Explora Libros electrónicos
Categorías
Explora Audiolibros
Categorías
Explora Revistas
Categorías
Explora Documentos
Categorías
En esta formulación hemos tomado por axiomático el hecho de que las mujeres se
sienten en desventaja debido a sus órganos genitales, sin considerar que ello
constituya un problema en sí: posiblemente porque para el narcisismo masculino
ha parecido algo tan evidente que no requiere explicación. No obstante, la
conclusión que hasta ahora se ha derivado de las investigaciones —equivalente a la
afirmación de que una mitad de la humanidad está descontenta con el sexo que le
ha tocado en suerte, y únicamente puede superar ese descontento en circunstancias
favorables— es decididamente insatisfactoria, no sólo para el narcisismo femenino,
sino también para la ciencia biológica. Surge, por consiguiente, la pregunta: ¿es
cierto que las formas del complejo de castración que se encuentran en las mujeres,
cargadas como están de consecuencias no sólo cara al desarrollo de neurosis, sino
también a la formación del carácter y al destino de mujeres que a todos los efectos
prácticos son normales, se fundan exclusivamente en la insatisfacción resultante de
su ambición de tener pene? ¿O se trata posiblemente de un mero pretexto (al
menos en su mayor parte), puesto por otras fuerzas, cuya potencia dinámica
conocemos ya por nuestro estudio de la formación de las neurosis?
Creo que este problema se puede abordar desde diversos ángulos. Aquí solamente'
deseo exponer, desde un punto de vista puramente ontogenético y con la
esperanza de que puedan contribuir a una solución, algunas consideraciones que
se me han hecho patentes en el curso de una práctica de muchos años, con
pacientes que en su gran mayoría eran mujeres y en quienes, en general, el
complejo de castración aparecía muy marcado.
Lo más importante parece ser aquí el hecho de plantear la pregunta; una vez
planteada, las respuestas se desprenden casi espontáneamente de ese material con
el que ya estamos suficientemente familiarizados. Pues suponiendo que tomemos
como punto de partida la forma en que probablemente la envidia del pene se
manifiesta con mayor frecuencia de modo directo, esto es, el deseo de orinar como
un hombre, una revisión crítica del material no tarda en demostrar que este deseo
se compone de tres partes, de las cuales unas veces es más importante una, otras
veces otra.
La parte de la que puedo hablar con mayor brevedad es la del erotismo uretral en sí,
dado que ya se ha hecho suficiente hincapié en este factor, por ser el más obvio. Si
queremos calibrar en toda su intensidad la envidia que brota de esta fuente,
habremos de tomar plena conciencia, sobre todo, de la sobreestimación narcisista3
que tienen los niños hacia los procesos excretorios. En efecto, con lo que más
fácilmente se asocian las fantasías de omnipotencia, en especial las de carácter
sádico, es con el chorro de orina que emite el varón. Como ejemplo de esta idea —y
no es sino uno entre muchos— puedo citar lo que me contaron a propósito de una
escuela de niños: cuando dos chicos, decían, orinan formando una cruz, la persona
en la que estén pensando en ese momento morirá .
Pues bien: aunque es indudable que en las niñas debe brotar un fuerte sentimiento
de desventaja con respecto al erotismo uretral, sería exagerar la parte que
desempeña este factor si, como hasta ahora se ha venido haciendo en muchos
sectores, le atribuyéramos sin más todos los síntomas y todas las fantasías que
tienen por contenido el deseo de orinar como un hombre. Por el contrario, la fuerza
motora que origina y mantiene ese deseo hay que buscarla a menudo en otros
componentes del instinto, sobre todo en la escopofilia activa y pasiva. Esta
conexión nace de la circunstancia de que sea precisamente en el acto de orinar
cuando el niño puede exhibir su genital y mirárselo, e incluso se le permite que lo
haga, pudiendo así en cierto sentido satisfacer su curiosidad sexual, al menos por
lo que respecta a su propio cuerpo, cada vez que va a orinar.
Este factor, que tiene sus raíces en el instinto escopofílico, era particularmente
evidente en una paciente mía en quien el deseo de orinar como un varón tuvo
cierto tiempo dominado todo el cuadro clínico. Durante ese período fueron pocas
las veces que llegó al análisis sin declarar que había visto a un hombre orinando en
la calle, y en una ocasión exclamó con absoluta espontaneidad: «Si pudiera pedir
un favor a la Providencia, sería el de poder orinar una sola vez como un hombre».
Sus asociaciones completaron este pensamiento sin dejar lugar a dudas: «Porque
entonces sabría cómo estoy hecha realmente». En efecto, el hecho de que los
hombres pudieran verse orinando y las mujeres no, era en esta paciente, cuyo
desarrollo estaba en gran medida detenido en una etapa pregenital, una de las
raíces principales de su marcadísima envidia del pene.
Lo mismo que la mujer, por el hecho de que sus órganos genitales están ocultos, es
siempre el gran enigma para el hombre, así también el hombre es para la mujer
objeto de vivos celos precisamente por la fácil visibilidad de su órgano.
Me parece, además, que este factor desempeña un papel de primer orden en todos
los casos de recato y pudor excesivos en las niñas, y me figuro, incluso, que la
diferencia entre la indumentaria de hombres y mujeres, por lo menos en nuestras
razas civilizadas, puede remontarse a esa misma circunstancia: que la niña no
puede exhibir sus órganos genitales, y que, por lo tanto, en lo que respecta a sus
tendencias exhibicionistas retrocede a una etapa en la que este deseo de exhibirse
se aplicaba todavía a todo su cuerpo. Ello nos pone sobre la pista de por qué una
mujer lleva vestido escotado mientras que un hombre lleva frac. Creo también que
esta conexión explica hasta cierto punto el criterio que siempre se menciona en
primer lugar cuando se discuten los puntos diferenciales entre hombres y mujeres,
a saber, la mayor subjetividad de éstas frente a la mayor objetividad de aquéllos.
La explicación sería que el impulso de investigar del hombre encuentra
satisfacción en el examen de su propio cuerpo y puede, o debe, ser dirigido
subsiguientemente a objetos externos; mientras que la mujer, por el contrario, no
puede llegar a un conocimiento claro de su propia persona, y por consiguiente
encuentra mucho más difícil liberarse de sí.
Finalmente, el deseo que he supuesto ser el prototipo de la envidia del pene lleva
en sí un tercer elemento, a saber, deseos onanísticos suprimidos, por regla general
profundamente escondidos pero no por ello menos importantes. Es posible
remontar este elemento a una conexión de ideas (en su mayor parte inconsciente),
en virtud de la cual el hecho de que se permita a los niños asir su genital al orinar
se interpreta como permiso para masturbarse.
Así, una paciente que había presenciado cómo un padre reñía a su hija pequeña
por tocarse esa parte del cuerpo con las manos, me decía llena de indignación: «Le
prohibe hacerlo, y él mismo lo hace cinco o seis veces todos los días». Se
reconocerá fácilmente la misma conexión de ideas en el caso de la paciente Y, en
quien la manera masculina de orinar era un factor decisivo de su forma de
masturbarse. Además, en este caso quedó claro que no podría liberarse
completamente de la compulsión de masturbarse en tanto mantuviera
inconscientemente la idea de que debía haber sido hombre. La conclusión que
extraje de mi observación de este caso fue, me parece, muy típica: las niñas tienen
una dificultad muy especial para superar la masturbación, porque sienten que se
les está prohibiendo injustamente algo que a los niños se les permite debido a su
diferente conformación física. O, en términos del problema que aquí nos ocupa,
podemos plantearlo de otra manera y decir que la diferente conformación física
puede fácilmente dar origen a un amargo sentimiento de vejación, de modo que el
argumento que más tarde se aduce en favor del repudio de la femineidad, esto es,
el de que los hombres gozan de mayor libertad en su vida sexual, se basa
realmente en experiencias de la primera infancia en ese sentido. Van Ophuijsen, en
la conclusión de su estudio sobre el complejo de masculinidad en la mujer, subraya
la fuerte impresión, recibida en el curso de su actividad analítica, de la existencia
de una conexión íntima entre el complejo de masculinidad, la masturbación
infantil del clítoris y el erotismo uretral. El vínculo de unión se hallaría
probablemente en las consideraciones que acabo de exponer ante ustedes.
Estas consideraciones, que constituyen la respuesta a nuestra pregunta inicial de
por qué razón la envidia del pene es un suceso típico, se pueden resumir
brevemente así: el sentido de inferioridad de la niña no es (como también ha
señalado Abraham en un pasaje de sus escritos) en absoluto primario. Pero a la
niña le parece que, en comparación con los niños, se la somete a restricciones en lo
tocante a la posibilidad de gratificar ciertos componentes instintuales que son de la
mayor importancia durante el período pregenital. Efectivamente, creo que sería
aún más exacto afirmar que es un hecho real, desde el punto de vista del niño en esa
etapa de desarrollo, que las niñas están en desventaja en comparación con los niños
en lo que respecta a ciertas posibilidades de gratificación. Pues a menos que
admitamos totalmente la realidad de esa desventaja no entenderemos por qué la
envidia del pene es un fenómeno casi inevitable en la vida de las niñas, fenómeno
que no puede por menos de complicar el desarrollo femenino. El hecho de que
después, ya en la madurez, les corresponda un gran papel (por lo que se refiere a
potencia creadora, quizá incluso mayor que el del hombre) en la vida sexual —me
refiero a cuando llegan a ser madres—, no puede representar ninguna
compensación para la niña en esta temprana etapa, por ser algo que todavía yace
más allá de sus potencialidades de gratificación directa.
Interrumpo aquí esta línea de pensamiento, para llegar al segundo problema, más
general: ¿descansa realmente el complejo que estamos estudiando en la envidia del
pene, y debemos ver en ésta su fuerza básica subyacente?
Tomando como punto de partida esta pregunta, hemos de considerar qué factores
determinan el que el complejo del pene sea superado con mayor o menor éxito, o
se vaya reforzando regresivamente hasta constituir una fijación. La consideración
de estas posibilidades nos obliga a examinar más de cerca la forma de libido objetual en
tales casos. Vemos entonces que las niñas y mujeres cuyo deseo de ser hombre es a
menudo tan llamativamente evidente han pasado al principio de su vida por una
fase de fijación extraordinariamente fuerte en el padre. En otras palabras: que antes
que nada han intentado dominar el complejo de Edipo de la manera normal,
conservando su identificación original con la madre y, como ella, tomando al padre
por objeto amoroso.
Sabemos que en esta etapa hay dos modos posibles de que la niña supere su
complejo de envidia del pene sin detrimento para sí misma. Puede pasar del deseo
autoerótico narcisista de tener pene al deseo de la mujer de tener un hombre (o al
padre); o al deseo material de tener un hijo (del padre). Por lo que respecta a la
subsiguiente vida amorosa de mujeres tanto sanas como anormales, es
esclarecedor observar que (aun en los casos más favorables) el origen, o por lo
menos uno de los orígenes, de una u otra actitud era de carácter narcisista y su
naturaleza era la de un deseo de posesión.
Ahora bien, en los casos que estamos considerando es evidente que este desarrollo
femenino y maternal ha tenido lugar en grado muy marcado. Así, en la paciente Y,
cuya neurosis, como todas las que citaré aquí, mostraba en todos sus aspectos la
impronta del complejo de castración, se daban muchas fantasías de violación,
indicativas de esta fase. Todos y cada uno de los hombres que imaginaba
violándola eran imágenes inequívocas del padre; de ahí que en dichas fantasías
hubiera que ver necesariamente la repetición compulsiva de una fantasía original
en la que la paciente, que hasta época avanzada de su vida se había sentido muy
unida a su madre, había experimentado con ésta el acto de apropiación sexual
completa por parte del padre. Merece señalarse que esta paciente, que a otros
respectos tenía las ideas perfectamente claras, en los comienzos del análisis se
mostraba fuertemente inclinada a tomar estas fantasías de violación por hechos
reales.
Estas pacientes se sienten como si de verdad sus respectivos padres hubiesen sido
en otro tiempo sus amantes, para después engañarlas o abandonarlas. A veces esta
impresión sirve a su vez de punto de partida de la duda: ¿Es que me lo he
imaginado todo, o fue verdad? En una paciente a quien llamaré Z, y de quien en
seguida tendré que ocuparme, esta actitud dubitativa se traicionaba en una
compulsión repetitiva, que adoptaba la forma de ansiedad cada vez que un
hombre parecía atraído por ella, temiendo que esta atracción por parte de él fueran
tan sólo imaginaciones suyas. Incluso estando ya prometida para casarse tenía que
asegurarse continuamente de no habérselo imaginado todo. En un ensueño diurno
se veía asaltada por un hombre a quien derribaba de un golpe en la nariz,
pisoteándole el pene con un pie. Prolongando la fantasía, deseaba denunciarle pero
se abstenía de hacerlo por temor a que él declarase que era ella quien se había
imaginado toda la escena. Al hablar de la paciente Y, mencioné la duda que sentía
respecto a la realidad de sus fantasías de violación, y que esa duda hacía referencia
a la experiencia original con el padre. En esta mujer fue posible reconstruir cómo la
duda suscitada de esta fuente se había hecho extensiva a todos los acontecimientos
de su vida, llegando de ese modo a ser la base de su neurosis obsesiva. En su caso,
como en muchos otros, el curso del análisis hizo parecer probable que este origen
de la duda tuviera raíces más profundas que esa incertidumbre, que a todos nos es
familiar, respecto al propio sexo del sujeto4.
Pude ver esta conexión con especial claridad en el caso de la paciente Z, que, una
vez desaparecidos varios síntomas de la neurosis obsesiva, retuvo como último y
más obstinado el de un miedo acusado al embarazo y el parto. La experiencia que
había determinado este síntoma resultó ser el embarazo de su madre y el
nacimiento de un hermano cuando la paciente tenía dos años, mientras que las
observaciones del coito de sus padres, continuadas cuando ya había pasado de su
primera infancia, contribuyeron al mismo resultado. Durante largo tiempo pareció
un caso idóneo para ilustrar la importancia central del complejo de envidia del
pene. Su ambición de un pene, el de su hermano, y su ira violenta contra él como el
intruso que la había desplazado de su posición de hija única, una vez reveladas por
el análisis, entraron en la conciencia con una gran carga afectiva. La envidia iba,
además, acompañada de todas las manifestaciones que estamos acostumbrados a
atribuirle: primera y principalmente, la actitud de venganza contra los hombres,
con fantasías de castración muy intensas; el repudio de las tareas y funciones
femeninas, el embarazo en particular; y también una fuerte tendencia homosexual
inconsciente. Unicamente cuando el análisis penetró en estratos más profundos,
frente a la mayor resistencia imaginable, se hizo evidente que la fuente de la
envidia del pene era la envidia por el hijo que su madre, y no ella, había recibido
del padre, tras de lo cual, y mediante un proceso de desplazamiento, el pene había
pasado a ser el objeto de envidia en lugar del hijo. Del mismo modo, su ira
vehemente contra su hermano resultó hacer referencia en realidad a su padre, por
quien se sentía engañada, y a su madre, que era quien había recibido el niño, en
lugar de la propia paciente. Sólo después de cancelado este desplazamiento quedó
realmente liberada de la envidia del pene y el anhelo de ser hombre, y pudo ser
verdaderamente mujer e incluso desear tener hijos.
¿Qué proceso había tenido lugar en este caso? A grandes rasgos, se podría esbozar
así: 1) la envidia relativa al hijo fue desplazada al hermano y su órgano genital; 2)
se produjo claramente el mecanismo descubierto por Freud, por el cual se renuncia
al padre como objeto amoroso y la relación objetual con él se reemplaza
regresivamente por una identificación con él.
Ahora bien, en mi opinión esta clase de desarrollo del complejo de Edipo es típica
de aquellos casos en los que predomina el complejo de castración. Lo que ocurre es
que una fase de identifación con la madre da paso, en bastante medida, a otra de
identificación con el padre, y al mismo tiempo hay una regresión a una etapa
pregenital. Este proceso de identificación con el padre creo que es una de las raíces
del complejo de castración en la mujer.
Sabemos que en todos los casos en los que predomina el complejo de castración se
da, sin excepción, una tendencia más o menos marcada a la homosexualidad.
Desempeñar el papel del padre conlleva siempre el desear a la madre en un
sentido u otro. En la relación entre regresión narcisista y catexia objetual
homosexual pueden darse todos los grados de proximidad posibles, de modo que
lo que tenemos es una serie ininterrumpida que culmina en la homosexualidad
manifiesta.
Una tercera crítica que puede suscitarse en este punto se refiere a la conexión
temporal y causal con la envidia del pene, y dice así: ¿no es la relación del
complejo de envidia del pene con el proceso de identifación con el padre
justamente la contraria de la que aquí se describe? ¿No será que para establecer
esta suerte de identificación permanente con el padre haya de darse primero una
envidia del pene singularmente intensa? Creo que no se puede dejar de reconocer
que, en efecto, una envidia del pene particularmente fuerte (ya sea constitucional o
resultado de la experiencia personal) ayuda a preparar el camino a la
transformación por la que la paciente se identifica con el padre; no obstante, la
historia de los casos que he descrito y otros muestra que, a pesar de la envidia del
pene, se había formado una relación amorosa fuerte y totalmente femenina con el
padre, y que únicamente cuando ese amor se vio desengañado se abandonó el rol
femenino. Ese abandono y la identificación consiguiente con el padre resucitan
seguidamente la envidia del pene, sentimiento que sólo después de nutrirse de
fuentes tan poderosas puede actuar con toda su fuerza.
Para que esta repulsa de la identificación con el padre tenga lugar, es esencial que
el sentido de la realidad funcione, en cierta medida al menos; de ahí que sea
inevitable que la niña ya no pueda contentarse, como antes, con una mera
realización fantástica de su deseo de pene, sino que empiece ahora a meditar sobre
su carencia de ese órgano o a cavilar en torno a su posible existencia. El rumbo de
estas especulaciones viene determinado por toda la disposición afectiva de la niña,
y se caracteriza por las siguientes actitudes típicas: un apego amoroso femenino,
todavía no enteramente dominado, hacia su padre; sentimientos de animosidad
vehemente y de venganza dirigidos contra él por efecto del desengaño sufrido por
su causa, y, en último lugar, pero no menos importantes, sentimientos de culpa
(relativos a fantasías incestuosas acerca de él) que surgen violentamente bajo la
presión de la privación. Así pues, estas cavilaciones hacen invariablemente
referencia al padre.