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JEAN FERRARI

Profesor de cursos de investigación


en la Facultad de Letras de Rabat

Kant
o la invención del hombre

filósofos de todos los tiempos


INTRODUCCIÓN

Perfil humano
Durante mucho tiempo se han tenido ideas
convencionales sobre la personalidad humana
de Kant, y las imágenes que los manuales pre­
sentan de él no corresponden al testimonio de
sus discípulos y contemporáneos El rigorismo
atribuido a su moral hace imaginar a este
hombre seco y triste, dominado en la vida co­
tidiana por la monotonía y enteramente re­
plegado en sí mismo, en pos de una búsqueda
de las verdades abstractas, sin cuidarse de las
comunes preocupaciones temporales. Los retra­
tos porfiadamente extendidos contribuyen a
crear esta impresión. Las insuficiencias de una
caracterología mal comprendida hacen de él un
flemático.
Ahora bien, para llegar a comprender el ver­
dadero alcance de su empresa filosófica es im­
10 Jean Ferrari
portante, en primer lugar, devolver a Kant un
aspecto humano.
Parecía que nada bueno podía salir de Ko-
nigsberg. Puerto comercial sobre el río Pregel,
al extremo norte de Prusia oriental, su situa­
ción apartada la mantenía alejada de los gran­
des movimientos intelectuales de la época.1
Konigsberg poseía una pequeña universidad de
creación reciente,2 que a principios del si­
glo xvin se parecía más a una escuela popular
que a un establecimiento de enseñanza supe­
rior. 3 Además, el ambiente de la época se mos­
traba poco propicio a la invención: en el plano
filosófico estaba dominado por el dogmatismo
1 Las universidades alemanas, todavía dominadas al
principio del siglo xvm por la escolástica melanchtonia-
na nacida de Latero, permanecían cerradas a las in­
fluencias extranjeras. Se ha subrayado a menudo el
retraso que ha resultado de ello para ©1 pensamiento
alemán. (Véase, por ejemplo, Arvon: La filosofía ale­
mana, Seghers, 1970, págs. 8 y 9.) Con la subida al
trono de Federico II en 1740, se cumplían las condicio­
nes políticas que iban a permitir a Alemania abrirse al
pensamiento, europeo. La Academia de Ciencias de Ber­
lín jugó a este respecto un papel considerable. Pero
quedaban numerosas resistencias, y por todo el país se
miraba con amargura la poca estima que sentía el rey
hacia la cultura nacional y hacia los escritores ale­
manes.
2La universidad de Konigsberg fue fundada en 1544.
8 Brock escribe a Gottched en 1729: «La universidad
está aquí en un estado tan lamentable, que parece una
escuela popular (Trivialschule). La filosofía sufre de
fiebre hética y las otras ciencias están también en
mal estado». (Citado por B. Erdmann en Martin Knut-
zen und seine Zeit, Leipzig, 1876, pág. 21.)
Kant 11
racionalista de Wolff,4 deducción perfecta del
ser y del actuar —al que, al parecer, no se po­
dría añadir nada—; y en el plano religioso, por
el pietismo,5 al cual estaban estrechamente li­
gados los padres de Kant y que se caracteriza­
ba por una moral austera, una gran descon­
fianza hacia las especulaciones filosóficas y
teológicas, una exigencia permanente de oracio­
nes y de buenas obras. Después de un período
de violenta oposición, wolffianismo y pietismo
se habían acercado, particularmente en Ko­
nigsberg, gracias a la acción de hombres como
Schultz,6 sin cuya protección Kant no habría
podido jamás hacer sus estudios.
En efecto, Kant pertenecía a una humilde fa­
milia de artesanos. Su padre era guarnicionero
y una de sus hermanas estaba dedicada al ser­
vicio doméstico. A causa de diversas circuns­
tancias -í- a pesar de sus títulos universitarios—
4Discípulo de Leibniz, que sometió el cultivo de la
filosofía a las exigencias de una exposición escolar,
Ohristian Wolff (1679-1754) ejerció gran influencia sobre
el pensamiento alemán del siglo xvm. Kant rindió ho­
menaje varias veces a su genio matemático, y Hegel le
llama maestro de los alemanes.
5 Movimiento religioso fundado en Alemania por
Spener (1635-1705), que quería regenerar el espíritu de
la Reforma -mediante una vuelta a la Biblia y frecuen­
tes reuniones comunitarias de meditaciones y de ac­
ción de gracias.
eFranz Schultz (1692-1763) llega a Konigsberg en 1731
como pastor. Sus cualidades modales e intelectuales so­
bresalientes hicieron que se le confiasen las más altas
responsabilidades. Enseñaba teología en la universidad
y dirigía el colegio Fridericianum, donde Kant hizo
sus estudios secundados.
12 Jean Ferrari
tuvo que trabajar durante varios años como
preceptor de familias ricas de los alrededores
de Konigsberg antes de obtener a los 46 años
un puesto de profesor ordinario en la universi­
dad de su ciudad natal. Sus padres y su pre­
ceptor habían pensado en hacer de él un pas­
tor, como lo fue uno de sus hermanos. En
aquella época era en Alemania el primer desti­
no de muchos espíritus distinguidos, salidos
de familias pobres. Pero recibió otras influen­
cias, y la personalidad de Kant7 consiguió muy
pronto una notable independencia. En la uni­
versidad Kant siguió sobre todo los cursos de
Martin Knutzen,8 que le inició en las teorías
físicas"dé Nfcwton y en el empirismo de Locke.
7 Kant era de salud frágil. De poca talla, de aspecto
endeble, tenía el pccho plano, lo que le predisponía a
las opresiones y a la melancolía. Escribe Victor Del-
bos: «Había triunfado sobre las imágenes obsesivas
que le representaban de manera desmesurada su mal
y había sustituido poco a poco la versatilidad inquieta
de sus sensaciones por la calma indiferente, e incluso
por la serenidad sonriente del alma. Estimaba que se
debe preferir la constancia reflexiva del juicio a los
impulsos y a los caprichos de las afecciones natura­
les». (Figuras y doctrinas de filósofos, París, Plon, 1918,
pág. 205.)
8Martin Knutzen (1713-1751) enseñaba en la época
en que Kant hizo sus estudios no solamente lógica, me­
tafísica, psicología racional, moral, derecho natural,
sino también matemáticas, en particular álgebra y aná­
lisis infinitesimal. En ciertos números de obras, hoy
olvidadas, se esforzaba, como su maestro Schultz, en
concordar los principios de la filosofía de Wolff con
las exigencias del pietismo. Había sido nombrado a
los 21 años profesor extraordinario de lógica y meta­
física en la universidad.
Kant 13
Con sus enseñanzas orientó de manera decisi­
va los primeros trabajos de Kant.
Si la publicación de las obras capitales tiene
lugar bastante tarde en la vida de Kant —cuen­
ta 57 años cuando aparece la Crítica de la razón
pura—, el despertar intelectual, la pasión por
la verdad y el conocimiento de los grandes pro­
blemas debatidos en su tiempo se manifiestan
desde su primera disertación sobre La verda­
dera evaluación de las fuerzas vivas, cuando
sólo tiene 23 años; allí da prueba de poseer
cualidades propiamente cartesianas: la audacia
intelectual, la resolución, una mezcla feliz de
seguridad y de modestia —que le permiten
acometer empresas— y una confianza absoluta
en el discurso racional, el método de las prue­
bas y las discusiones entre sabios. Algunas fór­
mulas de sus primeros escritos indican, a este
respecto, un acercamiento con el filósofo fran­
cés. Kant tiene, como Descartes, el presenti­
miento de estar destinado a realizar una tarea
y de que ésta tendrá grandes repercusiones; en
consecuencia, organiza su vida en función de
los imperativos que esta tarea le impone. Él
mismo ha explicado el sentido de las costum­
bres que había adoptado: cada acto de su vida
cotidiana responde a una meditada elección,
a esa virtud que los griegos llamaban ooxppoaúvrj,
hecha de reflexión, de prudencia y de eficacia.
Consigue así desplegar durante cerca de sesen­
ta años —a pesar de su salud vacilante— una
actividad intelectual intensa, que unía a sus di­
fíciles investigaciones personales la carga de
14 Jean Ferrari
una enseñanza con numerosas horas de curso.
Esta actividad la prosiguió hasta edad avan­
zada. Estaba orgulloso de una longevidad poco
previsible y que consideraba como una obra
personal. No abandonaba a sus estudiantes,
sino que les ayudaba en sus dificultades y lle­
vaba una vida social activa, recibiendo frecuen­
temente a amigos para almorzar, manifestando
en esas reuniones la misma alegría, el mismo
humor que hacía de sus cursos un apasionante
entretenimiento, aunque la lectura de sus gran­
des obras no lo manifiesta.9 Incluso aunque
este filósofo célibe no emprendió jamás gran-
9 A este respecto, es precioso el testimonio de Herder,
que fue discípulo de Kant en Konigsberg de 1762 a 1764:
«He tenido la dicha de conocer a un filósofo que era
mi maestro. Estaba entonces en la mejor edad y tenía
una alegría despierta de hombre joven, que creo le
acompaña todavía en sus años de vejez. Su frente des­
cubierta, tallada por el pensamiento, era la sede de
una serenidad y de una alegría inalterables; de sus
labios manaban los discursos más ricos en ideas; chan­
za, ingenio, inspiración, todo eso estaba dócilmente a
su servicio, y sus lecciones eran conversaciones llenas
del máximo interés. La misma agudeza que empleaba
en examinar a Leibniz, Wolff, Baumgarten, Grusius,
Hume; en escrutar las leyes de la naturaleza en New-
ton, Kepler y los físicos, la aplicaba para interpretar
los escritos de Rousseau (Emilio y La nueva Eloísa),
que aparecían entonces, de la misma manera que todo
descubrimiento físico que llegaba a su conocimiento.
Él los apreciaba en su valor y retornaba siempre a
un conocimiento de la naturaleza libre dé toda pre­
vención..., así como al valor moral del hombre. La
historia del hombre y de los pueblos, la historia y la
ciencia de la naturaleza y la experiencia, tales eran las
fuentes de donde él sacaba de qué alimentar sus lec­
ciones y sus conversaciones. Nada de lo que es digno
Kant 15
des viajes —sólo salió de Konigsberg durante el
tiempo que trabajó como preceptor—, su vida
no fue nada triste, y estuvo totalmente dedica­
da a la actividad intelectual y a la relación con
otras personas. A pesar del abatimiento de la
vejez y del dolor de dejar su sistema inacabado,
murió con serenidad, diciendo: «Todo está
bien».

Los grandes designios


La obra de Kant, cuya publicación todavía
inacabada en la gran edición de la Academia de
Ciencias de Berlín cuenta ya con cerca de trein­
ta volúmenes, tiene proporciones considerables.
Reviste tal carácter enciclopédico y traduce en
todos los campos del saber tal voluntad de or­
denación y de interrogación, que se presta ma­
lamente a cualquier intento de hacer resúme­
nes. También hoy día da origen más a menudo
a estudios académicos de doctores kantianos re­
servados a especialistas que a presentaciones
capaces de hacemos comprender en qué puede
de saberse le era indiferente; ninguna intriga, ninguna
secta, ningún prejuicio, ningún deseo de fama le afec­
taba para nada, frente a la búsqueda y esclarecimiento
de la verdad. Excitaba los espíritus y los forzaba sua­
vemente a pensar por sí mismos; el despotismo era
extraño a su alma. Este 'hombre, al que nombro con
el mayor reconocimiento y el mayor respeto, es Ma­
nuel Kant. Su imagen la guardo siempre, por suerte
para mí, en mi retina». (Briefe zur Beforderung der
,
Humanitat, carta 79. Ed. Suphan, x v i i pág. 404. Trad.
F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.)
16 Jean Ferrari
aún afectarnos el pensamiento kantiano. Es
cierto que periódicamente se predice la próxi­
ma agonía o se anuncia la muerte del kantismo.
La multiplicidad de los intérpretes —de los que
elogian o de los que refutan la filosofía de Kant,
de los que quieren aceptarla o superarla— nos
dice que el kantismo existe aún como un pen­
samiento con el que hay que contar y que no
está en vías de caer en el olvido.
La verdadera dificultad reside en. esta cues­
tión: ¿qué es lo que Kant ha querido decir,
cómo comprender lo que ha dicho? 10 A pesar
de que cada vez se conocen mejor los textos,
desde hace dos siglos aparecen una multiplici­
dad de respuestas a menudo contradictorias.
¿Cómo no desorientarse en estas circunstan­
cias? En vida de Kant algunos le consideraban
como un idealista o un escéptico; otros definían
el criticismo como una neoescolástica particu­
larmente abstrusa. En la actualidad, sus adver­
sarios y sus partidarios, tanto los postkantianos
como los neokantianos, presentan a Kant de di­
ferentes modos: como teórico del conocimiento
que nos libera definitivamente de los proble­
mas metafísicos, como moralista que construye
10 Incluso aunque estas cuestiones no agotan las que
pueden plantearse a una gran filosofía, hay lugar toda­
vía en la historia de la filosofía —al lado de otras
lecturas más modernas, como la de la hermenéutica—
para un método que se inspira ^n este consejo de
Víctor Delbos: «Se debe desconfiar de los juegos de
reflexión que, bajo pretexto de descubrir la significa­
ción profunda de una filosofía, comienzan por descui­
dar la significación exacta». (La filosofía práctica ele:
Kant, París, Alean, 1926, pág. 3.)
Kant 17
la primera ética verdaderamente laica, o como
pensador que, liberando a la metafísica de sus
trabas, le asigna nuevas tareas, interpretaciones
entre las que resulta verdaderamente difícil ele­
gir. La verdadera riqueza de una obra se apre­
cia sin duda en el número de interpretaciones
a que da lugar y que todas pretenden justifi­
carse sosteniendo estar basadas en los textos
originales del autor.
Sin embargo, hoy día muchos estudiosos están
de acuerdo en que la cuestión del hombre está
en el corazón de la filosofía kantiana y que se
puede definir a ésta como una vuelta radical
al «conócete a ti mismo» socrático: «Empren­
der de nuevo la más difícil de las tareas, la del
conocimiento de sí mismo»,11 leemos en el pre­
facio de la primera edición de la Crítica de la
razón pura; y al principio de la Antropología:
«Todos los progresos en la cultura, por los que
el hombre hace su educación, tienen por fin
aplicar conocimientos y aptitudes así adquiri­
das al uso del mundo; pero en este mundo, el
objeto más importante al que pueda aplicarse
es al hombre, pues él mismo es su fin últi­
mo...».12
Si como Sócrates y como Descartes, Kant se
dedica en un principio a los problemas de or­
den científico, muy pronto la lectura de filóso­
fos, moralistas y poetas ingleses, así como la de
Jean-Jacques Rousseau le descubren el rico cam­
11 Traducción Tremesaygues y Pacaud, pág. 7. Todas
las referencias a la Crítica de la razón pura están dadas
en esta traducción, tercera edición. P. U. F., 1963.
12 Traducción Foucault, pág. 11.
18 Jean Ferrari
po de lo que él mismo llamará antropología,
que enseñará durante más de treinta años.
Atraen su atención la constitución física del
hombre, las razas humanas, la historia de los
diferentes pueblos. Lee numerosos relatos de
viajes y manifiesta una gran predilección por
escritores como Montaigne y Hume. Entre los
medios de acrecentar sus conocimientos en esta
materia, anota en el prefacio de la Antropolo­
gía «la historia, las biografías e incluso el
teatro y las novelas».13 Nada humano le es ex­
traño y bajo el nombre de «geografía física»
enseña una disciplina que se refiere más bien
a la historia y a la descripción de los pueblos
de las regiones que estudia que a las formas
del relieve. En las Observaciones sobre el sen-
timiento de lo bello y lo sublime (1764), en las
Notas sobre estas Observaciones, en el texto de
la Antropología y las notas manuscritas que hay
que unir, Kant se entrega a una especie de fe­
nomenología del comportamiento humano, a un
análisis de las facultades y de los sentimientos
a través del tiempo y del espacio.
Pero muy a menudo esta descripción es mo­
ral, en el sentido que se daba a esta palabra
en los siglos pasados. Tiene un fin práctico; y
tal como el mismo Kant lo indica, al lado de
una antropología fisiológica —que es el cono­
cimiento de lo que la naturaleza hace del hom­
bre— hay antropología práctica o pragmá+’-,a,
que designa el conocimiento de lo que «el nom­
bre, en tanto que ser dotado de libre actividad,
13 Ibíd., pág. 12.
Kánt 19
hace o puede y debe hacer de sí mismo».14 Na­
turalmente, esta perspectiva se encuentra de
nuevo en su tratado de Pedagogía, y es sin du­
da en una obra en que parece referirse más
bien al espíritu de su época que al de su pro­
pia doctrina, en la Respuesta a la cuestión:
«¿Qué son las Luces?» (1784), en la que mejor
aparece el sentido de su empresa.
La filosofía debe responder, dice Kant, á un
deseo de emancipación humana. Se trata de ha­
cer pasar al hombre de una naturaleza humana
esclavizada a una naturaleza humana verdade­
ramente libre. La tarea del filósofo consiste en
liberar a la humanidad de sus tutores, dando a
cada persona el poder de pensar por sí misma.
Indudablemente, la intención no es nueva; esta
voluntad de liberación se encuentra en Sócra­
tes, en Descartes y en la mayoría de los grandes
filósofos. Pero jamás antes de Kant se la había
definido de una manera tan radical. A este res­
pecto, representa el comienzo de la filosofía'
moderna y, en cierto modo, como se ha dicho,
de una invención del hombre. A fines del siglo
de la invención de la libertad,15 Kant recapitu­
la, dándoles un fundamento teórico, las gran­
des aspiraciones de la época. Así se encuentra
en él, junto a un inventario de las servidum­
bres humanas, el enunciado de los medios que
al fin permitirán al hombre realizarse. En este
aspecto, Kant se parece a sus contemporáneos.
14 Gb. cit., pág. 11.
16 Véase Jean Starobinski: La invención de la libertad,
1700-1789. Skira, Ginebra, 1964.
20 Jean Ferrari
Pero la mayoría de ellos yuxtaponían, sin ver
la contradicción, la crítica del despotismo po­
lítico, una moral hipócrita, la censura religiosa
y la afirmación a menudo intolerante de nue­
vos despotismos: los de la violencia revolu­
cionaria, el dogmatismo científico y una reli­
gión de la razón. Kant es sin duda el único que
ha obtenido una verdadera emancipación de la
sabiduría, del saber y de la actitud religiosa,
pues no se ha; limitado a la descripción de los
abusos y al enunciado de consejos prácticos
para combatirlos. Queda como el único verda­
dero filósofo de ese siglo, dedicado a investigar
las verdaderas causas del mantenimiento del
hombre en una situación de minoría de edad.
* El kantismo responde a la necesidad de aca­
bar de una vez para siempre con las falsas imá­
genes que el hombre se ha hecho de sí mismo
a lo largo del tiempo, tratando de saber qué
es el hombre, es decir, tratando de conocer sus
verdaderos poderes en los diferentes terrenos
en que despliega su actividad: ciencia, meta­
física, religión, arte... Hay que comenzar por el
examen de las facultades del hombre, y en pri­
mer lugar por la razón. Que la razón abandone
su pasada arrogancia y que acepte someterse
a juicio. El kantismo está enteramente domi­
nado por la imagen de un tribunal. El hombre
es la medida de todas las cosas, pero en un
sentido en el que no había pensado el viejo Pro-
tágoras, pues esta nueva definición del libre
examen conduce al más severo examen y a la
más rigurosa evaluación de nuestras fuerzas.
Ser adulto es tener el valor de reconocer sus
Kant 21
límites, es renunciar a los fantasmas de la in­
fancia y a los poderes ilusorios de la edad me­
tafísica.
Si hay una intención antropológica en Kant,
inmediatamente se muda en intención crítica:
se trata de saber qué podemos conocer y hasta
dónde. La respuesta a esta cuestión conduce
a Kant a edificar una de las más sorprendentes
maquinarias intelectuales que se puedan con­
cebir, en la que cadp, pieza desempeña una mi­
sión en una totalidad sistemática que Kant afir­
ma universal e inmutable. El punto de vista
trascendental, separando lo que en el conoci­
miento es independiente de la experiencia y
depende únicamente del sujeto, permite com­
prender cómo existe la ciencia y por qué ha
fracasado hasta el presente la metafísica en sus
tentativas. Resulta de ello una teoría general
del conocimiento humano, que constituye al
mismo tiempo, según el título de una obra de
Kant, los prolegómenos a toda metafísica fu­
tura. Pero al negar a la razón humana la posi­
bilidad de alcanzar el absoluto metafísico, ¿no
destruye Kant los fundamentos tradicionales
de la moral? En la Crítica de la razón práctica
enseña, al contrario, que el único medio de sal­
var la moral es definirla como autonomía. La
razón humana es a la vez fuente y sujeto de la
ley moral. La ética del deber y los postulados
que implica impiden que se pueda considerar
al kantismo como un positivismo; y aunque
todo conocimiento metafísico permanece impo­
sible, se dibuja una apertura hacia el ser, hay
una vía que parece conducir allí, según se apre­
22 Jean Ferrari
cia mejor aún a través de los análisis de la
Crítica del Juicio. * Uno de los méritos de los
intérpretes actuales es el haber puesto el acen­
to en la importancia y en la novedad del pro­
yecto metafísicó de Kant.
Pero los postulados de la razón práctica, la
concepción de la finalidad y de la historia, ¿no
representan un abandono del espíritu del cri­
ticismo? Algunos filósofos —Fichte, por ejem­
plo— lo han pensado y han querido edificar una
filosofía trascendental de la que la Crítica de la
razón pura no sería más que el prefacio. Por
muy sumaria que sea esta presentación, trata­
rá no obstante de mantener juntas las tres
cuestiones a las que Kant quiso responder:
—¿Qué puedo conocer?
—¿Qué debo hacer?
—¿Qué puedo esperar?,
cuestiones que, según Kant, se reducen a ésta:
—¿Qué es el hombre? 16
Las geografías solemnes de los
límites humanos...
(P. E luard .)
* Juicio, con mayúscula, quiere decir capacidad de
juzgar (en alemán, Urteilskraft), y con minúscula tiene
el sentido usual íen español. (N. del T.)
10 Véase Lógica, trad. Guillermit, pág. 25.
Kant 23

Prolegómenos metafóricos
Si bien Kant fue un profesor apasionante y
para sus alumnos un maestro en el sentido so­
crático del térihino, para nosotros es un autor
que leemos, y que leemos con dificultad. Su ta­
lento de escritor no está a la altura de su ge­
nio filosófico; su estilo es a menudo oscuro; en
ocasiones hace una afirmación de principio,
corregida a continuación varias veces con lar­
gas precisiones, que dan a la frase una gran
pesadez, además de la gran abstracción de sus
ideas, raramente aclaradas en sus obras maes­
tras mediante ejemplos, todo lo cual ha dificul­
tado, e incluso impedido, a los lectores la com­
prensión de su pensamiento. No se encuentra
nada que pueda retener al lector apresurado
o amigo del lenguaje hermoso; y ¡cuántos mo­
tivos de desánimo para el que simplemente de­
sea comprender! 17 Kant fue completamente
17 Mme de Staél parece haber resumido las críticas
que pueden hacerse al estilo de Kant cuando escribe:
«En sus obras de metafísica usa las palabras como
cifras y 'les da el vaílor que quiere, sin preocuparse
del que tienen en el uso corriente. Es, en mi parecei,
un gran error, pues la atención del lector se consume
en comprender el lenguaje antes de llegar a las ideas,
y conocido éste, no sirve jamás de escalón para llegar
a lo desconocido». (De Alemania. Ed. Charpentier, pá­
gina 458.)
¿Quién no ha conocido este agotamiento? Los extran­
jeros acusan a veces a los traductores; pero algunos
alemanes, según se dice, prefieren la Crítica de la ra­
zón pura en su traducción francesa, más bien que en
24 Jean Ferrari
consciente de sus defectos; pero el carácter nue­
vo de su empresa hacía imposible el empleo de
palabras antiguas en su sentido tradicional. So­
bre todo la elaboración del sistema le exigía
tanto esfuerzo y tiempo, que le parecía una em­
presa por encima de sus fuerzas la presenta­
ción de un estilo elegante y refinado. Él mismo
lo confiesa en varias ocasiones, e invita a sus
amigos y a sus lectores a hacer una exposición
de su doctrina más conforme a las exigencias
del público, aunque expresa a veces algún des­
precio por las coqueterías del lenguaje que per­
miten a un texto estar a los gustos de la moda.
Está demasiado persuadido del carácter defi­
nitivo de su descubrimiento para pensar que
padezca largo tiempo de las imperfecciones de
su estilo.18 Según esto, ¿no queda aclarada la
causa? Los arcanos del pensamiento kantiano
retienen demasiado la atención del lector para
que se fije, a no ser para deplorarlo, en la ma­
nera de escribir de Kant. Se le lee sin leerle, y
los trabajos sobre su vocabulario parecen in­
teresar más a los lingüistas que a los filósofos.
Esta indiferencia priva a los historiadores de
la mediación de las imágenes cuyo estudio po­
dría proyectar una luz sobre el sentido de su
su versión original. «Le confieso —escribe Garve a
Kant el 13 de julio de 1783— que no conozco libros en
el mundo cuya lectura me haya costado tanto esfuer­
zo.» (AK X, pág. 329.) Y Herder, en una carta a Ha-
mann el 31 de diciembre de 1781, prevee que necesita­
rá dos o tres años para leer la Crítica de la razón
pura.
18 Véase la carta de Kant a Garve el 7 de agosto
de 1783.
Kant 25
filosofía. Las metáforas, ciertamente raras en
Kant, son por ello jmás significativas. Actuando
de modo empírico, remiten al mundo abstracto
de lo trascendental, y si no se encuentra en
Kant una filosofía del lenguaje,19 su lenguaje
puede convertirse en una vía de acceso a su fi­
losofía, introduciéndonos en un simbolismo has­
ta ahora poco observado: el simbolismo del
espacio. Kant experimenta una necesidad ex­
traordinaria de relacionar los pasos de su pen­
samiento con una representación espacial; su
imaginación creadora de mares, islas y conti­
nentes señala horizontes a una serie de actos a
realizar;, y para describir las tareas del filósofo
utiliza toda una familia de metáforas, tomadas
de las profesiones qué tienen por objeto orga­
nizar el espacio, el espacio humano de los tra­
bajos y de los descubrimientos; por ejemplo,
el del arquitecto con sus perspectivas y sus
estructuras, o el más incierto del marino, el
cual alguna vez ha de visitar tierras extran­
jeras.
Así la metafísica queda a menudo compara­
da con el océano, cuya infinitud y oscuridad re­
cuerdan al hombre su impotencia primitiva.
Con un intervalo de cerca de veinte años vol­
vemos a encontrar la misma imagen: «Hay que
19 Quizá por reacción contra algunas modas de su
tiempo, de las que se hace eco, por ejemplo, la carta de
Herder a Kant en noviembre de 1768 (AK X, páginas
75-79, trad. Jean Ferrari: Los estudios filosóficos, abril-
junio, 1968), Kant no ha desarrollado opiniones muy
originales sobre el lenguaje. (Véase Antropología, pá­
rrafos 38 y 39.)
26 Jean Ferrari
explorar los abismos de metafísica, océano
sombrío sin orillas ni faros, en el que única­
mente cabe aventurarse a condición de proce­
der como el marino que se enfrenta a un mar
desconocido», se lee en el Único fundamen­
to (1764)20 y en la Crítica (1781): «...Océano
vasto y tempestuoso, verdadero iinperio de la
ilusión, donde muchas nieblas espesas y bancos
de hielo sin resistencia y a punto de derretirse
ofrecen el aspecto engañoso de tierras nuevas,
atraen sin cesar con vanas esperanzas al nave­
gante que sueña con descubrimientos y le com­
prometen en aventuras que no sabe nunca re­
chazar y que, sin embargo, no puede reali­
zar». 21 La contemplación del océano hace ade­
más experimentar sentimientos de terror y de
vértigo. Es el sublime terrible que analizan las
Observaciones;22 cuando la tempestad subleva
al mar, lo convierte en algo horrible.23 Los
enormes movimientos de agua abren abismos
sin fondo, que tragan a los marinos impruden­
tes. No se encuentra ahí una aproximación cien­
tífica al mundo del mar, pero sí la representa­
ción mítica del elemento, líquido, cuya incon­
mensurabilidad inspira horror y hacia el que,
sin embargo, el hombre se siente irresistible­
20 El único fundamento posible de una demostración
de la existencia de Dios, en Pensamientos sucesivos
sobre la teodicea y la religión, trad. Festugiéres, pág. 72.
21 Ob. cit., pág. 216.
22 Observaciones sobre él sentimiento de lo bello y de
lo sublime, trad. Keanpf, págs. 19 y 20.
23 Crítica del Juicio, trad. Píhilonenko, pág. 86.
Kant 27
mente atraído por un fenómeno de ambivalen­
cia atractiva, característica del vértigo.
Más raramente aparece el vuelo, que simbo­
liza la salida azarosa del metafísico, comparada
esta vez a un pájaro que trata de volar dema-
siadp_alto: «La paloma ligera, cuando en su li­
bre vuelo corta el aire que le opone resistencia,
podría imaginar que le iría aún mejor en el
vacío...».24 En la Crítica, Kant se burla así de
la filosofía de Platón, tomando de nuevo una
imagen ya utilizada en los Sueños de un visio­
nario, donde declaraba: «La razón humana no
tiene alas bastante poderosas para hender las
nubes elevadas que ocultan a los ojos los mis­
terios del otro mundo».25 Y la caída es tanto
más pesada cuanto más seguro parecía el arran­
que.
A través de estas imágenes inquietantes se
percibe que la metafísica no es ya, como en
«el ilustre Wolff», una ciencia segura que pro­
cede por deducciones rigurosas partiendo de
principios evidentes. Tal como lo concibe la
tradición, el camino metafísico está llamado al
fracaso, y, sin embargó,'sigue siendo inevitable,
pues corresponde a una exigencia natural de la
razón humana. Hasta el presente, sin duda, los
medios empleados no han sido juiciosamente
escogidos y no se ha reflexionado suficiente­
mente sobre las condiciones necesarias para el
éxito. Si se quiere recorrer los océanos, convie­
ne preparar el viaje. El metafísico es un marino
24 Ob. cit., pág. 36.
25Trad. Courtés, pág. 214.
28 Jean Ferrari
«al que hay que suministrar una barca, y que,
siguiendo los principios ciertos de su arte, sa­
cados de la ciencia del globo, provisto de un
mapa marítimo completo y de una brújula,
(puede) conducirla con seguridad al sitio que
le agrade».26 Al furor de los elementos, a la
amenaza de lo desconocido, el hombre opone
sus instrumentos, sus medidas y sus mapas. Y
en otro lugar Kant declara: «El que enseña los
escollos, no se los ha planteado él mismo, e
incluso si afirma la imposibilidad de pasar en­
tre ellos a toda vela, como querría el dogmatis­
mo, no quiere decir que niegue todas las posi­
bilidades de una travesía feliz...».27
Aunque permanezca irresistible el atractivo
de lejanas e invencibles aspiraciones del alma
humana hacia un absoluto que da un funda­
mento metaflsico al conocimiento y a la acción,
es preciso comenzar por las tareas más pro­
saicas de la agnmen «Parece más
avisado seguir la orilla de los conocimientos
que arriesgarse hacia la alta mar de las investi­
gaciones místicas», se lee en la Disertación. 28
Que se trate de una isla o de un continente, el
país de la verdad es siempre una tierra emer­
gida, y el dominio de la filosofía queda descrito
como la tierra firme, el suelo, la llanura de la
26 Prolegómenos, trad. Gibelin, pág. 16. Comparar con
Hume: Tratado de la naturaleza humana, trad. Leroy,
Aubier, 1946, tomo I, pág. 356.
27 Carta de Kant a Jacobi del 30 de agosto de 1786.
Trad. Ferrari: Los estudios filosóficos, abril-junio, 1968.
pág. 207.
28 Trad. Mouy, págs. 84 y 85.
Kant 29
experiencia. Recordando la llamada lanzada por
Diógenes a sus oyentes: «Valor, señores, veo
tierra», Kant añade: «Hace poco caminábamos
en el espacio vacío de Demócrito, donde la me­
tafísica nos había elevado en sus alas de ma­
riposa... He aquí que la virtud avara del cono­
cimiento de sí mismo ha replegado las alas de
seda y nos encontramos sobre el humilde suelo
de la experiencia y del entendimiento co­
mún». 29 Allí se mezclan, a través de las metá­
foras, las operaciones del entendimiento y los
lugares en que se desenvuelve, al mismo tiem­
po que se dibuja «el mapa inmenso de nuestro
espíritu»,30 donde se despliegan nuestras fa­
cultades y que hace aparecer un conjunto com­
plejo de trabajos y de tareas.
El filósofo se hace agrimensor, geómetra* ar­
quitecto. En primer lugar, tiene que hacer ún
trabajo de* reconocimiento: hay un dato al que
es preciso poner límites, describir y apropiarse
de él, imponiéndole las medidas del entendi­
miento. Cada una de nuestras facultades tiene
su campo propio, y se debe distinguir cuidado­
samente, como en la Crítica del Juicio, entre
territorio, propiedad territorial y domicilio.31
Los errores cometidos en el pasado han sido
tan numerosos, que es necesario levantar un
nuevo catastro y hacer delicadas operaciones
de reconstrucción. Así la sensibilidad no es so­
lamente el reino de la apariencia y del simula-
20 Sueños de un visionario, trad. Courtés, pág. 111.
30 Antropología, trad. Foucault, pág. 23.
31 Trad. Philonenko, pág. 23.
30 Jean Ferrari
ero. Existe una forma pura a la cual se refie­
ren las matemáticas. Por eso mismo, el filósofo
traza nuevas fronteras, pone límites y reconoce
los límites más allá de los cuales no cabe nin­
gún conocimiento. El reconocimiento del lími­
te 32 no significa en Kant una aminoración de
nuestros poderes, sino, al contrario, la condi­
ción de una actividad eficaz, que se despliega
en el interior de un campo estrictamente defi­
nido. Allí aparecen los elementos de todo co­
nocimiento: fuera de nosotros, un hecho que
va a ofrecerse a la experiencia; dentro de nos­
otros, unos instrumentos de orientación y de
medida, gracias a los cuales es posible esta ex­
periencia y puede constituirse la ciencia. Tam­
bién la marcha33 y la orientación34 traducen
dos funciones esenciales del espíritu: el filósofo
33 Véase Jean Lacroix: «El límite no es un ¡borde in­
terior, sino una función de la validez interna de una
teoría... Hume hace una censura, y no una crítica:,tie­
ne la percepción de los bordes. Kant tiene la cienpia
de los límites». (Kant y el kantismo, col. Q. S., pági­
na 13.)
33 Las catacresis que designan los actos del espíritu
por desplazamientos terrestres son en Kant muy nu­
merosas. Así, en 'las obras publicadas (AK I-IX), según
el índice general de Gottfried Martin, encontramos die
Bahn (la carretera) 51 veces; der Gang (la marcha) 91;
der Lauf (la carrera) 47; der Leitfaden (el hilo conduc­
tor) 77; der Schritt (el paso) 76, y der Weg (el cami­
no) 200.
84 El problema de la orientación es fundamental en
Kant, que le ha consagrado un opúsculo: Qué es orien­
tarse en el pensamiento (1786), trad Philonenko, Vrin,
1959. Y a menudo viene a su pluma la imagen de la
brújula. Habla también del compás de la razón: Carta
a Jacobi del 30 de agosto de 1786. Ob. cit.
Kant 33
a una necesidad extraordinaria de asegurar la
marcha de su espíritu por un hilo de Ariad-
na.39 Su filosofía ha nacido en el laberinto, y
el paso que nos ha conducido a la luz se con­
vierte en el símbolo del progreso y del valor del
espíritu.
Por esto no se puede considerar apresurada­
mente a la obra de Kant como un todo acaba­
do. Si él se esforzó siempre en constituir un
sistema _del saber que respondiese a su gusto
por la arquitectónica y a una experiencia filo­
sófica iñás profunda de unificación y de totali­
zación, fracasó en parte en su tentativa; el fa­
moso Übergang, que debía ser la clave del edi­
ficio, «este paso de los primeros principios me-
tafísicos de la naturaleza a la física», no existe
más que bajo forma de bosquejos y de notas.
para su concepción del tiempo. «El error de Kant, es­
cribe Bergson, ha sido tomar el tiempo por un medio
homogéneo. No parece haber notado que la duración
reai se compone de momentos que son interiores unos
a otros y qué cuando reviste la forma de un todo ho­
mogéneo, es que se expresa en espacio. Así la distin­
ción misma que establece entre espacio y tiempo viene
a confundir en el fondo el tiempo con él espacio y la
representación simbólica del yo con el mismo yo. Juz­
gó a la conciencia incapaz de ¡percibir los hechos psi­
cológicos de otra manera que no fuese por yuxtaposi­
ciones, olvidando que un medio en que los hechos se
yuxtaponen y se distinguen unos de otros es necesa­
riamente espacio, y no duración...» (Ensayo sobre los
datos inmediatos de la conciencia,, Obras, A. Robinet,
P. U. F., París, 1963, pág. 151.)
89 En lo cual no está tan lejos de Descartes, quien
buscaba un suelo fiime para construir allí su siste­
ma y preconizaba, para salir del bosque, seguir siem­
pre la misma dirección.
ka n t .—2
32 Jean Ferrari
método seguido hasta ahora en metafísica y de
operar así en ella una revolución siguien­
do el ejemplo de los geómetras y de los físicos,
en lo que consiste la obra de esta crítica de ía
razón pura especulativa. Esta crítica es un tra­
tado del método».37 Y la organización del mun­
do físico sirve para expresar, hasta en sus me-,
ñores detalles, la construcción de su sistéma
filosófico.
Con el simbolismo de los elementos y de las
profesiones, las metáforas espaciales son de­
masiado numerosas en Kant para que no tra­
duzcan una dimensión esencial de su pen­
samiento; ellas nos conducen quizá a algún
acontecimiento desconocido de la infancia. Kant
pasará toda su vida buscando itinerarios, levan­
tando mapas del entendimiento y pensando en
lugares y en el espacio.38 Su filosofía responde
táforas tomadas de profesiones que miden para apro­
piarse y que se apropian para construir: las técnicas
de la agrimensura, los planes del arquitecto.
37 Prefacio a la segunda edición de la Crítica de la
razón pura, trad. Tremesaygues y Pacaud, pág. 21.
88 Hay en Kant indiscutiblemente una experiencia pri­
vilegiada del espacio e, inversamente, un cierto des­
conocimiento del tiempo como plazo, como madura­
ción, como lugar de realización de las tareas. Es sor­
prendente ver a través de su correspondencia que está
siempre en camino de acabar ¡lo que le llevará todavía
más de veinte años de trabajo! Es en edad avanzada
cuando toma conciencia, aparentemente sin angustia,
del tiempo que le ha sido preciso para elaborar su
Crítica y de la vejez, que comienza a menguar sus fa­
cultades. No es que el concepto de tiempo no juegue
un papel capital en la síntesis crítica. Es que Kant no
ha tenido la experiencia de ¡la temporalidad en el -mis­
mo grado que la del espacio; esto tuvo consecuencias
Kant 33
a una necesidad extraordinaria de asegurar la
marcha de su espíritu por un hilo de Ariad-
na.39 Su filosofía ha nacido en el laberinto, y
el paso que nos ha conducido a la luz se con­
vierte en el símbolo del progreso y del valor del
espíritu.
Por esto no se puede considerar apresurada­
mente a la obra de Kant como un todo acaba­
do. Si él se esforzó siempre en constituir un
sistema deL saber que respondiese a su gusto
por la arquitectónica y a una experiencia filo­
sófica rñás profunda de unificación y de totali­
zación, fracasó en parte en su tentativa; el fa­
moso Übergang, que debía ser la clave del edi­
ficio, «este paso de los primeros principios me-
tafísicos de la naturaleza a la física», no existe
más que bajo forma de bosquejos y de notas.
para su concepción del tiempo. «El error de Kant, es­
cribe Bergson, ha sido tomar el tiempo por un medio
homogéneo. No parece haber notado que la duración
real se compone de momentos que son interiores unos
a otros y que cuando reviste la forma de un todo ho­
mogéneo, es que se expresa en espacio. Así la distin­
ción misma que establece entre espacio y tiempo viene
a confundir en el fondo el tiempo con el espacio y la
representación simbólica del yo con el mismo yo. Juz­
gó a la conciencia incapaz de percibir los hechos psi­
cológicos de otra manera que no fuese por yuxtaposi­
ciones, olvidando que un medio en que los 'hechos se
yuxtaponen y se distinguen unos de otros es necesa­
riamente espacio, y no duración...» (Ensayo sobre tos
datos inmediatos de la conciencia, Obras, A. Robinet,
P. U. F., París, 1963, pág. 151.)
89 En lo cual no está tan lejos de Descartes, quien
buscaba un suelo firme para construir allí su siste­
ma y preconizaiba, para salir del bosque, seguir siem­
pre la misma dirección.
kant .—2
34 Jean Ferrari
El no acabamiento mismo de la filosofía kan­
tiana nos obliga a evocar su progresiva elabo­
ración.
En efecto, el pensamiento de Kant se ha des­
arrollado en el horizonte de los debates cientí­
ficos y filosóficos de su época. Las interroga­
ciones mayores de su tiempo sobre el valor de
nuestros conocimientos, la naturaleza del espa­
cio, la esencia de la moralidad o la religión na­
tural le han llevado a inventar unos «conceptos
operatorios» —como propone llamarlos E.
Fink—, que son otras tantas respuestas a los
conceptos temáticos del siglo xvm. En general,
sus descubrimientos decisivos, los que orien­
tan todos sus siguientes trabajos, vienen muy
tarde, después de un largo período de vacilacio­
nes y de investigaciones; necesitó más de diez
años para elaborar la Critica de la razón pura,
y la segunda edición, seis años más tarde, a
causa de algunas modificaciones esenciales me­
rece ser considerada un nuevo libro. Kant fue
muy avaro de su tiempo, y aunque siempre des­
confió de las vanas polémicas a las que le que­
rían arrastrar, fue, sin embargo, muy sensible
a las objeciones, a las críticas, a las incompren­
siones de sus contemporáneos. De esta mane­
ra, el pensamiento de Kant se ha desarrollado
durante cerca de -sesenta años en constantes
debates consigo mismo y con los otros. Éste es
el motivo de que si el movimiento —es decir,
la vida— no está aquí como en Hegel en el
corazón de la filosofía, es preciso encontrarlo
en el análisis* en el sentido cartesiano del tér­
mino, que «enseña la verdadera vía por la cual
Kant 35
una cosa es metódicamente inventada».40 Se­
guir la invención de la filosofía kantiana hasta
el «paso crítico» que constituye el progreso
esencial de la metafísica desde Leibniz y Wolff 41
significa, en el doble punto de la historia y de
la filosofía, comprender mejor el sentido de la
empresa del filósofo de Konigsberg.
40 Las meditaciones metafísicas, Segundas respues­
tas. Ed. La Pléiade, pág. 387.
41 Véase el texto de Kant sobre la cuestión puesta
como tema de concurso en el año 1791 por la Academia
de Berlín: ¿Cuáles son los progresos reales de la me­
tafísica en Alemania desde la época de Leibniz y de
Wolff? Trad. Guillemiit, Vrin, 1968.
EL CONOCIMIENTO

El orden de las razones


El preguntarse sobre nuestra capacidad de
conocer no es una actitud natural, y la interro­
gación: «¿Qué puedo saber?» no surge de re­
pente entre los filósofos. La filosofía, según ex­
presión de Husserl, comienza por Ja ingenui­
dad.. .Hemos sido niños antes que hombres; esa
confianza absoluta en nuestros conocimientos,
que define al dogmatismo, caracteriza la infan­
cia de la filosofía. A este respecto, la ontogéne­
sis kantiana reproduce la filogénesis filosó­
fica; el proyecto kantiano de hacemos llegar
a la edad adulta del criticismo a través de
una crítica previa de nuestra capacidad de co­
nocer se va dibujando poco a poco. Sería en­
gañoso hablar de la Crítica de la razón pura
como del primer libro de Kant y colocar entre
paréntesis los treinta años que han precedido a
su aparición. El orden didáctico que sigue esta
38 Jean Ferrari
«segunda biblia de la humanidad», según ex­
presión de algunos comentaristas, no deja adi­
vinar el orden de las razones kantianas. En efec­
to, la Crítica de la razón pura, que se propone
determinar las condiciones de posibilidad de la
ciencia y de la metafísica, se compone de tres
partes. La primera, la Estética trascendental,
trata de la sensibilidad; la segunda, la Analíti­
ca trascendental, del entendimiento; la tercera,
la Dialéctica trascendental, señala los procede­
res de la razón humana cuando quiere conocer
lo absoluto y justifica los análisis anteriores
de un conocimiento puramente experimental,
así cómo la definición de la metafísica como
ciencia de los límites humanos. Estas conclu­
siones van en contra del dogmatismo tradicio­
nal de Leibniz y de Wolff, de esa tranquiliza­
dora filosofía que sus maestros le habían en­
señado en la universidad. Recordemos la céle­
bre declaración de los Prolegómenos, según la
cual Hume había sacado a Kant de su sueño
dogmático. Pero seguramente se engañaría
quien creyese que el despertar de Kant coin­
cide con el descubrimiento del criticismo. En
efecto, su sueño dogmático fue de corta dura­
ción. La traducción al alemán de las obras filo­
sóficas de Hume, de las que poseía un ejemplar
en su biblioteca, data de 1755, y es probable que
hacia 1760 leyera seriamente la Investigación
sobre el entendimiento humano. La Crítica de
la razón pura aparecerá veinte años más tarde.
El despertar fue nocturno y largas y difíciles
las investigaciones antes del alba.
Por muy importantes que sean para la evolu­
Kant 39
ción del pensamiento kantiano el ataque de
Hume contra la metafísica y su tentativa de re­
ducir el principio de causalidad a un simple
hábito mental sin contacto con la realidad de
las cosas, no bastan para explicar la rica com­
plejidad de los problemas del período precrí-
tico, del que la Crítica de la razón pura nos
da en 1781 las soluciones ordenadas. El acta
de quiebra que Hume establecía para la meta­
física le conducía, por otra parte, a un escep­
ticismo que Kant no podía admitir, a causa de
su admiración hacia la obra] científica de New-
ton, así como por su voluntad de salvar la mo­
ral del desastre de la metafísica. Pero sin duda
hacía falta que le fuese indicada por Hume la
vanidad de las tentativas de la metafísica, para
que se mostrase a Kant en toda su amplitud
la contradicción en que cae la razón humana
cada vez que cree alcanzar el conocimiento de
lo absoluto. Es lo que él llama en la Dialéctica
trascendental la antinomia, de la que afirma
su importancia capital en una carta escrita al
final de su vida al moralista Christian Garve,
quien se había engañado sobre el origen del
criticismo: «No fue el estudio de la existencia
de Dios, de la inmortalidad del alma, etcétera,
mi punto de partida, sino la antinomia de la
razón pura: el mundo tiene un comienzo; él
no tiene comienzo... Hay en el hombre una li­
bertad, y su opuesto: no hay ninguna libertad
y todo en él es necesidad natural. Es eso lo que
me sacó en un principio de mi sueño dogmá­
tico y me condujo a la crítica de la razón, para
hacer desaparecer el escándalo del conflicto
40 Jean Ferrari
aparente de la razón consigo misma».1 Así, se­
gún el mismo Kant, la enseñanza de la dialécti­
ca trascendental que determina su libro —y más
particularmente la exposición de las antinomias
de la razón pura— jugó un papel decisivo en
la elaboración de su sistema. Los primeros tra­
bajos de Kant nos ilustran aún mejor sobre este
punto de partida: el problema de la naturaleza
del espacio, que corresponde a la segunda an­
tinomia y se encuentra en el origen de la Esté­
tica trascendental, viene en primer lugar y
toma en seguida una importancia muy grande.

Los problemas del espacio


Sorprende, en efecto, el lugar que ocupa la
noción de espacio en las primeras investiga­
ciones de Kant. En el siglo xvm, el espació es
uno de los conceptos temáticos cuya elucida­
ción parece esencial para el progreso científico,
dando lugar a innumerables controversias. A la
extensión cartesiana, que no admite el vacío y
que está constituida de sustancia material, 2 se
1AK XII, págs. 257 y 258.
2 Descartes ¡ha separado el espacio de la experiencia
sensible y afirmado la identidad de las cosas materia­
les y del espacio de los geómetras, concediendo así a
la extensión una inteligibilidad que iba a permitirle
fundar ila física -matemática. «La naturaleza de la ma­
teria o del cuerpo tomado en general no consiste en
que es una cosa dura, O pesada, o colorada, o que
llega a nuestros sentidos de alguna manera, sino en
que es una sustancia extensa en longitud, anchura y
Kant 41
opone el espacio leibniziano, definido como el
orden de los existentes, y que no es más que
un fenómeno bien fundado.3 Para Newton el
espacio tiene una existencia propia, indepen­
dientemente de los objetos que están allí, y se
convierte incluso en uno de los medios de
asegurar la omnip^sencia de Dios. El realismo
metafísico se forma aquí de un realismo reli­
gioso, y es la existencia de este espacio real y
absoluto lo que el discípulo de Newton, Ma­
nuel Clarke, defenderá contra Leibniz a través
de una correspondencia célebre.4 Adversarios
y partidarios de la realidad del espacio, parti­
darios de Leibniz y de Newton se mantendrán
de este modo en constante enfrentamiento a
todo lo largo del siglo xvm.
Si los maestros inmediatos de Kant se ins-
profundidad.» (Principios de la filosofía, II, 4.) Este
cuerpo, cuya esencia es la extensión, no difiere del
espacio en que está contenido. De esta identidad del
cuerpo y del espacio que ocupa, Descartes llegaba a la
conclusión de la inexistencia del vacío y de los átomos;
sólo existe un espacio infinito, a¡l cual sería una con­
tradicción poner límites.
8Véase carta a Amauld, Obras escogidas, por L. Pre-
nant, París, Gamier Fréres, pág. 222.
El filósofo de Hannover se persuadió muy pronto de
que la esencia de los cuerpos no consistía en Ja exten­
sión. El mundo material, según Leibniz, sólo puede ex­
plicarse por la noción de fuerza, que, en último aná­
lisis, es una noción metafísica. El espacio es un
fenómeno, pues no tiene existencia real. Soló son reales
las mónadas inextensas, fenómeno 'bien -fundado, pues
no corresponde a una pura representación arbitraria
del sujeto, sino a un orden posible de existencia.
4 Véase Ándré Robinet: Correspondencia Leibniz-Clar-
ke. P. U. F.
42 Jean Ferrari
cribían, aunque con una cierta independencia,
en la tradición leibniziano-wolffiana, la primera
disertación de Kant sobre La verdadera evalua­
ción de las fuerzas vivas (1746) no es extraña
a la querella, puesto que Kant se esfuerza en
esta disertación en poner de acuerdo las tesis
opuestas de Descartes y de Leibniz. El error de
Descartes, según Kant, está en haber querido
extender a la física el concepto de espacio ma­
temático, que es un concepto abstracto, y ha­
ber hecho de él una realidad sustancial: la ex­
tensión. Pero si se define el espacio, según Leib­
niz, como un orden, y no como un ser real,
permanecen insoíubles muchas dificultades.
¿Cómo comprender, por ejemplo, se pregunta
Kant, que el espacio no tiene más que tres di­
mensiones?5 En los años siguientes, aunque el
pensamiento de Leibniz continúa como punto de
referencia inevitable de sus propias investiga­
ciones, queda confrontado constantemente con
el de Newton, que adquiere, a los ojos de Kant,
cada vez mayor importancia. En la Nueva expli-
5 Había allí un (presentimiento de la posibilidad de
una geometría en n dimensiones, que algunos afirman
compatible con el conjunto del sistema kantiano:
«Ciertamente puede parecer que el viento de indigna­
ción provocado por el descubrimiento de geometrías
no eudidianas se hubiese llevado a matemáticos y a
filósofos kantianos del siglo xix sobre todo, y a mu­
chos otros incluso, y caibe suponer que a Kant con
ellos. Pero no es así: se ha demostrado que no era
solamente «posible, sino necesario, admitir la posibili­
dad implícita de las geometrías no eudidianas en el
seno del edificio kantiano». (G. Martin: Ciencia mo­
derna y ontología tradicional, P. U. F., 1963, pág. 25.)
Kant 43
cación de los primeros principios del conoci­
miento metafísico (1755) Kant se esfuerza por
iluminar el problema planteado por la afirma­
ción leibniziana de la armonía preestablecida: la".
causalidad de las criaturas, la acción de las sus­
tancias, unas sobre otras, constituía.uno de los
temas legados por Descartes a sus sucesores.
Ahora bien, la mónada leibniziana no tiene «ni
puerta ni ventana». ¿No cabe entonces hacer la
economía de un espacio en que no despliega su
acción? Con la herejía cartesiana que consti­
tuye el ocasionalismo de Malebranche, Kant
rechaza en este opúsculo la armonía leibnizia­
na, «que establece —hablando propiamente—
un acuerdo, y no una dependencia mutua, en
las sustancias»,6 aun cuando se ejerce una ver­
dadera acción entre las sustancias, acción que
es un comercio operado por causas eficientes.7
Este doble rechazo le orienta hacia una teoría
de la causalidad real de unas criaturas sobre
otras y le conduce a afirmar la existencia de
un espacio en que se manifestaría esta causa­
lidad. Bajo el nombre de influjo físico, esta
causalidad parece inseparable de la realidad del
espacio. Estas opiniones se vuelven a recoger
en la Monadología física (1756), que atestigua
la influencia creciente de Newton en el des­
arrollo del pensamiento kantiano. El problema
planteado es el del acuerdo de las matemáticas
y de la física. Las matemáticas son, en efecto,
6 Trad. Tissot, en Estudios de lógica, París, 1862, pá­
gina 75.
71'bíd., pág. 76.
44 Jean Ferrari
el dominio de la cantidad continua; la física,
el de los objetos discontinuos. ¿Cómo puede el
espacio matemático, infinitamente divisible,
concordar con la existencia de mónadas que,
por definición misma, son unidades indivisi­
bles?8 Distinguiendo la mónada de su acción,
responde Kant, y afirmando que la unidad sus­
tancial de la mónada, inextensa en ella mis­
ma, despliega, sin embargo, su acción en el
espacio geométrico Si la atracción newtonia-
na es un hecho definitivamente aceptado, ha­
ce falta concordarlo con la teoría leibniziana
de la sustancia; es por sus acciones y reaccio­
nes recíprocas y combinadas por las que las
mónadas ocupan el espacio. La realidad del
espacio es la de las relaciones efectivas que
las sustancias mantienen entre ellas. No es so­
lamente el orden relativo de los coexistentes,
a la manera de Leibniz. Ño es el espacio abso­
luto de Newton. Es una solución provisional
en una interrogación que se confunde con la
elaboración del pensamiento crítico.
En esta investigación de un estatuto del es­
pacio hay una etapa decisiva, constituida por un
escrito muy corto, publicado en 1768 y titula­
do: El primer fundamento de la diferencia de
8 Se plantea en esta cuestión una de las antinomias
matemáticas concernientes al espacio, desarrollada en
la Dialéctica trascendental:
—Toda sustancia está compuesta de partes simples
y no existe nada que no sea simple o compuesto de
partes simples.
—Ningún compuesto consta de partes simples y no
existe nada simple en el mundo.
Kant 45
las regiones del espacio. Kant subraya allí la
importancia de la paradoja de las figuras simé­
tricas. Así la cara y su reflejo en un espejo, o
aún más la mano derecha y la mano izquierda,
son figuras parecidas y, sin embargo, no se
pueden superponer. El espacio ocupado por
una no puede serlo por la otra. Los dos espa­
cios ocupados son como dos partes de un es­
pacio único y absoluto. Es decir, una forma
corporal no está constituida solamente por las
relaciones de sus partes entre ellas, sino tam­
bién por su relación a un espacio absoluto. Por
ahí se introduce en el concepto de espacio un
elemento irreductible a la pura descripción
geométrica, algo irracional, de lo que no dan
cuenta ni Descartes ni Leibniz. ¿Hay que adop­
tar, pues, la concepción newtoniana del espa­
cio? Kant vacila todavía. Ciertamente el espa­
cio aparece como un absoluto, pero un abso­
luto que, por su carácter intuitivo, parece li­
garse a la sensibilidad.

La gran luz
En una reflexión sobre la metafísica redac­
tada algunos años más tarde, Kant declara:
«Vi en primer lugar el sistema como en un
crepúsculo. Buscaba la manera más seria de
demostrar ciertas proposiciones y sus contra­
rias, no. para establecer una doctrina escéptica,
sino porque sospechaba una contradicción de
la razón y deseaba descubrir en qué consistía.
46 Jean Ferrari
El año 1769 me dio una gran luz».9 Es muy
probable que esta gran luz fuese el descubri­
miento de un principio de solución a los diver­
sos problemas que le planteaba, desde hacía
ya varios años, la naturaleza del espacio. Elabo­
ró entonces de una manera sistemática lo que
llamará en la Crítica de la razón pura las anti­
nomias matemáticas, lo cual le fue sugerido
por la lectura de ciertos artículos del Diccio­
nario de Bayle,10 y quizá fue con la Disertación
de 1770 cuando apareció por primera vez la con­
cepción kantiana del espacio y del tiempo en
su forma casi definitiva.
En esta obra imperfecta, escrita deprisa, que
conserva aún algunas teorías de la antigua me­
tafísica, Kant parte de la antigua distinción
entre fenómenos y noúmenos, a los que corres­
ponden en el hombre dos maneras diferentes de
conocer. Rechaza la teoría leibniziana según la
cual el conocimiento sensible no sería más que
un conocimiento confuso y el conocimiento in­
telectual un conocimiento claro. No hay —afir­
ma— entre los dos tipos de conocimiento una
diferencia de grado, sino de naturaleza. La con­
sideración de la noción de espacio lo prueba:
los conocimientos geométricos son intuitivos,
y por ello se ligan a la sensibilidad; y sin em­
bargo son los más claros de todos; inversa­
mente algunos conceptos del entendimiento,
*AK XII, págs. 257 y 258.
10 Véase Jean Ferrari: «El Diccionario histórico y
crítico de Pedro Bayle y las dos antinomias kantianas
de la razón pura», en Los estudios filosóficos y litera­
rios, núm. 1, Rabat, 1967.
Kant 47
que se prestan a discusiones sin fin, no tienen
la claridad necesaria. La sensibilidad, fuente
de errores y de ilusiones en el dogmatismo ra­
cionalista, se convierte para Kant en un lugar
'de la verdad. Pero no considera al conocimien­
to sensible de la misma manera que los em-
piristas. El conocimiento sensible implica unas
intuiciones puras a priori, sin las que ningún
objeto nos puede ser dado. Esas formas a prio­
ri de nuestra sensibilidad, que son el espacio
y el tiempo, son definidas como propiedades
universales inherentes al sujeto que conoce.
Kant hace la demostración rigurosa tanto para
el tiempo como para el espacio.
El espacio y el tiempo no se dan, en efecto,
en la experiencia sensible. Son ellos al contra­
rio los que condicionan toda experiencia. Son
anteriores a toda sensación, interna para el
tiempo, externa para el espacio. Siempre se
puede imaginar un espacio sin objeto, pero
jamás un objeto sin espacio. Lo que de hecho
captamos por nuestros sentidos son los objetos
ya situados en tal o cual lugar del espacio; ja­
más el espacio como un gran cuadro vacío don­
de vendrían a colocarse. La noción de espacio
no es, pues, un concepto obtenido por abstrac­
ción. El concepto abstracto es, en efecto, co­
mún a todos los objetos que sirve para desig­
nar, mientras que el espacio es una represen­
tación singular. El concepto está contenido en
la multitud de nuestras representaciones, mien­
tras que el espacio contiene esta multitud, y
dos objetos, rigurosamente idénticos desde el
punto de vista del concepto, serán diferentes en
48 Jean Ferrari
el espacio, como lo demuestra la paradoja de
los objetos simétricos. Lo que se llama «espa­
cios múltiples» no son más que partes del
mismo «espacio inmenso». Resulta de ello que
el espacio, no siendo un concepto abstracto
nacido de la experiencia sensible, sino de una
representación singular, no puede ser más que
una intuición pura, es decir, libre de toda im­
presión sensible. El espacio aparece, pues, como
una forma que condiciona toda forma empírica
y que contiene, con anterioridad a toda expe­
riencia, el principio de todas las relaciones es­
paciales. Esta intuición pura es el lugar de los
axiomas de la geometría. La afirmación de que
entre dos puntos no puede pasar más que una
línea recta o de que hay tres dimensiones en
el espacio, no nos es dada en ninguna expe­
riencia sensible y no puede ser el resultado de
un discurso lógico; el elemento irracional que
impone la paradoja de los objetos simétricos
nos envía de retomo a la sensibilidad. La pu­
reza excluye todo añadido empírico. Hay, pues,
uña forma pura dé la sensibilidad donde la
geometría traza las relaciones espaciales, y que
nos da el sentimiento de la más indudable evi­
dencia. Sensible no es aquí sinónimo de confu­
sión, sino de claridad. Kant descubre una visión
que no es ni la de los ojos, ni la del entendi­
miento, y que define un campo ignorado hasta
aquí: el de las formas a priori de la sensibili­
dad.
Desde entonces, el espacio no es ni una sus­
tancia, como pensaba Descartes, ni un. acciden­
te o un atributo dé la sustancia, a la manera
Kant 49
de Spinoza, ni una relación, como afirmaba
Leibniz. Al definir el espacio como un ser, no
se pueden concebir las relaciones infinitas que
se dibujan. Al plantearlo como relación, se re­
duce la geometría a no ser más que un saber
empírico. No se informa sobre la certeza apo-
díctica con la que se relaciona y que no puede
nacer de una inducción experimental. No son
los fenómenos los que nos sugieren los princi­
pios de la geometría; es la geometría la que
nos permite interpretar los fenómenos. Egro
(¿qué es, pues, el espacio, si no es ni sustancia,
tyi accidente, ni relaciones? ¿Cómo este algo
¡subjetivo e ideal puede ser el fundamento de la
objetividad, «de toda verdad en la sensibilidad
;externa»? 11 La naturaleza nos es dada por el
espacio. Es la condición subjetiva de todos los
fenómenos por los que la naturaleza puede des­
velarse a los sentidos. «El espacio es, pues, un
principio formal del mundo sensible absoluta­
mente primero no sólo porque, por su concep­
to, se nos pueden dar los objetos del universo
como fenómenos, sino sobre todo por la razón
de que, por esencia, no puede ser más que
único, abarcando absolutamente todo lo que
puede ser sensible exteriormente.12
Así se opera una inversión completa de las
perspectivas. La inmensidad espacial, lugar de
la geometría, pero también símbolo de la infini­
tud de un mundo donde no se ve la mano del
11 Disertación, pág. 56.
12Ibíd., págs. 57 y 58.
50 Jean Ferrari
creador,13 se transforma de una manera radi­
cal. La naturaleza no es ni la forma de un Dios
indiferente, ni una realidad silenciosa abando­
nada a sus propias leyes. El espacio, del que el
hombre en alguna manera se convierte en la
medida, se encuentra interiorizado. La revolu­
ción copemicana de Kant es en primer lugar un
cambio del estatuto del espacio y del tiempo.
Si, en efecto, los problemas del espacio se han
planteado a Kant con una amplitud considera­
ble, 14 en la Disertación existe simetría entre
18 Cuando hablando en nombre del libertino exclama
Pascal: «Veo esos espantosos espacios del universo que
me encierran y me encuentro ligado a un rincón de
esta vasta extensión, sin que sepa por qué estoy co­
locado en este lugar en vez de en otro», cuando se
horroriza del «silencio eterno de esos espacios infini­
tos», expresa la situación del hombre que ha tomado
conciencia de su situación real en un universo que no
está heoho para él, del que no es ya el centro y donde
los cielos no cantan más, de manera tranquilizadora,
la gloria de Dios. La desacralización del cosmos, la
infinitud de un universo sin límites asignables, el he-
liocentrismo, dan origen a un sentimiento de vértigo y
de terror. Pero de esta posición realista del espacio
nace la antinomiá que despierta a Kant. La imposibili­
dad de considerar el espacio como un todo homo­
géneo existente por sí le lleva a edificar la estética
trascendental.
14 La interrogación sobre el tiempo parece en el si­
glo x v i i i menos urgente que la del espacio, aunque
no quiere decir esto que las paradojas del tiempo sean
más fáciles de resolver que las del espacio —Bayle,
en su Diccionario histórico y crítico, ha reunido todas
las contradicciones a que daba lugar la afirmación
tanto de una realidad ontológica del tiempo como del
espacio—; pero la cuestión parecía depender, en pri­
mer lugar, de la metafísica y de la teología, y estaba
Kant 51
las afirmaciones concernientes al espacio y las
que se refieren al tiempo. El tiempo juega para
el sentido interno el mismo papel que el espa­
cio para la percepción externa, y es por la ex­
posición de la noción de tiempo por la que co­
mienza la tercera sección de la Disertación,
consagrada a los principios formales del mun­
do sensible.15 «La idea de tiempo no es dada,
sino supuesta, por los sentidos, pues lo que cae
bajo los sentidos no puede representarse, si es
simultáneo o sucesivo, más que por la idea del
tiempo.»16 El tiempo, al igual que el espacio,
es definido como una intuición pura; pero se
diferencia de éste en que es una intuición su­
puesta por todas las intuiciones empíricas que
podamos tener, porque todo estado de concien­
cia, sea conciencia de sí mismo o conciencia
de objetos situados fuera de sí, implica la
condición del tiempo.17 «El tiempo es, pues, un
dominada por la opinión de San Agustín: «Sé bien
lo que es el tiempo, pero si me lo preguntan, ya no lo
sé», citada por Kant en Investigación sobre la eviden­
cia de los principios de la teología natural y de la mo­
ral, (San Agustín se pregunta, en efecto, en el libro VI
de sus Confesiones: «¿Qué es el tiempo? Cuando na­
die me lo pregunta, lo sé; cuando se trata de expli­
carlo, ya no lo sé».)
15 Los principios formales del mundo sensible están
definidos como «lo que contiene la razón de la rela­
ción universal de todas las cosas en tanto que son
fenómenos». (Disertación, párrafo 13, pág. 43.)
16Ibíd., pág. 44.
17 Podría preguntarse, en consecuencia, si el tiempo
no juega un papel privilegiado en relación con el es­
pacio. Ciertamente, el tiempo condiciona la represen­
tación del espacio, que, como todo hecho de concien-
52 Jean Ferrari
principio formal del mundo sensible absoluta­
mente primero, pues todo lo que es sensible
cia, está ligado a la determinación temporal. Si his­
tóricamente los problemas planteados por el espacio
parecen tener a primera vista upa gran importancia,
la referencia a las antinomias del tiempo está dada
explícitamente en la Carta a Garve de 1798. (V. ,supra.)
Por otra parte, el espacio, como condición a priori,
está (limitado a los fenómenos externos, mientras que
el tiempo es una condición a priori de todos los fe­
nómenos en general: condición inmediata de los fenó­
menos internos, condición mediata de los fenómenos
externos, puesto que estos últimos, siendo percibidos
por el sujeto, tienen sitio en el orden natural de los
hechos de conciencia: «Todos los fenómenos en gene­
ral, es decir, todos los objetos de los sentidos están
en el tiempo y están necesariamente sometidos a la
relación del tiempo». (Crítica de la razón pura, pág. 63.)
Finalmente el tiempo, como lo veremos más lejos,
tiene un lugar capital en el esquematismo. Sin em­
bargo, en la perspectiva de la constitución del saber,
el espacio funda la objetividad del tiempo; no sólo
nuestra experiencia interna no es más cierta que nues­
tra experiencia extema, sino que depende de nuestra
experiencia externa. La conciencia que tenemos de
nosotros mismos en el tiempo no es posible, en efecto,
más que por la determinación de nuestra experiencia
en el tiempo; ahora bien, los cambios de nuestras re­
presentaciones no pueden ser percibidos más que si
hay algo permanente en relación a lo cual pueda per­
cibirse el cambio. Lo permanente no puede encontrarse
en mí, que cambio continuamente, sino sólo en la ex­
periencia externa del espacio. Muy lejos de fundar,
como Descartes, la existencia del mundo exterior sobre
consideraciones internas, Kamt afirma que la percep­
ción de los objetos en el espacio nos asegura de nues­
tra propia existencia en el tiempo. Generalmente per­
cibimos las modificaciones del tiempo como movi­
mientos, y por relación ai espacio, que se convierte en
condición necesaria de toda determinación en el tiem­
po. «Para comprender la posibilidad de las cosas en
Kant 53
de cualquier manera es pensable solamente si
se plantea como simultáneo o sucesivo.» 18
Esta elucidación de las nociones de espacio
y de tiempo constituye la mayor enseñanza de
la Disertación de 1770, y para el conjunto de la
empresa crítica, una adquisición fundamental,
que no será jamás puesta de nuevo en cuestión.

El punto de vista trascendental


Es verdad que once años más tarde la Críti­
ca de la razón pura distingue en la Estética
trascendental una exposición metafísica y una
exposición trascendental de los conceptos de
espacio y de tiempo. «Entiendo por exposición
virtud de las categorías y para demostrar, por consi­
guiente, la realidad objetiva de estas últimas, tenemos
necesidad no sólo de intuiciones sin más, sino de in­
tuiciones siempre externas.» (Crítica de la razón pu­
ra, pág. 214. Véase Jean Lacroix: Kant y el kantis­
mo, pág. 32.)
«...Esta objetivación es esencialmente una espaciali-
zación:. la multiplicidad sentida adquiere una primera
objetividad en tanto que está unificada y colocada en
el! espacio. Plantear relaciones espaciales es dar un
cuerpo. El espacio, en suma, es condición de objetivi­
dad: objetivar es espacializar.» Esta importancia del
espacio se traduce al nivel del lenguaje y de la imagi­
nación del tiempo, que está siempre representado como
una línea donde se sitúan como puntos el pasado, el
presente y el futuro. La inmensidad temporal es a la
imagen de la inmensidad espacial, y es muy difícil ha­
blar de actos del espíritu sin hacer uso de metáforas
o de catacresis espaciales.
iaOb. dt., pág. 51.
54 Jean Ferrari
—escribe Kant— la representación clara, aun­
que no detallada, de lo que pertenece a un
concepto; pero esta exposición es metafísica
cuando contiene lo que representa el concepto
como dado a priori.»19 La primera corresponde,
pues, muy exactamente a la presentación hecha
en la Disertación. En revancha, la segunda es
nueva: «Entiendo por exposición trascendental
—dice Kant— la explicación de un concepto
considerado como un principio capaz de ex­
plicar la posibilidad de otros conocimientos sin­
téticos a priori».20 Si en la Disertación se mues­
tra la evidencia del lazo entre el espacio y la
geometría, no se ha planteado todavía la cues­
tión de la Estética trascendental: ¿en qué con­
diciones es posible una matemática pura? La
Crítica de la razón pura está dominada, al con­
trario, por una interrogación sobre la natura­
leza del conocimiento científico; desde la intro­
ducción, Kant afirma la importancia de los jui­
cios sintéticos a priori, de los que hasta ahora
no se ha señalado la existencia, y que cons­
tituyen, sin embargo, los principios de las cien­
cias teóricas de la razón. Con los lógicos, dis­
tingue en efecto los juicios analíticos, que
explican los elementos constitutivos de un con­
cepto y que no aumentan en nada nuestros co­
nocimientos, y los juicios sintéticos, que unen
dos conceptos de los que uno no está conteni­
do en el otro y que, por consiguiente, nos en­
señan algo. Si todos los juicios empíricos son
19 Crítica de la razón pura, pág. 55.
20Ibíd., pág. 57.
Kant 55
juicios sintéticos, los juicios matemáticos lo
son también, contrariamente a lo que creía la
tradición racionalista. Así, cuando yo afirmo
que la línea recta es el camino más corto en­
tre dos puntos, tengo juntos en el mismo juicio
un concepto cualitativo (recta) y un concepto
cuantitativo (corta); como esta relación no de­
be nada a la experiencia y aparece, sin duda,
como universal y necesaria, el juicio matemá­
tico es a la vez sintético y a priori. Este des-;
cubrimiento, capital en opinión de Kant, explica
el desarrollo de una ciencia enteramente a
priori como las matemáticas, y desde entonces
la exposición trascendental del concepto de es­
pacio responde a una cuestión original: «Si la
geometría es la ciencia que determina sintéti­
camente, y, sin embargo, a priori, las propieda­
des del espacio, ¿cómo debe ser, pues, la re­
presentación del espacio para que sea posible
tal conocimiento?»21 En lo que se refiere al
tiempo, la cuestión es análoga: ¿cómo debe ser
el tiempo para que se pueda explicar la posi­
bilidad de todos los juicios sintéticos a prio­
ri?22 Lo cual hace que aparezca aquí el punto
de vista trascendental en el que Kant se colo­
ca en la Critica de la razón pura: «Líamo tras­
cendental —dice— a todo conocimiento que, en
general, no se ocupa tanto de los objetos como
21 Crítica de la razón pura, pág. 57. Y Kant añade:
«Es preciso que el espacio sea originariamente una in­
tuición; pues de un simple concepto no se puede sa­
car ninguna proposición que sobrepase el concepto, lo
cual ocurre, sin embargo, en geometría».
2aIbíd., pág. 62.
56 Jean Ferrari
de nuestros conceptos a priori de los obje­
tos». 23 Se trata de colocar aparte lo que en el
conocimiento viene del sujeto y es por consi­
guiente a priori, y de comprender que esos a
priori constituyen el conjunto de las condicio­
nes sin las cuales no sería posible ningún co­
nocimiento.24 Recogiendo las enseñanzas de la
Disertación, la Estética trascendental define la
receptividad de la sensibilidad a través de las
formas a priori del espacio y del tiempo y en­
seña cómo toda experiencia supone esas formas
sensibles puras; pues si para Kant lo empírico
es siempre sensible, lo sensible no es siempre
empírico. La enseñanza capital de la Estética
trascendental es la afirmación de ese sensible
no empírico, que permite a la vez el desarrollo
de una matemática enteramente a priori y con­
diciona toda experiencia posible.
Tal es el resultado al que conducen las lar­
gas investigaciones de Kant sobre la naturaleza
del espacio y del tiempo. Con las contradic­
ciones que hacía nacer una concepción realista,
desaparece el sentimiento de impotencia del
hombre en comparación con la inmensidad es­
pacial y temporal. Aquí, al contrario, el hom­
bre se apropia el espacio y el tiempo, que se
convierten en las formas subjetivas de su per­
cepción del mundo.
28 Ibíd., pág. 46.
24 «Conocemos a priori solamente las cosas en las
que nos metemos nosotros mismos». (Ibíd., pág. 19.)
Kant 57

^ Lógica y existencia
Si la Estética trascendental muestra la evi­
dencia del carácter a priori de las formas de
la sensibilidad, esta última se define como re­
ceptividad..25 Recogiendo la antigua distinción
entre materia y forma, Kant afirma la existen­
cia, en el origen de todo conocimiento, de un
dato que llama la materia de la sensación, o
también el «diverso» de la impresión sensible.
En efecto, lo a priori sólo adquiere su sentido
en relación a una experiencia posible, de la que
es la condición. La forma a priori opera una
primera síntesis espacial o temporal de esta
materia propuesta a nuestra sensibilidad y que,
así ordenada, se convierte en una intuición
empírica. El punto de vista trascendental no
debe, pues, disimular el comienzo obligado de
todo conocimiento: la existencia de un dato al
que la sensibilidad impone las formas del es­
pacio y del tiempo, del que por consiguiente
desconocemos la naturaleza, pero sin el cual no
habría ningún conocimiento.26
26 Crítica de la razón pura, págs. 53-55.
20 El a priori mismo permanecería desconocido para
nosotros. A este respecto, Kant distingue la ideailidad
trascendental y 'Ja realidad empírica del espacio y del
tiempo. Estas formas a priori de nuestra sensibilidad
son ideales, puesto que son subjetivas y no tienen exis­
tencia en ellas mismas; pero su idealidad es trascen­
dental, pues pertenecen al sujeto sólo en la medida en
que el sujeto conoce. El espacio y el tiempo —y ahí
está su realidad empírica— nos son dados en las co-
58 Jean Ferrari
Esta dualidad en el conjunto de las condicio­
nes inherentes al sujeto cognoscente, y que de­
termina por adelantado los objetos conocidos
y los datos de la experiencia, la encontramos
de nuevo en la Analítica trascendental. Es nece­
sario que a los elementos a priori del entendi­
miento, que son los conceptos o las categorías,
le sea suministrada una materia sobre la que
pueda ejercerse su poder de síntesis.27 Ésas
son las intuiciones sensibles, sin las que no po­
dría funcionar la maquinaria trascendental.
«Los conceptos sin intuición están vacíos.»28
Ahí está un punto capital del sistema kantiano.
Se afirma la necesidad de un aporte original de
experiencia tanto al nivel de la sensibilidad
como al del entendimiento: «No cabe duda de
que todo nuestro conocimiento comienza con
la experiencia. En efecto, de qué manera po­
dría despertarse y ponerse en acción nuestro
poder de conocer si no es por los objetos que
sas tal como aparecen ante nosotros. Su valor obje­
tivo está ligado a nuestra percepción de los objetos,
a los datos de la experiencia sensible a los que impo­
nen su forma. Este doble carácter, afirma Kant al
final de la Estética trascendental, permite resolver, o
más bien desaparecer los problemas en los que cho­
can los filósofos y los matemáticos. Negando al es­
pacio y al tiempo una existencia absoluta, se supri­
men las contradicciones en las que cae la razón cuando
quiere considerarlos como cosas en sí.
27 «Entiendo por síntesis, en el sentido más general
de esta palábra, el acto de añadir una a otra diversas
representaciones y comprender la diversidad en su
conocimiento...» (Crítica de la razón pura, pág. 92.)
28 Crítica de la razón pura, pág. 77.
Kant 59
impresionan nuestros sentidos...».29 Kant se
persuadió pronto de que el espíritu humano no
basta para construir el conocimiento y que la
existencia tiene su carácter irreductible.
Esta concepción, que se inspira en Newton
y en los empiristas ingleses, está en contradic­
ción con el método del análisis de las esencias
que preconizaba Wolff» Para este último, en
efecto, la existencia na es más que un comple­
mento de la esencia,30 y el principio supremo
a partir del cual es posible deducirlo todo es el
principio de identidad.31 Wolff edifica una cien­
cia del ser sin plantearse la cuestión previa de
la existencia de ese ser, pues la esencia de una
cosa contiene siempre la razón por la cual exis­
te esa cosa. El orden de las existencias no es \
fundamentalmente diferente del de las esencias. ]
La existencia no es más que un modo de la j
esencia que es posible deducir de ella. J
Ahora bien, desde muy pronto Kant se opo­
ne a esa teoría, qué es la de sus maestros. Al
contrario de Wolff, que afirmaba la identidad
de los métodos matemático y filosófico, Kant
a? Ibíd., pág. 31.
80Véase Ontología, párrafo 143: «Defino la existencia
como aquello que completa la posibilidad». Baumgar-
ten, del que Kant utilizaba los libros en sus cursos,
vuelve a tomar la misma fórmula: «La existencia...
es el complemento de la esencia o de la posibilidad
interna». (Ontología, párrafo 55 — AK XVII, pág. 38.)
31 Mientras que Leibniz distinguía entre el princi­
pio de identidad, que dependía de la pura lógica y
definía las posibilidades de ser, y el principio de ra­
zón suficiente, que explicaba cómo los posibles pasa­
ban a la existencia, se esfuma esta distinción en Wolff.
60 Jean Ferrari
distingue en su Investigación sobre la evidencia
de los principios de la teología natural y de la
moral (1764) el camino del matemático, que,
según él, es sintético y produce sus propios con­
ceptos, y el del filósofo, que es analítico y bus­
ca determinar los conceptos que encaminan a
una existencia efectiva. La filosofía sustituye el
modelo matemático por el modelo físico de
Newton, que da a Kant el sentido del hecho y
de la experiencia.32 En la misma perspectiva
y en el mismo momento, Kant critica el argu­
mento ontológico, que pretende sacar del sim­
ple análisis dej la idea de Dios la prueba de su
existencia. «La existencia no es atributo o de­
terminación para ninguna cosa, afirma Kant.» 33
La existencia no añade nada a la esencia en tan­
to que tal, no es del mismo orden. «La existen­
cia es la posición absoluta de una cosa.»34
verdadero método de la metafísica es funda­
mentalmente idéntico al que Newton ha introducido
en Física, y que ha tenido allí éxito y utilidad...» (In­
vestigación sobre la evidencia de los principios de la
teología natural y de la moral, trad. Fichant, pág. 42.)
88 El único fundamento posible de una demostración
de la existencia de Dios (1763) en Pensamientos su­
cesivos sobre la teodicea y la religión. Trad. Festugié-
res, pág. 79.
84 Tbíd., pág. 81. Sería preciso traer aquí ciertas en­
señanzas del Ensayo para introducir en filosofía el con-
cepto de grandeza negativa (1763), referente a la rela­
ción de causa y efecto. ¿Cómo debo comprender, se
pregunta Kant, que porque alguna cosa es, otra cósa
existe? Jamás podría responder a esta cuestión por
un análisis lógico y por la actuación del principio de
identidad. La cuestión sobre la causalidad se une
aquí a la cuestión sobre el ser, las dos sugeridas sin
duda por la lectura de Hume, cuyo sentido de la exis-
Kant 61
Esta afirmación categórica de la irreductibi-
lidad de la existencia corresponde a un tema
mayor y constantemente recogido por el pensa­
miento kantiano. La existencia no se deduce,
se comprueba, lo cual hace comprender que
sólo puede haber conocimiento verdadero a
partir de la experiencia, y más aún, de la ex­
periencia sensible.35
Pero si el conocimiento comienza con la ex­
periencia, no deriva todo de la experiencia.
Ciertamente, el conocimiento se compone de
«lo que recibimos por impresiones sensibles»,
pero también por «lo que nuestro propio po­
tencia ha impresionado a Kant, alimentado del esen-
cialismo wolffiano. No existe en Kant entre esencia y
existencia, como en Hume entre causa y efecto, nin­
gún lazo de necesidad, y Kant distingue, en la misma
Obra, entre fundamento lógico y fundamento real: «Lo
que «querría que me aclarasen es cómo una cosa pro­
cede de otra, y no en virtud de la regla de identidad.
Llamo fundamento lógico al primer tipo de funda­
mento, porque puede considerarse como lógica su re­
lación con la consecuencia, es decir, como evidente
según la regla de identidad, pero al segundo tipo de
fundamento lo llamo real, porque, aunque esa relación
pertenezca a mis conceptos verdaderos, su naturaleza
misma no se deja reducir a ninguna cíase de juicio».
(Véase E. Gilson: El ser y la esencia, Vrin, 1962, pá­
gina 192.)
85 Algunos hablarán a este propósito del empirismo
de Kant. Véase H. Marcuse: «'No hay proclamación
más enérgicamente empirista que las líneas por las
que empieza la Crítica de la razón pura: "Es necesario
que todo pensamiento, directa o indirectamente, se re­
fiera finalmente a intuiciones; por consiguiente, entre
nosotros a la sensibilidad, porque ningún objeto puede
sernos dado de otra manera”». (Razón y revolución.
Ed. de Minuit, París, 1968.)
62 Jean Ferrari
der de conocer (simplemente excitado por im­
presiones sensibles) produce por él mismo».36
Intuiciones y conceptos constituyen los elemen­
tos de todo nuestro conocimiento, y si los pen­
samientos sin contenido están vacíos, «las in­
tuiciones sin concepto están ciegas».37 A la re­
ceptividad de la sensibilidad debe añadirse la
, espontaneidad del entendimiento, que es, según
\ Kant, la facultad de formar conceptos y de pro-
¡nunciar juicios. Las intuiciones sensibles no
constituyen conocimientos propiamente dichos.
TLas intuiciones nos dan relaciones totalmente
subjetivas entre las impresiones cuya asocia­
ción no tiene ningún valor objetivo. El juicio
científico se reconoce, al contrario, por un do­
ble carácter de necesidad y de universalidad que
sólo el entendimiento puede imponer a nuestras
intuiciones por el uso de las categorías. Esos
conceptos a priori, de los que Kant trata de
hacer la. lista, apoyándose sobre los diversos
tipos de juicios enumerados por los lógicos, se
aplican a priori á los objetos38 y tienen por
misión dar unidad a la simple síntesis de las
diversas representaciones.39 Así la experiencia
sensible nos da, con la sensación de una piedra
ardiente, la impresión de una cierta radiación
calórica solar; el entendimiento, uniendo esas
dos intuiciones empíricas por el concepto a
priori de causa, me permite afirmar que el
sol calienta la piedra. No es la experiencia —y
88 Crítica de la razón pura, pág. 31.
87 Ibíd., pág. 77.
88 Ibíd., pág. 93.
30 Ibíd., pág. 94.
Kant 63
aquí Hume tiene razón— la que puede estable­
cer un lazo de causalidad entre dos fenómenos;
es el espíritu el que juzga, es decir, el que or­
dena, según sus propias categorías, la diversi­
dad de las intuiciones sensibles.

La deducción trascendental
de las categorías40
Allí se plantea a Kant un problema de gran
importancia que él examina largamente en una
de las partes más difíciles dé la Crítica de la
razón pura. Se trata de saber por qué las ca­
tegorías del entendimiento se aplican a la ex­
periencia. ¿Cómo explicar que los conceptos a
priori puedan relacionarse con las cosas? ¿De
dónde viene ese misterioso acuerdo entre la na­
turaleza y nuestro éspíritu, acuerdo sin el cual
todo conocimiento es inconcebible? Kant pa­
recía ignorar en la Disertación esta cuestión
que domina la reflexión filosófica desde Platón;
pero dos años más tarde, en la carta a Marcus
Herz del 21 de febrero de 1772, la explica con
una claridad notable: «En la Disertación me
había contentado con expresar la naturaleza de
las representaciones intelectuales de una ma­
40 En esta expresión, Kant toma la ¡palabra «deduc­
ción» en el sentido que le daban los jurisconsultos, es
decir, de demostración del derecho o de la legitimi­
dad. La aplicación de los conceptos a priori a los ob­
jetos de la experiencia requiere una justificación que
está constituida por la deducción (trascendental de las
categorías.
64 Jean Ferrari
ñera puramente negativa; a saber, que no son
modificaciones del alma por los objetos. Pero
¿cómo es posible una representación que se
refiera a un objeto sin ser afectada por él de
alguna manera? Lo había pasado en silencio.
Había dicho: las representaciones sensibles re­
presentan las cosas tal como aparecen, las in­
telectuales tal como son. Pero ¿por qué medio
nos son dadas esas cosas si no lo son por la
manera en que nos afectan? Y si tales repre­
sentaciones intelectuales reposan sobre nuestra
actividad interna, ¿de dónde viene la concor­
dancia que deben tener con los objetos que, sin
embargo, no son producidos por ellas? Y los
axiomas de la razón pura referentes a esos
objetos, ¿por qué medio concuerdan con ellos,
sin que esta concordancia pueda apoyarse so­
bre el socorro de la experiencia? En matemá­
ticas no hay problema... En cambio, en lo re­
ferente a las cualidades, ¿cómo puede mi en­
tendimiento formar enteramente a priori los
conceptos de cosas con las que las cosas deben
concordar necesariamente? Esta cuestión deja
siempre arrastrar una oscuridad sobre el poder
de nuestro entendimiento: ¿de dónde le viene
esta conformidad con las cosas mismas?»41
Los que se niegan a admitir una acción directa
del objeto sobre el sujeto, que rechazan el
empirismo como incapaz de informar sobre el
carácter apodíctico de ciertos conocimientos,
se ven obligados a llamar a Dios de una manera
41 Carta a Marcus Herz, trad. Verneaux, Aubieí-Moñ-
taigne, págs. 35-37.
Kant 65
u otra: puesto que es la causa suprema de
nuestro espíritu y de las cosas, ¿no puede ser
el fundamento de su acuerdo? Kant niega esta
solución con una particular vivacidad, ya sea
en la forma que le dan Platón, Malebranche o
Leibniz: «El deus ex machina es lo más inepto
que se puede escoger para determinar el origen
y la validez de nuestros conocimientos y, ade­
más de que constituye un círculo falaz relativo
a los últimos principios del conocimiento, pre­
senta el molesto inconveniente de favorecer
el capricho del espíritu o los sueños piadosos o
fantásticos».42
Negar a la vez el empirismo y el racionalismo
clásicos, concediendo al mismo tiempo un va­
lor al conocimiento sensible y un poder a la
razón: he ahí lo que obligaba a Kant a inventar
el criticismo. Pero si él denuncia tas soluciones
dadas en el pasado, si rechaza con violencia el
deux ex machina, si reivindica para el espíri­
tu humano el deber de resolver por sí solo el
problema, es en 1772 cuando ha encontrado la
solución. Necesitará cerca de nueve años —so­
bre los que no sabemos prácticamente nada—
para responder a la cuestión planteada, sin
embargo, con toda precisión. Ese_largq silen­
cio. de Kant es el de la elaboración del criticis-
jmo. El pensamiento kantiano, en lo que tiene
de radicalmente nuevo, se inventa al mismo
tiempo que Ja_ respuesta _a_ ese problema. De
esta voluntad de secularizar el problema del
43 Carta a Marcus Herz, trad. L. Braun, Revista de la
Enseñanza Filosófica, 14.° año, núm. 2, pág. 3.
KANT— 3
66 Jean Ferrari
conocimiento, de la exigencia de una respues­
ta humana a la cuestión del acuerdo de las re­
presentaciones y de sus objetos, de este rechazo
del socorro de los dioses, resulta tomar a cargo
del espíritu del hombre el conocimiento en su
conjunto. En esta voluntad de hacer acceder
al hombre a una verdadera madurez, permitién­
dole al mismo tiempo arreglar él mismo sus
propios negocios,43 encontramos una de las ins­
piraciones del kantismo.
El «yo pienso»
De hecho, el hombre se convierte en autor
de la naturaleza en el sentido propio del térmi­
no, puesto que la objetividad de ésta no resul­
ta ni de la existencia de un dato que debiéra­
mos desentrañar, ni de una garantía divina,
como en Descartes, sino de las solas condicio­
nes subjetivas del pensamiento. El carácter
objetivo del conocimiento püede y debe expli­
carse a partir de principios subjetivos. Kant
no va a proceder en este lugar a un nuevo aná­
43 No se trata de decir que la deducción trascenden­
tal de las categorías, en el detalle sutil y a veces mo­
vedizo de su desarrollo, tiene por causa una voluntad
de liberación del hombre con respecto al apoyo di­
vino tradicional. En su orden, que es el de la crítica
de la razón pura, no debe nada a la antropología, al
espíritu del siglo o a la psicología de Kant. Representa,
según las modalidades oscuras que unen una obra a
la personalidad de su autor y a las ideas de la época,
una liberación respecto a las facilidades de la teología
y de los espejismos de los dogmatismos tradicionales.
Kant 67
lisis del conocimiento humano, sino al esclare­
cimiento de una síntesis que funda todo aná­
lisis. Si el juicio de experiencia puede descom­
ponerse en sus diferentes elementos: conceptos
a priori, intuiciones empíricas..., entonces su­
pone previamente un poder de juzgar. Para que
haya |uicio es preciso que haya alguien que
juzgue. El concepto, que es ya síntesis, supone
una unidad más alta, a la que llama Kant la
apercepción trascendental, y que es la unidad
del «yo pienso», principio primero del pensa­
miento en general. Si la sensibilidad sólo nos
da, en efecto, lo diverso de manera dispersa y
si no hay experiencia, es decir, conocimiento
en las representaciones aisladas, es preciso que
haya una actividad espontánea que una esos
elementos diversos. Es el papel del entendi­
miento en general, por el cual, gracias a las
categorías, lo que no era más que un «juego
ciego de representaciones» se convierte en una
síntesis necesaria y ordenada. Pero la categoría,
que es una relación necesaria impuesta por el
entendimiento a los datos sensibles, supone an­
tes que ella la unidad misma. Antes de que mis
representaciones queden unidas, hace falta que
sean mías. Ahí está el punto de partida más
elevado del conocimiento; la unidad del «yo,
pienso» es la comprobación de la identidad de
la conciencia en todos sus actos y productos.
«El "yo pienso" debe poder acompañar todas
mis representaciones...»44 Hablar de represen­
44 Crítica de la razón pura, pág. 110.
68 Jean Ferrari
taciones es plantear una relación entre esta re­
presentación y una facultad representativa, es
admitir un sujeto que tiene conciencia de ella,
fPero el sujeto de qüe sé tráta aquí no es ni el
lyo empírico, ni una sustancia pensante. El yo
!trascendental, que designa la unidad funcional
del conocimiento, acompaña a todo concepto,
sin ser él mismo un concepto; ño nos informa,
pues, ni sobre nuestra esencia, ni sobre nues­
tras modalidades empíricas, pero es la condi­
ción suprema de la constitución del objeto, es
decir, de la experiencia.45 Es el único elemen­
to permanente e idéntico, a partir del cual se
hace viable la unificación de una diversidad. Es
la condición última de la objetividad. Así se
funda en derecho la existencia objetiva de las
cosas. EL.ob.jeto no es lo que aparece ^delante
de mí y que yo examino, sino lo que yo cons­
tituyo por mi propio examen, es decir, por los
lazos universales y necesarios que impongo a
las diversas sensaciones que afectan a mi sen­
sibilidad. La objetividad, en el sentido kantia­
no del término, queda así definida a partir de
j principios subjetivos. l^^Crítica de Ja razán pu­
ra hace del sujeto humano el fundamento de
Ja objetividad de las cosas.46
46 «Según Kant, cogito, ergo sum, es ilegítimo, mien­
tras que su deducción va a establecer la ¡proposición:
cogito, ergo res sunt.» (E. Boutroux: La filosofía de
Kant, Vrin, 1960, pág. 94.)
46 «La objetivación por el espíritu basta para ase­
gurar la objetividad para el espíritu. No es necesario
nada más para asegurar la realidad de la naturaleza,
y Newton no tiene necesidad de otra cosa para esta­
blecer las leyes de la mecánica». (Ibíd., pág. 95.)
Kant 69

Conocimiento y realidad. El esquematismo


y los principios del entendimiento
Al separar radicalmente la sensibilidad y el
entendimiento, Kant había querido determinar
con exactitud el papel de_esas dos facultades
del espíritu: la receptividad de la primera y la
espontaneidad judicial del segundo. Pero le quer.
daba por explicar cómo tal concepto puede
aplicarse a tal dato sensible, más bien que a tal
otro. Es lo que hace en la Analítica del juicio j
de la Crítica de la razón pura. Si juzgar es siem-j
pre imponer un concepto a un_dato, esta ope^j
ración sólo es posible si se descubre un tercer
término, pues entre la categoría y la intuición
sensible hay heterogeneidad absoluta. Ahora
biien, es un hecho que categoría e intuición se
unen en el juicio de existencia. A este tercer
término, que participa a la vez de la sensibili­
dad y del entendimiento, lo llama Kant el es­
quema, y por la teoría del esquematismo tras­
cendental hace jugar a la imaginación, en la
obra del conocimiento, un papel de mediación
absolutamente indispensable. Es verdad que no
se trata de esa imaginación empírica que se re­
laciona con la memoria, sino de una imagina­
ción pura que crea a priori las condiciones sen­
sibles, gracias a las cuales podrá aplicarse un
concepto a una intuición.47 Puesto que la ima-
47 Por ejemplo: «El esquema del triángulo no puede
jamás existir en otro lugar que en el pensamiento, y
70 Jean Ferrari
gen no es más que el residuo de una percep
ción,48 el esquema es un procedimiento a prio­
ri, gracias al cual la imaginación da al concep­
to su imagen; es una especie de bosquejo, fru­
tó de la espontaneidad de la imaginación, que
hace posible el objeto conocido.49 Pero el ca­
rácter más notable de esta actividad, que es,
según Kant, «un arte escondido en Jas profun-
didades del alma~humana y^SeT^üe sera~síém-
pre difícil arrancar el verdadero mecanismo a
la naturaleza. .T>>,50 radica en que se despliega
en el tiempo, que es de condición temporal.
Mientras que toda ¡imagen es espacial y la ima­
gen misma del tiempo Téforna a una figu­
ra en el espacio, el esquema implica el tiem­
po, porque es una operación. El acto de añadir
un número a otro, de recorrer una sucesión, de
unir las impresiones en una representación exi­
ge liempo, y de esta manera se pone en claro
un dato fundamental de la actividad del espí­
ritu: toda síntesis es temporal; así se establece
una cierta relación entre el entendimiento y
el tiempo, puesto que a cada concepto del en­
tendimiento corresponde un esquema de la
expresa una regla de la síntesis de la imaginación con
relación a las figuras puras en el espacio». (Crítica de
la razón pura, pág. 152.)
48 Véase el ejemplo de los cinco puntos dados por
Kant. Ibíd., pág. 152.
49 «La unidad trascendental de la síntesis de la ima­
ginación es la forma pura de todo conocimiento po­
sible y es, por consiguiente, la condición de la repre­
sentación a priori de todos los objetos de experiencia
posible.» (Ibíd., pág. 132.)
60 Ibíd., pág. 153.
Kant 71
imaginación trascendental. Por ejemplo, el es­
quema de la sucesión regular de los fenómenos
en el tiempo según una regla prepara la aplica­
ción de este lazo universal y necesario que el
concepto de causa establece entre dos fenóme­
nos.
El esquematismo trascendental instituye,^
pues, la mediación de la" imaginación entre el*
entendimiento y la sensibilidad: el esquema se
relaciona con el entendimiento en cuanto que
es un método general, y con la sensibilidad en
cuanto que es temporal. Tal concepto a priori
puede aplicarse”a una realidad sensible deter­
minada, puesto que ésta queda, por así decirlo,
preparada, por la síntesis de la imaginación,
para esta unidad de la síntesis que le impone
el concepto de entendimiento. La perspectiva
crítica excluye/aquí como en otras partes, uña
\descripción de nuestras diferentes facultades.
No se trata de facultades en acto, en su activi­
dad empírica, sino de un conjunto de condicio­
nes planteadas a priori, sin las que el conoci­
miento científico, que es un hecho innegable,
no se podría comprender. En la respuesta a la
cuestión: ¿cómo es posible un conocimiento
científico?, la imaginación toma un sitio impor­
tante. Lo mismo que hay una sensibilidad en­
teramente a priori, hay en Kant una forma pu­
ra de la imaginación que devuelve a esta facul­
tad la dignidad que le había negado la tradición
racionalista. Una y otra preparan, gracias a las
síntesis sucesivas que imponen a la diversidad
sensible, la constitución por el entendimiento
de conocimientos cuyo conjunto forma propia-
72 Jean Ferrari
mente la naturaleza. Este carácter donador de
la imagen productora, cuyos bosquejos prefigu­
ran" el’ mundo y sin la cual el entendimiento
permanecería vacío, ha sido subrayado por va­
rios comentadores; algunos han creído ver una
de las fuentes del romanticismo; otros, como
Heidegger, han hecho de él la raíz de una in­
terpretación completamente original del kan­
tismo. 51 De hecho, en la segunda edición de la
! Crítica de la razón pura,52 la imaginación tiene
\un lugar muy definido. El esquematismo trás-
céndental 'córisYitüyé el primer capítulo de la
Analítica de los, principios. El esquema es la
condición sensible de la aplicación de las ca­
tegorías. Como en los principios de que se tra­
ta en el capítulo II, no toma su sentido más que
en relación con el entendimiento, del que pre­
para la síntesis. Constituye un lazo entre el en­
tendimiento y la sensibilidad, sin el cual la
categoría quedaría vacía y la intuición ciega.
Gracias a los esquemas deJaJTOaginación, los
conceptos del entendimiento pueden referirse
a la diversidad sensible; pero los conceptos
mismos dependen de principios primeros, que
no son sino las reglas del uso objetivo de las
categorías. Esos principios, de los que Kant
61 Heidegger: Kant y él problema de la metafísica.
Introducción y traducción por A. de Waelhens y W. Bie-
mel, N. R. F. Gallimard, París, 1953.
62 En la primera edición, Kant analizaba en detalle el
-papel de la imaginación en la percepción; daba a la
imaginación una importancia capital como poder de
síntesis en la aprehensión y la reproducción y, en el
plano trascendental^ como síntesis trascendental corre­
lativa a la apercepción trascendental.
Kant 73
hace la lista a partir de la tabla de las catego­
rías,53 no derivan-de la experiencia, que~debe,
al contrario, conformarse a ellos. Son, pues, al
mismo tiempo, como dice Kant en los Prolegó­
menos, «unas leyes universales de la naturaleza,
que pueden conocerse a priori».54 líná ciencia
^üfá de la ñátüfáléza es posible, puesto que el
entendimiento no toma en ella sus leyes, sino
que, al contrario, las prescribe. El conjunto de
los principios, en relación con sus conceptos
del entendimiento, constituye, por consiguiente,
una ciencia enteramente a priori, que define las
leyes según las cuales todo objeto será com-
c3 En las reglas del uso subjetivo de las categorías
o princiipios_ del entendimiento puro, Kant distingue:
1. Los axiomas de'Ia'intuición (categoría de la can­
tidad), según los cuales todas las intuiciones son de
magnitudes extensivas.
2. Las anticipaciones de la percepción (categoría
de la cualidad). Según éstas, en «todos los fenómenos
la sensación y lo real que le corresponde en el objeto
tienen una magnitud intensiva, es decir, un grado.
3. Las analogías de la experiencia (categoría de la
relación), que afirman la existencia de una comunica­
ción necesaria entré las percepciones, comunicación
sin la que no sería posible la experiencia. El principio
de causalidad es la segunda analogía de la expe­
riencia.
4. Los postulados del pensamiento empírico en ge­
neral, que se enuncian así:
a) es posible lo que concuerda con las condiciones
formales de la experiencia;
b) es real lo qué concuerda con las condiciones
materiales de la experiencia;
c) existe necesariamente lo que tiene determinado
su acuerdo según las condiciones generales de la expe­
riencia.
64 Prolegómenos, trad. Gibelin, pág. 76.
74 Jean Ferrari
prendido. Al igual que existe una matemática
pura, existe una física pura que nos da las leyes
más generales a las que deben someterse los
objetos físicos para constituir una ciencia.55

Revolución copernicana e idealismo


Desde entonces la perspectiva trascendental
de Kant aparece en toda su amplitud. Desde las
íorm^s_CLprioriáe la sensibilidad hasta los prin­
cipios del entendimiento puro, está determina­
do el conjunto de las condiciones a las que
deben plegarse las cosas para ser conocidas. La
inversión copernicana consiste precisamente en
que el hombre, en lugar de recibir de las cosas
las formas y las leyes del conocimiento, impone
a la naturaleza las formas y las leyes de su es­
píritu. En adelante no es el hombre el que se
somete a una realidad extraña, sino que la na­
turaleza misma queda sometida a discusión.
No es ya el espíritu del hombre el que se aco­
moda a las cosas; son las cosas las que se adap­
tan a las leyes del conocimiento.56 Hay una
66 Kant examina en detalle las leyes de esta física
a priori en su obra sobre los Primeros principios me-
tafísicos de la ciencia de la naturaleza (1786), trad. Gi-
belin, París, Vrin, 1952.
69 Véase Crítica de la razón pura: «Por muy extrava­
gante y absurdo que parezca, pues, decir que el enten­
dimiento es él -mismo la fuente de las leyes de la na­
turaleza, tal aserto es, sin embargo, completamente
exaoto y conforme al objeto, es decir, a la experien-
Kant 75
proposición de una nueva definición de la na­
turaleza: considerada formalmente, ésta depen­
de enteramente del espíritu humano* como «del
fundamento originario de su conformidad ne­
cesaria a la ley».57 Al determinar lo que cono­
cemos a priori de las cosas, la Crítica de la
razón pura aclara de una manera decisiva el
papel constituyente del espíritu en la obra del
conocimiento.
Pero si en lo que se refiere al conocimiento
científico el espíritu del hombre es constitu­
yente, ¿no está amenazada de idealismo la filo­
sofía crítica? ¿Conocemos otra cosa que no
sea nosotros mismos, y no se reduce la natu­
raleza a las representaciones que tenemos de
ella? Es éste el sentido en que los primeros
lectores de Kant han interpretado su filosofía.
También ha tenido cuidado de defenderse de
esta acusación en los Prolegómenos y en la se­
gunda edición de la Crítica de la razón pura
por medio de un texto importante, titulado
«Refutación del idealismo».58 La filosofía tras­
cendental, afirma Kant, es lo contrario del
idealismo, si se entiende por éste una teoría se­
gún la cual la existencia de los objetos en el
espacio es dudosa o imposible. Esta existencia,
para Kant, no es una ficción; muy al contrario,
cia», pág. 143. «Somos, pues, nosotros los que introdu­
cimos el orden y la regularidad en los fenómenos que
llamamos naturaleza y que no podríamos encontrarlos
si no hubiesen estado puestos originariamente por nos­
otros», pág. 140.
57 Ibíd., pág. 143.
68 Ob. cit., pág. 205 ss.
76 Jean Ferrari
tenemos directamente la experiencia de ella, e
incluso la experiencia interna no es posible más
que con la condición previa de la experiencia
externa.59 No solamente la conciencia de su
propia existencia es al mismo tiempo una con­
ciencia inmediata de la existencia de las cosas
fuera de mí, sino que «la misma experiencia
interior sólo es posible mediatamente por me­
dio de la experiencia exterior».60 Mientras que
Descartes encontraba el mundo exterior sólo
después de haber demostrado la existencia de
un Dios verídico, aquí yo no puedo compren­
derme a mí mismo más que en la medida en
que supongo, a título de condición de posibili­
dad, la existencia del mundo exterior. En rela­
ción con la tradición racionalista que desde
Descartes concedía a la conciencia de sí mismo
un lugar privilegiado, Kant opera allí también
una verdadera inversión. Kant restablece esta
50 No puedo, en efecto, tener conciencia de mi exis­
tencia, es decir, de la experiencia interna, más que si
está determinada por esta forma a priori de mi sensi­
bilidad interna, que es el tiempo. Pero según la Ana­
lítica de los principios toda determinación temporal
supone algo de permanente que no puede estar en
nosotros, puesto que la conciencia del yo en el tiem­
po está determinada por la suposición previa de ese
permanente. La experiencia interna sólo es posible si
existe algo fuera de nosotros, que yo ¡percibo como
tal, y no la pura representación de ese algo, pues éste,
en tanto que determinación de nuestro ser empírico
en el tiempo, supone ese algo permanente, distinto de
mí. Es por lo que el conocimiento de este dato perma­
nente y exterior a mí es inmediato y primitivo, mien­
tras que el del yo empírico es mediato y segundo.
00 Ob. cit., pág. 207.
Kant 77
humilde verdad según la cual el hombre tiene
conciencia de las cosas antes de tener concien­
cia de sí mismo. Sin embargo, Kant no recoge
para su beneficio un realismo del sentido co­
mún, que afirmaría la existencia de un mundo
de objetos independientes de nosotros. No es
al ser mismo al que captamos, cuyo concepto
es problemático y la realidad en sí incognos­
cible, sino a las cosas en tanto que son objetos
de nuestra intuición sensible, en la medida en
que éstos se nos aparecen necesariamente se­
gún las leyes de nuestro espíritu, que fundan la
objetividad del conocimiento. Si alguna cosa
nos es dada que nos permite evitar el idealis­
mo en el punto de partida de la teoría kantiana
del conocimiento, el espíritu del hombre es en
último término el garante de la verdad. Esta
doble afirmación, que resume el conjunto de
la concepción kantiana, se encuentra comproba­
da en la definición que da Kant de fenómeno.

Apariencia, fenómeno y noúmeno


Tradicionalmente, el filósofo es un hombre
que no cree a sus ojos. Desde Parménides, la
reflexión filosófica opone el ser y la aparien­
cia; el acceso a la realidad de las cosas le pa­
rece correlativo de la voluntad de no depender
de lo que parece a primera vista. La apariencia
se define por oposición al concepto de realidad
o de verdad. El dogmatismo racionalista, a par­
78 Jean Ferrari
tir de una crítica del conocimiento sensible asi­
milado a la apariencia y al error, se define por
un conocimiento del ser, captado en una intui­
ción que nos pone en presencia de lo absoluto.
La Disertación de 1770, por su distinción de un
mundo sensible y de un mundo inteligible, po­
día parecer recoger esta perspectiva en su be­
neficio; pero al ligar las matemáticas a las for­
mas a priori de la sensibilidad, que son el es­
pacio y el tiempo, Kant concedía ya a la sensi­
bilidad de ser el lugar de una verdad que todos
reconocen como la más clara y la más inme­
diatamente inteligible. En la primera edición de
la Crítica de la razón pura se define claramente
la noción de fenómeno: «Las imágenes sensi­
bles se llaman fenómenos en tanto que se las
piensa a título de objetos según la unidad de
las categorías.61 Kant distingue, en efecto, en la
Estética trascendental 62 la materia del fenó­
meno, que corresponde a la sensación, y la for­
ma del fenómeno, mediante la cual se coordina
esta materia según ciertas relaciones. Sólo
uniéndose el entendimiento y la sensibilidad
pueden determinar en nosotros los objetos.63
El fenómeno que supone una materia sensi­
61 Crítica de la razón pura, pág. 223.
02 Ibíd., pág. 53.
68 El fenómeno corresponde a lo que llamaba Kant
en la Disertación la experiencia: «En -los conocimien­
tos nacidos del sentido y en los fenómenos, se llama
apariencia a lo que precede al uso lógico del entendi­
miento, y se llama experiencia al conocimiento refle­
xivo que nace de varias apariencias confrontadas por
el entendimiento». (Trad. Mouy, pág. 34.)
Kant 79
ble, y al que se aplican los conceptos del en­
tendimiento, queda definido por oposición al
noúmeno y a la apariencia.
Si el concepto de noúmeno, es decir, «de una
cosa que no sería en absoluto objeto de los
sentidos, sino que debe ser pensada como cosa
en sí»,64 no es contradictorio —pues no cabe
imaginar otros medios de intuición que el dé la
intuición sensible—, no tenemos, sin embargo,
ningún medio de conocer esos noúmenos cuya
naturaleza para nosotros es problemática. No
es más que un «concepto limitativo, que tiene
por fin restringir las pretensiones de la sensi­
bilidad y que no es, pues, más que de uso nega­
tivo».65 Conduce a un conocimiento absoluto
de lo inteligible. Al contrario, «las cosas que
intuimos no son en ellas mismas tales como las
intuimos; sus relaciones no están constituidas
en ellas mismas tal como aparecen ante nos­
otros, y si hacemos abstracción de nuestro asun­
to, o incluso solamente de la naturaleza sub­
jetiva de nuestros sentidos en general, toda la
manera de ser y todas las relaciones de los ob­
jetos en el espacio y en el tiempo, e incluso el
espacio y el tiempo, desaparecen, puesto que en
tanto que fenómenos no pueden existir en sí,
sino solamente en nosotros».66 Queda por decir
que todo fenómeno es fenómeno de alguna co­
sa y que la relatividad del fenómeno respecto a
nosotros nos obliga a afirmar la existencia de
64 Crítica de la razón pura, pág. 228.
65 Ibíd., pág. 229.
66 Ibí'd., pág. 68.
80 Jean Ferrari
alguna cosa que le corresponde y que es inde­
pendiente de nosotros.67
Por ello el fenómeno, que no es la cosa en sí,
no puede tampoco confundirse con la simple
apariencia, ya se trate, como en la Disertación,
de la materia sensible no informada todavía
por las categorías, o del error en el sentido tra­
dicional del término.68
Ahora bien, esas distinciones fundamentales
parecieron poco convincentes a sus contempo-
97 Se confunde algunas veces, sin razón, noúmeno y
objeto trascendental. «Por este objeto —escribe Kant—
hay que entender alguna cosa x de la que no sabemos
nada en absoluto y de la que incluso en general (se­
gún la constitución actual de nuestro entendimiento)
no podemos saber nada, pero que puede, a título de
correlativo de ia unidad de la percepción, servir para
unificar lo diverso en la intuición sensible, operación
por la que el entendimiento liga ese diverso en el
concepto de un objeto. Este objeto trascendental no
puede de ningún ¡modo ser separado de los daíos sen­
sibles, puesto que no quedaría nada que sirviese para
concebirle. No es, pues, un objeto del conocimiento
en sí, sino solamente la representación de los fenó­
menos bajo el concepto de un objeto en general, deter-
minable por lo diverso de los fenómenos...» (Crítica
de la razón pura, pág. 225.) Y más lejos: «El objeto
al cual relaciono el fenómeno en general es el objeto
trascendental, es decir, el pensamiento completamente
indeterminado de alguna cósa en general. Este objeto
no puede llamarse el noúmeno». (Ibíd., pág. 227.)
68 Kant distingue la apariencia empírica (por ejem­
plo, las ilusiones ópticas), 'la apariencia lógica, que
es una falaz imitación de la forma racional y que re­
sulta de un defecto de atención y la apariencia tras­
cendental, que nos hace imaginar que los conceptos
y los principios del entendimiento puro nos permiten
acceder al conocimiento de lo absoluto.
Kant 81
ráneos, y el primer informe de la Crítica de la
razón pura, 69 si mantiene la negativa de un co­
nocimiento metafísico —lo que permite acu­
sar a Kant de escepticismo—, confunde fenó­
meno y apariencia y coloca a Kant entre los
idealistas a la manera de Berkeley. La subjeti­
vidad del espacio y del tiempo hace que la rea­
lidad no pueda diferenciarse del sueño y que
el mundo sea un tejido de apariencias. En los
Prolegómenos, Kant refuta con viveza los argu­
mentos de sus primeros censores. Ciertamente,
las representaciones pueden ser idénticas en el
sueño y en la realidad; lo que caracteriza lo real
es el enlace de las representaciones en la uni­
dad de un concepto, en el curso de una expe­
riencia coherente. La objetividad no pertenece a
las representaciones en tanto que tales. Se crea
al nivel del juicio, que liga las representaciones
según las categorías del entendimiento. En
cuanto a la teoría del espacio y del tiempo,
«lejos de reducir todo el mundo sensible a una
simple apariencia, es más bien el único medio
de garantizar a los objetos reales la aplicación
de uno de los más importantes conocimientos,
a saber: el que la matemática expone a priori,
e impedir que se le tome por una simple apa­
riencia».70 En la medida en que el espacio y el
tiempo se aplican a todos los objetos del mun­
do sensible, los que no están tomados de nin­
69 Véase «Kant y la recensión Garve-Feder de la Crí­
tica de la razón pura», presentación y traducción Jean
Ferrari: Los estudios filosóficos, 1964, núm. 1.
70 Prolegómenos, trad. Gibelin, pág. 57.
82 Jean Ferrari
guna experiencia no pueden, en efecto, ser qui­
meras. Así Kant, lejos de reducir la experien­
cia a una serie de ilusiones, define la sola ob­
jetividad posible, que es la de los fenómenos,
y quiere evitar de esta manera las impotencias
y las contradicciones de sus adversarios: impo­
tencia de los empiristas que, limitando él cono­
cimiento a los solos datos de la sensibilidad,
son incapaces de explicar qué es la ciencia, ca­
racterizada por la universalidad y la necesidad
de sus leyes; contradicciones de los dogmatis­
mos racionalistas, que no hacen la distinción
entre fenómenos y noúmenos, y, aplicando a los
noúmenos los conceptos y los principios que
rigen los fenómenos, creen poder ampliar el
país de la verdad, cuya realidad insular debería
guardarles, al contrario, del deseo insensato
de hacer retroceder dichas fronteras.

Los fracasos de la metafísica tradicional71


Esta voluntad de ir más allá de los fenóme­
nos da origen a la ilusión trascendental de la
razón pura. Es el campo de la metafísica clásica
lo que está en discusión y sus pretensiones de
alcanzar lo absoluto. Después de haber deter­
minado las condiciones del conocimiento cien­
tífico, Kant se pregunta, en efecto, si es posible
71 Sobre este punto capital de la empresa kantiana,
nos permitimos remitir al excelente estudio de F. Al-
quié: La crítica kantiana de la metafísica, P. U. F., 1968.
Kant 83
un conocimiento metafísico. La cuestión puede
asombrar: ¿no está entendida la causa? Todo
nuestro conocimiento comienza con la experien­
cia y los datos de la sensibilidad. Ahora bien,
nosotros no tenemos experiencia metafísica.
¿Cómo podríamos, pues, tener acceso a las co­
sas en sí y a qué corresponde ese largo examen
al que Kant se dedica ahora? Para disipar la ilu­
sión metafísica, es necesario mostrar la causa
y explicar los resortes. Las dimensiones de la
Dialéctica trascendental, la precisión con que
Kant refiere los argumentos de los metafísicos,
el cuidado que pone en refutarlos, demuestran
que toma la metafísica en serio, que se trata a
sus ojos de una ilusión temible, siempre pronta
a renacer, y de la que hay que extirpar pro­
fundamente las raíces. Alimentado del dogma­
tismo de Leibniz y de Wolff, Kant ha necesitado
una evolución lenta y progresiva para desem­
barazarse de sus obstáculos. Tiene cuarenta
años cuando en los Sueños de un visionario ex­
plicados por los sueños de la metafísica (1766)
se atreve a comparar la metafísica al iluminis-
mo de un Swedenborg72 y a definir la filosofía
como el conocimiento de los límites de la ra­
zón humana.73 Pero ¿qué es necesario entender
aquí por metafísica? 74 En la Dialéctica trascen­
72 Místico y teósofo sueco (1689-1772), del que Kant
había aceptado, a petición de una de sus amigas, exa­
minar la obra principal en ocho volúmenes titulada
Arcana coelestia.
73 Trad. F. Courtés, pág. 111.
74 Kant emplea la palabra metafísica en varios sen­
tidos diferentes; la (hace designar tanto el conjunto de
84 Jean Ferrari
dental, Kant no relaciona la empresa metafísica
tradicional con algún vago instinto o poder ima­
ginativo, sino con la razón humana, que él de­
fine por oposición al entendimiento. «Si deci­
mos del entendimiento que es el poder de llevar
los fenómenos a la unidad por medio de reglas,
hay que decir de la razón que es la facultad
de llevar a la unidad del entendimiento por me­
dio de principios. La razón no se refiere, pues,
las doctrinas a las que él mismo se opone y que afir­
man la posibilidad para el espíritu humano de alcan­
zar lo absoluto: es la metafísica dogmática, cuyas pre­
tensiones examina en la Dialéctica trascendental; tanto
un sistema de conocimientos filosóficos puros, distin­
to a la vez de las matemáticas, que proceden por cons­
trucción de conceptos (mientras que la metafísica es
conocimiento a priori por conceptos) y de todo co­
nocimiento nacido de la experiencia. Hay entonces una
metafísica de 'la naturaleza física y una metafísica de
las costumbres. Véase Crítica de la razón pura, pá­
gina 563: «La filosofía de la razón pura es o bien pro­
pedéutica (ejercicio preliminar) 'que examina el poder
de la razón con respecto a todo conocimiento puro
a priori, y se llama crítica, o bien es, en segundo lu­
gar, el sistema de la razón pura (la ciencia), todo co­
nocimiento filosófico (tan verdadero como aparente)
de la razón pura en un encadenamienjto sistemático, y
se llama metafísica; sin embargo, puede darse tam­
bién ese nombre a toda filosofía pura, comprendida
la crítica, y abarca así tanto la investigación de todo
lo que no puede jamás ser conocido a priori como la
exposición de lo que constituye un sistema de los co­
nocimientos filosóficos puros de ese género, pero que
se distingue de todo uso empírico, así como de todo
uso matemático de la (razón. La metafísica se divide
en metafísica del uso especulativo y en metafísica
de! uso práctico de la razón pura, y es por consi­
guiente o metafísica de la naturaleza, o. metafísica de
las costumbres».
Kant 85
jamás inmediatamente ni a la experiencia ni a
un objeto cualquiera, sino al entendimiento, a
fin de proporcionar, a priori y por medio de
conceptos, a los variados conocimientos de esta
facultad una unidad que se puede llamar racio­
nal, y que es enteramente diferente de la que
puede aportar el entendimiento».75 Ahora bien,
la razón así definida tiende inevitablemente a
buscar lo absoluto y lo incondicionado en todo
orden de conocimiento. Si el entendimiento ex­
plica modesta y laboriosamente lo condicionado
por su condición, la razón quiere elevarse al
conocimiento de la totalidad de las condiciones
de lo condicionado, totalidad que no está con­
dicionada por ella misma. La razón quiere rom­
per los límites impuestos por la experiencia a
nuestro conocimiento. La explicación no le bas­
ta; quiere comprender por la captación de un
conocimiento absoluto y de una totalidad incon-
dicionada. De esta manera nacen las ideas 76 de
la razón, que pondrían término a la investiga­
ción si fuesen otra cosa que un ideal de la ra­
76 Crítica de la razón pura, pág. 256.
70 «Entiendo por idea un concepto racional necesa­
rio, al que ningún objeto que le corresponda puede
serle dado por los sentidos. Los conceptos puros de la
razón... son así ideas (trascendentales; no están for­
mados arbitrariamente, sino que están dados, al con­
trario, por la naturaleza misma de la razón y se re­
fieren necesariamente también a todo uso del enten­
dimiento. Son, en fin, trascendentes y «sobrepasan los
límites de toda experiencia, donde no podrían jamás,
por consiguiente, presentar ningún objeto adecuado a
la idea trascendental...» (Crítica de la razón pura, pá­
gina 270.)
86 Jean Ferrari
zón. Así, curiosamente, Kant atribuye á la ra­
zón universal una tentativa que corresponde a
la metafísica de su época y describe como una
divagación inevitable lo que se encuentra defi­
nido por la tradición leibniziano-wolffiana.77
En efecto, la razón humana, dice Kant, bus­
ca esta unificación total del saber en tres di­
recciones mayores. Apunta en primer lugar a la
unidad absoluta del sujeto pensante, del yo sus­
tancial, y es a lo que se atribuía en su época
esta parte de la metafísica que llamaba Wolff
la psicología racional. La razón sueña también
con captar la unidad absoluta de todos los fe­
nómenos. Crea una cosmología racional, que
pretende legislar más allá de los fenómenos y
considera el mundo como una totalidad abso­
luta e incondicionada. Finalmente, la razón cree
poder alcanzar la unidad absoluta de todos los
objetos de pensamiento concebibles. Edifica una
teología racional, que quiere dar un conocimien-
77 ¿De donde le viene la idea del carácter inevitable
de esta vaguedad? Podría verse allí una especie de
«materialización» de un sí de la razón, como por otra
parte de las otras facultades del espíritu. Habría -en
Kant, ligado a su trascendentalismo, una especie de
fixismo, que de relacionaría en la historia de la filoso­
fía con la ontología más tradicional que, sin embar­
go, él pretende rechazar. El criticismo sería una doc­
trina antediluviana que el flujo hegeliano debía lle­
varse. Más seguramente, las antinomias, ya utilizadas
por el escepticismo griego, recogidas y desarrolladas
por el Diccionario histórico y crítico de Bayle, se han
impuesto a Kant como contradicciones insoiubles que
la razón no puede evitar cuando quiere utilizar en su
beneficio los conceptos del entendimiento, válidos so­
lamente para la experiencia sensible.
Kánt 87
tó adecuado de Dios mismo. Así, con esas tres
ideas del alma, del mundo y de Dios, la razón
humana piensa alcanzar las cosas en sí, rom­
per las fronteras asignadas a nuestro conoci­
miento y elevarse hasta lo absoluto. La meta­
física de Wolff, a cuyo genio rinde homenaje
Kant de buena gana, recapitula de esta manera
todas las tentativas de sus predecesores y re­
presenta un todo sistemático que no se encuen­
tra en ninguna otra parte. 'Pero mientras que la
lógica con Aristóteles y la física con Newton
han alcanzado un punto de perfección, la me­
tafísica dogmática de Wolff coincide con el fra­
caso de la que se llamaba en el pasado la «rei­
na de todas las ciencias».78 La crítica escéptica
y el empirismo de Hume invierten su bella se­
guridad y hacen temer lo peor para la razón
misma, puesto que no se trata allí de una ex­
periencia ligada a un período dado de la his­
toria, sino de una ilusión inevitable, constitutiva
de la misma actividad racional. A partir del mo­
mento en que la cosmología racional, por ejem­
plo, da la idea del mundo como de una totalidad
absoluta e incondicionada, no pueden dejar de
plantearse las cuestiones siguientes: ¿tiene el
mundo límites en el espacio y en el tiempo o,
al contrario, el mundo es infinito? 79 Ahora bien,
la razón no puede elegir entre los dos términos
de estas alternativas. La tesis y la antítesis
están establecidas por pruebas igualmente «lu-
79 Ob. cit.> pág. 5.
79 Ibíd., págs. 338 y 339.
88 Jean Ferrari
miñosas, claras, irresistibles»,80 y es imposible
resolver la antinomia por el método dogmático.
Así la idea de mundo da lugar a afirmaciones
contradictorias, que no son el resultado de su
juego, sino del movimiento mismo de la razón
humana cuando quiere alcanzar lo incondicio-
nado. Las mismas contradicciones se vuelven a
encontrar a propósito de la existencia o de la
no existencia de la libertad o de Dios. Tamr
bién ese conflicto insoluble, que pone en claro
la impotencia de la razón, nos invita a descu­
brir la causa de este fracaso, tanto más trágica
cuanto que se trata para el hombre de las cues­
tiones más fundamentales. Para probar la exis­
tencia de lo absoluto, para definir su natura­
leza, la razón emplea falsos razonamientos,81
utiliza ideas contradictorias en sí mismas,82
confunde lo posible y lo real; en resumen, tie­
ne que errar, puesto que pretende sustraerse a
las condiciones y a los principios que rigen
nuestro conocimiento. La dialéctica trascenden­
tal aparece, pues, como una prueba de la verdad
del criticismo, si la estética y la analítica no hu­
biesen bastado para establecerla. Kant se de­
tiene largamente sobre las múltiples contradic­
ciones de la razón cuando pretende captar lo
so Prolegómenos, trad. Gibelin, pág. 122.
81 Kant critica sucesivamente los paralogismos dé
la psicología racional, las antinomias de la cosmolo­
gía racional y los sofismas de la teología racional.
82 Por ejemplo, la idea de mundo considerado como
un todo incondicionado existente en sí es tan absurda,
dice Kant, como la de un círculo cuadrado. Ése no es
el caso de todas las ideas trascendentales.
Kant 89
absoluto, para mostrar que sólo el idealismo
trascendental, por su distinción entre fenóme­
nos y noúmenos, es capaz de hacer desaparecer
ese conflicto inevitable de la razón consigo
misma y de dar al conocimiento humano sus
verdaderos límites.
Pero el fracaso de la metafísica clásica, ¿es el
fracaso de toda metafísica? ¿Está condenado
el espíritu humano a sufrir perpetuamente ese
suplicio de Tántalo, esa sed de lo absoluto que
no podrá jamás satisfacer? ¿Está el hombre
consagrado a las tareas únicamente terrestres
de la agrimensura del mundo, y el kantismo no
es más que una especie de positivismo al pie de
la letra, que, definiendo el conocimiento cien­
tífico como el único conocimiento posible, ri­
diculiza los sueños de los metafísicos? Eso se­
ría comprender mal el sentido de la empresa
kantiana. Si Kant condena la metafísica dog­
mática en nombre del criticismo,83 es porque
la metafísica fracasa y Kant se niega a recono­
cer su quiebra. Favorece, por las contradiccio­
nes que origina un peligroso escepticismo; y lo
que alegra al escéptico no podía alegrar a Im-
83 «Por dogmatismo, en metafísica, la crítica entien­
de una confianza general en sus principios, sin crítica
previa del poder mismo de conocer, por el solo amor
al éxito... El criticismo del método, en todo lo que
vuelve a la metafísica (la duda metódica), es al con­
trario la máxima de una desconfianza universal con
respecto a todas las proposiciones sintéticas de la me­
tafísica, hasta que se haya reconocido un fundamento
universal de su posibilidad en las condiciones esen­
ciales de nuestro poder de conocer.» (Respuesta a
Eberhard, trad. Kempf, pág. 78).
90 Jean Ferrari
manuel Kant. «Mi destino —afirmaba en 1765—
es estar enamorado de la metafísica.»84 Sin ra­
zón alguna, muchos de sus contemporáneos han
confundido criticismo y pirronismo85 y han
considerado a la Crítica de la razón pura como
una enorme máquina de guerra destinada a
arruinar toda metafísica. Ciertamente la exis­
tencia de un escepticismo al que Kant rinde
justicia, muestra el fracaso del dogmatismo tra­
dicional; pero Kant es demasiado consciente
de lo que llama los intereses de la razón para
renunciar a todo designio metafísico. Si la vía
tradicional es un callejón sin salida, sin duda
es posible otro acceso que es necesario descu­
brir.
El prefacio a la segunda edición de la Crítica
de la razón pura es muy explícito a este res­
pecto. Introduce una distinción de importante
alcance entre el «conocer» y el «pensar».86 Si
no hay más conocimiento que el de la experien­
cia, no resulta de ello que no podamos pensar
las cosas en sí, siempre que la idea no sea con­
tradictoria. Así, incluso si no puedo establecer
84 Sueños de un visionario, trad. G. Courtes, pá­
gina 110.
86 Por ejemplo, Hamann escribe a Herder el 27 de
abril de 1781: «Todo eso se reduce a un nuevo orga-
non, a nuevas categorías, no tanto de una arquitectó­
nica escolástica como de una táctica escéptica». (Ci­
tado por J. Blum: La vida y la obra de J. E. Hamann,
París, 1912, pág. 491.)
86 Crítica de la razón pura, págs. 22 y 23. (Véase
E. Weil: Problemas kantianos, 2.a ed., Vrin, 1970,
cap. I: «Pensar y conocer, la fe y la cosa en sí», pá­
ginas 13-55.)
Kant 91
formalmente la existencia de ellas, no puedo
pensar la libertad; y esto tiene importancia
para la moral. La intención metafísica de Kant
está ligada, en efecto, a las exigencias de su
ética. Porque la acción humana debe fundarse
sobre unos postulados sin los cuales no tendría
ningún sentido, Kant define un acceso a las rea­
lidades metafísicas, que no es el de la razón,
sino el de la fe, y era preciso comenzar por una
crítica radical del «viejo dogmatismo apolilla-
do»87 que, uniendo la moralidad a las vanas
especulaciones de la metafísica, iba a arrastrar­
le con él en su ruina: «Tuve que abolir el saber,
á fin de obtener un sitio para la creencia».88
Algunos espíritus verán allí un abandono de
lá exigencia crítica. La Crítica de la razón pura,
que ha hecho del espíritu humano el único ga­
rante de la verdad científica y que ha estable­
cido entre la apariencia sensible y el en sí de
los metafísicos la objetividad de una naturaleza
definida por el conjunto de los fenómenos, ¿no
sería más que un medio al servicio de la razón
práctica, rechazando Kant del saber las ideas
tradicionales del alma, de la libertad y de Dios
para persuadimos mejor de su necesidad en mo­
ral? Kant habría liberado entonces ál hombre
de los obstáculos del dogmatismo y de la teolo­
gía89 para inclinarle luego ante la fe, y la ma-
^ Crítica de la razón pura, pág. 6.
: 88Ibíd., pág. 24.
89 «Antes de Kant, la filosofía clásica, una vez debi­
litados los sistemas teológicos de da Edad Media, trata
de descubrir un absoluto susceptible de fundar la ver-
92 Jean Ferrari
dürez adquirida en el plano del conocimiento
se acompañaría de una minoría de edad mante­
nida a nivel de la acción. En resumen, ¿no sería
Kant, a fin de cuentas, más que un defensor de
la moral y de la religión establecidas?
Al simplificar se mutila, como al querer ha­
cer la unidad de un pensamiento, a veces se le
traiciona. No se podría reducir la empresa crí­
tica a la sola finalidad práctica, ni eliminar las
preocupaciones morales en todo momento pre­
sentes en Kant. Es arbitrario separar la inten­
ción crítica de la metafísica. Al determinar las
condiciones del conocimiento científico, Kant
edifica una teoría del conocimiento que no ex­
cluye todo acceso a la metafísica. Al mostrar
que ésta no puede constituirse de acuerdo con
el dogmatismo tradicional, aporta, con una jus­
tificación de la perspectiva crítica, la idea de
una fe racional, que responde a las exigencias
de la razón práctica.
dad. Por ejemplo, los conceptos de sustancia, de cau­
sa, de fuerza, de necesidad, reciben el papel de susti­
tutos de Dios. El acto revolucionario de Kant en la
historia del pensamiento, su "revolución copemicana”,
ha consistido, recogiendo el análisis de sus diferentes
nociones en relación a la función que ejercen en el
conocimiento objetivo, en mostrar que, lejos de aouñar
lo absoluto, esas nociones no conservaban significación
más que en los límites de la experiencia posible, es
decir, si se les separaba de su contexto teológico.
A este respecto, la teoría kantiana del conocimiento
es la primera teoría consecuente y verdaderamente
filosófica de un conocimiento de Dios.» (J. Vuillemin,
Física y metafísica kantianas, P. U. F., 1955, pág. 358.)
LA FILOSOFIA PRÁCTICA

El mayor negocio del hombre es


saber lo que debe hacer para ser un
hombre.
AK XX, pág. 41. *

Los orígenes
Pero si en sus primeros trabajos Kant mani­
fiesta un interés particular por las cuestiones
puramente científicas, muy pronto aparecen en
sus notas las reflexiones de orden ético. Es ver­
dad que su formación le predisponía a consi­
derar con seriedad la dimensión moral del hom­
bre, como las diferencias entre los moralistas
*AK indica la edición en alemán de las obras de
Kant, publicadas bajo los auspicios de la Academia
de Ciencias de Berlín; los números romanos indican
el tomo y los números árabes la página (N. del T.).
94 Jean Ferrari
de su tiempo le obligaban a interrogarse él mis­
mo sobre los fundamentos de la moral. Había
recibido de su madre y de sus primeros maes­
tros (en el colegio Fridericianum) una educa­
ción pietista. El pietismo pretendía ser, en el
interior del protestantismo, una protesta vehe­
mente contra el atolladero de la Reforma, uni­
do a la organización de las iglesias en Alemania,
y la sedimentación escolástica del espíritu de
Lutero en su formalismo anónimo y sin vida.
Los nuevos reformadores oponían a las con­
sideraciones teóricas de los teólogos y de los
filósofos sobre la religión ese lazo vivo con Dios,
que es la fe, y que llama a todo hombre a la
santidad. Por el contrario, en la universidad
Kant se había iniciado en la moral de Wolff,
que descansa sobre el principio de perfectibili­
dad: «Haz lo que procura tu perfección perso­
nal y la del prójimo. Absténte de lo contrario».
Este principio puramente racional valdría in­
cluso si Dios no existiese; Wolff, en su discur­
so académico, que levantó la cólera de los pie-
tistas y le causó la expulsión de la universidad
de Halle, de la que era profesor, había pronun­
ciado un elogio de la moral de Confucio. No es
que él rechazase la posibilidad de una revela­
ción sobrenatural, sino que ésta no podía a sus
ojos más que acabar lo que era una exigencia
fundamental de la razón humana. Entre el aus­
tero pietismo, que funda la moralidad sobre la
voluntad del creyente iluminado por la gracia
divina, y la doctrina de Wolff, por la cual exis­
te una norma abstracta de perfección que todo
hombre puede comprender por sí mismo, la
Kant 95
cual le guía en la acción y le conduce a una ex­
pansión armoniosa de su ser, Kant es partida­
rio de la segunda en sus primeros escritos mo­
rales. 1 A partir de 1760, otras influencias van a
obligar a poner en discusión los conceptos fun­
damentales y el método deductivo de esta mo­
ral intelectualista.
Estas influencias son, en primer lugar, las de
los moralistas ingleses, en particular la de
Shaftesbury y Hutcheson, que oponen a la ra­
cionalidad de cualquier perfeccionista el ins­
tinto moral universal, gracias al cual percibi­
mos el bien y el mal en nuestras propias accio­
nes y en las del prójimo. Después, muy deprisa,
el pensamiento moral de Rousseau se impone
a la atención de Kant y le proporciona unos
análisis decisivos. Las obras publicadas por él
en esta época se hacen eco de las profundas
transformaciones que se operan en su pensa­
miento; un aspecto llama la atención sobre to­
do: como los primeros diálogos de Platón, per­
tenecen al género peirástico (es decir, tienen
una finalidad demostrativa). Después de una
crítica de las teorías dogmáticas que algunos
espíritus fuertes creen haber establecido defi­
nitivamente, Kant se limita a proponer algunas
soluciones provisionales, admitiendo de buena
gana que son insuficientes. Ha abandonado de­
finitivamente la serenidad racionalista de la tra­
dición wolffiana, e inaugura una investigación
1 Véase Nueva explicación de los primeros principios
del conocimiento metafísico (1755) y el Ensayo sobre
el optimismo (1759).
96 Jean Ferrari
que proseguirá durante más de veinticinco
años.2 ■j¥!
En el Anuncio del programa de lecciones para
el semestre de invierno 1765-1766, Kant recono­
ce ya los límites de los moralistas ingleses. Sus
ensayos permanecen inacabados; es necesario
preguntarse, en efecto, si todos los datos del
sentimiento tienen el mismo valor. ¿Es todo
sentimiento una guía infalible del bien y del
mal? El concepto wolffiano de perfección tiene
al menos la ventaja, al estar fundado sobre su
racionalidad, de ser universal; sin embargo,
Wolff descuida al hombre concreto que ün ver-
2 Se puede seguir con máximo interés la evolución
de la investigación moral de Kant en esa época. En
la Investigación sobre la evidencia de la teología natu­
ral y de la moral (1764) se encuentran aún algunos
conceptos tomados de Wolff, como el de perfección,
pero también un método de recurso a la experiencia,
a los hechos, y la oposición entre razón y senti­
miento moral, que le vienen de los moralistas ingleses.
Sobre todo, establece una 'distinción que, como dice,
no había sido sospechada antes de él, entre lo Que se
llama la necesidad de los medios y la necesidad de los
fines. Únicamente la obligación moral que no se subor­
dina a ningún fin es verdaderamente moral y perma­
nece, en tanto que tal, indemostrable. Ahí está el ori­
gen del imperativo categórico, tal como se le encuentra
en la Fundamentación de la metafísica de las costum­
bres. En el Anuncio del programa de lecciones para el
semestre de invierno de 1765-1766, si la ruptura entre
Kant y el racionalismo wolffiano se acentúa, igual­
mente aparecen graves reservas con respecto a los mo­
ralistas ingleses, mientras que la. influencia de Jean-
Jacques Rousseau se hace determinante, como lo ates­
tiguan las Notas sobre las observaciones concernientes
al sentimiento de lo bello y de lo sublime.
Kant 97
dadero análisis moral debe mostrar en su rea­
lidad cotidiana; antes de interrogarse sobre lo
que debe ser el hombre, es necesario saber lo
que es. Los racionalistas y los sentimentalistas
ignoran lo que Kant llamará un poco más tarde
la antropología. En el estudio del hombre, de­
bemos tener en cuenta los diferentes avatares
de su naturaleza, de su historia y de su inser­
ción social, pues el hombre, tal como se pre­
senta al observador del siglo x v iii , no es el
hombre en su naturaleza primera. El hombre
inmutable, tal como lo piensan la mayoría de
los filósofos, es un ser abstracto; la experien­
cia nos impone, al contrario, la idea de una
modificación, de un cambio de su naturaleza
a través del tiempo y de las sociedades huma­
nas; que ese cambio se interprete en el sentido
de un progreso o de una degeneración, es una
idea nueva, dice Kant, casi enteramente des­
conocida hasta aquí,3 cuya importancia es de­
cisiva, y que debemos a Jean-Jacques Rousseau.
La oposición que este último instituye entre el
saber y la moralidad, entre la naturaleza y la
cultura, así como la crítica que hace de la so­
ciedad de su tiempo, no le impide ligar la mo­
ralidad al estado social del hombre. Kant le
rinde homenaje como al hombre que le ha
«desengañado» enseñándole a honrar a los hom­
bres,4 afirma incluso la unidad sistemática de
3Anuncio del programa de lecciones para el semes­
tre de invierno 1765-1766, trad. Fiohant, págs. 74 y 75.
4 «Soy investigador por naturaleza. Siento una gran
sed de conocer, el deseo inquieto de extender mi sa-
KANT.— 4
98 Jean Ferrari
su obra, a pesar de aparentes contradicciones,
y hace de Rousseau el Newton5 de la vida mo­
ral.6 Pero en el estudio de la naturaleza del
hombre, el método de Kant es ya profundamen­
te original: 7 Kant estudia la humanidad que se
ofrece a su contemplación y busca discernir,
ber, o incluso la satisfacción de todo progreso reali­
zado. Hubo un tiempo en que creía que todo eso po­
día constituir el honor de la humanidad y despre­
ciaba al pueblo, que es ignorante de todas las cosas.
Es Rousseau el que me ha desengañado. Esa ilusoria
superioridad se ha desvanecido; he aprendido a hon­
rar a los hombres y me consideraría mucho más inútil
que el común de los trabajadores si no creyese que
ese asunto de estudio puede dar a todos los otros un
valor que consiste en esto: hacer resaltar los dere­
chos de la humanidad.» (Notas sobre las observacio­
nes concernientes al sentimiento de lo bello y de lo
sublime, trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.)
5 «Newton fue el primero de todos en ver el orden
y la regularidad unidos a una gran simplicidad allí
donde no se podía encontrar más que desorden y
multiplicidad mal dispuesta..., y Rousseau el primero en
descubrir bajo ¡1a diversidad de las formas humanas
convencionales la naturaleza del hombre en las pro­
fundidades donde estaba escondida.» (Notas sobre las
observaciones concernientes al sentimiento de lo bello
y de lo sublime, trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.)
6 Esta interpretación del pensamiento de Rousseau,
recogida, por ejemplo, en la Antropología, hace de
Kant un verdadero precursor de los estudios actua­
les sobre el autor ginebrino. (Véase Gurvitch: Kant y
Fichte, intérpretes de Rousseau, trad. J. Ferrari y
J. L. Vieillard-Baron: Revista de Metafísica y de Mo­
ral, 1971, 2.)
7 «Rousseau procede sintéticamente y parte del hom­
bre natural. Yo procedo analíticamente y parto del
homibre civilizado;» (Notas sobre las observaciones
concernientes al sentimiento de lo bello y de lo subli­
me. AK, XX, pág. 14.)
Kant 99
por debajo de ciertos aspectos accidentales y
pasajeros de su aspecto presente, los rasgos
esenciales y durables de su naturaleza. Kant
querría esclarecer la capacidad máxima del des­
arrollo de sus poderes y de sus necesidades,
en orden a definir la excelencia del hombre en
estado de civilización8 en relación con todos
esos progresos rechazados por Rousseau, pero
cuya existencia es necesario reconocer (la cien­
cia, el arte, el confort de las ciudades, el atrac­
tivo de las costumbres).
Esa investigación no es más que un aspecto
particular del problema más general de los
fundamentos de la moralidad, sobre el cual,
desde esa época, Kant se proponía publicar el
resultado de sus primeros trabajos.9 La crisis
de la moral en el siglo xvm no es menos gra­
ve que la de la metafísica. Dividida en escue­
las rivales, incapaz de realizar su unidad, que­
rría presentar «la apariencia de la ciencia y al­
guna; apariencia de profundidad»,10 cuando no
es más que confusión e incertidumbre. Sin em­
bargo, nunca se ha conocido, según expresión
8Anuncio del programa de lecciones para el semes­
tre de invierno 1765-1766, trad. Fichant, pág. 74.
9 En una carta a Lambert del 31 de diciembre de
1765, Kant escribe: «...para no incurrir de nuevo en
el reproche de hacedor de proyectos filosóficos, debo
publicar primeramente trabajos menores cuya materia
está presta y en que los primeros comprenderán los
fundamentos metafísicos de la filosofía de la naturale­
za y los fundamentos de la filosofía práctica». (Trad.
Tissot, en Estudios de lógica, París, 1862, pág. 287.)
10Anuncio del programa de lecciones para el semes­
tre de invierno 1765-1766. I'bíd.
100 Jean Ferrari
de Paul Hazard, «tal atareamiento de moralis­
tas» 11 en dar una base nueva y sólida al edificio
al que se han retirado los apoyos tradicionales.
Si se hace abstracción de Dios y si en el proce­
so de los dogmas impuestos por las Iglesias a
la credulidad común se opone moral y religión,
¿sobre qué se fundamentarán las reglas a las
que los hombres deben conformarse en su con­
ducta? La idea de una naturaleza humana ra-
11 Todos los pensadores, todos los escritores del si­
glo xviii quieren ser moralistas. Tanto los teóricos
utopistas de una naturaleza sin violencia como los fi­
lósofos que renuncian al discurso sobre el ser para re­
flexionar mejor sobre.das condiciones de arreglo del
territorio humano, tanto los que disfrazan a Epicuro
de gozador satisfecho como los autores de novelas la­
crimosas u obscenas, o incluso los pintores irónicos
de una sociedad cruel, dividida en grupos rivales des­
igualmente provistos por unas leyes injustas, todos
los materialistas se empapan de moral y los partida­
rios de la tradición no se quedan a la zaga. Ante la
obra de zapa operada por los filósofos en contra de
la fe religiosa, de los valores morales y del absolu­
tismo político, las reacciones son numerosas; el par­
tido religioso —se olvida a veces— permanece muy
ampliamente mayoritario, y en ciertos países europeos,
como Alemania, las ideas nuevas son muy mal recibi­
das por la mentalidad popular. Para quien se detiene
a pensarlo, resulta de aquí un cuadro bastante incohe­
rente, cuyos rasgos contrastados anuncian, sin em­
bargo, oscuras fecundidades, las mismas que, según
Kant, van a manifestarse a través de la Revolución
francesa y a revelar una humanidad nueva, segura de
haber roto todas sus ataduras para siempre. Para com­
prender la génesis de la moral de Kant, captar su ori­
ginalidad y ver mejor sus límites, es importante po­
nerla en relación con esa extraordinaria abundancia
de ideas.
Kant 101
zonable, la de una sociedad justa, la felicidad
concebida como un orden interior y exterior, la
libertad, son propuestas sucesivamente, y las
morales particulares que resultan de ellas apa­
recen como otras tantas tentativas para secu­
larizar la moral y liberarla una vez por todas de
las contaminaciones teológicas.
Esos esfuerzos desordenados no conducen a
un resultado constructivo. La moral, como la
metafísica, está por inventar. Kant inicia la in­
vestigación de un método que pueda proporcio­
nar un contenido concreto a las reglas abstrac­
tas de la ética intelectualista y dar. a la moral
un fundamento inconmovible. No sabemos casi
nada sobre el largo trabajo que le conduce a
la redacción de la Fundamentación de la meta­
física de las costumbres (1785) y de la Crítica de
la razón práctica (1787); lo cierto es que Kant
no ha separado en absoluto en sus investiga­
ciones la razón práctica y la razón pura y la
edificación de su moral es enteramente tribu­
taria de la perspectiva crítica que se dibuja a
partir de 1770. La Crítica de la razón pura es­
tablece que el conocimiento humano está limi­
tado a los fenómenos, que la metafísica racio­
nalista no tiene objeto, que las ideas de Dios o
de libertad, fundamentos tradicionales de la
moral, no corresponden a ningún conocimiento
real. Pero al mismo tiempo afirma la importan­
cia primordial de las exigencias prácticas: «Los
fines supremos son los de la moralidad».12 El
12 «¿Qué uso podemos hacer de nuestro entendi­
miento incluso en relación a 'la experiencia, si no nos
102 Jean Ferrari
hombre no puede escapar a la cuestión: ¿Qué
debo hacer?, y el escepticismo al que algunos
cederían de buena gana es insostenible en mo­
ral. Desde entonces, es necesario negar a la
moral el sostén religioso tradicional; pero como
puede suceder que se fracase al querer deducir
el deber de conceptos metafísicos, o bien, que
la experiencia moral sea incapaz, en la diversi­
dad de sus formas, de constituirse en ciencia de
la moral, Kant, para salvar la moral del desmo­
ronamiento, se ve obligado a proceder de otro
modo y de una manera completamente original.

La buena voluntad
Tal como indica el título de la primera obra
de Kant consagrada a la moral, el problema
continúa siendo el de la investigación de un
fundamento, es decir, del principio supremo de
la moralidad; para llevar a cabo esta investiga­
ción, Kant piensa poder utilizar el método tras­
cendental, que ha tenido tanto éxito en la Crí­
tica de la razón pura. Allí Kant partía de la
existencia de juicios sintéticos a priori y volvía
a elevarse a sus condiciones de posibilidades.
Aquí su punto de partida es la presencia en
todo hombre de un juicio según el cual sólo la
proponemos unos fines? Ahora bien, los fines supre­
mos son los de la moralidad, y no hay más que la ra­
zón pura que pueda hacérnoslos conocer.» (Crítica de
la razón pura, pág. 549.)
Kant 103
buena voluntad, es decir, la voluntad de obrar
por deber, es buena sin restricción. En efecto,
ni los dones de la naturaleza (los talentos del
espíritu o el valor), ni los dones de la fortuna
(el poder y la riqueza), que son deseados como
ventajas, son intrínsecamente buenos, pues se
puede hacer de ellos un mal uso; incluso las
cualidades interiores del alma: la moderación o
el dominio de sí mismo, si bien facilitan la ac­
ción moral, permanecen en sí mismas am­
bivalentes. Y puesto que el resultado de la ac­
ción, siempre aleatorio, no se puede tomar en
consideración, sólo la pureza de intención del
querer permite definir el valor moral del ac­
to. 13
Tal es para Kant este contenido del juicio mo­
ral que constituye el comienzo de su análisis,
pues lo que se ha planteado en primer lugar
no es la existencia de la buena voluntad, sino
el acto de la razón, que es el juicio según el
cual no es moral más que la buena voluntad.
Quizá ningún acto ha sido realizado jamás por
buena voluntad; siempre ocurre que a los ojos
de todos sólo es buena la acción hecha con in­
tención de obrar por deber.
18 Importa no confundir la buena voluntad con una
simple veleidad de obrar bien o con las buenas inten­
ciones, de las que el infierno, se dice, está lleno. Se
cita a menudo la frase de Péguy: «La moral' de Kant
tiene las manos puras, pero no tiene manos». Repro­
che injusto, pues la verdadera intención es ya el co­
mienzo de la acción, de la que no se separa cronológi­
camente más que en los manuales de filosofía y en
muy raras circunstancias.
104 Jean Ferrari

El imperativo categórico
La buena voluntad nos remite, en efecto, a
la idea de deber, que, a su vez, nos descubre la
de ley moral. Como los motivos de una sumi­
sión al deber puramente exterior pueden ser
completamente inmorales, la verdadera buena
voluntad es la que nos hace obrar por deber, y
no simplemente de una manera conforme al de­
ber. Ahora bien, ¿qué es el deber sino la expre­
sión de la ley moral, que enuncia lo que debe
ser y lo enuncia universalmente, no en el de­
talle de las prescripciones particulares, sino en
la conformidad a la idea misma de ley? Así,
por un método regresivo que va de un hecho
a sus condiciones, Kant descubre sucesivamen­
te los elementos a priori de la conciencia moral.
La ley, en efecto, no describe lo que es; pres­
cribe lo que hay que hacer. Lejos de proceder
de la experiencia, es la ley la que nos permite
juzgarla. Ahora bien, esta ley moral se nos apa­
rece como la razón que manda a la voluntad; si
en la naturaleza todo acontecimiento está so­
metido a una ley, el hombre tiene necesidad de
la representación de la ley para obrar. Cierta­
mente cabría imaginar una voluntad que se con­
ciliaria siempre perfectamente con la razón.
Sería, dice Kant, una voluntad santa; pero en
realidad la razón no consigue determinar ab­
solutamente la voluntad, que está siempre so­
licitada por la sensibilidad y las fuerzas irra­
Kant 105
cionales de los deseos, de los sentimientos 14 y
de las pasiones. Es necesario, pues, que la razón
dé órdenes a una voluntad no siempre dócil y
que puede rebelarse. Por esto la ley moral to­
ma en nosotros la forma coercitiva de un impe­
rativo. Entre los diferentes imperativos,15 sólo
el imperativo categórico —que ordena de ma­
nera absoluta y constituye una obligación in­
condicional— nos obliga, independientemente
de todos los fines. Esta obligación pone de ma­
nifiesto una relación sintética entre la ley de
la razón y la actitud de la voluntad. Si el impe­
rativo categórico es un mandamiento abso­
luto de la razón, que plantea una ley universal,
el acto moral al que por él estamos obligados
14 Kant reconoce aquí un cierto papel al solo senti­
miento del respeto: «El deber es la necesidad de rea­
lizar una acción por respeto a la ley... Si una acción
realizada por deber debe excluir completamente la in­
fluencia de la inclinación, y con ella todo objeto de la
voluntad, no queda nada para la voluntad que pueda
determinarla, si no es objetivamente la ley y subjeti­
vamente un puro respeto para esa 'ley práctica...». (Fun-
damentación de la metafísica de las costumbres, trad.
F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.)
16 Kant distingue entre el imperativo hipotético y el
imperativo categórico. El primero afirma la necesidad
de una acción con objeto de un fin dado, y puede
enunciarse así: quien quiere el fin, quiere los me­
dios. El imperativo hipotético puede expresar una re­
gla de la habilidad si el fin perseguido es simplemente
posible (si tú quieres tal fin, utiliza tal -medio), o bien
un consejo de prudencia si el fin es considerado como
real (puesto que quieres ser feliz, obra de tal ma­
nera; por ejemplo, sé sobrio); el imperativo categó­
rico, al contrarió, excluye toda consideración de
fines.
106 Jean Ferrari
debe también participar de esta universalidad.
Tal es el sentido de la fórmula propuesta por
Kant como piedra de toque de la moralidad:
«Obra como si la máxima de tu acción pudiese
ser erigida por tu voluntad en ley universal de
la naturaleza».16 Esta máxima fundada sobre el
carácter universal de la ley no está desconec­
tada de la realidad concreta. Tanto si se trata
de deber respecto a sí mismo o respecto al pró­
jimo, da una regla general con relación a la
cual se determina la moralidad de la acción. Así,
pues, ¿cómo un hombre que quisiera suicidarse
podría erigir una máxima semejante en ley uni­
versal de la naturaleza, sin prescribir al mismo
tiempo la destrucción de ésta? De la misma
manera, el que para salir de apuros hace una
promesa que sabe no puede cumplir, no evita
la contradicción entre la idea misma de prome­
sa y la voluntad de no observarla fielmente,
porque el imperativo categórico es puramente
formal; no define el contenido o el fin de la vo­
luntad.
Ésta, según dice Kant, no puede tener otro
fin que la persona humana en tanto que ser ra­
zonable: «Obra de tal manera que tú trates a
la humanidad tanto en tu persona como en la
persona de otro siempre al mismo tiempo como
un fin, y jamás simplemente como un medio».17
Esta máxima corrobora las conclusiones de los
ejemplos precedentes: el hombre que hace una
10 Fundamentación de la metafísica de las costum­
bres, -trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.
17 ídem.
Kant 107
falsa promesa considera a su prójimo no como
un fin, sino como un medio del que quiere sa­
car algunas ventajas. En esta perspectiva surge
entonces un grave problema: si someterse a
la ley es para nosotros la única manera de ser
morales, ¿no estamos bajo un mandamiento de
simples medios? ¿Cómo ser moral sin estar
alienado por la ley?

La autonomía de la voluntad
Kant propone un concepto operatorio de una
importancia cardinal, pivote de toda su moral:
el concepto de autonomía. La única solución a
este problema es, en efecto, que nuestra pro­
pia voluntad instaure la legislación a la que de­
bemos someternos y que, al igual que en el
Contrato social de Jean-Jacques Rousseau, don­
de el hombre es el autor de la ley a la que obe­
dece, seamos a la vez legisladores y sujetos de
la ley moral. De esa manera, Kant se opone a
todos los moralistas que le han precedido, quie­
nes fundaban la obligación del deber sobre
unos objetos exteriores a la voluntad humana.
Rechaza todas las morales heterónomas, las
cuales tanto si se refieren a principios empíri­
cos o racionales como a consideraciones de or­
den social, o incluso a los mandamientos de
Dios, son igualmente incapaces de explicar la
verdadera naturaleza del imperativo categórico.
El hombre no debe buscar en el cumplimiento
de su deber una razón fuera de sí mismo. Su
propia razón es la fuente de la ley moral; obe­
108 Jean Ferrari
decerla es asegurar la unidad y la emancipa­
ción de la persona humana. Así, la autonomía
de la voluntad no significa solamente su inde­
pendencia con respecto a los atractivos sensi­
bles —lo que Kant llama las determinaciones
patológicas—, sino también con respecto a toda
imposición que le sería exterior. Pone fin a
todas las alienaciones de las que podría ser víc­
tima el sujeto moral y responde a esa tarea que
Kant asignaba a la filosofía práctica: «Es ne­
cesario —decía— que encuentre una posición
firme, sin tener ni en el cielo ni sobre la tierra
atadura o punto de apoyo. Es preciso que la fi­
losofía manifieste aquí su pureza haciéndose la
guardiana de sus propias leyes, en lugar de ser
el heraldo de las que le sugiere un sentido in­
nato o alguna naturaleza tutelar».18
Tal es el esquema de las dos primeras seccio­
nes de la Fundamentación de la metafísica de
las costumbres: si la buena voluntad es la vo­
luntad de obrar* por deber, si por otra parte el
deber, en razón de la dualidad de nuestra na­
turaleza a la vez sensible y racional, se presen­
ta a nosotros como un principio objetivo obliga­
torio, todavía queda que la voluntad no está
obligada arbitrariamente por una ley exterior.
De la misma fórmula de los imperativos ca­
tegóricos resulta, en efecto, que la legislación
que se impone al hombre es una legislación uni­
versal, cuya característica más destacada es el
considerar al ser razonable como un fin en sí
mismo. Por consiguiente, la voluntad humana
18 Idem.
Kant 109
no puede estar sometida solamente a la ley,
pues no sería entonces más que un instrumen­
to. Causa de la ley, la voluntad razonable se
identifica, en definitiva, con la legislación uni­
versal en el concepto de autonomía, que da na­
cimiento, a su vez, al reinado de los fines, es de­
cir, al reinado del conjunto de voluntades razo­
nables sometidas a su propia legislación uni­
versal.

La libertad moral
En la tercera sección, Kánt se dedica a de­
mostrar cómo el concepto de libertad es la clá­
ve de la explicación de la autonomía de la vo­
luntad. La Crítica de la razón pura había esta­
blecido que siempre que no nos obstinemos en
querer captar el objeto, la idea de libertad no
es contradictoria cuando es aplicada al campo
incognoscible de las cosas en sí. En este punto
recibe un contenido positivo del concepto de
autonomía. Si la libertad es, en efecto, la ca­
racterística de una causalidad que puede obrar
sponte sua y si esta causalidad, como toda cau­
salidad, se desarrolla según una ley, esta ley no
puede ser más que la misma libertad. La liber­
tad de la voluntad expresa, pues, una autono­
mía esencial, es decir, la propiedad de su propia
ley para ella misma. Ahora bien, puesto que el
principio de la moralidad se define precisamen­
te por la conformidad a la ley, «una voluntad
libre y una voluntad sometida a leyes son por
110 Jean Ferrari
consiguiente una sola y misma cosa».19 El con­
cepto de libertad da la explicación última y la
justificación del imperativo categórico.
¿No hay ahí un círculo vicioso? Por una par­
te, la afirmación de la libertad reposa sobre la
afirmación de la ley moral; por otra parte esta
misma libertad funda la ley moral. La cuestión
—dejada en suspenso— de las condiciones a
priori de posibilidad del imperativo categórico
encuentra su respuesta en la afirmación de la li­
bertad. Para salir de este círculo, nos dice Kant,
basta admitir, como ya lo ha establecido clara­
mente la Crítica de la razón pura, que podemos
consideramos desde dos puntos de vista dife­
rentes. En tanto que fenómenos, estamos so­
metidos a las formas a priori del espacio y del
tiempo, que determinan todas nuestras accio­
nes según las reglas de un estricto determinis-
mo; pero en tanto que seres inteligibles, de­
pendemos de leyes puramente racionales, que
promulga nuestra propia voluntad. Así, pues, el
tercer término con el cual se relacionan la li­
bertad y la ley moral es la afirmación de un
mundo inteligible. Si la ley moral se presenta a
nosotros en forma de imperativo categórico, es
que somos tributarios de dos mundos: el sen­
sible y el inteligible; por este motivo nuestra
voluntad activa depende de dos causalidades di­
ferentes: la de la naturaleza y la de la razón,
y por ello la ley racional se impone a nosotros
como un deber. La libertad se identifica, pues,
con la razón práctica y no puede concebirse
19 ídem.
Kant 111
más que en el mundo inteligible, cuyo ideal es
obligatorio para un ser que forma parte del
universo de los fenómenos. La libertad es po­
sible, aunque no sea conocida como tal, pues el
hombre se piensa a la vez determinado y libre.
Este resultado, aparentemente bastante media­
no, responde, sin embargo, a la intención pro­
funda de Kant: en la Fundamentación de la me­
tafísica de las costumbres ha querido fundar
a priori la moral fuera de toda experiencia,
fuera de la misma experiencia moral, puesto
que nada prueba que hubiese jamás un acto
realizado por pura buena voluntad. La libertad
es solamente la condición última del imperati­
vo categórico,20 y eso basta para hacer de él la
clave y el principio supremo de la moralidad.
Esta perspectiva está recogida y desarrollada
en la Crítica dé\ la razón práctica (1787), según
un método que no es ya regresivo, sino sintético.
Kant parte de la ley moral como de un hecho
indudable, tan indudable como la existencia de
la ciencia; si puede definirse la libertad como
el fundamento de la ley moral, es que se puede
captarla a partir de la conciencia de la ley
enimciada como real. Hay una ley moral. Exis­
20 En la Crítica de la razón pura, Kant distinguía la
libertad trascendental, que era una libertad cosmoló­
gica pura, y una libertad práctica, que traducía la sim­
ple independencia de nuestro yo con respecto a irnos
motivos sensibles. Aquí esta distinción desaparecé, y
estamos en presencia de una concepción de la liber­
tad que identifica libertad (trascendental y libertad mo­
ral. La libertad no está (fundada sobre el poder de ele­
gir, sino sobre la ley moral que funda a su vez.
112 Jean Ferrari
te, pues, una libertad. El deber de obedecer a
una ley sería absurdo si no tuviésemos la posi­
bilidad de conformarnos a ella.21 Pero ¿sería­
mos libres si solamente tuviésemos la posibili­
dad de conformamos? Si toda voluntad libre
es moral, es decir, sometida a la ley; si toda
voluntad es buena voluntad, ¿cómo explicar la
experiencia del remordimiento, el sentimiento
de responsabilidad? La dificultad planteada
aquí es particularmente grave en la medida en
que la elección contra la ley no puede atribuir­
se a una ilusoria libertad psicológica. Situándo­
se en el tiempo, estaría por eso mismo someti­
da a las leyes de sucesión de los fenómenos y
a la causalidad natural, y no sería imputable
a la voluntad razonable. Al contrario, la exis­
tencia de la falta moral y de los sentimientos
que origina, de los juicios que provoca, mues­
tra claramente que es posible una elección fue­
ra del tiempo, dependiendo de una libertad
noumenal. El análisis de un carácter es, a este
21 ¿No existe ahí también un círculo vicioso? La li­
bertad aparece como deducida de la experiencia de la
ley que' funda a su vez. Kant vence la dificultad por
medio de una distinción clásica; ciertamente la expe­
riencia de 'la ley hace posible la libertad objetiva. La
idea trascendental de libertad recibe un contenido po­
sitivo de la razón práctica. En este sentido, la ley es
la ratio cognoscendi de la libertad, por la que puede
conocerse la existencia de la libertad. Pero afirmando
la libertad, planteo como real la autonomía, es decir,
el poder que tiene la voluntad de determinarse por sí
misma; justifico la legislación universal de la que es
expresión y fundo la moralidad. La libertad es la
ratio essendi, la razón de ser de la ley.
Kant 113
respecto, significativo. Es posible explicar la
maldad de un hombre por un cierto número de
sucesos que la reducen a no ser más que el
efecto de una causalidad según la naturaleza;
para que sea considerado como responsable de
su maldad, hay que decir que él ha elegido el
ser malo; pues ¿cómo, sin cometer una injus­
ticia, tener por libre y responsable a un hom­
bre cuyo carácter y cuyos actos están someti­
dos a la necesidad natural? Ocurre simplemen­
te que a nuestro carácter empírico se añade un
carácter inteligible del que somos enteramente
responsables, que hemos elegido una vez por
todas mediante una elección intemporal y mis­
teriosa. Esa elección, tanto si se hace a favor
o en contra de la ley, depende de la razón prác­
tica, puesto que responde a una máxima funda­
mental, y no a inclinaciones de orden sensible
que escapan a nuestra voluntad libre.
Así, la oposición entre la libertad que elige
contra la ley y la que está a favor no encubre
la oposición de lo empírico y de lo noumenal.
Se sitúa en el interior mismo de la causalidad
noumenal, de la que traduce la inexplicable e
intemporal oscilación entre el amor a sí mis­
mo y la virtud. Hay, pues, una dualidad —que
será mantenida en los últimos textos de Kant
sobre la religión— entre la libertad cuyo acto
esencial es enunciar la ley y la que, sin poder
ser confundida jamás con un libre arbitrio
de naturaleza psicológica, se decide, no sin ra­
zón, contra la ley. Sucede que toda experien­
cia moral es indisolublemente experiencia de
la ley y experiencia de la elección. La experien­
114 Jean Ferrari
cia moral que impone la idea de libertad no
es solamente la de la buena voluntad, sino tam­
bién la de la mala conciencia. Entre estas dos
concepciones de la libertad no hay, según Kant,
contradicción, sino reciprocidad; sin la existen­
cia de la que enuncia la ley, no sería posible
conocer la segunda; la existencia misma de la
ley supone la posibilidad de elegir contra ella.
Una y otra envían a una libertad noumenal,
cuya unidad no puede ser ni comprendida ni
experimentada.
La concepción kantiana de la libertad moral
no es simple y no parte de sí misma. Es tri­
butaria de las grandes tesis de la Crítica de la
razón pura, y no puede comprenderse más que
si se admite la distinción entre fenómenos y
noúmenos. El mismo suceso depende de dos le­
gislaciones diferentes. Es susceptible de recibir
dos sentidos, según se refiera al orden de la
causalidad natural o al de la libertad. En al­
gunos aspectos, esta teoría recuerda la que
Platón ha desarrollado en el mito de Er, con
el que termina su República.22 Como en Pla­
tón, hay también en Kant el deseo de salvar las
apariencias y de justificar la misma experien­
cia moral, que no es la cara visible y cognos­
cible de un mundo inteligible que existe de por
sí y del que participamos de alguna manera.
Por esto, si admite una libertad capaz de de­
cir no a su propia ley, sólo es definida positi­
vamente la que es legisladora universal, razón
22 Obras, trad. L. Robín. Ed. de la Pléiade, tomo I,
pág. 1238.
Kant 115

práctica y autónoma, libertad que debe consti­


tuir el fundamento último de la moralidad.
Ésos son algunos aspectos de una moral que
Kant ha querido construir tan rigurosamente
como su teoría del conocimiento y que respon­
de al deseo de salvar los valores morales ame­
nazados tanto por el torpe dogmatismo como
por el escepticismo y el materialismo del si­
glo xvin. De la misma manera que había es­
tablecido los límites de nuestro conocimiento
al esclarecer sus condiciones a priori, ha que­
rido descubrir con la misma precisión los ele­
mentos a priori de la razón práctica. Tanto la
moralidad de nuestras acciones como la obje­
tividad de nuestro conocimiento están deter­
minadas por el método trascendental, que evita
a la vez las contaminaciones de una experiencia
incapaz de universalidad y las ilusiones del dog­
matismo tradicional. Si se acusa a menudo a
la moral de Kant de ser un puro formalismo
sin contacto con la realidad de los hechos y de
rigorismo inhumano, impotente para animar la
experiencia moral, ello significa que se com­
prende mal el sentido de su método. Para que
aparezca la moralidad en toda su pureza, Kant
procede a la manera de un químico: instituye
una experiencia crucial, que permite retirar,
libre de toda mancha, el cuerpo puro de la
buena voluntad. Esta solución de distinguir
siempre lo puro de lo empírico domina toda su
empresa moral; no quiere dejarse engañar por
las tendencias altruistas y los buenos sentimien­
tos. Sólo hace moral al hombre la intención de
ser moral; no es que una acción hecha con fe­
116 Jean Ferrari
licidad sea necesariamente inmoral o que la
presencia de un conflicto baste para hacerla
moral, sino que es en el conflicto entre la ra­
zón y lo sensible, en la lucha contra las incli­
naciones naturales, como mejor aparece la esen­
cia de la moralidad. Y la regla formal que nos
permite experimentar el valor real de nuestra
intención pide en cada caso particular, tal como
lo muestran los ejemplos de la Fundamenta-
ción, una invención a partir de una luz que no
se descompone.
Ciertamente esta moral, cuya exposición cede
a veces demasiado al gusto de la simetría entre
la razón pura y la razón práctica, es una moral
exigente; sin embargo, no cabría confundirla
con ninguna ordenanza prusiana socialmente
obligatoria, aunque la desconfianza metodoló­
gica de la que Kant hace prueba con respecto
a los impulsos del corazón pueda parecer exce­
siva: «El imperativo categórico no es quizá la
última palabra de la moral», como escribía La-
chelier a Caro, y añadía: «No me repugnaría
subordinar la ley a la gracia y la justicia al
amor; pero si es posible quizá ir más allá de la
idea de deber, no está permitido, en ningún
caso, quedarse acá». El deber tiene esta digni­
dad en Kant por ser la expresión de la autono­
mía del sujeto, y no puede ser confundido con
la interiorización de ninguna presión social; la
moral de Kant conjuga la ley y la libertad; la
ley que manifiesta la universalidad de nuestra
razón toma la forma de imperativo categórico
para una voluntad sometida a los atractivos
sensibles, pero perdería toda significación si no
Kant 117
fuésemos libres. Es la conciencia de obligación
moral la que da al hombre la seguridad del va­
lor infinito de su ser. De esa manera, Kant ope­
ra una nueva revolución copemicana: mientras
que los filósofos anteriores a él fundaban la
moral sobre la metafísica o los dogmas de la
religión, en Kant, por el contrario, es la pre­
sencia de la ley moral en el corazón del hombre
la que le manifiesta su independencia con res­
pecto a la animalidad y da a su existencia «una
determinación que no está limitada a las condi­
ciones y a los límites de esta vida, sino que se
extiende al infinito».23
28 Crítica de la razón práctica, trad. Picavet, pági­
na 174.
TEOLOGIA, TELEOLOGIA
Y FILOSOFIA DE LA HISTORIA

Los postulados de la razón práctica


y el problema de Dios
En la Crítica de la razón práctica se han es­
clarecido tres afirmaciones en relación con la
cuestión que todo hombre se plantea al cumplir
su deber: ¿qué puedo esperar? El soberano
bien no es el fin de la conducta moral— pues
perdería su carácter de puro respeto a la ley—,
sino ese acuerdo entre la virtud y la felicidad
exigido por esa misma razón que nos obliga
a la virtud; de la misma manera que el deber
no tiene sentido más que si somos libres, la
virtud no tendría significación si no admitiése­
mos la inmortalidad del alma y la existencia
de Dios. La inmortalidad del alma permite com­
prender cómo puede esperar el sujeto moral
hacer coincidir, por un progreso indefinido,
120 Jean Ferrari
incompatible con la brevedad de la vida, la vo­
luntad y la ley, coincidencia gracias a la cual
nos hacemos dignos de la felicidad; y como el
orden de la moralidad y el de la felicidad, se­
gún lo muestra la experiencia cotidiana, son
radicalmente heterogéneos, sólo Dios tiene po­
der de asegurar la unión futura. Libertad, in­
mortalidad del alma y existencia de Dios cons­
tituyen los tres postulados de la razón práctica
que permanecen incognoscibles en sí mismos
y escapan a toda tentativa de conocimiento
metafísico, pero a los que no podemos adhe­
rirnos más que por una fe racional.1 Si no se
imponen por medio de demostraciones objeti­
vas y no constituyen un saber que pueda comu­
nicarse, corresponden subjetivamente a una
convicción que descansa sobre la existencia
misma de la conciencia moral del sujeto. Por­
que existe una razón práctica el individuo está
obligado a afirmar, junto a la existencia de la
libertad, la de una vida futura y de una causa
moral suprema, capaz de realizar el acuerdo
entre la virtud y la dicha. Dando tal contenido
a la idea de Dios, Kant se opone a la vez a las
concepciones religiosas tradicionales y a los pa­
sos de la teología racional desarrollada por
Wolff, que pretendía, fuera de todo recurso a
una religión revelada, probar la existencia de
1 Kant distingue el saber, la opinión y la fe. El
saber corresponde a lo que es subjetiva y objetiva­
mente suficiente; la opinión, a lo que no es suficiente
ni subjetiva ni objetivamente, y la fe, a 'lo que es sub­
jetivamente suficiente, pero objetivamente insuficien­
te. (Crítica de la razón pura, págs. 551-557.)
Kant 121
Dios y definir su naturaleza. Kant hace el pro­
ceso de esta tentativa en la Crítica de la razón
pura. Recogiendo la crítica del argumento on-
tológico que había enunciado veinticinco años
antes en la Explicación nueva de los primeros
principios del conocimiento metafísico, demues­
tra que todas las otras pruebas descansan so­
bre esta deducción ilusoria de la existencia del
Ser necesario a partir de su idea.
La razón establece la posibilidad de tal ser
en el mundo noumenal; no alcanza ni a probar
su existencia ni a definir su naturaleza. Todo lo
más, su idea puede servir de principio regula­
dor del conocimiento, de unidad ideal de todos
los objetos posibles, a la que tiende todo es­
fuerzo de conocimiento, aunque sin llegar ja­
más a alcanzarla. Esta impotencia reconocida
de la razón no nos obliga a tomar una actitud
mística ni a creer en los misterios de las reli­
giones reveladas. Kant se ha explicado sobre
esto en su obra La religión en los límites de
la simple razón (1793), que le valió a una edad
muy avanzada sus primeros altercados con la
censura. En esta obra hace una crítica severa
de las religiones tradicionales, oponiendo las
diversas creencias a la verdadera religión que,
única y universal, se desprende progresivamen­
te de los falsos cultos y de los ritos aberrantes.
El ritualismo obliga, en efecto, a las más ab­
surdas prácticas y vacía a la religión de su ver­
dadero espíritu, en provecho de lo literal y
externo. El Cristo de los Evangelios ha conde­
nado justamente el fariseísmo. Es el cristianis­
122 Jean Ferrari
m o2 en su esencia —ni el de Roma ni siquiera
el de la Reforma— el que representa la verda­
dera religión. Pero es preciso reinterpretar sus
misterios y sus dogmas a partir de la expe­
riencia moral y de las exigencias de la razón
práctica. Es necesario comprender el pecado
original como un mal radical que resulta del
desacuerdo de la sensibilidad y de la razón, na­
cido de una opción mala del yo noumenal y del
que cada hombre es responsable. Sin embargo,
cada uno tiene el poder de convertirse al bien
y, rechazando al hombre antiguo, realizar esta
humanidad nueva de la que Cristo es la encar­
nación viva. La santidad no es otra cosa que
esa reconciliación de la libertad y de la ley,
que se traduce en una conducta irreprochable,
pues la esencia de la religión es inseparable,
según Kant, de la esencia de la moral. El hom­
bre religioso no es el hombre de la práctica
religiosa, sino el de la buena voluntad. Cierta­
mente, tal concepción de la religión no tiene en
cuenta la experiencia mística. Kant siempre ha
manifestado a este respecto la mayor reserva,
pues piensa que son numerosos los riesgos de
ilusiones y de supersticiones. La historia ense­
2 Kant ha escrito de su propia mano ich auch (yo
también) al lado de la frase siguiente, descubierta en
las obras de Lichtenberg: «Creo desde el fondo de mi
alma, y después de urna madura reflexión, que la doc­
trina de Cristo, 'limpiada de 'los embadurnamientos
clericales y comprendida como es preciso según nues­
tra manera de expresarnos, es el sistema más per­
fecto que yo pueda imaginar para promover la paz y
la felicidad en el mundo de la manera más rápida,
más eficaz y más universal». (AK, XVIII, pág. 693.)
Kant 123
ña que las diversas creencias dan demasiado a
menudo un triste ejemplo de injusticias y de
violencia, de avasallamiento político y de hipo­
cresía, que hay de ordinario poca relación entre
el ideal de santidad que predican y la conduc­
ta de sus adeptos.3 Una religión y una Iglesia
verdaderas no pueden ser instauradas más que
bajo la legislación suprema de la razón prác­
tica, única capaz de alcanzar está universalidad
que las religiones históricas no han logrado fun­
dar, y sólo ella es susceptible de promover un
orden humano nuevo, al que todo hombre está
llamado y que puede comprenderlo, con inde­
pendencia de todo recurso a una revelación
particular, pues la palabra de Dios no es trans­
mitida al hombre por testigos o profetas. Si
Dios habla a los hombres, es por la razón, cri­
terio supremo de lo que es verdaderamente
religioso. El hombre no recibe mensajes, y si
recibe algunos, no puede ser más que para for­
tificar las enseñanzas de la razón. «Si la razón
—escribe Kant a Jacobi—, para llegar a ese
concepto de teísmo, ha podido ser despertada
ya sea por algo que sólú enseña la historia, ya
8«... No se ha visto todavía que esas gentes, que se
consideran como extraordinariamente favorecidas (co­
mo los elegidos), sobrepasen do más mínimo al hom­
bre naturalmente honrado, en quien se puede confiar en
las relaciones sociales, en los negocios y en la necesi­
dad; se ha visto más bien que, en conjunto, apenas
resistían la comparación con él; lo que prueba que el
buen camino no conduce de 'la remisión de los peca­
dos a la virtud, sino muy al contrario, de la virtud a
la remisión de los pecados.» (La religión en los lími­
tes de la simple razón, trad. Gibelin, págs. 261 y 262.)
124 Jean Ferrari
sea por una influencia interior y sobrenatural,
para nosotros inaprehensible, es ésa una cues­
tión que no concierne más que a un tema se­
cundario: el del planteamiento y origen de esta
idea. Pues también se puede admitir que si el
Evangelio no hubiese enseñado primero las le­
yes morales generales en toda su pureza, la
razón no las habría comprendido con tal per­
fección, puesto que aunque están ahí ahora, se
puede persuadir a cada uno de su verdad y de
su valor actual por la pura razón».4 Todavía
Kant opera una inversión: es en sí mismo don­
de el hombre, de conformidad con la autonomía
del sujeto moral, encuentra la fuente de lo que
es verdaderamente religioso. Muy lejos de fun­
dar la moral, la religión recibe de ella su con­
tenido. La ley moral es el signo de nuestra
pertenencia a un mundo que no nos es dado co­
nocer aquí abajo; es la moral la que salva a
la religión del hundimiento de la teología ra­
cional, como de las divagaciones de las religio­
nes particulares.
No quiere esto decir que la religión se con­
funda con la moral. La teoría kantiana de la
religión5 responde a las exigencias del criticis­
mo, y cuando Kant se empeña en definir su na­
turaleza, lo hace racionalmente. El tribunal de
la razón, frente a las revelaciones de las
diferentes religiones, es juez en última instan­
cia. Kant asigna a la religión, como una de sus
4 Carta del 30 de agosto de 1789, trad. Ferrari: Los
estudios filosóficos, 1968, ¡núm. 2, pág. 207.
6 Véase el interesante estudio de J. L. Bruch: La fi­
losofía religiosa de Kant, Aubier-Montaigne, 1968.
Kant 125
tareas principales, la de romper la soledad del
hombre, vencer su desánimo por la constitu­
ción de una Iglesia universal y, en una vía pros­
pectiva, convertirse en el lazo vivo que una a
los hombres entre sí y con Dios. El hombre
mayor de edad de la filosofía kantiana no re­
cibe de la sociedad o de la historia la religión
como un don, sino que es para él una tarea in­
finita de armonía que debe realizar en la so­
ciedad y en la historia.

La finalidad y el sentido
Kant aparece a menudo como el filósofo de
las distinciones, de las divisiones y de las rup­
turas. Opone el mundo sensible y el mundo in­
teligible, la sensibilidad y el entendimiento, el
entendimiento y la razón, el fenómeno y el noú­
meno, la naturaleza y la libertad; pero siem­
pre manifiesta, junto con la voluntad de dis­
tinguir, la de unir, la de inventar mediaciones
y enlaces.
Si en verdad hay una exigencia que se encuen­
tra en todo momento en la evolución de su pen­
samiento, es la de la unidad de su sistema.6
®A1 final de la Crítica de la razón pura, Kant con­
sagra un capítulo al arte de los sistemas, que él llama
«arquitectónico». Siempre ha concedido la mayor im­
portancia a esta tarea de unificación de nuestros co­
nocimientos. Está dominada por la idea de un todo,
que Kant compara de buena gana con la organización
de los seres vivos. Desde sus primeros trabajos ha
deseado dar a su investigación esta unidad superior,
126 Jean Ferrari
La Crítica del Juicio (1790) y las reflexiones
que desarrolla sobre la belleza y la finalidad
responden a, esta exigencia fundamental.
Entre la Crítica de la razón pura y la Crítica
de la razón práctica la oposición que se mani­
fiesta es, en efecto, considerable. La primera
determina de una manera objetiva las condi­
ciones del saber científico y demuestra la im­
posibilidad de la metafísica. La segunda funda
la ley moral sobre la existencia de un sujeto
libre y, por consiguiente, suprasensible. La opo­
sición no es sin duda radical: la razón pura
reserva un espacio de posibilidades donde po­
drán desplegarse los intereses superiores de la
razón práctica, al mismo tiempo que se impide
todo conocimiento teórico. Por otra parte —el
mismo Kant lo reconoce—, «el entendimiento
legisla a priori para la naturaleza como objeto
de los sentidos, a fin de lograr un conocimien­
to teórico de éste en una experiencia posible.
La razón legisla a priori para la libertad y su
propia causalidad, en cuanto que es suprasen­
sible en el sujeto, a fin de lograr un conoci­
miento práctico e incondicionado. El campo del
concepto de naturaleza bajo la primera legisla­
ción y el del concepto de libertad bajo la otra
legislación están completamente aislados uno
del otro, a pesar de la influencia recíproca que
diferente de la simetría que quiere mantener en/tre las
estructuras internas de sus principales obras y que
recuerda a los oríticos irritados por este gusto exce­
sivo de las correspondencias el artificio de los pinto­
res y de los arquitectos del siglo xviii, enamorados
de las perspectivas engañosas y de las falsas ventanas.
Kant 127
pueden tener el uno sobre el otro (cada uno
siguiendo sus leyes fundamentales) por el gran
foso que separa lo suprasensible de los fenó­
menos».7 Se trata, pues, de encontrar un in­
termediario entre el entendimiento y la razón.
Es el Juicio, el cual hace posible el enlace del
concepto de naturaleza con el de libertad. Gra­
cias a él se percibe una cierta presencia de lo
suprasensible en la naturaleza, sin atentar a
la legislación del entendimiento. Kant distingue
dos clases de juicio: el juicio determinante, que
subsume, por medio del esquema, la intuición
sensible bajo la categoría y constituye un co­
nocimiento objetivo; y el juicio reflexionante,
que plantea el Juicio y que mira lo universal
a través de las particularidades de la experien­
cia. La diversidad de la naturaleza es tal, que
no se pueden deducir de los principios del en­
tendimiento todas las leyes que rigen los fe­
nómenos de los que sólo se da a priori la. forma
general. El papel del Juicio es precisamente
aportar un principio a priori que permita re­
flexionar sobre la naturaleza. Postula lo univer­
sal cuando se da lo particular. Supone la
existencia de un entendimiento que no es el
nuestro y para el cual existiría una ley que per­
mitiría explicar todas las leyes empíricas par­
ticulares de la naturaleza. El Juicio no prescribe
leyes ni nos provee de conocimientos objetivos.
Se da a sí mismo un principio para compren­
der los hechos particulares de la experiencia.
Es el principio de la finalidad el que desempe­
7 Crítica del Juicio, trad. Philonenko, ¡págs. 40 y 41.
128 Jean Ferrari
ña este papel y permite el juicio reflexionante.
Ahora bien, el juicio reflexionante es doble: o
bien enuncia un acuerdo descubierto entre las
partes mismas de la naturaleza (juicio ideoló­
gico); o bien traduce el acuerdo puramente sub­
jetivo de algún objeto natural con nuestras
propias facultades puestas en movimiento por
el espectáculo exterior (juicio estético).
Como tantos otros en un siglo que ha visto
nacer la estética,8 Kant se ha interesado por el
problema de lo bello. Las Observaciones sobre
el sentimiento de lo bello y de lo sublime (1764)
revelaban ya un gusto muy vivo por una especie
de fenomenología de los sentimientos estéticos.
En la Crítica del Juicio hace el análisis del jui­
cio estético, que no es nunca un juicio de co­
nocimiento: yo no llevo la sensación que ex­
perimento al objeto, sino a mí mismo, al sen­
timiento de placer que me da a través de la re­
presentación que tengo de él; la satisfacción
que determina este juicio es desinteresada;9
en efecto, lo bello no podría confundirse ni con
lo agradable o lo útil, ligados a un deseo o a un
interés, ni con lo que es bueno y sobre lo que
yo razono. La bondad, como la utilidad, se ex­
presa por medio de conceptos. Yo puedo decir
8La palabra ha sido inventada por Baumgarten (1714-
1762) para designar sus ensayos, inacabados, sobre el
arte.
9 «El gusto es la facultad de juzgar acerca de un
objeto o de un modo de representación, sin ningún
interés, por una satisfacción o una insatisfacción. Se
llama bello ál objeto de una tal satisfacción.» (Críti­
ca del Juicio, pág. 55.)
Kant 129
por qué tal objeto me es útil o tal causa es
buena; pero lo que digo de un cuadro o de un
poema me parece siempre insuficiente. El dis­
curso racional es incapaz de traducir adecuada­
mente la satisfacción que experimento, y que
sin embargo juzgo universal. «Lo bello es lo
que se representa sin concepto como objeto
de una satisfacción universal.»10 Cuando en­
cuentro bella una obra de arte, pienso que hay
comunicabilidad universal del sentimiento de
placer que me procura. Es que el objeto bello
nos da la impresión de ser lo que debe ser,
pero, a diferencia de un objeto útil por ejemplo,
sin que podamos saber de antemano qué debe
ser. Si la finalidad es la causalidad de un con­
cepto por el empleo de los medios, «la belleza
es la forma de la finalidad de un objeto en tan­
to que se percibe en éste sin representación de
un fin».11 Hay finalidad en la obra de arte por­
que juzgamos que la satisfacción que da es
universal y necesaria; pero no hay representa­
ción de fines, porque no corresponde a ningún
interés sensible (agradable) o racional (bueno).
Finalmente, el juicio estético nos envía de
nuevo al juego de nuestras facultades y tradu­
ce un cierto acuerdo entre nuestras facultades
sensibles y nuestras facultades intelectuales,
instaurándose un libre juego entre la imagina­
ción y el entendimiento, fuente, no de nuestros
conocimientos, sino de un placer desinteresa­
do, que, a pesar de su carácter subjetivo, júz-
10 Ob. cit., pág. 55.
11 Ob. cit., pág. 76.
KANT.— 5
130 Jean Ferrari
go universal. Afirmando, sin poder dar razón de
ello, la universalidad y la necesidad de la satis­
facción estética, el juicio de lo bello rompe la
subjetividad y expresa una especie de reconci­
liación entre la sensibilidad y el entendimiento.
Kant explica de la misma manera el juicio de
lo sublime: 12 lo sublime, como lo bello, es fuen­
te de un placer desinteresado; pero Kant lo
lleva al libre juego de la imaginación y de la
razón. Más aun que lo bello, lo sublime nos
hace reflexionar en nuestro propio destino, que
no podría limitarse a la experiencia; a través
del juicio estético se dibuja una dimensión del
hombre, que está en relación con su naturale­
za suprasensible. Lo sublime y lo bello se con­
vierten en símbolos de la moralidad que anun­
cian de alguna manera: «Lo bello nos prepara
a amar alguna cosa, incluso la naturaleza, de
una manera desinteresada; lo sublime, a esti­
marla incluso contra nuestro propio interés
(sensible).13 Como en El banquete de Platón,
el espectáculo de la belleza nos encamina ha­
cia el bien moral.14
12 Kant distingue un sublime matemático, que desig­
na lo que es grande más allá de toda comparación
(«La naturaleza es así sublime en aquellos de sus fe­
nómenos en los que la intuición suscita la idea de su
infinitud. Eso no puede producirse de ninguna mane­
ra si no es por la misma impotencia del mayor esfuer­
zo de la imaginación en la evaluación de la grandeza
de un objetivo.» Ob. cit., pág. 94) y un sublime diná­
mico, que puede inspirar el miedo por el despliegue
de su poder.
18 Ob. cit., pág. 105.
14 Sin embargo, en otro sentido muy diferente, pues
Kant 131
El juicio teleológico,15 que es la segunda
forma del juicio reflexionante, introduce tam­
bién una mediación entre la naturaleza y el
mundo inteligible; planteando la existencia de
fines naturales, nos permite reflexionar sobre
la naturaleza.16 Para que pueda considerarse
lo que el juicio estético tiene de común con el jui­
cio moral es en primer lugar su universalidad y su
necesidad; se trata no del Juicio, sino de una crítica
de éste, que desprende los principios a priori de su
ejercicio. Así lo recuerda Kant en un cuadro particu­
larmente claro, al final de la introducción de la Crí­
tica del Juicio: la finalidad es el principio a priori del
Juicio.
FACULTADES DE PRINCIPIOS
TOTALES DEL FACULTADES
CONOCER A PRIORI APLICACIONES
ESPÍRITU
Facultad de E n ten d i­ Conformidad Naturaleza
conocer miento a leyes
Sentimiento Facultad de
de placer y juzgar Finalidad A rte
dolor
Facultad de R azón Fin moral Libertad
desear
15 En la Crítica de la razón pura, Kant no había de­
jado ningún sitio para la finalidad entre los princi­
pios del entendimiento puro. Se encontraba, pues, ex-
oluida de la ciencia y le hacía desempeñar un papel
análogo al de las otras ideas trascendentales, como
máxima reguladora que determina no unos objetos
sino unos fines a perseguir, a fin de dar al saber una
unidad sistemática.
16 «En efecto, no se debería atribuir a los produc­
tos de la naturaleza tal cosa como una relación de la
132 Jean Ferrari
un cuerpo como un fin natural, es preciso que
sus partes «se produzcan una a otra en su con­
junto, tanto en su forma como en su trabazón,
de una manera recíproca, y que, por esta cau­
salidad propia, produzcan un todo cuyo con­
cepto podría a su vez, inversamente, ser consi­
derado como la causa (de este todo)».17 Sólo
«a un ser organizado y organizándose él mismo
se le puede llamar un fin de la naturaleza».18
Si hay un campo que corresponde a esta exi­
gencia y donde el juicio determinante parece
insuficiente, 4qnde el mecanismo estricto no da
información completa de la observación co­
mún, es el de los seres vivos. En los fenómenos
de la vida, en efecto, se manifiesta un tipo de
finalidad donde el fin no es trascendente coíno
en las obras humanas, sino inmanente al mis­
mo ser. La idea del todo determina cada ele­
mento que puede ser considérado a la vez como
causa y efecto de la unidad del organismo, que
no se debe confundir, por esta razón, con la
de una máquina. «En un reloj, una parte es el
instrumento del movimiento de las otras, pero
una rueda no es la causa eficiente de la pro­
ducción de otra rueda... La máquina posee úni­
camente una fuerza motriz, pero el ser orga­
nizado posee en sí una fuerza formadora que
comunica a los materiales, los cuales no la po­
seen (organizándolos). Se trata de una fuerza
formadora que se propaga y que no puede ex­
naturaleza a unos fines... más que para reflexionar
sobre la naturaleza.» (Ob. cit., pág. 29.)
17 Ob. cit., pág. 193.
18 Ibíd.
Kant 133
plicarse por la sola facultad de mover (el me­
canismo).» 19 Si la teleología, incluso en biolo­
gía, no puede reemplazar el mecanismo que
conserva todos sus poderes, la idea de un fin
natural permite, si no conocer mejor, al menos
comprender mejor a los seres vivos.20
¿Y no podría aplicarse, de la misma mane­
ra, este principio de finalidad a la totalidad del
universo? En efecto, es posible considerar que
la naturaleza en su conjunto no cobra sentido
más que en relación con el hombre y con la li­
bertad; que el hombre es el fin último de la
naturaleza, a condición de considerarlo no co­
mo objeto natural, sino como sujeto moral,
llamado á un destino supraterrenal. La noción
de sentido es aquí fundamental.21 Entre un
conocimiento de la naturaleza según el deter-
minismo de la causa y del efecto, y una intui­
ción intelectual de la que el hombre se encuen­
tra privado, hay sitio para el sentido que pone
en claro la facultad de juzgar y que introduce
19 Ibíd.
20 «Pues si las cosas del mundo, en tanto que seres
dependientes según su existencia, suponen una causa
suprema actuando según unos fines, entonces el hom­
bre es el fin último de la creación; en efecto, sin éste
la cadena de los fines subordinados unos a otros no
estaría completamente fundada; y es únicamente en
el hombre —pero solamente en éste, como sujeto de
la moralidad— donde puede encontrarse la legisláción
incondicionada en relación a los fines, que le hace el
único capaz de ser un fin último al cual toda !la natu­
raleza está ideológicamente subordinada.» (Ob. cit.,
pág. 245.)
21 Véase E. Weil: Problemas kantianos, Vrin, 1970,
«Sentido y hecho», cap. II, págs. 57-107.
134 Jean Ferrari
entre la ciencia y la moral un campo interme­
dio, extremadamente rico y propiamente hu­
mano; en el placer desinteresado del juicio es­
tético, en la inclinación a subordinar el orden
de la naturaleza al de la libertad, el hombre
toma conciencia de su doble pertenencia; el
hombre depende, como fenómeno, de la natu­
raleza que él constituye por medio de la cien­
cia, pero lee en esta naturaleza los signos de
su destino suprasensible. Así se prepara a rea­
lizar en la historia los fines de la libertad.

Naturaleza y cultura. Las reflexiones


sobre la historia y la política
Se ha planteado la cuestión dé saber si las
reflexiones de Kant sobre la historia no cons­
tituyen un campo separado, sin relación con el
sistema crítico. En realidad, solamente adquie­
ren toda su significación en la perspectiva de
la Crítica del Juicio. En efecto, el uso del prin­
cipio de finalidad, que suple a la insuficiencia
del conocimiento teórico, no está limitado a
la naturaleza física. Para comprender la histo­
ria se requiere también la llamada a unos fines
de la naturaleza, que se realizan a través de
ella. Kant no ha permanecido nunca indiferente
a las enseñanzas de la historia, ni al espectácu­
lo de los acontecimientos contemporáneos. Ya
en su enseñanza de geografía física —en la que
hacía entrar el estudio de las diferentes razas
humanas— Kant se interesaba por la diversi­
Kant 135
dad del fenómeno humano y por la unidad de
la especie. Un cierto número de opúsculos pu­
blicados a todo lo largo de su carrera manifies­
tan la permanencia de sus preocupaciones en
un terreno en el que la observación sólo puede
jugar un papel secundario. En ellos desarrolla
hipótesis sobre los orígenes y el fin de la his­
toria humana. A través de una libre interpre­
tación del Génesis o en la discusión de tesis de
Rousseau y de Herder, Kant hace una refle­
xión sobre la historia y la sociedad humanas
que, por su riqueza y complejidad, ha ejercido
una influencia fecunda sobre el pensamiento
del siglo xix.
Ante todo, Kant distingue claramente lo que,
dependiendo del saber, puede proporcionar
unos conocimientos objetivos, y el campo de
las hipótesis y de las suposiciones más o me­
nos fundadas. En las Conjeturas sobre los co­
mienzos de la historia humana (1786), por ejem­
plo, toma como hilo director el relato bíblico
que él interpreta a su manera. Desde el origen,
en su opinión, se manifiesta una oposición en­
tre una naturaleza definida como el conjunto
de datos de la especie y una libertad que se
muestra ya como la elección del alimento, el
pudor y la imaginación del porvenir. La histo­
ria comienza con la aparición de la libertad y
de la razón, que son siempre interrogaciones
sobre el orden natural. Kant se complace en­
tonces en mostrar el antagonismo entre los de­
seos individuales y las realizaciones de la es­
pecie, y, en el interior de los individuos, los
conflictos que son la fuente del progreso co­
136 Jean Ferrari
lectivo. Así el deseo de felicidad y de tranqui­
lidad conduciría al hombre a la pereza y a la
inercia si no fuese combatido por el de la pro­
pia estima, que obliga al trabajo y al esfuerzo.
Pone de relieve «la insociable sociabilidad del
hombre», que le acerca y le aleja a la vez de
su semejante y tiene por efecto lejano el de
salvaguardar los derechos del individuo en un
orden social justo.22 Estos conflictos, sucesiva­
mente vencidos, aseguran el armonioso desarro­
llo de las facultades humanas.
Todo ocurre como si a través de los desór­
denes y la confusión de los destinos individua­
les se realizase un gran designio de la natura­
leza, del que es posible reconocer en la historia
los signos evidentes. La naturaleza de que se
trata aquí no es el cosmos mecánicamente de­
terminado, sino un poder dominante y regula­
dor, que impone a los fenómenos históricos
una finalidad trascendente (no inmanente, co­
mo la que considera la Crítica del Juicio) y
se confunde, en definitiva, con la sabiduría di­
vina al obrar entre los hombres.23
22 «El hombre es un animal que, desde el momento
en que vive entre otros individuos de su especie, tiene
necesidad de un jefe, pues abusa de seguro de su li­
bertad con respecto a sus semejantes...» (Ideas para
una Historia... Ob. cit., pág. 67.)
28A ¡propósito de la garantía de una paz perpetua,
Kant escribe: «Quien nos ofrece esta garantía es nada
menos que esa gran artista: la naturaleza (natura dae-
dala rerum), bajo el curso mecánico de la cual se
transparenta de manera manifiesta el fin de suscitar
entre los hombres, incluso en contra de su voluntad,
la armonía de sus discordias. También, aunque se le
Kant 137
Las violencias y los desórdenes individuales
conducen así poco a poco a la humanidad ha­
cia una organización animada por las ideas de
justicia y de derecho, que para Kant, lector de
Montesquieu y de Rousseau, se encarna en la
sociedad republicana. En efecto, la república,24
que establece la soberanía del pueblo y la se­
paración de poderes, es la única forma de Es­
tado que puede salvaguardar los derechos del
individuo y el equilibrio social. Aun cuando no
se confunda con la democracia y pueda pre­
sentarse bajo la forma de una monarquía cons­
titucional, la república asegura a cada ciuda­
dano la libertad y la igualdad jurídicas. La
primera se define por la facultad del sujeto de
no obedecer más que a las leyes exteriores a
las que ha dado su asentimiento; la segunda, por
llame destino, en tanto que acción necesaria de una
causa que permanece desconocida para nosotros en
cuanto a las leyes de sus operaciones se le llama "pro­
videncia”, considerando la finalidad que manifiesta en
la vida del mundo en tanto que sabiduría profunda
de una causa suprema, persiguiendo el fin último y
objetivo del género humano y predeterminando el our-
so de las cosas». (La paz perpetua, trad. J. Darbellay,
págs. 114 y 115.)
24 «La constitución que se funda, en primer lugar,
sobre el principio de la libertad de los miembros de
una sociedad (como hombres); en segundo lugar, so­
bre el de la dependencia de todos (como sujetos) con
respecto a una legislación única y común, y en tercer
lugar, sobre la ley de la igualdad de todos (como
ciudadanos), esta constitución es la única que deriva
del contrato originario y sobre la cual debe fundarse
toda la legislación jurídica de un pueblo; tal consti­
tución es republicana.» (La paz perpetua, trad. J. Dar­
bellay, pág. 91.)
138 Jean Ferrari
una relación tal entre los ciudadanos, que nadie
tenga el derecho de imponer al prójimo una
obligación sin estar él mismo sometido a ella.
Sin embargo, si en el interior de una sociedad
dada reinan la justicia y el derecho, entre los
Estados se perpetúan la violencia y la guerra.
Es, pues, necesario idear una federación de Es­
tados sometidos a una legislación universal;
únicamente una Sociedad de Naciones, regula­
da por un derecho internacional, podría asegu­
rar a la humanidad entera una paz perpetua y
un progreso indefinido. Por muy lejana que sea
la realización de una idea tal, dice Kant, no
debemos escatimar ningún esfuerzo; es razo­
nable pensar que tal es el fin último de la na­
turaleza. Así la historia humana parece domi­
nada por una pedagogía natural, análoga a la
que debe ejercerse respecto al niño y de la que
es fácil volver a encontrar los principios, refle­
xionando sobre las condiciones gracias a las
cuales la humanidad puede pasar del estado
natural al estado culto.
Inspirándose completamente en el pensamien­
to de Rousseau, Kant añade un análisis origi­
nal de los acontecimientos contemporáneos,
capital para fundar este optimismo mesurado
del que da prueba con respecto a la especie
humana.25 El juicio realizado por sus contem­
26 Mientras que su pesimismo es profundo con res­
pecto al individuo: «En el hombre (en tanto que sola
criatura razonable sobre la tierra), las disposiciones
naturales que apuntan al uso de la razón no han de­
bido recibir su desarrollo completo en el individuo,
Kant 139
poráneos sobre la Revolución francesa le pare­
ce significativo. No es tanto el hecho mismo,
como el entusiasmo suscitado entre los espec­
tadores, lo que permite a Kant creer en el pro­
greso de la humanidad. Opone a la discordia
entre los hombres, al cuadro desolador de la
historia, llena de violencias y de injusticias, la
promesa que encierra un acontecimiento como
la Revolución francesa y la creencia racional
en la instauración del derecho entre los indivi­
duos y entre los pueblos.
La idea del derecho interviene, pues, como
mediadora entre la naturaleza y la libertad. La
instauración del derecho permite al hombre ac­
ceder a la cultura; como pensaba justamente
Rousseau, no hay moralidad más que para el
hombre cultivado. El derecho que regula las
relaciones de los hombres entre ellos, sin po­
der nunca ser confundido con la moralidad, se
convierte sin embargo en la condición y en el
símbolo. Las exigencias morales de Kant le obli­
gaban a reflexionar sobre el problema de la
organización de la ciudad humana. Como dice
muy bien Eric Weil: «No es la reflexión política
la que determina la filosofía kantiana, sino ésta
la que conduce, no a los problemas políticos,
sino a los problemas de la política»,26 es decir,
a una reflexión sobre el conjunto de las con­
diciones que permitirán al hombre realizar el
estado de derecho más favorable a la libertad.
sino solamente en la especie». (Ideas para una Histo- .
ria Universal... Ob. cit., pág. 61.)
28 En La filosofía política de Kant, por E. Weil,
Th. Ruyssen, etc., P. U. F., 1962, pág. 3.
140 Jean Ferrari
En este sentido, todo filósofo tiene una tarea
política que para Kant es en primer lugar y
una vez más una tarea crítica. No es misión del
filósofo gobernar, sino definir la forma de me­
jor gobierno, que permitirá al hombre respon­
der a su vocación suprasensible. Pues eso es lo
que importa, en definitiva, a Kant. Su filosofía
de la historia, como su filosofía práctica, es una
filosofía de la libertad.
«La salida del hombre del paraíso, que la ra­
zón representa como la primera estancia de su
especie, no ha sido más que el paso de la rus­
ticidad de una criatura puramente animal a la
humanidad, de los andadores infantiles en que
le tenía el instinto al gobierno de la razón. En
una palabra, de la tutela de la naturaleza al es­
tado de la libertad.»27
27 «Conjeturas sobre los comienzos de la historia hu­
mana». Ob. cit., pág. 161.
CONCLUSIÓN

No hay autores clásicos en filo­


sofía.
Respuesta a Eberhard, AK VIII,
pág. 219.
La empresa filosófica de Kant no puede de­
jar indiferente. Sus cuestiones han introducido
en la historia del pensamiento humano una ver­
dadera revolución que cada filósofo debe hoy
tener en cuenta.1 El extraordinario desarrollo
de los estudios kantianos en estos diez últimos
1 «La empresa crítica es el origen absoluto de las
investigaciones y de los conceptos que todavía en
nuestros días constituyen la trama de la reflexión.
No es tampoco menos cierto que autores tan pro­
fundos como Hegel, Marx y Nietzsche, y tan importan­
tes para comprender nuestro propio pensamiento, ha­
yan operado unas revoluciones tan decisivas como la
revolución kantiana...» (P. Trotignoií: La filosofía ale­
mana desde Nietzsche, A. Colin, 1968, pág. 5.)
142 Jean Ferrari
años, tanto en Alemania como en Francia, mues­
tra con evidencia la actualidad de una filosofía
que sigue siendo de acceso difícil y de la que
no se puede dar una idea satisfactoria en unas
decenas de páginas.
Sin embargo, al término de esta presentación
existe la gran tentación de pensar que, infiel
a sus propias exigencias críticas, el pensamien­
to de Kant se encamina hacia una filosofía que
restablece, después de haber parecido negarlas
un momento, las pretensiones de la metafísica
clásica. Aunque recusa el método, ¿no mantie­
ne la filosofía de Kant, bajo una forma nueva,
las adquisiciones principales del «viejo dogma­
tismo apolillado»? Indiscutiblemente, como lo
han mostrado unos estudios recientes,2 la on-
tología clásica es una de las fuentes de la filo­
sofía de Kant. El pensamiento griego, la meta­
física del siglo xvn, los sistemas de Leibniz y de
Wolff están constantemente presentes en su es­
píritu. Permanece unido a los valores morales
de una tradición religiosa, que le hace espontá­
neamente hostil al escepticismo y al materia­
lismo. Si el rechazo de un conocimiento meta-
físico arrebata a la idea de naturaleza humana
todo valor ontológico, la noción de a priori,
con la universalidad y la necesidad que implica,
¿no da un carácter inmutable a las condiciones
del pensamiento o de la acción? A este respecto,
Kant no imagina que se pueda, a su vez, poner
en tela de juicio el método crítico que consti­
2 Véase por ejemplo G. Martin: Ciencia moderna y
ontología tradicional en Kant, P. U. F., 1963.
Kant 143
tuye los prolegómenos a toda metafísica futu­
ra. En la investigación de la verdad hay, en su
opinión, unas adquisiciones definitivas del es­
píritu humano, como la lógica de Aristóteles,
la física de Newton o la Crítica de la razón
pura. Ciertamente el progreso es siempre posi­
ble, pero las condiciones de ese progreso han
sido explicadas una vez por todas. Lo trascen­
dental es por definición no histórico, y cuando
Kant estudia la historia, le parece dominada
por esquemas que trazan por adelantado los
caminos principales de una manera sin duda
hipotética, pero verosímil. El lector del siglo xx
tiene que quedar sorprendido por el carácter
congelado de este examen, que parece excluir
toda mutación ulterior o todo descubrimiento
nuevo que ataque la perspectiva trascendental.
La concepción kantiana de la ciencia y del hom­
bre, el análisis de la conciencia moral, la defi­
nición de lo bello, el papel de la finalidad, en
una palabra, las grandes tesis de la filosofía
de Kant parecen situarse más allá de la histo­
ria. Suponen una estructura a la vez orgánica
y operatoria, cuya universalidad parece ser evi­
dente. Como toda revolución, la de Kant pre­
tende establecer un orden que no cabría dis­
cutir después de él.
Lo que importa y lo que es ejemplar es el
acto por el que esta revolución se realiza. Aun­
que Kant toma elementos de la tradición filo­
sófica anterior, no hay que equivocarse. Su fi­
losofía no es una repetición o una continuación
de las investigaciones sobre la naturaleza del
hombre o del mundo; no es un moderno *ecJt
144 Jean Ferrari
cpúaeax; ni un nuevo sistema de conocimientos que
se añadiría a los otros. Si la cuestión del hom­
bre está en el corazón del kantismo y define la
tarea del filósofo, no es en la perspectiva de
un saber que hay que constituir. La antropo­
logía kantiana es una antropología práctica. Por
eso al recopilar datos, la empresa de Kant no
es tan inocente. Así lo han comprendido los
que lo han rechazado en nombre de la fe y de
las buenas costumbres. Kant es ese «rompelo-
todo» del que hablaba Moses Mendelssohn. No
se rompen impunemente los ídolos y se corren
riesgos al querer poner al hombre de pie. El
kantismo es un inmenso esfuerzo por fundar
en todas partes la autonomía del hombre/y esto
por medio de una crítica rádical de las investi­
gaciones filosóficas anteriores, por una eluci­
dación sin precedentes, que pone en claro los
poderes, los deberes y la esperanza de este ser
razonable y acabado que es el hombre. Pues
ahí está la paradoja de esta nueva revolución
copemicana: por una parte, se reconoce al en­
tendimiento como el fundamento de la objeti­
vidad científica; el agente moral enuncia la ley
a la que obedece; la razón es la fuente del sen­
tido que es preciso dar a la naturaleza y a la
historia.
En relación con el saber, con la norma y con
el sentido, el espíritu humano es constituyente,
y lo que depende de la iniciativa del sujeto se
desprende con una fuerza incomparable. Pero,
por otra parte, la filosofía de Kant se queda
en una filosofía del hombre en condición hu­
mana. El acto constituyente del espíritu no se
Kant 145
extiende al infinito. La noción de poder está
estrechamente ligada a la de límite, y el hom­
bre kantiano conoce su finitud. El primer acu­
sado llevado ante el tribunal de la razón es la
razón misma, condenada por sus pretensiones
de constituir una ciencia del ser; el espíritu
humano debe reconocer que no es capaz de
constituir la ciencia del ser ni la ciencia de
Dios, y esta separación ontológica acarrea para
el hombre una oscuridad irremediable de su
esencia y de su destino. Se ve ahora a través
del espejo de los fenómenos, a la vez que se
lee, como en un enigma, las intenciones de la
naturaleza.
Hay dos maneras de estar alienado: por la
privación de un poder que nos pertenece en
derecho y por la ilusión de un poder que no es
para nosotros. Kant pone fin a esta alienación
al fundar la autonomía del conocimiento y de la
acción, con lo cual pone fin a los sueños de
una humanidad en la infancia. Así se nos propo­
ne una cierta imagen del hombre, que es la
obra de una razón laboriosa. El kantismo en­
tero aparece como la invención —en el doble
sentido de descubrimiento y de instauración—
de un hombre que trata de medir con rigor sus
poderes y sus límites, como una pedagogía del
conocimiento de sí mismo, que le permite ser
al fin lo que es.
De esta manera, Immanuel Kant ha dado un
fuerte impulso a la vez liberador y razonable al
pensamiento europeo. Sus sucesores, ciertamen­
te, no conservarán siempre su gusto por la me­
146 Jean Ferrari
dida, su temor del Oppt<;, su modestia filosófica,
y hablarán de buena gana de la contradicción
del pensamiento kantiano. Esta contradicción
nos parece la del hombre mismo, la del hom­
bre occidental al menos, que, liberándose de sus
ídolos, se descubre, en un momento de extrema
lucidez, en su poder y en su precariedad.
SELECCIÓN DE TEXTOS
Una elección de textos en una obra tan ex­
tensa como la de Kant plantea problemas ca­
si insuperables. Cuanto más limitado es el nú­
mero de páginas, mayor es la infidelidad y
más numerosas las ausencias injustificables.
Además, esos escasos textos no pueden dar una
visión exhaustiva de la filosofía crítica. De im­
portancia desigual, deben despertar el deseo de
ir a las obras mismas. Por eso se han dado re­
ferencias precisas, que permiten acudir al tex­
to alemán de la Academia de Ciencias de Ber­
lín.
RETRATO

£1 melancólico
Un sentimiento profundo de la belleza y de
la dignidad de la naturaleza humana, la reso­
lución y la fuerza de referir a ella la totalidad
de sus actos como a un principio universal: he
ahí cosas serias que no están de acuerdo ni con
un carácter ligero y jovial, ni con la inconstan­
cia de un atolondrado. Incluso se aproximarían
a la melancolía en la medida en que este sen­
timiento dulce y noble nace del temor que ex­
perimenta un alma llena de un gran designio,
cuando considera los obstáculos, los peligros
que debe superar y esa difícil, pero gran victo­
ria que hay que obtener sobre la misma natu­
raleza humana. La auténtica virtud, la que se
apoya sobre unos principios, lleva en sí algo
que parece lo que mejor está de acuerdo con
el carácter melancólico, en el débil sentido -de
la palabra...
152 Jean Ferrari
El melancólico no es así llamado porque, pri­
vándose de las alegrías de la vida, se abandone
a una sombría tristeza, sino porque sus senti­
mientos, si sobrepasan un cierto umbral o si
recibe una falsa orientación por alguna causa,
le llevarían más bien a ese estado- que a cual­
quier otro. El melancólico tiene sobre todo el
sentimiento de lo sublime. Así se muestra muy
sensible a la belleza, de la que espera no so­
lamente que le agrade, sino que le conmueva
inspirándole admiración. Sus placeres, por ser
serios, no son menos vivos. Todas las emociones
de lo sublime le encantan, más que los jugue­
tones atractivos de lo bello. Prefiere el conten­
to a la alegría; es constante y subordina todos
sus sentimientos a principios. Aquéllos están
tanto menos sujetos al cambio cuanto más ge­
nerales son éstos y cuanto más extendido
está el sentimiento elevado que domina a todos
los otros. Pues los principios particulares de
las inclinaciones están sometidos a muchas ex*
cepciones y modificaciones, aun cuando no de­
rivan de un principio superior. «Amo y estimo
a mi mujer por su belleza, su dulzura y su buen
sentido.» Así habla el amable y alegre Alcestes.
Pero si la enfermedad la desfigura, si la edad la
vuelve áspera y si después de disipado el pri­
mer encanto tu mujer no te parece la más
sensata de todas, ¿qué sucederá con tu incli­
nación? Escucha, en desquite, a Adrastes, be­
nevolente y tranquilo, sostener este lenguaje:
«Porque es mi mujer, mostraré afección y res­
peto a esta persona». ¡Qué noble y generosa
disposición de espíritu! Sus atractivos efímeros
Kant 153
desaparecen, pero no por ello es menos su mu­
jer. El principio noble subsiste; escapa a la
inestabilidad de las cosas exteriores. Tal es la
naturaleza de los principios, comparados con
los movimientos que nacen solamente a favor
de las circunstancias particulares; y tal es el
hombre que obra según unos principios, com­
parado con el que sólo ocasionalmente posee
buena disposición de ánimo. Imagina el secre­
to lenguaje de su corazón: «Debo socorrer a
este hombre porque sufre; no porque sea mi
amigo, mi compañero, o porque le crea capaz
de reconocer un día mi beneficio. No es lugar de
raciocinar ni de pararse a hacer preguntas. Es
un hombre, y lo que sucede a los hombres debe
igualmente afectarme». Su conducta, fundán­
dose sobre el más alto principio de benevolen­
cia que existe en la naturaleza humana, es ab­
solutamente sublime, tanto por la invariedad
de este principio como por la universalidad de
su aplicación.
Prosigo mis observaciones. Al melancólico le
preocupa poco el sentimiento de los otros, lo
que tienen por bueno o por verdadero; no con­
fía más que en su propio discernimiento. Es
tanto más difícil convertirle a otros pensamien­
tos cuanto que sus móviles toman el carácter
de principios; y su constancia, a veces, dege­
nera en testarudez. El cambio de las modas le
deja indiferente. La amistad es un sentimiento
que le conviene, porque es sublime. Si un amigo
inconstante le abandona, él no le abandona por
esa razón. Sabe respetar hasta el recuerdo de
una amistad apagada. Mira como bella a la lo­
154 Jean Ferrari
cuacidad, y como sublime a un elocuente si­
lencio. Sabe guardar sus propios secretos y los
del prójimo. Considera la veracidad como su­
blime y no odia nada tanto como la mentira
y la disimulación. Tiene un sentimiento eleva­
do de la dignidad de la naturaleza humana, se
estima a sí mismo y tiene a todo hombre por
un ser digno de respeto. Toda baja sujeción
le repugna. Su noble corazón respira la liber­
tad. No sufre ni las cadenas doradas que se
llevan en la corte, ni los hierros pesados de
los galeotes. Juzga severamente al prójimo y a
sí mismo. Es hombre que está cansado de sí
mismo y del mundo.
Observaciones sobre el sentimien­
to de lo bello y de lo sublime. AK II,
págs. 219-221.
Trad. R. Kempf, París, Vrin, 1953,
págs. 29-31.

La resolución kantiana
Me imagino que hay momentos en que no es
inútil depositar una cierta noble confianza en
las propias fuerzas. Una seguridad de este gé­
nero vivifica todos nuestros esfuerzos y les im­
prime un impulso que es enteramente fa­
vorable a la investigación de la verdad. Cuan­
do uno es capaz de poder convencerse de que
es a los propios ojos capaz de alguna cosa y de
que un Leibniz puede ser cogido en un flagran­
te delito de error, se hace todo lo necesario
Kant 155
para comprobar esta presunción. Es fácil equi­
vocarse mil veces en la realización de una em­
presa. La ganancia que viene de allí para el
conocimiento de la verdad no es menos impor­
tante que si se hubiese estado siempre en el
sendero acertado. Yo me fundo sobre esto. Me
he trazado ya la vía por la que voy a marchar.
Tomaré mi carrera y nada me impedirá prose­
guirla.
Pensamientos sobre la verdadera
evaluación de las fuerzas vivas.
AK I, pág. 10.
Trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.

De la audacia en filosofía
Espero arrojar un poco de luz sobre los pri­
meros principios de nuestro conocimiento, y mi
designio es exponer en el más reducido número
de páginas posible el resultado de mis me­
ditaciones sobre esta materia; me abstendré,
pues, con cuidado de todo desarrollo superfluo,
no conservando más que las partes esenciales
de una argumentación vigorosa y potente, sin
pensar en revestirlas de un estilo elegante y gra­
cioso. Si a veces en el cumplimiento obligado
de esta tarea juzgo a propósito, en el interior
de la verdad, separarme de la opinión de sabios
distinguidos, y a veces nombrarles para refu­
tarles, su desinterés ilustrado me es un ga­
rante seguro de que no les pareceré querer dis­
156 Jean Ferrari
minuir en lo más mínimo la estima de la que
son dignos, y tengo la convicción de que no se
molestarán por esta manera de utilizarlos. Pues
en medio de las opiniones en conflicto, cada
uno tiene el derecho de hacer triunfar la suya,
y, siempre que se descarten las vivacidades y
las intemperancias de una discusión apasiona­
da, no está prohibido examinar modestamente
y redargüir los argumentos de los otros, y que
sepa, en opinión de jueces equitativos, no hay
en eso nada de contrario a las leyes del buen
tono y de las conveniencias.
Así, pues, y en primer lugar, en cuanto a los
argumentos alegados —en general, con más con­
fianza que razón— en favor de la autoridad su­
prema universal e indiscutible del principio de
contradicción, los someteré en la medida de lo
posible a un examen más minucioso y trataré
de indicar en pocas palabras lo que se puede
decir de razonable en esta materia. Luego, abor­
dando la ley de la razón suficiente, diré todo
lo que puede contribuir a hacer más precisa
la idea y demostrarla, al mismo tiempo que ha­
ré conocer las dificultades que parecen ser in­
separables de ella y les opondré todo el vigor de
razonamiento de que soy capaz. En fin, avan­
zando un paso más, estableceré dos nuevos
principios, que no me parecen desprovistos de
una cierta importancia; no porque sean pri­
meros y más simples, sino porque son, por
eso mismo, de aplicación práctica y no dejan
de tener al mismo tiempo un alto alcance es­
peculativo. Abordando un tema parejo, no ig­
noro que me comprometo a marchar por un
Kant 157
camino desconocido, donde correré el riesgo de
extraviarme a cada paso; por este motivo espe­
ro tener un lector imparcial, benevolente y dis­
puesto a interpretar todas las cosas en el sen­
tido más favorable.
Explicación nueva de los primeros
principios del conocimiento metafí-
sico. AK I, pág. 387.
Traducción J. Tissot, en Estudios
de lógica de Immanuel Kant , París,
1862, págs. 3-5.

Del libre uso de la razón


¿Qué son las Luces? La salida del hombre de
su minoría de edad, de la que él mismo es res­
ponsable. Minoría de edad, es decir, incapaci­
dad de servirse de su entendimiento sin la di­
rección de otra persona, minoría de la que él
mismo es responsable, puesto que la causa de
ella reside no en un defecto del entendimiento,
sino en una falta de decisión y de valor para
servirse de él sin la dirección de otra persona.
Sapere aude! Ten el valor de servirte de tu pro­
pio entendimiento. He ahí, pues, la divisa de
las luces.
La pereza y la cobardía son las causas que
explican que un número tan grande de hom­
bres, después de que la naturaleza les ha libe­
rado desde hace tiempo de una dirección ex­
tranjera (naturaliter maiorennes), permanez­
can, sin embargo, de buena gana menores toda
158 Jean Ferrari
su vida y que sea tan fácil a otros poner bajo
tutela a los primeros. ¡Es tan fácil ser menor!
Si tengo un libro que me hace las veces de en­
tendimiento, un director que me hace las veces
de conciencia, un médico que decide por mí
sobre mi régimen, etc., no tengo necesidad ver­
daderamente de tener que molestarme por mí
mismo. No tengo que pensar, siempre que pue­
da pagar; otros se encargarán de ese trabajo
fastidioso. Que la graii mayoría de los hombres
(comprendiendo aquí a la totalidad del sexo dé­
bil) considere como muy peligroso ese paso ade­
lante hacia su mayoría, además de que es una
cosa penosa, es en lo que se esfuerzan todos los
tutores, que muy amablemente han tomado
sobre ellos el trabajo de ejercer una alta direc­
ción sobre la humanidad. Después de haber
entontecido a su ganado y haber tomado pre­
caución cuidadosamente para que esas pacíficas
criaturas no tengan el permiso de atreverse a
dar el menor paso fuera del parque en que les
han encerrado, les enseñan el peligro que les
amenaza si intentan aventurarse solos fuera.
Ahora bien, este peligro no es verdaderamente
tan grande; pues acabarán aprendiendo al fin,
después de algunas caídas, a marchar; pero
un accidente de esta clase hace, siix embargo,
tímido, y el miedo que resulta de ello aparta
ordinariamente de volver a hacer la prueba.
Es, pues, difícil para cada individuo separa­
damente el salir de la minoría, que se ha con­
vertido en él casi en naturaleza. Se ha compla­
cido mucho tiempo en ello; es por el momento
realmente incapaz de servirse de su propio en­
Kant 159
tendimiento, porque no se le ha dejado nunca
hacer la prueba. Instituciones y fórmulas, estos
instrumentos mecánicos de un uso de la razón
o más bien de un mal uso de los dones natu­
rales: he ahí los cascabeles que le han atado al
pie de una minoría que persiste. Aunque cual­
quiera los rechazase, no podría dar más que
un salto poco seguro por encima de los fosos
más estrechos, porque no está habituado a
mover sus piernas en libertad. También son
poco numerosos los que han llegado, por el
propio trabajo de su espíritu, a separarse de la
minoridad y a poder marchar con un paso se­
guro.
Pero que un público se ilustre él mismo, en­
tra más en el campo de lo posible. Casi inevi­
tablemente sirve de poco que se le deje en
libertad, pues se encontrarán siempre algunos
hombres que piensan por su propia cuenta en­
tre los tutores de la masa y que, después de
haber sacudido ellos mismos el yugo de la mi­
noridad, extenderán el espíritu de una estima­
ción razonable de su propio valor y de la voca­
ción de cada hombre para pensar por sí mismo.
Notemos en particular que el público que ha­
bía sido puesto antes por ellos bajo este yugo
les fuerza luego él mismo a colocarse debajo,
una vez que ha sido incitado a la insurrección
por algunos de sus tutores, incapaces ellos mis­
mos de toda luz. ¡Tan perjudicial es inculcar
prejuicios!, porque en fin de cuentas se ven­
gan ellos mismos de los que fueron los autores
o sus antepasados. Además, un público sólo
puede llegar a las luces lentamente. Una revo­
160 Jean Ferrari
lución puede arrastrar una caída del despotis­
mo personal y de la opresión interesada o am­
biciosa; pero jamás una verdadera reforma del
método de pensar; muy al contrario, surgirán
nuevos prejuicios que servirán, tanto como los
antiguos, de andadores infantiles a la gran ma­
sa privada de pensamiento.
Ahora bien, para estas luces no se requiere
otra cosa que la libertad; y a decir verdad, la
libertad más inofensiva de todo lo que puede
llevar este nombre, a saber, la de hacer un
uso público de su razón en todos los campos.
En el presente oigo gritar por todos lados: «]No
razonéis!» El oficial dice: «¡No razonéis, eje­
cutad!» El financiero dice: «¡No razonéis; pa­
gad!» El sacerdote: «¡No razonéis, creed!» (No
hay más que un solo amo en el mundo qué di­
ga: «/Razonad tanto como queráis y acerca de
todo lo que queráis, pero obedeced!») Hay por
todas partes limitación de la libertad. Pero
¿qué limitación es contraria a las luces? ¿Cuál
no lo es, y, al contrario, es ventajosa? Yo res­
pondo: El üso publico de nuestra propia ra­
zón debe ser siempre libre, y él solo puede
llevar las luces entre los hombres; pero su uso
privado puede ser limitado muy severamente,
sin impedir sensiblemente por eso el progfeso
de las luces. Entiendo por uso público de nues­
tra propia razón el que se hace de ella como
sabio ante el conjunto dél público que lee. Lla­
mo uso privado ál que tiene el derecho de ha­
cer de su razón en un puesto civil o en una
función determinada la persona a quien les son
confiados...
Kant 161
El ciudadano no puede negarse a pagar los
impuestos que le son asignados; incluso una
crítica impertinente de sus cargas, si debe so­
portarlas, puede ser castigada como escándalo
(que podría ocasionar unas desobediencias ge­
neralizadas). Hecha esta reserva, el mismo in­
dividuo no irá en contra de los deberes de
un ciudadano si expresa como sabio, pública­
mente, su opinión contra la torpeza, o incluso
contra la injusticia, de tales imposiciones. De
la misma manera un sacerdote está obligado a
dar enseñanza a los catecúmenos y a su parro­
quia según el símbolo de la Iglesia que sirve,
pues ha sido admitido bajo esta condición.
Pero, en tanto que sabio, tiene plena libertad,
e incluso más: tiene la misión de comunicar al
público todos sus pensamientos cuidadosamen­
te pesados y bien intencionados sobre lo que
hay de incorrecto en este símbolo y de some­
terle sus proyectos, a fin de una mejor organiza­
ción de los asuntos religiosos y eclesiásticos.
Tampoco hay en eso nada que pueda ponerse a
cargo de su conciencia. Pues lo que enseña en
el ejercicio de sus funciones, como mandatario
de la Iglesia, lo presenta como algo respecto
a lo que no tiene libre poder de enseñar según
su opinión personal, sino en tanto que ense­
ñanza que se ha comprometido a profesar en
nombre de una autoridad extranjera.
Él dirá: «Nuestra Iglesia enseña tal o tal
cosa». He aquí los argumentos de los que se
sirve. Sacará en esta ocasión para su parroquia
todas las ventajas prácticas de proposiciones a
las que no suscribiría con toda convicción, pero
KANT.— 6
162 Jean Ferrari
que, sin embargo, se ha comprometido a expo­
ner, porque no es enteramente imposible que
encuentre allí una verdad escondida y en
todo caso, al menos, nada se encuentra allí que
contradiga a la religión interior. Pues si no
creyese encontrar nada de eso, no sabría en
conciencia conservar sus funciones; debería di­
mitir. Por consiguiente, el uso de su razón que
hace un educador en ejercicio ante su audito­
rio es solamente un uso privado, porque se tra­
ta simplemente de una reunión de familia, por
grande que pueda ser ésta, y en relación a ella,
en tanto que sacerdote, no es libre y no debe
serlo, porque hablando propiamente— 110 uti­
liza su propia razón, sino la de otros, y además
habla en nombre de otros. Al contrario, en tan­
to que sabio, que habla por medio de escritos
al público propiamente dicho, es decir, al mun­
do —por ejemplo, un miembro del clero en el
uso público de su razón— goza de una libertad
sin límites de utilizar su propia razón y de ha­
blar en su propio nombre. Pues pretender que
los tutores del pueblo (en los asuntos espiri­
tuales) deban ser ellos mismos a su vez meno­
res, es eso una ineptitud que desemboca en la
perpetuación eterna de ineptitudes.
Respuesta a la cuestión: «¿Qué
son las luces?» AK VIII, págs. 35-38.
Trad. Piobetta, La Filosofía de la
Historia, págs. 83-88.
Kant 163

La creación filosófica
y su expresión literaria
Le confieso con franqueza que he contado con
que mi obra no tenga en un principio una aco­
gida enteramente favorable; pues, a este fin, la
presentación de los materiales sobre los cuales
he reflexionado profundamente durante más de
doce años consecutivos no había sido elabora­
da de una manera suficientemente adaptada a
la comprensión general, para la que habría
hecho falta aún algunos años, en tanto que la
he terminado en un período de alrededor de
cuatro o cinco meses, en el temor de que un
trabajo tan extenso, si lo dudaba más, se me
convirtiese finalmente en una carga para mí
mismo y que los años que se acumulan (pues
tengo ya sesenta) me lo hiciesen quizá al fin im­
posible, mientras que conservo en el presente
todavía todo el sistema en la cabeza. También
estoy hoy día bastante satisfecho de mi deci­
sión, incluso cuando considero el estado en que
se encuentra la obra, hasta tal punto que a
ningún precio desearía no haberla escrito y
a ningún precio tampoco no querría emprender
una vez más la larga serie de esfuerzos que han
sido necesarios. El primer aturdimiento, que
debían suscitar una muchedumbre de concep­
tos inhabituales y un nuevo lenguaje todavía
más inhabitual, aunque ligado necesariamente
164 Jean Ferrari
a éstos, se disipará. Con el tiempo, algunos
puntos se iluminarán (a lo cual mis Prolegó­
menos podrán quizá contribuir un poco). A
partir de estos puntos una luz brotará de nuevo
sobre estos pasajes; deberé, con toda seguri­
dad, contribuir yo mismo de cuando en cuando
por medio de una explicación, y así el todo se­
rá finalmente dominado y comprendido, a con­
dición de que primeramente se comience a tra­
bajar en serio y que, al partir de la cuestión
mayor de la que depende todo (y que he pre­
sentado con bastante claridad), se quiera exa­
minar así poco a poco cada parte por separa­
do y trabajar en todas con esfuerzos concerta­
dos. En una palabra, la máquina está ahí de
un golpe en su totalidad; ahora es necesario
simplemente pulir sus elementos y poner aceite
para hacer desaparecer el rozamiento que, de
otro modo, provoca su inmovilidad. También
esta forma de ciencia tiene en ella misma esto
de particular: que se requiere la representa­
ción del todo para modificar cada parte y que
está permitido, para hacer esto, dejarla du­
rante algún tiempo en un cierto estado bruto.
Sin embargo, si hubiese querido hacer las dos
cosas a la vez, mis medios o la duración de mi
propia vida no habrían bastado.
Se complace usted en hacer mención de la
falta de popularidad, como de un reproche
justificado que se puede hacer a mi obra;
pues, en efecto, todo escrito filosófico debe ser
capaz de ello, ya que sino disimularía con ve­
rosimilitud unas absurdidades bajo un vapor
Kant 165
de perspicacidad aparente. * Pero no se puede
comenzar con esta popularidad en las investi­
gaciones que apuntan tan alto. Si yo llegase so­
lamente a que, en la concepción que conviene
a la escuela, en medio de expresiones bárbaras,
se progresase conmigo una cierta distancia, em­
prendería yo mismo (otros serán sin duda más
felices que yo en eso) el bosquejo de un concep­
to popular, y, sin embargo, absolutamente pro­
fundo, del que llevo ya en mí el plan; por el
momento, nos gusta que nos llamen oscuros
(doctores umbratici), siempre que podamos
hacer progresar la comprensión, en cuyo des­
arrollo, es verdad, la parte más refinada del pú­
blico no tomará parte alguna, salvo cuando la
obra salga finalmente del sombrío taller y, bien
pulida, no tenga que temer más el juicio de este
último. Tenga la bondad de echar solamente una
vez más una ligera mirada sobre el todo y de
observar que de lo que trato en mi Crítica no es
de la metafísica, sino de una ciencia completa-
*A fin de que mis lectores no me hagan único res­
ponsable del desacuerdo causado por la novedad del
lenguaje y de una oscuridad difícil de atravesar, querría
hacer la siguiente sugerencia: la deducción de los con­
ceptos de la razón pura o de las categorías, es decir,
la posibilidad de tener unos conceptos de cosas abso­
lutamente a priori, será juzgada muy necesaria, por­
que sin ella el conocimiento puro a priori no tiene nin­
guna certidumbre. Además querría que alguien inten­
tase expresarlo de una manera más fácil y más po­
pular; a partir de entonces sentirá una dificultad, la
mayor de todas: la de que la especulación está lla­
mada a encontrarse en este dominio. Estoy persuadi­
do de que no lo deducirá nunca de otras fuentes dife­
rentes a las que he indicado.
166 Jean Ferrari
mente nueva y que hasta ahora no ha sido em­
prendida; a saber, la crítica de una razón que
juzga a priori. Es verdad que otros, como Locke
y Leibniz, también han considerado este poder,
pero siempre mezclado con otras facultades del
conocimiento, y nunca nadie ha sospechado que
se tratase del objeto de una ciencia formal y
necesaria y también muy extendida; esta ciencia
(sin renunciar a limitarse a la simple conside­
ración del solo poder puro del conocimiento)
ha exigido estas diferentes partes, y al mismo
tiempo —lo que es asombroso— puede deducir
de la naturaleza de este poder todos los obje­
tos sobre los que trata y, al enumerarlos, puede
mostrar la totalidad de ellos evidenciando sus
lazos dentro de un poder de conocimiento to­
tal; es lo que ninguna otra ciencia puede hacer,
es decir, desarrollar a priori, a partir del puro
concepto de una facultad de conocimiento
(cuando está plenamente determinada), todos
los objetos, todo lo que se puede saber, e in­
cluso todo lo que se puede estar obligado a
juzgar de una manera tan espontánea como ilu­
soria. La lógica, que se parecería aún más a
esta ciencia, permanece a este respecto infinita­
mente alejada de ella, pues concierne a cada
uso que se hace del entendimiento, pero debe .
esperar, por eso, lo que le será dado en objetos
para utilizarlos por la experiencia, o aun por
otra cosa (por ejemplo, las matemáticas).
Y ahora, mi muy querido señor, le ruego, si
le agrada todavía ocuparse un poco de este
asunto, que emplee toda su reputación e in­
fluencia para suscitarme enemigos, no enemi-
Kant 167
gos de mi persona (pues estoy en paz con el
mundo entero), sino de mis escritos, y enemigos
que no sean enemigos anónimos o que se de­
diquen de golpe al conjunto o a una parte cual­
quiera, sino que procedan de una manera hábil
y ordenada; que examinen en primer lugar o
admitan mi doctrina de la diferencia entre los
conocimientos analíticos y sintéticos, que avan­
cen después hacia la consideración de la tarea
general (claramente expuesta en los Prolegóme­
nos) de saber cómo son posibles los conoci­
mientos sintéticos a priori, que examinen lue­
go una tras otra mis tentativas para cumplir
bien esta tarea, y así respecto a lo demás, pues
me siento capaz de probar en términos forma­
les que ninguna proposición verdaderamente
metafísica arrancada al todo puede ser de­
mostrada, sino que debe siempre deducirse de
la relación que tiene con las fuentes de todo
nuestro conocimiento puro de la razón en ge­
neral, y luego del concepto del todo posible de
tal conocimiento, etc.
Carta de Kant a Garve, 7 de agos­
to de 1783. AK X, págs. 338-341.
Trad. Jean Ferrari, Los estudios
filosóficos, P. U. F., núm. 1, 1964.
LOS GRANDES TEMAS DE LA CRITICA

Hume
Desde los ensayos de Locke y de Leibniz, o
más bien desde el origen de la metafísica, hasta
tan lejos como se remonta su historia, nada ha
pasado que haya podido ser más decisivo para
los destinos de esta ciencia como el ataque que
tuvo que sufrir por parte de David Hume. No
aportó ninguna luz en esta clase de conocimien­
to, pero hizo, sin embargo, brotar una chispa
con la que habríamos podido tener luz, si hu­
biese alcanzado una mecha inflamable cuya cla­
ridad hubiese sido alimentada y aumentada con
cuidado.
El punto de partida de Hume era esencial­
mente un único, pero importante, concepto me-
tafísico, a saber: la relación de causa a efecto
(y por consiguiente, los conceptos que depen­
den de ella, como los de fuerza, de acción, etc.);
170 Jean Ferrari
requería a la razón, que pretende haberla en-
gendrado en su seno, para explicarle con qué
derecho piensa que una cosa pueda ser de tal
naturaleza que, una vez planteada, resulte ne­
cesariamente que deba también plantearse otra;
pues ahí está el concepto de causa. Probó de
manera irrefutable que es absolutamente im­
posible para la razón pensar tal relación a
priori y por medio de conceptos, pues ésta en­
cierra una necesidad; no es posible concebir
cómo porque una cosa es otra también sería
necesariamente y cómo se puede introducir
a priori el concepto de una relación tal. Con­
cluía de ello que la razón se convertía comple­
tamente en ilusión sobre esta noción, conside­
rándola sin motivo como su propia progenitura,
mientras que no era más que un bastardo de
la imaginación, que, fecundada por la experien­
cia, ha colocado ciertas representaciones bajo
la ley de asociación, haciendo pasar la necesi­
dad subjetiva que deriva de ella, es decir, una
costumbre por una necesidad objetiva fundada
sobre el conocimiento. Concluía que la razón
no poseía la facultad de pensar tales relacio­
nes, ni siquiera en general, porque entonces sus
conceptos no serían más que puras ficciones y
todas sus pretendidas nociones a priori no
serían más que experiencias corrientes, falsa­
mente selladas, lo que viene a decir que no hay
y que no podría haber metafísica.* Pero por
* No es menos cierto que Hume daba el nombre de
metafísica a esta misma filosofía destructora y le atri­
buía un gran valor. «La metafísica y la moral, dice
(Ensayos, 4.a parte, pág. 214 de la traducción ale*
Kant 171
muy precipitada e inexacta que fuese la con­
clusión, se fundaba, sin embargo, sobre una in­
vestigación, y ésta habría merecido que los
grandes espíritus de su tiempo se hubiesen uni­
do para resolver, si fuese posible, este problema
con más suerte y en el sentido en que él lo pro­
ponía; habría resultado pronto forzosamente
una reforma radical de la ciencia...
Lo confieso francamente: fue la lectura de
David Hume lo que primero interrumpió, hace
ya muchos años, mi sueño dogmático y dio una
dirección muy diferente a mis investigaciones
en filosofía especulativa. Estaba muy alejado de
admitir sus conclusiones, que eran consecuen­
cia simplemente de que no se representaba el
problema en toda su amplitud, habiéndolo to­
mado solamente por uno de sus lados y que,
si no se le considera en conjunto, no puede ex­
plicar nada. Cuando se parte de un pensamiento
bien fundado que otro nos ha transmitido sin
desarrollarlo, se puede esperar, gracias a una
meditación continua, llegar más lejos que el
-mana), son de las ramas más importantes de la cien­
cia; las matemáticas y la ciencia de la naturaleza no
valen ni la mitad.» Este hombre tan penetrante no
consideraba más que la utilidad negativa que se de­
rivaría de moderar las pretensiones exageradas de la
razón especulativa para poner fin a tantas querellas
interminables y obsesivas que turban al género hu­
mano; pero de esta manera perdió de vista el daño
real que resulta del heoho de quitar a la razón sus
miras más importantes, únicas según las cuales le es
posible fijar a la voluntad el fin supremo de todos sus
esfuerzos.
172 Jean Ferrari
hombre penetrante al que se debe la primera
chispa de esta luz.
Prolegómenos a toda metafísica
futura que pueda presentarse como
ciencia. AK IV, págs. 257-260.
Trad. Gibelin, Vrin, 1941, páginas
10-13.

La revolución copernlcana
En el pasado se admitía que todo nuestro co­
nocimiento debía referirse a los objetos; pero
en esta hipótesis todos los esfuerzos llevados
a cabo para establecer sobre ellos algún juicio
a priori por conceptos, lo que habría acrecido
nuestro conocimiento, no llegaban a ningún re­
sultado positivo. Intentemos al fin ver si no se­
remos más felices en los problemas de la me­
tafísica al suponer que los objetos deben refe­
rirse a nuestro conocimiento, lo que está más
de acuerdo con la posibilidad deseada de un
conocimiento a priori de estos objetos, que es­
tablece alguna cosa al respecto antes de que
nos sean dados. Se trata aquí de la primera idea
de Copémico; viendo que no podía lograr ex­
plicar los movimientos del cielo, al admitir que
todo el ejército de estrellas se movía alrededor
del espectador, se propuso ver si no tendría
más éxito haciendo dar vueltas ?.! espectador
alrededor de los astros inmóviles. Ahora bien,
en metafísica se puede hacer un intento pa­
rejo en cuanto a la intuición de los objetos. Si
Kant 173
la intuición debía referirse a la naturaleza de
los objetos, no veo cómo podría conocerse al­
guna cosa a priori; si el objeto, al contrario (en
tanto que objeto de los sentidos), se refiere a la
naturaleza de nuestro poder de intuición, puedo
representarme esta posibilidad de maravilla.
Pero como no puedo atenerme a estas intuicio­
nes, si deben convertirse en conocimientos, y
como es preciso que las relacione, en tanto
que representaciones, con alguna cosa que sea
el objeto de ellas y que lo determine por su
mediación, puedo admitir una de estas dos
hipótesis: o los conceptos por los que opero
esta determinación se refieren también al ob­
jeto, y entonces vuelvo a encontrarme en la
misma dificultad al surgir la cuestión de saber
cómo puedo conocer alguna cosa a priori, o
bien los objetos —o lo que viene a ser lo mis­
mo, la experiencia, en la que sólo son cono­
cidos en tanto que objetos dados— se refieren a
estos conceptos —y veo en seguida un medio
más fácil de salir de apuros—. En efecto, la
experiencia misma es un modo de conocimien­
to que exige el concurso del entendimiento, del
que me es preciso presuponer la regla en mí
mismo antes de que me sean dados lqs objetos,
por consiguiente, a priori; y esta regla se ex­
presa en unos conceptos a priori, a los que de­
ben referirse necesariamente todos los objetos
de la experiencia y con los que deben estar de
acuerdo. Por lo que toca a los objetos, en tan­
to que son simplemente concebidos por la ra­
zón —y-eso, en verdad, necesariamente—, pero
sin poder (al menos tal como la razón los con­
174 Jean Ferrari
cibe) darse en la experiencia todas las tentati­
vas de pensarlos (pues es preciso, sin embargo,
que se pueda pensarlos), deben, por consiguien­
te, suministrar una excelente piedra de toque
de lo que miramos como un cambio de métodos
en la manera de pensar, pues no conocemos a
priori unas cosas que nosotros mismos pone­
mos allí.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 13 y 14.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 18 y 19.

Conocimiento puro
y conocimiento empírico
No cabe duda de que todo nuestro conoci­
miento comienza con la experiencia. En efecto,
¿qué podría despertar y poner en acción nuestro
poder de conocer, si no son los objetos que im­
presionan nuestros sentidos y que, por una par­
te, producen por sí mismos representaciones
y, por otra, ponen en movimiento nuestra facul­
tad intelectual, a fin de que compare, ligue o
separe estas representaciones y trabaje así la
materia bruta de los objetos, a lo que se llama
experiencia? Cronológicamente, ningún cono­
cimiento precede en nosotros a la experien­
cia, y es con ella con la que todos comienzan.
Pues si todo conocimiento empieza con la
experiencia, eso no prueba que derive todo de
Kant 175
la experiencia, pues podría ocurrir que incluso
nuestro conocimiento por experiencia fuese un
compuesto de lo que recibimos por impresiones
sensibles y de lo que nuestro propio poder de
conocer (simplemente excitado por impresiones
sensibles) produce por sí mismo; suma que no
distinguimos de la primera materia hasta que
haya sido empleada nuestra atención por un
largo ejercicio que nos haya enseñado a sepa­
rarlos.
El problema de saber si hay un conocimiento
de este género, independiente de la experiencia,
e incluso de todas las impresiones de los sen­
tidos, es al menos una cuestión que exige to­
davía un examen más profundo y que no se po­
dría resolver a la primera ojeada. Tales cono­
cimientos son llamados a priori y se los distin­
gue de los empíricos, que tienen su fuente a
posteriori, a saber, en la experiencia.
Esta expresión, sin embargo, no está sufi­
cientemente determinada para señalar todo el
sentido contenido en la cuestión propuesta.
Pues como se dice con acierto —y el uso lo
admite— nosotros somos capaces de muchos
conocimientos salidos de fuentes experimenta­
les o los tenemos a priori, porque no es inme­
diatamente de la experiencia de la que nosotros
los derivamos, sino de una regla general tomada
de la experiencia. Así se dice de alguien que ha
zapado los cimientos de su casa que podía sa­
ber perfectamente a priori que se hundiría, es
decir, que no tenía necesidad para saberlo de
esperar esta experiencia, el hundimiento total.
No podía, sin embargo, saberlo enteramente a
176 Jean Ferrari
priori. En efecto, que los cuerpos son pesados
y que, por consiguiente, caen cuando se les
quita lo que les sostiene, es lo que era preciso
que la experiencia le hubiese hecho conocer
con antelación.
También por conocimientos a priori entende­
remos en adelante no los que no derivan de tal
o cual experiencia, sino los que son absoluta­
mente independientes de toda experiencia. A es­
tos conocimientos a priori se oponen los conoci­
mientos empíricos o los que no son posibles
más que a posteriori, es decir, por la experien­
cia. Pero entre estos conocimientos a priori
aquéllos son llamados puros, puesto que nada
empírico se ha mezclado a ellos. Por ejemplo,
esta proposición: Todo cambio tiene una causa,
es a priori, pero, sin embargo, no es puro, pues­
to que el cambio es un concepto qué no se pue­
de sacar más que de la experiencia.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 27 y 28.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P.U.F., París, 1963, págs. 31 y 32.

Intuición y sensibilidad
De cualquier manera y por cualquier medio
que un conocimiento pueda relacionarse con
unos objetos, el modo por el que se relaciona
inmediatamente con los objetos y al que tiende
Kant 177
todo pensamiento como a su fin es la intuición.
Pero ésta no tiene lugar más que en tanto que
el objeto nos es dado, lo que no es posible, a
su vez (al menos para nosotros hombres), más
que a condición de que el objeto afecte de una
cierta manera a nuestro espíritu. La capacidad
de recibir (receptividad) representaciones gra­
cias a la manera en la que somos afectados por
los objetos se llama sensibilidad. Así, pues, por
medio de la sensibilidad es como los objetos
nos son dados. Sólo ella nos aporta intuiciones;
pero es el entendimiento el que piensa estos
objetos, y de él nacen los conceptos. Y es ne­
cesario que todo pensamiento, sea en línea rec­
ta (directa), sea por rodeos (indirecta), por me­
dio de ciertos caracteres, se relacione finalmen­
te con intuiciones; por consiguiente, entre nos-:
otros con la sensibilidad, porque ningún objeto
puede sernos dado de otra manera.
La impresión de un objeto sobre la facultad
representativa, en tanto que somos afectados
por ella, es la sensación, y la intuición que se
relaciona con el objeto por medio de la sensa­
ción se llama empírica. Recibe el nombre de
fenómeno el objeto indeterminado de una in­
tuición empírica.
Llamo materia del fenómeno a lo que corres­
ponde a la sensación; llamo forma del fenóme­
no a lo que hace que lo diverso del fenómeno
esté coordinado en la intuición según ciertas
relaciones. Y como no puede ser todavía sensa­
ción aquello en que solamente las sensaciones
pueden coordinarse y ser reducidas a una cier­
ta forma, resulta que si la materia de todo fe-
178 Jean Ferrari
nómeno no nos es dada verdaderamente más
que a posteriori, es necesario que su forma se
encuentre a priori en el espíritu, muy presta
a aplicarse a todos, y es preciso, por consiguien­
te, que pueda ser considerada independiente­
mente de toda sensación.
Llamo puras (en el sentido trascendental) a
todas las representaciones en las que no se en­
cuentra nada de lo que pertenece a la sensación.
En consecuencia, la forma pura de las intuicio­
nes sensibles en general se encontrará a priori
en el espíritu, en el cual todo lo diverso de los
fenómenos está intuido bajo ciertas relaciones.
Esta forma pura de la sensibilidad puede lla­
marse todavía intuición pura. Así, cuando se­
paro de la representación de un cuerpo lo que
está pensado por el entendimiento, como la sus­
tancia, la fuerza, la divisibilidad... y también
lo que pertenece a la sensación, como la impe­
netrabilidad, la dureza, el color... me queda to­
davía, sin embargo, algo de esta intuición em­
pírica: la extensión y la figura. Éstas pertene­
cen a la intuición pura, que reside a priori en el
espíritu, incluso independientemente de un ob­
jeto real de los sentidos o de toda sensación,
en calidad de simple forma de la sensibilidad.
Llamo Estética trascendental a la ciencia de
todos los principios de la sensibilidad a priori.
Es necesario, pues, que haya tal ciencia, que
constituye la primera parte de la teoría tras­
cendental de los elementos, por oposición a la
que encierra los principios del pensamiento
puro, es decir, la Lógica trascendental.
En la Estética trascendental, por consiguien­
Kant 179
te, aislaremos en primer lugar la sensibilidad,
haciendo abstracción de todo lo que el enten­
dimiento piensa de ello por medio de sus con­
ceptos, para que no quede nada más que la in­
tuición pura y la simple forma de los fenóme­
nos, única cosa que puede suministrar a priori
la sensibilidad. De esta investigación resultará
que hay dos formas puras de la intuición sen­
sible como principios del conocimiento a prio­
ri, a saber: el espacio y el tiempo...
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 49-51.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 53-55.

La paradoja del espejo


¿Qué puede haber más parecido, más igual de
todo punto a mi mano o a mi oreja que su ima­
gen en el espejo? Sin embargo, no puedo sus­
tituir la imagen primitiva por esta mano vista
en el espejo; pues si era una mano derecha, hay
en el espejo una mano izquierda y la imagen
de la oreja derecha es una oreja izquierda, que
no puede de ninguna manera sustituir a la
otra. No se encuentran en estos casos diferen­
cias internas que no se pudiesen concebir, y,
sin embargo, las diferencias son intrínsecas,
como lo enseñan los sentidos, pues la mano iz­
quierda no puede ser encerrada en los mismos
límites que la mano derecha, a pesar de toda
180 Jean Ferrari
esta igualdad y toda esta semejanza respectivas
(pues no pueden coincidir) y el guante de una
no puede servir para la otra. ¿Cuál será, pues,
la solución? Estos objetos no son de ningún
modo representaciones de las cosas tal como
son en sí y como el entendimiento puro las co­
nocería, sino que son intuiciones sensibles, es
decir, fenómenos cuya posibilidad se funda en
las relaciones de ciertas cosas desconocidas
en sí con respecto a otra cosa, a saber: nuestra
sensibilidad. El espacio es la forma de la in­
tuición externa de ésta, y la determinación in­
terior de todo espacio no es posible más que
por la determinación de la relación exterior con
el espacio entero, del que es una parte (la rela­
ción en el sentido exterior), es decir, la parte no
es posible más que por el todo; lo que no ha
tenido nunca lugar para las cosas en sí como
objetos del entendimiento puro, sino para los
simples fenómenos. Por esto no podemos ha­
cer comprender la diferencia entre cosas seme­
jantes e iguales y, sin embargo, no coincidentes
(por ejemplo, unas volutas inversamente enro­
lladas) por ningún concepto, sino únicamente
por la relación entre mano derecha y mano
izquierda, que lleva inmediatamente a la in­
tuición.
Prolegómenos a toda metafísica
futura, AK IV, pág. 286.
Trad. Gibelin, París, Vrin, 1941,
págs. 48 y 49.
Kant 181

Del espacio
En medio del sentido externo (una de las pro­
piedades de nuestro espíritu), nos representa­
mos los objetos como fuera de nosotros y colo­
cados todos juntos en el espacio. Ahí son
determinados o determinables su figura, su ta­
maño, sus relaciones recíprocas. El sentido in­
terno, mediante el cual el espíritu se intuye él
mismo o su estado interno, no da sin duda una
intuición del alma misma como objeto; es, sin
embargo, una forma determinada bajo la cual
la intuición de su estado interno se hace posi­
ble, de suerte que todo lo que pertenece a las
determinaciones internas está representado se­
gún las relaciones del tiempo. El tiempo no
puede ser intuido exteriormente, ni tampoco
puede serlo el espacio como algo en nosotros.
Ahora bien, ¿qué son el espacio y el tiempo?
¿Son seres reales? ¿Son solamente determina­
ciones o siquiera relaciones de cosas, pero re­
laciones de tal especie que no cesarían de sub­
sistir entre las cosas, aunque no fuesen intui­
das? ¿O bien son tales que no dependen más
que de la forma de la intuición y, por consi­
guiente, de la constitución subjetiva de nuestro
espíritu, sin la que estos predicados no podrían
atribuirse a ninguna cosa? Para instruirnos so­
bre esto, examinaremos en primer lugar el es­
pacio.
182 Jean Ferrari
1. El espacio no es un concepto empírico
que haya sido sacado de experiencias externas.
En efecto, para que ciertas sensaciones puedan
ser relacionadas con alguna cosa exterior a mí
(es decir, con alguna cosa situada en otro lu­
gar del espacio diferente de aquel en que yo
me encuentro), y de igual modo, para que pueda
representarme las cosas como estando fuera
unas de otras —por consiguiente, como siendo
no solamente distintas, sino colocadas en luga­
res diferentes— es necesario que la represen­
tación del espacio sea puesta ya como funda­
mento. En consecuencia, la representación del
espacio no puede ser sacada por la experiencia
de las relaciones de los fenómenos exteriores,
sino que la misma experiencia exterior es sólo
posible por medio de esta representación.
2. El espacio es una representación necesa­
ria a priori, que sirve de fundamento a todas
las intuiciones exteriores. No cabe nunca pensar
que no hay espacio, aunque pueda pensarse
perfectamente que no hay objetos en el espa­
cio. Está considerado como la condición de
la posibilidad de los fenómenos, y no como
una determinación que depende de ellos, y es
una representación a priori, que sirve de fun­
damento necesariamente a los fenómenos ex­
teriores.
3. Sobre esta necesidad a priori se fundan
la certidumbre apodíctica de todos los princi­
pios geométricos y la posibilidad de su cons­
trucción a priori. En efecto, si esta represen­
Kant 183
tación del espacio era un concepto adquirido a
posteriori, que sería tomado de la común expe­
riencia externa, los primeros principios de la
determinación matemática no serían nada más
que percepciones. Tendrían, pues, toda la con­
tingencia de la percepción; no sería necesario
que entre dos puntos no haya más que una
sola línea recta, sino que la experiencia nos
enseñaría que siempre es así. Lo que deriva
de la experiencia no tiene más que una gene­
ralidad relativa, es decir, por inducción. Tam­
bién sería necesario limitarse a decir, según
las observaciones hechas hasta ahora, que no
se ha encontrado ningún espacio que tenga
más de tres dimensiones.
4. El espacio no es un concepto discursivo,
o como se dice a menudo, un concepto uni­
versal de relación de las cosas en general, sino
una pura intuición. En efecto, en primer lugar
no cabe representarse más que un espacio
único, y cuando se habla de varios espacios,
no se entiende por eso más que las partes de
un único y mismo espacio. Estas partes no po­
drían tampoco ser anteriores a este espacio
único que comprende todo, como si fuesen sus
elementos (capaces de constituirlo por su en­
sambladura); pero no pueden, al contrario, ser
pensadas más que en él. Es esencialmente uno;
lo diverso que hay en él y, por consiguiente,
también el concepto universal de espacio en ge­
neral descansa en último análisis sobre unas li­
mitaciones. Se concluye de esto que en rela­
ción con el espacio, una intuición a priori (que
184 Jean Ferrari
no es empírica) está en la base de todos los
conceptos que nosotros formamos de ellos. Por
eso todos los principios geométricos —por ejem­
plo, que en ún triángulo la suma de dos lados
es mayor que el tercero— no son jamás dedu­
cidos de conceptos generales de la línea y del
triángulo, sino de la intuición, y eso a priori y
con una certidumbre apodíctica.
5. Se representa al espacio como una mag­
nitud infinita. Un concepto general (que es co­
mún tanto al pie como a la vara*) no puede
determinar nada en relación con el tamaño. Si
no hubiese un infinito sin límites en el progre­
so de la intuición, ningún concepto sobre rela­
ciones contendría en sí un principio de su in­
finitud.
Crítica de la razón pura, AK, IV,
págs. 31-33.
Trad. Tremesaygues y Pacaud*
P. U. F., París, 1963, págs. 55-57.

£1 tiempo
El tiempo es la condición formal a priori de
todos los fenómenos en general. El espacio, en
tanto que forma pura de la intuición exterior,
como condición a priori, se limita simplemente
a los fenómenos externos. Al contrario, al igual
* Se refiere a las antiguas unidades de medida: el
pie y la vara (N. del T.).
Kant 185
que todas las representaciones, que pueden te­
ner o no por objeto cosas exteriores, pertene­
cen sin embargo en sí mismas, en calidad de
determinaciones del espíritu, al lado interno, y
como este estado interno está siempre someti­
do a la condición formal de la intuición inte­
rior, que, en consecuencia, pertenece al tiem­
po, el tiempo es una condición a priori de todos
los fenómenos en general y la condición in­
mediata de los fenómenos interiores (de nues­
tra alma), y por eso mismo la condición inme­
diata de los fenómenos exteriores. Si puedo
decir a priori que todos los fenómenos exterio­
res están determinados a priori en el espacio y
según las relaciones del espacio, entonces pue­
do decir de una manera completamente gene­
ral, partiendo del principio del sentido interno,
que todos los fenómenos en general, es decir,
todos los objetos de los sentidos, están en el
tiempo y sometidos necesariamente a las rela­
ciones del tiempo.
Si hacemos abstracción de nuestro modo de
intuición y de la manera como, por medio de
esta intuición, abrazamos todas las intuiciones
externas en nuestro poder de representación;
si, por consiguiente, tomamos los objetos como
pueden ser en sí mismos, entonces el tiempo
no es nada. No tiene valor objetivo más que
en relación con los fenómenos, puesto que son
ya cosas que miramos como unos objetos de
nuestros sentidos, pero no es objetivo si se ha­
ce abstracción de la sensibilidad de nuestra in­
tuición —por consiguiente, del modo de repre­
sentación que nos es propio— y si se habla de
186 Jean Ferrari
las cosas en general. El tiempo no es, pues,
más que una condición subjetiva de nues­
tra (humana) intuición (que es siempre sensible,
es decir, que se produce en tanto que somos
afectados por los objetos), y no es nada en sí
fuera del sujeto. No es necesariamente menos
objetivo en relación con todos los fenómenos,
en consecuencia también en relación con todas
las cosas que pueden presentarse a nosotros en
la experiencia. No podemos decir que todas las
cosas están en el tiempo, puesto que en el con­
cepto de las cosas en general se hace abstrac­
ción de todo modo de intuición de estas cosas
y la intuición es la condición particular que ha­
ce entrar al tiempo en la representación de los
objetos. Ahora bien, si se añade la condición
al concepto y se dice: todas las cosas, en tanto
que fenómenos (objetos de la intuición sensi­
ble), están en el tiempo, entonces el principio
tiene su verdadero valor objetivo y su univer­
salidad a priori.
Lo que hemos dicho nos enseña, pues, la rea­
lidad empírica del tiempo; es decir, su valor
objetivo en relación con todos los objetos que
puedan ser dados a nuestros sentidos. Y como
nuestra intuición es siempre sensible, nunca
puede sernos dado en la experiencia ningún ob­
jeto que no esté sometido a la condición del
tiempo. Al contrario, combatimos toda preten­
sión del tiempo hacia una realidad absoluta,
como si este tiempo, sin tener miramiento con
la forma de nuestra intuición, perteneciese ab­
solutamente a las cosas, a título de condición
o de propiedad. Las propiedades que pertene­
Kant 187
cen a las cosas en sí no pueden jamás, por otra
parte, sernos dadas por los sentidos. La ideali­
dad trascendental del tiempo es pues tal, que
si se hace abstracción de las condiciones subje­
tivas de la intuición sensible, el tiempo no es
nada y no puede ser atribuido a los objetos en
sí, ni en calidad de sustancia, ni en calidad de
accidente (abstracción hecha de su relación con
nuestra intuición). Sin embargo esta idealidad,
menos aún que la del espacio, no tiene nada de
común con las subrepciones * de las sensacio­
nes, puesto que se supone, por el fenómeno
mismo al que se adhieren estos predicados, que
tiene una realidad subjetiva, mientras que esta
realidad desaparece completamente aquí, a me­
nos que se quiera hablar de una realidad sim­
plemente empírica, que no considera al objeto
mismo más que como fenómeno.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 60 y 61.
Trad. Tremesaygues y P a c a u d ,
P. U. F., París, 1963, págs. 63-65.

Las dos fuentes de nuestro conocimiento


Nuestro conocimiento deriva de dos fuentes
fundamentales: la primera es el poder de reci­
* Kant designa de esta manera a cualidades como
los sonidos o los colores, que traducen para nues­
tros sentidos ciertas propiedades de los cuerpos en
tanto que objetos situados en el espacio (N. D. R.).
188 Jean Ferrari
bir las representaciones (la receptividad de las
impresiones); la segundadla de conocer un ob­
jeto por medio de estas representaciones (es­
pontaneidad de los conceptos). Por la primera
nos es dado un objeto; por la segunda es pen­
sado en relación con esta representación (como
simple determinación del espíritu). Intuición y
conceptos constituyen, pues, los elementos de
todo nuestro conocimiento, de suerte que ni los
conceptos, sin una intuición que les correspon­
da de alguna manera, ni una intuición sin con­
ceptos pueden dar un conocimiento. Estos dos
elementos son o puros o empíricos; empíricos
cuando contienen una sensación (que supone la
presencia real del objeto), y puros cuando no
hay ninguna sensación mezclada con la repre­
sentación. Se puede llamar sensación a la ma­
teria del conocimiento sensible. En consecuen­
cia, una intuición pura contiene únicamente la
forma bajo la que es intuida una cosa, y un
concepto puro, solamente la forma del pensa­
miento de un objeto en general. Sólo las intui­
ciones o los conceptos puros son posibles a
priori; los empíricos no lo son más que a pos-
teriori.
Si llamamos sensibilidad a la receptividad de
nuestro espíritu, al poder que tiene de recibir
las representaciones en tanto que está afectado
de una manera cualquiera, deberemos, en des­
quite, llamar entendimiento al poder de pro­
ducir nosotros mismos unas representaciones o
a la espontaneidad del conocimiento. Nuestra
naturaleza está hecha de tal modo que la in­
tuición no puede ser jamás sino sensible, es
Kant 189
decir, no contiene más que la manera como
somos afectados por los objetos, mientras que
el poder de pensar el objeto de la intuición
sensible es el entendimiento. Ninguna de estas
dos propiedades es preferible a la otra. Sin la
sensibilidad, ningún objeto nos sería dado, y
sin el entendimiento ninguno sería pensado. Los
pensamientos sin contenido están vacíos; las
intuiciones sin conceptos, ciegas. Es, pues, tan
necesario hacer sensibles sus conceptos (es de­
cir, añadirles el objeto en la intuición) como
hacer inteligibles sus intuiciones (esto es, some­
terlas a los conceptos). Estos dos poderes o ca­
pacidades no pueden intercambiar sus funcio­
nes. El entendimiento no puede intuir nada, ni
los sentidos pensar nada. De su unión sólo pue­
de salir el conocimiento. Esto no autoriza, sin
embargo, a confundir sus atribuciones; es, al
contrario, una gran razón para separarlos y dis­
tinguirlos cuidadosamente uno de otro. Tam­
bién distinguimos la ciencia de las reglas de la
sensibilidad en general, es decir, la Estética
de la ciencia de las reglas del entendimiento en
general, es decir, la Lógica.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 74 y 75.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 76 y 77.
190 Jean Ferrari

Los juicios sintéticos a priori


Hay juicios sintéticos a posteriori, cuyo ori­
gen es empírico; pero hay algunos a priori y
que tienen su fuente en el entendimiento y la
razón pura. Unos y otros se parecen en que no
pueden jamás existir en virtud del axioma fun­
damental del análisis, a saber, el solo princi­
pio de contradicción; exigen además otro prin­
cipio, aunque siempre deben derivarse de cual­
quier principio que sea, conforme al principio
de contradicción; nada, en efecto, debe contra­
venir a este principio, aunque no todo pueda sa­
carse de él. En primer lugar voy a clasificar los
juicios sintéticos.
1.° Los juicios empíricos son siempre sinté­
ticos; sería absurdo fundar sobre la experiencia
un juicio analítico, puesto que no tengo que
salir de mi concepto para formar este juicio y
no tengo necesidad, en consecuencia, de un
testimonio de la experiencia. Un cuerpo es ex­
tenso; es ésa una proposición cierta a priori;
no un juicio empírico. En efecto, antes de pa­
sar a la experiencia, poseo en el concepto todas
las condiciones de mi juicio; no puedo más que
extraer el predicado según el principio de con­
tradicción y tener así, al mismo tiempo, con­
ciencia de la necesidad del juicio, que la expe­
riencia no me enseñaría.
Kant 191
2.° Los juicios matemáticos son todos sinté­
ticos.
He aquí una proposición que hasta el pre­
sente parece haber escapado enteramente a las
observaciones de los analistas de la razón hu­
mana; incluso parece oponerse directamente a
todas sus hipótesis, aunque sea indiscutible­
mente cierta, y muy importante en consecuen­
cia. Como comprobaban, en efecto, que la mar­
cha de los razonamientos de los matemáticos es
conforme al principio de contradicción (lo que
requiere la naturaleza de toda certidumbre apo-
díctica), se persuadieron de que los axiomas
también eran conocidos en virtud del principio
de contradicción; grave error, pues una propo­
sición sintética puede seguramente ser captada
según este principio, pero solamente en tanto
que esté supuesta otra proposición sintética de
la cual se pueda deducir la primera; jamás de
ella misma.
Es necesario señalar, en primer lugar, que
las proposiciones matemáticas propiamente di­
chas son siempre juicios a priori —y no empí­
ricos—, porque comportan una necesidad que
no puede ser sacada de la experiencia. Si no me
quieren conceder eso, restrinjo entonces mi
proposición a las matemáticas puras, cuyo con­
cepto pide que no encierren un conocimiento
empírico, sino, al contrario, un puro conoci­
miento a priori.
Cabría pensar, en primer lugar, que la pro­
posición 7 + 5 = 12 es una* simple proposición
analítica, resultando del concepto de una suma
de siete y de cinco, en virtud del principio de
192 Jean Ferrari
contradicción. Pero al considerarla más de cer­
ca, comprobamos que el concepto de la suma de
siete y de cinco no contiene otra cosa que la
reunión de dos números en uno solo, sin que
pensemos por nada del mundo que es este nú­
mero el único que comprende a los dos. El
concepto doce no está pensado de ninguna ma­
nera; por eso sólo pienso simplemente en esta
reunión de siete y de cinco; podría analizar
tanto como quisiese el concepto que tengo de
una pareja suma posible, y, sin embargo, no
encontraría la cifra doce. Es necesario superar
estos conceptos, recurrir a la intuición que
corresponde a uno de los dos números, los cin­
co dedos por ejemplo, o (como Segner en su
Aritmética) cinco puntos, y añadir así una des­
pués de otra las unidades del cinco dado por la
intuición al concepto de siete. Se ensancha,
pues, verdaderamente su concepto por esta pro­
posición 7 + 5 = 12 y se ha añadido un nuevo
concepto que no estaba pensado en el primero.
En otros términos: la proposición aritmética
es siempre sintética, de lo que nos damos cuen­
ta tanto más claramente si tomamos unos nú­
meros un poco más fuertes; entonces nos aper­
cibimos claramente de que, incluso si volvemos
nuestro concepto a nuestro gusto, no podríamos
jamás encontrar1la suma sin la ayuda de la in­
tuición y analizando simplemente nuestros con­
ceptos.
Cualquier axioma de geometría pura no es
más analítico que lo anterior. La línea recta es
la más corta entre dos puntos; ésa es una pro­
posición sintética, pues mi concepto de lo que
Kant 193
es recto no contiene ninguna noción de magni­
tud, sino solamente una cualidad. El concepto
de lo que es más corto es, pues, enteramente
añadido y no puede ser sacado del concepto de
línea recta por ninguna especie de análisis; es
a la intuición a la que es necesario recurrir
aquí. Ella sola permite la síntesis.
Prolegómenos a toda metafísica
futura, AK IV, págs. 267-269.
Trad. Gibelin, París, Vrin, 1941,
págs. 22-24.

Entendimiento, juicios, conceptos


El entendimiento ha sido definido más arri­
ba sólo negativamente: un poder no sensible de
conocer.
Ahora bien, no nos es posible participar en
ninguna intuición con independencia de la sen­
sibilidad. El entendimiento no es sino un poder
de intuición. Pero fuera de la intuición no hay
otra manera de conocer más que por conceptos,
pues el conocimiento de todo entendimiento
—por lo menos del entendimiento humano—
es un conocimiento por conceptos, no intuitivo,
sino discursivo. Todas las intuiciones, en tanto
que sensibles, descansan sobre afecciones, y los
conceptos, por consiguiente, sobre funciones.
Ahora bien, entiendo por función la unidad del
acto que coloca diversas representaciones bajo
una representación común. Los conceptos des-
KANT.— 7
194 Jean Ferrari
cansan, pues, sobre la espontaneidad del pensa­
miento, como las intuiciones sensibles sobre la
receptividad de las impresiones. Ahora bien, de
estos conceptos el entendimiento no puede ha­
cer ningún otro uso más que el de juzgar por su
intermedio. Como ninguna representación, sal­
vo la intuición, se relaciona inmediatamente
con el objeto, un concepto no se relaciona jamás
inmediatamente) con un objeto, sino con alguna
otra representación de este objeto (ya sea una
intuición o incluso un concepto). El juicio es,
pues, el conocimiento mediato de un objeto;
por consiguiente, la representación de una re­
presentación de este objeto. En todo juicio hay
un concepto que es válido para varios concep­
tos y que entre ellos comprende también una
representación dada, la cual se relaciona inme­
diatamente con el objeto. Así, por ejemplo, en
este juicio: «Todos los cuerpos son divisibles»,
el concepto de lo divisible se aplica a otros di­
versos conceptos con los que se relaciona, sobre
todo al de cuerpo, y éste, a su vez, a ciertos
fenómenos que se presentan a nosotros. Así
estos objetos están representados indirecta­
mente por el concepto de la divisibilidad. Todos
los juicios son, según eso, funciones de la uni­
dad entre nuestras representaciones, puesto que
a una representación inmediata la sustituye una
representación más elevada, que contiene a la
primera (así como varias otras) y que sirve
para el conocimiento del objeto, de suerte que
muchos conocimientos posibles están reunidos
en uno solo. Pero podemos reducir a juicios
todos los actos del entendimiento, de modo que
Kant 195
el entendimiento en general puede ser repre­
sentado como un poder de juzgar. En efecto,
según lo que se ha dicho más arriba, es un
poder de pensar. Ahora bien, pensar es conocer
por medio de conceptos; y los conceptos se re­
lacionan, como predicados de juicios posibles,
con alguna representación de un objeto toda­
vía indeterminado. Así el concepto de cuerpo
significa alguna cosa, por ejemplo, un metal,
que puede ser conocido por este concepto. No
es un concepto más que a condición de conte­
ner otras representaciones por medio de las
que pueda relacionarse con unos objetos. Es,
pues, el predicado de un juicio posible, por
ejemplo de éste: todo metal es un cuerpo. En­
contraremos todas las funciones del entendi­
miento si llegamos a determinar completamen­
te las funciones de la unidad en los juicios. Que
esto es perfectamente razonable, la sección si­
guiente lo hará ver...
Si hacemos abstracción de todo el contenido
de un juicio en general y no consideramos de
él más que la simple forma del entendimiento,
encontramos que la función del pensamiento en
este juicio puede reducirse a cuatro títulos,
cada uno de los cuales se compone de tres mo­
mentos. Pueden ser presentados cómodamente
en la tabla siguiente:
196 Jean Ferrari
1
C antidad de los ju ic io s
Particulares
Universales
Singulares
2 3
C ualidad R elación
Afirmativos Categóricos
Negativos Hipotéticos
Indefinidos Disyuntivos
4
M odalidad
Problemáticos
Asertóricos
Apodícticos
La misma función que da la unidad a las di­
versas representaciones en su juicio, da también
la unidad a la simple síntesis de diversas repre­
sentaciones en una intuición, unidad que, gene­
ralmente hablando, se llama concepto del en­
tendimiento. Así el mismo entendimiento, por
los mismos actos mediante los cuales actúa en
los conceptos, sirviéndose de la unidad analítica
—la forma lógica de un juicio—, introduce tam­
bién, por medio de la unidad sintética de lo di­
verso que se encuentra en la intuición en ge­
neral, un contenido trascendental en sus repre­
sentaciones; por eso se llaman conceptos puros
del entendimiento, que se aplican a priori a los
objetos, lo que no puede hacer la lógica general.
De esta manera, hay exactamente tantos con­
ceptos puros del entendimiento que se aplican
a priori a los objetos de la intuición en general
como funciones lógicas había en todos los jui­
Kant 197
cios posibles en la tabla precedente, pues estas
funciones agotan completamente el entendi­
miento y miden el poder de las mismas. Llama­
remos a estos conceptos, según Aristóteles, cate-
gorías, pues nuestro designio es, en su origen,
idéntico al suyo, aunque distinta la realización.
TABLA DE LAS CATEGORÍAS
1
De la cantidad
Unidad
Pluralidad
Totalidad
2 3
De la cualidad De la relación
Realidad De la inherencia
Negación y de la sustancia
Limitación (sustancia y accidente)
De la causalidad
y de la dependencia
(causa y efecto)
De la comunidad (acción
recíproca entre el agente
y el paciente)
4
De la modalidad
Posibilidad-Imposibilidad
Existencia-No existencia
Necesidad-Contingencia
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 85-87, 92 y 93.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 87 y 88,
93 y 94.
198 Jean Ferrari

La deducción de las categorías


Las categorías son conceptos que prescriben
leyes a priori a los fenómenos y, en consecuen­
cia, a la naturaleza considerada como el con­
junto de todos los fenómenos (natura materia-
liter spectata). Ahora bien, puesto que estas
categorías no derivan de la naturaleza y no se
regulan sobre ellas como sobre un modelo (de
otro modo serían simplemente empíricas), cabe
preguntarse cómo podemos comprender que la
naturaleza deba regirse según ellas, es decir,
cómo pueden determinar a priori la ligazón de
lo diverso de la naturaleza sin sacarla de la
misma naturaleza. He aquí la solución de este
enigma.
No es más extraño comprender cómo las leyes
de los fenómenos que se dan en la naturaleza
deben concordar con el entendimiento y su
forma a priori, es decir, su poder de ligar lo
diverso en general, como la manera en que los
mismos fenómenos deben concordar con la for­
ma de la intuición sensible a priori. Las leyes,
en efecto, no existen más en los fenómenos que
los fenómenos existen en sí; estas leyes no exis­
ten más que relativamente en el sujeto al que
los fenómenos son inherentes, en tanto que está
dotado de entendimiento absolutamente, como
estos fenómenos no existen más que relativa­
mente en el mismo ser en tanto que está do­
tado de sentido. Las cosas en sí poseerían nece­
sariamente ellas mismas su conformidad a la
Kant 199
ley, incluso fuera de un entendimiento que las
conociese. Pero los fenómenos no son más que
representaciones de cosas de las que no sabe­
mos qué pueden ser en sí. En calidad de sim­
ples representaciones, no están sometidos a nin­
guna ley de relación, a no ser la que prescribe
el poder que reúne. Ahora bien, lo que reúne
lo diverso de la intuición sensible es la imagi­
nación, que depende del entendimiento en cuan­
to a la unidad de su síntesis intelectual y de
la sensibilidad en cuanto a lo diverso de la
aprehensión. Mas como toda percepción posi­
ble depende de la síntesis de la aprehensión,
y esta misma síntesis empírica depende de
la síntesis trascendental y, por consiguiente, de
las categorías, todas las percepciones posibles
—por tanto, lo que pueda llegar a la conciencia
empírica— es decir, todos los fenómenos de la
naturaleza, en cuanto a su unión, deben estar
sometidos a las categorías, y la naturaleza (con­
siderada simplemente como naturaleza en ge­
neral) depende de estas categorías como del
fundamento originario de su conformidad nece­
saria a la ley (en calidad de natura formaliter
spectata). Pero proveer más leyes que aquellas
sobre las que descansa una naturaleza en ge­
neral, considerada como conformidad de los
fenómenos a las leyes en el espacio y en el tiem­
po, es a lo que no alcanza el poder que tiene
el entendimiento puro de prescribir unas leyes
a priori a los fenómenos por simples categorías.
Unas leyes particulares concernientes a los fe­
nómenos determinados empíricamente no pue­
den estar derivadas integralmente de las catego­
200 Jean Ferrari
rías, aunque les estén sometidas en su conjunto.
Es necesario el concurso de la experiencia para
aprender a conocer estas diferentes leyes en
general; pero sólo las primeras nos instruyen
a priori de la experiencia en general y de lo que
puede ser conocido como un objeto de esta ex­
periencia.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 126 y 127.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 141-143.

El cogito kantiano
El yo pienso debe poder acompañar todas mis
representaciones; pues de otro modo estaría
representado en mí algo que no podría en ab­
soluto ser pensado, lo que equivale a decir que
la representación sería imposible o que al me­
nos no sería nada para mí. La representación
que puede ser dada con anterioridad a todo pen­
samiento se llama intuición. Por consiguiente,
todo lo diverso de la intuición tiene una rela­
ción necesaria con el yo pienso en el mismo
sujeto en que se encuentra este diverso. Pero
esta representación es un acto de la esponta­
neidad, es decir, no se la podría considerar
como perteneciendo a la sensibilidad. La llamo
percepción pura para distinguirla de la percep­
ción empírica —o incluso de la percepción ori­
ginaria— porque es esta conciencia de sí la que,
Kant 201

al producir la representación yo pienso, debe


poder acompañar a todas las otras, y siendo
una e idéntica en toda conciencia, no puede
estar acompañada de ninguna otra. Llamo a la
unidad de esta representación unidad trascen­
dental de la conciencia de sí, para designar la
posibilidad del conocimiento a priori que de­
riva de ello. En efecto, las diversas intuiciones
que están dadas en una cierta intuición no se­
rían todas juntas mis representaciones si no
perteneciesen todas juntas a una conciencia de
sí, es decir, en tanto que son mis representacio­
nes (aunque a este respecto no tenga conciencia
de ellas) deben, sin embargo, ser necesariamen­
te conformes, a condición de que se permita
agruparlas en una conciencia general de sí,
puesto que de otro modo no me pertenecerían
enteramente.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 108 y 109.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P.U.F., París, 1963, pág. 110.

¿Qué es un esquema?
Según lo que ha quedado demostrado en la
deducción de las categorías, espero que nadie
dudará más en pronunciarse sobre la cuestión
de si el uso de conceptos puros del entendi­
miento es simplemente empírico o si es tam­
bién trascendental, es decir, si estos conceptos
202 Jean Ferrari
se relacionan a priori exclusivamente con los
fenómenos/en calidad de condiciones de una
experiencia posible, o si, en calidad de condi­
ciones de la posibilidad de las cosas en general,
pueden extenderse a los objetos en sí (sin es­
tar restringidos a nuestra sensibilidad). En
efecto, hemos visto que los conceptos son com­
pletamente imposibles y que carecen de senti­
do si no es dado algún objeto a estos mismos
conceptos o al menos a los elementos de los
que se componen; que, en consecuencia, no pue­
den aplicarse a las cosas en sí (sin considerar
si y cómo nos pueden ser dadas); hemos visto,
además, que la única manera como nos son da­
dos los objetos es una modificación de nuestra
sensibilidad; hemos visto, en fin, que los con­
ceptos puros a priori, además de la función que
cumple el entendimiento en la categoría, deben
también encerrar las condiciones formales de la
sensibilidad (en particular del sentido interno),
las cuales contienen la única condición general
que permite a la categoría aplicarse a cualquier
objeto. Ésta es la condición formal y pura de
la sensibilidad, a la cual está restringido en su
uso el concepto del entendimiento y el método
que sigue el entendimiento con respecto a este
esquema, el esquematismo del entendimiento
puro.
El esquema no es nunca por sí mismo más
que un producto de la imaginación, pero como
la síntesis de la imaginación no tiene por fin
ninguna intuición particular, sino solamente la
unidad en la determinación de la sensibilidad,
es necesario distinguir el esquema de la ima­
Kant 203
gen. Así, cuando dispongo cinco puntos unos
a continuación de otros..., ésa es una imagen
del número cinco. Al contrario, cuando lo que
hago es pensar en un número en general, que
puede ser cinco o cien, este pensamiento es la
representación de un método para representar
una multitud (por ejemplo, mil) en una imagen,
de conformidad con un cierto concepto, más
bien que esta imagen misma, que me sería difí­
cil, en último caso, recorrer con los ojos y
comparar con el concepto. Ahora bien, es a
esta representación de un procedimiento gene­
ral de la imaginación para procurar a un con­
cepto su imagen a lo que llamo el esquema de
este concepto.
De hecho, nuestros conceptos sensibles puros
no tienen por fundamento de las imágenes unos
objetos, sino unos esquemas. No hay imagen de
un triángulo que pueda ser jamás adecuada al
concepto de un triángulo en general. En efec­
to, ninguna imagen alcanzaría la generalidad
del concepto en virtud de la cual éste se aplica
a todos los triángulos, rectángulos o no, pero
no estaría nunca restringida a una sola parte
de esta esfera. El esquema del triángulo no
puede existir jamás en otra parte distinta del
pensamiento, y significa una regla de la síntesis
de la imaginación, en relación a unas figuras
puras en el espacio; un objeto de la experien­
cia o una imagen de este objeto alcanzan mucho
menos todavía el concepto empírico, pero éste
se relaciona siempre inmediatamente con el
esquema de la imaginación como con una regla
que sirve para determinar nuestra intuición en
204 Jean Ferrari
conformidad con un cierto concepto general.
El concepto de «perro» significa una regla se­
gún la cual mi imaginación puede expresar en
general la figura de un cuadrúpedo, sin estar
limitada a algo en particular que me ofrezca
la experiencia, o mejor, a alguna imagen posi­
ble que yo pueda representar in concreto. Este
esquematismo de nuestro entendimiento, rela­
tivo a los fenómenos y a su simple forma, es
un arte escondido en las profundidades del al­
ma humana y del que siempre será difícil
arrancar el verdadero mecanismo a la natura­
leza para exponerlo al descubierto ante los ojos.
Todo lo que podemos decir es que la imagen es
un producto del poder empírico de la imagina­
ción productora —y que el esquema de los con­
ceptos sensibles, como las figuras en el espacio,
es un producto y, de alguna manera, un mono­
grama de la imaginación pura a priori, por me­
dio del cual y según el cual las imágenes son
en primer lugar posibles— y que estas imágenes
no deben nunca estar ligadas al concepto más
que por medio del esquema que designan y al
cual no están en sí enteramente adecuadas. Al
contrario, el esquema de un concepto puro del
entendimiento es algo que no puede ser redu­
cido a ninguna imagen; no es más que la sín­
tesis pura, hecha conforme a una regla, de la
unidad por conceptos en general (regla que
expresa la categoría) y es un producto trascen­
dental de la imaginación, que concierne a la
determinación del sentido interno en general
según las condiciones de su forma (el tiempo)
con relación a todas las representaciones, en
Kant 205
tanto que deben encadenarse a priori en un
concepto, conforme a la unidad de la percep­
ción.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 135-137.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 151-153.

La Torre de Babel
Si considero el conjunto constituido por todo
el conocimiento de la razón pura y especulativa
como un edificio del que tenemos al menos la
idea, puedo decir que en la teoría trascendental
de los elementos hemos evaluado nuestros ma­
teriales y determinado qué edificio, de qué al­
tura y de qué solidez se puede construir. Sin
duda, aunque tuviésemos la intención de cons­
truir una torre que debería elevarse hasta el
cielo, encontraríamos que nuestra previsión de
materiales bastaría apenas para edificar una
casa habitable que fuese justo lo bastante espa­
ciosa para los trabajos a los que nos dedicamos
en la llanura de la experiencia y con una altura
que podamos verlo todo de una ojeada; así mis­
mo veríamos que nuestra audaz empresa fraca­
saría necesariamente por falta de materiales,
sin que llegase a haber necesidad siquiera de
que entrase en acción la confusión de las len­
guas que debía inevitablemente dividir a los
trabajadores en cuánto al plan a seguir y los
206 Jean Ferrari
hiciese dispersarse por todo el mundo, ni de
edificar cada uno para sí a su voluntad. En este
momento, no es tanto de los materiales sino
del plan de lo que nos ocupamos, y si bien es­
tamos advertidos para no aventurarnos sobre
un proyecto arbitrario y ciego, que podría so­
brepasar todos nuestros recursos, nos es, sin
embargo, imposible renunciar a construirnos
una morada sólida, y nos es preciso hacer el
presupuesto de un edificio en relación con los
materiales de que disponemos y que están apro­
piados a nuestras necesidades.
Crítica de la razón pura, AK III,
pág. 465.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
x P. U. F., París, 1963, pág. 489.

La inevitable vaguedad de la razón


Ahora ya hemos recorrido el país del enten­
dimiento puro, examinando cuidadosamente ca­
da parte de él; lo hemos medido y hemos fijado
su lugar a cada cosa. Pero este país es una isla
que la naturaleza encierra en unos límites in­
mutables. Es el país de la verdad (palabra se­
ductora), rodeado de un océano vasto y tem­
pestuoso, verdadero imperio de la ilusión, don­
de muchas nieblas espesas y bancos de hielo
sin resistencia y a punto de derretirse ofrecen
el aspecto engañoso de tierras nuevas, atraen
sin cesar, con vanas esperanzas, al navegante
Kant 207
que sueña con descubrimientos y le comprome­
ten en aventuras que no sabe nunca rechazar
y que, sin embargo, no puede realizar. Antes de
arriesgarnos en este mar para explorarlo en
toda su extensión y aseguramos si podemos es­
perar algo, nos será útil echar una ojeada sobre
la carta del país que vamos a abandonar y con­
tentarnos con lo que encierra, o quizá no nos
sea necesario contentamos por fuerza, en el ca­
so, por ejemplo, en que no hubiese en otro lu­
gar otro suelo sobre el que poder fijamos; y
después deberemos tener en cuenta con qué
título poseemos ese país y cómo podemos man­
tenemos en él contra todas las pretensiones
enemigas. Aunque hayamos ya respondido su­
ficientemente a estas cuestiones en el desarrollo
de la Analítica, sin embargo una revisión su­
maria de las soluciones que ha dado la Analíti­
ca puede fortalecer la convicción reuniendo
sus momentos en un punto.
Hemos visto, en efecto, que todo lo que el en­
tendimiento saca de sí mismo sin tomarlo de la
experiencia únicamente puede serle útil en el
uso de la experiencia. Los principios del enten­
dimiento puro que sean constitutivos a priori
(como los principios matemáticos) o simple­
mente reguladores (como los principios diná­
micos), no encierran otra cosa que lo que po­
dría limarse el esquema puro de la experiencia
posible; pues ésta obtiene su unidad de la uni­
dad sintética que el entendimiento atribuye,
originariamente y por sí mismo, a la síntesis de
la imaginación en relación con la percepción,
unidad con la que es necesario que todos los fe­
208 Jean Ferrari
nómenos, como data para un conocimiento po­
sible, estén ya a priori en relación y en armonía.
Ahora bien, aunque estas reglas del entendi­
miento sean no solamente verdaderas a priori,
sino que incluso constituyen la fuente de toda
verdad, es decir, del acuerdo de todo conoci­
miento con los objetos, por el hecho mismo
de que contienen el principio de la posibilidad
de la experiencia, considerada como el conjun­
to de todo conocimiento en que puedan sernos
dados los objetos, nos parece, sin embargo, que
no basta simplemente exponer lo que es ver­
dadero, sino que es necesario exponer qué es
lo que deseamos saber. Pues si con esta in­
vestigación crítica no aprendemos más de lo
que hemos practicado nosotros mismos en el
simple uso empírico del entendimiento y sin
necesidad de ninguna investigación tan sutil, la
ventaja que obtenemos de esta investigación no
parece responder a los gastos comprometidos
y a los preparativos. Ahora bien, es verdad que
podemos responder que ninguna temeridad es
más perjudicial a la extensión de nuestro co­
nocimiento que la de querer saber siempre la
utilidad de las investigaciones antes de empren­
derlas, e incluso antes de que podamos hacer­
nos la menor idea de esta utilidad, aunque la
tuviéremos delante mismo de los ojos. Pero
hay, sin embargo, una ventaja que puede hacer
concebir y al mismo tiempo tomar a pecho al
discípulo más inhábil y menos entusiasta una
investigación trascendental de este género: el
entendimiento, simplemente ocupado en su uso
empírico, donde no tiene que reflexionar sobre
Kánt 209
las fuentes de su propio conocimiento, puede
ciertamente funcionar bien, pero sin ser capaz
de una cosa: de señalarse a sí mismo los lími­
tes de su uso y de saber lo que puede encon­
trarse dentro o fuera de toda su esfera, pues
para eso son necesarias las investigaciones que
hemos instituido. Pero si no puede distinguir
si ciertas cuestiones están o no en su horizonte,
no está nunca seguro de sus derechos y de su
propiedad, y no puede esperar más que ser re­
prendido muchas veces y vergonzosamente si
franquea incesantemente (como es inevitable)
los límites de su campo y se extravía en los
errores y las ilusiones.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 202 y 203.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 216 y 217.

El vuelo de la paloma platónica


Hay una cosa mucho más significativa que
todo lo que precede, y es que ciertos conoci­
mientos se salen incluso del campo dé todas
las experiencias posibles, y por medio de con­
ceptos, a los que la experiencia no puede dar
de ninguna manera un objeto correspondiente,
tienen la apariencia de extender nuestros jui­
cios más allá de los límites de la experiencia.
Y es precisamente en estos últimos conoci­
mientos elevados por encima del mundo sen­
210 Jean Ferrari
sible, y donde la experiencia no puede servir
de dirección más que de control, en los que
nuestra razón lleva sus investigaciones, que juz­
gamos muy preferibles desde el punto de vista
de la importancia y superiores en mucho por
su fin a todo lo que el entendimiento puede
aprender en el campo de los fenómenos. Por
este motivo, incluso con riesgo de engañamos,
intentamos todo antes ,que abandonar unas in­
vestigaciones tan importantes por cualquier
motivo, dificultad, desprecio o indiferencia.
(Estos inevitables problemas de la misma ra­
zón pura son Dios, la libertad y la inmortalidad,
y la ciencia que, con todos sus procedimientos,
tiene propiamente por meta final la solución de
estos problemas, se llama Metafísica. Al princi­
pio su método es dogmático, es decir, sin exa­
minar por adelantado lo que puede o no servir­
le en una empresa tan grande, aborda con se­
guridad la ejecución.)
Ahora bien, parece sin duda natural que des­
de que hemos dejado el terreno de la experien­
cia, vayamos a emprender en seguida la cons­
trucción de un edificio con los conocimientos
que poseemos, sin saber cómo y sobre el crédito
de principios cuyo origen ignoramos, sin haber­
nos asegurado antes de sus cimientos por medio
de cuidadosas investigaciones y, en consecuen­
cias (y lo que es más), sin haber planteado des­
de hace mucho tiempo la cuestión de cómo pue­
de el entendimiento adquirir todos estos cono­
cimientos a priori y qué especie de extensión,
de valor, de precio pueden tener. Ciertamente
no hay nada más natural, si entendemos por es­
Kant 211

ta palabra (natural) lo que debería hacerse ra­


zonablemente y racionalmente; pero si enten­
demos por eso lo que se hace de ordinario, no
hay nada, en desquite, más natural y más com­
prensible que la omisión tan largo tiempo co­
metida de esta investigación. Pues una parte
de estos conocimientos, la Matemática, posee la
certidumbre desde fecha antigua, y ofrece por
eso una buena esperanza también para los
otros, aunque éstos puedan ser de naturaleza
muy diversa. Además, cuando estamos fuera
del círculo de la experiencia, estamos seguros
de no ser contradichos por ella. Estamos tan
encantados de acrecer sus conocimientos, que
es necesario chocar con una contradicción cla­
ra para detenernos en su camino. Pero podemos
evitar esta contradicción, siempre que forjemos
sus ficciones con prudencia, ya que no resultan
menos ficciones por eso. La Matemática nos
enseña —y nos ofrece un ejemplo brillante— lo
lejos que podemos llegar, con independencia
de la experiencia, en el conocimiento a priori.
Es verdad que se ocupa de objetos y de cono­
cimientos en la medida en que éstos se dejan,
como tales, representar en la intuición. Pero
esta circunstancia se descuida fácilmente, por­
que esta intuición puede estar dada a priori y,
en consecuencia, apenas se distingue de un sim­
ple concepto puro. Animada por tal prueba de
fuerza de la razón, la pasión de llegar más le­
jos no ve ya límites. La paloma ligera, cuando
en su libre vuelo corta el aire que le opone re­
sistencia, podría imaginar que le iría todavía
mejor en el vacío. Es así justamente como Pía-
212 Jean Ferrari
tón abandona el mundo sensible, porque este
mundo opone al entendimiento demasiados
obstáculos diversos, y se arriesga más allá de
este mundo, sobre las alas de las ideas, en el
vacío del entendimiento. No observó que sus
esfuerzos no le hacían en absoluto avanzar ca­
mino, pues no había, por así decirlo, un lugar
en que posarse y un soporte sobre el que po­
der fijarse y aplicar sus fuerzas en cambiar de
sitio su entendimiento. Pero es el destino co­
mún de la razón humana, en la especulación, el
terminar su edificio lo más pronto posible y
no examinar hasta más tarde si los mismos ci­
mientos han sido bien instalados. Entonces, sin
embargo, se investigan toda clase de pretextos
para consolarse sobre la solidez o (mejor aún)
para rechazar (enteramente) un parejo exa­
men por tardío y peligroso. Ahora bien, mien­
tras que construimos, hay algo que nos libera
de toda preocupación y de toda sospecha, dán­
donos la ilusión de unos cimientos que parecen
sólidos. Es que una gran parte —quizá la mayor
de la obra de nuestra razón— consiste en aná­
lisis de conceptos que ya tenemos sobre los ob­
jetos. Poseemos por esa vía una multitud de co­
nocimientos que, siendo simplemente aclaracio­
nes y explicaciones de lo que ya se ha pensa­
do en nuestros conceptos (aunque todavía de
manera confusa), son juzgados, sin embargo, al
menos en cuanto a la forma, como nuevas con­
sideraciones, aunque en cuanto a su materia o
a su contenido no amplían en nada los concep­
tos que tenemos y que se limitan, al contrario,
a separarlos. Ahora bien, como este procedi­
Kant 213
miento da un conocimiento real a priori y mar­
ca un progreso seguro y útil, la razón, sin no­
tarlo siquiera, se deja coger en este engaño y
hace aserciones de muy diferente especie y
añade a unos conceptos dados (a priori) otros
conceptos completamente extraños (y eso, ver­
daderamente a priori), sin que sepamos có­
mo sucede y sin dejar siquiera que esta cues­
tión nos venga a la mente.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 30 y 31.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
págs. 35-37, P. U. F.

Las antinomias de la razón pura


La utilidad de un sistema de categorías se
muestra aquí en primer lugar de una manera
tan clara e indiscutible, que esta prueba sola,
aunque no existiesen otras, bastaría para de­
mostrar que son indispensables a un sistema de
la razón pura. Estas ideas trascendentes son,
en número de cuatro, tantas como clases de ca­
tegorías; pero cada una se refiere a un condicio­
namiento dado dentro de la totalidad absoluta
de la serie de las condiciones. De conformidad
con estas ideas cosmológicas, son cuatro las es­
pecies de afirmaciones dialécticas de la razón
pura, las cuales, siendo dialécticas, prueban por
eso mismo que a cada una se opone un principio
contradictorio, según los principios muy espe­
214 Jean Ferrari
ciosos de la razón pura; y ningún arte metafíi­
sico de las más sutiles distinciones podría im­
pedir este conflicto, sino que más bien obliga
al filósofo a remontarse hasta las primeras
fuentes de la razón pura. Esta antinomia, que
no ha sido inventada por gusto, sino que, fun­
dada sobre la naturaleza de la razón humana,
es en consecuencia inevitable, sin poder jamás
tener fin, encierra las cuatro tesis siguientes con
sus antítesis:
1. T esis
En cuanto al tiempo y al espacio,
el mundo tiene un comienzo (un límite).
A n títesis
En cuanto al tiempo y al espacio,
el mundo es infinito.
2. T esis
Todo en el mundo está constituido por lo simple.
A ntítesis
Nada es simple; todo es compuesto.
3. T esis
Hay en el mundo causas derivadas de la libertad.
A n títesis
No hay libertad; todo es naturaleza.
4. T esis
En la serie de las causas del mundo hay un
ser necesario.
A n títesis
En esta serie, nada es necesario; todo es
contingente.
Kant 215
He aquí el más extraño fenómeno de la razón
humana, del que no se puede mostrar ejemplo
en ningún otro de sus usos. Si, como sucede
de ordinario, concebimos los fenómenos del
mundo de los sentidos como cosas en sí; si acep­
tamos los principios de su unión como teniendo
un valor universal para las cosas en sí, y no
simplemente para la experiencia, lo que es por
otra parte igualmente común, e incluso inevi­
table, sin nuestra crítica, se manifiesta un con­
flicto inesperado que no podrá apaciguarse nun­
ca por el habitual método dogmático, porque
tesis y antítesis pueden ser establecidas por
pruebas igualmente luminosas, claras e irresis­
tibles —y me hago garante de la justicia de
todas estas pruebas—, viéndose así la razón
dividida consigo misma, situación que alegra al
escéptico, pero que debe provocar la reflexión
y la inquietud en el filósofo crítico.
Prolegómenos a toda metafísica
futura, AK IV, págs. 338-340.
Trad. Gibelin, París, Vrin, 1941,
págs. 120-122.

Del uso regulador


de las» ideas de la razón pura
La conclusión de todas las tentativas dialécti­
cas de la razón pura no solamente confirma lo
que ya hemos probado en la Analítica trascen­
dental, a saber: que todos aquellos de nuestros
216 Jean Ferrari
razonamientos que quieren conducimos más
allá del campo de la experiencia posible son
engañosos y sin fundamento, sino que ella nos
enseña, al mismo tiempo, esta particularidad:
que la razón humana tiene una inclinación na­
tural a salir de estos límites, que las ideas tras­
cendentales le son tan naturales como lo son
las categorías al entendimiento, aunque con la
diferencia de que mientras estas últimas con­
ducen a la verdad, es decir, a la adecuación de
nuestros conceptos con el objeto, las primeras
no producen más que una simple, pero inevi-
table> apariencia, de la que apenas si podemos
separar la ilusión a través de la crítica más
penetrante.
Todo lo que está fundado sobre la naturaleza
de nuestras facultades debe estar apropiado a
un fin y conforme a su uso legítimo, siempre
que podamos evitar un cierto malentendido y
descubrir la dirección propia de estas facul­
tades. Según toda presunción, las ideas trascen­
dentales serán, pues, bien utilizadas y conse­
cuentemente tendrán un uso inmanente, aunque
en el caso en que su significación sea descono­
cida y en que se las tome por conceptos de co­
sas reales, pueden ser trascendentales en la
aplicación y por eso mismo engañosas. Pues no
es la idea en sí misma, sino simplemente el uso
que se hace de ella lo que, en relación al con­
junto de la experiencia posible, puede ser tras­
cendente o inmanente, según que se aplique esta
idea bien directamente a un objeto que parece
serle correspondiente, bien solamente en el uso
del entendimiento en general en relación con
Kant 217
los objetos de los que trata, y todos los vicios
de la subrepción deben siempre estar atribui­
dos a un defecto del juicio, pero nunca al en­
tendimiento o a la razón.
La razón no se relaciona jamás directamente
con un objeto, sino simplemente con el enten­
dimiento, y por medio de éste, con su propio
uso empírico; no crea, pues, conceptos de ob­
jetos, sino que se limita a ordenarlos y les apor­
ta la unidad que pueden tener en su mayor ex­
tensión posible, es decir, en relación con la to­
talidad de las series, totalidad que no tiene
nunca a la vista el entendimiento, que no se
ocupa más que del encadenamiento por el que
las series de condiciones están constituidas en
todas partes según los conceptos. La razón
tiene, pues, propiamente por objeto el entendi­
miento y su empleo conforme a un fin; y de la
misma manera que éste reúne lo diverso en el
objeto por medio de conceptos, también aquél,
por su parte, reúne lo diverso de los conceptos
por medio de las ideas, proponiendo una cierta
unidad colectiva como meta a los actos del en­
tendimiento, que sin eso no tendría que ocu­
parse más que de la unidad distribuidora.
Sostengo, pues, que las ideas trascendentales
no tienen nunca un uso constitutivo que aporte
por sí solo los conceptos de ciertos objetos, y
que en el caso de que se las entienda así, son
simplemente conceptos sofísticos (dialécticos).
Pero, en desquite, tienen un excelente uso re­
gulador e indispensablemente necesario: el de
dirigir el entendimiento hacia una cierta meta
que hace converger las líneas de dirección de
218 Jean Ferrari
todas sus reglas en un punto que por ser cier­
tamente una idea (focus imaginarius), es decir,
un punto del que no parten realmente los con­
ceptos del entendimiento —puesto que está en­
teramente colocado fuera de los límites de la
experiencia posible—> sirve, sin embargo, para
procurarles la mayor unidad junto con la mayor
extensión. Ahora bien, resulta de ello para nos­
otros una ilusión tal, que todas estas líneas nos
parecen partir de un objeto situado fuera del
campo del conocimiento empírico posible (de
la misma manera que se perciben los objetos
detrás de la superficie del espejo); pero esta
ilusión (que puede, sin embargo, impedir enga­
ñarse) no es menos inevitablemente necesaria
si, además de los objetos que están ante nues­
tros ojos, queremos ver al mismo tiempo los
que están lejos, detrás de nosotros (es decir, si
queremos, en el caso presente, empujar al en­
tendimiento por encima de toda experiencia po­
sible y disponerle así para tomar la mayor ex­
tensión posible y la más excéntrica).
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 426428.
Trad. Tremesaygues y P ac a u d ,
P. U. F., París, 1963, págs. 452-454.
Kant 219

La utilidad de la crítica.
Distinción entre conocer y pensar
Pero ¿cuál es, cabe preguntarse, este tesoro
que podemos legar a la posteridad con una Me­
tafísica así depurada por la crítica y colocada
también por ella en una posición fija? Al echar
una ojeada rápida sobre esta obra, nos inclina­
remos a pensar que la utilidad es negativa, es
decir, que no podremos jamás, con la razón
especulativa, arriesgamos más allá de los lími­
tes de la experiencia, y ahí está de hecho su
primera utilidad. Pero esta utilidad se conver­
tirá en positiva desde que notemos que los prin­
cipios sobre los que se apoya la razón especu­
lativa para aventurarse más allá de sus límites
tienen en realidad por consecuencia inevitable
no una extensión, sino más bien —y mirando de
cerca— un estrechamiento del uso de nuestra
razón. En efecto, estos principios amenazan con
extender realmente a todo los límites de la sen­
sibilidad de donde dependen propiamente y con
aniquilar enteramente el uso puro de la razón
(práctica). Por eso una crítica que limita a la
razón especulativa es negativa en tanto que tal;
pero suprimiendo al mismo tiempo un obstácu­
lo que amenaza su uso práctico, o que amenaza
incluso con anularlo, es en realidad de utilidad
positiva y muy importante desde que estamos
convencidos de que hay un uso práctico abso­
lutamente necesario de la razón pura (el uso
220 Jean Ferrari
moral), en el que se extiende inevitablemente
más allá de los límites de la sensibilidad —en
lo que, en verdad, no tiene necesidad de nin­
gún auxilio de la razón especulativa—, pero en
el que también es preciso que esté asegurada
contra toda oposición de la razón especulativa
para no caer en contradicción con ella misma.
Negar esta utilidad positiva a este servicio que
nos hace la crítica equivaldría a decir que la
policía no tiene utilidad positiva, porque su fun­
ción principal es la de cerrar la puerta a la
violencia que los ciudadanos pueden temer unos
de otros, para que cada uno pueda desenvolver
sus asuntos con tranquilidad y seguridad. Será
probado en la parte analítica de la Crítica que
el espacio y el tiempo son formas de la intui­
ción sensible y, por consiguiente, las condicio­
nes de existencia de cosas tales como los fenó­
menos; y también que no tenemos otros con­
ceptos del entendimiento ni, en consecuencia,
unos elementos para el conocimiento de las
cosas, a menos que pueda ser dada una intui­
ción correspondiente a estos conceptos, y por
tanto no podemos conocer ningún objeto como
cosa en sí, sino solamente en tanto que objeto
de intuición sensible, es decir, en tanto que
fenómeno. Resultará de ello evidente que el
único conocimiento especulativo posible de la
razón será limitado a los simples objetos de
la experiencia. Sin embargo, es necesario ob­
servar (siempre hay que hacer aquí esta re­
serva) que podemos pensar estos mismos ob­
jetos como cosas en sí, aunque no podamos
Kant 221

conocerlos (en tanto que tales). * Pues de otro


modo llegaríamos a esta proposición absurda
de que un fenómeno (o apariencia) existiría sin
que hubiese nada que apareciese. Ahora bien,
supongamos que esta distinción necesariamen­
te hecha por nuestra Crítica entre las cosas
como objetos de experiencia y estas mismas
cosas como cosas en sí no estuviese hecha en
absoluto. Entonces el principio de causalidad
y, por consiguiente, el mecanismo natural en
la determinación de las cosas debería extender­
se absolutamente a todas las cosas en general
consideradas como causas eficientes. Por tanto,
del mismo ser (por ejemplo, del alma humana)
yo no podría decir que su voluntad es libre y
que está al mismo tiempo sometida a la nece­
sidad física, es decir, que no es libre, sin caer
en una contradicción manifiesta, puesto que
en estas dos proposiciones he tomado el alma
en el mismo sentido, es decir, como una cosa
en general (como una cosa en sí) y que, sin
una crítica previa, no puedo tomarla en otro
* Para conocer un objeto es necesario probar la po­
sibilidad de su realidad (sea por el testimonio de la ex­
periencia, sea a priori por la razón). Pero puedo pensar
lo que quiera, siempre que no caiga en contradicción
conmigo mismo, es decir, con tal que mi concepto
sea un pensamiento posible, aunque no pueda respon­
der de que, en el conjunto de todas las posibilidades,
un objeto corresponda o no a este concepto; para
atribuir a tal concepto un valor objetivo (una posibi­
lidad real, pues la primera era lógica), sería preciso
algo más. Pero este algo más no hay necesidad de
buscarlo en las fuentes teóricas del conocimiento. Po­
demos igualmente encontrarlo en las fuentes prácticas.
222 Jean Ferrari
sentido. Pero si la Crítica no se ha engañado al
enseñarnos a tomar el objeto en dos sentidos,
es decir, como fenómeno y como cosa en sí; si
su deducción de los conceptos del entendimien­
to es exacta y si, por consiguiente, también el
principio de causalidad se aplica a las cosas
tomadas en el primer sentido, esto es, en tanto
que objetos de experiencia, mientras que en
el segundo sentidp estas cosas no le están so­
metidas, entonces la misma voluntad en el or­
den de los fenómenos (de las acciones visibles)
puede ser pensada como necesariamente some­
tida a las leyes de la naturaleza y, bajo esta re­
lación, como no siendo libre y, sin embargo,
por otra parte, en tanto que perteneciendo a
una cosa en sí, como escapando a esta ley na­
tural y, por tanto, como libre, sin que haya aquí
contradicción. Ahora bien, aunque no pueda
conocer mi alma, considerada bajo este último
punto de vista, por la razón especulativa (menos
todavía por una observación empírica) ni, por
consiguiente, la libertad como la propiedad de
un ser al que atribuyo unos efectos en el mun­
do sensible, porque me sería necesario conocer
de una manera determinada un ser tal en su
existencia y no en el tiempo (lo que es imposi­
ble, porque no puedo apoyar mi concepto sobre
ninguna intuición), puedo, sin embargo, pensar
la libertad; es decir, la representación de esta
libertad no encierra al menos en sí ninguna
contradicción si se admite nuestra distinción
crítica de los dos modos de representación (mo­
do sensible y modo intelectual) y la limitación
que deriva de ello en relación a los conceptos
Kant 223
puros del entendimiento y, en consecuencia,
también en relación a los principios que deri­
van de estos conceptos.
Debería, pues, abolir el saber, a fin de ob­
tener un lugar para la creencia. Por lo demás, el
dogmatismo de la Metafísica, es decir, el pre­
juicio de avanzar en esta ciencia sin una crí­
tica de la razón pura, es la verdadera fuente
de toda incredulidad que ataca a la moralidad,
incredulidad que es ella también siempre dog­
mática. Si no es, pues, imposible dejar a la
posteridad una Metafísica sistemática construi­
da sobre el plan de la crítica de la razón pura,
este legado no será un presente de poco valor
sea que consideremos simplemente la cultura
que debe adquirir la razón al seguir la vía se­
gura de una ciencia, en lugar de proceder por
tanteos ciegos y por divagaciones vanas que
hace sin la crítica; sea que miremos también
el mejor empleo del tiempo para una juventud
ávida de saber, que encuentra en el dogmatis­
mo habitual un estímulo tan precoz y tan fuer­
te para razonar fácilmente sobre unas cosas
que no comprende y de las que, menos que na­
die en el mundo, nunca entenderá nada, o para
correr a la búsqueda de pensamientos y de opi­
niones nuevas, descuidando así el estudio de
las ciencias sólidas; sea sobre todo que hace­
mos entrar en juego la inapreciable ventaja de
terminar de una vez con todas las objeciones
contra la moralidad y la religión, a la manera
de Sócrates, es decir, por la más clara prueba
de la ignorancia del adversario. Pues siempre
ha habido y siempre habrá en el mundo una
224 Jean Ferrari
metafísica, pero siempre también se encontrará
al lado una dialéctica de la razón pura que le
es natural. El primero y más importante asun­
to de la filosofía es, pues, limpiar esta dialéctica
de una vez por todas de influencias pernicio­
sas, haciendo cesar la fuente de los erores.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 16-19.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, págs. 22-25.

£1 único provecho de la filosofía


de la razón pura
Es humillante para la razón humana no con­
ducir a nada en su utilización pura, e incluso
tener necesidad de una disciplina para repri­
mir sus digresiones e impedir las ilusiones que
derivan de ello. Pero por otra parte hay algo
que la eleva y le vuelve a dar confianza en ella
misma: es ver que puede y debe ejercer ella
misma esta disciplina, sin admitir ninguna otra
censura. Añadid a eso que los límites que está
obligada a poner a su uso especulativo limitan
al mismo tiempo las pretensiones sofísticas de
todo adversario y pueden proteger frente a cual­
quier ataque todo lo que puede quedar aún a
la razón de sus pretensiones antiguamente ex­
cesivas. El mayor y quizá el único provecho de
la filosofía de la razón pura es sin duda nega­
Kant 225
tivo; no es un órgano que sirva para extender
los conocimientos, sino una disciplina que sirve
para determinar los límites y, en lugar de des­
cubrir la verdad, no tiene más que el mérito
silencioso de prevenir los errores.
Sin embargo, debe haber una fuente de cono­
cimientos positivos que pertenecen al dominio
de la razón pura y que quizá son una ocasión
de errores por efecto de un malentendido, pero
que en realidad constituyen el fin que persigue
la razón, pues de otro modo, a qué causa atri­
buir el deseo indomable de colocar en alguna
parte un pie firme más allá de los límites de la
experiencia? La experiencia supone unos ob­
jetos que tienen para ella un gran interés. En­
tra en el camino de las especulaciones puras
para acercarse a los límites; pero éstos huyen
ante la experiencia, la cual puede sin duda es­
perar mejor suerte en la única vía que le queda
aún: la del uso práctico...
Crítica de la razón pura, AK III,
pág. 517.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, pág. 538.
LA MORAL

La sabiduría
El mérito de la sabiduría está en escoger de
entre los innumerables problemas que se pre­
sentan aquellos cuya solución importa al hom­
bre. Cuando la ciencia ha acabado el curso de
su revolución, llega naturalmente a un punto
de humilde desconfianza e, irritada con ella
misma, exclama: ¡Cuántas cosas desconozco!
Pero la razón madurada por la experiencia, y
convertida en sabiduría, dice con espíritu sere­
no por boca de Sócrates, entre los tenderetes
de una feria: ¡Cuántas cosas de las que no ten­
go ninguna necesidad!... La vanidad de la cien­
cia excusa de buena gana sus ocupaciones bajo
pretexto de su importancia, y en este caso se
pretende corrientemente que el conocimiento
racional de la naturaleza espiritual del alma es
completamente necesario para garantizar la
convicción de la existencia después de la muer­
228 Jean Ferrari
te, que ésta lo es a su vez para suministrar el
móvil de una vida virtuosa... Pero la verdadera
sabiduría es compañera de la simplicidad, y
como en ella el corazón manda al entendimien^
to, hace inútiles de ordinario las grandes cons­
trucciones aprendidas del saber, y sus fines no
exigen medios que no puedan estar nunca al
alcance de todos los hombres. ¡Cómo! ¿No es
bueno ser virtuoso más que porque hay otro
mundo? ¿O no es cierto más bien que las ac­
ciones son recompensadas porque en sí mismas
fueron buenas y virtuosas? ¿No contiene el co­
razón humano unas prescripciones morales in­
mediatas y es menester para mover al hombre
aquí abajo, en' el sentido de su destino, apoyar
necesariamente las máquinas en otro mundo?
¿Puede llamarse honesto, puede llamarse virtuo­
so, al que se abandonaría de buena gana a sus
vicios favoritos si no tuviese miedo de un cas­
tigo futuro, y no será necesario decir más bien
que en verdad teme hacer el mal, pero que ali­
menta en su alma una disposición malvada, que
desea el provecho de acciones en apariencia
virtuosas, pero que detesta la virtud misma? De
hecho, y así lo prueba la experiencia, ¡hay tan­
tos hombres instruidos y convencidos de la rea­
lidad de un mundo futuro y que, sin embargo,
entregados al vicio y a la bajeza, no piensan
más que en los medios de escapar por fraude a
las consecuencias amenazadoras del futuro!
Pero sin duda no ha existido nunca un alma
recta que pudiese soportar el pensamiento de
que con la muerte se acaba todo, y cuyas no­
bles tendencias no se eleven a la esperanza de
Kant 229
la vida futura. También parece más conforme
con la naturaleza humana y con la pureza de
las costumbres fundar la esperanza de otra vida
sobre los sentimientos de un alma bien nacida
que fundar, al contrario, su buena conducta
sobre la esperanza de la otra vida. Así ocurre
igualmente con la fe moral, cuya simplicidad
puede ser superior a muchas sutilezas del ra­
zonamiento, que es verdaderamente la única
conveniente al hombre en cualquier condición,
puesto que le conduce sin rodeos a sus verda­
deros fines. Dejemos, pues, a la especulación y
a la solicitud de los espíritus ociosos todas las
doctrinas alborotadoras sobre objetos tan ale­
jados. En realidad, no nos son indiferentes, y lo
que hay de momentáneamente especioso en las
razones en pro y en contra puede decidir el
asentimiento de las escuelas, pero les sería difí­
cil decidir en ningún aspecto del destino futuro
de las personas honestas. Por eso, la razón hu­
mana no tiene alas lo bastante poderosas para
hender las nubes elevadas que ocultan a los
ojos los misterios del otro mundo; y a estas
personas de curiosidad ardiente, que desean tan
vivamente saber lo que pasa, se les puede dar
el consejo simple, pero natural —sin duda el
más sabio para ellas— de consentir en tener pa­
ciencia hasta el día en que lleguen. Pero como
nuestra suerte en la vida futura puede, según
toda verosimilitud, depender de la manera en
que hemos cumplido nuestra tarea en ésta, con­
cluyo con lo que Volt aire hace decir, en fin de
cuentas, a su honesto Cándido, después de tan­
tas infructuosas discusiones de escuela: «Pen-
230 Jean Ferrari
sernos en nuestros asuntos. Vayamos al jardín
y trabajemos».
Sueños de un visionario explica­
dos por los sueños de la metafísica,
AK II, págs. 368-373.
Trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.

La buena voluntad
De todo lo que es posible concebir en el mun­
do, e incluso fuera del mundo, no hay nada que
pueda ser tenido por bueno sin restricción, si
no es una buena voluntad. La inteligencia, el
don de captar las semejanzas de las cosas, la
facultad de discernir lo particular para juzgar
de ello, y los otros talentos del espíritu, con
cualquier nombre que se les designe, o bien el
valor, la decisión, la perseverancia en los de­
signios —como cualidad del temperamento—
son sin duda en muchos aspectos cosas buenas
y deseables; pero estos dones de la naturaleza
pueden hacerse también extremadamente ma­
los y funestos si la voluntad que debe hacer uso
de ellos, y cuyas disposiciones propias se llaman
carácter, no es buena. Lo mismo ocurre con los
dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la
consideración, incluso la salud, así como el
bienestar completo y el contento de su estado
—lo que se llama la felicidad— engendran una
confianza en sí, que a menudo también se con­
vierte en presunción cuando no hay una buena
voluntad para enderezar y volver hacia unos
Kant 231
fines universales la influencia que tienen estas
ventajas sobre el alma, y al mismo tiempo todo
el principio de la acción, sin contar con que
un espectador razonable e imparcial no podría
jamás experimentar la satisfacción de ver que
todo sale bien perpetuamente a un ser que no
revela ningún rasgo de pura y buena voluntad,
y que así la buena voluntad parece constituir la
misma condición indispensable de lo que nos
hace dignos de ser felices.
Y más aún, hay cualidades que son favora­
bles a esta buena voluntad misma y que pueden
hacer su obra mucho más fácil, pero que a pe­
sar de eso no tienen valor intrínseco absoluto
y que, al contrario, suponen siempre todavía
una buena voluntad. Es ésa una condición que
limita la alta estima que por lo demás se les
testimonia con razón y que no permite tenerlas
por buenas absolutamente. La moderación en
las afecciones y las pasiones, el dominio de sí,
el poder de tranquila reflexión no son solamen­
te buenos en muchos aspectos, sino que pa­
recen constituir incluso una parte del valor
intrínseco de la persona; sin embargo, hace fal­
ta poseer en alto grado estas condiciones para
que se las pueda considerar como buenas sin
restricción (a pesar del valor incondicionado
que les han conferido los antiguos), pues sin los
principios de una buena voluntad pueden ha­
cerse sumamente malas; la sangre fría de un
perverso le hace mucho más peligroso; también
le hace inmediatamente a nuestros ojos más
detestable todavía de lo que le hubiésemos juz­
gado sin eso.
232 Jean Ferrari
Lo que hace que la buena voluntad sea tal
no son sus obras o sus éxitos; no es tampoco
su aptitud para alcanzar tal o cual fin propues­
to, sino solamente quererlo; es decir, que sea
buena en sí; y considerada en sí misma, debe
ser estimada sin comparación muy superior a
todo lo que podría ser realizado por ella única­
mente en favor de alguna inclinación, e inclu­
so, si se quiere, de la suma de todas las incli­
naciones. Si por un particular desfavor de la
suerte o por la avara dotación de una natura­
leza madrastra esta voluntad estuviera com­
pletamente desprovista del poder de realizar
sus designios; si aun desplegando su mayor es­
fuerzo, éste no condujera a nada, aunque que­
dara sola la buena voluntad (entiendo por tal,
a decir verdad, no cualquier cosa como un sim­
ple voto, sino la utilización de todos los medios
de los que podemos disponer), no brillaría me­
nos que una joya, por su propio resplandor,
como algo que tiene en sí su entero valor. La
utilidad o la inutilidad no puede ni aumentar
ni disminuir en nada este valor. La utilidad se­
ría de alguna manera el engaste que permite
manejar mejor la joya en la circulación corrien­
te o que puede atraer sobre él la atención de
los que no son especialistas, pero que no podría
tener por efecto el recomendarlo a los expertos
ni determinar el precio de aquélla.
Fundamentación de la metafísica
de las costumbres, AK IV, págs. 393
y 394.
Trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.
Kant 233

El imperativo categórico
Todo en la naturaleza obra según leyes. No
hay más que un ser razonable que tenga la fa­
cultad de obrar según la representación de las
leyes, es decir, según principios; en otros tér­
minos, que tenga una voluntad. Puesto que se
requiere la razón para hacer que las acciones
deriven de las leyes, la voluntad no es otra
cosa que una razón práctica. Si la razón en un
ser determina infaliblemente la voluntad, las
acciones de este ser reconocidas como objetiva-
mente necesarias están también reconocidas
como tales subjetivamente, es decir, mientras
la voluntad sea una facultad de elegir sola­
mente eso que la razón, con independencia de
la inclinación, reconoce como prácticamente
necesario, es decir, como bueno. Pero si la vo­
luntad no determina suficientemente por sí
sola la voluntad, si está sometida todavía a unas
condiciones subjetivas (con ciertos móviles)
que no concuerdan siempre con las condiciones
objetivas, en una palabra, si la voluntad no
está todavía en sí plenamente conforme con la
razón (como sucede entre los hombres), enton­
ces las acciones que son reconocidas objetiva­
mente necesarias son subjetivamente contin­
gentes, y la determinación de tal voluntad, en
conformidad con unas leyes objetivas, es una
obligación; es decir, la relación de las leyes ob­
jetivas con una voluntad que no es completa­
mente buena está representada como la de­
234 Jean Ferrari
terminación de la voluntad de un ser razonable
por unos principios de la razón, sin duda, pero
por principios a los que esta voluntad, según
su naturaleza, no es necesariamente dócil.
La representación de un principio objetivo, en
tanto que este principio es obligatorio para una
voluntad, se llama mandamiento (de la razón),
y la fórmula del mandamiento se llama impe­
rativo.
Todos los imperativos están expresados por
el verbo deber, e indican de esa manera la re­
lación de una ley objetiva de la razón con una
voluntad que, según su constitución subjetiva,
no está necesariamente determinada por esta
ley (una obligación). Dicen que sería bueno ha­
cer tal cosa o abstenerse; pero dicen a una vo­
luntad que no haga siempre una cosa porque le
esté representado que es bueno hacerla. Ahora
bien, es prácticamente bueno lo que determina
la voluntad por medio de representaciones de
la razón; por consiguiente, no en virtud de
causas subjetivas, sino objetivamente; es decir,
en virtud de principios que son válidos para
todo ser razonable en tanto que tal. Este bien
práctico es distinto de lo agradable, de lo que
tiene influencia únicamente sobre la voluntad
por medio de la sensación, en virtud de causas
puramente subjetivas, válidas solamente para
la sensibilidad de tal o cual, y no como prin­
cipio de la razón, válido para todo el mundo.
Una voluntad perfectamente buena estaría
bien bajo el imperio de leyes objetivas (leyes
del bien); pero no podría por eso ser represen­
tada como obligatoria para las acciones con­
Kant 235
formes a la ley, porque por sí misma, según
su constitución subjetiva, tiene que estar deter­
minada por la representación del bien. He ahí
por qué no hay imperativo válido para la vo­
luntad divina y, en general, para una voluntad
santa; el verbo deber es un término que no está
aquí en su lugar, porque ya por sí mismo el
querer está necesariamente de acuerdo con la
ley. He ahí por qué los imperativos son sola­
mente unas fórmulas que expresan la relación
de leyes objetivas del querer en general con la
imperfección subjetiva de la voluntad de tal o
cual ser razonable, por ejemplo, de la volun­
tad humana.
Ahora bien, todos los imperativos ordenan o
hipotéticamente o categóricamente. Los impe­
rativos hipotéticos representan la necesidad
práctica de una acción posible, considerada
como medio de llegar a alguna otra cosa que se
quiere (o al menos, que es posible que se quie­
ra). El imperativo categórico sería el que repre­
sentaría una acción como necesaria por sí mis­
ma, y sin relación con otro fin, como necesaria
objetivamente.
Puesto que toda ley práctica representa una
acción posible como buena y, por consiguiente,
como necesaria para un sujeto capaz de ser
determinado prácticamente por la razón, todos
los imperativos son fórmulas por las cuales
está determinada la acción que, según el prin­
cipio de la voluntad que es de alguna manera
buena, es necesaria. Ahora bien, si la acción no
es buena más que como medio para alguna otra
cosa, el imperativo es hipotético; si está repre­
236 Jean Ferrari
sentada como buena en sí y, en consecuencia,
como estando el principio que la determina
necesariamente en una voluntad que está en sí
conforme a la razón, entonces el imperativo es
categórico.
Fundamentación de la metafísica
de las costumbres, AK IV, páginas
412-414.
Trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.

Voluntad y libertad
La voluntad es una especie de causalidad de
los seres vivos, en tanto que son razonables, y
la libertad sería la propiedad que tendría esta
causalidad de poder obrar con independencia
de causas extrañas que la determinen, de la
misma manera que la necesidad natural es la
propiedad que tiene la causalidad de todos los
seres desprovistos de razón de ser determina­
dos a obrar por influencia de causas extrañas.
La definición que acaba de darse de la liber­
tad es negativa y, por consiguiente, infecunda
para captar la esencia; pero se desprende de
ella un concepto positivo de la libertad, que es
más rico y más fecundo. Como el concepto de
una causalidad implica en él el de leyes, según
las cuales alguna cosa que llamamos efecto de­
be ser planteada por otra cosa que es la causa,
la libertad, aunque no sea una propiedad de la
voluntad que se conforma a las leyes de la na­
Kant 237
turaleza, no está, sin embargo, por eso fuera
de toda ley; al contrario, debe ser una causa­
lidad obrando según leyes inmutables, pero le­
yes de una especie particular, pues de otro
modo una voluntad libre sería una pura nada.
La necesidad natural es una heteronomía de
las causas eficientes; pues todo efecto no es
entonces posible más que siguiendo esta ley,
que alguna otra cosa determina como la causa
eficiente de la causalidad. ¿En qué puede, pues,
consistir la libertad de la voluntad, sino en una
autonomía, es decir, en la propiedad que tiene
de ser ella misma su ley? Ahora bien, esta pro­
posición: la voluntad en todas las acciones es
su propia ley, no es más que otra fórmula de
este principio: es preciso obrar según una má­
xima que pueda ser tomada como ley universal.
Pero ésa es precisamente la fórmula del impe­
rativo categórico y el principio de la morali­
dad; una voluntad libre y una voluntad some­
tida a unas leyes morales son, por consiguien­
te, una sola y misma cosa.
Pues si está supuesta la libertad de la volun­
tad, basta analizar su concepto para deducir la
moralidad con su principio. Sin embargo, este
principio es siempre una proposición sintética,
que puede enunciarse así: una voluntad abso­
lutamente buena es aquella cuya máxima puede
encerrar en sí misma la ley universal que ella
es capaz de ser; pues no se puede descubrir
esta propiedad de la máxima por el análisis del
concepto de una voluntad absolutamente buena.
Pero las proposiciones sintéticas de este gé-
238 Jean Ferrari
ñero son posibles a condición de que dos no­
ciones estén ligadas una a otra gracias a su
unión con una tercera, donde deben encontrar­
se de una y otra parte. El concepto positivo de
la libertad aporta este tercer término, que no
puede ser, como para las causas físicas, la na­
turaleza del mundo sensible (cuyo concepto
comprende el concepto de alguna cosa, conside­
rado como causa, y el concepto de alguna otra
cosa al que se refiere la causa y que está con­
siderado como efecto). Pero cuál es este térmi­
no al que nos restituye la libertad y del que no
tenemos a priori una idea es todavía demasia­
do pronto para poder indicarlo aquí, así como
para hacer comprender cómo el concepto de
libertad se deduce de la razón pura práctica y
cómo por eso igualmente es posible un impera­
tivo categórico: todo eso exige todavía alguna
preparación.
La libertad debe. estar supuesta como propie­
dad de la voluntad de todos los seres racionales.
No basta atribuir la libertad a nuestra volun­
tad, por cualquier razón que sea, si no tenemos
una razón suficiente para atribuirla también a
todos los seres racionales; pues dado que la
moralidad nos sirve de ley en tanto que somos
seres racionales, debe valer igualmente para
todos los seres racionales; y como debe derivar
únicamente de la cualidad de poseer libertad,
es preciso también probar la libertad como pro­
piedad de la voluntad de todos los seres racio­
nales; y no basta probarla por ciertas preten­
didas experiencias de la naturaleza humana (lo
Kant 239
que es por otra parte absolutamente imposible;
no es posible más que una prueba a priori);
es preciso demostrarla como perteneciendo en
general a la actividad de seres racionales y do­
tados de voluntad. Digo pues: todo ser que no
puede obrar de otra manera más que bajo la
idea de libertad es por eso mismo, desde el
punto de vista práctico, realmente libre; es de­
cir, todas las leyes que están inseparablemente
ligadas a la libertad valen para él exactamente
de la misma manera que si su voluntad hubiese
sido también reconocida libre en ella misma
y por razones válidas con respecto a la filoso­
fía teórica. Y sostengo que a todo ser racio­
nal que tiene una voluntad debemos atribuirle
necesariamente también la idea de la libertad,
y que es sólo bajo esta idea como puede obrar;
pues en un ser tal concebimos una razón que
es práctica, es decir, que está dotada de causa­
lidad en relación con sus objetos. Ahora bien,
es imposible concebir una razón que en plena
conciencia recibiría para sus juicios una direc­
ción de fuera; pues entonces el sujeto atribui­
ría la determinación de su facultad de juzgar
no a su razón, sino a un impulso. Es necesario
que la razón se considere ella misma como el
autor de sus principios, con exclusión de toda
influencia extraña; en consecuencia, como ra­
zón práctica o como voluntad de un ser razo­
nable, debe considerarse ella misma como li­
bre; es decir, la voluntad de un ser razona­
ble no puede ser una voluntad que le perte­
nece como propia más que bajo la idea de la
240 Jean Ferrari
libertad y así tal voluntad debe ser, desde el
punto de vista práctico, atribuida a todos los
seres racionales.
Fundamentación de la metafísica
de las costumbres, AK IV, páginas
446-448.
Trad. F. L. C., EDAF, Madrid, 1974.

Método y sabiduría
A medida que se ejercita la reflexión en ello,
dos cosas hay que llenan el corazón de una ad­
miración y de una veneración siempre nuevas
y siempre crecientes: el cielo estrellado por
encima\ de mí y la ley moral dentro de mí. No
tengo necesidad de buscar y de conjeturar estas
dos cosas como si estuviesen envueltas en ti­
nieblas o colocadas en una región trascendental
fuera de mi horizonte; las veo delante de mí y
las uno inmediatamente a la conciencia de mi
existencia. La primera comienza en el lugar que
ocupo en el mundo exterior de los sentidos y
se extiende a la conexión en que me encuentro
en el espacio inmenso, donde los mundos se
agregan a los mundos y los sistemas a los sis­
temas, y además a la duración sin límites de su
movimiento periódico, de su comienzo y de su
duración. La segunda comienza en el mí invisi­
ble, en mi personalidad, y me representa en un
mundo que tiene una verdadera infinitud, pero
en el que sólo puede penetrar el entendimiento
Kant 241
y con el que (y por eso mismo también con
todos estos mundos visibles) me reconozco li­
gado por una conexión, no como la primera
simplemente contingente, sino universal y ne­
cesaria. El primer espectáculo, de una multitud
innúmera de mundos, anula por así decirlo mi
importancia en tanto que soy una criatura ani­
mal que debe devolver al planeta la materia de
la que está formada (en un simple punto en el
universo), después de haber estado durante un
corto espacio de tiempo (no se sabe cómo) do­
tada de la fuerza vital. El segundo, al contra­
rio, eleva infinitamente mi valor, como el de
una inteligencia por mi personalidad en la que
la ley moral me manifiesta una vida indepen­
diente de la animalidad, e incluso de todo el
mundo sensible, tanto al menos como se pue­
de inferir según la determinación conforme a
un fin que esta ley da a mi existencia, deter­
minación no limitada a las condiciones y lími­
tes de esta vida, sino que se extiende al infinito.
La admiración y el respeto pueden excitarnos
a la investigación, pero no realizarla. ¿Qué hay
que hacer, pues, para emprender esta investiga­
ción de una manera útil y adaptada a la gran­
deza del objeto? Unos ejemplos pueden servir
de orientación y también de modelo. La consi­
deración del mundo ha comenzado por el más
espléndido espectáculo que los sentidos del
hombre pueden presentarnos y que pueda abra­
zar nuestro entendimiento en su mayor exten­
sión, y ha acabado... por la astrología. La moral
ha comenzado por la más noble propiedad de
la naturaleza humana, cuyo desarrollo y cultivo
242 Jean Ferrari
tienen una utilidad infinita, y ha desembocado...
en el fanatismo o en la superstición. Lo mismo
ocurre con todos los ensayos todavía rudimen­
tarios en los que la parte principal del trabajo
depende del uso de la razón, que no se adquie­
re por sí mismo, como el de los pies, por un
ejercicio frecuente, sobre todo cuando se trata
de propiedades que no pueden estar represen­
tadas así inmediatamente en la experiencia co­
rriente. Pero cuando —aunque tardíamente—
apareció la máxima de examinar bien previa­
mente todos los pasos que debe dar la razón y
no dejarla avanzar de otro modo que por el
sendero de un método antes bien determinado,
la manera de juzgar el sistema del mundo toma
otra dirección y, con ésta, conduce al mismo
tiempo a un resultado sin comparación más
feliz. La caída de una piedra, el movimiento de
una fronda, descompuestos en sus elementos
y en las fuerzas que se manifiestan en ellos, tra­
tados matemáticamente, han traído este cono­
cimiento claro e inmutable para todos los tiem­
pos futuros del sistema del mundo, que cabe
esperar por una observación progresiva que se
extenderá siempre y no retrocederá nunca más.
Este ejemplo puede comprometemos a seguir
la misma vía tratando de las disposiciones mo­
rales de nuestra naturaleza, y puede damos la
esperanza de llegar al mismo resultado feliz.
Tenemos bajo la mano, por así decirlo, los
ejemplos del juicio moral de la razón. Al des­
componerlos por el análisis en sus conceptos
elementales y al emplear, en defecto del método
matemático, un procedimiento análogo al de la
Kant 243
química para obtener la separación de los ele­
mentos empíricos y de los elementos raciona­
les que pueden encontrarse en ellos, por medio
de ensayos repetidos sobre el entendimiento
ordinario de los hombres puede hacemos cono­
cer con certeza como puros uno y otro de estos
elementos y lo que cada uno de ellos puede ha­
cer separadamente. Así se impedirá, por una
parte, el error de un juicio no ejercitado y ya
gastado y, por otra (lo que es mucho más ne­
cesario), esas extravagancias geniales que, pa­
recidas a lo que ocurre con los adeptos de la
piedra filosofal, han prometido (excluyendo toda
investigación metódica y todo conocimiento de
la naturaleza) unos tesoros imaginarios, mal*
gastando los verdaderos. En una palabra, la
ciencia (buscada de una manera crítica y con­
ducida metódicamente) es la puerta estrecha
que conduce a la doctrina de la sabiduría, si se
entiende por ésa no solamente lo que debe ha­
cerse sino lo que debe servir de regla a los
maestros para preparar bien y hacer conocer
el camino de la sabiduría que cada uno debe
seguir, y para preservar a los otros del error.
La filosofía debe siempre permanecer como
guardiana de esta ciencia, y si el público no
debe tomar parte en las investigaciones sutiles
que le conciernen, al menos se interesa en las
doctrinas que, según tal elaboración, pueden
manifestarse al fin en toda su claridad.
Crítica de la razón práctica, AK V,
págs. 161-163.
Trad. F. Picavet, P. U. F., París„
1949, págs. 173-175.
244 Jean Ferrari

Moral y religión
La moral, que está fundada sobre el concepto
del hombre en tanto que ser libre, obligándose
en consecuencia, por su razón, a unas leyes in-
condicionadas, no tiene necesidad ni de la Idea
de un Ser diferente y superior a él paira que
conozca su deber, ni de otro móvil que la ley
misma para que la observe; Al menos es su
propia falta si se encuentra en él semejante ne­
cesidad, que desde entonces no puede ser re­
mediada por ninguna otra cosa, pues lo que no
tiene su fuente en sí mismo y en su libertad,
no podría compensar la deficiencia de su mo­
ralidad. En lo que le concierne (tanto objetiva­
mente en cuanto al querer como subjetivamente
en cuanto al poder), no tiene de ninguna ma­
nera necesidad de la religión, sino que se bas­
ta a sí misma gracias a la razón pura práctica.
En efecto, puesto que sus leyes obligan en vir­
tud de la simple forma de la universal legitimi­
dad de las máximas, que debe tomarse en con­
formidad con ella, como condición suprema
(ella misma incondicional) de todos los fines, no
tiene de una manera general ninguna necesidad
de un motivo material determinante del libre
albedrío, es decir, de un fin, sea para reconocer
en qué consiste el deber, sea para impulsar a
hacerlo; pero puede y debe, cuando se trata de
deber, hacer abstracción de todos los fines. Así,
por ejemplo, para saber si, en justicia, debo
aportar un testimonio verídico o si debo (o si
Kant 245
puedo) obrar lealmente cuando me reclama el
bien del prójimo que me ha sido confiado, no
tengo que investigar un fin que podría propo­
nerme realizar al hacer mi declaración, pues
poco importa la naturaleza de este fin; aún
más: aquel que cuando le es reclamado legal­
mente su consentimiento, juzga todavía necesa­
rio enterarse de un fin, por ese hecho mismo
es ya un miserable.
^Pero aunque la moral, para su práctica, no
tiene necesidad de la representación de un fin
que debería preceder a la determinación de la
voluntad, puede ocurrir que tenga una relación
necesaria con un fin de este género, no como
fundamento, sino como continuación necesaria
de las máximas adoptadas en conformidad con
las leyes/Eri efecto, sin relación de finalidad no
puede producirse en el hombre ninguna deter­
minación voluntaria, pues no puede estar des­
provista de algún efecto y su representación
debe poder estar admitida, si no como princi­
pio de determinación del libre arbitrio y fin
antecedente en la intención, al menos como con­
secuencia de su determinación por la ley en
vista de un fin, sin el que un libre arbitrio no
ajusta el pensamiento a la acción enfocada ha­
cia algún objeto objetiva o subjetivamente de­
terminado..., y sabiendo sin duda cómo, pero
no en qué sentido debe obrar, no sabría sa­
tisfacerse de ninguna manera. Así para obrar
bien no hay necesidad en moral de un fin; la
ley que comprende de una manera general la
condición formal del uso de la libertad le bas­
ta. Sin embargo, de la moral se desprende un
246 Jean Ferrari
fin, pues es imposible que la razón sea indife­
rente a la respuesta hecha a esta cuestión: qué
puedey pues, resultar de este bien obrar nues­
tro, y hacia él podríamos —incluso si eso no
dependiese enteramente de nuestro poder— di­
rigir nuestra actividad, como hacia una meta,
a fin de que esté al menos de acuerdo con ésta.
No se tratará ciertamente más que de la idea
de un objeto que comprende, reunidos en él, la
condición formal de todos los fines que debe­
mos tener (el deber) y al mismo tiempo todo lo
condicionado correspondiente a todos nuestros
fines (la felicidad conforme a la observación
del deber), es decir, la idea de un soberano en
el mundo que, para ser posible, nos obliga a
admitir un Ser superior, moral, muy santo y
todopoderoso, único que puede unir los dos
elementos que comporta; sin embargo esta idea
(considerada prácticamente) no es vacía, porque
provee a nuestra necesidad natural de conce­
bir para nuestra actividad tomada en su con­
junto alguna meta final, que puede estar jus­
tificada por la razón; si no fuese así, habría
allí un obstáculo para la determinación moral.
Ahora bien, lo aquí esencial es que esta idea s^
desprende de la moral y no es su fundamento;
proponerse este fin supone ya unos principios
morales, pues no puede ser indiferente para la
moral concebir o no la idea de una meta final
para todas las cosas (su acuerdo con ella no
aumenta verdaderamente el número de sus de­
beres, sino que les suministra un punto particu­
lar de convergencia al que vienen a unirse to­
dos los fines); solamente así la conjunción de
Kant 247
la libertad con la finalidad de la naturaleza, de
la que no podemos pasarnos de ninguna mane­
ra, puede hacerse una realidad prácticamente
objetiva.
La moral conduce, pues, infaliblemente a la
religión, ampliándose así hasta la idea de un
legislador moral todopoderoso, exterior al hom­
bre, en cuya voluntad es fin último (de la crea­
ción del mundo) lo que puede y debe ser igual­
mente el fin último del hombre.
La religión en los límites de la
simple razón, AK VI, págs. 3-6.
Trad. Gibelin, París, Vrin, 1952,
págs. 21-24.
FINALIDAD, HISTORIA
Y ANTROPOLOGIA

El arte de los sistemas


Por arquitectónica entiendo el arte de los sis­
temas. Como la unidad sistemática es lo que
convierte al conocimiento vulgar en ciencia, es
decir, lo que coordina en sistema un simple
agregado de estos conocimientos, la arquitec­
tónica es, pues, la teoría de lo que hay de cien­
tífico en nuestro conocimiento en general y per­
tenece así necesariamente a la metodología.
Nuestros conocimientos en general no sabrían
formar una rapsodia bajo el gobierno de la ra­
zón, pero deben formar un sistema en el que
ellos solos deben sostener y favorecer los fines
esenciales de la razón. Ahora bien, entiendo por
sistema la unidad de diversos conocimientos
bajo una idea. Esta idea es el concepto racional
de la forma de un todo, en tanto que está en él
250 Jean Ferrari
como están determinadas a priori la esfera de
los diversos elementos y la posición respectiva
de las partes. El concepto racional científico
contiene, por consiguiente, el fin y la forma del
todo que concuerda con él. La unidad del fin al
que se refieren todas las partes hace que, al
mismo tiempo que se relacionan unas con otras
en la idea de este fin, ninguna pueda faltar sin
que se note su ausencia cuando se conocen las
otras y que ninguna adición accidental ni nin­
guna grandeza indeterminada de la perfección
(si no tiene sus límites determinados a priori)
puedan encontrar sitio. El todo es, pues, un
sistema orgánico (articuíatio), y no un conjun­
to desordenado (coacervado); puede, en ver­
dad, crecer por el interior (per intussusceptio-
nem), pero no por el exterior (per oppositio-
nem), semejante al cuerpo del animal, al que
el crecimiento no añade ningún miembro, pero
hace a cada uno de los miembros más fuerte
y más apropiado a sus fines sin cambiar en nada
las proporciones.
Crítica de la razón pura, AK III,
págs. 538 y 539.
Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1963, pág. 558.

La finalidad. Juicios determinantes


y juicios reflexionantes
La facultad de juzgar en general es la facul­
tad que consiste en pensar lo particular como
Kant 251
comprendido bajo lo universal. Si lo universal
(la regla, el principio, la ley) es dado, entonces
la facultad de juzgar que subsume bajo éste
lo particular es determinante (es lo mismo
cuando, como facultad de juzgar trascendental,
indica a priori las únicas condiciones conforme
a las cuales puede haber subsunción bajo este
universo). Si sólo es dado lo particular y si la
facultad de juzgar debe encontrar lo universal
(que le corresponde), es simplemente reflexio­
nante.
La facultad de juzgar determinante bajo las
leyes universales trascendentales que da el en­
tendimiento no hace más que subsumir; la ley
le es prescrita a priori y no le es necesario pen­
sar por sí misma en una ley para poder subor­
dinar lo particular en la naturaleza a lo uni­
versal. Sin embargo, hay tantas formas diver­
sas de la naturaleza, y por así decirlo, tantas
modificaciones de conceptos trascendentales
universales en la naturaleza, que quedan inde­
terminadas por las leyes que el entendimiento
puro da a priori; estas leyes conciernen a la
posibilidad de una naturaleza (como objeto de
los sentidos), pues para eso también debe haber
leyes que ciertamente, como leyes empíricas,
pueden ser contingentes con respecto a nues­
tro entendimiento, pero que, sin embargo, para
merecer ser llamadas leyes (como lo exige tam­
bién el concepto de una naturaleza) deben po­
der ser consideradas como necesidad a partir
de un principio de unidad de lo diverso, aunque
éste nos sea desconocido. La facultad de juzgar
reflexionante que se encuentra obligada a re-
252 Jean Ferrari
montar de lo particular en la naturaleza hasta
lo universal tiene, pues, necesidad de un prin­
cipio, que no puede tomar prestado de la ex­
periencia precisamente, porque debe fundar la
unidad de todos los principios empíricos bajo
unos principios igualmente empíricos, pero su­
periores, y consecuentemente en la posibilidad
de una subordinación sistemática de estos prin­
cipios de unos a otros. La facultad de juzgar
reflexionante' tiene que darse a sí misma como
ley tal principio trascendental, sin poder to­
marlo prestado de otra parte (porque estaría
entonces facultada para hacer juicio determi­
nante), ni puede prescribirlo a la naturaleza,
puesto que la reflexión sobre las leyes de la
naturaleza se regula sobre la naturaleza, y ésta
no se regula sobre las condiciones según las
cuales buscamos adquirir un concepto comple­
tamente contingente en relación a ella.
Ahora bien, este principio es el siguiente:
puesto que las leyes universales de la naturale­
za tienen su fundamento en nuestro entendi­
miento, que las prescribe a la naturaleza (es
verdadero solamente según su concepto uni$>
versal en tanto que naturaleza), las leyes empí­
ricas particulares, en relación a lo que perma­
nece en ellas de indeterminado por las leyes
universales, deben ser consideradas según una
unidad tal, que el entendimiento (no el nuestro
ciertamente) habría podido darle en provecho
de nuestra facultad de conocer, a fin de hacer
posible un sistema de la experiencia según las
leyes particulares de la naturaleza. No es por
eso por lo que se debe admitir realmente tal
Kant 253
entendimiento (pues es, en efecto, en la facul­
tad de juzgar reflexionante solamente donde
esta idea sirve de principio para reflexionar y
no para determinar), sino al contrario: esta fa­
cultad, este hacer, se dan una ley solamente a
sí mismos, y no a la naturaleza.
Ahora bien, si al concepto de un objeto, en la
medida en que comprende al mismo tiempo el
fundamento de la realidad de este objeto, se le
llama fin, y si se llama finalidad de la forma
de una cosa a la concordancia de ésta con
la constitución de las cosas —que sólo es posi­
ble según unos fines— al principio de la facul­
tad de juzgar, en lo que se refiere a la forma de
las cosas de la naturaleza bajo unas leyes em­
píricas en general, se le llama finalidad de la
naturaleza en su diversidad, lo que significa
que por este concepto nos representamos a la
naturaleza como si un entendimiento contuvie­
se el principio de la unidad de la diversidad de
sus leyes empíricas.
La finalidad de la naturaleza es así un con­
cepto particular a priori, que tiene su origen
únicamente en la facultad de juzgar reflexionan­
te. En efecto, no se podría atribuir a los pro­
ductos de la naturaleza tal cosa como una re­
lación de la naturaleza con unos fines; hay que
hacer uso de este concepto para reflexionar
sobre la naturaleza desde el punto de vista de
la ligazón de los fenómenos en ésta, ligazón
dada según unas leyes empíricas. Por lo demás,
este concepto es completamente distinto de la
finalidad práctica (del arte humano, o incluso
254 Jean Ferrari
de las costumbres), aunque esté pensado según
la analogía con ésta.
Crítica del Juicio, AK V, páginas
179-181.
Trad. Philonenko, París, Vrin, 1965,
págs. 27-29.

Naturaleza y libertad
El uso de nuestra facultad de conocer según
unos principios —y, en consecuencia, la filoso­
fía— se extiende tan lejos como los conceptos
a priori tienen aplicación.
Ahora bien, el conjunto de todos los objetos
con los que están relacionados estos conceptos,
a fin de constituir, en lo posible, un conoci­
miento, puede ser dividido según el grado de
suficiencia o de insuficiencia de nuestras facul­
tades en relación a este designio.
Los conceptos, en la medida en que están re­
lacionados con los objetos, sin que se considere^
si un conocimiento de éstos es o no posible, po-
seen su campo, que está determinado solamen­
te según la relación de su objeto con nuestra
facultad de conocer en general. La parte de este
campo, en el que el conocimiento es posible pa­
ra nosotros, es un territorio (territorium) para
estos conceptos y la facultad de conocer exigida
a este efecto. La parte de este territorio donde
legislan es el campo (ditio) de estos conceptos
y de las facultades de conocer que les convie­
nen. Los conceptos de la experiencia tienen su
Kant 255
territorio en la naturaleza, como conjunto de
todos los objetos de los sentidos, pero no un
campo (no tienen más que un domicilio, domi-
cilium), porque son en verdad productos de
una manera legal. No legislan, y las reglas fun­
dadas sobre ellos son empíricas y por tanto con­
tingentes.
La totalidad de nuestra facultad de conocer
posee dos campos: el de los conceptos de la
naturaleza y el del concepto de libertad; en
efecto, legisla a priori para estos dos géneros
de conceptos. La filosofía se divide también, de
acuerdo con esta facultad, en filosofía teórica y
en filosofía práctica. Pero el territorio sobre el
cual establece su dominio y sobre el que ejerce
su legislación es siempre solamente el conjunto
de los objetos de toda experiencia posible, en la
medida en que son tenidos por simples fenó­
menos; si fuese de otra manera, no se podría
concebir ninguna legislación que les concer­
niera.
La legislación por conceptos naturales se
efectúa por el entendimiento y es teórica. La
legislacióji por el concepto de libertad se efectúa
por la razón y es simplemente práctica. Sólo
porque es práctica, la razón puede legislar; en
lo que se refiere al conocimiento teórico (de la
naturaleza) no puede, partiendo de leyes dadas
(de las que está instruida gracias al entendi­
miento), más que sacar por los razonamientos
unas conclusiones, que permanecen siempre so
lamente al nivel de la naturaleza. Inversamente,
donde hay reglas prácticas la razón no legisla
256 Jean Ferrari
a pesar de ello, pues estas reglas pueden ser
técnico-prácticas.
El entendimiento y la razón tienen, pues, dos
legislaciones diferentes sobre un solo y mismo
territorio de la experiencia, y éstas no deben
molestarse una a otra. En efecto, el concepto de
la naturaleza tiene también poca influencia so­
bre la legislación por el concepto de libertad,
y éste enturbia poco la legislación de la natu­
raleza. La Crítica de la razón pura ha demos­
trado la posibilidad de pensar al menos sin
contradicción la coexistencia de dos legislacio­
nes y de las facultades que se añaden en el mis­
mo sujeto, mientras que refuta las objeciones
desvelando en éstas la apariencia dialéctica.
Pero si estos dos campos diferentes, que se
limitan sin pausa, si no ciertamente en su legis­
lación, al menos en sus efectos en el mundo
sensible, no constituyen uno solo, eso se debe a
que el concepto de la naturaleza representa bien
sus objetos en la intuición, no como cosas en sí
sino como fenómenos, mientras que en des­
quite el concepto de libertad representa en su
objeto una cosa en sí, pero no en la intuición,
y por consiguiente ninguno de los dos puede
procurar un conocimiento teórico de su objeto
(incluso del sujeto pensante) como cosa en sí,
que sería lo suprasensible, de lo que debemos
poner la idea en el fundamento de la posibilidad
de todos los objetos de la experiencia, sin que
se pueda jamás elevar y ampliar esta idea hasta
su conocimiento.
Existe así para nuestra facultad de conocer
en su conjunto un campo ilimitado, pero tam­
Kant 257
bién inaccesible: el campo de lo suprasensible,
I

donde no encontramos para nosotros ningún


territorio y en el cual no podemos tener cam­
po propicio al conocimiento teórico ni para
los conceptos del entendimiento ni para los
conceptos de la razón; tanto en provecho
del uso teórico como práctico de la razón de­
bemos ocupar este campo con ideas a las que,
en relación con las leyes que derivan del con­
cepto de libertad, debemos atribuir una reali­
dad práctica, y por eso nuestro conocimiento
teórico no se encuentra extendido en absoluto
a lo suprasensible.
Aunque se encuentre establecido un abismo
inconmensurable entre el campó del concepto
de la naturaleza (lo sensible) y el campo del
concepto de libertad (lo suprasensible), de tal
suerte que del primero al segundo (por medio
del uso teórico de la razón) no es posible nin­
gún paso, como si se tratase de mundos dife­
rentes, no debe tener el primero ninguna in­
fluencia soljre el segundo, aunque sí éste sobre
aquél. Es decir, el concepto de libertad debe
hacer real en el mundo sensible el fin impuesto
por sus leyes; y, en consecuencia, la naturaleza
debe poder ser pensada de tal manera, que la
legalidad de su forma concuerde al menos con
la posibilidad de los fines que deben ser rea­
lizados en ella según las leyes de la libertad. Es
preciso, pues, que exista un fundamento de la
unidad dé lo suprasensible, que está en el prin­
cipio de la naturaleza, con lo que el concepto,
aunque no alcance ni teóricamente ni práctica­
mente a aportar un conocimiento (pues no po-
KANT.— 9
258 Jean Ferrari
see ningún campo particular), hace posible el
paso de la manera de pensar según los princi­
pios de uno a la manera de pensar según los
principios de otro.
Crítica del Juicio, AK V, páginas
174-176.
Trad. Philonenko, París, Vrin,
1965, págs. 23-25.

La belleza, símbolo de la moralidad


Digo, pues: lo bello es el símbolo del bien
moral; desde este punto de vista (relación que
es natural a cada uno y que cada uno espera
de los otros como un deber) agrada y pretende
el asentimiento de todos los otros, y en esto el
espíritu es consciente de ser ennoblecido de
alguna manera y de ser elevado por encima de
la simple aptitud de experimentar un placer
por las impresiones de los sentidos, estimando
el valor de los otros por una máxima semejan­
te de su Juicio. Se trata de lo inteligible hacia
lo que mira el gusto y en relación al cual se
conciertan nuestras facultades superiores de
conocer y sin el cual surgirían contradicciones
entre su naturaleza y las pretensiones que edu­
ca el gusto. El Juicio no se ve en el gusto, como
en el juicio empírico, sometido a una heterono-
mía de la experiencia: en relación a los ob­
jetos de una satisfacción tan pura, ella misma
da la ley, como la razón misma da la ley en re­
lación a la facultad de desear; y tanto en reía-
Kant 259
ción a esta posibilidad interna en el sujeto co­
mo a la posibilidad externa de una naturaleza
que concuerda con ésta, dicha posibilidad se
ve ligada a alguna cosa que existe dentro del
sujeto mismo y fuera de éste, que no es ni na­
turaleza ni libertad, aunque va unida, sin em­
bargo, al fundamento de la libertad, es decir,
lo suprasensible, en lo cual la facultad teórica
está ligada formando una unidad con la facul­
tad práctica de una manera semejante para
todos, pero desconocida. Indicaremos algunos
puntos de esta analogía, sin descuidar, sin em­
bargo, las diferencias.
1. Lo bello agrada inmediatamente (pero
solamente en la intuición reflexionante; no en
el concepto, como la moralidad). 2. Agrada fue­
ra de todo interés (sin duda el bien moral está
necesariamente ligado a un interés, pero no a
un interés que precede al juicio sobre la satis­
facción, sino a un interés que resulta del jui­
cio). 3. La libertad de la imaginación (por tan­
to, de la sensibilidad de nuestra facultad) está
representada en el acto de juzgar lo bello como
concertando con la legalidad del entendimiento
(en el juicio moral la libertad de la voluntad
está pensada como el acuerdo de esta facultad
con ella misma, según unas leyes universales
de la razón). 4. El principio subjetivo del juicio
sobre lo bello está representado como universal,
es decir, válido para todo el mundo, sin estar
representado como cognoscible por un concep­
to universal (se declara también universal, es
decir, válido para todos los sujetos, al mismo
tiempo que para todas las acciones del sujeto,
260 Jean Ferrari
el principio objetivo de la moralidad; pero se
le declara como susceptible de ser conocido
por un concepto universal). También el juicio
moral no es solamente susceptible de principios
determinados constitutivos, sino que es posi­
ble únicamente por la fundación de las máxi­
mas sobre éstos y su universalidad.
Pero el sentido común está acostumbrado a
contar con esta analogía, y designamos a me­
nudo a los objetos bellos de la naturaleza o del
arte con nombres que parecen tener en su prin­
cipio un juicio moral. Hablando de edificios y
de árboles, decimos que son majestuosos y mag­
níficos, o de campos, que son rientes y alegres;
a los mismos colores se les llama inocentes, mo­
destos, tiernos, porque despiertan unas sensa­
ciones que envuelven alguna cosa análoga al
estado de ánimo suscitado por juicios morales.
El gusto hace —por así decirlo— posible, sin
un salto demasiado brusco, el paso del atrac­
tivo sensible al interés moral habitual, puesto
que representa la imaginación en su libertad
misma como determinable de una manera final
por el entendimiento y enseña a encontrar una
libre satisfacción hasta en los objetos de los
sentidos sin atractivo sensible.
Crítica del Juicio, AK V, págs. 353
y 354.
Trad. Philonenko, París, Vrin,
1965, págs. 175 y 176.
Kant 261

El hombre, fin último de la naturaleza


Hemos mostrado en lo que precede que tene­
mos una razón suficiente para considerar al
hombre no simplemente —como a todos los se­
res organizados— fin de la naturaleza, en rela­
ción a la que todas las otras cosas naturales
constituyen un sistema de fines, y esto es cier­
to, según los principios de la razón, no sólo para
el Juicio determinante, sino también para el
Juicio reflexionante. Si ahora debemos encon­
trar en el hombre mismo lo que, en tanto que
fin, debe ser realizado por su ligazón con la na­
turaleza, debe ser o bien un fin tal que pueda
ser realizado por la naturaleza en su beneficen­
cia, o bien la aptitud o la habilidad concercien-
te a todas las clases de fines para las que la
naturaleza (exterior e interiormente) podría ser
utilizada por el hombre. El primer fin de la na­
turaleza sería la felicidad; el segundo, la cul­
tura del hombre.
El concepto de felicidad no es un concepto
que el hombre abstrae de sus instintos y que
extrae de su propia animalidad, sino que es la
simple idea de un estado, a la que quiere hacer
adecuado este estado bajo simples condiciones
empíricas (lo que es imposible). Se propone
esta idea de maneras muy diferentes, por medio
de su entendimiento mezclado a la imaginación
y a los sentidos; incluso modifica tan a menu­
do este concepto, que si la naturaleza estuviese
enteramente sometida a su capricho, no po­
262 Jean Ferrari
dría en absoluto admitir ninguna ley universal
determinada y fija para concordar con este
concepto movedizo y, haciendo esto, con el fin
que cada uno se propone de manera arbitraria.
Incluso si quisiésemos llevar este fin a la ver­
dadera necesidad natural, en la que nuestra es­
pecie está completamente de acuerdo consigo
misma, o bien exaltar al más alto grado la ha­
bilidad para realizar unos fines imaginados, ha­
bría que reparar en esto: lo que el hombre
comprende bajo el nombre de felicidad, y que
es de hecho su fin natural último (y no el fin
de la libertad), no se logrará, porque su natu­
raleza no es tal que pueda encontrar su térmi­
no y satisfacerse en la posesión y el goce. Por
otra parte, es erróneo pensar que la naturaleza
ha hecho de él su favorito particular y que le
ha otorgado más beneficios a él que a todos los
animales; muy al contrario, no le ha cuidado
más que a otro animal en sus efectos pernicio­
sos: la peste, el hambre, el agua, el frío, los
ataques de otros animales grandes y pequeños;
y aun más, la incoherencia de sus disposiciones
naturales le hunde en los tormentos que él se
forja y le acorrala junto a sus semejantes por
la opresión de la tiranía, la barbarie de las
guerras, etcétera, en una miseria grande, y el
hombre mismo se afana de tal manera, mien­
tras tiene fuerza, en la destrucción de su propia
especie, que incluso con la más bienhechora
naturaleza fuera de nosotros, el fin de ésta, ad­
mitiendo que sea tal la felicidad de nuestra es­
pecie, no podría ser alcanzado sobre la tierra
en un sistema de la naturaleza, porque la na­
Kant 263
turaleza en nosotros no está dispuesta a ello.
Es, pues, siempre solamente un miembro en la
cadena de los fines naturales, principio sin du­
da en relación con muchos fines, al que la na­
turaleza en su disposición parece haberle des­
tinado, y él mismo se coloca como tal; pero
también es medio de conservación de la finali­
dad en el mecanismo de los otros miembros.
Siendo el único ser sobre la tierra que posee
un entendimiento y, por tanto, una facultad de
proponerse arbitrariamente unos fines, merece
ciertamente el título de señor de la naturaleza,
y si se considera a la naturaleza como a un
sistema teleológico, es según su destino el fin
último de la naturaleza; pero es siempre sola­
mente de manera condicional, es decir, a con­
dición de que sepa y de que tenga la voluntad
de establecer entre ella y él una relación final
tal, que ésta sea independiente de la naturaleza
y, bastándose a sí misma, pueda ser por consi­
guiente fin último; pero no debe en absoluto ser
buscada en la naturaleza.
Para descubrir dónde debemos colocar, al
menos en lo que al hombre respecta, este fin
último de la naturaleza, debemos buscar lo que
la naturaleza puede efectuar para prepararle a
lo que debe hacer él mismo si quiere ser un
fin último y separarle de todos los fines, cuya
posibilidad descansa sobre unas condiciones
que solamente pueden esperarse de la naturale­
za. De esta última clase es la felicidad sobre la
tierra, por la que se entiende el conjunto de
todos los fines posibles (para el hombre) de la
naturaleza fuera y dentro del hombre; ahí está
264 Jean Ferrari
la materia de todos sus fines sobre la tierra,
que le vuelve incapaz, si hace de ello su meta
única, de poner un fin último a su existencia
y de estar de acuerdo con éste. De todos los
fines que el hombre puede proponerse en la na­
turaleza no queda, pues, más que la condición
formal subjetiva, quiero decir, la aptitud para
proponerse en general unos fines y (no depen­
diendo de la naturaleza en su determinación
final) para utilizar la naturaleza como medio,
de conformidad con las máximas de sus fines
libres en general; la naturaleza, con vistas a
este fin último, que le es exterior, puede pres­
tarse a ello, y eso puede entonces ser conside­
rado como su fin último propio. Producir en un
ser racional la aptitud general para los fines
que le agradan (por consiguiente, en su liber­
tad) es la cultura. Así, sólo la cultura puede
ser el fin último que se puede atribuir con al­
guna razón a la naturaleza en relación a la es­
pecie humana (y no su propia felicidad sobre la
tierra, o incluso el hecho para la especie hu­
mana de ser el principal instrumento para crear
orden y armonía en la naturaleza fuera del hom­
bre, que está desprovista de razón).
Pero toda cultura no basta a este fin último
de la naturaleza. La cultura de la habilidad es
con seguridad la principal condición subjetiva
de la aptitud para la realización de los fines en
general, pero no basta para ayudar a la volun­
tad en la determinación y en la elección de sus
fines, mientras que ésta pertenece esencialmen­
te al conjunto de la aptitud para unos fines.
Esta última condición de la aptitud, que se po-
Kant 265
dría llamar cultura de la disciplina, es negativa
y consiste en la liberación de la voluntad del
despotismo de los deseos que, atándonos a
ciertos objetos de la naturaleza, nos hacen in­
capaces de elegir por nosotros mismos, porque
recibimos las tendencias como unas cadenas
que la naturaleza nos ha dado cual hilos con­
ductores, a fin de que no descuidemos en nos­
otros el destino de la animalidad y que no la
lesionemos, puesto que somos bastante libres
para retener o abandonar, para desarrollar o
reducir estas tendencias, de conformidad con
lo que exigen los fines de la razón.
La habilidad puede desarrollarse bien en la
especie humana, gracias a la desigualdad entre
los hombres, puesto que la mayoría, sin tener
una necesidad particular del arte, provee, por
así decirlo, mecánicamente a las necesidades de
la vida para la comodidad y el ocio de otros
hombres que se dedican a partes menos nece­
sarias de la cultura, como son la ciencia y el
arte, y estos últimos oprimen a los primeros
manteniéndolos en un estado de duro trabajo,
sin muchas alegrías, aunque poco a poco nu­
merosos elementos de la cultura de la clase
superior se extienden en la clase inferior. Pero
con el progreso de la cultura (cuya cima se
llama lujo cuando la tendencia hacia lo su-
perfluo comienza a perjudicar a lo necesario)
las miserias crecen por los dos lados con igual
potencia; por un lado, a consecuencia de la ti-*
ranía del prójimo; por el otro, a causa de una
insaciabilidad interna; pero la miseria brillante
va ligada, sin embargo, al desarrollo de las dis-
266 Jean Ferrari
posiciones naturales en la especie humana, y
el fin de la naturaleza misma, incluso si no es
éste nuestro fin, se alcanza no obstante aquí. La
única condición formal bajo la que la naturale­
za puede alcanzar esta su meta final estriba
en esta constitución de las relaciones de los
hombres unos con otros, donde al perjuicio que
traen las libertades en conflicto se opone un
poder legal en un todo que se llama sociedad
civil; es, en efecto, solamente en esta última
donde puede efectuarse el mayor desarrollo de
las disposiciones naturales. Aunque los hombres
fuesen bastante inteligentes para encontrarla y
bastante sabios para someterse voluntariamen­
te a su ordenamiento, sería todavía necesario
un todo cosmopolita, es decir, un sistema de
todos los Estados que corren el riesgo de per­
judicarse recíprocamente; en ausencia de este
sistema y existiendo el obstáculo que oponen
la ambición, la voluntad de dominación y la
avidez —principalmente entre los que detentan
el poder— a la posibilidad misma de tal pro­
yecto, la guerra —en la que en parte los Esta­
dos se dislocan y se dividen en otros más pe­
queños y en parte también un Estado se une
con otros más pequeños y tiende a formar un
todo mayor— es inevitable tentativa ciega del
hombre (suscitada por pasiones desencadena­
das). Es también quizá una tentativa misteriosa
e intencional de la sabiduría suprema, si no
para establecer, al menos para preparar la ar­
monía de la legalidad con la libertad de los Es­
tados y por tanto la unidad de un sistema de
éstos moralmente fundado; a pesar de la espan­
Kant 267
tosa angustia con que abruma a la especie hu­
mana y de la miseria quizá todavía mayor que
impone su constante preparación en tiempo de
paz, la guerra es, sin embargo, una tendencia
suplementaria (mientras que la esperanza de
un estado pacífico de felicidad del pueblo se
aleja cada vez más) para desarrollar al más al­
to grado todos los talentos que sirven a la
cultura.
En lo que se refiere a las inclinaciones para
las que, en relación a nuestro destino en tanto
que especie animal, la disposición natural en­
cuentra ser perfectamente final, pero que hacen
muy difícil el desarrollo de la humanidad, com­
probamos también, desde el punto de vista de
esta segunda exigencia de la cultura, una ten­
dencia final de la naturaleza a un desarrollo que
nos hace aptos para unos fines más elevados
que los que puede proponer la naturaleza. No
cabe discutir la lluvia de males que desparrama
sobre nosotros, gracias a la muchedumbre in­
satisfecha de las inclinaciones así producidas,
el refinamiento del gusto hasta su idealización,
e incluso el lujo en las ciencias, verdadero ali­
mento de la vanidad; en desquite, no hay que
desconocer el fin de la naturaleza queriendo re­
ducir siempre más la grosería y la brutalidad
de las inclinaciones, que pertenecen más bien
a la animalidad y son las que más se oponen
al desarrollo de nuestro destino superior (las
inclinaciones al goce), haciendo sitio a la evo­
lución humana. Las bellas artes y las ciencias,
que hacen al hombre si no mejor moralmente,
al menos más civilizado, gracias a un placer que
268 Jean Ferrari
puede ser comunicado a todos y a la cortesía
y al refinamiento para la sociedad, ganan mucho
terreno sobre la tiranía de la inclinación sen­
sual y, haciendo esto, preparan al hombre a un
dominio en el que sólo la razón poseerá el po­
der, puesto que los males que nos son infligidos
en parte por la naturaleza, en parte por el in­
tratable egoísmo del hombre, utilizan al mismo
tiempo las fuerzas del alma, las intensifican y
las fortifican, a fin de que resistan, y nos hacen
sentir así una aptitud para los fines superiores,
que está escondida en nosotros. *
Crítica del Juicio, AK V, páginas
429-434.
Trad. Philonenko, París, Vrin,
1965, págs. 240-243.
* Es difícil decidir qué valor posee la vida para
nosotros, si se estima este valor simplemente según
lo que se goza (el fin natural de todas las inclinacio­
nes en su conjunto es la felicidad). Cae por debajo de
cero; en efecto, ¿quién querría comenzar de nuevo
una vida bajo las mismas condiciones o incluso según
un plan nuevo que habría elaborado él mismo (aun­
que conforme a la naturaleza), pero que estaría es­
tablecido para el goce? Ha quedado demostrado más
arriba qué valor posee, por tanto, la vida según lo que
se encierra en ella, cuando es conducida de acuerdo
con el fin que la naturaleza se propone a nuestro res­
pecto, es decir, según lo que se hace (y no solamente
según lo que se goza), mientras que sin embargo so­
mos siempre medios para un fin último indetermina­
do. Queda, pues, en definitiva el valor que damos nos­
otros mismos a nuestra vida, no solamente actuando,
sino también actuando de motivo final, de una ma­
nera tan independiente de la naturaleza que incluso
la existencia de la naturaleza no puede ser fin más
que con esta condición.
Kant 269

La insociable sociabilidad
El medio de que se sirve la naturaleza para
realizar el desarrollo de todas sus disposiciones
es su antagonismo en el seno de la sociedad, en
tanto que éste sea, en fin de cuentas, la causa de
una ordenación regular de esta sociedad. En­
tiendo aquí por antagonismo la insociable so­
ciabilidad de los hombres, es decir, su inclina­
ción, que está sin embargo doblada con una re­
pulsión general a hacerlo, que amenaza cons­
tantemente con disgregar esta sociedad. El hom­
bre tiene inclinación a asociarse, pues en tal
estado se siente más que hombre por el des­
arrollo de sus disposiciones naturales. Pero ma­
nifiesta también una gran propensión a sepa­
rarse (aislarse), pues encuentra al mismo tiem­
po en él el carácter de insociabilidad que le em­
puja a querer dirigir todo en su sentido; y por
este hecho espera encontrar resistencias por
todos lados, de la misma manera que se sabe
por sí mismo inclinado a resistir a los otros.
Es esta resistencia la que despierta todas las
fuerzas del hombre, le lleva a dominar su in­
clinación a la pereza y, bajo el impulso de la
ambición, del instinto de dominación o de avi­
dez, a abrirse un sitio entre sus compañeros, a
quienes soporta de mala gana, pero de los qüe
no puede prescindir. El hombre ha recorrido
entonces los primeros pasos que le llevan de
la grosería a la cultura, cuyo verdadero fun­
damento es el valor social del hombre; es en­
270 Jean Ferrari
tonces cuando se desarrollan poco a poco to­
dos los talentos, cuando se forma el gusto y
cuando, incluso prosiguiendo esta evolución ha­
cia la claridad, comienza a fundarse una forma
de pesamiento que puede con el tiempo trans­
formar la grosera disposición natural al discer­
nimiento moral en principios prácticos deter­
minados. Por esta vía, un acuerdo patológica­
mente obtenido en vista del establecimiento
de una sociedad, puede convertirse en un todo
moral. Sin estas cualidades de insociabilidad,
poco simpáticas ciertamente por sí mismas,
fuente de la resistencia que cada uno debe ne­
cesariamente encontrar en sus pretensiones
egoístas, todos los talentos quedarían para siem­
pre ocultos en gérmenes, en medio de una exis­
tencia de pastores de Arcadia, en una concor­
dia, una satisfacción y un amor mutuo perfecto;
los hombres, dulces como los corderos que
hacen apacentar, no darían a la existencia ape­
nas más valor del que tiene su rebaño domés­
tico; no colmarían la nada de la creación en
consideración del fin que se propone como na­
turaleza racional. Demos las gracias, pues, a la
naturaleza por este humor poco conciliante, por
la vanidad rivalizando en la envidia, por el ape­
tito insaciable de posesión, o incluso de domi­
nación. Sin eso, todas las disposiciones natura­
les excelentes de la humanidad quedarían aho­
gadas en un sueño eterno. El hombre quiere
la concordia, pero la naturaleza sabe mejor
que él lo que es bueno para su especie; quiere
la discordia. El hombre quiere vivir cómoda­
mente a su gusto; pero la naturaleza quiere que
Kant 271
esté obligado a salir de su inercia y de su sa­
tisfacción pasiva, que se hunda en el trabajo
y en la fatiga para encontrar en cambio los me­
dios de liberarse sabiamente.
Ideas para una Historia Universal
desde el punto de vista cosmopolita,
AK VIII, págs. 20 y 21.
Trad. Piobetta en La filosofía de
la historia, Aubier-Montaigne, pági­
nas 64-66.

La Sociedad de las Naciones


El problema del establecimiento de una cons­
titución civil perfecta va unido al problema del
establecimiento de relaciones regulares entre
los Estados, y no puede ser resuelto con inde­
pendencia de este último. ¿Para qué trabajar
en una constitución civil regular, es decir, en
el establecimiento de una comunidad entre in­
dividuos aislados? La misma insociabilidad que
obliga a los hombres a unirse es, a su vez, la
causa de donde resulta que cada comunidad
en las relaciones exteriores, ésto es, en sus re­
laciones con los otros Estados, goza de una li­
bertad sin obligación; en consecuencia, cada
Estado debe esperar sufrir a causa de los otros
exactamente los mismos males que pesaban
sobre los hombres y les obligaban a entrar en
un estado civil regido por leyes. La naturaleza
ha utilizado una vez más la incompatibilidad
de los hombres, e incluso la incompatibilidad
272 Jean Ferrari
entre grandes sociedades y cuerpos políticos
a los que se presta esta especie de criaturas,
como un medio para forjar en el seno de su
inevitable antagonismo un estado de calma y
de seguridad.
De esta manera, por medio de las guerras, de
los preparativos excesivos e incesantes con vis­
tas a las guerras y de la miseria que se deriva
interiormente para cada Estado, incluso en
tiempo de paz, la naturaleza, en unas tentati­
vas primero imperfectas y tras muchas ruinas,
muchos naufragios e incluso un agotamiento
interior radical de sus fuerzas, empuja a los
Estados a hacer lo que la razón habría podido
también enseñarles sin tan tristes pruebas, es
decir, salir del estado anárquico de salvajismo
para entrar en una Sociedad de las Naciones.
Allí cada uno —comprendiendo al Estado más
pequeño— podría esperar la garantía de su se­
guridad y sus derechos, no por su propio po-
det o por la propia apreciación de su derecho,
sino únicamente por esta gran Sociedad de las
Naciones (Foedus Amphyctionum), es decir,
por una fuerza unida y por una decisión toma­
da en virtud de leyes fundadas sobre el acuer­
do de voluntades. Por muy novelesca que pue­
da parecer esta idea, y aunque la hayan ridi­
culizado un abate Saint-Pierre o un Rousseau
(quizá porque creían la realización muy pró­
xima), tal es sin embargo el desenlace inevita­
ble de la miseria en que los hombres se hun­
den unos a otros, y que debe forzar a los Es­
tados a adoptar la resolución (incluso si este
paso les cuesta mucho) que el hombre salvaje
Kant 273
había aceptado antiguamente también de mala
gana: resolución de renunciar a la libertad bru­
tal para buscar reposo y seguridad en una cons­
titución conforme a unas leyes. Todas las gue­
rras son por este hecho otras tantas tentativas
(no desde luego en la intención de los hom­
bres, sino en la de la naturaleza) para realizar
nuevas relaciones entre los Estados y, por su
destrucción, o al menos por su desmembración
general, para formar nuevos cuerpos; éstos, a
su vez, sea en sus relaciones internas, sea en
sus relaciones mutuas, no pueden mantenerse
y, por consiguiente, deben sufrir otras revolu­
ciones análogas. Un día, en fin, en parte por el
establecimiento más adecuado de la constitu­
ción civil sobre el plan interior, en parte sobre
el plan exterior por una convención y una le­
gislación comunes, se establecerá un estado
de cosas que podrá mantener por sí mismo,
como un autómata, una forma tal de comuni­
dad civil universal...
...En tanto que no esté franqueado este últi­
mo escalón (a saber, la asociación de los Esta­
dos), lo que apenas representa una mitad del
desarrollo para la naturaleza humana, esta úl­
tima soporta los peores males bajo la aparien­
cia engañosa de un bienestar exterior; y Rous­
seau no estaba muy equivocado al preferir ei
estado salvaje, abstracción hecha evidentemen­
te de este último grado al que nuestra especie
debe elevarse todavía. Estamos altamente cul­
tivados en el campo del arte y de la ciencia.
Estamos civilizados hasta el punto de estar
abrumados en cuanto a la urbanidad y a las con­
274 Jean Ferrari
veniencias sociales de todo orden, pero en cuan­
to a considerarnos ya moralizados queda mucho
todavía, pues la idea de la moralidad pertenece
aún a la cultura; en cambio, la aplicación de
esta idea, que conduce solamente a una apa­
riencia de moralidad en el honor y en la con­
veniencia exterior, constituye simplemente la
civilización. En tanto que los Estados consagren
todas sus fuerzas a unos fines de expansión
quiméricos y violentos y traben sin cesar el
lento esfuerzo de formación interior del pen­
samiento en sus ciudadanos, privándoles inclu­
so de todo auxilio en la realización de este fin,
no se puede descontar ningún resultado de este
género; pues es necesario un largo trabajo in­
terior por parte de cada comunidad para for­
mar a este respecto a sus ciudadanos. En
cambio, todo bien que no esté basado en una
disposición moralmente buena no es más que
pura quimera y falso oropel. El género humano
permanecerá sin duda en esta posición hasta
que, de la manera que acabo de indicar, se li­
bere con esfuerzo de la situación caótica en
que se encuentran las relaciones entre Estados.
Ideas para una Historia Universal
desde el punto de vista cosmopolita,
AK VIII, págs. 24-26.
Trad. Piobetta en La filosofía de
la historia, Aubier-Montaigne, pági­
nas 69-73.
Kant 275

La Revolución francesa:
un acontecimiento de nuestro tiempo que
prueba la tendencia moral de la humanidad
Este acontecimiento no puede interpretarse
simplemente como un conjunto de acciones o
fechorías importantes cometidas por los hom­
bres: lo que era grande entre los hombres se
ha vuelto pequeño o lo que era pequeño se ha
vuelto grande; desaparecen antiguos y brillan­
tes edificios políticos como por arte de magia y
en su lugar surgen otros, como de las profundi­
dades de la tierra. No, nada de eso. Se trata
solamente de la manera de pensar de los es­
pectadores, que se traiciona públicamente en
este juego de las grandes revoluciones y que,
incluso a pesar del peligro de los serios incon­
venientes que podría atraer tal parcialidad, ma­
nifiesta no obstante un interés universal, que
es sin embargo desinteresado para los jugado­
res de un partido contra los del otro, demos­
trando así (a causa de la universalidad) un as­
pecto de la humanidad en general y también
(a causa del desinterés) un aspecto moral de
ésta, al menos en su fondo, que no sólo permi­
te esperar el progreso hacia lo mejor, sino que
constituye incluso tal progreso en la medida
en que puede ser alcanzado actualmente.
Que la revolución de un pueblo espiritual que
hemos visto efectuarse en nuestros días tenga
éxito o fracase; que amontone la miseria y los
crímenes horrorosos hasta el punto de que si
276 Jean Ferrari
un hombre sabio pudiese esperar, al empren­
derla por segunda vez y acabarla felizmente, se
decidiría a no intentar jamás la experiencia a
ese precio, esta revolución, digo, encuentra en
los espíritus de todos los espectadores (que no
están comprometidos en este juego) una sim­
patía que roza en el entusiasmo y su manifes­
tación misma expone al peligro; por consiguien­
te, no podía tener otra causa que una disposi­
ción moral del género humano.
La causa moral que interviene aquí es doble:
primero, la del derecho que tiene un pueblo,
si quiere darse una constitución política que le
parezca buena, de no ser impedido por otros
poderes; segundo, la del fin (que es también
un deber), a saber: que sólo la constitución de
un pueblo es en sí conforme al derecho y mo­
ralmente buena cuando es, por su naturaleza,
propia para evitar por principio una guerra
ofensiva —eso no puede serlo más que la cons­
titución republicana, al menos teóricamente— y
en consecuencia propia para colocarse en unas
condiciones gracias a las cuales la guerra (fuen­
te de todos los males y de toda corrupción de
las costumbres) esté descartada y el progreso
hacia lo mejor asegurado negativamente al gé­
nero humano, a pesar de toda su flaqueza;
pero al menos será un progreso sin trabas.
A pesar de esto y del hecho de participar en
el bien con pasión, el entusiasmo no debe ser
aprobado todavía. Toda emoción como tal me­
rece censura, permitiendo, sin embargo, gracias
a esta historia, hacer la siguiente observación,
importante para la antropología, a saber: que el
Kant 277
verdadero entusiasmo se refiere siempre a lo
que es ideal y, ciertamente, a lo que es pura­
mente moral (al concepto del derecho, por
ejemplo). No puede basarse sobre el interés.
Los adversarios de los revolucionarios no pue­
den, a pesar de las recompensas pecuniarias,
alzarse hasta el celo y la grandeza de alma que
despierta en éstos el puro concepto del derecho,
e incluso el concepto del honor de la vieja no­
bleza guerrera (una manifestación del entusias­
mo) se desvanece ante las armas de los que tie­
nen en vista el derecho del pueblo al que per­
tenecen y que se consideran como los defen­
sores de este derecho; exaltación con lá que
simpatiza el público que contempla desde fue­
ra, sin que tenga la menor intención de in­
tervenir.
El conflicto de las facultades, AK
VII, págs. 85 y 86.
Trad. Gibelin, París, Vrin, 1955,
págs. 100-103.

V El campo de la filosofía
La filosofía es, pues, el sistema de los cono­
cimientos filosóficos o de los conocimientos ra­
cionales por medio de conceptos. Tal es la no­
ción escolástica de esta ciencia. Según su no­
ción cósmica, es la ciencia de los fines últimos
de la razón humana. Esta concepción elevada
confiere a la filosofía dignidad, es decir, valor
absoluto. Y efectivamente, es incluso la única
278 Jean Ferrari
que no posee más valor que el intrínseco y que
confiere originalmente un valor a los otros co­
nocimientos.
Seguramente siempre acabamos por pregun­
tarnos: ¿para qué sirve el filosofar? ¿Para qué
sirve la meta contemplada finalmente: la filoso­
fía misma, considerada como ciencia según su
concepto escolástico?
En este sentido escolástico de la palabra, la
filosofía apunta solamente a la habilidad; desde
el punto de vista de su concepto cósmico, al
contrario, a la utilidad. Desde el primer punto
de vista es, pues, una doctrina de la habilidad;
desde el segundo, una doctrina de la sabiduría,
la legisladora de la razón, y en esta medida el
filósofo no es un artista de la razón, sino su
legislador.
El artista de la razón, o como le llama Só­
crates, el filodoxo, mira simplemente al cono­
cimiento especulativo sin preguntarse en qué
medida contribuye el saber al fin último de la
razón humana: da las reglas para colocar la ra­
zón al servicio de toda clase de fines. El filósofo
práctico, el dueño de la sabiduría por la doc­
trina y por el ejemplo, es el verdadero filósofo.
Pues la filosofía es la idea de una sabiduría per­
fecta que nos señala los fines últimos de la ra­
zón humana.
En la filosofía según su noción escolástica es
necesario hacer dos partes: en primer lugar,
una provisión suficiente de conocimientos ra­
cionales; por otra parte, una organización sis­
temática de estos conocimientos, o su conexión
en la idea de un todo.
Kant 279
No solamente la filosofía permite tal organi­
zación estrictamente sistemática, sino que es
la única que posee, en el sentido más propio,
una organización sistemática y que da a todas
las otras ciencias una unidad sistemática.
Pero tratándose de la filosofía según su sen­
tido cósmico (in sensu cosmico), la podemos
llamar también ciencia de las máximas supre­
mas del uso de nuestra razón, si se entiende por
máxima el principio interno de la elección en­
tre diferentes fines.
Pues la filosofía, en este último sentido, es in­
cluso la ciencia de la relación de todo conoci­
miento y de todo uso de la razón con el fin
último de la razón humana, fin al que, en tanto
que supremo, están subordinados todos los
otros fines y en el que deben estar todos unifi­
cados.
El campo de la filosofía en este sentido se re­
duce a las cuestiones siguientes:
1. ¿Qué puedo saber?
2. ¿Qué debo hacer?
3. ¿Qué me está permitido esperar?
4. ¿Qué es el hombre?
A la primera cuestión responde la metafísica;
a la segunda, la moral; a la tercera, la religión;
a la cuarta, la antropología. Pero en el fondo
podría reducirse todo a la antropología, puesto
que las tres primeras cuestiones se refieren a
la última.
280 Jean Ferrari
El filósofo debe pues poder determinar:
1. La fuente del saber humano.
2. La extensión del uso posible y útil de
todo saber.
3. Los límites de la razón.
Esta última determinación es la más indispen­
sable y la más difícil; pero el filodoxo no se
preocupa por ello.
Lógica, AK IX, págs. 23-25.
Trad. Guillermit, París, Vrin, 1966,
págs. 23-25.
Pedagogía y filosofía
Toda enseñanza de la juventud tiene en sí el
inconveniente de que está forzada a adelantar
los años por medio del conocimiento y que, sin
esperar a la madurez del entendimiento, debe­
mos conferir unos conocimientos que, según
el orden natural, no podrían ser comprendidos
más que por una razón ejercitada y experimen­
tada. De ahí derivan los eternos prejuicios de
las escuelas, que son más tenaces y a menudo
más absurdos que los comunes, y la locuacidad
precoz de los jóvenes pensadores, que es más
ciega que toda otra presunción y más irreme­
diable que la ignorancia. Sin embargo, este in­
conveniente no puede ser completamente elu­
dido, pues en una época de una organización
social muy refinada los conocimientos sutiles
Kant 281
forman parte de los medios del progreso y se
convierten en necesidades que, según su natu­
raleza, deben ser contadas propiamente entre
los ornamentos de la vida y, por así decirlo, en­
tre sus bellezas superfluas. Sin embargo, es po­
sible conformar mejor a la naturaleza la ense­
ñanza pública, incluso en una materia en que
podemos ponerla de acuerdo con ella. Pues
comoj el progreso natural de los conocimientos
es que el entendimiento se forme en primer
lugar llegando por la experiencia a los juicios
intuitivos y por éstos a los conceptos, que di­
chos conceptos puedan luego ser reconocidos
por la razón en relación con sus principios y
sus consecuencias, y finalmente reunidos por la
ciencia en un todo bien ordenado, la enseñanza
debe recorrer el mismo camino. Lo que se es­
pera, pues, de un profesor es que forme en sus
oyentes primero el entendimiento del hombre,
luego su razón y finalmente haga de él un sabio.
Tal conducta tiene la ventaja de que, incluso
si el estudiante no llegase jamás al último gra­
do, como sucede corrientemente, habrá sacado
provecho sin embargo de la enseñanza y se ha­
brá hecho, si no para la escuela, al menos para
la vida, más ejercitado y más inteligente.
Si se invierte este método, el alumno adquiere
una especie de razón antes de que se haya for­
mado en él el entendimiento y lleva una ciencia
prestada, que, por así decirlo, sólo está colgada
de él y no se ha desarrollado en dicho sujeto,
pues su aptitud intelectual ha quedado tan es­
téril como antes, pero se ha vuelto al mis­
mo tiempo más corrompida por la ilusión de
282 Jean Ferrari
la ciencia. Tal es la razón por la que no es ra­
ro encontrar sabios —hablando propiamente:
personas que han hecho estudios— que mues­
tran poco entendimiento, y por ello las Acade­
mias envían al mundo más cabezas imbéciles
que cualquier otro estado de la sociedad.
La regla de conducta es así la siguiente: en
primer lugar, hacer madurar el entendimiento
y acelerar su crecimiento, ejercitándolo en unos
juicios de experiencia y haciéndolo atento a lo
que pueden enseñarle las impresiones compa­
radas de sus sentidos. No se debe intentar un
salto audaz de estos juicios o conceptos a los
más elevados y a los más alejados, sino llegar
allí por el sendero natural y allanado de los
conceptos interiores que conducen poco a poco
más lejos; pero todo eso de acuerdo con la
aptitud que necesariamente ha debido produ­
cir en él el ejercicio precedente, y no según la
qué percibe —o cree percibir— en sí mismo, y
que supone tan erróneamente en sus oyentes.
En resumen, no se debe enseñar pensamientos,
sino a pensar; no se debe llevar al alumno, sino
guiarlo, si se quiere que sea en el futuro capaz
de marchar por sí mismo.
La naturaleza propia de la filosofía requiere
tal manera de enseñar. Pero cómo es verdade­
ramente una ocupación para el adulto, no es
asombroso que se presenten dificultades cuan­
do se quiere conformarla a la aptitud menos
ejercitada de la juventud. El estudiante que sale
dé la enseñanza escolar está acostumbrado a
aprender. Piensa ahora que va a aprender la fi­
losofía, lo que es sin embargo imposible, pues
Kant 283
debe en adelante aprender a filosofar. Voy a
explicarme más claramente: todas las ciencias
que cabe aprender pueden en sentido propio
ser reducidas a dos géneros: las ciencias histó­
ricas y matemáticas. A las primeras pertenecen,
además de la historia propiamente dicha, la
descripción de la naturaleza, la filología, el de­
recho positivo... Ahora bien, en todo lo que es
histórico, la experiencia personal o el testimo­
nio extranjero, y en lo que es matemático, la
evidencia de los conceptos y la necesidad de la
demostración constituyen algo que está dado de
hecho; por consiguiente, es una posesión y, por
así decirlo, tiene que ser asimilado. Es, pues,
posible en uno y otro caso aprender, es decir,
imprimir, sea en la memoria, sea en el enten­
dimiento, lo que puede sernos expuesto como
una disciplina ya acabada. Así, para poder
aprender también la filosofía haría falta, en pri­
mer lugar, que existiese realmente una. Debe­
ríamos poder presentar un libro y decir: «Ved,
he aquí asegurados la ciencia y unos conoci­
mientos; aprended a comprenderlo y a retener­
lo; construid en seguida sobre esto y seréis filó­
sofos». Hasta que me enseñen tal libro de filo­
sofía, sobre el cual pueda apoyarme casi como
sobre Polibio para exponer un acontecimiento
de la historia, o sobre Euolides para explicar
una proposición de geometría, séame permitido
decir que abusamos de la confianza del público
cuando, en lugar de extender la aptitud intelec­
tual de la juventud que nos es confiada y de
formarla en vista de un conocimiento personal
futuro en su madurez, se la engaña con una fi­
284 Jean Ferrari
losofía pretendidamente ya acabada, que ha
sido imaginada para ella por otros, y de la que
deriva una ilusión de ciencia, que no vale como
buen dinero más que en un cierto lugar y en­
tre ciertas gentes, pero que está en cualquier
otro sitio desmonetizado. El método específico
de la enseñanza en filosofía es cetético, como lo
llamaban algunos antiguos ( ) , es de­
cir, un método de investigación, y sólo una ra­
zón ya ejercitada se puede hacer en algunos
campos dogmática, esto es, decisoria. El autor
filosófico sobre el que nos apoyamos en la en­
señanza no debe ser considerado como el mo­
delo del juicio, sino solamente como una oca­
sión de juzgar por sí mismo sobre él, e incluso
contra él, y el método de reflexionar y de ra­
zonar por sí mismo es la posesión que el estu­
diante busca esencialmente; la posesión sola
puede también serle útil y los conocimientos
positivos adquiridos al mismo tiempo deben
ser considerados como consecuencias contin­
gentes, para cuya rica floración sólo tiene que
plantar en él las raíces fecundas.
Anuncio del programa de leccio­
nes de M. E. Kant para el semestre
de invierno 1765-1766, AK II, pági­
nas 305-307.
Trad. Fichant, París, Vrin, 1966,
págs. 67-70.
CRONOLOGIA KANTIANA
Fechas VIDA Y OBRAS DE KANT
1724 Nace en Kónigsberg, el 22 de abril, Immanuel
Kant, cuarto hijo del maestro guarnicionero
Johann Georg Kant y de su mujer Regina Anna
Reuter.
De Kant frecuenta el colegio pietista Fridericia-
1732 num, cuyo director, Franz Albert Schultz, ami­
a go de sus padres, es predicador en la corte y
1740 profesor de teología en la universidad. Este
último ejerce una influencia decisiva sobre el
joven Kant, que se entusiasma por los autores
de la antigüedad y por la lengua latina; pero
el pesado sistema de los ejercicios de piedad
hace nacer en Kant una aversión definitiva ha­
cia las prácticas del pietismo.
1733
1736
1737
1738 Muere su madre.
De Estudia filosofía, matemáticas y ciencias físicas
1740 en la universidad de Kónigsberg y recibe una
a influencia determinada de su maestro Martin
1746 Knutzen, que mantiene con su alumno relacio­
nes personales y amistosas y pone a su dispo­
sición los recursos de una rica biblioteca. Sigue
SUCESOS HISTÓRICOS Y LITERARIOS

Voltaire: Cartas filosóficas.


Maupertuis mide el meridiano terrestre en una expe­
dición a Laponia.
Linneo: Systema naturae.

Comienza el reinado de Federico II.


Fechas VIDA Y OBRAS DE KANT
regularmente las lecciones de teología de Schultz
y habita fuera de la casa paterna. Gana su vida
con lecciones particulares y piensa en hacerse
profesor de ciencias.
1743
1746 Muere su padre. Presenta su primera diserta­
ción sobre La verdadera evaluación de las fuer­
zas vivas.
De Sin recursos, Kant decide ser preceptor y ejer­
1746 ce sucesivamente esta función en tres familias
a de los alrededores de Kónigsberg.
1755
1747
1748
1749
1750
1751
1754
1755 En junio, promoción con la disertación Bos­
quejo sumario de algunas meditaciones sobre
SUCESOS HISTÓRICOS Y LITERARIOS

D'Alembert: Tratado de dinámica.

Burlamaqui: Principios de derecho natural.


Montesquieu: El espíritu de las leyes.
Buffon: tomo primero de la Historia natural.
Rousseau: Discurso sobre las ciencias y las artes.
Diderot: Principio de la publicación de la Enciclopedia
Condillac: Tratado de las sensaciones.

KANT.— 10
Fechas VIDA Y OBRAS DE KANT
el fuego, en latín.
En septiembre, habilitación con Nueva expli­
cación de los primeros principios del conoci­
miento metafísico. Se hace privat-dozent (cate­
drático sin sueldo) de filosofía en la universi­
dad de Kónigsberg. Da lecciones de filosofía,
ciencias naturales, geografía física y teología.
1756 En abril, tercera disertación latina: Monadolo-
gía física, con defensa pública, lo cual le per­
mite ser nombrado profesor.
1759
De Herder sigue los cursos de Kant.
1762
a
1764
1763 Kant obtiene el segundo premio por sus Inves­
tigaciones sobre la evidencia de los principios
de la teología natural y de la moral, sobre una
cuestión planteada por la Academia de Cien­
cias de Berlín.
1764 Kant rehúsa una cátedra de Arte Poético.
1765 Con el puesto de sub-bibliotecario de la Biblio­
teca Real del castillo de Kónigsberg, Kant ob­
tiene su primer empleo fijo retribuido.
SUCESOS HISTÓRICOS Y LITERARIOS

Voltaire: Cándido.
Rousseau: El contrato social; Emilio.
Pufendorf: De iure gentium et naturae.
Fechas VIDA Y OBRAS DE KANT
1767
1769 Es nombrado profesor ordinario en Erlangen y
en Jena; pero Kant rehúsa, pues se le va a ofre­
cer un puesto en Konigsberg.
1770 Con la disertación La forma y los principios del
mundo sensible y del mundo inteligible, y su
defensa pública, se convierte en profesor ordi­
nario de Metafísica y de Lógica en la universi­
dad de Konigsberg.
1772 Abandona su cargo en la biblioteca del castillo.
1774
1776

1777
1780 Entra en el Senado académico de la universi­
dad de Konigsberg.
1781 Crítica de la razón pura.
1783 Prolegómenos a toda metafísica futura.
1784
SUCESOS HISTÓRICOS Y LITERARIOS
Lessing: La dramaturgia de Hamburgo.
Máquina de Watt.

D'Holbach: Sistema de la naturaleza.


Voltaire: artículo Dios.

Goethe: Werther.
Declaración de Independencia de los Estados Unidos
de América.
Lavoisier: la combustión.

Herder: Ideas sobre la filosofía de la historia.


Fechas VIDA Y OBRAS DE KANT
1785 Fundamentación de la metafísica de las cos­
tumbres.

1786 Es rector de la universidad.


1787 Compra una casa personal en Kónigsberg.
1788 Rector por segunda vez. Crítica de la razón
práctica.
1789

1790 Crítica del Juicio.


1792 Decano de la Facultad de Filosofía, así como de
toda la Academia.
1793 La religión en los límites de la simple razón.
1794 Conflicto con la censura prusiana.
1795
1796
1797 Kant abandona sus funciones académicas. La
metafísica de las costumbres.
SUCESOS HISTÓRICOS Y LITERARIOS

Muere Federico II y sube al trono Federico Guiller­


mo II.
Mozart: Don Juan.

Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciuda­


dano.
Goethe: Fragmentos de Fausto.
Victoria de Valmy.

Fichte: Doctrina de la ciencia.


Laplace: exposición del sistema del mundo.
Fechas VIDA Y OBRAS DE KANT
1798 Antropología.
1800 Disminución de sus fuerzas físicas.
1803 Primera enfermedad muy grave.
1804 12 de febrero: muere Kant.
SUCESOS HISTÓRICOS Y LITERARIOS

Schelling: Sistema del idealismo trascendental

Código civil; imperio de Napoleón.


BIBLIOGRAFIA

I
Las obras completas de Kant son publicadas
por la Academia de Ciencias de Berlín, Walter de
Gruyter y Co., editores. Han aparecido 28 volú­
menes.
II
Obras de Kant cuyas traducciones al francés han
sido publicadas recientemente:
La monadología física (1756). Nueva definición del
movimiento y del reposo (1758). De la falsa suti­
lidad de las cuatro figuras del silogismo (1762).
Del primer fundamento de la diferencia de las
regiones en el espacio (1768). Trad. S. Zac., París,
Vrin, 1970.
Ensayo de algunas consideraciones sobre el opti­
mismo (1759). El único fundamento posible de
una demostración de la existencia de Dios (1763).
Trad. Festugiéres, en Pensamientos sucesivos so­
bre la teodicea y la religión, París, Vrin, 1963.
300 Jean Ferrari
Ensayo para introducir en filosofía el concepto de
magnitud negativa (1763). Trad. Kempf, París,
Vrin, 1949.
Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y
de lo sublime (1764). Trad. Kempf, París, Vrin,
1953.
Investigación sobre la evidencia de los principios
de la teología natural y de la moral (1764). Anun­
cio del programa de lecciones para el semestre
de invierno 1765-1766 (1765). Trad. Fichant, París,
Vrin, 1966.
Sueños de un visionario (1766). Trad. Courtés, Pa­
rís, Vrin, 1967.
Disertación de 1770. Trad. Gibelin, París, Vrin, 1965.
Carta a Marcus Herz (21 de febrero de 1772). Tra­
ducción Vemeaux, Aubier-Montaigne, París, 1968.
De las diferentes razas humanas (1775). Trad. Pio-
betta en La filosofía de la historia, Meditacio­
nes, Ed. Gonthier, 1964.
Crítica de la razón pura, 1.a edición (1781) y 2.a edi­
ción (1787). Trad. Tremesaygues y Pacaud,
P. U. F., París, 1968.
Prolegómenos a toda metafísica futura (1783). Tra­
ducción Gibelin, París, Vrin, 1969.
Respuesta a la cuestión: «¿Qué son las Luces?»
(1784).
Ideas para una Historia Universal desde el punto
de vista cosmopolita (1784).
Informe sobre la obra de Herder: Ideas para una
filosofía de la historia de la humanidad (1785).
Sobre la definición del concepto de raza humana
(1785). Trad. Piobetta, en La filosofía de la his­
toria, ob. cit.
Fundamentación de la metafísica de las costum­
bres (1785). Trad. Delbos, París, Delagrave, 1967.
Primeros principios metafísicos en la ciencia de
la naturaleza (1786). Trad. Gibelin, París, Vrin,
1952.
Kant 301
¿Qué es orientarse en el pensamiento? (1786). Tra­
ducción Philonenko, París, Vrin, 1967.
Conjeturas sobre los comienzos de la historia hu­
mana (1786). Sobre el uso de los principios
teleológicos en filosofía (1788). Trad. Piobetta,
en La filosofía de la historia, ob. cit.
Crítica de la razón práctica (1788). Trad. Picavet,
P.U.F., París, 1966.
Respuesta a Eberhard (1790). Trad. Kempf, París,
Vrin, 1959.
Crítica del Juicio (1790). Trad. Philonenko, París,
Vrin, 1965.
Sobre el fracaso de todos los ensayos de teodicea
(1791). El fin de todas las cosas (1794). Trad. Fes-
tugiéres, en Pensamientos sucesivos..., ob cit.
Sobre la expresión: eso está bien en teoría, pero
en la práctica no sirve (1793).
Sobre un pretendido derecho de mentir de la hu­
manidad (1797). Trad. Guillermit, París, Vrin,
1967.
La religión en los límites de la simple razón (1793).
Trad. Gibelin, París, Vrin, 1968.
Primera introducción a la Crítica del Juicio (1794).
De un tono de gran señor adoptado poco ha en
filosofía (1796).
Anuncio de la próxima conclusión de un tratado
de paz perpetua en filosofía (1796). Trad. Gui­
llermit, París, Vrin, 1968.
Hacia la paz perpetua (1795). Trad. Darbellay,
P.U.F., París, 1958.
Metafísica de las costumbres, 1.a parte: «Doctrina
del derecho». Trad. Philonenko, París, Vrin, 1971.
Metafísica de las costumbres, 2.a parte: «Doctrina
de la virtud» (1797). Trad. Philonenko, París,
Vrin, 1968.
El conflicto de las facultades (1798). Trad. Gibelin,
París, Vrin, 1955.
302 Jean Ferrari
Antropología (1798). Trad. Foucault, París, Vrin,
1964.
Lógica (1800). Trad. Guillermit, París, Vrin, 1966.
Reflexiones sobre la educación (1803). Trad. Philo-
nenko, París, Vrin, 1966.
Los progresos de la metafísica en Alemania desde
Leibniz y Wolff (1804). Trad. Guillermit, París,
Vrin, 1968.
Opus postumum: textos escogidos y traducidos
por J. Gibelin, París, Vrin, 1950.
Cartas sobre la moral y la religión. Trad. J.-L. Bruph,
Aubier-Montaigne, París, 1969.
Trozos escogidos en la colección Los grandes tex­
tos, P.U.F., París.
«Kant: La razón pura», por Claude Khodoss;
«Kant: La razón práctica», por Florence Kho­
doss;
«Kant: El juicio estético», por Florence Kho­
doss.

III. OBRAS SOBRE KANT


OBRAS GENERALES
E. B r e h ie r : Historia de la filosofía, tomo II, fas­
cículo 2, P. U. F., París, 1968, págs. 450-506.
J. C h e v a l ie r : Historia del pensamiento, tomo III,
Flammarion, París, 1961, págs. 575-640.
A. R ivaud : Historia de la filosofía, tomo V, 1.a par­
te, P. U. F., París, 1968, págs. 65-284.
OBRAS DE INICIACIÓN
A. C r e s so n : Kant, su vida, su obra, su filosofía,
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Kant 303
L. P ascal: Para conocer el pensamiento de Kant,
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R. V a ncou rt : Kant, P. U. F., París, 1967.
ESTUDIOS IMPORTANTES
F. A lq u ié : La crítica kantiana de la metafísica,
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V. B a s c h : Ensayo crítico sobre la. Estética de
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J.-L. B r u c h : La filosofía religiosa de Kant, Aubier,
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L. B r u n s c h v ic g : Escritos filosóficos, tomo I: «La
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V leesch a u v er ( de ): La deducción trascendental
en la obra de Kant, 3 volúmenes, Amberes-París,
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V leesch au v er ( de ): La evolución del pensamiento
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J. V u il l e m in : Física y metafísica kantianas, P. U. F.,
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E. Weil: Problemas kantianos (2.a edición), París,
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E. W e il , Th. R uyssen , etc.: La filosofía política de
Kant, P. U. F., París, 1962.
INDICE

Pág.
Introducción ..................................................... 9
El conocimiento ............................:................. 37
La filosofía práctica......................................... 93
Teología, teleología y filosofía de la historia. 119
Conclusión ........................................................ 141
SELECCIÓN DE TEXTOS
Retrato .............................................................. 151
El melancólico .............................................. 151
La resolución kantiana ............................... 154
De la audacia en filosofía ........................... 155
Del libre uso de la razón ............................. 157
La creación filosófica y su expresión lite­
raria ........................................................... 163
Los grandes temas de la crítica ..................... 169
Hume ............................................................. 169
La revolución copemicana .......................... 172
Conocimiento puro y conocimiento empí­
rico ............................................................. 174
Pag,.
Intuición y sensibilidad ............................... 176
La paradoja del espejo ................................. 179
Del espacio .................................................... 181
El tiempo ...................................................... 184
Las dos fuentes de nuestro conocimiento ... 187
Los juicios sintéticos a priori...................... 190
Entendimiento, juicios, conceptos .............. 193
La deducción de las categorías ................... 198
El cogito kantiano ....................................... 200
¿Qué es un esquema? .................................. 201
La Torre de Babel ....................................... 205
La inevitable vaguedad de la razón ............ 206
El vuelo de la paloma platónica ................ 209
Las antinomias de la razón pura ................ 213
Del uso regulador de las ideas de la razón
pura ............................................................ 215
La utilidad de la crítica. Distinción entre
conocer y pensar ..................................... 219
El único provecho de la filosofía de la ra­
zón pura .................................................... 224
La moral ........................................................... 227
La sabiduría ................................................. 227
La buena voluntad ....................................... 230
El imperativo categórico ............................. 233
Voluntad y libertad ..................................... 236
Método y sabiduría ..................................... 240
Moral y religión ............................................ 244
Finalidad, historia y antropología ................... 249
El arte de los sistemas ................................ 249
La finalidad. Juicios determinantes y juicios
reflexionantes ............................................. 250
Naturaleza y libertad .................................. 254
La belleza, símbolo de la moralidad ......... 258
El hombre, fin úlcimo de la naturaleza .... . 261
La insociable sociabilidad ............................ 269
La Sociedad de las Naciones ..................... ... 271
La Revolución francesa ................................ 275
Pág.
El campo de la filosofía ...............................277
Pedagogía y filosofía ......................................280
Cronología kantiana ....................................... ..285
Bibliografía ........................................................299

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