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El paulatino ocaso de la Edad Media es el alba de la Edad Moderna (se cumple así la ley
histórica según la cual cuando perece un mundo nace otro). El denominado
“Renacimiento” es una larga etapa de transición que abarca dos siglos: siglo XV y XVI;
en ella, lentamente, germinan y se gestan los principales procesos históricos propios de
la era moderna del mundo. Estos procesos emergentes se concretan en todos y cada uno
de los ámbitos del saber: en la ciencia, la técnica, la moral, la política, el arte, la religión.
Mencionaremos solo, con brevedad, dos ejemplos: el saber religioso de este periodo está
marcado en profundidad por el complejo proceso histórico de la “reforma protestante”
luterana y calvinista; a su vez el saber técnico se define y concreta en hallazgos como la
brújula o la imprenta, por citar unos pocos bien significativos. La modernidad, en
definitiva, resultó inaugurada por una serie de cambios en los procesos internos a los
ámbitos del saber, cambios en los cuales ese mundo fue adquiriendo su figura propia,
singular e irrepetible. En este tema nos fijaremos sobre todo en la revolución científica,
aunque es inevitable mencionar un fenómeno transversal: el denominado “humanismo”,
pues este es precisamente uno de los núcleos de la modernidad, uno de los nudos que
distingue al mundo moderno de la época medieval.
¿Qué significa “Renacimiento”? ¿qué es eso que en este periodo de transición pretendía
“renacer”, “volver a la vida”? El empeño básico de estos dos siglos fue conseguir una
vuelta o un retorno de “lo clásico”. El reto peculiar era, por lo tanto, adoptar y adaptar los
“modelos grecolatinos”, entendidos, pues, como los logros civilizatorios más elevados y
excelentes que hasta entonces había arrojado el curso de la historia (este propósito
implicaba, indirectamente al menos, una consideración negativa de la etapa anterior).
Las filosofías del siglo XVI y XVII se caracterizan, en consonancia con las demás áreas
de la cultura, por el intento de recuperar las filosofías de la antigüedad griega y romana.
Tenemos así autores platónicos (Ficino, Pico della Mirandolla), aristotélicos
(Pomponazi), y seguidores de las tres principales escuelas helenísticas: estoicos (Lipsio),
escépticos (Montaigne, Sánchez), epicúreos (Valla). En la Edad Media, desde luego,
también se acudió a la filosofía antigua (San Agustín recurría a Platón, Santo Tomás a
Aristóteles), pero se hacía con el fin de fundamentar el cristianismo organizando una
teología sistemática (la fe, por lo tanto, era puesta por delante y por encima de la razón).
El Renacimiento no comparte el propósito medieval: su orientación, el ideal que encauza
sus esfuerzos, es distinto.
Incluso la nueva física, la física moderna, es de algún modo una recuperación del
pitagorismo antiguo en la medida en que se sostiene sobre la tesis de que la esencia
profunda del mundo es “matemática” (en parte aritmética, en parte geométrica).
¿Qué define o caracteriza la nueva física que cuajó en el Renacimiento? Varias cosas: su
modelo es la “máquina” (se impuso un modelo mecanicista que sustituyó al modelo
organicista aristotélico; la naturaleza comparece ahora siendo un gran “reloj”, entonces
las porciones de materia se toman como semejantes a piezas y engranajes); la naturaleza
obedece a leyes causales que son enteramente traducibles a un lenguaje matemático (se
combina así una tesis matematicista con una tesis determinista –el orden matemático de
la naturaleza está formado por tramas causales que convierten a los fenómenos naturales
en algo enteramente predecible). Por último el orden cosmológico es heliocéntrico. En
estos términos se concretó la revolución científica renacentista. Las obras decisivas de
este cambio científico fueron firmadas por autores como Copérnico, Kepler, Galileo o
Newton (aunque también podría mencionarse a Descartes, Pascal o Leibniz). Veamos con
un poco más de detalle cuáles fueron sus respectivas aportaciones al conocimiento
científico de la naturaleza.
Copérnico
Actualizó, con recursos nuevos de carácter matemático, una vieja idea del griego
Aristarco de Samos: el planeta tierra no está en el centro del universo, el lugar privilegiado
lo ocupa el Sol, una estrella entorno a la cual giran todos los planetas. Propuso, por lo
tanto, una astronomía heliocéntrica que encajaba mal con el teocentrismo medieval (por
esta razón esta tesis fue rechazada por la autoridad de la Iglesia hasta el punto de quemar
en la hoguera a Giordano Bruno por haberla respaldado).
El heliocentrismo simplificó los cálculos de las trayectorias de los planetas dando lugar a
un universo físico sencillo, armónico (bien distinto de la intrincada complejidad del
modelo de Ptolomeo).
Por otro lado subrayó que además del movimiento anual de traslación alrededor del Sol
la tierra realiza un movimiento diario de rotación en el que gira sobre sí misma.
Kepler
En 1609 sostuvo que “el radio vector que une cada planeta al sol barre en tiempos iguales
áreas iguales”. Y en 1619 expuso que “para cualquier planeta el cuadrado de su periodo
orbital es directamente proporcional al cubo de la distancia media del sol” (siendo el
periodo orbital el tiempo transcurrido cuando da una vuelta completa al Sol).
Kepler no habría podido formular estas tres leyes sin la ayuda de las exhaustivas
observaciones astronómicas que le proporcionó Tycho Brahe.
Galileo
Su idea central es la siguiente: las causas del movimiento de los cuerpos materiales, de
los entes físicos, son completamente cuantificables, traducibles al lenguaje matemático
(y todo aquello que no se puede cuantificar resulta científicamente irrelevante). Estudió
tres tipos de movimiento: el movimiento uniforme; el movimiento uniformemente
acelerado (un cuerpo en caída libre, por ejemplo); la trayectoria de un proyectil (un
movimiento compuesto pues incluye una cambio de dirección: trayecto ascendente y
trayecto descendente).
Newton
Consiguió sistematizar todos los conocimientos físicos logrados desde Copérnico hasta
Descartes. Esta organización sistemática de las leyes del movimiento –ley de inercia, ley
de la fuerza, ley de acción y reacción- pivotó sobre su principal descubrimiento: la ley de
gravitación universal (la gravedad es una fuerza involucrada en cadenas causales entre
cuerpos que interactúan, siendo causa o siendo efecto, a distancia).
En un cuerpo físico debe distinguirse, sostiene Newton, su masa de su peso. La masa es
la cantidad de materia, el peso depende de la fuerza de la gravedad. Los cuerpos físicos
se mueven según regularidades causales que son explicadas a través de leyes formuladas
matemáticamente. Estos cuerpos poseen, además, una extensión y una duración, es decir:
se presentan siempre en coordenadas espaciales y temporales. Newton sostuvo que el
espacio y el tiempo de la naturaleza son unos marcos absolutos que permiten por ello
obtener mediciones absolutas (es precisamente esto lo que en el siglo XX pondrá Einstein
en tela de juicio, alentando así una revolución en la física que aún está en marcha).
Después de este breve repaso de los hallazgos de cuatro eminentes autores que han
contribuido significativamente a la revolución científica –una profunda revolución que
ha marcado el comienzo de la era moderna del mundo- nos detendremos en la figura de
Francis Bacon.
Francis Bacon
b) Trazó una estrecha vinculación entre la ciencia y sus aplicaciones técnicas (el
fondo de este nexo es el antropocentrismo en la medida en que entiende que
gracias a la técnica apoyada en la ciencia el hombre se convierte en el “dueño y
señor de la naturaleza” –una idea ésta en la que profundizó Descartes y que está
en el trasfondo de las revoluciones industriales; hoy día este tesis alienta
discusiones y debates porque han salido a la luz las consecuencias negativas, los
daños colaterales, de esta ambición –principalmente la alarmante destrucción de
la biosfera).
d) Expuso con nitidez cuáles son los principales obstáculos al logro del conocimiento
de la verdad. Según Bacon son cuatro las principales fuentes de las que surgen los
prejuicios que impiden la obtención del conocimiento, habló al respecto de cuatro
“ídolos” que obnubilan, confunden e conducen a incurrir en errores: los “ídolos
de la tribu”, “ídolos de la caverna”, “ídolos de la plaza pública”, “ídolos del
teatro”.
Conclusión
En primer lugar “razón” alude aquí a la que se considera la facultad superior del ser
humano (es la facultad de las ideas innatas, la facultad implicada en los razonamientos
deductivos, etc.). Pero “razón” también significa “orden”: armonía, proporción,
regularidad, simetría, etc., es decir, indica un Orden racional, un orden inteligible (un
orden que puede ser entendido y explicado). Por este motivo entre los autores del
racionalismo la razón es principalmente una “razón matemática”: según ellos el
conocimiento matemático es el único que penetra en el fondo último de la realidad (la
estructura de la realidad física, por ejemplo, es, según el racionalismo, una “estructura
matemática”). Estamos pues aquí, en el racionalismo, ante filósofos que fueron todos
ellos científicos, partícipes de la física matemática moderna.
Descartes
Volvamos ahora con la noción, clave en este autor, de método. El método de la ciencia
requiere una doble caracterización: una “externa” y otra “interna” (la primera es más
superficial y la segunda más profunda, aunque ambas se complementan). Considerado
externamente el método del conocimiento es un conjunto de reglas que cuando se aplican
correctamente, cuando se siguen a rajatabla, permiten obtener un conocimiento cierto
(verificado, comprobado, exacto); las reglas del método son cuatro: evidencia; análisis;
síntesis; enumeración (Descartes extrajo estas reglas de observar cómo se procede en la
geometría). Por otro lado considerado internamente el método es el modo fijo y constante
de proceder de la razón o el entendimiento, de la facultad superior de la mente humana
(el método por lo tanto está “impreso” en la mente humana, tan arraigado en ella que es
inseparable de ella, inherente a sus operaciones).
Vayamos ahora con la propuesta filosófica de Descartes orientada, como hemos dicho,
a localizar para el conocimiento –metódico y matemático- un Fundamento último, sólido
y definitivo; sobre ese fundamento debe erigirse y apoyarse el edificio entero de la ciencia
(a la parte del conocimiento dedicada a esta tarea la denominó Descartes “metafísica”,
considerada –según la metáfora del árbol de la ciencia- la raíz de la que brota el
conocimiento, la raíz de la que recibe su alimento).
Descartes lleva a cabo la operación de la duda buscando motivos para dudar en las
facultades de la mente que intervienen en la obtención del conocimiento, así pues pone
en duda que los sentidos y la razón (o entendimiento) conduzcan al conocimiento cierto
y seguro. Pero aunque puede dudarse de las facultades de la mente cognoscente –
sospechando que no son idóneas para proveernos de un conocimiento fiable y certero- de
lo que no puede legítimamente dudarse es que la propia mente existe (como una sustancia
que tiene una esencia). Por lo tanto la primera verdad indudable –no la última, tampoco
la principal, aunque sí la localizada en primer lugar- es la que afirma la existencia del yo:
“pienso, luego existo”. Y si la existencia del yo –captada en la autoconciencia, en la
reflexión del yo sobre sí mismo- es indudable ¿cuál es la esencia de ese ente que soy yo
mismo? Su esencia es “pensar”: tener actos mentales tan variados como sentir, imaginar,
apetecer o querer, entender, etc. (a cada uno de los contenidos del pensamiento los llama
Descartes “idea”). Lo establecido en definitiva como primera verdad cierta es pues la
“substancia pensante” (las res cogitans).
Con la primera verdad indudable –el “ego cogito” o la “res cogitans”- Descartes ha
encontrado además el criterio de certeza: es una verdad evidente todo aquello que es
captado intuitivamente siendo “claro y distinto”. Pero esto no significa que el yo –o la
mente humana- sea el fundamento último del conocimiento. El ser humano es finito, es
decir: está marcado por la imperfección: comete errores, quiere lo que no le conviene,
confunde sus fantasías con realidades, etc. Y el Fundamento del conocimiento verdadero
tiene que estar en un ser perfecto, infinito, etc. La cuestión es: ¿puede, desde el yo, desde
el pensamiento y sus ideas, probarse o demostrarse la existencia cierta de un ser infinito,
perfecto, que, a la vez, fundamente (asegure, afiance) el conocimiento físico y el
conocimiento matemático? Según Descartes sí puede hacerse. Por ello en su libro
Meditaciones metafísicas presentó una serie de pruebas de la existencia de “Dios”: una
substancia omnipotente, omnisciente, una causa creadora del universo, etc. Un elemento
clave en las pruebas aportadas por Descartes se encuentra en la tesis de que Dios es una
“idea innata”, una representación o un concepto depositado en la mente humana de un
modo “congénito” (en general Descartes distingue tres clases de ideas: adventicias –ideas
de los sentidos-, facticias –ideas de la imaginación- e innatas –ideas del entendimiento,
por ejemplo las ideas matemáticas o las ideas metafísicas como la idea de substancia o la
idea de Dios, etc.-).
Por último puede destacarse que Descartes propuso dos dualismos: un dualismo que
concierne al mundo y otro dualismo que concierne al hombre. El mundo está divido en
dos: hay por un lado una realidad aparente –la realidad sensible (accidental, efímera,
volátil)- y la realidad verdadera (la realidad material sometida a relaciones causales que
se pueden plasmar en leyes cuantitativas recogidas por la ciencia). Y también el ser
humano está dividido en dos: el ser humano está compuesto por dos sustancias, se trata
de una mente inmaterial (alma, conciencia) “acoplada” a un cuerpo material (mecánico);
esta concepción dualista del hombre da lugar a numerosos problemas: si las dos sustancias
que lo componen no tienen nada en común, son realmente distintas en todo, ¿cómo es que
la mente y el cuerpo “interactúan”? ¿no exige la idea de “interacción” entre lo corporal y
lo mental su “unidad” (en vez de su “dualidad”)? Descartes se planteó el problema, pero
no encontró para él una solución satisfactoria.
Spinoza
-La prioridad del conocimiento matemático (enlazado con una física mecanicista en
la que las leyes explicativas del movimiento de los cuerpos materiales son leyes causales
traducibles al lenguaje cuantitativo de la matemática).
-El conocimiento como un orden deductivo (los conocimientos –las verdades- tienen
que estar encadenados unos a otros: las verdades deducidas unas de otras –solo así se
logra un conocimiento demostrado, demostrativo, y por ello sólido y firme; este es el
motivo por el que su principal libro –titulado Ética- fue redactado “more geometrico”, es
decir, imitando en su composición los tratados de geometría –siendo la geometría por lo
tanto el modelo de conocimiento deductivo).
El entendimiento humano conoce el mundo externo a través de sus ideas (esta teoría
del conocimiento es pues “representacionista”: el cognoscente representa el mundo en las
ideas de su entendimiento). ¿Cuándo es verdadero el conocimiento alcanzado por el
entendimiento humano? Cuando consigue obtener, según un complejo proceso, ideas
verdaderas (intuidas con claridad y distinción) que sean a la vez ideas adecuadas (es decir:
que notifiquen ellas mismas –siendo “index sui”- que son ideas de la esencia de lo
conocido).
En su teoría moral –referida a las costumbres de la vida social, esa vida en la que los
seres humanos interactúan y se vinculan en el seno de instituciones- Spinoza rechaza la
absolutización de la libertad humana (la voluntad de los seres humanos no es
todopoderosa, es limitada). La libertad de los seres humanos, por lo tanto, es una parte o
un aspecto del orden del mundo (y no una excepción, algo ajeno a ese orden). La conducta
de los hombres y las mujeres, por ello, está siempre motivada, causada; en base a esto
destaca Spinoza la enorme relevancia de las pasiones, loa afectos, los sentimientos, las
emociones. El ser humano está marcado en su raíz por su deseo (conatus), él es la guía de
sus acciones, de sus conductas. El deseo primario es la autoconservación y el deseo último
–y por eso el deseo superior- es el anhelo de perfección, el anhelo de una vida plena y
dichosa, el desarrollo de lo propio de cada uno, el logro, en definitiva, de la felicidad. Una
clave en este complicado y arduo proceso de consecución de una vida feliz se encuentra
en la sustitución de las pasiones tristes (el odio, el temor, el orgullo, la soberbia, etc.) por
las pasiones alegres (la empatía, el amor, etc.). Otra clave de la felicidad se localiza, como
ya se ha señalado, en la obtención del conocimiento verdadero: la felicidad es, por esto,
inseparable de entender en qué consiste y cómo se concreta el orden del mundo (así la
sabiduría es parte central de la felicidad, de la plenitud vital –el sabio además es inmune
a las ilusiones de la religión que promete una falsa felicidad ubicada fuera de este mundo,
en un mundo fantasmal y etéreo).
Leibniz
La filosofía de Leibniz, como lo fueron las filosofías de los siglos XVII y XVIII (hasta
Hume), es teocéntrica. “Dios” es el fundamento último del mundo, del conocimiento, de
la moral, etc. ¿Cuál es, en este autor, el papel de Dios (la substancia infinita, perfecta,
etc.), en el surgimiento del mundo? Dios eligió racionalmente entre todos los mundos
posibles uno de ellos; ¿cuál? El mejor, el menos imperfecto (Voltaire dedicó una novela,
titulada Cándido, a rebatir esta tesis leibniciana). Pero queda en pie lo subrayado: la
posibilidad precede a la necesidad (punto este en el que discrepan Spinoza y Leibniz). El
mundo creado por Dios desde la nada es, pues, imperfecto, es, así, una mezcla de
necesidad y contingencia (de orden y desorden, regularidad y azar; en él hay además de
causas mecánicas también causas finales, y, por ello, un margen de libertad).
Hay mónadas simples –sin partes, o sea: indivisibles- y mónadas compuestas (y por lo
tanto divisibles, analizables). En general los entes o fenómenos –un ser humano, un árbol-
son agregados de mónadas: cada cosa es una precisa y específica combinación de
unidades; estamos aquí, por lo tanto, ante mónadas compuestas: un todo divisible en
partes (hasta llegar a mónadas simples).
El empirismo es una corriente filosófica que se desarrolló en Inglaterra en los siglos XVII
y XVIII. El empirismo se define a través de dos tesis principales:
Estas dos tesis convergentes conducen a que la tradición empirista rechace tanto la
filosofía medieval (el platonismo de San Agustín o el aristotelismo de Santo Tomás) como
el Racionalismo del siglo XVII (Descartes, Spinoza, Leibniz).
Del Racionalismo rechazan, por ejemplo, tanto la primacía del conocimiento matemático
como la consideración de que el auténtico conocimiento surge de ideas innatas, etc.
Por lo tanto el empirismo se erige sobre el principio siguiente: la base del conocimiento
está en la observación (en los datos sensoriales) y la base de la moral está en la pasión (en
las emociones, los sentimientos, los afectos). Todo aquello que no encuentre su refrendo
o su apoyo en la experiencia sensible de los seres humanos tiene que ser rechazado y
descartado por “abstracto” (por “metafísico”, por ser una “especulación trazada en el
aire”, etc.). Desde el empirismo, en definitiva, se desplegó una crítica de la escolástica
medieval y del racionalismo en la que se discrepa de sus conceptos sobre el Mundo, Dios
y el Hombre (y también de la substancia, la esencia y la existencia, la identidad, la
causalidad, etc.).
Los autores empiristas más destacados –herederos en cierta medida del Nominalismo del
final de la Edad Media y de la posición del renacentista Francis Bacon- fueron Hobbes,
Locke, Berkeley y Hume (siendo este último el empirista más consecuente, el que llevó
más lejos los principios de esta tradición filosófica).
1. Hobbes
Hobbes desarrolló una teoría del conocimiento a la vez empirista y materialista (bajo la
influencia por un lado de Bacon y por otro de Galileo).
Admite Hobbes una tesis general de la ciencia moderna: la ciencia se sostiene sobre el
“razonamiento deductivo” (sobre la fijación de conexiones deductivas), y el principal
razonamiento de este tipo es la denominada “inferencia causal” (en la que se busca
conocer un efecto remontándose a su causa). La ciencia, por lo tanto, es el conocimiento
de relaciones causales (la causa no es por lo tanto una propiedad de una cosa sino una
relación entre al menos dos fenómenos o dos hechos). Una relación causal, una vez
reconocida, explica el movimiento de la materia (de la realidad física) en la medida en
que establece que un fenómeno es causa de otro fenómeno (su efecto). En la ciencia física
la relación causal es una ley que estipula para cada movimiento o cambio qué es la causa
y qué es el efecto, y esta ley es una ley que puede ser cuantificada, expresada
matemáticamente sea a través de la aritmética o de la geometría (el que las leyes causales
de la física sean matematizables es lo que hace que esta ciencia sea considerada la ciencia
por excelencia, el conocimiento más relevante). ¿Dónde aparece en esta consideración el
“empirismo”? Hobbes subraya que las causas y los efectos solo se conocen por la
observación de los hechos, es decir: a través y a partir de la experiencia sensible. Solo
después de la detenida y repetida observación de los hechos en un segundo momento se
aplica el conocimiento matemático en el que se cuantifica la causa y el efecto (es así como
Hobbes conjuga una tesis empirista con el paradigma matemático del conocimiento físico
propio del siglo XVII).
Gracias al conocimiento empírico proporcionado por las ciencias la mente humana (su
razón o su entendimiento) consigue predecir los sucesos del mundo (¿qué es una
predicción? Sobre todo es anticipar el futuro desde la experiencia del pasado). Y la
predicción de los sucesos naturales, realizada a partir del cálculo matemático, permite por
su parte el control de esos sucesos, es decir: permite el control mismo de la naturaleza
(concebida pues como un “sistema determinista”, como una máquina regular, ordenada
de un modo previsible, organizada según tramas precisas de relaciones causales
constantes y permanentes).
Por último destacaremos de la teoría empirista del conocimiento propuesta por Hobbes
dos tesis que aparecerán también en los demás autores de esta misma corriente filosófica:
a) hay un rechazo expreso de la afirmación racionalista de que la mente humana posee
una serie de ideas innatas; b) el lenguaje del conocimiento consiste en una combinación
de signos según las reglas de la gramática y de la lógica.
Hobbes afirma, completando lo expuesto hasta aquí, que en tanto que el poder solo
reside en el Estado el pacto social una vez subscrito y aceptado es irreversible e
irrevocable. Por otro lado Hobbes insiste en que el poder del Estado es indivisible: la
soberanía no se puede parcelar o trocear sin perder su fuerza y eficacia (un poder del
Estado dividido caería a medio plazo en la descoordinación y donde debería reinar el
orden empezaría a imperar el caos). Por ello Hobbes apunta así la idoneidad de un
único mandatario, apostando entonces por una Monarquía (en ella el soberano no
puede estar sometido a la Ley del Derecho pues él es la instancia que promulga la ley
y se responsabiliza de su cumplimiento por todos los individuos). Por otra parte –pues
solo así el poder del Estado es un poder completo y total- el poder político debe incluir
en su seno el poder religioso, coincidiendo con ello el Estado y la Iglesia (no puede
haber pues por un lado un Rey y por otro un Papa: tienen que coincidir en un solo
mandatario).
Estas son las principales coordenadas del absolutismo político propuesto por Hobbes
(una teoría política empirista que se sostiene sobre el iusnaturalismo –la hipótesis de
una ley natural- y la idea de un contrato social como origen de la soberanía, etc.); su
teoría política está en el fondo vinculada con las monarquías absolutistas que
preponderaron en los siglos XVII y XVIII.
2. Locke
Estudiaremos de este autor por un lado su teoría empirista del conocimiento y después su
teoría política (en la que tiene su origen el liberalismo europeo).
También formula Locke una crítica de la tesis racionalista de que la mente está provista
siempre de una serie de ideas innatas (por ejemplo las ideas matemáticas o la idea de
Dios, tal y como defendía Descartes). Compara así la mente humana a un papel en blanco
en el que poco a poco, en el curso mismo de la experiencia, se van imprimiendo las
sensaciones (a partir de las cuales, posteriormente, surgen ideas generales, la ideas
abstractas del entendimiento –gracias a la memoria, la imaginación y el lenguaje). ¿Qué
es una “sensación”? Una sensación, cada sensación, es el efecto en la mente –y en los
órganos sensoriales del cuerpo- del objeto externo, de las cosas materiales (dotadas de
propiedades –sean cualidades primarias, es decir, cuantificables, o cualidades
secundarias, propiedades que no se pueden matematizar).
Locke propone una clasificación de las ideas (de las representaciones de la mente humana
–de los “contenidos de conciencia”, eso que la mente capta primariamente dentro de sí
misma). Por una parte, y de un modo básico, hay ideas simples e ideas compuestas (o
complejas). Las ideas simples –esas que no se pueden descomponer en partes más
pequeñas- son ideas de sensación (la captación de un color, un sonido, un sabor o un olor)
o ideas de reflexión (ideas propias de la experiencia interna, de la introspección en la que
un yo capta sus propios estados, sus procesos, sus operaciones). Las ideas complejas o
compuestas son una combinación de ideas simples realizada por la mente siguiendo unas
pautas determinadas (así la idea de una manzana es compleja –está compuesta de ideas
simples como la redondez, el color amarillo, el sabor ácido o dulce, etc.).
Desde luego Locke sostiene que aunque parta siempre y necesariamente de lo particular,
de lo que se ofrece a los datos de los sentidos, de las sensaciones, el conocimiento es un
conocimiento de lo general (un veterinario sabe algo de los perros o de los gatos “en
general” –y no solo de este o aquel gato o perro particular con el que ha tenido un contacto
directo e inmediato). ¿Y qué es lo que explica –según esta teoría empirista del
conocimiento- el paso de la experiencia sensorial de lo particular al conocimiento de lo
general? Una complicada y delicada operación de la mente denominada “abstracción”;
¿en qué consiste, dicho con brevedad, “abstraer”? En separar, aislar y retener unas pocas
propiedades –las comunes y las más estables- operando así, en base a las cosas y los
sucesos concretos y particulares, una simplificación y una generalización. Gracias a la
abstracción de la mente –en base a las ideas simples de sensación- se alcanzan unas ideas
generales o unos conceptos abstractos (además de la memoria y la imaginación en el
proceso abstractivo desempeña un papel central el lenguaje, las palabras o los signos
lingüísticos, especialmente lo que llamamos “nombres comunes”, pues es en ellos donde
se encarnan las ideas abstractas de la mente). La abstracción, en definitiva, como paso de
lo particular a lo general, es lo que permite, por ejemplo, que el conocimiento realice
clasificaciones de las realidades concretas que se brindan en la experiencia ordinaria
(surgiendo así las taxonomías de la botánica o de la zoología en las que se ordenan las
plantas y los animales en un cuadro general de especies y de géneros).
La posición de Locke –como la del conjunto de los autores del empirismo- es en el fondo
“nominalista” (heredando así algunas de las tesis que a finales de la Edad Media propuso
Guillermo de Ockham). Y un punto central del nominalismo se encuentra en el frontal
rechazo del esencialismo de la tradición platónica y aristotélica que se asentó en la Edad
Media a través de San Agustín y Santo Tomás. La tesis empirista es siempre esta: aunque
el conocimiento sea siempre conocimiento de lo general este conocimiento reposa una y
otra vez –si no quiere perderse en etéreas especulaciones sin fundamento- sobre lo único
que propia y realmente existe: las realidades particulares que aprehendemos directa e
inmediatamente a través de la experiencia sensorial (a partir de las ideas simples de
sensación). Y esto último excluye que el mundo esté atravesado y sostenido por una única
y rígida trama de esencias universales y necesarias. El empirismo es así una versión
moderna –tamizada por las ciencias que se sostienen sobre la observación de los hechos
mundanos- del nominalismo.
Partiendo pues de sus afirmaciones empiristas emprende Locke una crítica –muy
moderada en su caso- de la metafísica tradicional (de las filosofías medievales que se
habían forjado combinando el cristianismo con la herencia griega del platonismo y el
aristotelismo). La tradición de la metafísica –en la que los empiristas incluían a sus
directos competidores: los racionalistas de la Europa continental- pretendía aportar
conocimientos esenciales sobre el Mundo (cosmología racional), Dios (teología racional)
y el Hombre (psicología racional), considerando además que el Mundo, Dios y el Alma
(la esencia del hombre) son tres substancia suprasensibles e inteligibles. Pero el
empirismo, como venimos diciendo, afirma tajantemente que todo el conocimiento
“racional” tiene que reposar en última instancia sobre la experiencia sensorial, y por eso
los autores de esta corriente –con mayor o menor vehemencia, según los casos- rechazan
este pretendido conocimiento de las esencias suprasensibles de las substancias: lo
consideran algo ilusorio, carente de base real, de sustento sensorial (lo abstracto del
conocimiento solo es legítimo cuando puede ser remitido a lo particular que se alcanza
en las ideas simples de sensación).
Respecto al poder del Estado aboga Locke por su división o su separación (y en esto
también rechaza la posición hobbesiana). Así Locke distingue entre el poder legislativo
(residente en una Asamblea de representantes, un Parlamento encargado de promulgar
leyes sobre los asuntos comunes), el poder ejecutivo (encomendado a la tarea de aplicar
las leyes, obligando así, coactivamente si fuese necesario, a que se cumplan por parte de
todos y cada uno de los súbditos) y el poder federativo (orientado a definir y concretar las
relaciones de un Estado con otros Estados).
Por otra parte Locke defiende la estricta separación entre la Iglesia y el Estado: una y otra
institución deberían actuar en paralelo, sin interferirse mutuamente. La Iglesia, entonces,
tiene que renunciar al poder terrenal (absteniéndose, por ejemplo, de la aplicación de un
castigo a los que se muestran infieles a su credo). También abogó por la tolerancia entre
distintas religiones, aunque en el sentido restringido de tolerancia entre las distintas
religiones cristianas (por ejemplo el protestantismo y el catolicismo); el motivo de esta
restricción se encuentra en el punto siguiente: según Locke el cristianismo es la
“verdadera religión” (la genuina “religión racional” o “religión natural” –la religión que
tiene que aceptar todo hombre pues se adecúa a su naturaleza, etc.).
3. Berkeley
El empirismo de este peculiar obispo inglés puede ser definido a partir de su contraste
con el empirismo de Hobbes: Berkeley rechaza la tesis materialista según la cual el origen
de los datos de los sentidos está precisamente en la realidad física, en el mundo exterior
(entendido como un mundo anterior e independiente de la mente humana –una mente que
se limita a recibir como efectos los estímulos que proceden de fuera de ella, unos
estímulos causales que en la mente se convierten en sensaciones, en representaciones
sensoriales). El empirismo de Berkeley es por lo tanto “inmaterialista” pues niega o
rechaza la existencia de la materia, de la realidad física externa, del mundo; en cambio,
como veremos a continuación, lo único que existe es la mente y sus contenidos. Estamos
pues aquí ante un extravagante “empirismo espiritualista”.
Se suele creer y afirmar que la experiencia sensorial más simple y básica es la experiencia
común y corriente de los “cuerpos” (una mesa, un árbol, un caballo). Pero pregunta
Berkeley: ¿qué es un “cuerpo”? Empiristas anteriores como Hobbes o Locke decían al
respecto: un “cuerpo” es una “realidad material”, externa a la mente humana e
independiente de ella; un cuerpo, así, es algo que puede ser conocido científicamente en
base siempre a la experiencia sensorial. Pero esta afirmación es rechazada por Berkeley:
nada es propiamente hablando ni externo a la mente ni independiente de la mente (la
mente y sus contenidos conscientes: las ideas). ¿Qué es entonces, desde la posición de
Berkeley, un “cuerpo”? Única o exclusivamente un conjunto de percepciones, un
agregado, suma o yuxtaposición de sensaciones. Todo lo que suele denominarse “real”
(las llamadas “cosas materiales” o la “realidad física”) no es sino un conjunto estable de
sensaciones en la mente de los hombres. No hay pues algo previo a esas sensaciones o
independiente de ellas. Por eso concluye Berkeley: “esse est percipi”, o sea: “ser” (existir
y tener una cierta consistencia o unas características) es “ser percibido” (estar
sensorialmente captado por una mente o una conciencia). Por lo tanto lo propia y
auténticamente real no es una presunta “realidad material” (previa, autosuficiente,
independiente sino la mente y sus ideas): lo que hay primordialmente y con entera certeza
y evidencia es el yo consciente y sus contenidos de conciencia (sus representaciones
mentales, internas, interiores).
Ahora bien: las ideas de la mente humana no las ha generado la propia mente; tampoco
son ideas innatas. Cada vez que una mente experimenta y capta una sensación es
consciente de que esa sensación es “recibida”. Pero si es falso que las ideas simples de
sensación –la base última del conocimiento- provienen directamente del mundo externo
(y esta era la tesis defendida por Hobbes y Locke) ¿de dónde provienen las ideas de la
mente? No procediendo del hombre (del interior de su mente o conciencia), tampoco del
mundo, entonces, sostiene Berkeley, solo puede provenir de un ser superior: Dios. Así
pues su Mente infinita “emite” las ideas que capta la mente humana (finita). Esa emisión
por parte de Dios de las ideas se efectúa de un modo coherente, ordenado, organizado, y
por eso el conocimiento se articula según leyes, leyes que expresan y definen el orden de
las ideas que es captado pasivamente por la mente humana.
4. Hume
En su obra formuló con contundencia un completo escepticismo sobre las tres Ideas
metafísicas de la tradición: Mundo, Dios y Alma (la esencia del hombre). Según Hume la
mente humana no tiene ninguna noticia fidedigna y merecedora de algún crédito sobre
estas tres presuntas substancias suprasensibles; por lo tanto el referente de esas Ideas
carece tanto de existencia como de una esencia comprobable. Así pues Hume llevó a cabo
–antes que Kant o que Nietzsche- una radical crítica, empirista en su caso, de la metafísica
tradicional.
La tesis central del empirismo de Hume dice así: toda idea (todo conocimiento mediato e
indirecto) será legítima únicamente si proviene de alguna impresión o si puede ser
remitida a una impresión (el conocimiento mediato tiene que apoyarse en el conocimiento
inmediato). Por lo tanto si una idea (por ejemplo el concepto que se refiere a “Dios” como
ente supremo, etc.) no procede de ni remite a una impresión o un conjunto de impresiones
debe ser declarada ilegítima y por ello errónea y falsa.
Tal y como se apuntó anteriormente Hume realizó una crítica profunda y completa de la
metafísica tradicional a partir de la tesis empirista según la cual toda idea abstracta
(representación conceptual) no respaldada por una impresión o una serie de impresiones
será considerada en adelante errónea, falsa, fuente de confusión y oscuridad. Hume
reprocha a la tradición que ha intentado una y otra vez pronunciarse con rotundidad
(dogmáticamente) sobre temas y cuestiones respecto a los cuales no hay en modo alguno
evidencias concluyentes (por ejemplo la existencia de Dios como causa creadora del
mundo, la existencia de un alma inmortal, la tesis de que el mundo es independiente de
toda forma de captación o experiencia, etc.). En adelante –y gracias a la racionalidad y la
sensatez propiciada por el empirismo- esas ideas dogmáticas serán sustituidas por un sano
escepticismo respecto a todo aquello sobre lo que por más que nos intrigue poco o nada
podemos averiguar con un mínimo de rigor y solvencia. Así pues Hume realizó una crítica
de la idea tradicional de “substancia” (y con ella de las nociones de Mundo, Dios y Alma
concebidas como las tres principales realidades substanciales) y una crítica de la idea
tradicional de “causalidad”. Vayamos pues ahora con algunos aspectos de la crítica
humeana a la metafísica tradicional.
Hume realizó, a su vez, una importante reformulación del principio de causalidad. Hasta
entonces se afirmaba que el conocimiento causal de la ciencia (o de la teología cuando se
pensaba que era posible probar que hay una única causa creadora) es un conocimiento
necesario y universal (en base a esta afirmación se convertía al conocimiento causal en
un conocimiento puramente demostrativo, enteramente deductivo). Pero esta concepción
de la causalidad, dice Hume, es exagerada y errónea. El conocimiento causal es un
conocimiento de “cuestiones de hecho”; es cierto que en el conocimiento causal opera
una inferencia o un razonamiento pero no es menos cierto, y aquí está la clave del tema,
que la explicación causal de los hechos se apoya exclusivamente en la observación
repetida de los sucesos del mundo. ¿Y qué es lo que repetidamente se observa cuando se
pretende fijar una conexión causal? Se observa que de un modo regular y constante a un
fenómeno determinado (“a”) le sucede en el tiempo una y otra vez otro fenómeno
determinado (“b”). Esto implica algo de crucial importancia –algo que rebate la idea
tradicional sobre la causalidad-: el conocimiento causal en el que se infiere y establece
que “a” es una causa y “b” es su efecto es un conocimiento al que debe otorgársele un
grado de probabilidad en base a la cantidad mayor o menor de observaciones realizadas;
así pues cuando el conocimiento da con una ley causal tiene que especificar, mediante un
cálculo de probabilidades, cuál es la frecuencia de que ocurra tras un suceso concreto otro
suceso concreto. En definitiva: la inferencia causal, el enlace entre una causa y un efecto,
se realiza en base a la experiencia sensorial y nunca puede ir más allá de ésta; el
conocimiento causal de las leyes de la naturaleza es un conocimiento inductivo que se
desenvuelve según grados de probabilidad, así pues la predicción de sucesos futuros tiene
siempre un alcance limitado pues nada garantiza de un modo definitivo y seguro que el
futuro será idéntico al pasado. Las relaciones causales no son pues necesarias y
universales: son conexiones constantes más o menos probables.
Índice
-Introducción
Introducción
Kant pertenece al amplio movimiento llamado Ilustración: uno de los principales núcleos
del proyecto moderno que se fue definiendo y aquilatando en el siglo XVIII. Este
movimiento se define por su absoluta fe en la Razón: gracias a ella, a su poder, el hombre
puede lograr su emancipación, su madurez (reconociéndose y asumiéndose como el
Sujeto, es decir, como el fundamento del mundo). ¿Cómo se logra la emancipación o
liberación del Hombre? Por un lado gracias a la conjunción de la ciencia y de la técnica
se alcanza un domino de la naturaleza externa (de la realidad física concebida como una
trama causal de carácter determinista). Por otro lado tanto la Moral como el Derecho
(vertebrador del Estado) permiten dominar la naturaleza interna de los seres humanos (sus
pasiones, impulsos, instintos). Ahora bien tanto la Ciencia como la Moral solo podrán
conseguir esta meta cuando se definen y desarrollan desde la Razón. De este modo el
campo de la razón se divide en dos: la razón teórica del Sujeto humano (de la que procede
la ciencia) y su razón práctica (de la que provienen la moral y el derecho).
Desde una óptica filosófica Kant significa el paso del Teocentrismo al Antropocentrismo.
El Hombre es el verdadero y único “rey de la creación”. Es pues el “Sujeto”, término
procedente del latino “subiectum”: lo que sub-yace, es decir: el Fundamento, el origen y
el fin de todo (en la Historia de Occidente se han definido tres grandes figuras del
Fundamento: en el periodo Grecolatino se localizó el fundamento en el Mundo –un
cosmos ordenado, por ejemplo el de las Ideas platónicas, las Esencias aristotélicas, o el
Lógos estoico-; en el periodo que abarca la Edad Media y la primera Modernidad, en los
siglos XV-XVIII, reinó Dios –causa creadora, etc.; en la Modernidad plena, desde la
segunda mitad del siglo XVIII hasta hoy, el fundamento es el Hombre, el Sujeto de la
razón).
Las tres principales obras del Kant maduro fueron las siguientes:
Un detalle más: Kant insiste en que la razón del Sujeto humano es “autónoma”. ¿Qué
significa esto? Que se proporciona a sí misma las leyes a las que por otro lado tiene que
atenerse. Y esto ocurre así tanto en el terreno teórico –el campo de la ciencia, del
conocimiento- como en el terreno práctico –el campo de la moral, el derecho, la política.
¿De dónde extrae, en definitiva, la Ley (la ley del orden, sea el orden de la ciencia o de la
moral) el Sujeto humano? No la extrae ni del Mundo ni de Dios: la extrae sólo de sí
mismo, del interior de sus facultades, de su esencia o naturaleza racional. Reconociéndose
y asumiéndose como Sujeto autónomo el hombre moderno –el que vive en un mundo
moderno (con su ciencia, su moral, etc.)- se emancipa, se libera, alcanza su “mayoría de
edad”, es decir: entra en la Ilustración como era de la razón, la era de la Luz que es capaz
de disipar las sombras de la superstición, etc. (es así como los distintos procesos históricos
que han configurado el mundo moderno –la revolución industrial y la revolución política,
etc.- resultan a la vez explicados y legitimados).
Kant no desprecia estas tesis de Hume –entiende que hay algo valioso en ellas- pero
tampoco las acepta sin más (la razón tiene que evitar el dogmatismo pero también, dice
Kant, el escepticismo pues este implica una desconfianza en el poder de la Razón y una
merma de la fe en ella que define a la Ilustración y con ella a la modernidad misma). Por
un lado Kant rechaza que la física matemática –la ciencia promovida por Galileo,
Descartes, Leibniz y Newton- sea exclusivamente un conocimiento empírico: en la
ciencia hay sin duda elementos o aspectos sensibles pero también hay otros componentes
“a priori” que tienen que ser explicitados por la filosofía transcendental. Por otro lado el
que los seres humanos intenten una y otra vez buscar una respuesta para las profundas
preguntas de la metafísica (¿existe un Dios creador? ¿es el alma inmortal? ¿el mundo
físico tiene un origen y tendrá un final?, etc.) indica algo positivo que debe ser aclarado
racionalmente: tal vez, afirma Kant, Dios, Alma y Mundo no existan como “fenómenos”,
como “objetos reales y empíricos”, pero aún así de alguna manera desempeñan un papel
favorable y estimulante en la búsqueda del conocimiento racional.
Todo esto constituye el tema del libro de 1781, la Crítica de la razón pura: ¿puede la
razón pura del sujeto humano alcanzar algún conocimiento “metafísico” que sea fiable y
justificable y que sacie las profundas incertidumbres que conmueven la vida de los
hombres? ¿es posible para la metafísico convertirse en una “ciencia” con una validez
semejante a la física y la matemática?
Así pues defiende Kant que el Sujeto humano posee de antemano una serie de elementos
formales que aporta a priori al conocimiento de los objetos, unos elementos o formas
puras (vacías de contenido) que están invariablemente en todos los hombres. Esta
afirmación es el núcleo de lo que se denomina “idealismo transcendental” (expresión que
dice lo mismo que la expresión “revolución copernicana”). El conocimiento de los objetos
físicos depende del Sujeto humano en tanto en sus facultades está lo a priori, lo formal,
lo transcendental (por eso al Sujeto humano lo llamó “Sujeto transcendental” –
refiriéndose así a aquello idéntico y esencial en todos los hombres más allá de sus
particularidades individuales). ¿Por qué esta afirmación es “revolucionaria” (no menos
que las revoluciones industrial y política)? Porque desde este momento –y contradiciendo
aquí a toda la tradición medieval y a autores modernos como Descartes, Leibniz, Locke,
Berkeley, etc.- ya no será necesario acudir a “Dios” para garantizar la validez objetiva del
conocimiento del mundo material, el mundo externo, exterior a la mente humana. El
sujeto humano, insiste Kant, se basta y se sobra a sí mismo para fundamentar, desde sí
mismo y por sí mismo, la validez necesaria y universal del conocimiento científico (un
conocimiento formado por “juicios”, por enunciados o proposiciones). El giro radical
hacia el antropocentrismo y el antropomorfismo –una auténtica novedad en la historia
capaz de marcar toda una época (la época de la modernidad madura, de la Ilustración)-,
un giro que se inició tímidamente en el Renacimiento y en el que se renuncia a la poderosa
tradición Teocéntrica, encuentra en Kant, por lo tanto, su primera expresión acabada,
rigurosa y completa (según Kant el Sujeto humano es el fundamento tanto del
conocimiento como de la moral, el derecho, la política y el arte).
Hemos subrayado que Kant intenta averiguar si la metafísica (un presunto o pretendido
conocimiento racional y por lo tanto cierto y verdadero referido a realidades
suprasensibles) es o no es una “ciencia”. Ahora bien, para responder cabalmente a esta
pregunta tiene que saberse con rigor y claridad qué es una ciencia, cómo está formada,
cómo convalida o verifica sus aserciones, etc.; sólo después de averiguar esto podrá
sopesarse si en efecto la metafísica cumple o no los requisitos fundamentales para merecer
ese noble calificativo (algo así como un “sello de calidad”). Pues bien: una ciencia es un
conocimiento que se apoya o sostiene sobre “juicios”, sobre proposiciones o enunciados;
son ellos los que pueden ser o verdaderos o falso según las pruebas o demostraciones que
se consiga aporta. Por este motivo Kant desarrolló una exhaustiva clasificación de los
juicios; en ella distinguió entre juicios analíticos, juicios sintéticos a posteriori y juicios
sintéticos a priori. Veamos esto con más detalle.
En los juicios analíticos el predicado que se le asigna al sujeto está siempre extraído –a
partir de una “descomposión”, de una “separación”- del propio sujeto. Por este motivo
son juicios que poseen una validez necesaria y universal a pesar de que no ofrecen
estrictamente hablando ninguna información realmente nueva: no extienden o no amplían
el conocimiento (se mueve pues solo en el plano de los conceptos y su papel se limita a
aclarar qué es lo que contiene un concepto de un objeto). Por ejemplo: “los solteros no
están casados”, “los perros son caninos”, etc.
En los juicios sintéticos el predicado (un predicado tiene como su referente una propiedad
de algo) se una al sujeto aportando elementos que no salen sin más del sujeto (un
predicado tiene como su referente algo a lo que se le asignan o atribuyen propiedades).
Los juicios sintéticos proporcionan por lo tanto algo novedoso, algo que no se puede saber
por el mero paso de un concepto a otro concepto, realizan en definitiva una ampliación o
una extensión del conocimiento del mundo de los objetos o de los fenómenos. Los juicios
sintéticos van, pues, más allá del mero análisis de los conceptos.
Los juicios sintéticos son a posteriori cuando la propiedad atribuida al sujeto (a eso de lo
que se dice que es tal o que es cual) se obtiene directamente de la experiencia sensible,
de los datos de la sensación, de las impresiones sensoriales (por ejemplo: “el cianuro es
amargo”). A pesar de que estos juicios en efecto proporcionan conocimiento nuevo solo
permiten alcanzar conocimientos particulares y contingentes. ¿Qué significa esto? Según
Kant que la ciencia no puede estar integrada entera y exclusivamente por juicios sintéticos
a posteriori (Kant tiene, desde luego, una noción de “ciencia” cercana a la del
racionalismo).
Llegamos así a los juicios que Kant sitúa en la cúspide del conocimiento –en el corazón
de la ciencia empírica-: una extraordinaria y sorprendente clase de juicios en la que el
predicado se une o conecta al sujeto de un modo a priori, es decir, sin pasar por el rodeo
de la experiencia sensible. Estos juicios –que Kant, en principio, solo localiza en la
matemática y en la física- poseen una validez universal y necesaria pues no obteniéndose
el predicado de lo a posteriori, de lo sensible, es obvio que ningún hecho o suceso del
mundo puede desmentirlos o invalidarlos. En la geometría es un juicio así, por ejemplo,
“la suma de los ángulos de un triángulo es de 180º”; en la física es un juicio sintético a
priori, por ejemplo, “toda la materia es extensa” (siendo la extensión la magnitud propia
del espacio tridimensional).
Una vez sentado el importante principio de que las ciencias seguras y rigurosas tienen en
su núcleo juicios sintéticos a priori Kant formula respecto a ellos dos preguntas. En un
primer momento pregunta –asumiendo que hay algo extraño que debe ser aclarado en
unos juicios que son a la vez a priori y sintéticos- ¿cómo son posibles estos juicios?
¿cuáles son las condiciones de posibilidad de los juicios sintéticos a priori? La segunda
pregunta dice así: ¿hay juicios de esta clase en la Metafísica? (si los hubiera entonces la
metafísica sería una “ciencia” y resultaría correcto afirmar que el Sujeto racional humano
es capaz de conocer con rigor, certeza y seguridad lo Suprasensible: todo aquello situado
más allá de los límites de la experiencia sensible, limitada a los fenómenos, a los objetos
empíricos).
¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? Hay juicios sintéticos de este tipo
porque a partir de sus facultades (sensibilidad, imaginación, entendimiento) el Sujeto
aporta una serie de elementos a priori, unos elementos “formales” (sin contenido, sin
“materia”). Por lo tanto los juicios sintéticos a priori tienen por un lado unas condiciones
“estéticas” que conciernen al aspecto “sensible” de estos juicios y por otro lado tienen
unas condiciones “lógicas” vinculadas a su aspecto “conceptual”. ¿Cuáles son las
condiciones “estéticas” que actúan aquí, en estos juicios tan peculiares? La intuiciones
puras del espacio y el tiempo: dos formas a priori arraigadas en esa facultad del sujeto
llamada “sensibilidad” (gracias al espacio y al tiempo son posibles los juicios sintéticos
de la geometría y de la aritmética). ¿Cuáles son las condiciones “lógicas” que operan en
estos juicios a la vez sintéticos y a priori? Las categorías, los conceptos puros: doce
formas a priori ubicadas en la facultad del sujeto denominada “entendimiento” (por
ejemplo el concepto de “causa”, el concepto de “substancia”, etc.); ¿por qué son doce?
Porque hay doce clases de juicios (la tabla de las categorías depende de la ciencia de la
lógica –y a la operación de extraer las categorías de las clases de juicios la llama Kant
“deducción metafísica de la categorías”).
Por este motivo –porque los juicios sintéticos a priori están sometidos a la vez al espacio
y el tiempo y a las doce categorías (es decir, a condiciones estéticas y lógicas)- hay en la
Crítica de la razón pura un capítulo titulado “Estética transcendental” y otro titulado
“Lógica transcendental”: en el primero se expone en qué consisten el espacio y el tiempo
(el espacio y tiempo son continentes vacíos homogéneos, uno tridimensional y definido
según relaciones de simultaneidad y otro unidimensional definido por relaciones de
sucesión) y en el segundo se estudian detalladamente las doce categorías del
entendimiento (por ejemplo se afirma que causa es una categoría de relación gracias a la
cual se fija entre los fenómenos un nexo universal y necesario, etc.).
-Una parte positiva en la que se sostiene que la razón del Sujeto humano produce o
proyecta desde sí misma una serie de Ideas (la Idea de Dios, de Alma, de Mundo) que
aunque no representan objetos reales o fenómenos empíricos sí tienen un papel que jugar
en el terreno del conocimiento verdadero.
Kant distingue entre las éticas “materiales” (por ejemplos las éticas centradas en la
felicidad, el bien, la utilidad, etc.) y su propuesta: una ética puramente “formal”. ¿Por qué
su propuesta ética es de carácter “formal”? Porque carece de contenidos concretos, por
ejemplo: no busca definir qué sea el bien o qué sea la felicidad, tampoco señalar un fin
que la vida humana tenga que perseguir para lograr su plenitud o su perfección propia.
¿Cómo se desarrolla, entonces, una ética formal, una ética vacía de todo contenido preciso
y determinado? Se despliega estableciendo un procedimiento (un “método”) que permita
evaluar qué normas de conducta (o “máximas”) son aceptables moralmente y cuáles no
pasan esta prueba y son por ello rechazadas. ¿Por qué según Kant una ética moderna,
adecuada a la era moderna del mundo, ya no puede ser nunca más “material” y solo puede
ser “formal” (procedimental, metódica)? Porque solo una ética formal puede ser a la vez
necesaria y universal (válida a sí para todos los hombres por igual, con independencia de
todas sus particularidades, de todas sus diferencias). En cambio las éticas material son, a
su entender, solo contingentes y particulares y por ello no pueden ser aceptables para el
hombre moderno.
Kant expuso en sus obras dedicadas a la filosofía práctica, a la filosofía moral (por
ejemplo la Crítica de la razón práctica), varias formulaciones del imperativo categórico.
Mencionaremos a continuación las tres principales:
-“Obra de tal modo que lo que motive tu voluntad pueda servir siempre como máxima de
leyes universales”.
-“Procede de tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en los demás,
siempre como un fin y nunca como un medio”.
-“Obra de tal manera que la voluntad pueda considerarse a sí misma, mediante su máxima,
como legisladora universal”.
La ética kantiana es una rígida y estricta “ética del deber” (distinta de las antiguas éticas
del bien, de la felicidad, del placer, de la utilidad). Una vez Kant ha subrayado que la
conducta de los seres humanos está siempre guiada por normas añade que se puede actuar
tanto por deber –y esto es lo único que Kant realmente valora y pone en primer término-
como por mera conformidad con la ley moral; así pues Kant diferencia entre la moralidad
de una acción y su simple legalidad. Cuando se obra moralmente, por deber, el sujeto de
la conducta cumple con lo debido solo porque es debido, por puro respeto a la ley moral,
con independencia de las consecuencias que tenga para él, incluso cuando sean negativas
(la ética formal kantiana no es una ética consecuencialista, una ética de la responsabilidad:
es una ética de la intención, una ética de la íntima convicción situada en el interior de la
conciencia moral del individuo). En cambio cuando se actúa “legalmente” la persona
sigue la norma, pero la sigue solo “externamente”, sin la íntima convicción de la
conciencia moral. Si un tendero –el ejemplo es de Kant- no engaña a sus clientes cuando
pesa la fruta que les vende (trucando la báscula, etc.) solo por miedo a que le cierren el
negocio si lo pillan actúa legalmente sin duda, pero su conducta solo sería moral de verdad
si no engaña a sus clientes porque ese, aunque deje de ganar dinero o incluso se termine
arruinando, es su puro y duro deber.
Por último diremos que el fundamento de la ética formal kantiana se encuentra en la tesis
de la radical libertad de la voluntad o, lo que es lo mismo, en la idea de la autonomía del
sujeto moral. El sujeto moral –el hombre como ser racional en el campo de la conducta,
de las costumbres, etc.- es autónomo, despliega su libre voluntad, porque se proporciona
las leyes –las morales, pero también las jurídicas y las políticas- que después él mismo
sigue. Kant, por lo tanto, afirma respecto al sujeto moral, la completa identidad entre la
instancia que legisla o emite la ley y la parte del hombre que la sigue y la obedece: el
sujeto moral es, a la vez, el soberano y el súbdito. En las éticas premodernas, por ejemplo
en las éticas de raíz cristiana, algo era “bueno” en último término porque “Dios así lo
manda” (actuar bien sería así conducir la propia vida “como Dios manda”). Pero Kant,
desde su idealismo moral, rechaza que en Dios esté el fundamento de la moral. Su ética
es, así, la primera ética enteramente antropocéntrica.
Kant afirma decididamente que hay una única Historia Universal cuyo fin –en el sentido
de su meta y de su culminación- es el Mundo Moderno (con su ciencia aplicada a la
técnica en la que la naturaleza es dominada, con su moral y su derecho capaces de dominar
la naturaleza pasional e instintiva del hombre, etc.). Estamos aquí pues ante la típica fe
ilustrada en el Progreso propia de los siglos XVIII y XIX (una fe que en el siglo XX, con
dos Guerras Mundiales y un crack económico en medio ha mermado considerablemente).
El progreso de la historia está orientado y regulado –en su vertiente moral y política- por
una Idea de la razón: la Idea, el proyecto, de un “Estado Cosmopolita” (un Estado Mundial
vertebrado por el Derecho y Constitucionalmente organizado). Esta Idea, pues, es la que
define y marca el fin supremo de la Humanidad entera: el punto en el que “lo real” es
enteramente “racional”, adecuado a las exigencias de la razón del Sujeto humano (siendo
aquí la “razón” la esencia humana, su naturaleza idéntica, fija y permanente).
Para que la fe en el Progreso de la Historia no sea una mera ensoñación o una pura ilusión
hueca y sin base alguna el filósofo tiene que explicitar cuál es el motor de la historia, eso
que la empuja inexorablemente en una línea de Progreso ascendente desde lo peor e
imperfecto hacia lo mejor y perfecto. Kant –siguiendo en parte a Hobbes y en parte a
Locke- afirma que el motor de la Historia es la “insociable sociabilidad” de la especie
humana. La sociabilidad empuja a asociarse y a cooperar, la insociabilidad imple al
predominio total del egoísmo (sea de los individuos o de las Naciones). Por lo tanto son
las guerras y sus penurias lo que poco a poco, a costa de un enorme sufrimiento,
convencen a los hombres de que es mejor pactar, colaborar o concertar que el puro y duro
enfrentamiento; así, y aunque sea paulatinamente, con lentitud, dolorosamente, se va
abriendo camino la idea de que lo mejor es colaborar en beneficio mutuo: es mejor para
los individuos y para las Naciones ser aliados que ser enemigos. Entonces, en un momento
que aún está muy lejos, dice Kant que la Paz, una paz perpetua, sustituirá finalmente a la
guerra. Es así como gracias a la Idea de progreso –en tanto apunta hacia el triunfo final
de la luz de la razón sobre las tinieblas irracionales que oscurecen el mundo- se alienta el
propio progreso de la humanidad.
De todos modos aunque Kant es optimista en el caso del progreso legal (plasmado por
ejemplo en una Constitución política, etc.) en lo que respecta al auténtico y completo
progreso moral. El “mal” (actuar contra la ley del deber) está firmemente arraigado en la
naturaleza humana (el lado oscuro es muy fuerte en ella): lo pasional e instintivo
predispone e inclina constantemente hacia el mal, corrompe en su raíz la libre voluntad
del sujeto humano.
1. De Hegel a Marx
Hegel fue la cima del Idealismo alemán. Su tesis básica es que el “Espíritu” (el Sujeto
humano en su esencia racional) se realiza a sí mismo en la Historia Universal, la cual
alcanza su fin cuando lo real es adecuado a la razón y el Espíritu absoluto es plenamente
autoconsciente.
Marx estudió la obra de Hegel viéndola como un reflejo de los anhelos de la burguesía
que resultó triunfante en la revolución política del siglo XVIII. A pesar de que Marx
rechazó tanto el Idealismo como asumir sin más el auge de la burguesía consideraba que
en la obra hegeliana había una serie de elementos que pueden ser recogidos por una
filosofía materialista. Por ejemplo la “dialéctica” y el concepto de “alienación”, entre
otros.
Otro elemento que Marx recoge de Hegel es la temática de la “alienación”. Este concepto
se refiere a un estado negativo del hombre: el hombre alienado es el hombre expropiado
de su esencia, despojado de su auténtica realidad y verdad, es el hombre “enajenado”;
puesto que –según el pensar dialéctico- lo negativo remite a lo positivo como una fase
larvaria de su afianzamiento y realización sucede que el hombre debe reconocer ese
estado negativo y superarlo: debe liberarse o emanciparse de lo que le arrebata su esencia,
debe recobrar o recuperar su esencia provisionalmente perdida. Un ejemplo: Hegel
sostiene que el hombre cristiano cuando se concibe como “hijo de Dios” –o sea, cuando
se considera a sí mismo subordinado a una instancia superior y anterior- es un hombre
alienado, ¿por qué? Porque el Hombre (Espíritu) es el Sujeto de la Historia, es el
Fundamento del mundo y por lo tanto es la instancia soberana y suprema (¿Cómo, afirma
Hegel, el Hombre va a estar sometido a Dios?; Hegel, desde luego, sigue aquí el
antropocentrismo kantiano llegando a decir que para el Hombre moderno solo hay un
auténtico y único “Dios”: él mismo). Marx retomó el concepto de “alienación” de Hegel
afirmando que en la “sociedad moderna capitalista” el hombre vive en general “alienado”
(volveremos más adelante sobre esta cuestión).
¿A qué afirmación conduce esta tesis de Marx según la cual el trabajo es la esencia del
hombre universal (una inversión del idealismo que, sin embargo, conserva su esquema
básico, su modelo central)? Siguiendo su esencia –su identidad necesaria, su naturaleza
permanente- el Hombre se realizará a sí mismo –logrando su plenitud y su perfección- en
el Trabajo. Ahora bien: a pesar de este “esencialismo” –antropocéntrico- Marx no ignora
que el trabajo está determinado (organizado, sistematizado) por unas condiciones sociales
e históricas. Es decir: cuando la sociedad –según su “desarrollo histórico”- no es la
adecuada a la esencia humana el trabajo en vez de realizar al hombre lo aliena y lo
enajena: lo despoja de su esencia, se la arrebata. Y esto es –a juicio de Marx- lo que
sucede en la sociedad moderna vertebrada por la economía capitalista –ese sistema de
organización de lo económico en al que la propiedad de los medios de producción es
privada, etc.
Marx intentó entender la historia –lo histórico, la historia del mundo y el mundo de la
historia- bajo una clave a la vez “dialéctica” y “materialista”.
El materialismo histórica se sostiene, a la postre, sobre dos ideas. Por un lado se dice que
el ser humano –como ser social avocado al “trabajo”- es un producto de la Naturaleza
(pesa aquí el darwinismo que Marx conoció y aplaudió). Pero a su vez –y aquí tenemos
una tesis idealista modulada de una manera “materialista”- la Historia es un producto del
Hombre; él es, entonces, el Sujeto de la Historia –la cual es “construida” o “creada” por
él, desde él y para él-: el hombre es su principal protagonista, eso que marca su principio
y define su fin (¿cuál es este fin o esta meta? La realización de la esencia humana en un
mundo adecuado a su razón y su libertad, etc.). ¿En qué consiste, pues, la modulación
materialista de la tesis idealista según la cual el hombre es el Sujeto de la historia (su
fundamento, su alfa y su omega)? Por un lado Marx niega que la esencia humana esté en
la “conciencia” (y en las ideas o representaciones que contiene) pero, positivamente,
como hemos dicho ya, sostiene que la esencia humana se localiza en el trabajo, en la
técnica; por eso Marx concluye –y esta es la entraña del “materialismo histórico”- que el
principal motor de la historia se encuentra en al surgimiento y el desarrollo de los
“sistemas productivos”, en la “estructura económica” de la sociedad.
Una de las tesis principales del materialismo marxista es esta: la base de una sociedad –
su infraestructura- está en el “sistema productivo”, en la organización del trabajo, en la
“estructura económica”, en definitiva. Todos los demás aspectos de la sociedad dependen,
según esta afirmación, de esta base: están determinados por ella y desde ella; por ejemplo
la vida moral, la esfera política del Estado (el derecho, etc.), la religión, el arte, etc. Esta
tesis define, desde luego, un determinismo economicista que ha sido discutido en
numerosas ocasiones por considerarlo exagerado (¿es cierto que todo se explica y se
entiende desde lo económico por importante que sea?).
3.2 La ideología
El término “ideología” tiene en principio un significado neutral: alude solo a las ideas o
representaciones de la conciencia de los individuos (ideas que reflejan y concretan su
interpretación de la realidad). Sin embargo Marx subraya que la conciencia del individuo
a pesar de que ingenuamente se cree autosuficiente e independiente no define por si solo
ni lo que alguien es ni tampoco lo que alguien sabe o alguien cree: lo que define a cada
uno especificando sus creencias o representaciones está –aunque lo ignore- definido por
su lugar en el conjunto de la sociedad, especialmente por su sitio en las relaciones
económicas de producción.
La tarea que según Marx debe emprenderse es la de una “crítica de la ideología” gracias
a la cual la “falsa conciencia” sea sustituida por una “conciencia verdadera” (esa que ha
desenmascarado los discursos meramente ideológicos).
Marx distingue dos tipos de alienación: una alienación principal, la alienación económica,
y una alienación subordinada a ella y explicada por ella, la denominada alienación
ideológica.
La sociedad moderna está dividida, subraya Marx, en dos clases antagónicas: la de los
propietarios y la de los proletarios; pero la alienación social lleva a que los individuos de
la clase trabajadora se olviden de a qué clase pertenecen e ignoren así sus propios intereses
de clase oprimida y explotada.
Por su parte la alienación religiosa consiste en creerse a pie juntillas las ideas que apuntan
a que la vida auténtica y feliz tendrá lugar en el más allá, etc.; de esta manera de un modo
indirecto se aprueban o al menos se toleran las injusticias que tienen lugar en este mundo.
3.5 La plusvalía
En su teoría económica Marx pone el acento en que el único origen real del valor
económico de las mercancías está en el trabajo (no puede estar, por ejemplo, en la
especulación de la economía financiera en la que el dinero se multiplica o se esfuma de
una manera casi mágica).
Pero el trabajo, sostiene Marx, es, en el modo de producción capitalista, una mercancía
más: el trabajador para poder subsistir está obligado a vender en el mercado su fuerza de
trabajo por un salario. Entre lo que gana el asalariado y el beneficio del propietario del
medio de producción hay una desproporción, una diferencia a la que denomina
“plusvalía”. ¿Y qué sucede con ella? Que poco a poco, según se desarrolla el capitalismo
–por ejemplo con la aparición de oligopolios o monopolios- el valor del trabajo se
deprecia cada vez más y por eso la clase trabajadora se va empobreciendo a la vez que la
clase dominante –depositaria de la plusvalía- se va enriqueciendo. Reina así, en definitiva,
cuando la plusvalía es desmedida y está desbocada, una desigualdad entre clases que
desbarata la cohesión social y da paso a una situación socialmente injusta.
Respecto al cambio histórico Marx destaca que por relevante que sea no basta la crítica
de la ideología que encubre y legitima el statu quo pues ésta solo opera al nivel de la
superestructura. Lo esencial del cambio histórico está, dice Marx, en una transformación
de la infraestructura, de lo económico, de la base material de la vida humana; solo así
cambiará también la superestructura (moral, derecho, política, religión, etc.).
La dinámica del capitalismo –con su tendencia a los monopolios, a las crisis cíclicas entre
una fase de expansión y otra de recesión, su paro estructural, etc.- conduce hacia un
paulatino empobrecimiento de la clase trabajadora en la medida en que se deprecia
constantemente el valor del trabajo con el fin de competir en el mercado con mercancías
de bajo precio y aumentar a la vez los beneficios de los propietarios de los medios de
producción.
Marx, a pesar de rechazar su idealismo filosófico, comparte con Hegel dos tesis: hay un
fin de la Historia (una cima del Progreso); el motor del cambio histórico –la ley del
cambio- es la dialéctica (la contradicción entre una tesis y una antítesis y una síntesis
superadora de lo contradictorio en la que la oposición inicial es dejada atrás, etc.).
Según su análisis económico en el modo producción propio del mundo moderno –el
capitalismo- anida una contradicción que lo terminará, tarde o temprano, destruyendo y
dinamitando desde dentro. La contradicción del sistema económico capitalista se revela,
por ejemplo, en dos de sus leyes económicas: la concentración del capital (que lleva a una
lucha sin tregua entre oligopolios por aumentar sus beneficios e incrementar su poder);
las crisis cíclicas por la conjunción de sobreproducción y la bajada del valor del trabajo.
El efecto de esas leyes es, en general, un empobrecimiento creciente de la clase
trabajadora. La reacción del proletariado ante las consecuencias negativas del capitalismo
(paro estructural, bajada de salarios, etc.) será, en primer lugar, una toma de conciencia
del proletariado como clase explotada y oprimida y, así, su unión como fuerza social
animada por el propósito de acabar con la injusticia social provocada por la dinámica del
sistema productivo capitalista.
La lucha de clases y la revolución a la que conduce está orientada por la utopía de la meta
última de la Historia: una sociedad sin clases. En ella, por ejemplo, habrá desaparecido la
propiedad privada de los medios de producción, el trabajo asalariado y, también, el valor
de cambio estará subordinado al valor de uso, etc. ¿Por qué la sociedad sin clases marca
el fin de la Historia? Porque en ella se habrán superado todas las contradicciones. Si la
esencia humana está en el trabajo cuando la humanidad sea dueña de su trabajo se
realizará esa esencia y surgirá el hombre libre y feliz.
Por lo tanto el anhelo utópico del proletariado es el del paraíso en la tierra, una arcadia
feliz y armónica en el que triunfarán por fin la libertad, la igualdad y la fraternidad.
En Marx se apunta hacia una teoría del conocimiento en la que se explica el proceso de
conocer desde la categoría o el concepto de “trabajo”. Se insinúa, de esta manera, una
teoría materialista del conocimiento.
Recuérdese que Marx a la vez que se nutrió del Idealismo de Kant o de Hegel le opuso
siempre una posición filosófica de cuño materialista y aquí, en este tema, se ponen de
manifiesto estas dos cosas.
Marx rechaza la idea de un sujeto reflexivo, de una conciencia humana pura, etérea,
abstracta. La esencia humana está en el Trabajo (en la actividad técnica, productiva, etc.).
El trabajo es aquí una mediación (síntesis dialéctica) entre dos elementos enfrentados y
contrapuestos: el hombre y la naturaleza (el sujeto y el objeto). El hombre crea su mundo
produciéndolo tal y como fabrica utensilios un artesano: dando forma (orden) a una
materia informe.
Subsiste aquí, de todos modos, una duda o una dificultad que nunca ha dejado de rondar
al marxismo: esta teoría “materialista” del conocimiento se despliega a partir del esquema
básico del idealismo filosófico moderno: el modelo “Sujeto objeto”. Así, tal vez, esta
teoría materialista no sea tan novedosa ni tan acertada como pretende. En conclusión
queda abierta la hipótesis de que una auténtica teoría materialista del conocimiento solo
será novedosa en la medida en que consiga desterrar de ella misma los esquemas
idealistas, renunciando en última instancia al núcleo antropocéntrico del idealismo
filosófico.
En la respuesta de Marx hay, sin embargo, latente una tensión: ¿cómo se compatibiliza la
tesis de que hay una esencia humana (única, idéntica y permanente, eterna e inmutable)
con la tesis de que el ser humano es radicalmente histórico (siendo así también históricos
los distintos modos de producción)?
La solución que se le ocurrió a Marx para este problema se resume en los conceptos de
“producción” y de “autoproducción”, y dice así: produciendo algo (por ejemplo
fabricando utensilios o máquinas) el hombre se autoproduce a sí mismo (en la sociedad,
en la historia, en el mundo). Así pues la autoproducción de la especie humana tendría, a
la vez, un lado “esencial” y un lado “histórico”.
Surge aquí, de todos modos una duda: ¿es esta “solución” al problema planteado
enteramente satisfactoria? No lo parece. ¿Por qué? Porque en el materialismo de Marx –
en la tesis de que la esencia del hombre se “produce” históricamente- opera, en el fondo,
implícitamente, el idealismo filosófico moderno: el modelo “sujeto objeto” combinado
con el esquema reflexivo “sujeto sujeto”). Por lo tanto, y en definitiva, en la tesis de
que la especie humana se auto-produce produciendo algo (herramientas o utensilios, etc.)
hay un núcleo idealista (kantiano, hegeliano, etc.) que Marx no fue nunca capaz de
extirpar o eliminar.
Por su parte la “conciencia” de los individuos –los agentes o actores sociales- forma parte
de la “superestructura”, es decir: se basa en la posición de cada uno en las relaciones
(sociales) de producción. Esta “conciencia” puede ser “falsa”, estar dominada
inconscientemente por la ideología, por ejemplo cuando un proletario ignora los intereses
y aspiraciones de su clase social y deposita su voto a favor de un partido político
“burgués”. Pero la “conciencia” de los individuos puede también ser una conciencia
“verdadera”, por ejemplo cuando el proletariado conoce su auténtica posición en la
sociedad como clase subordinada y defiende sus genuinos intereses sociales.
Marx opone ciencia e ideología de un modo semejante a como, por ejemplo, opone
“verdadera conciencia” y “falsa conciencia”. La ciencia refleja la verdad, la ideología
deforma y desfigura la realidad.
En general Marx considera que sus propuestas son “científicas”: tanto su teoría
económica como también el materialismo histórico y dialéctico (pero eso Marx
contrapone el “socialismo utópico” –Fourier, Owen, etc.- a su “socialismo científico”).
Pero esta tesis –la ciencia es ajena a la ideología como la verdad se distingue y separa de
la falsedad- es problemática si se aplican las propias coordenadas propuestas por Marx.
Por ejemplo: ¿la ciencia pertenece a la superestructura o a la infraestructura? En
definitiva: el estatuto de la pretendida “ciencia marxista” es oscuro y confuso.
La más destacable consecuencia del marxismo en las “ciencias sociales” (la ciencia de la
historia, la antropología social y cultural, la sociología, la psicología) ha sido proponer la
primacía de lo económico (considerado la infraestructura de la vida social y cultural).
La tesis central de este determinismo económico (o “economicismo”) es, por lo tanto, que
todos los procesos y los fenómenos sociales y culturales (sean las relaciones de
parentesco, las instituciones sociales, etc.) deben poder ser “reducidos” a los procesos
económicos. En última instancia –esta es la hipótesis del marxismo- todo debería
explicarse en razón de causas económicas.
Esta tesis es, por un lado, interesante, pues no es lógico ignorar enteramente la relevancia
de los factores económicos (como suele hacerse desde el idealismo espiritualista). Pero,
por otro lado, se trata de una tesis exageradamente reduccionista en la que se pasa por
alto la complejidad del mundo y su pluralidad de niveles (cada uno con su estructura y
dinámica propia). Un notable contraejemplo respecto a esta hipótesis del materialismo
marxista la encontramos en el célebre libro del sociólogo Max Weber titulado La ética
protestante y el espíritu del capitalismo (1905); en él se explica la enorme relevancia de
la religión y la moral el surgimiento del capitalismo: con esta investigación Weber mostró
que es unilateral –y por lo tanto escasamente científico- conceder una absoluta primacía
a la infraestructura –a lo económico- sobre la superestructura (en ese caso una moral
religiosa concreta).
El principio del cambio afirma que la ley del cambio histórico es la contradicción surgida
en el seno de un modo de producción entre las fuerzas productivas y las relaciones de
producción, etc. Así, por ejemplo, fue la contradicción propia del feudalismo la que
condujo al capitalismo y será la contradicción de este la que lleve al socialismo o el
comunismo (la meta o el fin de la Historia universal).
El principio de la crítica, por último, afirma que la ciencia social tiene que desarrollar una
crítica de la realidad existente, del statu quo y la ideología que lo ampara y legitima. La
crítica es, por lo tanto, un factor del cambio de la estructura social (aunque no sea el factor
último y principal).
Tema 6. Schopenhauer y Nietzsche
1. Schopenhauer
Schopenhauer parte de aquí. Comienza aceptando estas tesis kantianas aunque la asume
en un contexto distinto. Por ejemplo, el rechazo de la existencia de Dios -es decir, la
constatación de la insuficiencia de las pruebas o demostraciones que tradicionalmente se
habían dado en la “teología racional”- afecta, según su planteamiento, al conjunto de la
fe religiosa, hasta el punto de que Schopenhauer defiende un completo ateísmo (Kant
nunca había llegado tan lejos, dejando un pequeño sitio a la fe).
A partir de ese origen común y de que tratan en el fondo de satisfacer una meta semejante
la filosofía y la religión se separan completamente: caminan en direcciones opuestas,
siguen rutas contradictorias e incompatibles. ¿En qué se distinguen? A juicio de
Schopenhauer la religión ofrece una salvación o una liberación indigna de la existencia
humana: se trata de una vía de escape infantil, un salida ilusoria que tiene el estatuto de
los cuentos de hadas (por ejemplo cuando se le promete a los hombres un paraíso en el
que serán absolutamente felices “en otra vida”; no hay nada más que una vida: la que
tiene lugar en este terrible mundo, insiste este filósofo alemán, a lo que añade: ¡y pobre
del que se consuele con historietas tranquilizadoras que nos toman por ingenuos o algo
peor!). En cambio, la filosofía, pretende orientarnos en la satisfacción, en lo posible pues
esta no puede ser garantizada por arte de magia, de los tres anhelos “metafísicos” del
hombre anteriormente señalados, pero siempre manteniéndose en el terreno de la
“verdad”, sin prometer arbitrariamente algo irreal que solo genera, al final, una mayor
frustración y un más profundo desasosiego (las “mentiras” de la religión no consuelan,
solo “anestesian”, por lo que la religión es en el fondo “el opio del pueblo”).
En el hombre la Voluntad -la esencia última del mundo- se manifiesta de dos maneras
estrechamente enlazadas: a) es un “querer vivir” (un incondicional aferrarse a la vida
temeroso de la muerte, un arraigado instinto de supervivencia); b) define un extremo
“egoísmo”. El yo individual -movido por la Voluntad que habita en él y en él se expresa-
lo quiere todo aquí y ahora, sin admitir de buena gana cualquier dilación o postergación
de su apetito. Además, nunca tiene suficiente: cualquier meta alcanzada, cualquier logro
conseguido enseguida le sabe a poco. ¿Por qué ocurre esto? Porque la Voluntad es una
aspiración indefinida e indeterminada, es la ausencia de una meta concreta: no hay, para
la Voluntad, por lo tanto, un fin último al que tienda o persiga. La Voluntad es, pues,
ajena a cualquier clase de “teleología racional”: es decir, rechaza de antemano dar por
definitivamente bueno y satisfactorio algún fin determinado, alguna meta parcial (siempre
juega al juego de “o todo o nada”). En definitiva: la Voluntad no se atiene a motivos o
razones que estén más allá de sí misma (es, por decirlo paradójicamente, una pura
“voluntad de voluntad”, un “querer el querer”). Es “irracional”.
¿Cuál es la “solución”, si hubiera alguna, ante este panorama pintado con unos tintes
tan radicalmente “pesimistas”? Subraya Schopenhauer que no hay una solución completa
y definitiva. Solo apaños y componendas. El remedio es frágil, precario, inestable, parcial
(pues el impulso de la Voluntad es férreo, insistente, implacable). ¿Qué nos libera
provisionalmente del dolor de la vida o del drama de la existencia? Nada menos que el
“ascetismo” (una forma de recogimiento, de renuncia al mundo); pero este es el tema del
apartado siguiente.
Pero además de poner de relieve la esencia del mundo la filosofía está destinada a indicar
cuál es -si es que la encuentra- la vía propia de la “liberación” (eso que engañosamente,
en tanto la sitúan en “otro mundo”, muchas religiones llaman “salvación”). ¿Qué libera a
la vida mundana de sus profundos y pesados males? El ascetismo. ¿En qué consiste el
ascetismo? En “negar la voluntad”, en suspender -aunque solo se de modo provisional y
parcial- su impulso o su empuje. El titánico esfuerzo se concentra, por lo tanto, en “dejar
de querer algo” y así, en despegarse paulatinamente de lo mundano. La filosofía señala
que este ascetismo de la vida se realiza o se concreta según dos vías: la vía moral y la vía
estética (o artística).
La otra vía de liberación del sufrimiento de la vida mundana, el otro cauce del ascetismo
en tanto negación del supremo poder de la Voluntad, está en la contemplación estética:
en el territorio del arte. ¿Por qué? Porque el contacto con las obras de arte solo es posible
cuando es “desinteresado”: cuando se suspenden los propósitos y afanes propios de la
vida cotidiana. La obra de arte, cuando está lograda, nos transporta, sin salirse sin
embargo del mundo fenoménico (pues el arte se plasma en la piedra, en el lienzo, en el
sonido, en el escenario de un teatro, etc.), “a otro mundo” (un mundo “esencial y eterno”
captado -intuido- por el genio del artista y plasmado en obras de arte). El arte, sostiene
Schopenhauer, aplaca o calma la “fiera” que somos habitualmente en tanto estamos
poseídos por la Voluntad. De todas las distintas artes Schopenhauer defiende la primacía,
como arte supremo, a la música; la pintura o la escultura, afirma, alcanzan la belleza, pero
solo la música consigue exponer lo sublime (lo absoluto e infinito está, así, en una sinfonía
de Beethoven o en una ópera de Wagner).
2.1. El nihilismo
Nietzsche ha llevado a cabo en sus escritos un diagnóstico del mundo actual orientado
a encontrar una posible terapia en la que consiga, tal vez, sanar de sus males. Augura
Nietzsche que en el periodo que le tocó vivir -la segunda mitad del siglo XIX- comenzaba
a fraguar discretamente, con lentitud, pero de un modo inexorable, una profunda crisis
que iba a marcar decisivamente el futuro de la era moderna del mundo. En sus textos, por
lo tanto, trató de detectar una serie de síntomas en los que la cultura de occidente expresa
sus subterráneos desajustes y sus grietas internas. ¿A qué fórmulas acude para denominar
a esta crisis radical? A estas: “muerte de Dios” y “nihilismo”. Veamos con brevedad su
significado.
El término “nihilismo”, por su parte, pretende retratar “lo que queda” en el mismo
instante en el que ha muerto “Dios” (cuando se ha disuelto el Fundamento del mundo
como el azúcar en el café y “todo lo sólido se desvanece en el aire”). Cuando el nihilismo
irrumpe se da, en el conjunto de la cultura. un paso -a la vez repentino y largamente
madurado- del Todo (el reino platónico de las Ideas o Esencias, el Dios inmutable y
omnipotente del cristianismo, etc.) a la “nada” (“nihil”). Con la llegada y la implantación
en el corazón del mundo moderno del nihilismo empiezan a irradiar por doquier los
efectos devastadores de la ausencia de un Fundamento trascendente. Dice Nietzsche
metafóricamente: con el nihilismo “el desierto crece”; la vida decae por falta de aliento y
estímulo, los pozos de los que se saca el agua con el que se riega el árbol del saber -del
arte, de la ciencia, de la política- se secan y todo se va deteriorando, destruyendo,
descomponiendo, marchitando.
El nihilismo, examinado con un poco más de detalle, encierra tres vertientes o incluye
tres aspectos o fases: una puramente negativa, otra positiva, otra propositiva o
transformadora. Veámoslas.
En su vertiente negativa el nihilismo implica caer en la cuenta con estupor que hemos
sufrido un engaño grandioso: lo que tradicionalmente decía ser el Fundamento de todas
las cosas -por ejemplo Dios- era poco más que una ilusión y una mentira. Esta decepción
desorienta a la vida cultural que viaja entonces a la deriva, sin rumbo alguno.
Indagando en el origen remoto del nihilismo que hoy día atenaza a la modernidad
occidental -conduciéndola hacia el abismo de la autodestrucción- se topa Nietzsche con
una peculiar paradoja: el nihilismo (“nada vale nada”) ha surgido de lo que es
aparentemente su contrario. El nihilismo anida secretamente en la tesis de que hay una
serie de Valores Supremos: la Verdad, el Bien y la Belleza absolutas (unos valores fijos,
eternos, definitivos, definidos de una vez por todas). Es decir: el nihilismo está camuflado
y latente en la tesis -configuradora de todo un mundo de cultura (una ciencia, una moral,
un arte)- de que todas las cosas remiten a un único Fundamento trascendente, inamovible.
El momento nihilista en el que, con la “muerte de Dios”, los Valores Supremos pierden
de repente su antiguo valor y se disuelven en la nada está por lo tanto implícito
precisamente en el postulado de que hay una única Verdad, Bien y Belleza ubicadas en
un reino ideal, puro, suprasensible, anterior y superior a “este mundo” (inferior, menor,
secundario, subordinado, lugar de la falsedad, la maldad y la fealdad).
Es así, en este punto concreto, donde anida el nihilismo latente e implícito en esta
concepción metafísica del mundo y de la vida: un nihilismo que irrumpe y se expande
cuando el postulado de un Fundamento absoluto sobre el que se sostiene un único orden
racional del mundo ya no da más de sí y, por puro agotamiento, deja de ser creído y
aceptado (¿puede el hombre creer indefinidamente que debe estar subordinado a un Dios
todopoderoso? Se pregunta Nietzsche, ¿no llega un momento en que despierta de esa
ingenuidad infantil?).
Pero, continúa Nietzsche, Grecia es mucho más que Platón y sus profundos efectos en
la cultura de occidente. Por eso entiende que una parte significativa de la terapia con la
que curar la grave enfermedad de la metafísica nihilista puede localizarse hurgando
precisamente en la Grecia preplatónica. La tarea, entonces, se concentra ahora en fijarse
en el mundo griego anterior a la decadencia socrático-platónica y aprender de este nuevo
viaje algo positivo que se pueda aplicar en la era actual.
¿Qué cabe encontrar en el mundo griego (por ejemplo, en su arte o en su política, etc.)?
Principalmente, subraya Nietzsche, un vitalismo trágico. En su vida y en sus obras
culturales en esta etapa del mundo griego se afirmaba la vida en su radiante esplendor a
pesar de que esta incluye, indudablemente, el dolor, el sufrimiento, la desdicha, la muerte.
Fijándonos en cómo vivían y qué hacían en este singular y prodigioso periodo de nuestra
historia, tal vez, conjetura Nietzsche, encontremos pistas o indicios con los que dar con
nuestro propio camino, entendiendo que en efecto se pueden recuperar de un modo
fecundo los valores vitales reprimidos con saña por la metafísica platónica.
Nietzsche llevó a cabo una profunda crítica del “racionalismo occidental” en tanto se
sustenta en una pura “fe en la Razón” de carácter ilusorio y fantasioso. Este
“racionalismo” nace con Platón pero desde este núcleo irradiante se expande por todos
los rincones de la civilización de occidente; cabe citar, a título de ejemplo, a autores
modernos como Descartes, Kant o Hegel: todos ellos, en la estela del platonismo y del
cristianismo, creen que el progreso de la Razón es idéntico al progreso de la Historia
Universal, al término del cual lo real será por fin enteramente racional, y así, toda
falsedad, maldad y fealdad serán desterradas para siempre una vez se impongan definitiva
y completamente los Supremos Valores de la Verdad, el Bien y la Belleza.
Pero, afirma Nietzsche, esta ingenua fe en la Razón está alentada por un optimismo
injustificado. Vayamos con el ejemplo del conocimiento de la verdad para comprobar los
estragos del racionalismo predominante en occidente. La fe en la Razón induce la creencia
exagerada de que todo es completa y exhaustivamente cognoscible: todo puede ser
perfectamente explicado, calculado, previsto, controlado (por ejemplo, introduciéndolo
en una cadena determinista de causas y efectos). ¿Por qué se supone algo así respecto al
conocimiento y su búsqueda de la verdad? Porque -eso se cree- hay un Orden fijo e
inmutable en el mundo y la Razón -a través del conocimiento conceptual del reino ideal
de las esencias- puede reflejar sin distorsión alguna, como en un pulido espejo, el conjunto
estable de sus leyes eternas. Pero esta convicción en la absoluta “racionalidad” del
conocimiento del mundo es, como se ha señalado, exagerada. El mundo puede ser
conocido parcialmente, sin duda, pero es también siempre un enigma y un misterio. Y no
hay ningún fundamento -sea la Idea platónica, el Dios cristiano o el Sujeto kantiano- que
asegure de antemano -por mucha fe que se ponga en creer algo así- que todo es
absolutamente inteligible y perfectamente cognoscible (con el desarrollo del
conocimiento lo que va cambiando son los límites entre lo que sabemos y lo que
ignoramos, pero nada garantiza que alguna vez pueda alcanzarse una sistemática “teoría
del todo”).
En definitiva, Nietzsche sostiene que la desmesura del racionalismo alentada por Platón
ha fracasado tanto en la ciencia, como en la moral o el arte. La irrupción del nihilismo -
el fenómeno histórico que define nuestro mundo en crisis- es una prueba palpable de este
fracaso. ¿Por qué ha fracasado esta Razón y la fe en la que se asienta? Porque ha tratado
de imponer a toda costa unos ideales excesivos que cuando se revelan inalcanzables
conducen a un nihilismo del que, a pesar de que no sea una situación enteramente
deseable, se puede extraer una lección positiva: una vez se pierde la fe en esta Razón
ilusoriamente idealizada, una vez se constata en medio del nihilismo que “el sueño de la
Razón produce monstruos”, surge el reto de buscar una idea de razón más moderada y
prudente y menos engreída y fanfarrona.
Una vertiente de la renovación del concepto de “razón” por parte de Nietzsche -una
vez asumido a partir de la irrupción del nihilismo que ésta no remite a un Fundamento ni
habita en un ideal Mundo Verdadero- pasa por proponer una teoría del conocimiento y,
con ella, una nueva definición de la verdad. Solo así la endiosada “razón” bajará del Cielo
etéreo de las puras Ideas y se mezclará por fin con el barro de la vida terrenal.
Falta aún responder con más detalle a la pregunta ¿quién interpreta el mundo? En este
punto Nietzsche coincide inicialmente con Kant: las interpretaciones son creaciones
humanas. Pero profundizar en esta idea es el propósito del último apartado del tema.
Por otro lado, Nietzsche discute con detalle la tesis de Descartes en la que se afirma que
lo principal y superior en el hombre es la “conciencia” (o la “autoconciencia”: la
conciencia de sí mismo alcanzada en la reflexión). En los seres humanos hay, desde luego,
una parte consciente, pero hay también una parte inconsciente que en modo alguno es
secundaria o irrelevante (en este punto Nietzsche coincide con la propuesta de Freud y el
psicoanálisis).
1. G. E. Moore
La filosofía analítica del lenguaje toma como modelo el lenguaje científico: el lenguaje
que plasma el conocimiento en proposiciones encadenadas en razonamientos según leyes
lógicas (implicación, conjunción, disyunción, etc.). En general esto es así en Russell o en
el primer Wittgenstein; pero Moore, además de esta línea, también se interesó por analizar
-siempre con el recurso de la lógica- el lenguaje ordinario, el lenguaje propio de la vida
cotidiana. ¿Qué cabe conseguir cuando a este se le aplica la lógica? Se logra, si se tiene
éxito en la tarea, clarificar lo que en él resulta oscuro y distinguir lo que en él está confuso.
La meta, en todo caso, está en lograr un lenguaje depurado y claro en el que los
significados de las palabras estén nítidamente diferenciados unos de otros y las relaciones
entre las frases resulten bien definidas. Este análisis clarificador, por otra parte, se realiza
bajo la siguiente premisa: si alcanzamos la realidad a partir del lenguaje entonces sólo si
éste está correctamente ordenado la propia realidad nos aparecerá pura, nítida, prístina,
sin deformaciones ni desfiguraciones, tal y como es (la filosofía analítica, por lo tanto, se
apoya inicialmente en una tesis “realista”: hay una única realidad y puede ser reflejada en
el lenguaje).
Moore (1873-1958) es, en general, un defensor del realismo del sentido común, es
decir, apuesta por la tesis de que el mundo es como es con independencia de nuestro
conocimiento o de lo que digamos de él. En su obra hay una parte empirista -heredera de
la tradición de Locke o de Hume, etc.- y otra centrada en la lógica del lenguaje (y la
dificultad de su propuesta está en cómo encajan -o de si encajan- estas dos partes). Moore
subrayó que no todo puede ser captado por los sentidos; así la lógica y la matemática -
aunque también la ética como se verá al final- no tratan de hechos del mundo sino de
relaciones ideales que no están propiamente en el espacio o en el tiempo (y, también, hay
conceptos científicos que se refieren a fenómenos que no podemos captar sensorialmente
de modo directo -por ejemplo, el concepto de “átomo”, o el de “electrón” etc.).
Hay otro aspecto en el que Moore se separa de algunas tesis de la tradición empirista
(aunque acepte siempre que en la base del conocimiento tiene que estar la experiencia
sensorial en la que la realidad se refleja sin distorsión alguna). Así niega en redondo que
los conceptos o los significados -los significados conceptuales de las palabras- sean
hechos mentales o estados de conciencia; desde luego cuando alguien profiere palabras o
frases tiene ciertos procesos psíquicos en su mente, pero esto no es algo que interese a la
filosofía analítica del lenguaje (interesará, por ejemplo, a la psicología, una ciencia que
se ocupa de los fenómenos mentales). Los significados de las palabras -los conceptos-
son, pues, insiste Moore, independientes de la mente o de la conciencia humana:
pertenecen a la esfera de la lógica, es decir, a un “reino ideal” en el que no caben los
hechos espaciotemporales (por ejemplo, los hechos físicos o los hechos mentales).
Una proposición (un enunciado, un juicio) es una relación entre conceptos (entre los
significados de las palabras). Precisamente la lógica es la ciencia que estudia las distintas
y variadas relaciones que pueden establecerse legítimamente entre los conceptos. Las
proposiciones verdaderas son las que poseen internamente unas relaciones lógicas
correctas, y esto es algo que, una vez se completa el análisis lógico de un enunciado o de
una secuencia de enunciados, se capta directamente, es decir, es algo que “se intuye” (por
ejemplo, cuando “veo” que una operación matemática ofrece un resultado correcto: “17
+ 2 ꞊ 19”). Esta tesis sobre las relaciones lógicas no solo afecta a las proposiciones
matemáticas -cuya verdad no depende de los hechos reales- sino que concierne también
a los enunciados empíricos: los enunciados referidos a realidades existentes o hechos
mundanos. Moore sostiene, en este contexto, que la “verdad material” -comprobable por
la experiencia sensorial y consistente en la adecuación o la correspondencia entre los
juicios y la realidad empírica- depende de la previa y básica “verdad formal”, es decir, de
una serie de relaciones lógicas entre los conceptos y las proposiciones. Un enunciado o
una serie de ellos que no respete las leyes lógicas -que no sea lógicamente correcto- no
puede por lo tanto ser ni verdadero ni falso. ¿Por qué? Porque carece de sentido (la verdad
formal, en definitiva, es una condición previa de la verdad material, de la verdad
empírica). Como el resto de los autores de la filosofía analítica Moore pretende así
equilibrar las tesis de un realismo empirista con una serie de tesis logicistas (según las
cuales el lenguaje -tanto el ordinario como el lenguaje especializado de las ciencias- debe
adecuarse a la lógica, es decir, a las relaciones formales entre los conceptos y las
proposiciones).
Moore propugna, en última instancia, un realismo pluralista según el cual el mundo está
compuesto por una serie de hechos en parte aislados e independientes y en parte
relacionados con otros hechos según distintos tipos de relaciones (por ejemplo, las
relaciones de causalidad en el plano de la realidad o, en el plano del conocimiento de los
hechos, las relaciones lógicas entre conceptos y proposiciones). Estos múltiples hechos
son alcanzados y fijados gracias al lenguaje -sea el lenguaje común y corriente o el
lenguaje de la ciencia- y éste debe estar filtrado por la lógica pues solo ella -en cuanto
nos dice cómo es el “espejo” en el que la realidad se refleja o en el que las palabras se
refieren a las cosas- puede limpiarlo de impurezas y permitir que desempeñe completa y
plenamente su cometido.
Moore publicó en 1903 el libro Principia Ethica en el que expuso, en base al método
analítico-lingüístico, una concepción filosófica del bien moral. La pregunta conductora
de esta propuesta es la siguiente: ¿qué es el bien en tanto predicado que aparece en los
juicios morales refiriéndose a una propiedad que presentan las personas o las cosas?
El bien, sostiene este autor, es la propiedad que tiene algo -sea persona o cosa- que la
dota de un valor intrínseco, que la convierte, por ello, en un fin: algo que no puede
convertirse en un medio, en algo que lleva o conduce a otra cosa posterior.
Lo difícil de entender, subraya Moore, es que el bien al que alude la ética no se puede
definir conceptualmente: es una propiedad indefinible. Así pues, todas las éticas que
tradicionalmente han tratado de definir el bien han terminado fracasando (o
equivocándose, diciendo cosas como que el bien es el placer o el bien es lo útil, etc.). El
bien es una propiedad “simple”-carece de partes en las que se pueda descomponer-,
“irreductible” -no se puede explicar o entender desde otras propiedades distintas- y
“objetiva” -está o no está en una persona o en una cosa con independencia de lo que
nosotros creamos-. Que el bien no sea definible no implica sin más que sea incognoscible:
el bien -esa propiedad intrínseca de algunas personas o cosas- se conoce de un modo
“intuitivo”, es decir, la captamos en las cosas o en las personas de un modo directo e
inmediato (podemos equivocarnos, pero el error se debe entonces en que confundimos la
intuición del bien con algo distinto).
Además de la parte puramente teórica de la ética -que reposa sobre la tesis de que el bien
se intuye como una propiedad de algo- la propuesta de Moore incluye una parte práctica
en la que se aborda el problema de los “medios” para alcanzar el bien: ¿cómo se realiza
y alcanza el bien una vez captado intuitivamente? Los “medios” que conducen al fin, al
bien, sí son susceptibles de definición y de razonamiento; así en el razonamiento moral
se justifican unos medios como apropiados y se rechazan otros como inadecuados a la
hora de conseguir el bien que se busca lograr.
2. Bertrand Russell
Hay tres tipos de proposiciones del lenguaje que son difícilmente explicables y
entendibles desde el atomismo lógico. Cada uno de estos tipos presenta por lo tanto una
paradoja que no se deja abordar satisfactoriamente dentro de este marco teórico. Los
herederos de Russell -por un lado, Wittgenstein, por otro el positivismo lógico del Círculo
de Viena- intentaron aportar para estas paradojas una solución apropiada. ¿Qué
proposiciones son las que plantean dificultades? Principalmente estas: las frases que
denotan hechos generales (por ejemplo “todos los cisnes son blancos”); las proposiciones
que se refieren a hechos negativos (por ejemplo, “Elvis no está vivo” o “La cuenta
corriente no está en números rojos”), y, por último, las proposiciones que se refieren a
creencia u opiniones de alguien (por ejemplo, “Pedro cree que hay vida en Marte” o
“Luisa cree que Elvis está vivo”, etc.). Estamos aquí, en definitiva, ante los puntos débiles
del atomismo lógico.
3. Ludwig Wittgenstein
Wittgenstein (1889-1951) es -junto con Martin Heidegger- uno de los autores más
relevantes, influyentes y decisivos de la filosofía del siglo XX. El conjunto de su obra
filosófica está marcado por dos periodos diferenciados; en cada uno de esos periodos
encontramos un libro principal: a la primera etapa corresponde el Tractatus-logico-
philosophicus (1921) y a la segunda las Investigaciones filosóficas (publicado
póstumamente en 1953). A pesar de las grandes diferencias entre estos dos periodos hay,
de todos modos, un hilo conductor: la filosofía de Wittgenstein estuvo volcada siempre a
analizar el mismo campo temático. ¿Cuál? El lenguaje (suponiendo, pues, que si
entendemos profundamente en qué consiste el lenguaje podremos introducir claridad
sobre qué son y cómo son el resto de las cosas y situaciones del mundo).
Ampliaremos más estas ideas en los siguientes apartados, pero con lo expuesto ya está,
en el fondo, resaltado lo principal respecto a la propuesta filosófica de este autor.
Wittgenstein considera, cuando desarrolla esta teoría del lenguaje, que hay dos tipos de
proposiciones provistas de significado: la proposiciones formales y abstractas de la lógica
y la matemática y, además, las proposiciones empíricas referidas a hechos del mundo
(estamos aquí, por lo tanto, ante el lenguaje de la ciencia). Cuando están bien formadas y
correctamente relacionadas las proposiciones lógicas y matemáticas son siempre
verdaderas: son tautologías (verdades a priori cuya validez no depende de ningún suceso
mundano). En cambio, una proposición empírica no es siempre verdadera, su verdad
depende de si actualmente se da el hecho que ella representa (asume en este punto
Wittgenstein una tesis del empirismo inglés: es la experiencia observacional de los
sentidos la que determina en último término la verdad o la falsedad de una proposición
científica).
Por último, puede destacarse que en la parte final del libro de 1921 afirma Wittgenstein
que no todo puede decirse en el lenguaje de la ciencia, o que no todo cabe en el estrecho
molde de la lógica: aunque sea “fuera” del mundo de los hechos reconoce que hay también
lo que denomina “lo místico”, es decir, lo “inexpresable lingüísticamente”; así la ética, la
estética, la religión, por ejemplo, apuntan hacia eso que se sitúa más allá de la frontera de
lo que puede ser conocido y verificado científicamente. Y eso, sostiene Wittgenstein, no
puede sin más desdeñarse y rechazarse: tiene, al menos vitalmente, mucha importancia.
Lo primero en lo que insiste ahora Wittgenstein es en negar una y otra vez que exista
algo así como el Lenguaje, escrito con mayúsculas. Lo que hay son múltiples lenguajes
irreductibles entre sí y esto es algo que debe respetarse escrupulosamente. Es cierto que
la filosofía debe intentar, hasta donde pueda, decir algo relevante sobre el “lenguaje en
general”, pero sin perder nunca de vista que esto es una abstracción que no debe
confundirse con la realidad: los diversos lenguajes que son hablados o escritos en los
distintos contextos de la vida social en los que los seres humanos están implicados. ¿Qué
es, pues, el “lenguaje”? Propone Wittgenstein compararlo con un “juego” -por el ejemplo
el ajedrez o algo de este estilo. Cuando, en el seno de una actividad cultural, por ejemplo,
científica o artística, hablamos o escribimos, estamos jugando a un juego, es decir:
realizamos jugadas que siguen unas determinadas reglas (en el caso del lenguaje hay
reglas sintácticas, semánticas y pragmáticas). Con esta tesis principal –“el lenguaje es
como un juego”- Wittgenstein pretende subrayar que los lenguajes no flotan en el vacío:
están siempre incardinados en y entrelazados con formas de vida sociales y culturales
concretas; por esta razón por importantes que sean las reglas gramaticales del lenguaje -
las reglas sintácticas y semánticas- resultan al final decisivas las reglas pragmáticas: las
reglas de uso de las frases en los contextos de la vida ordinaria (esto, entre otras cosas,
explica por qué el modo óptimo de aprender un idioma extranjero es, precisamente,
practicarlo “in situ”). En definitiva, y esta es la primera tesis del segundo Wittgenstein,
el “lenguaje” es un enjambre de juegos complejos y cambiantes provistos de una serie de
reglas de uso, unos juegos que están entretejidos con las actividades que desempeñan los
seres humanos en su vida mundana.
Wittgenstein -como hará también Martin Heidegger- afirma que no hay un mundo ideal
y verdadero, un mundo trascendente, inmutable y permanente, idéntico y universal, eterno
y seguro, un mundo perfecto y acabado que se apoye en un fundamento definitivo al que
se accede a través de un lenguaje especial (por ejemplo, el lenguaje conceptual organizado
desde la lógica). La idea de un mundo así -un mundo que repose sobre entidades
autosuficientes como Dios o el Hombre- es una creencia de la tradición occidental desde
Platón (el cual suponía que había un reino ideal de esencias que formaban una trama
piramidal que lo explica todo). Pero en el siglo XX esa creencia en lo Absoluto se ha
desvanecido. El mundo es inestable, incierto, complejo, cambiante, y nada nos indica en
serio que repose sobre un Fundamento absoluto. Traducido todo esto al plano del lenguaje
resulta lo siguiente: los juegos de lenguaje -trenzados con las formas socioculturales de
vida- nacen un día, se desarrollan y al final, por agotamiento, perecen y son sustituidos
por otros distintos en un ciclo sin fin.
Volvamos ahora con la teoría del significado del lenguaje propuesta por Wittgenstein en
su segunda etapa. En su primer libro, publicado en 1921, el significado de las
proposiciones empíricas está en su referente, en un hecho particular del mundo; esta
semántica referencialista es el núcleo de la teoría pictórica o representacional del
lenguaje. Pero en su segunda etapa Wittgenstein es más cauto: esta teoría vale, en efecto,
para algunos tipos de lenguaje -por ejemplo, el lenguaje de la ciencia- pero no es una
norma de obligado cumplimiento para todos los lenguajes en su inmensa variedad y
riqueza. ¿En qué consiste entonces el significado de las palabras y de las frases (sean
orales o escritas)? El significado se define y se concreta en el uso; por lo tanto, los
mensajes que intercambian los seres humanos en el seno de las actividades que
desempeñan son jugadas en un juego de lenguaje en el que el uso está determinado por
reglas. Desde luego esta tesis -el significado reside en el uso- es mucho más amplia y
versátil que la que Wittgenstein defendió en un primer momento: hay, sin duda, un uso
“pictórico” del lenguaje (cuando las proposiciones representan hechos), pero hay también
muchos más usos legítimos (por ejemplo, el uso poético o literario, el uso persuasivo de
la retórica política, el uso moral en el que decimos que algo es bueno o malo, etc.).
Una de las implicaciones de la tesis de que el significado se resuelve en el uso es que las
palabras y las frases son polisémicas, siendo el contexto el que estipula cuál es el
significado pertinente y apropiado en cada caso y ocasión. El significado, por lo tanto, no
solo depende del referente, también depende del contexto.
1. El Círculo de Viena
El Círculo de Viena tuvo inicialmente como libro de cabecera el escrito publicado por
Wittgenstein en 1921: el Tractatus-logico-philosophicus. Partiendo de aquí propusieron
dos grandes tesis: una teoría verificacionista del significado del lenguaje de la ciencia y
la tesis de que hay una única ciencia legítima que debe estar expuesta en un único
lenguaje.
En el surgimiento del Círculo de Viena tuvo una influencia central el primer libro de
Wittgenstein. En éste se proponía una teoría “lógica” del lenguaje y de la realidad; según
ella solo la ciencia está organizada según proposiciones con un sentido o un significado
preciso, proposiciones que por ello pueden alcanzar una verdad segura apoyada en los
hechos del mundo. La idea central de Wittgenstein -presente también en otro inspirador
de esta corriente: Russell- es que la Lógica marca la estructura común al lenguaje del
conocimiento y al mundo de los hechos (un mundo que se refleja o representa en ese
lenguaje privilegiado). Se postula así un completo “isomorfismo”: la realidad y el
lenguaje comparten, nos dice Wittgenstein, una “forma” idéntica; y esta forma común
está “mostrada” por la lógica. Esta propuesta tiene una serie de consecuencias, de todas
ellas destacaremos ahora dos: a) las proposiciones que no se pueden traducir al lenguaje
exacto y perfecto de la lógica simplemente carecen de sentido, y no son, por ello, ni
verdaderas ni falsas (así, por ejemplo, las frases de la ética -un juicio de valor- no tienen
sentido alguno: solo posee significado auténtico el lenguaje de los hechos, el lenguaje de
la ciencia); b) la filosofía se concentra en llevar a cabo un análisis lógico del lenguaje; así
pues la ciencia habla de la realidad, de los hechos que respaldan las proposiciones con
significado, y la filosofía se refiere al lenguaje (¿cón qué propósito? La filosofía tiene
como meta esclarecer, gracias a la lógica, el lenguaje de las ciencias empíricas, el lenguaje
que describe los hechos observables).
Una de las medidas estrella del programa general del Círculo de Viena consistía en
perseguir a toda costa la unificación de la ciencia. Ante el riesgo de dispersión de las
especialidades y las disciplinas científicas soñaban con una ciencia única y homogénea:
un gran sistema organizado deductivamente que reuniera todos los conocimientos, todas
las leyes, en uno solo. El proyecto -nunca completado, solo anunciado- de unificar la
ciencia pretendía conjuntar en un solo plano tres líneas:
- Si la ciencia es única tiene que haber, además de un lenguaje idéntico para todos
los conocimientos, un único método científico legítimo; este método debe
permitir verificar las distintas hipótesis científicas, es decir: tiene que permitir
distinguir sin margen de error las teorías verdaderas de las teorías falsas. Y ¿cuál
es el método por excelencia de la ciencia? El método hipotético-deductivo y
experimental (el método de la física, en definitiva).
Por lo tanto, el programa de una ciencia unificada -una mera aspiración nunca lograda-
pretendía conjugar estas tres vías: la ruta de la lógica del lenguaje, la del método único y
la tesis reduccionista del fisicalismo.
En términos generales el Círculo de Viena profesaba una radical “fe cientificista” propia
de una parte significativa de la modernidad. Según esta “fe” -similar a la fe religiosa
aunque pretende acabar con cualquier atisbo de religiosidad- solo la ciencia alcanza la
verdad, una verdad objetiva, necesaria y universal, racional (en una vertiente de la
modernidad, por lo tanto, la fe en un Dios único se sustituyó por la fe en una única ciencia
capaz de reflejar y capturar lo absoluto). Todas las demás esferas de la cultura -por
ejemplo, el arte, la moral, la política, la religión- son consideradas algo irracional,
secundario, subordinado, superfluo, irrelevante; por ejemplo, los juicios morales sobre el
bien o los juicios estéticos sobre la belleza no son propiamente juicios sobre hechos que
puedan ser verificados científicamente o traducidos al lenguaje de la lógica, por lo tanto
deberían ser abandonados (algo que, tarde o temprano, tendrá que ocurrir si es que hay
progreso en la historia). Si la humanidad progresara suficientemente esas esferas
culturales terminarían siendo superadas como restos de una humanidad primitiva y
embrutecida. En una cultura ideal únicamente existiría la ciencia y el conjunto sus
aplicaciones técnicas y, así, la vida social entera estaría felizmente organizada y
gobernada por la pura y neutra racionalidad tecnocientífica. Este es el sueño del
empirismo lógico, el sueño de los autores del Círculo de Viena (pero, ¿no decía ya Goya,
que a veces “los sueños de la razón producen monstruos”?).
2. Popper
En primer lugar, Popper elaboró una crítica del método inductivo, un método
defendido con ahínco por el Círculo de Viena. Popper razona así: si las leyes de la ciencia,
como se afirma tradicionalmente, son leyes universales y necesarias (y por ello se
plasman en la forma lógica “Todos los x son y”) la inducción no basta para justificar
satisfactoriamente la validez íntegra de una hipótesis científica. ¿Por qué ocurre esto? La
inducción consiste en ir fijando leyes generales a partir de la repetida observación de
casos particulares; pero, por definición, esta inducción es siempre incompleta, por lo
tanto, nunca puede justificar la validez de una ley necesaria y universal. La principal
consecuencia de este argumento es que las hipótesis científicas nunca pueden ser
enteramente verificadas acudiendo a la experiencia sensorial de los sucesos particulares
del mundo. Por otro lado, una de las tesis centrales del Círculo de Viena -la teoría
verificacionista del significado de las proposiciones de la ciencia- se ve seriamente
afectada por la insuficiencia del método inductivo puesta de relieve por Popper; y esta
teoría del significado -según la cual sólo lo que podía ser confirmado por la experiencia
de los hechos tiene sentido- es la que permitía al Círculo de Viena distinguir las
proposiciones científicas de las proposiciones “metafísicas”: las proposiciones con un
significado verificable y las proposiciones carentes de sentido y por ello fuera de la verdad
y la falsedad. Por lo tanto, y con ello llegamos al segundo gran tema del que se ocupó
Popper, si la teoría verificacionista del significado cae una vez se constata la insuficiencia
del método inductivo, hay también que revisar a fondo la manera en que se “demarca” -
se diferencia, se distingue- lo que es científico de lo que es ajeno a la esfera del
conocimiento.
Una teoría científica -en tanto integrada por leyes universales y necesarias- no puede
ser empíricamente verificada. Esto es lo que Popper concluye de su discusión del alcance
del método inductivo. Pero, entonces, ¿cómo distinguir la ciencia de la pseudociencia?
¿Cómo y por qué diferenciamos la astronomía de la astrología, la química de la alquimia,
la psicología de la pasapsicología, etc.? Tal vez, dice Popper, las hipótesis de la ciencia
no se pueden verificar directamente y de un modo completo -porque, como hemos dicho,
la inducción de lo general desde lo particular nunca es concluyente-, pero sí sucede, y es
lo que Popper defiende con insistencia, lo siguiente: se puede refutar de un modo
definitivo una hipótesis inicial, basta con dar con un caso particular que no cumpla una
ley universal para que esta ley tenga que ser descartada. Así pues, si una ciencia predice
un hecho particular y, cuando se realizan los oportunos experimentos, ese hecho es
distinto del esperado la hipótesis de la que se partía resulta anulada y, por ello, expulsada
del sistema del conocimiento. Popper acude aquí al ejemplo de Einstein; según la física
relativista la gravedad causa una curvatura en los rayos de luz, por eso diseñó un
experimente que se llevó a cabo en 1919: observando un eclipse se constató que la luz se
curvaba. Este hecho tan curioso no verifica enteramente la teoría o la hipótesis de
Einstein, pero, por una parte no la refuta, lo cual ya es meritorio, y, por otra parte, este
hecho pone en tela de juicio un aspecto central de la física de Newton (pues en sus
coordenadas no hay explicación alguna para este fenómeno).
Con el fin de explicar con más detalle el desarrollo del conocimiento Popper ha
acudido a una analogía: comparar, por semejanza, el conocimiento con lo que la Darwin
sostuvo a propósito de la evolución de las especies de seres vivos. Popper formula así una
teoría “evolutiva” del desarrollo del conocimiento. De un modo parecido a lo que ocurre
en el reino animal las teorías científicas “sobreviven” cuando son “seleccionadas por la
realidad” (en cambio, las teorías que han sido “falsadas” se extinguen, desaparecen). Esta
teoría evolutiva del conocimiento se sostiene sobre un “postulado metafísico”: en última
instancia, la Realidad es independiente del conocimiento (se trata de un postulado
metafísico porque no hay ninguna prueba de que esto sea así, pero debe suponerse para
que se pueda entender el desarrollo de la ciencia). La tesis que Popper defiende es, por lo
tanto, la siguiente: la Realidad -previa e independiente, uniforme y homogénea, inmutable
y permanente- elimina una a una a todas las teorías que no se adaptan a ella, que no se
corresponden con ella o que no se adecúan a ella; así, si el conocimiento, en su desarrollo
histórico, se acerca a la Verdad, es porque se van descartando las teorías falsas, se van
superando los errores, dejando atrás los desaciertos.
3. Kuhn y Feyerabend
¿Es cierto que las leyes científicas se apilan unas sobre otras como las cajas en un
almacén y que así el conocimiento se va elevando e incrementando en un progreso lineal
imparable? ¿La física de Einstein es una mera continuidad de la física de Newton? ¿No
hay entre ellas algunos elementos de ruptura y no solo una suave continuidad? (en la física
de Einstein se define espacio, tiempo, materia, masa, energía, etc., de un modo muy
distinto al propio de la física de Newton, ¿no es esto ya una prueba de que el conocimiento
no se apila o se almacena, etc.?).
Por lo tanto, la nueva filosofía de la ciencia, pretende conseguir una concepción menos
idealizada del conocimiento, más cercana a la práctica cotidiana. La ciencia vive inmersa
en unas condiciones históricas, sociales, políticas y económicas y, también, por eso
mismo, no es el estandarte de una pura y neutral “objetividad” inmaculada: responde,
también, a una serie de intereses.
Por esos cauces discurren los principales planteamientos que buscan una concepción
actualizada de la ciencia, en la que se hayan enmendado muchas de las ilusiones que
acompañaban a la concepción tradicional del conocimiento.
3.1. Kuhn
Kuhn afirma que la ciencia, cada ciencia en cada fase de su historia, está organizada en
torno a un paradigma (este constituye, pues, el núcleo de la ciencia, su centro). Cada
paradigma incluye una serie de elementos: un sistema conceptual, un tipo de aparatos de
medición o de observación, un método de descubrimiento, un método de justificación,
una manera de explicar los fenómenos, unos hechos accesibles y reconocibles, etc.; y la
comunidad científica se reúne y agrupa alrededor del paradigma vigente en cada
momento. A partir de cada paradigma se define un periodo de lo que Kuhn llama “ciencia
normal”: en él los científicos, de acuerdo a los programas de investigación que se van
determinando a partir de las coordenadas del paradigma, van resolviendo los problemas
que les van saliendo al paso. Y en esto se resume la práctica ordinaria de la ciencia. Es
cierto que poco a poco van apareciendo algunos problemas que no son resolubles desde
el paradigma en vigor, pero la primera reacción de la comunidad consiste en ignorarlos,
orillarlos, no preocuparse por ellos; pero también sucede que esos problemas irresolubles
se van acumulando, y entonces la ciencia se ve embarcada en un periodo de
estancamiento, de decadencia. El paradigma científico, así, entra en crisis. Hay, así, una
lenta preparación de un cambio que, al final, es brusco, repentino. El cambio de
paradigma define así una revolución científica. El desarrollo de la ciencia no es la mera
acumulación de verdades comprobadas que se suman unas a otras formando un único
sistema coherente; no es un progreso líneal en el que se parta del error y se llegue al final
a la absoluta Verdad. Si hay revoluciones científicas es porque no solo hay continuidad
sino también ruptura. La historia de la ciencia consiste, entonces, en que un paradigma
sustituye a otro y, así, redefine de un modo nuevo sus conceptos básicos, sus métodos,
sus propósitos, etc. (por ejemplo, en el siglo XX el paradigma de la física relativista de
Einstein ha desplazado al paradigma de la física mecanicista de Newton, etc.). La
propuesta filosófica de Kuhn tiene muchas consecuencias, pero vamos a destacar solo
una: este autor rechaza que haya una Realidad única, independiente y autosuficiente a la
que se adecúen las teorías científicas para ser verdaderas; lo real se define dentro de un
paradigma; por esto mismo la verdad del conocimiento no es una verdad absoluta.
3.2. Feyerabend
Cuando se ha intentado sostener que solo hay una ciencia que es capaz de alcanzar la
verdad absoluta se ha argumentado que esto es así porque hay un único método acertado.
Pero Feyerabend ha insistido en que la idea de que hay un solo método no es cierta, cada
ciencia, en cada estadio de su desarrollo, y dependiendo el campo temático sobre el que
investigue, recurre a una metodología distinta. Por eso llega a decir que la tesis de que
solo hay un método científico es un mito, una falsa creencia.
¿Por qué no hay una sola ciencia verdadera, ni un único método, etc.? La respuesta de
Feyerabend es la siguiente: la realidad es tan compleja y plural que ninguna ciencia puede
abarcarla o agotarla; ninguna teoría, por buena que sea, puede explicar todos los hechos,
en el mejor de los casos explica una parte de los hechos, pero nunca todos. Feyerabend,
por lo tanto, anima en sus escritos a ensayar muchas teorías, resaltando así la creatividad
en la ciencia y tratando, en definitiva, de deshacer todos los obstáculos que impiden que
la ciencia se desarrolle en una pluralidad de direcciones. Las ciencias son tan plurales
como compleja es la realidad a la que se refieren, y esto lo que se debe alentar y preservar
contra cualquier dogmatismo que simplifique la realidad y pretenda que la ciencia sea
única.
Feyerabend, por otra parte, estudió una serie de casos históricos con el fin de mostrar
episodios en los que resalta la importancia de la retórica -el arte de persuadir y de
convencer- en la elección de una teoría científica en detrimento de otras que competían
con ella. Además, con sus estudios de historia de la ciencia, ha señalado también que
muchas veces en la ciencia -un campo que se considera el lugar donde solo actúa la pura
y desinteresada racionalidad- no sólo ha cuajado la persuasión legítima, sino que también
en ocasiones ha prevalecido, por desgracia, la mera propaganda. En el territorio científico,
destaca Feyerabend, no todo es puro e inmaculado: hay luces y sombras, y es ingenuo
creer lo contrario.
Por último, y en línea con la consideración anterior, ha destacado el papel clave de la
política en el desarrollo del conocimiento. La política, en la medida en que asigna recursos
económicos de un modo directo o indirecto, favorece unas líneas de investigación en vez
de otras, y, con ello reduce el pluralismo científico, algo que se puede ver con claridad
cuando se analiza lo que sucede en la industria militar la industria farmacéutica o la
industria alimentaria (se investiga preferentemente en aquellos campos en los que se cree
que se puede obtener un enorme beneficio económico, quedando el bien común relegado
a un segundo plano).
Las tres primeras décadas de la filosofía en el siglo XIX estuvieron marcadas por el
predominio del Idealismo alemán, es decir, por figuras como Fichte, Schelling y Hegel
(aunque hay que incluir aquí, en la órbita del Idealismo alemán, también al
Romanticismo, con autores como Novalis, Schiller, Schlegel, etc.). El Idealismo alemán
recogía a su manera la herencia de Kant, pero exagerando siempre las prudentes y
mesuradas tesis del autor de la Crítica de la razón pura. La base del idealismo kantiano
estaba en el concepto de “finitud de la razón”: la razón humana es limitada; en cambio,
sus inmediatos herederos -Fichte, Schelling, Hegel- pusieron el énfasis en lo que
denominaban “lo Absoluto”, añadiendo que lo absoluto está en el Espíritu humano único
y universal (la consecuencia central de esta afirmación está en “endiosar” al Hombre: en
convertirlo en algo semejante al Dios del cristianismo -un Dios único, creador de todo,
omnisciente y omnipotente, fuente de la Verdad, el Bien y la Belleza, etc.).
La segunda mitad del siglo XIX está definida, en cambio, por un rechazo expreso de
los excesos especulativos del Idealismo alemán. Así, surgieron dos corrientes que se
oponían a estas exageraciones espiritualistas: el positivismo en Francia y, en Alemania,
el neokantismo. El positivismo -que arranca con autores como Comte o Spencer- es, ante
todo, un cientificismo: es la defensa de que el Progreso de la Cultura Universal tiene que
estar guiado exclusivamente por la Ciencia y por sus aplicaciones técnicas en la industria
(esta corriente filosófica, a pesar de renegar del idealismo, comparte con él su núcleo
humanista pues considera que gracias a la tecnociencia el hombre domina la naturaleza y
la pone a su servicio: el positivismo, por lo tanto, se sostiene sobre un antropocentrismo
y un antropocentrismo que ya encontramos en Kant). En Alemania, además de un cierto
auge del positivismo (que se expande hasta arraigar en el Círculo de Viena), se desarrolló
desde finales del siglo XIX un neokantismo; en las Universidades de Marburgo y Baden
se volvió a defender el mesurado idealismo kantiano a la hora de explicar el conocimiento
y desarrollar una moral o una estética.
En general, Husserl concibe la filosofía como un saber riguroso y cierto; por eso su
punto constante de apoyo es lo que denomina la “evidencia intuitiva”, es decir, la
captación directa, inmediata, segura e infalible, de los “fenómenos” -de lo que se presenta
a la conciencia, etc. ¿Cuál es, según el fundador de esta corriente de la filosofía del siglo
XX, la tarea central de la filosofía? La respuesta que ofrece es enteramente tradicional -
una respuesta rechazada, por ejemplo, por dos de los autores clave en el siglo XX:
Wittgenstein y Heidegger-: la filosofía se encarga de localizar el fundamento fijo y
definitivo de la totalidad del mundo, es decir, el apoyo o la base explicativa y justificativa
última, acabada y completa. ¿Cabe algo así? ¿El mundo como totalidad requiere, para no
sumergirse en el “caos”, su reposo en un Fundamento? Estas son cuestiones que se
debatirán vivamente en la filosofía de la segunda mitad del siglo XX; pero Husserl
pertenece a una etapa anterior en la que aún conservaba su evidencia y su prestigio la
tradición de la metafísica que, en el fondo, remite a Platón y Aristóteles (leídos, eso sí, en
el mundo moderno, bajo el tamiz del antropocentrismo que despunta en el siglo XVIII
con Kant, un antropomorfismo que ha desterrado el teocentrismo propio de la Edad
Media, el Renacimiento y la primera modernidad en nombre del progreso de la razón).
De Descartes Husserl retomó, en primer lugar, la tesis de que todo el edificio del saber
tiene que reposar definitivamente en un saber cierto, seguro, indudable, un saber que se
apoye en la “intuición”, es decir, en la captación directa, inmediata, infalible, de los
fenómenos. En segundo lugar, Husserl aceptó la tesis cartesiana de que la primera verdad
incuestionable -la primera que no puede en ningún caso ser puesta en duda- es el “ego
cogito”, la evidencia reflexiva de la conciencia humana. Ahora bien, lo que ya no acepta
en modo alguno Husserl es la afirmación de Descartes de que el último fundamento de
todo está en “Dios” (la garantía, según el filósofo francés, de la armonía entre las ideas
de la substancia pensante -la mente humana- y la realidad física, cognoscible a través de
una física matemática de cuño mecanicista). Husserl es ya un autor del siglo XX: asume
que el teocentrismo es cosa del pasado y que solo el antropocentrismo es adecuado al
mundo genuinamente moderno en el que por fin ha triunfado la razón.
De Kant Husserl acepta su crítica del realismo tradicional (en el que se declaraba la
primacía del mundo sobre el hombre que lo capta y lo alcanza). Kant sostuvo que hay una
radical y originaria primacía del Sujeto sobre el objeto: el Yo está por encima del mundo,
es anterior y es superior a él. Esta es la posición que se denomina “idealismo
transcendental”; en ella, por ejemplo, se afirma que los elementos a priori del
conocimiento de los objetos físicos -el espacio y el tiempo y las categorías- están en el
Sujeto cognoscente: en las facultades del Hombre Universal (en la única y permanente
esencia humana). Husserl aceptó, por lo tanto, la idea nuclear del idealismo de Kant. Aun
así, la filosofía de Husserl no es una mera repetición de Kant (Husserl no es un
“neokantiano”, en definitiva). Hay coincidencia en una tesis central, pero después,
Husserl discrepaba de otros aspectos de la filosofía de Kant. Mencionaremos algunos.
Husserl consideraba incorrecta la explicación que Kant daba de la percepción sensible;
según Kant inicialmente había un “caos de sensaciones” que eran ordenadas por los
conceptos (así el concepto de “mesa” permitiría organizar en un objeto reconocible unas
serie de propiedades sensoriales inicialmente aisladas y dispersas); Husserl no acepta que
la percepción dependa del concepto: siempre ya percibimos algo con un sentido más o
menos preciso, es decir: si entro en una habitación percibo de entrada una mesa, una silla
y todos los demás enseres (no es, entonces, válida la explicación kantiana según la cual
primero yo “vería” sensaciones sueltas, desordenadas, y “después” yo aplique unos
conceptos que organizan y articulan una escena inicialmente desprovista de sentido).
Husserl, en definitiva, considera que hay percepciones plenas sin necesidad de que haya
conceptos: la experiencia sensible es una manera legítima y, en su nivel, completa de
acceder a los fenómenos. Por otro lado, Kant consideraba que el modelo del conocimiento
científico está en la física-matemática (Newton, etc.); Husserl no acepta esta tesis, pues
le parece exagerada: es cierto que hay ciencias naturales como la física o la biología, pero
también son importantes e igualmente legítimas las denominadas “ciencias del espíritu”
(lo que hoy se llaman “ciencias sociales”); no hay, por lo tanto, dice Husserl, un único
modelo de cientificidad, ni un único método científico. Por último, Husserl no comparte
la idea de “Sujeto” propugnada por Kant; según Kant, el Sujeto (humano) racional, es una
forma vacía y abstracta. Husserl pretende mostrar que el Sujeto humano es algo más que
eso (por ejemplo, destacando que tiene un cuerpo, etc.).
En su primera obra, las Investigaciones lógicas de 1900, aún no había realizado Husserl
su posterior “giro idealista” en la fenomenología y, por ello, en este libro la herencia de
Descartes y de Kant no tienen aún ningún peso específico. Las Investigaciones lógicas
exponen una teoría del conocimiento de la verdad apoyada en la lógica; la lógica, entiende
Husserl, contiene los principios básicos y centrales del conocimiento de las esencias de
los hechos mundanos (por ejemplo, los hechos físicos por parte de la física y los hechos
psíquicos por parte de la psicología). Por otro lado, esta obra inaugural de la
fenomenología contiene una perspicaz crítica del psicologismo lógico; en éste se afirma
que las leyes lógicas son, en el fondo, leyes psíquicas, por ello, se dice, la base de la
ciencia de la lógica es la psicología, la ciencia que estudia los hechos de la conciencia.
Pero, explica Husserl, las leyes lógicas no pueden ser legítimamente reducidas a ser meras
leyes de los sucesos mentales. Por ello, lo que Husserl defiende es que las leyes de la
lógica -unas leyes puras, abstractas, ideales, leyes que deben cumplir todos los
conocimientos propios de las ciencias empíricas- son independientes de la mente humana
que las piensa; la tesis de Husserl es, aquí, casi “platónica”, pues se sostiene sobre la
afirmación de un reino ideal de esencias puras, exactas, nítidas, impolutas.
Husserl comienza describiendo la vida ordinaria. Ella, nos dice, está radicalmente
marcada en todas sus vertientes por lo que llama la “actitud natural”. En la actitud natural
-en la perspectiva espontánea y habitual en la que aparecen los fenómenos y el ser humano
entre ellos- el hombre se toma a sí mismo como un mero hecho en el mundo, es decir, se
presenta como un yo empírico, un peculiar objeto psicofísico (una cosa que tiene por un
lado una mente y por otro lado un cuerpo). Además, en la actitud natural se cultiva la
creencia de que el mundo, la realidad, es algo independiente de nosotros, los seres
humanos; la actitud natural, por lo tanto, es, por así decirlo, “realista” (cree que lo real es
anterior y superior a la conciencia humana). ¿Cuál es el primer paso del método filosófico
diseñado por Husserl? Para denominarlo acude a un viejo término griego: “epojé”; ¿en
qué consiste este paso inicial e inaugural de la investigación fenomenológica? En
“suspender” -dejar fuera de juego, poner entre paréntesis, situar entre comillas- la tesis
central de la actitud natural. ¿Por qué esta actitud natural debe ser “suspendida”? Porque,
entiende Husserl, sepulta, esconde y oculta lo principal: que el hombre es el único
legítimo “sujeto del mundo”, su fundamento último. La epojé, por lo tanto, deshace la
actitud natural y deja paso a la actitud filosófica, la cual es, esencialmente, una actitud
reflexiva; gracias a ella el hombre se desliga, se separa, se desgaja, del mundo exterior -
en el que vive absorbido, alienado, enajenado, pendiente exclusivamente de lo que le
rodea y le presiona- y se repliega hacia sí mismo: se vuelve hacia su interioridad, hacia
lo que es en verdad, se dirige, en definitiva, “desde fuera hacia dentro” (es lo que significa
aquí, en este contexto, la “reflexión”, el resultado de la epojé, de la suspensión de la
actitud natural en la que estamos vertidos hacia fuera, hacia el mundo y lo mundano). En
la epojé y con la epojé -además de dejar de creer que la realidad es independiente y
autosuficiente respecto a nosotros- la conciencia se dirige hacia la conciencia: el yo se
endereza hacia el yo (se efectúa así un ensimismamiento, una introspección que estaba
bloqueada o cancelada en la vida común y corriente, una vida volcada hacia las
preocupaciones mundanales). De esta manera, una vez que ha cuajado esta epojé reflexiva
en la que se desenvuelve la actitud filosófica, la fenomenología puede emprender la tarea
de realizar una exhaustiva descripción de las vivencias de la conciencia (siendo estas
“vivencias”, literalmente, “el fenómeno de los fenómenos” en la medida en que, insiste
Husserl, todo lo que aparece -una mesa, unos números, un unicornio- lo hace “en” las
vivencias, y, también, en último término, “por” las vivencias; dicho de un modo exacto:
las vivencias son, eso sostiene Husserl, la fenomenalidad de los fenómenos, la clave
última de su aparecer siendo esto o siendo aquello). Pero del asunto específico de la
descripción de las vivencias del yo y del rendimiento que se espera de esta descripción
trata el siguiente paso del método filosófico: la “reducción”.
Por una parte, el idealismo postula que el mundo de los fenómenos está
íntegramente sostenido y atravesado por un reino ideal de esencias que lo dotan y proveen
de un orden racional e inteligible.
Por otra parte, el idealismo se articula sobre la tesis de que el Sujeto constituye los
objetos (incluido el propio universo eidético, el reino ideal de las esencias).
Las dos tesis están conectadas, aunque es más básica la segunda que la primera en
tanto en ella se enuncia cuál es el fundamento último del mundo. Afinando y refinando
una tesis que Kant sacó a la luz y lanzó a la circulación Husserl afirma que el sentido y la
validez de hechos y esencias es “puesto” -constituido, construido, generado, producido,
conferido, provisto, formado, forjado- por el Sujeto humano. ¿Qué significa “constituir”
cuando se dice que el objeto es constituido por el sujeto? Por ejemplo, significa poner o
imponer la unidad en la multiplicidad; así, una mesa percibida tiene una serie de aspectos,
facetas o partes -sus distintas características- que deben darse juntas y unidas para que el
objeto se presente siendo precisamente una mesa y no una silla o una lámpara. Pues bien,
según el idealismo fenomenológico, es la Conciencia del Yo, con sus distintas vivencias,
la que reúne en una única totalidad esas partes, aspectos o facetas. La síntesis de un objeto
-su unidad, su identidad permanente- se debe, en definitiva, a la unidad de las vivencias
en las que y por las que el objeto se aparece y se muestra. Esta es la tesis que Husserl
defiende una y otra vez.
Pero no sólo ocurre que el Sujeto constituye objetos -la mesa que percibe, los números
que entiende, el unicornio que imagina-, el Sujeto también se constituye a sí mismo. El
yo, por lo tanto, se auto-constituye (se define a sí mismo, se autodetermina): el sistema
de las vivencias de cada cual es constituido por el Yo en el tiempo interno de la conciencia
(siendo el tiempo la forma que ordena el curso de las vivencias -su fluir continuo y
sucesivo- según los parámetros del presente, el pasado y el futuro, o, en el vocabulario de
Husserl, la atención, la retención y la protención).
La primera vía señala lo siguiente: las ciencias objetivas -las ciencias que conocen
objetos, por ejemplo, los objetos físicos o los objetos psíquicos- no flotan en el aire, no
son autosuficientes, no se sostienen por sí mismas (y esto a pesar de que el realismo
cientificista cree que sí, que las ciencias son entidades puras y abstractas que se mueven
libremente en el vacío). Las ciencias, en general, afirma Husserl contra el “positivismo”,
reposan sobre un estrato o un sustrato previo que las precede y que, en último término, es
más originario que ellas. A ese sustrato o estrato del conocimiento científico lo denomina
Husserl “mundo de la vida”. ¿En qué consiste este? ¿A qué se refiere Husserl con esta
expresión? Se trata del mundo perceptivo propio de la vida cotidiana, un mundo en el que
los seres humanos acceden a través de los cinco sentidos a las cualidades sensibles de
todas las cosas (este mundo sensible ha sido tradicionalmente denostado o
menospreciado, algo con lo que Husserl está en completo desacuerdo: la experiencia
sensible es la experiencia básica, la experiencia inicial y primordial). La ciencia suele
olvidar que se apoya necesariamente es este mundo sensible, y por eso, ingenuamente,
pecando de soberbia, cree que ella es lo primero y lo principal (por ejemplo, despreciando
todo aquello que no puede ser reducido a medida, que no puede ser cuantificado y que
por eso considera “meramente subjetivo”, creyendo que basta plasmar algo en números o
en fórmulas abstractas para que ya se haya alcanzado una pura y neutral “objetividad”,
etc.). Pero, apunta Husserl, el hombre de ciencia, antes de hacer ciencia, en su vida
ordinaria, vive en este mundo perceptivo (y, también, en un mundo en el que no solo hay
puros hechos, sino también valores que son emocionalmente captados, etc.). En
definitiva, las abstracciones, los cálculos y las fórmulas en las que se mueven las ciencias
tienen su suelo nutricio en el mundo cotidiano de la percepción, un mundo concreto sin
el cual la ciencia pierde su arraigo y, al perderlo, pierde su orientación vital.
El Sujeto humano, sin embargo, no es solo una conciencia de objetos, es, en última
instancia, según su esencia, una pura y nítida auto-conciencia. El Sujeto se define en su
núcleo más íntimo por su conciencia de sí mismo, esa en la que se reconoce como el
Fundamento del mundo y la sede de la Razón (que es la facultad desde la que se define la
Verdad, el Bien y la Belleza, los ideales a los que aspira la humanidad auténtica). Por eso,
la primera verdad, la verdad más básica, más cierta y segura, más cercana, es la verdad
proporcionada por la Reflexión del Yo: la vuelta del hombre sobre sí mismo, sobre su
pura interioridad (en la que se consigue separar y distinguir de todo lo exterior, de todo
aquello que no es él y que amenaza con confundirle y desorientarle). Este es el cauce
principal por el que se mueve la filosofía de Husserl: su idealismo fenomenológico
transcendental.
Pero, sea dicho para concluir, se preguntaron muchos de los discípulos de Husserl (entre
otros Martin Heidegger): ¿es cierto que la fenomenología en particular y la filosofía en
general debe necesariamente desarrollarse como un Idealismo? ¿Y si no fuese así? ¿Y si
el hombre se equivoca cuando -exageradamente- se cree el sujeto del mundo
(endiosándose indebidamente, y, por ello, extraviándose respecto a su lugar y su papel,
mucho más modesto y menos grandilocuente)? Quedan así, enmarcados en estas
preguntas, abiertos por ellas, los caminos por los que se adentran las filosofías de la
segunda mitad del siglo XX (en las que, lentamente, el antropocentrismo y el
antropomorfismo que ha imperado en la modernidad va perdiendo su prestigio y su
capacidad seductora).
1. Heidegger
1.1 De Husserl a Heidegger
En primer lugar, Heidegger aceptó el retorno al mundo de la vida -un estrato previo al
plano de las abstracciones y las formulaciones ideales de la ciencia- propuesto por su
maestro. Así, Heidegger insiste, influido aquí, en parte, por Husserl, en que el punto de
la partida de la filosofía está en abordar el mundo vital de la existencia cotidiana (algo
que está expuesto con detalle en la primera parte del libro de 1927 titulado Ser y tiempo).
Este giro ontológico -según el cual la pregunta central de la filosofía es la pregunta por
el “ser”- incluye, también, un importante giro histórico. Heidegger destaca que la
comprensión de la existencia, la comprensión del mundo y la comprensión del ser -
enlazadas entre sí, trenzadas unas con otras- son intrínsecamente históricas; la
comprensión no es algo fijo, permanente, estático, es algo dinámico, cambiante,
modificable. En la historia, y con ella, se marcan en cada caso y cada vez, los límites y
las posibilidades -para el existir finito de los seres humanos- de la comprensión de los
fenómenos, de todo lo que es, de todos los entes, sean del tipo que sean, y sea en el arte,
en la ciencia, etc.
Tenemos aquí trazadas, en lo que se acaba de exponer, las principales coordenadas por
las que discurre el planteamiento y la propuesta filosófica de Heidegger.
1.2. La analítica existencial
En 1927 publicó Heidegger su primer libro con el título Ser y tiempo. La vieja cuestión
del ser -aunque se pretende ahora abordarla de un modo novedoso- se enlaza aquí con la
pregunta por el tiempo. El punto de partida del tratado -y la mayor parte de su contenido-
está en una detallada descripción fenomenológica del existir cotidiano, de la vida común
y corriente, del existir mundano entregado a actividades o quehaceres. El hilo conductor
de esta indagación es el siguiente: el existir -el ir viviendo día a día, haciendo esto o
llevando a cabo aquello- es comprender; y se comprenden tanto los entes -los fenómenos
que se nos aparecen en el trajín cotidiano- como, a priori, de un modo originario, radical
e inadvertido, el “ser”. La comprensión del ser -posibilitadora del acceso a los entes- es
la raíz de la vida humana (una vida que se comprende también a sí misma, que está
enmarcada por su propia autocomprensión). A veces, a partir de motivos hondos que
habría que concretar, en el seno de la comprensión común y corriente del ser despunta la
pregunta por el ser; y esta es, insiste Heidegger, la pregunta central de la filosofía. Una
pregunta en la que se interroga por el ser de todo lo que es, de todos los entes. Ahora bien,
la pregunta por el ser -la pregunta que define la “ontología” como definición de la
filosofía- ¿cómo se responde? ¿Siguiendo qué ruta o qué senda? En 1927 Heidegger está
convencido -algo de lo cual se desdecirá en parte más adelante, en sus libros posteriores-
de que esta respuesta tiene que poder localizarse gracias a una analítica de la existencia
humana. El término “analítica” indica que de lo que se trata es de analizar la existencia,
descomponerla en sus elementos o ingredientes; cada uno de ellos -cada uno de los
componentes del vivir humano- es denominado “existenciario”, así pues, en Ser y tiempo
Heidegger va exponiendo pacientemente lo que considera son los distintos existenciarios
que integran la existencia humana en general.
¿En qué consiste el cotidiano vivir de la existencia humana en tanto estructurada a priori
desde su ser-en-el-mundo? En estar siempre ya embarcada en distintas actividades en las
que convive con otros seres humanos; unas actividades o quehaceres que van desde las
labores más comunes como alimentarse y asearse hasta las más sofisticadas como
implicarse en la ciencia o en el arte. Pero Heidegger, llegados aquí, apunta lo siguiente:
la analítica de la existencia con la que arranca la filosofía cuando busca una respuesta
para la pregunta por el ser no puede describir exhaustivamente las distintas ocupaciones
en las que están enrolados los seres humanos; tiene que intentar sacar a la luz algo más
básico y radical que esto. ¿Qué puede ser eso? La analítica debe orientarse a destacar
cuáles son los componentes de la existencia gracias a los cuales los seres humanos pueden
vivir entregándose a una enorme variedad de actividades. Después de cavilar sobre este
asunto concluye Heidegger lo siguiente: la vida humana está sostenida y atravesada por
tres existenciarios, por tres componentes suyos, a los que denomina “encontrarse”,
“habla” y “comprender”. Vayamos brevemente con cada uno de ellos, teniendo en cuenta
lo siguiente: cada uno de los existenciarios desgranados por la analítica de la existencia
es lo que posibilita que se desplieguen un tipo de conductas o comportamientos con los
que el ser humano va viviendo, va desarrollando su mundano existir.
Una vez ha llegado a este punto el libro de 1927 continúa así: el “cuidado” es el ser de
la existencia, el término en el que convergen los tres principales existenciarios. Pero, a su
vez, pregunta Heidegger, ¿cuál es la base del ser del existir? ¿sobre qué se sostiene el
“cuidado” en el que la existencia está remitida a sí misma, a su tener que ser esto o aquello
(y nunca todo a la vez en tanto asumir unas posibilidades implica descartar otras)? En el
tratado de 1927 concluye Heidegger lo siguiente: lo que sostiene el cuidado -el “sentido”
del ser del humano existir- es el tiempo. El existir es radical y originariamente temporal.
Y este tiempo, el tiempo del existir en tanto distinto del mero tiempo cronológico,
contable y calculable, afirma Heidegger, pivota sobre el futuro en tanto éste es la fuente
de la que manan las posibilidades. Heidegger discute así la teoría tradicional del tiempo -
en la que estuvo imbuido también su maestro, Husserl- en la cual siempre se sostiene que
el tiempo se define desde el presente (aunque no solo desde el ahora fugaz, sino de un
presente que por su permanencia y constancia conduce al tiempo hacia la eternidad del
fundamento de todo -sea la eternidad de las Ideas platónicas o del Dios del cristianismo
o del Sujeto humano del idealismo). En definitiva, Heidegger elabora una teoría del
tiempo en la que éste tiene su dimensión prioritaria en el futuro. Y en este punto preciso
-después de destacar la radical historicidad de la existencia humana en tanto está
atravesada y sostenida por el tiempo- se interrumpe el libro.
El plan del tratado filosófico ideado por Heidegger era más amplio de lo que contenía
el libro publicado. Heidegger entendía que tenía que mostrar con detalle y de un modo
concreto cómo el tiempo de la existencia humana está conectado con el tiempo del ser en
general; no solo la entraña de la existencia es temporal, también lo es todo lo demás. Pero
eso es algo que tiene que ser probado. Y Heidegger nunca llegó a conseguirlo. ¿Por qué
no completó el libro titulado precisamente Ser y tiempo? Heidegger cayó en la cuenta de
que a pesar de sus enormes esfuerzos no se había desprendido suficientemente del
idealismo moderno. En su libro buscaba una respuesta a la pregunta por el sentido del ser
en general -un sentido que tiene que estar en todos los entes, sean del tipo que sean- en
un análisis de la existencia humana; por eso mismo daba por descontado que si la
existencia es radicalmente temporal también debería serlo el “ser” (y esto explica el título
del libro: no sólo “existencia y tiempo” sino, también, y, sobre todo, “ser y tiempo”).
Pero, ¿no significa esta hipótesis nada menos que proyectar lo que es el ser humano sobre
todo lo demás? En su ensayo, por lo tanto, terminaba afirmando la primacía de la
existencia humana sobre el “ser” o respecto al “ser”; pero esta es precisamente una tesis
idealista: una tesis antropocéntrica y antropomorfa. Su primer intento de superar el
modelo “Sujeto → objeto”, es decir, las coordenadas mismas de la filosofía moderna,
había concluido con un enorme fracaso. Intentó una cosa y salió otra. Por eso, en todas
sus obras posteriores, enmendando o rectificando lo que había sostenido en su primer
libro, se aventuró por una serie de rutas distintas, por unos caminos inciertos, siempre
buscando una respuesta para la pregunta por el “ser” (una pregunta que incluye la
pregunta por la existencia humana, pero que no se subordina a esta pues, sea lo que sea,
el ser humano no es el fundamento de todo, no es el sujeto del mundo).
Pero, y aquí está la contribución principal de Heidegger, no es cierto que “ser” -que el
“ser” (sea dicho sustantivando un verbo)-, sea sin más un ente supremo; el “ser” no es un
fundamento. Así el olvido del ser en el fondo no es otra cosa que el olvido de la
“diferencia ontológica”. Cuando, a priori, hay comprensión del ser -una comprensión que
sostiene el existir humano y su trato con los entes en distintas actividades (arte, ciencia,
técnica, religión, política, etc.)- se está implícitamente comprendiendo la diferencia entre
el ser y los entes. Al pensar, a la filosofía, en tanto pregunta por el ser, le corresponde,
entre otras tareas, volver expresa o explícita esa radical y crucial “diferencia”. Este nuevo
pensar por el que Heidegger pelea se concentra en el intento de recordar eso que ha sido
continuamente olvidado por la metafísica del fundamento. Y ¿a qué conduce el recuerdo
del ser olvidado tradicionalmente en la historia de occidente? Por ejemplo, conduce a
asumir, con todas sus consecuencias, la ausencia de un Fundamento (mostrando que esta
ausencia es positiva, que la falta de un Fundamento no implica que el orden sea arrasado
por el caos o que triunfe simplemente la irracionalidad más completa). El mensaje de
Heidegger -incluido en el “recuerdo” del ser olvidado tradicionalmente- es este: cuando
se deja de creer y de anhelar un único y permanente Mundo Verdadero se cae en la cuenta
de que hay múltiples mundos posibles, unos ya acaecidos, otros acaeciendo y, sobre todo,
pues la modalidad del tiempo primordial es la del futuro, otros aún por llegar. “Otros
mundos, son también, posibles”, es, en el fondo, la apuesta propia de la ontología
propuesta por Heidegger, apuesta enraizada precisamente en la diferencia ontológica.
Un apunte más para terminar este apartado. ¿Qué significa “pensar” según Heidegger?
El pensar filosófico lleva a cabo un preguntar por el ser en su despliegue epocal y en su
concreción mundana. ¿Y cuál es la tarea o la encomienda de este pensar ontológico?
Custodiar y salvaguardar la diferencia ontológica implícita en la compresión del ser sobre
la que pivota la existencia humana en cada época del mundo. ¿Y cómo se protege y cuida
esta diferencia? Ante todo, impidiendo la imposición de un fundamento y recordando que
más acá o más allá del “mundo real” están siempre los múltiples mundos posibles que
penden de un acontecer del ser en el que son enviadas una y otra vez posibilidades.
Partiendo de este hilo conductor –“la técnica consiste en la desocultación de los entes”,
etc.- Heidegger afirma que la comprensión técnica de los fenómenos no flota en el vacío
ni es siempre igual. El saber técnico acaece y cristaliza según diferentes modalidades
históricas que pueden ser estudiadas con detalle. A Heidegger le interesa sobre todo
entender a fondo en qué consiste la técnica moderna, la técnica que actualmente se está
desplegando; y para ello, dando aparentemente un largo rodeo histórico, realiza una
comparación o traza un contraste entre la técnica griega -el modo del saber técnico propio
de la Grecia clásica- y la técnica moderna.
En sus escritos Heidegger, como también ocurre en autoras como María Zambrano, etc.,
ha mostrado un enorme interés por el lenguaje de la poesía. Gracias a la atención a algo
tan modesto como el lenguaje poético, piensa Heidegger, se puede empezar lentamente a
contrarrestar los efectos negativos del Gestell y del nihilismo que lo acompaña. Veamos
brevemente en qué consiste esta peculiar vertiente de la filosofía de Heidegger. Como ya
hizo a propósito de la técnica este autor comienza discutiendo la habitual concepción
instrumentalista y antropocéntrica del lenguaje; el ser humano es un ser intrínsecamente
lingüístico, pero precisamente por eso, argumenta Heidegger, el lenguaje no es una pura
creación suya, ni, tampoco, puede ser legítimamente tratado como un mero instrumento
dócil para sus propósitos. Cuando el ser humano se cree, por soberbia, “sujeto del
lenguaje” -su dueño y señor- y lo trata como un “objeto”, lo empobrece, lo deteriora, lo
destruye (en vez de asumirlo como lo que es, un tesoro que debe cuidar y proteger). ¿Qué
es, entonces, el lenguaje? Un cauce irreductible del desocultarse del ente en la
comprensión. Y ¿por qué dentro del lenguaje tiene una especial importancia el lenguaje
poético? En el lenguaje de la poesía el poeta deja hablar al propio lenguaje en vez de
empeñarse en vano en “dominarlo”; el poeta ayuda a que el lenguaje se despliegue desde
sí mismo; el poeta, en definitiva, escucha al lenguaje, responde a su llamada y su
interpelación, dando así voz y palabra a lo que aún no ha sido dicho de los fenómenos del
mundo. El lenguaje poético -como Heidegger trató de mostrar en sus interpretaciones de
poemas de Hölderlin, Rilke, Trakl, etc.- es el lenguaje vivo, fresco, el lenguaje que
mantiene pleno su poder verbalizador o su fuerza nominativa. Es el lenguaje que
reverdece las desgastadas palabras y las acartonadas frases del lenguaje común y
corriente. El lenguaje humano, el lenguaje hablado o escrito por los seres humanos, es,
concluye Heidegger, en última instancia, el “lenguaje del ser”, es decir, un lenguaje que
proviene del acontecer del ser y que, a su vez, se dirige hacia ese acontecimiento
recurrente, siempre por venir, siempre cerca de advenir de nuevo, otra vez, una vez más.
2. Gadamer
Desde luego, por último, las hermenéuticas tradicionales no han desaparecido a pesar
del conjunto de transformaciones que acaban de mencionarse. Siguen existiendo, por
ejemplo, las hermenéuticas religiosas y jurídicas. Además, en el siglo XX, ha ganado una
enorme pujanza la hermenéutica literaria gracias a autores como Ingarden, Jauss e Iser;
todos ellos han elaborado sofisticadas teorías sobre el acto de la lectura de obras artísticas.
En la lectura de una novela, por ejemplo, nos dicen estos autores, se van fusionando poco
a poco dos horizontes que inicialmente están separados: el horizonte de la obra -el mundo
que una obra presenta y contiene- y el horizonte del lector (el cual, al sumergirse en la
lectura, va rellenando lagunas, modificando sus expectativas, etc.).
En el siglo XIX era muy habitual considerar que el único ideal legítimo del
conocimiento estaba en las ciencias de la naturaleza. Las ciencias naturales como la física
serían las únicas ciencias serias, rigurosas, exactas, seguras; gracias a su método, el
método hipotético-deductivo por un lado y sus complementos, el método experimental y
el procedimiento de la inferencia inductiva, estas ciencias consiguen resultados necesaria
y universalmente válidos.
Dilthey aceptaba la tesis general, propia de la ciencia moderna (una tesis propuesta
inicialmente por Descartes), de que la ciencia reposa en un método: la ciencia es ciencia
por ser metódica; gracias al poder del método la ciencia consigue alcanzar una verdad
cierta y segura sobre los fenómenos propios de su campo temático. Ahora bien, lo que ya
no acepta sin más Dilthey es que únicamente haya un método aceptable: el método de las
ciencias naturales. Si hay dos clases de ciencias -las ciencias de la naturaleza y las ciencias
del espíritu- tiene que haber entonces también dos métodos distintos. Así Dilthey llegó a
la siguiente conclusión: las ciencias naturaleza emplean un método explicativo, las
ciencias del espíritu acuden a un método comprensión. Veamos esta tesis con un poco
más de detalle.
Gracias a su método explicativo una ciencia como la física consigue obtener leyes
causales que son plasmadas en fórmulas matemáticas. Pero un método así solo se puede
aplicar a la Naturaleza, la cual es monótona, homogénea, uniforme, regular. Aplicar un
método explicativo al escurridizo terreno de la sociedad y la cultura es estéril e
inapropiado. Lo “espiritual” no puede reducirse a lo “natural”, son dos clases de
realidades distintas: una irregular y otra regular, una heterogénea y otra homogénea, una
arraiga en la libertad y la otra manifiesta por doquier la necesidad, etc.
Por lo tanto, y este es el punto central, Dilthey intentó ofrecer una fundamentación
metódica de las ciencias del espíritu de tal manera que quede claro y asentado que son
ciencias muy distintas de las ciencias naturales, pero tan legítimas como ellas.
¿En qué consiste la “comprensión” entendida como el método propio de las ciencias del
espíritu? Dicho brevemente: la comprensión es el procedimiento por el cual el científico
se adentra en el ser humano que investiga yendo desde fuera -desde sus manifestaciones
externas- hacia dentro -hacia su yo interior y profundo, íntimo. Dilthey sigue aquí, en el
fondo, la tesis filosófica del idealismo romántico del siglo XIX. Según esta posición el
genio creador -por ejemplo, el autor de una novela- se expresa o se objetiva en su obra:
el procesa va, pues, desde dentro hacia fuera. El método de la comprensión -un método
hermenéutico de carácter psicológico- invierte la marcha del proceso creativo del
individuo: parte de la capa exterior -en este caso del contenido de la novela- y se dirige
hacia el yo interior del autor, hacia sus intenciones profundas, etc. Por eso, según Dilthey,
el método comprensivo culmina con la “empatía” (Einfühlung) entre el yo investigador y
el yo investigado: es así como dos “almas” terminan fundiéndose en una sola. Puro
romanticismo, en definitiva.
La tesis general de Dilthey fue, en conclusión, la siguiente: si en las ciencias de la
naturaleza opera el modelo “sujeto → objeto” (y, por ello, un método explicativo), en las
ciencias del espíritu actúa el modelo “sujeto → sujeto”; es decir, en las ciencias del
espíritu, gracias a ellas, el espíritu (humano) se conoce a sí mismo. Las ciencias del
espíritu contienen, por lo tanto, el autoconocimiento del hombre.
El prejuicio y la autoridad, reivindicados por Gadamer como factores positivos, son dos
concreciones de la tesis de que la comprensión está basada en la tradición (tesis que, a su
vez, concretaba la idea de la intrínseca historicidad de la comprensión). Cuando Gadamer,
siguiendo con el desarrollo de su propuesta filosófica, trata de precisar aún más en qué
consiste la tradición, alude a lo que denomina “historia de los efectos”; veamos con
brevedad el significado de esta expresión dentro de la ontología de la comprensión (o de
la hermenéutica filosófica).
Un último punto que puede ser destacado de la propuesta filosófica de Gadamer -un
punto que engarza con la tesis del carácter lingüístico de la comprensión- está en el nexo
o el vínculo que él explicita entre la comprensión y el diálogo. La experiencia de la
comprensión -la comprensión como experiencia- tiene su enclave principal en el diálogo,
es ahí, especialmente, donde acontece la comprensión. ¿Qué es el diálogo que está
incardinado en la comprensión? ¿En qué consiste? El diálogo, tal y como lo concibe
Gadamer, es, por un lado, un juego de preguntas y respuestas que van y vienen,
retroalimentándose; por otro lado, el diálogo incluye un intercambio de argumentos y de
pruebas sobre el asunto que despierta el debate o la discusión del caso. En la medida en
que la comprensión dialógica reúne estos dos elementos Gadamer la considera el lugar
privilegiado del ejercicio crítico de la razón, el lugar de la crítica racional de lo que pasa
y sucede, en el seno de la comprensión, en el mundo histórico actualmente en marcha.
¿Por qué, en definitiva, Gadamer insiste en afirmar la preeminencia y la prioridad del
diálogo dentro del acto y el proceso de la comprensión? Por el motivo siguiente: el diálogo
-la comprensión en la que unos debaten con otros en torno a un asunto en disputa- permite
localizar y precisar, cada vez, en cada ocasión, el punto intermedio entre el
“escepticismo” (según el cual “no hay ninguna verdad”) y el “dogmatismo” (para el que
“solo hay una Verdad que está fijada de antemano, de una vez por todas y para siempre”);
este punto de equilibrio dibuja la frágil y delgada línea por la que se mueve siempre la
comprensión cuando acontece de un modo fecundo, fructífero, es decir, cuando cuaja
según sus mejores posibilidades.
Resaltaremos algunas tesis de la Escuela de Constanza: a) cada obra textual incluye una
serie de lagunas o huecos que el lector está llamado a completar o tapar; b) en la lectura
son muy relevantes las expectativas del lector, las cuales van cambiando según éste se
sumerge en el texto y va viajando por él; c) lo importante de una obra literaria no está en
las intenciones del autor ni es sus vivencias internas, lo importante está, más acá de los
propósitos del autor o de su carácter, etc., en el propio contenido de la obra, en el “mundo”
que en ella se expone y se dibuja; d) cada obra literaria posee, según su género, estilo,
etc., una peculiar organización o estructura que explica cómo está compuesta; e) las obras
literarias son susceptibles de una pluralidad de lecturas, aunque esto no significa que todas
las interpretaciones sean legítimas y válidas o que, dentro de las lecturas legítimas todas
sean igualmente valiosas; la pluralidad de las interpretaciones, por otro lado, es a la vez
sincrónica y diacrónica: concierne tanto a las lecturas que se realizan en un mismo periodo
como a las lecturas que sucesivamente se efectúan en la historia de la recepción de una
obra escrita; en el fondo, por lo tanto, cada texto define un campo limitado de lecturas
posibles.
Desde la teoría crítica se cuestiona el actual estado del mundo, se desmonta su ideología
legitimadora, y, a la vez, se atisba un mundo mejor. La teoría crítica, por lo tanto, incluye
en su seno una utopía. Ahora bien, tanto Horkheimer como Adorno, señalan con énfasis
-después de las traumáticas experiencias de los totalitarismos y las deficiencias del
liberalismo, etc.- que las utopías positivas -en las que se diseña de antemano de un modo
completo un “mundo feliz”- son peligrosas, dañinas, contraproducentes. Por eso, desde
la Escuela de Frankfurt, se acude, con el propósito de realizar una crítica del mundo
actual, a una “utopía negativa”: una utopía en la que se denuncia el mal y la falsedad, pero
en la que no se define a priori de un modo dogmático y definitivo qué sean el Bien o la
Verdad. Ya, insisten estos autores, no se puede acudir inocentemente a un Absoluto ni
aferrarse ingenuamente a un Fundamento (pues en este caso, el remedio puede llegar a
ser mucho peor que la enfermedad). En todo caso, una teoría crítica, está, en última
instancia, subordinada a la práctica, a la vida real y concreta, y, dentro de ella, pretende
promover y alentar un cambio social, económico y político, siempre desde el impulso
utópico en el que se anhela un mundo más racional.
En sus primeras obras -procedentes de los años veinte y treinta del siglo XX-
Horkheimer conjugó un marxismo heterodoxo con los ideales de la Ilustración (justicia,
felicidad, libertad, igualdad, tolerancia, etc.). Tanto él como el conjunto de la Escuela de
Frankfurt trataban de promover un cambio en el mundo actual: una transformación
iluminada por la teoría que sólo puede ser realizado por la práctica (por la “praxis” social
y política de un colectivo impulsor de ese cambio). ¿Cuál es la meta perseguida? Un
mundo mejor, un orden racional. Esta es la entraña de la “teoría crítica” elaborada por ese
autor y su Escuela multidisciplinar. Pero, puede preguntarse, ¿por qué el mundo actual
debe ser transformado o cambiado? Porque, afirma Horkheimer, en él reina aún la
desigualdad, la injusticia, la violencia, la opresión y la explotación tanto de unos hombres
por otros como la explotación de la naturaleza por la sociedad. En el fondo, señala, la
razón para perseguir un cambio económico, social y político se encuentra, en última
instancia, en los hombres y mujeres de carne y hueso, en los individuos concretos que
sufren y padecen todos esos procesos históricos perjudiciales y dañinos. Por eso, la
referencia central, el motivo impulsor, de la teoría crítica está en paliar ese sufrimiento
cotidiano.
En su etapa última la teoría crítica sólo encuentra un incómodo refugio en una utopía
negativa, una utopía que se traduce en una nostalgia de lo “completamente otro”, en la
añoranza de un estado del mundo enteramente distinto del actual, un mundo feliz y justo
que se nos revela como inalcanzable. En esta fase regresiva, sostiene Horkheimer,
únicamente queda el anhelo de un mundo mejor. Este anhelo se combina con una actitud
de resistencia: se trata, al menos por el momento, de defender lo logrado en el mundo
moderno (por ejemplo, los derechos sociales y políticos, etc.), aun sabiendo que estos
logros no bastan, que no son satisfactorios por sí mismos. En sus escritos finales
Horkheimer se esfuerza en mantener viva la llama de la esperanza en medio de la barbarie
irracional que lo está impregnando todo: es el optimismo pesimista de una utopía
negativa.
El itinerario de Horkheimer, y con él de la primera generación de la Escuela de
Frankfurt y su “teoría crítica”, se define por el paso de la inicial confianza, en los años
veinte del siglo pasado, en una revolución de sesgo “marxista” -aunque distinta de la que
había triunfado en la URSS-, a una creciente desilusión y decepción respecto al futuro del
mundo.
La teoría crítica de la sociedad -en tanto teoría crítica del mundo actual, de una
modernidad en crisis- se desarrolló en un marco multidisciplinar. En el caso de T. W.
Adorno esto se muestra en que combinó la influencia de filósofos como Hegel o Marx
con la sociología de Weber y el psicoanálisis de Freud.
La teoría crítica -ante este poco alentador panorama- incluye, pues, una llamada a la
resistencia ante aquellos procesos sociales e históricos que -aunque vayan amparados en
la ideología del progreso o en que “no puede ser ya de otro modo”- implican una completa
reversión de los logros alcanzados por las luchas políticas. La resistencia no es suficiente,
pues no deja de ser una actitud reactiva, pero es el primer paso irrenunciable ante un
mundo -el de la modernidad en crisis- en descomposición, en ruinas.
Otro aspecto de la filosofía de Adorno está en su propuesta de una teoría social del
conocimiento de orientación materialista. Una vertiente de esta teoría se encuentra en su
crítica de la lógica; tradicionalmente se ha definido a la lógica como la ciencia que saca
a la luz las formas de la inferencia o de la deducción entre proposiciones o enunciados.
Cuando Adorno realiza una crítica de la lógica no está rechazándola como si fuera algo
falso o erróneo: lo que no acepta es que se convierta dogmáticamente a la lógica en el
único molde obligatorio del razonamiento o del pensamiento. En la tradición de Occidente
-desde Platón y Aristóteles hasta Hegel y el moderno Círculo de Viena, etc.- se han
proyectado las leyes lógicas -por ejemplo, el axioma de la Identidad, etc.- sobre la propia
realidad bajo la tesis de que el conocimiento del mundo tiene que estar lógicamente
organizado y controlado. Pero esta proyección de la lógica sobre la totalidad de la realidad
es una proyección, sostiene Adorno, puramente dogmática. El imperio de la lógica ejerce
una inadvertida violencia -una represión, una opresión- tanto sobre el discurso como sobre
la realidad a la que éste se refiere. La lógica, cuando pretende dominarlo todo, regirlo
todo, encorseta y constriñe. Es un grave error, explica Adorno, creer que sólo lo “lógico”
-lo que se adecúa o se ciñe a su molde o su forma- es real y es racional. En definitiva,
Adorno sostiene que la realidad es más amplia, rica y compleja de lo que cabe en el rígido,
exacto y abstracto molde de la lógica; es decir, un pensamiento crítico debe evitar la
absolutización de la lógica. Un ejemplo: el pensar lógico es un pensar de la Identidad, un
pensar que supone que al final cualquier fenómeno del mundo debe ser
incondicionalmente idéntico a sí mismo; pero el pensar crítico -el pensar que ya no
absolutiza la lógica- es un pensar que se apoya en una razón dialéctica, y lo que esta
enseña es que antes de la Identidad está la contradicción: y la contradicción no solo habita
en el pensamiento, en el discurso, también está inmersa en la propia realidad, en el
dinamismo propio del mundo (así, por ejemplo, la economía capitalista, como Marx
mostró, está atravesada y sostenida por una serie de contradicciones que explican sus
constantes ciclos de expansión y de recesión, etc.).
¿Por qué cabe trazar esta relevante diferencia entre estas dos generaciones de la Escuela
de Frankfurt? Porque Habermas ha elaborado una teoría de la racionalidad -aspecto clave
en una teoría crítica- más amplia, más abarcadora, más comprensiva, menos restringida y
limitada que la ofrecida por Horkheimer y Adorno (en los que únicamente se negaba o
denunciaba la perniciosa extralimitación de la razón científico-técnica -la razón
instrumental- en un mundo que, por esta extralimitación, está cada vez más organizado
según un sistema cerrado, cada vez más copado por el dominio de un poder omnipresente
que lo controla todo a escala planetaria y que genera opresión y miseria bajo el manto
ideológico de la aparente felicidad consumista).
En su renovada teoría de la racionalidad Habermas afirma que la razón es
multidimensional: la razón humana posee varias vertientes que no se excluyen entre sí,
sino que se conjugan y complementan. En este contexto fragua el núcleo de la propuesta
de Habermas: su teoría de la “razón comunicativa”.
El interés técnico subyace a las ciencias empíricas -la física, la biología, etc.- en las
que se buscan explicaciones causales cuantificables destinadas a predecir -y también
provocar- los cambios en los fenómenos. En tanto estas ciencias están animadas por ese
interés instrumental el fin que persiguen -y por lo tanto aquello que dirime su éxito o su
fracaso, su validez propia- es el dominio y el control de la Naturaleza por parte de los
seres humanos.
El interés práctico subyace a las ciencias del espíritu -las ciencias humanas o las
ciencias sociales- en las que el fin que se busca es el entendimiento mutuo o la
comprensión recíproca. Este interés se denomina “práctico” porque en Kant -una
influencia constante en la filosofía de Habermas- “lo práctico” alude a la esfera ética y
política (y por ello, se distingue tajantemente de “lo técnico”).
El interés emancipatorio, por su parte, es el que anima, orienta y estimula a la teoría
crítica de la sociedad en tanto crítica de las ideologías (siendo las ideologías esos
discursos, o esas prácticas institucionalizadas, que encubren y obstaculizan la realización,
por parte de la humanidad, del sujeto racional, de su “Ilustración”; las ideologías que la
teoría crítica intenta disipar y desenmascarar legitiman, en definitiva, un statu quo
marcado por la falta de libertad, la injusticia, la desigualdad, la miseria, la violencia, la
infelicidad, etc.).
Después de publicar, a finales de los años sesenta del siglo pasado, Conocimiento e
interés, Habermas llegó a la conclusión de que aún le faltaba precisar algo esencial: el
interés emancipatorio -en el que, por otra parte, convergen el interés técnico y el interés
práctico- está, en efecto, en el centro de la “razón crítica”, pero, ¿en qué consiste
propiamente ésta más allá de una mera denuncia de “lo que va mal” en el actual estado
del mundo? La razón crítica, considera Habermas, no puede limitarse -como sucedía en
la primera generación de la Escuela de Frankfurt- a ser una “razón negativa”. Por lo tanto,
la pregunta conductora de su indagación filosófica es esta: ¿qué es positiva y
afirmativamente la razón crítica? Y su respuesta ha sido la siguiente: la razón crítica es
una razón comunicativa (una razón orientada, guiada, por el ideal regulativo de una
“sociedad de la comunicación” en la que se realizaría plena e íntegramente el interés
emancipatorio de la humanidad como Sujeto del Lenguaje). Veamos esto con más detalle.
1. Miguel de Unamuno
Miguel de Unamuno es parte de la llamada generación del 98. Esta generación estuvo
marcada por un agudo sentimiento de fracaso colectivo y de conciencia de la decadencia
-en todos los órdenes, desde la ciencia hasta el arte y la política- de España. España, así,
se presenta con claridad como una desafortunada anomalía dentro de la modernidad
europea (una modernidad marcada por los acontecimientos históricos de la revolución
industrial del capitalismo y la revolución política democrática).
Esta generación comparte el anhelo de una regeneración que mejore esta situación
calamitosa, aunque, después, no coincide en cuál sea la vía más acertada para lograrla
(algo palpable, por ejemplo, en la discrepancia al respecto entre Unamuno y Ortega, etc.).
Sostiene Unamuno con vehemencia que la vida humana concreta -la del ser humano
de carne y hueso- es más sentimiento que raciocinio: es más pasión que pura y abstracta
razón.
La filosofía -y con ella el conjunto de la cultura- está llamada a situar en su centro la
vida humana con sus anhelos, sus aspiraciones y esperanzas, sus sentimientos y pasiones,
etc. Cuando esto no sucede -como en la modernidad europea articulada en torno al Estado
burocrático, a la ciencia tecnificada, etc.- la cultura pierde el norte al confundir lo
principal con lo secundario. Con el imperio de la fría y pura razón, por ejemplo, lo
cuantitativo se impone a lo cualitativo, lo universal predomina sobre lo particular, lo
necesario sobre lo contingente, lo abstracto sobre lo concreto, etc. Cuando la vida,
concluye Unamuno, se pone al servicio de la Razón, se subordina a ella, se falsifica,
pierde su cálido palpitar, se marchita y merma su energía creativa.
En la tradición cultural española, insiste Unamuno, hay elementos valiosos en los que
la vida ha triunfado sobre la acartonada y rígida razón del moderno racionalismo europeo.
Por eso Unamuno entiende que sería erróneo desterrar esos elementos, olvidarlos y
tirarlos por la borda, con el propósito de que España sea colonizada por una Europa que
conduce a un callejón sin salida -a un nihilismo autodestructivo- a pesar de la apariencia
de que es la cima del Progreso. Cuando la cultura -sostiene Unamuno- pierde su arraigo
en la vida –“irracional” en su entraña misma- se desorienta y, al final, se desintegra por
falta de aliento y fuerza.
¿Por qué ese sentimiento profundo de la vida es declarado “trágico”? Porque el vivir
está desgarrado -y, a la vez, espoleado y paralizado- ante la constante presencia de
alternativas que no se pueden armonizar, conciliar, conjugar en una unidad fija y estable
que aporte sosiego y reposo. ¿De qué “alternativas” se trata? Por ejemplo, como ya se ha
destacado, la alternativa entre la frialdad de la razón y la calidez de la fe, o entre la
desesperación y la esperanza, la certeza de la muerte y el anhelo de inmortalidad, etc.
En definitiva, afirma Unamuno, la vida -una vida que es, en su plenitud, acción, heroica
aventura- tiene que afirmarse a sí misma asumiendo su sentimiento trágico y resistirse,
por ello, a ser subordinada a la insulsa y acomodaticia “razón”. El sustento de esta vida,
por otra parte, se encuentra en la fe, la cual impulsa una y otra vez, hacia grandes metas
y retos inalcanzables; pero esta fe, y el matiz es reseñable, no es la pura certeza en algo
que ofrece seguridad y amparo, es una fe atravesada por la incertidumbre y la duda, una
fe, pues, que sitúa la inquietud y la zozobra en el núcleo mismo de la vida.
La nueva teoría del conocimiento propuesta por Ortega tiene uno de sus más destacables
desarrollos en el denominado “perspectivismo”. Cada uno de nosotros implica y define
una perspectiva de la realidad, de lo que le rodea, de su circunstancia; a su vez, y este giro
es clave en este tema, la realidad -en su complejidad, en su amplitud y riqueza, en su
índole poliédrica y caleidoscópica- se ofrece en una multiplicidad de perspectivas. Lo
importante aquí, subraya Ortega, es mostrar que el perspectivismo apuntado no suprime
ni anula la verdad: al contrario, la dota de consistencia, concreción y fuerza vinculante.
¿Qué es, desde una teoría perspectivista del conocimiento, la verdad? ¿Cómo se afianza
y cuaja? La verdad es una confluencia o convergencia de perspectivas en la que éstas no
son completamente eliminadas, sino que resultan articuladas, unidas, conjuntadas. Es
cierto que una teoría de la verdad elaborada desde unos parámetros perspectivistas no
acepta que haya puras e inmutables verdades eternas, abstractas y absolutas, pero esto no
significa un rechazo de la verdad: hay verdad en tanto una provisional y vinculante
coincidencia de perspectivas respecto a una serie de fenómenos.
Ortega elaboró, en su teoría de la cultura desde la razón vital e histórica, una distinción
entre lo que denomina “ideas” y lo que llama “creencias”. Veamos en qué consiste esta
distinción. Una “creencia” -noción semejante a lo que Gadamer menciona con el término
“prejuicio”- es lo que define y concreta un profundo e implícito suelo común desde el que
se despliega y organiza la experiencia del mundo; una cultura, así, es un sistema de
creencias con el que, mientras están en vigor, se cuenta constantemente de un modo
atemático y aproblemático. ¿Qué son, en este contexto, las “ideas”? Las ideas son
elaboraciones posteriores de unas creencias anteriores; por eso afirma Ortega que en las
creencias “se está” -porque delimitan el suelo y el horizonte de la experiencia cultural de
la realidad-, en cambio, las ideas “se tienen”, son algo que ocurre, que viene después de
la creencia, que surge de ella. Un ejemplo de esta distinción: en la definición actual de la
literatura -por ejemplo, en la novela negra o en la novela histórica- opera una creencia
subterránea comúnmente aceptada y compartida de un modo inconsciente; por otro lado,
cada novela de un autor de esos géneros narrativos expone una “idea”, la cual, en
definitiva, es una concreción o una plasmación particular y específica de esa “creencia”
previa (de, por así decirlo, las “convenciones” de ese género narrativo). Por último,
explica Ortega, la relación entre creencias e ideas es “circular”: una idea nueva puede
llegar a convertirse en una creencia, de la que, a su vez, surgirán otras ideas, etc.; el curso
de la historia, pues, está marcado por este juego circular -o, mejor dicho, espiral- entre
creencias e ideas.
Ortega expuso en varios libros una teoría filosófica de la vida humana entendida como
realidad radical. El hilo conductor de esta teoría dice que la vida nunca es una realidad ya
terminada, ya hecha: no hay una esencia humana única y previa que después se realice
(por eso sostiene Ortega que el ser humano no tiene naturaleza sino una historia). Por otro
lado, la vida humana no flota en el aire ni se mueve en el vacío: es una vida mundana y,
también, concreta. Por eso, el núcleo de su propuesta se concentra en afirmar que la vida
está delimitada por dos vectores distintos e inseparables gracias a los cuales se organiza
y articula: la “fatalidad” y la “libertad”.
El término “fatalidad” se refiere a todo aquello que nos viene dado, por ejemplo, el
nacimiento, un carácter y unas aptitudes, una lengua en la que nos educamos, etc. Al
conjunto de estos elementos los llama también Ortega la “circunstancia” a la que está
inexorablemente vinculado cada yo, cada uno de nosotros. La “fatalidad” como factor de
la vida, por un lado, limita, pero, por otro lado, permite y favorece, lo cual conduce al
segundo vector anteriormente mencionado.
La vida está integrada, también, por el componente de la “libertad”. Con este término
alude Ortega a que la vida incluye un optar, un elegir, un escoger, un seleccionar. Lo
escogido es, en el fondo, un proyecto vital o un plan de vida. ¿Cuándo esa libertad -en
base a la fatalidad- desemboca en el logro de una existencia “auténtica”? Cuando cada
uno escucha, en el fondo de su ser, su íntima vocación y se esfuerza tenazmente por
realizarla peleando con la circunstancia (la cual contiene una serie de facilidades y de
dificultades que impulsan o detienen la consecución de la vocación de la que se parte).
La conclusión de la teoría de Ortega subraya que la vida plena es un experimento
creativo en el que se contrarresta la inercia y el anquilosamiento, y en el que cada cual
despliega -o eso intenta- sus mejores potencialidades. Esta vida, por su parte, está
radicalmente animada por un sentimiento de gozosa vitalidad lúdica y deportiva que
Ortega contrapone al oscuro sentimiento trágico de la vida al que había aludido Unamuno.
Ortega no sólo sostiene que la filosofía es distinta a la ciencia, sino que no está
obligada a subordinarse y someterse a ella. Si lo hiciera, incurriría en un error semejante
al que marcó la Edad Media cuando la filosofía fue una sierva de la religión y la teología.
Pero, además de insistir en esto, Ortega lleva a cabo una crítica del cientificismo y del
utilitarismo: no se trata de rechazar la ciencia o la técnica, pero sí de no dar por bueno
que se las considere lo único importante arrasando con todo lo demás; hay formas de
experiencia del mundo, modos de su comprensión, por ejemplo, el arte o la política, tan
legítimas y verdaderas como la ciencia y la técnica.
Hay, por otra parte, algo que diferencia a la filosofía respecto a la ciencia, pero,
también, respecto al arte o la moral y otras formas de experiencia de la realidad. El
conocimiento científico, por ejemplo, supone un campo temático ya abierto y acotado
dentro del cual busca una respuesta a sus preguntas y una solución a sus problemas. Pero
la filosofía no puede dar nada por supuesto y, por ello, no se ocupa de un campo temático
ya abierto y acotado. Es decir, la filosofía no se ocupa de los entes o los fenómenos -como
hacen, a su distinta manera, la ciencia o el arte- sino que se ocupa del “ser”. ¿Qué significa
esto? Para empezar que la filosofía no se encarga de una parte de la realidad -de lo que
“es”, del “ente”- excluyendo otras partes o sectores. La filosofía, pues, se dirige a la
totalidad de lo que es: a la unidad y conexión entre las distintas áreas o campo parciales.
Llegados a este punto ya se puede ofrecer una primera definición de la filosofía, ya se
puede responder a la pregunta “¿qué es (la) filosofía?”
Si todas las cosas -los entes, los fenómenos- aparecen siendo esto o aquello en la vida
humana -en tanto ella es la “realidad radical”- entonces la filosofía tiene que dedicar su
esfuerzo a esclarecer en qué consiste esta vida inseparable del mundo. El conjunto de la
obra de Ortega contiene los resultados de esta indagación. Uno de los puntos clave de una
filosofía así definida pasa por la localización de unas coordenadas que orienten el
peregrinar de la vida humana en el mundo; esos puntos cardinales brindan un sentido, un
horizonte, una meta (algo que, precisamente en los periodos de crisis, se desvanece, se
esfuma, conduciendo a la vida a un vagar a la deriva, sin rumbo alguno). La filosofía, por
lo tanto, sostiene Ortega, acompaña al discurrir de la vida alentándola a que desbloquee
y expanda, una y otra vez, las energías creativas que convierten al saber o al comprender
-sea en la ciencia, en el arte, en la política, en todas las áreas de la cultura- en una
extraordinaria e ilusionante aventura.
3. María Zambrano
María Zambrano es una de las más destacadas discípulas de José Ortega y Gasset y
Xavier Zubiri. Su explícito apoyo a la República -colaboró, por ejemplo, con las Misiones
Pedagógicas- la obligó, después de la guerra civil, a padecer un largo exilio por países de
Hispanoamérica y Europa. Cuando regresó a España después del fin de la Dictadura
recibió, en reconocimiento a su labor intelectual y su compromiso político, el Premio
Príncipe de Asturias y el Premio Cervantes. Actualmente se están publicando, con el fin
de que sus libros tengan la difusión que merecen, sus “obras completas”.
El diagnóstico de Zambrano, dicho con mucha brevedad y sin los oportunos matices,
es el siguiente: en la era moderna del mundo ha terminado imponiéndose por todas partes
una ciencia y una técnica que está aupada por una razón pura, abstracta, conceptual,
lógico-matemática, metódica. Este proceso histórico propio de la modernidad, desde
luego, ha tenido efectos positivos, pero también, y esto es lo que más resalta en los
periodos de crisis, efectos negativos. Con el imperio de la tecnociencia, por ejemplo, ha
cuajado el triunfo de lo cuantitativo, lo instrumental y lo utilitario, y esto es algo que, más
allá de sus aspectos benéficos, aplana, nivela y homogeneiza el conjunto de la realidad.
Esbozado así el diagnóstico, ¿cuál puede ser la terapia oportuna? Recuperar, por difícil
que sea, lo que ha sido orillado, desechado, minusvalorado, despreciado y sepultado. La
salida de la crisis moderna, sostiene Zambrano, sólo ocurrirá cuando lo que ha sido
drásticamente reprimido retorne en todo su brillo y con todo su esplendor, corrigiendo y
enmendando las unilateralidades que se han cometido amparándose en la “razón” (en un
determinado y específico concepto de “razón”, habría que añadir).
La terapia sugerida por Zambrano -un retorno de lo reprimido por el mundo moderno
en base a un estrecho y ciego “racionalismo”- exige precisar qué es lo que ha sido
bruscamente sepultado y ninguneado. Responde Zambrano: lo despreciado ha sido la
radicalidad y la profundidad del sentir de la vida, es decir, el universo de las emociones,
los afectos, las pasiones, los deseos. El reto enorme, en adelante, por lo tanto, que se
dibuja en el seno de la crisis de la modernidad es este: sumergirse en ese universo -
complejo, denso, confuso, intenso, oscuro- con el propósito de recuperarlo en sus
auténticas y genuinas posibilidades. ¿Cómo conseguir algo así? ¿Qué hace falta para
acometer con expectativas de éxito esta ardua y fascinante tarea? Nada menos que dar
con una nueva concepción de la razón más versátil y sutil que la razón que ha imperado
en la era moderna del mundo. ¿Qué propone, en este punto, Zambrano? Una razón
poética: una razón que explore y destaque la dimensión poética del mundo y de la vida
que se desenvuelve en él.
Frente a esta Razón pura busca Zambrano -como otros autores y autoras del siglo XX-
un concepto de razón distinto, alternativo al tradicional: versátil, polifacético,
multidimensional, respetuoso con la realidad, capaz de asombrarse ante la riqueza y la
complejidad del mundo y de sobrecogerse ante sus enigmas y misterios.
La “razón poética” -propuesta por Zambrano- integra y reúne tres vertientes que
muestran y señalan una alternativa a la tradición “racionalista” que ha guiado a Occidente
desde Platón hasta Hegel: a) desciende al corazón palpitante de la vida, al sentir
originario, al universo de los afectos y las emociones; b) se vuelca en el cuidado de lo
efímero, lo fugaz, lo contingente, lo particular, lo irrepetible, lo diferente; c) realiza un
viaje a la fuente misma de la creatividad, a la sede de la energía creadora, al insólito poder
de engendrar lo nuevo (sea en el arte, en la ciencia, etc.).
En definitiva, la razón poética -lo poético que habita en el centro de la razón- se orienta
hacia la acogida de lo que se nos da y ofrece en la experiencia tratando de respetarlo en
sus diferencias, en la riqueza de sus múltiples aspectos, etc. Por otra parte, esta razón no
desdeña la “inteligencia”, lo que afirma es que en su raíz misma la inteligencia es una
inteligencia sentiente, una inteligencia incardinada en la sensibilidad (cuando esto se
olvida o se desconsidera, la inteligencia se extravía, se vuelve fría y abstracta, pierde el
suelo del que se nutre, volviéndose estéril y rígida).
Dentro del amplio campo del arte Zambrano ha prestado atención, desde la filosofía,
al arte de la poesía, al arte del lenguaje, en definitiva. ¿Qué es lo peculiar y fascinante del
lenguaje poético? Esta es la pregunta a la que ha tratado de responder. El lenguaje poético,
explica Zambrano, altera la sintaxis y la semántica del lenguaje ordinario de la
comunicación cotidiana. ¿Por qué? Porque el lenguaje, inevitablemente, se acartona, se
anquilosa, se desgasta, se debilita y decae. ¿Para qué, entonces, el lenguaje poético, el
lenguaje de la poesía? Gracias a este arte el lenguaje -en las obras poéticas logradas-
recupera su esplendor inicial, su fuerza propia; el lenguaje poético, así, es un lenguaje
rico, polisémico, evocador, sugerente. La mejor poesía, pues, consigue devolver al
lenguaje su poder originario: verbalizar lo que aún se desconoce, encontrar palabras con
las que decir lo que no ha sido dicho, etc. Con el lenguaje poético, en tanto vinculado al
sentir originario, al corazón de la experiencia de la vida, se destacan aspectos de las cosas
y vertientes del mundo, habitualmente silenciadas, desatendidas, ignoradas, ocultas y
veladas.
Dicho para concluir: Zambrano ha sido una filósofa única y singular que con tenacidad
ha explorado y articulado el carácter radicalmente “poético” de la razón, enfrentando así,
bajo esta clave, la crisis del mundo en el que habitamos.