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Nuestros servicios dominicales modi cados son para dar prioridad a la Santa Cena
del Señor como el centro de atención sagrado y reconocido de nuestra experiencia
semanal de adoración.
Estaba bien, hasta que vi las lágrimas en los ojos de los jóvenes de este coro. Esas
lágrimas son el sermón más elocuente de lo que yo jamás podría dar.
Alzando la vista desde la orilla, mirando más allá de las ansiosas multitudes que
acudían a que él las bautizara, Juan, a quien llamaban el Bautista, vio en la
distancia a su primo, Jesús de Nazaret, caminando con resolución hacia él para
solicitarle la misma ordenanza. Con reverencia, pero lo su cientemente audible
para los que estaban cerca, Juan expresó la admiración que todavía nos conmueve
dos mil años después: “He aquí el Cordero de Dios” 1.
Tras su expulsión del jardín de Edén, Adán y Eva tenían ante sí un futuro
devastador. Habiéndonos abierto la puerta a la mortalidad y la vida temporal,
cerraron la de la inmortalidad y la vida eterna para ellos. Debido a una
transgresión que habían escogido cometer conscientemente a nuestro favor, ahora
se enfrentaban a la muerte física y al exilio espiritual, separados de la presencia de
Dios para siempre 2. ¿Qué iban a hacer? ¿Habría una salida de este aprieto? No
sabemos cuánto se les permitió recordar a ellos dos las instrucciones que recibieron
mientras aún estaban en el jardín, pero ellos tenían que recordar ofrecer con
regularidad un sacri cio a Dios, un cordero puro y sin defecto, el primer macho
nacido de su rebaño 3.
Posteriormente vino un ángel para explicar que este sacri cio era una semejanza,
una representación anticipada de la ofrenda que haría, a favor de ellos, el Salvador
del mundo que habría de venir. “Esto es una semejanza del sacri cio del Unigénito
del Padre”, dijo el ángel. “Por consiguiente… te arrepentirás e invocarás a Dios en
el nombre del Hijo para siempre jamás” 4. Afortunadamente, habría un camino para
salir y un camino para ascender.
En los concilios premortales del cielo, Dios había prometido a Adán y Eva (y a
todos nosotros) que recibirían ayuda de Su puro e inmaculado Hijo Primogénito,
el Cordero de Dios “que fue inmolado desde el principio del mundo” 5, como más
adelante lo describiría el apóstol Juan. Al ofrecer sus propios corderos simbólicos
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En vista de que nosotros hemos contribuido a esa fatal carga, tal momento exige
nuestro total respeto. Por tanto, se nos alienta a venir temprano y reverentes,
vestidos de manera adecuada para participar de una ordenanza sagrada. La
expresión “ropa de domingo” ha perdido un poco su signi cado en nuestra época
y, como aprecio por Aquel ante quien nos presentamos, debemos restaurar la
tradición de la ropa de domingo cuando se pueda y sea posible.
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Del mismo modo, extendemos una súplica apostólica para que se reduzca el clamor
en el santuario que son nuestros edi cios. Nos gusta conversar los unos con los
otros, y debemos hacerlo —es uno de los gozos de asistir a las reuniones de la
Iglesia—, pero no deberíamos hacerlo en voz alta en el lugar dedicado
especí camente a adorar. Temo que cuando nos visite alguien que no es de nuestra
fe, se quede sorprendido por lo que en ocasiones puede ser una ruidosa falta de
reverencia en un entorno que tendría que caracterizarse por la oración, el
testimonio, la revelación y la paz. Puede que hasta los cielos también se
sorprendan.
Hermanos y hermanas, esa hora decretada por el Señor es la hora más sagrada de
la semana. Por vía de mandamiento, nos reunimos para participar de la ordenanza
que más se recibe mundialmente en la Iglesia. Lo hacemos en memoria de Aquel
que pidió si podía pasar de Él la copa de la que estaba a punto de beber, solo para
seguir adelante porque sabía que, por nuestro bien, no podía dejarla pasar. Eso nos
ayudará a recordar que un símbolo de esa copa se dirige lentamente hacia nosotros
de la mano de un diácono de 11 o 12 años por entre las hileras de asientos.
Cuando llegue la hora sagrada de presentar nuestra ofrenda de sacri cio al Señor,
tenemos nuestros pecados y faltas que resolver; esa es la razón por la que estamos
allí. Aunque nuestra contrición será más fructífera si somos conscientes de los
demás corazones quebrantados y espíritus apesadumbrados que están a nuestro
alrededor. No muy lejos de nosotros está sentado alguien que tal vez haya estado
llorando —algunos de forma visible, otros en su interior— durante todo el himno
sacramental y las oraciones de los presbíteros. ¿Podríamos en silencio tomar nota
mental de eso y ofrecer a los cielos un trocito de consuelo y un vasito de caridad a
favor de ellos, o por el miembro triste y con di cultades que no está en la reunión y
que, de no ser por algún acto redentor de nuestra parte, tampoco estará allí la
próxima semana? ¿O para nuestros hermanos y hermanas que no son miembros de
la Iglesia, pero son nuestros hermanos y hermanas? En este mundo no hay escasez
de sufrimiento, tanto en la Iglesia como fuera de ella; así pues, miren en cualquier
dirección y encontrarán a alguien cuyo dolor parece demasiado pesado de
sobrellevar y cuyas a icciones parecen no tener n. Una manera de acordarse
siempre de Él 10 sería sumarse al Gran Médico en la tarea interminable de levantar
la carga de los que están abrumados y aliviar el dolor de los desconsolados.
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