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Apuntes sobre la revolución que

viene (II)
Adriano Erriguel 26 de marzo de 2019

Cuando una oligarquía política se siente amenazada, su reacción instintiva


es la de aferrarse a un estigma. A una palabra maldita o marca de la
infamia que, a modo de parapeto, le permita neutralizar el desafío. Esa
palabra maldita es, en nuestros días, el populismo. El populismo es el
“detente” destinado a repeler las fuerzas oscuras que (supuestamente)
nos amenazan. La invocación de ¡populismo! busca provocar en el oyente
una reacción pavloviana de rechazo, inseguridad y miedo. En el lenguaje
corriente el término deviene instrumento de normalización ante una
situación que, de otra manera, amenaza con escaparse de control. Los
populistas quedan confinados en su sitio: en los reinos de Mordor del
discurso de odio, la demagogia y las ideologías más o menos
lunáticas.
Claro que esto se hace con diferentes grados de sutileza. En una primera
instancia el sistema comisiona un enjambre de políticos, comunicadores
de medio pelo y celebrities, encargadas de martillear el mensaje en las
mentes de los indecisos y los propensos a adaptarse a la opinión común
(es decir, la mayor parte de la población). Así se sedimenta un
argumentario básico destinado a solidificar la lealtad hacia el sistema y
proporcionar munición en las convocatorias electorales. Estamos aquí en
el ámbito de la propaganda.
La segunda instancia tiene lugar en las sesudas cumbres de la
intelectualidad orgánica. El sistema moviliza al establishment académico
para dotar de enjundia teórica a las narrativas oficiales. Su misión es
cartografiar a las fuerzas de oposición, descalificarlas intelectualmente,
aplastarlas con el peso del conocimiento “objetivo” y formular contra-
estrategias. Supuestamente estamos aquí en el ámbito del análisis
intelectual. Pero el oropel académico no debe llamarnos a engaño: la
primera instancia (la de la propaganda) y la segunda instancia (la del
análisis) se encuentran casi siempre mezcladas, y lo que se presenta
como conocimiento objetivo se inscribe en un tiovivo de intereses
institucionales, feudalismos universitarios y servidumbres políticas. Por
eso casi todos los estudios que proliferan sobre el populismo deben
leerse con filtro, en cuanto nos revelan más sobre las intenciones del
autor que sobre el fenómeno estudiado.
Las líneas que siguen no son una excepción: el autor se posiciona, como
casi todo el mundo, en una batalla de las ideas. Pero con algunas
diferencias: aquí no tenemos ninguna pretensión de objetividad más o
menos “científica” (sea lo que sea lo que esto signifique); aquí no tenemos
servidumbres ni expectativas de ningún tipo, y aquí aspiramos a que se
nos entienda. Pretensión este última que no es gratuita, habida cuenta de
que nos movemos en un terreno – la teoría del populismo – que ha sido
colonizado, como veremos, por la jerga posmoderna del “populismo de
izquierda”. Lo que a su vez nos lleva a la tercera instancia – la más sutil
– de las estrategias “normalizadoras” desplegadas por el sistema.

Populistas “buenos”, populistas “malos”

Divide et Impera es la forma más eficaz de neutralizar a un enemigo. Y


eso es evidente en materia de populismo. En el discurso mainstream no
es raro encontrarse con que hay un populismo “bueno” y un populismo
“malo”. El populismo “bueno” se comporta como una especie de hijo
rebelde del sistema, como un retoño problemático y caprichoso, pero
buen chico en el fondo. Sus valores son los mismos que los del sistema –
más “sociedad abierta”, más tolerancia, más inclusión, más diversidad,
más de más – si bien enturbiados por el velo de impaciencia y utopía que
dan el exceso de corazón y/o los pocos años. A su lado, el populismo
“malo” es malo con ganas. Es torvo, tosco y oscuro. Sus fundamentos son
la exclusión, la intolerancia, el odio al “Otro”. Con él abandonamos el
ámbito de la política y entramos en el de la demonología y el malleus
maleficarum. Sus ideas son sulfurosas ergo nauseabundas. Frente a él
solo caben cuarentenas, cordones sanitarios y profilaxis preventivas. En
el mejor de los casos, mucha pedagogía (instancias primera y segunda).
¿Podemos concluir por ello que el “populismo bueno” – para entendernos,
el populismo de izquierdas – es un simple peón del sistema? Sí y no, la
realidad no se encapsula en teorías conspiratorias. El populismo de
izquierdas vehicula propuestas que, en las sociedades desarrolladas,
pueden ser disruptivas para el establishment. Lo que ocurre es que, como
hijo pródigo de ese mismo establishment, su capacidad disruptiva es más
limitada que la del populismo “malo”. Dicho de otra manera: el populismo
de izquierda bebe de las mismas fuentes de la ideología hegemónica, y
es por ello, en el fondo, recuperable. No sólo eso, sino que puede ser
además instrumental para la agenda del neoliberalismo. Un ejemplo es el
partido Syriza en Grecia. O en España el partido Podemos, cuyos
portavoces han subrayado en múltiples ocasiones el gran servicio que su
formación brinda a la estabilidad política, al “ocupar” un espacio político
que, de otra forma – y al igual que ha sucedido en otros países europeos–
habría ocupado el populismo “malo” (léase: la extrema derecha).[1] Con
lo que Podemos se postula, en el fondo, como un partido de orden.
¿Qué es el populismo? Ante todo, es el juguete politológico de los últimos
años. Todos los intentos de definición están abocados al fracaso, en
cuanto son siempre sepultados por un torrente de excepciones. En
realidad, el populismo no se puede definir. Su correcta comprensión sólo
puede proceder por maniobras aproximativas, por intentos de delinear
unas características comunes y atrapar unas esencias que, de una forma
u otra, siempre acaban escurriéndose por algún lado. ¿Es el populismo
una ideología, un estilo político, una mentalidad? Toda conclusión se
presta a ser rebatida. Lo que nos lleva a pensar que la palabra
“populismo” es, por encima de todo, un significante vacío; una expresión
que es susceptible de ser ocupada por distintos actores. El concepto se
configura, de entrada, como un campo de batalla. Y es aquí donde se
enfrentan el populismo de izquierda y el populismo de derecha. ¿Qué
modalidad es la “genuina”? ¿Cuál de ellas se adecúa mejor a la esencia
del fenómeno?

Valores de derecha, políticas de izquierda

Los populistas “buenos” afirman sin reparos que el verdadero


populismo sólo puede ser de izquierda. Las cartas sobre la mesa: en las
líneas que siguen intentaremos razonar justamente lo contrario. A nuestro
juicio el populismo sólo puede ser, en la hora actual, de derecha. Dicho
de otra forma: sus más genuinas manifestaciones responden a valores y
parámetros convencionalmente identificados como “de derecha”. Aunque
conviene matizarlo. Si bien el populismo responde a una ontología de
derecha, eso no quiere decir que esté abocado, de forma natural e
inevitable, a integrarse en un “suma y sigue” de partidos más o menos
“conservadores”. Esa ontología de derecha a la que nos referimos tiene
una dimensión intemporal, y eventualmente podría verse mejor servida
por propuestas políticas que, de forma circunstancial, se sitúan a la
izquierda. No son los valores los que cambian, sino el paisaje político y la
posición relativa de esos valores dentro del mismo. Veamos varios
ejemplos.
La defensa de la soberanía nacional es un valor de derecha. Sin embargo,
el rechazo a la OTAN es una posición mantenida por los comunistas, con
lo que en este caso un valor de derecha es mantenido desde la izquierda.
Otro ejemplo: el nacionalismo económico y la preferencia por los
trabajadores nacionales responden a un valor de derecha. Sin embargo,
frente a unas derechas entregadas al dogma del libre mercado, las luchas
contra las deslocalizaciones son organizadas, sobre el terreno, por los
sindicatos de izquierda. Otro ejemplo: el ecologismo. La defensa de la
naturaleza implica una pulsión “conservadora”, y está por ello inscrita en
el ADN de la derecha. Sin embargo, los activistas por la ecología y por la
revitalización del entorno rural son muy frecuentemente de izquierdas.
Toda esta confusión nos llevará, a lo largo de estas líneas, a avanzar una
hipótesis. El futuro ya no estará en función de la izquierda y la derecha,
sino de una apuesta por la transversalidad y la superación de ese
binomio. Dicho de otra forma, el futuro dependerá de la construcción de
un populismo integral – de un “populismo 3.0.”– que trascienda los
populismos de derecha e izquierda y asegure una expansión radical de la
imaginación política.
Para empezar, es preciso superar varios malentendidos. Comenzamos por
los creados por el “populismo de izquierda”. ¿Es preciso ser de izquierdas
para ser populista? ¿En qué consiste el “populismo de izquierda?

Populismo de laboratorio

Comúnmente suele aceptarse que el mayor esfuerzo por elaborar una


teoría sistemática del populismo es el realizado por el profesor argentino
Ernesto Laclau. Tanto es así que, para muchos estudiosos, el concepto de
populismo orbita exclusivamente en torno a sus teorías. Éstas se
distinguen por una frondosidad teórica que deriva de su matriz
posmarxista y lacaniana. Lo cual contrasta con los populismos históricos
que, si por algo se caracterizaban, era por su carácter de ideas
encarnadas, en las que la práctica se anticipaba a la teoría. En la versión
de Laclau nos encontramos con un populismo de laboratorio.
Sintetizar en breves líneas las teorías de Laclau no es tarea fácil, en gran
medida por la afición del profesor argentino a los “juegos de lenguaje”
posmodernistas. Al situarse en el cruce de caminos del marxismo, el
psicoanálisis, los estudios culturales (french theory) y el post-
estructuralismo, su obra se presenta como una apoteosis académico-
culterana dirigida a intimidar neófitos y espantar curiosos. Pero reducido
el soufflé a sus justas proporciones, nos encontramos con que la obra de
Laclau es, ante todo, un posmarxismo. Lo que no quiere decir que sea un
marxismo disimulado o metido de contrabando, sino un auténtico adiós al
marxismo, en cuanto las categorías marxistas le resultan inadecuadas a
los efectos emancipatorios que se persiguen. ¿Cómo se plasma esto?
En primer lugar, adiós al “esencialismo de clase”. Ya no existe una
“clase trabajadora” como agente colectivo de liberación y redención. Al
fin y al cabo, el “esencialismo” – la idea de que hay una realidad objetiva
y que las cosas tienen una existencia autónoma fuera de los juegos de
lenguaje– es el peor anatema posible para el pensamiento
posmoderno. Adiós también a la idea de revolución, en la medida en
que ésta implicaba la aspiración a un estado de perfección y “plenitud
social” que a Laclau, como buen lacaniano, se le antoja imposible. La
revolución se sustituye – en el lenguaje de Laclau – por una “radicalización
de la democracia”, en cuya estela se instalaría algo parecido al
socialismo. Adiós en definitiva al “pueblo”, al buen y viejo pueblo de
trabajadores y de campesinos, al pueblo enraizado de las revoluciones
socialistas en el tercer mundo. Para Laclau el pueblo no existe como una
realidad a priori –étnica, social, cultural o histórica– sino que deriva
exclusivamente de prácticas discursivas y “juegos de lenguaje”. El pueblo
es un constructo social moldeado por el discurso, es – en el lenguaje del
argentino– un “significante flotante”, por lo que no se trata tanto de
liberarlo o de empoderarlo como de “construirlo”.
Para el posmodernismo la idea de “pueblo” es problemática. Al fin y al
cabo, éste es un concepto demasiado cargado de historia, demasiado
asociado a la idea de nación, demasiado “excluyente”. Por eso, en la
práctica política los discípulos de Laclau tienden a sustituirlo por términos
como “la gente”, “los de abajo” o “los ciudadanos”. Con lo que el
populismo de izquierda desemboca paradójicamente en un populismo sin
pueblo.
Sea como fuere, según Laclau hay que “construir pueblo”. Lo que significa
que el pueblo o bien no existía, o bien sí existía, pero no nos sirve y hay
que reemplazarlo. En estas líneas mantendremos que, con toda su
retórica tremebunda, el populismo de izquierdas es muy funcional para
las dinámicas (neo) liberales. ¿Qué puede haber de más instrumental para
el orden establecido que disolver, desagregar, reemplazar al “pueblo”?
Quede claro que en estas líneas nosotros asumimos una idea de “pueblo”
muy diferente a la del posmodernismo. Nosotros sí pensamos que las
realidades tienen una existencia más allá del lenguaje. Nuestra idea del
“pueblo” se inscribe por lo tanto en las definiciones clásicas, en aquellas
que ponen de relieve los fundamentos históricos y culturales de su
constitución, en aquellas que destacan – según la expresión del politólogo
Karl W. Deutsch – su dimensión de “comunidad de significados
compartidos”.[2]Claro que para el posmodernismo ese pueblo no existe
ni pudo existir nunca, pensar lo contrario sería incurrir en leso
“esencialismo”. Lo veremos.

[1] En el momento de escribir estas líneas –primavera de 2019– parece


que ese panorama en España ha comenzado a cambiar.
[2] Karl W. Deutsch en El nacionalismo y sus alternativas (Paidós 1971).
Citado en: Joaquín Blanco Ande, El Estado, la nación, el pueblo y la
patria. Editorial San Martín 1985, p. 234.

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