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Historia de la filosofía moderna y contemporánea

Programa completo

Tema 1 La revolución científica y los cambios que inauguran la modernidad

El paulatino ocaso de la Edad Media es el alba de la Edad Moderna (se cumple así la ley
histórica según la cual cuando perece un mundo nace otro). El denominado
“Renacimiento” es una larga etapa de transición que abarca dos siglos: siglo XV y XVI;
en ella, lentamente, germinan y se gestan los principales procesos históricos propios de
la era moderna del mundo. Estos procesos emergentes se concretan en todos y cada uno
de los ámbitos del saber: en la ciencia, la técnica, la moral, la política, el arte, la religión.
Mencionaremos solo, con brevedad, dos ejemplos: el saber religioso de este periodo está
marcado en profundidad por el complejo proceso histórico de la “reforma protestante”
luterana y calvinista; a su vez el saber técnico se define y concreta en hallazgos como la
brújula o la imprenta, por citar unos pocos bien significativos. La modernidad, en
definitiva, resultó inaugurada por una serie de cambios en los procesos internos a los
ámbitos del saber, cambios en los cuales ese mundo fue adquiriendo su figura propia,
singular e irrepetible. En este tema nos fijaremos sobre todo en la revolución científica,
aunque es inevitable mencionar un fenómeno transversal: el denominado “humanismo”,
pues este es precisamente uno de los núcleos de la modernidad, uno de los nudos que
distingue al mundo moderno de la época medieval.

¿Qué significa “Renacimiento”? ¿qué es eso que en este periodo de transición pretendía
“renacer”, “volver a la vida”? El empeño básico de estos dos siglos fue conseguir una
vuelta o un retorno de “lo clásico”. El reto peculiar era, por lo tanto, adoptar y adaptar los
“modelos grecolatinos”, entendidos, pues, como los logros civilizatorios más elevados y
excelentes que hasta entonces había arrojado el curso de la historia (este propósito
implicaba, indirectamente al menos, una consideración negativa de la etapa anterior).

La Edad Media definió un mundo atravesado y sostenido por un radical teocentrismo. En


este contexto ¿qué supuso el llamado “humanismo renacentista”? Ante todo que inició un
peculiar “giro antropocéntrico” que se consumó en el siglo XVIII. El centro del mundo,
su punto arquimédico, deja de ser “Dios” y comienza a ubicarse en el lugar privilegiado
y principal al “Hombre”.

Las filosofías del siglo XVI y XVII se caracterizan, en consonancia con las demás áreas
de la cultura, por el intento de recuperar las filosofías de la antigüedad griega y romana.
Tenemos así autores platónicos (Ficino, Pico della Mirandolla), aristotélicos
(Pomponazi), y seguidores de las tres principales escuelas helenísticas: estoicos (Lipsio),
escépticos (Montaigne, Sánchez), epicúreos (Valla). En la Edad Media, desde luego,
también se acudió a la filosofía antigua (San Agustín recurría a Platón, Santo Tomás a
Aristóteles), pero se hacía con el fin de fundamentar el cristianismo organizando una
teología sistemática (la fe, por lo tanto, era puesta por delante y por encima de la razón).
El Renacimiento no comparte el propósito medieval: su orientación, el ideal que encauza
sus esfuerzos, es distinto.

Incluso la nueva física, la física moderna, es de algún modo una recuperación del
pitagorismo antiguo en la medida en que se sostiene sobre la tesis de que la esencia
profunda del mundo es “matemática” (en parte aritmética, en parte geométrica).

Durante muchos siglos el conocimiento de la naturaleza estuvo organizado por la


convergencia de la física aristotélica y la astronomía ptolemáica. Según este conocimiento
la naturaleza era comparada con un organismo, con un ser vivo, además aparecía marcada
por una profunda teleología: la naturaleza persigue fines y los cumple cíclicamente. El
orden cosmológico, por último, es geocéntrico.

¿Qué define o caracteriza la nueva física que cuajó en el Renacimiento? Varias cosas: su
modelo es la “máquina” (se impuso un modelo mecanicista que sustituyó al modelo
organicista aristotélico; la naturaleza comparece ahora siendo un gran “reloj”, entonces
las porciones de materia se toman como semejantes a piezas y engranajes); la naturaleza
obedece a leyes causales que son enteramente traducibles a un lenguaje matemático (se
combina así una tesis matematicista con una tesis determinista –el orden matemático de
la naturaleza está formado por tramas causales que convierten a los fenómenos naturales
en algo enteramente predecible). Por último el orden cosmológico es heliocéntrico. En
estos términos se concretó la revolución científica renacentista. Las obras decisivas de
este cambio científico fueron firmadas por autores como Copérnico, Kepler, Galileo o
Newton (aunque también podría mencionarse a Descartes, Pascal o Leibniz). Veamos con
un poco más de detalle cuáles fueron sus respectivas aportaciones al conocimiento
científico de la naturaleza.

Copérnico

Actualizó, con recursos nuevos de carácter matemático, una vieja idea del griego
Aristarco de Samos: el planeta tierra no está en el centro del universo, el lugar privilegiado
lo ocupa el Sol, una estrella entorno a la cual giran todos los planetas. Propuso, por lo
tanto, una astronomía heliocéntrica que encajaba mal con el teocentrismo medieval (por
esta razón esta tesis fue rechazada por la autoridad de la Iglesia hasta el punto de quemar
en la hoguera a Giordano Bruno por haberla respaldado).

El heliocentrismo simplificó los cálculos de las trayectorias de los planetas dando lugar a
un universo físico sencillo, armónico (bien distinto de la intrincada complejidad del
modelo de Ptolomeo).

Por otro lado subrayó que además del movimiento anual de traslación alrededor del Sol
la tierra realiza un movimiento diario de rotación en el que gira sobre sí misma.
Kepler

Prosiguió el desarrollo de la tesis heliocéntrica dotándola de mayor coherencia y


consistencia. Su principal aportación consistió en señalar que la trayectoria de los planetas
entorno al sol dibuja una figura elíptica (bajo la influencia platónica Copérnico sostuvo
que los planetas se mueven trazando un círculo).

Además formuló dos leyes más que exponemos escuetamente:

En 1609 sostuvo que “el radio vector que une cada planeta al sol barre en tiempos iguales
áreas iguales”. Y en 1619 expuso que “para cualquier planeta el cuadrado de su periodo
orbital es directamente proporcional al cubo de la distancia media del sol” (siendo el
periodo orbital el tiempo transcurrido cuando da una vuelta completa al Sol).

Kepler no habría podido formular estas tres leyes sin la ayuda de las exhaustivas
observaciones astronómicas que le proporcionó Tycho Brahe.

Galileo

Su idea central es la siguiente: las causas del movimiento de los cuerpos materiales, de
los entes físicos, son completamente cuantificables, traducibles al lenguaje matemático
(y todo aquello que no se puede cuantificar resulta científicamente irrelevante). Estudió
tres tipos de movimiento: el movimiento uniforme; el movimiento uniformemente
acelerado (un cuerpo en caída libre, por ejemplo); la trayectoria de un proyectil (un
movimiento compuesto pues incluye una cambio de dirección: trayecto ascendente y
trayecto descendente).

Además de rigurosos conocimientos científicos destacó Galileo por proponer una


filosofía de la ciencia nueva que estaba cristalizando en ese periodo. Así sostuvo que el
método de la física es un método hipotético-deductivo presidido por la combinación de
la razón matemática y la realización de observaciones experimentales en las que se
verifican o desmientes las hipótesis (una hipótesis, una vez confirmada, se convierte en
una ley causal en la que se predice un efecto posterior desde una causa anterior; un
ejemplo de ley científica sería este: “velocidad es igual a espacio dividido por tiempo”,
etc.).

Newton

Consiguió sistematizar todos los conocimientos físicos logrados desde Copérnico hasta
Descartes. Esta organización sistemática de las leyes del movimiento –ley de inercia, ley
de la fuerza, ley de acción y reacción- pivotó sobre su principal descubrimiento: la ley de
gravitación universal (la gravedad es una fuerza involucrada en cadenas causales entre
cuerpos que interactúan, siendo causa o siendo efecto, a distancia).
En un cuerpo físico debe distinguirse, sostiene Newton, su masa de su peso. La masa es
la cantidad de materia, el peso depende de la fuerza de la gravedad. Los cuerpos físicos
se mueven según regularidades causales que son explicadas a través de leyes formuladas
matemáticamente. Estos cuerpos poseen, además, una extensión y una duración, es decir:
se presentan siempre en coordenadas espaciales y temporales. Newton sostuvo que el
espacio y el tiempo de la naturaleza son unos marcos absolutos que permiten por ello
obtener mediciones absolutas (es precisamente esto lo que en el siglo XX pondrá Einstein
en tela de juicio, alentando así una revolución en la física que aún está en marcha).

Después de este breve repaso de los hallazgos de cuatro eminentes autores que han
contribuido significativamente a la revolución científica –una profunda revolución que
ha marcado el comienzo de la era moderna del mundo- nos detendremos en la figura de
Francis Bacon.

Francis Bacon

De su obra destacaremos los siguientes puntos:

a) Conectó la ciencia con el método: el conocimiento científico es un conocimiento


metódico (tesis esta que fue expuesta con detalle y profundidad por Descartes). A
este respecto Bacon insistió en la importancia de la observación experimental de
los hechos y propuso su registro según tres tablas: presencia del hecho, ausencia
del hecho, grados del hecho observado.

b) Trazó una estrecha vinculación entre la ciencia y sus aplicaciones técnicas (el
fondo de este nexo es el antropocentrismo en la medida en que entiende que
gracias a la técnica apoyada en la ciencia el hombre se convierte en el “dueño y
señor de la naturaleza” –una idea ésta en la que profundizó Descartes y que está
en el trasfondo de las revoluciones industriales; hoy día este tesis alienta
discusiones y debates porque han salido a la luz las consecuencias negativas, los
daños colaterales, de esta ambición –principalmente la alarmante destrucción de
la biosfera).

c) Sostuvo que la ciencia está ligada ante todo a la inducción. La inducción es un


tipo de inferencia o razonamiento en el que de la observación repetida de hechos
o secuencias de hechos se extraen leyes generales. Esta concepción “empirista”
del conocimiento científico le separó de dos de los principales vectores de la física
moderna: la relevancia de la matemática y la metodología hipotético-deductiva.

d) Expuso con nitidez cuáles son los principales obstáculos al logro del conocimiento
de la verdad. Según Bacon son cuatro las principales fuentes de las que surgen los
prejuicios que impiden la obtención del conocimiento, habló al respecto de cuatro
“ídolos” que obnubilan, confunden e conducen a incurrir en errores: los “ídolos
de la tribu”, “ídolos de la caverna”, “ídolos de la plaza pública”, “ídolos del
teatro”.
Conclusión

La revolución científica que comenzó en el Renacimiento ha introducido en la historia


del conocimiento físico y en el modo correspondiente de comparecer la Naturaleza un
profundo cambio de paradigma que descartó el paradigma aristotélico y ptolemáico. La
“nueva ciencia”, la física que desarrolló en el arco que va desde Copérnico hasta Newton,
se caracteriza principalmente, por su determinismo y su matematicismo, es decir, por
ofrecer un modelo de los entes físicos procedente del saber técnico: la máquina (siendo,
entre éstas, el “reloj” la máquina preferida por los físicos modernos como metáfora desde
la que es inteligible un fenómeno físico).

Según el “mecanicismo” de la física moderna la realidad material puede ser explicada en


sus movimientos espaciales y temporales a partir de leyes: a) cuantitativas (formulables
en términos matemáticos); b) causales (exponentes de una causalidad lineal: a una causa
debe sucederle un y solo un efecto –es por esto que todo proceso natural están rígidamente
determinado por causas encadenadas a sus efectos, no caben aquí pues ni el azar ni la
incertidumbre); c) las leyes físicas son, inmutables, universales y necesarias. Además de
esto el movimiento privilegiado o principal es el movimiento rectilíneo y de velocidad
uniforme (en cambio en la ciencia antigua el movimiento primordial, el más perfecto, era
el movimiento circular). Por otra parte si todo es enteramente predecible y calculable
desde las leyes expuestas por la ciencia la naturaleza aparece como un objeto controlable,
dominable (como subrayaron Bacon y Descartes).

En definitiva, la física moderna se ha desenvuelto dentro de un paradigma mecanicista


que desde varios frentes ha empezado a ser rebatido en el siglo XX.

Tema 2 El racionalismo: Descartes, Spinoza, Leibniz


Con el fin de definir esta corriente filosófica del siglo XVII europeo es relevante tener
en cuenta qué significa en este contexto “razón”.

En primer lugar “razón” alude aquí a la que se considera la facultad superior del ser
humano (es la facultad de las ideas innatas, la facultad implicada en los razonamientos
deductivos, etc.). Pero “razón” también significa “orden”: armonía, proporción,
regularidad, simetría, etc., es decir, indica un Orden racional, un orden inteligible (un
orden que puede ser entendido y explicado). Por este motivo entre los autores del
racionalismo la razón es principalmente una “razón matemática”: según ellos el
conocimiento matemático es el único que penetra en el fondo último de la realidad (la
estructura de la realidad física, por ejemplo, es, según el racionalismo, una “estructura
matemática”). Estamos pues aquí, en el racionalismo, ante filósofos que fueron todos
ellos científicos, partícipes de la física matemática moderna.
Descartes

Es el primer filósofo moderno que en general rechaza lo anterior, el pasado, por


considerarlo menos avanzado y por eso “inferior” (contrasta en esto con el Renacimiento
que tenía hacia la Antigüedad clásica una actitud favorable).

El propósito central de la filosofía de Descartes es ofrecer una fundamentación del


conocimiento científico (de la física matemática, principalmente); ésta, entiende este
filósofo, debe reposar sobre un Fundamento último y definitivo que proporcione
estabilidad y seguridad, que lo afiance definitivamente.

La ciencia es el conocimiento principal –superior a cualquier otra forma de experiencia


o acceso al mundo- porque, por un lado, dispone de un método, y porque, por otro lado,
tiene una entraña matemática. El método según Descartes es único –solo hay uno- y por
lo tanto solo puede haber una única ciencia: un único orden deductivo en el que se
encadenan sistemáticamente verdades ciertas, verdades evidentes (la raíz de esa única
Ciencia es la metafísica, el tronco la física, y las ramas la mecánica, la medicina y la
moral). Tanto en el tronco de la Ciencia única como en sus ramas el conocimiento alcanza
hasta donde se puede aplicar la matemática, lo que implica un triunfo de lo cuantitativo y
un desprecio de lo cualitativo (esta primacía del conocimiento matemático no excluye
que se le conceda alguna importancia a la observación experimental cuando se tienen que
verificar las hipótesis científicas).

Volvamos ahora con la noción, clave en este autor, de método. El método de la ciencia
requiere una doble caracterización: una “externa” y otra “interna” (la primera es más
superficial y la segunda más profunda, aunque ambas se complementan). Considerado
externamente el método del conocimiento es un conjunto de reglas que cuando se aplican
correctamente, cuando se siguen a rajatabla, permiten obtener un conocimiento cierto
(verificado, comprobado, exacto); las reglas del método son cuatro: evidencia; análisis;
síntesis; enumeración (Descartes extrajo estas reglas de observar cómo se procede en la
geometría). Por otro lado considerado internamente el método es el modo fijo y constante
de proceder de la razón o el entendimiento, de la facultad superior de la mente humana
(el método por lo tanto está “impreso” en la mente humana, tan arraigado en ella que es
inseparable de ella, inherente a sus operaciones).

Descartes afirma que respecto a la mente humana lo primariamente conocido no es tal


o cual cosa externa: lo primordialmente conocido para la mente es la mente misma (hay
aquí por lo tanto una primacía de la “reflexión” –de la introspección). Cuando la mente
humana vuelve sobre sí misma descubre precisamente que las reglas del método son las
reglas mismas de la razón, el modo fijo y permanente en el que funciona la mente humana
cuando realiza sus operaciones propias. ¿Y cuáles son las principales operaciones de la
mente (la razón, el entendimiento)? Descartes afirma: intuir y deducir. La “intuición” es
la captación directa e inmediata (instantánea, de una sola vez) de algo (así “intuyo un
triángulo como un polígono de tres lados” o “intuyo que 3+4=7”, etc.); la intuición de lo
evidente –lo que es claro y es distinto- remite a los primeros dos pasos o reglas del
método: la evidencia y el análisis. La “deducción” significa encadenar según un orden
preciso e inamovible unas intuiciones con otras, unas verdades con otras; esta operación
remite a los pasos tercero y cuarto del método: a las reglas de la síntesis y de la
enumeración.

Vayamos ahora con la propuesta filosófica de Descartes orientada, como hemos dicho,
a localizar para el conocimiento –metódico y matemático- un Fundamento último, sólido
y definitivo; sobre ese fundamento debe erigirse y apoyarse el edificio entero de la ciencia
(a la parte del conocimiento dedicada a esta tarea la denominó Descartes “metafísica”,
considerada –según la metáfora del árbol de la ciencia- la raíz de la que brota el
conocimiento, la raíz de la que recibe su alimento).

En el principal libro donde Descartes expuso su fundamentación de la ciencia, titulado


Meditaciones metafísicas, todo comienza con la puesta en marcha de una duda
sistemática: debe dudarse de todo, pero no con el propósito de permanecer en la duda,
sino con la meta de encontrar una primera verdad cierta e indudable a partir de la cual se
puedan ir encadenando otras verdades hasta completar el sistema básico del
conocimiento.

Descartes lleva a cabo la operación de la duda buscando motivos para dudar en las
facultades de la mente que intervienen en la obtención del conocimiento, así pues pone
en duda que los sentidos y la razón (o entendimiento) conduzcan al conocimiento cierto
y seguro. Pero aunque puede dudarse de las facultades de la mente cognoscente –
sospechando que no son idóneas para proveernos de un conocimiento fiable y certero- de
lo que no puede legítimamente dudarse es que la propia mente existe (como una sustancia
que tiene una esencia). Por lo tanto la primera verdad indudable –no la última, tampoco
la principal, aunque sí la localizada en primer lugar- es la que afirma la existencia del yo:
“pienso, luego existo”. Y si la existencia del yo –captada en la autoconciencia, en la
reflexión del yo sobre sí mismo- es indudable ¿cuál es la esencia de ese ente que soy yo
mismo? Su esencia es “pensar”: tener actos mentales tan variados como sentir, imaginar,
apetecer o querer, entender, etc. (a cada uno de los contenidos del pensamiento los llama
Descartes “idea”). Lo establecido en definitiva como primera verdad cierta es pues la
“substancia pensante” (las res cogitans).

Con la primera verdad indudable –el “ego cogito” o la “res cogitans”- Descartes ha
encontrado además el criterio de certeza: es una verdad evidente todo aquello que es
captado intuitivamente siendo “claro y distinto”. Pero esto no significa que el yo –o la
mente humana- sea el fundamento último del conocimiento. El ser humano es finito, es
decir: está marcado por la imperfección: comete errores, quiere lo que no le conviene,
confunde sus fantasías con realidades, etc. Y el Fundamento del conocimiento verdadero
tiene que estar en un ser perfecto, infinito, etc. La cuestión es: ¿puede, desde el yo, desde
el pensamiento y sus ideas, probarse o demostrarse la existencia cierta de un ser infinito,
perfecto, que, a la vez, fundamente (asegure, afiance) el conocimiento físico y el
conocimiento matemático? Según Descartes sí puede hacerse. Por ello en su libro
Meditaciones metafísicas presentó una serie de pruebas de la existencia de “Dios”: una
substancia omnipotente, omnisciente, una causa creadora del universo, etc. Un elemento
clave en las pruebas aportadas por Descartes se encuentra en la tesis de que Dios es una
“idea innata”, una representación o un concepto depositado en la mente humana de un
modo “congénito” (en general Descartes distingue tres clases de ideas: adventicias –ideas
de los sentidos-, facticias –ideas de la imaginación- e innatas –ideas del entendimiento,
por ejemplo las ideas matemáticas o las ideas metafísicas como la idea de substancia o la
idea de Dios, etc.-).

En su metafísica Descartes diferencia tres substancias (tres clases de realidades):

-El mundo: la realidad física, la naturaleza; la denomina “substancia extensa” (res


extensa) porque su propiedad esencial o fundamental es la “extensión” (el espacio
cuantitativo tridimensional). La realidad material es un sistema de causas y efectos de
carácter “mecánico” (y estrictamente “determinista” –todo está previsto, todo es
previsible de antemano, por eso el mundo está sometido a leyes causales
matemáticamente formulables).

-El Alma: es la realidad mental o inmaterial; su esencia es el “pensar”: tener ideas


(representaciones de las cosas, etc.).

-Dios: es la substancia infinita. Es el fundamento último de la realidad en tanto las dos


substancias finitas –mundo y alma- dependen de Dios en su esencia y en su existencia;
además Dios es el garante del conocimiento de la realidad: asegura que el mundo es tal
y como lo explica la ciencia: asegura la adecuación entre las ideas (internas) de la mente
y la realidad externa (afianza la armonía en lo mental y lo físico); las leyes causales de la
física son por lo tanto las leyes que rigen el propio mundo natural.

Por último puede destacarse que Descartes propuso dos dualismos: un dualismo que
concierne al mundo y otro dualismo que concierne al hombre. El mundo está divido en
dos: hay por un lado una realidad aparente –la realidad sensible (accidental, efímera,
volátil)- y la realidad verdadera (la realidad material sometida a relaciones causales que
se pueden plasmar en leyes cuantitativas recogidas por la ciencia). Y también el ser
humano está dividido en dos: el ser humano está compuesto por dos sustancias, se trata
de una mente inmaterial (alma, conciencia) “acoplada” a un cuerpo material (mecánico);
esta concepción dualista del hombre da lugar a numerosos problemas: si las dos sustancias
que lo componen no tienen nada en común, son realmente distintas en todo, ¿cómo es que
la mente y el cuerpo “interactúan”? ¿no exige la idea de “interacción” entre lo corporal y
lo mental su “unidad” (en vez de su “dualidad”)? Descartes se planteó el problema, pero
no encontró para él una solución satisfactoria.

Spinoza

La propuesta filosófica de Spinoza comparte con los otros ejemplos de filosofía


racionalista al menos cuatro tesis:
-La primacía de la razón (en el doble sentido ya destacado: como facultad superior
del hombre y como orden, armonía, proporción, coherencia e inteligibilidad, etc.).

-La prioridad del conocimiento matemático (enlazado con una física mecanicista en
la que las leyes explicativas del movimiento de los cuerpos materiales son leyes causales
traducibles al lenguaje cuantitativo de la matemática).

-El conocimiento como un orden deductivo (los conocimientos –las verdades- tienen
que estar encadenados unos a otros: las verdades deducidas unas de otras –solo así se
logra un conocimiento demostrado, demostrativo, y por ello sólido y firme; este es el
motivo por el que su principal libro –titulado Ética- fue redactado “more geometrico”, es
decir, imitando en su composición los tratados de geometría –siendo la geometría por lo
tanto el modelo de conocimiento deductivo).

-El fundamento último, el principio primero, es “Dios”: es la substancia primordial,


originaria, principal. Sin embargo, y esto es importante destacarlo, el concepto de “Dios”
que planteó este autor se opone al proporcionado tradicionalmente por el cristianismo.

Las principales influencias que convergen en Spinoza son: elementos de la tradición


judía (por ejemplo la obra de Gaon Saadía), el neoplatonismo renacentista (Nicolás de
Cusa, Giordano Bruno), la filosofía de Descartes (Spinoza recoge aspectos del
cartesianismo aunque siempre modificándolos enormemente –por ejemplo: Descartes
defendía que hay tres substancias, Spinoza recoge la idea de substancia pero subraya que
solo hay una substancia, etc.).

Spinoza comienza la exposición de su sistema filosófico ofreciendo una definición de


“Dios” (o sea, de la “esencia” de Dios) y afirmando su necesaria existencia (Dios existe
siendo “causa de sí mismo” –causa sui, en latín-, pues no hay ninguna causa anterior o
superior a la de la substancia absoluta). Una substancia se define en su esencia por sus
atributos (es decir, por sus propiedades esenciales). Siendo Dios una substancia infinita
los atributos de Dios son también infinitos, a pesar de eso –explicable por el inmenso
poder de la substancia divina- nosotros solo conocemos dos atributos de los innumerables
que la definen: el “pensamiento” y la “extensión” (y conocemos esos dos atributos porque
nosotros –y nuestro mundo- somos un “cruce” de ambos).

La filosofía de Spinoza es “teocéntrica”, pero lo es de un modo muy distinto al


teocentrismo occidental modelado y modulado predominantemente desde el
Cristianismo. En primer lugar –y esto es insólito, una novedad intelectual de enorme
relevancia- Spinoza rechaza la idea misma de “creación”: todo, nos dice este autor,
procede de “Dios” pero esto no implica que sea una arbitraria “creación” suya (por otro
lado el creacionismo teológico implica o supone una radical diferencia entre Dios y sus
criaturas –pero esto es algo que Spinoza considera erróneo: lo que procede de Dios es de
algún modo una parte o un aspecto suyo –y no algo “ajeno” o “externo”). Por otra parte,
completando esta tesis, Spinoza sostiene que Dios no es otra cosa que la propia
“Naturaleza”: la teología de este autor es pues “naturalista” –y así rechaza el
“espiritualismo” de las religiones al considerarlo una fuente de engaños supersticiosos
que explotan las debilidades humanas: inducen temor y luego lo compensan ofreciendo
esperanza, por ejemplo prometiendo una ilusoria vida ultraterrena, etc.

La teoría del conocimiento de Spinoza sostiene lo siguiente: el “pensamiento”, en un


acepción general, es uno de los infinitos atributos de la única substancia (Dios, o sea: la
Naturaleza). Y el entendimiento humano –la facultad destinada a conocer la realidad en
su verdad propia- es un modo de ese atributo de la substancia divina (o natural, pues lo
divino y lo natural son lo mismo). Spinoza conecta expresamente el conocimiento de la
verdad con la felicidad; es decir, es el conocimiento lo que conduce al logro de la meta
principal de la vida humana: conseguir la perfección en el desarrollo del conjunto de sus
facultades, capacidades o potencialidades: por este motivo el principal libro de Spinoza
se llama “Ética”, porque es la explicación racional del mundo –entendiendo a fondo lo
que pasa o sucede en él- la que en definitiva proporciona la felicidad (la verdad está pues
conectada con la virtud, con el bien).

El entendimiento humano conoce el mundo externo a través de sus ideas (esta teoría
del conocimiento es pues “representacionista”: el cognoscente representa el mundo en las
ideas de su entendimiento). ¿Cuándo es verdadero el conocimiento alcanzado por el
entendimiento humano? Cuando consigue obtener, según un complejo proceso, ideas
verdaderas (intuidas con claridad y distinción) que sean a la vez ideas adecuadas (es decir:
que notifiquen ellas mismas –siendo “index sui”- que son ideas de la esencia de lo
conocido).

Por otra parte en el conocimiento verdadero de la idea adecuada sucede lo siguiente:


el orden y conexión de las ideas (en el entendimiento, en el cognoscente) expresa y refleja
el orden y conexión de las propias cosas conocidas (ambos planos discurren, pues, según
un pleno y perfecto paralelismo, en una completa armonía –un orden racional). El
conocimiento de la física articulado según patrones matemáticos –aritméticos y
geométricos- es un perfecto ejemplo de conocimiento según ideas que son a la vez
verdaderas y adecuadas.

Vayamos ahora, en primer lugar, con las consideraciones morales de Spinoza, y


después con su teoría política.

En su teoría moral –referida a las costumbres de la vida social, esa vida en la que los
seres humanos interactúan y se vinculan en el seno de instituciones- Spinoza rechaza la
absolutización de la libertad humana (la voluntad de los seres humanos no es
todopoderosa, es limitada). La libertad de los seres humanos, por lo tanto, es una parte o
un aspecto del orden del mundo (y no una excepción, algo ajeno a ese orden). La conducta
de los hombres y las mujeres, por ello, está siempre motivada, causada; en base a esto
destaca Spinoza la enorme relevancia de las pasiones, loa afectos, los sentimientos, las
emociones. El ser humano está marcado en su raíz por su deseo (conatus), él es la guía de
sus acciones, de sus conductas. El deseo primario es la autoconservación y el deseo último
–y por eso el deseo superior- es el anhelo de perfección, el anhelo de una vida plena y
dichosa, el desarrollo de lo propio de cada uno, el logro, en definitiva, de la felicidad. Una
clave en este complicado y arduo proceso de consecución de una vida feliz se encuentra
en la sustitución de las pasiones tristes (el odio, el temor, el orgullo, la soberbia, etc.) por
las pasiones alegres (la empatía, el amor, etc.). Otra clave de la felicidad se localiza, como
ya se ha señalado, en la obtención del conocimiento verdadero: la felicidad es, por esto,
inseparable de entender en qué consiste y cómo se concreta el orden del mundo (así la
sabiduría es parte central de la felicidad, de la plenitud vital –el sabio además es inmune
a las ilusiones de la religión que promete una falsa felicidad ubicada fuera de este mundo,
en un mundo fantasmal y etéreo).

La teoría política de Spinoza se apoya en su filosofía “naturalista”: el orden político


es, así, un aspecto o un nivel peculiar de la propia organización (racional) de la Naturaleza
(“Dios”). Su tesis central es la siguiente: los ciudadanos, agrupados en sociedad, acuerdan
o pactan –como si firmaran juntos un contrato- delegar o ceder su poder propio a un
Estado ordenado jurídicamente (a un “Estado de Derecho”). Lo peculiar de su propuesta
es la firmeza con la que rechaza el absolutismo político propio de la monarquía –se oponía
por lo tanto a la forma de gobierno más extendida en el siglo XVII. Ilegítimamente un
Rey pretende disfrutar de la máxima autoridad, ejercer un poder absoluto otorgado a su
estirpe por la gracia de Dios. Pero el único poder legítimo, el único poder soberano, en
último término, es el poder del pueblo (una parte del poder de la Naturaleza misma). El
gobierno del Estado según las leyes del derecho obtiene pues su legitimidad y su autoridad
de la sociedad, de la ciudadanía reunida por un pacto social (y cuando el gobernante se
convierte en un tirano o un déspota el pueblo tiene todo el derecho a revocarlo, a
despojarlo de un poder que no ha sido obtenido ni ejercido de un modo legítimo).

Leibniz

La filosofía de Spinoza estaba guiada por la primacía y la prioridad de la “necesidad”


(en el mundo ordenado en razón de la única Substancia rige un orden necesario, una ley
implacable). En cambio en la filosofía de Leibniz la “posibilidad” es prioritaria y más
básica que la “necesidad” (así, por ejemplo, nuestro mundo no es sino uno de los mundos
posibles).

La filosofía de Leibniz, como lo fueron las filosofías de los siglos XVII y XVIII (hasta
Hume), es teocéntrica. “Dios” es el fundamento último del mundo, del conocimiento, de
la moral, etc. ¿Cuál es, en este autor, el papel de Dios (la substancia infinita, perfecta,
etc.), en el surgimiento del mundo? Dios eligió racionalmente entre todos los mundos
posibles uno de ellos; ¿cuál? El mejor, el menos imperfecto (Voltaire dedicó una novela,
titulada Cándido, a rebatir esta tesis leibniciana). Pero queda en pie lo subrayado: la
posibilidad precede a la necesidad (punto este en el que discrepan Spinoza y Leibniz). El
mundo creado por Dios desde la nada es, pues, imperfecto, es, así, una mezcla de
necesidad y contingencia (de orden y desorden, regularidad y azar; en él hay además de
causas mecánicas también causas finales, y, por ello, un margen de libertad).

Cuando aborda la cuestión del conocimiento Leibniz comienza distinguiendo dos


clases de verdades: verdades de hecho y verdades de razón. Las verdades de hecho se
obtienen después de la experiencia (a posteriori), son contingentes y particulares y se
basan en el principio de “razón suficiente” (según el cual todo sucede según una causa
que aunque se ignore inicialmente puede llegar a ser esclarecida). Las verdades de razón
son verdades a priori: están en el cognoscente de un modo innato (con anterioridad a la
experiencia), son universales y necesarias, y se apoyan en tres principios lógicos:
identidad, no contradicción, tercero excluido. El único conocimiento pleno, perfecto,
completo y enteramente verificado es el conocimiento de Dios (una substancia
omnisciente –que conoce el sistema de la verdad). El conocimiento humano, en cambio,
es un conocimiento limitado, finito, un conocimiento que avanza convirtiendo
paulatinamente en verdades de razón –ciertas y seguras- las iniciales verdades de hecho
(precarias y vacilantes). Es así como, de un modo lento y nunca terminado, el
conocimiento humano se va acercando todo lo que puede al conocimiento divino. ¿Cuáles
son los principales apoyos a la hora de que se concrete ese acercamiento y aproximación?
La matemática y la lógica –dos ciencias formales, ciertas y exactas, deductivas y
demostrativas- desempeñan un papel clave en el avance del conocimiento. Este es el
motivo principal por el que en el siglo XVII se dedicó un enorme esfuerzo intelectual en
el desarrollo de nuevas ramas de estas dos ciencias (geometría analítica, cálculo
infinitesimal, lógica combinatoria, etc.).

La metafísica leibniciana, su teoría general sobre la realidad, es una “monadología”.


¿Qué significa esto? La realidad entera está constituida por una multiplicidad de unidades
(mónadas) ordenadas según relaciones de muchos tipos (una relación básica es la relación
causa-efecto, pero caben otros modos de relación). Lo que radicalmente define cada
mónada es su “fuerza”, su impulso interior, su actividad propia. En su entraña última, por
lo tanto, los entes del mundo son dinámicos: encierran un dinamismo interno, distinto
según la clase de ente que se sea en cada caso. Por este razón la parte principal de la física,
sostiene Leibniz, no es la “mecánica” –como afirmaba Descartes- sino la “dinámica” –
punto en el que coincide con Newton.

Hay mónadas simples –sin partes, o sea: indivisibles- y mónadas compuestas (y por lo
tanto divisibles, analizables). En general los entes o fenómenos –un ser humano, un árbol-
son agregados de mónadas: cada cosa es una precisa y específica combinación de
unidades; estamos aquí, por lo tanto, ante mónadas compuestas: un todo divisible en
partes (hasta llegar a mónadas simples).

El mundo es el universo de las mónadas. Un universo jerarquizado: piramidal. En la


cúspide está la Mónada Suprema: Dios. El resto de las mónadas se organizan según una
gradación descendente; el criterio de su ubicación en esta escala de los seres es su mayor
o menor potencia de acción o fuerza activa, es decir: su menor o mayor capacidad de
percibir y apetecer. Un ser humano es una mónada dotada de razón que consta de
percepción, apetición y apercepción (conciencia de sí misma), y su felicidad consiste en
su perfeccionamiento (es decir, en el incremento de su potencia de acción).

Considerado en su conjunto el Universo de las mónadas constituye un Orden –con su


margen propio de contingencia y azar- regido y gobernado por una “armonía
preestablecida”; ésta indica que el orden de las relaciones entre las mónadas que
componen el universo es a la vez espontáneo y planificado –siendo Dios, en último
término, el principio explicativo de ese orden armonioso y regular.

Tema 3. El empirismo: Hobbes, Locke, Berkeley, Hume

Características del empirismo

El empirismo es una corriente filosófica que se desarrolló en Inglaterra en los siglos XVII
y XVIII. El empirismo se define a través de dos tesis principales:

1. El conocimiento se origina en la experiencia sensible (es decir: lo primordial estás


en las sensaciones o en los sentimientos en tanto ambos surgen del contacto
directo e inmediato entre las cosas del mundo y los órganos sensoriales de los
seres humanos).
2. La experiencia sensible no es solo el origen del conocimiento y el origen de la
moral sino que es aquello a partir de lo cual se organizan y se legitiman ambos
(en la medida en que tanto los juicios sobre los hechos como los juicios morales
se anclan, respectivamente, en las sensaciones o en los sentimientos).

Estas dos tesis convergentes conducen a que la tradición empirista rechace tanto la
filosofía medieval (el platonismo de San Agustín o el aristotelismo de Santo Tomás) como
el Racionalismo del siglo XVII (Descartes, Spinoza, Leibniz).

Del Racionalismo rechazan, por ejemplo, tanto la primacía del conocimiento matemático
como la consideración de que el auténtico conocimiento surge de ideas innatas, etc.

Por lo tanto el empirismo se erige sobre el principio siguiente: la base del conocimiento
está en la observación (en los datos sensoriales) y la base de la moral está en la pasión (en
las emociones, los sentimientos, los afectos). Todo aquello que no encuentre su refrendo
o su apoyo en la experiencia sensible de los seres humanos tiene que ser rechazado y
descartado por “abstracto” (por “metafísico”, por ser una “especulación trazada en el
aire”, etc.). Desde el empirismo, en definitiva, se desplegó una crítica de la escolástica
medieval y del racionalismo en la que se discrepa de sus conceptos sobre el Mundo, Dios
y el Hombre (y también de la substancia, la esencia y la existencia, la identidad, la
causalidad, etc.).

Hay, de todos modos, un punto en común entre el Racionalismo y el Empirismo: a pesar


de sus discrepancias ambas corrientes filosóficas modernas comparten la tesis de que debe
comenzarse siempre –con el fin de fundamentar el conocimiento y la moral- desde la
conciencia humana y sus “contenidos” (sus “representaciones”). Solo así podrá
localizarse la base sobre la que reposa el conocimiento, la moral y la política.

Los autores empiristas más destacados –herederos en cierta medida del Nominalismo del
final de la Edad Media y de la posición del renacentista Francis Bacon- fueron Hobbes,
Locke, Berkeley y Hume (siendo este último el empirista más consecuente, el que llevó
más lejos los principios de esta tradición filosófica).

1. Hobbes

De este autor se estudiará en primer lugar su teoría del conocimiento y a continuación su


teoría política.

1.1. Teoría del conocimiento

Hobbes desarrolló una teoría del conocimiento a la vez empirista y materialista (bajo la
influencia por un lado de Bacon y por otro de Galileo).

Admite Hobbes una tesis general de la ciencia moderna: la ciencia se sostiene sobre el
“razonamiento deductivo” (sobre la fijación de conexiones deductivas), y el principal
razonamiento de este tipo es la denominada “inferencia causal” (en la que se busca
conocer un efecto remontándose a su causa). La ciencia, por lo tanto, es el conocimiento
de relaciones causales (la causa no es por lo tanto una propiedad de una cosa sino una
relación entre al menos dos fenómenos o dos hechos). Una relación causal, una vez
reconocida, explica el movimiento de la materia (de la realidad física) en la medida en
que establece que un fenómeno es causa de otro fenómeno (su efecto). En la ciencia física
la relación causal es una ley que estipula para cada movimiento o cambio qué es la causa
y qué es el efecto, y esta ley es una ley que puede ser cuantificada, expresada
matemáticamente sea a través de la aritmética o de la geometría (el que las leyes causales
de la física sean matematizables es lo que hace que esta ciencia sea considerada la ciencia
por excelencia, el conocimiento más relevante). ¿Dónde aparece en esta consideración el
“empirismo”? Hobbes subraya que las causas y los efectos solo se conocen por la
observación de los hechos, es decir: a través y a partir de la experiencia sensible. Solo
después de la detenida y repetida observación de los hechos en un segundo momento se
aplica el conocimiento matemático en el que se cuantifica la causa y el efecto (es así como
Hobbes conjuga una tesis empirista con el paradigma matemático del conocimiento físico
propio del siglo XVII).

Gracias al conocimiento empírico proporcionado por las ciencias la mente humana (su
razón o su entendimiento) consigue predecir los sucesos del mundo (¿qué es una
predicción? Sobre todo es anticipar el futuro desde la experiencia del pasado). Y la
predicción de los sucesos naturales, realizada a partir del cálculo matemático, permite por
su parte el control de esos sucesos, es decir: permite el control mismo de la naturaleza
(concebida pues como un “sistema determinista”, como una máquina regular, ordenada
de un modo previsible, organizada según tramas precisas de relaciones causales
constantes y permanentes).

Por último destacaremos de la teoría empirista del conocimiento propuesta por Hobbes
dos tesis que aparecerán también en los demás autores de esta misma corriente filosófica:
a) hay un rechazo expreso de la afirmación racionalista de que la mente humana posee
una serie de ideas innatas; b) el lenguaje del conocimiento consiste en una combinación
de signos según las reglas de la gramática y de la lógica.

1.2. Teoría política

La filosofía política es, en el contexto de la era moderna del mundo, un intento de


entender en qué consiste la relación entre la sociedad civil (asociación compuesta por
individuos, por ciudadanos) y el Estado (el poder del gobierno de los asuntos públicos,
de los temas comunes).

En su filosofía política aplicó Hobbes un modelo a la vez geométrico y físico


(mecánico). Partiendo de las analogías que proporciona este modelo su teoría política
comienza realizando un estudio empírico de la “naturaleza humana”; en él se concluye
lo siguiente: los individuos humanos se definen por unos impulsos (instintos,
pasiones) egoístas que guían inexorablemente la voluntad humana. Una porción de
esos impulsos tienen un carácter hedonista: conducen a perseguir el placer y evitar el
dolor (así el bien y el mal se definen en base a esos dos impulsos –uno de atracción
hacia el placer y el bien y otro de repulsión hacia el mal y el dolor). Pero el impulso
central de la naturaleza humana induce en él un desmedido afán de poseer y de
acaparar todo lo que se pone a su alcance; la teoría política de Hobbes, por lo tanto,
tiene su punto de partida en definir a los seres humanos desde un radical
“individualismo posesivo” (el individuo humano, según este retrato, es propiamente
insaciable y por eso está perpetuamente insatisfecho, su movimiento apetitivo nunca
cesa, nunca encuentra reposo y sosiego). Esta situación inicial y originaria de los seres
humanos da pie a lo que se llama aquí “estado de naturaleza” (un estado presocial,
prepolítico, prejurídico); este estado o situación “natural” (primitiva, ancestral) es en
el fondo un “estado de guerra”: todos luchan contra todos, sin ley, sin orden, o sin
otra “ley” y otro “orden” que la mera prevalencia –inestable, precaria- del más fuerte
(del más cruel y despiadado, del que satisface sin miramiento alguno sus apetitos
posesivos). Desde luego, apunta Hobbes, este estado de guerra constante es penoso,
insoportable, extenuante, convierte la vida en un auténtico tormento, en un infierno;
así pues el propio “estado de naturaleza” –propio de las hordas bárbaras- impulsa o
anima a salir de él de algún modo: impele a buscar una escapatoria. ¿Y cuál es la
salida más racional a ese estado lamentable? Que los individuos egoístas se asocien
en una “sociedad civil” en la que firman un Contrato (establecen un pacto, subscriben
un acuerdo) según el cual todos y cada uno ceden y delegan su respectivo poder en
una instancia superior: el Estado (vertebrado por el Derecho, por el imperio de la Ley
y el Orden que ésta fija y define). A partir de este instante -en el que los individuos
pactan ser todos por igual obedientes súbditos de un único soberano- el Estado se
erige en la sede única del auténtico y legítimo poder político. El poder del Estado, por
su parte y según los términos del contrato firmado, está orientado hacia un fin
principal: evitar por todos los medios que vuelva el temible y terrible “estado de
naturaleza” (un estado que está, en razón del egoísmo inextinguible de los impulsos
humanos, siempre latente, siempre amenazando en la sombra).
El Estado es así el depositario y el administrado de un poder total –por ejemplo
monopolizando la coacción y el castigo a los individuos que desobedezcan la ley y
transgredan el orden establecido por ella. Y ese poder completo será legítimo siempre
y cuando persiga el fin sobre el que se articula el pacto social o contrato ciudadano:
proteger la paz social y asegurar la vida y las propiedades de los súbditos.

Hobbes afirma, completando lo expuesto hasta aquí, que en tanto que el poder solo
reside en el Estado el pacto social una vez subscrito y aceptado es irreversible e
irrevocable. Por otro lado Hobbes insiste en que el poder del Estado es indivisible: la
soberanía no se puede parcelar o trocear sin perder su fuerza y eficacia (un poder del
Estado dividido caería a medio plazo en la descoordinación y donde debería reinar el
orden empezaría a imperar el caos). Por ello Hobbes apunta así la idoneidad de un
único mandatario, apostando entonces por una Monarquía (en ella el soberano no
puede estar sometido a la Ley del Derecho pues él es la instancia que promulga la ley
y se responsabiliza de su cumplimiento por todos los individuos). Por otra parte –pues
solo así el poder del Estado es un poder completo y total- el poder político debe incluir
en su seno el poder religioso, coincidiendo con ello el Estado y la Iglesia (no puede
haber pues por un lado un Rey y por otro un Papa: tienen que coincidir en un solo
mandatario).

Estas son las principales coordenadas del absolutismo político propuesto por Hobbes
(una teoría política empirista que se sostiene sobre el iusnaturalismo –la hipótesis de
una ley natural- y la idea de un contrato social como origen de la soberanía, etc.); su
teoría política está en el fondo vinculada con las monarquías absolutistas que
preponderaron en los siglos XVII y XVIII.

2. Locke

Estudiaremos de este autor por un lado su teoría empirista del conocimiento y después su
teoría política (en la que tiene su origen el liberalismo europeo).

2.1 Teoría del conocimiento

La tesis central es la común a todo el empirismo: el fundamento último del conocimiento


está en la experiencia sensorial, en los datos de los sentidos (¿por qué? porque según esta
corriente filosófica lo sensorial es lo único que se capta propiamente de un modo directo
e inmediato, es decir: de un modo cierto, seguro y, a la postre, indudable, infalible,
incorregible). Por lo tanto Locke sostiene que la experiencia sensorial –en la que se
aprehenden hechos particulares del mundo, sucesos empíricos- es el origen del
conocimiento, la principal fuente de su validez (o el criterio de su certeza) y, también, eso
que marca su límite.

Lo primero y lo primordial es pues la sensación. Sobre ella reposa y se apoya todo lo


demás, por ejemplo la reflexión (la captación introspectiva de la propia mente –sus
estados y sus operaciones) y la abstracción (en la que surgen los conceptos o las ideas
generales). Por lo tanto Locke afirma que todo en el conocimiento depende en último
término de la presencia –o de la ausencia- de las sensaciones (aunque Locke, siguiendo
aquí a Descartes, destaca la certeza y la evidencia de la reflexión pues en la aprehensión
de la conciencia por ella misma apenas hay lugar para el error o la confusión; por lo tanto
la experiencia sensible externa aún siendo la fuente, el criterio y el límite del
conocimiento a veces da pie al error y el engaño, en cambio la experiencia interna es
segura y cierta).

También formula Locke una crítica de la tesis racionalista de que la mente está provista
siempre de una serie de ideas innatas (por ejemplo las ideas matemáticas o la idea de
Dios, tal y como defendía Descartes). Compara así la mente humana a un papel en blanco
en el que poco a poco, en el curso mismo de la experiencia, se van imprimiendo las
sensaciones (a partir de las cuales, posteriormente, surgen ideas generales, la ideas
abstractas del entendimiento –gracias a la memoria, la imaginación y el lenguaje). ¿Qué
es una “sensación”? Una sensación, cada sensación, es el efecto en la mente –y en los
órganos sensoriales del cuerpo- del objeto externo, de las cosas materiales (dotadas de
propiedades –sean cualidades primarias, es decir, cuantificables, o cualidades
secundarias, propiedades que no se pueden matematizar).

Locke propone una clasificación de las ideas (de las representaciones de la mente humana
–de los “contenidos de conciencia”, eso que la mente capta primariamente dentro de sí
misma). Por una parte, y de un modo básico, hay ideas simples e ideas compuestas (o
complejas). Las ideas simples –esas que no se pueden descomponer en partes más
pequeñas- son ideas de sensación (la captación de un color, un sonido, un sabor o un olor)
o ideas de reflexión (ideas propias de la experiencia interna, de la introspección en la que
un yo capta sus propios estados, sus procesos, sus operaciones). Las ideas complejas o
compuestas son una combinación de ideas simples realizada por la mente siguiendo unas
pautas determinadas (así la idea de una manzana es compleja –está compuesta de ideas
simples como la redondez, el color amarillo, el sabor ácido o dulce, etc.).

Desde luego Locke sostiene que aunque parta siempre y necesariamente de lo particular,
de lo que se ofrece a los datos de los sentidos, de las sensaciones, el conocimiento es un
conocimiento de lo general (un veterinario sabe algo de los perros o de los gatos “en
general” –y no solo de este o aquel gato o perro particular con el que ha tenido un contacto
directo e inmediato). ¿Y qué es lo que explica –según esta teoría empirista del
conocimiento- el paso de la experiencia sensorial de lo particular al conocimiento de lo
general? Una complicada y delicada operación de la mente denominada “abstracción”;
¿en qué consiste, dicho con brevedad, “abstraer”? En separar, aislar y retener unas pocas
propiedades –las comunes y las más estables- operando así, en base a las cosas y los
sucesos concretos y particulares, una simplificación y una generalización. Gracias a la
abstracción de la mente –en base a las ideas simples de sensación- se alcanzan unas ideas
generales o unos conceptos abstractos (además de la memoria y la imaginación en el
proceso abstractivo desempeña un papel central el lenguaje, las palabras o los signos
lingüísticos, especialmente lo que llamamos “nombres comunes”, pues es en ellos donde
se encarnan las ideas abstractas de la mente). La abstracción, en definitiva, como paso de
lo particular a lo general, es lo que permite, por ejemplo, que el conocimiento realice
clasificaciones de las realidades concretas que se brindan en la experiencia ordinaria
(surgiendo así las taxonomías de la botánica o de la zoología en las que se ordenan las
plantas y los animales en un cuadro general de especies y de géneros).

La posición de Locke –como la del conjunto de los autores del empirismo- es en el fondo
“nominalista” (heredando así algunas de las tesis que a finales de la Edad Media propuso
Guillermo de Ockham). Y un punto central del nominalismo se encuentra en el frontal
rechazo del esencialismo de la tradición platónica y aristotélica que se asentó en la Edad
Media a través de San Agustín y Santo Tomás. La tesis empirista es siempre esta: aunque
el conocimiento sea siempre conocimiento de lo general este conocimiento reposa una y
otra vez –si no quiere perderse en etéreas especulaciones sin fundamento- sobre lo único
que propia y realmente existe: las realidades particulares que aprehendemos directa e
inmediatamente a través de la experiencia sensorial (a partir de las ideas simples de
sensación). Y esto último excluye que el mundo esté atravesado y sostenido por una única
y rígida trama de esencias universales y necesarias. El empirismo es así una versión
moderna –tamizada por las ciencias que se sostienen sobre la observación de los hechos
mundanos- del nominalismo.

Partiendo pues de sus afirmaciones empiristas emprende Locke una crítica –muy
moderada en su caso- de la metafísica tradicional (de las filosofías medievales que se
habían forjado combinando el cristianismo con la herencia griega del platonismo y el
aristotelismo). La tradición de la metafísica –en la que los empiristas incluían a sus
directos competidores: los racionalistas de la Europa continental- pretendía aportar
conocimientos esenciales sobre el Mundo (cosmología racional), Dios (teología racional)
y el Hombre (psicología racional), considerando además que el Mundo, Dios y el Alma
(la esencia del hombre) son tres substancia suprasensibles e inteligibles. Pero el
empirismo, como venimos diciendo, afirma tajantemente que todo el conocimiento
“racional” tiene que reposar en última instancia sobre la experiencia sensorial, y por eso
los autores de esta corriente –con mayor o menor vehemencia, según los casos- rechazan
este pretendido conocimiento de las esencias suprasensibles de las substancias: lo
consideran algo ilusorio, carente de base real, de sustento sensorial (lo abstracto del
conocimiento solo es legítimo cuando puede ser remitido a lo particular que se alcanza
en las ideas simples de sensación).

Locke no excluye, al contrario lo defiende expresamente, que haya un riguroso


conocimiento demostrativo que enlace y articule conceptos abstractos (ideas generales)
según relaciones lógicas (relaciones deductivas) o relaciones matemáticas (en la
aritmética y la geometría). Pero este conocimiento demostrativo o deductivo tiene que
reposar en última instancia en el conocimiento intuitivo: el conocimiento directo e
inmediato propio de la experiencia sensible de las cosas o sucesos particulares. La
metafísica tradicional –denostada por el empirismo- surgió cuando se creyó erróneamente
que el conocimiento demostrativo o las definiciones conceptuales “van por libre”, vuelan
por el cielo sin ataduras terrenas, surcan un reino suprasensible o inteligible sin atarse a
la base empírica del conocimiento (y es así cuando surgen tesis tan fantasiosas como
carentes de cualquier prueba en los hechos particulares sobre la esencia, la substancia,
Dios, el Alma y su inmortalidad, etc.). Un ejemplo: Locke afirma que la “esencia real” de
las “substancias” (es decir, lo general de las realidades particulares) depende enteramente
de la “esencia nominal”: es decir, lo único que puede ser legítimamente alcanzado por el
entendimiento humano es un conocimiento general y abstracto (de raíz lingüística en tanto
que fragua gracias a los nombres comunes) cuya base y sustento está en lo único que
propiamente existe: las cosas y sucesos particulares sensorialmente aprehendidos. Es
decir: la “definición esencial” postulada por la tradición metafísica no es otra cosa que
una “definición nominal” (según palabras y conceptos) respaldada por los datos de los
sentidos (por la observación de hechos concretos, por sucesos particulares).

Partiendo de coordenadas empiristas Locke lleva a cabo una crítica de la explicación


tradicional de la “identidad personal” (de eso que nos define a cada uno de nosotros). Se
suele afirmar que la identidad de cada uno reposa y se entiende a partir de un “yo
substancial” (lo que Descartes llamaba “res cogitans”, por ejemplo): la substancialidad
del yo –de lo que cada uno es- se basaría en que hay siempre un soporte fijo y permanente
ubicado más allá de sus características concretas y peculiares. Pero ¿hay pruebas
empíricas de que cada yo es una substancia previa y más profunda que los rasgos que
podemos observar que pertenecen a cada persona? Locke afirma que no hay prueba de
algo así, por eso rechaza que la identidad personal implique que el yo sea una substancia
(un soporte insondable y profundo de las cualidades comprobables en la experiencia
cotidiana). ¿En qué consiste por lo tanto, concebida sin ilusiones metafísicas, la identidad
personal (eso que nos define a cada uno)? La identidad personal tiene dos vertientes –y
surge por lo tanto de la convergencia de ellas-: un lado formal (una vacía autoconciencia
o conciencia de sí mismo) y un lado material (la memoria del pasado, el recuerdo de unas
concretísimas vicisitudes y peripecias, las propias de cada biografía).

2.2 El liberalismo político

La principal aportación de Locke a la filosofía política de la modernidad se concentra en


el desarrollo de una tesis liberal; esta tesis surgió a partir de una crítica del absolutismo
político que había defendido Hobbes.

La teorías política de Locke es a la vez contractualista y “iusnaturalista” (postula una “ley


natural” –una ley originaria y primordial situada en la base de las “leyes positivas” del
Derecho sobre las que se vertebran la sociedad y el Estado). Partiendo de un “estado de
naturaleza” (presocial, prepolítico, prejurídico) inestable e inseguro surge la necesidad de
abandonarlo o dejarlo atrás con el propósito de evitar los atropellos recíprocos y las
guerras; así los individuos –vinculados, reunidos o asociados en la sociedad civil-
acuerdan (pactan sellando un contrato) ceder al Estado su poder, renunciando a ejercerlo
directamente. En ese contrato en el que los individuos consienten obedecer a un poder
superior –convirtiéndose en súbditos de poder estatal- se estipula el fin del Estado: su
objetivo principal está en asegurar la propiedad privada y preservar la libertad individual
(libertad que incluye la libertad de conciencia y por ello también la tolerancia religiosa).
El Estado así se convierte en un árbitro neutral respecto a las transacciones y las
interacciones entre los individuos en el seno de la sociedad civil.

¿Qué distingue el liberalismo de Locke del absolutismo de Hobbes? Principalmente la


tesis de que el poder del Estado respecto a la sociedad civil y los individuos es un poder
limitado (en vez de ser un poder ilimitado, absoluto). La limitación liberal del poder
estatal se concreta al menos en las dos siguiente cláusulas del contrato social –ausentes
en la propuesta de Hobbes-: a) la cesión de los individuos de su propio poder es
provisional, nunca es definitiva, por ello la sociedad civil puede revocar a un mal gobierno
y sustituirlo por otro mejor, menos lesivo o dañino para el interés general; b) el gobernante
está bajo la misma ley que él promulga, así cuando pretende situarse por encima de la ley
se vuelve un tirano que debe ser derrocado por haber incumplido el pacto social.

Respecto al poder del Estado aboga Locke por su división o su separación (y en esto
también rechaza la posición hobbesiana). Así Locke distingue entre el poder legislativo
(residente en una Asamblea de representantes, un Parlamento encargado de promulgar
leyes sobre los asuntos comunes), el poder ejecutivo (encomendado a la tarea de aplicar
las leyes, obligando así, coactivamente si fuese necesario, a que se cumplan por parte de
todos y cada uno de los súbditos) y el poder federativo (orientado a definir y concretar las
relaciones de un Estado con otros Estados).

Por otra parte Locke defiende la estricta separación entre la Iglesia y el Estado: una y otra
institución deberían actuar en paralelo, sin interferirse mutuamente. La Iglesia, entonces,
tiene que renunciar al poder terrenal (absteniéndose, por ejemplo, de la aplicación de un
castigo a los que se muestran infieles a su credo). También abogó por la tolerancia entre
distintas religiones, aunque en el sentido restringido de tolerancia entre las distintas
religiones cristianas (por ejemplo el protestantismo y el catolicismo); el motivo de esta
restricción se encuentra en el punto siguiente: según Locke el cristianismo es la
“verdadera religión” (la genuina “religión racional” o “religión natural” –la religión que
tiene que aceptar todo hombre pues se adecúa a su naturaleza, etc.).

3. Berkeley

El empirismo de este peculiar obispo inglés puede ser definido a partir de su contraste
con el empirismo de Hobbes: Berkeley rechaza la tesis materialista según la cual el origen
de los datos de los sentidos está precisamente en la realidad física, en el mundo exterior
(entendido como un mundo anterior e independiente de la mente humana –una mente que
se limita a recibir como efectos los estímulos que proceden de fuera de ella, unos
estímulos causales que en la mente se convierten en sensaciones, en representaciones
sensoriales). El empirismo de Berkeley es por lo tanto “inmaterialista” pues niega o
rechaza la existencia de la materia, de la realidad física externa, del mundo; en cambio,
como veremos a continuación, lo único que existe es la mente y sus contenidos. Estamos
pues aquí ante un extravagante “empirismo espiritualista”.
Se suele creer y afirmar que la experiencia sensorial más simple y básica es la experiencia
común y corriente de los “cuerpos” (una mesa, un árbol, un caballo). Pero pregunta
Berkeley: ¿qué es un “cuerpo”? Empiristas anteriores como Hobbes o Locke decían al
respecto: un “cuerpo” es una “realidad material”, externa a la mente humana e
independiente de ella; un cuerpo, así, es algo que puede ser conocido científicamente en
base siempre a la experiencia sensorial. Pero esta afirmación es rechazada por Berkeley:
nada es propiamente hablando ni externo a la mente ni independiente de la mente (la
mente y sus contenidos conscientes: las ideas). ¿Qué es entonces, desde la posición de
Berkeley, un “cuerpo”? Única o exclusivamente un conjunto de percepciones, un
agregado, suma o yuxtaposición de sensaciones. Todo lo que suele denominarse “real”
(las llamadas “cosas materiales” o la “realidad física”) no es sino un conjunto estable de
sensaciones en la mente de los hombres. No hay pues algo previo a esas sensaciones o
independiente de ellas. Por eso concluye Berkeley: “esse est percipi”, o sea: “ser” (existir
y tener una cierta consistencia o unas características) es “ser percibido” (estar
sensorialmente captado por una mente o una conciencia). Por lo tanto lo propia y
auténticamente real no es una presunta “realidad material” (previa, autosuficiente,
independiente sino la mente y sus ideas): lo que hay primordialmente y con entera certeza
y evidencia es el yo consciente y sus contenidos de conciencia (sus representaciones
mentales, internas, interiores).

Ahora bien: las ideas de la mente humana no las ha generado la propia mente; tampoco
son ideas innatas. Cada vez que una mente experimenta y capta una sensación es
consciente de que esa sensación es “recibida”. Pero si es falso que las ideas simples de
sensación –la base última del conocimiento- provienen directamente del mundo externo
(y esta era la tesis defendida por Hobbes y Locke) ¿de dónde provienen las ideas de la
mente? No procediendo del hombre (del interior de su mente o conciencia), tampoco del
mundo, entonces, sostiene Berkeley, solo puede provenir de un ser superior: Dios. Así
pues su Mente infinita “emite” las ideas que capta la mente humana (finita). Esa emisión
por parte de Dios de las ideas se efectúa de un modo coherente, ordenado, organizado, y
por eso el conocimiento se articula según leyes, leyes que expresan y definen el orden de
las ideas que es captado pasivamente por la mente humana.

Berkeley rechazó del empirismo de Locke dos tesis:

a) Berkeley niega que haya “ideas abstractas” (o sea, conceptos generales). El


nominalismo de este autor es pues más radical que el de Locke: solo hay ideas
particulares, ideas concretas (a cada una de las cuales le corresponde un nombre);
por lo tanto el conocimiento de lo general es solo un conocimiento conseguido a
través de los signos lingüísticos (pero sin que en la mente humana residan, después
del proceso de la abstracción, lo que Locke llamaba “ideas generales”).
b) Berkeley niega también la distinción, mantenida por Locke, entre cualidades
primarias (las propiedades cuantitativas –figura, extensión, duración, etc.) y las
cualidades secundarias (cualidades que se resisten a ser matematizadas –como los
sabores, el color, los olores, etc.). Según Berkeley solo hay propiamente
cualidades secundarias (pero entonces: ¿cómo explica que se haya desarrollado la
ciencia física, es decir, el conocimiento matemático de la realidad material?).

Muchos críticos de Berkeley ya le advirtieron en su propia época de lo extravagante de


su posición empirista. ¿En qué punto, por ejemplo, puede detectarse una enorme
incongruencia en esta posición? Berkeley reduce las cualidades de las cosas a ser meras
o puras ideas en la mente humana, ahora bien ¿el color verde de una hoja es idéntico a la
sensación de verde recibida por la mente? Este autor respondería afirmativamente, pero
no hay razones serias que avalen una tesis de este tipo.

4. Hume

David Hume desarrolló la posición empirista de un modo a la vez radical y consecuente,


y por ello puede ser considerado el punto culminante de esta tradición filosófica.

En su obra formuló con contundencia un completo escepticismo sobre las tres Ideas
metafísicas de la tradición: Mundo, Dios y Alma (la esencia del hombre). Según Hume la
mente humana no tiene ninguna noticia fidedigna y merecedora de algún crédito sobre
estas tres presuntas substancias suprasensibles; por lo tanto el referente de esas Ideas
carece tanto de existencia como de una esencia comprobable. Así pues Hume llevó a cabo
–antes que Kant o que Nietzsche- una radical crítica, empirista en su caso, de la metafísica
tradicional.

En Hume encontramos, desde luego, la tesis principal de toda forma de empirismo: el


conocimiento se apoya en la experiencia sensorial (de ella obtiene su validez y en ella
tiene su límite). La mente humana capta dos tipos de “contenidos”: a) las impresiones (los
datos de los sentidos, la presencia directa e inmediata, viva y fresca, de las cosas); b) las
ideas (Hume llama “idea” a todo tipo de representación mediata, todo tipo de captación
de algo que no sea directo e inmediato –así tanto la memoria como la imaginación y el
entendimiento captan “ideas” en vez de impresiones; las ideas del entendimiento son los
conceptos, los cuales son signos de las cosas exteriores o de los procesos interiores).

La tesis central del empirismo de Hume dice así: toda idea (todo conocimiento mediato e
indirecto) será legítima únicamente si proviene de alguna impresión o si puede ser
remitida a una impresión (el conocimiento mediato tiene que apoyarse en el conocimiento
inmediato). Por lo tanto si una idea (por ejemplo el concepto que se refiere a “Dios” como
ente supremo, etc.) no procede de ni remite a una impresión o un conjunto de impresiones
debe ser declarada ilegítima y por ello errónea y falsa.

El conocimiento es concebido por Hume como la asociación de ideas en base a las


impresiones de las que las ideas proceden. Esta asociación o conexión entre las ideas se
realiza siguiendo tres principios o pautas: la semejanza (gracias a las cual las cosas
particulares se agrupan en clases); la contigüidad en el espacio y en el tiempo (siendo el
espacio el orden de lo simultáneo y el tiempo el orden de lo sucesivo); la causalidad (en
virtud de la cual algo aparece como causa o como efecto).
Por otro lado –y de un modo congruente con el núcleo del empirismo- el conocimiento
demostrativo (en el que se combinan o asocian ideas) depende por entero del
conocimiento intuitivo, de la captación de impresiones sensoriales. Este último es el pilar
fundamental del conocimiento, su clave de bóveda: solo el conocimiento intuitivo –el
conocimiento por impresiones de los sentidos- es cierto, seguro, fiable.

Distingue Hume dos grandes clases de conocimiento:

a) El conocimiento de las “cuestiones de hecho” (es el conocimiento propio de las


ciencias empíricas, por ejemplo la física, la química, la zoología o la botánica, la
historia, etc.).
b) El conocimiento de las “relaciones entre ideas” (se trata del conocimiento de las
ciencias demostrativas, ciencias puras en las que lo conocido no son hechos reales
del mundo; son ciencias de esta clase la lógica –ciencia deductiva del
razonamiento- y la matemática –ciencia deductiva sea de las relaciones entre
números, como la aritmética, o de las relaciones espaciales entre figuras, como la
geometría).

Tal y como se apuntó anteriormente Hume realizó una crítica profunda y completa de la
metafísica tradicional a partir de la tesis empirista según la cual toda idea abstracta
(representación conceptual) no respaldada por una impresión o una serie de impresiones
será considerada en adelante errónea, falsa, fuente de confusión y oscuridad. Hume
reprocha a la tradición que ha intentado una y otra vez pronunciarse con rotundidad
(dogmáticamente) sobre temas y cuestiones respecto a los cuales no hay en modo alguno
evidencias concluyentes (por ejemplo la existencia de Dios como causa creadora del
mundo, la existencia de un alma inmortal, la tesis de que el mundo es independiente de
toda forma de captación o experiencia, etc.). En adelante –y gracias a la racionalidad y la
sensatez propiciada por el empirismo- esas ideas dogmáticas serán sustituidas por un sano
escepticismo respecto a todo aquello sobre lo que por más que nos intrigue poco o nada
podemos averiguar con un mínimo de rigor y solvencia. Así pues Hume realizó una crítica
de la idea tradicional de “substancia” (y con ella de las nociones de Mundo, Dios y Alma
concebidas como las tres principales realidades substanciales) y una crítica de la idea
tradicional de “causalidad”. Vayamos pues ahora con algunos aspectos de la crítica
humeana a la metafísica tradicional.

La “identidad personal” ha sido explicada acudiendo a la idea de un yo substancial (y con


él a un alma inmaterial como esencia última del ser humano). Gracias a la aplicación al
ser humano del concepto de substancia se concebía la identidad del yo, la identidad de
cada persona, como algo fijo, permanente, constante, inmutable. Pero todo esto es
completamente negado por Hume. ¿Qué es el yo y cuál es su identidad? El yo –eso que
es cada uno de nosotros- es únicamente un haz (una colección) de impresiones, ideas,
sentimientos, etc., una serie de estados o procesos internos que están enlazados entre sí
de un modo ordenado sin tener necesariamente que remitir a una substancia previa, a un
soporte único y fijo sobre el que arraiguen. El “yo” –la identidad que define a cada uno-
se decanta por lo tanto en la experiencia, es, por así decirlo, posterior a ella. Por otro lado
Hume resalta la importancia que en la forja de la identidad personal tiene la memoria: yo
soy yo porque recuerdo mi pasado, es decir: todas aquellas experiencias o vivencias que
he tenido, por las que he atravesado y en las que he llegado a ser quien soy (y si olvidara
todo eso perdería al final mi identidad).

Como parte de su crítica empirista de la metafísica tradicional Hume rechaza la validez


de cualquiera de las pruebas que se han ensayado para probar la existencia de un único
Dios que sea la causa creadora del mundo. Hume sostiene que no hay ningún modo
razonable de llegar a la conclusión de que existe una substancia eterna e infinita que ha
creado todo desde la nada. Esta tesis –propugnada por la religión y por varias tradiciones
filosóficas empapadas de los dogma de la fe- es un supuesto dogmático indemostrable
empíricamente, y por ello debe ser abandonada.

Hume realizó, a su vez, una importante reformulación del principio de causalidad. Hasta
entonces se afirmaba que el conocimiento causal de la ciencia (o de la teología cuando se
pensaba que era posible probar que hay una única causa creadora) es un conocimiento
necesario y universal (en base a esta afirmación se convertía al conocimiento causal en
un conocimiento puramente demostrativo, enteramente deductivo). Pero esta concepción
de la causalidad, dice Hume, es exagerada y errónea. El conocimiento causal es un
conocimiento de “cuestiones de hecho”; es cierto que en el conocimiento causal opera
una inferencia o un razonamiento pero no es menos cierto, y aquí está la clave del tema,
que la explicación causal de los hechos se apoya exclusivamente en la observación
repetida de los sucesos del mundo. ¿Y qué es lo que repetidamente se observa cuando se
pretende fijar una conexión causal? Se observa que de un modo regular y constante a un
fenómeno determinado (“a”) le sucede en el tiempo una y otra vez otro fenómeno
determinado (“b”). Esto implica algo de crucial importancia –algo que rebate la idea
tradicional sobre la causalidad-: el conocimiento causal en el que se infiere y establece
que “a” es una causa y “b” es su efecto es un conocimiento al que debe otorgársele un
grado de probabilidad en base a la cantidad mayor o menor de observaciones realizadas;
así pues cuando el conocimiento da con una ley causal tiene que especificar, mediante un
cálculo de probabilidades, cuál es la frecuencia de que ocurra tras un suceso concreto otro
suceso concreto. En definitiva: la inferencia causal, el enlace entre una causa y un efecto,
se realiza en base a la experiencia sensorial y nunca puede ir más allá de ésta; el
conocimiento causal de las leyes de la naturaleza es un conocimiento inductivo que se
desenvuelve según grados de probabilidad, así pues la predicción de sucesos futuros tiene
siempre un alcance limitado pues nada garantiza de un modo definitivo y seguro que el
futuro será idéntico al pasado. Las relaciones causales no son pues necesarias y
universales: son conexiones constantes más o menos probables.

La teoría ética, la filosofía moral, de Hume es a la vez emotivista y utilitarista; es


emotivista porque afirma que los juicios morales referidos a las conductas de los seres
humanos desplegadas en las instituciones de la vida social se apoyan en última instancia
en emociones, en sentimientos (unas impresiones distintas de las percepciones pero tan
básicas como ellas); es utilitarista porque lo primario se localiza en la utilidad social de
las normas, los deberes y los derechos, etc.
Hume escribió dos libros dedicados a realizar una crítica de la religión. Por un lado señala
la falta de evidencia de las distintas pruebas que se han presentado tradicionalmente con
el propósito de probar la existencia de un Dios creador. Por otro lado expuso con detalle
una explicación del origen de las religiones; Hume sostiene que las religiones han surgido
a partir del sentimiento de temor ante los infortunios (el dolor, la enfermedad, la muerte,
etc.) aprovechado en beneficio propio por unos personajes (los profetas o los sacerdotes)
que de un modo oportunista sitúan delante de las gentes temerosas la zanahoria de la
esperanza (una esperanza ilusoria, engañosa, supersticiosa). Por otra parte advierte Hume
que el monoteísmo –postulando un único Dios verdadero- fácilmente conduce a la
intolerancia y a la violencia (sea promoviendo guerras de religión o la persecución de los
“herejes”, etc.); en cambio el politeísmo es en general más tolerante con la diversidad de
creencias.

Tema 4. La filosofía transcendental de Kant

Índice

-Introducción

1. La Crítica de la razón pura

2. La Filosofía práctica: la moral y la historia

Introducción

Kant pertenece al amplio movimiento llamado Ilustración: uno de los principales núcleos
del proyecto moderno que se fue definiendo y aquilatando en el siglo XVIII. Este
movimiento se define por su absoluta fe en la Razón: gracias a ella, a su poder, el hombre
puede lograr su emancipación, su madurez (reconociéndose y asumiéndose como el
Sujeto, es decir, como el fundamento del mundo). ¿Cómo se logra la emancipación o
liberación del Hombre? Por un lado gracias a la conjunción de la ciencia y de la técnica
se alcanza un domino de la naturaleza externa (de la realidad física concebida como una
trama causal de carácter determinista). Por otro lado tanto la Moral como el Derecho
(vertebrador del Estado) permiten dominar la naturaleza interna de los seres humanos (sus
pasiones, impulsos, instintos). Ahora bien tanto la Ciencia como la Moral solo podrán
conseguir esta meta cuando se definen y desarrollan desde la Razón. De este modo el
campo de la razón se divide en dos: la razón teórica del Sujeto humano (de la que procede
la ciencia) y su razón práctica (de la que provienen la moral y el derecho).

A su vez la liberación del hombre (su emancipación, su mayoría de edad), es decir: la


meta de la Ilustración, implica que la razón del Sujeto humano se imponga y se
sobreponga a lo irracional, por ejemplo al dogmatismo religioso (un cúmulo de engañosas
supersticiones) o al absolutismo político (en el que la monarquía, la aristocracia y el clero
impiden el ascenso social y político de la burguesía).

Los hitos de la Ilustración son dos procesos históricos revolucionarios: la revolución


industrial (en la que la ciencia se aplica a la técnica y en la que surge el sistema productivo
capitalista) y revoluciones políticas como la revolución francesa y la norteamericana (en
ellas ser pretenden realizar los ideales de la libertad, la igualdad y la fraternidad).

Desde una óptica filosófica Kant significa el paso del Teocentrismo al Antropocentrismo.
El Hombre es el verdadero y único “rey de la creación”. Es pues el “Sujeto”, término
procedente del latino “subiectum”: lo que sub-yace, es decir: el Fundamento, el origen y
el fin de todo (en la Historia de Occidente se han definido tres grandes figuras del
Fundamento: en el periodo Grecolatino se localizó el fundamento en el Mundo –un
cosmos ordenado, por ejemplo el de las Ideas platónicas, las Esencias aristotélicas, o el
Lógos estoico-; en el periodo que abarca la Edad Media y la primera Modernidad, en los
siglos XV-XVIII, reinó Dios –causa creadora, etc.; en la Modernidad plena, desde la
segunda mitad del siglo XVIII hasta hoy, el fundamento es el Hombre, el Sujeto de la
razón).

Volviendo a Kant: él es el primer pensador solvente y sólido en el que el


Antropocentrismo moderno fue expuesto y argumentado de un modo sistemático. La
primera obra de Kant en la que se puede localizar una posición filosófica novedosa es la
Crítica de la razón pura (1784). Con anterioridad a esta fecha en su primera etapa fue un
racionalista, seguidor de la escuela alemana de Wolff. El racionalismo definía a la
“metafísica” como el conocimiento cierto y demostrado referido a tres substancias
suprasensibles: Mundo, Alma, Dios. Sin embargo una serie de problemas internos a la
posición racionalista –algunos de los cuales están relacionados con la física y la
matemática- y el estudio del empirismo inglés le llevó a la convicción de que la metafísica
del racionalismo escondía profundos errores que tienen que ser enmendados. Esta
desconfianza hacia el racionalismo le llevó a emprender una radical y completa “crítica
de la razón”; la palabra “crítica” no tiene aquí un sentido negativo: no se trata de “negar
la razón” (¡cómo podría hacer algo así un ilustrado si la Ilustración es precisamente la fe
en la Razón!), ¿entonces? Se trata de fijar de una vez por todas el alcance y el límite de
la razón a la hora de encontrar en el Sujeto humano –la única sede de la razón- el
fundamento de todas las cosas. Por ejemplo pregunta Kant: ¿es posible en serio para la
razón humana probar realmente, con una demostración cierta y segura, la existencia de
Dios (como ente supremo, causa creadora del mundo, etc.)? (es lógico, por cierto, que
cuando se trata de apuntalar un Antropocentrismo el problema de la existencia de Dios se
vuelva acuciante pues si Dios existe y eso se pudiera demostrar entonces quedaría en
entredicho la tesis de la primacía del Hombre, etc.).

Las tres principales obras del Kant maduro fueron las siguientes:

a) Crítica de la razón pura (1781): en ella se plantean a la vez, pues están


entrelazadas, la pregunta de si la Metafísica es o no es una “ciencia” (un
conocimiento probado o demostrado racionalmente) y se ensaya una
fundamentación filosófica –a partir de la facultades del Sujeto humano- del
conocimiento físico-matemático (de la ciencia newtoniana para ser más precisos).
b) Crítica de la razón práctica (1788): en ella desarrolla Kant una ética formal
fundamentada en la libertad de la voluntad del Sujeto humano la cual evalúa las
normas de la conducta a partir del “imperativo categórico” (la ley moral como ley
del deber).
c) Crítica del Juicio (1790): en la que se expone una teoría filosófica del arte
centrada en los conceptos de lo bello y lo sublime (es decir, por un lado en el
neoclasicismo y por otro en el romanticismo).

En general Kant acometió una profunda y decisiva redefinición de la filosofía. Esta


definición va más allá de las dos corrientes hasta entonces predominantes en el mundo
moderno: el racionalismo y el empirismo (aunque no se trata tampoco de que Kant
simplemente las rechace a ambas: en el fondo las incorpora en su propuesta a partir de
una síntesis muy original). ¿Cómo llamó Kant a su propia filosofía? Filosofía
transcendental o Idealismo transcendental. Lo auténticamente novedoso de su propuesta
ya lo hemos subrayado: la fuerza y el rigor con el que sostuvo que el hombre es el Sujeto
de la razón, el fundamento del mundo. A partir de aquí recogió del racionalismo la
importancia de los elementos a priori (lo previo a la experiencia) y del empirismo la
relevancia final de la experiencia sensible.

Un detalle más: Kant insiste en que la razón del Sujeto humano es “autónoma”. ¿Qué
significa esto? Que se proporciona a sí misma las leyes a las que por otro lado tiene que
atenerse. Y esto ocurre así tanto en el terreno teórico –el campo de la ciencia, del
conocimiento- como en el terreno práctico –el campo de la moral, el derecho, la política.
¿De dónde extrae, en definitiva, la Ley (la ley del orden, sea el orden de la ciencia o de la
moral) el Sujeto humano? No la extrae ni del Mundo ni de Dios: la extrae sólo de sí
mismo, del interior de sus facultades, de su esencia o naturaleza racional. Reconociéndose
y asumiéndose como Sujeto autónomo el hombre moderno –el que vive en un mundo
moderno (con su ciencia, su moral, etc.)- se emancipa, se libera, alcanza su “mayoría de
edad”, es decir: entra en la Ilustración como era de la razón, la era de la Luz que es capaz
de disipar las sombras de la superstición, etc. (es así como los distintos procesos históricos
que han configurado el mundo moderno –la revolución industrial y la revolución política,
etc.- resultan a la vez explicados y legitimados).

1. La Crítica de la razón pura

El empirismo de Hume –una propuesta de carácter, en el fondo, “escéptico”- había


llegado a fijar dos tesis: a) el conocimiento científico es solo un conocimiento probable,
nunca entera y absolutamente verdadero; b) cuando, traspasando los límites de la
experiencia sensible, el ser humano cree alcanzar “conocimientos metafísicos” (por
ejemplo sobre la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, etc.) incurre en profundos
errores que conducen al dogmatismo y al fanatismo.

Kant no desprecia estas tesis de Hume –entiende que hay algo valioso en ellas- pero
tampoco las acepta sin más (la razón tiene que evitar el dogmatismo pero también, dice
Kant, el escepticismo pues este implica una desconfianza en el poder de la Razón y una
merma de la fe en ella que define a la Ilustración y con ella a la modernidad misma). Por
un lado Kant rechaza que la física matemática –la ciencia promovida por Galileo,
Descartes, Leibniz y Newton- sea exclusivamente un conocimiento empírico: en la
ciencia hay sin duda elementos o aspectos sensibles pero también hay otros componentes
“a priori” que tienen que ser explicitados por la filosofía transcendental. Por otro lado el
que los seres humanos intenten una y otra vez buscar una respuesta para las profundas
preguntas de la metafísica (¿existe un Dios creador? ¿es el alma inmortal? ¿el mundo
físico tiene un origen y tendrá un final?, etc.) indica algo positivo que debe ser aclarado
racionalmente: tal vez, afirma Kant, Dios, Alma y Mundo no existan como “fenómenos”,
como “objetos reales y empíricos”, pero aún así de alguna manera desempeñan un papel
favorable y estimulante en la búsqueda del conocimiento racional.

Todo esto constituye el tema del libro de 1781, la Crítica de la razón pura: ¿puede la
razón pura del sujeto humano alcanzar algún conocimiento “metafísico” que sea fiable y
justificable y que sacie las profundas incertidumbres que conmueven la vida de los
hombres? ¿es posible para la metafísico convertirse en una “ciencia” con una validez
semejante a la física y la matemática?

Kant acude en su obra al término “transcendental” y llega a hablar de un “conocimiento


transcendental” (no se confunda aquí sin embargo esta palabra con eso a lo que alude el
término “trascendente”). ¿Qué es lo transcendental en Kant? Es todo aquello que podemos
probar que es independiente de la experiencia sensible; así pues lo transcendental es lo “a
priori”: lo que está siempre ya ahí, “antes” de todo aquello que sea “a posteriori” (siendo
lo a posteriori la experiencia sensible, aquella fuente del conocimiento en la que el sujeto,
pasivamente, receptivamente, recibe de fuera una multiplicidad de sensaciones). Kant
sostiene que en el conocimiento científico –por ejemplo el de la física newtoniana- hay
una parte empírica –la experiencia sensible de los objetos particulares- y otra parte “a
priori” (lo a priori del conocimiento es distinto de lo que el racionalismo llamó “ideas
innatas” porque, según Kant, es una “forma”, es decir: lo a priori está vacío de contenido).

Pero la tesis radical de Kant es la siguiente: lo transcendental o lo a priori del


conocimiento verdadero de los objetos empíricos (los fenómenos) está exclusivamente en
el Sujeto humano, en sus distintas facultades: sensibilidad, entendimiento, imaginación y
razón (lo a priori de la sensibilidad son las formas del espacio y el tiempo, lo a priori del
entendimiento son las categorías, lo a priori de la imaginación son los esquemas y lo a
priori de la razón pura son las Ideas).

Así pues defiende Kant que el Sujeto humano posee de antemano una serie de elementos
formales que aporta a priori al conocimiento de los objetos, unos elementos o formas
puras (vacías de contenido) que están invariablemente en todos los hombres. Esta
afirmación es el núcleo de lo que se denomina “idealismo transcendental” (expresión que
dice lo mismo que la expresión “revolución copernicana”). El conocimiento de los objetos
físicos depende del Sujeto humano en tanto en sus facultades está lo a priori, lo formal,
lo transcendental (por eso al Sujeto humano lo llamó “Sujeto transcendental” –
refiriéndose así a aquello idéntico y esencial en todos los hombres más allá de sus
particularidades individuales). ¿Por qué esta afirmación es “revolucionaria” (no menos
que las revoluciones industrial y política)? Porque desde este momento –y contradiciendo
aquí a toda la tradición medieval y a autores modernos como Descartes, Leibniz, Locke,
Berkeley, etc.- ya no será necesario acudir a “Dios” para garantizar la validez objetiva del
conocimiento del mundo material, el mundo externo, exterior a la mente humana. El
sujeto humano, insiste Kant, se basta y se sobra a sí mismo para fundamentar, desde sí
mismo y por sí mismo, la validez necesaria y universal del conocimiento científico (un
conocimiento formado por “juicios”, por enunciados o proposiciones). El giro radical
hacia el antropocentrismo y el antropomorfismo –una auténtica novedad en la historia
capaz de marcar toda una época (la época de la modernidad madura, de la Ilustración)-,
un giro que se inició tímidamente en el Renacimiento y en el que se renuncia a la poderosa
tradición Teocéntrica, encuentra en Kant, por lo tanto, su primera expresión acabada,
rigurosa y completa (según Kant el Sujeto humano es el fundamento tanto del
conocimiento como de la moral, el derecho, la política y el arte).

Hemos subrayado que Kant intenta averiguar si la metafísica (un presunto o pretendido
conocimiento racional y por lo tanto cierto y verdadero referido a realidades
suprasensibles) es o no es una “ciencia”. Ahora bien, para responder cabalmente a esta
pregunta tiene que saberse con rigor y claridad qué es una ciencia, cómo está formada,
cómo convalida o verifica sus aserciones, etc.; sólo después de averiguar esto podrá
sopesarse si en efecto la metafísica cumple o no los requisitos fundamentales para merecer
ese noble calificativo (algo así como un “sello de calidad”). Pues bien: una ciencia es un
conocimiento que se apoya o sostiene sobre “juicios”, sobre proposiciones o enunciados;
son ellos los que pueden ser o verdaderos o falso según las pruebas o demostraciones que
se consiga aporta. Por este motivo Kant desarrolló una exhaustiva clasificación de los
juicios; en ella distinguió entre juicios analíticos, juicios sintéticos a posteriori y juicios
sintéticos a priori. Veamos esto con más detalle.

En general un juicio es la unión o la conexión –a través del verbo “ser”- de un sujeto y un


predicado (esto sucede, por ejemplo, cuando atribuimos a algo una propiedad –“la nieve
es blanca”, “el oro es amarillo”). Según cómo se realice esa unión habrá por un lado
juicios “analíticos” y por otro juicios “sintéticos”.

En los juicios analíticos el predicado que se le asigna al sujeto está siempre extraído –a
partir de una “descomposión”, de una “separación”- del propio sujeto. Por este motivo
son juicios que poseen una validez necesaria y universal a pesar de que no ofrecen
estrictamente hablando ninguna información realmente nueva: no extienden o no amplían
el conocimiento (se mueve pues solo en el plano de los conceptos y su papel se limita a
aclarar qué es lo que contiene un concepto de un objeto). Por ejemplo: “los solteros no
están casados”, “los perros son caninos”, etc.

En los juicios sintéticos el predicado (un predicado tiene como su referente una propiedad
de algo) se una al sujeto aportando elementos que no salen sin más del sujeto (un
predicado tiene como su referente algo a lo que se le asignan o atribuyen propiedades).
Los juicios sintéticos proporcionan por lo tanto algo novedoso, algo que no se puede saber
por el mero paso de un concepto a otro concepto, realizan en definitiva una ampliación o
una extensión del conocimiento del mundo de los objetos o de los fenómenos. Los juicios
sintéticos van, pues, más allá del mero análisis de los conceptos.

Los juicios sintéticos son a posteriori cuando la propiedad atribuida al sujeto (a eso de lo
que se dice que es tal o que es cual) se obtiene directamente de la experiencia sensible,
de los datos de la sensación, de las impresiones sensoriales (por ejemplo: “el cianuro es
amargo”). A pesar de que estos juicios en efecto proporcionan conocimiento nuevo solo
permiten alcanzar conocimientos particulares y contingentes. ¿Qué significa esto? Según
Kant que la ciencia no puede estar integrada entera y exclusivamente por juicios sintéticos
a posteriori (Kant tiene, desde luego, una noción de “ciencia” cercana a la del
racionalismo).

Llegamos así a los juicios que Kant sitúa en la cúspide del conocimiento –en el corazón
de la ciencia empírica-: una extraordinaria y sorprendente clase de juicios en la que el
predicado se une o conecta al sujeto de un modo a priori, es decir, sin pasar por el rodeo
de la experiencia sensible. Estos juicios –que Kant, en principio, solo localiza en la
matemática y en la física- poseen una validez universal y necesaria pues no obteniéndose
el predicado de lo a posteriori, de lo sensible, es obvio que ningún hecho o suceso del
mundo puede desmentirlos o invalidarlos. En la geometría es un juicio así, por ejemplo,
“la suma de los ángulos de un triángulo es de 180º”; en la física es un juicio sintético a
priori, por ejemplo, “toda la materia es extensa” (siendo la extensión la magnitud propia
del espacio tridimensional).

Una vez sentado el importante principio de que las ciencias seguras y rigurosas tienen en
su núcleo juicios sintéticos a priori Kant formula respecto a ellos dos preguntas. En un
primer momento pregunta –asumiendo que hay algo extraño que debe ser aclarado en
unos juicios que son a la vez a priori y sintéticos- ¿cómo son posibles estos juicios?
¿cuáles son las condiciones de posibilidad de los juicios sintéticos a priori? La segunda
pregunta dice así: ¿hay juicios de esta clase en la Metafísica? (si los hubiera entonces la
metafísica sería una “ciencia” y resultaría correcto afirmar que el Sujeto racional humano
es capaz de conocer con rigor, certeza y seguridad lo Suprasensible: todo aquello situado
más allá de los límites de la experiencia sensible, limitada a los fenómenos, a los objetos
empíricos).

¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? Hay juicios sintéticos de este tipo
porque a partir de sus facultades (sensibilidad, imaginación, entendimiento) el Sujeto
aporta una serie de elementos a priori, unos elementos “formales” (sin contenido, sin
“materia”). Por lo tanto los juicios sintéticos a priori tienen por un lado unas condiciones
“estéticas” que conciernen al aspecto “sensible” de estos juicios y por otro lado tienen
unas condiciones “lógicas” vinculadas a su aspecto “conceptual”. ¿Cuáles son las
condiciones “estéticas” que actúan aquí, en estos juicios tan peculiares? La intuiciones
puras del espacio y el tiempo: dos formas a priori arraigadas en esa facultad del sujeto
llamada “sensibilidad” (gracias al espacio y al tiempo son posibles los juicios sintéticos
de la geometría y de la aritmética). ¿Cuáles son las condiciones “lógicas” que operan en
estos juicios a la vez sintéticos y a priori? Las categorías, los conceptos puros: doce
formas a priori ubicadas en la facultad del sujeto denominada “entendimiento” (por
ejemplo el concepto de “causa”, el concepto de “substancia”, etc.); ¿por qué son doce?
Porque hay doce clases de juicios (la tabla de las categorías depende de la ciencia de la
lógica –y a la operación de extraer las categorías de las clases de juicios la llama Kant
“deducción metafísica de la categorías”).

Por este motivo –porque los juicios sintéticos a priori están sometidos a la vez al espacio
y el tiempo y a las doce categorías (es decir, a condiciones estéticas y lógicas)- hay en la
Crítica de la razón pura un capítulo titulado “Estética transcendental” y otro titulado
“Lógica transcendental”: en el primero se expone en qué consisten el espacio y el tiempo
(el espacio y tiempo son continentes vacíos homogéneos, uno tridimensional y definido
según relaciones de simultaneidad y otro unidimensional definido por relaciones de
sucesión) y en el segundo se estudian detalladamente las doce categorías del
entendimiento (por ejemplo se afirma que causa es una categoría de relación gracias a la
cual se fija entre los fenómenos un nexo universal y necesario, etc.).

El conocimiento verdadero, demostrado, riguroso, es decir, el conocimiento físico-


matemático, está articulado a partir de una serie de juicios sintéticos a priori (aunque
incluye también algunos juicios sintéticos a posteriori que son importantes cuando se
realizan pruebas experimentales de las hipótesis científicas). Por lo tanto, y esto es lo que
sostiene Kant, ese conocimiento surge cuando son aplicadas (gracias a los esquemas de
la imaginación) a unos datos sensoriales que aparecen ordenados en el espacio y en el
tiempo las distintas categorías (los conceptos puros). Así pues las formas puras o formas
a priori del Sujeto humano conocen la verdad –por ejemplo las leyes causales que ordenan
la Naturaleza- en la medida en que consiguen organizar una maraña inicialmente caótica
de datos sensibles (unas impresiones sensoriales que son la parte “material” del
conocimiento, el “contenido” que llena las formas vacías). El Sujeto humano, en
definitiva, “construye” los objetos conocidos desde sí mismo y por sí mismo dando
“forma” (orden, ley) a una materia amorfa (un caos sensible). ¿Qué implica esta tesis
“Idealista” sobre el conocimiento de la verdad? Supone afirmar que propiamente solo hay
conocimiento dentro de los rígidos y estrictos límites de la sensibilidad. Es decir: no hay
juicios válidos sobre nada que se sitúe más allá de lo empírico; “sin datos no hay un
conocimiento válido”, por así expresarlo. Por lo tanto –y esta es una importante
conclusión de la Crítica de la razón pura- la Metafísica no es en modo alguno una ciencia,
un conocimiento válido, probado, demostrado, equiparable de algún modo a la
matemática y a la física. Kant desarrolló esta tesis –la metafísica no es una ciencia- en la
tercera parte de la obra que estamos comentando, una parte titulada “Dialéctica
transcendental”.

La “Dialéctica transcendental” es la última parte de la Crítica de la razón pura. A su vez


está dividida en dos:
-Una parte negativa en la que se profundiza en la tesis de que la metafísica nunca podrá
convertirse en una ciencia (un conocimiento válido, cierto, etc.) porque sus “conceptos”
(referidos a lo suprasensible: Mundo, Dios, Alma) son vacíos: nunca se apoyan o reposan
sobre la experiencia sensible (son, pues, conceptos abstractos, etéreos, flotantes).

-Una parte positiva en la que se sostiene que la razón del Sujeto humano produce o
proyecta desde sí misma una serie de Ideas (la Idea de Dios, de Alma, de Mundo) que
aunque no representan objetos reales o fenómenos empíricos sí tienen un papel que jugar
en el terreno del conocimiento verdadero.

Veamos esto con más detalle.

¿Cómo desarrolló Kant la tesis de que la metafísica tradicional no es una ciencia?


Afirmando, en primer lugar, que la “Psicología racional” (es decir, la pretensión de
conocer el Alma como substancia espiritual, inmortal, etc.) incurre en “paralogismos”
(siendo un paralogismo una falacia: un tipo de razonamiento incorrecto). A continuación
destaca Kant que la “Cosmología racional” (la pretensión de conocer absolutamente la
realidad física o la substancia material) siempre incurre, al final, en “antinomias”, es decir,
en un razonamiento que nunca es concluyente (por ejemplo se puede afirmar, sin poder
nunca aportar una prueba concluyente, que el Mundo tiene un origen, una causa creadora,
pero también, por esa falta de prueba, se puede afirmar lo contrario: el Mundo es eterno).
Por último rechaza Kant las distintas “demostraciones” que tradicionalmente se han
ofrecido respecto a la existencia de Dios (un ser supremo, perfecto, infinito, creador de
todo desde la nada, etc.): ninguna de ellas es concluyente en la medida en que, por un
lado, no se apoya en algo empírico –como debe hacer en último término todo
conocimiento científico- y por otra lado esas “demostraciones” comenten fallos en el
proceso de razonamiento que las invalidan definitivamente.

De todos modos, con hemos dicho ya, la “Dialéctica transcendental” no se limita a


declarar la inexistencia como “realidades empíricas” susceptibles de un conocimiento
cierto y seguro de Dios, Alma y Mundo (y a subrayar que por ello la Metafísica no es en
modo alguno una ciencia). Kant concedió, a pesar de todo, a “Dios”, el “Alma” y el
“Mundo” un cierto estatuto positivo. ¿Qué son, una vez descartado que sean algo real que
pueda ser rigurosamente conocido? Dios, Alma y Mundo son “Ideas de la razón”: algo
proyectado necesariamente por el Sujeto humano que estimula y alienta el progreso del
conocimiento empírico. Las Ideas de la razón, por lo tanto, tienen un papel “regulativo”:
orientan la sistematización del conocimiento. Por ejemplo: la Idea de Mundo ayuda a que
las distintas y variadas leyes físicas se vayan integrando poco a poco en un corpus cada
vez más completo y exhaustivo.

2. La filosofía práctica: la moral y la historia

2.1. El formalismo ético

Kant distingue entre las éticas “materiales” (por ejemplos las éticas centradas en la
felicidad, el bien, la utilidad, etc.) y su propuesta: una ética puramente “formal”. ¿Por qué
su propuesta ética es de carácter “formal”? Porque carece de contenidos concretos, por
ejemplo: no busca definir qué sea el bien o qué sea la felicidad, tampoco señalar un fin
que la vida humana tenga que perseguir para lograr su plenitud o su perfección propia.
¿Cómo se desarrolla, entonces, una ética formal, una ética vacía de todo contenido preciso
y determinado? Se despliega estableciendo un procedimiento (un “método”) que permita
evaluar qué normas de conducta (o “máximas”) son aceptables moralmente y cuáles no
pasan esta prueba y son por ello rechazadas. ¿Por qué según Kant una ética moderna,
adecuada a la era moderna del mundo, ya no puede ser nunca más “material” y solo puede
ser “formal” (procedimental, metódica)? Porque solo una ética formal puede ser a la vez
necesaria y universal (válida a sí para todos los hombres por igual, con independencia de
todas sus particularidades, de todas sus diferencias). En cambio las éticas material son, a
su entender, solo contingentes y particulares y por ello no pueden ser aceptables para el
hombre moderno.

¿Cómo se llama el procedimiento de evaluación de normas de conducta estipulado por la


ética formal de Kant? Se denomina “Imperativo categórico”. Este imperativo es un
mandato absoluto, define así una obligación incondicional, es la Ley moral suprema
(actúa, por lo tanto, de un modo semejante a una “Constitución política”: es una Ley de
leyes desde la que se decide qué es legal y qué ilegal, etc.).

Kant expuso en sus obras dedicadas a la filosofía práctica, a la filosofía moral (por
ejemplo la Crítica de la razón práctica), varias formulaciones del imperativo categórico.
Mencionaremos a continuación las tres principales:

-“Obra de tal modo que lo que motive tu voluntad pueda servir siempre como máxima de
leyes universales”.

-“Procede de tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en los demás,
siempre como un fin y nunca como un medio”.

-“Obra de tal manera que la voluntad pueda considerarse a sí misma, mediante su máxima,
como legisladora universal”.

Estas formulaciones en el fondo apuntan a lo mismo: el procedimiento, el método


principal de la ética formal es siempre la “universalización”: una norma de conducta
cualquiera será moral, será éticamente válida, si se puede universalizar; dicho
negativamente: si una máxima no vale a la vez para todos no debe valer para nadie (las
normas de conducta que no puedan ser universalizadas son así excluidas de la moral).

La ética kantiana es una rígida y estricta “ética del deber” (distinta de las antiguas éticas
del bien, de la felicidad, del placer, de la utilidad). Una vez Kant ha subrayado que la
conducta de los seres humanos está siempre guiada por normas añade que se puede actuar
tanto por deber –y esto es lo único que Kant realmente valora y pone en primer término-
como por mera conformidad con la ley moral; así pues Kant diferencia entre la moralidad
de una acción y su simple legalidad. Cuando se obra moralmente, por deber, el sujeto de
la conducta cumple con lo debido solo porque es debido, por puro respeto a la ley moral,
con independencia de las consecuencias que tenga para él, incluso cuando sean negativas
(la ética formal kantiana no es una ética consecuencialista, una ética de la responsabilidad:
es una ética de la intención, una ética de la íntima convicción situada en el interior de la
conciencia moral del individuo). En cambio cuando se actúa “legalmente” la persona
sigue la norma, pero la sigue solo “externamente”, sin la íntima convicción de la
conciencia moral. Si un tendero –el ejemplo es de Kant- no engaña a sus clientes cuando
pesa la fruta que les vende (trucando la báscula, etc.) solo por miedo a que le cierren el
negocio si lo pillan actúa legalmente sin duda, pero su conducta solo sería moral de verdad
si no engaña a sus clientes porque ese, aunque deje de ganar dinero o incluso se termine
arruinando, es su puro y duro deber.

Por último diremos que el fundamento de la ética formal kantiana se encuentra en la tesis
de la radical libertad de la voluntad o, lo que es lo mismo, en la idea de la autonomía del
sujeto moral. El sujeto moral –el hombre como ser racional en el campo de la conducta,
de las costumbres, etc.- es autónomo, despliega su libre voluntad, porque se proporciona
las leyes –las morales, pero también las jurídicas y las políticas- que después él mismo
sigue. Kant, por lo tanto, afirma respecto al sujeto moral, la completa identidad entre la
instancia que legisla o emite la ley y la parte del hombre que la sigue y la obedece: el
sujeto moral es, a la vez, el soberano y el súbdito. En las éticas premodernas, por ejemplo
en las éticas de raíz cristiana, algo era “bueno” en último término porque “Dios así lo
manda” (actuar bien sería así conducir la propia vida “como Dios manda”). Pero Kant,
desde su idealismo moral, rechaza que en Dios esté el fundamento de la moral. Su ética
es, así, la primera ética enteramente antropocéntrica.

2.2. El Progreso de la Historia

Kant afirma decididamente que hay una única Historia Universal cuyo fin –en el sentido
de su meta y de su culminación- es el Mundo Moderno (con su ciencia aplicada a la
técnica en la que la naturaleza es dominada, con su moral y su derecho capaces de dominar
la naturaleza pasional e instintiva del hombre, etc.). Estamos aquí pues ante la típica fe
ilustrada en el Progreso propia de los siglos XVIII y XIX (una fe que en el siglo XX, con
dos Guerras Mundiales y un crack económico en medio ha mermado considerablemente).

El progreso de la historia está orientado y regulado –en su vertiente moral y política- por
una Idea de la razón: la Idea, el proyecto, de un “Estado Cosmopolita” (un Estado Mundial
vertebrado por el Derecho y Constitucionalmente organizado). Esta Idea, pues, es la que
define y marca el fin supremo de la Humanidad entera: el punto en el que “lo real” es
enteramente “racional”, adecuado a las exigencias de la razón del Sujeto humano (siendo
aquí la “razón” la esencia humana, su naturaleza idéntica, fija y permanente).

Para que la fe en el Progreso de la Historia no sea una mera ensoñación o una pura ilusión
hueca y sin base alguna el filósofo tiene que explicitar cuál es el motor de la historia, eso
que la empuja inexorablemente en una línea de Progreso ascendente desde lo peor e
imperfecto hacia lo mejor y perfecto. Kant –siguiendo en parte a Hobbes y en parte a
Locke- afirma que el motor de la Historia es la “insociable sociabilidad” de la especie
humana. La sociabilidad empuja a asociarse y a cooperar, la insociabilidad imple al
predominio total del egoísmo (sea de los individuos o de las Naciones). Por lo tanto son
las guerras y sus penurias lo que poco a poco, a costa de un enorme sufrimiento,
convencen a los hombres de que es mejor pactar, colaborar o concertar que el puro y duro
enfrentamiento; así, y aunque sea paulatinamente, con lentitud, dolorosamente, se va
abriendo camino la idea de que lo mejor es colaborar en beneficio mutuo: es mejor para
los individuos y para las Naciones ser aliados que ser enemigos. Entonces, en un momento
que aún está muy lejos, dice Kant que la Paz, una paz perpetua, sustituirá finalmente a la
guerra. Es así como gracias a la Idea de progreso –en tanto apunta hacia el triunfo final
de la luz de la razón sobre las tinieblas irracionales que oscurecen el mundo- se alienta el
propio progreso de la humanidad.

De todos modos aunque Kant es optimista en el caso del progreso legal (plasmado por
ejemplo en una Constitución política, etc.) en lo que respecta al auténtico y completo
progreso moral. El “mal” (actuar contra la ley del deber) está firmemente arraigado en la
naturaleza humana (el lado oscuro es muy fuerte en ella): lo pasional e instintivo
predispone e inclina constantemente hacia el mal, corrompe en su raíz la libre voluntad
del sujeto humano.

Ante la consternada constatación de que difícilmente, confiando en sus solas fuerzas, el


hombre puede extirpar el mal que vive en él (en la forma de insaciables inclinaciones
egoístas, por ejemplo) Kant, sin abandonar su antropocentrismo, termina apelando a
“Dios” como última esperanza de una definitiva y permanente conversión moral de la
Humanidad. Aquí “Dios” no es ya una entidad real y existente, es un “Dios moral” que,
sin que sepamos cómo ni tampoco cuándo, ayudaría a los hombres a que más acá de la
mera legalidad de la conducta y de la inclinación instintiva al mal obren siempre
moralmente, por deber, por puro y estricto respeto a la ley moral.

Tema 5. El materialismo histórico y dialéctico: Karl Marx

Estudiaremos la obra de Karl Marx fijándonos en primer lugar en su relación con la


propuesta filosófica de Hegel (cumbre del Idealismo alemán, en la estela de Kant, Fichte
y Schelling). A continuación profundizaremos en el significado del “materialismo”
defendido por este autor atendiendo a su carácter a la vez “dialéctico” e “histórico”.
Después expondremos algunos de los conceptos centrales del marxismo (modo de
producción, ideología, alienación, etc.). Por último se abordará el marxismo entendido
como una “ciencia social”, es decir, como un análisis social, político y económico del
mundo moderno.

1. De Hegel a Marx

Hegel fue la cima del Idealismo alemán. Su tesis básica es que el “Espíritu” (el Sujeto
humano en su esencia racional) se realiza a sí mismo en la Historia Universal, la cual
alcanza su fin cuando lo real es adecuado a la razón y el Espíritu absoluto es plenamente
autoconsciente.
Marx estudió la obra de Hegel viéndola como un reflejo de los anhelos de la burguesía
que resultó triunfante en la revolución política del siglo XVIII. A pesar de que Marx
rechazó tanto el Idealismo como asumir sin más el auge de la burguesía consideraba que
en la obra hegeliana había una serie de elementos que pueden ser recogidos por una
filosofía materialista. Por ejemplo la “dialéctica” y el concepto de “alienación”, entre
otros.

La “dialéctica”, sostenía Hegel, es el auténtico y último motor de la Historia: lo que


conduce inexorablemente desde las fases inferiores a las fases superiores (siendo el
mundo moderno el fin de la Historia Universal: su meta, su culminación, la cima del
Progreso). ¿En qué consiste la dialéctica de la historia (como historia del espíritu humano
que anhela coincidir consigo mismo realizando en el tiempo su esencia eterna)? En que
la contradicción entre una “tesis” (una afirmación) y su “antítesis” (la negación de lo
previamente afirmado) da paso a una síntesis de ambos extremos, a una superación
dialéctica en la que tesis y antítesis resultan a la vez suprimidos, conservados y
armonizados o reconciliados. Un ejemplo: el mundo moderno, explica Hegel, es una
síntesis surgida de la contradicción entre el mundo grecolatino y el mundo cristiano
medieval. Marx acepta la idea de que la historia y el mundo se mueven “dialécticamente”
aunque entiende que este proceso desde una clave “materialista” en la que se rechaza el
idealismo espiritualista hegeliano.

Otro elemento que Marx recoge de Hegel es la temática de la “alienación”. Este concepto
se refiere a un estado negativo del hombre: el hombre alienado es el hombre expropiado
de su esencia, despojado de su auténtica realidad y verdad, es el hombre “enajenado”;
puesto que –según el pensar dialéctico- lo negativo remite a lo positivo como una fase
larvaria de su afianzamiento y realización sucede que el hombre debe reconocer ese
estado negativo y superarlo: debe liberarse o emanciparse de lo que le arrebata su esencia,
debe recobrar o recuperar su esencia provisionalmente perdida. Un ejemplo: Hegel
sostiene que el hombre cristiano cuando se concibe como “hijo de Dios” –o sea, cuando
se considera a sí mismo subordinado a una instancia superior y anterior- es un hombre
alienado, ¿por qué? Porque el Hombre (Espíritu) es el Sujeto de la Historia, es el
Fundamento del mundo y por lo tanto es la instancia soberana y suprema (¿Cómo, afirma
Hegel, el Hombre va a estar sometido a Dios?; Hegel, desde luego, sigue aquí el
antropocentrismo kantiano llegando a decir que para el Hombre moderno solo hay un
auténtico y único “Dios”: él mismo). Marx retomó el concepto de “alienación” de Hegel
afirmando que en la “sociedad moderna capitalista” el hombre vive en general “alienado”
(volveremos más adelante sobre esta cuestión).

Marx rechazó la concepción de la filosofía según la cual el pensamiento va de una idea a


otra y así sucesivamente hasta el infinito. Las ideas abstractas –por necesarias que sean-
deben detenerse en un punto y tocar tierra (si no lo hacen se mueven en el vacío en un
universo etéreo y flotante). Es decir, el juego de las ideas filosóficas tiene que estar
conectado con la realidad práctica, con la acción. Así una teoría filosófica debe pensar el
mundo –plasmarlo en ideas generales o conceptos abstractos- no ya solo para “conocerlo”
–para contemplarlo pasivamente desde la distancia- sino también y ante todo para
“transformarlo”. El pensamiento, por lo tanto, cuando es verdadero, está anclado en la
realidad, conectado con la “praxis”: de ella surge y sobre ella vuelve. La meta final del
pensamiento está en la transformación del mundo (y no solo en su “interpretación”). Pero
¿por qué la “sociedad moderna” (surgida de la confluencia de la revolución industrial y
de la revolución política) tiene que ser a la vez pensada y finalmente transformada?
Porque está atravesada, en su núcleo mismo, por profundas “contradicciones” (y éstas se
expresan en el auge de fenómenos negativos: explotación, alienación, etc.); unas
contradicciones que son la semilla que conducirá a otra cosa (a una superación o una
síntesis dialéctica, etc.). Así el pensamiento filosófico se encarga de explicitar las ocultas
y escondidas “contradicciones” del mundo y la “acción revolucionaria” del proletariado
–la clase social que padece en sus carnes las consecuencias negativas de las
contradicciones- será quien las supere dialécticamente, quien las resuelva definitivamente
alcanzando el fin y la meta de la Historia Universal (el punto en el que lo real es racional
y los ideales están encarnados en el mundo).

Marx concibió la Historia de la Humanidad dialécticamente, siguiendo pues, aunque solo


en parte, el idealismo hegeliano. Que la Historia posea una entraña o una trama
“dialéctica” implica que hay una Ley que prefigura y gobierna su desarrollo, sus cambios
(el materialismo de Marx le conduce, como iremos viendo, a situar esa Ley de la Historia
Universal en la “estructura económica”). ¿Qué “augura” según Marx esa Ley dialéctica
de la Historia? Que el “Capitalismo” –el núcleo duro del mundo moderno- perecerá
víctima de sus contradicciones y que de la superación de éstas surgirá la “sociedad sin
clases” (el “socialismo” o el “comunismo” marca así el fin de la Historia, la cima del
Progreso, su “happy end”). En este mundo nuevo surgido de las cenizas de la modernidad
capitalista el Hombre recuperará y realizará en el mundo su Esencia, conseguirá des-
alienarse, logrará su liberación y su emancipación, será, por fin, el “Sujeto”, el
“soberano”. Desde luego en estas tesis de Marx –en las que modula en clave materialista
afirmaciones del idealismo filosófico de la modernidad- laten muchos problemas y
dificultades; aludiremos ahora solo a una de ellas: ¿cómo conjugar la “necesidad”
marcada por la Ley dialéctica de la Historia con la idea de que la meta de la Historia, su
culminación, es la Libertad del Hombre? Etc.

El idealismo hegeliano sostiene la primacía del “Espíritu” sobre la “naturaleza”. Marx


realiza una inversión de este planteamiento: postula la prioridad de la Naturaleza –de la
“materia y lo material”- sobre el “espíritu”. Partiendo de esta inversión Marx lleva a cabo
una crítica de la tesis idealista referida a la esencia humana. Según el Idealismo alemán –
desde Kant hasta Hegel- la “autoconciencia” (el ensimismamiento reflexivo) es lo que
define esencialmente a los seres humanos (gracias a la “reflexión” se percatan de que no
son simples “seres naturales” sino que son –en virtud de la “razón” que localizan en su
interior- nada menos que el fundamento del mundo, el Sujeto de todo, su origen y su fin
o su meta –esta es la tesis central del antropocentrismo moderno; así, por ejemplo, desde
esta óptica se sostiene que la naturaleza debe estar “al servicio del Hombre”, es decir: ser
apta para ser dominada y controlada para sus propósitos, etc.).
Pues bien: Marx sostiene que la esencia humana no está en algo tan etéreo y abstracto
como la “autoconciencia” (la reflexión en la que se revela la identidad humana, lo que
Fichte denominaba “Yo = Yo”). ¿Qué define entonces su esencia? No la interiorización
reflexiva (la cual encierra al hombre en su pura conciencia, en un flujo de meras
representaciones internas de lo externo y lo mundano) sino el “Trabajo”. ¿Qué es el
“trabajo”? Es la “acción técnica”, por ejemplo la fabricación de artefactos que satisfagan
sus necesidades. Esta actividad técnica –producir, fabricar, manufacturar- opera sobre la
naturaleza, el entorno material, transformándolo. Con esta transformación de la
Naturaleza se consigue, nada menos, adaptarla al Hombre (el cual es, por ello, el Sujeto
–el fundamento- de la técnica, su origen y su fin; el hombre, por lo tanto, “crea” su entorno
“a su imagen y semejanza”).

¿A qué afirmación conduce esta tesis de Marx según la cual el trabajo es la esencia del
hombre universal (una inversión del idealismo que, sin embargo, conserva su esquema
básico, su modelo central)? Siguiendo su esencia –su identidad necesaria, su naturaleza
permanente- el Hombre se realizará a sí mismo –logrando su plenitud y su perfección- en
el Trabajo. Ahora bien: a pesar de este “esencialismo” –antropocéntrico- Marx no ignora
que el trabajo está determinado (organizado, sistematizado) por unas condiciones sociales
e históricas. Es decir: cuando la sociedad –según su “desarrollo histórico”- no es la
adecuada a la esencia humana el trabajo en vez de realizar al hombre lo aliena y lo
enajena: lo despoja de su esencia, se la arrebata. Y esto es –a juicio de Marx- lo que
sucede en la sociedad moderna vertebrada por la economía capitalista –ese sistema de
organización de lo económico en al que la propiedad de los medios de producción es
privada, etc.

2. El materialismo histórico y dialéctico

Marx intentó entender la historia –lo histórico, la historia del mundo y el mundo de la
historia- bajo una clave a la vez “dialéctica” y “materialista”.

Según la “dialéctica” el motor del desarrollo histórico se localiza en la contradicción


(oposición, enfrentamiento) de una tesis (afirmación) y una antítesis (negación) que
conduce necesaria e inexorablemente a una síntesis superadora entre lo que anteriormente
estaba contrapuesto. La “dialéctica” por lo tanto es lo que define la Ley del desarrollo de
la historia humana (social, política, etc.).

El “materialismo” de Marx se concentra en dos tesis distintas (cuya articulación, por


cierto, nunca resulta nítida y clara):

a) Hay una primacía o prioridad de la Naturaleza (la realidad material) sobre el


espíritu (la cultura, la sociedad, la conciencia, etc.). Marx nunca expuso esta
afirmación de un modo sistemático y argumentado; sí lo intentaron primero su
discípulo Engels y después Lenin y otros autores: los seguidores de Marx
pretendían superar el materialismo mecanicista anterior –surgido en el siglo XVII
con Hobbes y bastante común en la ilustración francesa- a favor de un
materialismo articulado según una “dialéctica de la naturaleza” (la cual a pesar de
que pretende apoyarse en las ciencias empíricas es en realidad muy poco científica
–es una especulación abstracta y confusa apoyada sobre un monismo materialista
poco consistente).
b) La centralidad y fundamentalidad del trabajo: en y con la actividad técnica se
consigue satisfacer las distintas necesidades vitales (alimentación, abrigo y cobijo,
etc.), es decir, se proporcionan los medios de subsistencia, se logran mantener las
condiciones “materiales” de vida. Según esta tesis, por lo tanto, la “base
económica” es lo que define y determina un sistema social en su conjunto: las
instituciones que organizan la vida moral (familia, etc.), el Estado, el derecho y la
justicia, la religión, el arte, etc.

El materialismo histórica se sostiene, a la postre, sobre dos ideas. Por un lado se dice que
el ser humano –como ser social avocado al “trabajo”- es un producto de la Naturaleza
(pesa aquí el darwinismo que Marx conoció y aplaudió). Pero a su vez –y aquí tenemos
una tesis idealista modulada de una manera “materialista”- la Historia es un producto del
Hombre; él es, entonces, el Sujeto de la Historia –la cual es “construida” o “creada” por
él, desde él y para él-: el hombre es su principal protagonista, eso que marca su principio
y define su fin (¿cuál es este fin o esta meta? La realización de la esencia humana en un
mundo adecuado a su razón y su libertad, etc.). ¿En qué consiste, pues, la modulación
materialista de la tesis idealista según la cual el hombre es el Sujeto de la historia (su
fundamento, su alfa y su omega)? Por un lado Marx niega que la esencia humana esté en
la “conciencia” (y en las ideas o representaciones que contiene) pero, positivamente,
como hemos dicho ya, sostiene que la esencia humana se localiza en el trabajo, en la
técnica; por eso Marx concluye –y esta es la entraña del “materialismo histórico”- que el
principal motor de la historia se encuentra en al surgimiento y el desarrollo de los
“sistemas productivos”, en la “estructura económica” de la sociedad.

3. Los conceptos fundamentales del marxismo

Repasaremos una serie de conceptos centrales en Marx y en el marxismo: el par


infraestructura y superestructura, la ideología (entendida como “falsa conciencia” o como
“distorsión cognitiva”, etc.), la alienación humana y sus clases, el concepto de “modo de
producción”, la noción económica de “plusvalía” (en la que se concreta la tesis de la
explotación de los trabajadores por los propietarios de los medios de producción), la
constatación de la “lucha de clases” y el anhelo de una “revolución proletaria”, el objetivo
utópico de una “sociedad sin clases”.

3.1 Infraestructura y superestructura

Una de las tesis principales del materialismo marxista es esta: la base de una sociedad –
su infraestructura- está en el “sistema productivo”, en la organización del trabajo, en la
“estructura económica”, en definitiva. Todos los demás aspectos de la sociedad dependen,
según esta afirmación, de esta base: están determinados por ella y desde ella; por ejemplo
la vida moral, la esfera política del Estado (el derecho, etc.), la religión, el arte, etc. Esta
tesis define, desde luego, un determinismo economicista que ha sido discutido en
numerosas ocasiones por considerarlo exagerado (¿es cierto que todo se explica y se
entiende desde lo económico por importante que sea?).

3.2 La ideología

El término “ideología” tiene en principio un significado neutral: alude solo a las ideas o
representaciones de la conciencia de los individuos (ideas que reflejan y concretan su
interpretación de la realidad). Sin embargo Marx subraya que la conciencia del individuo
a pesar de que ingenuamente se cree autosuficiente e independiente no define por si solo
ni lo que alguien es ni tampoco lo que alguien sabe o alguien cree: lo que define a cada
uno especificando sus creencias o representaciones está –aunque lo ignore- definido por
su lugar en el conjunto de la sociedad, especialmente por su sitio en las relaciones
económicas de producción.

Tirando de este hilo Marx abandona y rechaza la concepción neutral de la ideología y


elabora sobre ella un conjunto de consideraciones enteramente negativas: lo ideológico –
distribuido difusamente por la sociedad- es una “falsa conciencia”, una profunda e
inadvertida “distorsión cognitiva”. Así pues la “ideología” es un velo implícito –y por eso
enormemente poderoso (por ser para los individuos “inconsciente”)- que encubre y
desfigura la verdadera realidad social. ¿Quién impone, según distintas vías (por ejemplo
los medios masivos de comunicación, etc.), la “ideología” que predomina en la sociedad?
La clase dominante, la clase más poderosa: la clase social que controla la economía y se
beneficia de ella. Es ella la que, con el propósito de ocultar sus intereses, forja y difunde
una ideología que, en último término, engaña y adocena a las clases subordinadas o
dominadas.

La tarea que según Marx debe emprenderse es la de una “crítica de la ideología” gracias
a la cual la “falsa conciencia” sea sustituida por una “conciencia verdadera” (esa que ha
desenmascarado los discursos meramente ideológicos).

3.3 La alienación y sus clases

El concepto de “alienación” (sinónimo de enajenación o extrañamiento) procede de


Hegel. Marx lo elabora, por su parte, desde una clave materialista. La alienación es el
estado del hombre en el que por causas exteriores ha perdido su identidad (está separado
o alejado de su esencia por algo externo que impide que sea en la realidad lo que ya es
por derecho). Así pues la alienación deshumaniza el hombre y le marca la tarea de re-
humanizarse: de recobrar o recuperar su humanidad extrañada o enajenada (expropiada,
confiscada, robada).

Si la esencia del hombre es –según la tesis antropológica del materialismo- el trabajo


entonces ocurre que cuando el hombre produce algo se realiza a la vez a sí mismo (llega
a ser él mismo, se identifica o asimila con su esencia, coincide consigo mismo). Pero esto,
aunque sea así en el reino ideal y eterno de la esencia, no es siempre real: no está sin más
garantizado por las condiciones externas en las que viven los hombres concretos, los
hombres sociales e históricos. Y es aquí donde actúa la alienación: cuando algo
obstaculiza e impide la realización plena y completa de la esencia humana universal. Por
ejemplo: si lo que el hombre ha producido con su esfuerzo no es una posesión suya sino
de otros (por ejemplo del señor feudal que exige el diezmo o el empresario capitalista que
acumula la plusvalía) estamos ante un factor alienante, ante algo que arrebata al hombre
su esencia.

Marx distingue dos tipos de alienación: una alienación principal, la alienación económica,
y una alienación subordinada a ella y explicada por ella, la denominada alienación
ideológica.

La alienación económica, en el caso que a Marx le importa, en la sociedad moderna


definida por el modo de producción capitalista, consiste en una doble desposesión: el
trabajador es por una lado desposeído del resultado de su trabajo –de lo que ha producido-
y por otro lado es desposeído del acto mismo de producir (por ejemplo con la imposición
de unos ritmos de trabajo, unos horarios, etc.). Juntando estos dos aspectos de la
alienación económica se concreta, según Marx, una deshumanización total y completa
del ser humano en la medida en que sufre una enajenante explotación laboral.

La alienación ideológica –supeditada a la anterior- consiste en general en el desarrollo


por los miembros de la sociedad de una “falsa conciencia”: el individuo alienado ignora
quién es y cuáles son sus verdaderos intereses estando por ello obnubilado por erróneas
creencias y deformantes representaciones (vive en una gran mentira sin saberlo,
anestesiado por un conformismo y una docilidad inducida por la ideología dominante).
La alienación ideológica tiene una vertiente social, otra política y otra religiosa.

La sociedad moderna está dividida, subraya Marx, en dos clases antagónicas: la de los
propietarios y la de los proletarios; pero la alienación social lleva a que los individuos de
la clase trabajadora se olviden de a qué clase pertenecen e ignoren así sus propios intereses
de clase oprimida y explotada.

La alienación política consiste en la falsa creencia de que el Estado –vertebrado por el


Derecho- es una institución neutral que defiende constantemente el interés general (en
realidad, aunque sea revestido por el manto de la “legalidad”, el Estado está al servicio
de la clase dominante y protege ante todo los intereses particulares de ésta).

Por su parte la alienación religiosa consiste en creerse a pie juntillas las ideas que apuntan
a que la vida auténtica y feliz tendrá lugar en el más allá, etc.; de esta manera de un modo
indirecto se aprueban o al menos se toleran las injusticias que tienen lugar en este mundo.

¿Cuándo, según Marx, desaparecerá definitivamente la alienación humana (sea la


alienación económica o la ideológica)? En una sociedad sin clases (en la que la propiedad
de los medios de producción no sea privada y no exista entonces el trabajo asalariado,
etc.).

3.4 Modo de producción (fuerzas productivas y relaciones de producción), valor de


cambio, mercancía, dinero
Un modo de producción es la infraestructura económica de la sociedad: la manera en que
está organizado y sistematizado lo económico. En cada modo de producción convergen
dos factores: las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Las fuerzas
productivas son los medios de producción: todos los recursos necesarios para fabricar
algo (utensilios y máquinas, materias primas, fuentes de energía, etc.). Las relaciones de
producción son los vínculos entre los seres humanos peculiares a cada modo de
producción (por ejemplo la ceremonia medieval del vasallaje sella el tipo de relación
establecido entre el señor feudal y el campesino que le sirve); en la sociedad moderna –
bajo el modo de producción capitalista- las relaciones de producción consisten en un
contrato: un documento jurídico respaldado por el derecho laboral promulgado por el
Estado (se supone, aunque Marx denuncia esto por considerarlo una falacia, que las dos
partes contratantes son exactamente iguales a los ojos neutrales del Estado; por ello Marx
afirma que el contrato no es un puro acuerdo voluntario entre dos partes iguales: quien
finalmente define e impone la relación laboral –el salario, al duración del contrato, etc.-
es la clase dominante, la clase de los propietarios de los medios de producción).

La sociedad moderna, explica Marx, es enteramente “mercantilista”: todo, al menos


potencialmente, es susceptible de convertirse en una “mercancía”, es decir, de entrar en
un proceso de compraventa. En principio una mercancía se define por la conjunción de
un valor de uso y un valor de cambio; el valor de uso está en el punto de cruce entre las
prestaciones de un producto y las necesidades que satisface; el valor de cambio es el
precio en el mercado definido hipotéticamente por la ley de la oferta y la demanda. Sobre
estos dos valores que caracterizan a las mercancías apunta Marx lo siguiente: según se
desarrolla el capitalismo el valor de cambio se va convirtiendo en lo central y el valor de
uso va quedando relegado a un segundo plano (por eso, por ejemplo, se llega a destruir
alimentos excedentes con el fin de que su precio en el mercado aumente, etc.). A la vez
que el valor de cambio se sitúa en primer lugar –en vez de estar subordinado al valor de
uso- el propio dinero termina convirtiéndose en la medida de todas las cosas (así todo se
evalúa al final según su rentabilidad, según su “utilidad” –una utilidad medida solo a
partir de la cantidad de beneficios económicos que proporciona y no según parámetros
realmente cualitativos).

3.5 La plusvalía

En su teoría económica Marx pone el acento en que el único origen real del valor
económico de las mercancías está en el trabajo (no puede estar, por ejemplo, en la
especulación de la economía financiera en la que el dinero se multiplica o se esfuma de
una manera casi mágica).

Pero el trabajo, sostiene Marx, es, en el modo de producción capitalista, una mercancía
más: el trabajador para poder subsistir está obligado a vender en el mercado su fuerza de
trabajo por un salario. Entre lo que gana el asalariado y el beneficio del propietario del
medio de producción hay una desproporción, una diferencia a la que denomina
“plusvalía”. ¿Y qué sucede con ella? Que poco a poco, según se desarrolla el capitalismo
–por ejemplo con la aparición de oligopolios o monopolios- el valor del trabajo se
deprecia cada vez más y por eso la clase trabajadora se va empobreciendo a la vez que la
clase dominante –depositaria de la plusvalía- se va enriqueciendo. Reina así, en definitiva,
cuando la plusvalía es desmedida y está desbocada, una desigualdad entre clases que
desbarata la cohesión social y da paso a una situación socialmente injusta.

3.6 La revolución y la lucha de clases

Según la teoría marxista de la historia lo decisivo de esta está preferentemente en los


cambios (por ejemplo en el cambio de la antigua sociedad esclavista a la sociedad feudal
medieval, etc.). Y la pregunta principal aquí es: ¿cuál es el motor último del cambio
social, político, etc.?

Respecto al cambio histórico Marx destaca que por relevante que sea no basta la crítica
de la ideología que encubre y legitima el statu quo pues ésta solo opera al nivel de la
superestructura. Lo esencial del cambio histórico está, dice Marx, en una transformación
de la infraestructura, de lo económico, de la base material de la vida humana; solo así
cambiará también la superestructura (moral, derecho, política, religión, etc.).

La sociedad moderna está profundamente marcada por el modo de producción capitalista.


Este implica, entre otras cosas, que la sociedad está dividida y organizada según dos
clases antagónicas, dos clases enfrentadas por unos intereses inconciliables: la burguesía
capitalista (la clase dominante y poderosa) y el proletariado (la clase dominada,
subordinada, debilitada, dividida y vencida). Entre esas dos clases sociales –determinadas
y definidas por el sistema económico- hay, aunque sea de un modo latente y soterrado,
una “lucha”: la lucha de clases –presidida por una dialéctica de la contradicción.

La dinámica del capitalismo –con su tendencia a los monopolios, a las crisis cíclicas entre
una fase de expansión y otra de recesión, su paro estructural, etc.- conduce hacia un
paulatino empobrecimiento de la clase trabajadora en la medida en que se deprecia
constantemente el valor del trabajo con el fin de competir en el mercado con mercancías
de bajo precio y aumentar a la vez los beneficios de los propietarios de los medios de
producción.

El empobrecimiento de la mayoría social –paralelo al enriquecimiento de una élite


privilegiada- llegará hasta un punto insostenible en el que cuaja un estallido social
violento: una revolución proletaria en la que se transformará la infraestructura económica
aboliendo el capitalismo. Se llegará así, cree Marx, al final de la Historia: la sociedad sin
clases.

3.7 La utopía de una sociedad sin clases

Marx, a pesar de rechazar su idealismo filosófico, comparte con Hegel dos tesis: hay un
fin de la Historia (una cima del Progreso); el motor del cambio histórico –la ley del
cambio- es la dialéctica (la contradicción entre una tesis y una antítesis y una síntesis
superadora de lo contradictorio en la que la oposición inicial es dejada atrás, etc.).
Según su análisis económico en el modo producción propio del mundo moderno –el
capitalismo- anida una contradicción que lo terminará, tarde o temprano, destruyendo y
dinamitando desde dentro. La contradicción del sistema económico capitalista se revela,
por ejemplo, en dos de sus leyes económicas: la concentración del capital (que lleva a una
lucha sin tregua entre oligopolios por aumentar sus beneficios e incrementar su poder);
las crisis cíclicas por la conjunción de sobreproducción y la bajada del valor del trabajo.
El efecto de esas leyes es, en general, un empobrecimiento creciente de la clase
trabajadora. La reacción del proletariado ante las consecuencias negativas del capitalismo
(paro estructural, bajada de salarios, etc.) será, en primer lugar, una toma de conciencia
del proletariado como clase explotada y oprimida y, así, su unión como fuerza social
animada por el propósito de acabar con la injusticia social provocada por la dinámica del
sistema productivo capitalista.

La lucha de clases y la revolución a la que conduce está orientada por la utopía de la meta
última de la Historia: una sociedad sin clases. En ella, por ejemplo, habrá desaparecido la
propiedad privada de los medios de producción, el trabajo asalariado y, también, el valor
de cambio estará subordinado al valor de uso, etc. ¿Por qué la sociedad sin clases marca
el fin de la Historia? Porque en ella se habrán superado todas las contradicciones. Si la
esencia humana está en el trabajo cuando la humanidad sea dueña de su trabajo se
realizará esa esencia y surgirá el hombre libre y feliz.

Por lo tanto el anhelo utópico del proletariado es el del paraíso en la tierra, una arcadia
feliz y armónica en el que triunfarán por fin la libertad, la igualdad y la fraternidad.

4. El marxismo como ciencia social

4.1 El trabajo como categoría gnoseológica

En Marx se apunta hacia una teoría del conocimiento en la que se explica el proceso de
conocer desde la categoría o el concepto de “trabajo”. Se insinúa, de esta manera, una
teoría materialista del conocimiento.

Recuérdese que Marx a la vez que se nutrió del Idealismo de Kant o de Hegel le opuso
siempre una posición filosófica de cuño materialista y aquí, en este tema, se ponen de
manifiesto estas dos cosas.

La filosofía idealista afirma que la esencia humana está en la reflexión (autoconciencia)


del Sujeto humano; un Sujeto que a la vez que está encerrado en la interioridad de sus
representaciones (intuiciones, conceptos, ideas) objetiva con ellas los objetos externos (la
realidad física). Si, según el Idealismo, el Sujeto humano es el fundamento del mundo (o
de la naturaleza) entonces la realidad es algo construido, constituido o creado por él, desde
él y para él (el antropocentrismo idealista sustituyó al teocentrismo anterior conservando
su misma tesis de fondo –situando ahora al Hombre donde antes estaba Dios).

Marx rechaza la idea de un sujeto reflexivo, de una conciencia humana pura, etérea,
abstracta. La esencia humana está en el Trabajo (en la actividad técnica, productiva, etc.).
El trabajo es aquí una mediación (síntesis dialéctica) entre dos elementos enfrentados y
contrapuestos: el hombre y la naturaleza (el sujeto y el objeto). El hombre crea su mundo
produciéndolo tal y como fabrica utensilios un artesano: dando forma (orden) a una
materia informe.

Si el conocimiento del mundo tiene su raíz y su principio explicativo en el Trabajo sucede


que el sujeto del conocimiento es el hombre concreto (con su cuerpo, sus necesidades,
etc.); y lo conocido (mundo, naturaleza) resulta conocido finalmente solo cuando es
“producido” no ya por una actividad mental que tiene lugar en el interior de la conciencia
(idealismo) sino cuando es, literalmente, “fabricado” con las manos del hombre. La matriz
del conocimiento está, en definitiva, según Marx, en el saber técnico.

Subsiste aquí, de todos modos, una duda o una dificultad que nunca ha dejado de rondar
al marxismo: esta teoría “materialista” del conocimiento se despliega a partir del esquema
básico del idealismo filosófico moderno: el modelo “Sujeto  objeto”. Así, tal vez, esta
teoría materialista no sea tan novedosa ni tan acertada como pretende. En conclusión
queda abierta la hipótesis de que una auténtica teoría materialista del conocimiento solo
será novedosa en la medida en que consiga desterrar de ella misma los esquemas
idealistas, renunciando en última instancia al núcleo antropocéntrico del idealismo
filosófico.

4.2 Producción y autoproducción

En su antropología filosófica –es decir, en su respuesta a la pregunta “¿qué es el


hombre?”- Marx sostuvo que la esencia de la especie humana está en el trabajo, en la
actividad técnica. Esta tesis es distinta de la propuesta tanto por la filosofía antigua y
medieval –en la que la esencia humana se localiza en la “vida contemplativa”- como por
la planteada por el idealismo moderno (Kant o Hegel) según la cual la esencia del hombre
es la reflexión o la autoconciencia (gracias a la cual se reconoce y asume como “sujeto”,
esto es: como fundamento último de todo).

En la respuesta de Marx hay, sin embargo, latente una tensión: ¿cómo se compatibiliza la
tesis de que hay una esencia humana (única, idéntica y permanente, eterna e inmutable)
con la tesis de que el ser humano es radicalmente histórico (siendo así también históricos
los distintos modos de producción)?

La solución que se le ocurrió a Marx para este problema se resume en los conceptos de
“producción” y de “autoproducción”, y dice así: produciendo algo (por ejemplo
fabricando utensilios o máquinas) el hombre se autoproduce a sí mismo (en la sociedad,
en la historia, en el mundo). Así pues la autoproducción de la especie humana tendría, a
la vez, un lado “esencial” y un lado “histórico”.

Surge aquí, de todos modos una duda: ¿es esta “solución” al problema planteado
enteramente satisfactoria? No lo parece. ¿Por qué? Porque en el materialismo de Marx –
en la tesis de que la esencia del hombre se “produce” históricamente- opera, en el fondo,
implícitamente, el idealismo filosófico moderno: el modelo “sujeto  objeto” combinado
con el esquema reflexivo “sujeto  sujeto”). Por lo tanto, y en definitiva, en la tesis de
que la especie humana se auto-produce produciendo algo (herramientas o utensilios, etc.)
hay un núcleo idealista (kantiano, hegeliano, etc.) que Marx no fue nunca capaz de
extirpar o eliminar.

4.3 Fuerzas de producción y conciencia

La infraestructura de una sociedad está, según Marx, en su modo de producción, en la


manera de estar organizado y sistematizado el trabajo, la actividad técnica (en la que se
satisfacen necesidades vitales, etc.). Un modo de producción, a su vez, es la conjunción
entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción; y el motor de la historia,
el impulsor del cambio histórico, está en las contradicciones entre ambos componentes.

Por su parte la “conciencia” de los individuos –los agentes o actores sociales- forma parte
de la “superestructura”, es decir: se basa en la posición de cada uno en las relaciones
(sociales) de producción. Esta “conciencia” puede ser “falsa”, estar dominada
inconscientemente por la ideología, por ejemplo cuando un proletario ignora los intereses
y aspiraciones de su clase social y deposita su voto a favor de un partido político
“burgués”. Pero la “conciencia” de los individuos puede también ser una conciencia
“verdadera”, por ejemplo cuando el proletariado conoce su auténtica posición en la
sociedad como clase subordinada y defiende sus genuinos intereses sociales.

4.4 El estatus de la ciencia marxista

Marx opone ciencia e ideología de un modo semejante a como, por ejemplo, opone
“verdadera conciencia” y “falsa conciencia”. La ciencia refleja la verdad, la ideología
deforma y desfigura la realidad.

En general Marx considera que sus propuestas son “científicas”: tanto su teoría
económica como también el materialismo histórico y dialéctico (pero eso Marx
contrapone el “socialismo utópico” –Fourier, Owen, etc.- a su “socialismo científico”).

Pero esta tesis –la ciencia es ajena a la ideología como la verdad se distingue y separa de
la falsedad- es problemática si se aplican las propias coordenadas propuestas por Marx.
Por ejemplo: ¿la ciencia pertenece a la superestructura o a la infraestructura? En
definitiva: el estatuto de la pretendida “ciencia marxista” es oscuro y confuso.

4.5 Marxismo y sociología del conocimiento

La más destacable consecuencia del marxismo en las “ciencias sociales” (la ciencia de la
historia, la antropología social y cultural, la sociología, la psicología) ha sido proponer la
primacía de lo económico (considerado la infraestructura de la vida social y cultural).

La tesis central de este determinismo económico (o “economicismo”) es, por lo tanto, que
todos los procesos y los fenómenos sociales y culturales (sean las relaciones de
parentesco, las instituciones sociales, etc.) deben poder ser “reducidos” a los procesos
económicos. En última instancia –esta es la hipótesis del marxismo- todo debería
explicarse en razón de causas económicas.

Esta tesis es, por un lado, interesante, pues no es lógico ignorar enteramente la relevancia
de los factores económicos (como suele hacerse desde el idealismo espiritualista). Pero,
por otro lado, se trata de una tesis exageradamente reduccionista en la que se pasa por
alto la complejidad del mundo y su pluralidad de niveles (cada uno con su estructura y
dinámica propia). Un notable contraejemplo respecto a esta hipótesis del materialismo
marxista la encontramos en el célebre libro del sociólogo Max Weber titulado La ética
protestante y el espíritu del capitalismo (1905); en él se explica la enorme relevancia de
la religión y la moral el surgimiento del capitalismo: con esta investigación Weber mostró
que es unilateral –y por lo tanto escasamente científico- conceder una absoluta primacía
a la infraestructura –a lo económico- sobre la superestructura (en ese caso una moral
religiosa concreta).

4.6 Principios metodológicos de la ciencia social marxista

La “ciencia social” inspirada en el marxismo se sustenta sobre tres principios


metodológicos: principio de la especificación, principio del cambio, principio de la
crítica.

El principio de especificación indica que se trata de comprender la especificidad de los


procesos históricos y sociales sin entenderlos y abordarlos como puras realidades
“naturales” (estáticas, irreversibles, etc.). Aunque, eso sí, siempre desde la hipótesis de
que la causa última explicativa está en la infraestructura económica (pues esto es lo propio
del materialismo).

El principio del cambio afirma que la ley del cambio histórico es la contradicción surgida
en el seno de un modo de producción entre las fuerzas productivas y las relaciones de
producción, etc. Así, por ejemplo, fue la contradicción propia del feudalismo la que
condujo al capitalismo y será la contradicción de este la que lleve al socialismo o el
comunismo (la meta o el fin de la Historia universal).

El principio de la crítica, por último, afirma que la ciencia social tiene que desarrollar una
crítica de la realidad existente, del statu quo y la ideología que lo ampara y legitima. La
crítica es, por lo tanto, un factor del cambio de la estructura social (aunque no sea el factor
último y principal).
Tema 6. Schopenhauer y Nietzsche

1. Schopenhauer

1.1. La necesidad metafísica del hombre

Kant había sostenido que la metafísica -un presunto conocimiento de lo suprasensible


(Mundo, Alma, Dios)- era inviable (rechazando así, por ejemplo, lo que proponía
Descartes); la metafísica no es un conocimiento válido racionalmente pues este debe
moverse dentro de los límites de la experiencia sensible, dentro del mundo fenoménico.
Kant, por lo tanto, llevó a cabo una profunda crítica de la metafísica tradicional (por
ejemplo afirmando que no cabe ninguna prueba de la existencia de Dios o de la
inmortalidad del alma). A la vez, sin embargo, Kant situaba en el hombre un profundo
anhelo metafísico pues éste demanda respuestas omniabarcantes a sus preguntas, por eso,
en último término, decía que Mundo, Alma y Dios son Ideas de la razón que aunque no
sean propiamente objetos que existen en la realidad guían de todos modos -como faros en
la niebla- el Progreso de la humanidad en el terreno del conocimiento y de la moral.

Schopenhauer parte de aquí. Comienza aceptando estas tesis kantianas aunque la asume
en un contexto distinto. Por ejemplo, el rechazo de la existencia de Dios -es decir, la
constatación de la insuficiencia de las pruebas o demostraciones que tradicionalmente se
habían dado en la “teología racional”- afecta, según su planteamiento, al conjunto de la
fe religiosa, hasta el punto de que Schopenhauer defiende un completo ateísmo (Kant
nunca había llegado tan lejos, dejando un pequeño sitio a la fe).

En general Schopenhauer -partiendo de Kant- propuso una metafísica renovada en la


que la “razón” termina pasando a ser algo secundario o subordinado. La metafísica de
este autor, como se irá viendo en el conjunto de la exposición, es una Metafísica de la
Voluntad. Pero, ¿por qué Schopenhauer, a pesar de aceptar la crítica kantiana, sigue
proponiendo una “metafísica”? La respuesta que ofrece es la siguiente: respecto al ser
humano la metafísica es de algún modo necesaria según tres coordenadas: a) hay una
necesidad teórica satisfecha gracias al conocimiento del mundo (estamos aquí en el nivel
de la “representación”); b) hay una necesidad moral en tanto los hombres necesitan algún
tipo de orientación para sus conductas (es la tarea de la ética, de lo que Kant llamaba
“razón práctica”); c) por último, pero de un modo aún más fundamental, los hombres
necesitan de la metafísica una ayuda y una guía para conseguir lo más difícil y lo más
urgente: liberarse de lo negativo de la vida (el dolor, el sufrimiento, el asedio perpetuo
del mal, la fealdad, la falsedad; es por esto que la filosofía tiene que “sustituir” a la
religión pues esta es propiamente incapaz de satisfacer las necesidades metafísicas de los
seres humanos).

Respecto a la filosofía y la religión Schopenhauer comienza destacando que ambas


tienen un origen común: la “admiración” -o el “asombro”- ante el hecho (sorprendente y
misterioso) de la existencia del mundo y el hombre (¿es necesario o es contingente? ¿por
qué hay algo en vez de nada?). ¿Por qué la vida humana en el mundo suscita sorpresa y
estupor y reclama algún tipo de “explicación” que dé razón de este hecho innegable?
Porque, subraya Schopenhauer, se trata de un hecho esencialmente “negativo” (nos
encontramos aquí ante el radical “pesimismo” de este autor). La vida en el mundo es
enteramente “miserable”: está marcada por el dolor, la enfermedad, la frustración, el
desengaño y la desilusión, la maldad y la muerte, la ignorancia y la fealdad, etc. La meta
que se dibuja ante este aciago y siniestro panorama es aplacar o contrarrestar todos los
componentes negativos indisociables de la existencia mundana (liberarse del dolor, la
angustia, el miedo, la ignorancia, etc.).

A partir de ese origen común y de que tratan en el fondo de satisfacer una meta semejante
la filosofía y la religión se separan completamente: caminan en direcciones opuestas,
siguen rutas contradictorias e incompatibles. ¿En qué se distinguen? A juicio de
Schopenhauer la religión ofrece una salvación o una liberación indigna de la existencia
humana: se trata de una vía de escape infantil, un salida ilusoria que tiene el estatuto de
los cuentos de hadas (por ejemplo cuando se le promete a los hombres un paraíso en el
que serán absolutamente felices “en otra vida”; no hay nada más que una vida: la que
tiene lugar en este terrible mundo, insiste este filósofo alemán, a lo que añade: ¡y pobre
del que se consuele con historietas tranquilizadoras que nos toman por ingenuos o algo
peor!). En cambio, la filosofía, pretende orientarnos en la satisfacción, en lo posible pues
esta no puede ser garantizada por arte de magia, de los tres anhelos “metafísicos” del
hombre anteriormente señalados, pero siempre manteniéndose en el terreno de la
“verdad”, sin prometer arbitrariamente algo irreal que solo genera, al final, una mayor
frustración y un más profundo desasosiego (las “mentiras” de la religión no consuelan,
solo “anestesian”, por lo que la religión es en el fondo “el opio del pueblo”).

1.2. El mundo como Voluntad y Representación

La metafísica de Schopenhauer -su propuesta filosófica- se articula en torno a dos


conceptos: Representación y Voluntad. Veamos a continuación su significado.

El Mundo de la Representación define el territorio del conocimiento, el campo propio


y exclusivo de la ciencia, de lo que puede ser científicamente explicado (por ejemplo a
través de experimentos, etc.). En la ciencia el sujeto (humano) conoce objetos ubicándolos
en el espacio y en el tiempo y estableciendo entre ellos una serie de relaciones causales
que es los casos óptimos son formulables matemáticamente. ¿Cómo conoce objetos el
sujeto de la ciencia? La respuesta de Schopenhauer es aquí parecida a la ofrecida por
Kant: el Sujeto humano “objetiva” los objetos que conoce científicamente a partir de una
síntesis de sus “representaciones”, es decir, de las formas a priori radicadas en sus
facultades (espacio y tiempo en la sensibilidad, la categoría de causa y efecto en el
entendimiento). La ciencia es, además, un conocimiento racional del mundo en tanto este
se aparece -a la luz de lo que sobre él proyecta el sujeto cognoscente- como una totalidad
ordenada, regular, previsible, calculable (esto es, un sistema científicamente dominable,
y técnicamente controlable). La concepción de la “naturaleza” -o del conjunto de lo que
puede ser conocido- de Schopenhauer es, por lo tanto, “mecanicista”, o, también,
“determinista”: todos los objetos están incluidos o insertados en una férrea cadena de
causas y efectos. Sin embargo, y este es un matiz importante, el Mundo del conocimiento
(el “mundo como representación”), en tanto tiene su límite en lo empírico (en la
experiencia sensible), es un mundo “superficial”. Aunque la ciencia alcanza verdades
ciertas y demostradas -por ejemplo, cuando predice sucesos futuros gracias a disponer de
leyes causales- sin embargo no toca o no roza la verdad última y definitiva. ¿Cuál es,
entonces, el radical “mundo verdadero” (el mundo más básico y profundo, el mundo
esencial)? Para decir algo sobre él tenemos que fijarnos en el significado del concepto de
“Voluntad”.

El Mundo Verdadero -la realidad básica, profunda, fundamental, originaria,


primordial- escapa a la ciencia y al juego de sus representaciones (sintetizadas por el
sujeto cognoscente). Es un Mundo a la vez anterior y superior al campo de la
representación: al universo de lo científicamente cognoscible, de lo que puede ser
explicables estableciendo una cadena de causas y de efectos. Es el mundo oculto y
escondido de la Voluntad: el mundo que tiene en la Voluntad su principio y su origen.
¿Cómo se llega a esta conclusión si habitualmente vivimos en el mundo superficial de la
representación en el que captamos un fenómeno como causa o como efecto de otro
fenómeno? ¿Cómo se prueba una tesis así (“el mundo es voluntad”)? ¿Cómo se “sabe”
algo de ese recóndito “mundo de la voluntad” si es inalcanzable desde el conocimiento?
La Voluntad -como principio y origen del mundo verdadero o de la realidad originaria-
es directa e inmediatamente experimentada por cada uno de nosotros en nuestro cuerpo,
el cual, en este nivel básico, es un manojo caótico de impulsos y de instintos, un conjunto
de apetitos e inclinaciones, una trama fluida de emociones, afectos, pasiones y
sentimientos.

Si el mundo de la representación es un mundo “racional” (ordenado, regular, uniforme,


previsible, etc.) el Mundo de la Voluntad es -en tanto se manifiesta primordialmente en
las pasiones e instintos- “irracional” (caótico, convulso, tenso, imprevisible).
Recapitulando podemos decir que ya hemos dado con dos de los rasgos principales de la
filosofía de Schopenhauer: el pesimismo (pues la vida es dolor, aflicción, malestar) y el
irracionalismo (pues el mundo verdadero está gobernado por la pura Voluntad, una
voluntad que no quiere o no busca, en el fondo, nada distinto a sí misma y que no se atiene
a “razones” en su afán de alcanzarse una y otra vez, incesantemente).

1.3. La realización moral de la metafísica

El Mundo -en su esencia, en su realidad fundamental- es Voluntad. Por ello la metafísica


-en tanto acceso a lo “suprasensible” (a lo que escapa a la representación: al conocimiento
racional)- se desenvuelve preferentemente en el terreno de la moral: en el campo de las
conductas y las acciones de los seres humanos (es aquí donde el hombre tiene su más
profunda realidad: en la “esfera práctica” en la que unos seres humanos se relacionan con
otros de muchas maneras y se conducen animados por fines, normas y motivos).
Tradicionalmente se ha afirmado que la propiedad esencial de la Voluntad es la
Libertad. Schopenhauer está de acuerdo con esto, pero sólo en un sentido “negativo”: en
efecto la Voluntad es “libre”, pero solo lo es en la medida en que es ajena a las leyes de
causalidad que definen el mundo fenoménico (el nivel de la representación y del
conocimiento). La Voluntad, por un lado, por lo tanto, escapa a la “necesidad natural”, al
“determinismo físico”: es una zona de excepción al orden racional de las causas y los
efectos empíricamente comprobables. Pero por otro lado, y esto es lo principal, la
Voluntad es un impulso ciego, es una fuerza implacable; una apetito voraz e insaciable
que en el fondo nunca se aquieta definitivamente: nunca se conforma con las metas
alcanzadas. La Voluntad, en su esencia más pura, quiere siempre más y más, y lo quiere
todo; sin descanso, sin tregua, caiga quien caiga.

En el hombre la Voluntad -la esencia última del mundo- se manifiesta de dos maneras
estrechamente enlazadas: a) es un “querer vivir” (un incondicional aferrarse a la vida
temeroso de la muerte, un arraigado instinto de supervivencia); b) define un extremo
“egoísmo”. El yo individual -movido por la Voluntad que habita en él y en él se expresa-
lo quiere todo aquí y ahora, sin admitir de buena gana cualquier dilación o postergación
de su apetito. Además, nunca tiene suficiente: cualquier meta alcanzada, cualquier logro
conseguido enseguida le sabe a poco. ¿Por qué ocurre esto? Porque la Voluntad es una
aspiración indefinida e indeterminada, es la ausencia de una meta concreta: no hay, para
la Voluntad, por lo tanto, un fin último al que tienda o persiga. La Voluntad es, pues,
ajena a cualquier clase de “teleología racional”: es decir, rechaza de antemano dar por
definitivamente bueno y satisfactorio algún fin determinado, alguna meta parcial (siempre
juega al juego de “o todo o nada”). En definitiva: la Voluntad no se atiene a motivos o
razones que estén más allá de sí misma (es, por decirlo paradójicamente, una pura
“voluntad de voluntad”, un “querer el querer”). Es “irracional”.

Esta irracionalidad de la Voluntad en el nivel de la vida humana tiene principalmente


dos consecuencias: 1) el egoísmo impone una continua lucha de unos individuos con
otros, conduciendo a un conflicto incesante por cualquier cosa, por nimia y vulgar que
sea; 2) el impulso de quererlo todo instantáneamente choca una y otra vez contra la “cruda
realidad” y ocasiona a los seres humanos -que continuamente se dan de cabezazos contra
un muro- un permanente sufrimiento, un padecimiento continuo, una ausencia de sosiego,
un constante sentimiento de malestar, una insatisfacción profunda.

¿Cuál es la “solución”, si hubiera alguna, ante este panorama pintado con unos tintes
tan radicalmente “pesimistas”? Subraya Schopenhauer que no hay una solución completa
y definitiva. Solo apaños y componendas. El remedio es frágil, precario, inestable, parcial
(pues el impulso de la Voluntad es férreo, insistente, implacable). ¿Qué nos libera
provisionalmente del dolor de la vida o del drama de la existencia? Nada menos que el
“ascetismo” (una forma de recogimiento, de renuncia al mundo); pero este es el tema del
apartado siguiente.

1.4. El horizonte de la liberación


Define Schopenhauer la filosofía como un “conocimiento” sistemático de la esencia del
mundo. Este peculiar y especial conocimiento se apoya en la intuición de la propia vida
y sus experiencias y se desarrolla a partir de la explicitación de lo intuido en conceptos y
argumentos. En su propuesta filosófica distingue, como hemos visto ya, dos niveles: el
nivel superficial de la Representación (la ciencia y las leyes causales del mundo
fenoménico) y el nivel profundo de la Voluntad (la raíz última de todo, su fundamento
“suprasensible”, su fondo oscuro, el reverso tenebroso de la luz de la representación).

Pero además de poner de relieve la esencia del mundo la filosofía está destinada a indicar
cuál es -si es que la encuentra- la vía propia de la “liberación” (eso que engañosamente,
en tanto la sitúan en “otro mundo”, muchas religiones llaman “salvación”). ¿Qué libera a
la vida mundana de sus profundos y pesados males? El ascetismo. ¿En qué consiste el
ascetismo? En “negar la voluntad”, en suspender -aunque solo se de modo provisional y
parcial- su impulso o su empuje. El titánico esfuerzo se concentra, por lo tanto, en “dejar
de querer algo” y así, en despegarse paulatinamente de lo mundano. La filosofía señala
que este ascetismo de la vida se realiza o se concreta según dos vías: la vía moral y la vía
estética (o artística).

El ascetismo, en la esfera práctica, en el terreno moral, negando la fuerza de la Voluntad,


consigue aplacar los impulsos egoístas y permite que emerjan tímidamente el amor al
prójimo, la compasión, la piedad, la simpatía. El ascetismo se concreta aquí, por lo tanto,
en una moral altruista que abre un precario sitio a la solidaridad frenando
provisionalmente los instintos egoístas de los individuos que solo miran por su propio
interés y la satisfacción exclusiva de sus apetitos.

La otra vía de liberación del sufrimiento de la vida mundana, el otro cauce del ascetismo
en tanto negación del supremo poder de la Voluntad, está en la contemplación estética:
en el territorio del arte. ¿Por qué? Porque el contacto con las obras de arte solo es posible
cuando es “desinteresado”: cuando se suspenden los propósitos y afanes propios de la
vida cotidiana. La obra de arte, cuando está lograda, nos transporta, sin salirse sin
embargo del mundo fenoménico (pues el arte se plasma en la piedra, en el lienzo, en el
sonido, en el escenario de un teatro, etc.), “a otro mundo” (un mundo “esencial y eterno”
captado -intuido- por el genio del artista y plasmado en obras de arte). El arte, sostiene
Schopenhauer, aplaca o calma la “fiera” que somos habitualmente en tanto estamos
poseídos por la Voluntad. De todas las distintas artes Schopenhauer defiende la primacía,
como arte supremo, a la música; la pintura o la escultura, afirma, alcanzan la belleza, pero
solo la música consigue exponer lo sublime (lo absoluto e infinito está, así, en una sinfonía
de Beethoven o en una ópera de Wagner).

En conclusión, Schopenhauer desarrolló una propuesta filosófica que tiene su centro de


gravedad en una Metafísica de la Voluntad de corte pesimista e irracionalista; una
filosofía que localiza como única vía de escape y liberación el logro de una vida ascética
que da paso a una moral altruista y que se consuela especialmente con el arte musical.
2. Nietzsche

2.1. El nihilismo

Nietzsche ha llevado a cabo en sus escritos un diagnóstico del mundo actual orientado
a encontrar una posible terapia en la que consiga, tal vez, sanar de sus males. Augura
Nietzsche que en el periodo que le tocó vivir -la segunda mitad del siglo XIX- comenzaba
a fraguar discretamente, con lentitud, pero de un modo inexorable, una profunda crisis
que iba a marcar decisivamente el futuro de la era moderna del mundo. En sus textos, por
lo tanto, trató de detectar una serie de síntomas en los que la cultura de occidente expresa
sus subterráneos desajustes y sus grietas internas. ¿A qué fórmulas acude para denominar
a esta crisis radical? A estas: “muerte de Dios” y “nihilismo”. Veamos con brevedad su
significado.

Nietzsche, como un profeta, anuncia -entre el júbilo y la consternación, pues se trata


de un suceso “grave”, lleno de consecuencias- la “muerte de Dios”. Inicialmente alude a
la pérdida paulatina en la fe en el Dios del cristianismo (el cual ha troquelado vetas
profundas del mundo de occidente). Pero de un modo más básico que “Dios” muera indica
la pérdida para el mundo de lo que operaba como su Fundamento (eso que lo atraviesa y
lo sostiene, un suelo eterno, un cimiento absoluto, firme, universal y necesario).
Tradicionalmente el Fundamento concentraba y reunía en él la Verdad, el Bien y la
Belleza, es decir, los Valores Supremos de una cultura. Si Dios muere -si el Fundamento
se derrumba- deja de existir, de repente, el faro que orientaba la navegación en la que
estamos embarcados: el conjunto de la cultura -su ciencia, su arte, su política, etc.- se
queda sin puntos cardinales que guíen su rumbo. Con el ocaso del Fundamento la cultura
se desorienta: pierde el Norte, y, así, viaja a la deriva. De un plumazo, con este crucial
acontecimiento, se esfuma la autoridad desde la que se articulaba y se explicaba el entero
orden del mundo.

El término “nihilismo”, por su parte, pretende retratar “lo que queda” en el mismo
instante en el que ha muerto “Dios” (cuando se ha disuelto el Fundamento del mundo
como el azúcar en el café y “todo lo sólido se desvanece en el aire”). Cuando el nihilismo
irrumpe se da, en el conjunto de la cultura. un paso -a la vez repentino y largamente
madurado- del Todo (el reino platónico de las Ideas o Esencias, el Dios inmutable y
omnipotente del cristianismo, etc.) a la “nada” (“nihil”). Con la llegada y la implantación
en el corazón del mundo moderno del nihilismo empiezan a irradiar por doquier los
efectos devastadores de la ausencia de un Fundamento trascendente. Dice Nietzsche
metafóricamente: con el nihilismo “el desierto crece”; la vida decae por falta de aliento y
estímulo, los pozos de los que se saca el agua con el que se riega el árbol del saber -del
arte, de la ciencia, de la política- se secan y todo se va deteriorando, destruyendo,
descomponiendo, marchitando.

La muerte de Dios o el nihilismo son, por lo tanto, la constatación que Nietzsche


realiza de la ausencia de un Fundamento trascendente: no hay ya un Ente supremo que
todo lo ordene y que todo lo explique, un ente desde el que infaliblemente se defina qué
es verdadero, bueno y bello, no hay una instancia de la que emane una ley eterna
inapelable. Desaparecen así las grandes metas y los ideales sublimes. Pero, ¿se puede
vivir sin algún propósito, sin algún sentido, sin orientación, sin meta? Esta es la difícil
pregunta ante la que nos enfrentan ambos fenómenos históricos.

El nihilismo, examinado con un poco más de detalle, encierra tres vertientes o incluye
tres aspectos o fases: una puramente negativa, otra positiva, otra propositiva o
transformadora. Veámoslas.

En su vertiente negativa el nihilismo implica caer en la cuenta con estupor que hemos
sufrido un engaño grandioso: lo que tradicionalmente decía ser el Fundamento de todas
las cosas -por ejemplo Dios- era poco más que una ilusión y una mentira. Esta decepción
desorienta a la vida cultural que viaja entonces a la deriva, sin rumbo alguno.

En su vertiente positiva el nihilismo es una enorme oportunidad: en esta radical crisis


el ser humano se libera por fin de la creencia en un falso ídolo (“Dios” o cualquiera de
sus sucedáneos) y puede intentar ejercer su creatividad cultural sin tutelas ni coartadas,
creando unos valores -científicos, morales, políticos, artísticos- que estimulen y
favorezcan la vitalidad en vez de reprimirla, encorsetarla, aplastarla.

La tercera vertiente del nihilismo remite al carácter reformador o transformador que


incluye este proceso histórico en el que está sumido el occidente moderno. Nietzsche
considera que sería un error permanecer sin más en el puro nihilismo (en el que “todo
vale” porque “nada vale nada” -parece que nada merece la pena, que todo es
intercambiable, que los valores son indiferentes, que la decadencia es inevitable y que
hay que resignarse a la destrucción del mundo, etc.). La oportunidad que se ha abierto
con la “muerte de Dios” tiene que aprovecharse efectivamente, de un modo valiente y
decidido. Pero esto requiere que el nihilismo sea superado. ¿Cómo? Este es el grave
problema al que se enfrenta la modernidad occidental afectada por una crisis profunda
que socava sus propias premisas. ¿Cómo crear algo valioso sin tener que abrazar el dogma
de un Dios único (de una única perspectiva válida, de un único mundo verdadero fijado
de una vez por todas y para siempre, etc.)? Esta es la dificultad que a la vez nos paraliza
y nos espolea.

2.2. La crítica de la cultura occidental

La filosofía de Nietzsche culmina con un proyecto de renovación cultural de signo


vitalista: el centro de gravedad de un mundo de cultura tiene que estar, subraya el autor,
en la vida mundana, siendo el criterio desde el que enjuiciar un sistema de valores evaluar
en qué grado y medida éste potencia e intensifica la vitalidad de la vida o contribuye a su
debilitamiento y pérdida de vigor creativo (la vida humana se desarrolla siempre en el
seno de una cultura, es decir, nutriéndose de un concreto sistema de valores, y éstos
pueden tanto engrandecerla como deprimirla, desvitalizarla). La filosofía de Nietzsche se
orienta así hacia la meta de una “transvaloración” de los valores, es decir, la propuesta de
una nueva “tabla de valores” en la que éstos se criben con el rasero de la vitalidad: será
verdadero, bueno y bello todo lo que fortalezca y expanda la vida terrenal (el cuerpo y
sus impulsos, sus pasiones, sus placeres, etc.). Resumiendo: Nietzsche emprende una
crítica de la cultura de occidente orientada hacia una reforma en la que ésta resulte
mejorada y perfeccionada desde la óptica de los valores vitales.

El proyecto nietzscheano de renovación del sistema de valores de la cultura occidental -


de la verdad, el bien y la belleza- parte de un diagnóstico preciso: en el seno del mundo
moderno, definiendo su interna crisis, se está implantando paulatinamente un nihilismo
que, en un primer momento al menos, tiene solo un carácter destructivo y aniquilador (“si
Dios ha muerto entonces vale todo, o sea, ya nada vale nada, y no importa por ello que
todo sea pulverizado y reducido a cenizas”). Ante este fenómeno histórico -la llegada y
la implantación del nihilismo en una cultura- Nietzsche pregunta: ¿es un suceso casual u
obedece a algo que lo ha suscitado? ¿cuál es su origen si lo hubiera? ¿es este origen
próximo o remoto? Para responder a estas cuestiones aplica un “método genealógico”: se
trata, para empezar, de rastrear en el pasado cuál es el origen del nihilismo.

Indagando en el origen remoto del nihilismo que hoy día atenaza a la modernidad
occidental -conduciéndola hacia el abismo de la autodestrucción- se topa Nietzsche con
una peculiar paradoja: el nihilismo (“nada vale nada”) ha surgido de lo que es
aparentemente su contrario. El nihilismo anida secretamente en la tesis de que hay una
serie de Valores Supremos: la Verdad, el Bien y la Belleza absolutas (unos valores fijos,
eternos, definitivos, definidos de una vez por todas). Es decir: el nihilismo está camuflado
y latente en la tesis -configuradora de todo un mundo de cultura (una ciencia, una moral,
un arte)- de que todas las cosas remiten a un único Fundamento trascendente, inamovible.
El momento nihilista en el que, con la “muerte de Dios”, los Valores Supremos pierden
de repente su antiguo valor y se disuelven en la nada está por lo tanto implícito
precisamente en el postulado de que hay una única Verdad, Bien y Belleza ubicadas en
un reino ideal, puro, suprasensible, anterior y superior a “este mundo” (inferior, menor,
secundario, subordinado, lugar de la falsedad, la maldad y la fealdad).

¿Cuál es el origen remoto -dentro de occidente- del nihilismo que se extiende en la


actualidad por todas partes (afectando a la ciencia, al arte, a la religión, a la moral, a la
política)? Nietzsche lo encuentra en la cuna misma de nuestra civilización: en el mundo
griego. La indagación genealógica concluye que el nihilismo habita la entraña misma de
la metafísica de Platón (heredada después por el cristianismo medieval y secularizada a
continuación por la era moderna del mundo). Platón sostuvo dos dualismos jerárquicos:
a) la realidad está dividida en dos partes, una superior -el reino ideal de esencias eternas,
necesarias, universales, idénticas y permanentes- y otra inferior -el mundo sensible,
poblado por efímeras y evanescentes apariencias-; b) en el ser humano hay, también, dos
mitades: un alma inmortal perteneciente al Mundo Suprasensible -la auténtica realidad
donde habita la razón y con ella el Bien, la Belleza y la Verdad-, y, por debajo, un pobre
y desdichado cuerpo mortal concebido como una rastrera cárcel de la angélica pureza del
alma. Este dualismo metafísico -que separa todo en dos y sitúa una parte encima y otra
debajo- no es solo una abstracta teoría filosófica, es algo más que eso: es la matriz desde
la que se ha organizado, elaborado y desplegado todo un mundo de cultura, todo un
específico sistema de valores que ha alimentado un concreto tipo de vida humana (esa
que, por ejemplo, anhela una “vida mejor” en “otro mundo” y que, por ello, rechaza y
reprime los impulsos y las pasiones del cuerpo porque odia todo lo relacionado con el
“mundo sensible”).

Siguiendo la indagación genealógica pregunta Nietzsche: ¿cuál es la raíz de la


metafísica platónica (decisiva en el troquelado de la civilización de occidente a través de
su vulgarización por parte del cristianismo)? Un profundo temor a la vida terrenal y, como
reacción del resentimiento contra ella, un enorme desprecio de todo lo mundano; es esto
lo que conduce inexorablemente a “fantasear” con una realidad “perfecta y mejor” en
términos absolutos, una realidad que tiene que estar “por encima de este mundo” (bajo,
inferior, deplorable). Desde esta peculiar forma “metafísica” de organizarse
culturalmente la vida -a través de un arte, una religión, una ciencia, una moral, etc.- todo
lo relacionado con el mundo sensible (por ejemplo, el cuerpo y sus emociones, etc.) es
declarado falso, malo y feo: los Valores Supremos están en un Mundo ideal, un Mundo
trascendente, un Mundo abstracto. Por su parte, siguiendo esta forma de cultura, los seres
humanos están obligados a aspirar a esa realidad intangible superior aún a costa de
despreciar y vilipendiar sus energías vitales: todo debe sacrificarse para aproximarse a
ese Mundo Verdadero.

Es así, en este punto concreto, donde anida el nihilismo latente e implícito en esta
concepción metafísica del mundo y de la vida: un nihilismo que irrumpe y se expande
cuando el postulado de un Fundamento absoluto sobre el que se sostiene un único orden
racional del mundo ya no da más de sí y, por puro agotamiento, deja de ser creído y
aceptado (¿puede el hombre creer indefinidamente que debe estar subordinado a un Dios
todopoderoso? Se pregunta Nietzsche, ¿no llega un momento en que despierta de esa
ingenuidad infantil?).

Un destacado ejemplo del complejo proceso por el cual el absolutismo se convierte en


relativismo -y el postulado de un fundamento único de un mundo verdadero desemboca
en la destrucción nihilista de todo- lo encuentra Nietzsche en el terreno de la moral. La
moral única de la metafísica platónico-cristiana es una moral que convierte a los seres
humanos -a través de inculcarles en su educación el temor al pecado y el sentimiento de
culpa- en dóciles corderos de un rebaño uniforme dominado por un astuto pastor que se
aprovecha de sus fieles (incumpliendo sistemáticamente todos los deberes que impone a
sus adocenados esclavos). En esta moral tradicional -la predominante en occidente en
razón de su raíz platónica y cristiana- el “bien ético” se sustenta en una constante
represión de todo lo vital, lo sensual, lo placentero, lo gozoso y alegre; esta represión se
extrema y agudiza hasta que la vida se harta de este empobrecedor corsé y cae en la cuenta
de que los Valores Supremos de la moral del rebaño en la que le han domesticado no
valen propiamente nada. Llega así el inicial desconcierto nihilista (pues el relativismo
moral razona así: “puesto que ya no valen los viejos valores tampoco ya nada vale nada”).
¿Qué se precisa en este difícil momento en el que el nihilismo expande su poder
aniquilador? Nietzsche afirma que se necesita otra moral, una moral esta vez enraizada
en los valores vitales desde los que volver a definir el bien y el mal; desde esta moral
reformada será bueno lo que intensifique las energías vitales, lo que potencie el vigor de
la vida, lo que estimule sus impulsos ascendentes y encauce su expansión creativa.

2.3. De Grecia a nosotros: un recorrido de decadencia

En su genealogía del nihilismo contemporáneo efectuó Nietzsche un largo viaje de ida


y vuelta hacia Grecia, entendida como el lugar de nacimiento de la cultura occidental.
Pero hasta ahora el balance de este recorrido es solo negativo: en él ha localizado la raíz
última del nihilismo en el absolutismo dogmático de la metafísica platónica del
fundamento; en el dualismo jerárquico platónico -asumido después por el cristianismo,
etc.- latía escondido su reverso tenebroso: el nihilismo de la muerte de Dios.

Con Platón cuajó el “racionalismo” occidental, es decir, un concepto unilateral y rígido


de “razón” que artificiosamente se opone a los instintos del cuerpo, a las emociones, las
pasiones, los placeres, en definitiva: una pobre idea de razón que desprecia y detesta todo
lo perteneciente al “mundo sensible”. Desde Platón se considera invariablemente -
también en la Ilustración del siglo XVIII con Kant- que la pura Razón solo habita en un
Mundo Suprasensible, en un reino ideal y perfecto, sede eterna de los Valores Supremos
(la Verdad, el Bien y la Belleza consideradas en su universal necesidad).

Pero, continúa Nietzsche, Grecia es mucho más que Platón y sus profundos efectos en
la cultura de occidente. Por eso entiende que una parte significativa de la terapia con la
que curar la grave enfermedad de la metafísica nihilista puede localizarse hurgando
precisamente en la Grecia preplatónica. La tarea, entonces, se concentra ahora en fijarse
en el mundo griego anterior a la decadencia socrático-platónica y aprender de este nuevo
viaje algo positivo que se pueda aplicar en la era actual.

¿Qué cabe encontrar en el mundo griego (por ejemplo, en su arte o en su política, etc.)?
Principalmente, subraya Nietzsche, un vitalismo trágico. En su vida y en sus obras
culturales en esta etapa del mundo griego se afirmaba la vida en su radiante esplendor a
pesar de que esta incluye, indudablemente, el dolor, el sufrimiento, la desdicha, la muerte.
Fijándonos en cómo vivían y qué hacían en este singular y prodigioso periodo de nuestra
historia, tal vez, conjetura Nietzsche, encontremos pistas o indicios con los que dar con
nuestro propio camino, entendiendo que en efecto se pueden recuperar de un modo
fecundo los valores vitales reprimidos con saña por la metafísica platónica.

En concreto este periodo nos enseña que el “racionalismo” platónico es exagerado y


unilateral. Es un error grave cargado de penosas consecuencias. ¿Por qué hay que
contraponer tajante y drásticamente lo racional y lo pasional? El reto está en recuperar
sus vínculos recíprocos, en reestablecer su equilibrio negando que uno tenga que
imponerse a costa del otro. Y precisamente los griegos -en su arte, su ciencia, su política,
su moral, su culto religioso- consiguieron dar con el punto exacto de equilibrio entre lo
apolíneo racional y lo dionisiaco pasional, logrando así obras de cultura que aún hoy nos
resultan admirables y conmovedoras.

No se trata, de todos modos, simplemente de “copiar” o “reproducir” mecánicamente


lo que desde su vitalismo trágico consiguieron crear los griegos. Su mundo es, en un
sentido radical, “irrecuperable”. Pero sí se puede aprender algo significativo de los
mejores logros de ese mundo de cultura. ¿Qué, por ejemplo? Se puede aprender, insiste
Nietzsche, a aceptar la vida terrenal afirmándola alegre y gozosamente de tal manera que
resulte impulsada su fuerza y encauzada su energía creativa.

2.4. La razón, el conocimiento y la verdad

Nietzsche llevó a cabo una profunda crítica del “racionalismo occidental” en tanto se
sustenta en una pura “fe en la Razón” de carácter ilusorio y fantasioso. Este
“racionalismo” nace con Platón pero desde este núcleo irradiante se expande por todos
los rincones de la civilización de occidente; cabe citar, a título de ejemplo, a autores
modernos como Descartes, Kant o Hegel: todos ellos, en la estela del platonismo y del
cristianismo, creen que el progreso de la Razón es idéntico al progreso de la Historia
Universal, al término del cual lo real será por fin enteramente racional, y así, toda
falsedad, maldad y fealdad serán desterradas para siempre una vez se impongan definitiva
y completamente los Supremos Valores de la Verdad, el Bien y la Belleza.

Pero, afirma Nietzsche, esta ingenua fe en la Razón está alentada por un optimismo
injustificado. Vayamos con el ejemplo del conocimiento de la verdad para comprobar los
estragos del racionalismo predominante en occidente. La fe en la Razón induce la creencia
exagerada de que todo es completa y exhaustivamente cognoscible: todo puede ser
perfectamente explicado, calculado, previsto, controlado (por ejemplo, introduciéndolo
en una cadena determinista de causas y efectos). ¿Por qué se supone algo así respecto al
conocimiento y su búsqueda de la verdad? Porque -eso se cree- hay un Orden fijo e
inmutable en el mundo y la Razón -a través del conocimiento conceptual del reino ideal
de las esencias- puede reflejar sin distorsión alguna, como en un pulido espejo, el conjunto
estable de sus leyes eternas. Pero esta convicción en la absoluta “racionalidad” del
conocimiento del mundo es, como se ha señalado, exagerada. El mundo puede ser
conocido parcialmente, sin duda, pero es también siempre un enigma y un misterio. Y no
hay ningún fundamento -sea la Idea platónica, el Dios cristiano o el Sujeto kantiano- que
asegure de antemano -por mucha fe que se ponga en creer algo así- que todo es
absolutamente inteligible y perfectamente cognoscible (con el desarrollo del
conocimiento lo que va cambiando son los límites entre lo que sabemos y lo que
ignoramos, pero nada garantiza que alguna vez pueda alcanzarse una sistemática “teoría
del todo”).

En definitiva, Nietzsche sostiene que la desmesura del racionalismo alentada por Platón
ha fracasado tanto en la ciencia, como en la moral o el arte. La irrupción del nihilismo -
el fenómeno histórico que define nuestro mundo en crisis- es una prueba palpable de este
fracaso. ¿Por qué ha fracasado esta Razón y la fe en la que se asienta? Porque ha tratado
de imponer a toda costa unos ideales excesivos que cuando se revelan inalcanzables
conducen a un nihilismo del que, a pesar de que no sea una situación enteramente
deseable, se puede extraer una lección positiva: una vez se pierde la fe en esta Razón
ilusoriamente idealizada, una vez se constata en medio del nihilismo que “el sueño de la
Razón produce monstruos”, surge el reto de buscar una idea de razón más moderada y
prudente y menos engreída y fanfarrona.

Una vertiente de la renovación del concepto de “razón” por parte de Nietzsche -una
vez asumido a partir de la irrupción del nihilismo que ésta no remite a un Fundamento ni
habita en un ideal Mundo Verdadero- pasa por proponer una teoría del conocimiento y,
con ella, una nueva definición de la verdad. Solo así la endiosada “razón” bajará del Cielo
etéreo de las puras Ideas y se mezclará por fin con el barro de la vida terrenal.

En su propuesta Nietzsche se acerca y, a la vez, se aleja de lo expuesto por Kant. Acepta


de éste que el conocimiento no es un puro reflejo en un espejo de una realidad absoluta
definida de antemano: el conocimiento de la verdad de los fenómenos es un “producto
humano”. Pero lo que Nietzsche rechaza es la tesis kantiana de que el conocimiento es la
creación de un puro y ahistórico Sujeto racional. En la “producción humana del
conocimiento” -en general en cualquier creación de valores en los que cuaja y cristaliza
un mundo cultural concreto- intervienen tanto factores “racionales” -por ejemplo, los
“conceptos”- como elementos sensoriales y pasionales. El conocimiento, por lo tanto, y
es la tesis principal de Nietzsche, reposa en la “voluntad de poder” (ésta es el núcleo de
la vida en tanto busca espontáneamente incrementar o aumentar su capacidad de actuar).

Una de las distintas implicaciones de la tesis de que la fuente del conocimiento es la


voluntad de poder inherente a la vida terrenal es la siguiente: es habitual -un tópico del
sentido común- que la ciencia se rodee de una atmósfera de neutralidad y asepsia. Pero
esto, sostiene Nietzsche, es ilusorio, engañoso, propagandístico: una mera cortina de
humo. La ciencia es una empresa atravesada siempre por distintos tipos de intereses, y
unos son, por otra parte, más nobles que otros; por ejemplo: muchas veces la ciencia
cuanto está volcada exclusivamente en propósitos técnicos (la “tecnociencia” como se la
suele llamar) se mueve solo por una finalidad económica (como la química farmacéutica
o la industria militar, la fabricación de transgénicos, etc.); dicho gráficamente: lo que
apunta Nietzsche es que en vez de vestir con impolutas batas blancas sería menos
engañoso que los científicos vistiesen con monos de trabajo llenos de lamparones y, a
veces, con sus correspondientes manchas de sangre. Sucede, en definitiva, que el
conocimiento no es ajeno al controvertido y complicado territorio en el que pugnan los
valores y los intereses; ¿por qué? Porque la raíz del conocimiento está en la voluntad de
poder de la vida.

La teoría del conocimiento propuesta por Nietzsche puede definirse, resumiendo su


planteamiento en una única expresión, como un “perspectivismo de la interpretación”.
Veamos con brevedad en qué consiste.
El conocimiento solo alcanza el mundo -la realidad, los fenómenos- desde una
perspectiva; y los puntos de vista son, por definición, parciales, plurales, cambiantes.
Cada perspectiva -cada individuo embarcado en la búsqueda de la verdad del
conocimiento en tanto espoleado por la voluntad de poder que encarna su cuerpo-
converge con otras perspectivas en ciertos aspectos y diverge de otras en otros. Esta
concepción perspectivista del conocimiento excluye la hipótesis tradicional de que hay -
o que debe haber- una única perspectiva privilegiada que capta sin más el conjunto de un
modo perfecto y completo; esta idea se encuentra, por ejemplo, en la tesis de la
omnisciencia de Dios: ahora bien, si no hay un único y fijo Mundo Verdadero -apunta
Nietzsche- tampoco cabe propiamente algo así como una Perspectiva Única que lo
abarque todo desde su atalaya. En tanto las múltiples perspectivas no se ajustan
enteramente entre sí hay aquí un conflicto o una discrepancia que debe dirimirse en cada
ocasión y circunstancia cognoscitiva. Entre las distintas perspectivas -precisamente
porque unas buscan “imponerse” sobre las otras pues cada individuo pretende que su
opinión es la acertada- caben negociaciones y acuerdos -aunque estos son provisionales,
volátiles, fluidos, inestables: la dinámica del conocimiento es imparable y solo se detiene
momentáneamente, mientras los consensos no salten por los aires en base al inevitable
pluralismo de las perspectivas desde las que se capta el mundo.

El conocimiento, además de moverse por el mar más o menos calmado o tormentoso de


la multiplicidad de las perspectivas, es, afirma este autor, enteramente “interpretativo”.
¿Qué es, básicamente, “interpretar”? Nietzsche llama “interpretación” a la imposición de
un orden -una regularidad, una legalidad- al caos, es decir al fluido devenir del mundo.
Interpretando los seres humanos moldean un material amorfo desde una forma en la que
ese material recibe una organización interna estable de la que inicialmente carecía. El
proceso interpretativo del conocimiento despunta a partir de la voluntad de poder propia
de la vida terrenal: un orden “constante y permanente” se imprime en el caos porque vivir
en el puro desorden es imposible (una vida así sería insoportable). ¿Cómo se interpreta?
Se interpreta gracias a los conceptos del lenguaje, a las imágenes, a los modelos
estilizados (por ejemplo, cuando se acude al “modeló atómico de la materia) y a otros
recursos de esta índole; con su auxilio de un modo siempre parcial y precario se domestica
el caótico devenir del mundo. Insiste Nietzsche en que el orden interpretativo alcanzado
provisionalmente por el conocimiento no debe olvidar nunca que por debajo de él, de un
modo latente y acechante, está precisamente el caos, el desorden (cuando olvida esto cae
fácilmente en la ilusión de creer que solo hay un orden verdadero fijado de una vez por
todas y para siempre, como le sucedió a Platón y toda la tradición que de él depende). Así
pues, no hay que olvidar que el caos es el punto de partida del conocimiento: el orden sale
del caos y a él retorna una y otra vez, eternamente.

Esta teoría del conocimiento -este “perspectivismo interpretativo”- incluye también


una peculiar definición de la “verdad”. La verdad ya no es ni absoluta ni definitiva,
tampoco es en sentido estricto necesaria o universal. ¿Qué es entonces la verdad en la que
desemboca y culmina el proceso del conocimiento? La verdad es ante todo un valor vital;
es decir: la verdad tiene que estar al servicio de la vida, favoreciendo su crecimiento y
expansión, esto es, la verdad no solo es una detención del empuje de la voluntad de poder
de la vida terrenal, tiene que, además, estimularla, impulsarla, intensificarla, ampliar su
radio de acción.

Falta aún responder con más detalle a la pregunta ¿quién interpreta el mundo? En este
punto Nietzsche coincide inicialmente con Kant: las interpretaciones son creaciones
humanas. Pero profundizar en esta idea es el propósito del último apartado del tema.

2.5. El sujeto: ¿unidad y pluralidad?

El conocimiento -y con él el conjunto de campos de la cultura (la moral, el arte, etc.)-


es una interpretación de los fenómenos producida por los seres humanos. Por lo tanto,
Nietzsche acepta la crítica kantiana de la teoría realista del conocimiento y se decanta
entonces hacia una peculiar versión de la tesis idealista basada en el modelo “sujeto →
objeto”. Ahora bien, Nietzsche rechaza la tesis de Kant según la cual tiene que haber un
Sujeto (“transcendental”) del conocimiento, un Sujeto racional, único, ahistórico y
abstracto que garantiza la “objetividad” -la validez necesaria y universal- de los
conocimientos producidos.

¿Quién interpreta, entonces, si no es el hombre universal, el Sujeto único de la razón?


Interpretan los múltiples individuos; ellos son los que producen o crean las
interpretaciones en las que el caos inicial resulta provisionalmente ordenado, estabilizado,
detenido. Nietzsche resalta -volviendo así más complejo el panorama del conocimiento-
que los individuos carecen de unidad en un doble sentido: a) hacia fuera porque los
individuos son siempre una multiplicidad (nos topamos aquí otra vez con el aspecto
perspectivista del conocimiento que ya hemos comentado), b) hacia dentro porque cada
individuo encierra dentro de sí mismo una peculiar pluralidad (ningún ser humano
concreto y particular es, por así decirlo, “de una pieza”: cada yo es una específica
superposición de “máscaras” que van aflorando según las ocasiones y las circunstancias).

Por otro lado, Nietzsche discute con detalle la tesis de Descartes en la que se afirma que
lo principal y superior en el hombre es la “conciencia” (o la “autoconciencia”: la
conciencia de sí mismo alcanzada en la reflexión). En los seres humanos hay, desde luego,
una parte consciente, pero hay también una parte inconsciente que en modo alguno es
secundaria o irrelevante (en este punto Nietzsche coincide con la propuesta de Freud y el
psicoanálisis).

Mencionaremos por último un controvertido concepto de Nietzsche, el concepto de


“superhombre”. Con él se refiere a los seres humanos que han escapado del nihilismo
atravesándolo, es decir, aceptando los elementos positivos implicados en la muerte de
Dios (por ejemplo, la definitiva ausencia de Absolutos, de Valores Supremos, de puntos
de referencia únicos, etc.). Nietzsche acude a este término para enfatizar que este ser
humano está “más allá” del hombre agotado, candado, inapetente y aturdido que vive
inmerso y desorientado en el vértigo del nihilismo que marca la crisis del mundo
moderno. Asumiendo el nihilismo -pero dejando atrás su elemento negativo (ese que
postula que “nada vale nada” o que “todo vale por igual”)- el “superhombre” se lanza con
ímpetu y energía a la estimulante tarea cultural de la creación de valores en la ciencia, la
moral o el arte, partiendo, por otro lado, de las directrices y el aliento de un “vitalismo
trágico” (en el que van entretejidas la voluntad de poder y el eterno retorno). El
“superhombre”, en definitiva, es el hombre del futuro, pues esta figura de la humanidad
aún está por llegar y concretarse; y es que, sostiene Nietzsche, aún estamos en medio de
un complejo y peligroso proceso -la irrupción del nihilismo entendido como la crisis
interna al mundo moderno- que apenas acaba de comenzar y cuyos estragos están todavía
que llegar. Por lo tanto, la respuesta a la pregunta de si alguna vez el nihilismo será
“superado” no está escrita: es el reto de futuro que desafía a nuestro mundo.

Tema 7. La filosofía del lenguaje: Moore, Russell, Wittgenstein

1. G. E. Moore

1.1. La subordinación lógica de la existencia a la verdad

La filosofía analítica -una de las corrientes de la filosofía contemporánea- surgió en


Inglaterra a comienzos del siglo XX. En general se caracteriza por emprender el análisis
del lenguaje realizado a partir de la lógica formal (también llamada lógica simbólica o
lógica matemática) que se había desarrollado enormemente en la segunda mitad del siglo
XIX (“analizar” alude aquí a la actividad de descomponer un todo en partes y atender
después a sus conexiones o sus relaciones). Desde luego lenguajes hay muchos ¿cuál es
entonces el lenguaje al que principalmente se atendió en esta corriente filosófica? Aunque
hay excepciones que ya se mencionarán -la más notable es la del denominado “segundo
Wittgenstein”- el lenguaje al que más habitualmente se adoptó como asunto de análisis
fue el lenguaje especializado de la ciencia: el lenguaje conceptual y proposicional del
conocimiento científico. Por otra parte, en el conjunto de la filosofía analítica se
adoptaron una serie de tesis procedentes de la tradición del empirismo inglés (Locke,
Hume, etc.); la principal de estas tesis es la siguiente: el conocimiento reposa finalmente
en la experiencia sensible: en los datos sensoriales en los que se reflejan hechos objetivos
(conectados entre sí, por ejemplo, por relaciones de causalidad).

La filosofía analítica, en resumen, comenzó realizando análisis lógicos del lenguaje de


la ciencia (o, a veces, de otros lenguajes, como el lenguaje de la moral, por ejemplo), un
análisis del lenguaje completado con una teoría empirista del conocimiento. Iniciadores
de esta corriente fueron G. E. Moore, B. Russell y L. Wittgenstein.

La filosofía analítica del lenguaje toma como modelo el lenguaje científico: el lenguaje
que plasma el conocimiento en proposiciones encadenadas en razonamientos según leyes
lógicas (implicación, conjunción, disyunción, etc.). En general esto es así en Russell o en
el primer Wittgenstein; pero Moore, además de esta línea, también se interesó por analizar
-siempre con el recurso de la lógica- el lenguaje ordinario, el lenguaje propio de la vida
cotidiana. ¿Qué cabe conseguir cuando a este se le aplica la lógica? Se logra, si se tiene
éxito en la tarea, clarificar lo que en él resulta oscuro y distinguir lo que en él está confuso.
La meta, en todo caso, está en lograr un lenguaje depurado y claro en el que los
significados de las palabras estén nítidamente diferenciados unos de otros y las relaciones
entre las frases resulten bien definidas. Este análisis clarificador, por otra parte, se realiza
bajo la siguiente premisa: si alcanzamos la realidad a partir del lenguaje entonces sólo si
éste está correctamente ordenado la propia realidad nos aparecerá pura, nítida, prístina,
sin deformaciones ni desfiguraciones, tal y como es (la filosofía analítica, por lo tanto, se
apoya inicialmente en una tesis “realista”: hay una única realidad y puede ser reflejada en
el lenguaje).

1.2. Significado y verdad

Según esta corriente contemporánea el principal campo temático de la filosofía es el


lenguaje con el que accedemos a la realidad. Dicho metafóricamente: el lenguaje es
comparado con un “espejo” de la realidad, un espejo en el que ésta se refleja; así una
proposición lingüística será verdadera si refleja adecuadamente los hechos del mundo y
falso si los desfigura o deforma. Hay pues, por un lado, un vínculo interno entre el
significado de las palabras -y las relaciones lógicas entre los enunciados- y la verdad de
los hechos. ¿Y cuál es aquí el papel de la lógica? Esta nos permite entender en su raíz
cómo es el propio “espejo”, esto es, nos ayuda a explicar cómo es que las palabras se
refieren a las cosas. La lógica, en definitiva, se convierte en la base de una teoría
semántica.

Moore (1873-1958) es, en general, un defensor del realismo del sentido común, es
decir, apuesta por la tesis de que el mundo es como es con independencia de nuestro
conocimiento o de lo que digamos de él. En su obra hay una parte empirista -heredera de
la tradición de Locke o de Hume, etc.- y otra centrada en la lógica del lenguaje (y la
dificultad de su propuesta está en cómo encajan -o de si encajan- estas dos partes). Moore
subrayó que no todo puede ser captado por los sentidos; así la lógica y la matemática -
aunque también la ética como se verá al final- no tratan de hechos del mundo sino de
relaciones ideales que no están propiamente en el espacio o en el tiempo (y, también, hay
conceptos científicos que se refieren a fenómenos que no podemos captar sensorialmente
de modo directo -por ejemplo, el concepto de “átomo”, o el de “electrón” etc.).

Hay otro aspecto en el que Moore se separa de algunas tesis de la tradición empirista
(aunque acepte siempre que en la base del conocimiento tiene que estar la experiencia
sensorial en la que la realidad se refleja sin distorsión alguna). Así niega en redondo que
los conceptos o los significados -los significados conceptuales de las palabras- sean
hechos mentales o estados de conciencia; desde luego cuando alguien profiere palabras o
frases tiene ciertos procesos psíquicos en su mente, pero esto no es algo que interese a la
filosofía analítica del lenguaje (interesará, por ejemplo, a la psicología, una ciencia que
se ocupa de los fenómenos mentales). Los significados de las palabras -los conceptos-
son, pues, insiste Moore, independientes de la mente o de la conciencia humana:
pertenecen a la esfera de la lógica, es decir, a un “reino ideal” en el que no caben los
hechos espaciotemporales (por ejemplo, los hechos físicos o los hechos mentales).

Una proposición (un enunciado, un juicio) es una relación entre conceptos (entre los
significados de las palabras). Precisamente la lógica es la ciencia que estudia las distintas
y variadas relaciones que pueden establecerse legítimamente entre los conceptos. Las
proposiciones verdaderas son las que poseen internamente unas relaciones lógicas
correctas, y esto es algo que, una vez se completa el análisis lógico de un enunciado o de
una secuencia de enunciados, se capta directamente, es decir, es algo que “se intuye” (por
ejemplo, cuando “veo” que una operación matemática ofrece un resultado correcto: “17
+ 2 ꞊ 19”). Esta tesis sobre las relaciones lógicas no solo afecta a las proposiciones
matemáticas -cuya verdad no depende de los hechos reales- sino que concierne también
a los enunciados empíricos: los enunciados referidos a realidades existentes o hechos
mundanos. Moore sostiene, en este contexto, que la “verdad material” -comprobable por
la experiencia sensorial y consistente en la adecuación o la correspondencia entre los
juicios y la realidad empírica- depende de la previa y básica “verdad formal”, es decir, de
una serie de relaciones lógicas entre los conceptos y las proposiciones. Un enunciado o
una serie de ellos que no respete las leyes lógicas -que no sea lógicamente correcto- no
puede por lo tanto ser ni verdadero ni falso. ¿Por qué? Porque carece de sentido (la verdad
formal, en definitiva, es una condición previa de la verdad material, de la verdad
empírica). Como el resto de los autores de la filosofía analítica Moore pretende así
equilibrar las tesis de un realismo empirista con una serie de tesis logicistas (según las
cuales el lenguaje -tanto el ordinario como el lenguaje especializado de las ciencias- debe
adecuarse a la lógica, es decir, a las relaciones formales entre los conceptos y las
proposiciones).

Moore propugna, en última instancia, un realismo pluralista según el cual el mundo está
compuesto por una serie de hechos en parte aislados e independientes y en parte
relacionados con otros hechos según distintos tipos de relaciones (por ejemplo, las
relaciones de causalidad en el plano de la realidad o, en el plano del conocimiento de los
hechos, las relaciones lógicas entre conceptos y proposiciones). Estos múltiples hechos
son alcanzados y fijados gracias al lenguaje -sea el lenguaje común y corriente o el
lenguaje de la ciencia- y éste debe estar filtrado por la lógica pues solo ella -en cuanto
nos dice cómo es el “espejo” en el que la realidad se refleja o en el que las palabras se
refieren a las cosas- puede limpiarlo de impurezas y permitir que desempeñe completa y
plenamente su cometido.

1.3. El funcionamiento del método analítico: su aplicación a la ética

Moore publicó en 1903 el libro Principia Ethica en el que expuso, en base al método
analítico-lingüístico, una concepción filosófica del bien moral. La pregunta conductora
de esta propuesta es la siguiente: ¿qué es el bien en tanto predicado que aparece en los
juicios morales refiriéndose a una propiedad que presentan las personas o las cosas?
El bien, sostiene este autor, es la propiedad que tiene algo -sea persona o cosa- que la
dota de un valor intrínseco, que la convierte, por ello, en un fin: algo que no puede
convertirse en un medio, en algo que lleva o conduce a otra cosa posterior.

Lo difícil de entender, subraya Moore, es que el bien al que alude la ética no se puede
definir conceptualmente: es una propiedad indefinible. Así pues, todas las éticas que
tradicionalmente han tratado de definir el bien han terminado fracasando (o
equivocándose, diciendo cosas como que el bien es el placer o el bien es lo útil, etc.). El
bien es una propiedad “simple”-carece de partes en las que se pueda descomponer-,
“irreductible” -no se puede explicar o entender desde otras propiedades distintas- y
“objetiva” -está o no está en una persona o en una cosa con independencia de lo que
nosotros creamos-. Que el bien no sea definible no implica sin más que sea incognoscible:
el bien -esa propiedad intrínseca de algunas personas o cosas- se conoce de un modo
“intuitivo”, es decir, la captamos en las cosas o en las personas de un modo directo e
inmediato (podemos equivocarnos, pero el error se debe entonces en que confundimos la
intuición del bien con algo distinto).

Además de la parte puramente teórica de la ética -que reposa sobre la tesis de que el bien
se intuye como una propiedad de algo- la propuesta de Moore incluye una parte práctica
en la que se aborda el problema de los “medios” para alcanzar el bien: ¿cómo se realiza
y alcanza el bien una vez captado intuitivamente? Los “medios” que conducen al fin, al
bien, sí son susceptibles de definición y de razonamiento; así en el razonamiento moral
se justifican unos medios como apropiados y se rechazan otros como inadecuados a la
hora de conseguir el bien que se busca lograr.

La propuesta ética de Moore, pese a su rigor y su claridad, contenía muchos aspectos


problemáticos -por ejemplo, ¿cómo se relacionan la parte teórica y la parte práctica de la
ética del bien?, etc.-, y por ello fue un tema de debate y discusión dentro de las éticas
propuestas en el marco de la filosofía analítica inglesa.

2. Bertrand Russell

2.1. Bases lógicas del saber científico

La propuesta filosófica inicial del reputado matemático Bertrand Russell (1872-1970)


fue la llamada “metafísica del atomismo lógico” (desarrollada después, con matices
nuevos, por su joven discípulo Wittgenstein). Dicho brevemente el atomismo lógico es
una teoría del conocimiento y una teoría de la realidad con una parte procedente de la
lógica y otra parte de carácter empirista; en su vertiente lógica este “atomismo” sostiene
que hay “proposiciones atómicas”, es decir, proposiciones que no se pueden ya
descomponer en otras proposiciones más simples (estas proposiciones marcan así el punto
final del proceso de la descomposición de las oraciones, el momento límite del análisis);
en su vertiente empírica esta propuesta afirma que a las proposiciones atómicas les
corresponde los hechos atómicos (hechos reales o mundanos que tampoco se pueden ya
dividir más).

Russell, además del planteamiento que se acaba de exponer, se propuso fundamentar el


conocimiento matemático -un conocimiento independiente de los hechos del mundo- a
partir de la lógica formal (desarrollada en el siglo XIX por autores como Frege, etc.). La
obra principal de este proyecto fue los Principia Mathematica publicada en 1910. Russell
explica que las proposiciones de la matemática forman un sistema deductivo cuyos
axiomas básicos proceden de la ciencia de la lógica (por ejemplo, el principio de
identidad, el de no-contradicción, el de tercero excluido, etc.). ¿Por qué se fijó Russell en
el conocimiento matemático (intentando para este una fundamentación en la lógica)?
Porque sigue, aunque con recursos nuevos, una vieja tradición pitagórica y platónica
según la cual “la Naturaleza está escrita en fórmulas matemáticas” (la estructura de la
realidad, está, según esta tesis tradicional, en último término en lo matemático, en lo
cuantitativo). El conocimiento matemático tiene, por lo tanto, un papel clave en el
conjunto del conocimiento. De todos modos -y volvemos de nuevo con la herencia del
empirismo inglés tan presente en la filosofía analítica- las ciencias de hechos -como la
física o la química- están también basadas en la experiencia sensorial (algo que resulta
claro cuando se realiza un experimento en el que se pretende probar tal o cual hipótesis
científica). La ciencia, por lo tanto, conjuga dos aspectos: uno lógico y matemático y otro
empírico y experimental; ambos son inseparables, se apoyan y se refuerzan entre sí, y si
uno de los dos falla el edificio de la ciencia se desmorona.

El conocimiento se plasma en una serie de proposiciones que se relacionan entre sí


constituyendo las distintas teorías científicas (el conocimiento tiene, pues, una entraña
lingüística –“conocer es nombrar”, en definitiva). Para que el enjambre de proposiciones
del conocimiento esté bien organizado es imprescindible acudir a la lógica: un lenguaje
formal perfecto gracias al cual se analiza, depura y ordena el lenguaje científico. El propio
concepto de “análisis” implica lo siguiente: hay proposiciones compuestas (los
“enunciados moleculares”) que pueden ser descompuestas sucesivamente hasta llegar a
proposiciones simples; estas últimas son “enunciados atómicos”, frases lógicamente
indivisibles. Un ejemplo clásico de proposición atómica es la que tiene la forma “S es P”:
en esta clase de enunciado se atribuye un predicado –“blanco”, “marrón”, “amarrillo”- a
un sujeto –“el gato que está sentado sobre la alfombra”-.

En su vertiente empirista Russell afirma que en la base del conocimiento hay


proposiciones empíricas que se refieren a hechos empíricos (hechos observables en la
experiencia sensible). Son estos hechos empíricos -su presencia o su ausencia- lo que hace
verdadero o falso un enunciado empírico (“el sol sale por el oeste”, por ejemplo). Hay,
así, en el conocimiento una estrecha y estricta correspondencia entre las proposiciones y
los hechos observables (siempre hechos particulares ubicados en unas concretas
coordenadas espaciales y temporales). ¿Qué explica en último término esta
“correspondencia” entre hechos y proposiciones? Este fue el tema del que se ocupó su
discípulo Wittgenstein en el libro que publicó en 1921.
El denominado “atomismo lógico” implicaba una “metafísica”, es decir, una
descripción general de cómo es la realidad, de cómo es el mundo. Sostiene Russell que el
mundo está integrado por hechos independientes que, además, se relacionan entre sí; los
hechos, además, son múltiples, particulares y cambiantes. Y estos hechos -cuando son
conocidos- se reflejan en proposiciones verdaderas. Esta propuesta filosófica enseguida
se encontró con una serie de problemas, algunos fueron rápidamente resueltos con éxito
pero otros quedaron sin resolver (mostrando así que este planteamiento es deficiente en
puntos concretos).

2.2. Paradojas insolubles

Hay tres tipos de proposiciones del lenguaje que son difícilmente explicables y
entendibles desde el atomismo lógico. Cada uno de estos tipos presenta por lo tanto una
paradoja que no se deja abordar satisfactoriamente dentro de este marco teórico. Los
herederos de Russell -por un lado, Wittgenstein, por otro el positivismo lógico del Círculo
de Viena- intentaron aportar para estas paradojas una solución apropiada. ¿Qué
proposiciones son las que plantean dificultades? Principalmente estas: las frases que
denotan hechos generales (por ejemplo “todos los cisnes son blancos”); las proposiciones
que se refieren a hechos negativos (por ejemplo, “Elvis no está vivo” o “La cuenta
corriente no está en números rojos”), y, por último, las proposiciones que se refieren a
creencia u opiniones de alguien (por ejemplo, “Pedro cree que hay vida en Marte” o
“Luisa cree que Elvis está vivo”, etc.). Estamos aquí, en definitiva, ante los puntos débiles
del atomismo lógico.

3. Ludwig Wittgenstein

3.1 Conocimiento y lenguaje

Wittgenstein (1889-1951) es -junto con Martin Heidegger- uno de los autores más
relevantes, influyentes y decisivos de la filosofía del siglo XX. El conjunto de su obra
filosófica está marcado por dos periodos diferenciados; en cada uno de esos periodos
encontramos un libro principal: a la primera etapa corresponde el Tractatus-logico-
philosophicus (1921) y a la segunda las Investigaciones filosóficas (publicado
póstumamente en 1953). A pesar de las grandes diferencias entre estos dos periodos hay,
de todos modos, un hilo conductor: la filosofía de Wittgenstein estuvo volcada siempre a
analizar el mismo campo temático. ¿Cuál? El lenguaje (suponiendo, pues, que si
entendemos profundamente en qué consiste el lenguaje podremos introducir claridad
sobre qué son y cómo son el resto de las cosas y situaciones del mundo).

¿Qué caracteriza globalmente a la primera etapa de su pensamiento filosófico?


Principalmente la tesis -común a la primera fase de la filosofía analítica- de que la entraña
última del lenguaje -y, con éste, la estructura misma del mundo- está en la lógica (una
ciencia formal a cuyo desarrollo contribuyó el mismo Wittgenstein, por ejemplo, ideando
el método de las tablas de verdad, etc.). En el Tractatus Wittgenstein afirma que solo hay
dos clases de proposiciones con pleno sentido: los enunciados de la lógica y la matemática
y los enunciados empíricos (referidos a los hechos del mundo); los enunciados lógicos y
matemáticos son siempre verdaderos -son lo que se denomina “tautologías”- pues su
verdad no depende de los sucesos mundanos ni de la experiencia sensorial, en cambio los
enunciados empíricos son verdaderos o falsos dependiendo de si ocurren en el mundo
tales o cuales hechos comprobables o verificables según algún procedimiento
observacional o experimental. El resto de los enunciados -por ejemplo, los de la poesía,
los juicios morales, las oraciones religiosas o las proposiciones de la filosofía-
simplemente “carecen de sentido” (y por lo tanto no pueden ser ni verdaderas ni falsas).
Volveremos sobre esto con más detalle en el apartado siguiente.

¿Qué caracteriza en general la segunda etapa de su obra? En primer lugar, Wittgenstein


rechaza enteramente la tesis -defendida inicialmente por él mismo- de que la lógica es la
entraña última del lenguaje y del mundo. La lógica, como mucho, puede ser relevante a
la hora de organizar y pulir el lenguaje de la ciencia, pero este último es solo un lenguaje
entre otros que no debe ser privilegiado en detrimento de los demás (por ejemplo, respecto
al lenguaje de la poesía, etc.). Tenemos, pues, como primera tesis del segundo periodo,
que hay múltiples “juegos de lenguaje” entre los cuales no hay que establecer de
antemano ninguna jerarquía o prioridad: en cada forma de vida, en cada tipo de actividad
en la que están involucrados los seres humanos (la ciencia o el arte, por ejemplo), se juega
a un juego de lenguaje en el que se emiten mensajes -actos de habla, conductas verbales-
siguiendo las reglas propias de ese juego. Por otra parte, ¿dónde reside el significado de
las palabras y las frases con las que nos comunicábamos? En su primera etapa
Wittgenstein sostenía que un enunciado únicamente tenía sentido si podría ser
“traducido” en el lenguaje formal y abstracto de la lógica; pero ahora de nuevo rechaza
por completo esta idea. El significado está, afirma ahora, en el uso de las palabras o las
frases en los distintos contextos de la vida (en los que son pertinentes unos concretos y
específicos juegos de lenguaje). En definitiva, la concepción del lenguaje del segundo
Wittgenstein es “pluralista” (hay muchos juegos de lenguaje trenzados con las distintas
formas de vida) y “pragmática” (el significado está en el uso de las palabras y las frases
por parte de unos agentes humanos que, previo aprendizaje, se comunican entre sí en
distintos contextos y con distintos propósitos -la meta del lenguaje científico es, por
ejemplo, distinta de lo que pretende el lenguaje de la poesía, pero ambos lenguajes son,
en su campo, igualmente legítimos). Supera así Wittgenstein la estrecha y estricta
concepción del lenguaje que había defendido –“obnubilado por la exactitud y precisión
del lenguaje formal de la lógica”- en su juventud.

Ampliaremos más estas ideas en los siguientes apartados, pero con lo expuesto ya está,
en el fondo, resaltado lo principal respecto a la propuesta filosófica de este autor.

3.2. El proyecto epistemológico del Tractatus

En general en el Tractatus-logico-philosophicus sostiene Wittgenstein que las


proposiciones del lenguaje “representan” hechos del mundo; también se puede acudir
aquí a la metáfora del espejo: el lenguaje refleja en su seno los hechos del mundo (y,
también, se podría comparar al lenguaje con una ‘pintura realista’ o con una ‘fotografía’).
Por esta razón, partiendo de una teoría representativa o especular o pictórica del lenguaje,
Wittgenstein concluye que el lenguaje primordial o prioritario es el lenguaje de la ciencia.
Fijémonos en una proposición empírica en la que se describen estados de cosas del mundo
-por ejemplo, por buscar una frase cotidiana “el gato está sobre la alfombra”-, ¿de qué
depende su significado? En parte depende de la presencia del referente: de si se da aquí y
ahora en el mundo el hecho referido por el enunciado (si es así el enunciado tiene
significado y además es verdadero). Pero esto no es lo principal: el significado de las
palabras y los enunciados sobre todo depende de que cumplan rigurosamente una serie de
condiciones lógicas (condiciones expuestas por las leyes lógicas que explican cómo los
conceptos se relacionan entre sí en el lenguaje de la ciencia). Llegamos así exactamente
al núcleo de lo que Wittgenstein defiende: si las proposiciones representan hechos -
teniendo por un lado significado y por otro pudiendo ser verdaderas- es porque hay una
estructura o forma común al lenguaje y al mundo. Y esta estructura o forma está
depositada precisamente en la lógica. Estamos aquí, por lo tanto, ante el supuesto
principal de la concepción representativa del lenguaje. La filosofía, por su parte, se
encarga de explicitar el conjunto sistemático de las condiciones lógicas que vinculan y
conectan el lenguaje con el mundo. Pero en este paso despunta enseguida un problema:
las proposiciones filosóficas en las que se pone de relieve el armazón lógico común a las
proposiciones y los hechos ¿tienen a su vez significado? ¿O tal vez, paradójicamente,
carecen de significado (pues no son ni proposiciones empíricas que se refieran a hechos
del mundo ni tampoco enunciados lógicos o matemáticos)? ¿Cómo resuelve -o, mejor,
cómo intenta resolver- Wittgenstein esta enorme paradoja? Volveremos sobre ello al final
del apartado. Ahora nos fijaremos en otros aspectos de lo que se expone en el libro de
1921.

En su atomismo lógico Russell sostenía que la unidad mínima de significado está en la


palabra o el concepto aislado (por ejemplo, “árbol”, “mesa”, “electrón”, “triángulo”).
Wittgenstein discrepa de esta tesis: un concepto tiene un significado completo y preciso
sólo cuando está integrado en una proposición. Así pues, la unidad básica de significado
es el enunciado o el juicio.

Profundizando en este tema propuso Wittgenstein lo que se denomina una teoría


“pictórica” del significado de la proposición. Esta teoría pretende explicar cómo los
enunciados logran referirse con éxito a los hechos del mundo; para ello compara una
proposición con un “cuadro realista” -en el que se busca una copia exacta de un modelo:
tomemos como ejemplo un retrato de una persona, en él cabe indicar que tal porción
representa la nariz y tal otra representa la boca o los ojos (representar significa aquí
sustituir, estar por algo o estar en vez de algo). ¿Por qué, pregunta Wittgenstein, una
proposición “pinta” un hecho del mundo de un modo reconocible? Porque, como antes
expusimos, el lenguaje y el mundo, en el fondo, comparten una idéntica forma lógica. Por
esta razón la lógica tiene un papel principal y ocupa un lugar fundamental: en ella se
encuentra nada menos que la explicación última del conocimiento de la verdad (gracias a
proposiciones con un significado preciso y exacto) y la explicación completa de la
realidad en su organización general.

Wittgenstein considera, cuando desarrolla esta teoría del lenguaje, que hay dos tipos de
proposiciones provistas de significado: la proposiciones formales y abstractas de la lógica
y la matemática y, además, las proposiciones empíricas referidas a hechos del mundo
(estamos aquí, por lo tanto, ante el lenguaje de la ciencia). Cuando están bien formadas y
correctamente relacionadas las proposiciones lógicas y matemáticas son siempre
verdaderas: son tautologías (verdades a priori cuya validez no depende de ningún suceso
mundano). En cambio, una proposición empírica no es siempre verdadera, su verdad
depende de si actualmente se da el hecho que ella representa (asume en este punto
Wittgenstein una tesis del empirismo inglés: es la experiencia observacional de los
sentidos la que determina en último término la verdad o la falsedad de una proposición
científica).

Dejamos antes pendiente un problema o una paradoja: los enunciados filosóficos


exponen la forma lógica común al lenguaje y al mundo; sin embargo, estos peculiares
enunciados no son ni los propios de la lógica ni tampoco son enunciados empíricos. En
coherencia con sus tesis iniciales Wittgenstein concluye que los enunciados filosóficos
carecen de sentido o de significado (por lo cual, por otra parte, no puede ser declarados
ni verdaderos ni falsos, entre otras cosas porque ellos enuncian las condiciones de que
algo sea o verdadero o falso). ¿Cómo sale de este monumental enredo? Introduciendo una
curiosa distinción entre lo dicho y en el lenguaje y los mostrado por el lenguaje. En el
lenguaje lógico-matemático y en el lenguaje científico se dice algo, se pinta o fotografía
o representa algo. En cambio, el lenguaje de la filosofía -encargado nada menos que de
señalar la estructura común al mundo y al lenguaje- no dice nada, no representa nada.
¿Entonces, qué hace este peculiarísimo lenguaje? Solo “muestra” esa forma o ese
armazón compartido por proposiciones y hechos. Esta ingeniosa distinción entre lo dicho
en el lenguaje de la ciencia y lo mostrado por el lenguaje de la filosofía no convenció a
todos, más bien originó encendidos debates: Russell no la aceptó, y en el Círculo de Viena
encontró unos pocos partidarios y bastantes detractores (todos reconocían la genialidad
de Wittgenstein, pero dudaban de que su distinción resolviera realmente el problema
planteado).

Por último, puede destacarse que en la parte final del libro de 1921 afirma Wittgenstein
que no todo puede decirse en el lenguaje de la ciencia, o que no todo cabe en el estrecho
molde de la lógica: aunque sea “fuera” del mundo de los hechos reconoce que hay también
lo que denomina “lo místico”, es decir, lo “inexpresable lingüísticamente”; así la ética, la
estética, la religión, por ejemplo, apuntan hacia eso que se sitúa más allá de la frontera de
lo que puede ser conocido y verificado científicamente. Y eso, sostiene Wittgenstein, no
puede sin más desdeñarse y rechazarse: tiene, al menos vitalmente, mucha importancia.

3.3. Conocimiento y juegos de lenguaje

Después de publicar en 1921 el Tractatus-logico-philosophicus Wittgenstein empezó,


primero poco a poco, después de un modo más tajante, a distanciarse de su posición inicial
hasta llegar rechazarla por completo. Sus rotundas afirmaciones iniciales -la lógica es el
molde común al lenguaje y al mundo, sólo tiene sentido y sólo puede ser verdadero el
lenguaje de la ciencia, etc.- le parecían ahora, años después de afirmarlas, precipitadas,
exageradas, rígidas, demasiado estrechas. En vez de venerar el lenguaje puro, pulcro e
idealizado de la lógica empezó a fijarse -por ejemplo, en un periodo en el que trabajó
como “maestro de escuela”- en el lenguaje cotidiano, ese lenguaje común y corriente en
el que los seres humanos se comunican en distintas y variadas situaciones vitales cuando
llevan a cabo una serie de tareas. ¿No es este lenguaje polisémico, público, dialogal, el
lenguaje básico y primordial? Esta nueva orientación -en la que se abandona la primacía
de la lógica en favor de los múltiples lenguajes que actúan en la vida cotidiana- cuajó
finalmente en su último libro, titulado Investigaciones filosóficas, publicado
póstumamente en 1953. Muchos autores de la “filosofía analítica” -sobre todo los
entonces más jóvenes- se sintieron atraídos por este innovador planteamiento y, cada uno
aportando unos peculiares matices, se adentraron en esta línea de indagación (por
ejemplo, Ryle, Austin, Strawson, Searle, etc.).

Lo primero en lo que insiste ahora Wittgenstein es en negar una y otra vez que exista
algo así como el Lenguaje, escrito con mayúsculas. Lo que hay son múltiples lenguajes
irreductibles entre sí y esto es algo que debe respetarse escrupulosamente. Es cierto que
la filosofía debe intentar, hasta donde pueda, decir algo relevante sobre el “lenguaje en
general”, pero sin perder nunca de vista que esto es una abstracción que no debe
confundirse con la realidad: los diversos lenguajes que son hablados o escritos en los
distintos contextos de la vida social en los que los seres humanos están implicados. ¿Qué
es, pues, el “lenguaje”? Propone Wittgenstein compararlo con un “juego” -por el ejemplo
el ajedrez o algo de este estilo. Cuando, en el seno de una actividad cultural, por ejemplo,
científica o artística, hablamos o escribimos, estamos jugando a un juego, es decir:
realizamos jugadas que siguen unas determinadas reglas (en el caso del lenguaje hay
reglas sintácticas, semánticas y pragmáticas). Con esta tesis principal –“el lenguaje es
como un juego”- Wittgenstein pretende subrayar que los lenguajes no flotan en el vacío:
están siempre incardinados en y entrelazados con formas de vida sociales y culturales
concretas; por esta razón por importantes que sean las reglas gramaticales del lenguaje -
las reglas sintácticas y semánticas- resultan al final decisivas las reglas pragmáticas: las
reglas de uso de las frases en los contextos de la vida ordinaria (esto, entre otras cosas,
explica por qué el modo óptimo de aprender un idioma extranjero es, precisamente,
practicarlo “in situ”). En definitiva, y esta es la primera tesis del segundo Wittgenstein,
el “lenguaje” es un enjambre de juegos complejos y cambiantes provistos de una serie de
reglas de uso, unos juegos que están entretejidos con las actividades que desempeñan los
seres humanos en su vida mundana.

Wittgenstein -como hará también Martin Heidegger- afirma que no hay un mundo ideal
y verdadero, un mundo trascendente, inmutable y permanente, idéntico y universal, eterno
y seguro, un mundo perfecto y acabado que se apoye en un fundamento definitivo al que
se accede a través de un lenguaje especial (por ejemplo, el lenguaje conceptual organizado
desde la lógica). La idea de un mundo así -un mundo que repose sobre entidades
autosuficientes como Dios o el Hombre- es una creencia de la tradición occidental desde
Platón (el cual suponía que había un reino ideal de esencias que formaban una trama
piramidal que lo explica todo). Pero en el siglo XX esa creencia en lo Absoluto se ha
desvanecido. El mundo es inestable, incierto, complejo, cambiante, y nada nos indica en
serio que repose sobre un Fundamento absoluto. Traducido todo esto al plano del lenguaje
resulta lo siguiente: los juegos de lenguaje -trenzados con las formas socioculturales de
vida- nacen un día, se desarrollan y al final, por agotamiento, perecen y son sustituidos
por otros distintos en un ciclo sin fin.

Volvamos ahora con la teoría del significado del lenguaje propuesta por Wittgenstein en
su segunda etapa. En su primer libro, publicado en 1921, el significado de las
proposiciones empíricas está en su referente, en un hecho particular del mundo; esta
semántica referencialista es el núcleo de la teoría pictórica o representacional del
lenguaje. Pero en su segunda etapa Wittgenstein es más cauto: esta teoría vale, en efecto,
para algunos tipos de lenguaje -por ejemplo, el lenguaje de la ciencia- pero no es una
norma de obligado cumplimiento para todos los lenguajes en su inmensa variedad y
riqueza. ¿En qué consiste entonces el significado de las palabras y de las frases (sean
orales o escritas)? El significado se define y se concreta en el uso; por lo tanto, los
mensajes que intercambian los seres humanos en el seno de las actividades que
desempeñan son jugadas en un juego de lenguaje en el que el uso está determinado por
reglas. Desde luego esta tesis -el significado reside en el uso- es mucho más amplia y
versátil que la que Wittgenstein defendió en un primer momento: hay, sin duda, un uso
“pictórico” del lenguaje (cuando las proposiciones representan hechos), pero hay también
muchos más usos legítimos (por ejemplo, el uso poético o literario, el uso persuasivo de
la retórica política, el uso moral en el que decimos que algo es bueno o malo, etc.).

Una de las implicaciones de la tesis de que el significado se resuelve en el uso es que las
palabras y las frases son polisémicas, siendo el contexto el que estipula cuál es el
significado pertinente y apropiado en cada caso y ocasión. El significado, por lo tanto, no
solo depende del referente, también depende del contexto.

¿Cuál es, según la segunda propuesta de Wittgenstein, el cometido de la filosofía? Por


un lado, se encarga describir y clarificar el lenguaje en la variedad de sus usos. Por otro
lado, se ocupa de prevenir y de evitar cualquier intento de reduccionismo: por ejemplo,
cuando se pretende reducir la multiplicidad del lenguaje a una unidad, o cuando se trata
de considerar que hay un único lenguaje privilegiado que debe imponerse sobre los
demás, o cuando se cree que hay que eliminar la polisemia en favor de los significados
unívocos, etc. La filosofía, así, tiene que contribuir a que se asuma que no hay una esencia
fija del lenguaje y, tampoco, una esencia permanente del mundo; tiene, pues, que enseñar
a que se respete la pluralidad, complejidad y mutabilidad del lenguaje, pues todo esto son
rasgos positivos, no algo que hay que combatir y eliminar a toda costa.

Si el significado de palabras y frases está en los juegos de lenguaje incardinados en


formas de vida, ¿qué dice ahora Wittgenstein sobre la cuestión de la verdad? En su
primera obra definía la verdad como la correspondencia exacta entre las proposiciones y
los hechos, algo que encaja a la perfección con una teoría pictórica o representativa del
lenguaje. Pero una vez se reconoce, como ocurre en su segunda etapa, que hay muchos
juegos de lenguaje ¿cómo puede entenderse qué sea la verdad? En principio, la verdad es,
ante todo, el acuerdo o el consenso de los jugadores sobre la validez de las frases que se
emiten o que circulan por el espacio común; en situaciones normales no cabe, por otra
parte, ni un acuerdo unánime ni tampoco un desacuerdo completo: y en este punto
intermedio, en esta línea de equilibrio, se mueve precisamente la verdad. La verdad, por
lo tanto, es un acuerdo entre los participantes en un juego de lenguaje en parte firme y
estable -erigiéndose en un vínculo que aglutina una comunidad- y en parte frágil e
inestable -un consenso consolidado puede deshacerse si hay motivos o razones para ello,
y así, cabe alcanzar después otro acuerdo distinto sobre qué se acepta como verdadero y
se rechaza como falso (y así sucesivamente pues no hay un acuerdo definitivo que nunca
pueda ser revocado y revisado). Una vez dicho esto, Wittgenstein añade una
puntualización importante: en última instancia los procedimientos concretos para fijar lo
verdadero y descartar lo falso (o distinguir lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo, etc.)
son internos y específicos de cada juego de lenguaje; el procedimiento por el cual se
concluye, aunque sea provisionalmente, que una película es una obra maestra del cine es
distinto del que actúa en el caso del conocimiento científico o en el de una decisión
política, etc. En definitiva: la verdad de las frases es el precipitado, en parte fijo y en parte
móvil, del acuerdo o consenso de una comunidad implicada en una forma de vida y en un
juego de lenguaje que incluye maneras específicas de verificar sus contenidos, de
comprobar su validez.

En conclusión, Wittgenstein en su segundo periodo, afirma que la filosofía describe los


juegos de lenguaje, define el significado de palabras y frases como su uso reglado y
entiende que la verdad es un consenso vinculante para una comunidad que puede
eventualmente ser modificado. Por otro lado, la filosofía se afana en contrarrestar los
constantes intentos de homogeneizar y estabilizar el lenguaje atándolo a un fundamento
fijo y definitivo (por ejemplo, cuando se postula un universo de esencias idénticas y
eternas que tiene que ser alcanzado por el conocimiento, etc.). No hay un Fundamento,
no hay ningún Absoluto al que agarrarse. Por último, la filosofía posee un papel crítico
que la conduce a alentar los cambios, las reformas en los juegos de lenguaje vigentes; sin
embargo, este papel crítico tiene que entenderse bien con el fin de no exagerar el modesto
papel de la filosofía: no es la filosofía la que, ella sola, efectúa el cambio en un juego de
lenguaje, éste cambio, cuando se gesta o cuando cristaliza, proviene de su dinámica
propia, son las propias formas de vida las que según se van desprendiendo del lastre del
pasado que las anquilosa y agarrota se abren a la novedad de un acontecimiento en el que
resultan profundamente transformadas. La filosofía puede, tal vez y en el mejor de los
casos, preparar la llegada de ese acontecimiento, aprestar la apertura de un paradigma
nuevo, pero no le corresponde realizar por sí sola esa transformación que compete a las
propias formas de vida entretejidas con sus propios juegos de lenguaje.
Tema 8. La nueva filosofía de la ciencia: el Círculo de Viena, Popper, Kuhn,
Feyerabend

1. El Círculo de Viena

En el conjunto del tema se estudiará la reciente transformación en la concepción de


la ciencia: un cambio que se inició en la segunda mitad del siglo XX y que aún hoy está
en marcha en varias direcciones. La concepción vigente de la ciencia hasta el inicio de la
transformación a la que acabamos de aludir procede, en sus rasgos principales, de la
primera modernidad (Galileo, Descartes, etc.); está, por otro lado, estrechamente
relacionada con la tecnociencia -es decir, con la aplicación técnica del conocimiento
implicada en las distintas revoluciones industriales modernas. La ciencia -además de
susceptible de implementación en aparatos técnicos de uso industrial- se concebía, según
su concepción tradicional, como un conocimiento neutral puramente “objetivo”, un
conocimiento que se va acumulando en un progreso lineal y ascendente hacia una verdad
absoluta, completa, definitiva. ¿Por qué la ciencia es el conocimiento cierto y seguro de
la verdad de las cosas? La respuesta de la concepción moderna es esta: la ciencia debe su
fiabilidad a que posee un método infalible (esta era una de las tesis básicas de Descartes
que se ha mantenido invariable hasta nuestros días). La ciencia, y esta es la idea central
que remata y culmina lo que se acaba de decir, reposa sobre un Fundamento firme que
garantiza su absoluta validez (en Galileo, Descartes o Newton este fundamento es “Dios”,
en Kant el “Sujeto humano”, y, ya en el siglo XX, en el marco de la Filosofía Analítica,
el fundamento es el Lenguaje perfecto y exacto de la Lógica).

Esta concepción moderna de la ciencia ya no es unánimemente aceptada en la


actualidad (aunque sigue siendo la concepción más habitual: la que está inscrita en nuestro
colectivo “sentido común”, en los tópicos aceptados mayoritariamente por todos
nosotros). Pero antes de señalar -hacia el final del tema- en qué direcciones se está
lentamente modificando expondremos una de las últimas elaboraciones de la concepción
de la ciencia propia de la era moderna del mundo: la propuesta por el Círculo de Viena;
los autores que se agruparon en esta escuela -fueron muchos, por ejemplo, Schlick,
Carnap, Neurath, etc.- seguían la estela de Russell y Wittgenstein, y, en general,
defendieron una posición que se denomina “empirismo lógico”. Según esta corriente la
ciencia -como prototipo del conocimiento verdadero de la realidad- tiene su fundamento
en dos pilares: los hechos evidentes de la experiencia sensible y el lenguaje perfecto de
la lógica; estas dos vertientes del conocimiento están enlazadas en el método de
verificación de las teorías científicas: un método hipotético-deductivo y, también,
experimental.

El Círculo de Viena tuvo inicialmente como libro de cabecera el escrito publicado por
Wittgenstein en 1921: el Tractatus-logico-philosophicus. Partiendo de aquí propusieron
dos grandes tesis: una teoría verificacionista del significado del lenguaje de la ciencia y
la tesis de que hay una única ciencia legítima que debe estar expuesta en un único
lenguaje.
En el surgimiento del Círculo de Viena tuvo una influencia central el primer libro de
Wittgenstein. En éste se proponía una teoría “lógica” del lenguaje y de la realidad; según
ella solo la ciencia está organizada según proposiciones con un sentido o un significado
preciso, proposiciones que por ello pueden alcanzar una verdad segura apoyada en los
hechos del mundo. La idea central de Wittgenstein -presente también en otro inspirador
de esta corriente: Russell- es que la Lógica marca la estructura común al lenguaje del
conocimiento y al mundo de los hechos (un mundo que se refleja o representa en ese
lenguaje privilegiado). Se postula así un completo “isomorfismo”: la realidad y el
lenguaje comparten, nos dice Wittgenstein, una “forma” idéntica; y esta forma común
está “mostrada” por la lógica. Esta propuesta tiene una serie de consecuencias, de todas
ellas destacaremos ahora dos: a) las proposiciones que no se pueden traducir al lenguaje
exacto y perfecto de la lógica simplemente carecen de sentido, y no son, por ello, ni
verdaderas ni falsas (así, por ejemplo, las frases de la ética -un juicio de valor- no tienen
sentido alguno: solo posee significado auténtico el lenguaje de los hechos, el lenguaje de
la ciencia); b) la filosofía se concentra en llevar a cabo un análisis lógico del lenguaje; así
pues la ciencia habla de la realidad, de los hechos que respaldan las proposiciones con
significado, y la filosofía se refiere al lenguaje (¿cón qué propósito? La filosofía tiene
como meta esclarecer, gracias a la lógica, el lenguaje de las ciencias empíricas, el lenguaje
que describe los hechos observables).

Partiendo de aquí en el Círculo de Viena, por un lado, se propuso una teoría


verificacionista del significado y, por otro lado, se forjó el proyecto de unificar el lenguaje
de la ciencia con el fin de evitar su dispersión (se trataba, así, de intentar articular una
ciencia única sostenida sobre un único método, etc.).

La teoría verificacionista del lenguaje conceptual de la ciencia afirma que el lenguaje


en general solo tiene sentido o significado si cumple dos requisitos: a) si cumple
escrupulosamente con las leyes lógicas (algo que se comprueba traduciendo una serie de
proposiciones al lenguaje formal de la lógica matemática); b) si es verificable. ¿Qué
significa que una oración o un enunciado sea “verificable”? Que se pueda encontrar para
ella algún tipo de prueba empírica (por ejemplo, en un experimento de laboratorio). La
tesis de fondo de la teoría verificacionista del significado del lenguaje es, por lo tanto, de
carácter “empirista”: las proposiciones de la ciencia reposan, en último término, en la
observación de los hechos, es decir, en la experiencia sensible.

En el Círculo de Viena secundaban la idea tradicional -surgida en los albores de la


modernidad- de que el conocimiento se organiza recogiendo una serie de “leyes” que
reflejan el orden regular, recurrente y constante, de la realidad (estás leyes, además,
permiten predecir sucesos futuros y están expresadas en cantidades, en medidas
matemáticas). Por otro lado, en la ciencia hay dos tipos de leyes: leyes teóricas y leyes
empíricas. Las leyes teóricas son leyes deductivas -pues parten de lo universal y se dirigen
hacia lo particular- e incluyen conceptos no-observacionales (por ejemplo, “átomo”,
“electrón”, etc.; de los referentes de estos y otros conceptos nunca se tiene una
observación directa). Las leyes empíricas son inductivas -parten de lo particular y apuntan
desde aquí hacia lo universal- y contienen exclusivamente conceptos observacionales
(conceptos que se refieren directamente a hechos accesibles a los registros sensoriales).
Por lo tanto, la ciencia cuaja en el punto de encuentro y de mutuo refuerzo entre estos dos
tipos de leyes: unas puramente teóricas y otras leyes enteramente empíricas. Puesto que
la teoría de la ciencia del Círculo de Viena además de unas tesis “logicistas” -en las que
se afirma que todo debe poder ser traducible al lenguaje sintáctico de la lógica- defiende
unas tesis “empiristas” ocurre, al final, que las leyes empíricas son la base del
conocimiento.

Una de las medidas estrella del programa general del Círculo de Viena consistía en
perseguir a toda costa la unificación de la ciencia. Ante el riesgo de dispersión de las
especialidades y las disciplinas científicas soñaban con una ciencia única y homogénea:
un gran sistema organizado deductivamente que reuniera todos los conocimientos, todas
las leyes, en uno solo. El proyecto -nunca completado, solo anunciado- de unificar la
ciencia pretendía conjuntar en un solo plano tres líneas:

- Si la ciencia es única, y puesto que el conocimiento se plasma en el lenguaje, la


ciencia unificada tiene que estar expuesta en un único lenguaje universal. Pero,
¿cuál es ese lenguaje tan peculiar? Se trata del lenguaje puro, ideal y exacto de la
lógica. Por eso, diversos autores del Círculo de Viena intentaron ir traduciendo
distintas series de proposiciones de la ciencia en el lenguaje formal de la lógica.

- Si la ciencia es única tiene que haber, además de un lenguaje idéntico para todos
los conocimientos, un único método científico legítimo; este método debe
permitir verificar las distintas hipótesis científicas, es decir: tiene que permitir
distinguir sin margen de error las teorías verdaderas de las teorías falsas. Y ¿cuál
es el método por excelencia de la ciencia? El método hipotético-deductivo y
experimental (el método de la física, en definitiva).

- Si la ciencia es única, habla un único lenguaje y se desarrolla aplicando un único


método, la realidad -el referente del conocimiento, eso que éste refleja o
representa- tiene que ser también única y homogénea. Por eso en el Círculo de
Viena se sostuvo una tesis “fisicalista”: todos los hechos del mundo o son hechos
físicos o dependen de los hechos físicos (así, los hechos psíquicos que estudia la
psicología, los hechos sociales que investiga la sociología, o los hechos históricos
en los que indaga el conocimiento histórico tienen que ser, para poder ser
científicamente conocidos de un modo satisfactorio, reducidos a hechos físicos -
una tesis esta, obviamente, muy discutida y discutible).

Por lo tanto, el programa de una ciencia unificada -una mera aspiración nunca lograda-
pretendía conjugar estas tres vías: la ruta de la lógica del lenguaje, la del método único y
la tesis reduccionista del fisicalismo.

En términos generales el Círculo de Viena profesaba una radical “fe cientificista” propia
de una parte significativa de la modernidad. Según esta “fe” -similar a la fe religiosa
aunque pretende acabar con cualquier atisbo de religiosidad- solo la ciencia alcanza la
verdad, una verdad objetiva, necesaria y universal, racional (en una vertiente de la
modernidad, por lo tanto, la fe en un Dios único se sustituyó por la fe en una única ciencia
capaz de reflejar y capturar lo absoluto). Todas las demás esferas de la cultura -por
ejemplo, el arte, la moral, la política, la religión- son consideradas algo irracional,
secundario, subordinado, superfluo, irrelevante; por ejemplo, los juicios morales sobre el
bien o los juicios estéticos sobre la belleza no son propiamente juicios sobre hechos que
puedan ser verificados científicamente o traducidos al lenguaje de la lógica, por lo tanto
deberían ser abandonados (algo que, tarde o temprano, tendrá que ocurrir si es que hay
progreso en la historia). Si la humanidad progresara suficientemente esas esferas
culturales terminarían siendo superadas como restos de una humanidad primitiva y
embrutecida. En una cultura ideal únicamente existiría la ciencia y el conjunto sus
aplicaciones técnicas y, así, la vida social entera estaría felizmente organizada y
gobernada por la pura y neutra racionalidad tecnocientífica. Este es el sueño del
empirismo lógico, el sueño de los autores del Círculo de Viena (pero, ¿no decía ya Goya,
que a veces “los sueños de la razón producen monstruos”?).

2. Popper

Popper comenzó realizando una crítica de la concepción de la ciencia propuesta por el


Círculo de Viena (la teoría del “empirismo lógico”). Su planteamiento, por ello, incluye
algunos pasos hacia una concepción distinta de la actividad científica: es, pues, un autor
que constituye una bisagra entre la vieja filosofía de la ciencia -la del Círculo de Viena-
y la nueva filosofía de ciencia -Kuhn, Feyerabend, etc.

En primer lugar, Popper elaboró una crítica del método inductivo, un método
defendido con ahínco por el Círculo de Viena. Popper razona así: si las leyes de la ciencia,
como se afirma tradicionalmente, son leyes universales y necesarias (y por ello se
plasman en la forma lógica “Todos los x son y”) la inducción no basta para justificar
satisfactoriamente la validez íntegra de una hipótesis científica. ¿Por qué ocurre esto? La
inducción consiste en ir fijando leyes generales a partir de la repetida observación de
casos particulares; pero, por definición, esta inducción es siempre incompleta, por lo
tanto, nunca puede justificar la validez de una ley necesaria y universal. La principal
consecuencia de este argumento es que las hipótesis científicas nunca pueden ser
enteramente verificadas acudiendo a la experiencia sensorial de los sucesos particulares
del mundo. Por otro lado, una de las tesis centrales del Círculo de Viena -la teoría
verificacionista del significado de las proposiciones de la ciencia- se ve seriamente
afectada por la insuficiencia del método inductivo puesta de relieve por Popper; y esta
teoría del significado -según la cual sólo lo que podía ser confirmado por la experiencia
de los hechos tiene sentido- es la que permitía al Círculo de Viena distinguir las
proposiciones científicas de las proposiciones “metafísicas”: las proposiciones con un
significado verificable y las proposiciones carentes de sentido y por ello fuera de la verdad
y la falsedad. Por lo tanto, y con ello llegamos al segundo gran tema del que se ocupó
Popper, si la teoría verificacionista del significado cae una vez se constata la insuficiencia
del método inductivo, hay también que revisar a fondo la manera en que se “demarca” -
se diferencia, se distingue- lo que es científico de lo que es ajeno a la esfera del
conocimiento.

Una teoría científica -en tanto integrada por leyes universales y necesarias- no puede
ser empíricamente verificada. Esto es lo que Popper concluye de su discusión del alcance
del método inductivo. Pero, entonces, ¿cómo distinguir la ciencia de la pseudociencia?
¿Cómo y por qué diferenciamos la astronomía de la astrología, la química de la alquimia,
la psicología de la pasapsicología, etc.? Tal vez, dice Popper, las hipótesis de la ciencia
no se pueden verificar directamente y de un modo completo -porque, como hemos dicho,
la inducción de lo general desde lo particular nunca es concluyente-, pero sí sucede, y es
lo que Popper defiende con insistencia, lo siguiente: se puede refutar de un modo
definitivo una hipótesis inicial, basta con dar con un caso particular que no cumpla una
ley universal para que esta ley tenga que ser descartada. Así pues, si una ciencia predice
un hecho particular y, cuando se realizan los oportunos experimentos, ese hecho es
distinto del esperado la hipótesis de la que se partía resulta anulada y, por ello, expulsada
del sistema del conocimiento. Popper acude aquí al ejemplo de Einstein; según la física
relativista la gravedad causa una curvatura en los rayos de luz, por eso diseñó un
experimente que se llevó a cabo en 1919: observando un eclipse se constató que la luz se
curvaba. Este hecho tan curioso no verifica enteramente la teoría o la hipótesis de
Einstein, pero, por una parte no la refuta, lo cual ya es meritorio, y, por otra parte, este
hecho pone en tela de juicio un aspecto central de la física de Newton (pues en sus
coordenadas no hay explicación alguna para este fenómeno).

El problema que llama la atención de Popper, como ya se ha señalado, es el de la


demarcación entre la ciencia y la pseudociencia. El Círculo de Viena lo resolvía
combinando los siguientes elementos: el análisis lógico del lenguaje científico, la teoría
verificacionista del significado de las proposiciones de la ciencia y el método inductivo
como último recurso para la validación empírica de las teorías. Popper rechaza en su
conjunto esta propuesta pues le parece deficiente. ¿Qué propone entonces? El criterio,
sostiene, de demarcación está en la “falsabilidad”. Para llegar a él Popper estudia cuál es
el método de la ciencia, indaga en lo que denomina la “lógica de la investigación
científica”. ¿Cómo procede la ciencia? ¿cuáles son las reglas que sigue su método? En
primer lugar, formula -en enunciados universales (“Todos los x son y”)- hipótesis,
después deduce de ellas un enunciado particular referido a hechos del mundo que son
alcanzables a través de la experiencia, y, por último, se afana en buscar incansablemente
casos particulares que no encajen con lo que predice la teoría de la que se parte; si la
investigación científica se topa con un hecho refutador entonces se abandona la hipótesis.
Y mientras tanto no se encuentre un hecho de estas características se considera que la
hipótesis que aún no ha sido refutada es una ley que forma un sistema con otras leyes
incluidas en el conocimiento. La actitud científica, insiste Popper, es antidogmática: el
auténtico científico -como Einstein en 1919- se empeña en buscar un hecho que pruebe
la falsedad de su teoría -por el contrario, la actitud dogmática pretende blindar una
hipótesis evitando cualquier contacto con un hecho que pueda desmentirla. Por lo tanto,
y esta es la conclusión de Popper, una teoría es científica si puede ser falsada. En
definitiva, el criterio de demarcación está en el principio de falsabilidad. Y si la ciencia
es falsable es porque el conocimiento es falible, es porque no hay una verdad definitiva,
una verdad que se pueda asegurar de una vez por todas y para siempre; sólo las ideologías
se consideran infalibles porque, eso creen, no hay nada capaz de refutarlas.

La ciencia es un sistema integrado por proposiciones; ¿qué clases de proposiciones


componen la ciencia? Popper afirma que hay por un lado enunciados teóricos y por otro
lado enunciados observacionales. Los enunciados teóricos son proposiciones universales
(por ejemplo, “todos los electrones tienen una carga eléctrica negativa”) y contienen
conceptos que se refieren a aspectos de la realidad que no son directamente perceptibles
(en el ejemplo anterior el concepto de “electrón”). Los enunciados observacionales son
proposiciones particulares que se refieren al darse aquí y ahora -en el espacio y en el
tiempo- de un hecho y suceso concreto accesible a la experiencia sensorial. Ambas clases
de proposiciones son importantes, pero los llamados enunciados observacionales tienen
un papel clave en el crucial asunto de la contrastación de las teorías científicas y, por eso,
se los denomina también “enunciados básicos”. La contrastación o la corroboración de
una hipótesis científica se lleva a cabo según dos vías: por una parte, la verificación (la
cual es insuficiente porque la inducción es siempre incompleta), por otra parte, la
falsación (la cual es preferida por Popper porque tiene un carácter definitivo: si un hecho
desmiente una teoría ya no hay marcha atrás, la teoría falsada ya no puede ser
científicamente aceptada). Para que las proposiciones que forman la ciencia no vayan
simplemente como dos series que discurren en paralelo tiene que aclararse qué clase de
relación hay entre los enunciados teóricos y los enunciados observacionales. Y a este
respecto sostiene Popper que la relación entre ellos es deductiva: cada ciencia tiene que
fijar entre esas dos clases de proposiciones un razonamiento lógico que va desde lo
universal hasta lo particular. Ahora bien, esto introduce una peculiar dificultad. El Círculo
de Viena -con su empirismo lógico- afirmaba que los enunciados empíricos -las
proposiciones observacionales- no solo están aislados unos de otros -y por eso los
llamaban, siguiendo a Russell y Wittgenstein, “proposiciones atómicas”- sino que son
independientes enteramente de los enunciados teóricos (y, por eso, lo que postulaban es
que había un punto ideal en el que la deducción coincidía con la inducción). Pero Popper
no puede aceptar estas dos tesis del Círculo de Viena (por eso su propuesta filosófica
comenzó señalando la insuficiencia del método inductivo, etc.). Por lo tanto, y de un
modo coherente, Popper se ve llevado a decir que la observación de los hechos que se
recoge en los enunciados perceptivos está predefinida por la teoría científica, por la
hipótesis que se intenta contrastar; es decir: a la postre los hechos científicos solo se
captan a la luz de las teorías que se refieren a ellos. Ocurre, así, que Popper desdibuja la
diferencia entre los enunciados teóricos y los enunciados observacionales, esta diferencia
deja de ser tajante, nítida. Pero entonces, ¿cómo un enunciado observacional puede
ejercer el crucial papel de presentar un hecho particular que falsee o refute una hipótesis
si los enunciados observacionales dependen -a través de un razonamiento deductivo- de
los enunciados teóricos? Popper se dio cuenta de que aquí hay un difícil problema; la
única respuesta que fue capaz de dar dice que es la comunidad científica la que acuerda,
en sus debates sobre las hipótesis que se van proponiendo, qué acepta y qué no como un
“enunciado básico” capaz de servir de piedra de toque para la contrastación o
corroboración de las teorías; es decir: la aceptación de los enunciados básicos y de los
hechos que representan es convencional, depende no tanto de la realidad de los hechos,
sino, sobre todo, de un convenio o una decisión de los científicos. Pero, ¿no significa esto
abrir la puerta a la arbitrariedad? ¿No socaba esta tesis la “racionalidad” que se suele
atribuir a la actividad científica?

Popper ha tratado de entender en su raíz el desarrollo histórico del conocimiento. Este


aspecto de la ciencia era descuidado o desconsiderado por la teoría tradicional del
conocimiento pues siempre se sostenía que la ciencia es en el fondo infalible (como
creían, por ejemplo, Descartes o Kant). Sin embargo, Popper subraya que la ciencia es
falible, que su verdad es siempre provisional, que nunca es definitiva. ¿Cómo, por lo
tanto, se desarrolla el conocimiento? A través de una reiterativa secuencia de conjeturas
y refutaciones (o falsaciones). Dentro de la ciencia se formulan conjeturas significativas,
es decir, se proponen hipótesis orientadas a descubrir aspectos nuevos de la realidad. Y,
después, el esfuerzo racional de la ciencia se concentra en buscar su refutación
localizando un hecho particular que desmienta la hipótesis inicial (la falsación, por lo
tanto, es una corroboración o una contrastación negativa). Así, por lo tanto, se acepta
como verdadera aquella teoría que aún no ha sido falsada, que aún no ha podido ser
refutada. Popper, además, admite o defiende el progreso del conocimiento: el mundo de
los hechos es cada vez mejor conocido; pero, ¿cómo dentro de una teoría falsacionista del
conocimiento (una teoría en la que se dice que una hipótesis científica no puede ser
verificada de un modo concluyente), cabe hablar de “progreso”? Popper concibe el
progreso de la ciencia como un acercamiento lento y paulatino a la Verdad Absoluta, pero
con la clara conciencia de que ésta es propiamente inalcanzable, es una meta ideal, un
horizonte utópico que estimula el avance del conocimiento y castiga su detención o su
estancamiento. Por otro lado, Popper considera que se puede medir cuantitativamente,
aunque sea de un modo inexacto, la aproximación a la Verdad por parte de las teorías
científicas; por eso elaboró la idea de que hay “grados de corroboración”: la verosimilitud
de una teoría aumenta o se incrementa cuantas más veces evita o esquiva su concreta
falsación o refutación.

Con el fin de explicar con más detalle el desarrollo del conocimiento Popper ha
acudido a una analogía: comparar, por semejanza, el conocimiento con lo que la Darwin
sostuvo a propósito de la evolución de las especies de seres vivos. Popper formula así una
teoría “evolutiva” del desarrollo del conocimiento. De un modo parecido a lo que ocurre
en el reino animal las teorías científicas “sobreviven” cuando son “seleccionadas por la
realidad” (en cambio, las teorías que han sido “falsadas” se extinguen, desaparecen). Esta
teoría evolutiva del conocimiento se sostiene sobre un “postulado metafísico”: en última
instancia, la Realidad es independiente del conocimiento (se trata de un postulado
metafísico porque no hay ninguna prueba de que esto sea así, pero debe suponerse para
que se pueda entender el desarrollo de la ciencia). La tesis que Popper defiende es, por lo
tanto, la siguiente: la Realidad -previa e independiente, uniforme y homogénea, inmutable
y permanente- elimina una a una a todas las teorías que no se adaptan a ella, que no se
corresponden con ella o que no se adecúan a ella; así, si el conocimiento, en su desarrollo
histórico, se acerca a la Verdad, es porque se van descartando las teorías falsas, se van
superando los errores, dejando atrás los desaciertos.

¿En qué consiste, según Popper, la racionalidad de la ciencia? En el constante ejercicio


de la crítica: en la oposición firme a cualquier dogmatismo que se parapete detrás de unas
presuntas verdades definitivas e indiscutibles. El conocimiento científico es provisional,
es revisable, y pretender lo contrario es irracional. La idea central de Popper, en
conclusión, es que el conocimiento se desarrolla lanzando conjeturas y urdiendo -por
ejemplo, a través de experimentos en un laboratorio, etc.- refutaciones de las hipótesis
planteadas. En definitiva, la racionalidad científica es una racionalidad crítica: una
racionalidad que pivota sobre el debate en el que se intercambian pruebas y argumentos.

3. Kuhn y Feyerabend

En la segunda mitad del siglo XX se ha iniciado de un modo decidido una revisión


profunda de la idea tradicional referida a la ciencia. En autores como Kuhn, Lakatos,
Hanson, Feyerabend, etc., se ha ido dibujando una concepción de la ciencia distinta a la
propugnada por el modelo clásico de cientificidad.

Se ha creído, por ejemplo, que el conocimiento científico reposa necesariamente sobre


un fundamento absoluto que lo dota de una completa solidez (este fundamento se ha
encontrado en las esencias platónicas o aristotélicas, en Dios por parte de Santo Tomás,
Descartes o Newton, en el Sujeto humano según Kant, Hegel o Husserl, etc.). Pero, tal
vez, sostienen estos autores, la ciencia no se asienta sobre ningún fundamento definitivo.
Esto no invalida el conocimiento científico, pero sí nos conduce a tener sobre él una visión
menos exagerada y grandilocuente, más moderada y matizada.

Según la concepción tradicional se afirmaba que la ciencia es un conocimiento cierto,


seguro, infalible, puramente objetivo, neutral respecto a los valores, provisto de un único
método; un conocimiento que progresa hacia la absoluta verdad de un modo lineal,
continuo, acumulativo, etc. Son todas estas ideas habituales las que la nueva filosofía de
la ciencia pone, una por una, en tela de juicio.

¿Es cierto que las leyes científicas se apilan unas sobre otras como las cajas en un
almacén y que así el conocimiento se va elevando e incrementando en un progreso lineal
imparable? ¿La física de Einstein es una mera continuidad de la física de Newton? ¿No
hay entre ellas algunos elementos de ruptura y no solo una suave continuidad? (en la física
de Einstein se define espacio, tiempo, materia, masa, energía, etc., de un modo muy
distinto al propio de la física de Newton, ¿no es esto ya una prueba de que el conocimiento
no se apila o se almacena, etc.?).

Puede decirse, en general, que el conocimiento científico es un conocimiento metódico.


Pero, ¿es cierto que existe algo así como el Método de la Ciencia? Tal vez no; tal vez
suceda que cada ciencia tenga su método propio, adaptado a su campo temático (por
ejemplo, el método de las ciencias naturales no es el mismo que el peculiar de las ciencias
sociales, etc.). Por eso, en la nueva filosofía de la ciencia, se desarrolla una concepción
del método menos simplista y más compleja que la que había en la concepción tradicional
(por ejemplo, en Descartes, según el cual las cuatro reglas del método debían aplicarse en
cualquier campo, indistintamente).

En la concepción clásica de la ciencia se hablaba siempre de la Verdad presentándola


como algo absoluto, definitivo, inmutable. La nueva filosofía de la ciencia, entiende, en
cambio, que la ciencia es un conocimiento falible, siempre revisable; además, las
verdades que eventualmente alcanza la ciencia están históricamente situadas y
socialmente arraigadas, no flotan en el aire ni están escritas en el cielo. Por otro lado, la
verdad del conocimiento deja de entenderse como un puro reflejo de una realidad previa
y fija: no hay hechos desnudos completamente independientes de los sistemas
conceptuales con los que la ciencia los capta y acepta.

Por lo tanto, la nueva filosofía de la ciencia, pretende conseguir una concepción menos
idealizada del conocimiento, más cercana a la práctica cotidiana. La ciencia vive inmersa
en unas condiciones históricas, sociales, políticas y económicas y, también, por eso
mismo, no es el estandarte de una pura y neutral “objetividad” inmaculada: responde,
también, a una serie de intereses.

Por esos cauces discurren los principales planteamientos que buscan una concepción
actualizada de la ciencia, en la que se hayan enmendado muchas de las ilusiones que
acompañaban a la concepción tradicional del conocimiento.

3.1. Kuhn

Kuhn afirma que la ciencia, cada ciencia en cada fase de su historia, está organizada en
torno a un paradigma (este constituye, pues, el núcleo de la ciencia, su centro). Cada
paradigma incluye una serie de elementos: un sistema conceptual, un tipo de aparatos de
medición o de observación, un método de descubrimiento, un método de justificación,
una manera de explicar los fenómenos, unos hechos accesibles y reconocibles, etc.; y la
comunidad científica se reúne y agrupa alrededor del paradigma vigente en cada
momento. A partir de cada paradigma se define un periodo de lo que Kuhn llama “ciencia
normal”: en él los científicos, de acuerdo a los programas de investigación que se van
determinando a partir de las coordenadas del paradigma, van resolviendo los problemas
que les van saliendo al paso. Y en esto se resume la práctica ordinaria de la ciencia. Es
cierto que poco a poco van apareciendo algunos problemas que no son resolubles desde
el paradigma en vigor, pero la primera reacción de la comunidad consiste en ignorarlos,
orillarlos, no preocuparse por ellos; pero también sucede que esos problemas irresolubles
se van acumulando, y entonces la ciencia se ve embarcada en un periodo de
estancamiento, de decadencia. El paradigma científico, así, entra en crisis. Hay, así, una
lenta preparación de un cambio que, al final, es brusco, repentino. El cambio de
paradigma define así una revolución científica. El desarrollo de la ciencia no es la mera
acumulación de verdades comprobadas que se suman unas a otras formando un único
sistema coherente; no es un progreso líneal en el que se parta del error y se llegue al final
a la absoluta Verdad. Si hay revoluciones científicas es porque no solo hay continuidad
sino también ruptura. La historia de la ciencia consiste, entonces, en que un paradigma
sustituye a otro y, así, redefine de un modo nuevo sus conceptos básicos, sus métodos,
sus propósitos, etc. (por ejemplo, en el siglo XX el paradigma de la física relativista de
Einstein ha desplazado al paradigma de la física mecanicista de Newton, etc.). La
propuesta filosófica de Kuhn tiene muchas consecuencias, pero vamos a destacar solo
una: este autor rechaza que haya una Realidad única, independiente y autosuficiente a la
que se adecúen las teorías científicas para ser verdaderas; lo real se define dentro de un
paradigma; por esto mismo la verdad del conocimiento no es una verdad absoluta.

3.2. Feyerabend

Feyerabend también discute la concepción tradicional de la ciencia procedente del


Renacimiento y la primera Modernidad, cuya última versión se encuentra en el empirismo
lógico del Círculo de Viena. Su principal propuesta consiste en afirmar radicalmente el
pluralismo en el conocimiento y el pluralismo de la realidad.

Cuando se ha intentado sostener que solo hay una ciencia que es capaz de alcanzar la
verdad absoluta se ha argumentado que esto es así porque hay un único método acertado.
Pero Feyerabend ha insistido en que la idea de que hay un solo método no es cierta, cada
ciencia, en cada estadio de su desarrollo, y dependiendo el campo temático sobre el que
investigue, recurre a una metodología distinta. Por eso llega a decir que la tesis de que
solo hay un método científico es un mito, una falsa creencia.

¿Por qué no hay una sola ciencia verdadera, ni un único método, etc.? La respuesta de
Feyerabend es la siguiente: la realidad es tan compleja y plural que ninguna ciencia puede
abarcarla o agotarla; ninguna teoría, por buena que sea, puede explicar todos los hechos,
en el mejor de los casos explica una parte de los hechos, pero nunca todos. Feyerabend,
por lo tanto, anima en sus escritos a ensayar muchas teorías, resaltando así la creatividad
en la ciencia y tratando, en definitiva, de deshacer todos los obstáculos que impiden que
la ciencia se desarrolle en una pluralidad de direcciones. Las ciencias son tan plurales
como compleja es la realidad a la que se refieren, y esto lo que se debe alentar y preservar
contra cualquier dogmatismo que simplifique la realidad y pretenda que la ciencia sea
única.

Feyerabend, por otra parte, estudió una serie de casos históricos con el fin de mostrar
episodios en los que resalta la importancia de la retórica -el arte de persuadir y de
convencer- en la elección de una teoría científica en detrimento de otras que competían
con ella. Además, con sus estudios de historia de la ciencia, ha señalado también que
muchas veces en la ciencia -un campo que se considera el lugar donde solo actúa la pura
y desinteresada racionalidad- no sólo ha cuajado la persuasión legítima, sino que también
en ocasiones ha prevalecido, por desgracia, la mera propaganda. En el territorio científico,
destaca Feyerabend, no todo es puro e inmaculado: hay luces y sombras, y es ingenuo
creer lo contrario.
Por último, y en línea con la consideración anterior, ha destacado el papel clave de la
política en el desarrollo del conocimiento. La política, en la medida en que asigna recursos
económicos de un modo directo o indirecto, favorece unas líneas de investigación en vez
de otras, y, con ello reduce el pluralismo científico, algo que se puede ver con claridad
cuando se analiza lo que sucede en la industria militar la industria farmacéutica o la
industria alimentaria (se investiga preferentemente en aquellos campos en los que se cree
que se puede obtener un enorme beneficio económico, quedando el bien común relegado
a un segundo plano).

Tema 9. La fenomenología: Husserl

9.1. Contexto teórico del proyecto husserliano

Las tres primeras décadas de la filosofía en el siglo XIX estuvieron marcadas por el
predominio del Idealismo alemán, es decir, por figuras como Fichte, Schelling y Hegel
(aunque hay que incluir aquí, en la órbita del Idealismo alemán, también al
Romanticismo, con autores como Novalis, Schiller, Schlegel, etc.). El Idealismo alemán
recogía a su manera la herencia de Kant, pero exagerando siempre las prudentes y
mesuradas tesis del autor de la Crítica de la razón pura. La base del idealismo kantiano
estaba en el concepto de “finitud de la razón”: la razón humana es limitada; en cambio,
sus inmediatos herederos -Fichte, Schelling, Hegel- pusieron el énfasis en lo que
denominaban “lo Absoluto”, añadiendo que lo absoluto está en el Espíritu humano único
y universal (la consecuencia central de esta afirmación está en “endiosar” al Hombre: en
convertirlo en algo semejante al Dios del cristianismo -un Dios único, creador de todo,
omnisciente y omnipotente, fuente de la Verdad, el Bien y la Belleza, etc.).

La segunda mitad del siglo XIX está definida, en cambio, por un rechazo expreso de
los excesos especulativos del Idealismo alemán. Así, surgieron dos corrientes que se
oponían a estas exageraciones espiritualistas: el positivismo en Francia y, en Alemania,
el neokantismo. El positivismo -que arranca con autores como Comte o Spencer- es, ante
todo, un cientificismo: es la defensa de que el Progreso de la Cultura Universal tiene que
estar guiado exclusivamente por la Ciencia y por sus aplicaciones técnicas en la industria
(esta corriente filosófica, a pesar de renegar del idealismo, comparte con él su núcleo
humanista pues considera que gracias a la tecnociencia el hombre domina la naturaleza y
la pone a su servicio: el positivismo, por lo tanto, se sostiene sobre un antropocentrismo
y un antropocentrismo que ya encontramos en Kant). En Alemania, además de un cierto
auge del positivismo (que se expande hasta arraigar en el Círculo de Viena), se desarrolló
desde finales del siglo XIX un neokantismo; en las Universidades de Marburgo y Baden
se volvió a defender el mesurado idealismo kantiano a la hora de explicar el conocimiento
y desarrollar una moral o una estética.

En este ambiente el matemático Husserl fundó una corriente a la que denominó


“fenomenología”. Husserl no estaba de acuerdo ni con el positivismo ni tampoco con el
neokantismo. La primera obra significativa de este movimiento filosófico se publicó en
1900 con el título Investigaciones lógicas; en ella Husserl realizaba una aguda crítica del
“psicologismo lógico”. En el psicologismo lógico se pretende explicar el razonamiento
lógico a partir de los hechos psíquicos estudiados por la psicología experimental, pero,
sostiene Husserl, la lógica es una ciencia ideal y pura en la que la validez de sus leyes no
puede depender solo de la “mente humana” (las leyes de la lógica -el principio de
identidad o el principio de no contradicción, etc.- no se pueden “reducir” a leyes
psicológicas -entre otras cosas porque para que la propia psicología pueda ser considerada
una ciencia tiene que respetar estas leyes). Pero aunque la fenomenología de Husserl
comenzó siendo independiente tanto del positivismo como del neokantismo a partir de
1910 se decantó por seguir en adelante una orientación idealista; esto implica sostener,
como se ha dicho, que el fundamento está en el Sujeto humano (es la tesis de Kant, en el
fondo); por lo tanto, y es lo que Husserl creyó que tenía que defender, todo se entiende y
se explica aplicando -sea en el terreno del conocimiento o en el de la moral- el Modelo
“Sujeto → objeto” (el Sujeto humano -único, universal- “constituye” desde sí mismo
“objetos” -o sea, los “produce”, los “construye”, los “crea”, etc.). Esta orientación
idealista de la fenomenología fue rechazada unánimemente por los que hasta entonces
había sido discípulos de Husserl; la oposición que encontró fue tan grande que abandonó
la Universidad de Gotinga y se estableció en la Universidad de Friburgo, intentando ahora
reclutar nuevos partidarios para este “giro idealista” en la fenomenología.

En conclusión, la fenomenología de Husserl, al menos en su etapa “madura”, se


convirtió en una versión -con elementos a la vez tradicionales y originales- del Idealismo
transcendental de la filosofía moderna. En este se designa como último fundamento del
mundo al hombre (el Sujeto, el Yo, la Conciencia, la sede de la Razón Universal hacia la
que se dirige el Progreso de la Humanidad, etc.).

En general, Husserl concibe la filosofía como un saber riguroso y cierto; por eso su
punto constante de apoyo es lo que denomina la “evidencia intuitiva”, es decir, la
captación directa, inmediata, segura e infalible, de los “fenómenos” -de lo que se presenta
a la conciencia, etc. ¿Cuál es, según el fundador de esta corriente de la filosofía del siglo
XX, la tarea central de la filosofía? La respuesta que ofrece es enteramente tradicional -
una respuesta rechazada, por ejemplo, por dos de los autores clave en el siglo XX:
Wittgenstein y Heidegger-: la filosofía se encarga de localizar el fundamento fijo y
definitivo de la totalidad del mundo, es decir, el apoyo o la base explicativa y justificativa
última, acabada y completa. ¿Cabe algo así? ¿El mundo como totalidad requiere, para no
sumergirse en el “caos”, su reposo en un Fundamento? Estas son cuestiones que se
debatirán vivamente en la filosofía de la segunda mitad del siglo XX; pero Husserl
pertenece a una etapa anterior en la que aún conservaba su evidencia y su prestigio la
tradición de la metafísica que, en el fondo, remite a Platón y Aristóteles (leídos, eso sí, en
el mundo moderno, bajo el tamiz del antropocentrismo que despunta en el siglo XVIII
con Kant, un antropomorfismo que ha desterrado el teocentrismo propio de la Edad
Media, el Renacimiento y la primera modernidad en nombre del progreso de la razón).

9.2. Precedentes que configuran la fenomenología transcendental

Una vez que Husserl le imprimió a la fenomenología un “giro idealista”, a partir de


1910 aproximadamente, sus dos principales referencias fueron dos de los más destacados
filósofos de la edad moderna: Descartes y Kant. Veamos, brevemente, qué recoge y qué
no de cada uno de ellos.

De Descartes Husserl retomó, en primer lugar, la tesis de que todo el edificio del saber
tiene que reposar definitivamente en un saber cierto, seguro, indudable, un saber que se
apoye en la “intuición”, es decir, en la captación directa, inmediata, infalible, de los
fenómenos. En segundo lugar, Husserl aceptó la tesis cartesiana de que la primera verdad
incuestionable -la primera que no puede en ningún caso ser puesta en duda- es el “ego
cogito”, la evidencia reflexiva de la conciencia humana. Ahora bien, lo que ya no acepta
en modo alguno Husserl es la afirmación de Descartes de que el último fundamento de
todo está en “Dios” (la garantía, según el filósofo francés, de la armonía entre las ideas
de la substancia pensante -la mente humana- y la realidad física, cognoscible a través de
una física matemática de cuño mecanicista). Husserl es ya un autor del siglo XX: asume
que el teocentrismo es cosa del pasado y que solo el antropocentrismo es adecuado al
mundo genuinamente moderno en el que por fin ha triunfado la razón.

De Kant Husserl acepta su crítica del realismo tradicional (en el que se declaraba la
primacía del mundo sobre el hombre que lo capta y lo alcanza). Kant sostuvo que hay una
radical y originaria primacía del Sujeto sobre el objeto: el Yo está por encima del mundo,
es anterior y es superior a él. Esta es la posición que se denomina “idealismo
transcendental”; en ella, por ejemplo, se afirma que los elementos a priori del
conocimiento de los objetos físicos -el espacio y el tiempo y las categorías- están en el
Sujeto cognoscente: en las facultades del Hombre Universal (en la única y permanente
esencia humana). Husserl aceptó, por lo tanto, la idea nuclear del idealismo de Kant. Aun
así, la filosofía de Husserl no es una mera repetición de Kant (Husserl no es un
“neokantiano”, en definitiva). Hay coincidencia en una tesis central, pero después,
Husserl discrepaba de otros aspectos de la filosofía de Kant. Mencionaremos algunos.
Husserl consideraba incorrecta la explicación que Kant daba de la percepción sensible;
según Kant inicialmente había un “caos de sensaciones” que eran ordenadas por los
conceptos (así el concepto de “mesa” permitiría organizar en un objeto reconocible unas
serie de propiedades sensoriales inicialmente aisladas y dispersas); Husserl no acepta que
la percepción dependa del concepto: siempre ya percibimos algo con un sentido más o
menos preciso, es decir: si entro en una habitación percibo de entrada una mesa, una silla
y todos los demás enseres (no es, entonces, válida la explicación kantiana según la cual
primero yo “vería” sensaciones sueltas, desordenadas, y “después” yo aplique unos
conceptos que organizan y articulan una escena inicialmente desprovista de sentido).
Husserl, en definitiva, considera que hay percepciones plenas sin necesidad de que haya
conceptos: la experiencia sensible es una manera legítima y, en su nivel, completa de
acceder a los fenómenos. Por otro lado, Kant consideraba que el modelo del conocimiento
científico está en la física-matemática (Newton, etc.); Husserl no acepta esta tesis, pues
le parece exagerada: es cierto que hay ciencias naturales como la física o la biología, pero
también son importantes e igualmente legítimas las denominadas “ciencias del espíritu”
(lo que hoy se llaman “ciencias sociales”); no hay, por lo tanto, dice Husserl, un único
modelo de cientificidad, ni un único método científico. Por último, Husserl no comparte
la idea de “Sujeto” propugnada por Kant; según Kant, el Sujeto (humano) racional, es una
forma vacía y abstracta. Husserl pretende mostrar que el Sujeto humano es algo más que
eso (por ejemplo, destacando que tiene un cuerpo, etc.).

En su primera obra, las Investigaciones lógicas de 1900, aún no había realizado Husserl
su posterior “giro idealista” en la fenomenología y, por ello, en este libro la herencia de
Descartes y de Kant no tienen aún ningún peso específico. Las Investigaciones lógicas
exponen una teoría del conocimiento de la verdad apoyada en la lógica; la lógica, entiende
Husserl, contiene los principios básicos y centrales del conocimiento de las esencias de
los hechos mundanos (por ejemplo, los hechos físicos por parte de la física y los hechos
psíquicos por parte de la psicología). Por otro lado, esta obra inaugural de la
fenomenología contiene una perspicaz crítica del psicologismo lógico; en éste se afirma
que las leyes lógicas son, en el fondo, leyes psíquicas, por ello, se dice, la base de la
ciencia de la lógica es la psicología, la ciencia que estudia los hechos de la conciencia.
Pero, explica Husserl, las leyes lógicas no pueden ser legítimamente reducidas a ser meras
leyes de los sucesos mentales. Por ello, lo que Husserl defiende es que las leyes de la
lógica -unas leyes puras, abstractas, ideales, leyes que deben cumplir todos los
conocimientos propios de las ciencias empíricas- son independientes de la mente humana
que las piensa; la tesis de Husserl es, aquí, casi “platónica”, pues se sostiene sobre la
afirmación de un reino ideal de esencias puras, exactas, nítidas, impolutas.

Pero, además de lo señalado, ¿cuál es la conclusión de la crítica del psicologismo


desarrollada en las Investigaciones lógicas? El ser humano, la conciencia humana, afirma
el fundador de la fenomenología, no es un hecho mundano más, un hecho junto a otros
hechos. ¿Qué es, entonces, el hombre implicado en el conocimiento y capaz de aplicar las
leyes de la lógica, etc.? En su primera obra no respondió a esta pregunta. Pero fue ella la
que, al final, condujo a plantear una posición “idealista”. Y ¿qué responde el Idealismo
moderno (sobre la senda abierta por Descartes y Kant) a la pregunta que se acaba de
enunciar? El Hombre, en su esencia eterna, es el Sujeto racional, es el Fundamento del
mundo, es el principio y el fin del conjunto de la realidad, el único sustento de la Verdad,
el Bien y la Belleza. Y la filosofía es el saber que, en tanto se dirige a lo absoluto, se
orienta hacia el fundamento, y, por ello, se propone como tarea central explicitar y
tematizar los distintos aspectos del Sujeto de la razón a través de la reflexión.
9.3. La búsqueda de objetividad

El núcleo temático de la fenomenología se encuentra en la “relación” -o en la


“correlación”, como a veces escribe Husserl- entre la Conciencia (el Yo, el Sujeto) y el
objeto (el “fenómeno”). La filosofía, en un primer momento de su desarrollo, estudia estos
dos componentes o factores de la relación (bajo la pauta final, eso sí, de la prioridad del
Yo, el cual, por un lado, está metido en esa relación y, por otro lado, es el que la establece
y la define desde sí mismo; el Yo es la orilla desde la que se tiende el puente hacia el otro
lado, hacia el lado del objeto).

Dentro de la filosofía de Husserl el término “fenómeno” es polisémico y, además, tiene


un papel sistemático distinto según el nivel de consideración en el que estemos. En su
acepción más básica y genérica “fenómeno” se refiera a lo que aparece, a lo que se
muestra, a lo que comparece y se manifiesta siendo esto o siendo aquello. A partir de este
significado tan amplio se van desgajando significados más concretos según el contexto
en el que nos situemos. Uno de ellos, muy habitual, aunque, insistimos, no sea ni el único
ni tampoco el principal, es el siguiente: “fenómeno” alude a todo aquello que sea un
“objeto” (término que tiene en Husserl otros sinónimos: intentum, noema, cogitatum); es
decir, en este caso se refiere a algo que se manifiesta a la Conciencia, menciona lo que se
aparece respecto al Yo o apunta a lo que se expone y se revela para el Sujeto (por ejemplo,
la mesa que veo en este momento, los números cinco y siete en el proceso de una
operación matemática realizada en la pizarra de la clase, el unicornio que se presenta en
un sueño, etc.).

El otro factor o componente de la relación que es estudiado por la fenomenología es el


Yo (la Conciencia, el Sujeto humano). Descartes afirmaba que el Yo es una substancia
pensante (res cogitans, cosa que piensa). Husserl rechaza expresamente esta tesis: el
sujeto humano no es una substancia, no es una realidad o una cosa que tenga propiedades
(no es similar a una mesa, que tiene patas, un tablero, etc.). Cuando -siguiendo aquí a
Kant- Husserl sostiene que el Sujeto humano es “transcendental” está diciendo que el
hombre no es comparable con una cosa, con una realidad del mundo, con un hecho, con
un objeto. Cuando el ser humano se confunde con algo así se está “cosificando” o
“substancializando”: se está tomando por algo que no es. El Sujeto no está “dentro” del
mundo, como las mesas, los números o los unicornios; el sujeto no es algo objetivo, ni es
algo objetivable, no es, en definitiva, un objeto, una cosa, una realidad. Estamos aquí, en
el fondo, ante la tesis central de la filosofía idealista desde Kant en adelante: el Sujeto
humano es el fundamento porque es anterior y superior al mundo, a los objetos, a los
hechos. El Sujeto precede al mundo, el Sujeto subyace al mundo: es la instancia
primordial que objetiva los objetos, que los constituye o los construye (la verdad en la
ciencia, el bien en la ética y la belleza en la estética dependen de las operaciones
“productoras” del sujeto humano racional). En definitiva, el sujeto es por definición,
absoluto, autónomo, autosuficiente, independiente, autodeterminado.

La fenomenología, en tanto indaga en la relación sujeto/objeto, estudia estos dos


componentes por separado, y, también, se pregunta por su relación. Esta investigación
tiene que ser ordenada, no se puede llevar a cabo al tuntún; es decir: se trata de una
averiguación metódica. Por eso Husserl habla constantemente del “método
fenomenológico”. En él se pueden distinguir dos pasos básicos: la epojé y la reducción.
Veamos qué significa cada uno de estos dos integrantes del método de la fenomenología.

Husserl comienza describiendo la vida ordinaria. Ella, nos dice, está radicalmente
marcada en todas sus vertientes por lo que llama la “actitud natural”. En la actitud natural
-en la perspectiva espontánea y habitual en la que aparecen los fenómenos y el ser humano
entre ellos- el hombre se toma a sí mismo como un mero hecho en el mundo, es decir, se
presenta como un yo empírico, un peculiar objeto psicofísico (una cosa que tiene por un
lado una mente y por otro lado un cuerpo). Además, en la actitud natural se cultiva la
creencia de que el mundo, la realidad, es algo independiente de nosotros, los seres
humanos; la actitud natural, por lo tanto, es, por así decirlo, “realista” (cree que lo real es
anterior y superior a la conciencia humana). ¿Cuál es el primer paso del método filosófico
diseñado por Husserl? Para denominarlo acude a un viejo término griego: “epojé”; ¿en
qué consiste este paso inicial e inaugural de la investigación fenomenológica? En
“suspender” -dejar fuera de juego, poner entre paréntesis, situar entre comillas- la tesis
central de la actitud natural. ¿Por qué esta actitud natural debe ser “suspendida”? Porque,
entiende Husserl, sepulta, esconde y oculta lo principal: que el hombre es el único
legítimo “sujeto del mundo”, su fundamento último. La epojé, por lo tanto, deshace la
actitud natural y deja paso a la actitud filosófica, la cual es, esencialmente, una actitud
reflexiva; gracias a ella el hombre se desliga, se separa, se desgaja, del mundo exterior -
en el que vive absorbido, alienado, enajenado, pendiente exclusivamente de lo que le
rodea y le presiona- y se repliega hacia sí mismo: se vuelve hacia su interioridad, hacia
lo que es en verdad, se dirige, en definitiva, “desde fuera hacia dentro” (es lo que significa
aquí, en este contexto, la “reflexión”, el resultado de la epojé, de la suspensión de la
actitud natural en la que estamos vertidos hacia fuera, hacia el mundo y lo mundano). En
la epojé y con la epojé -además de dejar de creer que la realidad es independiente y
autosuficiente respecto a nosotros- la conciencia se dirige hacia la conciencia: el yo se
endereza hacia el yo (se efectúa así un ensimismamiento, una introspección que estaba
bloqueada o cancelada en la vida común y corriente, una vida volcada hacia las
preocupaciones mundanales). De esta manera, una vez que ha cuajado esta epojé reflexiva
en la que se desenvuelve la actitud filosófica, la fenomenología puede emprender la tarea
de realizar una exhaustiva descripción de las vivencias de la conciencia (siendo estas
“vivencias”, literalmente, “el fenómeno de los fenómenos” en la medida en que, insiste
Husserl, todo lo que aparece -una mesa, unos números, un unicornio- lo hace “en” las
vivencias, y, también, en último término, “por” las vivencias; dicho de un modo exacto:
las vivencias son, eso sostiene Husserl, la fenomenalidad de los fenómenos, la clave
última de su aparecer siendo esto o siendo aquello). Pero del asunto específico de la
descripción de las vivencias del yo y del rendimiento que se espera de esta descripción
trata el siguiente paso del método filosófico: la “reducción”.

En Husserl el término “reducción” -el segundo paso del método fenomenológico-


significa “reconducir”, es decir: se parte de algo dado y se lo lleva a la instancia previa y
superior que lo sustenta y que define de antemano su inteligibilidad. La reducción, por lo
tanto, traza un recorrido sistemático desde lo fundamentado hasta su fundamento. Este
paso metódico denominado “reducción” se desdobla, a su vez, en dos pasos sucesivos: la
investigación fenomenológica primero efectúa la reducción eidética y, a continuación, en
la segunda etapa, la que marca el punto de llegada, lleva a cabo una reducción
transcendental. Veamos a qué se refiere cada una de estas dos vertientes de la “reducción”
que se pone en juego una vez que se realizado la “epojé” (la suspensión reflexiva del
“realismo” de la actitud natural).

En general la reducción eidética es el procedimiento por el cual los hechos son


conducidos a sus respectivas esencias; así, lo particular es remitido a lo universal, lo
contingente a lo necesario, lo múltiple a su unidad, lo real a lo ideal, etc. En este punto
Husserl recupera -en un contexto moderno- una vieja tesis que proviene de Platón y de
Aristóteles: hay un único, eterno, idéntico y permanente reino ideal de esencias -
jerárquicamente ordenado, piramidalmente organizado- en cuya cúspide están la Verdad,
el Bien y la Belleza absolutas (modélicas respecto a todo objeto verdadero, bueno y bello);
este “universo eidético” atraviesa y sostiene la totalidad de los fenómenos y es aquello
que dota o provee de “inteligibilidad” a los hechos (si capto una mesa, una serie de
números o un unicornio es porque “previamente” he entendido su “esencia”, es decir, las
propiedades que los definen de una vez por todas y de un modo exhaustivo y completo).
Si el mundo es un Orden, si en el mundo hay Ley -si el mundo no es un caos anárquico-,
es porque -afirma Husserl siguiendo aquí a Platón y Aristóteles- previamente, a priori,
hay una única y rígida trama de Esencias Universales y Necesarias que explican ese orden
fijo y lo justifican. Este es el supuesto de la “reducción eidética” planteada por Husserl
como primer tramo del segundo paso del método fenomenológico. Pero, ¿cómo partiendo
de un hecho cualquiera, una realidad particular dada aquí y ahora, se llega a fijar
conceptualmente su esencia? A través de lo que Husserl denomina “variación
imaginativa” o, también, “ideación”; se trata, básicamente, de un procedimiento de
“abstracción” en el que apoyándose en la percepción sensible de los hechos particulares
se va extrayendo o sacando “lo esencial” de un fenómeno (sea de una mesa, un número o
un unicornio). Husserl afirma que esta indagación tiene la enorme tarea de ir sacando a la
luz, poco a poco, las esencias de todos los fenómenos. Pero hay unos peculiares
“fenómenos” que interesan especialmente a la filosofía tal y como Husserl la concibe: las
vivencias de la conciencia; ¿por qué estos fenómenos (los “hechos de la conciencia”)
tienen un papel especial y destacado en la tarea de explicitar las esencias de todo lo que
hay o de todo lo que puede darse? Porque -al menos según lo que supone el Idealismo-
todos los fenómenos -sean mesas, números o unicornios- se dan “en” las vivencias del
Yo y, también, se dan “por” sus vivencias. Esta es la razón profunda por la que, en
ocasiones, Husserl define a la fenomenología como una “descripción eidética de la
Conciencia”: si se exponen con nitidez las esencias de las vivencias de un modo u otro se
está, además, definiendo -sea de un modo directo o indirecto- la esencia de todos los
fenómenos (por ejemplo, si defino la esencia de las vivencias imaginativas, la esencia de
la facultad consciente de imaginar, ya he definido también a los “unicornios” en tanto
entidades imaginarias, etc., etc.).
La reducción transcendental es el paso metódico que debe efectuarse después de que se
han ido explicitando las esencias de todos los fenómenos (por ejemplo, la esencia de los
fenómenos físicos, de los fenómenos psíquicos, etc.). ¿En qué consiste este segundo paso
de la reducción? En reconducir todos los objetos -todas las esencias de los fenómenos- a
su fundamento último, a su origen primero, a la fuente definitiva de su sentido y de su
validez: el Sujeto (humano) racional. Estamos aquí, desde luego, como reiteradamente
estamos subrayando, ante el núcleo del Idealismo de la Filosofía moderna desde Kant:
toda la “realidad” -la verdad en la ciencia, el bien en la ética, la belleza en la estética-
tiene que poder ser explicada y justificada aplicando una y otra vez el Modelo “Sujeto →
objeto”. Si en la tradición del monoteísmo cristiano se afirmaba que “Dios” era el
“creador” de todas las cosas en su esencia, o que “Dios” era omnisciente en su
entendimiento y omnipotente en su voluntad, etc., ahora se sostiene -aunque sea
introduciendo nuevos matices- que el lugar y el papel de Dios sólo puede ser
legítimamente ocupado y desempeñado por el Hombre (no el ser humano concreto y
particular, sino el ser humano como el Sujeto, el Yo o la Conciencia, o sea, el hombre
universal, el hombre según su única esencia racional). Es esta tesis básica, este supuesto
radical del mundo moderno que está detrás y debajo de sus distintos procesos históricos,
lo que Husserl pretende afianzar y apuntalar con su Fenomenología, a la que, a veces,
como en su libro Meditaciones cartesianas, define expresamente como “Egología”: la
“ciencia” -en el sentido de un saber riguroso, exhaustivo y cierto- del “Yo”, la ciencia del
Sujeto humano, un ser definido a partir de su conciencia reflexiva, de su autonomía, de
su poder de autodeterminación, etc., etc. La filosofía, en este peculiar contexto definido
por las coordenadas de la modernidad, es, entonces, un “saber absoluto” -depositario de
verdades indudables, de certezas infalibles- del único ser legítimamente absoluto: no ya
“Dios” -en el que el mundo moderno ya no cree en el fondo-, sino, ahora, según marca el
Progreso de la era moderna del mundo, el “Hombre” (el único Sujeto racional).
Resumiendo, el último paso del método fenomenológico, la reducción transcendental,
consiste en conducir las esencias de los fenómenos -la entraña misma de la realidad, del
mundo, de los hechos- al foco de luz que las ilumina y del que dependen, el Yo y su
Conciencia (ya lo destacamos anteriormente: Husserl supone que en las “vivencias” está
la última clave explicativa de los fenómenos, está su fenomenalidad, está lo que les
permite aparecer siendo esto o siendo aquello).

La fenomenología estudia la peculiar “relación” entre el fenómeno (el objeto, el noema,


el cogitatum, el intentum) y la Conciencia respecto a la cual éste aparece o se presenta
portando un sentido y una validez: esto se nos manifiesta siendo una mesa, aquello siendo
números que tenemos que sumar o siendo un unicornio con el que acabamos de soñar,
etc. Pues bien, para precisar en qué consiste esta “relación” acude Husserl a un concepto
que resulta clave en la fenomenología: “intencionalidad”. ¿Qué es la “intencionalidad”?
Nada menos que la esencia misma de la conciencia, es, pues, su propiedad principal, la
estructura que la organiza y define en su ser mismo. Puesto que la conciencia no es sino
una corriente de vivencias sucede entonces que todas las vivencias de la conciencia -en
las que el yo vive fenómenos como las mesas, los números o los unicornios- son en su
raíz “intencionales”, son, y es esto lo que significa aquí el concepto de “intencionalidad”,
“vivencias de algo”. En una vivencia perceptiva el yo capta con los cinco sentidos una
mesa en la habitación o un árbol en el jardín; en la vivencia imaginativa el yo capta una
imagen, por ejemplo, un unicornio o una sirena; en la vivencia intelectiva el yo aprehende
una serie numérica y su suma o su multiplicación o un triángulo y la ley geométrica que
lo define; en una vivencia emotiva el yo siente temor o alegría ante tal o cual fenómeno,
etc., etc. Dicho otra vez: todas las vivencias de la conciencia son vivencias de algo que se
presenta en ellas, para ellas, por ellas, desde ellas. Y una parte significativa de la
fenomenología que Husserl desarrolló -ayudado por una serie de discípulos que se
ocupaban de áreas específicas del universal campo de los fenómenos y de su conciencia
intencional- consistía en llevar a cabo una paciente y minuciosa descripción de la
estructura intencional de la conciencia en la que se describían los distintos tipos de
vivencias y sus respectivos objetos (Husserl, por ejemplo, escribió páginas y páginas en
las que describía con detalle en qué consiste la “conciencia de imagen”, o la memoria y
el recuerdo, etc.; por cierto, este autor, a veces, como sinónimos del término “vivencia”,
emplea el término griego “nóesis” o las palabras latinas “intentio” o “cogito”).

Siguiendo el rastro de la tesis de la esencial “intencionalidad de la conciencia” -


concebida como un rayo de luz que desde el Yo alcanza las distintas facetas de los hechos
y de las esencias de todo- Husserl descubre lo que denomina “modos de (la) conciencia”:
los modos de darse los fenómenos en la conciencia y por la conciencia. Husserl clasifica
los modos de conciencia en dos grandes grupos: los modos de conciencia “vacíos” y los
modos de conciencia “llenos” o “plenos”; a partir de aquí también apunta una tesis
general: los modos vacíos de la conciencia (de las vivencias intencionales) remiten a los
modos llenos o plenos de la conciencia (lo vacío se sostiene y se apoya, cuando se trata
de elucidar la validez de los fenómenos, sobre lo lleno o lo pleno). Un ejemplo de un
modo de conciencia vacío está en las vivencias lingüísticas, en las vivencias en la que se
vive un significado: alguien puede relatar con todo lujo de detalles cómo es la ciudad de
París o la selva del Amazonas sin estar allí y siendo entendido por alguien que nunca ha
viajado a esos lugares; el lenguaje tiene la fuerza -una fuerza que es también su debilidad-
de significar los fenómenos aunque estos estén enteramente ausentes, por eso la
intencionalidad de la conciencia lingüística es en su raíz “vacía”: se refiere a algo que no
está presente. ¿Cuáles son, en cambio, los modos de conciencia “llenos” o “plenos”?
Husserl acude frecuentemente al caso de la conciencia perceptiva: si aquí y ahora alguien
capta una mesa con sus cinco sentidos -la ve, la toca, huele su aroma a madera, etc.- sus
vivencias están “llenas” de ese ese objeto; en general, las vivencias de los modos de
conciencia llenos -plenos, completos- son vivencias “intuitivas”: vivencias intencionales
que captan los fenómenos de un modo directo e inmediato, en su pura presencia. Y aquí
arraiga una de las tesis características de la fenomenología de Husserl: sólo la “intuición”
-sea de un hecho o, también, preferentemente, de una esencia- es la fuente de la evidencia,
el sostén de lo que es indudablemente válido. Por esta razón Husserl -porque la Presencia
es la base de la certeza- afirma la primacía y la prioridad de los modos de conciencia
llenos sobre los modos de conciencia vacíos (teniendo en cuenta que hay grados de
plenitud y grados de vaciedad, o que hay casos clave en los que se juntan o coinciden o
convergen lo vacío con lo lleno en las vivencias intencionales, etc.). Y qué es, por último,
aquello que puede llegar a ser máximamente presente y, por ello, es considerado lo
originario o lo primordial: las esencias ante el entendimiento intuitivo y la conciencia
cuando reflexiona sobre sí misma.

9.4. La constitución por la conciencia del sentido objetivo del noema

Husserl, a partir de la segunda década del siglo XX, orientó la fenomenología en la


dirección de un idealismo transcendental (algo que implicó, entre otras cosas, que
recogiera la herencia de Descartes -la primacía de la autoconciencia o de la conciencia
reflexiva- y la herencia de Kant -la prioridad del sujeto racional autónomo, etc.). En este
contexto la expresión “Idealismo” reúne dos significados distintos en uno solo:

Por una parte, el idealismo postula que el mundo de los fenómenos está
íntegramente sostenido y atravesado por un reino ideal de esencias que lo dotan y proveen
de un orden racional e inteligible.

Por otra parte, el idealismo se articula sobre la tesis de que el Sujeto constituye los
objetos (incluido el propio universo eidético, el reino ideal de las esencias).

Las dos tesis están conectadas, aunque es más básica la segunda que la primera en
tanto en ella se enuncia cuál es el fundamento último del mundo. Afinando y refinando
una tesis que Kant sacó a la luz y lanzó a la circulación Husserl afirma que el sentido y la
validez de hechos y esencias es “puesto” -constituido, construido, generado, producido,
conferido, provisto, formado, forjado- por el Sujeto humano. ¿Qué significa “constituir”
cuando se dice que el objeto es constituido por el sujeto? Por ejemplo, significa poner o
imponer la unidad en la multiplicidad; así, una mesa percibida tiene una serie de aspectos,
facetas o partes -sus distintas características- que deben darse juntas y unidas para que el
objeto se presente siendo precisamente una mesa y no una silla o una lámpara. Pues bien,
según el idealismo fenomenológico, es la Conciencia del Yo, con sus distintas vivencias,
la que reúne en una única totalidad esas partes, aspectos o facetas. La síntesis de un objeto
-su unidad, su identidad permanente- se debe, en definitiva, a la unidad de las vivencias
en las que y por las que el objeto se aparece y se muestra. Esta es la tesis que Husserl
defiende una y otra vez.

Pero no sólo ocurre que el Sujeto constituye objetos -la mesa que percibe, los números
que entiende, el unicornio que imagina-, el Sujeto también se constituye a sí mismo. El
yo, por lo tanto, se auto-constituye (se define a sí mismo, se autodetermina): el sistema
de las vivencias de cada cual es constituido por el Yo en el tiempo interno de la conciencia
(siendo el tiempo la forma que ordena el curso de las vivencias -su fluir continuo y
sucesivo- según los parámetros del presente, el pasado y el futuro, o, en el vocabulario de
Husserl, la atención, la retención y la protención).

En conclusión, el Sujeto es el fundamento porque lo constituye todo: por una parte,


constituye el mundo -incluyendo los hechos y las esencias- y, por otra parte, el sujeto se
constituye a sí mismo como un curso de vivencias intencionales ordenado temporalmente.
9.5. La superación fenomenológica del planteamiento epistemológico

En el mundo moderno se ha desarrollado un peculiar planteamiento epistemológico -


es decir, una explicación del conocimiento- de carácter “realista” o de índole
“objetivista”; se trata de un cientificismo presente, en general, en las corrientes
“positivistas” desarrolladas en el arco que va desde Comte hasta el Círculo de Viena. Este
planteamiento de las cuestiones filosóficas afirma dos cosas: a) únicamente la ciencia
alcanza la verdadera realidad; b) la realidad es previa e independiente respecto al
conocimiento y el cognoscente. El realismo, en definitiva, se sustenta sobre la primacía y
la prioridad del objeto, su modelo por lo tanto puede ser descrito así: “Objeto → sujeto”.

Husserl, en su fase de madurez, se opone tajantemente al realismo; por eso pretende


superar este tipo de planteamiento epistemológico. Para superarlo sigue dos vías distintas
que se complementan: a) la vía del “mundo de la vida” (en alemán “Lebenswelt”); b) la
vía de una teoría del conocimiento idealista. Veámoslas brevemente.

La primera vía señala lo siguiente: las ciencias objetivas -las ciencias que conocen
objetos, por ejemplo, los objetos físicos o los objetos psíquicos- no flotan en el aire, no
son autosuficientes, no se sostienen por sí mismas (y esto a pesar de que el realismo
cientificista cree que sí, que las ciencias son entidades puras y abstractas que se mueven
libremente en el vacío). Las ciencias, en general, afirma Husserl contra el “positivismo”,
reposan sobre un estrato o un sustrato previo que las precede y que, en último término, es
más originario que ellas. A ese sustrato o estrato del conocimiento científico lo denomina
Husserl “mundo de la vida”. ¿En qué consiste este? ¿A qué se refiere Husserl con esta
expresión? Se trata del mundo perceptivo propio de la vida cotidiana, un mundo en el que
los seres humanos acceden a través de los cinco sentidos a las cualidades sensibles de
todas las cosas (este mundo sensible ha sido tradicionalmente denostado o
menospreciado, algo con lo que Husserl está en completo desacuerdo: la experiencia
sensible es la experiencia básica, la experiencia inicial y primordial). La ciencia suele
olvidar que se apoya necesariamente es este mundo sensible, y por eso, ingenuamente,
pecando de soberbia, cree que ella es lo primero y lo principal (por ejemplo, despreciando
todo aquello que no puede ser reducido a medida, que no puede ser cuantificado y que
por eso considera “meramente subjetivo”, creyendo que basta plasmar algo en números o
en fórmulas abstractas para que ya se haya alcanzado una pura y neutral “objetividad”,
etc.). Pero, apunta Husserl, el hombre de ciencia, antes de hacer ciencia, en su vida
ordinaria, vive en este mundo perceptivo (y, también, en un mundo en el que no solo hay
puros hechos, sino también valores que son emocionalmente captados, etc.). En
definitiva, las abstracciones, los cálculos y las fórmulas en las que se mueven las ciencias
tienen su suelo nutricio en el mundo cotidiano de la percepción, un mundo concreto sin
el cual la ciencia pierde su arraigo y, al perderlo, pierde su orientación vital.

La segunda vía por la que Husserl pretende superar el planteamiento epistemológico


del realismo cientificista -para el cual, por ejemplo, los seres humanos son meros hechos
entre otros hechos, y por eso susceptibles de ser estudiados como puros objetos sea a
través de la biología, la psicología o la neurología- ya la hemos comentado ampliamente:
es la vía del idealismo. En ella, dicho así, se trata de sustituir el modelo realista “Objeto
→ sujeto”, por el Modelo “Sujeto → objeto” (esta flecha, en el segundo caso, puede
simbolizar perfectamente eso que Husserl llama “intencionalidad de la conciencia”). El
idealismo, cuando se aplica a la ciencia, sostiene que la objetividad de la ciencia se debe
a las operaciones constituyentes del Sujeto del conocimiento. La objetivación de los
objetos ocurre una y otra vez, dice Husserl, por obra de la intencionalidad del Yo: la
propiedad esencial de la conciencia. La realidad, explica el idealismo, no es autosuficiente
ni es independiente: depende del Sujeto humano, de él recibe su sentido y por él consigue
su verdad. El Sujeto humano racional es, por lo tanto, según esta corriente de la filosofía
moderna, el origen y el fin de la realidad, el alfa y el omega del mundo.

El Sujeto humano, sin embargo, no es solo una conciencia de objetos, es, en última
instancia, según su esencia, una pura y nítida auto-conciencia. El Sujeto se define en su
núcleo más íntimo por su conciencia de sí mismo, esa en la que se reconoce como el
Fundamento del mundo y la sede de la Razón (que es la facultad desde la que se define la
Verdad, el Bien y la Belleza, los ideales a los que aspira la humanidad auténtica). Por eso,
la primera verdad, la verdad más básica, más cierta y segura, más cercana, es la verdad
proporcionada por la Reflexión del Yo: la vuelta del hombre sobre sí mismo, sobre su
pura interioridad (en la que se consigue separar y distinguir de todo lo exterior, de todo
aquello que no es él y que amenaza con confundirle y desorientarle). Este es el cauce
principal por el que se mueve la filosofía de Husserl: su idealismo fenomenológico
transcendental.

Pero, sea dicho para concluir, se preguntaron muchos de los discípulos de Husserl (entre
otros Martin Heidegger): ¿es cierto que la fenomenología en particular y la filosofía en
general debe necesariamente desarrollarse como un Idealismo? ¿Y si no fuese así? ¿Y si
el hombre se equivoca cuando -exageradamente- se cree el sujeto del mundo
(endiosándose indebidamente, y, por ello, extraviándose respecto a su lugar y su papel,
mucho más modesto y menos grandilocuente)? Quedan así, enmarcados en estas
preguntas, abiertos por ellas, los caminos por los que se adentran las filosofías de la
segunda mitad del siglo XX (en las que, lentamente, el antropocentrismo y el
antropomorfismo que ha imperado en la modernidad va perdiendo su prestigio y su
capacidad seductora).

Tema 10. Heidegger y la hermenéutica

1. Heidegger
1.1 De Husserl a Heidegger

Con el fin de realizar una primera aproximación a la filosofía de Heidegger la


contrastaremos con la propuesta de su maestro, el fundador de la fenomenología: Husserl.

En primer lugar, Heidegger aceptó el retorno al mundo de la vida -un estrato previo al
plano de las abstracciones y las formulaciones ideales de la ciencia- propuesto por su
maestro. Así, Heidegger insiste, influido aquí, en parte, por Husserl, en que el punto de
la partida de la filosofía está en abordar el mundo vital de la existencia cotidiana (algo
que está expuesto con detalle en la primera parte del libro de 1927 titulado Ser y tiempo).

Heidegger, sin embargo, rechaza la propuesta Idealista de Husserl, intentando superar


esta posición filosófica. Heidegger no acepta el Idealismo en sus dos acepciones: por un
lado, impugna el supuesto tradicional -procedente de Platón y Aristóteles- según el cual
el mundo fenoménico está atravesado y sostenido por un único y jerárquico reino ideal
de esencias universales; por otro lado, rebate la tesis moderna, que Husserl recoge de
Kant, de que el hombre es un Sujeto -dotado de una esencia racional- que constituye el
mundo y que lo fundamenta. No hay, pues, sostiene Heidegger, ni esencias puras ni un
Yo puro evidente para sí mismo en la reflexión. De este modo, Heidegger pretende
romper con la herencia de Platón y Aristóteles, por un lado, y de Descartes y Kant por el
otro.

Husserl sostenía, como tesis básica de su idealismo fenomenológico, que el Sujeto


humano -la conciencia del Yo- tiene el poder de, a través del ejercicio de la reflexión,
separarse y desgajarse del mundo exterior volviendo hacia sí mismo: recluyéndose en su
pura interioridad, en una esfera interna. Heidegger rebate este modo de plantear las cosas.
Según su propuesta filosófica la existencia humana (para cuya denominación acude al
término “Dasein” que suele traducirse como “ser-ahí”) es radicalmente mundana: nunca
puede separarse del mundo; por eso afirma que la vida humana es “ser-en-el-mundo”, la
vida está arrojada en el mundo entregada a una serie de tareas y quehaceres. A partir de
esta tesis (el originario estar en el mundo del ser humano) intenta prescindir del Modelo
“Sujeto → objeto”, un modelo que una parte significativa de la filosofía moderna ha
aplicado por doquier.

Hay otras dos diferencias que deben destacarse aquí:

1) Heidegger no está de acuerdo con la entronización de la conciencia reflexiva por parte


de Husserl. Es cierto, subraya Heidegger, que los seres humanos se comprenden a sí
mismos, pero este saber quiénes son y qué son, no se logra por un ensimismamiento
reflexivo: no tiene la forma interiorizante o introspectiva de la autoconciencia. Los seres
humanos se comprenden a sí mismos desempeñando una serie de actividades y ejerciendo
un conjunto de comportamientos y no observando su “interior”. Por otro lado, esta
comprensión de sí mismos no es transparente ni es infalible como, siguiendo a Descartes,
creía Husserl. Los seres humanos se confunden a menudo sobre sí mismos: la
autocomprensión humana es falible, insegura, incierta.
2) Husserl, siguiendo en este punto una larga tradición, concebía a la filosofía como un
saber que busca el Fundamento del mundo, la base firme sobre la que todo se sostiene.
Heidegger no cree que haya un Fundamento de este tipo -ni las Esencias platónicas, ni el
Dios del cristianismo, ni el Sujeto del idealismo moderno son ya aceptables como punto
de anclaje de todo- y, por eso, pretende dar una definición de las tareas de la filosofía que
no estén centradas en este quimérico objetivo. La filosofía, para empezar, subraya
Heidegger, es el arte de preguntar y de buscar o indagar en lo que se desconoce.

Otro punto importante y resaltable en la controversia de Heidegger con Husserl se


encuentra en la compleja cuestión del tiempo. Husserl sostuvo la prioridad del presente
en el conjunto del tiempo y, con ella, la primacía de la presencia: lo verdadero es lo
presente respecto a una evidencia intuitiva que lo capta plenamente, directa e
inmediatamente; así, los fenómenos eminentes y predominantes, aquellos ciertos y
seguros, son, según Husserl, por un lado, las esencias y, por otro lado, la propia
conciencia, ¿por qué? porque son de algún modo fenómenos omnipresentes:
constantemente presentes en el tiempo de la presencia. Heidegger, en cambio, cuando
aborda el asunto del tiempo sostiene que la dimensión radical de éste se encuentra en el
futuro; con esta prioridad del futuro sobre el pasado y el presente se esfuerza por mostrar
la prioridad de la posibilidad sobre la “realidad”, sobre lo siempre y constantemente
presente (por eso, en su filosofía madura, sostendrá que no hay un único mundo
verdadero, un único orden en los fenómenos, lo que hay son mundos posibles,
posibilidades de mundo, etc.).

En general, ya en su inicial propuesta filosófica, Heidegger trata -con mayor o menor


éxito, según se mire- de sustituir el giro idealista propuesto por Husserl por un giro
ontológico. El hilo conductor de este segundo giro se encuentra en este punto: la
existencia humana, la vida humana, está imbuida a priori en lo que Heidegger llama
“comprensión del ser” (una comprensión de la que ocasionalmente brota y surge la
pregunta filosófica, la “pregunta por el ser”, por el “ser” de todo lo que “es”, de todos los
“entes”). Siguiendo esta orientación se emplea a fondo para superar el idealismo
transcendental que, con Kant, Husserl, etc., ha imperado en la filosofía moderna.

Este giro ontológico -según el cual la pregunta central de la filosofía es la pregunta por
el “ser”- incluye, también, un importante giro histórico. Heidegger destaca que la
comprensión de la existencia, la comprensión del mundo y la comprensión del ser -
enlazadas entre sí, trenzadas unas con otras- son intrínsecamente históricas; la
comprensión no es algo fijo, permanente, estático, es algo dinámico, cambiante,
modificable. En la historia, y con ella, se marcan en cada caso y cada vez, los límites y
las posibilidades -para el existir finito de los seres humanos- de la comprensión de los
fenómenos, de todo lo que es, de todos los entes, sean del tipo que sean, y sea en el arte,
en la ciencia, etc.

Tenemos aquí trazadas, en lo que se acaba de exponer, las principales coordenadas por
las que discurre el planteamiento y la propuesta filosófica de Heidegger.
1.2. La analítica existencial

Heidegger se planteó el enorme y difícil reto de renovar, de replantear, el tradicional


problema del ser, llevándolo por inéditos caminos e insólitas sendas. La idea central de
su esfuerzo se concentra en discutir en su raíz la equiparación, propia de la tradición
metafísica de Occidente desde Platón, entre “ser” y Fundamento; la equivalencia entre
“ser” y fundamento implica entender de antemano al ser como el Ente Supremo (algo que
sucede en el postulado platónico y aristotélico de un universo de esencias universales, en
la tesis de la existencia de un Dios creador, en la afirmación de que el hombre es el Sujeto
de la Razón, etc.). Por esta vía, que es la que ha transitado en su historia del mundo
occidental, se produce un drástico olvido del ser en su dinamismo y en su diferencia. Y
la tarea del pensar consiste, ahora, en recordar eso que ha sido tradicionalmente olvidado
y desconsiderado. Volveremos más adelante sobre estas complejas cuestiones.

En 1927 publicó Heidegger su primer libro con el título Ser y tiempo. La vieja cuestión
del ser -aunque se pretende ahora abordarla de un modo novedoso- se enlaza aquí con la
pregunta por el tiempo. El punto de partida del tratado -y la mayor parte de su contenido-
está en una detallada descripción fenomenológica del existir cotidiano, de la vida común
y corriente, del existir mundano entregado a actividades o quehaceres. El hilo conductor
de esta indagación es el siguiente: el existir -el ir viviendo día a día, haciendo esto o
llevando a cabo aquello- es comprender; y se comprenden tanto los entes -los fenómenos
que se nos aparecen en el trajín cotidiano- como, a priori, de un modo originario, radical
e inadvertido, el “ser”. La comprensión del ser -posibilitadora del acceso a los entes- es
la raíz de la vida humana (una vida que se comprende también a sí misma, que está
enmarcada por su propia autocomprensión). A veces, a partir de motivos hondos que
habría que concretar, en el seno de la comprensión común y corriente del ser despunta la
pregunta por el ser; y esta es, insiste Heidegger, la pregunta central de la filosofía. Una
pregunta en la que se interroga por el ser de todo lo que es, de todos los entes. Ahora bien,
la pregunta por el ser -la pregunta que define la “ontología” como definición de la
filosofía- ¿cómo se responde? ¿Siguiendo qué ruta o qué senda? En 1927 Heidegger está
convencido -algo de lo cual se desdecirá en parte más adelante, en sus libros posteriores-
de que esta respuesta tiene que poder localizarse gracias a una analítica de la existencia
humana. El término “analítica” indica que de lo que se trata es de analizar la existencia,
descomponerla en sus elementos o ingredientes; cada uno de ellos -cada uno de los
componentes del vivir humano- es denominado “existenciario”, así pues, en Ser y tiempo
Heidegger va exponiendo pacientemente lo que considera son los distintos existenciarios
que integran la existencia humana en general.

En el arranque de Ser y tiempo se define la existencia como “ser-en-el-mundo”.


Destacando esta peculiar “estructura” -en la que los guiones indican que en el fondo no
se puede legítimamente desintegrar, aunque se puedan estudiar uno por uno sus
elementos- Heidegger pretende poner fuera de juego la tradicional separación o escisión
entre un sujeto y un objeto; esta oposición dualista de la que se ha partido constantemente
en la tradición es la que ha dado pie a que se contraponga una opción “realista” (en la que
el modelo es “Objeto → sujeto”) y otra opción “idealista” (en la que el modelo es “Sujeto
→ objeto”). Pero, ¿es necesario, pregunta Heidegger, tener que elegir entre la primacía
del objeto postulada por el realismo o la prioridad del sujeto que defiende el idealismo?
¿No comparten en el fondo estas dos posiciones enfrentadas un supuesto común (el de
que en el punto de partida hay por un lado un objeto y por otro un sujeto aislados
mutuamente y el de que uno de ellos es el elemento principal por ser independiente del
otro)? Pero si es cierto -como Heidegger se propone mostrar- que la existencia humana
es en su raíz un estar-en-un-mundo toda esta batalla entre el realismo y el idealismo pierde
su razón de ser: se trata de una disputa estéril, bizantina. Ni el hombre es un sujeto ni el
mundo es un objeto. El “mundo”, por ejemplo, es un campo global, un horizonte
omniabarcante, en el que los entes aparecen con un sentido: se muestran siendo esto o
siendo aquello. Veamos cómo avanza el primer libro de Heidegger desde el punto de
partida que acabamos de reseñar.

¿En qué consiste el cotidiano vivir de la existencia humana en tanto estructurada a priori
desde su ser-en-el-mundo? En estar siempre ya embarcada en distintas actividades en las
que convive con otros seres humanos; unas actividades o quehaceres que van desde las
labores más comunes como alimentarse y asearse hasta las más sofisticadas como
implicarse en la ciencia o en el arte. Pero Heidegger, llegados aquí, apunta lo siguiente:
la analítica de la existencia con la que arranca la filosofía cuando busca una respuesta
para la pregunta por el ser no puede describir exhaustivamente las distintas ocupaciones
en las que están enrolados los seres humanos; tiene que intentar sacar a la luz algo más
básico y radical que esto. ¿Qué puede ser eso? La analítica debe orientarse a destacar
cuáles son los componentes de la existencia gracias a los cuales los seres humanos pueden
vivir entregándose a una enorme variedad de actividades. Después de cavilar sobre este
asunto concluye Heidegger lo siguiente: la vida humana está sostenida y atravesada por
tres existenciarios, por tres componentes suyos, a los que denomina “encontrarse”,
“habla” y “comprender”. Vayamos brevemente con cada uno de ellos, teniendo en cuenta
lo siguiente: cada uno de los existenciarios desgranados por la analítica de la existencia
es lo que posibilita que se desplieguen un tipo de conductas o comportamientos con los
que el ser humano va viviendo, va desarrollando su mundano existir.

El “encontrarse” o la “disposición afectiva” (Befindlichkeit) es el componente de la


existencia humana que permite las distintas conductas emotivas, el aflorar de los variados
sentimientos, la cristalización de los estados de ánimo (todas estas conductas, importa
destacarlo, están marcadas por lo que Husserl denominaba “intencionalidad”, en este
punto, por lo tanto, Heidegger sigue a su maestro). ¿Qué se notifica, en general, en los
estados emocionales en los que los fenómenos nos resultan patentes y manifiestos? Se
nos notifica, dice Heidegger, cómo nos van las cosas que nos importan. En su tratado de
1927 Heidegger estudió con detalle dos comportamientos emocionales: el sentimiento de
temor y el sentimiento de angustia.

El “habla” o “discurso” (Rede) es el ingrediente de la existencia que da paso a las


diferentes conductas verbales, a los comportamientos en los que se profieren frases y se
organizan discursos. El lenguaje -posibilitado por este específico existenciario- es un
cauce por el que se revelan los fenómenos siendo esto o siendo aquello: hablando de las
cosas éstas se nos manifiestan de un modo u otro. Por otra parte, con el lenguaje se
despliega la comunicación de unos seres humanos con otros, y gracias a ella se coordinan
sus conductas respectivas y se ponen en común las situaciones compartidas. El lenguaje,
en definitiva, es clave a la hora de que se defina y cuaje un mundo común.

Llegamos así al tercer existenciario que es descrito en el libro de Heidegger. Se trata


del “comprender” (Verstehen). Heidegger afirma que este ingrediente de la existencia
humana circunscribe su “poder-ser”: indica que los seres humanos son seres-de-
posibilidades, seres abiertos a posibilidades. Así, gracias al comprender, se definen una y
otra vez los proyectos vitales en los que la existencia está comprometida y los planes de
vida en los que está implicada. Cuando la existencia ejerce y realiza posibilidades de sí
misma, subraya Heidegger, a la vez comprende tales o cuales fenómenos, capta o
interpreta el sentido de los entes que le salen al paso (por ejemplo, en el trabajo del
carpintero -el cual ejerce un oficio fabricando muebles de madera- se le presentan, en las
situaciones de su experiencia, una serie de utensilios como el martillo, el destornillador o
los alicates, además de clavos y tornillos -es decir, en el desempeño de esta posibilidad
de sí mismo dibujada por su profesión el carpintero comprende toda una concreta trama
de sentido, un plexo de fenómenos).

¿Qué conjuga o aglutina, en primera instancia, estos tres ingredientes de la existencia


humana? ¿Qué reúne estos tres existenciarios? Para referirse a esto acude Heidegger a la
palabra alemana “Sorge”, que puede traducirse aproximadamente con el término
“cuidado”. El ser humano, cuando es analizado filosóficamente, se muestra aquí como un
ser que “cuida de sí mismo” -que se ocupa de sí mismo- desplegándose según lo que
marcan el encontrarse, el habla y el comprender. El “cuidado”, por lo tanto, y así concluye
la primera parte del tratado de 1927, es el “ser” de la existencia humana, es eso que la
define.

En la segunda parte de Ser y tiempo Heidegger prosigue esta peculiar investigación


denominada “analítica de la existencia”, y lo hace imprimiéndole un cierto giro
dramático. En la primera parte del libro había estudiado preferentemente la existencia
cotidiana, la vida ordinaria, entregada a quehaceres comunes y corrientes. Pero ahora
afirma que, a pesar de que esta es nuestra habitual manera de vivir, y que precisamente
por eso es importante tenerla en cuenta, la existencia cotidiana está escorada
inevitablemente hacia la “inautenticidad”. ¿Por qué? Porque ordinariamente el existir se
anquilosa, se acomoda, se asienta satisfecho en lo familiar y asegurado, se pliega a lo
acostumbrado. Pero con ello el existir humano pierde su imprescindible dosis de riesgo y
aventura. Por este motivo, en la segunda parte de Ser y tiempo, Heidegger menciona una
serie de fenómenos que llaman y convocan a la existencia a despertar de su letargo y a
dirigirse hacia un vivir más auténtico, genuino e inseguro. Entre estos fenómenos o
experiencias que sacuden y conmueven la vida ordinaria impulsándola más allá de sí
misma hacia la existencia auténtica destaca la conciencia de la muerte: ella nos recuerda,
de un modo rotundo, nuestra radical finitud; la conciencia de la propia muerte -su
“anticipación”- nos notifica que sólo vivimos, nada más, una única vez. Y este hecho
inapelable -que suele ser tapado en el día a día cotidiano, en el que se finge ignorarlo- es
algo que impele a apurar y elegir las mejores posibilidades: las que más se acompasan
con nuestro propio ser y su genuina vocación.

Una vez ha llegado a este punto el libro de 1927 continúa así: el “cuidado” es el ser de
la existencia, el término en el que convergen los tres principales existenciarios. Pero, a su
vez, pregunta Heidegger, ¿cuál es la base del ser del existir? ¿sobre qué se sostiene el
“cuidado” en el que la existencia está remitida a sí misma, a su tener que ser esto o aquello
(y nunca todo a la vez en tanto asumir unas posibilidades implica descartar otras)? En el
tratado de 1927 concluye Heidegger lo siguiente: lo que sostiene el cuidado -el “sentido”
del ser del humano existir- es el tiempo. El existir es radical y originariamente temporal.
Y este tiempo, el tiempo del existir en tanto distinto del mero tiempo cronológico,
contable y calculable, afirma Heidegger, pivota sobre el futuro en tanto éste es la fuente
de la que manan las posibilidades. Heidegger discute así la teoría tradicional del tiempo -
en la que estuvo imbuido también su maestro, Husserl- en la cual siempre se sostiene que
el tiempo se define desde el presente (aunque no solo desde el ahora fugaz, sino de un
presente que por su permanencia y constancia conduce al tiempo hacia la eternidad del
fundamento de todo -sea la eternidad de las Ideas platónicas o del Dios del cristianismo
o del Sujeto humano del idealismo). En definitiva, Heidegger elabora una teoría del
tiempo en la que éste tiene su dimensión prioritaria en el futuro. Y en este punto preciso
-después de destacar la radical historicidad de la existencia humana en tanto está
atravesada y sostenida por el tiempo- se interrumpe el libro.

El plan del tratado filosófico ideado por Heidegger era más amplio de lo que contenía
el libro publicado. Heidegger entendía que tenía que mostrar con detalle y de un modo
concreto cómo el tiempo de la existencia humana está conectado con el tiempo del ser en
general; no solo la entraña de la existencia es temporal, también lo es todo lo demás. Pero
eso es algo que tiene que ser probado. Y Heidegger nunca llegó a conseguirlo. ¿Por qué
no completó el libro titulado precisamente Ser y tiempo? Heidegger cayó en la cuenta de
que a pesar de sus enormes esfuerzos no se había desprendido suficientemente del
idealismo moderno. En su libro buscaba una respuesta a la pregunta por el sentido del ser
en general -un sentido que tiene que estar en todos los entes, sean del tipo que sean- en
un análisis de la existencia humana; por eso mismo daba por descontado que si la
existencia es radicalmente temporal también debería serlo el “ser” (y esto explica el título
del libro: no sólo “existencia y tiempo” sino, también, y, sobre todo, “ser y tiempo”).
Pero, ¿no significa esta hipótesis nada menos que proyectar lo que es el ser humano sobre
todo lo demás? En su ensayo, por lo tanto, terminaba afirmando la primacía de la
existencia humana sobre el “ser” o respecto al “ser”; pero esta es precisamente una tesis
idealista: una tesis antropocéntrica y antropomorfa. Su primer intento de superar el
modelo “Sujeto → objeto”, es decir, las coordenadas mismas de la filosofía moderna,
había concluido con un enorme fracaso. Intentó una cosa y salió otra. Por eso, en todas
sus obras posteriores, enmendando o rectificando lo que había sostenido en su primer
libro, se aventuró por una serie de rutas distintas, por unos caminos inciertos, siempre
buscando una respuesta para la pregunta por el “ser” (una pregunta que incluye la
pregunta por la existencia humana, pero que no se subordina a esta pues, sea lo que sea,
el ser humano no es el fundamento de todo, no es el sujeto del mundo).

1.3 La historia de la metafísica y su consumación contemporánea

El contante caballo de batalla de Heidegger es lo que suele denominar la “metafísica


occidental” (una forma de pensar y una forma de ser inaugurada por Platón cuando
postula la radical dicotomía entre un mundo sensible inferior -cambiante, efímero,
múltiple, perecedero, particular, etc.- y un Mundo Inteligible superior -permanente,
idéntico, eterno, universal, etc.). El principal “reproche” que le dirige es el siguiente: la
metafísica occidental desde Platón en adelante se sostiene y se nutre de un “olvido del
ser”. ¿Qué está diciendo en esta declaración? Principalmente que tradicionalmente se ha
confundido el ser -un verbo, algo dinámico- con el único y fijo Ente Supremo, es decir,
se ha equiparado al ser con el Fundamento de la totalidad del ente. ¿Qué hace el
Fundamento? ¿Qué pretende conseguirse apelando a él? El Fundamento es un dispositivo
que, una vez implantando en un mundo -en su ciencia, en su arte, en su política o en su
religión, etc.- ambiciona clausurarlo, cerrarlo, dotarlo de una completa universalidad y
una exclusiva necesidad. Desde el Fundamento -desde la creencia de que “ser” es igual
al ente superior que sostiene todo y al que todo tiende- se decreta dogmáticamente que
solo cabe un Mundo Verdadero, que solo hay un único Orden legítimo regido por una
Ley que lo separa tajante y definitivamente del caos (esta ley del orden es la ley de la
razón, la ley que dirime qué es racional y qué no lo es, que define en qué consiste la
Verdad, el Bien, la Belleza, que señala cuáles son los ideales supremos, etc., etc.).

Pero, y aquí está la contribución principal de Heidegger, no es cierto que “ser” -que el
“ser” (sea dicho sustantivando un verbo)-, sea sin más un ente supremo; el “ser” no es un
fundamento. Así el olvido del ser en el fondo no es otra cosa que el olvido de la
“diferencia ontológica”. Cuando, a priori, hay comprensión del ser -una comprensión que
sostiene el existir humano y su trato con los entes en distintas actividades (arte, ciencia,
técnica, religión, política, etc.)- se está implícitamente comprendiendo la diferencia entre
el ser y los entes. Al pensar, a la filosofía, en tanto pregunta por el ser, le corresponde,
entre otras tareas, volver expresa o explícita esa radical y crucial “diferencia”. Este nuevo
pensar por el que Heidegger pelea se concentra en el intento de recordar eso que ha sido
continuamente olvidado por la metafísica del fundamento. Y ¿a qué conduce el recuerdo
del ser olvidado tradicionalmente en la historia de occidente? Por ejemplo, conduce a
asumir, con todas sus consecuencias, la ausencia de un Fundamento (mostrando que esta
ausencia es positiva, que la falta de un Fundamento no implica que el orden sea arrasado
por el caos o que triunfe simplemente la irracionalidad más completa). El mensaje de
Heidegger -incluido en el “recuerdo” del ser olvidado tradicionalmente- es este: cuando
se deja de creer y de anhelar un único y permanente Mundo Verdadero se cae en la cuenta
de que hay múltiples mundos posibles, unos ya acaecidos, otros acaeciendo y, sobre todo,
pues la modalidad del tiempo primordial es la del futuro, otros aún por llegar. “Otros
mundos, son también, posibles”, es, en el fondo, la apuesta propia de la ontología
propuesta por Heidegger, apuesta enraizada precisamente en la diferencia ontológica.

Diremos algo más sobre lo Heidegger ha llamado “diferencia ontológica”. Heidegger


afirma que, aunque sea implícitamente, cuando se comprende “ser” -y esto es algo que
ocurre “a priori”, es decir, “ya siempre”, nos percatemos de ello o no lo hagamos- se está
comprendiendo una diferencia. La diferencia ontológica tiene una vertiente llamémosla
negativa y otra vertiente positiva. Expliquemos brevemente cada una de esas dos
vertientes.

En su lado negativo la diferencia ontológica señala que “ser” no es un ente; el ente


“es” -es decir, algo se muestra o manifiesta siendo esto o siendo aquello- y por lo tanto
los entes tienen alguna “relación” con el “ser” (el principio que rige de antemano en su
mostración o en su manifestación); pero, por su parte, el ser, insiste Heidegger, no es un
ente. Por eso, por no ser algo determinado, el ser -lo que denota este verbo- no puede ser
propiamente definido: el ser es siempre ya comprendido (ya siempre estamos en una
comprensión del ser desde la que se accede a los entes de un modo concreto) pero, y aquí
está la paradoja, es algo completamente escurridizo, se escapa inexorablemente cuando
se pretende capturarlo en un concepto o atraparlo en una definición.

En su lado positivo la diferencia ontológica da paso a una amplia serie de


consideraciones que Heidegger ha expuesto por extenso en sus libros posteriores a Ser y
tiempo. A pesar de que en su vertiente negativa la diferencia ontológica prohíbe decir
algo afirmativo respecto a la pregunta “¿qué ‘es’ el ‘ser’?” cabe preguntar positivamente
“¿qué significa ‘ser’?” La respuesta de Heidegger es compleja, en distintas obras ha ido
desgranando pacientemente distintos aspectos de esta respuesta. Destacaremos, ahora,
únicamente tres de ellos: a) “ser” es un acontecimiento en el que resulta abierto y
despejado un mundo histórico, una época del mundo con una serie de procesos específicos
en el que se va definiendo y concretando; b) “ser” es el envío de un elenco de
posibilidades de juego que se van desplegando en la comprensión de los fenómenos (por
ejemplo, en la ciencia, en el arte, etc.); c) el “ser” se da como una donación de lo posible,
pero en este darse, a la vez, se retrae, se retira, facilitando así su olvido, su
desconsideración (pero, ¿por qué se retrae y se disimula? ¿qué indica con ello? La
sustracción del ser, su darse retirándose, implica que siempre se reserva, que nunca se
agota, que se da una y otra vez, recurrentemente, por eso, el ser es inseparable de la
historia: hay una intrínseca historia del ser, del ser en su comprensión, una comprensión
en la que está prendida la existencia humana pues gracias a ella los entes se le manifiestan
siendo esto o siendo aquello en el seno de las actividades que desempeña).

Un importante aspecto de la obra de Heidegger consiste en una exposición minuciosa


de la historia de la metafísica. La historia de la metafísica -en la que se pueden rastrear
los supuestos que han protagonizado en última instancia la historia misma de Occidente-
es, desde la óptica filosófica aquí adoptada, la historia de los avatares del Fundamento.
Puesto que se han dado tres grandes versiones del Fundamento Heidegger ha señalado
tres grandes etapas en la metafísica hasta ahora acontecida. En la primera el fundamento
absoluto ha sido localizado en el “Mundo”, en la segunda en “Dios” y en la última en el
“Hombre”; cada uno de estos conceptos designa, por lo tanto, al ente supremo, a la
realidad superior, una realidad omnipresente, constante, permanente, idéntica a sí misma,
fuente de la Ley y el Orden, sede de la Razón. Con unas pocas pinceladas ampliaremos a
continuación estas ideas básicas.

La metafísica nace en la Grecia clásica con el esencialismo propugnado por Platón y


por Aristóteles. Fijémonos en Platón: él postula que hay un mundo inferior, cambiante,
múltiple, volátil y fugaz, particular, contingente, el mundo sensible, el mundo de las
sombras que desfilan desordenadas dentro de la Caverna; pero por encima de este caos,
está el Mundo Inteligible, el Mundo de la Verdad, la Belleza, el Bien, el Mundo de las
Ideas, de los Arquetipos o Modelos de todos los fenómenos, la Luz del Sol. Puesto que el
Mundo de las Ideas es el fundamento eterno, idéntico, permanente, etc., del mundo
sensible, solo hay un único orden racional definido y sostenido sobre leyes inmutables.
La metafísica posterior se ha movido siempre por los cauces o la senda inaugurada por
Platón: toda la metafísica, de un modo u otro, es una forma de “platonismo” en tanto se
apoya en distinguir dos planos y establecer entre ellos una rígida jerarquía: por un lado,
el plano de lo fundamentado -lo inferior, lo subordinado, lo secundario- y, por otro lado,
el plano del fundamento -lo superior, lo prioritario, lo principal.

La segunda etapa de la historia de la metafísica está profundamente marcada por la


irrupción del cristianismo. Desde ese momento se sostuvo que el ente fundamental, el
ente supremo, es un único Dios, creador de todo desde la nada, omnipotente, omnisciente,
etc. Esta tesis, este principio, ha sido sostenido no solo durante la Edad Media, se
mantuvo, con ciertas variantes, durante el Renacimiento y la primera modernidad, entre
los siglos XVII y XVIII. Esta larga etapa es, pues, el periodo del triunfo del teocentrismo.

La tercera etapa, y última por el momento, despunta con la modernidad plena en la


Ilustración del siglo XVIII. En ella se afirma que el único fundamento legítimo es el
Hombre, entendido como el “Sujeto” de la Razón universal. Se impone así el modelo
“Sujeto → objeto”. Todos los objetos -sea los objetos verdaderos propios de la ciencia,
los objetos buenos propios de la moral, o los objetos bellos propios del arte- son
construidos, constituidos o creados por y para el Sujeto humano. Es el reino del
antropocentrismo y del antropomorfismo. El Sujeto humano racional, como destaca Kant,
es un legislador autónomo: todas las leyes que definen y circunscriben el orden del mundo
-sea en el terreno científico, social y político, artístico, etc.- son leyes puestas por el
“hombre”. Estamos, cronológicamente, en los siglos XVIII y XIX. ¿Y el siglo XX?
Heidegger sigue aquí, en parte, el diagnóstico de Nietzsche: este siglo está marcado a
sangre y fuego por el advenimiento del nihilismo. La modernidad entra en una crisis cada
vez más honda y profunda de la que aún no se ha salido. Heidegger ha dedicado muchas
páginas a intentar ofrecer un diagnóstico detallado de lo que sucede en esta fase final de
la era moderna del mundo. Por ejemplo, ha insistido, como ampliaremos más adelante,
en el auge imparable de la tecnociencia como característico de estos tiempos convulsos y
revueltos; la tecnociencia, sostiene Heidegger, parece que “libera”, que es la punta de
lanza del Progreso, pero esta es solo su cara luminosa; el imperio de la tecnociencia tiene
un reverso tenebroso que Heidegger ha pintado con colores oscuros. Bajo la luz de la
ciencia tecnificada están los proyectos de dominio de la naturaleza y de la sociedad, así,
la libertad prometida por la Ilustración se convierte en una nueva y férrea opresión en la
que se opera con la creencia de que todo puede ser predecible, controlable, calculable; en
la era tecnocientífíca del mundo, todo resulta nivelado, aplanado, homogeneizado,
uniformizado, como prueba el hecho de que el valor máximo esté en el dinero, un valor
que a la vez lo es todo y es nada. La tecnociencia, en definitiva, es uno de los cauces por
los que el mundo es invadido por la fuerza destructiva del nihilismo que todo lo
descompone y desintegra.

Un apunte más para terminar este apartado. ¿Qué significa “pensar” según Heidegger?
El pensar filosófico lleva a cabo un preguntar por el ser en su despliegue epocal y en su
concreción mundana. ¿Y cuál es la tarea o la encomienda de este pensar ontológico?
Custodiar y salvaguardar la diferencia ontológica implícita en la compresión del ser sobre
la que pivota la existencia humana en cada época del mundo. ¿Y cómo se protege y cuida
esta diferencia? Ante todo, impidiendo la imposición de un fundamento y recordando que
más acá o más allá del “mundo real” están siempre los múltiples mundos posibles que
penden de un acontecer del ser en el que son enviadas una y otra vez posibilidades.

1.4. La cuestión de la técnica

Heidegger desarrolló -en el marco de un pensar ontológico, en las coordenadas de una


filosofía que pregunta por el ser- una filosofía del arte y una filosofía de la técnica.
Expondremos a continuación las líneas principales de la meditación heideggeriana sobre
la comprensión técnica de los entes o fenómenos.

La filosofía de la técnica propuesta por Heidegger comienza con la discusión de un


modo habitual, común y corriente, de entender y ejercer el saber técnico. Heidegger
comienza rechazando la concepción “instrumentalista” de la técnica. Según esta
concepción la técnica únicamente provee de una serie de medios posteriores respecto a
unos fines definidos con anterioridad. En esta concepción tradicional, que solemos
aceptar sin preguntar por ella pues nos parece obvia y evidente, se sostiene, además de lo
dicho, que los “medios técnicos” son enteramente “neutrales” respecto a los fines en los
que se plasman necesidades o demandas, por ello, subraya Heidegger, se cree que
respecto a todo aparato técnico es fácil distinguir a la postre entre un “buen uso” y un
“mal uso” (pero, pregunta Heidegger, ¿cabe acaso un “buen uso” de una bomba atómica?
¿no será ingenua esta idea de la pura neutralidad de lo técnico?). Por otro lado, destaca
Heidegger que esta concepción instrumentalista de la técnica reposa en el fondo sobre un
idealismo filosófico, es decir: sobre un antropocentrismo o un antropomorfismo; desde
esta óptica idealista se sostiene que el hombre es el Sujeto de la técnica, es el Hombre,
por lo tanto, el que desde sí mismo, por sí mismo y para sí mismo, establece los fines y
define los medios. ¿Y cuál es el fin último de la técnica según el hombre moderno? El
dominio de la naturaleza, su control (por eso entiende a la naturaleza como una
“máquina”, como una trama predecible de causas y efectos que puede reflejarse en leyes
cuantitativas, etc.). Si el hombre es el sujeto de la técnica entonces él es su dueño y señor,
lo técnico, por lo tanto, lo que resulta de este modo de comprender los entes (una serie de
utensilios, aparatos, herramientas, etc.), obedece sin más a su libre voluntad. En esta
concepción instrumentalista y antropocéntrica arraiga el optimismo tecnocientífico
propio del mundo moderno: se entiende que la técnica es el estandarte, la punta de lanza,
del Progreso de la historia, creyendo así ciegamente que, con más técnica, con una mayor
cantidad de artefactos, se logra sin más un mundo mejor. Este optimismo debilita la
actitud crítica y, por ello, Heidegger lo rechaza. En definitiva, y, en primer lugar, este
autor sostiene que la concepción antropológica e instrumentalista de la técnica es
deficiente, y por eso, una filosofía de la técnica tiene que intentar entender qué es la
técnica y lo técnico de un modo más completo, complejo y adecuado.

¿Qué es la técnica? Heidegger inicia su respuesta a la pregunta con la siguiente


consideración: la técnica es un modo de comprensión en la que los entes -antes ocultos y
velados- son desvelados o desocultados en un ámbito previamente abierto y despejado.
En ese ámbito, en el que están inscritas unas determinadas posibilidades, se concretan las
necesidades, se establecen los fines, se definen los medios y se delinean la forma y la
función de los útiles o aparatos. Por su parte, los seres humanos pertenecen al ámbito del
desocultamiento de los fenómenos por parte del saber técnico y participan en él sea como
usuarios o como artífices.

Partiendo de este hilo conductor –“la técnica consiste en la desocultación de los entes”,
etc.- Heidegger afirma que la comprensión técnica de los fenómenos no flota en el vacío
ni es siempre igual. El saber técnico acaece y cristaliza según diferentes modalidades
históricas que pueden ser estudiadas con detalle. A Heidegger le interesa sobre todo
entender a fondo en qué consiste la técnica moderna, la técnica que actualmente se está
desplegando; y para ello, dando aparentemente un largo rodeo histórico, realiza una
comparación o traza un contraste entre la técnica griega -el modo del saber técnico propio
de la Grecia clásica- y la técnica moderna.

¿Qué modalidad específica y peculiar de la comprensión técnica ha cuajado en el


mundo moderno? En primer lugar, se trata de una técnica que está atravesada y sostenida
por la ciencia: lo que impera en la modernidad es, pues, la “tecnociencia”. La técnica
moderna se desarrolla en base al modelo “sujeto → objeto”; así, esta modalidad moderna
de la técnica, se presenta como la propia de un hombre que se cree desgajado o separado
de la naturaleza, que se toma como una instancia anterior y superior a ella. Y esta creencia
o supuesto de fondo –“el hombre es el sujeto de la técnica, la cual es una creación suya
gracias a la cual domina la naturaleza poniéndola a su servicio”- marca el modo específico
de desocultamiento del ente que rige de antemano en la técnica moderna. La técnica
propia del mundo moderno es, en su raíz misma, provocadora, desafiante, retadora,
chulesca, procede con violencia y se emplea con agresividad; por ello, con entera
coherencia, considera a la naturaleza de la que se nutre un mero depósito inerte ilimitado
del que puede sacar por las bravas y sin miramientos materias primas y energía. Por este
motivo, la crisis ecológica contemporánea, no es ya un desgraciado o desafortunado daño
colateral o efecto secundario de la moderna configuración del saber técnico: la
devastación de la tierra está incorporada -aunque sea implícita e inconscientemente- en
sus premisas. La técnica moderna por su propio modo de ser -y no por azar o casualidad-
encubre y oculta que la Naturaleza -la biosfera del planeta tierra- es una serie de
ecosistemas anidados unos en otros en un equilibrio frágil y precario.

La descripción de la técnica moderna propuesta por Heidegger continúa resaltando lo


siguiente: tal vez durante los siglos XVIII y XIX los seres humanos de la modernidad
occidental aún se creían -con la soñadora ingenuidad de vivir en un tiempo nuevo lleno
de las brillantes promesas de un mundo mejor- dueños de la técnica. Pero ya en el siglo
XX a la vez que disfrutan de los vertiginosos e imparables “avances de la técnica”
empiezan a vislumbrar que no todo es luz y mediodía en la moderna tecnificación del
mundo. Va calando así un atmosférico malestar que ha dado pie, por ejemplo, a las
“distopías” plasmadas en las novelas y en el cine de ciencia ficción (Huxley, Orwell,
Bradbury, Phillip K. Dick, etc.). Lo que era una promesa -la del mundo feliz de la
tecnociencia- se revela también como una potencial amenaza. En este contexto, propio
del siglo XX, se enmarca la filosofía heideggeriana de la técnica. De presunto señor de la
técnica, dueño de su destino, el hombre ha empezado más bien a sentirse su siervo, una
pieza sustituible de un engranaje automático, por ejemplo, cuando actúa, espoleado por
los imperativos publicitarios, como un dócil consumidor que acumula sin sentido cientos
de aparatos con una utilidad dudosa.

Realizado este diagnóstico, ¿cuál es la apuesta heideggeriana? Por un lado, Heidegger


considera que no es apropiado “demonizar” sin más a la técnica. Si, por su parte, en sus
escritos, ha resaltado su lado oscuro, su cara amenazante, es porque entiende que el ciego
optimismo tecnológico es casi tan dañino como lo son muchos artefactos de entrada poco
benéficos. Por otro lado, entiende que no está de más articular una ética y una política de
la tecnociencia, pero, por importantes que éstas sean, no bastan. Hace falta algo más
radical. En el fondo, cuando Heidegger comparaba la técnica griega con la técnica
moderna, ya apuntaba implícitamente hacia la tesis siguiente: tiene que perseguirse, se
tiene que buscar, otra modalidad del saber técnico distinta de la que ha imperado en el
mundo moderno. Esto es más fácil enunciarlo que conseguirlo. Los complejos procesos
históricos desencadenados por la técnica moderna -en tanto es errónea la creencia en que
somos el sujeto de la técnica- no están simplemente en manos del hombre: la existencia
humana incardinada en el mundo moderno no puede, sin más, por la mera “fuerza de su
voluntad”, controlar y dirigir estos procesos. Los seres humanos no son ni los meros
esclavos de la técnica ni sus dueños omnipotentes: están en un punto intermedio entre
estos dos extremos exagerados. En este punto Heidegger combate tanto el pesimismo o
el fatalismo de la resignación como la ingenuidad optimista según la cual todo es posible
en cualquier momento con solo quererlo libre y voluntariamente. Pero al menos la meta
está, en buena medida, clara: el pensar de la diferencia ontológica se guía, por un lado,
por la idea de que otra técnica es posible, y, por otro lado, por la constatación de que hace
falta una técnica respetuosa con la naturaleza, una técnica menos agresiva y prepotente,
que no considere a la biosfera como un objeto inerte que debe ser dominado por un sujeto
que no es sino un hombre endiosado, lleno de narcisismo y soberbia e ignorante de su
finitud. Al pensar filosófico, en tanto arraiga en una actitud crítica respecto al actual curso
del mundo, le corresponde preparar la llegada de esta otra posible técnica, le toca
propiciar su venida (la cual, en última instancia, pende de algo que no se puede prever ni
provocar, pende de lo que Heidegger llama un “acontecer del ser” -expresión que traduce
una palabra clave en su propuesta filosófica: “Ereignis”).

1.5. Gestell y Ereignis: el último Heidegger

Ante la pregunta ¿qué es lo que, al menos tendencialmente, aspira en la actualidad a


erigirse en lo fundamental, en el fundamento último y la meta primera de este periodo de
la época moderna del mundo? Responde Heidegger: la Técnica, la técnica organizada
científicamente o la ciencia diseñada técnicamente, es decir, la tecnociencia. Sin
embargo, subraya Heidegger, el imperio de la técnica, su pretensión de erigirse en el
fundamento de todo, en aquello a lo que todo debe reducirse para ser plena y
completamente racional, no es sino el síntoma secreto de la profunda crisis que afecta por
doquier a la era moderna del mundo (cuyo signo está, como ya Nietzsche auguró, en la
llegada de un nihilismo devastador y destructivo que tiñe de colores oscuros el futuro del
planeta y la suerte de sus habitantes). Con el fin de pensar filosóficamente este complejo
proceso histórico acude Heidegger al término “Gestell”, el cual puede traducirse
aproximadamente como “imposición de un armazón” o “armazón impositivo”.
Adoptando este concepto como hilo conductor -en tanto pretende ofrecer con una palabra
única una sinopsis de qué elemento aglutinante subyace al statu quo- Heidegger intenta
poner de relieve una serie de fenómenos o procesos en marcha, por ejemplo los siguientes:
a) impera por todas partes la pretensión de planificar, prever y calcular todas las cosas,
tanto las naturales como las sociales; b) todo se uniformiza, se nivela, se homogeneiza a
nivel planetario, las diferencias, así, se van extinguiendo, se van perdiendo; c) la eficacia,
el inmediato rendimiento económico, la utilidad directa, se va convirtiendo en la única
medida de todas las cosas, así todo aquello que no proporcione un beneficio a corto plazo
se va dejando de lado como insignificante y superfluo; d) todos los entes son definidos
en su “esencia” como mercancías en stock (lo que Heidegger llama en sus textos
“Bestand”), es decir, todo aparece o se manifiesta como puramente consumible, en todo
se minimiza su valor de uso y sólo resalta su valor de cambio, todo es susceptible de
compraventa, nada escapa así al único valor que se reconoce valioso, el valor del dinero,
etc.

Sin embargo, no todo es enteramente negativo en este sombrío panorama. Cuando la


crisis toque fondo, afirma Heidegger, cuando los peligros, los riesgos y las amenazas sean
inocultables e inaplazables, se terminará cayendo en la cuenta de que la crisis de un
mundo dibuja una y otra vez una encrucijada: la crisis, es pues, también, cuando se la
afronta en su raíz y sin subterfugios, una oportunidad de cambio. Por eso, apunta
Heidegger en sus escritos, la extensión global del Gestell incluye también el preludio de
un “Ereignis” (un acontecer del ser, es decir, un inédito envío de posibilidades aún por
venir, etc.). La tradicional metafísica del fundamento -la cual está también detrás del
imperar del Gestell- reprime los mundos posibles desde el postulado dogmático de que
sólo es adecuado a la razón un único y fijo Mundo Verdadero; por eso, el hilo conductor
del pensar que cuida de la diferencia ontológica -un pensar que rechaza la imposición de
un Fundamento- está en la fórmula: “otros mundos son, también, posibles”. ¿Y cuál es
aquí la tarea del pensar y la encomienda dirigida a los seres humanos? Preparar y
precipitar un “Ereignis”; nada más y nada menos.

En sus escritos Heidegger, como también ocurre en autoras como María Zambrano, etc.,
ha mostrado un enorme interés por el lenguaje de la poesía. Gracias a la atención a algo
tan modesto como el lenguaje poético, piensa Heidegger, se puede empezar lentamente a
contrarrestar los efectos negativos del Gestell y del nihilismo que lo acompaña. Veamos
brevemente en qué consiste esta peculiar vertiente de la filosofía de Heidegger. Como ya
hizo a propósito de la técnica este autor comienza discutiendo la habitual concepción
instrumentalista y antropocéntrica del lenguaje; el ser humano es un ser intrínsecamente
lingüístico, pero precisamente por eso, argumenta Heidegger, el lenguaje no es una pura
creación suya, ni, tampoco, puede ser legítimamente tratado como un mero instrumento
dócil para sus propósitos. Cuando el ser humano se cree, por soberbia, “sujeto del
lenguaje” -su dueño y señor- y lo trata como un “objeto”, lo empobrece, lo deteriora, lo
destruye (en vez de asumirlo como lo que es, un tesoro que debe cuidar y proteger). ¿Qué
es, entonces, el lenguaje? Un cauce irreductible del desocultarse del ente en la
comprensión. Y ¿por qué dentro del lenguaje tiene una especial importancia el lenguaje
poético? En el lenguaje de la poesía el poeta deja hablar al propio lenguaje en vez de
empeñarse en vano en “dominarlo”; el poeta ayuda a que el lenguaje se despliegue desde
sí mismo; el poeta, en definitiva, escucha al lenguaje, responde a su llamada y su
interpelación, dando así voz y palabra a lo que aún no ha sido dicho de los fenómenos del
mundo. El lenguaje poético -como Heidegger trató de mostrar en sus interpretaciones de
poemas de Hölderlin, Rilke, Trakl, etc.- es el lenguaje vivo, fresco, el lenguaje que
mantiene pleno su poder verbalizador o su fuerza nominativa. Es el lenguaje que
reverdece las desgastadas palabras y las acartonadas frases del lenguaje común y
corriente. El lenguaje humano, el lenguaje hablado o escrito por los seres humanos, es,
concluye Heidegger, en última instancia, el “lenguaje del ser”, es decir, un lenguaje que
proviene del acontecer del ser y que, a su vez, se dirige hacia ese acontecimiento
recurrente, siempre por venir, siempre cerca de advenir de nuevo, otra vez, una vez más.

2. Gadamer

2.1. La hermenéutica como método y como estructura del ser

Tradicionalmente la hermenéutica ha consistido en el arte de la interpretación de textos


canónicos. De este modo, en Occidente, se fueron desarrollando tres hermenéuticas
distintas, ocupadas cada una en un campo diferente: una hermenéutica religiosa centrada
en el estudio de la Biblia y otros textos sagrados; una hermenéutica jurídica dedicada a la
interpretación de los textos legales y a la aplicación de la ley a casos concretos; una
hermenéutica literaria, en la que se interpretan obras de ficción como las novelas, se
interpreta la poesía, o se aborda el problema de la adaptación de obras teatrales a su
representación escénica.

En el siglo XIX la hermenéutica tradicional que se acaba de mencionar atravesó dos


transformaciones. Por un lado, en el marco del idealismo romántico, Schleiermacher
buscó una “hermenéutica general” en la que se pudieran apoyar las tres direcciones de la
hermenéutica clásica. Por otro lado, Dilthey, cuando intentaba llevar a cabo una
fundamentación metódica de las ciencias del espíritu elaboró una hermenéutica de raíz
psicológica.

En el siglo XX el terreno de la hermenéutica ha pasado por dos transformaciones más


profundas que las que tuvieron lugar en el siglo XIX. En la primera mitad del siglo XX,
Heidegger sostuvo que la analítica de la existencia humana era una “hermenéutica de la
facticidad”: una interpretación del existir “fáctico”, es decir, de un existir que se encuentra
siempre ya lanzado o arrojado en un mundo con unas específicas posibilidades. En la
segunda mitad, Gadamer, discípulo de Heidegger, por una parte realizó una crítica de las
hermenéuticas metódicas -es decir, de las hermenéuticas que se orientaban a prescribir
una serie de reglas que deberían aplicarse en la interpretación de los textos o de otros
fenómenos históricos y culturales-; por otra parte, Gadamer se propuso radicalizar la
tradición de la hermenéutica proponiendo una “ontología de la comprensión”, una
hermenéutica filosófica desarrollada como desarrollo de la tesis de que la vida humana
está íntegramente inmersa en el acaecer de la comprensión.

Desde luego, por último, las hermenéuticas tradicionales no han desaparecido a pesar
del conjunto de transformaciones que acaban de mencionarse. Siguen existiendo, por
ejemplo, las hermenéuticas religiosas y jurídicas. Además, en el siglo XX, ha ganado una
enorme pujanza la hermenéutica literaria gracias a autores como Ingarden, Jauss e Iser;
todos ellos han elaborado sofisticadas teorías sobre el acto de la lectura de obras artísticas.
En la lectura de una novela, por ejemplo, nos dicen estos autores, se van fusionando poco
a poco dos horizontes que inicialmente están separados: el horizonte de la obra -el mundo
que una obra presenta y contiene- y el horizonte del lector (el cual, al sumergirse en la
lectura, va rellenando lagunas, modificando sus expectativas, etc.).

2.2. La hermenéutica metódica

En el siglo XIX era muy habitual considerar que el único ideal legítimo del
conocimiento estaba en las ciencias de la naturaleza. Las ciencias naturales como la física
serían las únicas ciencias serias, rigurosas, exactas, seguras; gracias a su método, el
método hipotético-deductivo por un lado y sus complementos, el método experimental y
el procedimiento de la inferencia inductiva, estas ciencias consiguen resultados necesaria
y universalmente válidos.

Dilthey no discute la importancia de las ciencias naturales, ni su enorme rigor, pero sí


rebate la idea de que sean el único modo legítimo en que puede desarrollarse la ciencia.
Este autor se propuso defender la dignidad y solidez de las “ciencias del espíritu” -lo que
en el siglo XX se denominan ciencias humanas o ciencia sociales (la psicología, la
antropología, la sociología, la historia, etc.). Estas ciencias son ciencias peculiares que no
tienen que llevar a cabo su cometido imitando a las ciencias naturales.

Dilthey aceptaba la tesis general, propia de la ciencia moderna (una tesis propuesta
inicialmente por Descartes), de que la ciencia reposa en un método: la ciencia es ciencia
por ser metódica; gracias al poder del método la ciencia consigue alcanzar una verdad
cierta y segura sobre los fenómenos propios de su campo temático. Ahora bien, lo que ya
no acepta sin más Dilthey es que únicamente haya un método aceptable: el método de las
ciencias naturales. Si hay dos clases de ciencias -las ciencias de la naturaleza y las ciencias
del espíritu- tiene que haber entonces también dos métodos distintos. Así Dilthey llegó a
la siguiente conclusión: las ciencias naturaleza emplean un método explicativo, las
ciencias del espíritu acuden a un método comprensión. Veamos esta tesis con un poco
más de detalle.

Gracias a su método explicativo una ciencia como la física consigue obtener leyes
causales que son plasmadas en fórmulas matemáticas. Pero un método así solo se puede
aplicar a la Naturaleza, la cual es monótona, homogénea, uniforme, regular. Aplicar un
método explicativo al escurridizo terreno de la sociedad y la cultura es estéril e
inapropiado. Lo “espiritual” no puede reducirse a lo “natural”, son dos clases de
realidades distintas: una irregular y otra regular, una heterogénea y otra homogénea, una
arraiga en la libertad y la otra manifiesta por doquier la necesidad, etc.

Por lo tanto, y este es el punto central, Dilthey intentó ofrecer una fundamentación
metódica de las ciencias del espíritu de tal manera que quede claro y asentado que son
ciencias muy distintas de las ciencias naturales, pero tan legítimas como ellas.

¿En qué consiste la “comprensión” entendida como el método propio de las ciencias del
espíritu? Dicho brevemente: la comprensión es el procedimiento por el cual el científico
se adentra en el ser humano que investiga yendo desde fuera -desde sus manifestaciones
externas- hacia dentro -hacia su yo interior y profundo, íntimo. Dilthey sigue aquí, en el
fondo, la tesis filosófica del idealismo romántico del siglo XIX. Según esta posición el
genio creador -por ejemplo, el autor de una novela- se expresa o se objetiva en su obra:
el procesa va, pues, desde dentro hacia fuera. El método de la comprensión -un método
hermenéutico de carácter psicológico- invierte la marcha del proceso creativo del
individuo: parte de la capa exterior -en este caso del contenido de la novela- y se dirige
hacia el yo interior del autor, hacia sus intenciones profundas, etc. Por eso, según Dilthey,
el método comprensivo culmina con la “empatía” (Einfühlung) entre el yo investigador y
el yo investigado: es así como dos “almas” terminan fundiéndose en una sola. Puro
romanticismo, en definitiva.
La tesis general de Dilthey fue, en conclusión, la siguiente: si en las ciencias de la
naturaleza opera el modelo “sujeto → objeto” (y, por ello, un método explicativo), en las
ciencias del espíritu actúa el modelo “sujeto → sujeto”; es decir, en las ciencias del
espíritu, gracias a ellas, el espíritu (humano) se conoce a sí mismo. Las ciencias del
espíritu contienen, por lo tanto, el autoconocimiento del hombre.

Los planteamientos de este autor han quedado en el siglo XX ampliamente desfasados,


aun así, suele reconocerse y alabarse su coraje a la hora de defender la dignidad de las
ciencias sociales o culturales.

2.3. La ontología de la comprensión

El propósito central de Gadamer ha sido elevar la “hermenéutica” -lo que fue


inicialmente el arte de la interpretación de textos canónicos, etc.- al rango de una
“ontología” (en una acepción de este término cercana a la propuesta por Heidegger,
maestro de Gadamer). Sostiene Gadamer que la filosofía se encarga de elaborar una
“ontología de la comprensión”; en ella que se pregunta por el ser de la comprensión y por
la comprensión del ser (en esta filosofía, por cierto, el lenguaje ocupa un lugar básico
pues se pone el acento en el carácter “lingüístico” de la comprensión: se comprende algo
desde el lenguaje y se comprende también, a la vez, el propio lenguaje en el que los
fenómenos del mundo son dichos, son hablados o son escritos).

La ontología de la comprensión propuesta por Gadamer comienza rechazando el núcleo


del planteamiento de Dilthey; según este autor la comprensión es el método de las ciencias
del espíritu, un método gracias al cual estas ciencias alcanzan la verdad con garantía. Pero
Gadamer no acepta que la comprensión sea solo un método -una serie de reglas que
conducen hacia un conocimiento cierto y seguro-. Por lo tanto, como se verá a
continuación, Gadamer sostiene que la “comprensión” o el “comprender” está ubicada
más acá de la distinción metódica entre la explicación causal de las ciencias naturales y
la comprensión empática de las ciencias del espíritu. En general, lo que también discute
Gadamer es la tesis moderna -procedente de Descartes- según la cual a la verdad se llega
exclusivamente a través de la aplicación mecánica de un método; por eso Gadamer tituló
a su libro principal así: Verdad y método, la verdad, es lo que indica el título, es previa,
anterior y superior a la cuestión secundaria del método.

Pero el rechazo de que la comprensión sea un método es únicamente el primer paso.


Lo principal viene ahora, cuando Gadamer afirma que la existencia humana está
intrínsecamente inmersa en la comprensión, que vivir es siempre comprender, estar
comprendiendo algo. ¿Qué es lo que se comprende en el comprender? Se entiende una y
otra vez, en el decurso del propio vivir, el sentido de los fenómenos, se interpreta su
significado lingüístico (la filosofía de Gadamer destaca que el lenguaje es el cauce básico
en el que se articula la comprensión, como ya se ha subrayado). Tenemos pues, como
tesis básica y principal, que según la hermenéutica filosófica de Gadamer, toda
experiencia, todo conocimiento, toda forma de saber -sea en la ciencia, en el arte, etc.- es
“comprensión”. Por lo tanto, la filosofía tiene que intentar aclarar lo mejor que pueda en
qué consiste “comprender”. Veamos a continuación qué afirma Gadamer al respecto.

La filosofía moderna en su conjunto ha partido del Modelo “sujeto/objeto”. O sea, ha


supuesto que en el punto de partida lo que hay es un sujeto separado de un objeto, una
contraposición entre ambos; después, esta filosofía tenía que explicar cómo es que hay
entre ambos una relación y, además, cuál es el elemento principal, el factor que por ser
independiente y autosuficiente sirve de fundamento al otro. Por eso, en el mundo
moderno, han debatido dos tipos de explicaciones: en el realismo se dice que el objeto es
previo al sujeto, por lo que el modelo básico se dibuja así “Objeto → sujeto”; en el
idealismo se cree que el sujeto es superior y anterior al objeto, por lo que el modelo sería
el siguiente: “Sujeto →objeto”. Pues bien, y siguiendo aquí Gadamer la tesis de
Heidegger de que lo primario es el ser-en-el-mundo, lo primario no es un sujeto
contrapuesto a un objeto: en el punto de partida del acto y el proceso de la comprensión
están coimplicados los seres humanos y el mundo, hay entre ellos una recíproca
pertenencia. Un caso relevante de esta coimplicación está en lo que Gadamer denomina
“fusión de horizontes”: cuando alguien lee un texto, por ejemplo una novela, inicialmente
hay una “distancia” entre ambos, hay una “diferencia” entre la perspectiva y el horizonte
el lector y la perspectiva y el horizonte del propio texto (el “mundo” expuesto en la obra
literaria); pero esta distancia y diferencia no es semejante o no es equiparable a la pura
oposición entre el sujeto y el objeto, pues en el fondo lo que hay aquí, como venimos
señalando, es una “co-implicación” entre el lector y la obra literaria en la comprensión.
Por lo tanto, ¿qué sucede en el proceso y el acto de la comprensión en el caso de la lectura
por un lector de una novela? Los dos horizontes o las dos perspectivas se van ajustando
entre sí, se van acoplando poco a poco, hasta que, en el punto culminante, esos dos
horizontes distintos y separados se funden en uno solo (el lector ha entrado en la obra
literaria y, también, la obra ha penetrado en el lector).

Después de mostrar que la comprensión no se puede explicar o describir desde el


modelo sujeto/objeto Gadamer se propone como reto aclarar la “estructura” de la
comprensión: ¿cómo es que la compresión está articulada y organizada? La tesis principal
de Gadamer es aquí la siguiente: en la comprensión actúa siempre un “comprender
previo”, una “pre-comprensión”; es decir, en la compresión constantemente se anticipa -
se proyecta de antemano- una totalidad de sentido que después se va recorriendo poco a
poco, parte por parte, fragmento a fragmento; es decir: en la comprensión opera lo que se
llama el “círculo hermenéutico”: la comprensión está estructurada según un círculo en el
que desde el todo anticipado se destacan las partes y, también, desde las partes recorridas
se va apuntando hacia el todo o el conjunto (el ejemplo anteriormente mencionado de la
lectura de una novela puede también ilustrar lo que Gadamer está afirmando respecto a la
“circularidad” de la comprensión en tanto ésta reposa en una pre-comprensión: en la
comprensión está anticipado vagamente el todo de sentido de la novela, por ejemplo su
género literario, etc., y después, según se van leyendo sus capítulos se van corrigiendo y
adaptando entre sí las partes y el todo y viceversa).
En su “ontología de la comprensión” Gadamer destaca que el comprender es en su raíz
una “experiencia” (Erfahrung). Pero esto tiene que entenderse a partir de una
consideración de lo que significa esta palabra en su acepción más genuina: una
experiencia verdadera -o una experiencia de verdad- es un viaje, una aventura, un
ejercicio de exploración (siendo entonces su caso límite la indagación en lo desconocido).
¿Por qué en su raíz, en su origen, la comprensión es una “experiencia” en este peculiar
significado del término? Porque la genuina comprensión acarrea una mutua modificación
tanto en lo comprendido -que revela facetas o aspectos más o menos inéditos de sí mismo-
como en el que lo comprende: cuaja en ambos factores del comprender un cambio
recíproco, una singular transformación. La auténtica comprensión -según distintos grados
de intensidad- está atravesada y sostenida por un acontecer en el que el punto de partida
resulta trascendido por una novedad, una innovación, algo que ha introducido una
alteración más o menos profunda o más o menos drástica respecto a lo que había al
principio, cuando el círculo de la comprensión aún no había sido recorrido.

2.4. La justificación de la conciencia histórica

Gadamer ha planteado y desarrollado una ontología de la comprensión. La filosofía,


según esta orientación, se encarga de exponer -sacar a la luz, explicitar- las condiciones
ontológicas de la comprensión, por ejemplo, la coimplicación entre la existencia humana
y su mundo (o entre lo comprendido y el que comprende), la precomprensión y su
estructura circular, la fusión de horizontes, el lenguaje como cauce de la comprensión, el
radical carácter “experiencial” del comprender, etc.

A este conjunto de factores ontológicos de la comprensión -en los que se expone a la


vez el ser de la comprensión y la comprensión del ser- Gadamer añade ahora un
importante componente hasta el momento desconsiderado: la comprensión de algo por
alguien reposa, como se ha indicado, sobre una comprensión previa, sobre una
precomprensión. Pues bien, lo que marca la siguiente fase de la investigación
gadameriana -en la que se va articulando paso a paso una “hermenéutica filosófica”- es
la tesis de que la comprensión previa es intrínsecamente “histórica”: surge así el principio
de la originaria historicidad del comprender. ¿Qué significa esto? ¿Qué implicaciones
tiene? Es lo que veremos a continuación.

Gadamer sostiene lo siguiente: la comprensión -la precomprensión, la comprensión


previa (en la que se anticipa una totalidad de sentido, etc.)- remite a la tradición; se erige
sobre ella, se nutre de ella, etc. Gadamer desarrolla así la tesis de que la comprensión
previa está arraigada en la tradición siguiendo inicialmente dos direcciones: en una se
propone rehabilitar o recuperar el concepto de “prejuicio”, en otra vertiente del tema
retoma el concepto de “autoridad”. Cuando sigue estas dos direcciones está en el fondo
polemizando con la Ilustración del siglo XVIII: ésta pensaba que había que suprimir todo
“prejuicio” y anular cualquier “autoridad”. Gadamer considera que estos dos propósitos
son ilusorios, quiméricos y, por ello, perjudiciales: empujan a la comprensión en una
dirección que la estrecha, la empobrece, la desarraiga. Es decir, y en última instancia:
Gadamer intenta subrayar que hay un importante sentido positivo de la tradición, el
prejuicio y la autoridad que no debe perderse, pues cuando esto sucede afecta
negativamente a la comprensión del mundo; es decir: tiene que enmendarse y rectificarse
la exagerada pretensión de la Ilustración de acabar con toda tradición, cualquier prejuicio
y autoridad. Estamos aquí, en definitiva, ante las principales consecuencias de fijarse en
la intrínseca historicidad de la comprensión.

La comprensión, destaca Gadamer, es histórica en su raíz; por lo tanto, la historia es


un factor positivo de las condiciones ontológicas de la comprensión: es un componente
de sus condiciones a priori de posibilidad. Así pues, la comprensión de cualquier
fenómeno -en la ciencia, el arte, etc.- no surge de la nada, ni flota en el aire, parte siempre
de una tradición, de lo en ella depositado; la comprensión, en definitiva, arranca de una
tradición, se despliega desde ella. Esto tiene muchas implicaciones importantes, por
ejemplo esta: no hay propiamente un “punto cero” del comprender; y no lo hay ni en un
pasado al que se pueda regresar ni en un futuro que se deba anhelar: no hay un punto cero
que sea o “previo a la historia” (pre-histórico) ni “posterior a la historia” (post-histórico),
es decir: en la historia de la comprensión -en la comprensión en tanto sostenida y
atravesada por la historicidad- no cabe ni un origen único y puro ni, tampoco, un fin total
y definitivo en el que la historia concluya y culmine (como cuando se afirma que hay un
fin de la Historia entendido como la cima del Progreso en la que lo real será adecuado a
lo racional, etc.). La tesis de Gadamer es, pues, esta: sin tradición no cabe comprensión.
¿Significa que la hermenéutica filosófica acepta un mero “tradicionalismo”? No
exactamente; aunque Gadamer diga que siempre se parte de la tradición esto no implica
que se permanezca siempre en una tradición idéntica en la que se conserven sin
modificación sus “contenidos esenciales”: desde una tradición la compresión puede dar
pie a que termine cuajando otra tradición, una tradición distinta, nueva, diferente (y, con
ella, un mundo inédito con sus propias posibilidades). Las tradiciones cambian -sea de un
modo lento o rápido-, pero sólo desde ellas el mundo resulta comprensible. Tirando de
este hilo conductor -la tradición como concreción de la historicidad de la comprensión-
Gadamer va a destacar que también son ingredientes relevantes del comprender, por un
lado, el “prejuicio” y, por otro lado, la “autoridad”.

El “prejuicio” es un factor posibilitador o un elemento posibilitante de la comprensión.


No es solo ni siempre, explica Gadamer, un impedimento o un obstáculo. ¿Qué es un
prejuicio de la comprensión? Un tópico, un lugar común, un nudo en el que cristaliza y
se forja el sentido común, una comunidad de sentido. Hay prejuicios que son fecundos y
prejuicios que son estériles: los primeros ayudan en la comprensión, los segundos la
paralizan y la bloquean. Con esta tesis Gadamer se opone a la Ilustración: en ella se cayó
en la ilusión de que es necesario eliminar automáticamente todos los prejuicios, pensando
que así se consigue y se da paso a una comprensión pura, limpia, única y universal. Pero
los prejuicios -los tópicos en los que se apoya la comprensión- no deben confundirse con
meras opiniones erróneas o creencias injustificadas. Los prejuicios pueden ser positivos.
Así, explica Gadamer, el proceso de la comprensión incluye como aspecto suyo una
crítica de los prejuicios en la que se aceptan los que permiten y favorecen que la
comprensión prosiga y culmine y se descartan los que la detienen y atascan. Pero una
crítica de los prejuicios es algo distinto de su pura y simple supresión que es lo que debía
hacerse según la Ilustración para alcanzar el nivel de la pura racionalidad.

También en la denostada “autoridad” hay un sentido positivo que es importante,


destaca Gadamer, asumir. Se piensa, frecuentemente, que cuando se invoca a una
autoridad sólo se persigue parapetarse en una instancia arbitraria y caprichosa desde la
que se impone algo por la fuerza en vez de por la razón. Pero esta creencia, procedente
de la Ilustración del siglo XVIII, es, dice Gadamer, exagerada y unilateral. Una autoridad
determinada puede ser discutida, desde luego, pero lo que ya no es posible es sin más
suprimir toda autoridad bajo la idea de que su papel es siempre negativo. Hay, por lo
tanto, en cada campo, por ejemplo, en la ciencia, en la moral, en el arte, etc., autoridades
legítimas, cuyo papel es, dentro del juego de la comprensión, positivo, benéfico,
imprescindible. Gadamer repudia el autoritarismo, entendido como la ciega obediencia a
cualquier autoridad, pero hay instancias de autoridad que por su competencia, buen hacer,
ponderado criterio, honradez y honestidad, etc., merecen ser reconocidas y seguidas. Por
lo tanto, concluye Gadamer, la autoridad no se opone tajantemente a la razón, hay entre
ellas un punto de coincidencia en el que la comprensión tiene que estar apoyada para
seguir su curso y llevarse a cabo de un modo fecundo.

El prejuicio y la autoridad, reivindicados por Gadamer como factores positivos, son dos
concreciones de la tesis de que la comprensión está basada en la tradición (tesis que, a su
vez, concretaba la idea de la intrínseca historicidad de la comprensión). Cuando Gadamer,
siguiendo con el desarrollo de su propuesta filosófica, trata de precisar aún más en qué
consiste la tradición, alude a lo que denomina “historia de los efectos”; veamos con
brevedad el significado de esta expresión dentro de la ontología de la comprensión (o de
la hermenéutica filosófica).

Una tradición es el conjunto de lo transmitido y de lo heredado; ella muestra, tal como


Gadamer la entiende, el peso positivo del pasado en la comprensión (a veces el pasado
puede suponer un lastre, tener un papel negativo, pero esto es algo secundario o
subordinado que no debe conducir a renegar de las tradiciones). ¿Dónde se encuentra la
tradición? Sobre todo, subraya Gadamer, en una serie de obras canónicas, en un elenco
de obras clásicas; uno de los componentes básicos de un mundo histórico -un factor
determinante para que éste alcance una figura concreta- está en el modo en que recibe sus
obras clásicas y canónicas (obras a la vez originales y ejemplares). Con esto resalta -y es
el punto central en el concepto de “historia de los efectos”- lo siguiente: las obras, para
que de verdad sean clásicas, no son algo inerte que simplemente está “de adorno” -como
un jarrón de porcelana en el salón-, las obras canónicas tienen que ser recibidas, asumidas,
recogidas, y no una sola vez, sino una y otra vez (esta es la marca de lo clásico: su
inagotable riqueza). La “historia de los efectos” -o la “historia efectual” en tanto urdimbre
de la tradición- alude, por lo tanto, a los distintos efectos en la posteridad de una serie de
obras asentadas, conservadas, sedimentadas; esta variedad de efectos depende por un lado
de las propias obras, de su contenido, pero también de los diferentes contextos en los que
son actualizadas, interpretadas. Cada obra clásica es, pues, la serie de sus efectos, el
conjunto de su repercusión (esto puede decirse de una obra científica, por ejemplo, los
Elementos de Euclides, o de una obra artística, El Quijote de Cervantes, etc., etc.). Una
de las consecuencias de este planteamiento gadameriano es la siguiente: la tradición sobre
la que, en cada caso, para cada mundo histórico, se sostiene la comprensión no es algo
fijo y estático sino algo dinámico y cambiante. Por todo esto, Gadamer puede sostener
que la tradición es fuente y manantial, un trampolín vivo y palpitante de la comprensión,
una instancia nutriente que en vez de detenerla y anquilosarla la espolea e impulsa hacia
el futuro (al contrario, cuando la comprensión se hace la ilusión de que puede o debe
cortar todos los lazos o vínculos con la tradición, “empezando de cero”, se vuelve estéril,
deja de dar frutos, se seca y se marchita como un árbol al que le han cortado las raíces).
La comprensión es, así, un acontecer incesante, interminable, y lo es, entre otras cosas,
porque no hay ni en el pasado ni en el futuro un Saber Absoluto, completo y definitivo.
La comprensión es una experiencia, un viaje en el que desde lo conocido se transita hacia
lo desconocido, siempre en el marco de la finitud: la comprensión está circunscrita por
una serie de límites que lejos de ahogarla la hacen posible.

En definitiva, resumiendo lo expuesto, con los conceptos de tradición, prejuicio,


autoridad e historia efectual, Gadamer pretende explicar de un modo satisfactorio qué
significa y qué implica que la comprensión sea de un lado a otro “histórica”.

Un último punto que puede ser destacado de la propuesta filosófica de Gadamer -un
punto que engarza con la tesis del carácter lingüístico de la comprensión- está en el nexo
o el vínculo que él explicita entre la comprensión y el diálogo. La experiencia de la
comprensión -la comprensión como experiencia- tiene su enclave principal en el diálogo,
es ahí, especialmente, donde acontece la comprensión. ¿Qué es el diálogo que está
incardinado en la comprensión? ¿En qué consiste? El diálogo, tal y como lo concibe
Gadamer, es, por un lado, un juego de preguntas y respuestas que van y vienen,
retroalimentándose; por otro lado, el diálogo incluye un intercambio de argumentos y de
pruebas sobre el asunto que despierta el debate o la discusión del caso. En la medida en
que la comprensión dialógica reúne estos dos elementos Gadamer la considera el lugar
privilegiado del ejercicio crítico de la razón, el lugar de la crítica racional de lo que pasa
y sucede, en el seno de la comprensión, en el mundo histórico actualmente en marcha.
¿Por qué, en definitiva, Gadamer insiste en afirmar la preeminencia y la prioridad del
diálogo dentro del acto y el proceso de la comprensión? Por el motivo siguiente: el diálogo
-la comprensión en la que unos debaten con otros en torno a un asunto en disputa- permite
localizar y precisar, cada vez, en cada ocasión, el punto intermedio entre el
“escepticismo” (según el cual “no hay ninguna verdad”) y el “dogmatismo” (para el que
“solo hay una Verdad que está fijada de antemano, de una vez por todas y para siempre”);
este punto de equilibrio dibuja la frágil y delgada línea por la que se mueve siempre la
comprensión cuando acontece de un modo fecundo, fructífero, es decir, cuando cuaja
según sus mejores posibilidades.

2.5. La hermenéutica postgadameriana


La obra de Gadamer ha influido en el desarrollo y la remodelación de la tradicional
hermenéutica literaria (el arte de la exégesis, de la interpretación, de obras artísticas). Su
influencia se ha dejado sentir especialmente en la Escuela de Constanza, en autores como
Ingarden, Jauss e Iser. El tema general de esta corriente de la hermenéutica literaria es el
marcado por la pregunta siguiente: ¿en qué consiste y cómo se articula la lectura de una
obra artística, sea una novela o un poema? Este es el principal hilo conductor de sus
indagaciones.

Resaltaremos algunas tesis de la Escuela de Constanza: a) cada obra textual incluye una
serie de lagunas o huecos que el lector está llamado a completar o tapar; b) en la lectura
son muy relevantes las expectativas del lector, las cuales van cambiando según éste se
sumerge en el texto y va viajando por él; c) lo importante de una obra literaria no está en
las intenciones del autor ni es sus vivencias internas, lo importante está, más acá de los
propósitos del autor o de su carácter, etc., en el propio contenido de la obra, en el “mundo”
que en ella se expone y se dibuja; d) cada obra literaria posee, según su género, estilo,
etc., una peculiar organización o estructura que explica cómo está compuesta; e) las obras
literarias son susceptibles de una pluralidad de lecturas, aunque esto no significa que todas
las interpretaciones sean legítimas y válidas o que, dentro de las lecturas legítimas todas
sean igualmente valiosas; la pluralidad de las interpretaciones, por otro lado, es a la vez
sincrónica y diacrónica: concierne tanto a las lecturas que se realizan en un mismo periodo
como a las lecturas que sucesivamente se efectúan en la historia de la recepción de una
obra escrita; en el fondo, por lo tanto, cada texto define un campo limitado de lecturas
posibles.

Tema 11. La Escuela de Frankfurt: Horkheimer, Adorno, Habermas

1. Origen y configuración de la teoría crítica

La Escuela de Frankfurt surgió en Alemania en la segunda década del siglo XX como


una orientación dentro del marxismo; una orientación heterodoxa porque no acepta, entre
otras cosas, el determinismo economicista ni, tampoco, aplaude el comunismo que se
instaló en la URSS. A su juicio, el legado de Marx tenía que desarrollarse fuera de los
dogmas habituales en los que desgraciadamente se lo había encerrado convirtiéndolo en
algo estéril y anacrónico.

La Escuela de Frankfurt pretendía vincular la teoría filosófica -y también


conocimientos como la historia, la sociología, la psicología, etc.- con la práctica, con el
movimiento real de la vida social. Y la meta de esta combinación de teoría y práctica se
concentraba en promover un cambio social, económico y político guiado por la utopía de
un mundo mejor, por la búsqueda de plasmación histórica para los ideales de Verdad,
Bien y Belleza, o los ideales de libertad, igualdad y fraternidad o, también, el ideal de
justicia y de felicidad. Una teoría que no está desligada de la práctica, de los procesos de
la realidad social, es una teoría crítica del estado actual del mundo. El nudo central de
una teoría crítica se encuentra en una determinada concepción de la razón y de la
racionalidad. Se ha solido sostener, tradicionalmente, que la Razón sólo es racional
cuando es “pura”: cuando es imparcial, desinteresada, neutral, ahistórica, cuando está
desgajada de la vida social; este concepto de “razón pura” está implícito, por ejemplo, en
la concepción de la ciencia propugnado por el “positivismo” del siglo XIX y XX (en ella
se intenta abstraer a la ciencia de los intereses y valores económicos, sociales y políticos,
creyendo así, erróneamente, que la ciencia nace y se desarrolla “en el aire”, “flotando en
el vacío”).

En definitiva, la meta de la teoría crítica de la sociedad está en la emancipación, en la


liberación de la opresión, la miseria, la injusticia, la violencia, etc. ¿Cómo puede lograrse
un mundo más racional? ¿Cómo puede conseguirse que lo real se eleve hacia lo ideal y
lo encarne satisfactoriamente? Estas son las preguntas que actúan como hilo conductor
de los planteamientos y las propuestas de la Escuela de Frankfurt.

El texto fundacional de la Escuela de Frankfurt lo publicó Horkheimer en 1937 con el


título “Teoría tradicional y teoría crítica”. En él se contraponen estos dos conceptos: la
teoría tradicional, por un lado, y la teoría crítica por otro; abogando, por último, en que la
primera se extinga y deje paso a la segunda. ¿Qué es la “teoría tradicional”? En ella se ha
sostenido que en todas las esferas de la actividad humana hay, de manera subyacente, un
conocimiento absoluto, completo, sistemático; así, lo teórico es concebido como lo
puramente racional, y, por ello, como algo superior y abstracto, desvinculado de cualquier
adherencia a la vida social, ajeno al mundo y a la historia. La “teoría tradicional” -es decir,
el concepto tradicional de “teoría”- se ha desarrollado en Occidente según dos grandes
etapas: la Griega y la Moderna. En la primera etapa reinaba la metafísica de Platón y de
Aristóteles, en la que se afirmaba que el orden del mundo tiene su fundamento en una
trama piramidal de Ideas o de Esencias que pueden ser conocidas de un modo absoluto y
racional (en la Edad Media se adaptaron estas tesis a la teología cristiana, pero se mantuvo
intacto su núcleo básico). En la segunda etapa de la teoría tradicional, propia de la
modernidad, lo teórico se identifica con la ciencia, es decir, con el puro conocimiento de
relaciones causales expresables en leyes explicativas de los fenómenos escritas en
fórmulas matemáticas; la ciencia moderna, por otra parte, supone que la Naturaleza es
una materia inerte sometida a un determinismo mecanicista en la que todo movimiento es
previsible y controlable, calculable de antemano; por otro lado, la ciencia, se afirma en la
modernidad con Galileo, Descartes, etc., tiene asegurado y garantizado su logro de la
verdad porque es un conocimiento enteramente metódico: porque emplea una
combinación entre el método hipotético-deductivo y el método experimental-inductivo.

La denominada “teoría crítica” rechaza en su conjunto lo que se afirmaba en las dos


etapas de la teoría tradicional. En el caso de la segunda etapa, por ejemplo, insiste en algo
generalmente pasado por alto por las concepciones habituales del conocimiento
científico: Horkheimer subraya que la ciencia no se sostiene sobre una razón pura,
abstracta y ahistórica; la ciencia está incardinada siempre en los procesos sociales e
históricos, no es algo independiente o autosuficiente. Un ejemplo de ello, aduce este autor,
está en las constantes aplicaciones técnicas de la ciencia desde la primera revolución
industrial (la ciencia, así, es una pieza del modo de producción, un elemento del sistema
económico). Por lo tanto, no es la ciencia -aunque así se haya considerado desde la “teoría
tradicional”- una actividad pura, desinteresada, aséptica, neutral y “objetiva”; la ciencia
está impregnada de los fines y de los valores sociales, y es, precisamente, una de las tareas
de la teoría crítica mostrar cuáles son los intereses que subyacen a la actividad científica.
En definitiva, lo teórico, lo racional, etc., nunca está desvinculado de lo práctico, de lo
mundano, de lo histórico. Este es el punto de partida de la teoría crítica propugnada por
la Escuela de Frankfurt.

La gran obra de la primera generación de la Escuela de Frankfurt es el libro, firmado


por Horkheimer y Adorno, Dialéctica de la Ilustración (libro publicado recién terminada
la II Guerra Mundial). Su tesis principal dice lo siguiente: la Ilustración del siglo XVIII
elaboró un esperanzador proyecto de liberación y de progreso, pero, siglo y medio
después, haciendo un balance de ese proyecto, la conclusión no puede ser ni alentadora
ni optimista. El proyecto de emancipación -de un mundo más racional, más justo,
tolerante, etc.- se ha revelado como un proyecto de dominio de la naturaleza y de la
sociedad que, por lo tanto, consigue lo contrario de lo que predica. Las promesas de la
Ilustración -sublimes sobre el papel- no se han cumplido, los valores ilustrados -la
libertad, la igualdad, la fraternidad- han perdido su valor y solo se esgrimen de un modo
tan grandilocuente como cínico y descreído (esos valores supremos son pasto, pues, del
nihilismo diagnosticado por Nietzsche). El proyecto de la modernidad, lamentablemente,
ha fracasado, y la era moderna del mundo se ha adentrado en una profunda crisis que
amenaza con conducir al colapso y la descomposición. El proyecto de la modernidad, en
última instancia, tiene que ser revisado a fondo, reconsiderado en sus premisas,
reformulado en todos sus términos.

Una de las vertientes de la teoría crítica de la sociedad se concentra en la crítica de las


ideologías. En general, las ideologías pretenden avalar o respaldar el actual estado del
mundo, apuntalarlo, encubriendo sus profundas contradicciones y maquillando o
edulcorando sus aspectos negativos (considerándolos casuales, accidentales, fácilmente
extirpables o contrarrestables). La ideología -por ejemplo, a través de los medios de
comunicación de masas- extiende una enorme cortina de humo que esconde la realidad:
forma un velo de apariencia e induce en los individuos que sucumben a su poder de
seducción una falsa conciencia que les impide entender su verdadera situación en el
conjunto de la sociedad y les lleva a desconocer sus genuinos intereses. La teoría crítica
de la sociedad intenta dispersar y disipar ese humo y mostrar qué se oculta tras él.

Desde la teoría crítica se cuestiona el actual estado del mundo, se desmonta su ideología
legitimadora, y, a la vez, se atisba un mundo mejor. La teoría crítica, por lo tanto, incluye
en su seno una utopía. Ahora bien, tanto Horkheimer como Adorno, señalan con énfasis
-después de las traumáticas experiencias de los totalitarismos y las deficiencias del
liberalismo, etc.- que las utopías positivas -en las que se diseña de antemano de un modo
completo un “mundo feliz”- son peligrosas, dañinas, contraproducentes. Por eso, desde
la Escuela de Frankfurt, se acude, con el propósito de realizar una crítica del mundo
actual, a una “utopía negativa”: una utopía en la que se denuncia el mal y la falsedad, pero
en la que no se define a priori de un modo dogmático y definitivo qué sean el Bien o la
Verdad. Ya, insisten estos autores, no se puede acudir inocentemente a un Absoluto ni
aferrarse ingenuamente a un Fundamento (pues en este caso, el remedio puede llegar a
ser mucho peor que la enfermedad). En todo caso, una teoría crítica, está, en última
instancia, subordinada a la práctica, a la vida real y concreta, y, dentro de ella, pretende
promover y alentar un cambio social, económico y político, siempre desde el impulso
utópico en el que se anhela un mundo más racional.

2. La teoría como praxis: Max Horkheimer

En sus primeras obras -procedentes de los años veinte y treinta del siglo XX-
Horkheimer conjugó un marxismo heterodoxo con los ideales de la Ilustración (justicia,
felicidad, libertad, igualdad, tolerancia, etc.). Tanto él como el conjunto de la Escuela de
Frankfurt trataban de promover un cambio en el mundo actual: una transformación
iluminada por la teoría que sólo puede ser realizado por la práctica (por la “praxis” social
y política de un colectivo impulsor de ese cambio). ¿Cuál es la meta perseguida? Un
mundo mejor, un orden racional. Esta es la entraña de la “teoría crítica” elaborada por ese
autor y su Escuela multidisciplinar. Pero, puede preguntarse, ¿por qué el mundo actual
debe ser transformado o cambiado? Porque, afirma Horkheimer, en él reina aún la
desigualdad, la injusticia, la violencia, la opresión y la explotación tanto de unos hombres
por otros como la explotación de la naturaleza por la sociedad. En el fondo, señala, la
razón para perseguir un cambio económico, social y político se encuentra, en última
instancia, en los hombres y mujeres de carne y hueso, en los individuos concretos que
sufren y padecen todos esos procesos históricos perjudiciales y dañinos. Por eso, la
referencia central, el motivo impulsor, de la teoría crítica está en paliar ese sufrimiento
cotidiano.

Uno de los libros más destacables de Horkheimer se tituló Crítica de la razón


instrumental. ¿Qué es la “razón instrumental”? La razón es “instrumental” cuando limita
su tarea a calcular y evaluar cuál es el medio más eficaz y eficiente para realizar un fin
determinado; ahora bien, la razón instrumental considera que nada tiene que decir sobre
los fines, ella ni los establece ni los juzga o evalúa. Los fines, los objetivos, la metas,
están, pues, fuera de su radio de alcance. Los acepta sin discusión. Un ejemplo de la
aplicación de esta razón instrumental se encuentra en la “política tecnocrática”: en ella la
acción política sólo se ocupa de fijar unos medios adecuados, pero evita cualquier
cuestión referida a los fines, unos fines que considera definidos de antemano sin enmienda
posible. Horkheimer no niega que la razón tenga que orientarse hacia la estipulación de
medios para alcanzar fines previos, pero rechaza que únicamente tenga que proceder de
este modo; la concepción instrumental de la razón le parece insuficiente, deficiente,
pobre, incompleta. Pero, en sus obras, en sus investigaciones, Horkheimer no consigue
precisar o aclarar qué otro concepto alternativo de “razón” es el encargado, en adelante,
de sustituir y reemplazar a esta concepción “instrumental”. Ahora bien, sin resolver este
difícil problema la “razón crítica” a la que apela una y otra vez esta teoría de la sociedad
planteada por Horkheimer y la Escuela de Frankfurt queda propiamente sin precisar y sin
perfilar. La razón crítica, señala este autor, solo puede evitar el riesgo del escepticismo o
y el peligro del dogmatismo, si es solamente una “razón negativa”: una razón que rechaza
la falsedad y el mal sin poder definir definitivamente la verdad y el bien. Horkheimer
insiste en que la “razón afirmativa” -por ejemplo, cuando, en medio del optimismo
ilustrado, postula que hay un fin de la Historia, una cima del Progreso, en la que lo real
será ya totalmente racional y todos los ideales estén enteramente cumplidos- tiende
inevitablemente al dogmatismo (como ha ocurrido en el liberalismo cuando pone como
absoluto la libertad económica o en el marxismo cuando pone como absoluto la igualdad,
etc., etc.). Que, a juicio de este autor, la razón crítica sea únicamente una razón negativa
en la que se denuncian los males, etc., es, en el fondo, una consecuencia del pesimismo
que siguió a la Segunda Guerra Mundial, en plena guerra fría (con su carrera
armamentística, su lucha por el poder y el beneficio a cualquier precio, etc.).

Después de la Segunda Guerra Mundial Horkheimer abandonó cualquier esperanza de


un cambio radical; dejó de creer en el proletariado como clase universal -representante
del género humano- capaz de llevar a cabo una revolución que mejorase las cosas. Su
diagnóstico es sombrío: el mundo, en Occidente y en Oriente, se dirige hacia formas, unas
veces duras y otras blandas, de “totalitarismo”; en unas sociedades todo el poder lo tendrá
el Estado, en otras estará completamente en manos de corporaciones industriales
transnacionales; la política, por otra parte, se convertirá en una mera administración
burocrática a cargo de partidos políticos con programas apenas distinguibles, y los
grandes medios de comunicación de masas impondrán una ideología que impedirá el
auténtico debate y la genuina deliberación sociopolítica; el alto nivel tecnológico de los
cachivaches que pueblan la vida cotidiana será compatible con sociedades cada vez más
intolerantes, injustas e insolidarias, y todo estará subordinado al beneficio económico
inmediato; la naturaleza será esquilmada y su frágil equilibro roto, con lo que proliferarán
las sequías y otros fenómenos adversos, etc. La tesis de Horkheimer en sus últimos
escritos es nítida: o cambia su rumbo drásticamente -y no hay nada, nos dice, que indique
que lo vaya a hacer- o el mundo está abocado a su destrucción, a su descomposición, a su
colapso.

En su etapa última la teoría crítica sólo encuentra un incómodo refugio en una utopía
negativa, una utopía que se traduce en una nostalgia de lo “completamente otro”, en la
añoranza de un estado del mundo enteramente distinto del actual, un mundo feliz y justo
que se nos revela como inalcanzable. En esta fase regresiva, sostiene Horkheimer,
únicamente queda el anhelo de un mundo mejor. Este anhelo se combina con una actitud
de resistencia: se trata, al menos por el momento, de defender lo logrado en el mundo
moderno (por ejemplo, los derechos sociales y políticos, etc.), aun sabiendo que estos
logros no bastan, que no son satisfactorios por sí mismos. En sus escritos finales
Horkheimer se esfuerza en mantener viva la llama de la esperanza en medio de la barbarie
irracional que lo está impregnando todo: es el optimismo pesimista de una utopía
negativa.
El itinerario de Horkheimer, y con él de la primera generación de la Escuela de
Frankfurt y su “teoría crítica”, se define por el paso de la inicial confianza, en los años
veinte del siglo pasado, en una revolución de sesgo “marxista” -aunque distinta de la que
había triunfado en la URSS-, a una creciente desilusión y decepción respecto al futuro del
mundo.

3. La teoría social del conocimiento: Theodor W. Adorno

La teoría crítica de la sociedad -en tanto teoría crítica del mundo actual, de una
modernidad en crisis- se desarrolló en un marco multidisciplinar. En el caso de T. W.
Adorno esto se muestra en que combinó la influencia de filósofos como Hegel o Marx
con la sociología de Weber y el psicoanálisis de Freud.

La propuesta de Adorno se concentra en el punto siguiente: la razón crítica -la instancia


desde la que se despliega y en la que se apoya la teoría de la sociedad- es una razón
“dialéctica”. Ahora bien, Adorno distingue nítidamente entre una “dialéctica positiva” (o
una “dialéctica afirmativa”), algo que él rechaza, y una “dialéctica negativa” (la cual está
en el corazón de su planteamiento propio). En una dialéctica afirmativa -por ejemplo, la
de Platón en la Antigüedad o la de Hegel en la Modernidad- la Identidad final es lo que
supera definitivamente y de una vez para siempre todas las contradicciones que definen
el movimiento de la realidad. En cambio, una dialéctica negativa sostiene que las
contradicciones (entre lo real y lo ideal, lo particular y lo universal, lo contingente y lo
necesario, lo múltiple y lo uno, el bien y el mal, etc., etc.) nunca se superan
completamente; así, Adorno defiende que lo real nunca será enteramente racional, o que
la verdad coexistirá con la falsedad, el bien con el mal o la belleza con la fealdad. De este
modo, Adorno señala un límite a las pretensiones exageradas de la razón ilustrada, es
decir, indica un límite inherente al proyecto de la modernidad en tanto proyecto de
racionalización del mundo, de encarnación en el mundo de la Razón del Sujeto humano.
La dialéctica negativa -igual que el pensamiento de la diferencia ontológica de Heidegger-
discute, por lo tanto, la tesis de que hay un Absoluto o un Fundamento que lo sustente
todo y al que pueda aferrarse la existencia humana en su peregrinar por el mundo.

Adorno formuló, en el seno de su peculiar elaboración de una teoría crítica, un


diagnóstico de la modernidad. En el mundo moderno, sostiene este autor, ha terminado
ostentando la primacía la razón técnica: la racionalidad propia de la ciencia tecnificada;
y esta concepción de la razón es la que da alas y ofrece el cauce para que se despliegue
un dominio y una explotación tanto de la naturaleza como de la sociedad. El mundo
articulado y definido por la técnica es el mundo de la sociedad de masas, sociedad poblada
por masificados individuos dóciles, conformistas, adocenados, egoístas y ensimismados;
la masa de individuos, continúa Adorno, únicamente realiza conductas miméticas y
estereotipadas, y sólo repite mecánicamente las consignas y los eslóganes difundidos por
los grandes medios de comunicación (especialmente los relacionados con la publicidad,
con la propaganda comercial, en la que se promueven los valores mayoritariamente
aceptados). Este mundo moderno modelado por la razón técnica es un mundo enteramente
mercantilista: todo, sin excepciones, se convierte en un mero objeto de compraventa; en
este contexto los bienes y los servicios en vez de responder a necesidades reales -en vez
de definirse por su “valor de uso”- únicamente responden a artificiosas necesidades
inducidas constantemente por las insidiosas campañas publicitarias (por eso las
mercancías ya nunca satisfacen, lo cual lleva al impulso de comprar más y más, es decir,
lleva al puro consumismo).

La teoría crítica -ante este poco alentador panorama- incluye, pues, una llamada a la
resistencia ante aquellos procesos sociales e históricos que -aunque vayan amparados en
la ideología del progreso o en que “no puede ser ya de otro modo”- implican una completa
reversión de los logros alcanzados por las luchas políticas. La resistencia no es suficiente,
pues no deja de ser una actitud reactiva, pero es el primer paso irrenunciable ante un
mundo -el de la modernidad en crisis- en descomposición, en ruinas.

Otro aspecto de la filosofía de Adorno está en su propuesta de una teoría social del
conocimiento de orientación materialista. Una vertiente de esta teoría se encuentra en su
crítica de la lógica; tradicionalmente se ha definido a la lógica como la ciencia que saca
a la luz las formas de la inferencia o de la deducción entre proposiciones o enunciados.
Cuando Adorno realiza una crítica de la lógica no está rechazándola como si fuera algo
falso o erróneo: lo que no acepta es que se convierta dogmáticamente a la lógica en el
único molde obligatorio del razonamiento o del pensamiento. En la tradición de Occidente
-desde Platón y Aristóteles hasta Hegel y el moderno Círculo de Viena, etc.- se han
proyectado las leyes lógicas -por ejemplo, el axioma de la Identidad, etc.- sobre la propia
realidad bajo la tesis de que el conocimiento del mundo tiene que estar lógicamente
organizado y controlado. Pero esta proyección de la lógica sobre la totalidad de la realidad
es una proyección, sostiene Adorno, puramente dogmática. El imperio de la lógica ejerce
una inadvertida violencia -una represión, una opresión- tanto sobre el discurso como sobre
la realidad a la que éste se refiere. La lógica, cuando pretende dominarlo todo, regirlo
todo, encorseta y constriñe. Es un grave error, explica Adorno, creer que sólo lo “lógico”
-lo que se adecúa o se ciñe a su molde o su forma- es real y es racional. En definitiva,
Adorno sostiene que la realidad es más amplia, rica y compleja de lo que cabe en el rígido,
exacto y abstracto molde de la lógica; es decir, un pensamiento crítico debe evitar la
absolutización de la lógica. Un ejemplo: el pensar lógico es un pensar de la Identidad, un
pensar que supone que al final cualquier fenómeno del mundo debe ser
incondicionalmente idéntico a sí mismo; pero el pensar crítico -el pensar que ya no
absolutiza la lógica- es un pensar que se apoya en una razón dialéctica, y lo que esta
enseña es que antes de la Identidad está la contradicción: y la contradicción no solo habita
en el pensamiento, en el discurso, también está inmersa en la propia realidad, en el
dinamismo propio del mundo (así, por ejemplo, la economía capitalista, como Marx
mostró, está atravesada y sostenida por una serie de contradicciones que explican sus
constantes ciclos de expansión y de recesión, etc.).

Como se apuntó anteriormente Adorno no acepta la dialéctica positiva o afirmativa que


en la tradición de la metafísica de Occidente han defendido Platón o Hegel; en la
dialéctica positiva las contradicciones están siempre subordinadas a una previa Identidad
(identidad y permanencia que se refleja en la Esencia o el Concepto que define a cada uno
de los fenómenos del mundo de una manera completa, exhaustiva, definitiva). Pero, dice
Adorno, discutiendo con esta tradición, una genuina dialéctica debe ser “negativa”: tiene
que reconocer y asumir que lo real -y con lo real el pensamiento, el conocimiento- incluye
una serie de contradicciones que lo recorren de un lado a otro, articulándolo. Las
contradicciones, es cierto, pueden ser superadas o armonizadas parcialmente, pero nunca
totalmente. Que la realidad, el mundo, y el pensamiento y el conocimiento, incluyan
contradicciones es, por un lado, prueba de su insuficiencia, de su deficiencia, de que son
susceptibles de un cambio que mejore o atenúe esta situación, pero, por otro lado, las
contradicciones son también prueba y muestra de la riqueza y la complejidad de la
realidad (y, por lo tanto, son el acicate y el estímulo para que el conocimiento se enfrente
una y otra vez con lo desconocido y admita que en el mundo caben novedades
significativas). La dialéctica negativa es, pues, una dialéctica sin Identidad, una dialéctica
que no remite al fundamento de una Esencia fija o un Concepto definitivo o un Fin último.
La dialéctica negativa, sitúa a lo dinámico por encima de lo estático, acentúa más el
cambio que la permanencia, subraya más lo diferente que lo idéntico, enfatiza más lo
particular, lo contingente y lo múltiple que lo universal, lo necesario y lo unitario. Aquí
reside en núcleo de la propuesta de T. W. Adorno.

4. Hacia una teoría comprensiva de la racionalidad: Jürgen Habermas

Habermas es el autor más destacado de la segunda generación de la Escuela de


Frankfurt. La primera generación -con Horkheimer, Adorno, etc.- había desarrollado una
crítica del mundo actual de carácter preferentemente negativo. En cambio, la teoría crítica
propuesta por Habermas posee, además de un aspecto negativo, otro de índole afirmativa
(por ejemplo, en la utopía positiva de una sociedad ideal de comunicación entendida como
Idea regulativa de la Razón y como meta del Progreso, etc.). El principal rasgo distintivo
entre la primera y la segunda generación está, pues, en el paso de un enorme pesimismo
a un moderado optimismo, por decirlo así (algo que implica, entre otras cosas, un balance
distinto de los procesos de modernización del mundo, una interpretación distinta de los
logros y las carencias del proyecto histórico de la Ilustración y su aspiración a conseguir
un mundo en el que lo real sea racional, como veremos en la parte final de la exposición).

¿Por qué cabe trazar esta relevante diferencia entre estas dos generaciones de la Escuela
de Frankfurt? Porque Habermas ha elaborado una teoría de la racionalidad -aspecto clave
en una teoría crítica- más amplia, más abarcadora, más comprensiva, menos restringida y
limitada que la ofrecida por Horkheimer y Adorno (en los que únicamente se negaba o
denunciaba la perniciosa extralimitación de la razón científico-técnica -la razón
instrumental- en un mundo que, por esta extralimitación, está cada vez más organizado
según un sistema cerrado, cada vez más copado por el dominio de un poder omnipresente
que lo controla todo a escala planetaria y que genera opresión y miseria bajo el manto
ideológico de la aparente felicidad consumista).
En su renovada teoría de la racionalidad Habermas afirma que la razón es
multidimensional: la razón humana posee varias vertientes que no se excluyen entre sí,
sino que se conjugan y complementan. En este contexto fragua el núcleo de la propuesta
de Habermas: su teoría de la “razón comunicativa”.

Habermas comenzó su trayectoria filosófica denunciando el conservadurismo que,


según él, caracteriza a una serie de corrientes filosóficas del siglo XX; una opción es
“conservadora” cuando se orienta, explícita o implícitamente, a mantener el statu quo del
mundo, cuando se empeña en apuntalarlo, es decir, cuando renuncia a desarrollar una
actitud crítica y se limita a difundir un conformismo que desmoviliza a las fuerzas que
pujan por un cambio histórico. Habermas, así, ha discutido con el positivismo lógico del
Círculo de Viena (al que acusa de cientificismo y de reducirlo todo a cuestiones de tipo
técnico o instrumental), con la filosofía analítica del lenguaje (tanto en la etapa logicista
representada por el primer Wittgenstein como por la etapa pragmatista del segundo
Wittgenstein), y, finalmente, con la hermenéutica filosófica de Gadamer (a la que
reprocha la defensa de un tradicionalismo, de fiarlo todo a la autoridad de la tradición).

La primera obra importante de Habermas se titula Conocimiento e interés. En ella se


ocupa de sacar a la luz los intereses esenciales que subyacen al conocimiento. Con el
concepto de “interés” alude a la tendencia al cumplimiento -la satisfacción, el logro- de
un fin o una meta. En general, el Sujeto humano racional está interesado en alcanzar sus
propósitos (aunque a veces fracase en el empeño porque no consigue salvar o atravesar
los obstáculos que se lo impiden). Partiendo de aquí Habermas afirma que el
conocimiento humano es “interesado”: al conocimiento le subyace un interés que hay que
conseguir que sea explícito, consciente, y, así, pueda ser perseguido con más nitidez y
claridad (Habermas, así, no acepta la tesis del positivismo según la cual la ciencia y la
técnica son neutrales, desinteresadas, asépticas). Ahora bien, y este es un punto clave de
la propuesta de Habermas, hay varios tipos de interés y, por eso, hay también,
correlativamente, varias clases de conocimiento. Habermas, en concreto, distingue tres
tipos de interés como factor que fundamenta la racionalidad de la actividad cognoscitiva:
a) interés técnico o instrumental; b) interés práctico; c) interés emancipatorio.

El interés técnico subyace a las ciencias empíricas -la física, la biología, etc.- en las
que se buscan explicaciones causales cuantificables destinadas a predecir -y también
provocar- los cambios en los fenómenos. En tanto estas ciencias están animadas por ese
interés instrumental el fin que persiguen -y por lo tanto aquello que dirime su éxito o su
fracaso, su validez propia- es el dominio y el control de la Naturaleza por parte de los
seres humanos.

El interés práctico subyace a las ciencias del espíritu -las ciencias humanas o las
ciencias sociales- en las que el fin que se busca es el entendimiento mutuo o la
comprensión recíproca. Este interés se denomina “práctico” porque en Kant -una
influencia constante en la filosofía de Habermas- “lo práctico” alude a la esfera ética y
política (y por ello, se distingue tajantemente de “lo técnico”).
El interés emancipatorio, por su parte, es el que anima, orienta y estimula a la teoría
crítica de la sociedad en tanto crítica de las ideologías (siendo las ideologías esos
discursos, o esas prácticas institucionalizadas, que encubren y obstaculizan la realización,
por parte de la humanidad, del sujeto racional, de su “Ilustración”; las ideologías que la
teoría crítica intenta disipar y desenmascarar legitiman, en definitiva, un statu quo
marcado por la falta de libertad, la injusticia, la desigualdad, la miseria, la violencia, la
infelicidad, etc.).

Después de publicar, a finales de los años sesenta del siglo pasado, Conocimiento e
interés, Habermas llegó a la conclusión de que aún le faltaba precisar algo esencial: el
interés emancipatorio -en el que, por otra parte, convergen el interés técnico y el interés
práctico- está, en efecto, en el centro de la “razón crítica”, pero, ¿en qué consiste
propiamente ésta más allá de una mera denuncia de “lo que va mal” en el actual estado
del mundo? La razón crítica, considera Habermas, no puede limitarse -como sucedía en
la primera generación de la Escuela de Frankfurt- a ser una “razón negativa”. Por lo tanto,
la pregunta conductora de su indagación filosófica es esta: ¿qué es positiva y
afirmativamente la razón crítica? Y su respuesta ha sido la siguiente: la razón crítica es
una razón comunicativa (una razón orientada, guiada, por el ideal regulativo de una
“sociedad de la comunicación” en la que se realizaría plena e íntegramente el interés
emancipatorio de la humanidad como Sujeto del Lenguaje). Veamos esto con más detalle.

La tesis de una racionalidad comunicativa indica que toda pretensión de validez de un


discurso -sea en el campo de la ciencia o en el de la ética y la política, etc.- se dirime en
última instancia en el seno de un diálogo en el que los interlocutores intercambian -de un
modo “limpio y puro”- pruebas y argumentos. Por eso a este diálogo, al diálogo así
articulado, se lo denomina “diálogo racional”. Esta propuesta de Habermas, así
presentada, se parece al planteamiento de la hermenéutica filosófica de Gadamer, sin
embargo, hay un punto importante en el que se separan y diferencian. Habermas sostiene
que en el núcleo mismo de la comunicación hay instalado a priori un “método” -un
procedimiento formal, una serie de reglas vacías- que garantiza y asegura que, sea cual
sea el contenido de los mensajes que se emiten y se reciben en el diálogo sobre un tema
(científico o político, por ejemplo), se alcanzará un resultado universal y necesariamente
válido, acertado, verdadero. ¿En qué consiste, entonces, la validez de un enunciado
cognoscitivo o de un juicio moral? En que una comunidad de comunicación, después de
debatir sobre su contenido, logre finalmente un consenso unánime. La justificación
racional que persigue la actitud crítica, por lo tanto, reposa en el fondo sobre un consenso
o un acuerdo total sobre la Verdad en la ciencia, sobre el Bien en la ética y la política y
sobre la Belleza en la estética. Y este consenso completo y definitivo se ha conseguido,
subraya Habermas, porque los interlocutores han seguido escrupulosamente el
procedimiento o el método del diálogo racional: un diálogo “libre” en el que se ha
conseguido mantener a raya las distorsiones y tergiversaciones que las ideologías
introducen constantemente en la comunicación. Desde luego, Habermas admite y
reconoce que en las comunidades de comunicación reales -en tanto impulsadas por
intereses particulares y metas egoístas, etc.- los consensos alcanzados distan mucho de
ser plenamente “racionales”: son, más bien, apaños y componendas provisionales “para
ir tirando”. Pero esto es así, insiste, porque la instancia crítica que está en el corazón de
la razón comunicativa es una “utopía”: un ideal regulativo destinado a impulsar, fomentar
y orientar los diálogos reales -impuros, imperfectos, finitos, insatisfactorios- de las
comunidades históricas y mundanas. Esta utopía cumple, por lo tanto, según Habermas,
un papel positivo: enseña que se debe perseguir en cualquier campo del conocimiento y
de la acción humana un diálogo “libre” en el que se intercambien sin trabas pruebas y
argumentos y en el que los interlocutores sean capaces de cambiar su posición inicial en
el debate, etc. El reto, en definitiva, enfatiza Habermas, se concentra así en acercar y
aproximar cada vez más las comunidades reales de comunicación a la comunidad ideal
de comunicación (en la que reina la pura razón comunicativa y que, por ello, ha alcanzado
un consenso unánime y definitivo sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello). El Progreso
de la Historia universal de la Humanidad se mide, explica este autor, según este rasero:
el de la mayor o menor cercanía entre lo real y lo ideal (entre la comunidad real y la
comunidad ideal).

Concluiermos la exposición de la propuesta de Habermas volviendo al punto de partida.


La primera generación de la Escuela de Frankfurt terminó -por ejemplo, en la obra
Dialéctica de la Ilustración- formulando un diagnóstico pesimista sobre el destino de la
crisis del mundo moderno desplegada con virulencia en el siglo XX; la crisis les parecía
tan profunda que no veían con una mínima claridad cuál podría ser la salida positiva y
favorable a un estado de descomposición tan avanzado y a un impulso destructivo tan
enorme (¿no es sintomático que el arsenal de armas nucleares acumulado por las grandes
potencias pueda acabar con la vida en el planeta “varias veces”? ¿no es esto un signo de
la proximidad del apocalipsis?). La crisis de la modernidad -a juicio de Horkheimer y
Adorno- es tan seria y grave, las consecuencias negativas que afloran por todas partes son
tan dañinas y devastadoras, que el propio proyecto de la Ilustración -como proyecto
histórico de racionalización del mundo- tiene que ser puesto radicalmente en duda, en tela
de juicio, tiene que ser revisado por entero y no enmendado o remendado parcialmente.
En este punto concreto la tesis expuesta por la primera generación de la Escuela de
Frankfurt coincide con lo que al final del siglo XX han sostenido autores aglutinados bajo
el rótulo de la “postmodernidad”; así, por ejemplo, el filósofo francés Jean François
Lyotard -responsable del libro La condición postmoderna- sostiene que sólo otra época
del mundo distinta -regida por otros principios, franqueada por otras coordenadas, y
definida por otros procesos históricos que aún están por implantarse y crecer- podrá, si es
que llega a cuajar alguna vez, poner remedio a las consecuencias negativas de la era
moderna del mundo. Pero Habermas no está de acuerdo ni con la primera generación de
la Escuela de Frankfurt ni, tampoco, con las filosofías de la postmodernidad. Habermas
no acepta que la crisis moderna -con sus problemas políticos, sociales, económicos,
ecológicos, etc.- tenga que implicar que se reniegue del proyecto articulado en el siglo
XVIII por la Ilustración; por eso insiste en que el proyecto histórico de la modernidad aún
está por cumplir o por completar: la crisis moderna se puede solucionar acudiendo a
premisas y recetas que ya están en el mundo moderno, que están implícitas en el proyecto
ilustrado. Este debate entre modernidad y postmodernidad, de todos modos, es uno de los
ejes principales que definen las discusiones filosóficas más recientes, por lo tanto, sea
apuntado para concluir, quedan aún muchas cosas que decir y que averiguar sobre una
cuestión tan candente como decisiva y difícil.

Tema 12. Los filósofos españoles: Unamuno, Ortega, Zambrano

1. Miguel de Unamuno

1.1. Contexto histórico-político de su pensamiento

Miguel de Unamuno es parte de la llamada generación del 98. Esta generación estuvo
marcada por un agudo sentimiento de fracaso colectivo y de conciencia de la decadencia
-en todos los órdenes, desde la ciencia hasta el arte y la política- de España. España, así,
se presenta con claridad como una desafortunada anomalía dentro de la modernidad
europea (una modernidad marcada por los acontecimientos históricos de la revolución
industrial del capitalismo y la revolución política democrática).

Esta generación comparte el anhelo de una regeneración que mejore esta situación
calamitosa, aunque, después, no coincide en cuál sea la vía más acertada para lograrla
(algo palpable, por ejemplo, en la discrepancia al respecto entre Unamuno y Ortega, etc.).

Unamuno comenzó adhiriéndose al regeneracionismo propugnado por Joaquín Costa,


pero, más adelante, le pareció que ese camino -una España modernizada a partir de una
renuncia a su tradición y una mimética asimilación a Europa- era contraproducente. ¿Qué
rechaza, en el fondo, Unamuno, de la modernidad europea? Por concentrarlo todo en una
única palabra: le repugna su frío y aséptico “racionalismo” (sea “cartesiano” -es decir,
Francés-, sea “idealista” -es decir, Alemán). ¿Dónde está la raíz dela posición filosófica
y cultural de Unamuno? En que parte del supuesto -discutido posteriormente por Ortega-
de que la “razón” es, en última instancia, enemiga de la vida (cuando se entiende a la vida
entiende en su más genuino, pleno y elevado sentido). Es lo que consideraremos con más
detalle en el siguiente apartado.

1.2. El conflicto entre la razón y la vida

Sostiene Unamuno con vehemencia que la vida humana concreta -la del ser humano
de carne y hueso- es más sentimiento que raciocinio: es más pasión que pura y abstracta
razón.
La filosofía -y con ella el conjunto de la cultura- está llamada a situar en su centro la
vida humana con sus anhelos, sus aspiraciones y esperanzas, sus sentimientos y pasiones,
etc. Cuando esto no sucede -como en la modernidad europea articulada en torno al Estado
burocrático, a la ciencia tecnificada, etc.- la cultura pierde el norte al confundir lo
principal con lo secundario. Con el imperio de la fría y pura razón, por ejemplo, lo
cuantitativo se impone a lo cualitativo, lo universal predomina sobre lo particular, lo
necesario sobre lo contingente, lo abstracto sobre lo concreto, etc. Cuando la vida,
concluye Unamuno, se pone al servicio de la Razón, se subordina a ella, se falsifica,
pierde su cálido palpitar, se marchita y merma su energía creativa.

En la tradición cultural española, insiste Unamuno, hay elementos valiosos en los que
la vida ha triunfado sobre la acartonada y rígida razón del moderno racionalismo europeo.
Por eso Unamuno entiende que sería erróneo desterrar esos elementos, olvidarlos y
tirarlos por la borda, con el propósito de que España sea colonizada por una Europa que
conduce a un callejón sin salida -a un nihilismo autodestructivo- a pesar de la apariencia
de que es la cima del Progreso. Cuando la cultura -sostiene Unamuno- pierde su arraigo
en la vida –“irracional” en su entraña misma- se desorienta y, al final, se desintegra por
falta de aliento y fuerza.

¿Dónde encuentra Unamuno, a la postre, lo que considera una alternativa a la


insuficiencia de la razón? En la fe, y con ella, en los profundos sentimientos que, brotando
del centro de la vida, la elevan hacia sus experiencias más ricas, plenas y auténticas. La
fuerza creativa de la vida -en todas las áreas de la cultura- surge de la fe, concebida como
un manantial, una fuente de energía tensada hacia lo excelso y lo extraordinario, hacia lo
maravilloso.

1.3. El sentimiento trágico de la vida

En el corazón de la vida, en su centro palpitante, en su núcleo irradiante, habita un


sentimiento de carácter trágico. Y la fe -ese poder que mueve montañas con su impulso
prodigioso- está incardinada en él.

¿Por qué ese sentimiento profundo de la vida es declarado “trágico”? Porque el vivir
está desgarrado -y, a la vez, espoleado y paralizado- ante la constante presencia de
alternativas que no se pueden armonizar, conciliar, conjugar en una unidad fija y estable
que aporte sosiego y reposo. ¿De qué “alternativas” se trata? Por ejemplo, como ya se ha
destacado, la alternativa entre la frialdad de la razón y la calidez de la fe, o entre la
desesperación y la esperanza, la certeza de la muerte y el anhelo de inmortalidad, etc.

¿Qué figura, a la vez universal y particular, simboliza este sentimiento trágico de la


vida? Por ejemplo, sostiene Unamuno, “don Quijote”, el señero personaje cuyas
peripecias y avatares se narran en la prodigiosa novela de don Miguel de Cervantes. Una
existencia plena, una vida auténtica, es, en su entraña misma, “quijotesca”: es
racionalmente cuerda y, sobre todo, emocionalmente loca (animada por una fe, por un
ideal, por un anhelo inextinguible, por la persecución de una meta incierta afrontando
constantes adversidades y apechugando con continuos contratiempos). Es este hito de la
herencia española, subraya Unamuno, algo a lo que no se debe renunciar jamás en nombre
de la modernización y la europeización; ¿porqué, pregunta Unamuno, buscar motivos
impulsores de una necesaria regeneración “fuera” cuando ya están prefigurados “dentro”,
en la intrahistoria de nuestra cultura excepcional y singular?

En definitiva, afirma Unamuno, la vida -una vida que es, en su plenitud, acción, heroica
aventura- tiene que afirmarse a sí misma asumiendo su sentimiento trágico y resistirse,
por ello, a ser subordinada a la insulsa y acomodaticia “razón”. El sustento de esta vida,
por otra parte, se encuentra en la fe, la cual impulsa una y otra vez, hacia grandes metas
y retos inalcanzables; pero esta fe, y el matiz es reseñable, no es la pura certeza en algo
que ofrece seguridad y amparo, es una fe atravesada por la incertidumbre y la duda, una
fe, pues, que sitúa la inquietud y la zozobra en el núcleo mismo de la vida.

2. José Ortega y Gasset

2.1. La preocupación política de la filosofía de Ortega

Ortega comparte con la generación del 98 la honda preocupación por la lamentable


situación, a todos los niveles, de España. La principal vía de solución pasa, sostiene
Ortega, por una europeización de España. Ahora bien, esto no significa una mera
imitación automática o mecánica de “lo europeo”. ¿Por qué? Porque la propia Europa es,
entiende este autor, un proyecto que está llamado a revisarse y renovarse (y España, le
parece, puede contribuir con algo positivo a esta compleja tarea precisamente porque la
cultura española -en sus mejores logros- es una cultura vital -no una cultura encorsetada
y rígida como la predominante en muchos países de la Europa del norte). Dicho así:
Europa nos puede aportar un poco de orden y disciplina, y España puede aportar una savia
vital -dinámica, lúdica, etc.- que impida el anquilosamiento y agarrotamiento, de tal
manera que aunando unas dosis de orden y otras de un cierto caos o una peculiar
espontaneidad, Europa consiga desplegar su auténtico y mejor potencial.

2.2. Vida y cultura: el tema de nuestro tiempo

Ortega se educó filosóficamente en Alemania, adhiriéndose inicialmente a la escuela


neokantiana de Marburgo. Poco tiempo después, en la segunda década del siglo XX, fue
cayendo en la cuenta de que la tesis central del Idealismo -que puede concentrarse en la
omnipresencia del modelo “Sujeto → objeto”- no es sostenible. No es cierto, entiende
ahora Ortega, que el mundo y todo lo que contiene sea un “producto” de la actividad
pensante del Yo, del Sujeto humano. Sin embargo, esta crítica del Idealismo -en la que el
Hombre es presentado como el Fundamento del mundo sustituyendo el teocentrismo por
el antropocentrismo- no le conduce a afirmar la posición contraria: el realismo. Según el
realismo el ser humano y su experiencia es un mero “producto” del mundo; con ello se
invierte el modelo del idealismo: “Objeto → sujeto”. Ortega busca más que volver al
realismo antiguo y medieval previo al idealismo moderno, encontrar un punto intermedio
entre ambos. Por eso afirma que el punto de partida de la filosofía no puede ser ya la
separación entre un sujeto y un objeto para, a continuación, poner en primer lugar o al
Objeto -como hace el realismo- o al Sujeto -como pretende el idealismo. Hay que superar
estas dos posiciones porque son unilaterales, y, por ello, deficientes e insuficientes. En el
punto de partida, ¿qué hay? Un yo y un mundo que, aun siendo distintos, irreductibles
entre sí, son inseparables. La existencia humana, pues, es siempre una existencia mundana
(esta es una tesis semejante a la que encontramos en la fórmula de Heidegger “ser-en-el-
mundo”). Si la existencia es mundana -si “yo soy yo y mi circunstancia”- entonces no hay
una previa y originaria separación entre hombre y mundo y, por lo tanto, no hay que optar
entre el realismo y el idealismo (el cual, por lo tanto, se concibe ahora como un falso
dilema). La filosofía del futuro, dice Ortega, tiene que asentarse en este novedoso punto
de partida y extraer de él todas sus enormes consecuencias.

Siguiendo rigurosamente el punto de partida que se acaba de mencionar expone Ortega


la tesis central de su propuesta filosófica: “la vida humana es la realidad radical”. ¿Qué
significa esta fórmula? Significa que todo lo que posee un sentido, todo lo que aparece
siendo esto o siendo aquello (un número, una galaxia, un árbol, un automóvil, etc.), lo
hace dentro del ámbito propio de la vida humana. Puesto que todo “radica” en ese ámbito
-todos los fenómenos posibles están incardinados en él- la vida humana -que siempre es
algo concreto, es “mi vida”, la vida de cada uno- es la “realidad radical”.

Un desarrollo de esta tesis la encontramos en el momento en que Ortega establece el


nexo entre la “vida” y la “cultura”. Dice Ortega al respecto: el ser humano es un ser
originariamente cultural desde su misma base biológica (no hay, pues, una rígida y tajante
separación entre lo natural y lo cultural). Lo biológico, por lo tanto, es prolongado -
afinado, refinado, pulido- por lo cultural (la técnica, el arte, la moral, la ciencia, etc.). El
fin de la cultura, su meta, ¿cuál es? Mejorar, elevar, perfeccionar, la base biológica. Y
esta meta brilla especialmente cuando la cultura está impregnada de e imbuida en la
“razón”. Pero, ¿en qué “razón”? No en una razón pura, abstracta, orientada hacia lo
eterno, lo idéntico, lo permanente, etc. (como sucede en la concepción de la razón
predominante en la tradición occidental desde Platón hasta Hegel). Entonces, ¿de qué
“razón” habla Ortega? De una razón vital, la cual, por cierto, es a la vez una razón
histórica. Y, ¿qué es, entre otras cosas, lo que enseña la razón vital respecto a la cultura
en la que crece y se despliega siempre la vida humana? Por ejemplo, lo siguiente: la
cultura proporciona al ser humano, primariamente, seguridad, le provee de una
imprescindible zona de confort; ahora bien, esta seguridad -acomodación, asentamiento-
puede terminar ahogando la espontaneidad de la vida, arruinando su genuina inquietud,
su íntimo afán de aventura, de asombro, de búsqueda, de curiosidad, de estar espoleada y
conmocionada por preguntas y enigmas. ¿Dónde está, por lo tanto, según explica la razón
vital, el punto culminante de la cultura en la que se desenvuelve la vida humana? En los
actos y los acontecimientos “creativos”: en todo aquello que introduce en el mundo algo
insólito, algo nuevo (y esto sucede en todas las áreas de la cultura, por ejemplo, en la
ciencia, con la física de la relatividad de Einstein, en el arte, con la pintura cubista de
Picasso, etc.). Una cultura inmersa en una razón vital, articulada desde ella, por lo tanto,
equilibra la seguridad de lo logrado y la certeza de lo familiar con el estímulo de las
energías creativas que apuntan hacia lo imprevisible e insólito.

2.3. La razón vital y el conocimiento

Ortega, discutiendo con la tradición filosófica antigua y moderna, no acepta la idea


de que el conocimiento del mundo es algo abstracto, desarrollado desde una universal y
eterna razón pura gracias a la que se alcanza un universo ideal fijo y permanente de
esencias captadas conceptualmente. El conocimiento, apunta Ortega, arraiga en la vida -
en la “realidad radical”-, es parte de la cultura en la que la vida se prolonga y se
perfecciona.

El conocimiento, acepta Ortega, siempre se articula y organiza según una serie de


definiciones conceptuales (como sucede en la física cuando se define qué es un átomo o
qué un agujero negro, etc.). Ahora bien, ¿los conceptos del conocimiento reflejan una
universalidad abstracta o una esencia ideal eterna? La mayor parte de la tradición
filosófica desde Platón -con pocas excepciones- respondería afirmativamente, pero
Ortega -como Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein, etc.- defiende otra cosa: los conceptos,
en efecto, muestran en la realidad conceptuada una unidad y una estabilidad, pero no la
fijan definitivamente, ni anulan por ello su enorme riqueza y su fluidez propia. En
definitiva, y esta es la tesis principal de Ortega sobre esta cuestión, un conocimiento
arraigado en la vida está articulado por conceptos dúctiles, flexibles, lábiles. Pero, de un
modo más radical, el conocimiento está atravesado y sostenido por el dinamismo de la
vida, es decir, por su creatividad y su historicidad.

La nueva teoría del conocimiento propuesta por Ortega tiene uno de sus más destacables
desarrollos en el denominado “perspectivismo”. Cada uno de nosotros implica y define
una perspectiva de la realidad, de lo que le rodea, de su circunstancia; a su vez, y este giro
es clave en este tema, la realidad -en su complejidad, en su amplitud y riqueza, en su
índole poliédrica y caleidoscópica- se ofrece en una multiplicidad de perspectivas. Lo
importante aquí, subraya Ortega, es mostrar que el perspectivismo apuntado no suprime
ni anula la verdad: al contrario, la dota de consistencia, concreción y fuerza vinculante.
¿Qué es, desde una teoría perspectivista del conocimiento, la verdad? ¿Cómo se afianza
y cuaja? La verdad es una confluencia o convergencia de perspectivas en la que éstas no
son completamente eliminadas, sino que resultan articuladas, unidas, conjuntadas. Es
cierto que una teoría de la verdad elaborada desde unos parámetros perspectivistas no
acepta que haya puras e inmutables verdades eternas, abstractas y absolutas, pero esto no
significa un rechazo de la verdad: hay verdad en tanto una provisional y vinculante
coincidencia de perspectivas respecto a una serie de fenómenos.

Ortega elaboró, en su teoría de la cultura desde la razón vital e histórica, una distinción
entre lo que denomina “ideas” y lo que llama “creencias”. Veamos en qué consiste esta
distinción. Una “creencia” -noción semejante a lo que Gadamer menciona con el término
“prejuicio”- es lo que define y concreta un profundo e implícito suelo común desde el que
se despliega y organiza la experiencia del mundo; una cultura, así, es un sistema de
creencias con el que, mientras están en vigor, se cuenta constantemente de un modo
atemático y aproblemático. ¿Qué son, en este contexto, las “ideas”? Las ideas son
elaboraciones posteriores de unas creencias anteriores; por eso afirma Ortega que en las
creencias “se está” -porque delimitan el suelo y el horizonte de la experiencia cultural de
la realidad-, en cambio, las ideas “se tienen”, son algo que ocurre, que viene después de
la creencia, que surge de ella. Un ejemplo de esta distinción: en la definición actual de la
literatura -por ejemplo, en la novela negra o en la novela histórica- opera una creencia
subterránea comúnmente aceptada y compartida de un modo inconsciente; por otro lado,
cada novela de un autor de esos géneros narrativos expone una “idea”, la cual, en
definitiva, es una concreción o una plasmación particular y específica de esa “creencia”
previa (de, por así decirlo, las “convenciones” de ese género narrativo). Por último,
explica Ortega, la relación entre creencias e ideas es “circular”: una idea nueva puede
llegar a convertirse en una creencia, de la que, a su vez, surgirán otras ideas, etc.; el curso
de la historia, pues, está marcado por este juego circular -o, mejor dicho, espiral- entre
creencias e ideas.

2.4. La estructura dramática de la existencia circunstancial

Ortega expuso en varios libros una teoría filosófica de la vida humana entendida como
realidad radical. El hilo conductor de esta teoría dice que la vida nunca es una realidad ya
terminada, ya hecha: no hay una esencia humana única y previa que después se realice
(por eso sostiene Ortega que el ser humano no tiene naturaleza sino una historia). Por otro
lado, la vida humana no flota en el aire ni se mueve en el vacío: es una vida mundana y,
también, concreta. Por eso, el núcleo de su propuesta se concentra en afirmar que la vida
está delimitada por dos vectores distintos e inseparables gracias a los cuales se organiza
y articula: la “fatalidad” y la “libertad”.

El término “fatalidad” se refiere a todo aquello que nos viene dado, por ejemplo, el
nacimiento, un carácter y unas aptitudes, una lengua en la que nos educamos, etc. Al
conjunto de estos elementos los llama también Ortega la “circunstancia” a la que está
inexorablemente vinculado cada yo, cada uno de nosotros. La “fatalidad” como factor de
la vida, por un lado, limita, pero, por otro lado, permite y favorece, lo cual conduce al
segundo vector anteriormente mencionado.

La vida está integrada, también, por el componente de la “libertad”. Con este término
alude Ortega a que la vida incluye un optar, un elegir, un escoger, un seleccionar. Lo
escogido es, en el fondo, un proyecto vital o un plan de vida. ¿Cuándo esa libertad -en
base a la fatalidad- desemboca en el logro de una existencia “auténtica”? Cuando cada
uno escucha, en el fondo de su ser, su íntima vocación y se esfuerza tenazmente por
realizarla peleando con la circunstancia (la cual contiene una serie de facilidades y de
dificultades que impulsan o detienen la consecución de la vocación de la que se parte).
La conclusión de la teoría de Ortega subraya que la vida plena es un experimento
creativo en el que se contrarresta la inercia y el anquilosamiento, y en el que cada cual
despliega -o eso intenta- sus mejores potencialidades. Esta vida, por su parte, está
radicalmente animada por un sentimiento de gozosa vitalidad lúdica y deportiva que
Ortega contrapone al oscuro sentimiento trágico de la vida al que había aludido Unamuno.

2.5. ¿Qué es la filosofía?

Con el fin de ofrecer una definición de la filosofía Ortega comienza diferenciándola


de la ciencia. En el mundo moderno la ciencia tiene el mismo peso que en la Edad Media
tuvo la teología y la religión. La física-matemática desde Galileo conjugó el método
deductivo de la lógica y la matemática con un método experimental e inductivo que le
permite encontrar verdades exactas y seguras. Por otro lado, la ciencia así definida y
desarrollada ha sido aplicada técnicamente -en las distintas “revoluciones industriales”-
permitiendo un exponencial aumento del confort hasta el punto de que se ha terminado
identificando la verdad de la ciencia con la utilidad técnica.

Ortega no sólo sostiene que la filosofía es distinta a la ciencia, sino que no está
obligada a subordinarse y someterse a ella. Si lo hiciera, incurriría en un error semejante
al que marcó la Edad Media cuando la filosofía fue una sierva de la religión y la teología.
Pero, además de insistir en esto, Ortega lleva a cabo una crítica del cientificismo y del
utilitarismo: no se trata de rechazar la ciencia o la técnica, pero sí de no dar por bueno
que se las considere lo único importante arrasando con todo lo demás; hay formas de
experiencia del mundo, modos de su comprensión, por ejemplo, el arte o la política, tan
legítimas y verdaderas como la ciencia y la técnica.

Hay, por otra parte, algo que diferencia a la filosofía respecto a la ciencia, pero,
también, respecto al arte o la moral y otras formas de experiencia de la realidad. El
conocimiento científico, por ejemplo, supone un campo temático ya abierto y acotado
dentro del cual busca una respuesta a sus preguntas y una solución a sus problemas. Pero
la filosofía no puede dar nada por supuesto y, por ello, no se ocupa de un campo temático
ya abierto y acotado. Es decir, la filosofía no se ocupa de los entes o los fenómenos -como
hacen, a su distinta manera, la ciencia o el arte- sino que se ocupa del “ser”. ¿Qué significa
esto? Para empezar que la filosofía no se encarga de una parte de la realidad -de lo que
“es”, del “ente”- excluyendo otras partes o sectores. La filosofía, pues, se dirige a la
totalidad de lo que es: a la unidad y conexión entre las distintas áreas o campo parciales.
Llegados a este punto ya se puede ofrecer una primera definición de la filosofía, ya se
puede responder a la pregunta “¿qué es (la) filosofía?”

Si todas las cosas -los entes, los fenómenos- aparecen siendo esto o aquello en la vida
humana -en tanto ella es la “realidad radical”- entonces la filosofía tiene que dedicar su
esfuerzo a esclarecer en qué consiste esta vida inseparable del mundo. El conjunto de la
obra de Ortega contiene los resultados de esta indagación. Uno de los puntos clave de una
filosofía así definida pasa por la localización de unas coordenadas que orienten el
peregrinar de la vida humana en el mundo; esos puntos cardinales brindan un sentido, un
horizonte, una meta (algo que, precisamente en los periodos de crisis, se desvanece, se
esfuma, conduciendo a la vida a un vagar a la deriva, sin rumbo alguno). La filosofía, por
lo tanto, sostiene Ortega, acompaña al discurrir de la vida alentándola a que desbloquee
y expanda, una y otra vez, las energías creativas que convierten al saber o al comprender
-sea en la ciencia, en el arte, en la política, en todas las áreas de la cultura- en una
extraordinaria e ilusionante aventura.

3. María Zambrano

3.1. Contexto histórico-político de su pensamiento

María Zambrano es una de las más destacadas discípulas de José Ortega y Gasset y
Xavier Zubiri. Su explícito apoyo a la República -colaboró, por ejemplo, con las Misiones
Pedagógicas- la obligó, después de la guerra civil, a padecer un largo exilio por países de
Hispanoamérica y Europa. Cuando regresó a España después del fin de la Dictadura
recibió, en reconocimiento a su labor intelectual y su compromiso político, el Premio
Príncipe de Asturias y el Premio Cervantes. Actualmente se están publicando, con el fin
de que sus libros tengan la difusión que merecen, sus “obras completas”.

3.2. Pensamiento y experiencia de la vida

El problema de fondo que actúa como hilo conductor de la trayectoria de Zambrano es


el de la crisis de la modernidad que define al agitado y convulso siglo XX. Desde la
filosofía esta autora realiza un diagnóstico de la época presente y busca afanosamente una
terapia que conduzca, tal vez, a abandonar esta peligrosa y desalentadora situación crítica.

El diagnóstico de Zambrano, dicho con mucha brevedad y sin los oportunos matices,
es el siguiente: en la era moderna del mundo ha terminado imponiéndose por todas partes
una ciencia y una técnica que está aupada por una razón pura, abstracta, conceptual,
lógico-matemática, metódica. Este proceso histórico propio de la modernidad, desde
luego, ha tenido efectos positivos, pero también, y esto es lo que más resalta en los
periodos de crisis, efectos negativos. Con el imperio de la tecnociencia, por ejemplo, ha
cuajado el triunfo de lo cuantitativo, lo instrumental y lo utilitario, y esto es algo que, más
allá de sus aspectos benéficos, aplana, nivela y homogeneiza el conjunto de la realidad.

Esbozado así el diagnóstico, ¿cuál puede ser la terapia oportuna? Recuperar, por difícil
que sea, lo que ha sido orillado, desechado, minusvalorado, despreciado y sepultado. La
salida de la crisis moderna, sostiene Zambrano, sólo ocurrirá cuando lo que ha sido
drásticamente reprimido retorne en todo su brillo y con todo su esplendor, corrigiendo y
enmendando las unilateralidades que se han cometido amparándose en la “razón” (en un
determinado y específico concepto de “razón”, habría que añadir).

El punto de partida de la filosofía de Zambrano está en la tesis de que la realidad


radical -el campo completo en el que todo aparece y se muestra- es la vida humana. Así
pues, todas las formas de saber o los modos de comprensión arraigan en la experiencia de
la vida (incluido, desde luego, el pensamiento filosófico). Cuando se corta el cordón
umbilical que une a las diferentes áreas de la cultura -la ciencia, el arte, etc.- con la
experiencia vital se desvinculan de lo que los nutre y terminan marchitándose, perdiendo
su aliento e impulso; una ciencia separada de la experiencia de la vida, por ejemplo,
abandona su arraigo en la actitud de asombro ante los enigmas del mundo y se convierte,
por ello, en una mera empresa burocrática al servicio de intereses económicos, etc.).

La terapia sugerida por Zambrano -un retorno de lo reprimido por el mundo moderno
en base a un estrecho y ciego “racionalismo”- exige precisar qué es lo que ha sido
bruscamente sepultado y ninguneado. Responde Zambrano: lo despreciado ha sido la
radicalidad y la profundidad del sentir de la vida, es decir, el universo de las emociones,
los afectos, las pasiones, los deseos. El reto enorme, en adelante, por lo tanto, que se
dibuja en el seno de la crisis de la modernidad es este: sumergirse en ese universo -
complejo, denso, confuso, intenso, oscuro- con el propósito de recuperarlo en sus
auténticas y genuinas posibilidades. ¿Cómo conseguir algo así? ¿Qué hace falta para
acometer con expectativas de éxito esta ardua y fascinante tarea? Nada menos que dar
con una nueva concepción de la razón más versátil y sutil que la razón que ha imperado
en la era moderna del mundo. ¿Qué propone, en este punto, Zambrano? Una razón
poética: una razón que explore y destaque la dimensión poética del mundo y de la vida
que se desenvuelve en él.

Desde la razón poética se destacan y acentúan dos formas de experiencia vital: la


experiencia religiosa y la experiencia artística. Ambas -cada una, eso sí, de un modo
distinto, peculiar en cada caso- revelan y expresan desde el sentir dimensiones profundas
del mundo de la vida en la que ésta se conecta y vincula con la fuente secreta de la
creatividad.

Detengámonos brevemente en la experiencia religiosa, una forma de comprensión del


mundo desdeñada por la razón científica de la moderna ilustración por considerarla,
exclusivamente, el fruto de la ignorancia y la superstición de un ser humano inculto y
bárbaro. Zambrano describe la experiencia religiosa como un acceso a lo sagrado, es
decir: al misterio insondable e inabarcable que rodea y atraviesa la vida mundana. Las
distintas religiones nacen cuando a través del símbolo de lo divino se establece un vínculo
con lo sagrado encauzado en los mitos y los ritos que congregan a una comunidad. Por
otra parte, explica Zambrano, cuando lo divino se separa de lo sagrado -pretendiendo en
vano haber anulado y cancelado lo insoldable del misterio- la religión se vuelve un rígido
dogma, una ideología, una rutina, una herramienta del poder, o sea: se convierte en algo
dañino y peligroso. Concluye así Zambrano su meditación filosófica sobre este espinoso
tema: es oportuno, aquí y ahora, intentar recobrar la experiencia religiosa, es decir, la
celebración narrativa y ritual de los misterios de la vida, el amor, el sufrimiento, el gozo
y la muerte, lo cual, nada tiene que ver con la ciega adhesión a un sistema cerrado de
creencias dogmáticas.

3.3. Aspectos de la razón poética


En la historia de Occidente, desde Platón, ha predominado una Razón pura y abstracta,
separada de la experiencia de la vida. Esta Razón está atraída hacia y atrapada por lo
Idéntico, lo Permanente, lo Universal, lo Necesario, lo Eterno, lo Absoluto, la Unidad,
etc. Es una Razón atada a un Fundamento que, desde éste, postula que sólo hay un Orden
legítimo y verdadero en el mundo (un solo arte, una sola política, una única ciencia, etc.).
Esta Razón, por ejemplo, es la que impera en la modernidad bajo la figura de una razón
lógica y matemática propia de un conocimiento científico orientado hacia fines técnicos
y metas utilitarias. En general, pues, sostiene Zambrano, la Razón pura es avasalladora y
coactiva en tanto está impulsada por un afán de dominio, de cálculo, de control.

Frente a esta Razón pura busca Zambrano -como otros autores y autoras del siglo XX-
un concepto de razón distinto, alternativo al tradicional: versátil, polifacético,
multidimensional, respetuoso con la realidad, capaz de asombrarse ante la riqueza y la
complejidad del mundo y de sobrecogerse ante sus enigmas y misterios.

La “razón poética” -propuesta por Zambrano- integra y reúne tres vertientes que
muestran y señalan una alternativa a la tradición “racionalista” que ha guiado a Occidente
desde Platón hasta Hegel: a) desciende al corazón palpitante de la vida, al sentir
originario, al universo de los afectos y las emociones; b) se vuelca en el cuidado de lo
efímero, lo fugaz, lo contingente, lo particular, lo irrepetible, lo diferente; c) realiza un
viaje a la fuente misma de la creatividad, a la sede de la energía creadora, al insólito poder
de engendrar lo nuevo (sea en el arte, en la ciencia, etc.).

En definitiva, la razón poética -lo poético que habita en el centro de la razón- se orienta
hacia la acogida de lo que se nos da y ofrece en la experiencia tratando de respetarlo en
sus diferencias, en la riqueza de sus múltiples aspectos, etc. Por otra parte, esta razón no
desdeña la “inteligencia”, lo que afirma es que en su raíz misma la inteligencia es una
inteligencia sentiente, una inteligencia incardinada en la sensibilidad (cuando esto se
olvida o se desconsidera, la inteligencia se extravía, se vuelve fría y abstracta, pierde el
suelo del que se nutre, volviéndose estéril y rígida).

3.4. Filosofía y poesía

Zambrano afirma que, en el contexto de la crisis moderna, sería importante recuperar


la experiencia artística entendida como una genuina y auténtica experiencia vital. Esto
implica rechazar que las obras de arte -sean pictóricas, escultóricas, musicales, etc.- se
conviertan en un pasatiempo destinado a rellenar los momentos de ocio con algo cómodo,
inocuo y superficial.

Dentro del amplio campo del arte Zambrano ha prestado atención, desde la filosofía,
al arte de la poesía, al arte del lenguaje, en definitiva. ¿Qué es lo peculiar y fascinante del
lenguaje poético? Esta es la pregunta a la que ha tratado de responder. El lenguaje poético,
explica Zambrano, altera la sintaxis y la semántica del lenguaje ordinario de la
comunicación cotidiana. ¿Por qué? Porque el lenguaje, inevitablemente, se acartona, se
anquilosa, se desgasta, se debilita y decae. ¿Para qué, entonces, el lenguaje poético, el
lenguaje de la poesía? Gracias a este arte el lenguaje -en las obras poéticas logradas-
recupera su esplendor inicial, su fuerza propia; el lenguaje poético, así, es un lenguaje
rico, polisémico, evocador, sugerente. La mejor poesía, pues, consigue devolver al
lenguaje su poder originario: verbalizar lo que aún se desconoce, encontrar palabras con
las que decir lo que no ha sido dicho, etc. Con el lenguaje poético, en tanto vinculado al
sentir originario, al corazón de la experiencia de la vida, se destacan aspectos de las cosas
y vertientes del mundo, habitualmente silenciadas, desatendidas, ignoradas, ocultas y
veladas.

¿Qué enseña, en definitiva, la poesía? Por un lado, que el lenguaje no es un mero


instrumento neutral de comunicación, por otro lado, que los conceptos tienen siempre un
imprescindible sustrato metafórico del que sería empobrecedor tratar de desprenderse.

Dicho para concluir: Zambrano ha sido una filósofa única y singular que con tenacidad
ha explorado y articulado el carácter radicalmente “poético” de la razón, enfrentando así,
bajo esta clave, la crisis del mundo en el que habitamos.

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