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CAPITULO VII
En efecto, para él, la que llama solidaridad industrial presenta las dos
características que a continuación se indican:
1
Sociol., III, págs.. 332 y sigs.
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en tal o cual asociación para dirigir una empresa, pequeña o grande, sin obedecer a la
dirección de la sociedad en su conjunto»2. La esfera de la acción social iría, pues,
estrechándose cada vez más, ya que no tendría otro objeto que impedir a los individuos el
que mutuamente se usurparan y recíprocamente se dañaran, esto es, que su regulación sería
de carácter negativo meramente.
No quiere con esto decir Spencer que la sociedad descanse jamás sobre un
contrato implícito o formal. La hipótesis de un contrato social es, por el contrario,
inconciliable con el principio de la división del trabajo; cuanto mayor es la parte que a este
último se concede, de una manera más absoluta debe renunciarse al postulado de Rousseau,
pues, para que un contrato semejante sea posible, es preciso que en un momento dado todas
las voluntades individuales se entiendan sobre unas bases comunes de organización social,
y, por consiguiente, que cada conciencia particular se plantee el problema político en toda
su generalidad. Mas, para esto, es preciso que cada individuo salga de su esfera especial, y
que todos desempeñen por igual un mismo papel, el de hombres de Estado y de
constituyentes. Representémonos el instante en que la sociedad celebra el contrato: si la
2
Sociol., III, pág. 808.
3
Ibid, II, pág. 160.
4
Ibid, III, pág. 813.
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Nada hay, sobre todo, que menos se parezca a esta solidaridad espontánea y
automática que, según Spencer, distingue a las sociedades, industriales, pues ve, por el
contrario, en esta consciente persecución de los fines sociales, la característica de las
sociedades militares5. Un tal contrato supone que todos los individuos pueden representarse
las condiciones generales de la vida colectiva, a fin de hacer una elección con conocimiento
de causa. Ahora bien, Spencer sabe perfectamente que una representación semejante
sobrepasa la ciencia en su estado actual y, por consiguiente, la conciencia. Hasta tal punto
se encuentra convencido de la vanidad de la reflexión cuando se aplica a tales materias, que
quiere sustraerlas incluso a la del legislador, lejos de someterlas a la opinión común. Estima
que la vida social, como toda vida en general, no puede organizarse, naturalmente, sino
mediante una adaptación inconsciente y espontánea, bajo la presión inmediata de las
necesidades y no según un plan meditado por la inteligencia reflexiva. No sueña, pues, con
que las sociedades superiores puedan construirse con arreglo a un programa solemnemente
discutido.
Por otra parte, la concepción del contrato social es muy difícil de defender
hoy día, pues no guarda relación con los hechos. El observador no la encuentra, por así
decir, en su camino. No solamente no hay sociedades que tengan un origen tal, sino que ni
siquiera las hay que puedan mostrar en su estructura presente la menor señal de una
organización contractual. No se trata, pues, ni de un hecho comprobado por la historia, ni
de una tendencia que se desprenda del desenvolvimiento histórico. Por consiguiente, para
remozar esta doctrina y darle algún crédito, ha sido preciso calificar de contrato la adhesión
5
Sociol., III, págs.. 332 y sigs. –Ver también L’individu contre l’Etat, Parás, Alcan.
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que cada individuo, una vez adulto, presta a la sociedad en que ha nacido, sólo por el hecho
de continuar viviendo en ella. Pero entonces es preciso llamar contractual a toda manera de
proceder del hombre que no se halle determinada por la coacción6. Siendo así no hay
sociedad, ni en el presente ni en el pasado, que no sea o que no haya sido contractual, pues
no es posible que pueda subsistir por el solo efecto de la comprensión. Antes hemos
expuesto la razón. Si algunas veces se ha creído que la coacción había sido más fuerte que
lo es hoy, débese a esa ilusión que ha hecho que se atribuya a un régimen coercitivo el
pequeño espacio dejado a la libertad individual en las sociedades inferiores. En realidad, la
vida social, donde quiera que es normal, es espontánea; y, si es anormal, no puede durar. El
individuo abdica espontáneamente, y no es justo hablar de abdicación allí donde no hay
nada que abdicar. Si se da, pues, a la palabra esta acepción amplia y un poco abusiva, no
hay distinción alguna que hacer entre los diferentes tipos sociales; si sólo entendemos como
tal el lazo jurídico muy definido que designa esta expresión, puede asegurarse que ningún
lazo de ese género ha existido jamás entre los individuos y la sociedad.
6
Es lo que hace Fouillée, que opone contrato a compresión (véase Science sociale, pág. 8).
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los individuos que cambian los productos de su trabajo, y, sin acción alguna propiamente
social, venga a regular ese cambio.
Ahora bien, ¿es éste el carácter de las sociedades en las que la unidad está
producida por la división del trabajo? Si así fuera, podría con razón dudarse de su
estabilidad, pues, si el interés aproxima a los hombres, ello jamás ocurre sino por breves
instantes; no puede crear entre los mismos más que un lazo externo. En el hecho del
cambio, los agentes diversos permanecen fuera unos de otros, y, terminada la operación, se
separan y cada uno vuelve a su esfera propia. Las conciencias no están sino
superficialmente en contacto; ni se penetran, ni se adhieren fuertemente unas a otras.
Incluso si se mira en el fondo de las cosas, se verá que toda armonía de intereses encubre
un conflicto latente o simplemente aplazado. Allí donde el interés reina solo, como nada
existe que refrene los egoísmos en presencia, cada yo se encuentra frente al otro en pie de
guerra y toda tregua en este eterno antagonismo no deberá ser de muy larga duración. El
interés, en efecto, es lo que hay de menos constante en el mundo. Hoy me es útil unirme a
usted; mañana, un motivo idéntico hará de mi vuestro enemigo. Una causa semejante no
puede, pues, dar origen más que a aproximaciones pasajeras y a asociaciones de un día.
Bien se ve hasta qué punto es necesario examinar si tal es, efectivamente, la naturaleza de
la solidaridad orgánica.
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intervención social no tiene ya por efecto imponer a todo el mundo ciertas prácticas
uniformes, en cambio define y regula las relaciones especiales de las diferentes funciones
sociales, y no queda aminorada por ser diferente.
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Essais de morale, pág. 194, nota.
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difundida por toda la extensión de este agregado restringido, y que, sin que se encuentre
provista de sanciones legales, hácese, sin embargo, obedecer. Hay usos y costumbres
comunes para una misma clase de funcionarios, y que no puede cada uno de ellos
infringir sin incurrir en censura de la corporación1. Sin embargo, esta moral se distingue de
la precedente por diferencias análogas a las que separan las dos especies
correspondientes de derechos. Hállase, en efecto, localizada en una región limitada de la
sociedad; además, el carácter represivo de las sanciones que a ella están ligadas es
sensiblemente menos acentuado. Las faltas profesionales determinan un movimiento de
reprobación mucho más débil que los atentados contra la moral pública.
1
Esta censura, por lo demás, como toda pena moral, se traduce en movimientos externos (penas
disciplinarias, separación de empleados, pérdida de relaciones, etc.).
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como las ocasiones en que tiene por obligación llamarnos al sentimiento de la solidaridad
común.
Por eso el altruismo no está destinado a devenir, como Spencer quiere, una
especie de ornamento agradable de nuestra vida social; pero constituirá siempre la base
fundamental. ¿Cómo, en efecto, podríamos nosotros jamás pasarnos sin él? Los hombres
no pueden vivir juntos sin entenderse y, por consiguiente, sin sacrificarse mutuamente, sin
ligarse unos a otros de una manera fuerte y duradera. Toda sociedad es una sociedad
moral. En cierto sentido, esa característica hállase incluso más pronunciada en las
sociedades organizadas. Como el individuo no se basta, recibe de la sociedad cuanto le
es necesario, y para ella es para quien trabaja. Fórmase así un sentimiento muy fuerte del
estado de dependencia en que se encuentra: se habitúa a estimarse en su justo valor, es
decir, a no mirarse sino como la parte del todo, el órgano de un organismo. Tales
sentimientos son de naturaleza capaz de inspirar, no sólo esos sacrificios diarios que
aseguran el desenvolvimiento regular de la vida social diaria, sino también, en ocasiones,
actos de renunciamiento completo y de abnegación sin límite. Por su parte, la sociedad
aprende a mirar a los miembros que la componen, no como cosas sobre las cuales tiene
derechos, sino como cooperadores de los que no puede prescindir y frente a los cuales
tiene deberes. Es, pues, equivocado oponer la sociedad que procede de la comunidad de
creencias a aquella que tiene por base la cooperación, al no conceder a la primera más
que un carácter moral, y no ver en la segunda más que una agrupación económica. En
realidad, la cooperación también tiene su moralidad intrínseca. Sólo cabe la creencia,
como veremos mejor más adelante, de que en nuestras sociedades actuales esta
moralidad no alcanza todavía todo el desenvolvimiento que les sería desde ahora
necesario.
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