordinario de la
obra genial: «A un genio le pedimos que precisamente
lo que constituye su genio no guarde ninguna relación
ni con sus contemporáneos ni con sus predecesores. Un
genio puramente literario debe reunir sus propias pala
bras y construir sus propias frases, utilizar en general
unas virtudes del lenguaje como ningún otro escritor
antes que él...» El genio debe producir el efecto de una
revelación, y Panizza nos ofrece ejemplos de ello en el
mundo de la música: «Wagner en lo que se refiere a la ar
monización, Meyerber en lo que se refiere a la potencia
de los medios orquestales, Weber en lo que se refiere a
la invención melódica y Berlioz en el arte de hacer esta
llar brutalmente la forma musical tradicional» (op. cit.).
El genio es fulgor, es revolución, adquiere de pronto
una dimensión sobrehumana.
— 21 —
penetrado para siempre... Un pálido sudor de luz les cu
bre el rostro. El alma les sale por los poros. ¿Qué alma?
Dios.»
El fulgor divino de la inspiración del poeta parece
una característica del siglo XIX, que —pensemos en By-
ron recorriendo Europa con sus interrogantes llenos de
angustia— renueva la noción de genio, enriquecida con
las languideces monótonas del tormento interior. Si la
Ilustración teorizó este concepto, el siglo XIX sin duda
lo tiñó de romanticismo.
Finalmente, en la misma época y dentro del mo
vimiento de la psiquiatría naciente, aparece la imagen
científica moderna del genio. Primero Lélut y a conti
nuación Moreau de Tours en su análisis psicopatológi-
co, después Francis Galton con su noción hereditaria
del genio, Hereditary Genius (1869), y sobre todo Ce
sare Lombroso con El hombre genial (1877), son los an
tecesores de todos los estudios modernos sobre esta no
ción, aunque el punto de vista de este último sea muy
criticable y en la actualidad esté superado. Curiosamen
te, Lombroso no da ninguna definición, sino que des
de las primeras páginas de este voluminoso trabajo se
dedica exclusivamente a describir el carácter degenerati
vo y enfermizo de los personajes excepcionales. Con
forme avanza el texto, se comprende que, para él, esta
noción del genio es tan evidente que acepta, por comple
to y sin criticarlos, los inventarios clásicos de las vidas
de los hombres ilustres: Pascal, Lutero, Horacio, Aristó
teles, Platón, Diógenes, Arquímedes, Epicteto; Mon
taigne, Spinoza, Balzac, Lulli; Adolphe Thiers, Jonathan
Swift, Atila, Napoleón; Tito, Carlos Martel, Cromwell,
Nelson; Voltaire y Miguel Ángel; Calvino, Erasmo,
Volta, Bismarck; Dumas, Petrarca, Flaubert, Esopo;
Scarron, Byron, Talleyrand, Cicerón; Descartes, New-
ton, Ibsen, Dostoievski; Darwin, Bichat, Kant y Peri-
cles; Schiller, Humboldt, Dante y Turguéniev... entre los
— 22 —
más conocidos. Se podría proseguir hasta el infinito este
inventario «a lo Prévert», que él adaptaba a voluntad se
gún las necesidades de su demostración.
Sin embargo, Charles Richet ofrece en 1896, en el
prólogo a la edición francesa del libro de Lombroso,
una clara definición: «Resulta bastante difícil definir al
hombre genial. Nadie puede establecer un límite abso
luto, una demarcación formal entre el hombre genial, el
hombre de talento y el hombre mediocre... Yo diría que
lo que caracteriza a esos grandes hombres es que difie
ren del medio que los rodea. Emiten ideas que a los
hombres que viven junto a ellos no se les han ocurrido
ni se les podían ocurrir. Son iniciadores, originales. A mi
entender, la verdadera y única marca de los hombres ge
niales es la originalidad. Ven más, mejor y, sobre todo,
de un modo distinto al del común de los mortales.»
El hombre genial es distinto de sus contemporáneos,
se sale de la norma, es una excepción, lo que a menudo
incitará a vincularlo con la alienación —literalmente, el
hecho de convertirse en otro— y la locura. Debemos
insistir, sin embargo, en ese carácter de originalidad del
hombre genial que lleva al acto creativo: el genio es crea
dor de pensamiento, de técnica, de acontecimiento. Es
ta noción será retomada desde principios del siglo XX y
hasta nuestros días en todos los estudios sobre la crea
tividad.
Con cinco textos sucesivos (El chiste y su relación
con lo inconsciente en 1905, El delirio y los sueños en
Gradiva de W. Jensen en 1907, La creación literaria y el
sueño despierto en 1908, Un recuerdo de infancia de
Leonardo da Vina en 1910 y El Moisés de Miguel Ángel
en 1914), Freud abre el camino del psicoanálisis de las
obras, proyecto de una sistemática en la que participa
rán numerosos analistas —Karl Abraham, Ernest Jones,
Otto Rank...— desde una perspectiva psicopatológica no
sólo de estudio de la obra y análisis de las biografías,
— 23 —
sino también de definición del artista, el creador y la
creación. Freud contempla la obra sobre todo en térmi
nos de organización libidinal y, en realidad, busca las
pulsiones primitivas y universales que concurren en esa
genialidad del creador.
— 24 —
mente de la cohorte de los heroes y los grandes hom
bres, con frecuencia vinculada al contexto social y a un
ideal moral o estético. El genio implica invención y re
conocimiento, lo que una vez más encaja mal con la idea
generosa pero poco realista del genio desconocido.
Por último, aunque en su definición del genio inclu
ya esencialmente la novedad de un «logro original» y la
«creación de valores peculiares», Kretschmer precisa lo
que a su entender es una última condición: «Debido a
sus aptitudes hereditarias, está en posesión de un apara
to psíquico muy particular que le permite producir, en
un grado más elevado que a otros, valores positivos que
llevan el sello de una personalidad rara y original.»
Esta opinión personalísima, versión moderna de la
creencia ancestral en el don innato del artista creador,
estará en el centro de esta discusión sobre el genio y la
locura, así como sobre sus múltiples determinantes. La
posición de Kretschmer es la única que sigue siendo tan
abiertamente determinista: «La tarea exclusiva de nues
tro estudio consistirá en describir las leyes del propio
genio en sus aptitudes hereditarias y en los aconteci
mientos que actúan sobre ellas.»
— 25 —
rá la noción de creativity para designar la capacidad in
nata de los humanos de generar lenguaje hasta el infi
nito. El estudio de las potencialidades creadoras, ini
ciado por Guiford y Osborn en Estados Unidos, y por
Beaudot y Astruc en Francia, desemboca en la evalua
ción del potencial creador en el niño y el adolescente,
por un lado, y por otro, en psicopatología, en los en
fermos mentales, y será la causa de la renovación del ar
te-terapia.
En el cruce de esta corriente de la creatividad y del
análisis de la obra es donde se sitúa el enfoque teórico
de Didier Anzieu a través de Psychanalyse du génie créa-
teur, de 1974, y Le corps de Voeuvre, de 1981. La creati
vidad pone en marcha un proceso pulsional particular
que moviliza las representaciones mentales para permi
tir asociaciones desacostumbradas generadoras de ideas
nuevas. En otras palabras, es un refuerzo y una valida
ción del carácter creador e innovador del genio, noción
que ya hemos encontrado en varias ocasiones.
— 26 —
un reconocimiento público, amplio y duradero
la hipótesis de un aparato psíquico peculiar
la existencia o no de predisposiciones.
Estos criterios bastante restrictivos concederían muy
poco valor a las clásicas listas mundanas en las que ha-
bitualmente se basan los estudios sobre el «genio». Por
comodidad, algunos autores anglosajones han utilizado
el Who’s who como fuente de la que extraer las perso
nalidades excepcionales —lo que no difiere mucho del
carácter mundano de las Vidas ilustres—, otros han ela
borado listas enciclopédicas de artistas reconocidos, otros
más el anuario de los premios Nobel... Así pues, nos vere
mos abocados a aceptar en el análisis de los estudios sobre
el genio, aunque criticándolas, algunas incorporaciones a
veces subjetivas o un tanto tendenciosas, y en definitiva
a hablar tanto de los creadores como de los seres excep
cionales. Por último, para gozar de mayor libertad de ex
presión y a fin de evitar las redundancias, utilizaremos
varios términos como sinónimos de esta noción: perso
najes fuera de lo común, genios creadores, seres excep
cionales... Pues, como afirma Philippe Sollers en Théorie
des exceptions, «excepción, ésa es la regla en el arte y en la
literatura...».
En 1977, en su tesis «Orfandad y creatividad», Jean-
Michel Porret selecciona como población creadora a
treinta y cinco escritores franceses del siglo XIX: Balzac,
Nerval, Hugo, Renán, Rimbaud, Loti... Un año más
tarde, y desarrollando la misma idea, un psicólogo nor
teamericano, Marvin Eisenstadt, constituirá un grupo
de seiscientos noventa y nueve personajes excepciona
les basándose en el único criterio de la extensión sufi
cientemente respetable de su reseña biográfica en la En
ciclopedia Británica y en la Americana. Su clasificación
eminentemente subjetiva y profundamente anglosajona
presenta a los «genios» en el siguiente orden: 1. William
Shakespeare; 2. Platón; 3. Abraham Lincoln; 4. Jesuciis-
— 27 —
to; 5. Napoleón; 6. John Milton; 7. Samuel Johhson;
8. san Pablo; 9. Leonardo da Vinci... El carácter arbitra
rio y profundamente personal de semejante palmarás
salta a la vista incluso de los menos avisados.
En el mismo género literario, el inventario realizado
por diplomáticos europeos de cincuenta personajes ilus
tres que han marcado la civilización occidental quizá
se adapta más a esta noción de genio, pero suscita la
misma crítica en cuanto a su elección arbitraria: 1. Wi-
lliam Shakespeare; 2. Leonardo da Vinci; 3. Carlomag-
no; 4. Beethoven; 5. Rembrandt; 6. Goethe; 7. Erasmo;
8. Cristóbal Colón; 9. René Descartes; 10. Jean-Jacques
Rousseau; 11. Miguel Ángel; 12. Johann Sebastian Bach;
13. Galileo; 14. Gutenberg; 15. Isaac Newton; 16. santo
Tomás de Aquino; 17. Karl Marx; 18. Voltaire; 19. Dan
te; 20. Charles Darwin; 21. Soren Kierkegaard; 22. Al-
bert Einstein... (Le point, n.° 349).
Aunque podríamos multiplicar los ejemplos hasta el
infinito, la noción de genio sigue siendo personal, posee
una fuerte carga cultural y subjetiva. Así, en su diverti
do Diario de un genio, Salvador Dalí ridiculiza la clasi
ficación de los grandes artistas de la historia del arte
(cuadro I) puntuando el genio: ¡un 20 para Leonardo y
un 0 para Mondrian!
2. L a n o c ió n d e l o c u r a
— 28 —
Cuadro 1
Palmarés de los genios según Salvador Dalí
(tomado de Diario de un genio)
LEONARDO DA VINCI 17 18 15 19 20 18 19 20 20
MEISSONIER 5 o 1 3 o 1 2 17 18
lNGR ES 15 12 11 15 o 6 6 10 20
VELÁZQU.E.Z 20 19 20 19 20 20 20 15 20
BOU GUEREAV 11 1 1 1 o o o o 15
DALf 12 17 10 17 19 18 17 19 19
PlCASSO 9 19 9 J8 20 16 7 2 7
RAFAEL 19 19 18 20 20 20 20 20 20
MANET 3 1 6 4 o 4 5 o 14
VERMf.ERDE DELFT' 20 20 20 20 20 20 19 20 20
M ONDR.IAN o o o o o l 0,5 o 3,5
de hombre soufflé, es decir, tonto o idiota. Pero a partir
del siglo XII el fol es, en la acepción común, un enfermo
mental. En 1694, el Diccionario de la Academia France
sa todavía dice que fol o fon es aquel «que ha perdido el
sentido, el espíritu, que es víctima de la demencia». Es la
gran época del internamiento de la locura, que Michel
Foucault convertirá en una nueva lepra: «De hecho, la
verdadera herencia de la lepra no es ahí (en la enferme
dad venérea) donde hay que buscarla, sino en un fe
nómeno muy complejo y del que la medicina tardará
mucho tiempo en apropiarse. Ese fenómeno es la locu
ra» (Historia de la locura en la época clásica).
El edicto real de 27 de abril de 1656, edicto de crea
ción del hospital general, marca el inicio del gran «en
cierro», aísla e interna a todos aquellos — mendigos,
ociosos, holgazanes, borrachos, mentirosos, impúdi
cos...— que pervierten a la sociedad. La paradoja de la
locura y de su carácter incomprensible suscitará has
ta hoy actitudes contradictorias. Entre la buena y la ma
la pobreza, nos dice Michel Foucault, «la primera acepta
el internamiento y encuentra en él reposo; la segunda lo
rechaza y, por consiguiente, lo merece» (op. cit.). Este
razonamiento paradójico no difiere mucho del comenta
rio irónico y ampliamente extendido en las casas de lo
cos del siglo XIX: «Ese está loco de atar, porque asegura
que no lo está.»
De la «nave de los locos» al sanatorio psiquiátrico,
el razonamiento de la exclusión siempre es el mismo:
está loco aquel que ofende las reglas de la moral, del
bien pensar y de la sociedad. Contrariamente a lo habi
tual en el hospital general, donde la admisión requería
siempre un diagnóstico médico, el ingreso en el hospital
psiquiátrico parecía depender, hasta hace unos años, de
un criterio más social que clínico, ya que se admitían en
él, además de a los enfermos mentales, a todos aquellos
—delincuentes, alcohólicos, toxicómanos o vagabun-
— 30 —
dos— cuyo comportamiento perturbaba el orden social.
Este criterio de rareza es la alienación, un término muy
acertado, ya que procede del latín alienas (otro) y signi
fica en realidad «convertirse en otro». Ese cajón de sas
tre de la locura acogerá en el transcurso de los siglos a
frenéticos y lunáticos, tontos, idiotas e imbéciles, insen
satos, necios, violentos o incurables, y más tarde a ilu
minados y visionarios, realidades mentales todas ellas
que suponen diferencias clínicas —las unas de grado, las
otras de naturaleza— y nos conducen imperceptible
mente al margen de la normalidad social. Basta recordar
que, en todo el mundo, los opositores políticos o los
marginales han sido internados, y en ocasiones incluso
«psiquiatrizados». ¿En qué medida, entonces, los ilumi
nados y los visionarios son locos o profetas? ¿No será el
profeta un loco que ha triunfado? Oskar Panizza nos
recuerda que para numerosas culturas tradicionales, y
en la Antigüedad, la locura es una inspiración divina.
Así, la palabra hebrea navi designaba a la vez al profeta
y al loco. «Los turcos llamaban a los enfermos mentales
“ hijos de D ios” [...] las sacerdotisas del oráculo de Del-
fos o bien estaban locas o bien eran conducidas al éxta
sis utilizando medios artificiales» (op. cit).
En el límite de la enfermedad y de la sociedad hay
otras categorías: el disoluto y el temerario, el libertino y
el homosexual, el mago y el blasfemo. La psiquiatría mo
derna, que ya no juzga estos comportamientos ni esta
blece un cuadro clínico de ellos, en ocasiones realiza
diagnósticos de personalidad para comprender las evo
luciones marginales, que no competen fundamental
mente a la psiquiatría sino que afectan al orden social. Si
bien las sociedades tradicionales convierten la locura en
la otra cara de la razón, el Occidente racional y «positi
vo» sólo acepta categorías sin ambigüedad. Se ha con
sumado la ruptura con el pensamiento tradicional: a un
lado se encuentra la rectitud, la ley y la razón; al otro,
— 31 —
el mal, el crimen y la sinrazón, porque «el loco no pue
de pensar y el pensamiento no puede ser loco» (A. de
Waelhens).
La rápida evolución de la psiquiatría en los siglos XIX
y XX ha transformado profundamente el significado del
término «locura», que hoy en día sólo se utiliza en el ha
bla popular. La clínica médica lo ha sustituido por los
términos «neurosis», «psicosis», «melancolía» o «depre
sión». Jean-Pierre Brouat, que ha estudiado las repre
sentaciones populares de la locura, nos muestra que en
la actualidad el término «locura» se aplica más bien a la
realidad clínica de la psicosis, enfermedad mental habi
tualmente grave que procede de la estructura psíquica y
que popularmente es muy distinta de la depresión. «La
locura —dice Jean-Pierre Brouat— es una cuestión de
naturaleza, mientras que la depresión es un suceso pasa
jero. El depresivo es un sujeto tratable, el loco no lo es
jamás.»
Esta imagen moderna de la locura contrapuesta a la
depresión es tan cierta como el hecho de que los dos
términos se han utilizado con frecuencia uno por otro,
bien para exagerar la locura o bien para excusarla. A los
depresivos se les ha tratado de locos para rechazarlos de
una forma más efectiva, y a los locos delirantes se les ha
llamado depresivos para difuminar su enfermedad.
La clínica psiquiátrica es una realidad muy distinta:
la del dolor moral y el sufrimiento mental que contem
plan todos los médicos, en especial los psiquiatras.
Contrariamente al tópico, no se trata de trastornos ima
ginarios ni de una posición filosófica de la mente. Cua
lesquiera que sean sus concepciones, las enfermedades
psicológicas y mentales son enfermedades, es decir, que
reflejan una alteración del estado de salud mental, una
perturbación de las funciones psicológicas y unas modi
ficaciones más o menos específicas del funcionamiento
neurobiológico. Como tales, requieren un diagnóstico y
— 32 —
la utilización de estrategias terapéuticas apropiadas, que
a menudo llevan asociada una aproximación psicoló
gica y relaciona!, llamada psicoterapia, y en caso oecesa-
110 una medicación especifica llamada quimioterapia. Es
importante desterrar un tópico que en la actualidad se
considera falso, según el cual los débiles se curan con me
dicamentos y los fuertes mediante la palabra de la psi
coterapia. Hay indicaciones para unos e indicaciones pa
ra otros, como también las hay para la asociación de
ambos, en función de la naturaleza y la evolución de la
enfermedad, para llevar cuando ello es posible a la cura
ción, que Michael Balint definía como el «retorno a la
autonomía».
Un siglo de psiquiatría ha visto aparecer corrientes de
pensamiento y concepciones distintas de la enfermedad,
ha visto descubrir medicaciones y métodos psicotera-
péuticos, así como las modificaciones experimentadas
por la clínica con la evolución de los tratamientos. El si
glo XIX médico todavía conoce las dos representaciones
de la locura y la melancolía, a menudo reducidas respec
tivamente al furor y la tristeza. La melancolía existe des
de la noche de los tiempos; es hija de la antigua teoría de
los humores que otorgaba a la bilis negra —literalmen
te, bilis (eolia) negra (melan)— el poder de engendrar
la tristeza. El sistema de los cuatro humores naturales
(sangre, pituita, bilis amarilla y bilis negra) permitía,
mediante su sutil mezcla, describir cuatro tipos de carác
ter (sanguíneo, colérico, flemático y melancólico) y ex
plicar así numerosas enfermedades, desde la epilepsia
hasta la hipocondría, pasando por el furor agresivo o la
inmensa tristeza. Y durante más de dos mil años la me
lancolía se irá adaptando al gusto de la época. La Grecia
clásica del siglo V a. de C. modela durante mucho tiem
po la nosografía médica a través de los aforismos hipo-
cráticos: «Cuando el temor y la tristeza persisten mucho
tiempo, es un estado melancólico», afirma Hipócra-
— 33 —
tes. Con Homero, el melancólico será condenado a la
soledad y la pesadumbre devoradora. Jean Starobinski
hace una lectura muy moderna del canto VI de La litada
y de la depresión de Belerofonte, cuya desdicha es el re
sultado de haber caído en desgracia a ojos de los dioses.
Unos siglos más tarde, Galeno impone su visión de la
enfermedad humoral, que se llama melancolía cuando
afecta al espíritu e hipocondría cuando se origina en las
entrañas. Finalmente, las grandes épocas pasionales del
Renacimiento y el romanticismo son las que convertirán
la antigua melancolía en un estado anímico, e incluso en
una manera de ser. Los diferentes estados de la Melan
colía de Alberto Durero no tienen nada que envidiar a
la Graziella de Lamartine, a la Aurelia de Nerval o al
Spleen de Baudelaire. El melancólico-romántico incor
pora la tristeza a lo cotidiano y contempla su dolor en la
profunda soledad del replegarse en sí mismo. «La me
lancolía es la dicha de estar triste», añade Victor Hugo
en Los trabajadores del mar. Se mezclan muy íntima
mente una actitud filosófica, la búsqueda poética y la en
fermedad depresiva que experimentarán dolorosamente
esos insaciables soñadores de absoluto. De este modo
llegan al alba de la época moderna una locura liberada de
sus cadenas y una melancolía impregnada de filosofía
que desaparece de la observación clínica, pues los delirios
y la excitación maníaca ocupan prácticamente toda la
atención de los médicos. A mediados del siglo XIX, con
cretamente en 1854, dos grandes médicos franceses des
criben una articulación de estos dos conceptos, la locura
y la melancolía: Baillarger presenta Note sur un genre de
folie dont les accès sont caractérisés par deux périodes
régulières, Lune de dépression, Vautre d'excitation, y Ju
les Falret publica Folie circulaire, que tiene en cuenta una
ciclotimia regular entre depresión y excitación. Este cua
dro clínico fundamental de la alternancia entre melanco
lía y locura maníaca se convertirá en «locura maníaco-
depresiva», luego en «psicosis maníaco-depresiva» con
Kiaepchn, en 1915, en «enfermedad maníaco-depresiva»
a fines de los años setenta y en «trastorno bipolar del
humor» según los criterios diagnósticos de la American
Psychiatric Association (DSM III en 1980). La alternan
cia maníaco-depresiva ya no es locura, ya no es psicosis,
es un trastorno particular de las variaciones del humor
entre depresión y excitación, un trastorno que parece es
pecialmente frecuente entre los creadores y los persona
jes excepcionales, como constataremos a lo largo de esta
reflexión.
Al mismo tiempo, la revolución freudiana imponía
su concepción psicodinámica de los trastornos menta
les oponiendo neurosis y psicosis. Así, el psicoanáli
sis elabora desde hace casi un siglo un conocimiento
irreemplazable de los mecanismos del funcionamien
to del aparato psíquico, que las aportaciones recientes
de la biología no desmienten. Estos dos enfoques son
totalmente complementarios pese a la negativa de cier
tos fundamentalistas de la biología o del psicoanálisis,
que reducen el conocimiento exclusivamente al campo
de su práctica.
La segunda revolución de este siglo es sin duda al
guna la de la invención de los medicamentos psicotro-
pos: en 1952, Henri Laborit utilizó por primera vez un
neuroléptico, la cloropromazina, y más tarde lo hicie
ron Jean Delay y Pierre Deniker. En unas decenas de
años, la investigación psicofarmacológica realizó tales
progresos que se descubrieron uno tras otro los neuro-
lépticos, los tranquilizantes, los ansiolíticos y los hipnó
ticos, los antidepresivos y los normotímicos, medicamen
tos reguladores del humor. El hecho de comprender
mejor sus mecanismos de acción permite al mismo tiem
po proponer modelos biológicos de la psicosis y de la
depresión.
Por último, la evolución más reciente es la expen-
— 35 —
mentada por la medicina clínica, que se transforma a
medida que esos estados patológicos se conocen más a
fondo y se curan mejor. La progresiva estabilización de
los delirios psicóticos, que ya no se manifiestan abierta
mente desde que son tratados con neurolépticos, ha de
jado espacio al campo inmenso de la depresión, que se
hallaba parcialmente enmascarado por la «locura». El
propio hecho de que los cuidados terapéuticos de los
pacientes psicóticos hayan mejorado ha puesto en evi
dencia que probablemente la enfermedad maníaco-de
presiva es muy frecuente. Su reciente tratamiento con
sales de litio y normotímicos, medicamentos estabiliza
dores del estado de ánimo, ha permitido tomar concien
cia de que en numerosos casos no se trataba de una psi
cosis, sino de variaciones del humor que daban lugar a
una expresión delirante en los momentos de exaltación,
como lo hacían antaño las fiebres o los episodios infec
ciosos cuando no se trataban. Así, un gran número de
estados que en otros tiempos se consideraban psicóti
cos, entre ellos determinadas formas de esquizofrenia y
de enfermedad maníaco-depresiva, serían en realidad la
expresión de trastornos del humor del que se conoce su
carácter de predisposición a menudo familiar. Actual
mente la depresión —y por este término entenderé los
estados depresivos mayores— se considera la fase bioló
gica automantenida de una descompensación del sis
tema nervioso, de una desestabilización del sistema
neuromodulador con independencia de su origen, ya sea
por propensión o adquirida como consecuencia de un
conflicto psicológico en la infancia. La permanencia de
la angustia y sus consecuencias en el transcurso de las
tensiones creadas por el conflicto psicológico son las
que desencadenan la enfermedad depresiva. En lo que
a esto se refiere, las psicoterapias están indicadas antes
de la fase de depresión para evitar que ésta sobrevenga,
mientras que los medicamentos antidepresivos consti-
— 36 —
tuyen la terapéutica de la fase depresiva. Finalmente es
preciso saber que el riesgo de suicidio, nunca desdeña
ble, impone recurrir a tratamientos a base de medica
mentos.
Me ha parecido necesario exponer ampliamente el
desarrollo de estas ideas, con frecuencia controvertidas,
para que se comprenda la articulación del genio y la locu
ra, que en gran parte de los casos seguirá el camino de la
depresión y la enfermedad maníaco-depresiva. Los ejem
plos históricos y literarios que presentaré no tenían en su
época ni las mismas referencias ni las mismas repercusio
nes que hoy en día.
Una vez más, para agilizar el texto, el término «locu
ra» será utilizado en todos los sentidos que permite la
lengua, y especialmente en su sentido popular de extrava
gancia fuera de lo común. Es evidente que el contexto
eliminará cualquier ambigüedad.
3. E l g e n io y la l o c u r a
— 37 —
de manifiesto, en este texto pionero, la ausencia directa
de los dos términos, «genio» y «locura», que en realidad
son una formulación que data del siglo XVIII y en es
pecial de Diderot. Veremos hasta qué punto esta visión
de la Antigüedad se encuentra, en definitiva, más cerca
de nuestras concepciones actuales de lo que lo ha estado
la de los siglos pasados. En lugar de «genio», Aristóteles
utiliza los términos peritoi andres, que Pigeaud traduce
por «los hombres excepcionales», precisando que peri
toi significa «excesivo, extraordinario», «que se sale de
lo normal», uso probado en aquella época para calificar
a los seres excepcionales. Esto se acerca a nuestra con
cepción moderna del genio, aunque con esa noción par
ticular de la exuberancia y el exceso en los comporta
mientos que permite entrever una personalidad de humor
expansivo. En lugar de «locura», Aristóteles menciona
la «melancolía», que entonces designaba esa mezcla de
los humores que, cuando es excesiva, afecta al cuerpo o
al estado de ánimo. La concepción aristotélica de la me
lancolía es también muy moderna, en la medida en que
se considera una tendencia, una propensión («todos los
melancólicos son pues seres excepcionales, y no por en
fermedad sino por naturaleza»), propensión que de for
ma secundaria puede llegar a ser enfermiza y provocar
una afección corporal o incluso la locura.
Aristóteles nos propone aquí una interesante lectura
clínica al presentar un amplísimo abanico de la melan
colía, desde la tendencia no enfermiza a la meditación
hasta el acceso depresivo y el peligro de suicidio («por
eso los suicidios por ahorcamiento se dan sobre todo
entre los jóvenes, aunque también se producen entre los
viejos; muchos se suicidan después de haber bebido»),
melancolía que también puede confinar a la locura, de
signada aquí con dos términos: mania, la manía, exci
tación y exuberancia del humor, el polo positivo de la
depresión; y ekstasis, el éxtasis, que literalmente signifi-
— 38 —
ca salir de uno mismo (ek-stasis) y que refleja muy bien
el desdoblamiento de la locura o de la creación, el extra
vío del espíritu alucinado, iluminado o inspirado, según
el contexto en el que se exprese. Aristóteles precisa así la
gi adacion anímica de los personajes excepcionales entre
manía y depresión melancólica, según la mezcla de los
humores y su concentración en bilis negra: «Si el estado
de la mezcla está totalmente concentrado, son melan
cólicos en el más alto grado; pero si la concentración se
encuentra un poco atenuada, nos hallamos ante seres ex
cepcionales.»
Este breve texto fundador enuncia ya numerosos
puntos cuya pertinencia en nuestro desarrollo determi
naremos. Para Aristóteles, los seres excepcionales no
cruzan la frontera de la melancolía, pese a ser su natura
leza profunda. Esta idea motriz recorrerá los siglos ba
jo la pluma de todos los comentaristas del pensamiento
clásico. Cicerón la retoma en Las tusculanas (I, 33), Sé
neca en De tranquillitate animi (15), y también lo hacen
Plutarco y Galeno. Pero un proverbio latino ya inmor
taliza esta idea: Nullum est magnum ingenium sine mix
tura dementiae («No hay grandeza de espíritu sin una
pizca de locura»).
Esta imagen reaparece a continuación en el siglo XV,
en la obra de Marsilio Ficino De tríplice vita, de 1489,
con la noción de la influencia de Saturno en el compor
tamiento genial. La melancolía saturniana es un don del
cielo que por sí solo permite el entusiasmo creador del
que hablan los antiguos. Esta concepción médico-astro-
lógica fue adoptada por el mundo del Renacimiento,
que reconocerá la existencia de genio en los melancóli
cos nacidos bajo el signo de Saturno. En el siglo XV, la
valoración cultural y social del comportamiento melan
cólico —excéntrico, inestable, solitario intensificó
una tendencia natural de la expresión artística. La idea
se encuentra de nuevo en Montaigne (Ensayos, II, 2),
— 39 —
pero sobre todo en el Examen de ingenios de Huarte de
San Juan, de 1575, obra que tuvo mucha influencia en
toda Europa y que dio a conocer realmente el pensa
miento de Aristóteles.
En el siglo xvm, Diderot y la Enciclopedia elaboran
este tópico del genio y la locura, un tópico ahora fuerte
mente enraizado en las mentes. En 1750, por ejemplo,
Boerhave, el gran médico de la escuela de Viena, enun
cia este aforismo como una verdad: «Siempre hay cierto
delirio en los grandes espíritus.»
Sin embargo, el siglo XIX y los primeros psiquiatras
son esencialmente los que confirmarán esa relación ín
tima entre el genio y la locura, ilustrándola con casos
clínicos y razonamientos todavía empíricos. En 1820,
en su célebre artículo «De la lipemanía o melancolía»,
el gran psiquiatra Jean-Etienne Esquirol precisa que
él prefiere el término «lipemanía» a «melancolía», «de
masiado popular y ahora pervertido» para expresar la
influencia nostálgica del dolor espiritual. Esquirol
encuentra este rasgo patológico en Mahoma, Lutero,
Catón, Pascal, Rousseau... y sobre todo, precisa, en las
artes y las ciencias. Lélut, un psiquiatra menos cono
cido, retomará esta idea en sus dos famosas patobio-
grafías, Du démon de Socrate, de 1836, y L ’amulette de
Pascal, de 1846, obra que lleva por subtítulo Pour servir
a Vhistoire des hallucinations. Desafiando a la crítica
(será agriamente censurado por Sainte-Beuve), Lélut
ataca la imagen sagrada de la cultura clásica y propone
una lectura sin concesiones de las alucinaciones de Só
crates y las obsesiones de Pascal. En 1859, Moreau de
Tours hará un análisis idéntico de la excitación maníaca
cíclica de Gérard de Nerval, aproximando la excitación
creadora al estado maníaco.
Este concepto de la relación entre genio y locura no
se abandonará jamás. En 1869, Francis Galton, primo
de Darwin, desarrolla en su obra Hereditary Genius la
— 40 —
idea de la transmisión hereditaria de las capacidades in
telectuales, a través del estudio de numerosos perso
najes de familias ilustres. Sus argumentos, que en la ac
tualidad ya no son muy convincentes, ejercerán una
poderosa influencia en Francia sobre Théodule Ribot,
que publica L ’héréditépsychologique en 1878, y en Ita
lia, sobre Cesare Lombroso, cuya obra El hombre
genial, de 1877, será una de las reflexiones más contro
vertidas, y a la vez más innovadoras. Con todo, Lom
broso, que más tarde se convertirá en el nosógrafo de la
criminalidad y la locura, tuvo el mérito de aplicar un en
foque clínico a su razonamiento sobre el genio, y sobre
todo de poner de manifiesto el carácter estacional de la
obra de algunos creadores y su relación con el carácter
cíclico del humor.
Dado el carácter permanente de la controversia, nu
merosos psiquiatras tratarán de realizar una síntesis de
esta delicada cuestión, como Xavier Francotte con Le
génie et la folie en 1890, y Oskar Panizza en su célebre
conferencia «Genio y locura» en 1891. El siglo finaliza
con la convicción de que existe un profundo parentesco
entre el genio y la locura. Panizza habla de Martín Lu-
tero en los siguientes términos: «¡De no ser por la crisis
de melancolía en la celda del convento de Erfurt, no ha
bría habido Reforma!»
A principios del siglo XX y en torno a Freud, el psi
coanálisis de la obra abandonará el concepto de locura
para precisar con más sutileza la psicodinámica del mo
vimiento creador. La escuela psiquiátrica alemana, por
su parte, desarrollará la noción de «patobiografía», aná
lisis clínico de la biografía, con Móbius, Lange-Eich-
baum, y finalmente Ernest Kretschmer, cuya obra Hom
bres geniales, de 1929, sigue siendo en nuestros días el
trabajo más elaborado sobre esta cuestión.
La corriente de pensamiento anglosajón dio prefe
rencia desde principios de siglo a los estudios estadísti-
41 —
eos, entre los que destacan el de Catell, A Statistical
Study of Eminent Men, de 1903, y el de Havelock Ellis,
A Study of British Genius, de 1923, que pasa revista a
más de mil personajes ilustres sacados de diccionarios
biográficos. Los recientes trabajos de Andreasen, Simon-
ton, Akiskal, Iremonger, etc. continúan utilizando este
método de análisis biográfico, aunque con selecciones
más cuidadas y un enfoque clínico evidentemente muy
distinto, que pone de relieve la gran frecuencia de los
trastornos bipolares del humor —anteriormente deno
minados maníaco-depresivos— entre los personajes ex
cepcionales o sus familiares cercanos.
La idea ha evolucionado de este modo, aunque sin
alejarse de la observación inicial y muy pertinente de
Aristóteles. Es más, yo incluso diría que se ha acercado
a ella.
II
1. E l g e n i o e n e s t a d o s a l v a je
— 43 —
forma del genio» (I, p. 82), y también en Opio, de 1930:
«Rimbaud ha robado sus diamantes; pero ¿dónde? Ése
es el enigma.»
Acerca del genio, las opiniones son múltiples; unos
quieren rebajarlo, en tanto que otros tratan de elevarlo
más, borrando hechos inconfesables y forjando de él
una imagen ideal que a continuación resulta comprome
tido criticar. Ésta es la mayor dificultad que he encon
trado, al llevar a cabo este trabajo, para conseguir reali
zar una lectura exacta de la vida y la obra de diversos
personajes. Incluso a través de la opinión de varios bió
grafos, críticos o analistas, etapas enteras de la vida o la
obra de los seres excepcionales pueden permanecer en
la sombra tan sólo para salvaguardar, con un afán casi
religioso, una imagen oficial celosamente preservada por
la familia o el biógrafo exclusivo. Es el caso, por ejem
plo, del suicidio de Rudolf Diesel, hábilmente disimula
do por su hijo y único biógrafo, o del de Chaikovski,
oculto bajo la apariencia de muerte causada por el có
lera; es también el de la homosexualidad de François
Mauriac, evocada por Roger Peyrefitte y ausente de sus
biografías; el de la relación de Alain Fournier con Simo
ne, su «corazón puro», escamoteada por su hermana
Isabelle; el del intento de suicidio de Paul Gauguin, en
ocasiones olvidado en sus biografías; el del suicidio de
Nerval o el de Roussel, del que se habla como de un cri
men, etc.
En el caso de Rimbaud, la imagen perfecta del «poe
ta maldito» inspirado por la gracia divina que nos im
pone Claudel es la que permanece presente en nuestra
mente:
«Arthur Rimbaud aparece en 1870, en uno de los
momentos más tristes de nuestra historia [...]. ¡Se alza
de repente “como Juana de Arco”[...] ¿Acaso es tan te
merario como para pensar que lo mueve una voluntad
superior.-'» (op. cit.). Claudel erige a Rimbaud en místico
44 —
salvaje de «pureza edénica». Y sin embargo, todo con
tradice esa imagen: sus escapadas y sus borracheras, sus
vagabundeos y sus amores libertinos, el Arthur revolu
cionario anticlerical, el aventurero traficante de armas.
Cierto es que la primera biografía de Rimbaud fue la de
Paterne Berrichon, su cuñado, el marido de su hermana
Isabelle, quien presentaba una cronología quizá deli
beradamente errónea. «Considerar ejemplar la vida de
Rimbaud —dice Etiemble—, sería tanto como canoni
zar a todos aquellos que, atormentados por su puber
tad, hábiles para transformar en apocalipsis revolu
cionario sus dificultades carnales, se reconcilian a los
veinticinco años con los valores menos seguros de la so
ciedad que de adolescentes vilipendiaban justamente.»
«¡Cóm o mienten al hablar de Rimbaud! —exclama An-
dré Suarés— . ¡Qué necios! Cada cual tira de él hacia sí y
Rimbaud no está en ninguna parte, ni aquí ni allá» (cita
do por Etiemble). Suarés proferirá palabras todavía más
duras refiriéndose a Claudel, del que menciona su «ab
surdo prefacio».
Me parece fundamental insistir en el caso Rimbaud,
ya que puede proporcionarnos una de las claves para
comprender esa articulación entre genio y locura. Rim
baud representa a la vez el fulgor y la precocidad, pero
también, al mismo tiempo, la presencia de su locura y la
huida presentadora. Escribe toda su obra revolucionaria
en cuatro años, de 1870 a 1873, es decir, entre los dieci
séis y los diecinueve años, en el transcuiso de los cuales
accede a lo más profundo de sí mismo e «inventa» la
poesía moderna: «N o conocía freno alguno piecisa
Stefan Zweig en el prefacio a la primera edición alema
na—, nada le ataba las manos, nada era sagrado para él»
(citado por Colombat). Luego se produce la huida hacia
delante, la partida de su casa de Roche, la partida de
Charleville, el abandono de la obra y su lechazo, que
sin duda alguna tuvieron una virtud terapéutica. En
— 45 —
Una temporada en el infierno, que se presenta como un
testamento literario, Rimbaud describe con gran lucidez
esa toma de conciencia de sus innumerables alucina
ciones, de la locura que lo acecha, y tal vez del intento
de suicidio en el comienzo de «Noche infernal»: «He
ingerido un formidable trago de veneno... un hombre
que quiere mutilarse está irremisiblemente condena
do, ¿no es cierto? Me siento en el infierno, luego estoy
en él.»
Cual un meteoro, Rimbaud atraviesa su vida al igual
que marca su siglo. En lo que a esto se refiere, sigue sien
do ese «genio en estado salvaje» cuyo modelo encarna
—precocidad, creación fulgurante, fin prematuro— y cu
ya chispa cegadora tantas veces hemos visto brillar en la
inmensidad oceánica del silencio interior. Porque el ge
nio reclama silencio. «Le he rogado que me indicara ocu
paciones poco absorbentes —le recuerda Rimbaud a Paul
Demeny el 28 de agosto de 1871— porque el pensamien
to requiere amplios espacios de tiempo.»
Sobre ese silencio surge la creación, singular, impre
vista, fascinante, inusitada. Para Proust, el genio era algo
«inesperado» que sobreviene como una súbita ilumina
ción, eso que Saint-John Perse llamará «el relámpago
virgen del genio» y Cocteau «ese minuto resplandecien
te de lirismo», y del que Victor Hugo dirá: «El centelleo
de la inmensidad, algo que resplandece y que es repenti
namente sobrehumano, eso es el genio» (Post-scriptum
de ma vie). Todos los grandes creadores hablan así de
esa súbita irrupción de las ideas en el momento en que
menos la esperan.
Se diría que esta manifestación «salvaje» de la idea
creadora es particularmente acertada en lo referente a
los músicos, que dicen recibir en sus dedos o en su espí
ritu una obra de hecho ya escrita. El gran oratorio de
Joseph Haydn, La creación, compuesto en Viena a su
regreso del viaje a Londres, al parecer le sería inspira-
— 46 —
do por la gracia divinal «Cuando mi obra no avanzaba
—cuenta—, me retiraba a mi oratorio con el rosario, re
citaba un Ave, y las ideas me acudían de nuevo en el
acto.» Para Frédéric Chopin, la inspiración acudía súbi
tamente mientras estaba sentado al piano y se plasmaba
de un tirón a través de su pluma. El gran Hoffmann,
que inspirará sus Cuentos a Offenbach, decía algo simi
lar: «Para componer, me siento al piano, cierro los ojos
y copio lo que oigo que se me dicta desde fuera» (Schi-
Uing, citado por Lombroso).
¿Cuántos grandes pintores han declarado no tener
sino que reproducir una obra que se impone a su mente
o parece salir directamente de la memoria? Pese a ello,
las grandes escuelas no se adaptaban demasiado bien al
trazo fulgurante y concedían más importancia a la lenta
y larga elaboración en el taller. Ese «genio puro» en la
pintura se revela en seres solitarios como Miguel Angel
o Goya, pero sobre todo en el arte moderno, que es una
disciplina más individualista.
Numerosos escritores proclaman también el carác
ter espontáneo de la tarea de escribir. Mauriac dice en
Vues sur mes romans: «Yo no observo, no describo, en
cuentro»; y Lamartine: «No soy yo quien piensa, son
mis ideas las que piensan por mí.»
Otros han cultivado la espontaneidad del trazo, co
mo Henri Matisse, que dibujaba con gran rapidez y no
controlaba el resultado hasta la noche, al final de la jor
nada. Jean-Michel Folon habla de una larga serie de re
tratos que Matisse hace de Aragón y Montherlant: «Es
taba sentado con un gran cuaderno y miraba tanto a sus
modelos que no observaba el dibujo. Dejaba libre la
mano, mientras la otra pasaba las páginas del cuaderno.
Matisse iba tan deprisa como la vida y como su mirada
sobre la vida. Él era la vida, y no le encuentro equiva
lente.»
En muchos casos, la idea genial surge durante una
— 47 —
crisis, al salir del sueño o la ensoñación, en estados de
sonambulismo, alucinatorios o de lo que se ha llamado
soñar despierto. Numerosos creadores —De Quincey,
Nietzsche, Baudelaire, Sartre, Michaux, etc.— inten
tarán facilitar el acceso a esta consciencia genial median
te drogas o sustancias tóxicas que en definitiva no hacen
sino activar el pensamiento y acelerar los procesos aso
ciativos, a semejanza de determinados mecanismos pa
tológicos de activación de las ideas que se dan en los
estados de excitación y exaltación del humor (estados
maníacos) o incluso de pensamiento disociado (esta
dos psicóticos). En ocasiones, de una simple asociación
de ideas, una incoherencia o una coincidencia inaudi
ta han surgido ideas geniales que a continuación han
transformado nuestro mundo y convulsionado la vida
de su autor.
La fulguración de algunos destellos geniales ha sido
tan breve que permanecen grabados para siempre por
una fecha en la historia literaria, científica o musical: la
noche del 10 de noviembre de 1619 en el caso de D es
cartes, el 13 de mayo de 1797 en el de Novalis, el vera
no de 1831 en el de Goethe o el 21 de abril de 1915 en
el de Camille Saint-Saëns. Sin embargo, la intuición
genial no irrumpe nunca en la conciencia del creador
sin provocar algún perjuicio. A semejanza de un volcán
que despierta, su personalidad se verá intensa y durade
ramente perturbada, y algunos de ellos jamás podrán
recobrar la paz.
En abril de 1619, Descartes se marcha de Holanda
para alistarse en el ejército de Maximiliano de Baviera.
Allí, en el campamento de Neuburg, el 10 de noviembre
de 1619, es donde pasa una noche de intensa exaltación
en la que mezcla el contenido de sus sueños con el
entusiasmo del despertar; allí, a orillas del Danubio, es
donde tiene la intuición fundamental de un nuevo mé
todo. En medio de sueños extraños le aparecen, dirá más
— 48 —
tarde, «los fundamentos de una ciencia admirable». En
ese momento es cuando decide renunciar a la vida mili
tar para consagrarse a su obra como pensador.
La iluminación de un momento fecundo, a través
del cual se expresa el genio en el tumulto del diálogo in
terior, se encuentra en todos los místicos, no sólo en las
inspiraciones alucinatorias, sino también en el decurso
del sueño nocturno portador de un mensaje condensa-
do, fruto de la maduración de las ideas del creador. Así
es como Einstein afirma haber descubierto la teoría de
la relatividad, durante un sueño, y el químico Friedrich
Kekulé, la estructura cíclica del benceno. Kekulé cuen
ta que tuvo dos veces esa revelación en un momento de
descanso. La primera vez delante de la chimenea, mien
tras estaba dormitando; la segunda, en la plataforma de
un ómnibus, donde vio surgir de su imaginación la re
presentación en el espacio de la molécula de benceno
que desde hacía tanto tiempo buscaba. Al parecer, ese
sueño de Kekulé —la imagen de una serpiente que se
muerde la cola—, sueño que ha hecho correr ríos de tin
ta y ha sido interpretado, en especial por el psicoanalista
Alexander Mitscherlich, como la expresión de unos de
seos sexuales frustrados y reprimidos, estuvo desprovis
to de toda ambigüedad para el soñador, quien vio en
aquel bucle la evidencia que buscaba desde hacía mucho
tiempo. Un autor alemán, Cari Ffappich, considera que
dentro de nosotros vive una conciencia llena de imáge
nes que se revela en los estados cercanos al sueño y la
ensoñación, y en estados de meditación. Cabe recordar
el método personalísimo de Aldous Huxley, que recu
rría a la autohipnosis para acceder a una inspiración li
bre y fácil.
La exaltación experimentada durante el despertar
nocturno, todavía impregnado del trabajo inconsciente
habitual en el escritor, es un signo más de la inestabili
dad del humor cuando a ella se suman la embriaguez de
— 49 —
las palabras y la fiebre de las ideas. Lamartine describi
rá en Méditations la inspiración súbita del poema Le dé-
sespoir: «Una noche me levanté, encendí la lámpara y
escribí ese gemido o, más bien, ese rugido de mi alma.
Aquel grito me alivió y volví a dormirme» (Segond).
Goethe encontró una mañana sobre su mesa un poema
acabado en un momento de inconsciencia y que no re
cordaba haber escrito. Camille Saint-Saëns, por su par
te, cuenta que a menudo soñaba con una obra perfecta y
monumental que siempre se desvanecía al despertar. El
21 de abril de 1915, cuando se encontraba en Praga tra
bajando en su Sinfonía en do menor, Saint-Saëns se des
pertó de repente y transcribió en el acto el final de la
sinfonía, que se escribió sola. En otras dos ocasiones
experimentó la misma iluminación: cuando estaba com
poniendo el Tollite hostias de su Réquiem y una de sus
improvisaciones para órgano. El sueño es un profundo
catalizador de las ideas: las transforma, las condensa, las
traslada a imágenes y las presenta a la conciencia instan
tánea del despertar antes de borrarlas. El sueño es el prin
cipal aliado del creador, que encuentra en él los materia
les para inspirarse. Roger Caillois hablaba del «terreno
fecundo de los sueños». Basta recordar el profundo ca
rácter onírico de Aurelia, de Nerval, cuyo origen sin du
da fue el sueño.
En el Diario de Novalis, con fecha 13 de mayo de 1797
se puede leer que el poeta nació en él en un instante de
«alegría indescriptible y de destellos de entusiasmo».
Abatido por la muerte de su prometida, Sophie, seguida
de la de su hermano, Erasmus, Novalis experimenta la
alternancia turbulenta de la melancolía y la exaltación
mística. Aquel 13 de mayo, después de un sueño erótico
y ante la sepultura de su prometida, es presa de un entu
siasmo extático que determinará su compromiso poéti
co: «Mi respiración dispersó la tumba como si fuera
polvo; los siglos se convirtieron en instantes, sentía su
— 50 —
presencia, creía que ella iba a aparecer.» Toda su obra se
inscribió en los tres años siguientes, desde 1797 hasta su
muerte, en 1801.
Junto a los momentos fulgurantes del genio salvaje,
la simple «idea genial» de las asociaciones fortuitas y las
coincidencias luminosas hace aflorar a la conciencia una
evidencia que ya se encontraba ahí. Es el caso del grito
de Aiquímedes, cuando recorrió las calles de Siracusa
dando rienda suelta a su júbilo: «¡Eureka, lo encontré!»
Se trata de una imagen legendaria, ya que él cuenta mu
cho más prosaicamente, en el Tratado de los cuerpos flo
tantes, que toma conciencia de la teoría al recordar la
experiencia del submarinista descendiendo a las profun
didades lastrado con una piedra. La «idea genial» se da
también en Galileo cuando, observando las ligeras osci
laciones de las lámparas de las iglesias, descubre las le
yes del movimiento pendular. Se dice que Newton for
mula la ley de la gravedad y la atracción de los cuerpos
celestes al ver caer una manzana en su jardín de Wools-
thorpe; el hecho es que formuló realmente esa ley. Mo-
zart, en palabras de Lombroso, compone de un tirón la
célebre serenata de Don Juan porque la visión de una
naranja le recuerda un aire popular napolitano que ha
escuchado cinco años antes. Y a John \X;att, cuenta Pa-
nizza, se le ocurre utilizar el vapor como fuerza motriz
al ver alzarse la tapa de una tetera.
Estas asociaciones de ideas, estas ocurrencias espon
táneas constituyen uno de los métodos inventivos del
genio salvaje, el del juego de las ideas entre sí, que de
esta forma pueden permutarse, intercambiarse, mtei-
penetrarse y transformarse por asociación de unas con
otras. Se observa que en muchos casos los creadores
sienten una mayor inclinación hacia este juego de las
asociaciones de ideas que el resto de los adultos, de una
forma natural, igual que los niños, y también como su
cede en ciertos estados patológicos de la psicosis, en la
— 51 —
efervescencia de ideas de la manía, o incluso bajo el efec
to de las drogas alucinógenas.
Finalmente, el último carácter que se atribuye al ge
nio, y en particular al genio salvaje, es su naturaleza in
nata, otorgada, divina... «El genio es un don puro de la
naturaleza; lo que produce es la obra de un momento»,
precisa Diderot (Enciclopedia). Esta idea fuertemente
enraizada en la creencia popular no se basa en ninguna
prueba sólida; los poseedores del genio innato y los del
talento adquirido seguirán enfrentándose durante mu
cho tiempo. Porque para algunos el carácter «natural»
de este determinismo forma parte plenamente, como un
postulado, de la definición de «genio», lo que presenta
para ellos la ventaja de evitar su demostración. «El ar
te es un don de la perfección de la naturaleza que recibi
mos en la cuna», afirma por ejemplo Pietro Aretino
en 1547. La idea es tan antigua como la noción de genio.
En el siglo V a. de C., Demócrito, uno de los primeros
defensores del talento innato, ensalza los dones «natu
rales y divinos» del gran Homero. Zilsel precisa que en
aquella época «la creación poética es muestra de entu
siasmo» y que el entusiasmo «no se adquiere». Esta ob
servación me parece hoy muy moderna, si se considera
la hipótesis actual de una predisposición familiar a los
cambios de humor.
Los filósofos que siguen —aristotélicos, epicúreos y
materialistas— moderarán la influencia de la naturaleza
innata y el don natural, la phusis, mediante la de las vir
tudes de la razón y el aprendizaje, el logos. En el largo
poema Sobre la naturaleza de las cosas, Lucrecio evoca
el equilibrio de las aptitudes naturales mediante la edu
cación, pero precisa que estas predisposiciones son tan
tenues que la fuerza del trabajo y de la razón también
permite alcanzar la sabiduría y el talento. Desde enton
ces, y a lo largo de la cultura clásica, que repite incansa
blemente dognlas a menudo con poco fundamento, se
— 52 —
opondrán la intuición y la imitación, lo que se seeuirá
11 J
llamando el1 don
J
y el1 talento.
1 T
2. L a a p t it u d p a r a p e r s e v e r a r
— 54 —
decía que era incansable, mantenía la leyenda dejando
encendida una vela en la antecámara de "su tienda para
hacer creer que trabajaba durante la noche. Otra leyen
da es la de aquella frase de Buffon reproducida por Hé-
íault de Séchelles y que tuvo el acierto de ser una fór
mula rebosante de verdad: «El genio no es nada más que
una gran aptitud para ser paciente.» «No hay verdadero
genio sin paciencia», dice Musset en una de sus novelas
coi tas. Y Paul Valéry formulará la misma idea: «¡Genio!
¡Oh larga impaciencia!» (Charmes).
Existen numerosos ejemplos de lo que se podría lla
mar el entrenamiento voluntario y que Segond ha deno
minado «la autodisciplina razonada». Baudelaire, uno
de los primeros en insistir en el papel del entrenamiento
regular, escribe en su ensayo El arte romántico, a pro
pósito de Delacroix y Edgard A. Poe: «Ese genio (si es
que se puede llamar así al germen indefinible del gran
hombre) se debe arriesgar, como el aprendiz de saltim
banqui, a romperse mil veces los huesos en secreto antes
de danzar ante el público: la inspiración, en una palabra,
no es sino la recompensa del ejercicio diario» (xxm). En
lo que a esto respecta, los paraísos tóxicos serán un in
termediario para facilitar, activar o revelar ese ejercicio
diario que requiere la creación, pues es sabido hasta
qué punto provoca angustia la página en blanco, has
ta qué punto «el papel en blanco, la tinta y la pluma me
aterrorizan —decía Cocteau—, sé que se alian contra mi
voluntad de escribir», y cuántos son los creadores —De
Quincey, Baudelaire, Cocteau— que han utilizado ese
artificio para proseguir su trabajo diario. Una frase que
se ha hecho célebre es la réplica de Thomas Edison apa
recida en la revista Life en 1932: «Genius is one per cent
inspiration and ninety-nine per cent perspiration» («El
genio es el uno por ciento de inspiración y el noventa y
nueve por ciento de transpiración»). Reaparece el viejo
debate de lo innato y lo adquirido, y los propios crea
— 53 —
dores insisten en el valor del trabajo, lo único suscepti
ble de revelar la naturaleza de su genio. Cualesquiera
que sean los estímulos, la tenacidad parece ser la cuali
dad principal del genio, que no se concibe sino en la
continuidad de la obra. Con o sin café, Balzac no habría
podido concebir La comedia humana si no hubiese po
seído una formidable aptitud para la perseverancia: «Mi
vida son quince horas de trabajo, pruebas, preocupacio
nes de autor, frases que hay que pulir...» (carta a mada-
me Hanska, agosto de 1834). Podría decirse lo mismo
de la mayoría de los creadores —escritores, pintores,
músicos...—, sentados día tras día y noche tras noche a
su mesa, con la pluma o el pincel en la mano.
Sin embargo, ese entrenamiento regular tampoco ex
plica por sí solo una obra. Para elaborarla parecen
necesarios la autodisciplina y a veces incluso un des
potismo masoquista. El poeta, el músico o el pintor se
imponen una regla intangible, un régimen draconiano
como único método para dejar que salte la chispa del
genio. «En el genio interviene un inevitable despotis
mo», observa Mallarmé en su trabajo sobre Poe, a pro
pósito de su disciplina permanente. Un bellísimo ejem
plo de ello también lo constituye Cézanne, que aunque
no tenía «dotes innatas» para la pintura, logró realizarse
gracias a una increíble tenacidad. Gauguin dirá de él que
no pintaba porque fuera genial, sino que era genial por
que pintaba. Esta presión personal no puede expresar
se sin una considerable voluntad interior, prueba de la
energía del creador. Miguel Angel, Cocteau, Da Vinci,
Beethoven, Flaubert o Valéry fueron los artesanos in
fatigables de sus obras geniales, consagrados a la tarea
como a una misión divina que exige del autor hasta lo
más recóndito de su ser.
Vasari, el autor de Vidas de los mejores pintores, de
clara «no querer evitar ninguna fatiga, ninguna enfer
medad, ningún desvelo, ningún esfuerzo» para alcanzar,
— 56 —
nos dice Wittkower, «invirtiendo todas sus fuerzas y
todo su trabajo, un poco de esas grandezas y esos hono
res que se habían ganado tantos otros». Con frecuencia,
los grandes proveedores de energía son el ideal de uno
mismo y un poderoso narcisismo. En Nacido bajo el
signo de Saturno, Wittkower da numerosos ejemplos de
esa «obsesión por el trabajo» que anima a los artistas del
Renacimiento. El gran Masaccio trabajaba tanto que
descuidaba la vida material, hasta el extremo de no que
rer «ni vestirse siquiera, de olvidarse de reclamar el
dinero a sus deudores», lo que le valió el nombre de
Masaccio (el idiota). Nicoletto tenía fama de estar tan
absorbido por la pintura que no oía las preguntas que se
le hacían. Y Antón Raphael Mengs, cuya única pasión
era la pintura y el estudio, «empezaba a trabajar al ama
necer y, sin interrupciones salvo para comer, continua
ba hasta la noche; entonces, tras tomar apenas algún ali
mento, se encerraba en su casa y se enfrascaba en otro
trabajo, bien dibujando o bien preparando los materia
les para el día siguiente» (Wittkower).
En el ámbito de la literatura, Flaubert es sin duda
alguna un ejemplo perfecto de aptitud para la perseve
rancia: se pasa de diez a doce horas diarias sentado a la
mesa, puliendo al máximo mediante un largo trabajo
preparatorio de casi un año en el caso de La educación
sentimental y de tres en el de Bouvard y Pécuchet, y
cada cuatro o cinco años publica con una gran regulari
dad una obra maestra. «Domingo por la mañana, 16 de
mayo de 1869, 5 horas menos 4 minutos: ¡HE ACABADO!
¡Sí, amigo mío, he acabado el libro!... Estoy sentado a la
mesa desde ayer a las 8 de la mañana. Me va a estallar
la cabeza, pero no importa, me he quitado un gran peso
de encima» (carta a Jules Duplan). Tras cinco años de
trabajo, acaba de poner punto final a las dos mil tiescien-
tas páginas de La educación sentimental. El ti abajo es
considerable: para reducir y condensar el texto, pasa va-
— 57 —
ríos días con una misma frase, noches enteras para ac
ceder a lo esencial. «La cabeza me da vueltas —confiesa
en una carta a Louise Colet—, la garganta me arde de ha
ber buscado, construido, analizado, reescrito, retocado y
proferido, de cien mil maneras diferentes, una frase que
por fin ha quedado acabada. Es buena, me digo; pero me
ha costado no pocos esfuerzos» (Correspondance).
Se podría decir prácticamente lo mismo de Guy de
Maupassant, su hijo espiritual, que como mínimo here
dó la sistematización. Aun sin dejar de lado ninguno de
los placeres de la vida y el amor, del éter y de la locura,
Maupassant se impondrá un trabajo regular cuyo fruto
fue una obra considerable: más de seiscientos relatos y
crónicas, veintisiete volúmenes de novelas cortas y lar
gas y de cuentos en apenas diez años, de 1880, con Bola
de sebo, a 1890, fecha en la que aparece su última nove
la, Notre coeur.
Frédéric Chopin, dotado también de una perseve
rancia sin límites, que se imponía el dolor del trabajo
continuado, llegó a pasarse seis semanas con una sola
página, llevando ai extremo el celo en la precisión de la
escritura pianística. Sin embargo, en el terreno de la crea
ción musical, la fogosidad, la energía y la tenacidad de
Beethoven son las más notables. En la calma nocturna
de sus residencias sucesivas, escribía con pasión hasta
las tres de la madrugada, dormía un rato y se ponía de
nuevo a trabajar desde el amanecer hasta el mediodía.
«Dedicaba toda la mañana a trabajar —dice Seyfried—,
desde la salida del sol hasta la hora de sentarse a la me
sa, e incluso los paseos por la naturaleza mantenían y
favorecían el rugido de la fragua cerebral» (citado por
Amoroso).
Más cerca de nosotros, la energía de un Simenon
puede sorprender debido a su amplitud, su ritmo, su des
mesura. Georges Simenon fue el más prolífico de los
autores en lengua francesa de todos los tiempos. De 1919
— 58 —
a 1980, en que deja de escribir, publicó 190 novelas con
diferentes seudónimos, 193 con su nombre, 25 obras au
tobiográficas y más de un millar de cuentos, además de
artículos periodísticos y múltiples volúmenes de dicta
dos y escritos inéditos. ¡En el año 1929 escribió nada me
nos que 41 novelas! Al margen de una evidente dedica
ción regular al trabajo, esta impresionante producción
denota una energía fuera de lo común que a los psiquia
tras nos recuerda la hiperactividad de los episodios ma
níacos o, al menos, de las personalidades hipomaníacas, y
que presenta en un grado menor esa exaltación del esta
do de ánimo y esa efervescencia de las ideas. «Empezaba
por la mañana muy temprano —precisa Simenon—, ge
neralmente hacia las seis, y acababa al finalizar la tarde;
eso representaba dos botellas y ochenta páginas [...]. Tra
bajaba muy deprisa, en ocasiones llegaba a escribir ocho
cuentos en un día» (citado por Amoroso).
Alfred Kraus destaca esa relación positiva que existe
entre hipomanía y creatividad: «Los períodos creativos
con frecuencia van acompañados de un aumento de la
cantidad de trabajo realizado, que expresa un incremen
to de las fuerzas vitales e intelectuales, en la mayoría de
los casos asociado a una disminución de la necesidad
de dormir.» El creador se siente entonces «como some
tido a una fuerza externa..., como poseído». Kraus des
cribe una expansión de los sentimientos y las percepcio
nes que puede llegar hasta el éxtasis y que presenta
similitudes con la constitución hipomaníaca.
A la imposición de trabajar y la excitación genial se
suma el aprendizaje de un método. Cualquiera que sea
el ámbito de la creación, enseguida se impone un siste
ma coherente de procedimientos técnicos que permitirá
al creador expresarse plenamente. «La habilidad del ge
nio —afirma Segond— consiste en poseer con solidez y
manejar con flexibilidad esa técnica necesaria.» Porque
además de la chispa que lo diferencia de sus contempo
— 59 —
ráneos, el genio tiene una maestría que desarrolla con
mayor rapidez que los demás, pero que adquiere me
diante la experiencia. Evidentemente, la madurez creati
va de Flaubert, Rousseau, Da Vinci, Mozart o Picasso
ilustra el papel de primerísimo orden que puede desem
peñar la plena posesión de un método o una técnica en
la ejecución de la obra. Simenon nos ofrece también una
prueba de ello: «Cuando empecé tardaba doce días en
escribir una novela, fuera o no un Maigret; como me
esforzaba en condensar más, en eliminar de mi estilo to
da clase de fiorituras o detalles accesorios, poco a poco
pasé de once días a diez y luego a nueve. Y ahora he al
canzado por primera vez la meta de siete» (citado por
Amoroso).
La rapidez de ejecución de los seres excepcionales
permite en ocasiones comprender la extensión de una
obra que supera constantemente la de sus contemporá
neos. Miguel Ángel, que trabajaba casi siempre día y no
che, poseía una energía y una velocidad de trabajo fuera
de lo común. Blaise de Vigenere lo atestigua: «Puedo
asegurar que he visto a Miguel Ángel, pese a tener más
de sesenta años y no ser ya demasiado fuerte, hacer saltar
en un cuarto de hora más fragmentos de un mármol du
rísimo de lo que tres jóvenes talladores de piedra lo ha
brían hecho en tres o cuatro...»
La magnitud de la obra también traduce, en cierto
modo, la permanencia de la energía creadora. Es eviden
te que no se puede comparar la obra de Isidore Ducasse,
que se reduce a los seis Cantos de Maldoror y dos libros
de poesía, con la de Paul Valéry o Víctor Plugo, cuyo
mero catálogo de los títulos en la Biblioteca Nacional
de Francia sobrepasa las cien páginas. Entre estas obras
desmesuradas, las veintinueve mil páginas de los Ca-
hiers de Valéry constituyen el testimonio vivo más con
siderable del siglo XIX. Comparables a ellas son las vein
tiuna mil doscientas veintiuna cartas registradas en la
— 60 —
Voltaire Foundation de Oxford. Y en otros terrenos, co
mo la pintura o la música, las obras considerables de
Rubens, Rodin o Dclacroix, el repertorio extensísimo
de Bach o Mozart. Tampoco hay que olvidar las noven
ta y cinco obras que nos dejó Vivaldi, quien decía que
escribía una en tan sólo cinco días, las nueve sinfonías
y treinta y dos sonatas de Beethoven, las más de noven
ta novelas de Balzac, muy por detrás de Simenon, pero
sobre todo por detrás de los dos autores más fecundos
de toda la literatura: en el siglo XIX, el polaco Józef Ig-
nacy Kraszewski escribió, al tiempo que una conside
rable crónica periodística, más de seiscientos volúme
nes, entre novelas populistas y estudios históricos; y Lope
de Vega, tan exuberante en su vida como en su obra,
añadió a sus dos esposas, su sacerdocio y sus numerosas
amantes más de mil ochocientas comedias y más de cua
trocientas epopeyas religiosas. Semejante fecundidad úni
camente puede encontrar un contrapeso en el eclecticis
mo de los genios de talentos múltiples, como lo fueron
Hugo, Rousseau, Durero y, por supuesto, Da Vinci,
cuya riqueza expresiva constituyó sin duda alguna un
factor de equilibrio.
3. L a in s u m is ió n
— 61 —
acto creativo, así como la marginalidad y la insumisión,
que reflejan la ruptura con sus contemporáneos. El crea
dor es un ser profundamente asocial, al margen de las
convenciones, lo que hará que a menudo se le considere
un loco, pues en este ámbito la locura se acerca mucho a
la insumisión. Finalmente, en esta derivación del orden
social, el creador se impone con frecuencia una ascesis
casi monacal o unos éxtasis artificiales que lo aíslan to
davía más de la vida.
La soledad es una necesidad del mundo interior, que
no puede despertar entre el alboroto y el ajetreo. «Los
grandes creadores —dice Michel Tournier— se alzan en
medio de un aislamiento severo, como columnas en el
desierto. Algunos que quisieron hacer caso omiso de es
te destino fueron cruelmente castigados por ello. Pién
sese en Johann Sebastian Bach, con sus dos esposas y
sus veinte hijos, y en la terrible cosecha que la muerte
hizo en vida suya en el seno de esa familia demasiado
hermosa» (El viento Paráclito). En efecto, son muchos
los que vivieron inmersos en el silencio de la génesis y
no tuvieron descendencia alguna salvo la que constituye
la obra. En nuestra época, el aislamiento y el retiro en
fermizo del mundo fueron la regla de un Glenn Gould,
y también la de un escritor salvaje como J. D. Salinger.
El pianista canadiense se convirtió en un prodigio a una
edad muy temprana: a los tres años ya tocaba el piano,
a los cinco componía y a los trece dio su primer recital.
A los treinta y dos años interrumpió bruscamente su
carrera de concertista para dedicarse a la grabación y al
silencio de los estudios. Este alejamiento casi autista del
mundo fue acompañado de profundas angustias que ex
presaba de una manera fóbica: el miedo al contagio y a
la muerte estaba tan presente en él que era incapaz de
tocar nada con las manos. Este refugio aséptico lo con
finaba a la ascesis, pues se sabe que tan sólo dormía unas
horas, de madrugada, tras una única comida diaria com
62 —
puesta de un poco de leche, dos huevos y unas piezas de
huta. Glenn Gould había decidido poner punto final a
su carrera a los cincuenta años. Murió en 1982 como con
secuencia de una hemorragia cerebral, dos días después
de su cincuenta aniversario.
¿Es el retno del mundo una necesidad, un meca
nismo de pioteccion, una defensa contra la locura? La
madriguera salvaje de J. D. Salinger constituye otro
ejemplo actual. Este escritor fetiche de una genera
ción obtuvo un éxito considerable en 1951 con su pri
mera novela, El guardián entre el centeno, y rompió por
completo el contacto con la sociedad tras la aparición
de «Seymour: una introducción» en el New Yorker,
en 1959. A los treinta y cinco años, Salmger dejó de es
cribir y vivió atrincherado en su residencia de New
Hampshire, apartado del mundo literario y del perio
dismo de investigación. Un silencio insoportable. Hoy
no hace falta llegar a tales extremos para que los medios
de comunicación pidan explicaciones al creador enfren
tado a las necesidades imperiosas de su personalidad. La
investigación indiscreta que llevó a cabo durante cerca
de cinco años el ensayista Ian Hamilton alcanzó real
mente las proporciones de una batida, pero reveló la
aplicación minuciosa que Salinger puso en protegerse,
en borrar las huellas de su vida y en no vivir sino a tra
vés de su obra. En realidad, Hamilton sólo descubrirá
los rasgos frágiles de la personalidad de Salinger, esos
que él desea mantener en secreto. Cuando un escritor se
retira del mundo y concluye su obra, hay que conside
rar que tiene sus razones para hacerlo y respetarlas. El
escritor se encuentra en esa soledad absoluta del creador
enfrentado a la exigencia siempre insatisfecha de la pági
na inacabada. Tan sólo él puede decidir ponetle punto
final. Durante una temporada o durante toda una vida,
se aísla en sí mismo.
Maupassant, que se excedía en su estilo de vida, se
— 63 —
aisló durante meses en 1881 para, según él, «trabajar fre
néticamente en una soledad absoluta». Más cerca de no
sotros, Arthur Miller vivió más de cuarenta años rodea
do de bosques y coyotes en Connecticut: «Allí, entre las
tinieblas, ven mi luz y se preguntan, inmóviles, con el
hocico levantado, quién soy y qué hago en esta cabaña
rodeado de luz. Soy un misterio para ellos hasta que se
cansan, pero la verdad, la verdad primordial, probable
mente es que todos estamos unidos, que todos nos mi
ramos unos a otros. Incluso los árboles...» (citado por
Anthony Burgess). Miller convierte el aislamiento en un
misterio que acerca y preserva la verdad de la escritura.
¿Se diferencia mucho del retiro de Marcel Proust, confi
nado durante meses en el silencio de su habitación, o in
cluso del exilio irracional de Flaubert, al que apodaron
«el ermitaño de Croisset»?
Para Camille Claudel, en el extremo opuesto de esta
función presentadora, el aislamiento será uno de los sig
nos precursores de su locura. En 1907, atrapada en un
potente delirio persecutorio, se enclaustrará en su taller,
negándose a recibir una sola visita. Saldrá de allí seis
años más tarde para ser internada en Ville-Evrard. El ta
ller de Camille es comparable a la torre Hölderlin de
Tubinga, donde el poeta vivió durante más de treinta
años, desde 1807 hasta su muerte en 1843, prisionero de
su delirio y de una obra que se extingue. «Se le veía ir y
venir detrás de la ventana —precisa Kretschmer—, tam
baleante y fantasmagórico, con un gorro blanco puntia
gudo en la cabeza.»
En muchos casos la excentricidad artística y los tras
tornos psíquicos se encuentran a escasa distancia, ya que
para el psiquiatra el aislamiento es un síntoma clínico
manifiesto de la desorganización social que presentan
numerosos cuadros patológicos —principalmente las
psicosis y la esquizofrenia—, hasta el punto de que du
rante mucho tiempo existió la duda de si el aislamiento
— 64 —
influiría en la aparición de la enfermedad. La intoleran
cia al contacto humano, el desinterés y el deseo de apar
tarse del mundo concuiren asimismo en la mayoría de
las formas de depresión y melancolía. A diferencia de los
pacientes, el creador esta directamente conectado con su
obra, es un ser en mutación, y ese alejamiento del mun
do se impone como una necesidad de la creación. Es
inevitable señalar la frecuencia de esa propensión no
sólo al aislamiento, sino también a la marginalidad, al
exilio, al vagabundeo, que en muchos casos produce de
presión. Petrarca, que afirmaba renunciar al tumulto de
las ciudades para vivir al margen tanto de la alegría co
mo de la tristeza, confesaba ser víctima de una melanco
lía que, según sus propias palabras, le hacía vivir «un os
curo infierno».
El exilio y el vagabundeo de los creadores intervie
nen en la génesis de la obra. Es otra forma de no apego
o, en definitiva, de aislamiento. En determinadas épo
cas en que la vida era muy sedentaria, viajar fue también
un método de descubrimiento interior. El exilio de Des
cartes en Holanda y más tarde en Suecia, los viajes de
Montaigne y Stendhal por Italia, los relatos de Loti,
de Kessel, de Conrad, la Venecia y la Grecia de Byron
marcan profundamente su vida y su obra, pero al mis
mo tiempo constituyen una prueba de la necesidad de
partir. La vida errante que llevó Nietzsche durante nue
ve años, desde 1879 hasta 1888, de Venecia a Turín, del
verano en Sils-Mana, en los Alpes suizos, a los invier
nos en las montañas de Eze, cerca de Niza, esa vida nó
mada inspiró la parte más importante de su obia: Asi
habló Zaratustra, de 1883, Más allá del bien y del mal,
de 1886, y Genealogía de la moral, de 1887. Se podría
evocar también la vida errante de \ erlaine y Rimbaud,
su marcha en julio de 1872 a Bélgica y luego a Londres,
el regreso de Verlaine a Bruselas y más tai de el de Rim-
baud, y las múltiples partidas de éste rumbo a Suiza,
— 65 —
Italia, Austria, Alemania, Dinamarca, intercalando siem
pre regresos a Roche y a Charleville. Finalmente, su lar
go periplo oriental: Chipre, Egipto y Adén. Los viajes
comienzan cuando termina la obra, sugiriéndonos que
siempre existe un profundo vínculo entre la creación
y el viaje interior. La inestabilidad social de Simenon
también procede de la misma dificultad para «asentar
se». Debió de cambiar treinta veces de domicilio: «Llega
un momento en que, al mirar a mi alrededor, me siento
un extraño; entonces sé que es preciso partir, que es casi
una cuestión de equilibrio...» La huida hacia delante
siempre se produce en dirección a mundos nuevos. El
creador es un nómada.
La alteración de los ritmos del sueño, otra forma de
evasión, es uno de los mejores métodos de aislamien
to social. Lo que hoy llamamos «adelanto» o «retraso
de fase» puede interpretarse así: nuestro reloj interno es
de una gran regularidad que sólo acepta pequeñas varia
ciones en las horas de dormirse y despertar. Si se produ
ce un adelanto o un retraso de fase, el adormilamiento
diario se adelanta o se atrasa varias horas. El adelanto de
fase, que corresponde a un adormilamiento anticipado,
a las 20.00 o las 21.00 horas, indica más bien una hiper-
conformidad al orden social, una sumisión a las dificul
tades de la vida o, por ejemplo, una huida a través del
sueño. En el extremo opuesto, el retraso de fase, que se
traduce en un despertar nocturno, la prosecución de
una actividad en el transcurso de la noche, un adormila
miento muy tardío o matinal y un sueño diurno, resulta
difícilmente compatible con el ritmo de vida de la socie
dad. En consecuencia, el ciclo de vigilia y sueño se in
vierte, indica más bien un comportamiento asocial y
una insumisión al orden de la sociedad, que quiere que
se viva de día y se duerma de noche.
Por voluntad propia o por necesidad, numerosos
creadores presentan un retraso de fase y aprovechan
— 66 —
el silencio de la noche o momentos de insomnio para
recobrar la inspiración. «Durante noches enteras el
insomnio / ha posado sus dedos de plomo / sobre las
cuencas de mis ojos», declara Victor Hugo en Los Bur-
graves. La excitación de un momento de entusiasmo es
entonces suficientemente intensa para alejar el sueño
durante largas noches. En ese extraño mundo de los so
nadores de la noche encontramos a una fauna salvaje,
noctámbula, psicastémca, que despierta al caer la noche
y se duerme al amanecer. Allí están todos los grandes
creadores y los hombres excepcionales. Allí están los que
construyen el mundo del mañana, los que sueñan el fu
turo mientras los demás duermen.
Maupassant amaba la noche, el territorio que había
elegido, y Rétif de la Bretonne se llamaba a sí mismo el
«nictálope», el que ve mejor de noche que de día, en
alusión al sueño nocturno de la inspiración literaria.
Flaubert, Hugo, Goya, Baudelaire... oían las luces de la
noche. Este comportamiento que se da en los creadores
no es reciente; en 1621, Sandrart, el biógrafo del pintor
Jan Lys, ya nos habla en estos términos: «Volvía a nues
tra casa por la noche, ponía colores en la paleta, los
mezclaba según sus necesidades y trabajaba durante
toda la noche. Al amanecer descansaba un poco y
comenzaba de nuevo a pintar durante dos o tres días,
deteniéndose apenas para dormir o comer. Por más re
proches que le hacía, era inútil. [...] Siguiendo su cos
tumbre, transformaba la noche en día y el día en noche»
(citado por Wittkower). Miguel Ángel, por su parte, co
locaba una vela encendida sobre un casco de cartón que
se había hecho y trabajaba durante la noche, pues la ex
citación le impedía dormir.
Balzac pasaba casi diecisiete horas al día ante la mesa
de trabajo, en una total inversión de la vigilia y el sueño.
Tras levantarse a medianoche, se obligaba a escnbir has
ta las 4 de la tarde; después salía, se bañaba, cenaba y se
— 67 —
acostaba a las seis. La regla era implacable, draconiana,
era el motor de la obra. En cuanto a Beethoven, se con
formaba con un breve sueño al amanecer, mientras que
Marcel Proust también había adquirido el hábito litera
rio de vivir por la noche y dormir de día. Protegido por
las planchas de corcho que recubrían las paredes de su
habitación de eterno enfermo, Marcel se levantaba al
anochecer e intentaba dormirse hacia las seis de la ma
ñana, tras haberse tomado el habitual gramo y medio de
Trional. «Llegaría a declarar que el insomnio es una
ventaja», escribe Edmond Jaloux. «Proust —dice C oc
teau por su parte— tenía el aspecto de una lámpara en
cendida a plena luz del sol» (Opio).
Pero ¿quién mejor que Rimbaud para describir ese
necesario insomnio poético? En una carta dirigida a Er
nest Delahaye en junio de 1872, dice: «Ahora trabajo
por la noche. Desde medianoche hasta las cinco de la
madrugada [...]. A las tres, la vela se extingue; todos los
pájaros gritan a la vez en los árboles: se acabó. Ya no
trabajo [...]. A las cinco bajaba a comprar un poco de
pan; es la hora [...]. Volvía a casa para comer y me acos
taba a las siete de la mañana, cuando el sol hacía salir a
las cochinillas de debajo de las tejas.»
Algunos creadores se han impuesto una verdadera
ascesis para sustraerse en cierto modo a los valores ma
teriales y alcanzar esa noción kantiana de la «contem
plación desinteresada». Kretschmer dice que entre los
sabios más bien teóricos observa una ausencia general
de necesidades, incluso alimentarias. Recordamos que
Proust sólo se alimentaba con un café con leche, «a ve
ces acompañado de una ligera mermelada de ciruela»,
precisa Maurice Martin du Gard. Innumerables creado
res exaltados e inventores apasionados olvidarán beber
y comer en un momento de inspiración y vivirán toda la
vida retirados del mundo y de la vida material. Proust se
extinguirá en unas condiciones miserables en noviembre
— 68 —
de 1922, en una habitación sin caldear y amueblada so
lamente con una cama, un pequeño mueble chino y tres
mesas. Las reglas corporales adoptadas por Franz Kafka
eran mucho más violentas. Desde la adolescencia, obse-
sionado por la idea de contraer alguna enfermedad, se
impuso una norma de vida severísima que incluía la
prohibición de ingerir determinados alimentos y la obli
gación de tomar baños de agua helada o de someterse a
pruebas corporales coercitivas. Este ascetismo enfermi
zo denota la tiranía de la neurosis obsesiva, que al mis
mo tiempo interviene en la obra y contribuye, en ese
combate de todos los instantes, a la realización literaria.
En este punto nos encontramos ante una de las dificul
tades de nuestro estudio, la de contemplar a posteriori a
un ser que no pide ayuda, y que además es un creador.
Si en los cuadros que acabo de describir se tratara de
uno de nuestros pacientes quejándose de un malestar y
solicitando apoyo, no vacilaría en ver una grave patolo
gía de personalidad, como en el caso de muchos otros
personajes ya citados. Sin embargo, en este análisis fic
ticio no se produce petición alguna por parte de ese
creador hoy desaparecido; además, la obra se presenta
como un escudo, como una cicatriz, como un síntoma,
en unas ocasiones factor de equilibrio y en otras signo
ya de desasosiego interior.
— 69 —
dades psicotrópicas, es decir, susceptibles de modificar
el comportamiento psíquico. La relación entre el efecto
de las drogas y los síntomas de la enfermedad mental ha
sido determinada desde la Antigüedad, y siempre por
autores que se han dedicado a comprender los mecanis
mos de los creadores y los seres excepcionales. Aristóte
les, de nuevo en el Problema X X X , es el primero en se
ñalar lo mucho que se parecen los efectos del alcohol a
los trastornos del humor. El vino, dice, modela el carác
ter y puede volver a uno melancólico, a otro colérico, y
a un tercero, audaz. El vino imita a la naturaleza y con
fiere genio a quien lo bebe: «El vino, pues, crea la ex
cepción en el individuo no durante mucho tiempo, sino
por un breve instante...»
Moreau de Tours hará el mismo razonamiento
en 1845, en su tratado Du haschisch et de Valiénation
mentale, donde compara la fantasía del hachís con la ex
travagancia del sueño y el sueño de la alienación. M o
reau busca en el hachís un modelo de la locura, y en sus
antídotos un tratamiento para el delirio. Con las drogas
psicoactivas nos encontramos una vez más en la linde
del sueño, del delirio, de la locura, y al mismo tiempo
de lo imaginario y de la creatividad. Cada época tiene
sus excitantes y sus sedantes, cada época tiene su propia
medida de la subversión.
En la actualidad estamos tan acostumbrados a los
medicamentos susceptibles de curar toda clase de enfer
medades o de calmar el dolor, que no imaginamos lo
que supuso en el siglo XVIII la revolución del café. En
una obra muy curiosa que se acerca tremendamente a
nuestro propósito, Samuel Tissot, aquel médico higie
nista y amigo de Rousseau que se hizo célebre como de
tractor del onanismo, se interroga sobre las virtudes del
café y el uso inmoderado que a su entender hacían de él
los escritores: «No se puede poner el café en la misma
categoría que el té [...]. Cuando se toma tan sólo en con
tadas ocasiones, alegra, destruye las materias flemosas
del estómago, activa su acción, disipa la pesadez y el do
lor de cabeza provocados por los trastornos digestivos,
incluso depura las ideas y aguza el ingenio, a juzgar por
lo que dicen los hombres de letras, que debido a ello lo
consumen en grandes cantidades; pero ¿acaso bebían
café Homero, Tucídides, Platón, Jenofonte, Lucrecio,
Virgilio, Ovidio, Horacio, Petronio, incluso podría te
ner la audacia de decir Comedle y Molière, cuyas obras
maestras harán las delicias de la posteridad más lejana?»
{D e la san té des gens de lettres , 1770). Tissot aludía en
tre otros a Voltaire, que se tomaba casi cincuenta tazas
al día. ¿Qué habría dicho de Flaubert, que alternaba de
cenas de cafés con grandes vasos de agua helada? Y so
bre todo, ¿qué habría dicho del frenesí cafetero de Bal
zac, que había erigido ese néctar en musa virtuosa? De
su cafetera de porcelana salían sin descanso entre veinte
y cuarenta tazas de un café ardiente, triturado al estilo
turco, que le causó los terribles dolores de una gastritis
cafeínica y un gran nerviosismo fruto de la dependencia
a los excitantes. Expresó su dolor en una carta a Eve
Hanska el 20 de marzo de 1845: «Tengo los nervios en
un estado lamentable. El abuso del café me hace poner
en movimiento todos los nervios de los ojos; me siento
exhausto.» Olvidamos con demasiada frecuencia que el
café es la sustancia más ansiógena de nuestra alimenta
ción; por eso desvela tanto.
La atracción de los excitantes sigue en cierto modo
el fenómeno de la moda, ya que cada época cultiva una
droga euforizante, antálgica o en ocasiones psicodélica.
François Ferrero ha mostrado sobradamente esa suce
sión de estupefacientes fetiche en el transcurso de los
dos últimos siglos. Hacia 1800 era la época del opio y el
éter. Sydenham acababa de inventar el lau d an u m , que
tan importante papel desempeñó en la opiofilia de los
románticos. Pero ¿se diferencia mucho del uso actual de
71 —
los psicotropos? Hacia 1840 se impone la moda del ha
chís. El orientalismo y los inicios de la colonización
popularizarán la cannabis, especialmente en los círculos
intelectuales. En 1845, Moreau de Tours publica su
célebre tratado Du haschisch. En 1880 está de moda el
éter, que entonces es el gran anestésico, y la cocaína,
uno de cuyos primeros consumidores fue Freud, des
pués de haber teorizado sobre ella. El año 1920, con la
gran época colonial, asiste al reinado del opio y la mor
fina. El año 1940 aporta las anfetaminas, además de las
experiencias de las drogas tradicionales precolombinas:
mescalina y silocibina. Finalmente, hacia 1960 y dentro
del gran movimiento sociológico del 68, vuelven a po
nerse de moda el hachís y la marihuana, a los que se
suma el LSD, que acababa de ser sintetizado. Los crea
dores —escritores, pintores o músicos— participarán en
todas estas etapas de la exploración y de la dependencia
tóxica, aunque en grados distintos, y en la actualidad se
puede formular la hipótesis de varias formas de intro
ducirse en esa dependencia.
Algunos utilizarán primero el opio y los opiáceos
como antálgicos. No hay que olvidar que a principios
del siglo XIX no existía nada en el terreno del control del
dolor. Thomas de Quincey, precursor inglés de la opio
manía literaria, tomó láudano por primera vez a los die
cinueve años para calmar su neuralgia facial y en 1822
declaró su dependencia en la obra que lo hizo famoso,
Confesiones de un inglés comedor de opio: «Una hora
después, ¡la gloria! ¡Qué cambio! ¡Qué revolución! [...].
Los sufrimientos habían desaparecido [...] se podrían
meter éxtasis portátiles en una botella de una pinta y en
viar la paz espiritual con la diligencia» (citado por Fe-
rrero). Baudelaire, que será uno de los grandes detracto
res de las toxicomanías («Quiero demostrar que los que
buscan paraísos construyen su infierno, lo preparan, lo
excavan con un éxito cuya previsión quizá los asusta
— 72 —
ría»), utilizó el opio para aliviar sus dolores y mitigar
sus angustias. Nietzsche abusó tanto del cloral para cal
mar sus dolores físicos y migrañas, así como sus obse
siones e insomnios, que en 1882 intentó suicidarse tres
veces. Maupassant, que padecía terribles migrañas pro
vocadas por la sífilis, se drogaba con éter hasta aneste
siarse. Aspiraba lentamente, a fin de aliviar el dolor sin
perder el conocimiento. Sus experiencias con el opio y
el hachís se mezclaban con las alucinaciones provocadas
por su demencia y no fueron ajenas a la escritura de un
texto como El borla, donde aparece el espectro de su lo
cura incipiente. En junio de 1882, en Reves, ya ofrece
un testimonio de ese doble efecto de la antalgia y el des
pertar sensorial: «Cogí un gran frasco de éter y me puse
a aspirarlo lentamente. Entonces me di cuenta de que ya
no sentía dolor. N o dormía, estaba despierto; no era un
sueño, como con el hachís, no eran las visiones un tanto
enfermizas del opio, era una agudeza de razonamiento
prodigiosa, una nueva forma de ver, de juzgar, de apre
ciar las cosas de la vida, y con la certeza, la conciencia
absoluta de que esa forma era la verdadera...»
Cabe pensar que muchos empezaron a tomar éter,
opio, morfina o cocaína para aletargar el dolor y que des
pués se volvieron dependientes del bienestar y prisione
ros de la adicción, esa propiedad de los estupefacientes
que obliga a consumir cada vez más para obtener el mis
mo efecto.
Las sustancias opiáceas y morfínicas, derivadas del
opio, son ante todo poderosísimos antálgicos, ya que
son análogos químicos de las endorfinas, las hormonas
cerebrales que intervienen en el control del dolor y la
vivencia del placer. Artaud abusaba del opio y del cloral
para aliviar sus dolores cancerosos, y Jean Cocteau, que
empezó a tomar opio como analgésico y nunca más
pudo prescindir de él, daba fe no sólo de las virtudes
sino también de los perjuicios de la droga: «El opio es
— 73 —
una estación. Al fumador dejan de afectarle los cambios
de tiempo. No se resfría jamás. Únicamente le afectan
los cambios de droga, de dosis, de hora, de todo lo que
influye en el barómetro del opio» (Opio, 1930). En una
época más actual, una escritora como Françoise Sagan
se volvió toxicómana por combatir los terribles dolores
que le producía la polineuritis, consecuencia a su vez del
alcoholismo. Unos meses más tarde, el alivio proporcio
nado por el palfium había desencadenado una depen
dencia que marcó el inicio de la escalada tóxica: opio, co
caína... «Lo único que me parece apropiado, si se quiere
escapar de la vida de una forma mínimamente inteligen
te, es el opio» (Le Magazine Littéraire, 1969). En lo que
a esto respecta, los opiáceos son auténticos antálgicos
del dolor físico, pero también del dolor espiritual.
Para otros, estas sustancias tóxicas tienen un efec
to antidepresivo. Esta segunda forma de adentrarse en
la dependencia utiliza el alivio del dolor espiritual y el
apaciguamiento de la angustia. El descubrimiento de
esta virtud sedativa de las sustancias tóxicas en ocasio
nes es fortuito; sin embargo, una vez más la dependen
cia es ante todo una dependencia del bienestar que, en
lo fundamental, no difiere de la utilización actual de los
ansiolíticos y los antidepresivos. Tan sólo quienes los ne
cesitan perciben sus beneficios. Freud, iniciador de de
terminados usos médicos de la cocaína y ferviente con
sumidor de esta sustancia durante años, la utilizaba para
superar una fobia social que le hacía sentirse incómodo
en las reuniones mundanas. Ferrero destaca el testimo
nio que deja de ello en su correspondencia: «He tomado
un poco de cocaína para soltarme la lengua» (18 de ene
ro de 1886). «Estaba [...} muy tranquilo gracias a una
pequeña dosis de cocaína [...]. Éstos han sido mis logros
(o más bien los de la cocaína) y me siento satisfecho de
ellos» (20 de enero de 1886).
El primer poeta que ensalzó los méritos del opio fue
— 74 —
probablemente Samuel Coleridge, al que apelaron todos
los románticos y en especial Byron, que lo incitó a pu
blicar el poema K u b la K h a n , onirismo polisémico inspi
rado en la experiencia opiómana. Sin lugar a dudas el
opio tuvo para Coleridge virtudes antidepresivas que le
permitieron superar las terribles fases melancólicas de
su alternancia maníaco-depresiva, de la que da testimo
nio la exaltación de su producción literaria y el poste
rior declive de su poder creador.
Esta automedicación antidepresiva fue ampliamente
practicada, aunque no se reconociera como tal en razón
de nuestros prejuicios hacia la toxicomanía. Baudelaire,
Edgar Poe, Sartre o Cocteau superaron momentos de
depresión, al igual que muchos otros cuya desespera
ción desconocemos. «La droga —declara uno de ellos—
me ha permitido escapar de la ociosidad, del esplín y de
la desesperación, aun siendo algo totalmente artificial.»
El primer encuentro de Antonin Artaud con el opio se
produce en 1919 en Chanet, cerca de Neuchâtel, donde
sigue los consejos del doctor Dardel para remontar una
fase depresiva. A partir de entonces el opio lo acompa
ñará durante toda su vida, permitiéndole superar ciertos
períodos difíciles pero acelerando también sus descom
pensaciones delirantes. El efecto no siempre es terapéu
tico.
Los sedantes también tienen propiedades ansiolí-
ticas. Ésa es la principal virtud del alcohol, que en tan
tos casos acompaña a la creación literaria. La dependen
cia etílica de Ernest Hemingway o de Henri Bataille es
del dominio público, al igual que la de Malcolm Lowry,
Fitzgerald, Roussel, Modigliani, Utrillo y Suzanne Va
ladon, la de Pessoa, Van Gogh o Verlaine con la absen
ta... Nerval, Musset, Hoffmann o Edgar A. Poe, así como
Gluck y Haendel en el ámbito de la música, serán fieles
adeptos del alcohol. Pese a estar minado por el alcoho
lismo, Jack London fue uno de los promotores de la
— 75 —
prohibición en Estados Unidos. En Pizcas de pacaíso,
de 1931, Scott Fitzgerald describe así el efecto desinhi
bidor tan buscado por los amantes del alcohol: «Me
percaté de que después de tomar unas copas me volvía
expansivo y era popular entre la gente, y la idea me tras
tornó.» El alcohol, sedante para unos, excitante para
otros o ambas cosas según el momento, es un potente
regulador del humor para las personas de carácter ines
table.
Otros, por último, buscan abiertamente la embria
guez de las sustancias tóxicas por la experiencia senso
rial que proporciona, la cual alimenta el trabajo creati
vo. Tal es el sentido del éxtasis romántico y del club de
los adictos al hachís de Théophile Gautier: «¡Al cabo
de unos minutos me invadió un entumecimiento gene
ral! Me pareció que mi cuerpo se disolvía y se hacía
transparente. Veía con toda claridad dentro de mi pecho
el hachís que había ingerido, en forma de una esmeralda
que irradiaba millones de destellos...» (Bosc de Véze). A
las veladas de adictos al hachís del hotel de Pimodan
acudían entre otros Gautier y el pintor Boissard, Bau-
delaire y Moreau de Tours, Daumier, Nerval, Delacroix
e incluso, por curiosidad, Balzac, quien afirma haberlo
probado sin notar efecto alguno debido «al poder de mi
cerebro». El opio romántico reunirá a Dickens y Walter
Scott, Baudelaire, Edgar A. Poe y, más tarde, Willy, Car
eo, Apollinaire, Jarry, Modigliani, Mirbeau, Lautrec,
Picasso... Los fumaderos parisinos serán en cierto modo
unos laboratorios del sueño.
Las experiencias sensoriales de Michaux y Huxley,
o de Sartre con la mescalina, o de Junger con el LSD,
fueron intentos deliberados de tomar tóxicos, bajo vigi
lancia médica, para describir sus efectos. Desde hace
más de un siglo hay numerosos testimonios de esos mo
mentos de locura artificial que matizan la obra y mues
tran los límites de la razón. En cierto modo, una defen-
— 76 —
sa contra uno mismo. Encontramos la huella de ellos
en 1804, en las C onfesiones de De Quincey, en R êv es ,
una novela corta de Maupassant escrita a modo de de
fensa de la eteromania, en 1907 en L a lutte, de Alphonse
Daudet, L a noire idole , de Laurent Tailhade y L 'éth er
consolateur , de Willy, en O p io , de Cocteau, en 1930, en
L a im agin ació n , de Sartre, en 1936, en L a s p u ertas de la
percepción , de Aldous Huxley, en 1954, y más reciente
mente, en 1964, en T oxiq u e , el diario de la desintoxi
cación de Françoise Sagan, en Y onqui , de Burroughs,
en 1979, en H . y en P a ra d is , de Philippe Sollers, y en los
dos alegatos de Yves Salgues contra la droga: L'h éroïn e
y O p iu m C ity.
Todos afirman que los éxtasis artificiales no otorgan
el genio, no añaden nada al talento, todos describen la
decadencia del descenso, pero todos explican también
la necesidad, la curiosidad y, posteriormente, la atrac
ción del viaje y de la experiencia inaudita. Si hubiera que
añadir una virtud, precisar la necesidad del consumo de
sustancias tóxicas, tan frecuente entre los creadores, in
sistiría en el efecto «estárter» que pueden ejercer las dro
gas psicotropas en el proceso creativo y que ha influido
en la gran frecuencia de su uso. Philippe Sollers mani
fiesta con gran lucidez la aceleración de los procesos
perceptivo y creativo bajo el efecto de las anfetaminas:
«Permiten redactar más deprisa. El calentamiento pasa
de una hora a diez minutos. El rendimiento es mejor. Y
ello no altera en absoluto la concentración y la lucidez.
[...] Producen un efecto de aceleración, permiten asocia-
ciar ideas y palabras con mayor rapidez, quitan inhibi
ciones...» (Assouline).
N os encontramos de nuevo en la frontera entre la
creación y la patología, entre el genio y la locura, ya que
esta descripción del funcionamiento mental bajo el efec
to de las anfetaminas se parece mucho a lo que llama
mos excitación maníaca, estado inverso a la depresión y
— 77
que se caracteriza por una aceleración mental, taquipsi-
quia, juegos de palabras rápidos, incoherencias, asocia
ciones de ideas espontáneas e hiperactividad. El efecto
antidepresivo de las drogas estimulantes es indiscutible:
acompaña los esfuerzos del creador, que lucha contra la
depresión o contra un momento de abatimiento. Jean-
Paul Sartre tomó anfetaminas por primera vez para re
dactar un texto destinado a la Unesco, porque no se
sentía con la energía suficiente para hacerlo, y más tarde
recurrió a ellas cada vez que perdía la confianza en sí
mismo. En otra época y en cantidades distintas, los
efectos del café en Balzac quizá no tengan nada que envi
diar a las anfetaminas: «El café te cae en el estómago [...].
A partir de ese momento todo empieza a agitarse, las
ideas se ponen en movimiento como los batallones del
Gran Ejército en el campo de batalla, y la batalla se pro
duce. Los recuerdos llegan a paso de carga... Las figuras
se alzan, el papel se cubre de tinta, porque la vigilia em
pieza y acaba con torrentes de tinta negra...»
4. L a LO C U R A
— 78 —
sobre el hielo como sobre la tierra recalentada por el sol
de Grecia, danzaba y saltaba con frecuencia solo, sin
motivo y como por capricho; tenía un porte “singular”;
llevaba, al menos a los ojos del vulgo, un tipo de vida de
lo más extraño [...] en fin, debido a su conducta y a sus
maneras se había ganado tal reputación de estrafalario
que Zenón el Epicúreo lo apodó más tarde el bufón de
Atenas, lo que hoy llamaríamos un excéntrico» {Le dé-
mon de Socrate, 95).
El distanciamiento de los convencionalismos y las
contingencias materiales caracteriza a numerosos artis
tas —no sólo pintores, escritores y poetas, sino también
sabios, ingenieros, inventores—, que parecen descentra
dos respecto al mundo en el que se encuentran. Se po
dría decir de Marcel Proust lo mismo que de Sócrates,
ya que presentaba una imagen curiosa y enfermiza, «con
el cuello hundido tras una pechera abombada, más bien
pequeña», en palabras de Mauriac, «la cabeza hacia
atrás, más disfrazado que vestido —dice Diesbach—, cu
bierto con una pelliza en mayo, o tres abrigos uno enci
ma de otro en la boda de su hermano». Un último para
lelismo: Glenn Gould, pianista excepcional y dominado
por sus fobias como Proust, tampoco se desplazaba sin
abrigo, guantes, pañuelo en el cuello y gorro, hiciera
frío o calor, y para no coger frío tocaba con unos mito
nes que no se quitaba ni para ir al baño.
En estos tres ejemplos, a los que se podrían añadir
muchos más, la excentricidad aparece como un rasgo
destacado de la personalidad y al mismo tiempo como
una patología del comportamiento, aquí de expresión
fóbica, es decir, que expresa el temor irracional a un ob
jeto o una situación, e impone conductas de evitación
o incluso rituales conjuratorios. Se podrían mencionar
otras personalidades obsesivas, como Erik Satie y su ex
traordinaria caligrafía seudogótica, a imagen y semejan
za del personaje extraño, obsesivo, perfeccionista y me
— 79
ticuloso, al tiempo que muy inestable e imprevisible,
embutido en su harapiento traje oscuro. La excentrici
dad de las grandes figuras que fueron Miguel Ángel,
Voltaire o Jean-Jacques Rousseau nos recuerda de nuevo
que el creador necesita otra esfera que es un mundo in
terior, el del sueño y lo imaginario, y al mismo tiempo
cierto distanciamiento de la vida material.
En 1590, en Idea del templo della pittura, Giovan
Paolo Lomazzo, artista también, declara: «Se observa
que la mayoría de los pintores son extravagantes y que,
al hablar, muchas veces se dejan llevar por su estado de
ánimo. No pretendo establecer aquí si ello es una conse
cuencia de su naturaleza o de la complejidad del arte en
el que se pierden constantemente cuando persiguen la
investigación de sus secretos y de las enormes dificulta
des que entraña» (citado por Wittkower). Jacopo Pon-
tormo, niño prodigio y huérfano, se convirtió en uno de
los pintores más brillantes de la gran Florencia. Era
solitario y excéntrico, sufría grandes fobias y angustias,
hasta tal extremo que Vasari se cree obligado a puntua
lizar que «su soledad supera lo imaginable» (op. cit.).
Hay numerosos ejemplos de esos «nuevos» artistas del
Renacimiento que parecen cultivar el individualismo,
reivindicar la libertad de expresión y manifestar una
excentricidad que antes no se consideraba correcta.
Wittkower formula la idea de que dicha excentricidad
—rareza, locura— es el rasgo social de una época en la
que, por primera vez desde la Antigüedad, los pintores
se veían enfrentados a las mismas dificultades que los
demás creadores. Parece razonable pensar que esa crea
tividad es la expresión de una estructura estrafalaria de
personalidad de la que proceden, además de la obra, las
dificultades de la vida.
Si hay un personaje que haya jugado la carta de la
excentricidad pretextando locura, sin duda es Salvador
Dalí, cuya autenticidad, pese a todo, no se puede poner
— 80 —
en duda. Su exhibicionismo grandilocuente, el gusto por
la pompa y lo estrafalario, su manierismo verbal erigido
en sistema nos dejan de él una imagen bufa e histriónica.
Su alegato en favor de un método paranoico crítico es a
la vez una burla del psicoanálisis y un testimonio vivo
de esa asociación popular del genio y la locura. Dalí ela
bora su sistema defensivo tras un encuentro en 1935 con
Jacques Lacan, que acababa de publicar su tesis sobre
la psicosis paranoica. Su personalísimo método, que tal
vez constituyó para él un sistema de equilibrio, consis
tía en dar libre curso a sus fantasmas y obsesiones, con
trolando al mismo tiempo, según afirmaba, su delirio.
El excéntrico pintor se declaraba ajeno a la locura recu
rriendo, como siempre hacía, a la paradoja: «La única
diferencia entre yo y un loco es que yo no estoy loco.»
Porque el arquetipo popular del genio es el de al
guien más o menos loco. Recordemos la reflexión de
Freud en R e trato psicológico del presidente T hom as
W oodrow W ilson , según la cual en todas las épocas de
terminados enfermos, locos o afectos de una grave neu
rosis, han orientado la marcha de la humanidad llevan
do a cabo proyectos muy ambiciosos que pocos habrían
sido capaces de afrontar, o bien dejando tras de sí con
fusión y desdicha. La historia militar, política y religio
sa ofrece innumerables ejemplos de ello: Napoleón,
Luis II de Baviera, Nerón, Stalin, Hitler, Ceaucescu,
Wilson, Mac Arthur, Martín Lutero...
La creación y la originalidad del descubrimiento ha
cen que se tache al poeta o al inventor de loco. Paul
Delvaux lo manifiesta así en 1939: «Cuando uno quiere
hacer cosas que no se ven por todas partes, recae sobre
él la sospecha de que está loco.» El sentimiento de rare
za revolucionaria que posee por naturaleza la obra ge
nial, suscita una fuerte reacción de rechazo que preserva
el orden establecido y margina al creador bajo la cómo
da etiqueta de la locura. N o hay más que ver cuántos re
— 81 —
gímenes totalitarios han utilizado la coartada psiquiá
trica para eliminar a los opositores «progresistas» y a
todos los innovadores en el terreno de la ciencia o las
artes.
Así pues, la locura se vincula a la imagen del poe
ta, del innovador y del excéntrico. Gautier llamaba a
Nerval «el loco delicioso», pero la locura de Nerval era
auténtica, y estaba tan unida a la escritura que no es po
sible disociar una de otra. «La última locura que pro
bablemente me quede será creerme poeta», decía. Y lo
repetirá sin cesar: «Estoy loco, estoy loco» (carta a
A. H., 20 de octubre de 1854), reconociendo así la en
fermedad, pero sin aceptar ni su condena ni su imagen
social, tan alejada de la realidad del creador y de su ge
nio. «Admito oficialmente que he estado enfermo. N o
puedo aceptar que haya estado loco, ni siquiera que
haya sufrido alucinaciones. Si ofendo a la medicina, me
arrojaré a sus pies cuando adopte los rasgos de una dio
sa» (carta a Antony Deschamps, 24 de octubre de 1854).
Lo mismo se puede decir de Antonin Artaud, cuya lo
cura se halla tan unida a sus escritos que sin duda ha
empobrecido una parte de su obra. «Padezco una es
pantosa enfermedad del espíritu», escribió a Jacques Ri
vière. Y el 6 de mayo de 1935, tras su paso en la actividad
teatral del Folies a la sala Wagram: «A este torturado,
todo el mundo lo ha tomado por un loco [...]. Y la imagen
de la locura del mundo se ha encarnado en un tortura
do» (Danièle André-Carraz). Así se pasa, casi imper
ceptiblemente, del innovador excéntrico al poeta tortu
rado, al sabio loco o incluso al creador alienado y al
loco literario. Se pasa imperceptiblemente de la eviden
cia de la salud a la evidencia de la enfermedad.
Nos encontramos en esa frontera tan sutil entre el
genio y la locura que todos los biógrafos, y también los
propios creadores, han frecuentado constantemente. Es
el caso de Goethe cuando habla de sí mismo y evoca la
— 82 —
revuelta interior del infortunado que «no sabe contra
qué se revuelve», o el de Nietzsche, que dirige a toda la
humanidad ese grito de rebeldía: «¿Dónde está, pues,
la locura, cuya vacuna deberían inocularnos?» (Kretsch
mer), o el de Odilon Redon, que ve en su proceder el
genio de la desmesura: «Mi intuición es [...] la locura.»
Es también el caso de Stendhal, que hace la misma refle
xión en su Vida de Mozart: «Quizá sin esa exaltación de
la sensibilidad nerviosa que llega hasta la locura no hay
genio superior en las artes que requieren ternura...»
Ante esta imagen ampliamente extendida del genio
excéntrico, continúa sobre el tapete la cuestión de la re
lación entre genio y locura, una cuestión para la que
vamos a proponer argumentos. ¿Están los creadores
afectados, en mayor o menor medida, por la locura?
¿Interviene la locura en la creación? ¿Confunden los
médicos el delirio con la metáfora poética? Con todo, si
la locura forma parte del genio, parece evidente que no
es una condición suficiente y que no se es genial por el
hecho de estar loco. Es necesario precisar, además, que
no se puede reducir el genio a la locura, tal como la fácil
crítica de nuestro razonamiento podría dar a entender.
— 83 —
III
— 85 —
1. L a infancia del arte
— 86 —
Todo el mundo conoce la infancia de Mozart, guia
do desde muy temprano por su padre, un gran músico y
pedagogo. A los tres años, "VColfgang ya daba muestras
de la precisión absoluta de su oído, de una prodigiosa
memoria musical y de una sorprendente capacidad de
concentración. A los cuatro años compuso sus primeras
piezas para clavicémbalo y a los seis dio, junto con su
hermana Mananne, su primer concierto en la corte de
Viena. La espontaneidad de su intuición musical asom
bró a los adultos cuando, a los siete años, tocó sin lectu
ra previa su parte de violín en el cuarteto de su padre.
La gira «europea» que realizaron Leopold, Wolfgang y
Marianne de 1763 a 1766, es decir, desde los nueve has
ta los once años en el caso de Mozart, impresionó a las
cortes reales y a todos los espíritus elevados, entre ellos
a Goethe, que lo vio en Francfort.
El privilegio de esta extraordinaria precocidad de las
dotes musicales también le correspondió a Meverbeer,
que a los cinco años ya era un maravilloso intérprete, y
a Haendel, que aprendió muy pronto a tocar el clavi
cémbalo y a los siete años dominaba el órgano con tal
maestría que un príncipe de Sajonia lo animó a hacer ca
rrera. Fue director del teatro de Hamburgo con apenas
diecinueve años y compuso El Mesías a los veinticinco.
Rameau era un virtuoso a los siete, al igual que Chopin,
que en 1817, a la misma edad, publicó una polonesa en
sol menor y al año siguiente interpretó en público un
concierto de Gyrowetz. A los nueve años, Robert Schu-
mann compuso Alegrías de la jornada de un colegial, y
Franz Liszt, un extraordinario virtuoso ya a esa edad,
a los doce años transportó de tono todas las fugas de
Bach y las ejecutaba de memoria. Con apenas ocho
años, Roberto Benzi dirigió por primera vez una or
questa, sorprendente hazaña que exigía, además del
dominio del atril, un extraordinario oído y una increí
ble memoria musical, disponer de una gran orquesta.
— 87 —
Cuenta la leyenda, parte de ella novelada, que recibió
ese «don» cantando en las calles de Nápoles, aunque,
como en muchos otros casos de niños prodigio de la
música, al parecer la influencia familiar fue determinan
te, pues pese a que no ingresó en el conservatorio, Ro
berto Benzi tuvo muy buenos profesores.
En estos prodigios de la infancia vemos, especial
mente en el ámbito de la música, a aquellos que serán las
grandes figuras del mañana. A los once años, Paganini
da su primer recital; Beethoven publica a los doce su
primera obra, Variaciones p a ra pian o sobre una m archa
de Dressler, y un año más tarde ya ha compuesto tres
sonatas. Rossini, convertido ya en un pianista virtuoso,
escribe también las primeras sonatas para cuerda a los
trece años. Cabe citar también a Cari Maria von Weber,
que sólo tenía catorce años cuando se representó su
ópera L a doncella de los bosques , y a Schubert, que a la
misma edad era primer violín.
Estas hazañas precoces muestran con claridad, en la
esfera musical más aún que en las otras formas de expre
sión, que es posible realizar un aprendizaje musical a
partir de los primeros meses y los primeros años de la
vida, en la medida en que el niño se encuentra sumergi
do en un baño cultural apropiado, y también en la me
dida en que la audición se organiza muy pronto y en
que la técnica instrumental pone en funcionamiento com
portamientos motores que no precisan la madurez total
del lenguaje, todavía insuficientemente organizado. Ese
baño musical indispensable, siempre presente en la his
toria de la infancia del genio, nos permite refutar la hi
pótesis del don musical y de la capacidad innata. Leo-
pold Mozart era uno de los grandes pedagogos de su
época; todos los violinistas se habían ejercitado con
su método. En la familia Bach, la música era un oficio
que había pasado de padre a hijo desde hacía cuatro ge
neraciones, al igual que en la familia Beethoven. El joven
— 88 —
Weber frecuentaba los bastidores de los teatros, entre
los músicos, desde los cuatro años, y Liszt recibió de su
padre las primeras lecciones de piano a la misma edad.
En otros casos serán las madres quienes, músicas a su
vez, acompañen los primeros pasos de su hijo en el
mundo de la música: la madre de Chopin, va desde su
infancia en Varsovia, la madre de Bartók, la madre de
Prokofiev..., en una época en que la música formaba par
te de la educación de todas las mujeres de la buena socie
dad. El carácter familiar de este aprendizaje precoz, ca
paz de construir un monumento musical sobre varias
generaciones, culmina con el gran Bach, que no es sino
uno de los sesenta y cinco músicos del mismo nombre.
Karl Geiringer, que llevó a cabo un análisis sumamente
minucioso de la dinámica artística de la familia Bach, re
sume así su idea de filiación musical: «La herencia mu
sical, mantenida en reserva durante dos generaciones,
estalló triunfalmente en Johann Sebastian, que por lo de
más había heredado de los Lámmerhirt (su madre) la
profundidad del sentimiento y una tendencia al misticis
mo.» Bernard Gavoty describe con talento la dura ley
que preside la educación musical en la familia Beetho-
ven: «Saber si al pequeño Ludwig le gustaría o no la mú
sica era lo de menos; se decidió que sería músico.» A los
cuatro años «lo obligan a sentarse ante un clavicémbalo,
lo encierran con un violín, lo matan a trabajar. Interpre
ta pequeños papeles en el teatro; ejecuta su parte de vio-
loncello en la orquesta de la corte; a los trece años es
organista».
El aprendizaje precoz de la música sugiere la hipó
tesis de que se utiliza un modo sensorial privilegiado,
la audición, que permite una concentración prolongada
gracias al mecanismo fisiológico del «canal sensorial úni
co», lo cual puede explicar una atención cercana a la hip
nosis. En lo que a esto respecta, el aprendizaje musical
parece muy distinto de las otras formas creativas.
— 89 —
Por más que nos parezcan pertinentes, estas reflexio
nes son, sin embargo, más descriptivas que explicativas.
Lo cierto es que, si bien hay motivos para pensar que el
genio musical necesita un aprendizaje familiar precoz,
jamás sabremos por qué Wolfgang se convirtió en Mo-
zart ni cómo llega su obra a dominar la historia de la
música. El fenómeno encierra una alquimia impenetra
ble que conserva para siempre la belleza de su misterio.
Aunque más tardía, la precocidad de los pintores,
los científicos o los literatos no es menos real; también
entre ellos abundan los ejemplos. Se cita a menudo al
joven Blaise Pascal haciendo demostraciones de teore
mas a los nueve o diez años, apasionándose a los doce
por los Elementos de Euchdes, cuyas treinta y dos pro
posiciones resolvió, enunciando a los quince el famoso
teorema llamado «teorema de Pascal», redactando a los
dieciséis el Ensayo sobre las cónicas, e inventando entre
los dieciséis y los dieciocho la máquina aritmética, un
aparato que efectuaba las cuatro operaciones elementa
les, que fue el punto de partida real del cálculo mecáni
co y que mediante perfeccionamientos técnicos desem
bocó en las calculadoras modernas.
En el campo de las ciencias llamadas exactas, nume
rosos científicos han manifestado también una gran pre
cocidad en su interés por las matemáticas, pese a que no
siempre se ha conservado su huella. El cálculo mate
mático, que utiliza zonas cerebrales muy especializadas,
tampoco requiere el dominio del lenguaje verbal y puede
desarrollarse mucho antes de que el lenguaje esté total
mente establecido. El filósofo alemán Ludwig Witt-
genstein, que tanta influencia ha ejercido en la literatu
ra del siglo XX, sobre todo en los escritores vieneses, se
apasionó muy pronto por las matemáticas y la lógica
pura y construyó una máquina de coser a los ocho años.
Su intensa curiosidad y sus múltiples pasiones no tarda
rían en convertirlo en un ser inadaptado que no podría
— 90 —
integrarse en una escolaridad normal, lo que no le impi
dió cursar más adelante estudios de ingeniería y después
de filosofía.
Kretschmer relata también la historia de Robert Ma-
yer, un médico alemán que a los veintiséis años formuló
la ley de la conservación de la energía desarrollando una
idea poderosa, una idea fuerza, una idea fija que tenía en
mente desde la infancia. A los diez años, al observar el
mecanismo de un molino, plantea la cuestión del mo
vimiento perpetuo, cuestión que ya lleva implícita la de
la conservación o la transformación de la energía.
Este carácter profundamente obsesivo de perseguir
unas ideas y relacionarlas de manera fortuita, que se da
con gran frecuencia en los científicos y los inventores
—es precisamente eso lo que permite la chispa del des
cubrimiento—, constituye un rasgo acusado de la perso
nalidad, que habitualmente se expresa de forma patoló
gica en la neurosis obsesiva, por ejemplo, o en el delirio
relacional de los sujetos paranoicos. La tensión psíquica
que se moviliza hacia el objeto único de la búsqueda se
tiñe del entusiasmo del descubrimiento y permite al ser
creativo conservar un equilibrio pese a la apariencia pa
tológica de su comportamiento. No obstante, es preciso
señalar que ese equilibrio es temporal y que los aconteci
mientos de la vida amenazan con revelar más tarde su
enorme fragilidad.
Siguiendo con los casos que acabo de mencionar, re
cordemos por ejemplo la duda escéptica de Pascal, a
quien la adhesión a un sistema religioso monolítico sal
vó sin duda del desequilibrio; también tenemos noti
cia de la gravísima depresión que acompañó la vida de
Wittgenstein; y conocemos por último la locura melan
cólica de Robert Mayer. El genio necesita una precoci
dad que organiza su vida relacional y modela el aparato
psíquico en el sentido apropiado, al servicio de sus esta
dos de ánimo y sus ideas fijas. Ese cerebro volcado por
— 91 —
completo en una causa única y consagrado permanente
mente a esa pasión será capaz de realizar las mayores
proezas, y al mismo tiempo sucumbir a las mayores de
bilidades.
— 92 —
^ Se observa por tanto que la precocidad en la expre
sión científica o artística se ordena gradualmente en
función del modo sensorial y del sistema motor reque
rido para esas habilidades, y presenta el orden siguien
te. musical, matemático, pictórico, literario. Las presta
ciones mas precoces son, en consecuencia, musicales, ya
que el oído y las zonas sensoriales auditivas maduran
muy pronto. Antes de los veintiún meses se organiza la
prosodia, la melodía del lenguaje, lo que permite mani
festar esa aptitud para la musicalidad antes del estableci
miento de la lengua. En los primeros años ya está todo
en su sitio, si el baño musical y educativo es suficiente.
En general, los grandes músicos han estado en contacto
con la música antes de haber aprendido a hablar.
A continuación viene la aptitud para el cálculo men
tal, que parece organizarse antes de que se domine por
completo el lenguaje verbal y de que determinadas dispo
siciones mentales que centran exclusivamente la atención
en el carácter abstracto de las matemáticas den prioridad
a ese modo de razonamiento. Por tal motivo, algunos
calculadores geniales se han hecho famosos antes de los
diez años.
En cuanto al dominio de las artes plásticas, requiere
el asentamiento definitivo de todas las coordinaciones
motrices bajo la dependencia del control visual, es decir,
la mano bajo la mirada del ojo; requiere también la ad
quisición de la imagen tridimensional y de la perspecti
va, nociones complejas que exigen un aprendizaje téc
nico largo y constante. Raramente se es pintor antes de
los diez años, una edad, por otra parte, muy temprana.
Finalmente, la poesía, la literatura y las disciplinas
del pensamiento razonado no se podrán expresar hasta
que, unos años más tarde, el lenguaje esté totalmente
establecido y se posea una cultura suficiente. El apren
dizaje de la lengua es «una larga espera», afirmaba con
gran acierto Buffon. La madurez cerebral de las zonas
— 93 —
motrices del lenguaje no es del todo completa hasta des
pués de los diez años, y casi nadie se inicia en la litera
tura antes de los quince. Existen no obstante algunas
excepciones: de creer el testimonio de Agrippa d’Aubig-
né, este gran escritor francés del siglo XVI aprendió latín,
griego y hebreo a los cuatro años y los leía con fluidez
a los seis; también declara haber traducido el Gritón de
Platón a los siete años y medio. Semejantes afirmacio
nes pueden parecemos en la actualidad muy exageradas,
pero hay que considerar las condiciones privilegiadas
de la nobleza de la época en materia de educación.
Montaigne, que había aprendido de muy pequeño el la
tín como una lengua viva, lo dominaba bastante bien a
los seis años, y unos siglos más tarde el protestantismo
ilustrado de su familia permitirá al joven Goethe escri
bir en varias lenguas antes de cumplir los diez años. Sta-
nislaw Witkiewicz, el gran pintor y novelista polaco,
escribió su primer ensayo a los siete años. Hay que pre
cisar, sin embargo, que su padre era pintor, crítico y
escritor reconocido, y que su madre se dedicaba a la
música.
— 94 —
nial?» Por último, cuando en 1869 Nietzsche recibe el
título honorario de doctor en filosofía gracias a la cali
dad excepcional de sus trabajos, su profesor de filología
hace un comentario muy elocuente acerca de la admira
ción que le profesa: «Entre los numerosos jóvenes talen
tos que, desde hace ahora treinta y nueve años he visto
desarrollarse ante mis ojos, jamás he conocido a ninguno
tan precoz, tan completo, como Nietzsche [...]. Actual
mente tiene veinticuatro años...» (citado por Cressy).
Estas trayectorias excepcionales —embellecidas en
algunos puntos— tienen básicamente el mérito de mos
trar que el aprendizaje precoz es posible. Tal vez requie
re una capacidad especial de atención, cuyas relaciones
con el humor y el espíritu veremos más adelante, pero
sobre todo necesita un medio favorable y un baño cultu
ral apropiado.
Este afianzamiento del genio en los primeros años
de la vida pone de relieve la importancia del funciona
miento mental infantil —gusto por el juego, curiosidad,
inventiva, imaginación— en el proceso creativo. El ge
nio creador sigue siendo con frecuencia un niño toda
la vida. Bourguignon cuenta que Einstein explicaba su
descubrimiento de la teoría de la relatividad por el he
cho de que continuaba haciéndose preguntas propias
de la infancia a una edad en que ya poseía los conoci
mientos de un adulto. «El genio no es más que la infan
cia recuperada a voluntad», dice Baudelaire al hablar de
Constantin Guys, el pintor de la vida moderna y de la
belleza pasajera, como él lo llamaba. «¿N o sería fácil
demostrar —prosigue Baudelaire en Los paraísos artifi
ciales—, mediante una comparación filosófica entre las
obras de un artista maduro y el estado de su espíritu
cuando era un niño, que el genio no es sino la infancia
claramente formulada, dotada ahora, para expresarse,
de órganos viriles y poderosos?» Esta opinión apare
ce con frecuencia en la literatura; por ejemplo en Jean
— 95 —
Sartenil, de Marcel Proust: «Este libro jamás fue he
cho, fue cosechado.»
El genio literario nos devuelve a la infancia gracias
a esa capacidad del escritor para maravillarse siempre
de sus invenciones. El propio Goethe sabía lo que decía
cuando afirmaba que «las naturalezas geniales viven una
pubertad renovada, mientras que las demás sólo son jó
venes una vez» (citado por Kretschmer). En pago de esa
eterna juventud, el creador genial experimentará duran
te más tiempo que otros todas las incertidumbres dolo-
rosas de la adolescencia: crisis de identidad, toxicoma
nías, dependencias, inclinación al idealismo patético y
tendencia a las psicosis propias de la pubertad o a la di
sociación esquizofrénica. Así habla Kretschmer de la
longevidad del «ardor juvenil», que alimenta el idealis
mo patético de los románticos.
— 96 —
multiplicar los ejemplos que demuestran, bien la he
terogeneidad de la noción de genio, bien la fragilidad
de esta idea, o bien la gran arbitrariedad en la elección de
las personalidades.
La segunda hipótesis, que ya encontramos formu
lada por Séneca, se expresa con la forma de un adagio
popular que afirma que los genios precoces mueren jó
venes. Un autor americano, al estudiar recientemente la
crisis que se produce hacia la mitad de la vida, señala
que numerosos seres excepcionales han muerto alrede
dor de los treinta y siete años: Mozart, Chopin, Rim-
baud, Van Gogh... N o obstante, se puede objetar que
las causas de mortalidad de cada uno de ellos son muy
distintas, y que evidentemente no se pueden comparar
las condiciones de vida y la longevidad en las diferentes
épocas en que vivieron. Esta hipótesis se viene abajo por
sí sola cuando se la compara con el argumento inverso,
sostenido por Lombroso el siglo pasado: el de la lon
gevidad excepcional del genio. Goethe y Victor Hugo
vivieron ochenta y tres años; Voltaire, Franklin y san
Vicente de Paúl, ochenta y cuatro; Sófocles, Humboldt,
Miguel Ángel y Petrarca, noventa, ¡y Tiziano nada me
nos que noventa y nueve!
Estos cálculos extravagantes siempre presentan lis
tas heteróclitas de personajes ilustres, cuyo interés es
muy relativo. Para proseguir esta discusión conviene ce
ñirse exclusivamente a aquellas concordancias descripti
vas lo bastante coherentes para convertirse en hechos
observables.
2. E l g e n io h u é r f a n o
— 97 —
de los padres»), que pone de manifiesto la abundancia de
huérfanos de padre o madre entre los escritores. Kanzer
elabora una larga lista en la que figuran Byron, Colerid-
ge, Swift, Bronté, Rousseau, Tolstói, Edgar Alian Poe,
George Sand... La hipótesis será retomada en 1975 por el
psicoanalista norteamericano Georges Pollock, que ana
liza las consecuencias de la pérdida de los padres en la
creatividad o la inventiva de más de mil escritores, cien
tíficos, artistas o personalidades políticas. Pollock inter
preta el acto creativo como un intento siempre vano e
infructuoso de reparar dicha pérdida. Esta reflexión será
ampliamente desarrollada por André Haynal y la escue
la ginebrina de psiquiatría, y más tarde por un psicólogo
norteamericano, Marvin Eisenstadt.
André Haynal, en colaboración con un historiador,
Pierre de Senarclens, muestra claramente la importan
cia que revisten las separaciones tempranas en los seres
creativos: de treinta y cinco escritores franceses del si
glo XIX seleccionados por Haynal en función de la im
portancia de su obra, diecisiete perdieron durante la
infancia al menos a uno de los padres o fueron sepa
rados de él. Basándose en una población más amplia,
compuesta por seiscientos noventa y nueve persona
jes excepcionales, Marvin Eisenstadt confirma esta ten
dencia: una cuarta parte de ellos perdió a uno de los
padres antes de los diez años, dos tercios antes de los quin
ce, y la mitad antes de los veintiuno. Se puede objetar
que Eisenstadt aplica esta hipótesis a unas épocas en
las que la esperanza de vida difería mucho de la nues
tra. Sin embargo, su trabajo tiene el gran mérito de pro
poner una población testimonio, contemporánea de
los «genios que constituyen la población experimen
tal», y que deja patente que la proporción de huérfanos
es a todas luces más elevada entre los seres excepcio
nales.
Dos referencias apoyan esta tesis. En primer lugar,
— 98 —
el texto clasico de Suetomo Las vidas de los doce césavcs,
que nos revela que diez de ellos eran huérfanos; y
en 1970, el estudio de Lucille Iremonger sobre veinti
cuatro presidentes de gobierno británicos, en el que se
dice que quince de ellos, es decir, el 62,5 %, también
eran huérfanos. Muchos políticos perdieron a su padre
cuando eran niños o adolescentes —César, Napoleón,
Lenin—, lo que probablemente constituye un factor de
realización del que hablaremos más adelante.
Por último, para ampliar un poco esta idea que en
mi opinión ya reposa sobre sólidas bases, diré que en la
vida de los grandes creadores y los personajes excepcio
nales se da con gran frecuencia la pérdida temprana de
un ser cercano: del padre, de la madre, de un hermano o
hermana, de un hijo o una hija. Debido al trabajo psi
cológico interior que exige, la pérdida temprana es qui
zás uno de los motores de la excepcionalidad. Precise
mos finalmente que este razonamiento se adapta mejor
a los siglos pasados, en que las pérdidas tempranas eran
más numerosas y frecuentes que en la actualidad.
El padre de Newton murió a consecuencia de una
enfermedad antes incluso de que naciera su hijo, al igual
que el de Sartre, Mauriac o Camus, cuando éstos tenían
un año. Hölderlin sólo tenía dos años cuando se pro
dujo la muerte de su padre y nueve cuando murió su
padrastro. Byron, tres. George Sand, cuatro. Nietzsche
tenía cinco años cuando su padre fue víctima de la de
mencia y le sobrevino la muerte, y siete cuando murió
su hermano pequeño. A los seis años, Baudelaire perdió
a su padre, y un año más tarde, en 1828, «perdió» a su
madre al casarse ésta con Aupick. Villon también perdió
a su padre de muy pequeño. Cocteau solamente tenía
nueve años cuando el suyo se suicidó. Hay innumera
bles ejemplos: en las mismas circunstancias, De Quin-
cey y Tolstói tenían ocho y nueve años respectivamente,
Maupassant, diez, Conrad, doce. La muerte del padre
— 99 —
ha influido sin ningún género de duda en el genio litera
rio, con frecuencia de forma positiva, borrando su ima
gen y dejando paso a la madre, para permitir la obra.
En cuanto a la desaparición de la madre, es inevita
ble constatar que se trata de una herida mucho más ar
caica. Tolstói sólo tenía un año cuando perdió a su ma
dre, que aparecerá de forma obsesiva en su obra como el
arquetipo de la mujer ideal. Nerval sufrió el trauma de
su pérdida a la edad de dos años, y su obra puede leerse
como una poderosa tarea de resurrección. Pascal apenas
tenía tres años, Miguel Ángel seis, y Stendhal siete, en
tre muchos otros que, como ellos, perderán el alimento
materno pero conservarán muy presente el recuerdo de
la inspiradora de su obra.
La pérdida precoz de un hermano o una hermana,
aunque también influye en el genio, en muchos casos
sume más profundamente su personalidad en la psicosis
y la locura. Todo el mundo conoce la historia de Ca-
mille Claudel y la de Salvador Dalí. Ambos son hijos
que sustituyen a otro desaparecido y viven «por pode
res» la existencia de éste. Charles-Henri Claudel, el hijo
mayor, muere quince días después de su nacimiento,
en 1863. Camille llega un año más tarde para sustituirlo,
cuando su madre, deprimida y enlutada, quería un niño.
«Tu padre [...] deambulaba para olvidar [...] tu madre
estaba resentida con él [...] tu madre quería un niño. N o
quería reconocerte.» (Anne Delbée, citada por Denise
Morel.) Camille acarreará toda la vida el peso de ese ser
desaparecido y el sentimiento de no-ser que le transmi
tía su madre.
Salvador Dalí nace nueve meses después de la muer
te de su hermano. Sus padres, desconsolados, le ponen
el mismo nombre, lo visten con su ropa, le dan sus ju
guetes. También él experimentará el sentimiento de no-
ser y se obsesionará con la imagen del hermano desapa
recido. La culpabilidad del superviviente organizará su
— 100 —
vida en torno a un mecanismo de defensa psicótico, que
Dalí llamará «método paranoico crítico» y que en reali
dad es una escenificación del desasosiego interior, pero
que probablemente lo protegerá de una descompensa
ción grave en la enfermedad mental.
Se puede evocar también el papel manifiestamente
patógeno de la muerte temprana de un hermano y una
hermana de Antonin Artaud, o incluso de la deí her
mano de Novalis un mes después del fallecimiento de
Sophie. Ambos, Artaud y Novalis, sufrirán las angus
tias del duelo imposible y tratarán de reparar esa falta en
la obra.
Sea como fuere, el trauma afectivo provocado por
las pérdidas sucesivas que con tanta frecuencia apare
cen en la biografía de los seres creativos y los persona
jes fuera de lo común, activa las defensas de esa perso
nalidad que debe decir adiós a un ser tan cercano. Cabe
imaginar que de esta manera transforma el intenso cho
que afectivo en un movimiento creativo, dentro del mar
co de una especie de principio de conservación de la
energía. En lo que a esto respecta, los duelos vividos a
una edad temprana constituyen en ocasiones profundos
estimulantes de la creación, en la medida en que no son
superados y que su energía sólo se sublima en la obra
reparadora. Ese duelo libera la energía afectiva y libidi-
nal, es decir, conectada con las pulsiones ligadas hasta
entonces a la persona desaparecida. En algunos casos,
esa energía puede ser el motor de la obra.
Evidentemente, se puede objetar que no todos los
huérfanos son creadores y que en la mayoría de los ca
sos el duelo tiene unos efectos más negativos que creati
vos. Ello no impide, sin embargo, que muchas veces ese
factor desempeñe un papel determinante en las orienta
ciones excepcionales de la vida.
— 101
3. E l deseo de la madre
— 102 —
de esa complacencia infantil y el hecho de que prosiga la
maternización cuando se hacen adultos.
La madre sobreprotectora de Salvador Dalí lo man
tendrá durante toda su infancia en un estado de depen
dencia que no se resolverá hasta mucho más tarde, gra
cias a la presencia lenitiva de Gala. La estricta y austera
madre de Hölderlin acogerá siempre a su hijo en los
momentos de depresión, pero, a la vez protectora y dis
tante, lo considerará un niño toda su vida. La madre in
transigente y tirana de Arthur Rimbaud condenará im
placablemente todos y cada uno de los pasos en falso de
su hijo, incitándolo así a la transgresión. La de Camille
Claudel, una mujer fría, triste y depresiva, sólo aceptará
reconocer a su hija a regañadientes. Esas madres, tan di
ferentes unas de otras, desempeñarán todas ellas un papel
considerable en la vida y la obra de sus hijos respectivos.
En 1974, en un trabajo basado en el estudio de nu
merosas biografías, el psicoanalista Matthew Besdine
señala el vínculo privilegiado que con tanta frecuencia
une al creador con su madre y que él denomina, en refe
rencia a la madre de Edipo, «maternización yocastiana»:
relación maternal de una intensidad desacostumbrada,
que caracterizará numerosos destinos excepcionales. El
niño-rey ocupa entonces una posición privilegiada en el
grupo familiar, en detrimento del padre, los hermanos y
las hermanas. Al ser el preferido de la madre, acapara
toda su atención y solicitud. Para ilustrar su tesis, Bes
dine utiliza la bella metáfora del jardinero que sacrifi
ca los demás brotes para conseguir que se abra una flor
creada por él: «Este hijo favorito sobre el que la madre,
ávida de protección, vuelca todo su amor y al que se
consagra en exclusiva [...] se desarrolla de un modo su
mamente espectacular.» Resulta imposible no pensar en
Proust, en Gary, en Barthes, en Camus o en Baudelaire,
que nos han dejado infinidad de testimonios indiscuti
bles de esa relación privilegiada.
En 1905, al producirse la muerte de su madre,
Proust pone de manifiesto ese vínculo de la infancia
prolongada: «Al morir, mamá se ha llevado al pequeño
Marcel.» «Ahora mi vida ha perdido su único objeto, su
único sosiego, su único amor, su único consuelo.» H as
ta después de esta desaparición, acaecida dos años más
tarde que la de su padre, Marcel no será capaz de alcan
zar la posición de narrador y comenzar su gran obra.
La relación de Baudelaire con su madre puede ser ca
lificada de edípica si se considera el amor inquebrantable
que inspira las numerosísimas cartas dirigidas a «mi que
rida mamá». Pero esa madre a la que quiere con ternura
escapa de él al casarse en segundas nupcias con Aupick y
después manifiesta cierto distanciamiento, en ocasiones
incluso una irritación que desafía la pasión indefectible
de su hijo. Y esa madre querida será también quien lo
pondrá bajo tutela, al considerarlo incapaz de adminis
trar solo su vida. La decepción, la humillación y la cóle
ra se aliarán con la ternura en esa búsqueda imposible
del único amor de su vida.
Jean Cocteau mantiene con su madre la correspon
dencia de un amante: «Querida, cada vez leo más a Bal-
zac y estoy formándome una opinión [...]. He aquí la
obra de un gran hombre que no se aparta de su escrito
rio. Pero basta de hablar de él; escribiría cuatro días se
guidos y me quedaría sin sitio para abrazarte, decirte
que el sol resplandece, nos abrasa, alivia mi resfriado.
¿Y tú? ¿Duermes bien? ¿Y el régimen Capmas? Me gus
taría mucho que hicieses la cura. Te quiero. Jean» (15 de
agosto de 1920).
Eugénie Cocteau, una madre a la vez amada y pro
tectora, aceptará mantener una relación intensa, simbió
tica, íntima y exclusiva, durante toda su vida, y jamás
permitirá una presencia femenina junto ajean.
La extraordinaria madre eslava de Romain Gary tam
bién presenta un perfil yocastiano. En su bellísima auto
— 104 —
biografía, Ld py oinesd del ulbu, Gary plasma la enorme
energía del deseo de la madre, que adquiere tintes de
predestinación: « “ ¿ Qué ocurre, mamá?” “Nada. Ven a
darme un beso. Yo iba a darle un beso. Sus mejillas es
taban frías. Ella me abrazaba al tiempo que, por encima
de mi hombro, miraba algo a lo lejos como extasiada.
Luego decía: “Serás embajador de Francia.”»
El niño predestinado forma una pareja con su ma
dre, llena de sueños y de esperanzas respecto a él. El
padre ha partido, ha muerto, se encuentra ausente o in
cluso ha sido suplantado. A los hermanos y hermanas,
cuando los hay, se les olvida. Esta relación casi inces
tuosa, que habitualmente sólo se da en los primeros
años de la infancia, prosigue durante toda la vida. En
ocasiones, la inquietante intensidad de los sentimientos
asusta al padre, que en tales casos se muestra distante o
incluso despreciativo, alternando períodos de gran inti
midad con fases de rechazo o de distanciamiento que
siempre serán causa de depresión para ese niño con fre
cuencia tan creativo como depresivo. Así, esa «materni-
zación traumática», como la llama Roger Mises, consti
tuiría un poderoso estimulante de la creatividad.
Cuando la madre es artista, creadora, o posee unas
aptitudes específicas que transmite de forma precoz a su
hijo, el efecto de la capacidad materna a menudo se ve
reforzado por una función de iniciación. La doble do
nación, técnica y afectiva, de la madre al hijo en los pri
meros años de la vida es uno de los secretos de la preco
cidad del genio creador. La madre de Chopin, una gran
amante de la música, le enseñará de muy pequeño a su
hijo todo sobre el piano; ella decidirá y orientará su in
cipiente carrera confiándolo desde una edad muy tem
prana al maestro Adalbert Ziwny. Modigliani recibió
de su madre una cultura enciclopédica tal vez excesiva,
pero también el aliento que le permitió desarrollar su
aptitud precoz para el dibujo. La madre de Sartie tuvo
— 105 —
muy pronto la certeza de que su hijo era un genio, o
más bien podría hablarse de una íntima y tierna convic
ción que más tarde le transmitiría.
Y qué decir de la madre de Camus o de la de Albert
Cohén, que Goitein califica de «real, protectora, sus
tentadora», y a quien en 1954 él dedicó El libro de mi
madre.
Winnicott, el psicoanalista inglés de la relación pre
coz madre-hijo, pensaba que la creatividad se origina en
un elemento femenino, transmitido al niño a una edad
muy temprana, del orden de la mirada metaforizante, es
decir, que permite proyecciones imaginarias. Cuando el
bebé mira a su madre mientras ésta lo está mirando, to
ma conciencia de ese juego de espejos y del poder afec
tivo que contiene. También toma conciencia de lo que
el amor materno significa en términos de confianza, de
concesión, de esperanza y de certezas, en esos primeros
momentos en que pone a prueba su omnipotencia. En
palabras de Jean-Marc Alby, «si eres un Dios para tu
madre, eres un Dios para el mundo». N o cabe la menor
duda de que la alternativa entre ser o no un genio se
plantea muy pronto, en esos momentos de la infancia
que deciden toda una vida.
— 106 —
padre ausente o lo han perdido muy pronto, como si la
presencia exclusiva de la madre inclinara a la efusión lí
rica, mientras que la situación inversa orientara hacia
el pensamiento abstracto —matemáticas y filosofía—,
como sucedió en el caso de Descartes, Spinoza, Pascal y
tantos otros que perdieron a su madre en la infancia.»
Esta interesante tendencia se verifica en multitud de
ocasiones, sobre todo en la literatura, un terreno en el
que ahora es habitual situar el inicio de la obra en el mo
mento de la muerte del padre. Joyce, Pascal, Proust o
Freud no fueron realmente creativos hasta después de
que muriera su padre, como si necesitaran esa autoriza
ción del destino para existir. En Le corps de l’oeuvre,
donde analiza claramente los procesos creativos, Didier
Anzieu presenta la creación como el lugar y la apuesta
de las fuerzas pulsionales: «Crear es siempre matar a al
guien, imaginaria o simbólicamente, si ese alguien acaba
de morir, ya que se le puede matar con menos senti
miento de culpabilidad.»
Al morir su padre, en 1896, es cuando Freud descu
bre el complejo de Edipo e inicia el conjunto de su obra,
dominada por La interpretación de los sueños (Die
Traumdeutung), de 1900. También unos años después
de la muerte de su padre, en 1903, es cuando el pequeño
Marcel encuentra por fin su identidad de narrador.
Cuántas veces menciona en su obra la sombra de ese
padre que se interponía entre su madre y él... También
recordamos la frecuencia con que en la obra de Dos
toïevski aparece la imagen del padre dramáticamente
desaparecido: Fiodor tenía dieciocho años y su obra ape
nas estaba en ciernes.
André Haynal hace hincapié en la importancia que
puede revestir la pérdida del padre cuando sobreviene
en la adolescencia. «El padre de Lenin precisa- ^mu
rió siendo él un adolescente, Napoleón se convirtió en
cabeza de familia al fallecer su padre, cuando él tenía
— 107 —
quince años, Julio César perdió a su padre más o menos
a la misma edad...» Sin que pueda elevarse a la categoría
de regla, la edad en la que acaece la pérdida del padre o
la madre desempeña un gran papel en la evolución de las
imágenes psíquicas y, en el caso que nos ocupa, en el ac
ceso a la posición del sujeto. Si la creación es siempre
un asesinato, como propone Anzieu, se trata de un ase
sinato facilitado por su dimensión imaginaria. En el ám
bito de la literatura, parece que el asesinato del padre
es el único que permite a un hijo existir y «hacerse un
nombre», lo que constituye el primer reconocimiento
del «genio».
El artificio del seudónimo, muy frecuente en el mun
do de las letras, es otro medio de cometer ese asesinato
sin sentirse tan culpable, de ser el origen de uno mismo,
de no proceder de nadie. En la literatura hay tantos que
acabamos por olvidarlos. Charles Dogson escribirá du
rante toda su vida, con su nombre, textos matemáticos
reconocidos por su época, mientras que publicará Alicia
con el de Lewis Carroll. Lord Byron se llamaba en rea
lidad George Gordon; Molière, Jean-Baptiste Poquelin;
Voltaire, François-Marie Arouet; Jules Romains, Louis
Farigoule; George Sand, Aurore Dupin. Louis Ferdi
nand Destouches adoptó el apellido de su abuela, Cé
line. Boris Vian publicó Escupiré sobre vuestra tumba
con el nombre de Vernon Sullivan. Y Romain Gary, su
premo mistificador que se inventará a Émile Ajar para
una segunda vida literaria, publicó Les tètes de Stépha
nie con el nombre de Chatan Bogat, olvidando que Ga
ry ya era un seudónimo y que su verdadero apellido era
Kacew.
Stendhal practicó desmesuradamente este juego de
la identidad en su obra y sobre todo en su correspon
dencia. Victor del Litto relaciona doscientos cincuenta
seudónimos en el autor de Rojo y negro: Brulard, My-
self, Banti, Dominique, Mocenigo, Darlincourt, Fair-
— 108 —
Montfort, Louis-Alexandre-César Bombet... Nombres
ficticios, nombres supuestos, nombres prestados que hi
cieron decir a André Suarés en 1924: «Stendhal no cam
bia cientos de veces de nombre y de título por descon
fianza, sino como un juego. Quiere ser más que un
nombre. Es, en el nombre, todos los hombres que quie
re» (citado por Del Litto).
Con toda certeza, el apogeo de semejante sistema de
identidad se alcanzó sin ningún género de duda con los
setenta y dos heterónimos que Fernando Pessoa inven
tó en el transcurso de su vida y con los que firmó sus
textos. A propósito de Pessoa se podría evocar la hipó
tesis de una personalidad múltiple, dado el empeño que
puso en dotar de realidad a todos y cada uno de los he
terónimos, en hacerlos vivir al mismo tiempo que él, en
crearles una trayectoria de vida. Esto resulta particular
mente evidente en el caso de Alberto Caeiro, Ricardo
Reis, Alvaro de Campos y Bernardo Soares, sus seu
dónimos más frecuentes, que poseen una obra propia y
una biografía.
El mundo de la escritura parece favorecer, o tal vez
necesitar, el uso del seudónimo, y con frecuencia lo ha
llamos presente en la literatura. En cambio casi no apa
rece en la historia de la música ni en la del arte, donde
sólo se encuentran algunas supresiones —Tiziano en el
caso de Tiziano Vecellio, o Miguel Ángel en el de Mi-
chelangelo Buonarroti—, junto a epítetos, sobrenom
bres o calificativos, como por ejemplo Jacopo Robusti,
llamado el Tintoretto, Michelangelo Mensi, llamado el
Caravaggio, o Domémkos Theotokópoulos, llamado
el Greco. Quizás este uso se impone en la literatura de
bido a que se trabaja con lo imaginario o a que intervie
ne el relato familiar, que sólo es algo cotidiano para el
escritor. Tal vez desempeña un papel más evidente en la
negación del padre, que al parecer ni la pintura ni la mú
sica necesitan. Me ha parecido observar, además, que los
109
huérfanos de padre no utilizan mucho los seudónimos.
¿Tendrá una función parricida?
El verdadero nacimiento del creador se produce en
realidad el día en que adopta un nombre. A menudo es
ta lenta y dolorosa gestación se prolonga varios años,
en el transcurso de los cuales éste busca una identidad en
la escritura, adopta estilos como quien cambia de traje,
prueba numerosos seudónimos. Las obras de juventud
conservan con frecuencia la huella de esa búsqueda de
identidad. Basta recordar los numerosos seudónimos que
utilizó Balzac durante cerca de diez años, antes de añadir
simplemente una partícula a su apellido y demostrar así
el aprecio que sentía por la nobleza de cuna.
William Cuthbert Falkner se ejercitó en el mundo
de lo imaginario y la literatura durante muchos años an
tes de transformarse en Faulkner, «el halconero», y de
adoptar en cierto modo a esa ave de presa como una
imagen del yo ideal. Este punto importantísimo de la
búsqueda de identidad permite comprender uno de los
posibles mecanismos del proceso de la creación literaria.
El «asesinato del padre», uno de los grandes fantasmas
originarios descritos por Freud, constituye ante todo
una etapa natural del advenimiento del muchacho a la
posición de sujeto. En los destinos fuera de lo común se
refuerza con una pregunta sobre el propio origen que
en uno u otro momento todos se han hecho: «¿Soy real
mente hijo de este hombre y esta mujer, soy realmente
hijo de mis padres?», pregunta que encuentra enseguida
una respuesta negativa: con mis proyectos, con mis ap
titudes, es evidente que no soy su hijo. Este razona
miento patológico que conocemos a fondo en las evolu
ciones esquizofrénicas y el delirio de filiación, me da la
impresión de que aparece con gran frecuencia desde una
edad muy temprana en los seres excepcionales, especial
mente en el ámbito de la literatura.
Conocemos la crisis extática que sufrió Raymond
— 110
Roussel en 1896, a los diecinueve años, dominada por
un delirio de gloria universal, delirio de filiación y de
notoriedad al que se referirá Pierre Janet con el nombre
de «el caso Martial» en su tratado De Vangoisse a l’extase.
Jean-Mane Rouart comenta la permanencia de ese
deseo de filiación ilustre en el mundo de las letras: «To
do escritor es, en cierto modo, un poco bastardo [...]. Se
trata del problema del padre imaginario. El escritor es
siempre alguien que imagina que ha tenido un naci
miento más glorioso del que ha tenido en realidad. Es
alguien que se busca una familia, unos orígenes que
trascienden su posición, y sorprende ver cuántos escri
tores, no sólo en su obra novelesca sino también en su
vida real, se han inventado nombres más prestigiosos.
Me refiero, por ejemplo, a Gérard de Nerval, que se lla
maba Gérard Labrunie, a Balzac, que añadió una partí
cula a su apellido.»
Algunos se han buscado otro padre más ilustre y que
pudiera explicar su genio. Hölderlin, huérfano desde pe
queño y de origen modesto, veneró a Schiller como a un
padre. Maupassant, pese a su patronímico noble, siem
pre creyó ser bastardo y hubo un momento en que pen
só que Flaubert era su padre; por lo demás, llegó a serlo
en el terreno literario. Nietzsche llamaba a Wagner el
Pater seraphicus, en una relación filial imaginaria que no
tardaría en decepcionarlo.
Este tremendo deseo —o necesidad— de filiación o
de advenimiento a partir de uno mismo, indisociable de
un poderoso narcisismo que es una de las constantes
de la personalidad de los «genios», no me parece que di
fiera mucho de lo que nosotros llamamos las ideas de
grandeza o el delirio de filiación que se manifiesta al fi
nal de la adolescencia, en esa etapa de la vocación en que
puede nacer la esquizofrenia. Se trata a todas luces de las
ideas dominantes en los magos y los profetas. Rentsch-
nick nos recuerda con gran acierto que Moisés, Jesús,
— 111 —
Mahoma, Buda, Lutero y Confucio o bien fueron huér
fanos, o bien fueron abandonados o rechazados por su
padre.
Estas ideas delirantes contra las que cualquier razo
namiento resulta vano, a menudo van acompañadas de
convicciones de grandeza, origen ilustre y éxito, de fir
mes proyectos de sociedad, de transformar el mundo,
de especulaciones científicas o metafísicas... N o duda
mos de que el proceder inicial del ser excepcional sea
del mismo orden. Tan sólo hay una diferencia: el que al
canza su meta y es reconocido se convierte en un genio;
el que fracasa es un loco.
— 112 —
lectivas destinadas a explorar los elementos de su vida y
sus sistemas de valores. A pesar de que la población se
leccionada y el método de investigación puedan parecer
criticables desde muchos puntos de vista, este estudio
tiene el mérito de existir y de sacar a la luz unas tenden
cias de la personalidad. Aparecen los rasgos fuertes de la
peisonalidad de los escritores: audacia, espíritu de re
beldía, individualismo, ausencia de apnonsmos, con
centración, sencillez, aptitud para el juego, curiosidad
intensa, humildad y desinterés. Su visión del mundo es
mucho más original que la media y, sobre todo, poseen
un sentido muy fuerte de su identidad. Por último, se
observa en ellos una perseverancia particularmente acu
sada, y eso es lo que en general permite la continuidad
de la obra.
Hay tres características que me parece importante
destacar porque se mueven en la frontera entre el genio
y la locura. Aunque indispensables en el pensamiento
original, se transforman en rasgos patológicos cuando
se hacen más acusadas: obsesión, perfeccionismo y nivel
elevado de energía. Nancy Andreasen comparará a
quince de esos escritores con un grupo de sujetos ma
níacos, es decir, de pacientes que presentan una exal
tación del humor; en términos populares, personas ex
citadas, desasosegadas. La autora observa en el conjun
to de ellos, maníacos o escritores, una misma e intensa
energía, un humor en expansión. En lo que a esto res
pecta, no son muy diferentes.
Finalmente, unos tests de inteligencia (WAIS) mues
tran que esos escritores obtienen resultados similares
a los de un grupo de sujetos testimonio. Los escritores
y los sujetos creativos no son fundamentalmente más
inteligentes que la media; utilizan de un modo distinto
sus capacidades, sobre todo a través del juego y la peise-
verancia, aunque también de la tortísima conciencia de
su identidad.
— 113 —
El psicoanálisis propone varias nociones descripti
vas de la personalidad creadora, centradas en torno al
yo, el narcisismo, la represión y la sublimación.
El yo creador se puede comprender como la conse
cuencia de una problemática, esencialmente depresiva;
y, en contrapartida, la creación puede tener una profun
da repercusión en ese yo, repercusión reparadora que en
realidad es el modus operandi de la creatividad. El psi
coanálisis ha analizado a fondo el modo en que ese sen
timiento depresivo se transforma en energía, en lengua
je, en poesía.
Este afecto depresivo, que no es sino potencialidad,
parece susceptible de transformarse en obra en su ver
tiente positiva, y en depresión clínica en su vertiente
negativa.
Así se comprende que muchos creadores hayan os
cilado sin cesar entre esos dos polos —expresión depre
siva o creatividad—, y que otros, no creadores, no ten
gan acceso a la salida reparadora de la obra.
Con Melanie Klein, esta posición depresiva se sitúa
como un cruce posible de varias patologías, todas ellas
constitutivas de personalidades geniales: la neurosis, la
psicosis y los estados de dependencia, sobre todo en las
toxicomanías.
En términos psicoanalíticos, la creatividad supone
una comunicación fértil entre inconsciente y consciente,
es decir, entre el orden simbólico y el lenguaje, entre las
representaciones de objetos y las representaciones de pa
labras. Esta conmutatividad libre parece propia de todos
los procesos inventivos, ya que permite establecer fácil
mente vínculos desusados entre las ideas y sus represen
taciones.
La energía del movimiento creativo proviene del me
canismo de la sublimación, que consiste en transformar
las pulsiones sexuales y desplazarlas hacia un fin deter
minado, el objeto de la creatividad. Esta sublimación
— 114 —
también puede entenderse como el desplazamiento de
un goce imposible en el acto de la creación. En tal caso,
al genio creador lo mueve una obsesión monomaníaca
que lo condena a la ejecución de la obra.
Stendhal y Delacroix ponen de manifiesto a su ma
nera el demonio que posee al creador. «El hombre ge
nial, atormentado por sus ideas —dice Stendhal en Ra
cine et Shakespeare—, siente más necesidad de coger la
pluma que los seres corrientes de sentarse a la mesa.»
«Lo que caracteriza a los hombres geniales, o más bien a
lo que ellos hacen —declara Delacroix en su Diario, con
fecha 15 de mayo de 1824—, es esa idea obsesiva de que
lo que ha sido dicho aún no lo ha sido bastante.»
La idea obsesiva que concentra dinámicamente toda
la energía de la personalidad en el punto más preciso del
trabajo creativo, idea ridicula, descabellada o grandiosa,
es otra más de las constantes del retrato del creador y
el ser excepcional, y siempre funciona a riesgo de des
lizarse hacia la depresión, que es su exutorio natural.
Kretschmer nos ofrece un magnífico ejemplo de ello
en este testimonio lúcido del gran naturalista Linneo:
«Cuando los pensamientos se centran en una sola cosa y
se pierde el gusto por las otras ciencias, comienza la me
lancolía [...]. Por tanto la melancolía no es sino una pre
ferencia obstinada y tenaz por una cosa, que provoca
desprecio y descuido hacia todas las demás.»
Una vez más encontramos la depresión en el camino
la creatividad, lo que lleva a pensar que un núcleo de
rivo, en el sentido de una potencialidad interna de la
personalidad, es constitutivo del ser genial. La depre
sión se halla presente en el desequilibrio y las heridas
del narcisismo, que son otra condición de ese proceso
creador. Esa fuerte imagen de sí mismo, ese profundo
investimiento del yo en detrimento de los objetos ex
teriores que confina a la autosatisfacción, caracteriza el
narcisismo que habita al creador. Con frecuencia, la cer
— 115 —
teza de su genio hace que sea capaz de derribar monta
ñas. Hugo está convencido de ello: «Para descubrir más
allá de todos los horizontes las alturas absolutas, es pre
ciso que uno mismo esté sobre una altura. [...] Hay en la
admiración algo fortalecedor que dignifica y engrandece
la inteligencia» (Post-scriptum de ma vie).
Esta ambición megalómana es tan elevada que resul
ta inaccesible. Así, el creador, el inventor, el profeta, el
conquistador o el ser genial, paradójicamente y en mul
titud de casos, es desgraciado, y con frecuencia se siente
decepcionado de la imagen que se había formado de sí
mismo. Este golpe a la integridad, esta pérdida de la ilu
sión de omnipotencia, en cierto modo la problemática
de una infancia prolongada, constituye una herida del
narcisismo y en bastantes ocasiones el verdadero motor
de la obra. Se puede establecer una relación entre esto y
los daños o defectos físicos y los complejos de inferiori
dad: la minusvalía de Byron, Scott o Toulouse-Lautrec;
la salud frágil de Proust o de Chopin; la escasa altura de
Platón, Aristóteles, Epicuro, Montaigne, Mozart, Spi
noza, Balzac, Napoleón, Talleyrand; la delicada salud
de Newton, Descartes, Voltaire, Pascal..., todo heridas
permanentes del amor propio que hacen necesario rea
lizar grandes cosas para superar la imagen negativa de
uno mismo y la reacción depresiva que ello lleva apare
jado.
Por último, esta energía sublimada en el acto crea
dor habitualmente se lleva a cabo en detrimento de la
pulsión sexual. A menudo se ha descrito a los «genios»
como célibes y sin descendencia, «e incluso —precisa
Kretschmer— cuando desarrollan una gran actividad se
xual, su voluntad de reproducirse es escasa».
La alternativa entre la obra y la sexualidad aparece
claramente en el proyecto de vida de los grandes crea
dores. Nietzsche lo confirma al decir: «Un filósofo ca
sado es un personaje de comedia.» Lombroso elabora
— 116 —
una lista impresionante: Schopenhauer, Descartes, Leib-
niz, Malebranche, Kant, Spinoza, Miguel Ángel,'New-
ton, Foscolo, Alfieri, Meyerbeer, Leonardo da Vinci,
Voltaire, Chateaubriand, Mazzini, Beethoven, Haen-
del... fueron célibes. Y Cocteau, en Opio, ofrece una
lectura límpida del hecho: «El arte nace del coito entre
el elemento masculino y el elemento femenino que se
hallan presentes en la composición de todos, más equili
brados en el artista que en los demás hombres. De ello
se deriva una especie de incesto, de amor de uno hacia sí
mismo, de partenogénesis. Eso es lo que hace que el ma
trimonio resulte tan peligroso para los artistas, en los
que representa un pleonasmo, un esfuerzo monstruoso
por acercarse a la norma.»
En ocasiones se ha mencionado la impotencia o la
esterilidad para explicar la escasa descendencia de los
hombres ilustres y, sobre todo, de los creadores. «Todo
el mundo puede constatar —dice Bacon— que las obras
más nobles se deben a hombres que no tuvieron hijos.»
Es razonable preguntarse si la descendencia no está en
la obra. Esa es también la opinión de Cocteau: «El signo
del “triste sire” que aureola a tantos genios aparece por
que el instinto creativo, por lo demás satisfecho, deja al
placer sexual libertad para manifestarse en el dominio
puro de la estética y lo empuja hacia formas infecundas»
(op. cit.). «Si no tengo descendencia, mucho mejor», res
ponde Flaubert a Louise Colet tras su noche loca en
Mantés. Soy un solitario, habría podido añadir, cuando
el deseo me domina, «una palangana de agua fría me li
bera de él».
Además, la sexualidad del genio vacila o se desvía.
La repugnancia visceral que le inspiraba el cuerpo y la
sexualidad empujó a Kafka a un terrible dilema entre el
miedo, la vergüenza y la culpabilidad. Sin embargo tam
bién manifiesto, y de una forma muy lúcida, el carácter
antinómico de la literatura y la sexualidad: «Si en algún
— 117 —
momento he sido feliz por un medio distinto de la. lite
ratura y lo que estaba relacionado con ella... precisamen
te entonces era incapaz de escribir.»
Marguerite Duras será mucho más mordaz en este
pasaje de La vida material. «Muchos intelectuales son
amantes torpes, tímidos y temerosos, distraídos... He
observado que los escritores que hacen espléndidamen
te el amor no son tan grandes escritores como los que lo
hacen peor y con miedo.»
La frecuente homosexualidad masculina entre los
creadores literarios puede explicarse por la relación edí-
pica con esa madre yocastiana que centra toda la ener
gía pulsional exclusivamente en el lazo que los une. Las
mujeres son pálidas figuras al lado de la madre y ningu
na se le puede igualar. Únicamente la homosexualidad y
la función de sublimación preservarán de la tentación
prohibida. Proust, Genet, Jouhandeau, Verlaine, Rous
sel, Wilde, Byron y Montaigne ensalzaron las virtudes
homónimas. Pero no sólo ellos, también Sócrates, Aris
tóteles, César, Botticelli, Leonardo, Francis Bacon, Lu-
lli, Géricault, Humboldt, Chaikovski, Andersen, Pierre
Loti, Rimbaud, Gide, Max Jacob, Jean Cocteau, Mon
therlant, Nijinski, Pasolini... Y lo mismo les sucede a las
mujeres, a quienes la homosexualidad protege de la ten
tación incestuosa: Ninon de Léñelos, George Sand, Sarah
Bernhardt, Colette, Virginia Woolf... Sin embargo, ni to-
dos los genios son homosexuales, ni todos los homose
xuales son genios.
No obstante, sería un error silenciar la rara sexuali
dad desatada de las fuerzas de la naturaleza, como Sime-
non y sus diez mil mujeres o Victor Hugo, infatigable
amante de Juliette Drouet, dos escritores que guiaron su
vida igual que guiaron su obra.
De esta personalidad contrastada del genio emergen
su profunda dimensión narcisista y una gran fragilidad
que se manifiesta mediante una tendencia depresiva. En
— 118 —
SUS C o TIVSTS cICIOTICS Goethe toma con
COTI EckcTTTlUTTTl^
ciencia de esa. debilidad enfermiza que experimentará
tan a menudo. «Los actos extraordinarios que tales hom
bres realizan presuponen una organización muy ende
ble que les permite experimentar unos sentimientos ra
ros y percibir las voces celestes. Ahora bien, semejante
organización se ve fácilmente perturbada, herida... y
fácilmente sometida a un estado enfermizo permanen
te.» Así pues, la crisis existencial será lo que revele la
personalidad del creador, a la vez que todas sus debili
dades.
En el ensayo Névrose et création, Jean Delay ilustra
el fuerte valor creativo de la crisis interior a través de los
casos de Nietzsche, Dostoievski y Flaubert. Nietzsche
preconizará «la voluntad de poder y la exaltación de los
instintos» sobrecompensando su fragilidad enfermiza e
hiperemotiva. En Dostoievski, la superación de la neu
rosis de culpabilidad provocada por la excesiva severi
dad de su padre fue lo que dio origen a tantas obras en
las que aparecen los temas de la sumisión, el odio, la
venganza y el perdón. Flaubert, con su neurosis caracte
rial y su aislamiento del mundo, encontrará una salida a
la crisis en la evasión imaginaria de la literatura.
Crisis y creación están íntimamente unidas, hasta
el extremo de que a veces se confunden en un mismo
movimiento. El extraordinario viaje de Richard Wagner
en 1839, en el que estuvo a punto de perecer varias veces
entre las brumas del mar del Norte, impuso El holandés
errante a su angustia apaciguada. Pero la crisis mutati-
va interior también puede adoptar tintes de «temblor de
tierra», como declaró Kierkegaard, cuya crisis moral mo
dificó el curso de su vida y fue decisiva para su obra. En
tales casos la crisis resuelve el movimiento depresivo.
La angustia desesperada y las violentas crisis de auto
acusación que atormentaron a Martín Lutero durante ca
si seis meses en su celda del convento de Erfurt se resol
— 119 —
vieron y sus dudas se desvanecieron cuando tuvo la cer
teza reveladora de su nuevo dogma. La crisis dio paso a
la invención de la Reforma.
En 1790, Mozart se vio dominado por una profunda
crisis moral que lo sumió, pese a su personalidad tan
viva y productiva, en un desinterés y una desgana hacia
la música que no le permitían componer sino con enor
mes dificultades. Aquel año fue un desierto; tan sólo es
cribió cinco obras menores, dos de las cuales eran unos
cuartetos comenzados en 1789. A fines de aquel perío
do de sufrimiento, en diciembre de 1790, resolvió la cri
sis componiendo con inmenso dolor el Quinteto para
cuerdas en re mayor (Koeschel 593) y reveló su pen
samiento musical más secreto, lo que permitiría el ple
no desarrollo de su último año de vida y el advenimien
to de La flauta mágica. Se ve con toda claridad hasta
qué punto la obra impide que la crisis se convierta en
locura.
En 1912, sumido en la gran ambivalencia de sus sen
timientos hacia Felice, Franz Kafka mantiene un terrible
combate contra sus fuerzas interiores, un combate que
suena como un trueno en un cielo de desesperación.
Ernst Pawel ofrece un testimonio de ello: «El 20 de sep
tiembre de 1912 Kafka escribió la primera carta a Fe
lice, y dos noches después su tensión acumulada estalló
en una tormenta cegadora de desesperación creadora.
Entre las diez de la noche y las seis de la mañana escri
bió de un tirón La condena. Un castigo digno de un
crimen.»
Kafka vivió aquel aluvión de escritura, provocado
por la energía de la desesperación, como un auténtico
parto del que por fin salía esa historia «impregnada de
inmundicias y mucosidades», según los términos que él
mismo utilizó el 11 de enero de 1913 en su Diario. La
crisis sólo tiene salida o bien en la angustia y la locura, o
bien en la obra.
— 120 —
El drama de Nietzsche y el episodio final, en 1888,
de la «eufona de Turín», esa crisis maníaca, crisis de
exaltación del humor y de exuberancia del comporta
miento, se resolverá el 3 de enero de 1889 al desplomar
se en plena calle y marcará el fin de la obra. Si no se su
pera la crisis mediante la obra, la angustia y la locura
amenazan con imponerse.
De nuevo en la articulación tan sensible entre el ge
nio y la locura, el creador y el ser excepcional enfrenta
do al conflicto interior sólo tiene una alternativa: o bien
la creación de la obra reparadora, o bien la angustia, la
locura, la depresión y el suicidio.
6. L a lo cu ra
— 121
muchas biografías retocan muy castamente las imperfec
dones de la vida de los grandes hombres. En el caso de
algunos autores, la duda planea de forma sorprenden
te. El 28 de enero de 1855 encuentran a Nerval ahorcado
en la calle de la Vieille-Lanterne, en París. Unos especu
lan sobre la posibilidad de un crimen; otros dicen sin
convicción: «Podría tratarse de un suicidio.» Roussel, el
poeta genial de Locus solus y de Impresiones de África,
muere como consecuencia de una sobredosis de barbitú-
ricos durante la noche del 13 al 14 de julio de 1933 en su
habitación del hotel donde se alojaba en Palermo, pero
durante mucho tiempo se afirmará que fue asesinado.
Siguen existiendo casos cuyos acontecimientos traumá
ticos se desconocen por completo. ¿Se oye hablar a me
nudo, por ejemplo, del suicidio de Gauguin y del de Bau-
delaire?
Hay quien prefiere desdibujar la realidad en contra
de toda evidencia. Es lo que sucede con el Rimbaud de
Claudel, limpio, puro y místico, cuya imagen será ali
mentada por su hermana Isabelle; sin embargo, se sabe
que a la muerte del poeta, en 1891, cuando ya intenta
ba proteger su imagen y limpiar su biografía, aún no ha
bía leído ninguna obra de su hermano. Los genios son
humanos como los demás, tan vulnerables como todo
el mundo y con frecuencia incluso más, con sus debili
dades, sus infortunios, sus enfermedades, su locura. La
locura abarca aquí realidades diferentes según las épo
cas, desde la extravagancia hasta la neurosis caracterial y
la psicosis delirante. Parece algo muy natural que unos
seres excepcionales tengan personalidades excepciona
les. Con frecuencia la locura también forma parte de la
obra.
La neurosis fóbica y los rituales obsesivos de Marcel
Proust jamás han sido objeto de duda para nadie, ni si
quiera para él. Marcel se retira progresivamente de la
vida parisina en favor del refugio imaginario de sus ha
— 122 —
bitaciones sucesivas. Pasara períodos de vanos meses
confinado en su madriguera tapizada de corcho, a salvo
de las molestias, llevando una vida de impedido y diri
giéndolo todo desde la cama. En un alarde de elegancia
se podrá hablar del carácter fóbico de su neurosis litera
ria, pero no cabe duda alguna de que la dimensión ex
cepcional de su genio y la complacencia de la fortuna fa
miliar preservaron su equilibrio precario y evitaron la
descompensación depresiva.
El miedo, la angustia y la culpabilidad acompañarán
la adolescencia de Kafka, que sentirá una verdadera fo-
bia hacia su cuerpo, una dismorfofobia: miedo de vol
verse deforme, de quedarse calvo, de presentar una des
viación de la columna vertebral. Esa aversión visceral
hacia la sexualidad y la intimidad corporal lo confinará
en un universo poblado de ritos obsesivos de ascetismo,
baños de agua helada o incomodidades corporales, im
poniéndole actitudes o actos forzados. Este profundo
sufrimiento provocado por la neurosis obsesiva se tras
luce en su obra, que pinta la atmósfera opresiva del mun
do moderno y expresa la inmensa angustia que le pro
duce la idea de la transformación corporal, sobre todo
en La metamorfosis.
Jean-Jacques Rousseau confesó tan abiertamente su
gusto por el azote que la perversión del escritor es un
hecho admitido. «Había encontrado en el dolor, incluso
en la vergüenza, una mezcla de sensualidad que me ha
bía dejado con más deseo que temor de volver a expe
rimentarlo de la misma mano.» El masoquismo y el ex
hibicionismo, que desempeñaron un papel tan esencial
en su juventud, encontraron una forma sublimada en
la escritura y la filosofía. «Buscaba alamedas oscuras
—cuenta—, cobertizos ocultos donde pudiera exponer
me de lejos ante las mujeres, en el estado en que habría
querido estar junto a ellas [...]. El estúpido placer que
me producía exhibirme ante sus ojos es indescriptible.»
— 123 —
Esta tendencia instintiva al exhibicionismo es compara-
ble a la forma impúdica en que se desnuda en las Confe
siones. La obra no es en este caso más que el reflejo de la
personalidad.
La pasión literaria y fotográfica de Lewis Carroll
por las niñas y en especial por la pequeña Alice Liddel,
le permitió pasar «al otro lado del espejo». Aun cuando
no se pueda hablar de pederastía, en la medida en que
todas las relaciones que mantuvo con ellas fueron plató
nicas, al parecer, esa obsesión pasional no es ni mucho
menos insignificante —dedicó todo su tiempo a seducir
niñas—, ya que procede de un conflicto interior que
sólo se resolverá, o se expresará, en la obra.
La psicopatía, que engloba los trastornos del carác
ter y del comportamiento de cariz antisocial, acompaña
con toda naturalidad a esos grandes revolucionarios que
son los creadores, los inventores de ideas, los pertur
badores del orden establecido, hasta el extremo de que
sus comportamientos no siempre parecen tener el mismo
valor que en un sujeto no creativo. ¿A cuántos intelec
tuales les ha conmocionado recientemente el encarcela
miento de Knobelspiess, porque su vocación literaria y
una posible culpabilidad parecían antinómicas? ¿Cuán
tos defendieron a Jean Genet cuando afirmaba: «Tiene
gracia que sólo pueda escribir aceptablemente en la cár
cel», o en su época a François Villon, cuya biografía di
fícilmente puede seguirse si no es a través de la crónica
judicial?
Tras cometer un homicidio, Villon se da a la fuga
con un nombre falso y en 1456 consigue una carta de
remisión antes de cometer otro delito: robo con frac
tura. Unos años de vagabundeo y hurtos con la banda
de los Coquillards lo conducen a prisión en 1461. El 2 de
octubre del mismo año será liberado por Luis XI, y al
año siguiente inculpado de nuevo y encarcelado en el
Châtelet. Tras ser detenido una vez más, torturado y
— 124 —
condenado a la horca, el Parlamento de París le conmu
ta la pena por diez anos de destierro, en el transcurso de
los cuales se pierde definitivamente su rastro. Le tais y
mas tarde Le test&TYieyit fueron escritos cada uno des
pués de un período de cautividad, como si quisiera ex
presar sus quejas y justificarse. En Villon, como en tan
tos otros, la obra es indisociable de la vida y la vida de
la obra. Kretschmer cree firmemente que ese elemento
psicopático, asocial o incluso antisocial que aparece con
tanta frecuencia en los seres excepcionales es sin duda
alguna «un componente interno indispensable, un fer
mento necesario para todo genio en el sentido estricto
de la palabra». Y añade que si al hombre genial se le qui
tara ese rasgo patológico, «fermento de la inquietud de
moniaca y de la tensión psíquica, no quedaría más que
un hombre normalmente constituido».
Byron y Miguel Angel, espíritus geniales donde los
haya, presentan enormes parecidos con los psicópatas
de los manuales de psiquiatría, tanto en su incapacidad
para adaptarse a la vida social como en los aspectos pa
tológicos de su carácter. Byron, entronizado en la Cá
mara de los Lores en 1809, fue durante toda su vida la
comidilla de los puritanos de la Inglaterra victoriana:
alimentó pasiones culpables e incluso llegó a mantener
relaciones incestuosas con su hermanastra Augusta
Leigh, con quien tuvo un hijo, y acumuló deudas, ebrie
dad y agresividad. Como para autoafirmarse, este lord
extravagante y escandaloso fue un defensor de los hu
mildes y los oprimidos y un cantor de la libertad, pues
el genio creador aprecia ante todo su propia libertad y la
ausencia de coacción respecto a sus ideas rebeldes. Por
lo demás, la frecuente psicopatía de los creadores nos
parece sinónima de libertad únicamente porque rendi
mos homenaje a su inconformismo. Una vez más, el ge
nio sólo encuentra una definición en su reconocimiento.
El espíritu independiente y la gran personalidad de
— 125 —
Miguel Ángel permitirán que se le acepten comporta
mientos que habrían sido condenados en cualquier otro
y qUe se califican de meramente caracteriales en el ca
so del maestro de Florencia. Se le llamó vanidoso, mi
sántropo, violento, celoso, pendenciero y atormentado,
pero también modesto y generoso. En una palabra, so
brehumano. No aceptó a ningún alumno de talento y
cuando trabajaba no soportaba la presencia de nadie, ni
siquiera la del papa. Estos rasgos acusados de la perso
nalidad contribuyen a desarrollar el genio del creador,
en la medida en que dejan libre curso a la inventiva y no
limitan en absoluto la exaltación del estado de ánimo
y la libertad de las ideas. En otros, el carácter excesi
vamente patológico de esa inestabilidad frena la reali
zación de la obra y conduce al fracaso. Kretschmer
menciona a los poetas Grabbe y Lenz, dos oscuros «ge-
nialosos», según sus propias palabras, en los que el ele
mento patológico fue más autodestructor que estimu
lante de la creación.
La lista de los crímenes de Benvenuto Cellini es lar
guísima, aun en el caso de que nos atengamos a sus Me
morias, donde enumera sus fechorías. En 1523 hiere a
dos hombres en el transcurso de una pelea y huye de
Florencia. En 1529 es acusado de homicidio. En 1534
asesina a su rival, se esconde y más tarde consigue el
perdón del papa Pablo III, quien lo toma de nuevo a
su servicio. En 1538 es encarcelado por robo, se escapa,
vuelven a prenderlo y posteriormente lo ponen en li
bertad. Sobre él recaerán varias acusaciones más por
robo, homicidio o sodomía, pero siempre conservará la
confianza y la estima del papado y de los duques de Flo
rencia, que en 1571 le organizaron unas exequias con
gran pompa. Es evidente que el crimen y la pintura no
guardan en él ninguna relación de causalidad directa, y
que las obras con fuerza no son obligatoriamente cosa
de los caracteres violentos, sino que en este caso proce
— 126 —
den de una misma estructura de personalidad que gene
ra a la vez la impulsión y la inspiración, en el caso de que
no sean hermanas gemelas.
La vida de Michelangelo Merisi, llamado el Cara
vaggio, fue tan movida como la de Cellini. Wittkower
asocia el estilo revolucionario de Caravaggio y su carác-
tei apasionado, y nos ofrece la imagen desmesurada de
«la combinación de un pincel agresivo con un puñal im
placable». En 1600 es citado dos veces por la policía de
bido a su participación en peleas, al año siguiente hiere
a un soldado, emprende acciones judiciales, agrede, in
sulta, ofende, ataca, huye... Será condenado al exilio por
homicidio en el transcurso de un duelo, pero siempre se
beneficiará de medidas de gracia y de la benevolencia de
poderosos mecenas. Con todo, cabe señalar en su bio
grafía la frecuente aparición de accesos impulsivos en
primavera o en otoño, es decir, lo que habitualmente
observamos en las alternancias cíclicas del humor, toda
vía llamadas popularmente ciclotimia.
Las experiencias alucinatorias y delirantes también
adoptan una dimensión muy diferente en el poeta. Po
dremos comprenderlas como aliadas de la inspiración
y atribuirles un valor fundamentalmente distinto de la
opinión que tal vez nos merezcan, por ejemplo, las alu
cinaciones de un joven esquizofrénico. Sin embargo son
comparables desde cualquier punto de vista, aunque a
menudo el contexto creativo y su valor simbólico per
mitirán mantener ese equilibrio precario tan buscado por
el creador y generador de invenciones.
Cabe interrogarse por el valor metafórico de deter
minadas expresiones utilizadas por los poetas, como el
término «vidente» o «visionario» con el que Rimbaud
califica a los verdaderos poetas: Gautier, Banville, Ver
laine... En su célebre carta a Paul Demeny del 15 de
mayo de 1871, en la que dice «“Yo’ es otro», Rimbaud
precisa claramente que el poeta se hace «vidente» gra-
— 127 —
cias a «una larga, inmensa y razonada alteración de to
dos los sentidos». Así es como se acerca al «descono
cido».
Mediante procedimientos que no son muy distintos
de los que utiliza el niño o el psicòtico en sus experien
cias alucinatorias, el poeta pone a prueba su percepción
sensible. Algunos de esos niños juegan con la luz y par
padean rápidamente para experimentar sensaciones
extraordinarias. Incluso nosotros, los psiquiatras, con
frecuencia nos sentimos fascinados por las experiencias
alucinatorias que nos relatan los pacientes. La riqueza
inventiva de tales experiencias tienta de forma natural al
creador, que se sitúa en la peligrosa e inestable frontera
entre la alucinación y la realidad.
«Me habitué a la alucinación simple —prosigue Rim-
baud—, veía con toda nitidez una mezquita donde ha
bía una fábrica, un grupo de tambores formado por án
geles, calesas en los caminos del cielo, un salón en el
fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título
de vodevil erigía terrores ante mí. ¡Luego expliqué mis
sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!»
(Una temporada en el infierno, «Delirios»). N o hay nin
guna razón para dudar del carácter inspirado e imagina
rio de estas soberbias líneas del niño-poeta, pero la fron
tera con el automatismo mental y la disociación de una
parte de sí mismo no se encuentra muy lejos. Como tam
poco lo está «la locura, cuyos impulsos y desastres co
nozco uno por uno» (ibid).
La conducta provocadora y el permanente desafío
que lanzaba al mundo hacían de Baudelaire un ser me
galómano, de un narcisismo profundamente herido por
la ausencia de reconocimiento público y al mismo tiem
po por el estado de dependencia infantil en el que lo
mantenía su madre, sobre todo desde que fue puesto
bajo tutela judicial en 1844, a los veintitrés años. Este
régimen de protección de los bienes también se aplica a
— 128 —
aquellos, muy escasos en la actualidad, que llamamos
«incapacitados mayores» y que, en razón de su incapa
cidad para administrarse a sí mismos, necesitan ser re
presentados en los actos de la vida civil. En el caso que
nos ocupa, era lo que ocurría en lo referente a la gestión
de sus rentas, pues en unos años Charles había dilapidado
la herencia de su padre y acumulado múltiples deudas.
Su impulsividad, sus provocaciones desmesuradas y sus
excesos con la bebida acompañarán su búsqueda incan
sable de una estética personal, de un «arte puro» repre
sentado por Las flores del mal, condenadas por el orden
burgués en 1857, pero reconocidas por la generación si
guiente, como es habitual cuando se trata de obras ge
niales. Baudelaire, ese ser inspirado e hipersensible, pro
bablemente tuvo alucinaciones durante su infancia, y en
cualquier caso vivió una hiperestesia (una percepción
sensorial exacerbada) a lo largo de toda su obra. Segui
mos estando en esa sutilísima frontera entre lo real y lo
imaginario.
La iluminación interior del creador lo mantiene mu
chas veces alejado de su entorno y adquiere tal fuerza
que parece similar a lo que llamamos «alucinación». El
genio inspirado y totalmente interiorizado experimen
ta una especie de desdoblamiento, se agita extenormente
mientras que vive con intensidad la alucinación fulgu
rante de un momento de inspiración. En ese estado, se
parece en muchos puntos al personaje del chamán de las
sociedades tradicionales nómadas. Permanece al margen
del grupo, posee el conocimiento, es el intercesor ante
los dioses, está habitado por la divinidad cuyo nombre
adopta... Y como hipnotizado, escribe sueños e inventa
el futuro.
Las crisis de «ausencia mental» de Beethoven esta
ban marcadas por una actividad exterior maquinal: gri
taba, mascullaba, recorría de arriba abajo su habitación,
garabateaba febrilmente los mensajes que le venían del
— 129 —
interior. «La idea que está en el fondo de mí no me
abandona nunca —precisa—. Se eleva, crece, la veo y la
oigo en toda su extensión; permanece ante mi mente,
como si estuviera en fusión [...]. Yo la persigo, la abra
zo, vuelvo a agarrarla con una pasión renovada, ya no
puedo separarme de ella [...]. Tengo que multiplicarla en
un éxtasis espasmódico [...]. A continuación tan sólo me
resta el trabajo de transcribir, y eso es rápido.»
«Todo el que ha leído las descripciones de Schindler
en su Biografía de Ludwig van Beethoven —precisa Pa-
nizza— y ha tenido ocasión de ver a un alucinado en la
fase inicial de su enfermedad, no puede poner en duda
que se trata de dos estados similares.» No es difícil que
la fulguración de la inspiración musical se parezca a los
estados alucinatorios, en la medida en que numerosos
compositores dicen oír la melodía y limitarse a transcri
birla. No se trata ni de una percepción errónea, ni de
una ilusión, ni de una interpretación de la realidad, si
no probablemente de una verdadera intuición delirante
autoproducida que permite pensar que, a fuerza de bús
queda perceptiva, el creador logra desencadenar un
automatismo mental, es decir, un pensamiento automá
tico —en este caso una percepción automática—, signo
de cierta disociación de sí mismo.
El esquizofrénico presenta tal partición de la perso
nalidad, y las alucinaciones, esas percepciones sin objeto,
se imponen en su mente sin posibilidad de crítica. Las
alucinaciones auditivas son casi siempre voces, aunque
en ocasiones lo que se oye son sonidos más o menos
agudos o intensos, como campanas o silbidos, o incluso
melodías musicales más elaboradas. La profunda dife
rencia entre las alucinaciones del joven esquizofrénico y
la inspiración alucinatoria del compositor genial radica
en que esta última es habitualmente concreta y aislada,
es decir que permite la prosecución relativa de una vida
de relación. Si no, la alucinación es idéntica en su meca
— 130 —
nismo, es la expresión y la materialización del deseo, en
el sentido en Cjue el recien nacido «alucina» el biberón
cuando lo reclama.
Durante muchos años, Schumann oyo permanente
mente un sonido agudo que identificaba como exterior
a él: «Mientras compongo, oigo sonar en mi cabeza un
silbido que no se detiene ni de día ni de noche...» Lue
go la alucinación se hace más rica, más completa. Clara
anota en su cuaderno con fecha 12 de febrero de 1854:
«Dice que es una música espléndida, con instrumen
tos de una sonoridad maravillosa, algo que no se puede
comparar con nada de lo que se oye en la tierra.» Y aña
de: «El médico dice que no puede hacer nada para evi
tarlo.»
Aquí nos alejamos de la frontera trazada entre el ge
nio y la locura para desembocar en el desequilibrio
mental. Ya se han rebasado los medios de defensa de la
personalidad; las alucinaciones son múltiples, no sólo
auditivas sino también olfativas y gustativas, falsas im
presiones que se interpretan como una persecución. El
delirio está en marcha. En la noche del 17 de febrero,
Schumann se levanta y escribe un tema que le han dicta
do unos ángeles. Los ángeles se apiñan a su alrededor y
le hacen revelaciones inauditas. A la mañana siguiente
son demonios, que le tocan una música infernal. Schu
mann se ha hundido en la locura, una locura que alimen
ta las grandes exaltaciones de su genio compositor, pero
de la que ya no saldrá.
Podríamos evocar también las abundantes alucina
ciones de todos los grandes místicos, las voces y las ór
denes divinas de Juana de Arco, las conversaciones de
Lutero con el diablo, las visiones de Bernadette o de san
ta Teresa, la inspiración divina de Abraham, Jesús o Ma-
homa. Ésta mecánica mental que anima a un elevado nú
mero de los personajes excepcionales que han guiado el
mundo encuentra un factor de equilibrio en el reconoci
— 131 —
miento social por parte de sus discípulos y contempo
ráneos, creando en cierto modo un delirio colectivo
que evita la depresión mediante la negación de todos. Al
margen de la cuestión de la fe, no hay ninguna diferencia
clínica entre la gran convicción de Juana de Arco y las
alucinaciones estériles de un joven esquizofrénico hospi
talizado, cuyo testimonio delirante reproducimos: «Soy
el hijo de Dios y Él me habla todos los días de mi misión
en la Tierra.» La única definición del genio se encuentra
de nuevo en el reconocimiento social.
El bellísimo ensayo Le démon de Socrate, de Lélut,
un psiquiatra francés de principios del siglo XIX, tuvo el
gran mérito de poner de manifiesto el carácter profun
damente delirante y alucinado de una de las figuras más
importantes de la Antigüedad, carácter indisociable de
su genio que no es cuestionado por nadie. Otros tiem
pos, otras costumbres, y una concepción muy distinta
del genio inspirado, cuyo comportamiento todos acep
tan. Platón ofrece un testimonio de ello en El banquete:
«A mitad de camino, Sócrates, totalmente ensimismado,
se quedó atrás. Me detuve para esperarlo, pero él me
dijo que siguiera avanzando [...]. No, no —dije yo en
tonces—, dejadlo; le ocurre a menudo, de pronto se
para allí donde se encuentra.» «Percibí esa señal divina
que me es familiar —respondió Sócrates— y cuya apari
ción siempre me paraliza en el momento de actuar [...].
El dios que me gobierna no me ha permitido hablarte de
ello hasta ahora, y esperaba su permiso» (citado por Lé
lut). Estas palabras sorprendentes, interpretadas en el
plano de la metáfora, confirman plenamente que el ge
nio es un visionario, un iluminado, un profeta.
Numerosos psiquiatras han estudiado el «caso H öl
derlin», que fue objeto de la primera patobiografía rea
lizada por Lange-Eichbaum en 1909. Todos coinciden
en emitir un diagnóstico de psicosis esquizofrénica, ya
sean psiquiatras como Lange y Kretschmer, o psicoana
— 132 —
listas como Laplanche. La enfermedad parece declararse
en 1800, cuando se descubre su relación pasional con
Suzette Gontard, de cuyos hijos es preceptor, y en el
momento de su viaje a Burdeos en 1801. Hölderlin co
mienza una nueva existencia, se declara «otro» y dice
«tener un nombre distinto». «Me llamo Kilalusimeno.»
«La existencia de síntomas de patología mental es ahora
manifiesta precisan Geraud y Bourgeois en un recien
te estudio clínico : retraimiento autista, pensamientos
incoherentes, neologismos, manierismo, despersonaliza
ción [...]. Es posible, aunque no seguro, que sufriera alu
cinaciones; lo mismo sucede con las ideas delirantes.»
Es interesante destacar que, si bien los médicos no
albergan duda alguna sobre una patología mental, ésta
será rebatida por otras personalidades ajenas al mundo
de la medicina, como Heidegger, que escribirá comenta
rios irónicos sobre el diagnóstico de Lange-Eichbaum, o
más recientemente Pierre Bertaux, un germanista muy
parcial que en 1978 defenderá la tesis de la simulación
de la locura por razones políticas. Al igual que en el ca
so de Artaud, Claudel e incluso Roussel, los que no son
psiquiatras ven la psiquiatría carente de fundamentos.
En Gérard de Nerval, la enfermedad también acabó
por imponerse a la inspiración. Al igual que Schumann,
presenta una enfermedad maníaco-depresiva que enton
ces se denominaba locura circular, y que alterna fases de
excitación muy productivas y fases de abatimiento de
presivo. La locura estalla en 1841 al regresar de sus via
jes por Italia y Bélgica. Su delirio místico teñido de eso-
terismo lo convertía en un espiritista que oía el espíritu
de Adán, Moisés y Josué. Después apareció lo que po
dríamos llamar delirios de grandeza. Descendía de Fo-
lobelle de Nerva, cuyos descendientes masculinos lleva
ban todos, como él, el tetragrama de Salomón sobre el
pecho. Hablaba de sus castillos de Ermenonville y com
praba todas las monedas romanas del emperador Nerva
— 133 —
para recuperar sus orígenes. En plena locura, durante
los dos últimos años de su vida, Nerval nos lega el terri
ble y sublime canto inacabado de Aurelia. Crónica de
su locura y descenso a los infiernos a la que acompaña
con la perfección estética de un poeta visionario. Dado
que en aquella época no había ningún tratamiento para
la enfermedad, acabó su vida en un manicomio y sumi
do en la demencia, el desenlace natural de la locura y de
numerosas depresiones.
La grave enfermedad de Antonin Artaud —que mar
có el ritmo de su obra y luego la ahogó, desde el hos
pital Henri-Rousselle, donde se sometió a innumera
bles curas de desintoxicación, hasta el manicomio de
Rodez— interviene en todo momento en la obra y la
nutre. «Padezco una terrible enfermedad del espíritu. El
pensamiento me abandona por completo», escribe ya
en 1923 a Genica Athanasiou. La disociación de la esqui
zofrenia es manifiesta desde el principio de la enferme
dad: una fase depresiva inicial, a los dieciocho años, que
le impedirá proseguir los estudios. En su fértil delirio
místico reaparece constantemente el tema de la identi
dad: «Había en Marsella, en 1906 o 1907, un niño llama
do Nanaqui [...] en realidad se llamaba Antonin Artaud
y “murió” en el manicomio de Ville-Evrard en agosto
de 1939, a los 42 años. Morir a los 42 años no es ningún
milagro, y todo el mundo vio salir del manicomio de
Ville-Evrard el cadáver de Antonin Artaud, lo que es un
milagro es que después de ese crimen el mundo haya con
tinuado, y sobre todo que alguien haya podido ocupar
el lugar de Antonin Artaud y sucederle en su dolor. Ese
alguien se llama Antonin Nalpas, tal como el jueves por
la noche os fue comunicado por Dios...» (Rodez, 31 de
julio de 1943).
Pese a permanecer ocho años internado en un ma
nicomio, proseguirá una obra fecunda por su diversi
dad y originalidad. Pero lo que constituye el «caso Ar-
— 134 —
taud» es la polémica entablada entre la literatura y la
medicina, que todavía hoy sigue viva. Durante su larga
estancia en Rodez, un gran número de intelectuales lo
irán a visitar y se interesarán por su salida de allí: Ada-
mov, Marthe Robert, Bretón, Colette, Paule Thévenin...
Se ha esgrimido con frecuencia el argumento de una
hospitalización injustificada y unos tratamientos abusi
vos, argumento reforzado por el delirio de Antonin,
que mezclaba la fibra genial de su inspiración literaria
con la reivindicación intelectual: «[...] la policía, que ha
bía instalado ametralladoras alrededor del hospital ge
neral y que disparaba despiadadamente contra la multi
tud para impedir su liberación. La batalla se prolongó
varios días y hubo miles de muertos» (Rodez, 19 de ju
lio de 1943).
Resulta muy difícil captar la realidad de tales casos
clínicos, pues para los médicos y la psiquiatría Antonin
Artaud era un auténtico enfermo, en tanto que para la
literatura era un auténtico poeta. Como el delirio de
Camille Claudel, un delirio auténtico y al mismo tiem
po una gran artista. La enfermedad de Camille y su de
lirio persecutorio en relación con Rodin fueron una
sentencia de muerte para su obra y plantean a la medici
na la cuestión del genio creador. Estuvo internada trein
ta años y murió en el manicomio de Ville-Evrard. El in-
ternamiento abusivo y el atentado contra las libertades
que sufrió fueron violentamente denunciados por Paul
Vibert, periodista de Le Grand Matinal, que negaba la
noción de enfermedad en una artista como Camille y
denunciaba la indiferencia familiar y el poder absoluto
de los médicos. Hoy en día no sería concebible una hos
pitalización tan larga, pero no por ello Camille dejaría
de ser una enferma.
Podríamos continuar evocando biografías conocidí
simas o secretos celosamente guardados por la hagiogra
fía familiar. La locura se halla tan presente en los desti
— 133 —
nos excepcionales que interviene muy directamente en la
obra-vida. El delirio paranoico de Auguste Comte, que
se proclama sumo sacerdote de la religión de la Humani
dad, no es sino la prolongación directa de su filosofía
positiva, al igual que las ideas de grandeza de Wilhelm
Reich, que se identificaba con Cristo y se erigía en des
cubridor de la humanidad, no eran sino el resultado de
su concepción orgómca y su teoría de la bioenergía. El
sufrimiento psicòtico de Van Gogh o de Hölderlin y la
paranoia de August Strindberg nos recuerdan también
la presencia de la enfermedad, que marca el compás de la
vida y la obra. Guyotat hablará de «psicosis romántica»
—evocando a Nerval, Schumann, Van Gogh—, una or
ganización mental que asociaría un factor genético, una
gran capacidad de expresividad y una elevada función
estética.
En el caso de Maupassant, habitualmente se hace re
ferencia a la evolución mental de una sífilis que habría
ocasionado su demencia. Sin embargo, si se considera la
personalidad sumamente ambigua de su madre, Laure
de Maupassant, y el fin trágico en un manicomio de su
hermano Hervé, seis años menor que él, no resulta des
cabellado hablar de herencia y de psicosis familiar. Por
lo demás, él describió la locura y el desdoblamiento ca
racterístico de la psicosis esquizofrénica mucho antes de
ser hospitalizado, especialmente en La lettre d ’un fon,
publicada en 1885: «Y una noche oí crujir el suelo a mi
espalda [...]. Pero al día siguiente, a la misma hora, se
produjo el mismo ruido. Sentí tanto miedo que me le
vanté, absolutamente convencido de que no estaba solo
en mi habitación. Sin embargo, no se veía nada. El aire
era límpido y transparente por doquier. Las dos lámpa
ras iluminaban todos los rincones [...]. Pero no dejo de
esperarlo, y noto que mi mente se extravía en esa espera
[...] empiezo a ver imágenes descabelladas, monstruos,
cadáveres horrendos..., todas las visiones inverosímiles
— 136 —
que deben de atormentar el espíritu de los locos.» La
minuciosa descripción de esta crisis de angustia de des
personalización hace pensar que fue vivida.
En su finísimo análisis de la personalidad de Rilke,
Kretschmer escribe esta expresiva frase: «Rainer Ma
na Rilke pasa largos años como un sonámbulo junto
al abismo, siempre cerca de la catástrofe esquizofrénica
pero sin llegar a hundirse en ella como Hölderlin.» Una
profunda angustia y un sentimiento de singularidad acom
pañarán toda la obra de Rilke, sus experiencias alucina-
torias y mágicas a capricho de las variaciones de su esta
do de ánimo, en el silencio de antes de 1922 o incluso
durante sus tumultuosas inspiraciones místicas.
¿Serán acaso el delirio de grandeza y la manía perse
cutoria de Jean-Jacques Rousseau y de Schopenhauer el
destino de los filósofos, o es preciso tener la suficiente
vanidad para pensar en rehacer el mundo? El filósofo
alemán se creía víctima de una conspiración destinada a
silenciar su obra. En 1824, a los veintiséis años, se com
paraba con Jesús y estaba convencido de que era el pri
mero en guiar a los hombres de espíritu hacia la verdad:
«Me sucede con los hombres lo que le sucedió a Jesús de
Nazaret, cuando tuvo que despertar a sus discípulos per
manentemente dormidos» (citado por Lombroso). Esta
iluminación se transformará más tarde en persecución.
Habitado por la angustia, acercaba la mano a su espada al
más mínimo ruido, redactaba sus notas en griego, en la
tín, en sánscrito, y las diseminaba entre las páginas de sus
libros para evitar cualquier indiscreción. «Cuando no
tengo ninguna inquietud es cuando tengo los mayores
temores» (ibid.).
Jean-Jacques alimentó los mismos designios de ilu
minar y salvar a la humanidad, de ser grande entie los
grandes.
Al mismo tiempo, se trasluce un delirio persecuto
rio en cada una de las páginas de las Confesiones. Su ex
— 137 —
cesiva desconfianza le hace ver enemigos por doquier,
sobre todo entre sus amigos: Hume, Voltaire, Grimm y
Diderot. Jacques Borel, autor del minucioso análisis
Génie et folie de Jean-Jacques Rousseau, ve aparecer ya
en 1757 la faceta persecutoria de su depresión, luego pa
roxismos ansiosos y finalmente el delirio interpretati
vo. En agosto de 1767, Rousseau confirma esta convic
ción: «La liga que se ha formado contra mí es demasiado
poderosa, demasiado ardiente, demasiado hábil, dema
siado acreditada para que esté en condiciones de hacerle
frente en público. Cortar las cabezas de esa hidra sólo
serviría para multiplicarlas.»
El caso Rousseau hará decir al desmesurado Lom-
broso: «Quienes quieran hacerse una idea bastante com
pleta de las torturas internas de un lipemaníaco sin fre
cuentar un sanatorio mental, no tienen más que leer las
obras de Rousseau, sobre todo las últimas, es decir,
Confesiones, Diálogos y Las ensoñaciones del paseante
solitario.»
En una época en que había pocos tratamientos, el de
senlace de esa locura casi siempre era el manicomio.
Ante la angustia de la psicosis, algunos reclamaron por
propia iniciativa esa medida de protección, como Robert
Schumann en 1854: «Quiero ser hospitalizado, ya no res
pondo de mis actos.» O más recientemente William Sty-
ron en Tendidos en la oscuridad: «El hospital fue una eta
pa, un purgatorio.» En el lado opuesto encontramos
la declaración poética de Nerval, en una carta del 27 de
abril de 1841: «Temo estar en una casa de cuerdos y que
los locos estén fuera» (carta a madame de Girardin); o
incluso la indignación de Bretón en N adja: «En mi opi
nión, todos los internamientos son arbitrarios. Sigo sin
entender por qué hay que privar a un ser humano de li
bertad. Encerraron a Sade, encerraron a Nietzsche, en
cerraron a Baudelaire.»
La lista no acaba ahí: Conrad, Lowry, Schumann,
— 138 —
Roussel, Nijinski, Munch, Utrillo, Camille Claudel,
Artaud, Maupassant, Hölderlin, Hemingway, Althus-
ser, Van Gogh... y muchos más.
7. M a n ía y d e p r e s ió n
— 139 —
miento que hoy tenemos de la enfermedad depresiva.
La presentación dicotòmica de lo que en la actualidad
aparece como un verdadero fenómeno social alimenta
esta confusión, pues mientras la historia clínica de las
depresiones sugiere al médico que se trata de una en
fermedad, el análisis de la desesperación revela al fi
lósofo el sentido de la condición humana. Esta sepa
ración arbitraria del cuerpo y el espíritu, que ilustra a
la perfección el alejamiento de ambas disciplinas, me
dicina y filosofía, se ve confirmada por la posición de
una parte del psicoanálisis, que suele situarse del lado
de la filosofía y afirma que no existe depresión sino
una fluctuación permanente de las pulsiones de vida y
las pulsiones de muerte. Sin embargo, estos puntos de
vista no son irreconciliables sino más bien complemen
tarios. Es importante que sea un psicoanalista, Daniel
Widlócher, el que se pronuncie en los siguientes térmi
nos: «La depresión es un fenómeno único, cuya etio
logía sólo se puede concebir como la coincidencia de
factores biológicos, genéticos y socioculturales. Es una
respuesta patológica unívoca a causas múltiples —psi
cológicas, orgánicas, iatrogénicas, genéticas, ambienta
les— que perturban el funcionamiento del sistema ner
vioso central.»
Aquí hay que denunciar dos reduccionismos: el pri
mero, que sólo ve en la depresión su mecanismo bioló
gico y considera secundarios los factores psicológicos;
el segundo, que niega el factor biológico y convierte una
psicogénesis todopoderosa a la vez en el proceso expli
cativo y en el proceso terapéutico. La biología no explica
la depresión; la constata. El psicoanálisis la explica en
parte, pero a menudo parece desarmado ante su evolu
ción biológica. A estos dos extremos corresponden dos
riesgos: uno, el de medicar excesivamente ante toda evo
lución depresiva y reducirla a una fluctuación clínica, y
el otro, igualmente peligroso, el de negar el mecanismo
— 140 —
biológico de la depresión y dejarla evolucionar hacia el
agravamiento y el suicidio.
Hoy en día abundan más las opiniones que sinteti
zan ambos extremos y admiten la complementariedad
de estas dos lógicas explicativas. Freud, que fue el pri
mero en mostrar la relación entre depresión, melanco
lía y patología del duelo, era fundamentalmente un mé
dico biologista que intentó constantemente conectar el
aparato psíquico a las representaciones del sistema ner
vioso. Nuestro conocimiento de la biología de la depre
sión es muy reciente, ya que sólo data de una veintena
de años, y nos muestra que las alteraciones del estado de
ánimo están sustentadas por modificaciones de los sis
temas monoaminérgicos de las hormonas cerebrales
—adrenalina, noradrenalina, acetilcolina, serotonina—,
sea cual sea la forma de la depresión —neurótica, endó
gena, psicòtica—, es decir, esté relacionada con factores
constitucionales e incluso genéticos, o sea una reacción
psicológica a las adversidades de la existencia y los con
flictos de la personalidad. Actualmente se sabe con
certeza —y en ningún caso se trata de una simple hi
pótesis— que la depresión es un fenómeno biológico
autoalimentado y determinado por múltiples factores,
consecuencia de la evolución de una neurosis, de angus
tias, de obsesiones, de fobias..., o incluso favorecido por
factores genéticos y familiares.
El modelo de la psicosis maníaco-depresiva, llamada
ahora enfermedad bipolar del humor, ilustra el caso de
la predisposición familiar a la depresión. Por fin es po
sible concebir un modelo explicativo de las múltiples
formas de la depresión, modelo bipolar entre excitación,
que llamamos manía, y depresión: unos sólo padecen la
forma depresiva de la enfermedad, otros únicamente
la forma de excitación, y unos terceros viven la alter
nancia maníaco-depresiva.
Hay una firme resistencia a concebir la depresión co
— 141 —
mo una enfermedad, dado que los síntomas clínicos no
son sino la amplificación del humor habitual, de la tris
teza o del desinterés. A menudo se tiene la impresión
de que con un poco de esfuerzo y voluntad es posible
dominar el abatimiento anímico. Se olvida, o se ignora,
que ya se están utilizando drogas químicas para paliar
las dificultades de la vida: el alcohol, que es un sedativo
y un desinhibidor, el café, que es un excitante profun
damente ansiógeno, y el tabaco, que combina ambos
efectos.
Así pues, actualmente ya no podemos hablar de la
depresión como en los decenios precedentes. Nuestro
conocimiento es distinto y nuestras concepciones tam
bién, lo que nos permite describir tres tipos de modi
ficaciones del estado de ánimo en los creadores, que
ilustraremos con sucesivos ejemplos: evoluciones de
presivas en su relación con la creatividad, evoluciones
maníacas y trastornos maníaco-depresivos.
La depresión es frecuente en los creadores, pero ra
ramente ha sido probada. Se pueden encontrar los pri
meros síntomas de ella en Monet o Beethoven. Beetho-
ven, encerrado en el dolor de su sordera, pasó gran parte
de su vida dominado por un tono depresivo del que
emergían accesos de cólera y rasgos geniales. Romain
Rolland pinta de él un retrato sobrecogedor en Vie de
Beethoven, de 1903: «De complexión robusta. Una
musculatura sólida. Bajo, fornido, cara ancha, de color
rojo ladrillo [...] amplia sonrisa. Pero la risa resultaba
desagradable, violenta y chirriante, la risa de un hombre
que no está acostumbrado a la alegría. Su expresión ha
bitual era la melancolía, una tristeza incurable. Un sem
blante de Shakespeare. El rey Lear.» Romain Rolland
fue el primero en sugerir que su aislamiento voluntario
y su depresión («Cada vez más decepcionado conforme
pasaban los años, desde muy pronto tuve que aislarme,
vivir como un solitario alejado del mundo») tal vez ac
— 142 —
tuaron como un poderoso estimulante de la creación.
También en el límite de la depresión, Claude Monet
sintió el abatimiento que precede y sucede a las fases de
creación, alejándose durante días del gran estudio de Gi-
verny y la luz de los nenúfares. «Claude está cada vez
más intratable (todo está perdido, las cosas nunca irán
bien, hay que vender la casa, el coche...), es triste aban
donarse así, verlo tan alicaído, y nada...» En esta carta de
Alice Hoschedé-Monet a su hija, del 3 de febrero de 1910,
encontramos numerosos elementos de la clínica depresi
va: infravaloración, tristeza, desinterés, ideas de fracaso
y ruina. Esos largos períodos de abatimiento sucedían a
días de trabajo intenso en el estudio y junto al estanque
del jardín acuático.
En 1914, tras su ruptura con Alma Mahler, Oskar
Kokoschka, muy depresivo y con tendencias suicidas,
se encerró en un estudio oscuro para pintar su famoso
cuadro La novia del viento. En este caso, la crisis de
presiva parece ser un extraordinario momento de ins
piración, y al mismo tiempo la obra representa un for
midable medio para controlar la angustia y el afecto
depresivo. Así fue como en la primavera de 1893, du
rante un episodio depresivo mezclado con una exci
tación febril, Rachmaninov compuso su personalísimo
Preludio en do sostenido menor, que enseguida le hizo
merecedor de una fama internacional. Y también al salir
de una larga fase melancólica de casi tres años escribió el
Concierto n.° 2, que se considera la más importante de
sus obras orquestales.
En los lienzos del primer período de Edvard Munch
se percibe la angustia y el sufrimiento moial, unos lien
zos con títulos explícitos como La muerte y la doncella,
Amor y dolor, El grito, de 1893, o Ansiedad, de 1894.
«He vuelto a caer enfermo —dice y me refugio en
una clínica para los nervios antes de regresar a Noruega.
Miedo de la gente. Insomne.» (Citado por Olivier.) El
— 143 —
alcoholismo, las crisis de angustia, la depresión y un de
lirio persecutorio lo llevan en 1908 a la clínica del doc
tor Jacobson, en Copenhague. Ha pasado una página de
su vida. Su pintura ha cambiado, sus temas de inspira
ción son diferentes, su creatividad se ha difuminado. La
depresión, que era el motor del primer período, ha deja
do paso a un equilibrio poco creativo que debilitará su
obra, impidiéndole recuperar los temas tan personales
del principio.
En 1845, Baudelaire tiene veinticuatro años. Acaba
de ser puesto bajo tutela y comienza su carrera de escri
tor como crítico de arte. El 30 de junio anuncia a su tu
tor, Ancelle, su intención de quitarse la vida: «Voy a
matarme... sin pesadumbre. N o padezco ninguna de esas
perturbaciones que los hombres llaman “pesadumbre” .
N o hay nada más fácil de dominar que ese tipo de cosas.
Voy a matarme porque no puedo seguir viviendo, por
que el cansancio de dormirme y el cansancio de desper
tarme son insoportables. Voy a matarme porque soy
inútil para los demás... y peligroso para mí mismo. Voy
a matarme porque me creo inmortal y tengo esperanza.»
Aquí, el discurso de Baudelaire es el del sufrimiento de
presivo, no el de la lucidez existencial. Destacan los
temas de la inutilidad y la infravaloración, pero también
la tremenda angustia de las noches de insomnio, que
precisará unos años más tarde: «El sueño me inspira el
mismo miedo que inspira un gran agujero negro, lleno
de vago horror, que conduce no se sabe adonde» (Le
gouffre, 1862). Finalmente describe con claridad la des
conexión entre el dolor moral y los valores materiales.
Su desesperación no guarda relación alguna con sus
preocupaciones financieras sino con el insoportable
cansancio del despertar depresivo. Baudelaire vivirá en
varias ocasiones las duras fases de esa enfermedad, sobre
todo en 1856. El 25 de diciembre escribe a su madre:
«Me hallo sumido desde hace varios meses en uno de
— 144 —
esos espantosos estados de languidez que lo interrum
pen todo...» El gran período metafísico de Giorgio de
Chirico, de 1910 a 1918, transcurrió al tiempo que se
desai rollaba una patología depresiva marcada por va
rios episodios melancólicos. Su infancia, que él descri
bió como «unos años tenebrosos», coincidió con la de
presión de su padre, en 1900, y de su madre unos años
más tarde. La primera fase melancólica, que se declaró
en 1910 en Florencia, marca un giro en su vida y el ver
dadero inicio de su obra, una obra extraña, inquietante
y enigmática que proseguirá hasta 1918, fecha de su úl
timo acceso melancólico. En sus memorias, Giorgio de
Chirico confiesa todos los síntomas de la depresión:
lentitud, insomnios graves, anorexia, aislamiento e ins
piración estéril en los períodos agudos. Tras una fase de
transición, de 1919 a 1924, parece salir de la depresión
—François y Lozano hablan de «curación de la melan
colía»—, cambia de estilo y realiza hasta su muerte, en
1978, una pintura neoclásica que ya no presenta el ca
rácter enigmático de su gran período y que algunos han
calificado de «desprovista de genio». Una vez más, la
vida y la obra están íntimamente unidas, y en este caso
evolucionan al compás que marca la depresión.
El sufrimiento depresivo, tan a menudo presente en
el creador, está relacionado con el fracaso de los investi
mientos y la debilidad momentánea del narcisismo, que
se traduce en una lentitud que expresa el vacío interior y
en la incapacidad para elaborar. Lentitud, insuficiencia
de narcisismo e inhibición de la creatividad interrumpen
los períodos fecundos, en una alternancia entre el placer
de la creación y el dolor de la espera estéril, lo que nos
recuerda la alternancia manía-depresión.
Entre las fases agudas del opio, Jean Cocteau se que
jaba de lo enormemente difícil que le resultaba comen
zar un nuevo día y ponerse a trabajar. Cada una de las
páginas era arrancada del peso de la depresión, la misma
— 145 —
que lo abrumó tras la cura de desintoxicación. «Pasó un
año sin poder escribir —cuenta Jean Marais—. Jean era
depresivo. [...] Profundamente. Jean estaba intentando
vencer la depresión constantemente» (Le Magazine Lit-
téraire, 1983).
La obra de Joseph Conrad estará marcada por su fa
bulosa trayectoria del exilio en el mar y en la literatura,
pero también y sobre todo por la grave depresión que
se expresará a lo largo de páginas desesperadas y en los
accesos de la enfermedad. El joven Joseph Conrad Kor-
zeniowski, huérfano a los tres años de su tierra patria,
Polonia, a los siete de madre y a los once de padre, in
tenta quitarse la vida a los veinte, antes de hacerse a la
mar y de introducirse en el mundo de la literatura. A los
treinta y cuatro años, en 1891, mientras estaba escribien
do su primera novela, La locura de Almayer, se agrava
su depresión y es hospitalizado en las afueras de Gine
bra. «Continúo sumido en la más densa de las noches y
todos mis sueños son pesadillas», escribe a Marguerite
Paradowska. Sufre frecuentes recaídas hasta 1910, en
que un acceso depresivo más grave y cercano a la psico
sis reorienta su obra hacia una escritura quizá menos
traumática. «Tengo una sensación de vacío», escribe to
davía a una de las personas con quienes mantiene corres
pondencia.
La vivencia depresiva se expresa en términos de pér
dida, de falta, como un recuerdo de la carencia afecti
va temprana que sufrió este huérfano de padre, madre y
patria. La vida es percibida entonces como una falla pe
ligrosa, un vacío perpetuamente angustioso que hace
suicida el imprudente avance por el borde del abismo
insondable que lo circunda. Los intentos de reconstruir
la personalidad tratan de colmar esa falta mediante un
sobreinvestimiento narcisista en la llamada del mar, a
través de la imagen del escritor, y en la medida en que
esa búsqueda literaria no reabra la brecha tapada.
— 146 —
Porque la literatura es exigente. Porque la literatura
extrae de lo más profundo de uno los secretos mejor
guardados, las últimas gotas de la desesperación, y vam-
piriza las energías corporales. Porque el motor de toda
creación se asemeja al motor de la depresión hasta el pun
to de inducir a engaño, tan parecidos son sus mecanis
mos. «En mí se puede distinguir perfectamente una con
centración en beneficio de la literatura —cuenta Kafka
en su Diario—. Cuando resultó evidente en mi orga
nismo que la orientación de mi naturaleza hacia la crea
ción literaria era la más productiva, todo se agolpó en
ese sentido y dejó desocupadas aquellas aptitudes que se
dirigían hacia los goces del sexo, la bebida, la comida, la
reflexión filosófica [...]. He adelgazado por todos lados.»
El aislamiento, la soledad, la reducción de los intere
ses pulsionales y la búsqueda de una melancolía jubilosa
desafían diariamente el precario equilibrio del humor li
terario. Flaubert manifiesta así el mérito de su soledad:
«A fuerza de sentirme mal solo, llego a sentirme bien»; y
Marcel Proust, las virtudes del sufrimiento: «Las obras,
como los pozos artesianos, alcanzan más altura cuanto
más profundamente se ha hundido el sufrimiento en el
corazón. No hay melancolía sin memoria ni memoria
sin melancolía» (El tiempo recobrado). El masoquismo
parece el mecanismo más eficaz no sólo para contener el
sufrimiento y expresarlo, sino también para alimentar la
depresión.
En el extremo opuesto de la depresión y la melan
colía se manifiesta lo que llamamos la «manía», exube
rancia y exaltación del humor que a menudo va acom
pañada de desasosiego, excitación e incluso violencia. La
tristeza, la lentitud y el replegarse en uno mismo dejan
paso entonces a la seguridad, la extraversión, el optimis
mo y el espíritu emprendedor, mantenido por un senti
miento de omnipotencia: «Tengo la impresión de que
puedo derribar montañas.»
— 147 —
Gérard de Nerval describe con gran precisión la
euforia de esa fase maníaca en Aurelia: «Voy a tratar
de transcribir las impresiones de una larga enfermedad
que se ha desarrollado totalmente en los misterios de mi
mente [...], y no sé por qué utilizo el término enfermedad,
porque nunca, en lo tocante a mí mismo, me he sentido
mejor. En ocasiones notaba mi fuerza y mi actividad re
dobladas: me parecía saberlo todo, comprenderlo todo;
la imaginación me ofrecía deleites infinitos.»
El maníaco —y el hipomaníaco, que es su equiva
lente menor y mucho más frecuente— duerme poco, se
inviste mucho, piensa deprisa, actúa rápidamente. Está
habitado por una aceleración mental denominada ta-
quipsiquia que le hace «tener cien ideas por segundo»;
se trata de lo que Fernando Pessoa llamaba sus «accesos
de abundancia». Las asociaciones de ideas son fáciles,
rápidas, originales, visionarias. La inventiva del lengua
je, las incoherencias y los neologismos caracterizan el
discurso maníaco, a la manera de la escritura automática
de los surrealistas. Este pensamiento audaz e innovador
es característico del acceso maníaco y, en cierta medi
da, de la creatividad. Cuando nunca se ha visto a un su
jeto en estado maníaco, resulta difícil imaginar lo que
se puede vivir en un momento semejante. El mismo se
siente sorprendido por esa inventiva que se impone a su
mente y que asombra a su entorno. Pero cuanto más
alarma la depresión a quienes lo rodean, que no dudan
de su carácter enfermizo, menos se vivirán la manía y,
sobre todo, la hipomanía como patológicas; casi siem
pre se valorarán en razón de su carácter excepcional o
extraordinario. Un joven en estado maníaco me decía
recientemente: «En este momento todo va muy bien,
incluso demasiado bien. Duermo poco y hago muchí
simas cosas. Todo me sale a la perfección. He inventa
do un nuevo concepto comercial y muchísima gente me
dice que soy muy inteligente. Todo esto les sorprende.