Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Kant
o la invención del hombre
Perfil humano
Durante mucho tiempo se han tenido ideas
convencionales sobre la personalidad humana
de Kant, y las imágenes que los manuales pre
sentan de él no corresponden al testimonio de
sus discípulos y contemporáneos El rigorismo
atribuido a su moral hace imaginar a este
hombre seco y triste, dominado en la vida co
tidiana por la monotonía y enteramente re
plegado en sí mismo, en pos de una búsqueda
de las verdades abstractas, sin cuidarse de las
comunes preocupaciones temporales. Los retra
tos porfiadamente extendidos contribuyen a
crear esta impresión. Las insuficiencias de una
caracterología mal comprendida hacen de él un
flemático.
Ahora bien, para llegar a comprender el ver
dadero alcance de su empresa filosófica es im
10 Jean Ferrari
portante, en primer lugar, devolver a Kant un
aspecto humano.
Parecía que nada bueno podía salir de Ko-
nigsberg. Puerto comercial sobre el río Pregel,
al extremo norte de Prusia oriental, su situa
ción apartada la mantenía alejada de los gran
des movimientos intelectuales de la época.1
Konigsberg poseía una pequeña universidad de
creación reciente,2 que a principios del si
glo xvin se parecía más a una escuela popular
que a un establecimiento de enseñanza supe
rior. 3 Además, el ambiente de la época se mos
traba poco propicio a la invención: en el plano
filosófico estaba dominado por el dogmatismo
1 Las universidades alemanas, todavía dominadas al
principio del siglo xvm por la escolástica melanchtonia-
na nacida de Latero, permanecían cerradas a las in
fluencias extranjeras. Se ha subrayado a menudo el
retraso que ha resultado de ello para ©1 pensamiento
alemán. (Véase, por ejemplo, Arvon: La filosofía ale
mana, Seghers, 1970, págs. 8 y 9.) Con la subida al
trono de Federico II en 1740, se cumplían las condicio
nes políticas que iban a permitir a Alemania abrirse al
pensamiento, europeo. La Academia de Ciencias de Ber
lín jugó a este respecto un papel considerable. Pero
quedaban numerosas resistencias, y por todo el país se
miraba con amargura la poca estima que sentía el rey
hacia la cultura nacional y hacia los escritores ale
manes.
2La universidad de Konigsberg fue fundada en 1544.
8 Brock escribe a Gottched en 1729: «La universidad
está aquí en un estado tan lamentable, que parece una
escuela popular (Trivialschule). La filosofía sufre de
fiebre hética y las otras ciencias están también en
mal estado». (Citado por B. Erdmann en Martin Knut-
zen und seine Zeit, Leipzig, 1876, pág. 21.)
Kant 11
racionalista de Wolff,4 deducción perfecta del
ser y del actuar —al que, al parecer, no se po
dría añadir nada—; y en el plano religioso, por
el pietismo,5 al cual estaban estrechamente li
gados los padres de Kant y que se caracteriza
ba por una moral austera, una gran descon
fianza hacia las especulaciones filosóficas y
teológicas, una exigencia permanente de oracio
nes y de buenas obras. Después de un período
de violenta oposición, wolffianismo y pietismo
se habían acercado, particularmente en Ko
nigsberg, gracias a la acción de hombres como
Schultz,6 sin cuya protección Kant no habría
podido jamás hacer sus estudios.
En efecto, Kant pertenecía a una humilde fa
milia de artesanos. Su padre era guarnicionero
y una de sus hermanas estaba dedicada al ser
vicio doméstico. A causa de diversas circuns
tancias -í- a pesar de sus títulos universitarios—
4Discípulo de Leibniz, que sometió el cultivo de la
filosofía a las exigencias de una exposición escolar,
Ohristian Wolff (1679-1754) ejerció gran influencia sobre
el pensamiento alemán del siglo xvm. Kant rindió ho
menaje varias veces a su genio matemático, y Hegel le
llama maestro de los alemanes.
5 Movimiento religioso fundado en Alemania por
Spener (1635-1705), que quería regenerar el espíritu de
la Reforma -mediante una vuelta a la Biblia y frecuen
tes reuniones comunitarias de meditaciones y de ac
ción de gracias.
eFranz Schultz (1692-1763) llega a Konigsberg en 1731
como pastor. Sus cualidades modales e intelectuales so
bresalientes hicieron que se le confiasen las más altas
responsabilidades. Enseñaba teología en la universidad
y dirigía el colegio Fridericianum, donde Kant hizo
sus estudios secundados.
12 Jean Ferrari
tuvo que trabajar durante varios años como
preceptor de familias ricas de los alrededores
de Konigsberg antes de obtener a los 46 años
un puesto de profesor ordinario en la universi
dad de su ciudad natal. Sus padres y su pre
ceptor habían pensado en hacer de él un pas
tor, como lo fue uno de sus hermanos. En
aquella época era en Alemania el primer desti
no de muchos espíritus distinguidos, salidos
de familias pobres. Pero recibió otras influen
cias, y la personalidad de Kant7 consiguió muy
pronto una notable independencia. En la uni
versidad Kant siguió sobre todo los cursos de
Martin Knutzen,8 que le inició en las teorías
físicas"dé Nfcwton y en el empirismo de Locke.
7 Kant era de salud frágil. De poca talla, de aspecto
endeble, tenía el pccho plano, lo que le predisponía a
las opresiones y a la melancolía. Escribe Victor Del-
bos: «Había triunfado sobre las imágenes obsesivas
que le representaban de manera desmesurada su mal
y había sustituido poco a poco la versatilidad inquieta
de sus sensaciones por la calma indiferente, e incluso
por la serenidad sonriente del alma. Estimaba que se
debe preferir la constancia reflexiva del juicio a los
impulsos y a los caprichos de las afecciones natura
les». (Figuras y doctrinas de filósofos, París, Plon, 1918,
pág. 205.)
8Martin Knutzen (1713-1751) enseñaba en la época
en que Kant hizo sus estudios no solamente lógica, me
tafísica, psicología racional, moral, derecho natural,
sino también matemáticas, en particular álgebra y aná
lisis infinitesimal. En ciertos números de obras, hoy
olvidadas, se esforzaba, como su maestro Schultz, en
concordar los principios de la filosofía de Wolff con
las exigencias del pietismo. Había sido nombrado a
los 21 años profesor extraordinario de lógica y meta
física en la universidad.
Kant 13
Con sus enseñanzas orientó de manera decisi
va los primeros trabajos de Kant.
Si la publicación de las obras capitales tiene
lugar bastante tarde en la vida de Kant —cuen
ta 57 años cuando aparece la Crítica de la razón
pura—, el despertar intelectual, la pasión por
la verdad y el conocimiento de los grandes pro
blemas debatidos en su tiempo se manifiestan
desde su primera disertación sobre La verda
dera evaluación de las fuerzas vivas, cuando
sólo tiene 23 años; allí da prueba de poseer
cualidades propiamente cartesianas: la audacia
intelectual, la resolución, una mezcla feliz de
seguridad y de modestia —que le permiten
acometer empresas— y una confianza absoluta
en el discurso racional, el método de las prue
bas y las discusiones entre sabios. Algunas fór
mulas de sus primeros escritos indican, a este
respecto, un acercamiento con el filósofo fran
cés. Kant tiene, como Descartes, el presenti
miento de estar destinado a realizar una tarea
y de que ésta tendrá grandes repercusiones; en
consecuencia, organiza su vida en función de
los imperativos que esta tarea le impone. Él
mismo ha explicado el sentido de las costum
bres que había adoptado: cada acto de su vida
cotidiana responde a una meditada elección,
a esa virtud que los griegos llamaban ooxppoaúvrj,
hecha de reflexión, de prudencia y de eficacia.
Consigue así desplegar durante cerca de sesen
ta años —a pesar de su salud vacilante— una
actividad intelectual intensa, que unía a sus di
fíciles investigaciones personales la carga de
14 Jean Ferrari
una enseñanza con numerosas horas de curso.
Esta actividad la prosiguió hasta edad avan
zada. Estaba orgulloso de una longevidad poco
previsible y que consideraba como una obra
personal. No abandonaba a sus estudiantes,
sino que les ayudaba en sus dificultades y lle
vaba una vida social activa, recibiendo frecuen
temente a amigos para almorzar, manifestando
en esas reuniones la misma alegría, el mismo
humor que hacía de sus cursos un apasionante
entretenimiento, aunque la lectura de sus gran
des obras no lo manifiesta.9 Incluso aunque
este filósofo célibe no emprendió jamás gran-
9 A este respecto, es precioso el testimonio de Herder,
que fue discípulo de Kant en Konigsberg de 1762 a 1764:
«He tenido la dicha de conocer a un filósofo que era
mi maestro. Estaba entonces en la mejor edad y tenía
una alegría despierta de hombre joven, que creo le
acompaña todavía en sus años de vejez. Su frente des
cubierta, tallada por el pensamiento, era la sede de
una serenidad y de una alegría inalterables; de sus
labios manaban los discursos más ricos en ideas; chan
za, ingenio, inspiración, todo eso estaba dócilmente a
su servicio, y sus lecciones eran conversaciones llenas
del máximo interés. La misma agudeza que empleaba
en examinar a Leibniz, Wolff, Baumgarten, Grusius,
Hume; en escrutar las leyes de la naturaleza en New-
ton, Kepler y los físicos, la aplicaba para interpretar
los escritos de Rousseau (Emilio y La nueva Eloísa),
que aparecían entonces, de la misma manera que todo
descubrimiento físico que llegaba a su conocimiento.
Él los apreciaba en su valor y retornaba siempre a
un conocimiento de la naturaleza libre dé toda pre
vención..., así como al valor moral del hombre. La
historia del hombre y de los pueblos, la historia y la
ciencia de la naturaleza y la experiencia, tales eran las
fuentes de donde él sacaba de qué alimentar sus lec
ciones y sus conversaciones. Nada de lo que es digno
Kant 15
des viajes —sólo salió de Konigsberg durante el
tiempo que trabajó como preceptor—, su vida
no fue nada triste, y estuvo totalmente dedica
da a la actividad intelectual y a la relación con
otras personas. A pesar del abatimiento de la
vejez y del dolor de dejar su sistema inacabado,
murió con serenidad, diciendo: «Todo está
bien».
Prolegómenos metafóricos
Si bien Kant fue un profesor apasionante y
para sus alumnos un maestro en el sentido so
crático del térihino, para nosotros es un autor
que leemos, y que leemos con dificultad. Su ta
lento de escritor no está a la altura de su ge
nio filosófico; su estilo es a menudo oscuro; en
ocasiones hace una afirmación de principio,
corregida a continuación varias veces con lar
gas precisiones, que dan a la frase una gran
pesadez, además de la gran abstracción de sus
ideas, raramente aclaradas en sus obras maes
tras mediante ejemplos, todo lo cual ha dificul
tado, e incluso impedido, a los lectores la com
prensión de su pensamiento. No se encuentra
nada que pueda retener al lector apresurado
o amigo del lenguaje hermoso; y ¡cuántos mo
tivos de desánimo para el que simplemente de
sea comprender! 17 Kant fue completamente
17 Mme de Staél parece haber resumido las críticas
que pueden hacerse al estilo de Kant cuando escribe:
«En sus obras de metafísica usa las palabras como
cifras y 'les da el vaílor que quiere, sin preocuparse
del que tienen en el uso corriente. Es, en mi parecei,
un gran error, pues la atención del lector se consume
en comprender el lenguaje antes de llegar a las ideas,
y conocido éste, no sirve jamás de escalón para llegar
a lo desconocido». (De Alemania. Ed. Charpentier, pá
gina 458.)
¿Quién no ha conocido este agotamiento? Los extran
jeros acusan a veces a los traductores; pero algunos
alemanes, según se dice, prefieren la Crítica de la ra
zón pura en su traducción francesa, más bien que en
24 Jean Ferrari
consciente de sus defectos; pero el carácter nue
vo de su empresa hacía imposible el empleo de
palabras antiguas en su sentido tradicional. So
bre todo la elaboración del sistema le exigía
tanto esfuerzo y tiempo, que le parecía una em
presa por encima de sus fuerzas la presenta
ción de un estilo elegante y refinado. Él mismo
lo confiesa en varias ocasiones, e invita a sus
amigos y a sus lectores a hacer una exposición
de su doctrina más conforme a las exigencias
del público, aunque expresa a veces algún des
precio por las coqueterías del lenguaje que per
miten a un texto estar a los gustos de la moda.
Está demasiado persuadido del carácter defi
nitivo de su descubrimiento para pensar que
padezca largo tiempo de las imperfecciones de
su estilo.18 Según esto, ¿no queda aclarada la
causa? Los arcanos del pensamiento kantiano
retienen demasiado la atención del lector para
que se fije, a no ser para deplorarlo, en la ma
nera de escribir de Kant. Se le lee sin leerle, y
los trabajos sobre su vocabulario parecen in
teresar más a los lingüistas que a los filósofos.
Esta indiferencia priva a los historiadores de
la mediación de las imágenes cuyo estudio po
dría proyectar una luz sobre el sentido de su
su versión original. «Le confieso —escribe Garve a
Kant el 13 de julio de 1783— que no conozco libros en
el mundo cuya lectura me haya costado tanto esfuer
zo.» (AK X, pág. 329.) Y Herder, en una carta a Ha-
mann el 31 de diciembre de 1781, prevee que necesita
rá dos o tres años para leer la Crítica de la razón
pura.
18 Véase la carta de Kant a Garve el 7 de agosto
de 1783.
Kant 25
filosofía. Las metáforas, ciertamente raras en
Kant, son por ello jmás significativas. Actuando
de modo empírico, remiten al mundo abstracto
de lo trascendental, y si no se encuentra en
Kant una filosofía del lenguaje,19 su lenguaje
puede convertirse en una vía de acceso a su fi
losofía, introduciéndonos en un simbolismo has
ta ahora poco observado: el simbolismo del
espacio. Kant experimenta una necesidad ex
traordinaria de relacionar los pasos de su pen
samiento con una representación espacial; su
imaginación creadora de mares, islas y conti
nentes señala horizontes a una serie de actos a
realizar;, y para describir las tareas del filósofo
utiliza toda una familia de metáforas, tomadas
de las profesiones qué tienen por objeto orga
nizar el espacio, el espacio humano de los tra
bajos y de los descubrimientos; por ejemplo,
el del arquitecto con sus perspectivas y sus
estructuras, o el más incierto del marino, el
cual alguna vez ha de visitar tierras extran
jeras.
Así la metafísica queda a menudo compara
da con el océano, cuya infinitud y oscuridad re
cuerdan al hombre su impotencia primitiva.
Con un intervalo de cerca de veinte años vol
vemos a encontrar la misma imagen: «Hay que
19 Quizá por reacción contra algunas modas de su
tiempo, de las que se hace eco, por ejemplo, la carta de
Herder a Kant en noviembre de 1768 (AK X, páginas
75-79, trad. Jean Ferrari: Los estudios filosóficos, abril-
junio, 1968), Kant no ha desarrollado opiniones muy
originales sobre el lenguaje. (Véase Antropología, pá
rrafos 38 y 39.)
26 Jean Ferrari
explorar los abismos de metafísica, océano
sombrío sin orillas ni faros, en el que única
mente cabe aventurarse a condición de proce
der como el marino que se enfrenta a un mar
desconocido», se lee en el Único fundamen
to (1764)20 y en la Crítica (1781): «...Océano
vasto y tempestuoso, verdadero iinperio de la
ilusión, donde muchas nieblas espesas y bancos
de hielo sin resistencia y a punto de derretirse
ofrecen el aspecto engañoso de tierras nuevas,
atraen sin cesar con vanas esperanzas al nave
gante que sueña con descubrimientos y le com
prometen en aventuras que no sabe nunca re
chazar y que, sin embargo, no puede reali
zar». 21 La contemplación del océano hace ade
más experimentar sentimientos de terror y de
vértigo. Es el sublime terrible que analizan las
Observaciones;22 cuando la tempestad subleva
al mar, lo convierte en algo horrible.23 Los
enormes movimientos de agua abren abismos
sin fondo, que tragan a los marinos impruden
tes. No se encuentra ahí una aproximación cien
tífica al mundo del mar, pero sí la representa
ción mítica del elemento, líquido, cuya incon
mensurabilidad inspira horror y hacia el que,
sin embargo, el hombre se siente irresistible
20 El único fundamento posible de una demostración
de la existencia de Dios, en Pensamientos sucesivos
sobre la teodicea y la religión, trad. Festugiéres, pág. 72.
21 Ob. cit., pág. 216.
22 Observaciones sobre él sentimiento de lo bello y de
lo sublime, trad. Keanpf, págs. 19 y 20.
23 Crítica del Juicio, trad. Píhilonenko, pág. 86.
Kant 27
mente atraído por un fenómeno de ambivalen
cia atractiva, característica del vértigo.
Más raramente aparece el vuelo, que simbo
liza la salida azarosa del metafísico, comparada
esta vez a un pájaro que trata de volar dema-
siadp_alto: «La paloma ligera, cuando en su li
bre vuelo corta el aire que le opone resistencia,
podría imaginar que le iría aún mejor en el
vacío...».24 En la Crítica, Kant se burla así de
la filosofía de Platón, tomando de nuevo una
imagen ya utilizada en los Sueños de un visio
nario, donde declaraba: «La razón humana no
tiene alas bastante poderosas para hender las
nubes elevadas que ocultan a los ojos los mis
terios del otro mundo».25 Y la caída es tanto
más pesada cuanto más seguro parecía el arran
que.
A través de estas imágenes inquietantes se
percibe que la metafísica no es ya, como en
«el ilustre Wolff», una ciencia segura que pro
cede por deducciones rigurosas partiendo de
principios evidentes. Tal como lo concibe la
tradición, el camino metafísico está llamado al
fracaso, y, sin embargó,'sigue siendo inevitable,
pues corresponde a una exigencia natural de la
razón humana. Hasta el presente, sin duda, los
medios empleados no han sido juiciosamente
escogidos y no se ha reflexionado suficiente
mente sobre las condiciones necesarias para el
éxito. Si se quiere recorrer los océanos, convie
ne preparar el viaje. El metafísico es un marino
24 Ob. cit., pág. 36.
25Trad. Courtés, pág. 214.
28 Jean Ferrari
«al que hay que suministrar una barca, y que,
siguiendo los principios ciertos de su arte, sa
cados de la ciencia del globo, provisto de un
mapa marítimo completo y de una brújula,
(puede) conducirla con seguridad al sitio que
le agrade».26 Al furor de los elementos, a la
amenaza de lo desconocido, el hombre opone
sus instrumentos, sus medidas y sus mapas. Y
en otro lugar Kant declara: «El que enseña los
escollos, no se los ha planteado él mismo, e
incluso si afirma la imposibilidad de pasar en
tre ellos a toda vela, como querría el dogmatis
mo, no quiere decir que niegue todas las posi
bilidades de una travesía feliz...».27
Aunque permanezca irresistible el atractivo
de lejanas e invencibles aspiraciones del alma
humana hacia un absoluto que da un funda
mento metaflsico al conocimiento y a la acción,
es preciso comenzar por las tareas más pro
saicas de la agnmen «Parece más
avisado seguir la orilla de los conocimientos
que arriesgarse hacia la alta mar de las investi
gaciones místicas», se lee en la Disertación. 28
Que se trate de una isla o de un continente, el
país de la verdad es siempre una tierra emer
gida, y el dominio de la filosofía queda descrito
como la tierra firme, el suelo, la llanura de la
26 Prolegómenos, trad. Gibelin, pág. 16. Comparar con
Hume: Tratado de la naturaleza humana, trad. Leroy,
Aubier, 1946, tomo I, pág. 356.
27 Carta de Kant a Jacobi del 30 de agosto de 1786.
Trad. Ferrari: Los estudios filosóficos, abril-junio, 1968.
pág. 207.
28 Trad. Mouy, págs. 84 y 85.
Kant 29
experiencia. Recordando la llamada lanzada por
Diógenes a sus oyentes: «Valor, señores, veo
tierra», Kant añade: «Hace poco caminábamos
en el espacio vacío de Demócrito, donde la me
tafísica nos había elevado en sus alas de ma
riposa... He aquí que la virtud avara del cono
cimiento de sí mismo ha replegado las alas de
seda y nos encontramos sobre el humilde suelo
de la experiencia y del entendimiento co
mún». 29 Allí se mezclan, a través de las metá
foras, las operaciones del entendimiento y los
lugares en que se desenvuelve, al mismo tiem
po que se dibuja «el mapa inmenso de nuestro
espíritu»,30 donde se despliegan nuestras fa
cultades y que hace aparecer un conjunto com
plejo de trabajos y de tareas.
El filósofo se hace agrimensor, geómetra* ar
quitecto. En primer lugar, tiene que hacer ún
trabajo de* reconocimiento: hay un dato al que
es preciso poner límites, describir y apropiarse
de él, imponiéndole las medidas del entendi
miento. Cada una de nuestras facultades tiene
su campo propio, y se debe distinguir cuidado
samente, como en la Crítica del Juicio, entre
territorio, propiedad territorial y domicilio.31
Los errores cometidos en el pasado han sido
tan numerosos, que es necesario levantar un
nuevo catastro y hacer delicadas operaciones
de reconstrucción. Así la sensibilidad no es so
lamente el reino de la apariencia y del simula-
20 Sueños de un visionario, trad. Courtés, pág. 111.
30 Antropología, trad. Foucault, pág. 23.
31 Trad. Philonenko, pág. 23.
30 Jean Ferrari
ero. Existe una forma pura a la cual se refie
ren las matemáticas. Por eso mismo, el filósofo
traza nuevas fronteras, pone límites y reconoce
los límites más allá de los cuales no cabe nin
gún conocimiento. El reconocimiento del lími
te 32 no significa en Kant una aminoración de
nuestros poderes, sino, al contrario, la condi
ción de una actividad eficaz, que se despliega
en el interior de un campo estrictamente defi
nido. Allí aparecen los elementos de todo co
nocimiento: fuera de nosotros, un hecho que
va a ofrecerse a la experiencia; dentro de nos
otros, unos instrumentos de orientación y de
medida, gracias a los cuales es posible esta ex
periencia y puede constituirse la ciencia. Tam
bién la marcha33 y la orientación34 traducen
dos funciones esenciales del espíritu: el filósofo
33 Véase Jean Lacroix: «El límite no es un ¡borde in
terior, sino una función de la validez interna de una
teoría... Hume hace una censura, y no una crítica:,tie
ne la percepción de los bordes. Kant tiene la cienpia
de los límites». (Kant y el kantismo, col. Q. S., pági
na 13.)
33 Las catacresis que designan los actos del espíritu
por desplazamientos terrestres son en Kant muy nu
merosas. Así, en 'las obras publicadas (AK I-IX), según
el índice general de Gottfried Martin, encontramos die
Bahn (la carretera) 51 veces; der Gang (la marcha) 91;
der Lauf (la carrera) 47; der Leitfaden (el hilo conduc
tor) 77; der Schritt (el paso) 76, y der Weg (el cami
no) 200.
84 El problema de la orientación es fundamental en
Kant, que le ha consagrado un opúsculo: Qué es orien
tarse en el pensamiento (1786), trad Philonenko, Vrin,
1959. Y a menudo viene a su pluma la imagen de la
brújula. Habla también del compás de la razón: Carta
a Jacobi del 30 de agosto de 1786. Ob. cit.
Kant 33
a una necesidad extraordinaria de asegurar la
marcha de su espíritu por un hilo de Ariad-
na.39 Su filosofía ha nacido en el laberinto, y
el paso que nos ha conducido a la luz se con
vierte en el símbolo del progreso y del valor del
espíritu.
Por esto no se puede considerar apresurada
mente a la obra de Kant como un todo acaba
do. Si él se esforzó siempre en constituir un
sistema _del saber que respondiese a su gusto
por la arquitectónica y a una experiencia filo
sófica iñás profunda de unificación y de totali
zación, fracasó en parte en su tentativa; el fa
moso Übergang, que debía ser la clave del edi
ficio, «este paso de los primeros principios me-
tafísicos de la naturaleza a la física», no existe
más que bajo forma de bosquejos y de notas.
para su concepción del tiempo. «El error de Kant, es
cribe Bergson, ha sido tomar el tiempo por un medio
homogéneo. No parece haber notado que la duración
reai se compone de momentos que son interiores unos
a otros y qué cuando reviste la forma de un todo ho
mogéneo, es que se expresa en espacio. Así la distin
ción misma que establece entre espacio y tiempo viene
a confundir en el fondo el tiempo con él espacio y la
representación simbólica del yo con el mismo yo. Juz
gó a la conciencia incapaz de ¡percibir los hechos psi
cológicos de otra manera que no fuese por yuxtaposi
ciones, olvidando que un medio en que los hechos se
yuxtaponen y se distinguen unos de otros es necesa
riamente espacio, y no duración...» (Ensayo sobre los
datos inmediatos de la conciencia,, Obras, A. Robinet,
P. U. F., París, 1963, pág. 151.)
89 En lo cual no está tan lejos de Descartes, quien
buscaba un suelo fiime para construir allí su siste
ma y preconizaba, para salir del bosque, seguir siem
pre la misma dirección.
ka n t .—2
32 Jean Ferrari
método seguido hasta ahora en metafísica y de
operar así en ella una revolución siguien
do el ejemplo de los geómetras y de los físicos,
en lo que consiste la obra de esta crítica de ía
razón pura especulativa. Esta crítica es un tra
tado del método».37 Y la organización del mun
do físico sirve para expresar, hasta en sus me-,
ñores detalles, la construcción de su sistéma
filosófico.
Con el simbolismo de los elementos y de las
profesiones, las metáforas espaciales son de
masiado numerosas en Kant para que no tra
duzcan una dimensión esencial de su pen
samiento; ellas nos conducen quizá a algún
acontecimiento desconocido de la infancia. Kant
pasará toda su vida buscando itinerarios, levan
tando mapas del entendimiento y pensando en
lugares y en el espacio.38 Su filosofía responde
táforas tomadas de profesiones que miden para apro
piarse y que se apropian para construir: las técnicas
de la agrimensura, los planes del arquitecto.
37 Prefacio a la segunda edición de la Crítica de la
razón pura, trad. Tremesaygues y Pacaud, pág. 21.
88 Hay en Kant indiscutiblemente una experiencia pri
vilegiada del espacio e, inversamente, un cierto des
conocimiento del tiempo como plazo, como madura
ción, como lugar de realización de las tareas. Es sor
prendente ver a través de su correspondencia que está
siempre en camino de acabar ¡lo que le llevará todavía
más de veinte años de trabajo! Es en edad avanzada
cuando toma conciencia, aparentemente sin angustia,
del tiempo que le ha sido preciso para elaborar su
Crítica y de la vejez, que comienza a menguar sus fa
cultades. No es que el concepto de tiempo no juegue
un papel capital en la síntesis crítica. Es que Kant no
ha tenido la experiencia de ¡la temporalidad en el -mis
mo grado que la del espacio; esto tuvo consecuencias
Kant 33
a una necesidad extraordinaria de asegurar la
marcha de su espíritu por un hilo de Ariad-
na.39 Su filosofía ha nacido en el laberinto, y
el paso que nos ha conducido a la luz se con
vierte en el símbolo del progreso y del valor del
espíritu.
Por esto no se puede considerar apresurada
mente a la obra de Kant como un todo acaba
do. Si él se esforzó siempre en constituir un
sistema deL saber que respondiese a su gusto
por la arquitectónica y a una experiencia filo
sófica rñás profunda de unificación y de totali
zación, fracasó en parte en su tentativa; el fa
moso Übergang, que debía ser la clave del edi
ficio, «este paso de los primeros principios me-
tafísicos de la naturaleza a la física», no existe
más que bajo forma de bosquejos y de notas.
para su concepción del tiempo. «El error de Kant, es
cribe Bergson, ha sido tomar el tiempo por un medio
homogéneo. No parece haber notado que la duración
real se compone de momentos que son interiores unos
a otros y que cuando reviste la forma de un todo ho
mogéneo, es que se expresa en espacio. Así la distin
ción misma que establece entre espacio y tiempo viene
a confundir en el fondo el tiempo con el espacio y la
representación simbólica del yo con el mismo yo. Juz
gó a la conciencia incapaz de percibir los hechos psi
cológicos de otra manera que no fuese por yuxtaposi
ciones, olvidando que un medio en que los 'hechos se
yuxtaponen y se distinguen unos de otros es necesa
riamente espacio, y no duración...» (Ensayo sobre tos
datos inmediatos de la conciencia, Obras, A. Robinet,
P. U. F., París, 1963, pág. 151.)
89 En lo cual no está tan lejos de Descartes, quien
buscaba un suelo firme para construir allí su siste
ma y preconizaiba, para salir del bosque, seguir siem
pre la misma dirección.
kant .—2
34 Jean Ferrari
El no acabamiento mismo de la filosofía kan
tiana nos obliga a evocar su progresiva elabo
ración.
En efecto, el pensamiento de Kant se ha des
arrollado en el horizonte de los debates cientí
ficos y filosóficos de su época. Las interroga
ciones mayores de su tiempo sobre el valor de
nuestros conocimientos, la naturaleza del espa
cio, la esencia de la moralidad o la religión na
tural le han llevado a inventar unos «conceptos
operatorios» —como propone llamarlos E.
Fink—, que son otras tantas respuestas a los
conceptos temáticos del siglo xvm. En general,
sus descubrimientos decisivos, los que orien
tan todos sus siguientes trabajos, vienen muy
tarde, después de un largo período de vacilacio
nes y de investigaciones; necesitó más de diez
años para elaborar la Critica de la razón pura,
y la segunda edición, seis años más tarde, a
causa de algunas modificaciones esenciales me
rece ser considerada un nuevo libro. Kant fue
muy avaro de su tiempo, y aunque siempre des
confió de las vanas polémicas a las que le que
rían arrastrar, fue, sin embargo, muy sensible
a las objeciones, a las críticas, a las incompren
siones de sus contemporáneos. De esta mane
ra, el pensamiento de Kant se ha desarrollado
durante cerca de -sesenta años en constantes
debates consigo mismo y con los otros. Éste es
el motivo de que si el movimiento —es decir,
la vida— no está aquí como en Hegel en el
corazón de la filosofía, es preciso encontrarlo
en el análisis* en el sentido cartesiano del tér
mino, que «enseña la verdadera vía por la cual
Kant 35
una cosa es metódicamente inventada».40 Se
guir la invención de la filosofía kantiana hasta
el «paso crítico» que constituye el progreso
esencial de la metafísica desde Leibniz y Wolff 41
significa, en el doble punto de la historia y de
la filosofía, comprender mejor el sentido de la
empresa del filósofo de Konigsberg.
40 Las meditaciones metafísicas, Segundas respues
tas. Ed. La Pléiade, pág. 387.
41 Véase el texto de Kant sobre la cuestión puesta
como tema de concurso en el año 1791 por la Academia
de Berlín: ¿Cuáles son los progresos reales de la me
tafísica en Alemania desde la época de Leibniz y de
Wolff? Trad. Guillemiit, Vrin, 1968.
EL CONOCIMIENTO
La gran luz
En una reflexión sobre la metafísica redac
tada algunos años más tarde, Kant declara:
«Vi en primer lugar el sistema como en un
crepúsculo. Buscaba la manera más seria de
demostrar ciertas proposiciones y sus contra
rias, no. para establecer una doctrina escéptica,
sino porque sospechaba una contradicción de
la razón y deseaba descubrir en qué consistía.
46 Jean Ferrari
El año 1769 me dio una gran luz».9 Es muy
probable que esta gran luz fuese el descubri
miento de un principio de solución a los diver
sos problemas que le planteaba, desde hacía
ya varios años, la naturaleza del espacio. Elabo
ró entonces de una manera sistemática lo que
llamará en la Crítica de la razón pura las anti
nomias matemáticas, lo cual le fue sugerido
por la lectura de ciertos artículos del Diccio
nario de Bayle,10 y quizá fue con la Disertación
de 1770 cuando apareció por primera vez la con
cepción kantiana del espacio y del tiempo en
su forma casi definitiva.
En esta obra imperfecta, escrita deprisa, que
conserva aún algunas teorías de la antigua me
tafísica, Kant parte de la antigua distinción
entre fenómenos y noúmenos, a los que corres
ponden en el hombre dos maneras diferentes de
conocer. Rechaza la teoría leibniziana según la
cual el conocimiento sensible no sería más que
un conocimiento confuso y el conocimiento in
telectual un conocimiento claro. No hay —afir
ma— entre los dos tipos de conocimiento una
diferencia de grado, sino de naturaleza. La con
sideración de la noción de espacio lo prueba:
los conocimientos geométricos son intuitivos,
y por ello se ligan a la sensibilidad; y sin em
bargo son los más claros de todos; inversa
mente algunos conceptos del entendimiento,
*AK XII, págs. 257 y 258.
10 Véase Jean Ferrari: «El Diccionario histórico y
crítico de Pedro Bayle y las dos antinomias kantianas
de la razón pura», en Los estudios filosóficos y litera
rios, núm. 1, Rabat, 1967.
Kant 47
que se prestan a discusiones sin fin, no tienen
la claridad necesaria. La sensibilidad, fuente
de errores y de ilusiones en el dogmatismo ra
cionalista, se convierte para Kant en un lugar
'de la verdad. Pero no considera al conocimien
to sensible de la misma manera que los em-
piristas. El conocimiento sensible implica unas
intuiciones puras a priori, sin las que ningún
objeto nos puede ser dado. Esas formas a prio
ri de nuestra sensibilidad, que son el espacio
y el tiempo, son definidas como propiedades
universales inherentes al sujeto que conoce.
Kant hace la demostración rigurosa tanto para
el tiempo como para el espacio.
El espacio y el tiempo no se dan, en efecto,
en la experiencia sensible. Son ellos al contra
rio los que condicionan toda experiencia. Son
anteriores a toda sensación, interna para el
tiempo, externa para el espacio. Siempre se
puede imaginar un espacio sin objeto, pero
jamás un objeto sin espacio. Lo que de hecho
captamos por nuestros sentidos son los objetos
ya situados en tal o cual lugar del espacio; ja
más el espacio como un gran cuadro vacío don
de vendrían a colocarse. La noción de espacio
no es, pues, un concepto obtenido por abstrac
ción. El concepto abstracto es, en efecto, co
mún a todos los objetos que sirve para desig
nar, mientras que el espacio es una represen
tación singular. El concepto está contenido en
la multitud de nuestras representaciones, mien
tras que el espacio contiene esta multitud, y
dos objetos, rigurosamente idénticos desde el
punto de vista del concepto, serán diferentes en
48 Jean Ferrari
el espacio, como lo demuestra la paradoja de
los objetos simétricos. Lo que se llama «espa
cios múltiples» no son más que partes del
mismo «espacio inmenso». Resulta de ello que
el espacio, no siendo un concepto abstracto
nacido de la experiencia sensible, sino de una
representación singular, no puede ser más que
una intuición pura, es decir, libre de toda im
presión sensible. El espacio aparece, pues, como
una forma que condiciona toda forma empírica
y que contiene, con anterioridad a toda expe
riencia, el principio de todas las relaciones es
paciales. Esta intuición pura es el lugar de los
axiomas de la geometría. La afirmación de que
entre dos puntos no puede pasar más que una
línea recta o de que hay tres dimensiones en
el espacio, no nos es dada en ninguna expe
riencia sensible y no puede ser el resultado de
un discurso lógico; el elemento irracional que
impone la paradoja de los objetos simétricos
nos envía de retomo a la sensibilidad. La pu
reza excluye todo añadido empírico. Hay, pues,
uña forma pura dé la sensibilidad donde la
geometría traza las relaciones espaciales, y que
nos da el sentimiento de la más indudable evi
dencia. Sensible no es aquí sinónimo de confu
sión, sino de claridad. Kant descubre una visión
que no es ni la de los ojos, ni la del entendi
miento, y que define un campo ignorado hasta
aquí: el de las formas a priori de la sensibili
dad.
Desde entonces, el espacio no es ni una sus
tancia, como pensaba Descartes, ni un. acciden
te o un atributo dé la sustancia, a la manera
Kant 49
de Spinoza, ni una relación, como afirmaba
Leibniz. Al definir el espacio como un ser, no
se pueden concebir las relaciones infinitas que
se dibujan. Al plantearlo como relación, se re
duce la geometría a no ser más que un saber
empírico. No se informa sobre la certeza apo-
díctica con la que se relaciona y que no puede
nacer de una inducción experimental. No son
los fenómenos los que nos sugieren los princi
pios de la geometría; es la geometría la que
nos permite interpretar los fenómenos. Egro
(¿qué es, pues, el espacio, si no es ni sustancia,
tyi accidente, ni relaciones? ¿Cómo este algo
¡subjetivo e ideal puede ser el fundamento de la
objetividad, «de toda verdad en la sensibilidad
;externa»? 11 La naturaleza nos es dada por el
espacio. Es la condición subjetiva de todos los
fenómenos por los que la naturaleza puede des
velarse a los sentidos. «El espacio es, pues, un
principio formal del mundo sensible absoluta
mente primero no sólo porque, por su concep
to, se nos pueden dar los objetos del universo
como fenómenos, sino sobre todo por la razón
de que, por esencia, no puede ser más que
único, abarcando absolutamente todo lo que
puede ser sensible exteriormente.12
Así se opera una inversión completa de las
perspectivas. La inmensidad espacial, lugar de
la geometría, pero también símbolo de la infini
tud de un mundo donde no se ve la mano del
11 Disertación, pág. 56.
12Ibíd., págs. 57 y 58.
50 Jean Ferrari
creador,13 se transforma de una manera radi
cal. La naturaleza no es ni la forma de un Dios
indiferente, ni una realidad silenciosa abando
nada a sus propias leyes. El espacio, del que el
hombre en alguna manera se convierte en la
medida, se encuentra interiorizado. La revolu
ción copemicana de Kant es en primer lugar un
cambio del estatuto del espacio y del tiempo.
Si, en efecto, los problemas del espacio se han
planteado a Kant con una amplitud considera
ble, 14 en la Disertación existe simetría entre
18 Cuando hablando en nombre del libertino exclama
Pascal: «Veo esos espantosos espacios del universo que
me encierran y me encuentro ligado a un rincón de
esta vasta extensión, sin que sepa por qué estoy co
locado en este lugar en vez de en otro», cuando se
horroriza del «silencio eterno de esos espacios infini
tos», expresa la situación del hombre que ha tomado
conciencia de su situación real en un universo que no
está heoho para él, del que no es ya el centro y donde
los cielos no cantan más, de manera tranquilizadora,
la gloria de Dios. La desacralización del cosmos, la
infinitud de un universo sin límites asignables, el he-
liocentrismo, dan origen a un sentimiento de vértigo y
de terror. Pero de esta posición realista del espacio
nace la antinomiá que despierta a Kant. La imposibili
dad de considerar el espacio como un todo homo
géneo existente por sí le lleva a edificar la estética
trascendental.
14 La interrogación sobre el tiempo parece en el si
glo x v i i i menos urgente que la del espacio, aunque
no quiere decir esto que las paradojas del tiempo sean
más fáciles de resolver que las del espacio —Bayle,
en su Diccionario histórico y crítico, ha reunido todas
las contradicciones a que daba lugar la afirmación
tanto de una realidad ontológica del tiempo como del
espacio—; pero la cuestión parecía depender, en pri
mer lugar, de la metafísica y de la teología, y estaba
Kant 51
las afirmaciones concernientes al espacio y las
que se refieren al tiempo. El tiempo juega para
el sentido interno el mismo papel que el espa
cio para la percepción externa, y es por la ex
posición de la noción de tiempo por la que co
mienza la tercera sección de la Disertación,
consagrada a los principios formales del mun
do sensible.15 «La idea de tiempo no es dada,
sino supuesta, por los sentidos, pues lo que cae
bajo los sentidos no puede representarse, si es
simultáneo o sucesivo, más que por la idea del
tiempo.»16 El tiempo, al igual que el espacio,
es definido como una intuición pura; pero se
diferencia de éste en que es una intuición su
puesta por todas las intuiciones empíricas que
podamos tener, porque todo estado de concien
cia, sea conciencia de sí mismo o conciencia
de objetos situados fuera de sí, implica la
condición del tiempo.17 «El tiempo es, pues, un
dominada por la opinión de San Agustín: «Sé bien
lo que es el tiempo, pero si me lo preguntan, ya no lo
sé», citada por Kant en Investigación sobre la eviden
cia de los principios de la teología natural y de la mo
ral, (San Agustín se pregunta, en efecto, en el libro VI
de sus Confesiones: «¿Qué es el tiempo? Cuando na
die me lo pregunta, lo sé; cuando se trata de expli
carlo, ya no lo sé».)
15 Los principios formales del mundo sensible están
definidos como «lo que contiene la razón de la rela
ción universal de todas las cosas en tanto que son
fenómenos». (Disertación, párrafo 13, pág. 43.)
16Ibíd., pág. 44.
17 Podría preguntarse, en consecuencia, si el tiempo
no juega un papel privilegiado en relación con el es
pacio. Ciertamente, el tiempo condiciona la represen
tación del espacio, que, como todo hecho de concien-
52 Jean Ferrari
principio formal del mundo sensible absoluta
mente primero, pues todo lo que es sensible
cia, está ligado a la determinación temporal. Si his
tóricamente los problemas planteados por el espacio
parecen tener a primera vista upa gran importancia,
la referencia a las antinomias del tiempo está dada
explícitamente en la Carta a Garve de 1798. (V. ,supra.)
Por otra parte, el espacio, como condición a priori,
está (limitado a los fenómenos externos, mientras que
el tiempo es una condición a priori de todos los fe
nómenos en general: condición inmediata de los fenó
menos internos, condición mediata de los fenómenos
externos, puesto que estos últimos, siendo percibidos
por el sujeto, tienen sitio en el orden natural de los
hechos de conciencia: «Todos los fenómenos en gene
ral, es decir, todos los objetos de los sentidos están
en el tiempo y están necesariamente sometidos a la
relación del tiempo». (Crítica de la razón pura, pág. 63.)
Finalmente el tiempo, como lo veremos más lejos,
tiene un lugar capital en el esquematismo. Sin em
bargo, en la perspectiva de la constitución del saber,
el espacio funda la objetividad del tiempo; no sólo
nuestra experiencia interna no es más cierta que nues
tra experiencia extema, sino que depende de nuestra
experiencia externa. La conciencia que tenemos de
nosotros mismos en el tiempo no es posible, en efecto,
más que por la determinación de nuestra experiencia
en el tiempo; ahora bien, los cambios de nuestras re
presentaciones no pueden ser percibidos más que si
hay algo permanente en relación a lo cual pueda per
cibirse el cambio. Lo permanente no puede encontrarse
en mí, que cambio continuamente, sino sólo en la ex
periencia externa del espacio. Muy lejos de fundar,
como Descartes, la existencia del mundo exterior sobre
consideraciones internas, Kamt afirma que la percep
ción de los objetos en el espacio nos asegura de nues
tra propia existencia en el tiempo. Generalmente per
cibimos las modificaciones del tiempo como movi
mientos, y por relación ai espacio, que se convierte en
condición necesaria de toda determinación en el tiem
po. «Para comprender la posibilidad de las cosas en
Kant 53
de cualquier manera es pensable solamente si
se plantea como simultáneo o sucesivo.» 18
Esta elucidación de las nociones de espacio
y de tiempo constituye la mayor enseñanza de
la Disertación de 1770, y para el conjunto de la
empresa crítica, una adquisición fundamental,
que no será jamás puesta de nuevo en cuestión.
^ Lógica y existencia
Si la Estética trascendental muestra la evi
dencia del carácter a priori de las formas de
la sensibilidad, esta última se define como re
ceptividad..25 Recogiendo la antigua distinción
entre materia y forma, Kant afirma la existen
cia, en el origen de todo conocimiento, de un
dato que llama la materia de la sensación, o
también el «diverso» de la impresión sensible.
En efecto, lo a priori sólo adquiere su sentido
en relación a una experiencia posible, de la que
es la condición. La forma a priori opera una
primera síntesis espacial o temporal de esta
materia propuesta a nuestra sensibilidad y que,
así ordenada, se convierte en una intuición
empírica. El punto de vista trascendental no
debe, pues, disimular el comienzo obligado de
todo conocimiento: la existencia de un dato al
que la sensibilidad impone las formas del es
pacio y del tiempo, del que por consiguiente
desconocemos la naturaleza, pero sin el cual no
habría ningún conocimiento.26
26 Crítica de la razón pura, págs. 53-55.
20 El a priori mismo permanecería desconocido para
nosotros. A este respecto, Kant distingue la ideailidad
trascendental y 'Ja realidad empírica del espacio y del
tiempo. Estas formas a priori de nuestra sensibilidad
son ideales, puesto que son subjetivas y no tienen exis
tencia en ellas mismas; pero su idealidad es trascen
dental, pues pertenecen al sujeto sólo en la medida en
que el sujeto conoce. El espacio y el tiempo —y ahí
está su realidad empírica— nos son dados en las co-
58 Jean Ferrari
Esta dualidad en el conjunto de las condicio
nes inherentes al sujeto cognoscente, y que de
termina por adelantado los objetos conocidos
y los datos de la experiencia, la encontramos
de nuevo en la Analítica trascendental. Es nece
sario que a los elementos a priori del entendi
miento, que son los conceptos o las categorías,
le sea suministrada una materia sobre la que
pueda ejercerse su poder de síntesis.27 Ésas
son las intuiciones sensibles, sin las que no po
dría funcionar la maquinaria trascendental.
«Los conceptos sin intuición están vacíos.»28
Ahí está un punto capital del sistema kantiano.
Se afirma la necesidad de un aporte original de
experiencia tanto al nivel de la sensibilidad
como al del entendimiento: «No cabe duda de
que todo nuestro conocimiento comienza con
la experiencia. En efecto, de qué manera po
dría despertarse y ponerse en acción nuestro
poder de conocer si no es por los objetos que
sas tal como aparecen ante nosotros. Su valor obje
tivo está ligado a nuestra percepción de los objetos,
a los datos de la experiencia sensible a los que impo
nen su forma. Este doble carácter, afirma Kant al
final de la Estética trascendental, permite resolver, o
más bien desaparecer los problemas en los que cho
can los filósofos y los matemáticos. Negando al es
pacio y al tiempo una existencia absoluta, se supri
men las contradicciones en las que cae la razón cuando
quiere considerarlos como cosas en sí.
27 «Entiendo por síntesis, en el sentido más general
de esta palábra, el acto de añadir una a otra diversas
representaciones y comprender la diversidad en su
conocimiento...» (Crítica de la razón pura, pág. 92.)
28 Crítica de la razón pura, pág. 77.
Kant 59
impresionan nuestros sentidos...».29 Kant se
persuadió pronto de que el espíritu humano no
basta para construir el conocimiento y que la
existencia tiene su carácter irreductible.
Esta concepción, que se inspira en Newton
y en los empiristas ingleses, está en contradic
ción con el método del análisis de las esencias
que preconizaba Wolff» Para este último, en
efecto, la existencia na es más que un comple
mento de la esencia,30 y el principio supremo
a partir del cual es posible deducirlo todo es el
principio de identidad.31 Wolff edifica una cien
cia del ser sin plantearse la cuestión previa de
la existencia de ese ser, pues la esencia de una
cosa contiene siempre la razón por la cual exis
te esa cosa. El orden de las existencias no es \
fundamentalmente diferente del de las esencias. ]
La existencia no es más que un modo de la j
esencia que es posible deducir de ella. J
Ahora bien, desde muy pronto Kant se opo
ne a esa teoría, qué es la de sus maestros. Al
contrario de Wolff, que afirmaba la identidad
de los métodos matemático y filosófico, Kant
a? Ibíd., pág. 31.
80Véase Ontología, párrafo 143: «Defino la existencia
como aquello que completa la posibilidad». Baumgar-
ten, del que Kant utilizaba los libros en sus cursos,
vuelve a tomar la misma fórmula: «La existencia...
es el complemento de la esencia o de la posibilidad
interna». (Ontología, párrafo 55 — AK XVII, pág. 38.)
31 Mientras que Leibniz distinguía entre el princi
pio de identidad, que dependía de la pura lógica y
definía las posibilidades de ser, y el principio de ra
zón suficiente, que explicaba cómo los posibles pasa
ban a la existencia, se esfuma esta distinción en Wolff.
60 Jean Ferrari
distingue en su Investigación sobre la evidencia
de los principios de la teología natural y de la
moral (1764) el camino del matemático, que,
según él, es sintético y produce sus propios con
ceptos, y el del filósofo, que es analítico y bus
ca determinar los conceptos que encaminan a
una existencia efectiva. La filosofía sustituye el
modelo matemático por el modelo físico de
Newton, que da a Kant el sentido del hecho y
de la experiencia.32 En la misma perspectiva
y en el mismo momento, Kant critica el argu
mento ontológico, que pretende sacar del sim
ple análisis dej la idea de Dios la prueba de su
existencia. «La existencia no es atributo o de
terminación para ninguna cosa, afirma Kant.» 33
La existencia no añade nada a la esencia en tan
to que tal, no es del mismo orden. «La existen
cia es la posición absoluta de una cosa.»34
verdadero método de la metafísica es funda
mentalmente idéntico al que Newton ha introducido
en Física, y que ha tenido allí éxito y utilidad...» (In
vestigación sobre la evidencia de los principios de la
teología natural y de la moral, trad. Fichant, pág. 42.)
88 El único fundamento posible de una demostración
de la existencia de Dios (1763) en Pensamientos su
cesivos sobre la teodicea y la religión. Trad. Festugié-
res, pág. 79.
84 Tbíd., pág. 81. Sería preciso traer aquí ciertas en
señanzas del Ensayo para introducir en filosofía el con-
cepto de grandeza negativa (1763), referente a la rela
ción de causa y efecto. ¿Cómo debo comprender, se
pregunta Kant, que porque alguna cosa es, otra cósa
existe? Jamás podría responder a esta cuestión por
un análisis lógico y por la actuación del principio de
identidad. La cuestión sobre la causalidad se une
aquí a la cuestión sobre el ser, las dos sugeridas sin
duda por la lectura de Hume, cuyo sentido de la exis-
Kant 61
Esta afirmación categórica de la irreductibi-
lidad de la existencia corresponde a un tema
mayor y constantemente recogido por el pensa
miento kantiano. La existencia no se deduce,
se comprueba, lo cual hace comprender que
sólo puede haber conocimiento verdadero a
partir de la experiencia, y más aún, de la ex
periencia sensible.35
Pero si el conocimiento comienza con la ex
periencia, no deriva todo de la experiencia.
Ciertamente, el conocimiento se compone de
«lo que recibimos por impresiones sensibles»,
pero también por «lo que nuestro propio po
tencia ha impresionado a Kant, alimentado del esen-
cialismo wolffiano. No existe en Kant entre esencia y
existencia, como en Hume entre causa y efecto, nin
gún lazo de necesidad, y Kant distingue, en la misma
Obra, entre fundamento lógico y fundamento real: «Lo
que «querría que me aclarasen es cómo una cosa pro
cede de otra, y no en virtud de la regla de identidad.
Llamo fundamento lógico al primer tipo de funda
mento, porque puede considerarse como lógica su re
lación con la consecuencia, es decir, como evidente
según la regla de identidad, pero al segundo tipo de
fundamento lo llamo real, porque, aunque esa relación
pertenezca a mis conceptos verdaderos, su naturaleza
misma no se deja reducir a ninguna cíase de juicio».
(Véase E. Gilson: El ser y la esencia, Vrin, 1962, pá
gina 192.)
85 Algunos hablarán a este propósito del empirismo
de Kant. Véase H. Marcuse: «'No hay proclamación
más enérgicamente empirista que las líneas por las
que empieza la Crítica de la razón pura: "Es necesario
que todo pensamiento, directa o indirectamente, se re
fiera finalmente a intuiciones; por consiguiente, entre
nosotros a la sensibilidad, porque ningún objeto puede
sernos dado de otra manera”». (Razón y revolución.
Ed. de Minuit, París, 1968.)
62 Jean Ferrari
der de conocer (simplemente excitado por im
presiones sensibles) produce por él mismo».36
Intuiciones y conceptos constituyen los elemen
tos de todo nuestro conocimiento, y si los pen
samientos sin contenido están vacíos, «las in
tuiciones sin concepto están ciegas».37 A la re
ceptividad de la sensibilidad debe añadirse la
, espontaneidad del entendimiento, que es, según
\ Kant, la facultad de formar conceptos y de pro-
¡nunciar juicios. Las intuiciones sensibles no
constituyen conocimientos propiamente dichos.
TLas intuiciones nos dan relaciones totalmente
subjetivas entre las impresiones cuya asocia
ción no tiene ningún valor objetivo. El juicio
científico se reconoce, al contrario, por un do
ble carácter de necesidad y de universalidad que
sólo el entendimiento puede imponer a nuestras
intuiciones por el uso de las categorías. Esos
conceptos a priori, de los que Kant trata de
hacer la. lista, apoyándose sobre los diversos
tipos de juicios enumerados por los lógicos, se
aplican a priori á los objetos38 y tienen por
misión dar unidad a la simple síntesis de las
diversas representaciones.39 Así la experiencia
sensible nos da, con la sensación de una piedra
ardiente, la impresión de una cierta radiación
calórica solar; el entendimiento, uniendo esas
dos intuiciones empíricas por el concepto a
priori de causa, me permite afirmar que el
sol calienta la piedra. No es la experiencia —y
88 Crítica de la razón pura, pág. 31.
87 Ibíd., pág. 77.
88 Ibíd., pág. 93.
30 Ibíd., pág. 94.
Kant 63
aquí Hume tiene razón— la que puede estable
cer un lazo de causalidad entre dos fenómenos;
es el espíritu el que juzga, es decir, el que or
dena, según sus propias categorías, la diversi
dad de las intuiciones sensibles.
La deducción trascendental
de las categorías40
Allí se plantea a Kant un problema de gran
importancia que él examina largamente en una
de las partes más difíciles dé la Crítica de la
razón pura. Se trata de saber por qué las ca
tegorías del entendimiento se aplican a la ex
periencia. ¿Cómo explicar que los conceptos a
priori puedan relacionarse con las cosas? ¿De
dónde viene ese misterioso acuerdo entre la na
turaleza y nuestro éspíritu, acuerdo sin el cual
todo conocimiento es inconcebible? Kant pa
recía ignorar en la Disertación esta cuestión
que domina la reflexión filosófica desde Platón;
pero dos años más tarde, en la carta a Marcus
Herz del 21 de febrero de 1772, la explica con
una claridad notable: «En la Disertación me
había contentado con expresar la naturaleza de
las representaciones intelectuales de una ma
40 En esta expresión, Kant toma la ¡palabra «deduc
ción» en el sentido que le daban los jurisconsultos, es
decir, de demostración del derecho o de la legitimi
dad. La aplicación de los conceptos a priori a los ob
jetos de la experiencia requiere una justificación que
está constituida por la deducción (trascendental de las
categorías.
64 Jean Ferrari
ñera puramente negativa; a saber, que no son
modificaciones del alma por los objetos. Pero
¿cómo es posible una representación que se
refiera a un objeto sin ser afectada por él de
alguna manera? Lo había pasado en silencio.
Había dicho: las representaciones sensibles re
presentan las cosas tal como aparecen, las in
telectuales tal como son. Pero ¿por qué medio
nos son dadas esas cosas si no lo son por la
manera en que nos afectan? Y si tales repre
sentaciones intelectuales reposan sobre nuestra
actividad interna, ¿de dónde viene la concor
dancia que deben tener con los objetos que, sin
embargo, no son producidos por ellas? Y los
axiomas de la razón pura referentes a esos
objetos, ¿por qué medio concuerdan con ellos,
sin que esta concordancia pueda apoyarse so
bre el socorro de la experiencia? En matemá
ticas no hay problema... En cambio, en lo re
ferente a las cualidades, ¿cómo puede mi en
tendimiento formar enteramente a priori los
conceptos de cosas con las que las cosas deben
concordar necesariamente? Esta cuestión deja
siempre arrastrar una oscuridad sobre el poder
de nuestro entendimiento: ¿de dónde le viene
esta conformidad con las cosas mismas?»41
Los que se niegan a admitir una acción directa
del objeto sobre el sujeto, que rechazan el
empirismo como incapaz de informar sobre el
carácter apodíctico de ciertos conocimientos,
se ven obligados a llamar a Dios de una manera
41 Carta a Marcus Herz, trad. Verneaux, Aubieí-Moñ-
taigne, págs. 35-37.
Kant 65
u otra: puesto que es la causa suprema de
nuestro espíritu y de las cosas, ¿no puede ser
el fundamento de su acuerdo? Kant niega esta
solución con una particular vivacidad, ya sea
en la forma que le dan Platón, Malebranche o
Leibniz: «El deus ex machina es lo más inepto
que se puede escoger para determinar el origen
y la validez de nuestros conocimientos y, ade
más de que constituye un círculo falaz relativo
a los últimos principios del conocimiento, pre
senta el molesto inconveniente de favorecer
el capricho del espíritu o los sueños piadosos o
fantásticos».42
Negar a la vez el empirismo y el racionalismo
clásicos, concediendo al mismo tiempo un va
lor al conocimiento sensible y un poder a la
razón: he ahí lo que obligaba a Kant a inventar
el criticismo. Pero si él denuncia tas soluciones
dadas en el pasado, si rechaza con violencia el
deux ex machina, si reivindica para el espíri
tu humano el deber de resolver por sí solo el
problema, es en 1772 cuando ha encontrado la
solución. Necesitará cerca de nueve años —so
bre los que no sabemos prácticamente nada—
para responder a la cuestión planteada, sin
embargo, con toda precisión. Ese_largq silen
cio. de Kant es el de la elaboración del criticis-
jmo. El pensamiento kantiano, en lo que tiene
de radicalmente nuevo, se inventa al mismo
tiempo que Ja_ respuesta _a_ ese problema. De
esta voluntad de secularizar el problema del
43 Carta a Marcus Herz, trad. L. Braun, Revista de la
Enseñanza Filosófica, 14.° año, núm. 2, pág. 3.
KANT— 3
66 Jean Ferrari
conocimiento, de la exigencia de una respues
ta humana a la cuestión del acuerdo de las re
presentaciones y de sus objetos, de este rechazo
del socorro de los dioses, resulta tomar a cargo
del espíritu del hombre el conocimiento en su
conjunto. En esta voluntad de hacer acceder
al hombre a una verdadera madurez, permitién
dole al mismo tiempo arreglar él mismo sus
propios negocios,43 encontramos una de las ins
piraciones del kantismo.
El «yo pienso»
De hecho, el hombre se convierte en autor
de la naturaleza en el sentido propio del térmi
no, puesto que la objetividad de ésta no resul
ta ni de la existencia de un dato que debiéra
mos desentrañar, ni de una garantía divina,
como en Descartes, sino de las solas condicio
nes subjetivas del pensamiento. El carácter
objetivo del conocimiento püede y debe expli
carse a partir de principios subjetivos. Kant
no va a proceder en este lugar a un nuevo aná
43 No se trata de decir que la deducción trascenden
tal de las categorías, en el detalle sutil y a veces mo
vedizo de su desarrollo, tiene por causa una voluntad
de liberación del hombre con respecto al apoyo di
vino tradicional. En su orden, que es el de la crítica
de la razón pura, no debe nada a la antropología, al
espíritu del siglo o a la psicología de Kant. Representa,
según las modalidades oscuras que unen una obra a
la personalidad de su autor y a las ideas de la época,
una liberación respecto a las facilidades de la teología
y de los espejismos de los dogmatismos tradicionales.
Kant 67
lisis del conocimiento humano, sino al esclare
cimiento de una síntesis que funda todo aná
lisis. Si el juicio de experiencia puede descom
ponerse en sus diferentes elementos: conceptos
a priori, intuiciones empíricas..., entonces su
pone previamente un poder de juzgar. Para que
haya |uicio es preciso que haya alguien que
juzgue. El concepto, que es ya síntesis, supone
una unidad más alta, a la que llama Kant la
apercepción trascendental, y que es la unidad
del «yo pienso», principio primero del pensa
miento en general. Si la sensibilidad sólo nos
da, en efecto, lo diverso de manera dispersa y
si no hay experiencia, es decir, conocimiento
en las representaciones aisladas, es preciso que
haya una actividad espontánea que una esos
elementos diversos. Es el papel del entendi
miento en general, por el cual, gracias a las
categorías, lo que no era más que un «juego
ciego de representaciones» se convierte en una
síntesis necesaria y ordenada. Pero la categoría,
que es una relación necesaria impuesta por el
entendimiento a los datos sensibles, supone an
tes que ella la unidad misma. Antes de que mis
representaciones queden unidas, hace falta que
sean mías. Ahí está el punto de partida más
elevado del conocimiento; la unidad del «yo,
pienso» es la comprobación de la identidad de
la conciencia en todos sus actos y productos.
«El "yo pienso" debe poder acompañar todas
mis representaciones...»44 Hablar de represen
44 Crítica de la razón pura, pág. 110.
68 Jean Ferrari
taciones es plantear una relación entre esta re
presentación y una facultad representativa, es
admitir un sujeto que tiene conciencia de ella,
fPero el sujeto de qüe sé tráta aquí no es ni el
lyo empírico, ni una sustancia pensante. El yo
!trascendental, que designa la unidad funcional
del conocimiento, acompaña a todo concepto,
sin ser él mismo un concepto; ño nos informa,
pues, ni sobre nuestra esencia, ni sobre nues
tras modalidades empíricas, pero es la condi
ción suprema de la constitución del objeto, es
decir, de la experiencia.45 Es el único elemen
to permanente e idéntico, a partir del cual se
hace viable la unificación de una diversidad. Es
la condición última de la objetividad. Así se
funda en derecho la existencia objetiva de las
cosas. EL.ob.jeto no es lo que aparece ^delante
de mí y que yo examino, sino lo que yo cons
tituyo por mi propio examen, es decir, por los
lazos universales y necesarios que impongo a
las diversas sensaciones que afectan a mi sen
sibilidad. La objetividad, en el sentido kantia
no del término, queda así definida a partir de
j principios subjetivos. l^^Crítica de Ja razán pu
ra hace del sujeto humano el fundamento de
Ja objetividad de las cosas.46
46 «Según Kant, cogito, ergo sum, es ilegítimo, mien
tras que su deducción va a establecer la ¡proposición:
cogito, ergo res sunt.» (E. Boutroux: La filosofía de
Kant, Vrin, 1960, pág. 94.)
46 «La objetivación por el espíritu basta para ase
gurar la objetividad para el espíritu. No es necesario
nada más para asegurar la realidad de la naturaleza,
y Newton no tiene necesidad de otra cosa para esta
blecer las leyes de la mecánica». (Ibíd., pág. 95.)
Kant 69
Los orígenes
Pero si en sus primeros trabajos Kant mani
fiesta un interés particular por las cuestiones
puramente científicas, muy pronto aparecen en
sus notas las reflexiones de orden ético. Es ver
dad que su formación le predisponía a consi
derar con seriedad la dimensión moral del hom
bre, como las diferencias entre los moralistas
*AK indica la edición en alemán de las obras de
Kant, publicadas bajo los auspicios de la Academia
de Ciencias de Berlín; los números romanos indican
el tomo y los números árabes la página (N. del T.).
94 Jean Ferrari
de su tiempo le obligaban a interrogarse él mis
mo sobre los fundamentos de la moral. Había
recibido de su madre y de sus primeros maes
tros (en el colegio Fridericianum) una educa
ción pietista. El pietismo pretendía ser, en el
interior del protestantismo, una protesta vehe
mente contra el atolladero de la Reforma, uni
do a la organización de las iglesias en Alemania,
y la sedimentación escolástica del espíritu de
Lutero en su formalismo anónimo y sin vida.
Los nuevos reformadores oponían a las con
sideraciones teóricas de los teólogos y de los
filósofos sobre la religión ese lazo vivo con Dios,
que es la fe, y que llama a todo hombre a la
santidad. Por el contrario, en la universidad
Kant se había iniciado en la moral de Wolff,
que descansa sobre el principio de perfectibili
dad: «Haz lo que procura tu perfección perso
nal y la del prójimo. Absténte de lo contrario».
Este principio puramente racional valdría in
cluso si Dios no existiese; Wolff, en su discur
so académico, que levantó la cólera de los pie-
tistas y le causó la expulsión de la universidad
de Halle, de la que era profesor, había pronun
ciado un elogio de la moral de Confucio. No es
que él rechazase la posibilidad de una revela
ción sobrenatural, sino que ésta no podía a sus
ojos más que acabar lo que era una exigencia
fundamental de la razón humana. Entre el aus
tero pietismo, que funda la moralidad sobre la
voluntad del creyente iluminado por la gracia
divina, y la doctrina de Wolff, por la cual exis
te una norma abstracta de perfección que todo
hombre puede comprender por sí mismo, la
Kant 95
cual le guía en la acción y le conduce a una ex
pansión armoniosa de su ser, Kant es partida
rio de la segunda en sus primeros escritos mo
rales. 1 A partir de 1760, otras influencias van a
obligar a poner en discusión los conceptos fun
damentales y el método deductivo de esta mo
ral intelectualista.
Estas influencias son, en primer lugar, las de
los moralistas ingleses, en particular la de
Shaftesbury y Hutcheson, que oponen a la ra
cionalidad de cualquier perfeccionista el ins
tinto moral universal, gracias al cual percibi
mos el bien y el mal en nuestras propias accio
nes y en las del prójimo. Después, muy deprisa,
el pensamiento moral de Rousseau se impone
a la atención de Kant y le proporciona unos
análisis decisivos. Las obras publicadas por él
en esta época se hacen eco de las profundas
transformaciones que se operan en su pensa
miento; un aspecto llama la atención sobre to
do: como los primeros diálogos de Platón, per
tenecen al género peirástico (es decir, tienen
una finalidad demostrativa). Después de una
crítica de las teorías dogmáticas que algunos
espíritus fuertes creen haber establecido defi
nitivamente, Kant se limita a proponer algunas
soluciones provisionales, admitiendo de buena
gana que son insuficientes. Ha abandonado de
finitivamente la serenidad racionalista de la tra
dición wolffiana, e inaugura una investigación
1 Véase Nueva explicación de los primeros principios
del conocimiento metafísico (1755) y el Ensayo sobre
el optimismo (1759).
96 Jean Ferrari
que proseguirá durante más de veinticinco
años.2 ■j¥!
En el Anuncio del programa de lecciones para
el semestre de invierno 1765-1766, Kant recono
ce ya los límites de los moralistas ingleses. Sus
ensayos permanecen inacabados; es necesario
preguntarse, en efecto, si todos los datos del
sentimiento tienen el mismo valor. ¿Es todo
sentimiento una guía infalible del bien y del
mal? El concepto wolffiano de perfección tiene
al menos la ventaja, al estar fundado sobre su
racionalidad, de ser universal; sin embargo,
Wolff descuida al hombre concreto que ün ver-
2 Se puede seguir con máximo interés la evolución
de la investigación moral de Kant en esa época. En
la Investigación sobre la evidencia de la teología natu
ral y de la moral (1764) se encuentran aún algunos
conceptos tomados de Wolff, como el de perfección,
pero también un método de recurso a la experiencia,
a los hechos, y la oposición entre razón y senti
miento moral, que le vienen de los moralistas ingleses.
Sobre todo, establece una 'distinción que, como dice,
no había sido sospechada antes de él, entre lo Que se
llama la necesidad de los medios y la necesidad de los
fines. Únicamente la obligación moral que no se subor
dina a ningún fin es verdaderamente moral y perma
nece, en tanto que tal, indemostrable. Ahí está el ori
gen del imperativo categórico, tal como se le encuentra
en la Fundamentación de la metafísica de las costum
bres. En el Anuncio del programa de lecciones para el
semestre de invierno de 1765-1766, si la ruptura entre
Kant y el racionalismo wolffiano se acentúa, igual
mente aparecen graves reservas con respecto a los mo
ralistas ingleses, mientras que la. influencia de Jean-
Jacques Rousseau se hace determinante, como lo ates
tiguan las Notas sobre las observaciones concernientes
al sentimiento de lo bello y de lo sublime.
Kant 97
dadero análisis moral debe mostrar en su rea
lidad cotidiana; antes de interrogarse sobre lo
que debe ser el hombre, es necesario saber lo
que es. Los racionalistas y los sentimentalistas
ignoran lo que Kant llamará un poco más tarde
la antropología. En el estudio del hombre, de
bemos tener en cuenta los diferentes avatares
de su naturaleza, de su historia y de su inser
ción social, pues el hombre, tal como se pre
senta al observador del siglo x v iii , no es el
hombre en su naturaleza primera. El hombre
inmutable, tal como lo piensan la mayoría de
los filósofos, es un ser abstracto; la experien
cia nos impone, al contrario, la idea de una
modificación, de un cambio de su naturaleza
a través del tiempo y de las sociedades huma
nas; que ese cambio se interprete en el sentido
de un progreso o de una degeneración, es una
idea nueva, dice Kant, casi enteramente des
conocida hasta aquí,3 cuya importancia es de
cisiva, y que debemos a Jean-Jacques Rousseau.
La oposición que este último instituye entre el
saber y la moralidad, entre la naturaleza y la
cultura, así como la crítica que hace de la so
ciedad de su tiempo, no le impide ligar la mo
ralidad al estado social del hombre. Kant le
rinde homenaje como al hombre que le ha
«desengañado» enseñándole a honrar a los hom
bres,4 afirma incluso la unidad sistemática de
3Anuncio del programa de lecciones para el semes
tre de invierno 1765-1766, trad. Fiohant, págs. 74 y 75.
4 «Soy investigador por naturaleza. Siento una gran
sed de conocer, el deseo inquieto de extender mi sa-
KANT.— 4
98 Jean Ferrari
su obra, a pesar de aparentes contradicciones,
y hace de Rousseau el Newton5 de la vida mo
ral.6 Pero en el estudio de la naturaleza del
hombre, el método de Kant es ya profundamen
te original: 7 Kant estudia la humanidad que se
ofrece a su contemplación y busca discernir,
ber, o incluso la satisfacción de todo progreso reali
zado. Hubo un tiempo en que creía que todo eso po
día constituir el honor de la humanidad y despre
ciaba al pueblo, que es ignorante de todas las cosas.
Es Rousseau el que me ha desengañado. Esa ilusoria
superioridad se ha desvanecido; he aprendido a hon
rar a los hombres y me consideraría mucho más inútil
que el común de los trabajadores si no creyese que
ese asunto de estudio puede dar a todos los otros un
valor que consiste en esto: hacer resaltar los dere
chos de la humanidad.» (Notas sobre las observacio
nes concernientes al sentimiento de lo bello y de lo
sublime, trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.)
5 «Newton fue el primero de todos en ver el orden
y la regularidad unidos a una gran simplicidad allí
donde no se podía encontrar más que desorden y
multiplicidad mal dispuesta..., y Rousseau el primero en
descubrir bajo ¡1a diversidad de las formas humanas
convencionales la naturaleza del hombre en las pro
fundidades donde estaba escondida.» (Notas sobre las
observaciones concernientes al sentimiento de lo bello
y de lo sublime, trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.)
6 Esta interpretación del pensamiento de Rousseau,
recogida, por ejemplo, en la Antropología, hace de
Kant un verdadero precursor de los estudios actua
les sobre el autor ginebrino. (Véase Gurvitch: Kant y
Fichte, intérpretes de Rousseau, trad. J. Ferrari y
J. L. Vieillard-Baron: Revista de Metafísica y de Mo
ral, 1971, 2.)
7 «Rousseau procede sintéticamente y parte del hom
bre natural. Yo procedo analíticamente y parto del
homibre civilizado;» (Notas sobre las observaciones
concernientes al sentimiento de lo bello y de lo subli
me. AK, XX, pág. 14.)
Kant 99
por debajo de ciertos aspectos accidentales y
pasajeros de su aspecto presente, los rasgos
esenciales y durables de su naturaleza. Kant
querría esclarecer la capacidad máxima del des
arrollo de sus poderes y de sus necesidades,
en orden a definir la excelencia del hombre en
estado de civilización8 en relación con todos
esos progresos rechazados por Rousseau, pero
cuya existencia es necesario reconocer (la cien
cia, el arte, el confort de las ciudades, el atrac
tivo de las costumbres).
Esa investigación no es más que un aspecto
particular del problema más general de los
fundamentos de la moralidad, sobre el cual,
desde esa época, Kant se proponía publicar el
resultado de sus primeros trabajos.9 La crisis
de la moral en el siglo xvm no es menos gra
ve que la de la metafísica. Dividida en escue
las rivales, incapaz de realizar su unidad, que
rría presentar «la apariencia de la ciencia y al
guna; apariencia de profundidad»,10 cuando no
es más que confusión e incertidumbre. Sin em
bargo, nunca se ha conocido, según expresión
8Anuncio del programa de lecciones para el semes
tre de invierno 1765-1766, trad. Fichant, pág. 74.
9 En una carta a Lambert del 31 de diciembre de
1765, Kant escribe: «...para no incurrir de nuevo en
el reproche de hacedor de proyectos filosóficos, debo
publicar primeramente trabajos menores cuya materia
está presta y en que los primeros comprenderán los
fundamentos metafísicos de la filosofía de la naturale
za y los fundamentos de la filosofía práctica». (Trad.
Tissot, en Estudios de lógica, París, 1862, pág. 287.)
10Anuncio del programa de lecciones para el semes
tre de invierno 1765-1766. I'bíd.
100 Jean Ferrari
de Paul Hazard, «tal atareamiento de moralis
tas» 11 en dar una base nueva y sólida al edificio
al que se han retirado los apoyos tradicionales.
Si se hace abstracción de Dios y si en el proce
so de los dogmas impuestos por las Iglesias a
la credulidad común se opone moral y religión,
¿sobre qué se fundamentarán las reglas a las
que los hombres deben conformarse en su con
ducta? La idea de una naturaleza humana ra-
11 Todos los pensadores, todos los escritores del si
glo xviii quieren ser moralistas. Tanto los teóricos
utopistas de una naturaleza sin violencia como los fi
lósofos que renuncian al discurso sobre el ser para re
flexionar mejor sobre.das condiciones de arreglo del
territorio humano, tanto los que disfrazan a Epicuro
de gozador satisfecho como los autores de novelas la
crimosas u obscenas, o incluso los pintores irónicos
de una sociedad cruel, dividida en grupos rivales des
igualmente provistos por unas leyes injustas, todos
los materialistas se empapan de moral y los partida
rios de la tradición no se quedan a la zaga. Ante la
obra de zapa operada por los filósofos en contra de
la fe religiosa, de los valores morales y del absolu
tismo político, las reacciones son numerosas; el par
tido religioso —se olvida a veces— permanece muy
ampliamente mayoritario, y en ciertos países europeos,
como Alemania, las ideas nuevas son muy mal recibi
das por la mentalidad popular. Para quien se detiene
a pensarlo, resulta de aquí un cuadro bastante incohe
rente, cuyos rasgos contrastados anuncian, sin em
bargo, oscuras fecundidades, las mismas que, según
Kant, van a manifestarse a través de la Revolución
francesa y a revelar una humanidad nueva, segura de
haber roto todas sus ataduras para siempre. Para com
prender la génesis de la moral de Kant, captar su ori
ginalidad y ver mejor sus límites, es importante po
nerla en relación con esa extraordinaria abundancia
de ideas.
Kant 101
zonable, la de una sociedad justa, la felicidad
concebida como un orden interior y exterior, la
libertad, son propuestas sucesivamente, y las
morales particulares que resultan de ellas apa
recen como otras tantas tentativas para secu
larizar la moral y liberarla una vez por todas de
las contaminaciones teológicas.
Esos esfuerzos desordenados no conducen a
un resultado constructivo. La moral, como la
metafísica, está por inventar. Kant inicia la in
vestigación de un método que pueda proporcio
nar un contenido concreto a las reglas abstrac
tas de la ética intelectualista y dar. a la moral
un fundamento inconmovible. No sabemos casi
nada sobre el largo trabajo que le conduce a
la redacción de la Fundamentación de la meta
física de las costumbres (1785) y de la Crítica de
la razón práctica (1787); lo cierto es que Kant
no ha separado en absoluto en sus investiga
ciones la razón práctica y la razón pura y la
edificación de su moral es enteramente tribu
taria de la perspectiva crítica que se dibuja a
partir de 1770. La Crítica de la razón pura es
tablece que el conocimiento humano está limi
tado a los fenómenos, que la metafísica racio
nalista no tiene objeto, que las ideas de Dios o
de libertad, fundamentos tradicionales de la
moral, no corresponden a ningún conocimiento
real. Pero al mismo tiempo afirma la importan
cia primordial de las exigencias prácticas: «Los
fines supremos son los de la moralidad».12 El
12 «¿Qué uso podemos hacer de nuestro entendi
miento incluso en relación a 'la experiencia, si no nos
102 Jean Ferrari
hombre no puede escapar a la cuestión: ¿Qué
debo hacer?, y el escepticismo al que algunos
cederían de buena gana es insostenible en mo
ral. Desde entonces, es necesario negar a la
moral el sostén religioso tradicional; pero como
puede suceder que se fracase al querer deducir
el deber de conceptos metafísicos, o bien, que
la experiencia moral sea incapaz, en la diversi
dad de sus formas, de constituirse en ciencia de
la moral, Kant, para salvar la moral del desmo
ronamiento, se ve obligado a proceder de otro
modo y de una manera completamente original.
La buena voluntad
Tal como indica el título de la primera obra
de Kant consagrada a la moral, el problema
continúa siendo el de la investigación de un
fundamento, es decir, del principio supremo de
la moralidad; para llevar a cabo esta investiga
ción, Kant piensa poder utilizar el método tras
cendental, que ha tenido tanto éxito en la Crí
tica de la razón pura. Allí Kant partía de la
existencia de juicios sintéticos a priori y volvía
a elevarse a sus condiciones de posibilidades.
Aquí su punto de partida es la presencia en
todo hombre de un juicio según el cual sólo la
proponemos unos fines? Ahora bien, los fines supre
mos son los de la moralidad, y no hay más que la ra
zón pura que pueda hacérnoslos conocer.» (Crítica de
la razón pura, pág. 549.)
Kant 103
buena voluntad, es decir, la voluntad de obrar
por deber, es buena sin restricción. En efecto,
ni los dones de la naturaleza (los talentos del
espíritu o el valor), ni los dones de la fortuna
(el poder y la riqueza), que son deseados como
ventajas, son intrínsecamente buenos, pues se
puede hacer de ellos un mal uso; incluso las
cualidades interiores del alma: la moderación o
el dominio de sí mismo, si bien facilitan la ac
ción moral, permanecen en sí mismas am
bivalentes. Y puesto que el resultado de la ac
ción, siempre aleatorio, no se puede tomar en
consideración, sólo la pureza de intención del
querer permite definir el valor moral del ac
to. 13
Tal es para Kant este contenido del juicio mo
ral que constituye el comienzo de su análisis,
pues lo que se ha planteado en primer lugar
no es la existencia de la buena voluntad, sino
el acto de la razón, que es el juicio según el
cual no es moral más que la buena voluntad.
Quizá ningún acto ha sido realizado jamás por
buena voluntad; siempre ocurre que a los ojos
de todos sólo es buena la acción hecha con in
tención de obrar por deber.
18 Importa no confundir la buena voluntad con una
simple veleidad de obrar bien o con las buenas inten
ciones, de las que el infierno, se dice, está lleno. Se
cita a menudo la frase de Péguy: «La moral' de Kant
tiene las manos puras, pero no tiene manos». Repro
che injusto, pues la verdadera intención es ya el co
mienzo de la acción, de la que no se separa cronológi
camente más que en los manuales de filosofía y en
muy raras circunstancias.
104 Jean Ferrari
El imperativo categórico
La buena voluntad nos remite, en efecto, a
la idea de deber, que, a su vez, nos descubre la
de ley moral. Como los motivos de una sumi
sión al deber puramente exterior pueden ser
completamente inmorales, la verdadera buena
voluntad es la que nos hace obrar por deber, y
no simplemente de una manera conforme al de
ber. Ahora bien, ¿qué es el deber sino la expre
sión de la ley moral, que enuncia lo que debe
ser y lo enuncia universalmente, no en el de
talle de las prescripciones particulares, sino en
la conformidad a la idea misma de ley? Así,
por un método regresivo que va de un hecho
a sus condiciones, Kant descubre sucesivamen
te los elementos a priori de la conciencia moral.
La ley, en efecto, no describe lo que es; pres
cribe lo que hay que hacer. Lejos de proceder
de la experiencia, es la ley la que nos permite
juzgarla. Ahora bien, esta ley moral se nos apa
rece como la razón que manda a la voluntad; si
en la naturaleza todo acontecimiento está so
metido a una ley, el hombre tiene necesidad de
la representación de la ley para obrar. Cierta
mente cabría imaginar una voluntad que se con
ciliaria siempre perfectamente con la razón.
Sería, dice Kant, una voluntad santa; pero en
realidad la razón no consigue determinar ab
solutamente la voluntad, que está siempre so
licitada por la sensibilidad y las fuerzas irra
Kant 105
cionales de los deseos, de los sentimientos 14 y
de las pasiones. Es necesario, pues, que la razón
dé órdenes a una voluntad no siempre dócil y
que puede rebelarse. Por esto la ley moral to
ma en nosotros la forma coercitiva de un impe
rativo. Entre los diferentes imperativos,15 sólo
el imperativo categórico —que ordena de ma
nera absoluta y constituye una obligación in
condicional— nos obliga, independientemente
de todos los fines. Esta obligación pone de ma
nifiesto una relación sintética entre la ley de
la razón y la actitud de la voluntad. Si el impe
rativo categórico es un mandamiento abso
luto de la razón, que plantea una ley universal,
el acto moral al que por él estamos obligados
14 Kant reconoce aquí un cierto papel al solo senti
miento del respeto: «El deber es la necesidad de rea
lizar una acción por respeto a la ley... Si una acción
realizada por deber debe excluir completamente la in
fluencia de la inclinación, y con ella todo objeto de la
voluntad, no queda nada para la voluntad que pueda
determinarla, si no es objetivamente la ley y subjeti
vamente un puro respeto para esa 'ley práctica...». (Fun-
damentación de la metafísica de las costumbres, trad.
F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.)
16 Kant distingue entre el imperativo hipotético y el
imperativo categórico. El primero afirma la necesidad
de una acción con objeto de un fin dado, y puede
enunciarse así: quien quiere el fin, quiere los me
dios. El imperativo hipotético puede expresar una re
gla de la habilidad si el fin perseguido es simplemente
posible (si tú quieres tal fin, utiliza tal -medio), o bien
un consejo de prudencia si el fin es considerado como
real (puesto que quieres ser feliz, obra de tal ma
nera; por ejemplo, sé sobrio); el imperativo categó
rico, al contrarió, excluye toda consideración de
fines.
106 Jean Ferrari
debe también participar de esta universalidad.
Tal es el sentido de la fórmula propuesta por
Kant como piedra de toque de la moralidad:
«Obra como si la máxima de tu acción pudiese
ser erigida por tu voluntad en ley universal de
la naturaleza».16 Esta máxima fundada sobre el
carácter universal de la ley no está desconec
tada de la realidad concreta. Tanto si se trata
de deber respecto a sí mismo o respecto al pró
jimo, da una regla general con relación a la
cual se determina la moralidad de la acción. Así,
pues, ¿cómo un hombre que quisiera suicidarse
podría erigir una máxima semejante en ley uni
versal de la naturaleza, sin prescribir al mismo
tiempo la destrucción de ésta? De la misma
manera, el que para salir de apuros hace una
promesa que sabe no puede cumplir, no evita
la contradicción entre la idea misma de prome
sa y la voluntad de no observarla fielmente,
porque el imperativo categórico es puramente
formal; no define el contenido o el fin de la vo
luntad.
Ésta, según dice Kant, no puede tener otro
fin que la persona humana en tanto que ser ra
zonable: «Obra de tal manera que tú trates a
la humanidad tanto en tu persona como en la
persona de otro siempre al mismo tiempo como
un fin, y jamás simplemente como un medio».17
Esta máxima corrobora las conclusiones de los
ejemplos precedentes: el hombre que hace una
10 Fundamentación de la metafísica de las costum
bres, -trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.
17 ídem.
Kant 107
falsa promesa considera a su prójimo no como
un fin, sino como un medio del que quiere sa
car algunas ventajas. En esta perspectiva surge
entonces un grave problema: si someterse a
la ley es para nosotros la única manera de ser
morales, ¿no estamos bajo un mandamiento de
simples medios? ¿Cómo ser moral sin estar
alienado por la ley?
La autonomía de la voluntad
Kant propone un concepto operatorio de una
importancia cardinal, pivote de toda su moral:
el concepto de autonomía. La única solución a
este problema es, en efecto, que nuestra pro
pia voluntad instaure la legislación a la que de
bemos someternos y que, al igual que en el
Contrato social de Jean-Jacques Rousseau, don
de el hombre es el autor de la ley a la que obe
dece, seamos a la vez legisladores y sujetos de
la ley moral. De esa manera, Kant se opone a
todos los moralistas que le han precedido, quie
nes fundaban la obligación del deber sobre
unos objetos exteriores a la voluntad humana.
Rechaza todas las morales heterónomas, las
cuales tanto si se refieren a principios empíri
cos o racionales como a consideraciones de or
den social, o incluso a los mandamientos de
Dios, son igualmente incapaces de explicar la
verdadera naturaleza del imperativo categórico.
El hombre no debe buscar en el cumplimiento
de su deber una razón fuera de sí mismo. Su
propia razón es la fuente de la ley moral; obe
108 Jean Ferrari
decerla es asegurar la unidad y la emancipa
ción de la persona humana. Así, la autonomía
de la voluntad no significa solamente su inde
pendencia con respecto a los atractivos sensi
bles —lo que Kant llama las determinaciones
patológicas—, sino también con respecto a toda
imposición que le sería exterior. Pone fin a
todas las alienaciones de las que podría ser víc
tima el sujeto moral y responde a esa tarea que
Kant asignaba a la filosofía práctica: «Es ne
cesario —decía— que encuentre una posición
firme, sin tener ni en el cielo ni sobre la tierra
atadura o punto de apoyo. Es preciso que la fi
losofía manifieste aquí su pureza haciéndose la
guardiana de sus propias leyes, en lugar de ser
el heraldo de las que le sugiere un sentido in
nato o alguna naturaleza tutelar».18
Tal es el esquema de las dos primeras seccio
nes de la Fundamentación de la metafísica de
las costumbres: si la buena voluntad es la vo
luntad de obrar* por deber, si por otra parte el
deber, en razón de la dualidad de nuestra na
turaleza a la vez sensible y racional, se presen
ta a nosotros como un principio objetivo obliga
torio, todavía queda que la voluntad no está
obligada arbitrariamente por una ley exterior.
De la misma fórmula de los imperativos ca
tegóricos resulta, en efecto, que la legislación
que se impone al hombre es una legislación uni
versal, cuya característica más destacada es el
considerar al ser razonable como un fin en sí
mismo. Por consiguiente, la voluntad humana
18 Idem.
Kant 109
no puede estar sometida solamente a la ley,
pues no sería entonces más que un instrumen
to. Causa de la ley, la voluntad razonable se
identifica, en definitiva, con la legislación uni
versal en el concepto de autonomía, que da na
cimiento, a su vez, al reinado de los fines, es de
cir, al reinado del conjunto de voluntades razo
nables sometidas a su propia legislación uni
versal.
La libertad moral
En la tercera sección, Kánt se dedica a de
mostrar cómo el concepto de libertad es la clá
ve de la explicación de la autonomía de la vo
luntad. La Crítica de la razón pura había esta
blecido que siempre que no nos obstinemos en
querer captar el objeto, la idea de libertad no
es contradictoria cuando es aplicada al campo
incognoscible de las cosas en sí. En este punto
recibe un contenido positivo del concepto de
autonomía. Si la libertad es, en efecto, la ca
racterística de una causalidad que puede obrar
sponte sua y si esta causalidad, como toda cau
salidad, se desarrolla según una ley, esta ley no
puede ser más que la misma libertad. La liber
tad de la voluntad expresa, pues, una autono
mía esencial, es decir, la propiedad de su propia
ley para ella misma. Ahora bien, puesto que el
principio de la moralidad se define precisamen
te por la conformidad a la ley, «una voluntad
libre y una voluntad sometida a leyes son por
110 Jean Ferrari
consiguiente una sola y misma cosa».19 El con
cepto de libertad da la explicación última y la
justificación del imperativo categórico.
¿No hay ahí un círculo vicioso? Por una par
te, la afirmación de la libertad reposa sobre la
afirmación de la ley moral; por otra parte esta
misma libertad funda la ley moral. La cuestión
—dejada en suspenso— de las condiciones a
priori de posibilidad del imperativo categórico
encuentra su respuesta en la afirmación de la li
bertad. Para salir de este círculo, nos dice Kant,
basta admitir, como ya lo ha establecido clara
mente la Crítica de la razón pura, que podemos
consideramos desde dos puntos de vista dife
rentes. En tanto que fenómenos, estamos so
metidos a las formas a priori del espacio y del
tiempo, que determinan todas nuestras accio
nes según las reglas de un estricto determinis-
mo; pero en tanto que seres inteligibles, de
pendemos de leyes puramente racionales, que
promulga nuestra propia voluntad. Así, pues, el
tercer término con el cual se relacionan la li
bertad y la ley moral es la afirmación de un
mundo inteligible. Si la ley moral se presenta a
nosotros en forma de imperativo categórico, es
que somos tributarios de dos mundos: el sen
sible y el inteligible; por este motivo nuestra
voluntad activa depende de dos causalidades di
ferentes: la de la naturaleza y la de la razón,
y por ello la ley racional se impone a nosotros
como un deber. La libertad se identifica, pues,
con la razón práctica y no puede concebirse
19 ídem.
Kant 111
más que en el mundo inteligible, cuyo ideal es
obligatorio para un ser que forma parte del
universo de los fenómenos. La libertad es po
sible, aunque no sea conocida como tal, pues el
hombre se piensa a la vez determinado y libre.
Este resultado, aparentemente bastante media
no, responde, sin embargo, a la intención pro
funda de Kant: en la Fundamentación de la me
tafísica de las costumbres ha querido fundar
a priori la moral fuera de toda experiencia,
fuera de la misma experiencia moral, puesto
que nada prueba que hubiese jamás un acto
realizado por pura buena voluntad. La libertad
es solamente la condición última del imperati
vo categórico,20 y eso basta para hacer de él la
clave y el principio supremo de la moralidad.
Esta perspectiva está recogida y desarrollada
en la Crítica dé\ la razón práctica (1787), según
un método que no es ya regresivo, sino sintético.
Kant parte de la ley moral como de un hecho
indudable, tan indudable como la existencia de
la ciencia; si puede definirse la libertad como
el fundamento de la ley moral, es que se puede
captarla a partir de la conciencia de la ley
enimciada como real. Hay una ley moral. Exis
20 En la Crítica de la razón pura, Kant distinguía la
libertad trascendental, que era una libertad cosmoló
gica pura, y una libertad práctica, que traducía la sim
ple independencia de nuestro yo con respecto a irnos
motivos sensibles. Aquí esta distinción desaparecé, y
estamos en presencia de una concepción de la liber
tad que identifica libertad (trascendental y libertad mo
ral. La libertad no está (fundada sobre el poder de ele
gir, sino sobre la ley moral que funda a su vez.
112 Jean Ferrari
te, pues, una libertad. El deber de obedecer a
una ley sería absurdo si no tuviésemos la posi
bilidad de conformarnos a ella.21 Pero ¿sería
mos libres si solamente tuviésemos la posibili
dad de conformamos? Si toda voluntad libre
es moral, es decir, sometida a la ley; si toda
voluntad es buena voluntad, ¿cómo explicar la
experiencia del remordimiento, el sentimiento
de responsabilidad? La dificultad planteada
aquí es particularmente grave en la medida en
que la elección contra la ley no puede atribuir
se a una ilusoria libertad psicológica. Situándo
se en el tiempo, estaría por eso mismo someti
da a las leyes de sucesión de los fenómenos y
a la causalidad natural, y no sería imputable
a la voluntad razonable. Al contrario, la exis
tencia de la falta moral y de los sentimientos
que origina, de los juicios que provoca, mues
tra claramente que es posible una elección fue
ra del tiempo, dependiendo de una libertad
noumenal. El análisis de un carácter es, a este
21 ¿No existe ahí también un círculo vicioso? La li
bertad aparece como deducida de la experiencia de la
ley que' funda a su vez. Kant vence la dificultad por
medio de una distinción clásica; ciertamente la expe
riencia de 'la ley hace posible la libertad objetiva. La
idea trascendental de libertad recibe un contenido po
sitivo de la razón práctica. En este sentido, la ley es
la ratio cognoscendi de la libertad, por la que puede
conocerse la existencia de la libertad. Pero afirmando
la libertad, planteo como real la autonomía, es decir,
el poder que tiene la voluntad de determinarse por sí
misma; justifico la legislación universal de la que es
expresión y fundo la moralidad. La libertad es la
ratio essendi, la razón de ser de la ley.
Kant 113
respecto, significativo. Es posible explicar la
maldad de un hombre por un cierto número de
sucesos que la reducen a no ser más que el
efecto de una causalidad según la naturaleza;
para que sea considerado como responsable de
su maldad, hay que decir que él ha elegido el
ser malo; pues ¿cómo, sin cometer una injus
ticia, tener por libre y responsable a un hom
bre cuyo carácter y cuyos actos están someti
dos a la necesidad natural? Ocurre simplemen
te que a nuestro carácter empírico se añade un
carácter inteligible del que somos enteramente
responsables, que hemos elegido una vez por
todas mediante una elección intemporal y mis
teriosa. Esa elección, tanto si se hace a favor
o en contra de la ley, depende de la razón prác
tica, puesto que responde a una máxima funda
mental, y no a inclinaciones de orden sensible
que escapan a nuestra voluntad libre.
Así, la oposición entre la libertad que elige
contra la ley y la que está a favor no encubre
la oposición de lo empírico y de lo noumenal.
Se sitúa en el interior mismo de la causalidad
noumenal, de la que traduce la inexplicable e
intemporal oscilación entre el amor a sí mis
mo y la virtud. Hay, pues, una dualidad —que
será mantenida en los últimos textos de Kant
sobre la religión— entre la libertad cuyo acto
esencial es enunciar la ley y la que, sin poder
ser confundida jamás con un libre arbitrio
de naturaleza psicológica, se decide, no sin ra
zón, contra la ley. Sucede que toda experien
cia moral es indisolublemente experiencia de
la ley y experiencia de la elección. La experien
114 Jean Ferrari
cia moral que impone la idea de libertad no
es solamente la de la buena voluntad, sino tam
bién la de la mala conciencia. Entre estas dos
concepciones de la libertad no hay, según Kant,
contradicción, sino reciprocidad; sin la existen
cia de la que enuncia la ley, no sería posible
conocer la segunda; la existencia misma de la
ley supone la posibilidad de elegir contra ella.
Una y otra envían a una libertad noumenal,
cuya unidad no puede ser ni comprendida ni
experimentada.
La concepción kantiana de la libertad moral
no es simple y no parte de sí misma. Es tri
butaria de las grandes tesis de la Crítica de la
razón pura, y no puede comprenderse más que
si se admite la distinción entre fenómenos y
noúmenos. El mismo suceso depende de dos le
gislaciones diferentes. Es susceptible de recibir
dos sentidos, según se refiera al orden de la
causalidad natural o al de la libertad. En al
gunos aspectos, esta teoría recuerda la que
Platón ha desarrollado en el mito de Er, con
el que termina su República.22 Como en Pla
tón, hay también en Kant el deseo de salvar las
apariencias y de justificar la misma experien
cia moral, que no es la cara visible y cognos
cible de un mundo inteligible que existe de por
sí y del que participamos de alguna manera.
Por esto, si admite una libertad capaz de de
cir no a su propia ley, sólo es definida positi
vamente la que es legisladora universal, razón
22 Obras, trad. L. Robín. Ed. de la Pléiade, tomo I,
pág. 1238.
Kant 115
La finalidad y el sentido
Kant aparece a menudo como el filósofo de
las distinciones, de las divisiones y de las rup
turas. Opone el mundo sensible y el mundo in
teligible, la sensibilidad y el entendimiento, el
entendimiento y la razón, el fenómeno y el noú
meno, la naturaleza y la libertad; pero siem
pre manifiesta, junto con la voluntad de dis
tinguir, la de unir, la de inventar mediaciones
y enlaces.
Si en verdad hay una exigencia que se encuen
tra en todo momento en la evolución de su pen
samiento, es la de la unidad de su sistema.6
®A1 final de la Crítica de la razón pura, Kant con
sagra un capítulo al arte de los sistemas, que él llama
«arquitectónico». Siempre ha concedido la mayor im
portancia a esta tarea de unificación de nuestros co
nocimientos. Está dominada por la idea de un todo,
que Kant compara de buena gana con la organización
de los seres vivos. Desde sus primeros trabajos ha
deseado dar a su investigación esta unidad superior,
126 Jean Ferrari
La Crítica del Juicio (1790) y las reflexiones
que desarrolla sobre la belleza y la finalidad
responden a, esta exigencia fundamental.
Entre la Crítica de la razón pura y la Crítica
de la razón práctica la oposición que se mani
fiesta es, en efecto, considerable. La primera
determina de una manera objetiva las condi
ciones del saber científico y demuestra la im
posibilidad de la metafísica. La segunda funda
la ley moral sobre la existencia de un sujeto
libre y, por consiguiente, suprasensible. La opo
sición no es sin duda radical: la razón pura
reserva un espacio de posibilidades donde po
drán desplegarse los intereses superiores de la
razón práctica, al mismo tiempo que se impide
todo conocimiento teórico. Por otra parte —el
mismo Kant lo reconoce—, «el entendimiento
legisla a priori para la naturaleza como objeto
de los sentidos, a fin de lograr un conocimien
to teórico de éste en una experiencia posible.
La razón legisla a priori para la libertad y su
propia causalidad, en cuanto que es suprasen
sible en el sujeto, a fin de lograr un conoci
miento práctico e incondicionado. El campo del
concepto de naturaleza bajo la primera legisla
ción y el del concepto de libertad bajo la otra
legislación están completamente aislados uno
del otro, a pesar de la influencia recíproca que
diferente de la simetría que quiere mantener en/tre las
estructuras internas de sus principales obras y que
recuerda a los oríticos irritados por este gusto exce
sivo de las correspondencias el artificio de los pinto
res y de los arquitectos del siglo xviii, enamorados
de las perspectivas engañosas y de las falsas ventanas.
Kant 127
pueden tener el uno sobre el otro (cada uno
siguiendo sus leyes fundamentales) por el gran
foso que separa lo suprasensible de los fenó
menos».7 Se trata, pues, de encontrar un in
termediario entre el entendimiento y la razón.
Es el Juicio, el cual hace posible el enlace del
concepto de naturaleza con el de libertad. Gra
cias a él se percibe una cierta presencia de lo
suprasensible en la naturaleza, sin atentar a
la legislación del entendimiento. Kant distingue
dos clases de juicio: el juicio determinante, que
subsume, por medio del esquema, la intuición
sensible bajo la categoría y constituye un co
nocimiento objetivo; y el juicio reflexionante,
que plantea el Juicio y que mira lo universal
a través de las particularidades de la experien
cia. La diversidad de la naturaleza es tal, que
no se pueden deducir de los principios del en
tendimiento todas las leyes que rigen los fe
nómenos de los que sólo se da a priori la. forma
general. El papel del Juicio es precisamente
aportar un principio a priori que permita re
flexionar sobre la naturaleza. Postula lo univer
sal cuando se da lo particular. Supone la
existencia de un entendimiento que no es el
nuestro y para el cual existiría una ley que per
mitiría explicar todas las leyes empíricas par
ticulares de la naturaleza. El Juicio no prescribe
leyes ni nos provee de conocimientos objetivos.
Se da a sí mismo un principio para compren
der los hechos particulares de la experiencia.
Es el principio de la finalidad el que desempe
7 Crítica del Juicio, trad. Philonenko, ¡págs. 40 y 41.
128 Jean Ferrari
ña este papel y permite el juicio reflexionante.
Ahora bien, el juicio reflexionante es doble: o
bien enuncia un acuerdo descubierto entre las
partes mismas de la naturaleza (juicio ideoló
gico); o bien traduce el acuerdo puramente sub
jetivo de algún objeto natural con nuestras
propias facultades puestas en movimiento por
el espectáculo exterior (juicio estético).
Como tantos otros en un siglo que ha visto
nacer la estética,8 Kant se ha interesado por el
problema de lo bello. Las Observaciones sobre
el sentimiento de lo bello y de lo sublime (1764)
revelaban ya un gusto muy vivo por una especie
de fenomenología de los sentimientos estéticos.
En la Crítica del Juicio hace el análisis del jui
cio estético, que no es nunca un juicio de co
nocimiento: yo no llevo la sensación que ex
perimento al objeto, sino a mí mismo, al sen
timiento de placer que me da a través de la re
presentación que tengo de él; la satisfacción
que determina este juicio es desinteresada;9
en efecto, lo bello no podría confundirse ni con
lo agradable o lo útil, ligados a un deseo o a un
interés, ni con lo que es bueno y sobre lo que
yo razono. La bondad, como la utilidad, se ex
presa por medio de conceptos. Yo puedo decir
8La palabra ha sido inventada por Baumgarten (1714-
1762) para designar sus ensayos, inacabados, sobre el
arte.
9 «El gusto es la facultad de juzgar acerca de un
objeto o de un modo de representación, sin ningún
interés, por una satisfacción o una insatisfacción. Se
llama bello ál objeto de una tal satisfacción.» (Críti
ca del Juicio, pág. 55.)
Kant 129
por qué tal objeto me es útil o tal causa es
buena; pero lo que digo de un cuadro o de un
poema me parece siempre insuficiente. El dis
curso racional es incapaz de traducir adecuada
mente la satisfacción que experimento, y que
sin embargo juzgo universal. «Lo bello es lo
que se representa sin concepto como objeto
de una satisfacción universal.»10 Cuando en
cuentro bella una obra de arte, pienso que hay
comunicabilidad universal del sentimiento de
placer que me procura. Es que el objeto bello
nos da la impresión de ser lo que debe ser,
pero, a diferencia de un objeto útil por ejemplo,
sin que podamos saber de antemano qué debe
ser. Si la finalidad es la causalidad de un con
cepto por el empleo de los medios, «la belleza
es la forma de la finalidad de un objeto en tan
to que se percibe en éste sin representación de
un fin».11 Hay finalidad en la obra de arte por
que juzgamos que la satisfacción que da es
universal y necesaria; pero no hay representa
ción de fines, porque no corresponde a ningún
interés sensible (agradable) o racional (bueno).
Finalmente, el juicio estético nos envía de
nuevo al juego de nuestras facultades y tradu
ce un cierto acuerdo entre nuestras facultades
sensibles y nuestras facultades intelectuales,
instaurándose un libre juego entre la imagina
ción y el entendimiento, fuente, no de nuestros
conocimientos, sino de un placer desinteresa
do, que, a pesar de su carácter subjetivo, júz-
10 Ob. cit., pág. 55.
11 Ob. cit., pág. 76.
KANT.— 5
130 Jean Ferrari
go universal. Afirmando, sin poder dar razón de
ello, la universalidad y la necesidad de la satis
facción estética, el juicio de lo bello rompe la
subjetividad y expresa una especie de reconci
liación entre la sensibilidad y el entendimiento.
Kant explica de la misma manera el juicio de
lo sublime: 12 lo sublime, como lo bello, es fuen
te de un placer desinteresado; pero Kant lo
lleva al libre juego de la imaginación y de la
razón. Más aun que lo bello, lo sublime nos
hace reflexionar en nuestro propio destino, que
no podría limitarse a la experiencia; a través
del juicio estético se dibuja una dimensión del
hombre, que está en relación con su naturale
za suprasensible. Lo sublime y lo bello se con
vierten en símbolos de la moralidad que anun
cian de alguna manera: «Lo bello nos prepara
a amar alguna cosa, incluso la naturaleza, de
una manera desinteresada; lo sublime, a esti
marla incluso contra nuestro propio interés
(sensible).13 Como en El banquete de Platón,
el espectáculo de la belleza nos encamina ha
cia el bien moral.14
12 Kant distingue un sublime matemático, que desig
na lo que es grande más allá de toda comparación
(«La naturaleza es así sublime en aquellos de sus fe
nómenos en los que la intuición suscita la idea de su
infinitud. Eso no puede producirse de ninguna mane
ra si no es por la misma impotencia del mayor esfuer
zo de la imaginación en la evaluación de la grandeza
de un objetivo.» Ob. cit., pág. 94) y un sublime diná
mico, que puede inspirar el miedo por el despliegue
de su poder.
18 Ob. cit., pág. 105.
14 Sin embargo, en otro sentido muy diferente, pues
Kant 131
El juicio teleológico,15 que es la segunda
forma del juicio reflexionante, introduce tam
bién una mediación entre la naturaleza y el
mundo inteligible; planteando la existencia de
fines naturales, nos permite reflexionar sobre
la naturaleza.16 Para que pueda considerarse
lo que el juicio estético tiene de común con el jui
cio moral es en primer lugar su universalidad y su
necesidad; se trata no del Juicio, sino de una crítica
de éste, que desprende los principios a priori de su
ejercicio. Así lo recuerda Kant en un cuadro particu
larmente claro, al final de la introducción de la Crí
tica del Juicio: la finalidad es el principio a priori del
Juicio.
FACULTADES DE PRINCIPIOS
TOTALES DEL FACULTADES
CONOCER A PRIORI APLICACIONES
ESPÍRITU
Facultad de E n ten d i Conformidad Naturaleza
conocer miento a leyes
Sentimiento Facultad de
de placer y juzgar Finalidad A rte
dolor
Facultad de R azón Fin moral Libertad
desear
15 En la Crítica de la razón pura, Kant no había de
jado ningún sitio para la finalidad entre los princi
pios del entendimiento puro. Se encontraba, pues, ex-
oluida de la ciencia y le hacía desempeñar un papel
análogo al de las otras ideas trascendentales, como
máxima reguladora que determina no unos objetos
sino unos fines a perseguir, a fin de dar al saber una
unidad sistemática.
16 «En efecto, no se debería atribuir a los produc
tos de la naturaleza tal cosa como una relación de la
132 Jean Ferrari
un cuerpo como un fin natural, es preciso que
sus partes «se produzcan una a otra en su con
junto, tanto en su forma como en su trabazón,
de una manera recíproca, y que, por esta cau
salidad propia, produzcan un todo cuyo con
cepto podría a su vez, inversamente, ser consi
derado como la causa (de este todo)».17 Sólo
«a un ser organizado y organizándose él mismo
se le puede llamar un fin de la naturaleza».18
Si hay un campo que corresponde a esta exi
gencia y donde el juicio determinante parece
insuficiente, 4qnde el mecanismo estricto no da
información completa de la observación co
mún, es el de los seres vivos. En los fenómenos
de la vida, en efecto, se manifiesta un tipo de
finalidad donde el fin no es trascendente coíno
en las obras humanas, sino inmanente al mis
mo ser. La idea del todo determina cada ele
mento que puede ser considérado a la vez como
causa y efecto de la unidad del organismo, que
no se debe confundir, por esta razón, con la
de una máquina. «En un reloj, una parte es el
instrumento del movimiento de las otras, pero
una rueda no es la causa eficiente de la pro
ducción de otra rueda... La máquina posee úni
camente una fuerza motriz, pero el ser orga
nizado posee en sí una fuerza formadora que
comunica a los materiales, los cuales no la po
seen (organizándolos). Se trata de una fuerza
formadora que se propaga y que no puede ex
naturaleza a unos fines... más que para reflexionar
sobre la naturaleza.» (Ob. cit., pág. 29.)
17 Ob. cit., pág. 193.
18 Ibíd.
Kant 133
plicarse por la sola facultad de mover (el me
canismo).» 19 Si la teleología, incluso en biolo
gía, no puede reemplazar el mecanismo que
conserva todos sus poderes, la idea de un fin
natural permite, si no conocer mejor, al menos
comprender mejor a los seres vivos.20
¿Y no podría aplicarse, de la misma mane
ra, este principio de finalidad a la totalidad del
universo? En efecto, es posible considerar que
la naturaleza en su conjunto no cobra sentido
más que en relación con el hombre y con la li
bertad; que el hombre es el fin último de la
naturaleza, a condición de considerarlo no co
mo objeto natural, sino como sujeto moral,
llamado á un destino supraterrenal. La noción
de sentido es aquí fundamental.21 Entre un
conocimiento de la naturaleza según el deter-
minismo de la causa y del efecto, y una intui
ción intelectual de la que el hombre se encuen
tra privado, hay sitio para el sentido que pone
en claro la facultad de juzgar y que introduce
19 Ibíd.
20 «Pues si las cosas del mundo, en tanto que seres
dependientes según su existencia, suponen una causa
suprema actuando según unos fines, entonces el hom
bre es el fin último de la creación; en efecto, sin éste
la cadena de los fines subordinados unos a otros no
estaría completamente fundada; y es únicamente en
el hombre —pero solamente en éste, como sujeto de
la moralidad— donde puede encontrarse la legisláción
incondicionada en relación a los fines, que le hace el
único capaz de ser un fin último al cual toda !la natu
raleza está ideológicamente subordinada.» (Ob. cit.,
pág. 245.)
21 Véase E. Weil: Problemas kantianos, Vrin, 1970,
«Sentido y hecho», cap. II, págs. 57-107.
134 Jean Ferrari
entre la ciencia y la moral un campo interme
dio, extremadamente rico y propiamente hu
mano; en el placer desinteresado del juicio es
tético, en la inclinación a subordinar el orden
de la naturaleza al de la libertad, el hombre
toma conciencia de su doble pertenencia; el
hombre depende, como fenómeno, de la natu
raleza que él constituye por medio de la cien
cia, pero lee en esta naturaleza los signos de
su destino suprasensible. Así se prepara a rea
lizar en la historia los fines de la libertad.
£1 melancólico
Un sentimiento profundo de la belleza y de
la dignidad de la naturaleza humana, la reso
lución y la fuerza de referir a ella la totalidad
de sus actos como a un principio universal: he
ahí cosas serias que no están de acuerdo ni con
un carácter ligero y jovial, ni con la inconstan
cia de un atolondrado. Incluso se aproximarían
a la melancolía en la medida en que este sen
timiento dulce y noble nace del temor que ex
perimenta un alma llena de un gran designio,
cuando considera los obstáculos, los peligros
que debe superar y esa difícil, pero gran victo
ria que hay que obtener sobre la misma natu
raleza humana. La auténtica virtud, la que se
apoya sobre unos principios, lleva en sí algo
que parece lo que mejor está de acuerdo con
el carácter melancólico, en el débil sentido -de
la palabra...
152 Jean Ferrari
El melancólico no es así llamado porque, pri
vándose de las alegrías de la vida, se abandone
a una sombría tristeza, sino porque sus senti
mientos, si sobrepasan un cierto umbral o si
recibe una falsa orientación por alguna causa,
le llevarían más bien a ese estado- que a cual
quier otro. El melancólico tiene sobre todo el
sentimiento de lo sublime. Así se muestra muy
sensible a la belleza, de la que espera no so
lamente que le agrade, sino que le conmueva
inspirándole admiración. Sus placeres, por ser
serios, no son menos vivos. Todas las emociones
de lo sublime le encantan, más que los jugue
tones atractivos de lo bello. Prefiere el conten
to a la alegría; es constante y subordina todos
sus sentimientos a principios. Aquéllos están
tanto menos sujetos al cambio cuanto más ge
nerales son éstos y cuanto más extendido
está el sentimiento elevado que domina a todos
los otros. Pues los principios particulares de
las inclinaciones están sometidos a muchas ex*
cepciones y modificaciones, aun cuando no de
rivan de un principio superior. «Amo y estimo
a mi mujer por su belleza, su dulzura y su buen
sentido.» Así habla el amable y alegre Alcestes.
Pero si la enfermedad la desfigura, si la edad la
vuelve áspera y si después de disipado el pri
mer encanto tu mujer no te parece la más
sensata de todas, ¿qué sucederá con tu incli
nación? Escucha, en desquite, a Adrastes, be
nevolente y tranquilo, sostener este lenguaje:
«Porque es mi mujer, mostraré afección y res
peto a esta persona». ¡Qué noble y generosa
disposición de espíritu! Sus atractivos efímeros
Kant 153
desaparecen, pero no por ello es menos su mu
jer. El principio noble subsiste; escapa a la
inestabilidad de las cosas exteriores. Tal es la
naturaleza de los principios, comparados con
los movimientos que nacen solamente a favor
de las circunstancias particulares; y tal es el
hombre que obra según unos principios, com
parado con el que sólo ocasionalmente posee
buena disposición de ánimo. Imagina el secre
to lenguaje de su corazón: «Debo socorrer a
este hombre porque sufre; no porque sea mi
amigo, mi compañero, o porque le crea capaz
de reconocer un día mi beneficio. No es lugar de
raciocinar ni de pararse a hacer preguntas. Es
un hombre, y lo que sucede a los hombres debe
igualmente afectarme». Su conducta, fundán
dose sobre el más alto principio de benevolen
cia que existe en la naturaleza humana, es ab
solutamente sublime, tanto por la invariedad
de este principio como por la universalidad de
su aplicación.
Prosigo mis observaciones. Al melancólico le
preocupa poco el sentimiento de los otros, lo
que tienen por bueno o por verdadero; no con
fía más que en su propio discernimiento. Es
tanto más difícil convertirle a otros pensamien
tos cuanto que sus móviles toman el carácter
de principios; y su constancia, a veces, dege
nera en testarudez. El cambio de las modas le
deja indiferente. La amistad es un sentimiento
que le conviene, porque es sublime. Si un amigo
inconstante le abandona, él no le abandona por
esa razón. Sabe respetar hasta el recuerdo de
una amistad apagada. Mira como bella a la lo
154 Jean Ferrari
cuacidad, y como sublime a un elocuente si
lencio. Sabe guardar sus propios secretos y los
del prójimo. Considera la veracidad como su
blime y no odia nada tanto como la mentira
y la disimulación. Tiene un sentimiento eleva
do de la dignidad de la naturaleza humana, se
estima a sí mismo y tiene a todo hombre por
un ser digno de respeto. Toda baja sujeción
le repugna. Su noble corazón respira la liber
tad. No sufre ni las cadenas doradas que se
llevan en la corte, ni los hierros pesados de
los galeotes. Juzga severamente al prójimo y a
sí mismo. Es hombre que está cansado de sí
mismo y del mundo.
Observaciones sobre el sentimien
to de lo bello y de lo sublime. AK II,
págs. 219-221.
Trad. R. Kempf, París, Vrin, 1953,
págs. 29-31.
La resolución kantiana
Me imagino que hay momentos en que no es
inútil depositar una cierta noble confianza en
las propias fuerzas. Una seguridad de este gé
nero vivifica todos nuestros esfuerzos y les im
prime un impulso que es enteramente fa
vorable a la investigación de la verdad. Cuan
do uno es capaz de poder convencerse de que
es a los propios ojos capaz de alguna cosa y de
que un Leibniz puede ser cogido en un flagran
te delito de error, se hace todo lo necesario
Kant 155
para comprobar esta presunción. Es fácil equi
vocarse mil veces en la realización de una em
presa. La ganancia que viene de allí para el
conocimiento de la verdad no es menos impor
tante que si se hubiese estado siempre en el
sendero acertado. Yo me fundo sobre esto. Me
he trazado ya la vía por la que voy a marchar.
Tomaré mi carrera y nada me impedirá prose
guirla.
Pensamientos sobre la verdadera
evaluación de las fuerzas vivas.
AK I, pág. 10.
Trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.
De la audacia en filosofía
Espero arrojar un poco de luz sobre los pri
meros principios de nuestro conocimiento, y mi
designio es exponer en el más reducido número
de páginas posible el resultado de mis me
ditaciones sobre esta materia; me abstendré,
pues, con cuidado de todo desarrollo superfluo,
no conservando más que las partes esenciales
de una argumentación vigorosa y potente, sin
pensar en revestirlas de un estilo elegante y gra
cioso. Si a veces en el cumplimiento obligado
de esta tarea juzgo a propósito, en el interior
de la verdad, separarme de la opinión de sabios
distinguidos, y a veces nombrarles para refu
tarles, su desinterés ilustrado me es un ga
rante seguro de que no les pareceré querer dis
156 Jean Ferrari
minuir en lo más mínimo la estima de la que
son dignos, y tengo la convicción de que no se
molestarán por esta manera de utilizarlos. Pues
en medio de las opiniones en conflicto, cada
uno tiene el derecho de hacer triunfar la suya,
y, siempre que se descarten las vivacidades y
las intemperancias de una discusión apasiona
da, no está prohibido examinar modestamente
y redargüir los argumentos de los otros, y que
sepa, en opinión de jueces equitativos, no hay
en eso nada de contrario a las leyes del buen
tono y de las conveniencias.
Así, pues, y en primer lugar, en cuanto a los
argumentos alegados —en general, con más con
fianza que razón— en favor de la autoridad su
prema universal e indiscutible del principio de
contradicción, los someteré en la medida de lo
posible a un examen más minucioso y trataré
de indicar en pocas palabras lo que se puede
decir de razonable en esta materia. Luego, abor
dando la ley de la razón suficiente, diré todo
lo que puede contribuir a hacer más precisa
la idea y demostrarla, al mismo tiempo que ha
ré conocer las dificultades que parecen ser in
separables de ella y les opondré todo el vigor de
razonamiento de que soy capaz. En fin, avan
zando un paso más, estableceré dos nuevos
principios, que no me parecen desprovistos de
una cierta importancia; no porque sean pri
meros y más simples, sino porque son, por
eso mismo, de aplicación práctica y no dejan
de tener al mismo tiempo un alto alcance es
peculativo. Abordando un tema parejo, no ig
noro que me comprometo a marchar por un
Kant 157
camino desconocido, donde correré el riesgo de
extraviarme a cada paso; por este motivo espe
ro tener un lector imparcial, benevolente y dis
puesto a interpretar todas las cosas en el sen
tido más favorable.
Explicación nueva de los primeros
principios del conocimiento metafí-
sico. AK I, pág. 387.
Traducción J. Tissot, en Estudios
de lógica de Immanuel Kant , París,
1862, págs. 3-5.
La creación filosófica
y su expresión literaria
Le confieso con franqueza que he contado con
que mi obra no tenga en un principio una aco
gida enteramente favorable; pues, a este fin, la
presentación de los materiales sobre los cuales
he reflexionado profundamente durante más de
doce años consecutivos no había sido elabora
da de una manera suficientemente adaptada a
la comprensión general, para la que habría
hecho falta aún algunos años, en tanto que la
he terminado en un período de alrededor de
cuatro o cinco meses, en el temor de que un
trabajo tan extenso, si lo dudaba más, se me
convirtiese finalmente en una carga para mí
mismo y que los años que se acumulan (pues
tengo ya sesenta) me lo hiciesen quizá al fin im
posible, mientras que conservo en el presente
todavía todo el sistema en la cabeza. También
estoy hoy día bastante satisfecho de mi deci
sión, incluso cuando considero el estado en que
se encuentra la obra, hasta tal punto que a
ningún precio desearía no haberla escrito y
a ningún precio tampoco no querría emprender
una vez más la larga serie de esfuerzos que han
sido necesarios. El primer aturdimiento, que
debían suscitar una muchedumbre de concep
tos inhabituales y un nuevo lenguaje todavía
más inhabitual, aunque ligado necesariamente
164 Jean Ferrari
a éstos, se disipará. Con el tiempo, algunos
puntos se iluminarán (a lo cual mis Prolegó
menos podrán quizá contribuir un poco). A
partir de estos puntos una luz brotará de nuevo
sobre estos pasajes; deberé, con toda seguri
dad, contribuir yo mismo de cuando en cuando
por medio de una explicación, y así el todo se
rá finalmente dominado y comprendido, a con
dición de que primeramente se comience a tra
bajar en serio y que, al partir de la cuestión
mayor de la que depende todo (y que he pre
sentado con bastante claridad), se quiera exa
minar así poco a poco cada parte por separa
do y trabajar en todas con esfuerzos concerta
dos. En una palabra, la máquina está ahí de
un golpe en su totalidad; ahora es necesario
simplemente pulir sus elementos y poner aceite
para hacer desaparecer el rozamiento que, de
otro modo, provoca su inmovilidad. También
esta forma de ciencia tiene en ella misma esto
de particular: que se requiere la representa
ción del todo para modificar cada parte y que
está permitido, para hacer esto, dejarla du
rante algún tiempo en un cierto estado bruto.
Sin embargo, si hubiese querido hacer las dos
cosas a la vez, mis medios o la duración de mi
propia vida no habrían bastado.
Se complace usted en hacer mención de la
falta de popularidad, como de un reproche
justificado que se puede hacer a mi obra;
pues, en efecto, todo escrito filosófico debe ser
capaz de ello, ya que sino disimularía con ve
rosimilitud unas absurdidades bajo un vapor
Kant 165
de perspicacidad aparente. * Pero no se puede
comenzar con esta popularidad en las investi
gaciones que apuntan tan alto. Si yo llegase so
lamente a que, en la concepción que conviene
a la escuela, en medio de expresiones bárbaras,
se progresase conmigo una cierta distancia, em
prendería yo mismo (otros serán sin duda más
felices que yo en eso) el bosquejo de un concep
to popular, y, sin embargo, absolutamente pro
fundo, del que llevo ya en mí el plan; por el
momento, nos gusta que nos llamen oscuros
(doctores umbratici), siempre que podamos
hacer progresar la comprensión, en cuyo des
arrollo, es verdad, la parte más refinada del pú
blico no tomará parte alguna, salvo cuando la
obra salga finalmente del sombrío taller y, bien
pulida, no tenga que temer más el juicio de este
último. Tenga la bondad de echar solamente una
vez más una ligera mirada sobre el todo y de
observar que de lo que trato en mi Crítica no es
de la metafísica, sino de una ciencia completa-
*A fin de que mis lectores no me hagan único res
ponsable del desacuerdo causado por la novedad del
lenguaje y de una oscuridad difícil de atravesar, querría
hacer la siguiente sugerencia: la deducción de los con
ceptos de la razón pura o de las categorías, es decir,
la posibilidad de tener unos conceptos de cosas abso
lutamente a priori, será juzgada muy necesaria, por
que sin ella el conocimiento puro a priori no tiene nin
guna certidumbre. Además querría que alguien inten
tase expresarlo de una manera más fácil y más po
pular; a partir de entonces sentirá una dificultad, la
mayor de todas: la de que la especulación está lla
mada a encontrarse en este dominio. Estoy persuadi
do de que no lo deducirá nunca de otras fuentes dife
rentes a las que he indicado.
166 Jean Ferrari
mente nueva y que hasta ahora no ha sido em
prendida; a saber, la crítica de una razón que
juzga a priori. Es verdad que otros, como Locke
y Leibniz, también han considerado este poder,
pero siempre mezclado con otras facultades del
conocimiento, y nunca nadie ha sospechado que
se tratase del objeto de una ciencia formal y
necesaria y también muy extendida; esta ciencia
(sin renunciar a limitarse a la simple conside
ración del solo poder puro del conocimiento)
ha exigido estas diferentes partes, y al mismo
tiempo —lo que es asombroso— puede deducir
de la naturaleza de este poder todos los obje
tos sobre los que trata y, al enumerarlos, puede
mostrar la totalidad de ellos evidenciando sus
lazos dentro de un poder de conocimiento to
tal; es lo que ninguna otra ciencia puede hacer,
es decir, desarrollar a priori, a partir del puro
concepto de una facultad de conocimiento
(cuando está plenamente determinada), todos
los objetos, todo lo que se puede saber, e in
cluso todo lo que se puede estar obligado a
juzgar de una manera tan espontánea como ilu
soria. La lógica, que se parecería aún más a
esta ciencia, permanece a este respecto infinita
mente alejada de ella, pues concierne a cada
uso que se hace del entendimiento, pero debe .
esperar, por eso, lo que le será dado en objetos
para utilizarlos por la experiencia, o aun por
otra cosa (por ejemplo, las matemáticas).
Y ahora, mi muy querido señor, le ruego, si
le agrada todavía ocuparse un poco de este
asunto, que emplee toda su reputación e in
fluencia para suscitarme enemigos, no enemi-
Kant 167
gos de mi persona (pues estoy en paz con el
mundo entero), sino de mis escritos, y enemigos
que no sean enemigos anónimos o que se de
diquen de golpe al conjunto o a una parte cual
quiera, sino que procedan de una manera hábil
y ordenada; que examinen en primer lugar o
admitan mi doctrina de la diferencia entre los
conocimientos analíticos y sintéticos, que avan
cen después hacia la consideración de la tarea
general (claramente expuesta en los Prolegóme
nos) de saber cómo son posibles los conoci
mientos sintéticos a priori, que examinen lue
go una tras otra mis tentativas para cumplir
bien esta tarea, y así respecto a lo demás, pues
me siento capaz de probar en términos forma
les que ninguna proposición verdaderamente
metafísica arrancada al todo puede ser de
mostrada, sino que debe siempre deducirse de
la relación que tiene con las fuentes de todo
nuestro conocimiento puro de la razón en ge
neral, y luego del concepto del todo posible de
tal conocimiento, etc.
Carta de Kant a Garve, 7 de agos
to de 1783. AK X, págs. 338-341.
Trad. Jean Ferrari, Los estudios
filosóficos, P. U. F., núm. 1, 1964.
LOS GRANDES TEMAS DE LA CRITICA
Hume
Desde los ensayos de Locke y de Leibniz, o
más bien desde el origen de la metafísica, hasta
tan lejos como se remonta su historia, nada ha
pasado que haya podido ser más decisivo para
los destinos de esta ciencia como el ataque que
tuvo que sufrir por parte de David Hume. No
aportó ninguna luz en esta clase de conocimien
to, pero hizo, sin embargo, brotar una chispa
con la que habríamos podido tener luz, si hu
biese alcanzado una mecha inflamable cuya cla
ridad hubiese sido alimentada y aumentada con
cuidado.
El punto de partida de Hume era esencial
mente un único, pero importante, concepto me-
tafísico, a saber: la relación de causa a efecto
(y por consiguiente, los conceptos que depen
den de ella, como los de fuerza, de acción, etc.);
170 Jean Ferrari
requería a la razón, que pretende haberla en-
gendrado en su seno, para explicarle con qué
derecho piensa que una cosa pueda ser de tal
naturaleza que, una vez planteada, resulte ne
cesariamente que deba también plantearse otra;
pues ahí está el concepto de causa. Probó de
manera irrefutable que es absolutamente im
posible para la razón pensar tal relación a
priori y por medio de conceptos, pues ésta en
cierra una necesidad; no es posible concebir
cómo porque una cosa es otra también sería
necesariamente y cómo se puede introducir
a priori el concepto de una relación tal. Con
cluía de ello que la razón se convertía comple
tamente en ilusión sobre esta noción, conside
rándola sin motivo como su propia progenitura,
mientras que no era más que un bastardo de
la imaginación, que, fecundada por la experien
cia, ha colocado ciertas representaciones bajo
la ley de asociación, haciendo pasar la necesi
dad subjetiva que deriva de ella, es decir, una
costumbre por una necesidad objetiva fundada
sobre el conocimiento. Concluía que la razón
no poseía la facultad de pensar tales relacio
nes, ni siquiera en general, porque entonces sus
conceptos no serían más que puras ficciones y
todas sus pretendidas nociones a priori no
serían más que experiencias corrientes, falsa
mente selladas, lo que viene a decir que no hay
y que no podría haber metafísica.* Pero por
* No es menos cierto que Hume daba el nombre de
metafísica a esta misma filosofía destructora y le atri
buía un gran valor. «La metafísica y la moral, dice
(Ensayos, 4.a parte, pág. 214 de la traducción ale*
Kant 171
muy precipitada e inexacta que fuese la con
clusión, se fundaba, sin embargo, sobre una in
vestigación, y ésta habría merecido que los
grandes espíritus de su tiempo se hubiesen uni
do para resolver, si fuese posible, este problema
con más suerte y en el sentido en que él lo pro
ponía; habría resultado pronto forzosamente
una reforma radical de la ciencia...
Lo confieso francamente: fue la lectura de
David Hume lo que primero interrumpió, hace
ya muchos años, mi sueño dogmático y dio una
dirección muy diferente a mis investigaciones
en filosofía especulativa. Estaba muy alejado de
admitir sus conclusiones, que eran consecuen
cia simplemente de que no se representaba el
problema en toda su amplitud, habiéndolo to
mado solamente por uno de sus lados y que,
si no se le considera en conjunto, no puede ex
plicar nada. Cuando se parte de un pensamiento
bien fundado que otro nos ha transmitido sin
desarrollarlo, se puede esperar, gracias a una
meditación continua, llegar más lejos que el
-mana), son de las ramas más importantes de la cien
cia; las matemáticas y la ciencia de la naturaleza no
valen ni la mitad.» Este hombre tan penetrante no
consideraba más que la utilidad negativa que se de
rivaría de moderar las pretensiones exageradas de la
razón especulativa para poner fin a tantas querellas
interminables y obsesivas que turban al género hu
mano; pero de esta manera perdió de vista el daño
real que resulta del heoho de quitar a la razón sus
miras más importantes, únicas según las cuales le es
posible fijar a la voluntad el fin supremo de todos sus
esfuerzos.
172 Jean Ferrari
hombre penetrante al que se debe la primera
chispa de esta luz.
Prolegómenos a toda metafísica
futura que pueda presentarse como
ciencia. AK IV, págs. 257-260.
Trad. Gibelin, Vrin, 1941, páginas
10-13.
La revolución copernlcana
En el pasado se admitía que todo nuestro co
nocimiento debía referirse a los objetos; pero
en esta hipótesis todos los esfuerzos llevados
a cabo para establecer sobre ellos algún juicio
a priori por conceptos, lo que habría acrecido
nuestro conocimiento, no llegaban a ningún re
sultado positivo. Intentemos al fin ver si no se
remos más felices en los problemas de la me
tafísica al suponer que los objetos deben refe
rirse a nuestro conocimiento, lo que está más
de acuerdo con la posibilidad deseada de un
conocimiento a priori de estos objetos, que es
tablece alguna cosa al respecto antes de que
nos sean dados. Se trata aquí de la primera idea
de Copémico; viendo que no podía lograr ex
plicar los movimientos del cielo, al admitir que
todo el ejército de estrellas se movía alrededor
del espectador, se propuso ver si no tendría
más éxito haciendo dar vueltas ?.! espectador
alrededor de los astros inmóviles. Ahora bien,
en metafísica se puede hacer un intento pa
rejo en cuanto a la intuición de los objetos. Si
Kant 173
la intuición debía referirse a la naturaleza de
los objetos, no veo cómo podría conocerse al
guna cosa a priori; si el objeto, al contrario (en
tanto que objeto de los sentidos), se refiere a la
naturaleza de nuestro poder de intuición, puedo
representarme esta posibilidad de maravilla.
Pero como no puedo atenerme a estas intuicio
nes, si deben convertirse en conocimientos, y
como es preciso que las relacione, en tanto
que representaciones, con alguna cosa que sea
el objeto de ellas y que lo determine por su
mediación, puedo admitir una de estas dos
hipótesis: o los conceptos por los que opero
esta determinación se refieren también al ob
jeto, y entonces vuelvo a encontrarme en la
misma dificultad al surgir la cuestión de saber
cómo puedo conocer alguna cosa a priori, o
bien los objetos —o lo que viene a ser lo mis
mo, la experiencia, en la que sólo son cono
cidos en tanto que objetos dados— se refieren a
estos conceptos —y veo en seguida un medio
más fácil de salir de apuros—. En efecto, la
experiencia misma es un modo de conocimien
to que exige el concurso del entendimiento, del
que me es preciso presuponer la regla en mí
mismo antes de que me sean dados lqs objetos,
por consiguiente, a priori; y esta regla se ex
presa en unos conceptos a priori, a los que de
ben referirse necesariamente todos los objetos
de la experiencia y con los que deben estar de
acuerdo. Por lo que toca a los objetos, en tan
to que son simplemente concebidos por la ra
zón —y-eso, en verdad, necesariamente—, pero
sin poder (al menos tal como la razón los con
174 Jean Ferrari
cibe) darse en la experiencia todas las tentati
vas de pensarlos (pues es preciso, sin embargo,
que se pueda pensarlos), deben, por consiguien
te, suministrar una excelente piedra de toque
de lo que miramos como un cambio de métodos
en la manera de pensar, pues no conocemos a
priori unas cosas que nosotros mismos pone
mos allí.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 13 y 14.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 18 y 19.
Conocimiento puro
y conocimiento empírico
No cabe duda de que todo nuestro conoci
miento comienza con la experiencia. En efecto,
¿qué podría despertar y poner en acción nuestro
poder de conocer, si no son los objetos que im
presionan nuestros sentidos y que, por una par
te, producen por sí mismos representaciones
y, por otra, ponen en movimiento nuestra facul
tad intelectual, a fin de que compare, ligue o
separe estas representaciones y trabaje así la
materia bruta de los objetos, a lo que se llama
experiencia? Cronológicamente, ningún cono
cimiento precede en nosotros a la experien
cia, y es con ella con la que todos comienzan.
Pues si todo conocimiento empieza con la
experiencia, eso no prueba que derive todo de
Kant 175
la experiencia, pues podría ocurrir que incluso
nuestro conocimiento por experiencia fuese un
compuesto de lo que recibimos por impresiones
sensibles y de lo que nuestro propio poder de
conocer (simplemente excitado por impresiones
sensibles) produce por sí mismo; suma que no
distinguimos de la primera materia hasta que
haya sido empleada nuestra atención por un
largo ejercicio que nos haya enseñado a sepa
rarlos.
El problema de saber si hay un conocimiento
de este género, independiente de la experiencia,
e incluso de todas las impresiones de los sen
tidos, es al menos una cuestión que exige to
davía un examen más profundo y que no se po
dría resolver a la primera ojeada. Tales cono
cimientos son llamados a priori y se los distin
gue de los empíricos, que tienen su fuente a
posteriori, a saber, en la experiencia.
Esta expresión, sin embargo, no está sufi
cientemente determinada para señalar todo el
sentido contenido en la cuestión propuesta.
Pues como se dice con acierto —y el uso lo
admite— nosotros somos capaces de muchos
conocimientos salidos de fuentes experimenta
les o los tenemos a priori, porque no es inme
diatamente de la experiencia de la que nosotros
los derivamos, sino de una regla general tomada
de la experiencia. Así se dice de alguien que ha
zapado los cimientos de su casa que podía sa
ber perfectamente a priori que se hundiría, es
decir, que no tenía necesidad para saberlo de
esperar esta experiencia, el hundimiento total.
No podía, sin embargo, saberlo enteramente a
176 Jean Ferrari
priori. En efecto, que los cuerpos son pesados
y que, por consiguiente, caen cuando se les
quita lo que les sostiene, es lo que era preciso
que la experiencia le hubiese hecho conocer
con antelación.
También por conocimientos a priori entende
remos en adelante no los que no derivan de tal
o cual experiencia, sino los que son absoluta
mente independientes de toda experiencia. A es
tos conocimientos a priori se oponen los conoci
mientos empíricos o los que no son posibles
más que a posteriori, es decir, por la experien
cia. Pero entre estos conocimientos a priori
aquéllos son llamados puros, puesto que nada
empírico se ha mezclado a ellos. Por ejemplo,
esta proposición: Todo cambio tiene una causa,
es a priori, pero, sin embargo, no es puro, pues
to que el cambio es un concepto qué no se pue
de sacar más que de la experiencia.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 27 y 28.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P.U.F., París, 1963, págs. 31 y 32.
Intuición y sensibilidad
De cualquier manera y por cualquier medio
que un conocimiento pueda relacionarse con
unos objetos, el modo por el que se relaciona
inmediatamente con los objetos y al que tiende
Kant 177
todo pensamiento como a su fin es la intuición.
Pero ésta no tiene lugar más que en tanto que
el objeto nos es dado, lo que no es posible, a
su vez (al menos para nosotros hombres), más
que a condición de que el objeto afecte de una
cierta manera a nuestro espíritu. La capacidad
de recibir (receptividad) representaciones gra
cias a la manera en la que somos afectados por
los objetos se llama sensibilidad. Así, pues, por
medio de la sensibilidad es como los objetos
nos son dados. Sólo ella nos aporta intuiciones;
pero es el entendimiento el que piensa estos
objetos, y de él nacen los conceptos. Y es ne
cesario que todo pensamiento, sea en línea rec
ta (directa), sea por rodeos (indirecta), por me
dio de ciertos caracteres, se relacione finalmen
te con intuiciones; por consiguiente, entre nos-:
otros con la sensibilidad, porque ningún objeto
puede sernos dado de otra manera.
La impresión de un objeto sobre la facultad
representativa, en tanto que somos afectados
por ella, es la sensación, y la intuición que se
relaciona con el objeto por medio de la sensa
ción se llama empírica. Recibe el nombre de
fenómeno el objeto indeterminado de una in
tuición empírica.
Llamo materia del fenómeno a lo que corres
ponde a la sensación; llamo forma del fenóme
no a lo que hace que lo diverso del fenómeno
esté coordinado en la intuición según ciertas
relaciones. Y como no puede ser todavía sensa
ción aquello en que solamente las sensaciones
pueden coordinarse y ser reducidas a una cier
ta forma, resulta que si la materia de todo fe-
178 Jean Ferrari
nómeno no nos es dada verdaderamente más
que a posteriori, es necesario que su forma se
encuentre a priori en el espíritu, muy presta
a aplicarse a todos, y es preciso, por consiguien
te, que pueda ser considerada independiente
mente de toda sensación.
Llamo puras (en el sentido trascendental) a
todas las representaciones en las que no se en
cuentra nada de lo que pertenece a la sensación.
En consecuencia, la forma pura de las intuicio
nes sensibles en general se encontrará a priori
en el espíritu, en el cual todo lo diverso de los
fenómenos está intuido bajo ciertas relaciones.
Esta forma pura de la sensibilidad puede lla
marse todavía intuición pura. Así, cuando se
paro de la representación de un cuerpo lo que
está pensado por el entendimiento, como la sus
tancia, la fuerza, la divisibilidad... y también
lo que pertenece a la sensación, como la impe
netrabilidad, la dureza, el color... me queda to
davía, sin embargo, algo de esta intuición em
pírica: la extensión y la figura. Éstas pertene
cen a la intuición pura, que reside a priori en el
espíritu, incluso independientemente de un ob
jeto real de los sentidos o de toda sensación,
en calidad de simple forma de la sensibilidad.
Llamo Estética trascendental a la ciencia de
todos los principios de la sensibilidad a priori.
Es necesario, pues, que haya tal ciencia, que
constituye la primera parte de la teoría tras
cendental de los elementos, por oposición a la
que encierra los principios del pensamiento
puro, es decir, la Lógica trascendental.
En la Estética trascendental, por consiguien
Kant 179
te, aislaremos en primer lugar la sensibilidad,
haciendo abstracción de todo lo que el enten
dimiento piensa de ello por medio de sus con
ceptos, para que no quede nada más que la in
tuición pura y la simple forma de los fenóme
nos, única cosa que puede suministrar a priori
la sensibilidad. De esta investigación resultará
que hay dos formas puras de la intuición sen
sible como principios del conocimiento a prio
ri, a saber: el espacio y el tiempo...
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 49-51.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 53-55.
Del espacio
En medio del sentido externo (una de las pro
piedades de nuestro espíritu), nos representa
mos los objetos como fuera de nosotros y colo
cados todos juntos en el espacio. Ahí son
determinados o determinables su figura, su ta
maño, sus relaciones recíprocas. El sentido in
terno, mediante el cual el espíritu se intuye él
mismo o su estado interno, no da sin duda una
intuición del alma misma como objeto; es, sin
embargo, una forma determinada bajo la cual
la intuición de su estado interno se hace posi
ble, de suerte que todo lo que pertenece a las
determinaciones internas está representado se
gún las relaciones del tiempo. El tiempo no
puede ser intuido exteriormente, ni tampoco
puede serlo el espacio como algo en nosotros.
Ahora bien, ¿qué son el espacio y el tiempo?
¿Son seres reales? ¿Son solamente determina
ciones o siquiera relaciones de cosas, pero re
laciones de tal especie que no cesarían de sub
sistir entre las cosas, aunque no fuesen intui
das? ¿O bien son tales que no dependen más
que de la forma de la intuición y, por consi
guiente, de la constitución subjetiva de nuestro
espíritu, sin la que estos predicados no podrían
atribuirse a ninguna cosa? Para instruirnos so
bre esto, examinaremos en primer lugar el es
pacio.
182 Jean Ferrari
1. El espacio no es un concepto empírico
que haya sido sacado de experiencias externas.
En efecto, para que ciertas sensaciones puedan
ser relacionadas con alguna cosa exterior a mí
(es decir, con alguna cosa situada en otro lu
gar del espacio diferente de aquel en que yo
me encuentro), y de igual modo, para que pueda
representarme las cosas como estando fuera
unas de otras —por consiguiente, como siendo
no solamente distintas, sino colocadas en luga
res diferentes— es necesario que la represen
tación del espacio sea puesta ya como funda
mento. En consecuencia, la representación del
espacio no puede ser sacada por la experiencia
de las relaciones de los fenómenos exteriores,
sino que la misma experiencia exterior es sólo
posible por medio de esta representación.
2. El espacio es una representación necesa
ria a priori, que sirve de fundamento a todas
las intuiciones exteriores. No cabe nunca pensar
que no hay espacio, aunque pueda pensarse
perfectamente que no hay objetos en el espa
cio. Está considerado como la condición de
la posibilidad de los fenómenos, y no como
una determinación que depende de ellos, y es
una representación a priori, que sirve de fun
damento necesariamente a los fenómenos ex
teriores.
3. Sobre esta necesidad a priori se fundan
la certidumbre apodíctica de todos los princi
pios geométricos y la posibilidad de su cons
trucción a priori. En efecto, si esta represen
Kant 183
tación del espacio era un concepto adquirido a
posteriori, que sería tomado de la común expe
riencia externa, los primeros principios de la
determinación matemática no serían nada más
que percepciones. Tendrían, pues, toda la con
tingencia de la percepción; no sería necesario
que entre dos puntos no haya más que una
sola línea recta, sino que la experiencia nos
enseñaría que siempre es así. Lo que deriva
de la experiencia no tiene más que una gene
ralidad relativa, es decir, por inducción. Tam
bién sería necesario limitarse a decir, según
las observaciones hechas hasta ahora, que no
se ha encontrado ningún espacio que tenga
más de tres dimensiones.
4. El espacio no es un concepto discursivo,
o como se dice a menudo, un concepto uni
versal de relación de las cosas en general, sino
una pura intuición. En efecto, en primer lugar
no cabe representarse más que un espacio
único, y cuando se habla de varios espacios,
no se entiende por eso más que las partes de
un único y mismo espacio. Estas partes no po
drían tampoco ser anteriores a este espacio
único que comprende todo, como si fuesen sus
elementos (capaces de constituirlo por su en
sambladura); pero no pueden, al contrario, ser
pensadas más que en él. Es esencialmente uno;
lo diverso que hay en él y, por consiguiente,
también el concepto universal de espacio en ge
neral descansa en último análisis sobre unas li
mitaciones. Se concluye de esto que en rela
ción con el espacio, una intuición a priori (que
184 Jean Ferrari
no es empírica) está en la base de todos los
conceptos que nosotros formamos de ellos. Por
eso todos los principios geométricos —por ejem
plo, que en ún triángulo la suma de dos lados
es mayor que el tercero— no son jamás dedu
cidos de conceptos generales de la línea y del
triángulo, sino de la intuición, y eso a priori y
con una certidumbre apodíctica.
5. Se representa al espacio como una mag
nitud infinita. Un concepto general (que es co
mún tanto al pie como a la vara*) no puede
determinar nada en relación con el tamaño. Si
no hubiese un infinito sin límites en el progre
so de la intuición, ningún concepto sobre rela
ciones contendría en sí un principio de su in
finitud.
Crítica de la razón pura, AK, IV,
págs. 31-33.
Trad. Tremesaygues y Pacaud*
P. U. F., París, 1963, págs. 55-57.
£1 tiempo
El tiempo es la condición formal a priori de
todos los fenómenos en general. El espacio, en
tanto que forma pura de la intuición exterior,
como condición a priori, se limita simplemente
a los fenómenos externos. Al contrario, al igual
* Se refiere a las antiguas unidades de medida: el
pie y la vara (N. del T.).
Kant 185
que todas las representaciones, que pueden te
ner o no por objeto cosas exteriores, pertene
cen sin embargo en sí mismas, en calidad de
determinaciones del espíritu, al lado interno, y
como este estado interno está siempre someti
do a la condición formal de la intuición inte
rior, que, en consecuencia, pertenece al tiem
po, el tiempo es una condición a priori de todos
los fenómenos en general y la condición in
mediata de los fenómenos interiores (de nues
tra alma), y por eso mismo la condición inme
diata de los fenómenos exteriores. Si puedo
decir a priori que todos los fenómenos exterio
res están determinados a priori en el espacio y
según las relaciones del espacio, entonces pue
do decir de una manera completamente gene
ral, partiendo del principio del sentido interno,
que todos los fenómenos en general, es decir,
todos los objetos de los sentidos, están en el
tiempo y sometidos necesariamente a las rela
ciones del tiempo.
Si hacemos abstracción de nuestro modo de
intuición y de la manera como, por medio de
esta intuición, abrazamos todas las intuiciones
externas en nuestro poder de representación;
si, por consiguiente, tomamos los objetos como
pueden ser en sí mismos, entonces el tiempo
no es nada. No tiene valor objetivo más que
en relación con los fenómenos, puesto que son
ya cosas que miramos como unos objetos de
nuestros sentidos, pero no es objetivo si se ha
ce abstracción de la sensibilidad de nuestra in
tuición —por consiguiente, del modo de repre
sentación que nos es propio— y si se habla de
186 Jean Ferrari
las cosas en general. El tiempo no es, pues,
más que una condición subjetiva de nues
tra (humana) intuición (que es siempre sensible,
es decir, que se produce en tanto que somos
afectados por los objetos), y no es nada en sí
fuera del sujeto. No es necesariamente menos
objetivo en relación con todos los fenómenos,
en consecuencia también en relación con todas
las cosas que pueden presentarse a nosotros en
la experiencia. No podemos decir que todas las
cosas están en el tiempo, puesto que en el con
cepto de las cosas en general se hace abstrac
ción de todo modo de intuición de estas cosas
y la intuición es la condición particular que ha
ce entrar al tiempo en la representación de los
objetos. Ahora bien, si se añade la condición
al concepto y se dice: todas las cosas, en tanto
que fenómenos (objetos de la intuición sensi
ble), están en el tiempo, entonces el principio
tiene su verdadero valor objetivo y su univer
salidad a priori.
Lo que hemos dicho nos enseña, pues, la rea
lidad empírica del tiempo; es decir, su valor
objetivo en relación con todos los objetos que
puedan ser dados a nuestros sentidos. Y como
nuestra intuición es siempre sensible, nunca
puede sernos dado en la experiencia ningún ob
jeto que no esté sometido a la condición del
tiempo. Al contrario, combatimos toda preten
sión del tiempo hacia una realidad absoluta,
como si este tiempo, sin tener miramiento con
la forma de nuestra intuición, perteneciese ab
solutamente a las cosas, a título de condición
o de propiedad. Las propiedades que pertene
Kant 187
cen a las cosas en sí no pueden jamás, por otra
parte, sernos dadas por los sentidos. La ideali
dad trascendental del tiempo es pues tal, que
si se hace abstracción de las condiciones subje
tivas de la intuición sensible, el tiempo no es
nada y no puede ser atribuido a los objetos en
sí, ni en calidad de sustancia, ni en calidad de
accidente (abstracción hecha de su relación con
nuestra intuición). Sin embargo esta idealidad,
menos aún que la del espacio, no tiene nada de
común con las subrepciones * de las sensacio
nes, puesto que se supone, por el fenómeno
mismo al que se adhieren estos predicados, que
tiene una realidad subjetiva, mientras que esta
realidad desaparece completamente aquí, a me
nos que se quiera hablar de una realidad sim
plemente empírica, que no considera al objeto
mismo más que como fenómeno.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 60 y 61.
Trad. Tremesaygues y P a c a u d ,
P. U. F., París, 1963, págs. 63-65.
El cogito kantiano
El yo pienso debe poder acompañar todas mis
representaciones; pues de otro modo estaría
representado en mí algo que no podría en ab
soluto ser pensado, lo que equivale a decir que
la representación sería imposible o que al me
nos no sería nada para mí. La representación
que puede ser dada con anterioridad a todo pen
samiento se llama intuición. Por consiguiente,
todo lo diverso de la intuición tiene una rela
ción necesaria con el yo pienso en el mismo
sujeto en que se encuentra este diverso. Pero
esta representación es un acto de la esponta
neidad, es decir, no se la podría considerar
como perteneciendo a la sensibilidad. La llamo
percepción pura para distinguirla de la percep
ción empírica —o incluso de la percepción ori
ginaria— porque es esta conciencia de sí la que,
Kant 201
¿Qué es un esquema?
Según lo que ha quedado demostrado en la
deducción de las categorías, espero que nadie
dudará más en pronunciarse sobre la cuestión
de si el uso de conceptos puros del entendi
miento es simplemente empírico o si es tam
bién trascendental, es decir, si estos conceptos
202 Jean Ferrari
se relacionan a priori exclusivamente con los
fenómenos/en calidad de condiciones de una
experiencia posible, o si, en calidad de condi
ciones de la posibilidad de las cosas en general,
pueden extenderse a los objetos en sí (sin es
tar restringidos a nuestra sensibilidad). En
efecto, hemos visto que los conceptos son com
pletamente imposibles y que carecen de senti
do si no es dado algún objeto a estos mismos
conceptos o al menos a los elementos de los
que se componen; que, en consecuencia, no pue
den aplicarse a las cosas en sí (sin considerar
si y cómo nos pueden ser dadas); hemos visto,
además, que la única manera como nos son da
dos los objetos es una modificación de nuestra
sensibilidad; hemos visto, en fin, que los con
ceptos puros a priori, además de la función que
cumple el entendimiento en la categoría, deben
también encerrar las condiciones formales de la
sensibilidad (en particular del sentido interno),
las cuales contienen la única condición general
que permite a la categoría aplicarse a cualquier
objeto. Ésta es la condición formal y pura de
la sensibilidad, a la cual está restringido en su
uso el concepto del entendimiento y el método
que sigue el entendimiento con respecto a este
esquema, el esquematismo del entendimiento
puro.
El esquema no es nunca por sí mismo más
que un producto de la imaginación, pero como
la síntesis de la imaginación no tiene por fin
ninguna intuición particular, sino solamente la
unidad en la determinación de la sensibilidad,
es necesario distinguir el esquema de la ima
Kant 203
gen. Así, cuando dispongo cinco puntos unos
a continuación de otros..., ésa es una imagen
del número cinco. Al contrario, cuando lo que
hago es pensar en un número en general, que
puede ser cinco o cien, este pensamiento es la
representación de un método para representar
una multitud (por ejemplo, mil) en una imagen,
de conformidad con un cierto concepto, más
bien que esta imagen misma, que me sería difí
cil, en último caso, recorrer con los ojos y
comparar con el concepto. Ahora bien, es a
esta representación de un procedimiento gene
ral de la imaginación para procurar a un con
cepto su imagen a lo que llamo el esquema de
este concepto.
De hecho, nuestros conceptos sensibles puros
no tienen por fundamento de las imágenes unos
objetos, sino unos esquemas. No hay imagen de
un triángulo que pueda ser jamás adecuada al
concepto de un triángulo en general. En efec
to, ninguna imagen alcanzaría la generalidad
del concepto en virtud de la cual éste se aplica
a todos los triángulos, rectángulos o no, pero
no estaría nunca restringida a una sola parte
de esta esfera. El esquema del triángulo no
puede existir jamás en otra parte distinta del
pensamiento, y significa una regla de la síntesis
de la imaginación, en relación a unas figuras
puras en el espacio; un objeto de la experien
cia o una imagen de este objeto alcanzan mucho
menos todavía el concepto empírico, pero éste
se relaciona siempre inmediatamente con el
esquema de la imaginación como con una regla
que sirve para determinar nuestra intuición en
204 Jean Ferrari
conformidad con un cierto concepto general.
El concepto de «perro» significa una regla se
gún la cual mi imaginación puede expresar en
general la figura de un cuadrúpedo, sin estar
limitada a algo en particular que me ofrezca
la experiencia, o mejor, a alguna imagen posi
ble que yo pueda representar in concreto. Este
esquematismo de nuestro entendimiento, rela
tivo a los fenómenos y a su simple forma, es
un arte escondido en las profundidades del al
ma humana y del que siempre será difícil
arrancar el verdadero mecanismo a la natura
leza para exponerlo al descubierto ante los ojos.
Todo lo que podemos decir es que la imagen es
un producto del poder empírico de la imagina
ción productora —y que el esquema de los con
ceptos sensibles, como las figuras en el espacio,
es un producto y, de alguna manera, un mono
grama de la imaginación pura a priori, por me
dio del cual y según el cual las imágenes son
en primer lugar posibles— y que estas imágenes
no deben nunca estar ligadas al concepto más
que por medio del esquema que designan y al
cual no están en sí enteramente adecuadas. Al
contrario, el esquema de un concepto puro del
entendimiento es algo que no puede ser redu
cido a ninguna imagen; no es más que la sín
tesis pura, hecha conforme a una regla, de la
unidad por conceptos en general (regla que
expresa la categoría) y es un producto trascen
dental de la imaginación, que concierne a la
determinación del sentido interno en general
según las condiciones de su forma (el tiempo)
con relación a todas las representaciones, en
Kant 205
tanto que deben encadenarse a priori en un
concepto, conforme a la unidad de la percep
ción.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 135-137.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 151-153.
La Torre de Babel
Si considero el conjunto constituido por todo
el conocimiento de la razón pura y especulativa
como un edificio del que tenemos al menos la
idea, puedo decir que en la teoría trascendental
de los elementos hemos evaluado nuestros ma
teriales y determinado qué edificio, de qué al
tura y de qué solidez se puede construir. Sin
duda, aunque tuviésemos la intención de cons
truir una torre que debería elevarse hasta el
cielo, encontraríamos que nuestra previsión de
materiales bastaría apenas para edificar una
casa habitable que fuese justo lo bastante espa
ciosa para los trabajos a los que nos dedicamos
en la llanura de la experiencia y con una altura
que podamos verlo todo de una ojeada; así mis
mo veríamos que nuestra audaz empresa fraca
saría necesariamente por falta de materiales,
sin que llegase a haber necesidad siquiera de
que entrase en acción la confusión de las len
guas que debía inevitablemente dividir a los
trabajadores en cuánto al plan a seguir y los
206 Jean Ferrari
hiciese dispersarse por todo el mundo, ni de
edificar cada uno para sí a su voluntad. En este
momento, no es tanto de los materiales sino
del plan de lo que nos ocupamos, y si bien es
tamos advertidos para no aventurarnos sobre
un proyecto arbitrario y ciego, que podría so
brepasar todos nuestros recursos, nos es, sin
embargo, imposible renunciar a construirnos
una morada sólida, y nos es preciso hacer el
presupuesto de un edificio en relación con los
materiales de que disponemos y que están apro
piados a nuestras necesidades.
Crítica de la razón pura, AK III,
pág. 465.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
x P. U. F., París, 1963, pág. 489.
La utilidad de la crítica.
Distinción entre conocer y pensar
Pero ¿cuál es, cabe preguntarse, este tesoro
que podemos legar a la posteridad con una Me
tafísica así depurada por la crítica y colocada
también por ella en una posición fija? Al echar
una ojeada rápida sobre esta obra, nos inclina
remos a pensar que la utilidad es negativa, es
decir, que no podremos jamás, con la razón
especulativa, arriesgamos más allá de los lími
tes de la experiencia, y ahí está de hecho su
primera utilidad. Pero esta utilidad se conver
tirá en positiva desde que notemos que los prin
cipios sobre los que se apoya la razón especu
lativa para aventurarse más allá de sus límites
tienen en realidad por consecuencia inevitable
no una extensión, sino más bien —y mirando de
cerca— un estrechamiento del uso de nuestra
razón. En efecto, estos principios amenazan con
extender realmente a todo los límites de la sen
sibilidad de donde dependen propiamente y con
aniquilar enteramente el uso puro de la razón
(práctica). Por eso una crítica que limita a la
razón especulativa es negativa en tanto que tal;
pero suprimiendo al mismo tiempo un obstácu
lo que amenaza su uso práctico, o que amenaza
incluso con anularlo, es en realidad de utilidad
positiva y muy importante desde que estamos
convencidos de que hay un uso práctico abso
lutamente necesario de la razón pura (el uso
220 Jean Ferrari
moral), en el que se extiende inevitablemente
más allá de los límites de la sensibilidad —en
lo que, en verdad, no tiene necesidad de nin
gún auxilio de la razón especulativa—, pero en
el que también es preciso que esté asegurada
contra toda oposición de la razón especulativa
para no caer en contradicción con ella misma.
Negar esta utilidad positiva a este servicio que
nos hace la crítica equivaldría a decir que la
policía no tiene utilidad positiva, porque su fun
ción principal es la de cerrar la puerta a la
violencia que los ciudadanos pueden temer unos
de otros, para que cada uno pueda desenvolver
sus asuntos con tranquilidad y seguridad. Será
probado en la parte analítica de la Crítica que
el espacio y el tiempo son formas de la intui
ción sensible y, por consiguiente, las condicio
nes de existencia de cosas tales como los fenó
menos; y también que no tenemos otros con
ceptos del entendimiento ni, en consecuencia,
unos elementos para el conocimiento de las
cosas, a menos que pueda ser dada una intui
ción correspondiente a estos conceptos, y por
tanto no podemos conocer ningún objeto como
cosa en sí, sino solamente en tanto que objeto
de intuición sensible, es decir, en tanto que
fenómeno. Resultará de ello evidente que el
único conocimiento especulativo posible de la
razón será limitado a los simples objetos de
la experiencia. Sin embargo, es necesario ob
servar (siempre hay que hacer aquí esta re
serva) que podemos pensar estos mismos ob
jetos como cosas en sí, aunque no podamos
Kant 221
La sabiduría
El mérito de la sabiduría está en escoger de
entre los innumerables problemas que se pre
sentan aquellos cuya solución importa al hom
bre. Cuando la ciencia ha acabado el curso de
su revolución, llega naturalmente a un punto
de humilde desconfianza e, irritada con ella
misma, exclama: ¡Cuántas cosas desconozco!
Pero la razón madurada por la experiencia, y
convertida en sabiduría, dice con espíritu sere
no por boca de Sócrates, entre los tenderetes
de una feria: ¡Cuántas cosas de las que no ten
go ninguna necesidad!... La vanidad de la cien
cia excusa de buena gana sus ocupaciones bajo
pretexto de su importancia, y en este caso se
pretende corrientemente que el conocimiento
racional de la naturaleza espiritual del alma es
completamente necesario para garantizar la
convicción de la existencia después de la muer
228 Jean Ferrari
te, que ésta lo es a su vez para suministrar el
móvil de una vida virtuosa... Pero la verdadera
sabiduría es compañera de la simplicidad, y
como en ella el corazón manda al entendimien^
to, hace inútiles de ordinario las grandes cons
trucciones aprendidas del saber, y sus fines no
exigen medios que no puedan estar nunca al
alcance de todos los hombres. ¡Cómo! ¿No es
bueno ser virtuoso más que porque hay otro
mundo? ¿O no es cierto más bien que las ac
ciones son recompensadas porque en sí mismas
fueron buenas y virtuosas? ¿No contiene el co
razón humano unas prescripciones morales in
mediatas y es menester para mover al hombre
aquí abajo, en' el sentido de su destino, apoyar
necesariamente las máquinas en otro mundo?
¿Puede llamarse honesto, puede llamarse virtuo
so, al que se abandonaría de buena gana a sus
vicios favoritos si no tuviese miedo de un cas
tigo futuro, y no será necesario decir más bien
que en verdad teme hacer el mal, pero que ali
menta en su alma una disposición malvada, que
desea el provecho de acciones en apariencia
virtuosas, pero que detesta la virtud misma? De
hecho, y así lo prueba la experiencia, ¡hay tan
tos hombres instruidos y convencidos de la rea
lidad de un mundo futuro y que, sin embargo,
entregados al vicio y a la bajeza, no piensan
más que en los medios de escapar por fraude a
las consecuencias amenazadoras del futuro!
Pero sin duda no ha existido nunca un alma
recta que pudiese soportar el pensamiento de
que con la muerte se acaba todo, y cuyas no
bles tendencias no se eleven a la esperanza de
Kant 229
la vida futura. También parece más conforme
con la naturaleza humana y con la pureza de
las costumbres fundar la esperanza de otra vida
sobre los sentimientos de un alma bien nacida
que fundar, al contrario, su buena conducta
sobre la esperanza de la otra vida. Así ocurre
igualmente con la fe moral, cuya simplicidad
puede ser superior a muchas sutilezas del ra
zonamiento, que es verdaderamente la única
conveniente al hombre en cualquier condición,
puesto que le conduce sin rodeos a sus verda
deros fines. Dejemos, pues, a la especulación y
a la solicitud de los espíritus ociosos todas las
doctrinas alborotadoras sobre objetos tan ale
jados. En realidad, no nos son indiferentes, y lo
que hay de momentáneamente especioso en las
razones en pro y en contra puede decidir el
asentimiento de las escuelas, pero les sería difí
cil decidir en ningún aspecto del destino futuro
de las personas honestas. Por eso, la razón hu
mana no tiene alas lo bastante poderosas para
hender las nubes elevadas que ocultan a los
ojos los misterios del otro mundo; y a estas
personas de curiosidad ardiente, que desean tan
vivamente saber lo que pasa, se les puede dar
el consejo simple, pero natural —sin duda el
más sabio para ellas— de consentir en tener pa
ciencia hasta el día en que lleguen. Pero como
nuestra suerte en la vida futura puede, según
toda verosimilitud, depender de la manera en
que hemos cumplido nuestra tarea en ésta, con
cluyo con lo que Volt aire hace decir, en fin de
cuentas, a su honesto Cándido, después de tan
tas infructuosas discusiones de escuela: «Pen-
230 Jean Ferrari
sernos en nuestros asuntos. Vayamos al jardín
y trabajemos».
Sueños de un visionario explica
dos por los sueños de la metafísica,
AK II, págs. 368-373.
Trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.
La buena voluntad
De todo lo que es posible concebir en el mun
do, e incluso fuera del mundo, no hay nada que
pueda ser tenido por bueno sin restricción, si
no es una buena voluntad. La inteligencia, el
don de captar las semejanzas de las cosas, la
facultad de discernir lo particular para juzgar
de ello, y los otros talentos del espíritu, con
cualquier nombre que se les designe, o bien el
valor, la decisión, la perseverancia en los de
signios —como cualidad del temperamento—
son sin duda en muchos aspectos cosas buenas
y deseables; pero estos dones de la naturaleza
pueden hacerse también extremadamente ma
los y funestos si la voluntad que debe hacer uso
de ellos, y cuyas disposiciones propias se llaman
carácter, no es buena. Lo mismo ocurre con los
dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la
consideración, incluso la salud, así como el
bienestar completo y el contento de su estado
—lo que se llama la felicidad— engendran una
confianza en sí, que a menudo también se con
vierte en presunción cuando no hay una buena
voluntad para enderezar y volver hacia unos
Kant 231
fines universales la influencia que tienen estas
ventajas sobre el alma, y al mismo tiempo todo
el principio de la acción, sin contar con que
un espectador razonable e imparcial no podría
jamás experimentar la satisfacción de ver que
todo sale bien perpetuamente a un ser que no
revela ningún rasgo de pura y buena voluntad,
y que así la buena voluntad parece constituir la
misma condición indispensable de lo que nos
hace dignos de ser felices.
Y más aún, hay cualidades que son favora
bles a esta buena voluntad misma y que pueden
hacer su obra mucho más fácil, pero que a pe
sar de eso no tienen valor intrínseco absoluto
y que, al contrario, suponen siempre todavía
una buena voluntad. Es ésa una condición que
limita la alta estima que por lo demás se les
testimonia con razón y que no permite tenerlas
por buenas absolutamente. La moderación en
las afecciones y las pasiones, el dominio de sí,
el poder de tranquila reflexión no son solamen
te buenos en muchos aspectos, sino que pa
recen constituir incluso una parte del valor
intrínseco de la persona; sin embargo, hace fal
ta poseer en alto grado estas condiciones para
que se las pueda considerar como buenas sin
restricción (a pesar del valor incondicionado
que les han conferido los antiguos), pues sin los
principios de una buena voluntad pueden ha
cerse sumamente malas; la sangre fría de un
perverso le hace mucho más peligroso; también
le hace inmediatamente a nuestros ojos más
detestable todavía de lo que le hubiésemos juz
gado sin eso.
232 Jean Ferrari
Lo que hace que la buena voluntad sea tal
no son sus obras o sus éxitos; no es tampoco
su aptitud para alcanzar tal o cual fin propues
to, sino solamente quererlo; es decir, que sea
buena en sí; y considerada en sí misma, debe
ser estimada sin comparación muy superior a
todo lo que podría ser realizado por ella única
mente en favor de alguna inclinación, e inclu
so, si se quiere, de la suma de todas las incli
naciones. Si por un particular desfavor de la
suerte o por la avara dotación de una natura
leza madrastra esta voluntad estuviera com
pletamente desprovista del poder de realizar
sus designios; si aun desplegando su mayor es
fuerzo, éste no condujera a nada, aunque que
dara sola la buena voluntad (entiendo por tal,
a decir verdad, no cualquier cosa como un sim
ple voto, sino la utilización de todos los medios
de los que podemos disponer), no brillaría me
nos que una joya, por su propio resplandor,
como algo que tiene en sí su entero valor. La
utilidad o la inutilidad no puede ni aumentar
ni disminuir en nada este valor. La utilidad se
ría de alguna manera el engaste que permite
manejar mejor la joya en la circulación corrien
te o que puede atraer sobre él la atención de
los que no son especialistas, pero que no podría
tener por efecto el recomendarlo a los expertos
ni determinar el precio de aquélla.
Fundamentación de la metafísica
de las costumbres, AK IV, págs. 393
y 394.
Trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.
Kant 233
El imperativo categórico
Todo en la naturaleza obra según leyes. No
hay más que un ser razonable que tenga la fa
cultad de obrar según la representación de las
leyes, es decir, según principios; en otros tér
minos, que tenga una voluntad. Puesto que se
requiere la razón para hacer que las acciones
deriven de las leyes, la voluntad no es otra
cosa que una razón práctica. Si la razón en un
ser determina infaliblemente la voluntad, las
acciones de este ser reconocidas como objetiva-
mente necesarias están también reconocidas
como tales subjetivamente, es decir, mientras
la voluntad sea una facultad de elegir sola
mente eso que la razón, con independencia de
la inclinación, reconoce como prácticamente
necesario, es decir, como bueno. Pero si la vo
luntad no determina suficientemente por sí
sola la voluntad, si está sometida todavía a unas
condiciones subjetivas (con ciertos móviles)
que no concuerdan siempre con las condiciones
objetivas, en una palabra, si la voluntad no
está todavía en sí plenamente conforme con la
razón (como sucede entre los hombres), enton
ces las acciones que son reconocidas objetiva
mente necesarias son subjetivamente contin
gentes, y la determinación de tal voluntad, en
conformidad con unas leyes objetivas, es una
obligación; es decir, la relación de las leyes ob
jetivas con una voluntad que no es completa
mente buena está representada como la de
234 Jean Ferrari
terminación de la voluntad de un ser razonable
por unos principios de la razón, sin duda, pero
por principios a los que esta voluntad, según
su naturaleza, no es necesariamente dócil.
La representación de un principio objetivo, en
tanto que este principio es obligatorio para una
voluntad, se llama mandamiento (de la razón),
y la fórmula del mandamiento se llama impe
rativo.
Todos los imperativos están expresados por
el verbo deber, e indican de esa manera la re
lación de una ley objetiva de la razón con una
voluntad que, según su constitución subjetiva,
no está necesariamente determinada por esta
ley (una obligación). Dicen que sería bueno ha
cer tal cosa o abstenerse; pero dicen a una vo
luntad que no haga siempre una cosa porque le
esté representado que es bueno hacerla. Ahora
bien, es prácticamente bueno lo que determina
la voluntad por medio de representaciones de
la razón; por consiguiente, no en virtud de
causas subjetivas, sino objetivamente; es decir,
en virtud de principios que son válidos para
todo ser razonable en tanto que tal. Este bien
práctico es distinto de lo agradable, de lo que
tiene influencia únicamente sobre la voluntad
por medio de la sensación, en virtud de causas
puramente subjetivas, válidas solamente para
la sensibilidad de tal o cual, y no como prin
cipio de la razón, válido para todo el mundo.
Una voluntad perfectamente buena estaría
bien bajo el imperio de leyes objetivas (leyes
del bien); pero no podría por eso ser represen
tada como obligatoria para las acciones con
Kant 235
formes a la ley, porque por sí misma, según
su constitución subjetiva, tiene que estar deter
minada por la representación del bien. He ahí
por qué no hay imperativo válido para la vo
luntad divina y, en general, para una voluntad
santa; el verbo deber es un término que no está
aquí en su lugar, porque ya por sí mismo el
querer está necesariamente de acuerdo con la
ley. He ahí por qué los imperativos son sola
mente unas fórmulas que expresan la relación
de leyes objetivas del querer en general con la
imperfección subjetiva de la voluntad de tal o
cual ser razonable, por ejemplo, de la volun
tad humana.
Ahora bien, todos los imperativos ordenan o
hipotéticamente o categóricamente. Los impe
rativos hipotéticos representan la necesidad
práctica de una acción posible, considerada
como medio de llegar a alguna otra cosa que se
quiere (o al menos, que es posible que se quie
ra). El imperativo categórico sería el que repre
sentaría una acción como necesaria por sí mis
ma, y sin relación con otro fin, como necesaria
objetivamente.
Puesto que toda ley práctica representa una
acción posible como buena y, por consiguiente,
como necesaria para un sujeto capaz de ser
determinado prácticamente por la razón, todos
los imperativos son fórmulas por las cuales
está determinada la acción que, según el prin
cipio de la voluntad que es de alguna manera
buena, es necesaria. Ahora bien, si la acción no
es buena más que como medio para alguna otra
cosa, el imperativo es hipotético; si está repre
236 Jean Ferrari
sentada como buena en sí y, en consecuencia,
como estando el principio que la determina
necesariamente en una voluntad que está en sí
conforme a la razón, entonces el imperativo es
categórico.
Fundamentación de la metafísica
de las costumbres, AK IV, páginas
412-414.
Trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.
Voluntad y libertad
La voluntad es una especie de causalidad de
los seres vivos, en tanto que son razonables, y
la libertad sería la propiedad que tendría esta
causalidad de poder obrar con independencia
de causas extrañas que la determinen, de la
misma manera que la necesidad natural es la
propiedad que tiene la causalidad de todos los
seres desprovistos de razón de ser determina
dos a obrar por influencia de causas extrañas.
La definición que acaba de darse de la liber
tad es negativa y, por consiguiente, infecunda
para captar la esencia; pero se desprende de
ella un concepto positivo de la libertad, que es
más rico y más fecundo. Como el concepto de
una causalidad implica en él el de leyes, según
las cuales alguna cosa que llamamos efecto de
be ser planteada por otra cosa que es la causa,
la libertad, aunque no sea una propiedad de la
voluntad que se conforma a las leyes de la na
Kant 237
turaleza, no está, sin embargo, por eso fuera
de toda ley; al contrario, debe ser una causa
lidad obrando según leyes inmutables, pero le
yes de una especie particular, pues de otro
modo una voluntad libre sería una pura nada.
La necesidad natural es una heteronomía de
las causas eficientes; pues todo efecto no es
entonces posible más que siguiendo esta ley,
que alguna otra cosa determina como la causa
eficiente de la causalidad. ¿En qué puede, pues,
consistir la libertad de la voluntad, sino en una
autonomía, es decir, en la propiedad que tiene
de ser ella misma su ley? Ahora bien, esta pro
posición: la voluntad en todas las acciones es
su propia ley, no es más que otra fórmula de
este principio: es preciso obrar según una má
xima que pueda ser tomada como ley universal.
Pero ésa es precisamente la fórmula del impe
rativo categórico y el principio de la morali
dad; una voluntad libre y una voluntad some
tida a unas leyes morales son, por consiguien
te, una sola y misma cosa.
Pues si está supuesta la libertad de la volun
tad, basta analizar su concepto para deducir la
moralidad con su principio. Sin embargo, este
principio es siempre una proposición sintética,
que puede enunciarse así: una voluntad abso
lutamente buena es aquella cuya máxima puede
encerrar en sí misma la ley universal que ella
es capaz de ser; pues no se puede descubrir
esta propiedad de la máxima por el análisis del
concepto de una voluntad absolutamente buena.
Pero las proposiciones sintéticas de este gé-
238 Jean Ferrari
ñero son posibles a condición de que dos no
ciones estén ligadas una a otra gracias a su
unión con una tercera, donde deben encontrar
se de una y otra parte. El concepto positivo de
la libertad aporta este tercer término, que no
puede ser, como para las causas físicas, la na
turaleza del mundo sensible (cuyo concepto
comprende el concepto de alguna cosa, conside
rado como causa, y el concepto de alguna otra
cosa al que se refiere la causa y que está con
siderado como efecto). Pero cuál es este térmi
no al que nos restituye la libertad y del que no
tenemos a priori una idea es todavía demasia
do pronto para poder indicarlo aquí, así como
para hacer comprender cómo el concepto de
libertad se deduce de la razón pura práctica y
cómo por eso igualmente es posible un impera
tivo categórico: todo eso exige todavía alguna
preparación.
La libertad debe. estar supuesta como propie
dad de la voluntad de todos los seres racionales.
No basta atribuir la libertad a nuestra volun
tad, por cualquier razón que sea, si no tenemos
una razón suficiente para atribuirla también a
todos los seres racionales; pues dado que la
moralidad nos sirve de ley en tanto que somos
seres racionales, debe valer igualmente para
todos los seres racionales; y como debe derivar
únicamente de la cualidad de poseer libertad,
es preciso también probar la libertad como pro
piedad de la voluntad de todos los seres racio
nales; y no basta probarla por ciertas preten
didas experiencias de la naturaleza humana (lo
Kant 239
que es por otra parte absolutamente imposible;
no es posible más que una prueba a priori);
es preciso demostrarla como perteneciendo en
general a la actividad de seres racionales y do
tados de voluntad. Digo pues: todo ser que no
puede obrar de otra manera más que bajo la
idea de libertad es por eso mismo, desde el
punto de vista práctico, realmente libre; es de
cir, todas las leyes que están inseparablemente
ligadas a la libertad valen para él exactamente
de la misma manera que si su voluntad hubiese
sido también reconocida libre en ella misma
y por razones válidas con respecto a la filoso
fía teórica. Y sostengo que a todo ser racio
nal que tiene una voluntad debemos atribuirle
necesariamente también la idea de la libertad,
y que es sólo bajo esta idea como puede obrar;
pues en un ser tal concebimos una razón que
es práctica, es decir, que está dotada de causa
lidad en relación con sus objetos. Ahora bien,
es imposible concebir una razón que en plena
conciencia recibiría para sus juicios una direc
ción de fuera; pues entonces el sujeto atribui
ría la determinación de su facultad de juzgar
no a su razón, sino a un impulso. Es necesario
que la razón se considere ella misma como el
autor de sus principios, con exclusión de toda
influencia extraña; en consecuencia, como ra
zón práctica o como voluntad de un ser razo
nable, debe considerarse ella misma como li
bre; es decir, la voluntad de un ser razona
ble no puede ser una voluntad que le perte
nece como propia más que bajo la idea de la
240 Jean Ferrari
libertad y así tal voluntad debe ser, desde el
punto de vista práctico, atribuida a todos los
seres racionales.
Fundamentación de la metafísica
de las costumbres, AK IV, páginas
446-448.
Trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.
Método y sabiduría
A medida que se ejercita la reflexión en ello,
dos cosas hay que llenan el corazón de una ad
miración y de una veneración siempre nuevas
y siempre crecientes: el cielo estrellado por
encima\ de mí y la ley moral dentro de mí. No
tengo necesidad de buscar y de conjeturar estas
dos cosas como si estuviesen envueltas en ti
nieblas o colocadas en una región trascendental
fuera de mi horizonte; las veo delante de mí y
las uno inmediatamente a la conciencia de mi
existencia. La primera comienza en el lugar que
ocupo en el mundo exterior de los sentidos y
se extiende a la conexión en que me encuentro
en el espacio inmenso, donde los mundos se
agregan a los mundos y los sistemas a los sis
temas, y además a la duración sin límites de su
movimiento periódico, de su comienzo y de su
duración. La segunda comienza en el mí invisi
ble, en mi personalidad, y me representa en un
mundo que tiene una verdadera infinitud, pero
en el que sólo puede penetrar el entendimiento
Kant 241
y con el que (y por eso mismo también con
todos estos mundos visibles) me reconozco li
gado por una conexión, no como la primera
simplemente contingente, sino universal y ne
cesaria. El primer espectáculo, de una multitud
innúmera de mundos, anula por así decirlo mi
importancia en tanto que soy una criatura ani
mal que debe devolver al planeta la materia de
la que está formada (en un simple punto en el
universo), después de haber estado durante un
corto espacio de tiempo (no se sabe cómo) do
tada de la fuerza vital. El segundo, al contra
rio, eleva infinitamente mi valor, como el de
una inteligencia por mi personalidad en la que
la ley moral me manifiesta una vida indepen
diente de la animalidad, e incluso de todo el
mundo sensible, tanto al menos como se pue
de inferir según la determinación conforme a
un fin que esta ley da a mi existencia, deter
minación no limitada a las condiciones y lími
tes de esta vida, sino que se extiende al infinito.
La admiración y el respeto pueden excitarnos
a la investigación, pero no realizarla. ¿Qué hay
que hacer, pues, para emprender esta investiga
ción de una manera útil y adaptada a la gran
deza del objeto? Unos ejemplos pueden servir
de orientación y también de modelo. La consi
deración del mundo ha comenzado por el más
espléndido espectáculo que los sentidos del
hombre pueden presentarnos y que pueda abra
zar nuestro entendimiento en su mayor exten
sión, y ha acabado... por la astrología. La moral
ha comenzado por la más noble propiedad de
la naturaleza humana, cuyo desarrollo y cultivo
242 Jean Ferrari
tienen una utilidad infinita, y ha desembocado...
en el fanatismo o en la superstición. Lo mismo
ocurre con todos los ensayos todavía rudimen
tarios en los que la parte principal del trabajo
depende del uso de la razón, que no se adquie
re por sí mismo, como el de los pies, por un
ejercicio frecuente, sobre todo cuando se trata
de propiedades que no pueden estar represen
tadas así inmediatamente en la experiencia co
rriente. Pero cuando —aunque tardíamente—
apareció la máxima de examinar bien previa
mente todos los pasos que debe dar la razón y
no dejarla avanzar de otro modo que por el
sendero de un método antes bien determinado,
la manera de juzgar el sistema del mundo toma
otra dirección y, con ésta, conduce al mismo
tiempo a un resultado sin comparación más
feliz. La caída de una piedra, el movimiento de
una fronda, descompuestos en sus elementos
y en las fuerzas que se manifiestan en ellos, tra
tados matemáticamente, han traído este cono
cimiento claro e inmutable para todos los tiem
pos futuros del sistema del mundo, que cabe
esperar por una observación progresiva que se
extenderá siempre y no retrocederá nunca más.
Este ejemplo puede comprometemos a seguir
la misma vía tratando de las disposiciones mo
rales de nuestra naturaleza, y puede damos la
esperanza de llegar al mismo resultado feliz.
Tenemos bajo la mano, por así decirlo, los
ejemplos del juicio moral de la razón. Al des
componerlos por el análisis en sus conceptos
elementales y al emplear, en defecto del método
matemático, un procedimiento análogo al de la
Kant 243
química para obtener la separación de los ele
mentos empíricos y de los elementos raciona
les que pueden encontrarse en ellos, por medio
de ensayos repetidos sobre el entendimiento
ordinario de los hombres puede hacemos cono
cer con certeza como puros uno y otro de estos
elementos y lo que cada uno de ellos puede ha
cer separadamente. Así se impedirá, por una
parte, el error de un juicio no ejercitado y ya
gastado y, por otra (lo que es mucho más ne
cesario), esas extravagancias geniales que, pa
recidas a lo que ocurre con los adeptos de la
piedra filosofal, han prometido (excluyendo toda
investigación metódica y todo conocimiento de
la naturaleza) unos tesoros imaginarios, mal*
gastando los verdaderos. En una palabra, la
ciencia (buscada de una manera crítica y con
ducida metódicamente) es la puerta estrecha
que conduce a la doctrina de la sabiduría, si se
entiende por ésa no solamente lo que debe ha
cerse sino lo que debe servir de regla a los
maestros para preparar bien y hacer conocer
el camino de la sabiduría que cada uno debe
seguir, y para preservar a los otros del error.
La filosofía debe siempre permanecer como
guardiana de esta ciencia, y si el público no
debe tomar parte en las investigaciones sutiles
que le conciernen, al menos se interesa en las
doctrinas que, según tal elaboración, pueden
manifestarse al fin en toda su claridad.
Crítica de la razón práctica, AK V,
págs. 161-163.
Trad. F. Picavet, P. U. F., París„
1949, págs. 173-175.
244 Jean Ferrari
Moral y religión
La moral, que está fundada sobre el concepto
del hombre en tanto que ser libre, obligándose
en consecuencia, por su razón, a unas leyes in-
condicionadas, no tiene necesidad ni de la Idea
de un Ser diferente y superior a él paira que
conozca su deber, ni de otro móvil que la ley
misma para que la observe; Al menos es su
propia falta si se encuentra en él semejante ne
cesidad, que desde entonces no puede ser re
mediada por ninguna otra cosa, pues lo que no
tiene su fuente en sí mismo y en su libertad,
no podría compensar la deficiencia de su mo
ralidad. En lo que le concierne (tanto objetiva
mente en cuanto al querer como subjetivamente
en cuanto al poder), no tiene de ninguna ma
nera necesidad de la religión, sino que se bas
ta a sí misma gracias a la razón pura práctica.
En efecto, puesto que sus leyes obligan en vir
tud de la simple forma de la universal legitimi
dad de las máximas, que debe tomarse en con
formidad con ella, como condición suprema
(ella misma incondicional) de todos los fines, no
tiene de una manera general ninguna necesidad
de un motivo material determinante del libre
albedrío, es decir, de un fin, sea para reconocer
en qué consiste el deber, sea para impulsar a
hacerlo; pero puede y debe, cuando se trata de
deber, hacer abstracción de todos los fines. Así,
por ejemplo, para saber si, en justicia, debo
aportar un testimonio verídico o si debo (o si
Kant 245
puedo) obrar lealmente cuando me reclama el
bien del prójimo que me ha sido confiado, no
tengo que investigar un fin que podría propo
nerme realizar al hacer mi declaración, pues
poco importa la naturaleza de este fin; aún
más: aquel que cuando le es reclamado legal
mente su consentimiento, juzga todavía necesa
rio enterarse de un fin, por ese hecho mismo
es ya un miserable.
^Pero aunque la moral, para su práctica, no
tiene necesidad de la representación de un fin
que debería preceder a la determinación de la
voluntad, puede ocurrir que tenga una relación
necesaria con un fin de este género, no como
fundamento, sino como continuación necesaria
de las máximas adoptadas en conformidad con
las leyes/Eri efecto, sin relación de finalidad no
puede producirse en el hombre ninguna deter
minación voluntaria, pues no puede estar des
provista de algún efecto y su representación
debe poder estar admitida, si no como princi
pio de determinación del libre arbitrio y fin
antecedente en la intención, al menos como con
secuencia de su determinación por la ley en
vista de un fin, sin el que un libre arbitrio no
ajusta el pensamiento a la acción enfocada ha
cia algún objeto objetiva o subjetivamente de
terminado..., y sabiendo sin duda cómo, pero
no en qué sentido debe obrar, no sabría sa
tisfacerse de ninguna manera. Así para obrar
bien no hay necesidad en moral de un fin; la
ley que comprende de una manera general la
condición formal del uso de la libertad le bas
ta. Sin embargo, de la moral se desprende un
246 Jean Ferrari
fin, pues es imposible que la razón sea indife
rente a la respuesta hecha a esta cuestión: qué
puedey pues, resultar de este bien obrar nues
tro, y hacia él podríamos —incluso si eso no
dependiese enteramente de nuestro poder— di
rigir nuestra actividad, como hacia una meta,
a fin de que esté al menos de acuerdo con ésta.
No se tratará ciertamente más que de la idea
de un objeto que comprende, reunidos en él, la
condición formal de todos los fines que debe
mos tener (el deber) y al mismo tiempo todo lo
condicionado correspondiente a todos nuestros
fines (la felicidad conforme a la observación
del deber), es decir, la idea de un soberano en
el mundo que, para ser posible, nos obliga a
admitir un Ser superior, moral, muy santo y
todopoderoso, único que puede unir los dos
elementos que comporta; sin embargo esta idea
(considerada prácticamente) no es vacía, porque
provee a nuestra necesidad natural de conce
bir para nuestra actividad tomada en su con
junto alguna meta final, que puede estar jus
tificada por la razón; si no fuese así, habría
allí un obstáculo para la determinación moral.
Ahora bien, lo aquí esencial es que esta idea s^
desprende de la moral y no es su fundamento;
proponerse este fin supone ya unos principios
morales, pues no puede ser indiferente para la
moral concebir o no la idea de una meta final
para todas las cosas (su acuerdo con ella no
aumenta verdaderamente el número de sus de
beres, sino que les suministra un punto particu
lar de convergencia al que vienen a unirse to
dos los fines); solamente así la conjunción de
Kant 247
la libertad con la finalidad de la naturaleza, de
la que no podemos pasarnos de ninguna mane
ra, puede hacerse una realidad prácticamente
objetiva.
La moral conduce, pues, infaliblemente a la
religión, ampliándose así hasta la idea de un
legislador moral todopoderoso, exterior al hom
bre, en cuya voluntad es fin último (de la crea
ción del mundo) lo que puede y debe ser igual
mente el fin último del hombre.
La religión en los límites de la
simple razón, AK VI, págs. 3-6.
Trad. Gibelin, París, Vrin, 1952,
págs. 21-24.
FINALIDAD, HISTORIA
Y ANTROPOLOGIA
Naturaleza y libertad
El uso de nuestra facultad de conocer según
unos principios —y, en consecuencia, la filoso
fía— se extiende tan lejos como los conceptos
a priori tienen aplicación.
Ahora bien, el conjunto de todos los objetos
con los que están relacionados estos conceptos,
a fin de constituir, en lo posible, un conoci
miento, puede ser dividido según el grado de
suficiencia o de insuficiencia de nuestras facul
tades en relación a este designio.
Los conceptos, en la medida en que están re
lacionados con los objetos, sin que se considere^
si un conocimiento de éstos es o no posible, po-
seen su campo, que está determinado solamen
te según la relación de su objeto con nuestra
facultad de conocer en general. La parte de este
campo, en el que el conocimiento es posible pa
ra nosotros, es un territorio (territorium) para
estos conceptos y la facultad de conocer exigida
a este efecto. La parte de este territorio donde
legislan es el campo (ditio) de estos conceptos
y de las facultades de conocer que les convie
nen. Los conceptos de la experiencia tienen su
Kant 255
territorio en la naturaleza, como conjunto de
todos los objetos de los sentidos, pero no un
campo (no tienen más que un domicilio, domi-
cilium), porque son en verdad productos de
una manera legal. No legislan, y las reglas fun
dadas sobre ellos son empíricas y por tanto con
tingentes.
La totalidad de nuestra facultad de conocer
posee dos campos: el de los conceptos de la
naturaleza y el del concepto de libertad; en
efecto, legisla a priori para estos dos géneros
de conceptos. La filosofía se divide también, de
acuerdo con esta facultad, en filosofía teórica y
en filosofía práctica. Pero el territorio sobre el
cual establece su dominio y sobre el que ejerce
su legislación es siempre solamente el conjunto
de los objetos de toda experiencia posible, en la
medida en que son tenidos por simples fenó
menos; si fuese de otra manera, no se podría
concebir ninguna legislación que les concer
niera.
La legislación por conceptos naturales se
efectúa por el entendimiento y es teórica. La
legislacióji por el concepto de libertad se efectúa
por la razón y es simplemente práctica. Sólo
porque es práctica, la razón puede legislar; en
lo que se refiere al conocimiento teórico (de la
naturaleza) no puede, partiendo de leyes dadas
(de las que está instruida gracias al entendi
miento), más que sacar por los razonamientos
unas conclusiones, que permanecen siempre so
lamente al nivel de la naturaleza. Inversamente,
donde hay reglas prácticas la razón no legisla
256 Jean Ferrari
a pesar de ello, pues estas reglas pueden ser
técnico-prácticas.
El entendimiento y la razón tienen, pues, dos
legislaciones diferentes sobre un solo y mismo
territorio de la experiencia, y éstas no deben
molestarse una a otra. En efecto, el concepto de
la naturaleza tiene también poca influencia so
bre la legislación por el concepto de libertad,
y éste enturbia poco la legislación de la natu
raleza. La Crítica de la razón pura ha demos
trado la posibilidad de pensar al menos sin
contradicción la coexistencia de dos legislacio
nes y de las facultades que se añaden en el mis
mo sujeto, mientras que refuta las objeciones
desvelando en éstas la apariencia dialéctica.
Pero si estos dos campos diferentes, que se
limitan sin pausa, si no ciertamente en su legis
lación, al menos en sus efectos en el mundo
sensible, no constituyen uno solo, eso se debe a
que el concepto de la naturaleza representa bien
sus objetos en la intuición, no como cosas en sí
sino como fenómenos, mientras que en des
quite el concepto de libertad representa en su
objeto una cosa en sí, pero no en la intuición,
y por consiguiente ninguno de los dos puede
procurar un conocimiento teórico de su objeto
(incluso del sujeto pensante) como cosa en sí,
que sería lo suprasensible, de lo que debemos
poner la idea en el fundamento de la posibilidad
de todos los objetos de la experiencia, sin que
se pueda jamás elevar y ampliar esta idea hasta
su conocimiento.
Existe así para nuestra facultad de conocer
en su conjunto un campo ilimitado, pero tam
Kant 257
bién inaccesible: el campo de lo suprasensible,
I
La insociable sociabilidad
El medio de que se sirve la naturaleza para
realizar el desarrollo de todas sus disposiciones
es su antagonismo en el seno de la sociedad, en
tanto que éste sea, en fin de cuentas, la causa de
una ordenación regular de esta sociedad. En
tiendo aquí por antagonismo la insociable so
ciabilidad de los hombres, es decir, su inclina
ción, que está sin embargo doblada con una re
pulsión general a hacerlo, que amenaza cons
tantemente con disgregar esta sociedad. El hom
bre tiene inclinación a asociarse, pues en tal
estado se siente más que hombre por el des
arrollo de sus disposiciones naturales. Pero ma
nifiesta también una gran propensión a sepa
rarse (aislarse), pues encuentra al mismo tiem
po en él el carácter de insociabilidad que le em
puja a querer dirigir todo en su sentido; y por
este hecho espera encontrar resistencias por
todos lados, de la misma manera que se sabe
por sí mismo inclinado a resistir a los otros.
Es esta resistencia la que despierta todas las
fuerzas del hombre, le lleva a dominar su in
clinación a la pereza y, bajo el impulso de la
ambición, del instinto de dominación o de avi
dez, a abrirse un sitio entre sus compañeros, a
quienes soporta de mala gana, pero de los qüe
no puede prescindir. El hombre ha recorrido
entonces los primeros pasos que le llevan de
la grosería a la cultura, cuyo verdadero fun
damento es el valor social del hombre; es en
270 Jean Ferrari
tonces cuando se desarrollan poco a poco to
dos los talentos, cuando se forma el gusto y
cuando, incluso prosiguiendo esta evolución ha
cia la claridad, comienza a fundarse una forma
de pesamiento que puede con el tiempo trans
formar la grosera disposición natural al discer
nimiento moral en principios prácticos deter
minados. Por esta vía, un acuerdo patológica
mente obtenido en vista del establecimiento
de una sociedad, puede convertirse en un todo
moral. Sin estas cualidades de insociabilidad,
poco simpáticas ciertamente por sí mismas,
fuente de la resistencia que cada uno debe ne
cesariamente encontrar en sus pretensiones
egoístas, todos los talentos quedarían para siem
pre ocultos en gérmenes, en medio de una exis
tencia de pastores de Arcadia, en una concor
dia, una satisfacción y un amor mutuo perfecto;
los hombres, dulces como los corderos que
hacen apacentar, no darían a la existencia ape
nas más valor del que tiene su rebaño domés
tico; no colmarían la nada de la creación en
consideración del fin que se propone como na
turaleza racional. Demos las gracias, pues, a la
naturaleza por este humor poco conciliante, por
la vanidad rivalizando en la envidia, por el ape
tito insaciable de posesión, o incluso de domi
nación. Sin eso, todas las disposiciones natura
les excelentes de la humanidad quedarían aho
gadas en un sueño eterno. El hombre quiere
la concordia, pero la naturaleza sabe mejor
que él lo que es bueno para su especie; quiere
la discordia. El hombre quiere vivir cómoda
mente a su gusto; pero la naturaleza quiere que
Kant 271
esté obligado a salir de su inercia y de su sa
tisfacción pasiva, que se hunda en el trabajo
y en la fatiga para encontrar en cambio los me
dios de liberarse sabiamente.
Ideas para una Historia Universal
desde el punto de vista cosmopolita,
AK VIII, págs. 20 y 21.
Trad. Piobetta en La filosofía de
la historia, Aubier-Montaigne, pági
nas 64-66.
La Revolución francesa:
un acontecimiento de nuestro tiempo que
prueba la tendencia moral de la humanidad
Este acontecimiento no puede interpretarse
simplemente como un conjunto de acciones o
fechorías importantes cometidas por los hom
bres: lo que era grande entre los hombres se
ha vuelto pequeño o lo que era pequeño se ha
vuelto grande; desaparecen antiguos y brillan
tes edificios políticos como por arte de magia y
en su lugar surgen otros, como de las profundi
dades de la tierra. No, nada de eso. Se trata
solamente de la manera de pensar de los es
pectadores, que se traiciona públicamente en
este juego de las grandes revoluciones y que,
incluso a pesar del peligro de los serios incon
venientes que podría atraer tal parcialidad, ma
nifiesta no obstante un interés universal, que
es sin embargo desinteresado para los jugado
res de un partido contra los del otro, demos
trando así (a causa de la universalidad) un as
pecto de la humanidad en general y también
(a causa del desinterés) un aspecto moral de
ésta, al menos en su fondo, que no sólo permi
te esperar el progreso hacia lo mejor, sino que
constituye incluso tal progreso en la medida
en que puede ser alcanzado actualmente.
Que la revolución de un pueblo espiritual que
hemos visto efectuarse en nuestros días tenga
éxito o fracase; que amontone la miseria y los
crímenes horrorosos hasta el punto de que si
276 Jean Ferrari
un hombre sabio pudiese esperar, al empren
derla por segunda vez y acabarla felizmente, se
decidiría a no intentar jamás la experiencia a
ese precio, esta revolución, digo, encuentra en
los espíritus de todos los espectadores (que no
están comprometidos en este juego) una sim
patía que roza en el entusiasmo y su manifes
tación misma expone al peligro; por consiguien
te, no podía tener otra causa que una disposi
ción moral del género humano.
La causa moral que interviene aquí es doble:
primero, la del derecho que tiene un pueblo,
si quiere darse una constitución política que le
parezca buena, de no ser impedido por otros
poderes; segundo, la del fin (que es también
un deber), a saber: que sólo la constitución de
un pueblo es en sí conforme al derecho y mo
ralmente buena cuando es, por su naturaleza,
propia para evitar por principio una guerra
ofensiva —eso no puede serlo más que la cons
titución republicana, al menos teóricamente— y
en consecuencia propia para colocarse en unas
condiciones gracias a las cuales la guerra (fuen
te de todos los males y de toda corrupción de
las costumbres) esté descartada y el progreso
hacia lo mejor asegurado negativamente al gé
nero humano, a pesar de toda su flaqueza;
pero al menos será un progreso sin trabas.
A pesar de esto y del hecho de participar en
el bien con pasión, el entusiasmo no debe ser
aprobado todavía. Toda emoción como tal me
rece censura, permitiendo, sin embargo, gracias
a esta historia, hacer la siguiente observación,
importante para la antropología, a saber: que el
Kant 277
verdadero entusiasmo se refiere siempre a lo
que es ideal y, ciertamente, a lo que es pura
mente moral (al concepto del derecho, por
ejemplo). No puede basarse sobre el interés.
Los adversarios de los revolucionarios no pue
den, a pesar de las recompensas pecuniarias,
alzarse hasta el celo y la grandeza de alma que
despierta en éstos el puro concepto del derecho,
e incluso el concepto del honor de la vieja no
bleza guerrera (una manifestación del entusias
mo) se desvanece ante las armas de los que tie
nen en vista el derecho del pueblo al que per
tenecen y que se consideran como los defen
sores de este derecho; exaltación con lá que
simpatiza el público que contempla desde fue
ra, sin que tenga la menor intención de in
tervenir.
El conflicto de las facultades, AK
VII, págs. 85 y 86.
Trad. Gibelin, París, Vrin, 1955,
págs. 100-103.
V El campo de la filosofía
La filosofía es, pues, el sistema de los cono
cimientos filosóficos o de los conocimientos ra
cionales por medio de conceptos. Tal es la no
ción escolástica de esta ciencia. Según su no
ción cósmica, es la ciencia de los fines últimos
de la razón humana. Esta concepción elevada
confiere a la filosofía dignidad, es decir, valor
absoluto. Y efectivamente, es incluso la única
278 Jean Ferrari
que no posee más valor que el intrínseco y que
confiere originalmente un valor a los otros co
nocimientos.
Seguramente siempre acabamos por pregun
tarnos: ¿para qué sirve el filosofar? ¿Para qué
sirve la meta contemplada finalmente: la filoso
fía misma, considerada como ciencia según su
concepto escolástico?
En este sentido escolástico de la palabra, la
filosofía apunta solamente a la habilidad; desde
el punto de vista de su concepto cósmico, al
contrario, a la utilidad. Desde el primer punto
de vista es, pues, una doctrina de la habilidad;
desde el segundo, una doctrina de la sabiduría,
la legisladora de la razón, y en esta medida el
filósofo no es un artista de la razón, sino su
legislador.
El artista de la razón, o como le llama Só
crates, el filodoxo, mira simplemente al cono
cimiento especulativo sin preguntarse en qué
medida contribuye el saber al fin último de la
razón humana: da las reglas para colocar la ra
zón al servicio de toda clase de fines. El filósofo
práctico, el dueño de la sabiduría por la doc
trina y por el ejemplo, es el verdadero filósofo.
Pues la filosofía es la idea de una sabiduría per
fecta que nos señala los fines últimos de la ra
zón humana.
En la filosofía según su noción escolástica es
necesario hacer dos partes: en primer lugar,
una provisión suficiente de conocimientos ra
cionales; por otra parte, una organización sis
temática de estos conocimientos, o su conexión
en la idea de un todo.
Kant 279
No solamente la filosofía permite tal organi
zación estrictamente sistemática, sino que es
la única que posee, en el sentido más propio,
una organización sistemática y que da a todas
las otras ciencias una unidad sistemática.
Pero tratándose de la filosofía según su sen
tido cósmico (in sensu cosmico), la podemos
llamar también ciencia de las máximas supre
mas del uso de nuestra razón, si se entiende por
máxima el principio interno de la elección en
tre diferentes fines.
Pues la filosofía, en este último sentido, es in
cluso la ciencia de la relación de todo conoci
miento y de todo uso de la razón con el fin
último de la razón humana, fin al que, en tanto
que supremo, están subordinados todos los
otros fines y en el que deben estar todos unifi
cados.
El campo de la filosofía en este sentido se re
duce a las cuestiones siguientes:
1. ¿Qué puedo saber?
2. ¿Qué debo hacer?
3. ¿Qué me está permitido esperar?
4. ¿Qué es el hombre?
A la primera cuestión responde la metafísica;
a la segunda, la moral; a la tercera, la religión;
a la cuarta, la antropología. Pero en el fondo
podría reducirse todo a la antropología, puesto
que las tres primeras cuestiones se refieren a
la última.
280 Jean Ferrari
El filósofo debe pues poder determinar:
1. La fuente del saber humano.
2. La extensión del uso posible y útil de
todo saber.
3. Los límites de la razón.
Esta última determinación es la más indispen
sable y la más difícil; pero el filodoxo no se
preocupa por ello.
Lógica, AK IX, págs. 23-25.
Trad. Guillermit, París, Vrin, 1966,
págs. 23-25.
Pedagogía y filosofía
Toda enseñanza de la juventud tiene en sí el
inconveniente de que está forzada a adelantar
los años por medio del conocimiento y que, sin
esperar a la madurez del entendimiento, debe
mos conferir unos conocimientos que, según
el orden natural, no podrían ser comprendidos
más que por una razón ejercitada y experimen
tada. De ahí derivan los eternos prejuicios de
las escuelas, que son más tenaces y a menudo
más absurdos que los comunes, y la locuacidad
precoz de los jóvenes pensadores, que es más
ciega que toda otra presunción y más irreme
diable que la ignorancia. Sin embargo, este in
conveniente no puede ser completamente elu
dido, pues en una época de una organización
social muy refinada los conocimientos sutiles
Kant 281
forman parte de los medios del progreso y se
convierten en necesidades que, según su natu
raleza, deben ser contadas propiamente entre
los ornamentos de la vida y, por así decirlo, en
tre sus bellezas superfluas. Sin embargo, es po
sible conformar mejor a la naturaleza la ense
ñanza pública, incluso en una materia en que
podemos ponerla de acuerdo con ella. Pues
comoj el progreso natural de los conocimientos
es que el entendimiento se forme en primer
lugar llegando por la experiencia a los juicios
intuitivos y por éstos a los conceptos, que di
chos conceptos puedan luego ser reconocidos
por la razón en relación con sus principios y
sus consecuencias, y finalmente reunidos por la
ciencia en un todo bien ordenado, la enseñanza
debe recorrer el mismo camino. Lo que se es
pera, pues, de un profesor es que forme en sus
oyentes primero el entendimiento del hombre,
luego su razón y finalmente haga de él un sabio.
Tal conducta tiene la ventaja de que, incluso
si el estudiante no llegase jamás al último gra
do, como sucede corrientemente, habrá sacado
provecho sin embargo de la enseñanza y se ha
brá hecho, si no para la escuela, al menos para
la vida, más ejercitado y más inteligente.
Si se invierte este método, el alumno adquiere
una especie de razón antes de que se haya for
mado en él el entendimiento y lleva una ciencia
prestada, que, por así decirlo, sólo está colgada
de él y no se ha desarrollado en dicho sujeto,
pues su aptitud intelectual ha quedado tan es
téril como antes, pero se ha vuelto al mis
mo tiempo más corrompida por la ilusión de
282 Jean Ferrari
la ciencia. Tal es la razón por la que no es ra
ro encontrar sabios —hablando propiamente:
personas que han hecho estudios— que mues
tran poco entendimiento, y por ello las Acade
mias envían al mundo más cabezas imbéciles
que cualquier otro estado de la sociedad.
La regla de conducta es así la siguiente: en
primer lugar, hacer madurar el entendimiento
y acelerar su crecimiento, ejercitándolo en unos
juicios de experiencia y haciéndolo atento a lo
que pueden enseñarle las impresiones compa
radas de sus sentidos. No se debe intentar un
salto audaz de estos juicios o conceptos a los
más elevados y a los más alejados, sino llegar
allí por el sendero natural y allanado de los
conceptos interiores que conducen poco a poco
más lejos; pero todo eso de acuerdo con la
aptitud que necesariamente ha debido produ
cir en él el ejercicio precedente, y no según la
qué percibe —o cree percibir— en sí mismo, y
que supone tan erróneamente en sus oyentes.
En resumen, no se debe enseñar pensamientos,
sino a pensar; no se debe llevar al alumno, sino
guiarlo, si se quiere que sea en el futuro capaz
de marchar por sí mismo.
La naturaleza propia de la filosofía requiere
tal manera de enseñar. Pero cómo es verdade
ramente una ocupación para el adulto, no es
asombroso que se presenten dificultades cuan
do se quiere conformarla a la aptitud menos
ejercitada de la juventud. El estudiante que sale
dé la enseñanza escolar está acostumbrado a
aprender. Piensa ahora que va a aprender la fi
losofía, lo que es sin embargo imposible, pues
Kant 283
debe en adelante aprender a filosofar. Voy a
explicarme más claramente: todas las ciencias
que cabe aprender pueden en sentido propio
ser reducidas a dos géneros: las ciencias histó
ricas y matemáticas. A las primeras pertenecen,
además de la historia propiamente dicha, la
descripción de la naturaleza, la filología, el de
recho positivo... Ahora bien, en todo lo que es
histórico, la experiencia personal o el testimo
nio extranjero, y en lo que es matemático, la
evidencia de los conceptos y la necesidad de la
demostración constituyen algo que está dado de
hecho; por consiguiente, es una posesión y, por
así decirlo, tiene que ser asimilado. Es, pues,
posible en uno y otro caso aprender, es decir,
imprimir, sea en la memoria, sea en el enten
dimiento, lo que puede sernos expuesto como
una disciplina ya acabada. Así, para poder
aprender también la filosofía haría falta, en pri
mer lugar, que existiese realmente una. Debe
ríamos poder presentar un libro y decir: «Ved,
he aquí asegurados la ciencia y unos conoci
mientos; aprended a comprenderlo y a retener
lo; construid en seguida sobre esto y seréis filó
sofos». Hasta que me enseñen tal libro de filo
sofía, sobre el cual pueda apoyarme casi como
sobre Polibio para exponer un acontecimiento
de la historia, o sobre Euolides para explicar
una proposición de geometría, séame permitido
decir que abusamos de la confianza del público
cuando, en lugar de extender la aptitud intelec
tual de la juventud que nos es confiada y de
formarla en vista de un conocimiento personal
futuro en su madurez, se la engaña con una fi
284 Jean Ferrari
losofía pretendidamente ya acabada, que ha
sido imaginada para ella por otros, y de la que
deriva una ilusión de ciencia, que no vale como
buen dinero más que en un cierto lugar y en
tre ciertas gentes, pero que está en cualquier
otro sitio desmonetizado. El método específico
de la enseñanza en filosofía es cetético, como lo
llamaban algunos antiguos ( ) , es de
cir, un método de investigación, y sólo una ra
zón ya ejercitada se puede hacer en algunos
campos dogmática, esto es, decisoria. El autor
filosófico sobre el que nos apoyamos en la en
señanza no debe ser considerado como el mo
delo del juicio, sino solamente como una oca
sión de juzgar por sí mismo sobre él, e incluso
contra él, y el método de reflexionar y de ra
zonar por sí mismo es la posesión que el estu
diante busca esencialmente; la posesión sola
puede también serle útil y los conocimientos
positivos adquiridos al mismo tiempo deben
ser considerados como consecuencias contin
gentes, para cuya rica floración sólo tiene que
plantar en él las raíces fecundas.
Anuncio del programa de leccio
nes de M. E. Kant para el semestre
de invierno 1765-1766, AK II, pági
nas 305-307.
Trad. Fichant, París, Vrin, 1966,
págs. 67-70.
CRONOLOGIA KANTIANA
Fechas VIDA Y OBRAS DE KANT
1724 Nace en Kónigsberg, el 22 de abril, Immanuel
Kant, cuarto hijo del maestro guarnicionero
Johann Georg Kant y de su mujer Regina Anna
Reuter.
De Kant frecuenta el colegio pietista Fridericia-
1732 num, cuyo director, Franz Albert Schultz, ami
a go de sus padres, es predicador en la corte y
1740 profesor de teología en la universidad. Este
último ejerce una influencia decisiva sobre el
joven Kant, que se entusiasma por los autores
de la antigüedad y por la lengua latina; pero
el pesado sistema de los ejercicios de piedad
hace nacer en Kant una aversión definitiva ha
cia las prácticas del pietismo.
1733
1736
1737
1738 Muere su madre.
De Estudia filosofía, matemáticas y ciencias físicas
1740 en la universidad de Kónigsberg y recibe una
a influencia determinada de su maestro Martin
1746 Knutzen, que mantiene con su alumno relacio
nes personales y amistosas y pone a su dispo
sición los recursos de una rica biblioteca. Sigue
SUCESOS HISTÓRICOS Y LITERARIOS
KANT.— 10
Fechas VIDA Y OBRAS DE KANT
el fuego, en latín.
En septiembre, habilitación con Nueva expli
cación de los primeros principios del conoci
miento metafísico. Se hace privat-dozent (cate
drático sin sueldo) de filosofía en la universi
dad de Kónigsberg. Da lecciones de filosofía,
ciencias naturales, geografía física y teología.
1756 En abril, tercera disertación latina: Monadolo-
gía física, con defensa pública, lo cual le per
mite ser nombrado profesor.
1759
De Herder sigue los cursos de Kant.
1762
a
1764
1763 Kant obtiene el segundo premio por sus Inves
tigaciones sobre la evidencia de los principios
de la teología natural y de la moral, sobre una
cuestión planteada por la Academia de Cien
cias de Berlín.
1764 Kant rehúsa una cátedra de Arte Poético.
1765 Con el puesto de sub-bibliotecario de la Biblio
teca Real del castillo de Kónigsberg, Kant ob
tiene su primer empleo fijo retribuido.
SUCESOS HISTÓRICOS Y LITERARIOS
Voltaire: Cándido.
Rousseau: El contrato social; Emilio.
Pufendorf: De iure gentium et naturae.
Fechas VIDA Y OBRAS DE KANT
1767
1769 Es nombrado profesor ordinario en Erlangen y
en Jena; pero Kant rehúsa, pues se le va a ofre
cer un puesto en Konigsberg.
1770 Con la disertación La forma y los principios del
mundo sensible y del mundo inteligible, y su
defensa pública, se convierte en profesor ordi
nario de Metafísica y de Lógica en la universi
dad de Konigsberg.
1772 Abandona su cargo en la biblioteca del castillo.
1774
1776
1777
1780 Entra en el Senado académico de la universi
dad de Konigsberg.
1781 Crítica de la razón pura.
1783 Prolegómenos a toda metafísica futura.
1784
SUCESOS HISTÓRICOS Y LITERARIOS
Lessing: La dramaturgia de Hamburgo.
Máquina de Watt.
Goethe: Werther.
Declaración de Independencia de los Estados Unidos
de América.
Lavoisier: la combustión.
I
Las obras completas de Kant son publicadas
por la Academia de Ciencias de Berlín, Walter de
Gruyter y Co., editores. Han aparecido 28 volú
menes.
II
Obras de Kant cuyas traducciones al francés han
sido publicadas recientemente:
La monadología física (1756). Nueva definición del
movimiento y del reposo (1758). De la falsa suti
lidad de las cuatro figuras del silogismo (1762).
Del primer fundamento de la diferencia de las
regiones en el espacio (1768). Trad. S. Zac., París,
Vrin, 1970.
Ensayo de algunas consideraciones sobre el opti
mismo (1759). El único fundamento posible de
una demostración de la existencia de Dios (1763).
Trad. Festugiéres, en Pensamientos sucesivos so
bre la teodicea y la religión, París, Vrin, 1963.
300 Jean Ferrari
Ensayo para introducir en filosofía el concepto de
magnitud negativa (1763). Trad. Kempf, París,
Vrin, 1949.
Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y
de lo sublime (1764). Trad. Kempf, París, Vrin,
1953.
Investigación sobre la evidencia de los principios
de la teología natural y de la moral (1764). Anun
cio del programa de lecciones para el semestre
de invierno 1765-1766 (1765). Trad. Fichant, París,
Vrin, 1966.
Sueños de un visionario (1766). Trad. Courtés, Pa
rís, Vrin, 1967.
Disertación de 1770. Trad. Gibelin, París, Vrin, 1965.
Carta a Marcus Herz (21 de febrero de 1772). Tra
ducción Vemeaux, Aubier-Montaigne, París, 1968.
De las diferentes razas humanas (1775). Trad. Pio-
betta en La filosofía de la historia, Meditacio
nes, Ed. Gonthier, 1964.
Crítica de la razón pura, 1.a edición (1781) y 2.a edi
ción (1787). Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1968.
Prolegómenos a toda metafísica futura (1783). Tra
ducción Gibelin, París, Vrin, 1969.
Respuesta a la cuestión: «¿Qué son las Luces?»
(1784).
Ideas para una Historia Universal desde el punto
de vista cosmopolita (1784).
Informe sobre la obra de Herder: Ideas para una
filosofía de la historia de la humanidad (1785).
Sobre la definición del concepto de raza humana
(1785). Trad. Piobetta, en La filosofía de la his
toria, ob. cit.
Fundamentación de la metafísica de las costum
bres (1785). Trad. Delbos, París, Delagrave, 1967.
Primeros principios metafísicos en la ciencia de
la naturaleza (1786). Trad. Gibelin, París, Vrin,
1952.
Kant 301
¿Qué es orientarse en el pensamiento? (1786). Tra
ducción Philonenko, París, Vrin, 1967.
Conjeturas sobre los comienzos de la historia hu
mana (1786). Sobre el uso de los principios
teleológicos en filosofía (1788). Trad. Piobetta,
en La filosofía de la historia, ob. cit.
Crítica de la razón práctica (1788). Trad. Picavet,
P.U.F., París, 1966.
Respuesta a Eberhard (1790). Trad. Kempf, París,
Vrin, 1959.
Crítica del Juicio (1790). Trad. Philonenko, París,
Vrin, 1965.
Sobre el fracaso de todos los ensayos de teodicea
(1791). El fin de todas las cosas (1794). Trad. Fes-
tugiéres, en Pensamientos sucesivos..., ob cit.
Sobre la expresión: eso está bien en teoría, pero
en la práctica no sirve (1793).
Sobre un pretendido derecho de mentir de la hu
manidad (1797). Trad. Guillermit, París, Vrin,
1967.
La religión en los límites de la simple razón (1793).
Trad. Gibelin, París, Vrin, 1968.
Primera introducción a la Crítica del Juicio (1794).
De un tono de gran señor adoptado poco ha en
filosofía (1796).
Anuncio de la próxima conclusión de un tratado
de paz perpetua en filosofía (1796). Trad. Gui
llermit, París, Vrin, 1968.
Hacia la paz perpetua (1795). Trad. Darbellay,
P.U.F., París, 1958.
Metafísica de las costumbres, 1.a parte: «Doctrina
del derecho». Trad. Philonenko, París, Vrin, 1971.
Metafísica de las costumbres, 2.a parte: «Doctrina
de la virtud» (1797). Trad. Philonenko, París,
Vrin, 1968.
El conflicto de las facultades (1798). Trad. Gibelin,
París, Vrin, 1955.
302 Jean Ferrari
Antropología (1798). Trad. Foucault, París, Vrin,
1964.
Lógica (1800). Trad. Guillermit, París, Vrin, 1966.
Reflexiones sobre la educación (1803). Trad. Philo-
nenko, París, Vrin, 1966.
Los progresos de la metafísica en Alemania desde
Leibniz y Wolff (1804). Trad. Guillermit, París,
Vrin, 1968.
Opus postumum: textos escogidos y traducidos
por J. Gibelin, París, Vrin, 1950.
Cartas sobre la moral y la religión. Trad. J.-L. Bruph,
Aubier-Montaigne, París, 1969.
Trozos escogidos en la colección Los grandes tex
tos, P.U.F., París.
«Kant: La razón pura», por Claude Khodoss;
«Kant: La razón práctica», por Florence Kho
doss;
«Kant: El juicio estético», por Florence Kho
doss.
Pág.
Introducción ..................................................... 9
El conocimiento ............................:................. 37
La filosofía práctica......................................... 93
Teología, teleología y filosofía de la historia. 119
Conclusión ........................................................ 141
SELECCIÓN DE TEXTOS
Retrato .............................................................. 151
El melancólico .............................................. 151
La resolución kantiana ............................... 154
De la audacia en filosofía ........................... 155
Del libre uso de la razón ............................. 157
La creación filosófica y su expresión lite
raria ........................................................... 163
Los grandes temas de la crítica ..................... 169
Hume ............................................................. 169
La revolución copemicana .......................... 172
Conocimiento puro y conocimiento empí
rico ............................................................. 174
Pag,.
Intuición y sensibilidad ............................... 176
La paradoja del espejo ................................. 179
Del espacio .................................................... 181
El tiempo ...................................................... 184
Las dos fuentes de nuestro conocimiento ... 187
Los juicios sintéticos a priori...................... 190
Entendimiento, juicios, conceptos .............. 193
La deducción de las categorías ................... 198
El cogito kantiano ....................................... 200
¿Qué es un esquema? .................................. 201
La Torre de Babel ....................................... 205
La inevitable vaguedad de la razón ............ 206
El vuelo de la paloma platónica ................ 209
Las antinomias de la razón pura ................ 213
Del uso regulador de las ideas de la razón
pura ............................................................ 215
La utilidad de la crítica. Distinción entre
conocer y pensar ..................................... 219
El único provecho de la filosofía de la ra
zón pura .................................................... 224
La moral ........................................................... 227
La sabiduría ................................................. 227
La buena voluntad ....................................... 230
El imperativo categórico ............................. 233
Voluntad y libertad ..................................... 236
Método y sabiduría ..................................... 240
Moral y religión ............................................ 244
Finalidad, historia y antropología ................... 249
El arte de los sistemas ................................ 249
La finalidad. Juicios determinantes y juicios
reflexionantes ............................................. 250
Naturaleza y libertad .................................. 254
La belleza, símbolo de la moralidad ......... 258
El hombre, fin úlcimo de la naturaleza .... . 261
La insociable sociabilidad ............................ 269
La Sociedad de las Naciones ..................... ... 271
La Revolución francesa ................................ 275
Pág.
El campo de la filosofía ...............................277
Pedagogía y filosofía ......................................280
Cronología kantiana ....................................... ..285
Bibliografía ........................................................299