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.Kropotkin, P.

, La moral anarquista; Ética (prólogo de Carlos Díaz), Madrid-Gijón, Júcar,


1978.

Es éste un libro emocionante. Conmueve leer sus páginas llenas de convicción, de


arrebatado entusiasmo, de testimonio sincero de cuanto de bello, de veraz, de noble y de
bueno podemos encontrar en la vida, de «izquierdismo de amor», de amor entre todos,
de libertad y de compromiso con la libertad, que es lo que nos hace anarquistas. En el
prólogo, pleno de interés, Carlos Díaz recoge aquella hermosa definición de Malatesta:
«El anarquismo es un modo de vida individual y social a realizar para el mayor bien de
todos, y no un sistema, ni una ciencia, ni una filosofía.»

Pero no es un libro superficial. A través de los 15 capítulos que logró concluir Kropotkin antes
de su muerte en 1921, van pasando los diversos intentos que los pensadores han realizado a
través de la historia para expresar y sistematizar los conceptos de Bien y de Mal y sus
derivaciones. Al analizarlos comparativamente, Kropotkin hace alarde de una erudición nada
vacía sino profundamente conocedora y rigurosamente analítica de los temas expuestos. «Casi
todos los pensadores que se han ocupado del origen de la moral han llegado a la conclusión de
que hay en el hombre un sentimiento innato que nos empuja a solidarizarnos con los demás.
Señala Kropotkin la existencia de autores que ligan este sentido moral a la inspiración por el
Creador de la Naturaleza, en tanto que otra línea de pensamiento va uniendo a los que creen
en el instinto moral como algo natural en los animales superiores y en el hombre.
Kropotkin pasa revista minuciosa y crítica al pensamiento cristiano que ha ido apartándose
sistemática y ostensiblemente del mensaje de amor de Jesús de Nazaret, para llegar a los
inconcebibles extremos del cesaropapismo. Con igual minuciosidad examina las ideas del
mundo helénico, las medievales y renacentistas, las de los físicos (Copérnico, Kepler y Galileo),
las de los ingleses del siglo XVII (Hobbes, Spinoza, Locke), el idealismo kantiano, los
enciclopedistas franceses, Darwin y los evolucionistas, Proudhon y los positivistas, la aparición
de la AIT y, por último, el casi olvidado Jean Guyau (1854-1888): «Nos damos cuenta de que
poseemos más ideas y más recursos, más alegrías y más lágrimas de las que son precisas
para nuestra propia conservación y las repartimos con los demás.»
Kropotkin comenzó su obra antes de finalizar el siglo pasado y, como apuntábamos más arriba,
no logró concluirla. Por eso, la aparición en la Biblioteca Júcar de Política, de la obra, con su
complementaria, La moral anarquista, opúsculo escrito en los primeros años de este siglo, es
sumamente útil y esclarecedora, puesto que supone una visión más total y un resumen
revelador del pensamiento kropotkiano.
En resumen podría englobarse en una serie de principios que serían los siguientes:

- La moral oficial está sostenida por la hipocresía social y basa su vigencia en una
superestructura de autoritarismo y servilismo.
- Lo bueno por naturaleza es lo que resulta útil para la especie. Lo malo, lo que antepone el
interés personal al común. Se inferiría de ello que, para el sostenimiento moral del hombre, se
necesitaría en ocasiones de un sustrato de disciplina según Malatesta.
- Egoísmo y altruismo no son conceptos antagónicos: busco mi felicidad, pero lo que me hace
feliz es ayudar eficazmente a un ser humano.
- Parafraseando el viejo precepto evangélico: «No hagas a los demás lo que no quieres que te
hagan a ti», Kropotkin va más allá y nos propone hacer a los demás lo que deseamos que se
haga con nosotros.
- Todos los seres humanos son radical, esencial, realmente, iguales. Si algo rompe esta
igualdad es preciso apartarlo, neutralizarlo, destruirlo.
Cuando Erich Fromm ha analizado las tendencias del hombre al 'eros' o al 'thanatos',
seguramente tuvo a la vista la Ética de kropotkin. Resulta difícil encontrar en la literatura
filosófica una obra más 'erótica', más llena de sentimiento positivo de la vida, más rebosante de
esperanza, de optimismo y de alegría.
www.cnt.es/fal/bicel10.htm

"CUANDO SEA POSIBLE HABLAR DE LIBERTAD , EL ESTADO


COMO TAL DEJARÁ DE EXISTIR".
Buenaventura Durruti.
TEXTOS EXTRAÍDOS DE UNA RUEDA DE
PRENSA
DADA POR DURRUTI A LOS MEDIOS
INTERNACIONALES

IMAGENES DEL ENTIERRO DEL


COMPAÑERO DURRUTI

Van Passen insistió en la pregunta:


"-Aun cuando ustedes ganaran, iban a heredar
montones de ruina -me aventuré a interrumpir su
silencio".
Durruti pareció salir de una profunda reflexión, y me
contestó suavemente, pero con firmeza:
"-Siempre hemos vivido en la miseria, y nos
acomodaremos a ella por algún tiempo. Pero no olvide
que los obreros son los únicos productores de riqueza.
"-Ya lo dije, y vuelvo ahora a repetirlo: durante toda mi Somos nosotros, los obreros, los que hacemos marchar
vida me he comportado como anarquista, y el hecho de las máquinas en las industrias, los que extraemos el
haber sido nombrado delegado responsable de una carbón y los minerales de las minas, los que
colectividad humana no puede hacer cambiar mis construimos ciudades... ¿Por qué no vamos, pues, a
convicciones. Fue bajo esa condición que acepté construir y aún en mejores condiciones para reemplazar
cumplir la tarea que me ha encomendado el Comité lo destruido? Las ruinas no nos dan miedo. Sabemos
Central de Milicias. que no vamos a heredar nada más que ruinas, porque la
burguesía tratará de arruinar el mundo en la última fase
"Pienso -y todo cuanto está sucediendo a nuestro de su historia. Pero -le repito- a nosotros no nos dan
alrededor confirma mi pensamiento- que una milicia miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en
obrera no puede ser dirigida según las reglas clásicas nuestros corazones, dijo, murmurando ásperamente. Y
del Ejército. Considero pues, que la disciplina, la luego agregó: Ese mundo está creciendo en este
coordinación y la realización de un plan, son cosas instante"
indispensables. Pero todo eso no se puede interpretar
según los criterios que estaban en uso en el mundo que
estamos destruyendo. Tenemos que construir sobre
bases nuevas. Según yo, y según mis compañeros, la
solidaridad entre los hombres es el mejor incentivo para
despertar la responsabilidad individual que sabe aceptar
la disciplina como un acto de autodisciplina.
"Se nos impone la guerra, y la lucha que debe regirla
difiere de la táctica con que hemos conducido la que
acabamos de ganar, pero la finalidad de nuestro
combate es el triunfo de la revolución. Esto significa no
solamente la victoria sobre el enemigo, sino que ella
debe obtenerse por un cambio radical del hombre. Para
que ese cambio se opere es preciso que el hombre
aprenda a vivir y conducirse como un hombre libre,
aprendizaje en el que se desarrollan sus facultades de
responsabilidad y de personalidad como dueño de sus
propios actos. El obrero en el trabajo no solamente
cambia las formas de la materia, sino que también, a
través de esa tarea, se modifica a sí mismo. El
combatiente no es otra cosa que un obrero utilizando el
fusil como instrumento, y sus actos deben tender al
mismo fin que el obrero. En la lucha no se puede
comportar como un soldado que le mandan, sino como
un hombre consciente que conoce la trascendencia de
su acto. Ya sé que obtener esto no es fácil, pero
también sé que lo que no se obtiene por el
razonamiento no se obtiene tampoco por la fuerza. Si
nuestro aparato militar de la revolución tiene que Audio: Durruti en la Revolución Española
sostenerse por el miedo, ocurrirá que no habremos
cambiado nada, salvo el color del miedo. Es Conociendo a Durruti
solamente liberándose del miedo que la sociedad C.G.T.
podrá edificarse en la libertad" C.N.T.
F.A.L.
Los Sonidos de Ràdio Klara

Conociendo a Durruti
por Sofia Comuniello

Mas fotografías de Durruti


Condensar en pocas líneas la biografía de quien fue expresión cabal de la rebeldía y la
utopía anarquista es tarea complicada pero necesaria, porque el testimonio de libertad en
lucha que fue la vida de Buenaventura Durruti debe divulgarse ayer, ahora y siempre.
Nació segundo de 8 hermanos el 14 de julio de 1896 en León, capital de la provincia
española del mismo nombre. Se inicia de adolescente en la misma senda de su padre,
obrero afiliado al sindicato socialista UGT. Como miembro de su sección ferroviaria,
participa con ardor en la huelga general revolucionaria de agosto de 1917, impulsada en
conjunto con la Confederación Nacional del Trabajo (CNT, anarcosindicalista); eso le
costo la expulsión de la UGT por radical, la persecución policial y la huida a Francia,
donde se relaciona con exilados anarquistas, afiliándose a la CNT de Asturias al retornar
a España en enero de 1919.
Se une a la pelea frontal contra la
agresiva patronal de las minas
asturianas y cae preso por primera
vez en marzo de 1919; se fuga y en
diciembre está en San Sebastián,
ciudad industrial del país vasco,
trabajando como metalúrgico. La
burguesía impulsaba entonces una
ola de asesinatos de sindicalistas y
Durruti se integra a un grupo de autodefensa - Los Justicieros - que en represalia planea
un golpe sensacional: atentar contra el rey Alfonso XIII que visitaría la ciudad en agosto
de 1920, pero son descubiertos y deben escapar. Durruti prosigue en la labor ilegal más
arriesgada por toda la península; así conoce a Francisco Ascaso, quien sería fraterno
amigo y camarada. En agosto de 1922 van a Barcelona y con gente afín fundan el grupo
Crisol, que luego tomará un nombre que se hará célebre en la historia libertaria: Los
Solidarios. El grupo reunió a lo más valioso del proletariado catalán golpeando a la
reacción donde más le dolía, hasta que la crisis política hispana trajo la dictadura del
general Primo de Rivera, instaurada en septiembre de 1923 con pleno apoyo del rey. De
Los Solidarios nunca se resaltará bastante la valiente defensa que hicieron de la CNT en
hora tan desesperada, cuando cientos de militantes cayeron y sólo pudo sobrevivir y
recuperarse por sus nexos profundos con los trabajadores, pero el costo para ese
colectivo combatiente y decidido fue alto: casi todos Los Solidarios murieron o
purgaron largas condenas, mientras que Durruti y Ascaso tuvieron que refugiarse en
Paris.
El fracaso de los planes insurreccionales cocinados en el exilio les impulsa a viajar a
Latinoamérica en diciembre de 1924, acompañados por Gregorio Jover y en procura de
fondos para el proscrito y agobiado anarcosindicalismo ibérico. Siguieron 15 meses de
andanzas increíbles con acciones de guerrilla urbana para agenciarse recursos inéditas
por estos lares, persecuciones y fugas escalofriantes, la ayuda solidaria de un sinfín de
compañeros, las burladas furias policiales, la frugal supervivencia como asalariados en
los momentos de calma, el trabajo sindical de base desarrollado en varios países y, por
supuesto, la creciente leyenda en torno a la figura de aquellos hombres. En abril de 1926
regresan a Europa y les seduce una idea espectacular: secuestrar al monarca y al
dictador españoles cuando visiten Paris el 14 de julio; antes de eso la policía los captura
y, luego de un agitado proceso, son expulsados de Francia en julio de 1927,
prosiguiendo como militantes semiclandestinos en el exterior hasta la caída de Alfonso
XIII en abril de 1931.
La vuelta a Barcelona es de efervescente actividad para Durruti, ahora con su
compañera Emilienne embarazada de Colette, que nacerá en diciembre del 31. Se
integra a la Federación Anarquista Ibérica - FAI, organización específica anarquista
creada secretamente en julio de 1927 - y con militantes allegados forma el grupo
Nosotros, animadores en la CNT de una tendencia radical que no se hacía ilusiones
tácticas con la recién proclamada Republica, pues afirmaban que el momento era para
seguir avanzando. El enfrentamiento interno en la Confederación fue agriándose hasta la
escisión, mientras arreciaba la represión y las provocaciones gubernamentales contra
esos sencillos obreros - cuando no estaban presos, Durruti y Ascaso laboraban como
mecánicos en una empresa mediana de Barcelona - que eran vistos por los
bienpensantes de toda laya como el aterrador puño de la Revolución Social. La histeria
represiva cayó sobre Durruti y otros anarquistas en enero de 1932, deportándolos a
Canarias y al Sahara "español". La presión popular los liberó en septiembre, pero
Durruti fue arrestado de inmediato por dos meses más.
Aun encarcelando a sus supuestos "lideres", las posiciones mas ofensivas crecían en el
seno de la CNT y del proletariado, lo que llevó al fallido intento insurreccional
anarquista de enero de 1933, tras el cual Durruti debe ocultarse hasta caer preso a fines
de marzo. En julio ya está en la calle, con la CNT y la FAI encarando las variaciones de
la escena política, pues la derecha se aprestaba a asumir las riendas del gobierno ante el
fiasco de republicanos y socialistas, lo que ocurre tras los comicios de noviembre. En
diciembre hay otra fallida tentativa de huelga general insurreccional; Durruti y cientos
de anarquistas van a los calabozos, pero una amnistía les permitió salir en mayo de
1934, a tiempo para que Durruti tenga papel decisivo en el traslado por carretera de
13.000 hijos de huelguistas aragoneses a Barcelona, para acogerse a la solidaridad de las
familias obreras.
En octubre del 34 es la insurrección de Asturias, 14 días de heroica y desigual batalla de
los trabajadores unidos contra el ejército, mientras que la represión y la indecisa
conducta de la UGT y otros sectores dejaron a los anarquistas aislados en su afán de
extender la flama revolucionaria. De nuevo Durruti pasa por el vaivén de meses de
cárcel alternando con semanas de febril militancia pública, hasta que el triunfo electoral
del Frente Popular en febrero de 1936, con el crucial voto de los afiliados de CNT,
marcó otro vuelco a la situación. En medio de un explosivo clima político-social, se
reúne en Zaragoza el IV Congreso de la CNT del 1 al 15 de mayo, donde parte esencial
de los debates y el ambiente de pletórico fervor
anarquista que allí se vivió fue el grupo Nosotros,
entregado en esos días a prepararse junto a los
trabajadores para el tremendo reto que se avecinaba.
Derechas e izquierdas iban al choque inevitable,
iniciado mas temprano que tarde con el alzamiento
militar del 19 de julio de 1936.
La CNT y la FAI enfrentaron con coraje, organización y movilización de masas la
superioridad fascista en armas y recursos; su contribución fue decisiva para resistir el
zarpazo en toda la península y casi a solas derrotaron a los alzados en Cataluña, con
Durruti como una de las figuras mas arrojadas de esta victoria popular y sufriendo la
dolorosa baja de Francisco Ascaso. El 24 de julio, desde una Barcelona donde el
comunismo libertario empezaba a ser una realidad, Durruti partió con una columna
armada a Zaragoza, ocupada por los golpistas. Luego de duros combates aquella milicia
igualitaria, sin oficiales ni demás tramoya castrense, avanzó y estabilizó el frente de
Aragón contra tropas regulares mejor equipadas, aun cuando no pudieron recuperar la
ciudad. Paralelamente, las fuerzas anarquistas apoyaron la transformación social que
significó el establecimiento de las colectividades agrarias aragonesas, para escándalo de
comunistas, socialistas y demás acólitos del credo según el cual no se podía ganar la
guerra si al mismo tiempo se hacía la Revolución. En su persona, Durruti encarnaba lo
que eran los sentimientos y metas de los trabajadores en armas, siendo un peculiar
"jefe" cuyo privilegio principal era combatir en primera fila, con la única jerarquía de la
estima con que lo distinguían sus iguales.
Esa vida radiante y corajuda - "El Corto Verano de la Anarquía" la llamó su cronista
Enzensberger - terminaría en noviembre de ese mismo año. El día 15 Durruti llegó a
reforzar la defensa de Madrid con una columna de 1800 hombres, de inmediato van a lo
mas duro del combate y el 19 lo alcanza una bala, cuando transitaba en área
supuestamente segura. Murió en la madrugada del 20, siendo sepultado 2 días después
en el cementerio de Montjuich en Barcelona, acompañado del duelo más multitudinario
visto en la urbe. Como con Zamora, el Che o Zapata, su muerte tiene estigmas de
traición y el principal sospechoso, el PCE estalinista, desatará pocos meses más tarde
una brutal persecución contra anarquistas y demás radicales que no sólo liquidó la
Revolución amenazante, sino que fue el comienzo del fin de la propia República que
decían salvaguardar.
40 años de existencia intensa tuvo este hombre que luchó por sus ideales sin treguas ni
fanatismos; que nunca dejó de vivir de su trabajo; que actuaba tanto como leía y
pensaba; que amó, soñó y tuvo amigos entrañables. En fin, Buenaventura Durruti fue lo
que fue, y también lo que de mejor queda en nosotros cuando compartimos su
trayectoria luminosa.

UN TERCO RÍO DESATADO


Y estalló la guerra, y los sublevados se apropiaron de media España, en un
alzamiento simultáneo al que respondieron casi todas las guarniciones
militares del país. Buenaventura Durruti, el anarquista mesiánico que
encandilaba a las masas con sus palabras de dinamita, solicitó a Luis
Companys, el presidente de la Generalitat, que desarmara a la Guardia de
Asalto y que entregase las armas a los correligionarios, para que ellos
asumieran la dirección de la lucha en Barcelona. Companys se negó, temeroso
de que Durruti acaudillase una revolución interna, pero los libertarios ya
habían requisado para entonces varios camiones y recolectado unas cuantas
escopetas mohosas, con las que acometieron el asalto al edificio de la
Telefónica, en un combate encarnizado con los militares sublevados que lo
defendían. Los obreros caían, despedazados por el plomo, pero las balas
respetaban a Durruti, que capitaneaba el ataque con esa resolución suicida
de quienes nada tienen que perder, salvo la propia vida. Los barceloneses
necesitaban aferrarse a un héroe, son esa perentoriedad con que un
moribundo necesita aferrarse a Dios, y cuando contemplaron la figura de
Durruti, asomada al balcón central de aquel edificio emblemático de la
opresión capitalista, sucio de pólvora y de sangre, aureolado de un coraje
furioso, y lo oyeron dedicar aquel triunfo a los trabajadores que habían
entregado su aliento durante el asalto, supieron que ese héroe no era otro
que él. Buenaventura Durruti voceaba hasta desgañitarse, convocando a la
revolución, y Barcelona se prosternaba ante él, como un ángel de espada
flamígera, como ante un ídolo amasado con el barro multitudinario de un
proletariado que deseaba resarcirse de tantas y tantas humillaciones.

Poco a poco se fueron rindiendo las tropas acuarteladas en distintos lugares


estratégicos de la ciudad, paralizadas por el mudo horror que les producían
las arengas febriles de Durruti. Sólo unos pobres desesperados que se
habían refugiado en el cuartel de las Atarazanas, antiguo arsenal hacia el
final de las Ramblas, se atrevieron a oponer resistencia. Francisco Ascaso,
un panadero de apariencia raquítica que se había convertido en el amigo
predilecto de Durruti, murió alcanzado por un disparo en el pecho. Durruti
tomó su cadáver en brazos, lo elevó como una hostia al sol impávido, y lloró
lágrimas de rabia mientras besaba sus mejillas, como antes hizo Aquiles con
el cuerpo exánime de Patroclo. Silbaban las balas por doquier, pero ninguna
se atrevía a profanar el llanto de Durruti, que blasfemaba e increpaba a
Dios por haberlo desposeído de su amigo. Ordenó que le ataran el cadáver
de Ascaso a la espalda, y con aquella carga que era su fortaleza y su escudo,
penetró en el cuartel de las Atarazanas, brindando su pecho de oscuro
bronce desnudo a la puntería de los oficiales sublevados. Dos veces lo
hirieron, una vez en aquel pecho expuesto y otra en la agitada frente, pero
las balas - que atravesaron su carne y dejaron un limpio orificio - sólo
contribuyeron a agrandar su furor; Durruti, sin más arma que un intrépido
cuchillo, degolló a cuanto rebelde se cruzaba en su camino, y con las manos
tintas en sangre le arrancó al comandante que mandaba aquel destacamento
la pistola que le tendía en señal de rendición y le descerrajó en el rostro
todas las balas que contenía el cargador. Luego, sin desatarse el cadáver de
Ascaso, que le susurraba al oído palabras de venganza, ordenó fusilar a los
oficiales alzados supervivientes. Aquella misma noche, investido de
potestades divinas, concedería permiso a sus correligionarios para que
celebrasen tardíamente el solsticio entregando a las llamas las iglesias y
conventos de la ciudad y convirtiendo Barcelona en un vasto páramo de
destrucción. En medio de aquella vorágine de desmanes, Durruti recordó
que, dos años atrás, el obispo de Barcelona había firmado una petición de
indulto a favor suyo, tras una insurrección contra la autoridad que el propio
Durruti había acaudillado. Montó en un automóvil y se abrió paso entre las
turbas ebrias de crueldad que invadían la ciudad; cuando llegó al palacio
episcopal, ya un grupo de milicianos se disponían a fusilar al obispo,
convertido en un gurruño de carne trémula que, arrebujado en el suelo,
suplicaba clemencia. Durruti dio la orden de que arrojaran las armas al
suelo, y los milicianos obedecieron al unísono, sugestionados por aquella
especie de unción religiosa que profesaban a su líder. Ayudó al obispo a
incorporarse y se preocupó de preservar su vida. Así obraba aquel hombre
exagerado, con esa arbitraria magnanimidad que sólo conocen los héroes.

Companys contemplaba con preocupación el ascenso de Durruti, convertido


en señor de la vida y de la muerte, y muy aviesamente lo convocó para
formar un comité de milicias que impulsara las estrategias contra los
facciosos en Aragón, para frenar su avance hasta Cataluña. El día 24 de
julio, tres mil voluntarios al mando de Durruti recorrían las calles de
Barcelona, todavía humeantes de piras y estremecidas por la sangre de los
fusilamientos, aclamados por sus paisanos, en medio de ese júbilo
desesperado que tienen las despedidas definitivas. Muchos de aquellos
voluntarios y voluntarias habían sido recaudados en cárceles y prostíbulos,
pero mientras desfilaban por el paseo de Gracia, andrajosos y
malencarados, adquirían un prestigio de héroes homéricos. Yo, acababa de
comprarme un Volkswagen a plazos, y había conseguido a través de mi
cuñado, cónsul de Colombia, un carnet de corresponsal del diario El Tiempo
de Bogotá; ayudada por ambos avales (pero sobre todo gracias al primero,
pues la columna Durruti apenas contaba con automóviles) logré sumarme a la
comitiva. Ignoro todavía la naturaleza de aquel ímpetu que me impulsó a
incorporarme a una aventura suicida; quizá obedecía a un sentimiento de
exultante solidaridad, nacido tras escuchar las alocuciones radiofónicas de
Durruti, quizá a una necesidad inconfesable de evadirme de una ciudad que
seguía contando entre sus pobladores con la única persona que me había
dejado entrever la posibilidad del paraíso, para después dejarlo abolido.
Sabía que en las filas anarquistas había facinerosos expertos en expolios y
latrocinios, asesinos contumaces que habían hecho del exterminio de curas y
monjas inocentes un misión insoslayable, pero también había hombres
valientes y honrados, fervorosos creyentes de una utopía con la que yo
íntimamente comulgaba. Al llegar a la Diagonal, el propio Durruti se ocupó de
detener mi Volkswagen y preguntarme, a través de la ventanilla, los motivos
de mi adhesión. Era campechano y brutal, muy velludo y enteco. Tartamudeé
algunas vaguedades, en las que se mezclaban las consignas y los argumentos
del corazón, y Durruti me sonrió por una esquina de los labios mostrando su
dentadura campesina: "Está bien. ¡La Aristócrata se viene con nosotros!",
gritó, y ordenó que pintarrajearan el coche con las siglas de la FAI. Aquel
apodo de la La Aristócrata suplantó mi nombre hasta que crucé la frontera,
camino del destierro, dos años y medio después.

La Columna Durruti avanzó sin resistencia a través de tierras leridanas,


dejando a su paso un reguero de hazañas sombrías, y se internó en la
provincia de Zaragoza, dónde fue atacada por tres avionetas cargadas de
bombas con espoleta que provocaron la desbandada de los milicianos,
bisoños en las escaramuzas bélicas. Recuerdo, entre el fragor de aquel
pandemónium, el olor a chamusquina de los trigales segados, la tierra
removida y suspendida en el aire que me obturaba los pulmones, las órdenes
desgañitadas de Durruti y, sobre todo, el cuerpo desplomado de un joven de
apenas dieciséis años, con sus manos hincadas en mi brazo como mordientes
garfios, los ojos desorbitados de pavor y el pecho abierto como una granada
madura. La sangre empapaba mi falda, como un terco río desatado, fluyendo
a borbotones, quemando mi piel con su humedad caliente, con su apretado
zumo de fuego. Fue mi primer muerto, el primer muchacho que expiraba en
mi regazo; todavía su gesto de acendrada agonía sigue persiguiéndome
cuando duermo.

Como si ese ataque aéreo hubiese tornado a Durruti súbitamente consciente


de las limitaciones de sus voluntarios y de su escaso adiestramiento militar,
ordenó el cese del avance hacia Zaragoza e instaló su cuartel general en el
cementerio de Bujaraloz. En apenas tres meses, organizó un sistema de
colectividades agrícolas que fue el asombro del mundo y quizá la primera y
única aplicación de las teorías libertarias a la realidad. La tierra se repartía
entre los labriegos baturros, y el fruto de las cosechas era almacenado en
graneros comunales. El dinero, ese sórdido papel dónde se estampa la
avaricia, se declaró abolido. Cientos de periodistas extranjeros viajaban
hasta Bujaraloz para conocer al artífice de aquel inédito milagro. A mí me
correspondió el honor de poder entrevistar a Durruti antes que nadie y de
propagar el evangelio ácrata por decenas de periódicos hispanoamericanos.
Buenaventura Durruti me citó en el cementerio dónde acampaban sus
tropas, a eso de la medianoche, quizá con la pretensión de amilanarme ante
un espectáculo tan tétrico. "Adelante, Aristócrata - me saludó, desde la
cancela del cementerio -. Te voy a enseñar nuestras posiciones, a ver si eres
tan chicarrona como presumes."
Los pasillos entre las tumbas habían sido excavados y convertidos en
trincheras; los mausoleos habían sido descerrajados y concienzudamente
profanados; en los altares de las capillitas no era raro encontrar pistolas
desenfundadas, como encogidos reptiles dispuestos a escupir su veneno. Los
milicianos que hacían la guardia cabeceaban, apoyados sobre sus fusiles con
bayoneta, y se iban dejando derrotar por el relente de la madrugada, que
los convertía en muertos verticales. Bastaba que Durruti les dirigiera el
viático de una sonrisa, o que les sacudiese la espalda con aquellas manazas
de pantocrátor para quienes parecían al borde del agotamiento,
demadejados y enclenques, recuperasen el ánimo y recompusieran la figura.
Durruti conseguía imbuirles una fe ciega y sin quebranto en esa utopía que lo
iluminaba por dentro, y la noche, investida de una solemnidad desnuda,
añadía una grandeza casi cósmica a la revista improvisada. Allí, en una zanja
excavada entre dos túmulos, le hice la interviú , que tuve que transcribir a
oscuras, garrapateando signos ininteligibles a unas cuartillas que el propio
Durruti me proporcionó. Las estrellas lo bañaban con su luz de metal frío,
tiñendo de un color azulenco sus mejillas mal rasuradas, mientras hablaba y
hablaba sin cesar, en una catarata de proyectos que deseaba poner en
práctica de inmediato. Era un hombre volcado apasionadamente hacia el
futuro, dispuesto a modelar el mundo con el torno de su voluntad, dispuesto
también a no distraerse con ningún trampantojo que lo alejase de su
vocación, y esa honradez rectilínea y absorta en el porvenir sabía
comunicarla a quienes lo escuchaban. Ahí residia su carisma. Me refirió sus
dos objetivos más inmediatos: convocar un pleno regional de representantes
sindicales de los pueblos aragoneses liberados y conquistar Zaragoza. El
primer objetivo lo cumpliría, consiguiendo que se formara un Consejo de
Defensa, encargado de preservar los logros de la colectivización, cuya
presidencia cedió a Joaquín Ascaso, el hermano del amigo muerto en el
asalto al cuartel de las Atarazanas. Del segundo lo despistaría la petición de
los anarquistas de Madrid, quienes desmoralizados, rogaron a Durruti que se
desplazara hasta la capital cercada por las tropas de Franco, para que su
presencia actuase como talismán. Al acabar la interviú, Durruti se extrajo
del bolsillo de la camisa una pluma Reynolds chapada en oro. "Te la regalo
Aristócrata - me dijo -. Para que tengas un buen recuerdo de Durruti. Eres
una mujer valiente, y mientras escribas con ella, todo te saldrá bien en la
vida." Parecía no importarle demasiado la posiblidad de que, al desprenderse
de aquella pluma, cambiase el signo de su suerte.
Pocos días después partiría para Madrid, encabezando un destacamento de
más de mil hombres, para oponer su entusiasmo inerme contra el bien
pertrechado ejército fascista. El 20 de noviembre, una bala errática
acabaría con el sueño hermoso y cruel de Durruti, mientras arengaba a los
anarquistas en la Ciudad Universitaria. Se especuló mucho sobre la
identidad y la adscripción del hijo de puta que disparó aquella bala: a mí no
me cabe la menor duda de que fue algún secuaz del comunismo, esa
burocracia de la muerte. Aquellos malditos esbirros sabían que Durruti era
mucho más que un hombre, y mucho más que un mito: era ese anhelo
intransigente de libertad, esa nostalgia de rebeldía que nos hace inmortales
y puros. La única posesión material que dejó a su muerte fue una maleta de
cordobán mugriento, con una muda sucia y los útiles de afeitar: una pastilla
de jabón, una maquinilla mellada que apenas le servía para rasurar su barba
pugnaz y una brocha despeluzada. ¿Cabe mayor ejemplo de pobreza? Pero su
herencia atañía al espíritu, y en mi espíritu habita.
Viajé a Barcelona para escribir la crónica de su entierro. El pañolón rojo y
negro cubría su ataúd, que desfiló por las calles de mi ciudad, atestadas por
cientos de miles de personas que desafiaban la inclemente lluvia, aquella
salmodia líquida que nos empapaba la carne y los huesos pero no lograba
reblandecer nuestro ánimo.....
...Me instalé en Caspe, donde el Consejo de Defensa de Aragón mantendría
su sede hasta que el acoso de las tropas fascistas, por un lado y la
implacable acción del comunista Líster, que venía de Madrid con órdenes de
disolver las colectividades agrícolas, por otro, apabullasen aquella utopía. En
Caspe asistí a la carnicería más repugnante de cuantos mis ojos
presenciaron durante aquellos tres años de salvajismo desatado. Doscientos
niños habían sido evacuados de Madrid y alojados en una escuela convertida
en albergue, con literas distribuidas por las desoladas aulas que en otro
tiempo habían acogido un griterío ensordecedor. La misma noche de su
llegada, Caspe fue bombardeado por primera vez por la aviación enemiga.
Sepultados por los escombros de la escuela, se veían los vientres que no
conocían el pecado tajados por la metralla, los muñones chorreantes, las
cabezas segadas del tronco, retratadas en su estupor. El rescate de los
niños supervivientes, aplastados por los cascotes que apenas los dejaban
articular un lamento, nos mantuvo ocupados durante un par de días. Al
acabar las labores de desescombro, me acometió una náusea que ya nunca
remitiría, mientras duró la guerra. Repudié la tierra dónde había nacido,
repudié la barbarie de los hombres que la habitan, y deseé verme lejos de
aquel páramo de odio que acogía tanta sangre inocente.
Cruce la frontera por Cerbère el 29 de enero de 1939, cuando ya el signo
del combate se decantaba hacia las águilas imperiales de Franco. El general
Yagüe acababa de entrar en Barcelona, después de haberla mortificado con
perseverantes bombardeos que sólo servían para reducir a añicos los
destrozos causados por bombardeos anteriores, y para machacar al
demolido ánimo de los barceloneses, en quienes ya no quedaba ni un ápice de
aquel júbilo con que despidieron a los insensatos valientes de la Columna
Durruti. El Gobierno Republicano, o los jirones que de él quedaban, se había
instalado en Figueras, y hacia allí me dirigí, en mi pintarrajeado y exhausto
Volkswagen por carreteras por las que se vaciaba España, en un éxodo o
desbandada que llenaba los arcenes de rostros mendicantes o alucinados,
rostros funerales o enfermos de angustia. Los faros de mi automóvil iban
descifrando aquellos océanos de espanto, y también los objetos y enseres
que algunos abandonaban en la cuneta, como restos de un naufragio. Monté
en el coche a casi una docena de aquellos desgraciados que, al igual que yo,
habían renunciado al gasto de saliva, pero a algo más de diez kilómetros de
Figueras el eje del Volkswagen se partió y hubo de seguir el camino del
exilio a pie. En la plaza Mayor de Figueras había un café abandonado dónde
se hacinaban cientos de personas, durmiendo sobre los veladores de ingrato
mármol, envueltos en el olor pestilente de la derrota. Yo me arrebujé en mi
abrigo e hice lo propio; el mármol me transmitía un frío de tumba, y la
multitud allí congregada, lacrimosa e insomne, la impresión de hallarme en
una pobladísima antesala del infierno. Recuerdo que aquella noche los
aviones de Franco defecaron bombas sobre Figueras, y que las arañas del
café tintineaban con un escalofrío de cristal, pero nadie se movía de allí,
todos parecíamos desear en el fondo que el techo se derrumbara y nos
pillara debajo, para ahorrarnos los trámites del entierro.
Había, a la mañana siguiente, cientos de personas reclamando
salvoconductos en las oficinas del Gobierno, unos barracones improvisados
sobre el barro dónde se expedían un tanto arbitrariamente las bulas que
podían otorgar o denegar la supervivencia. Yo conseguí una de aquellas
preciadas cédulas, invocando el nombre de mi cuñado, cónsul de Colombia.
Caminé entre la cellisca que fustigaba los rostros con una bofetada de
lucidez, y el anochecer me sorprendió cerca de Cerbère, pasado ya Portbou,
con una tormenta de nieve que hacía imposible el avance. Un caritativo
picapedrero que habitaba una choza entre las montañas me hizo un hueco en
la cuadra dónde se guarecía su mula, una bestia acribillada de pulgas que
repartió sus huéspedes conmigo, pero también su calor casi humano. Y el
cansancio pudo más que el picajoso cosquilleo de las pulgas, y me quedé
dormida. En Cerbère los carabineros franceses, bajo la excusa de reprimir
el contrabando, despojaban a los exiliados españoles de las escasas
pertenencias de valor que todavía sobrevivían en su equipaje. A mí nada me
arrebataron, puesto que nada llevaba conmigo, salvo aquel abrigo infestado
de pulgas.
Besé la tierra francesa, que tenía un sabor acre y glacial, de una humedad
antiquísima y como emergida de una catacumba. Con las piernas agarrotadas,
tambaleante y al borde la inanición, llegué a las afueras de Perpignan, dónde
una familia de cuáqueros había detenido su carro y atendían a los
refugiados, suministrándoles palabras de aliento y un bocadillo con el que
engañar las tripas horras. Cogí aquel bocadillo que se me tendía con manos
enguantadas de lividez y sabañones; apenas era un mendrugo de pan con una
cautiva sardina en escabeche que tenía un regusto rancio y como avinagrado,
pero que a mí me supo a ambrosía. Volví el rostro por última vez hacia
España, aquel yermo dónde se habían quedado secuestradas mis ilusiones,
apenas visible entre farallones de nieve, y lloré de orfandad y de rabia y de
despecho, súbitamente consciente de haberme quedado sin patria. Tardaría
treinta años en volver a pisar el suelo que me vio nacer.

POR EL RÍO VENÍA, poema de Ana Martínez Sagi, citado por Prada, que a
su vez lo cita del libro "Cantos y poemas de la Guerra Civil de España",
recopilados por Joan Llarch, Producciones Universales, Barcelona, 1978.
Venía tu cuerpo moreno
En el agua rosada del río.
Un viento, de pena callada,
Retorcía los grises olivos.
Venía tu cuerpo moreno,
Inmóvil y frío.
El agua, cantando, pasaba
Por tus dedos rígidos.
¡Venías tan pálido,
soldado, en el río!
La boca cerrada, las manos heladas,
La piel como el lirio;
Y una herida roja, en la frente blanca,
Y una luz de aurora, en los ojos limpios…
¡Qué muerte la tuya, soldado del pueblo,
bravo miliciano, corazón amigo;
qué muerte más dulce, cien brazos de agua
ceñidos en torno de tu rostro lívido!
No venías muerto sobre el agua clara;
Sobre el agua clara, venías dormido:
Un clavel granate, en la sien nevada,
Y en los ojos quietos, dos luceros vivos.
¡Qué pálido y frío,
venía tu cuerpo moreno
sobre el agua rosada del río!

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"Si asumes que no hay esperanza, garantizas que no habrá


esperanza. Si asumes que hay un instinto hacia la libertad,
que hay oportunidad para cambiar las cosas, entonces hay
una opción de que puedas contribuir a hacer un mundo
mejor. Esta es tu alternativa."
Noam Chomsky

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