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PENITENCIA

Prof. Antonio Praena Segura OP


Facultad de Teología San Vicente Ferrer
Valencia

TEMA I. CONVERSIÓN Y RECONCILIACIÓN DEL PECADOR EN LA BIBLIA

El sacramento de la penitencia se refiere a una situación antropológica muy


concreta: el estado de culpa y de pecado del cristiano. Una de las formas utilizadas con
más frecuencia en la Sagrada Escritura para expresar el amor de Dios y su voluntad de
salvar a los hombres es la llamada a la conversión. Ahora bien, el tema de la
conversión en la Biblia tiene dos referencias fundamentales: una al pecado (que es el
motivo de la llamada a la conversión) y la otra al perdón de Dios. Pero hay que tener
en cuenta que ambas referencias están interrelacionadas en la Biblia y tienen una
fuente común: el amor misericordioso del Padre. En este tema veremos brevemente
cómo se vivieron en el Antiguo Testamento las realidades del pecado, del perdón y de
la conversión, para ver a continuación estos mismos temas en el Nuevo Testamento a
la luz de la fe y vida cristiana.

1.1. En el Antiguo Testamento

Los libros del AT contienen toda una doctrina sobre la penitencia, como actitud
espiritual del hombre ante Dios. Esta doctrina será perfeccionada en el NT a la luz de
Cristo y del acontecimiento redentor, pero la conservará en su núcleo esencial.
Encontramos, además, en las costumbres del pueblo israelita y del judaísmo posterior
al destierro ritos que proporcionarán al sacramento de la penitencia determinados
elementos de su estructura que ayudan a comprender su origen remoto.

1.1.1. La idea bíblica de pecado

Podemos ver como punto de partida de la idea de pecado las nociones


antitéticas del bien y del mal que aparecen frecuentemente en la Biblia. Estos dos
términos se oponen el uno al otro en más de 50 textos: debemos evitar el mal y buscar
el bien (Sal 34,15; 37,27; 52,5; Am 5,14), amar el bien y odiar el mal (Mi 3,2), rechazar el
mal y apropiarse del bien (Is 7,15-16). Escoger el bien es, en realidad, buscar a Dios
(Am 5,4.14), unirse a El en la aceptación de su voluntad y, al mismo tiempo, encontrar
su luz, la vida y la felicidad, que sólo se encuentran en el camino que Dios nos indica
(Dt 4,40; 5,29; 6,18.24; 12,25.28; Jr 42,6; Sal 4,7). Escoger el mal es, por el contrario,
rechazar a Dios, cerrarse a El. Hacer el mal a los ojos de Yahvé, hacer lo que es malo a sus
ojos, expresión que aparece frecuentemente en la Biblia y evoca todas las formas
posibles de lo que nosotros llamamos actualmente pecado; se aplica tanto al pecado de
Israel como al pecado de las naciones.
Pero, de hecho, el Antiguo Testamento carece de un término preciso para
designar el acto del pecado, aunque la terminología hebrea sobre lo que nosotros
llamamos pecado es muy amplia y rica. Los especialistas en este tema destacan entre los
conceptos más afines al pecado algunos como injusticia, rebelión, extravío, trasgresión.
Por ejemplo, cometer el pecado es desviarse de Dios (Nm 14,43; Jos 22,16-23; I Sm 15,11),
apartarse de El (1 Sm 12,20; 2 Cr 34,2), abandonarlo (2 Cr 24,20). Pero esto supone, al
mismo tiempo, verse rechazado y abandonado por Dios. Para expresar esta idea la
Biblia dice que el mal, el pecado cometido, irrita a Dios (Dt 4,25; 9,18; 31,29; 1 Re 14,9),
provoca su cólera (2 Re 24,19-20; Sal 95,10-11; Jr 32,31-32). La originalidad de la Biblia
consiste en plantear el problema del bien y del mal en su relación con Dios dentro de
una perspectiva en cierto modo existencial, y no en relación con una naturaleza
humana racional, más o menos abstracta. Es una concepción esencialmente religiosa de
la moralidad. De hecho, se denuncian con frecuencia los pecados de una manera
general o global, como faltas de fidelidad a Dios, que consisten fundamentalmente en
faltar a las exigencias de la Alianza, a la fe y confianza en Dios, a su ley y a todo lo que
ésta abarca en cuanto a deberes y prácticas religiosas (cfr. Is 1,17; Os 4,2; Am 4,1,; Miq
2,1). Para el creyente judío, el pecado es la única realidad que puede desbaratar los
proyectos de Dios sobre el triunfo y la prosperidad de Israel. La moralidad hebrea
tenía una tendencia a relacionar la culpa y el pecado con la desgracia humana, a ver en
las derrotas, en las enfermedades y dolencias físicas, un castigo que se deriva del
pecado propio o de los ascendientes.

1.1.2. La idea bíblica de perdón

En realidad Dios es el único que tiene poder sobre el pecado y el único que
puede restablecer finalmente los lazos rotos por el pecado. Es verdad que no deja nada
sin castigo, pero su bondad, su paciencia y su misericordia le llevan también muy lejos,
porque es un dios de ternura y de misericordia, lento a la cólera, rico en gracia y fidelidad (Ex
34,6-7; Nm 14,17-19; Dt 5,9). Sigue amando a sus criaturas pecadoras, como un padre a
sus hijos, que conoce sus debilidades y su inconstancia, y que jamás es riguroso con
ellos, interviniendo, por el contrario, para perdonarlos, con la fuerza de un amor
misericordioso, cuyo poder es comparable a la altura de los cielos sobre la tierra (Sal 103,8-
14).
Pero para Dios, perdonar no consiste en disimular e ignorar el mal, hacer como
si no existiese, sino en vencerlo: pisotea con su pie nuestras faltas y las arroja al fondo del
mar (Mi 7,18-19), aleja de nosotros nuestros pecados como dista el Oriente del Occidente (Sal
103,12).
A diferencia de lo que ocurre en las relaciones humanas, se trata de un
verdadero perdón del pecado, del perdón de la falta considerada en sí misma, que
Dios disipa como se disipa una nube, una niebla (Is 44,2), la quita de en medio, (Mi 7,18),
la borra (Sal 51,3; Is 43,25), blanquea al pecador (Is 1,18), lo lava (Sal 51,4), lo purifica (Jr
33,8; Ez 36,25), lo cura (Jr 33,6), creando en él un corazón nuevo, un espíritu nuevo (Ez 36,26;
Sal 51,12).

1.1.3. La idea bíblica de reconciliación

El mensaje del Antiguo Testamento sobre la conversión propone los medios


para alcanzar el perdón divino, que se reducen a tres: a) reconocimiento del pecado,
b) ofrenda de sacrificios y c) prácticas penitenciales.
a) Reconocimiento del pecado.

Habiendo introducido el pecado una ruptura de las relaciones personales entre


Dios y el hombre, la reanudación del diálogo con Dios supone naturalmente que el
hombre comience por quitar el obstáculo que él mismo ha puesto, que no siga apegado a
su pecado (2 Re 3,3), que renuncie a él (Ez 18,21), que se aparte de él (Ez 33,14) y, de
manera más positiva, que vuelva a Dios (1 Re 8,33.48). La penitencia es el movimiento
inverso del pecado, que llevó al hombre a apartarse de Dios, a separarse de El, a
abandonarlo. Volved, hijos rebeldes, yo quiero curar vuestras rebeldías (Jr 5,22). Venid,
volvamos a Yahvé, El nos despedazó y nos sanará, nos hirió y vendará las heridas (Os 6,1). El
verbo más utilizado en el Antiguo Testamento para expresar el acto por el que el
hombre pecador retracta su pecado y se vincula de nuevo a Dios es shûb, que significa,
en sentido físico y literal volver, retornar al lugar o a la persona de la cual nos hemos
alejado. Y en sentido moral y religioso significa convertirse. La versión de los LXX lo
traduce generalmente con el verbo epistrefein y otros compuestos de este verbo, que
expresan bastante bien su sentido primitivo. Pero encontramos también, a veces, el
verbo niham, que significa sentir desagrado, arrepentimiento, tristeza por una acción anterior
que desearíamos actualmente no haber cometido por causa de sus malos efectos, lo que
nos induce a tomar una decisión opuesta. La mayor parte de las veces se encuentra
traducido en los LXX por el verbo metamelein, de donde procede el sustantivo metanoia.
Se afirma de manera antropomórfica de Dios (Gn 6, 6), pero propiamente de los
hombres. Por ejemplo, Dios se queja de que nadie deplora su maldad diciendo: ¿qué he
hecho yo? (Jr 8,6); alaba, por el contrario, a Efraín porque, vuelto a Dios, se ha arrepentido
(Jr 31,19).
Los verbos usados en este campo cubren dos aspectos de la conversión: cambio
interior de sentimiento, de propósito y de voluntad; y cambio práctico de conducta y
de manera de comportarse, por lo que la Vulgata los traduce con bastante frecuencia
por una sola y única palabra. Poenitere = arrepentirse o agere poenitentiam = hacer
penitencia.

b) Ofrenda de sacrificios

Los sacrificios expiatorios, por los pecados personales o los del pueblo, tenían
mucha importancia en el pueblo judío. Son ofrecidos por el representante supremo del
pueblo (el juez y profeta Samuel, el rey Josafat, el sacerdote y escriba Esdras -1Sm 7,5-
9; 2Cr 20,3-13; Esd 8,35-). Estos sacrificios se ofrecen con ocasión de calamidades o
necesidades públicas y van acompañados de oraciones, ayunos y otras obras de
penitencia. El más importante de todos ellos era el Gran día de la expiación (Yom
Kippur), como una de las grandes festividades del pueblo. De él hablaremos más
adelante, cuando tratemos de la confesión de los pecados en el Antiguo Testamento.

c) Prácticas penitenciales

Se reducen, sobre todo, a oraciones, ayunos y signos externos de dolor y


compunción y pueden comprender también obras de caridad o piedad, como el
estudio de la Ley o Torah y los propios sufrimientos corporales llevados con espíritu de
humildad y confianza en Dios. Estas últimas obras de caridad y piedad son medios
personales, no de culto, que sirven para la expiación de los pecados y ayudan a la
reconciliación con Dios si van acompañados de la conversión sincera del corazón,
como piden los profetas (cfr. Is 1,16 ss; Os 6,6). Las abluciones y purificaciones rituales
son también una forma de práctica penitencial.

1.1.4. La confesión de los pecados en el Antiguo Testamento

La ley mosaica prescribía la confesión juntamente con el sacrificio expiatorio


por los pecados de fraude, de falta de pureza legal y de perjurio: Quien se haya hecho reo
de alguna de tales materias, confesará aquello en que ha faltado y traerá a Yahvé, como expiación
por el pecado que ha cometido, una hembra del rebaño, oveja o cabra, en sacrificio expiatorio, y el
sacerdote hará por él expiación de su pecado (Lv 5,5-6; Cfr. Nm 5,6-7). Parece natural que tal
confesión se hiciera ante el sacerdote, puesto que estaba asociada al sacrificio
expiatorio.
En el Antiguo Testamento se citan algunos ejemplos célebres de confesiones:
Akán confiesa a Josué haberse apropiado de algunos objetos hallados después de la
toma de Jericó (Jos 7,19-21) a pesar de la prohibición del jefe Josué. Saúl confiesa un
pecado análogo ante el profeta Samuel: He pecado porque he transgredido el mandato de
Yahvé y sus órdenes ... Pero ahora te ruego perdones mi pecado y vuélvete conmigo para que
adore a Yahvé (1 Sm 15,24-25). David, reo de adulterio y de homicidio, confiesa su
pecado al profeta Natán y éste le anuncia inmediatamente el perdón de Yahvé (2Sm
12,13). En Job leemos: ¿Encubrí como un hombre mis transgresiones, ocultando en mi seno
mi falta porque temiera el rumor público o el desprecio de las gentes me asustara? (Jb 31,33-34).
Este pasaje alude posiblemente a una práctica de confesión pública usada entre los
penitentes más fervorosos.
Pero es sobre todo en los Salmos donde estas confesiones se formulan con
mayor sinceridad religiosa y con mayores sentimientos. Los salmos de contenido
penitencial son en unos casos lamentaciones y súplicas de carácter público, que se
hacen en el santuario con ocasión de calamidades colectivas o en situaciones de guerra,
peste, hambre, sequía o destierro. Otros salmos son súplicas de carácter individual
Pero en todos ellos predomina el deseo de recibir el perdón de Dios, de alcanzar la
misericordia divina en situaciones de injusticia, peste, hambre, sequía o destierro. Son
frecuentes las alusiones a los malos o impíos, a quienes se pone en contraste con los
justos y oprimidos que acuden humildemente al Señor. Se destacan entre los salmos de
contenido penitencial los siete siguientes: 6, 31, 37, 50, 101, 129 y 142 (o bien, 6, 32, 38,
51, 102, 130, 143).
Hay algunos salmos que sobresalen por su profundo espíritu de contrición y
esperanza, como fórmulas litúrgicas especialmente aptas para expresar a Dios el dolor
por los pecados. Un ejemplo extraordinario que recoge lo mejor del pensamiento
hebreo sobre el espíritu de conversión es el Miserere (Sal 51) junto a la conciencia de
haber ofendido a Dios, el autor de este salmo expresa el deseo y esperanza de
purificación, el gozo de una presentida reconciliación, la fe en el valor de un corazón
arrepentido por encima de los sacrificios exteriores, la voluntad de rehacer la vida
entera.
Entre los judíos era frecuente la confesión genérica, análoga a nuestro Confiteor,
que se hacía recitando salmos de penitencia (Cfr. Sal 39,12-14; 37; 50; 68). A veces, con
ocasión de graves calamidades naturales, el pueblo hacía la confesión colectiva de sus
prevaricaciones idolátricas y de las demás transgresiones, con las palabras hemos
pecado, seguidas ordinariamente de la especificación de las culpas. Por ejemplo: hemos
pecado contra ti; ciertamente hemos abandonado a Yahvé, nuestro Dios, y hemos servido a los
Baales (Jc 10,10).
Al hablar de las prácticas penitenciales destacamos sobre todo la del sacrificio. Y
hablamos también del gran día del perdón: el Yom Kippur o día de la gran reconciliación.
El día 10 del séptimo mes (septiembre-octubre) de cada año, Israel celebraba la
reconciliación solemne con Dios. Era el día del gran perdón. Todos debían abstenerse
de todo alimento desde la tarde del día 9 hasta la tarde del día 10. Este día, el sumo
sacerdote ofrecía un sacrifico expiatorio: primero, un carnero por sus propios pecados
y por los de la clase sacerdotal; después, un cabrito por los pecados del pueblo. Con la
sangre de las víctimas rociaba la cubierta del Arca de la Alianza. Después ponía ambas
manos sobre la cabeza de un macho cabrío vivo, el macho cabrío emisario, y en
nombre del pueblo hacía una confesión de todos los pecados cometidos desde el día de
las expiaciones del año anterior. El macho cabrío era conducido después al desierto
para que muriese allí, y con él perecerían los pecados del pueblo (Lv 16, 1-34).
Nos hemos limitado al Antiguo Testamento, como introducción inmediata al
Nuevo. Pero lo cierto es que la confesión es algo que existe en todas las religiones,
aunque bajo formas diversas: pública o privada, oral o escrita, individual o colectiva,
directamente ante la divinidad o ante sus representantes. La universalidad de tales
prácticas demuestra que responden a las exigencias del alma humana.
Antes de terminar estos rasgos generales en el Antiguo Testamento, hemos de
recordar y poner de relieve la importancia de los profetas en este proceso de
conversión y penitencia del pueblo de Israel. A ellos debemos sobre todo la
profundización y espiritualización de las ideas bíblicas fundamentales sobre el pecado,
la penitencia y el perdón. El llamamiento a la conversión es, de hecho, un aspecto
esencial de su predicación, tanto cuando se dirigen a la nación entera como cuando se
dirigen a los individuos.
Oseas es el primero que compara la alianza con el vínculo matrimonial,
contraído gracias al amor gratuito de Dios a su pueblo. E insiste, sobre todo, en el
carácter espiritual de la conversión, que debe proceder del amor y conocimiento de
Dios, es decir, del deseo y de la voluntad de pertenecerle totalmente a El (Os 6,6).
Para el profeta Jeremías, las metas de la llamada a la conversión están en la
novedad de un corazón conforme al sentir de Dios, de una alianza que sitúe la ley en el
interior del hombre, de una Jerusalén reconstruida (cfr. Jr 24,7; 31,31-34; 32,40).
Jeremías, que destaca entre los demás profetas por su insistencia en el mensaje de la
conversión, repite las palabras de Moisés: Así dice Yahvé: Mirad que yo os propongo el
camino de la vida y el camino de la muerte (21,8).
Isaías anuncia la justicia y la salvación, unos cielos nuevos y una tierra nueva (Is
46,12; 62,1-2; 65,17; 66,22). Lo esencial de la nueva alianza está en la renovación interior
del hombre, renovación que sólo puede producirse por obra y gracia de Dios. Por lo
menos a partir de Jeremías, los profetas saben que la vuelta del hombre pecador a Dios
supera sus fuerzas, es una gracia que tenemos que pedir humildemente a Dios: Hazme
volver, que yo pueda volver (Jr 31,18).
Ezequiel insiste, más que los profetas anteriores, en el carácter estrictamente
personal de la conversión: cada cual responde únicamente por sí mismo y será
retribuido según su proceder personal (Ez 18,20-22). Pero recalca también la necesidad
de adquirir un corazón nuevo y un espíritu nuevo (Ez 18,30-32).
Podemos concluir diciendo que en la llamada a la conversión, a volver a Dios,
está el mensaje de que en Dios está el origen de la vida del hombre, la fuente de todo
bien y el principio de la salvación, es decir, está el mensaje fundamental de la fe
religiosa y bíblica. De acuerdo con este mensaje, sólo hay dos caminos para el hombre:
el que le conduce a un destino de bien, a un destino de vida, que implica el
reconocimiento de la soberanía y del amor de Dios, y el que le aleja de aquel que es la
fuente de la vida y de sus proyectos de salvación, el cual sólo puede conducir a la
muerte: Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano,
diciendo: ’conoced a Yahvé’, pues todos ellos me conocerán, del más chico al más grande -
oráculo de Yahvé-, cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme (Jr 31,34).
La conversión, en último término, es una llamada y una advertencia que Dios
dirige al hombre para que éste busque el camino de la felicidad, de su salvación en su
alianza con Dios.

1.2. En el Nuevo Testamento

Acabamos de ver que el mensaje de la conversión en el Antiguo Testamento es


fundamentalmente una llamada a creer en Dios, en las esperanzas mesiánicas y a
confiar en sus promesas. Pero en tiempos de Jesús estas esperanzas mesiánicas se
manifestaban de dos maneras: unos creían que Dios ayudaría al pueblo de Israel,
sometido al imperio romano, a recuperar su libertad política y a constituir un reino
independiente mientras que otros esperaban la llegada del Enviado de Dios para
restablecer la paz y la justicia en el mundo.

1.2.1. El perdón anunciado por el precursor.

Los relatos evangélicos comienzan anunciando la llegada inminente del reino


de Dios y exhortando a la conversión (cfr. Lc 2,25-32; Mc 1,4-5). La figura de Juan el
Bautista es aquí primordial. Juan comenzó bautizando en el Jordán a muchos israelitas
que confesaban sus pecados, pero lo más importante es que al mismo tiempo
anunciaba a OTRO que vendría detrás de él para bautizar en el fuego y en el Espíritu
Santo (cfr. Mt 3,1-12; Lc 3,16-17). El cántico de Zacarías presenta a su hijo Juan como el
profeta que irá delante del Señor para preparar sus caminos, para anunciar a su pueblo la
salvación y el perdón de los pecados (Lc 1,76-77). Y el mismo Juan señala a Jesús diciendo:
He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). El bautismo de conversión
de los Sinópticos se orienta sobre todo al perdón de los pecados y a un cambio de
conducta (cfr. Mc 11,4; Lc 3,3; Mt 3,11). En la predicación del Bautista, la conversión
tiene un sentido muy personal e interior (metanoia). Esta palabra es más apropiada que
la palabra castellana penitencia con la que ordinariamente se traduce.

1.2.2. El perdón anunciado por Jesús


Jesús se hace bautizar por Juan y anuncia: El tiempo se ha cumplido y el Reino de
Dios está cerca: convertíos y creed la Buena Nueva (Mc 1,15; Mt 4,17). En el mensaje
evangélico la llamada a la conversión va ligada a la llamada a creer en el Evangelio, a
creer en Jesús. Por lo que la conversión adquiere un aspecto nuevo, un contenido
nuevo y positivo, que se centra en la adhesión a la persona de Jesús, el Enviado de
Dios. También el lenguaje de la conversión adquiere en Jesús tonalidades nuevas, más
cercanas y certeras, impregnadas de un humanismo y de una sencillez sorprendentes:
Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos
(Mt 18,3).
La conversión se hace en el Evangelio absolutamente necesaria, nadie puede
dispensarse de ella; incluso los pecadores pueden estar más cerca del Reino de Dios
que aquellos que se creen justos y no se sienten llamados al arrepentimiento (Mt 21,28-
32; Lc 5,32; 13,3-5; 15,7.10; 24,47). La llamada a la conversión en los Evangelios
empalma con el mensaje de los profetas del Antiguo Testamento, pero tiene un tono
más personal y directo. Es una llamada orientada a suscitar la fe en Jesús, a preparar
los caminos del Señor, a disponer los corazones para la llegada del Reino que Jesús ha
venido a instaurar en el mundo.
El centro de esta invitación a la conversión y de este perdón es el amor
misericordioso del Padre, como lo demuestran sus parábolas. Lucas presenta estas
parábolas con un mismo tema central (Lc 15): la alegría del Padre por un pecador que
se convierte (la oveja perdida, la dracma perdida, el hijo pródigo). La actitud de Jesús
para con los pecadores trata de provocar e inspirar en ellos la confianza en la
misericordia divina: tu fe te ha salvado, vete en paz (a la pecadora), tampoco yo te condeno;
vete y en adelante no peques más (a la adúltera); hoy estarás conmigo en el paraíso (al buen
ladrón). A los que le reprochan que se acerca a los pecadores y que come con ellos
Jesús responde que ha venido a curar a los enfermos, no a los sanos (Lc 5,31; Mc 2,17;
Mt 9,13).

1.2.3. El perdón de Jesús

Pero además Jesús muestra que obra con autoridad, tanto en los milagros como
cuando perdona los pecados: ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te quedan
perdonados, o decir: levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del
hombre tiene en la tierra poder de perdonar los pecados -dice al paralítico-, a ti te digo, levántate,
toma tu camilla y vete a tu casa (Mc 2,9-11; Mt 9,5-6; Lc 5,21-24).
El signo más claro de la condición divina de Jesús es su dominio sobre el
pecado y las fuerzas del mal , como lo demostró en las tentaciones en el desierto y en
la curación de algunos poseídos por estos espíritus (Mt 4,1-11; Mc 5,1-20; 9,14-28; Mt
8,28-34; 12,22-30; 17,14-21; Lc 8,26-39; 11,14-25; 13,16). Pero aún más que el poder de
expulsar los demonios o de curar enfermos causa sorpresa y hasta escándalo el hecho
de que Jesús perdone los pecados: tus pecados quedan perdonados (en casa de Simón, el
paralítico de Cafarnaún). En todos estos casos la reacción de la gente que lo rodea es
idéntica: ¿quién es éste que hasta perdona los pecados? (Lc 5,21; 7,49; Mt 9,3-4; Mc 2,7). Pero
para otro sector del pueblo, los escribas y fariseos, era una blasfemia: ¿Quién puede
perdonar los pecados sino solo Dios?
De hecho, una de las características principales de su mensaje y de su acción
personal es precisamente la misericordia para con los pecadores, como vimos
anteriormente: el hijo pródigo, la dracma perdida, la oveja perdida; pensemos también
en su manera de proceder con Zaqueo, con la Magdalena, con la mujer pública, con los
publicanos, con el buen ladrón. Nos asegura que vino a buscar y a salvar no a los
justos sino a los pecadores. Nos dice que su Padre celestial es bueno hasta con los
ingratos y malvados (Lc 6,35); quiere que sus discípulos perdonen siempre a sus
enemigos y considera este perdón como requisito indispensable para alcanzar el
perdón de los propios pecados (Mt 6,12; Mc 11,25; Lc 11,4 y 17,3-4). Declara que ha
sido enviado, no para juzgar (condenar) al mundo sino para salvarlo (Jn 3,17). Jesús,
por tanto, no se desentendió de los cristianos pecadores. Iría en contra del sentido de
toda su actividad apostólica y doctrinal. Pero ¿se contentó sin más con pedir un
arrepentimiento interior para reconciliarnos con Dios o ha dejado también ciertas
indicaciones para esa reconciliación?

NOTA: Para uso exclusivo de los alumnos y el profesor

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