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DAVID GAUTHIER
Profesor de Filosofía
Universidad de Pittsburgh
Traducción de
Pedro Francés Gómez
1 ¿Qué teoría moral podrá servir alguna vez a algún propósito útil si no logra
mostrar que todas las obligaciones que implica son también el verdadero interés
5 de cada individuo?1 David Hume, quien formuló esta pregunta, parece estar
equivocado; tal teoría tendría un alcance excesivo. Si el deber no fuese más que
el interés, la moral sería superflua. ¿Por qué apelar a lo correcto o incorrecto, al
bien o el mal, a la obligación o al deber, si fuese posible apelar en cambio al de-
seo o la aversión, al beneficio o el coste, al interés o el provecho? Apelar a la
10 moral tiene sentido precisamente a raíz de la insuficiencia de estas considera-
ciones como guía de lo que debemos hacer. El nada filosófico poeta Ogden
Nash recogió las presuposiciones subyacentes a nuestro lenguaje moral más cla-
ramente que el filósofo Hume cuando escribió:
“Oh, Deber!
15 ¿Por qué no tienes el semblante de la dulce amada?”2
Quizá lamentemos el duro semblante del deber, pero no podemos negarlo.
Porque si la moral llega a merecer nuestra atención es sólo en la medida en que
creemos que ciertas demandas se imponen al interés o al beneficio.
Pero si el lenguaje de la moral no es el del interés, desde luego que sí es el de
20 la razón. De modo que podríamos preguntar: ¿Qué teoría moral podrá servir
alguna vez a algún propósito útil si no muestra que todas las obligaciones que
implica merecen también verdaderamente ser aprobadas por la razón de cada
individuo? Si se considera que las exigencias de la moral tienen algún efecto
práctico, alguna influencia en nuestra conducta, no es porque inciten a nuestros
25 deseos, sino porque convencen a nuestro intelecto. Supongamos que descubrié-
ramos que, como Hume creía, la razón es impotente en la esfera de la acción, al
margen de su función de decidir los “asuntos de hecho” (matters of fact)3; o bien
1 Ver David Hume, An Enquiry concerning the Principles of Morals, secc. ix, pt. ii, en L.A. Selby-
Bigge (ed), Enquiries concerning Human Understanding and concerning the Principles of Morals, Ox-
ford, 1975 (3ª ed.), p. 280.
2 Ogden Nash, 'Kind of an Ode to Duty', I Wouldn't Have Missed It: Selected Poems of Ogden Nash,
Boston, 1975, p. 141.
3 Ver David Hume, A Treatise of Human Nature, bk. ii, pt. iii, sec. iii; edición de L.A. Selby-Bigge,
descubriéramos que [2]4 la razón no es más que la sirvienta del interés, de modo
que, al imponerse al interés, los imperativos morales contradicen a la razón. En
cualquiera de estos casos deberíamos concluir que la empresa moral, tal como
se concibió tradicionalmente, es imposible.
5 Decir que nuestro lenguaje moral presupone una conexión con la razón no
significa defender la racionalidad ni de nuestras ideas morales ni de alguna
otra. Puede que el lenguaje moral se asiente sobre presupuestos falsos5. Si los
deberes morales estuvieran racionalmente fundados, entonces los emotivistas,
que suponen que las exigencias de la moralidad no son sino persuasiones, y los
10 egoístas, que suponen que las exigencias morales tienen como límite el propio
interés, estarían equivocados6. Pero ¿Están los deberes morales racionalmente
fundados? Esto es lo que trataremos de probar, mostrando que la razón tiene
una función práctica relacionada con el interés individual, pero transcendiéndo-
lo; de modo que los principios de acción que prescriben deberes capaces de im-
15 ponerse al puro beneficio pueden ser racionalmente justificados. Defenderemos
la concepción tradicional de la moralidad como una restricción racional a la
persecución del interés individual.
Sin embargo, el error humeano de afirmar que los deberes morales son el
verdadero interés de cada individuo contiene una intuición fundamental. La ra-
20 zón práctica está ligada al interés, o como lo llamaremos nosotros, a la utilidad
individual, y las restricciones racionales en la persecución del interés tienen
ellas mismas su fundamento en el interés que restringen. El deber sustituye al
beneficio, pero la aceptación del deber es verdaderamente beneficiosa. Hallare-
mos esta aparente paradoja inserta en la misma estructura de la interacción.
25 Conforme vayamos comprendiendo esta estructura, reconoceremos que es ne-
cesario restringir la persecución individual de la propia utilidad, y examinare-
mos las implicaciones de esta necesidad para nuestros principios de acción y
para nuestra concepción de la racionalidad práctica. Nuestra investigación nos
conducirá a la base racional de una moralidad compuesta no de normas absolu-
30 tas, sino de restricciones acordadas.
2.1. Desarrollaremos una teoría de la moral. Lo que nos interesa es propor-
cionar una base de justificación para la conducta y los principios morales, no
una base explicativa. Así pues, desarrollaremos una teoría normativa. Para una
filosofía moral completa sería necesario explicar, y quizá defender, la idea de
puede verse en J.L. Mackie, Ethics: Inventing Right and Wrong, (Harmondsworth, Middx., 1977,
cap. I, especialmente pp. 35, 48-49.
6 La idea de que las exigencias de la moral son persuasivas es desarrollada por C.L. Stevenson;
ver Ethics and Lenguaje, New Haven, 1944, en especial los caps. vi, ix.
MORAL POR ACUERDO 3
7 Nuestra descripción de la elección racional está en buena parte tomada de J.C. Harsanyi; ver
“Advances in Understanding Rational Behavior”, en Essays on Ethics, Social Behavior, and Scien-
tific Explanation, Dordrecht, 1976, pp. 89-98, y “Morality and the Theory of Rational Behavior”,
en A. Sen y B. Williams (eds.), Utilitarianism and Beyond, Cambridge, 1982, pp. 42-44.
4 David GAUTHIER
8J.Rawls, A Theory of Justice, Cambridge (Mass.), 1971, p. 16; J. Harsanyi, “Morality and the
Theory of Rational Behavior”, p. 42.
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Rawls argumenta que los principios de la justicia son el objeto de una elec-
ción racional —la elección que cualquier persona [5] haría si se le exigiera selec-
cionar los principios básicos de su sociedad desde detrás de un “velo de igno-
rancia” que suprimiese cualquier conocimiento sobre su propia identidad9. Los
5 principios así seleccionados no están directamente relacionados con el proceso
de decisión individual10. De modo derivado sí, puesto que su aceptación debe
tener implicaciones respecto del comportamiento individual, pero Rawls no sos-
tiene que incluyan restricciones racionales en las decisiones individuales. Serían,
en todo caso, según la terminología de Rawls, restricciones razonables, pero qué
10 sea razonable es un problema sustantivo de la moral, más allá de los límites de
la elección racional11.
No obstante, incorporaremos a nuestra teoría la idea rawlsiana de que los
principios de la justicia son objeto de una elección racional, aunque presentare-
mos la elección como una transacción o acuerdo entre personas que no han ig-
15 norar necesariamente sus identidades. Mas este paralelismo entre nuestra teoría
y la de Rawls no debe oscurecer la diferencia básica; nosotros proponemos ge-
nerar la moralidad como un conjunto de principios racionales para la elección.
Nos comprometemos a mostrar por qué un individuo, razonando a partir de
premisas no-morales, aceptaría las restricciones de la moralidad en sus eleccio-
20 nes.
La teoría de Harsanyi parece diferenciarse de la de Rawls sólo en su concep-
ción de los principios que una persona elegiría tras el velo de ignorancia; Rawls
supone que los principios elegidos serían los dos conocidos principios de la jus-
ticia, mientras Harsanyi supone que las personas elegirían los principios de la
25 utilidad media de la regla12. El argumento de Harsanyi es en algunos aspectos
más cercano al nuestro; él se interesa por los principios para la elección moral y
por el modo racional de llegar a tales principios. Sin embargo, los principios de
Harsanyi son estrictamente hipotéticos; gobiernan la decisión racional desde un
punto de vista imparcial, o dadas unas preferencias imparciales, por tanto fun-
30 cionan como principios sólo para quienes desean elegir moral o imparcialmen-
te13. Pero Harsanyi no afirma, como nosotros, que haya situaciones en que un
individuo debe elegir moralmente para elegir racionalmente [6]. Para Harsanyi
14Esta concepción de la racionalidad práctica aparece con particular claridad en T. Nagel, The
Possibility of Altruism, Oxford, 1970, esp. cap. X. También puede encontrarse en la teoría moral
de R.M. Hare; ver Moral Thinking, Oxford, 1981, esp. caps. 5 y 6.
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15 Ver Harsanyi, “Advances in Understanding Rational Behavior”, p. 89; también J. Elster, Ulys-
ses and the Sirens; Studies in Rationality and Irrationality, Cambridge, 1979: “El enfoque del com-
portamiento humano de la 'decisión racional' es sin la menor duda el mejor modelo disponi-
ble...”, p.112.
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18 Ver G.R. Grice, The Grounds of Moral Judgement, Cambridge, 1967, y K. Baier, The Moral Point
of View: A Rational Basis of Ethics, Ithaca, NY, 1958; la cita es de la p. 309.
19 Rawls, A Theory of Justice, pp. 4, 13.
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20 Esta discusión está en relación con mi caracterización de un convenio en “David Hume, Con-
tractarian”, Philosophical Review, 88 (1979), pp. 5-8.
21 Ver Hume, Treatise, iii.ii.ii, p. 490.
12 David GAUTHIER
22 Este será el tema del capítulo IV. Ver también mi discusión anterior en “No Need for Moral-
ity: The Case of Competitive Market”, Philosophic Exchange, 3, nº 3 (1982), pp. 41-54.
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23 Para referencias a la literatura sobre la negociación racional, ver notas 12-14 del cap. V.
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ver el mundo moral26. Para conferir semejante poder moral, el punto Arquimé-
dico debe ser imparcial con toda seguridad —como la posición que Rawls buscó
tras el “velo de ignorancia”. Concluiremos la exposición de nuestra teoría moral
en el capítulo VIII relacionando la decisión de una persona que ocupase el pun-
5 to Arquimédico con las otras ideas básicas. Mostraremos que la elección ar-
quimédica puede considerarse con propiedad, no como un caso límite de elec-
ción individual en condiciones de incertidumbre, sino como un caso límite de
negociación. Y mostraremos entonces cómo cada una de nuestras ideas básicas
—la salvaguardia contra la mejora de la posición propia empeorando la de
10 otros, la zona moralmente libre del mercado perfectamente competitivo, el
principio de concesión relativa minimax y la disposición a adoptar la maximiza-
ción restringida— puede ser relacionada, directa o indirectamente, con la elec-
ción arquimédica. Al abarcar [17] esas concepciones centrales de nuestra teoría,
el punto Arquimédico revela la coherencia de la moral por acuerdo.
15 4. Una teoría moral contractualista, desarrollada como parte de la teoría de la
decisión racional, tiene evidentes virtualidades. Nos permite demostrar a per-
sonas que tal vez no concedan la menor importancia a los intereses ajenos la ra-
cionalidad de las restricciones imparciales en la persecución del interés propio.
La moralidad consigue así un fundamento seguro sobre una concepción de la
20 racionalidad práctica débil y ampliamente aceptada. Ninguna otra concepción
de la moralidad logra esto. Quienes sostienen que los principios morales son ob-
jeto de una decisión racional en circunstancias especiales no pueden establecer
la racionalidad de la conformidad actual a esos principios. Quienes pretenden
establecer la racionalidad de esa conformidad apelan a una concepción fuerte y
25 controvertida de la racionalidad que parece incorporar presupuestos morales.
Ninguna concepción alternativa genera una moral, como restricción racional
sobre la decisión y la acción, desde una base no-moral o moralmente neutra.
Pero puede parecer que las virtualidades de una teoría contractualista van
acompañadas de serias debilidades. Ya hemos señalado que para un contractua-
30 lista, la moralidad requiere un contexto de beneficio mutuo. John Locke sostuvo
que “un hobbesiano....no admitirá fácilmente muchas obligaciones morales sen-
cillas”27. Y esto parece que puede aplicarse igualmente al sucesor contemporá-
neo de Hobbes. Nuestra teoría no asume ningún interés fundamental en la im-
parcialidad, sino sólo un interés derivado de los beneficios del acuerdo, los cua-
35 les se determinan por los efectos que cada persona pueda tener en los intereses
ajenos. Sólo aquellos seres cuyas capacidades físicas y mentales sean más o me-
nos iguales o complementarias pueden esperar que se desarrolle una coopera-
ción beneficiosa para todos. Los hombres se benefician de su interacción con los
26 La idea de un punto arquimédico puede verse en Rawls, A Theory of Justice, pp. 260-5.
27 Locke MS, citado por J. Dunn, The Political Thought of John Locke, Cambridge, 1979, pp. 218-19.
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caballos, pero no cooperan con ellos ni les benefician. Entre desiguales, una par-
te puede beneficiarse más coaccionando a la otra, y, según nuestra teoría, no
habría razón para reprimirse. Podemos condenar las relaciones coactivas, pero
sólo en el contexto del beneficio mutuo puede nuestra condena apelar a una
5 moralidad racionalmente fundada.
Las relaciones morales entre los participantes en una empresa cooperativa dise-
ñada para la ventaja mutua tienen una base firme en las racionalidad de los par-
ticipantes. Y está aceptado hablar de la sociedad europea occidental y america-
na de los últimos siglos como una empresa así. [18] Porque la sociedad occiden-
10 tal ha descubierto cómo aprovechar los esfuerzos del individuo, que trabaja pa-
ra sí mismo, en la causa del incremento constante del beneficio mutuo28. De este
descubrimiento no sólo se ha derivado un enorme incremento en la cantidad de
bienes materiales y de población, sino, lo que es más importante, de la esperan-
za media de vida, y del número, anteriormente inimaginable, de ocupaciones y
15 actividades efectivamente accesibles a la mayoría de los individuos según sus
deseos y talentos29. Al unirse las ganancias individuales al progreso social, los
individuos se han ido liberando de las ligaduras coactivas, consuetudinarias,
educativas, jurídicas y religiosas, que caracterizaban las sociedades anteriores.
Pero en esta liberación del individuo se ha dado quizá demasiado crédito a la
20 eficacia de las instituciones con estructura de mercado, mientras se ha prestado
poca atención a la necesidad de interacción cooperativa que exige restricciones
limitadas, pero reales30. La moral por acuerdo expresa el interés real que cada
uno de nosotros tiene en mantener las condiciones en las que una sociedad
puede ser una empresa cooperativa.
25 Pero si la crítica lockeana al alcance de la moral contractual fue superada por
las circunstancias que permitieron que las personas se viesen unas a otras como
socios de una empresa conjunta, el cambio de las circunstancias podría llevar-
nos de nuevo al comienzo. Nuestra sociedad está pasando de una tecnología
que hizo posible un incremento constante del nivel medio de bienestar para una
30 proporción cada vez mayor de personas, a una tecnología, cuyo mejor ejemplo
son los desarrollos de la medicina, que hacen posible una transferencia cada vez
the U.S.S.R.”, New York Review of Books, 28, nº 2 (1981), p. 23. Sobre la expansión del espectro de
ocupaciones accesibles, hay que notar que “nada menos que en 19815 tres cuartas partes de su
población [de Europa] estaba empleada en el campo...”, The Times Concise Atlas of World History,
G. Barraclough (ed.), Londres, 1982, p.82.
30La idea del hombre económico como el apropiador ilimitado llegó a dominar el pensamiento
social. Los efectos de esta concepción son uno de los temas de mi “The Social Contract as Ideo-
logy”, Philosophy and Public affairs 6 (1977), pp. 130-64.
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mayor de beneficios a personas que hacen disminuir el nivel medio31. Tales per-
sonas no tienen la consideración de partes en las relaciones morales basadas en
una teoría contractualista.
[19] Más allá del problema de la amplitud de la relaciones morales está la
5 cuestión de su lugar en una vida humana ideal. Glaucón pidió a Sócrates que
refutase su concepción contractual de la justicia porque creía que, si bien su
concepción trataba la justicia como instrumentalmente valiosa para personas
dependientes unas de otras, ésta seguía sin ser intrínsecamente valiosa, de mo-
do que “parecía pertenecer a la especie de los trabajos penosos"32. La coopera-
10 ción es la “segunda mejor” forma de interacción: exige concesiones y restriccio-
nes que cada uno preferiría evitar. En efecto, cada uno abriga la secreta espe-
ranza de portarse injustamente y tener éxito, y es presa fácil de la peligrosa va-
nidad que le persuade de que es verdaderamente superior a los demás y podrá,
por tanto, ignorar los intereses de todos mientras persigue los suyos propios.
15 Como decía Glaucón, quien es “verdaderamente un hombre"33 debe rechazar
las restricciones morales.
Una teoría contractualista no contradice esta idea ya que no pone ningún lí-
mite al contenido de los deseos humanos, pero tampoco lo necesita. ¿No podr-
íamos suponer, más bien, que los seres humanos dependen, para su satisfac-
20 ción, de una red de relaciones sociales cuya misma estructura les tienta conti-
nuamente a hacer mal uso de ella? Las restricciones de la moralidad servirían,
según esto, para regular las relaciones sociales valiosas que no pueden regular-
se por sí mismas. Nos constriñen en beneficio de un ideal compartido de socia-
bilidad.
25 La cooperación puede parecer sólo la “segunda mejor” forma de interacción,
no porque vaya contra nuestros deseos, sino porque cada persona preferiría
una armonía natural en la que poder satisfacerlos sin restricciones. Pero una
armonía natural podría existir sólo si nuestras preferencias y capacidades enca-
jasen de tal modo que se impidiera su libre desarrollo. La armonía natural exi-
31El problema que tratamos aquí no es el cuidado de los ancianos, que han pagado los benefi-
cios que reciben con su actividad productiva anterior. Sin embargo, las terapias de prolongación
de la vida sí tienen un ominoso potencial redistributivo. El problema primario es el cuidado de
los inválidos. Hablar eufemísticamente de permitirles vivir vidas productivas, cuando los servi-
cios que requieren exceden los productos posibles, oculta un problema que, comprensiblemen-
te, nadie quiere afrontar. Sin centrarnos primariamente en estos problemas, me propongo co-
menzar un tratamiento contractualista de ciertos aspectos de la sanidad en “Unequal Need: A
Problem of Equity in Access to Health Care”, Securing Access to Health Care: The Ethical Implica-
tions of Differences in the Availability of Health Services, 3 vols., Comisión presidencial para el es-
tudio de los problemas éticos de la medicina y la investigación biomédica y conductual, Was-
hington, 1983, vol. 2, pp. 179-205.
32La República, 358a.
33La República, 359b.
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34Las ideas de este parágrafo están influidas por R.Rorty; ver especialmente “Method and Mo-
rality”, en Norma Haan, R.N. Bellah, P. Rabinow y W.M. Sullivan (eds.), Social Science as Moral
Inquiry, Nueva York, 1983, pp. 155-76.