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Otto von Simson. La catedral gótica.

Los
orígenes de la arquitectura gótica y el
concepto medieval de orden. [The Gothic
Cathedral: Origins of Gothic Architecture
and the Medieval Concept of Order]
(1956). (Madrid, Alianza, 1982.
Traducción de Fernando Villaverde).

PREFACIO (verano 1955).— El efecto de las ideas sobre la vida de las


formas artísticas es aún más directo en la arquitectura que en las demás
artes. Los orígenes del gótico sólo pueden entenderse como la respuesta
particularmente sensible de la forma artística a la visión teológica del
siglo XII.

INTRODUCCIÓN.—

*La arquitectura gótica como la representación de la realidad


sobrenatural. En la admiración de su perfección arquitectónica, las
emociones religiosas eclipsaban a la reacción estética del que
contemplaba una catedral gótica en la Edad Media (un buen ejemplo es
la reacción de Enrique I de Inglaterra cuando se consagró la nueva
cabecera de la catedral de Canterbury en 1130). La catedral gótica como
el símbolo del reino de Dios sobre la tierra. La visión del hombre
medieval es primordialmente simbólica. Esta visión simbólica la definía
San Máximo el Confesor como la capacidad de aprehender, en el interior
de los objetos de la percepción sensorial, la realidad invisible de lo
inteligible, realidad que se halla situada más allá de esos mismos objetos.
La belleza es percibida en la EM como el resplandor de la verdad
(splendor veritatis). La imagen no se percibía como ilusión, sino como
revelación. El templo gótico como la imagen del cielo. La arquitectura de
la catedral se proyectaba y se experimentaba como representación de una
realidad última. Hans Sedlmayr ha insistido en que la arquitectura, como
la escultura o la pintura, ha de ser entendida como un arte «figurativo».
Para que tal entendimiento sea posible, no sólo debemos conocer el
«qué» (el tema), sino especialmente el «cómo» (el modo en que una
visión religiosa se traducía en una forma arquitectónica). El pensamiento
medieval se preocupó por la naturaleza simbólica del mundo de las
apariencias. Por todas partes, lo visible parecía reflejar lo invisible
(tendencia hacia la abstracción). El templo como una imagen de Cristo,
o, como para San Buenaventura, una imagen de la Virgen (en sus
Alabanzas de la bienaventurada Virgen María, dice San Buenaventura:
«María representada por el Templo construido por Salomón y llena de la
gloria de Dios»; y en el Psautier de la Sainte Vierge, en el salmo 27,
referido a la santidad del corazón y del cuerpo de la Santísima Virgen,
dice: «Vuestro sagrado cuerpo es el templo y el santuario que las propias
manos de Dios han formado»). El funcionamiento simbólico de un artista
de la Plena Edad Media podemos observarlo muy bien en los peculiares
dibujos del italiano Opicinus de Canistris (1296 – c. 1353).

Lo que este libro estudia no es tanto la estructura del idioma gótico, sino
la razón de su origen y el significado de su mensaje. La catedral gótica se
originó en la experiencia religiosa y la especulación metafísica, en las
realidades políticas y materiales de la Francia del siglo XII y en el genio
de los que la crearon.

PARTE PRIMERA: LA TRAZA GÓTICA Y EL CONCEPTO


MEDIEVAL DE ORDEN.—

*Innovaciones de la arquitectura gótica: el uso de la luz y la original


relación entre estructura y apariencia.

Por empleo de la luz entiende Simson la relación de la luz con la


sustancia material de los muros. Éstos parecen porosos: la luz se filtra a
través de ellos, penetrándolos, fundiéndose con ellos, transfigurándolos.
Las vidrieras sustituyen a los muros con pinturas al fresco del románico.
Estructural y estéticamente, las vidrieras góticas no son vanos abiertos en
el muro para permitir que pase la luz, sino muros transparentes. La
vidriera niega en apariencia la naturaleza impenetrable de la materia,
recibiendo su existencia visual de una energía que la traspasa. La materia
sólo es estéticamente real en la medida en que comparte la luminosidad
de la luz y es por ella definida. El gótico es una arquitectura transparente,
«diáfana» (Hans Jantzen).

El segundo rasgo es la relación entre función y forma, estructura y


apariencia. La decoración se halla subordinada al dibujo que forman los
elementos estructurales, los nervios y los fustes, y el sistema estético se
halla determinado por ellos. Decaimiento de la pintura al fresco.

La estructura adquiere una dignidad desconocida hasta entonces. La


evolución que conduce a la catedral gótica no debe entenderse como un
triunfo del funcionalismo. No obstante, en el gótico es difícil determinar
si la forma ha seguido a la función o la función a la forma. Es verdad que
las posibilidades estéticas del nervio de bóveda sólo se comprendieron y
usaron a fondo una vez que los maestros góticos lo emplearon como un
recurso técnico. Los nervios ayudan ciertamente a sostener la bóveda,
pero no son de ningún modo tan indispensables como antes se pensaba
(el responsable de la teoría del «racionalismo gótico» fue en buena
medida el historiador francés Pol [Hippolyte] Abraham (1891-1966), a
través de su libro Viollet-le-Duc et le rationalisme médiéval (París,
1934)).

Cuando entramos en una catedral gótica experimentamos la sensación de


que todos los elementos visibles tienen una función que cumplir. No hay
muros, sólo soportes; la masa y la carga de la bóveda parecen haberse
contraído en la vigorosa red de nervios. No hay materia inerte, sólo
energía activa. Este universo de fuerzas no es, sin embargo, la
manifestación desnuda de unas funciones tectónicas, sino la traducción
de éstas a un sistema básicamente gráfico. Los valores estéticos de la
arquitectura gótica son, en un grado sorprendente, valores lineales. Puede
demostrarse cómo el nervio fue precedido y preparado por la tendencia
del arquitecto a entender y dirigir los ángulos de una bóveda de arista, no
como conjunción de superficies curvas, sino como intersección de líneas
rectas. Un elemento arquitectónico tan notable como es la bóveda de
crucería es en gran medida, no la causa, sino el producto del «grafismo»
geométrico de la traza gótica (opinión que asumen varios estudiosos: el
arquitecto británico John Bilson (1858-1943) al hablar de los comienzos
de la arquitectura normanda en Inglaterra y de la abadía de Notre Dame
de Morienval, en Picardía; Paul Frankl al hablar de las bóvedas de arista
de las naves laterales de la iglesia abacial de Jumièges; y el historiador
francés Jean Victor Bony (1908-1998) al referirse a la catedral de
Gloucester).

El elemento geométrico de la traza gótica constituye el verdadero


principio de su orden y de su cohesión estética. Pero también es el medio
a través del cual el arquitecto expresaba una imagen de las fuerzas
estructurales reunidas en su edificio. El trazado o configuración de líneas
del gótico, según Jean Victor Bony, expresa lo que los arquitectos creían
que era la estructura teórica del edificio. En este sentido sí puede
hablarse de funcionalidad del gótico respecto del románico. Se trata de
un «funcionalismo geométrico».

La iglesia es, mística y litúrgicamente, una imagen del cielo. Durante el


rito de consagración se leía el pasaje de Ap 21, 2-5.

Durante el periodo gótico, el maestro constructor se ha hecho mucho más


importante que el pintor de frescos, y nada estorba a la singular
convergencia de valores estructurales y estéticos que alcanza el
funcionalismo geométrico del sistema gótico. Ahora, con el gótico, la
distinción entre forma y función, la independencia de la forma respecto
de la función, desaparecen. La arquitectura gótica trata de ofrecer una
respuesta enérgica a la demanda de una arquitectura especialmente
armonizada con la experiencia religiosa. La Catedral se concebía como
imagen de la Jerusalén Celestial (tal como la describe San Juan en el
citado pasaje del Apocalipsis), imagen que ya estaba prefigurada en el
Templo de Salomón (además de la descripción del templo salomónico en
el Libro I de los Reyes y en el Libro de Ezequiel, hay que tener en cuenta
que otra visión que influyó en las ideas medievales sobre la Jerusalén
Celestial es la del Libro de Enoch, que describe el palacio celestial como
«construido con cristales»). El primer historiador que reconoció la
relación simbólica entre la catedral gótica y la Ciudad Celestial, fue
Adolphe Napoleón Didron, a partir de los ángeles de los arbotantes de
Reims.

Lo que distingue al gótico del románico es el diferente modo de evocar el


tema escatológico. No basta con preguntar qué representa la catedral
gótica; hay que preguntarse cómo representa la visión celestial y cuál era
la experiencia religiosa y metafísica que pedía esa nueva forma de
representación.
Los arquitectos góticos son unánimes en rendir tributo a la geometría
como base de su arte. A partir de una de las dimensiones básicas, el
arquitecto gótico desarrollaba todas las demás magnitudes de la planta y
del alzado por medios geométricos, usando como módulos ciertos
polígonos regulares, especialmente el cuadrado. Este método de
determinar las proporciones se hizo público a finales del siglo XV por
Mateo Roriczer (Matthäus Roritzer), maestro de la catedral de Ratisbona.
Enseña cómo sacar de la planta el alzado mediante un único cuadrado.
De esta figura, deriva Roriczer todas las proporciones de su
construcción, un pináculo en este caso, ya que sus dimensiones guardan
entre sí la misma relación que los lados de una serie de cuadrados cuyas
áreas disminuyan (o aumenten) en progresión geométrica. Las
proporciones así obtenidas lo eran «conforme a la medida cierta».

Mateo Roriczer. Planta y alzado de un pináculo.

El testimonio individual más importante en lo que se refiere a los


principios de la traza gótica, quizá sea el de Villard de Honnecourt
(arquitecto de la Picardía, del segundo cuarto del siglo XIII). Si
comparamos, por ejemplo, la fachada de la catedral de Noyon con la de
la catedral de París, comprobamos que la madurez del gótico a mediados
del siglo XIII está señalada por la creciente claridad con que se observa
el principio geométrico. El arquitecto gótico no empleaba sus cánones
geométricos por motivos puramente estéticos. Lo técnico (el uso de la
geometría) y lo estético se concilian en la mentalidad del arquitecto
gótico. Para demostrar esto conservamos las actas de las reuniones que
se celebraron desde 1391 en Milán en relación con la catedral, iniciada
en 1386. Ciertas dificultades aconsejaron la presencia de expertos
franceses y alemanes. La cuestión que se debatió en Milán no era si la
catedral debía construirse de acuerdo con fórmulas geométricas (esto era
obvio), sino si la figura geométrica que iba a emplearse habría de ser el
cuadrado (que había configurado ya la planta) o el triángulo equilátero.
En el curso del debate, el experto francés, Jean Mignot, concluye que el
arte no es nada sin la ciencia (ars sine scientia nihil est). Para Mignot y
sus contemporáneos, el arte es la destreza práctica que se obtiene de la
experiencia, y la ciencia la capacidad de explicar las razones que
determinan el procedimiento arquitectónico válido por medios
racionales, esto es, geométricos. La arquitectura, para ser científica y
correcta, ha de basarse en la geometría. Estabilidad y belleza se hallan
comprendidas en la perfección de las formas geométricas.

*La medida y la luz.— En De musica, San Agustín define la música


como la «ciencia de la buena modulación». Esta ciencia se interesa por la
relación de varias unidades musicales según un módulo, de tal forma que
esa relación pueda expresarse en sencillas razones aritméticas. Para San
Agustín, la razón más admirable es la de igualdad o simetría (1:1). Le
siguen en categoría 1:2 (octava: do-re-mi-fa-sol-la-si-do; el nombre de
octava obedece al hecho de que la escala occidental recorre esta distancia
después de siete pasos desiguales de tono y semitono), 2:3 (quinta:
intervalo compuesto por tres tonos y un semitono; por ejemplo, el
intervalo que hay entre do y sol) y 3:4 (cuarta: intervalo de cuatro grados
entre dos notas de la escala musical). Tales intervalos—octava, quinta y
cuarta—son las consonancias perfectas. La preeminencia de esos
intervalos deriva de la perfección metafísica que la mística pitagórica
atribuye al número. Sin el principado del número, el universo regresaría
al caos. San Agustín parte de unas palabras del Libro de la Sabiduría
(11, 20): «Pero tú todo lo dispusiste con medida, número y peso». A
partir de estas palabras bíblicas, San Agustín aplicó la mística pitagórica
y neoplatónica del número a la interpretación del universo cristiano. Le
une a Platón la desconfianza por las imágenes y la creencia en la validez
absoluta de las relaciones matemáticas. La influencia de San Agustín en
la estética medieval es enorme y sin parangón. Comprende tres aspectos:

a) Los principios de la buena modulación musical son principios


matemáticos, que se aplican también a las artes plásticas y a la
arquitectura.
b) San Agustín tenía casi tanta sensibilidad para la arquitectura como
para la música. Las admite incluso después de su conversión, porque en
ellas experimentó la presencia del mismo elemento trascendente. Son
hermanas, pues ambas son hijas del número. Tienen la misma dignidad:
la arquitectura refleja la armonía eterna y la música la repite como un
eco. El número es la fuente de toda perfección estética. El artista no es
libre de confiar en su intuición cuando se trata de proporciones, que son
el más elevado principio de la estética; tampoco es libre de escoger las
fórmulas matemáticas en las que se basan sus proporciones, pues la
estética de San Agustín sólo admite las razones «perfectas» de la mística
pitagórica. Lo mismo Boecio. El primero que analizó la estética de San
Agustín en relación con el arte de su tiempo, fue Aloïs Riegl (cap. 5 de
El arte industrial tardorromano), aunque no entró en su fondo
metafísico.

c) La verdadera belleza se encuentra anclada en la realidad metafísica.


Las armonías que podemos ver y oír son indicios de esa armonía de la
que disfrutarán los bienaventurados.

En las Retractationes, San Agustín se reafirma en su creencia en que el


número puede conducir al intelecto desde la percepción de las cosas
creadas a la verdad invisible que se halla en Dios. Se propuso hacer
visibles, en términos geométricos, las consonancias perfectas. El breve
fragmento citado del Libro de la Sabiduría y la interpretación que le
diera San Agustín, se convirtieron en la clave de la visión medieval del
mundo.

Pero va a ser en el segundo cuarto del siglo XII cuando dos vigorosos
movimientos intelectuales captaron en Francia la filosofía agustiniana de
la belleza. El primero estuvo formado por el grupo de pensadores
platónicos que constituyeron la llamada Escuela de Chartres; el segundo,
de carácter antiespeculativo y ascético, procedía de los monasterios de
Cîteaux y de Claraval, y se personifica en San Bernardo. La civilización
francesa del siglo XII es, en buena medida, la síntesis de ambas
corrientes, de profundas conexiones íntimas, gracias a la común herencia
agustiniana, y de la que saldrá el gótico. La arquitectura gótica no habría
existido sin la cosmología platónica cultivada en Chartres y sin la
espiritualidad de Clairvaux.
Simson considera que el platonismo de Chartres era en muchos sentidos
un auténtico movimiento renacentista (opinión que difícilmente
suscribiría Erwin Panofsky). Los teólogos de la Escuela de Chartres
pensaban que el libro del Génesis y el Timeo de Platón (del que sólo
conocían un fragmento que no estaba redactado en el idioma griego
original) coincidían sustancialmente en lo que atañe a la creación del
universo y al propio Creador. La Escuela de Chartres concede una gran
importancia a las matemáticas y a la geometría, lo que tendrá
considerables consecuencias estéticas. Uno de sus principales
exponentes, Thierry de Chartres († 1155), concibe al Creador
auxiliándose de la geometría y la aritmética. El triángulo equilátero
simboliza la igualdad de las Tres Personas, mientras que el cuadrado
revela la inefable relación que existe entre el Padre y el Hijo. Dios es la
unidad suprema, y el Hijo es la unidad engendrada por la unidad, de
modo que resulta razonable que la Segunda Persona sea considerada el
primer cuadrado. Para algunos comentaristas, la Escuela de Chartres
pretendió transformar la teología en geometría.

Aún más atrevida y heterodoxa es la cosmología de la Escuela de


Chartres y la filosofía de la belleza que de ella se deriva. En el Timeo se
describe la división del alma del universo conforme a las razones del
tetractys pitagórico (figura triangular que consiste en diez puntos
ordenados en cuatro filas, con uno, dos, tres y cuatro puntos en cada fila).

Tetraktys o Tetorakutes

Aquella división se lleva a cabo conforme a las razones de la armonía


musical. De este modo, el Demiurgo, al dividir así el alma del universo,
establece un orden cósmico basado en la armonía de la consonancia
musical.
El pensamiento pitagórico contenido en el Timeo (nadie duda del
carácter esencialmente musical de la cosmología platónica) fue fácil
unirlo con la idea agustiniana de un universo creado «con medida,
número y peso». El resultado fue presentar la Creación como una
composición sinfónica. Ya la había descrito así Juan Escoto Erígena (ca.
810 – 870) (quien, procedente de Irlanda, enseñaba hacia 846-847 en la
Escuela Palatina de Carlos el Calvo, rey de Francia y nieto de
Carlomagno). Tanto Guillermo de Conques (maestro de Juan de
Salisbury; miembros ambos de la Escuela de Chartres. Guillermo de
Conques define la arquitectura y la medicina como profesiones
«honestas») como Pedro Abelardo († 1142, quien estudió probablemente
matemáticas con Thierry de Chartres), identifican el alma platónica del
Universo con el Espíritu Santo en su acción creativa y ordenadora de la
materia, acción que hay que entenderla como una consonancia musical.

Escuela de Chartres → el cosmos como una obra arquitectónica cuyo


autor es Dios → lo que supone un doble acto creativo: la creación de la
materia caótica y la creación del cosmos a partir del caos.

Del Timeo de Platón se deduce fácilmente que la proporción perfecta es


responsable tanto de la belleza del cosmos como de su estabilidad.

Para Simson, que en esto sigue a Nikolaus Pevsner, el arquitecto


medieval es ya un profesional, un «científico», un theoreticus de su arte,
y no un artesano, en el siglo XIII. La discrepancia de Simson con
Pevsner es con la opinión de éste de que ese cambio en la consideración
del arquitecto medieval se debió a la introducción de la Metafísica de
Aristóteles desde 1200 en el pensamiento occidental. Aparte del hecho
de que ya Vitruvio era respetado en época carolingia, fue San Agustín,
para Simson, quien mantuvo viva la definición clásica del arquitecto.

Los platónicos de Chartres definieron también las leyes según las cuales
se había levantado el edificio cósmico. Hacia finales del siglo XII, Alano
de Lille (Alanus ab Insulis, † en 1203 en Cîteaux, el doctor universalis)
describió la creación del mundo. Dios, dice, es el habilidoso arquitecto
(elegans architectus) que se construye el cosmos como palacio real,
componiendo y armonizando la variedad de las cosas creadas mediante
las «sutiles cadenas» de la consonancia musical. Las nociones
matemáticas dominan por todas partes la cosmología y la estética de
Alano de Lille, que fue quien más difundió las ideas de la Escuela de
Chartres.

La arquitectura de los siglos XII y XIII ofrece numerosas pruebas de que


las «proporciones musicales» se consideraban como las más próximas a
la perfección. La aplicación de tales proporciones, determinadas por
medios estrictamente geométricos, se convirtió para el arquitecto gótico
en una necesidad técnica (estabilidad) y en un postulado estético
(belleza).

De ahí que en la Alta EM la arquitectura se definía y practicaba como


geometría aplicada. Es infundada según Simson la afirmación de Pierre
du Colombier (1954) de que el compás de proporciones no existió con
anterioridad al Renacimiento. El historiador del arte Walter Ueberwasser
ha intentado mostrar que la posición social del maestro constructor en la
EM estaba en buena medida determinada por la dignidad que la visión
platónica del mundo asignaba a la geometría. En la EM se distinguía
claramente entre la simple práctica de la geometría (trabajo propio de un
cantero, esto es, de un artesano) y su conocimiento especulativo
(correspondiente al arquitecto, que dominaba «científicamente» la
disciplina). Pero el conocimiento de la geometría y su inseparable marco
metafísico, sólo se adquiría en las escuelas catedralicias y monásticas. Lo
que eleva socialmente al arquitecto es precisamente el conocimiento que
tiene de las artes liberales. Estos arquitectos medievales se representan a
sí mismos como científicos de la geometría, no como practicantes de
ella. El ingeniero checo Franz von Rziha parece haber demostrado
(1883) que los símbolos de los maestros canteros estaban sacados de las
figuras geométricas.

La catedral gótica se puede comprender mejor como un «modelo» del


universo medieval. Pero, por encima de todo, era la proximidad de la
verdad inefable. El universo medieval era teológicamente transparente.
La Creación era la primera de las autorrevelaciones de Dios y la
Encarnación del Verbo la segunda. El paralelismo que encuentra Hugo
de San Víctor († 1141) entre la Creación y la Redención, le sugiere la
idea del hombre como centro del universo.

La iglesia gótica es al mismo tiempo imagen de Cristo e imagen de los


cielos. Este simbolismo es posible por el paralelismo entre Creación y
Redención, entre el cosmos y Cristo (Cristo es tanto el Verbo encarnado
como el hombre perfecto en el que se centra el universo). Es en virtud de
sus proporciones como una iglesia gótica podía entenderse
simultáneamente como imagen de Cristo y del cosmos. Interconexión,
pues, entre la arquitectura del cosmos, la Ciudad Celestial y el templo
gótico. Pedro Abelardo es el primer escritor medieval que sugiere que las
proporciones del Templo cristiano eran las de las consonancias musicales
y que era ésta perfección «sinfónica» la que hace de él una imagen del
cielo. Es evidente aquí la influencia platónica en la escatología cristiana
del siglo XII. Con el gótico pasamos desde el acercamiento místico a la
verdad al acercamiento racional (que será lo propio del pensamiento
escolástico).

En lo que se refiere a la aportación civilizatoria cisterciense en la Francia


del siglo XII, hay que tener en cuenta que las opiniones artísticas de San
Bernardo de Claraval son esencialmente agustinianas. Ningún autor
ejerció una mayor influencia teológica, después de los Apóstoles, en San
Bernardo que San Agustín. En De Trinitate, había meditado San Agustín
sobre el misterio de la Redención. La muerte de Cristo servía de
reparación de la doble muerte del hombre (la del cuerpo y la del alma;
ésta segunda, por efecto de la acción del pecado). En tal misterio, ve
Agustín una «consonancia» entre uno y dos; es más: la consonancia de la
octava (que es la expresión musical de la razón 1:2) expresa para el oído
humano el misterio de la Redención. Son las consonancias musicales,
para San Agustín, las que constituyen un eco de la verdad teológica (y no
al revés), y el disfrute sensorial de la armonía musical (y de la
proporción arquitectónica), es nuestra respuesta intuitiva a la realidad
última o divina. Esta opinión también la hallamos en Othlon (Otloh /
Othlo) de San Emerano (1032-1070 o c. 1010-c.1072) (la abadía de St.
Emmeram está cerca de Ratisbona), para quien hasta el orden que
prevalece entre las huestes celestiales se corresponde con los intervalos
de las consonancias perfectas.

San Bernardo pensaba de manera muy parecida. Era una persona


profundamente musical. Hasta en estas cuestiones fue agustiniano. Lo
que le pide a la música eclesiástica es que «irradie» verdad, que «haga
sonar» las grandes virtudes cristianas. La música debe agradar al oído
con el fin de conmover al corazón. A San Bernardo le gusta describir la
dicha celestial en términos musicales, como un eterno escuchar los coros
de ángeles y santos y participar en ellos. Al pedir que la música estuviera
armonizada con las experiencias metafísicas y éticas de la vida cristiana,
ampliaba su campo de acción creativa, enfrentándolo a un reto de tipo
agustiniano. Un hombre así no podía por menos de respetar en la
arquitectura bien proporcionada aquella dignidad metafísica de las
razones que encontraba en la composición musical.

En su Apologia ad Guillelmum (Guillermo, abad de Saint-Thierry),


escrito hacia 1123-1125 contra las opiniones de Pedro el Venerable, San
Bernardo ataca la ostentación de Cluny. En ese texto polémico condena
como «monstruosa» la imaginería antropomórfica y zoomórfica de la
escultura románica y solicita que se la destierre de los claustros; también
arremete contra la «inmensa» altura, la «desmesurada» longitud y la
anchura «innecesaria» de las iglesias cluniacenses, considerándolas
incompatibles con el espíritu de humildad monástica. Pero conviene
evitar las simplificaciones. En su ensayo sobre San Bernardo de Claraval
(1960), Giulio Cattin dice de él que «era sensible a todas las formas de
belleza», citando el siguiente consejo del santo: «No os permitáis
desconocer la belleza si no queréis ser confundidos por lo feo».

Esta tendencia contra las imágenes era de raíz agustiniana. Pero San
Bernardo sólo la extiende a las iglesias y claustros de los conjuntos
monásticos; no a las catedrales, por ejemplo. Cuando San Bernardo
escribe su célebre Apologia, ya se advierte un cambio de tendencia
estilística incluso en Cluny. En parte, este cambio de orientación está
relacionado con la crisis económica de principios del siglo XII. Cluny se
vio forzado a regresar a su noble tradición espiritual. No obstante, la
crisis del lenguaje románico, con independencia de la crisis económica,
es un hecho a comienzos de la citada centuria (agotamiento del lenguaje,
cambio de gusto). Este cambio de gusto artístico cristaliza en torno a
1130. En síntesis, ceden la violenta y extasiada agitación de la línea, la
exuberancia del gesto y de la acción, el expresionismo ardiente. Ahora se
prefieren líneas rectas que se encuentran en ángulos rectos, expresándose
el pensamiento artístico en formas sencillas, enérgicamente trazadas y
separadas con claridad unas de otras. El modo de sentir los valores
tectónicos cambia. Las figuras tienden a hacerse serenas, apacibles y
monumentales (máximo ejemplo: el Pórtico Real de la Catedral de
Chartres). Aunque las primeras manifestaciones aparecen en la Lorena,
el nuevo lenguaje surge simultáneamente en Francia, Inglaterra,
Alemania e Italia. La influencia de Bizancio no es desdeñable. A pesar
de todo, aún hay centros y conjuntos monásticos que se resisten al
cambio de tendencia artística, sobre todo en Francia, como ha señalado el
profesor alemán Albert Boeckler en 1955.

********

El otro aspecto fundamental de la arquitectura gótica es la luz, que ofrece


una gran afinidad con la orientación metafísica de la época. Para los
siglos XII y XIII, la luz era la fuente y la esencia de toda belleza visual.
En ellos coinciden pensadores tan alejados filosóficamente como Hugo
de San Víctor († 1141) y Santo Tomás de Aquino († 1274) (belleza →
proporción + luminosidad).

Para los pensadores de esos siglos la belleza no era un valor


independiente de los demás, sino el resplandor de la verdad, el brillo que
desprende la perfección ontológica, aquella cualidad de las cosas que
revela que proceden de Dios. Según la metafísica platonizante medieval,
la luz es el más noble de los fenómenos naturales, el menos material, el
que más se acerca a la forma pura. Para Roberto Grosseteste († 1253), la
luz es un cuerpo espiritual o un espíritu corporeizado. Además, la luz es
el principio creativo de todas las cosas. Es también el principio del orden
y del valor. El valor objetivo de una cosa se halla determinado por el
grado en que participa de la luz. La más grande exposición poética de la
metafísica medieval de la luz se encuentra en el Paraíso de Dante (31,
22).

Todas estas opiniones se remontan a Platón. En la República (libro


sexto) define lo bueno como causa del conocimiento, del ser y de la
esencia, y lo compara con la luz del Sol. San Agustín cristianiza a Platón
y desarrolla la teoría de que la percepción intelectual es el resultado de
una acción iluminadora en la que el intelecto divino ilustra a la mente
humana. Pero el padre de la filosofía cristiana de la luz es el Pseudo
Dionisio Areopagita (monje cristiano neoplatónico, que vivió en
Alejandría, Constantinopla o Antioquía, entre el 450 y el 520), que funde
la filosofía neoplatónica de Plotino (205-270) con la teología de la luz
del Evangelio de San Juan, donde el Logos divino se identifica con la
Luz verdadera, por cuya acción fueron hechas todas las cosas y que
ilumina a todos los hombres. Este pasaje de San Juan es la base de todo
el pensamiento del Pseudo Dionisio. Todas las cosas creadas son
«teofanías», manifestaciones de Dios, pero de todas ellas, la
manifestación más directa de Dios es la luz. Por supuesto, hablamos aquí
de una luz trascendente, que ofrece una analogía con la luz divina. Entre
la «estética de la luz» y la «metafísica de la luz» hay una íntima
conexión en la EM gótica. La distinción entre naturaleza física de la luz
y significación teológica de la luz se salva mediante la teoría de la luz
corpórea como «analogía» de la luz divina.

La influencia de la Escuela de Chartres en la arquitectura gótica es


menos evidente que la del agustinianismo de Claraval. Pero es bastante
probable que las consecuencias estéticas y tecnológicas de la cosmología
de la Escuela de Chartres tuvieran un impacto directo sobre el nuevo
estilo arquitectónico.

En cuanto a la influencia del estilo cisterciense en la arquitectura del


primer gótico, es indudable. Elementos adoptados por los arquitectos
góticos de la Isla de Francia, habían sido ya empleados en las iglesias del
Císter (arco apuntado, serie de tramos transversales rectangulares e
idénticos, arbotantes). Ahora bien, no sería correcto describir el primer
gótico como hijo de la arquitectura cisterciense, aunque sí lo sea de San
Bernardo. Y, sin embargo, en las catedrales de la Isla de Francia
encontramos los principales rasgos estéticos y técnicos que caracterizan
la arquitectura cisterciense (austera perfección de la ejecución +
importancia concedida a la proporción). La arquitectura cisterciense y la
del primer gótico son, en realidad, dos ramas que nacen del mismo
tronco y que ponen en práctica los mismos postulados estéticos y
religiosos[1], con la diferencia de que la primera se crea pensando en la
piadosa vida monástica y la segunda en la vida religiosa de la diócesis. A
partir de la segunda mitad del siglo XII, la arquitectura cisterciense y la
gótica dejan de ser ramas estilísticamente diferentes. Los maestros
cistercienses introducen entonces el gótico en su Borgoña nativa, usando
la traza de las catedrales en su propia arquitectura y convirtiéndose, en el
extranjero, en pioneros del gótico.

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PARTE SEGUNDA: EL NACIMIENTO DEL GÓTICO.—

Suger de Saint-Denis.— Más que heredera, la arquitectura gótica es rival


de la románica. El origen del primer gótico se sitúa hacia 1140 en la Île-
de-France. Ninguno de los elementos constitutivos de esta nueva
arquitectura fue fruto de su invención, contribuyendo a ella de modo
especial el románico de Normandía y de Borgoña. Lo que sí hicieron los
primeros maestros góticos fue emplear, coordinar y transformar esos
elementos de procedencia románica, dando como resultado un sistema
arquitectónico nuevo, esto es, con un mensaje espiritual diferente al
anterior. El primer gótico está extraordinariamente ligado a una idea
política y a su concreción y desarrollo históricos. Todas las grandes
catedrales francesas góticas se erigieron en territorios de la Corona
francesa de los Capetos. «La catedral francesa nació con el poder
monárquico», nos dirá Viollet-le-Duc en su Dictionnaire raisonné.
Desde el punto de vista arquitectónico y técnico, la región que más
contribuyó a preparar el advenimiento del gótico fue Normandía.
Podemos observarlo en las grandes bóvedas de crucería de las catedrales
angevinas (por los Anjou) de Le Mans y de Angers, que estructuralmente
son semejantes a las de una bóveda gótica. En ningún sintió que se halle
fuera de la órbita de las influencias francesas se presenta el gótico como
un desarrollo espontáneo del románico.

El gótico aparece por primera vez en tres grandes iglesias de la Île-de-


France: la primera catedral es la de Sens, la primera abadía la de Saint-
Denis, y las primeras manifestaciones de la escultura arquitectónica
gótica las fachadas occidentales de Saint-Denis y, sobre todo, de
Chartres (el Pórtico Real). Los responsables fueron los obispos Enrique
de Sens y Godofredo de Chartres y el abad Suger de Saint-Denis.

El más célebre es Suger (ca. 1081 – 1151), nombrado abad de Saint-


Denis en 1122, encontrándose en Italia en misión ante el Papa. La vida
de Suger está inextricablemente unida a la de Luis VI el Gordo (1108 –
1137) de Francia (de la dinastía de los Capetos) y a la del papa Calixto II
(elegido en 1119, Guy de Borgoña era hijo del conde de Borgoña).
Auténtico hombre de Estado, valeroso, culto, hábil diplomático, cronista,
consejero excepcional, hombre de Iglesia, sensible para con los débiles,
administrador y constructor, Suger se empeñó en fortalecer la monarquía
francesa de los Capetos, en vincular la abadía de Saint-Denis a la
monarquía francesa y en convertir Saint-Denis en el centro religioso y
político de Francia. Saint-Denis, antes de que Suger fuese abad, estaba
fuertemente ligada a los Capetos: era el santuario del patrón de Francia
(San Dionisio), el santuario de la Casa Real y el lugar de entierro de los
reyes desde época merovingia. Exenta de toda dominación feudal y
eclesiástica, estaba exclusivamente sujeta a la autoridad del rey. El que
esta abadía se convirtiese en el segundo cuarto del siglo XII en la piedra
angular de la monarquía francesa de los Capetos, fue obra casi exclusiva
de Suger. Su poderosa imaginación era la que soldaba sus dotes políticas
y morales. Aunque su vida se enmarca dentro de la lucha entre el Papado
y el Imperio, entre el sacerdotium y el imperium (debate de las
investiduras), la situación de Francia era distinta de la del Imperio
alemán. Francia estaba rodeada, desde Borgoña a Normandía, por
grandes obispados que eran súbditos de la Corona como sedes «reales».
Seis de ellos (el arzobispo de Reims y los obispos de Laon, Langres,
Châlons, Beauvais y Noyon) eran duques y condes del reino, esto es,
grandes señores feudales vasallos del rey. Como la ocupación de estos
feudos no era hereditaria, el derecho del rey a nombrar los obispos
aumentaba su poder. Los citados seis prelados eran pares de Francia (la
mitad de un Colegio de doce). Tal jerarquía estaba representada en las
asambleas decisivas del reino, que solían celebrarse en ciudades con
catedral. La presencia del clero era superior a la de la nobleza laica en
tales asambleas. Algunos de los más poderosos obispados reales
franceses estaban en territorio extranjero, es decir, situados como
auténticas puntas de lanza de la expansión real. En el momento
culminante de la lucha con el emperador alemán, el Papado se volvió a
Francia en busca de ayuda. El papa Pascual II se refugió en Francia y se
entrevistó cordialmente en 1107 en Saint-Denis con el rey Felipe I y con
el príncipe heredero (el futuro Luis VI). Suger pudo ver que el artífice de
estas relaciones entre Francia y el Papado era Ivo, obispo de Chartres, al
que tomará por modelo. Tales relaciones ahorraron a Francia la guerra de
las investiduras. Ivo, además, recordó al Papa que Francia siempre había
sido leal a la Sede Apostólica (recordemos la protección de Pipino y de
su hijo Carlomagno al Papado). Las ideas de Ivo las puso en práctica con
redoblado esfuerzo Suger: firme alianza de la Corona francesa con el
Papado frente al emperador y con los obispos frente a la rapaz nobleza;
apoyo del rey a la reforma eclesiástica y reconocimiento del Papa de la
dominación del monarca sobre los obispados «reales». La alianza se
estrechó gracias a la excelente relación de Suger con Luis VI y con
Calixto II. Todas estas complejas relaciones entre la abadía de Saint-
Denis, la monarquía francesa y el Papado se desarrollaron de tal modo
que beneficiaron extraordinariamente a las tres instituciones. El
verdadero cerebro rector de las mismas fue Suger.

La situación decisiva tuvo lugar en agosto de 1124, cuando el emperador


salio Enrique V, coaligado con su suegro Enrique I de Inglaterra, se
propuso invadir Francia. Luis VI acudió a Saint-Denis. Allí recibió el
estandarte del Apóstol de Francia, San Dionisio, en realidad, el
estandarte de Vexin (una antigua provincia al NO de la Île-de-France),
que, al ser [Vexin] un feudo de la abadía, convertía al rey en vasallo del
abad de Saint-Denis. La investidura con el estandarte indicaba que el rey
se consideraba a sí mismo el señor feudal de San Dionisio, que iba al
combate en defensa de la causa del santo y que la bandera era una señal
de la protección de San Dionisio. A continuación, el rey hizo un
llamamiento a la asamblea para defender el reino. La respuesta fue
extraordinaria. Reims, Châlons, Laon, Soissons, Étampes, París, Orleáns,
Saint-Denis, así como los duques de Borgoña y de Aquitania y los
condes de Anjou, Chartres, Flandes y Troyes se unieron. El doble peligro
anglo-alemán quedó conjurado. El emperador no se atrevió a invadir
Francia.

En las obras históricas redactadas por Suger, a las que dedicó sus
esfuerzos entre 1137 y 1144, especialmente en su Vie de Louis VI, se
hace evidente su teoría política, el objetivo último de su arte de gobernar.
Sus crónicas históricas no son una teodicea ni una filosofía de la historia,
como ocurre en su contemporáneo el obispo y cronista Otón de Freising
(ca. 1114 – 1158, sobrino por parte de madre del emperador Enrique IV
y tío del emperador Federico I Barbarroja). El prestigio de Suger era tan
grande, que cuando Luis VII marchó en 1147 a la Segunda Cruzada, él se
convirtió, por decisión de una Asamblea Real celebrada en Étampes, en
regente de Francia. Las dos esferas, la temporal y la espiritual,
parecieron fundirse en manos de Suger. Desde 1124, Saint-Denis se
convirtió en la capital religiosa del reino. El propio Luis VI la llama
caput regni nostri (capital del reino de Francia). Las donaciones reales
para engrandecerla fueron cuantiosas, sobre todo después de resolverse
satisfactoriamente la crisis de 1124. Desde que el nieto de Luis VI,
Felipe Augusto, devolviera los atributos de la realeza a Saint-Denis, la
abadía se convirtió en depositaria tradicional de la Corona, asegurando al
abad un papel decisivo en la consagración del rey. Este privilegio le debe
mucho a la labor de Suger. También consiguió una segunda concesión en
1124: el «indictum exterior», esto es, que el Lendit[2] (establecida en
1048), una de las ferias más famosas de Francia, se celebrase bajo los
auspicios de Saint-Denis[3], arrebatándole así la jurisdicción que sobre el
Lendit tenía el obispo de París. La fama de Saint-Denis como centro
religioso y de peregrinación (reliquias de San Dionisio[4] y de sus
compañeros Rústico y Eleuterio) corría paralela al éxito económico del
Lendit.

En los últimos años de su vida, Suger dedicó sus energías a preparar una
Cruzada, para la que estaba decidido a dedicar los ingentes recursos
económicos de Saint-Denis, y cuyo propósito era unir el corazón
religioso de Francia con el del mundo, es decir, con Jerusalén.

Suger fue el impulsor de la idea de que la monarquía de los Capetos


constituía una renovatio de la época carolingia, concibiendo a Luis VI
como al heredero y continuador de Carlomagno. La historiografía era
para él un arma política. La historia no la concibe como la
documentación de un hecho histórico, sino como la que crea la realidad
política.

Ha sido Ramón Menéndez Pidal, en su célebre monografía titulada La


Chanson de Roland y el neotradicionalismo (orígenes de la épica
románica) (Madrid, Espasa-Calpe, 1959), el que ha desmontado con muy
sólidos argumentos la tesis de Joseph Bédier (en 1913) y de su escuela en
torno a las chansons de geste. Para Bédier, eran los monjes, sobre todo
los de Saint-Denis, los que suministraban el material con el que los
juglares componían sus poemas épicos, e incluso los que creaban estos
poemas. Según Bédier, los juglares habrían afirmado recoger sus
narraciones en las crónicas oficiales del reino, especialmente en la de
Saint-Denis. El libro de Menéndez Pidal, por el contrario, afirma, con
pruebas prácticamente incontestables, que la épica francesa medieval no
es una creación espontánea del siglo XI, sino la elaboración gradual e
ininterrumpida desde la época carolingia de las hazañas de Carlomagno,
cuyos autores no fueron los monjes sino los juglares, que no se
inspiraron en aquéllos. Las chansons de geste de los juglares ni se
inspiran en las «cruzadas» españolas del siglo XI ni están enraizadas en
las leyendas piadosas de los templos situados en los caminos que
conducen a Compostela. Tales narraciones épicas desempeñan el papel
de una historia nacional. En tanto que «historia cantada» patriótica, la
épica francesa mantuvo vivo el recuerdo del pasado carolingio. Esta era
la misma idea que defendía Suger de ese pasado. El origen de esas ideas
en las que se funden las esferas política y religiosa y se demuestra el
amor de Dios por Francia, se halla, según Menéndez Pidal, en la propia
época carolingia (en sus crónicas y documentos oficiales). El Pseudo-
Turpín encarna para Pidal, ocho siglos antes, todas las falsas ideas del
«bedierismo»: el autor es un clérigo y su obra fue pensada para fomentar
el culto a Santiago y a los héroes que murieron por Cristo en España y en
Oriente. Pero, para lograr este propósito, el Pseudo-Turpín se alejó del
espíritu de la Chanson de Roland, transformando una epopeya heroica en
una narración piadosa.

La abadía de Saint-Denis estuvo estrechamente relacionada con el


contenido de dos obras literarias destinadas a exaltar la monarquía
francesa. 1. La Descriptio latina del legendario viaje de Carlomagno a
Tierra Santa, cuya versión vulgar es el Pèlerinage de Charlemagne.
Según la Descriptio, Carlomagno habría traído reliquias a Aquisgrán que
Carlos el Calvo depositó en Saint-Denis. Según el Pèlerinage, es el
propio Carlomagno quien las trajo personalmente a Saint-Denis. 2. La
segunda obra es el Pseudo-Turpín, que hoy sabemos que fue escrita a
mediados del XII. No es una chanson de geste. Algunos de sus
contemporáneos la tomaron por una obra histórica. El supuesto autor
sería Turpín, arzobispo de Reims y amigo de Carlomagno y de Rolando.
La obra sirvió como vehículo de propaganda a los intereses políticos de
Suger y de la abadía de Saint-Denis. El historiador británico-
estadounidense Ronald Noel Walpole (1903 – 1986) afirmó en un
artículo de 1947 que ya a mediados del siglo XII no se consideraba el
Pseudo-Turpín como una obra históricamente fiable, especialmente para
ser leída por clérigos cultos; de ahí que fuese excluida, junto con el
Pèlerinage, de la historia oficial del reino compilada en latín en la abadía
de Saint-Denis. Lo que parece incuestionables es que ambos libros
aumentaron considerablemente el prestigio de la abadía. La eficacia de
ambas historias descansaba en buena medida en la relativa incapacidad
medieval para distinguir el pasado del presente, o, mejor aún, en la
tendencia a ver en el pasado la justificación del presente. No obstante,
Suger no permitió que la leyenda política entrara en su obra histórica.
Una cosa es que aprovechase la leyenda para grabar en la mente de los
laicos la causa política a la que había dedicado su vida, y otra que
renunciase, como de hecho hizo, a incluir esa leyenda en las crónicas
históricas que escribió destinadas al clero culto.
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La nueva iglesia abacial de Saint-Denis.—

Parece que Suger ideó su plan de reconstrucción de la iglesia abacial de


Saint-Denis inmediatamente después de la crisis de 1124. El retraso en el
comienzo de las obras, ya que éstas empezaron en 1137, se explica por
las responsabilidades de Suger como hombre de Estado. Tanto él como
San Bernardo, desde lados opuestos, trabajaban en pro de un objetivo
común: San Bernardo, a favor de las obligaciones éticas del gobernante
cristiano; Suger, a favor de la alianza entre la Iglesia y la Corona
francesa. De todos modos, Suger emprendió una reforma religiosa de su
abadía que provocó el entusiasmo de San Bernardo en 1127. Hasta que
no muere Luis VI no va a emprender Suger la reforma arquitectónica de
Saint-Denis. También escribió sus obras históricas a partir de 1137. Lo
primero que tuvo que resolver fueron los problemas logísticos, técnicos y
de disposición de los materiales para poder iniciar las obras. Por fortuna,
se descubrió una importante cantera junto a Pontoise (en Val d’Oise, al
NO de París, muy cerca de Saint-Denis). Artistas, artesanos, canteros,
escultores, orfebres y vidrieros hubieron de ser traídos de fuera. El que la
Île-de-France no tuviera entonces una escuela arquitectónica propia evitó
quizás el convencionalismo de la empresa. Suger tenía dos prototipos
ideales en su mente: Santa Sofía de Constantinopla y el Templo de
Salomón. A diferencia de otros prelados medievales, como los obispos
Benno de Osnabrück († 1088) y Otón de Bamberg (1060 – 1139), Suger
no era arquitecto, pero sus conocimientos técnicos eran considerables,
del mismo modo que estaba muy pendiente de todo lo que tuviese que
ver con la logística, el transporte y el aprovisionamiento de material.
Suger, que tuvo que valerse necesariamente de los maestros en
arquitectura necesarios para su empresa, es, sin lugar a dudas, el
verdadero arquitecto de Saint-Denis, pues de él es la idea y la concepción
total del edificio. Todavía en la Alta Edad Media románica no hay sitio
para el arquitecto entre el patrocinador eclesiástico y su cantero jefe. Esta
situación cambia con Suger y con la construcción de las catedrales
góticas, que sí las realizarán auténticos arquitectos, que, en determinados
casos resuelven sólo los problemas estructurales, pues los estéticos,
simbólicos y espirituales quedan en manos del patrocinador eclesiástico.
Éste es el caso de Suger. Las ideas de San Bernardo y su crítica a la
arquitectura cluniacense, influyeron sin duda en Suger. Dióse cuenta que
tenía que asumir la dirección total de la empresa, y pudo hacerlo porque
poseía el entusiasmo necesario y los conocimientos de un arquitecto
aficionado. Por supuesto, contó con un maestro dotado de genio, pero él
fue el verdadero spiritus rector de la empresa.

La concepción estética de Suger se inspira sobre todo en la metafísica del


Pseudo-Dionisio Areopagita, que él identifica con San Dionisio. Cuando
a mediados del siglo VIII, el papa Pablo I (757-767) envió a Pipino el
Breve el manuscrito griego del Corpus areopagiticum, creía también que
el autor que conocemos hoy como el Pseudo-Dionisio era el propio San
Dionisio mártir. Lo mismo pensó Hilduino, abad de Saint-Denis, cuando
fue encargado por Ludovico Pío de recopilar y traducir todo el material
concerniente al «protector de Francia». Al margen de esos errores, las
obras del Pseudo-Dionisio constituyen una consumada síntesis de la
mística neoplatónica y cristiana, expuesta con la elocuencia propia de la
visión extática. Una nueva traducción fue llevada a cabo por Juan Escoto
Erígena por orden de Carlos el Calvo. Pero lo importante aquí es que
Escoto Erígena añadió un extraordinario comentario a la obra del
Areopagita que se convertiría en un sistema metafísico propio.
Apoyándose también en la teología del Areopagita, creó Hugo de San
Víctor (miembro de la abadía de ese nombre fundada en París por Luis
VI de Francia) la primera filosofía de la belleza posterior a San Agustín.
En 1137 le dedicaba Hugo de San Víctor su comentario a la Jerarquía
Celestial del Areopagita al rey Luis VII de Francia. Se iba, pues,
articulando una identificación entre la monarquía francesa de los Capetos
y el Corpus areopagiticum. Lo curioso es que esta identificación se
sustentó sobre el error de considerar al Pseudo-Dionisio Areopagita
como si fuera el mismo San Dionisio, un error involuntario en el que
creían eminentes teólogos, filósofos e intelectuales de la época de Suger
y anterior a ella.

La analogía entre la metafísica de la luz del Areopagita y la luminosidad


del gótico de Suger es incuestionable. La arquitectura religiosa
anglonormanda ofrecía ya revolucionarios elementos estructurales (sobre
todo, la bóveda de crucería; pensemos en la catedral de Durham) que
serían aprovechados, imprimiéndoles un sentido distinto, por Suger en
Saint-Denis. Pero en ese aprovechamiento había también razones
políticas, pues Suger trabajó en pro de una paz duradera entre Luis VI de
Francia y Enrique I de Inglaterra. La nueva iglesia abacial se convirtió de
hecho en un monumento a ese empeño reconciliador.

La luz fascina a Suger. De hecho, la mayor influencia de la teología del


Areopagita y de su metafísica de la luz en la traza arquitectónica de
Saint-Denis es en las ventanas.

A partir de 1137 Suger describió e interpretó su iglesia abacial en dos


tratados distintos que se complementan estrechamente. El más antiguo se
llama Opúsculo sobre la consagración de la iglesia de Saint-Denis,
donde se recuerda la construcción material y se subraya el valor estético
de la armonía; el segundo es el Informe sobre la administración, que
contiene una descripción del aspecto final del monumento y de las
diversas inscripciones que mandó colocar Suger en la iglesia.

En el Opúsculo, Suger, al igual que los platónicos de la Escuela de


Chartres, concibe el Universo como una composición sinfónica. Las
ideas de Suger, como hemos dicho, también provienen de la
interpretación de Juan Escoto Erígena del Corpus areopagiticum. Para el
platónico irlandés, gracias a la ley de proporción armónica, se
reconcilian la oposición y la disonancia que hay entre las distintas partes
del Universo. Como para Platón y para San Agustín, esa ley es para
Erígena la fuente de toda belleza, siendo en ella donde se revela la
voluntad del Creador. Al colocar esta idea al comienzo de su Opúsculo,
Suger quería subrayar la significación anagógica de la armonía
arquitectónica de la iglesia abacial, del mismo modo que en otros lugares
hará hincapié en la significación anagógica de su luminosidad. En suma,
la traza arquitectónica reflejaba la visión de la armonía cósmica. La
validez de esta interpretación se ve confirmada por un documento que
sirve de conexión entre el Corpus areopagiticum y el Opúsculo de Suger.
Hablamos de los Mystagogia de San Máximo el Confesor († 662) [una
buena edición crítica es la de H. Sotiropoulos, Atenas, 1978]. Se trata del
primer tratado que contiene una aplicación específica de la mística del
Pseudo-Dionisio a la interpretación del edificio de una iglesia cristiana.
Para San Máximo, el templo cristiano es una imagen de Dios y una
imagen del cosmos. Las coincidencias del Opúsculo de Suger con los
Mystagogia son explícitas. No podemos afirmarlo con certeza absoluta,
pero es muy probable que Suger conociese esa obra de Máximo el
Confesor, el más destacado exponente de la teología del Pseudo-Dionisio
y uno de cuyos tratados había sido traducido por Erígena. También un
resumen de los Mystagogia había sido enviado a Carlos el Calvo por
Anastasio el Bibliotecario, un influyente dignatario de la Sede
Apostólica.

Otra idea importante del Opúsculo de Suger es que la empresa


arquitectónica de Saint-Denis exige a su autor una determinada
disposición interior, un estado de gracia. Para el artista o el poeta
medieval, además, el único interés y la única justificación de su obra
residen en que refleja la realidad última. Lo mismo en Suger. El
Opúsculo se dedica sobre todo a explicar el proceso que ha hecho posible
la construcción de la iglesia. En el capítulo quinto se habla de la
terminación de la cabecera gótica en términos que evocan la imagen de
Cristo como Piedra Angular «que une un muro con otro; en quien bien
trabada se alza toda la edificación—sea espiritual o material—para
templo santo en el Señor, en quien vosotros también aprendéis a ser
edificados para morada de Dios en el Espíritu Santo, por obra de
nosotros mismos y de forma espiritual, y así es cuanto más elevada y
adecuadamente tratamos de construir de forma material». Las palabras
en cursiva proceden de la Segunda Epístola de San Pablo a los Efesios
(2, 19 y ss.), y las palabras de Suger «sea espiritual o material» no
pasaron inadvertidas a Erwin Panofsky en su célebre artículo sobre Suger
de 1946. Resumen, pues del Opúsculo: se abre con la visión intelectual
de la armonía divina que reconcilia la discordancia de las cosas en
conflicto, infundiendo en quienes la contemplan el deseo de establecerla
en el orden moral. La construcción de la iglesia abacial es la realización
de esa visión, tanto en la obra artística como en las personas que la han
llevado a cabo. Esta construcción se consuma con la consagración del
templo, un ritual en el que se realiza el sacramento de unión entre Dios y
el hombre. Lo que confiere unidad a toda la argumentación de Suger es
el tema musical. Al comienzo del tratado se adivina la paz última en
Dios a través de la experiencia de una sinfonía cósmica. Al final del
Opúsculo, es en la sinfonía del canto litúrgico de la ceremonia de la
consagración, donde esa misma idea se encarna. Esa idea no es otra que
la de que toda la creación es una alabanza sinfónica del Creador. Según
Suger, esta música cósmica no sólo une el Universo con la liturgia, sino
que tiene un equivalente en la traza arquitectónica de la iglesia. Suger se
nos aparece, así, como un arquitecto que construye teología. El Opúsculo
lo que hace es dar transparencia al proceso creativo que convertía la
teología de la luz y de la música en estilo gótico.
Puede afirmarse que Saint-Denis es una insuperable paráfrasis de la
teología del Pseudo-Dionisio Areopagita. Suger no «inventó» las formas
del nuevo estilo como ilustración de sus ideas, pero percibió las
posibilidades simbólicas latentes de la arquitectura románica borgoñona
y normanda. Estos modelos los convertiría en vehículos de su
experiencia teológica. Lo que en última instancia explica la
transformación del románico en gótico es su deseo primordial de
conjuntar la traza de un edificio religioso y una visión religiosa.

Suger tuvo especial cuidado en la ceremonia de consagración de Saint-


Denis (11 de junio de 1144) de que el homenaje que se rendía a San
Dionisio fuera también un homenaje al rey de Francia. Para la
concepción propia de la realeza teocrática medieval en Francia, el rey, en
el siglo XII, es un retrato de Cristo. El rito de la coronación le
transformaba sacramentalmente en un Christus Domini, esto es, en una
persona con rango episcopal y en una imagen de Cristo[5]. La
consagración de la iglesia no era sino la primera ceremonia litúrgica en
que iban a converger las esferas monárquica y teológica. Suger tenía sin
duda en mente esta función político-religiosa de su iglesia cuando
proyectó su templo como un typos de la visión dionisiana del cielo (de la
Jerarquía Celeste del Areopagita). Precisamente porque evocaba el
arquetipo místico del orden político de la monarquía francesa, el estilo de
Saint-Denis fue adoptado para todas las catedrales de Francia y se
convirtió en la expresión monumental de la idea capeta de la realeza.

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Sens y la fachada occidental de Chartres.—

La catedral de Sens es la primera en estilo gótico del mundo. Su


construcción, iniciada entre 1130 y 1140, se debe al arzobispo Enrique el
Verraco, y en ella se aprecia la influencia de las ideas de su amigo San
Bernardo.
Después de Suger y del obispo Enrique, el otro miembro del triunvirato
de los orígenes del gótico es el obispo de Chartres, Godofredo de Lèves,
amigo de los dos anteriores, e incluso de Pedro Abelardo, al que
defendió en el Concilio de Soissons de 1121, pero al que abandonó en
1131. Godofredo era un auténtico hombre de Estado, legado papal
durante quince años y presente en no menos de diez Concilios. Teólogo
eminente, a él se debe el esplendor incomparable de la Escuela de
Chartres, donde trabajaron bajo su protección los cancilleres nombrados
por él: Bernardo de Chartres (magister scholae entre 1114-1119;
canciller entre 1119-1126, es decir, hasta poco antes de su muerte),
Gilberto de la Porrée (1080-1154; llegó a ser obispo de Poitiers en 1141
o 1142) y Thierry de Chartres. También impartieron allí enseñanza bajo
su protección Guillermo de Conches († ca. 1154) y Ricardo el Obispo (†
1182; se trata del Maître Richard l’évêque, archidiacre de Coutances y
después obispo de Avranches; fue maestro de Juan de Salisbury).

La Escuela de Chartres conocía por Euclides (matemático griego que


publicó los Elementos en Alejandría hacia el 300 a. C.) la importancia
matemática que tenía la sección áurea. Thierry de Chartres poseía los
Elementos en la traducción latina del inglés Adelardo de Bath (ca. 1070 –
ca. 1142). También en el Almagesto del científico greco-romano, nacido
en Egipto, Claudio Ptolomeo (ca. 90 – ca. 168) podía aprenderse a
construir la sección áurea geométricamente. La propuesta de Otto von
Simson es que el sistema geométrico empleado en la fachada occidental
de Chartres lo obtuvo su maestro rector de la prestigiosa Escuela
catedralicia de la ciudad. Con mayor perfección aún que en Saint-Denis,
esta fachada evoca el carácter místico del templo como «Casa de Dios y
Puerta del Cielo». En torno al Pantocrátor aparecen los coros de ángeles
y santos en el «concierto» de la jerarquía celestial. En «medida, número
y peso», Thierry de Chartres trató de aprehender el principio básico de la
Creación. Es posible que pudiese ver el soberbio tributo a ese principio
encarnado en el Pórtico Real. Por último, no comparte Simson la crítica
que le hizo Ernst Gall en 1955 al arqueólogo medievalista Sumner
McKnight Crosby (1909–1982), tratando de demostrar que Saint-Denis
no es la primera iglesia gótica del mundo, basándose en que en época de
Suger no se había construido la nave y en que no se contempló la
importancia de la elevación en altura en el nártex y en la cabecera, así
como que el edificio carece de claridad espacial, argumentos todos ellos
muy endebles para Simson, que, además, no son ciertos en el caso de
Saint-Denis ni tampoco de Chartres.
La sección áurea consiste en la división de una línea recta en dos partes desiguales,
de tal manera que la parte más pequeña está en la misma proporción con respecto a la
parte más grande que ésta con respecto al total.

BE:EC = EC:BC

Es decir, el segmento BE está en la misma proporción respecto al segmento EC que


éste respecto al segmento BC (BE + EC).

Para dividir una línea por la sección áurea, se proyecta el cateto más pequeño sobre la
hipotenusa (obteniéndose el punto D). Un segundo arco desde el punto D hasta el
cateto largo da el punto E, el cual divide BC en la proporción de la sección áurea.

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PARTE TERCERA: LA CULMINACIÓN.—

El palacio de la Virgen.— La principal reliquia de la catedral de Notre


Dame de Chartres era la túnica o camisa que llevaba puesta la Virgen
cuando el nacimiento de Cristo (la sancta camisia o Sagrada Túnica).
Fue regalada a la basílica por Carlos el Calvo en 876. Se creía
firmemente desde entonces que Dios había elegido Chartres como la
primera iglesia de la Galia que tendría acceso al misterio de la
Encarnación. Desde ese momento, se convirtió Chartres en el centro
indiscutible del culto mariano en Francia. El incendio que destruyó el
templo en su práctica totalidad, a excepción de la fachada occidental, en
la noche del 10 al 11 de junio de 1194, produjo una enorme impresión en
Chartres y en toda Francia. Conocemos los detalles del estado de ánimo
subsiguiente, gracias a un tratado anónimo de hacia 1210, quizás escrito
por un clérigo, titulado Milagros de la Santísima Virgen María en la
Iglesia de Chartres. En un principio se creyó que la sancta camisia había
sido destruida por las llamas, lo que se interpretó como una clara señal
del abandono de la Virgen a la ciudad, la cual habría perdido, quizás para
siempre la protección de su Señora. Por fortuna no había sido así, y
cuando de nuevo fue procesionada la reliquia ante los atónitos ojos de los
habitantes de Chartres, creyóse, por el contrario, que el incendio había
sido un signo de que la Virgen deseaba que se le construyera una Casa
aún más hermosa. Cuando se produjo la catástrofe, encontrábase en la
ciudad el cardenal Melior de Pisa[6], legado pontificio en Francia, quien
fue en gran medida el responsable de que tanto el capítulo de la catedral
como los habitantes de Chartres pasasen de la desesperación al
entusiasmo. Él fue quien con sus elocuentes palabras convenció al
capítulo y a las gentes de Chartres de que la mejor respuesta posible a lo
que había sucedido era construir otro templo, esta vez grandioso e
incomparable. Poco antes del incendio, había ayudado al obispo de
Chartres, Renaud de Mouçon[7], a culminar la reforma administrativa de
la «gran diócesis», que era como se conocía a Chartres en Roma. Para
Melior se trataba, en cuanto al nuevo templo, de un acto de edificación
espiritual, de una obra de penitencia. Además de los motivos espirituales,
estaban los políticos y económicos. La vinculación entre las festividades
religiosas, las ferias y la prosperidad económica de una diócesis, una
comarca o una región, estaba por entonces indisolublemente trabada. Las
cuatro mayores ferias de Chartres coincidían con las festividades de la
Virgen: Purificación, Anunciación, Asunción y Natividad. Artesanos,
comerciantes y campesinos se beneficiaban mucho económicamente de
la celebración de tales festividades. Entre los donantes del nuevo templo
están los gremios profesionales, quienes donaron (los comerciantes,
carniceros y panaderos) los medios para realizar las cinco grandes
ventanas del chevet (capilla mayor) que honran a la Virgen. Las ferias de
la Virgen tenían lugar en el cloître de Chartres, esto es, en las calles y
plazas adyacentes a la catedral, que eran propiedad y estaban bajo la
jurisdicción del capítulo catedralicio y no del conde de Chartres. No era
concebible la actividad de los gremios y de las corporaciones artesanas
en Chartres al margen de la catedral y de la vida religiosa. La
construcción del nuevo templo permitió inaugurar nuevos recursos
naturales, desarrollar extraordinariamente nuevas ideas y destrezas
técnicas, crear nuevas profesiones y dar trabajo a mucha gente. Entre las
nuevas técnicas, el desarrollo del gremio de canteros, de vidrieros y de la
estática[8] fue importante.

El enorme atractivo de las reliquias, primero, las donaciones siempre, y


las indulgencias a partir del siglo XIII permitieron la financiación de la
construcción de las grandes catedrales góticas. En el caso de Chartres, el
propio capítulo con su obispo al frente se habían comprometido a
entregar casi todas sus rentas durante tres años. Se trataba de la mayor
diócesis de Francia, con un área de 100 por 130 millas, en donde había
911 iglesias parroquiales, sin contar las de Chartres, que en 1194 contaba
con diez mil habitantes. Sólo en grano y plata obtenía el obispo una renta
anual de un millón y medio de dólares de 1955. El deán, superaba los
700.000 dólares (de 1955) de renta anual. No digamos el capítulo, que
superaba ampliamente al obispo. Pero la magnificencia y envergadura
del nuevo Palacio de la Virgen necesitaban mucho más. Fue una feliz
coincidencia que por ese tiempo se terminase el enfrentamiento entre el
conde de Chartres y la Corona, anudándose unos lazos muy firmes entre
la Casa del conde de Chartres y los Capetos. El obispo de Chartres era
nombrado por el rey, de tal modo que esta sede episcopal era una punta
de lanza de los Capetos en un territorio hasta entonces hostil. Thibaut IV
el Grande, conde de Chartres y dueño de Champagne y de Blois, era
nieto de Guillermo el Conquistador, y, durante mucho tiempo, enemigo
de Luis VI y de Luis VII de Francia. Ya hemos visto la labor de Suger a
favor de establecer sólidos vínculos entre ambas Casas. Ahora, tanto una
Casa como otra, una vez que se anuden los vínculos de parentesco,
rivalizarán en el engrandecimiento de la catedral, máximo símbolo de la
devoción a la Virgen en el reino. Ya Luis VII nombró Gran Maestre y
Senescal de Francia a Thibaut V, hijo de Thibaut IV.
-Alix, Alice o Adèle de Champagne (reina de Francia desde 1160).

-Thibaut V († 1191) ↔ Alix, Adèle o Alice de France (1150-1195).

Thibaut IV (hijos) -Cardenal Guillermo de Champagne, entre 1164-1176 obispo de Chartres.

-Agnès de Champagne → madre del obispo de Chartres, Renaud de Mouçon.

Luis VII ↔ en 1137 con Leonor de Aquitania (anulado por el Papa en 1152): tuvieron a Alix de France.

Luis VII († 1180) ↔ en 1160 con Alix (Adèle o Alice) de Champagne (1140-1206): hijo, Felipe Augusto.

Felipe II Augusto, hijo de Luis VII, rey entre 1180 y 1223.

La alianza entre ambas Casas se hizo patente en 1167 y en 1188. En


1167, el conde de Chartres, Thibaut V, y su hermano, el cardenal
Guillermo de Champagne, entonces obispo ya de Chartres, apoyaron a
Luis VII frente al rey de Inglaterra. En 1188, cuando el rey Felipe
Augusto marchó a Tierra Santa, dejó un Consejo de Regencia compuesto
por tres personas: la Reina Madre (su madre, Alix de Champagne), el
cardenal Guillermo de Champagne (hermano de la Reina Madre, y, por
tanto, tío del rey) y Alix de France (hermanastra de padre del rey),
entonces condesa de Chartres.

El contencioso de 1192 entre la condesa viuda de Chartres y el capítulo


catedralicio en torno a los avoués (reconocidos) de Notre Dame de
Chartres, ya que pertenecían a la jurisdicción del capítulo y no a la del
conde (con lo que éste perdía ingresos), resolvióse amistosamente
gracias al parentesco entre la condesa viuda Alix de France y el obispo
Renaud de Mouçon (Alix era tía política de Renaud de Mouçon). La
comisión creada por Celestino III dio la razón al capítulo, transigiendo la
condesa viuda. Pero la victoria del capítulo catedralicio congraciaba a
éste con la ciudad, aumentando así la disposición de sus habitantes
cuando se les requiera esfuerzos para la construcción del nuevo templo.
No obstante, este edificio inigualable es la obra de toda Francia.
Donación de los gremios, del capítulo catedralicio, de las grandes
familias feudales de Francia, de los condes de Chartres y de la Corona.

Donación de la reina Blanca[9], madre de San Luis (Luis IX): todo el


conjunto de la fachada norte, integrado por el rosetón y las ventanas
ojivales, donde se ensalza a la Virgen María y a sus antepasados bíblicos.

Donación de Pedro de Dreux, duque de Bretaña: todas las ventanas del


transepto sur, a las que habían precedido las estatuas de la gran portada
sur. Una donación tan importante, que es similar o casi supera a la de la
propia reina Blanca, sólo se explica por la especial protección de que
gozaba Pedro de Dreux del rey Felipe Augusto y como signo de lealtad a
la monarquía. Mientras las otras grandes familias feudales sucumbían
ante el irresistible ascenso de los Capetos, el ducado de Bretaña se
engrandecía. La actuación del duque fue un acto de propaganda política,
además del hecho de que la importante colonia de bretones de Chartres
contribuyó de manera entusiasta a la construcción del templo.

La catedral de Chartres.— Su construcción supuso el mayor esfuerzo


económico de un proyecto público de toda la Edad Media. La
construcción avanzó de oeste a este, estando terminada la cabecera en
1220; es decir, que la construcción sólo tardó 26 años (desde 1194). La
iglesia del primer tercio del siglo XI, construida por el obispo Fulberto
de Chartres, la conocemos relativamente bien gracias a una miniatura
realizada por Andrés de Mici (seguramente monje de Saint-Mesmin de
Mici, cerca de Orleans), en la que se ve el interior de la iglesia románica.
La miniatura forma parte de un manuscrito del siglo XI (durante mucho
tiempo en la Biblioteca Municipal de Saint-Étienne, en la región del
Loira, y hoy ya devuelto a Chartres), escrito para el capítulo de Chartres,
con el obituario de la iglesia. Tras morir Fulberto el 10 de abril de 1028,
un discípulo suyo, Sigon, ordenó insertar en el obituario-martirologio un
tumulus (panegírico ilustrado del difunto; sólo una de las tres
ilustraciones que se hicieron se conserva, la de Andrés de Mici).

En la época en que se estaba construyendo Chartres, aún había


importantes pervivencias de las ideas neoplatónicas de su célebre
Escuela catedralicia. Puede decirse que era la tradición la que moldeaba
a sus eruditos. Al obispo Godofredo de Lèves le sucedió inmediatamente
su sobrino, Gosselin de Musy (1148-1155). Probablemente terminó él la
fachada occidental. Su sucesor, el obispo Roberto el Bretón († 1164), es
posible que viese terminado el vieux clocher (viejo campanario). Le
sucedió en la sede episcopal Guillermo, cardenal de Champagne,
discípulo de Pedro Lombardo, y hombre de ilimitados recursos e
influencia, debido a su parentesco. El siguiente fue Juan de Salisbury
(1176-1178), el más célebre de todos los obispos de Chartres, y que hizo
un gran esfuerzo por mantener viva la tradición neoplatónica de la
Escuela catedralicia. Conocía muy bien las enseñanzas de Thierry de
Chartres, y, a través de su propio maestro Guillaume de Conches, las del
hermano mayor y predecesor de Thierry, Bernardo de Chartres, al que
Juan de Salisbury consideraba «el más perfecto platónico» de su siglo.
Juan también era un gran admirador de la corriente religiosa liderada por
San Bernardo de Claraval. Para Juan de Salisbury, la música abarca todo
el universo, reconciliando la disidencia de la infinidad de los seres
mediante la ley de la proporción: «esta ley armoniza las esferas
celestiales y gobierna el cosmos al igual que al hombre». Sigue a Platón
en la teoría de que «el alma se dice compuesta de consonancias
musicales». De ahí que la música sea lo más apropiado para educar y
elevar al alma hasta Dios. También Juan de Salisbury acepta el papel
dominante de las tres consonancias musicales pitagóricas: la octava
(1:2), la quinta (2:3) y la cuarta (3:4). Juan de Grocheo (Johannes de
Grocheio, ca. 1255 – ca. 1320), teórico musical parisino, también
conocido como Jean de Grouchy, explica esta preeminencia pitagórica
con una referencia a la Trinidad. La supervivencia de las ideas
neoplatónicas en Chartres a finales del siglo XII se ve confirmada por un
discípulo de Juan de Salisbury, llamado Pierre de Blois (ca. 1135 – ca.
1203), que fue tutor de Guillermo el Bueno de Sicilia y trabajó al
servicio de Enrique II Plantagenet de Inglaterra, siendo nombrado
archidiácono de Bath (al SO de Inglaterra). A Juan de Salisbury le
sucedió Pedro de Celle (ca. 1115 – 1183) como obispo de Chartres.
Primero fue abad de Celle y después de Saint-Remi de Reims. Había sido
educado en Saint-Martin-des-Champs. Era un apasionado de la
arquitectura, pero ni le interesaba la política, como a Suger, ni era un
humanista, como su amigo Juan de Salisbury. Pedro de Celle era un
predicador, un hombre austero, de inclinaciones ascéticas y místicas, que
se consideraba discípulo de San Bernardo. El siguiente obispo fue
Renaud de Mouçon. Durante el largo tiempo que ocupó la sede de
Chartres, el cargo de canciller de la Escuela catedralicia estuvo durante
unos años (aprox. entre 1200 y 1213) en manos de Pierre de Roissy,
quien escribió un Manual sobre los Misterios de la Iglesia, cuya primera
parte está dedicada a una interpretación alegórica de la basílica cristiana,
una alegoría que se halla muy cerca de la verdadera arquitectura de su
época. En ese tratado, se ocupa el autor del significado simbólico del
cuadrado, que recuerda para él la perfección moral del hombre y la
«unidad» de la Ecclesia, místicamente prefigurada en el Arca de Noé y
en el Templo de Salomón. Es muy posible que esta alegoría de Pierre de
Roissy tome como modelo la catedral de Chartres.

La metafísica medieval concebía la belleza como la splendor veritatis,


como la manifestación de leyes objetivamente válidas. Así, el alzado de
Chartres. La perfección de este gran sistema arquitectónico es la
perfección de sus proporciones, obtenidas mediante una exacta
determinación geométrica. La belleza de las proporciones se entendía
como una función de las leyes que aseguraban la estabilidad y el orden
del edificio. El interés del arquitecto por ese orden y su indiferencia por
lo decorativo y efectista, es lo que hace de esta catedral una obra tan
imponente. Más que el uso de las proporciones matemáticas, más incluso
que la exactitud con que son llevadas a la práctica, lo decisivo es la
pertinencia estética y estructural de la proporción. En esto se diferencia
claramente el gótico del románico. Un buen ejemplo sería la iglesia
románica alemana de San Miguel de Hildesheim.

[1] Otto von Simson parece no tener aquí en cuenta la radical diferencia entre la
primacía de la luz coloreada en las edificaciones góticas primeras de la Isla de
Francia, y la luz blanca de las iglesias abaciales cistercienses. Esta diferencia la
señala muy expresamente Erwin Panofsky.

[2] Foire du Lendit (Feria de Lendit), celebrada entre el 11 y el 24 de junio, entre


Saint-Denis y París. «Lendit» proviene del latín «indictus», a través del francés
«l’endice» (= fijar un lugar de encuentro).

[3] Hoy, en 2013, Saint-Denis pertenece al Departamento nº 93 (Seine-Saint-Denis),


al NE de París. Se accede por la A1, después de atravesar la Porte de la Chapelle.
[4] San Dionisio. Según San Gregorio de Tours fue martirizado hacia el 250 con sus
compañeros, un sacerdote, Rústico, y un diácono, Eleuterio. Fue el primer obispo de
París. El lugar de martirio sería la colina de Montmartre. Según una leyenda, Saint-
Denis recogió su cabeza y recorrió con ella la distancia de seis km, hasta el lugar
donde posteriormente se erigió la iglesia abacial engrandecida por Suger. Según otra
tradición, fue martirizado en la Île de la Cité en 258, en tiempos del emperador
Valeriano. Santiago de la Vorágine le dedica el capítulo CLIII de La leyenda dorada,
identificándolo con el Dionisio Areopagita convertido por San Pablo en el Areópago
de Atenas. En este texto hagiográfico, se le sitúa en la época del papa San Clemente,
que sucedió a San Pedro, siendo Dionisio enviado por el Papa a la Galia. El martirio
lo sitúa en tiempos de Domiciano (año 96), cuando Dionisio tenía 90 años.

[5] Véanse al respecto los estudios de Ernst Hartwig Kantorowicz, Los dos cuerpos
del rey. Un estudio de teología política medieval (1957) (Madrid, Akal, 2012), y de
Walter Ullmann, Principios de Gobierno y Política en la Edad Media (1961)
(Madrid, Revista de Occidente, 1971).

[6] Falleció en Francia en 1197 o 1198. Había accedido al capelo cardenalicio en el


Consistorio del 6 de marzo de 1185. Participó en la elección de cuatro Papas: Urbano
III (1185), Gregorio VIII (1187), Clemente III (1187) y Celestino III (1191), que fue
quien le nombró legado pontificio en Francia.

[7] Reginald of Bar, obispo de Chartres entre 1182-1217; por su madre (Agnès de
Champagne, una hija de Thibaut IV el Grande, y, por tanto, tía de Felipe Augusto),
era primo de Felipe Augusto, rey de Francia. También por su madre era sobrino del
cardenal Guillermo de Champagne y de la hermana de éste, la reina de Francia, Alix
de Champagne (esposa de Luis VII).

[8] El más destacado representante de la estática medieval es Jordanus Nemorarius


(Jordanus de Nemore), cuyo más antiguo tratado atribuido fechaba Pierre Maurice
Marie Duhem (Les origines de la statique, 1905) «como muy tarde» en el siglo XII.
Ernst Moody y Marshall Clagett (The Medieval Science of Weights, Wisconsin,
1952) piensan que enseñaba matemáticas en la Facultad de Artes de París en la 1ª
mitad del siglo XIII. Estos mismos estudiosos consideran el Liber de ratione
ponderis como la obra maestra de Jordanus.

[9] Blanca de Castilla (1188-1252), hija de Alfonso VIII de Castilla y esposa del
futuro Luis VIII de Francia desde el 22 de mayo 1200. Reina consorte desde el 14 de
julio de 1223, fue nombrada regente, debido a la muerte de su esposo, en 1226, hasta
que su hijo, Luis IX, se hizo cargo de los asuntos de Estado a partir de abril de 1235.

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