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MORAL POR ACUERDO

DAVID GAUTHIER

Profesor de Filosofía
Universidad de Pittsburgh

Traducción de
Pedro Francés Gómez

DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO, MORAL Y POLÍTICA II


UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
1993
I

PANORÁMICA DE UNA TEORÍA

1 ¿Qué teoría moral podrá servir alguna vez a algún propósito útil si no logra
mostrar que todas las obligaciones que implica son también el verdadero interés
5 de cada individuo?1 David Hume, quien formuló esta pregunta, parece estar
equivocado; tal teoría tendría un alcance excesivo. Si el deber no fuese más que
el interés, la moral sería superflua. ¿Por qué apelar a lo correcto o incorrecto, al
bien o el mal, a la obligación o al deber, si fuese posible apelar en cambio al de-
seo o la aversión, al beneficio o el coste, al interés o el provecho? Apelar a la
10 moral tiene sentido precisamente a raíz de la insuficiencia de estas considera-
ciones como guía de lo que debemos hacer. El nada filosófico poeta Ogden
Nash recogió las presuposiciones subyacentes a nuestro lenguaje moral más cla-
ramente que el filósofo Hume cuando escribió:
“Oh, Deber!
15 ¿Por qué no tienes el semblante de la dulce amada?”2
Quizá lamentemos el duro semblante del deber, pero no podemos negarlo.
Porque si la moral llega a merecer nuestra atención es sólo en la medida en que
creemos que ciertas demandas se imponen al interés o al beneficio.
Pero si el lenguaje de la moral no es el del interés, desde luego que sí es el de
20 la razón. De modo que podríamos preguntar: ¿Qué teoría moral podrá servir
alguna vez a algún propósito útil si no muestra que todas las obligaciones que
implica merecen también verdaderamente ser aprobadas por la razón de cada
individuo? Si se considera que las exigencias de la moral tienen algún efecto
práctico, alguna influencia en nuestra conducta, no es porque inciten a nuestros
25 deseos, sino porque convencen a nuestro intelecto. Supongamos que descubrié-
ramos que, como Hume creía, la razón es impotente en la esfera de la acción, al
margen de su función de decidir los “asuntos de hecho” (matters of fact)3; o bien

1 Ver David Hume, An Enquiry concerning the Principles of Morals, secc. ix, pt. ii, en L.A. Selby-
Bigge (ed), Enquiries concerning Human Understanding and concerning the Principles of Morals, Ox-
ford, 1975 (3ª ed.), p. 280.
2 Ogden Nash, 'Kind of an Ode to Duty', I Wouldn't Have Missed It: Selected Poems of Ogden Nash,
Boston, 1975, p. 141.
3 Ver David Hume, A Treatise of Human Nature, bk. ii, pt. iii, sec. iii; edición de L.A. Selby-Bigge,

Oxford, 1988, pp. 413-18.


2 David GAUTHIER

descubriéramos que [2]4 la razón no es más que la sirvienta del interés, de modo
que, al imponerse al interés, los imperativos morales contradicen a la razón. En
cualquiera de estos casos deberíamos concluir que la empresa moral, tal como
se concibió tradicionalmente, es imposible.
5 Decir que nuestro lenguaje moral presupone una conexión con la razón no
significa defender la racionalidad ni de nuestras ideas morales ni de alguna
otra. Puede que el lenguaje moral se asiente sobre presupuestos falsos5. Si los
deberes morales estuvieran racionalmente fundados, entonces los emotivistas,
que suponen que las exigencias de la moralidad no son sino persuasiones, y los
10 egoístas, que suponen que las exigencias morales tienen como límite el propio
interés, estarían equivocados6. Pero ¿Están los deberes morales racionalmente
fundados? Esto es lo que trataremos de probar, mostrando que la razón tiene
una función práctica relacionada con el interés individual, pero transcendiéndo-
lo; de modo que los principios de acción que prescriben deberes capaces de im-
15 ponerse al puro beneficio pueden ser racionalmente justificados. Defenderemos
la concepción tradicional de la moralidad como una restricción racional a la
persecución del interés individual.
Sin embargo, el error humeano de afirmar que los deberes morales son el
verdadero interés de cada individuo contiene una intuición fundamental. La ra-
20 zón práctica está ligada al interés, o como lo llamaremos nosotros, a la utilidad
individual, y las restricciones racionales en la persecución del interés tienen
ellas mismas su fundamento en el interés que restringen. El deber sustituye al
beneficio, pero la aceptación del deber es verdaderamente beneficiosa. Hallare-
mos esta aparente paradoja inserta en la misma estructura de la interacción.
25 Conforme vayamos comprendiendo esta estructura, reconoceremos que es ne-
cesario restringir la persecución individual de la propia utilidad, y examinare-
mos las implicaciones de esta necesidad para nuestros principios de acción y
para nuestra concepción de la racionalidad práctica. Nuestra investigación nos
conducirá a la base racional de una moralidad compuesta no de normas absolu-
30 tas, sino de restricciones acordadas.
2.1. Desarrollaremos una teoría de la moral. Lo que nos interesa es propor-
cionar una base de justificación para la conducta y los principios morales, no
una base explicativa. Así pues, desarrollaremos una teoría normativa. Para una
filosofía moral completa sería necesario explicar, y quizá defender, la idea de

4 La numeración entre corchetes corresponde a las páginas de la edición original: Morals by


Agreement, Nueva York, Oxford U.P., 1988 (segunda reimpresión).
5 Así, se podría proponer una teoría del error del lenguaje moral; la idea de una teoría del error

puede verse en J.L. Mackie, Ethics: Inventing Right and Wrong, (Harmondsworth, Middx., 1977,
cap. I, especialmente pp. 35, 48-49.
6 La idea de que las exigencias de la moral son persuasivas es desarrollada por C.L. Stevenson;

ver Ethics and Lenguaje, New Haven, 1944, en especial los caps. vi, ix.
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una teoría normativa. Nosotros no haremos tal cosa; simplemente aportaremos


un ejemplo de teoría normativa mediante la descripción somera de la teoría de
la decisión racional. En realidad [3] haremos algo más: desarrollaremos una te-
oría de la moral como parte de la teoría de la decisión racional. Defenderemos
5 que entre los principios racionales para elegir o decidir entre acciones posibles,
existen algunos que constriñen de forma imparcial la persecución del propio in-
terés que pudiera exhibir el agente. Son éstos los que identificamos como prin-
cipios morales.
El estudio de la elección parte del planteamiento de concepciones claras del
10 valor y la racionalidad de una forma aplicable a las situaciones de elección7.
Posteriormente, la teoría analiza la estructura de estas situaciones de manera
que, para cada tipo de estructura, la concepción de la racionalidad puede ser
explicitada como un conjunto de condiciones que debe cumplir la elección entre
acciones posibles. Estas condiciones se expresan luego como principios precisos
15 del comportamiento racional, que tienen un uso prescriptivo y a la vez crítico-
valorativo. De modo derivado, los principios tienen una función explicativa en
tanto en cuanto las personas realmente actúan racionalmente.
La parte más simple, más familiar, e históricamente primera de estos estudios
constituye el núcleo de la teoría económica clásica y neoclásica; examina la con-
20 ducta racional en aquellas situaciones en las que el agente conoce con certeza
cuál será el resultado de cada una de sus acciones posibles. El economista trata
de explicar un comportamiento, y gran parte del interés de su teoría reside en el
hecho de tener aplicaciones explicativas. Pero sus explicaciones emplean un
modelo ideal de interacción entre cuyos presupuestos está la racionalidad de los
25 agentes. Así, la explicación económica se sitúa en un contexto normativo. Y la
intervención de los economistas en la formulación y evaluación de las políticas
posibles no nos deja lugar a dudas sobre el profundo carácter prescriptivo y crí-
tico de su ciencia.
El economista formula una concepción de la racionalidad práctica maximiza-
30 dora simple, que analizaremos en el capítulo II. Pero la presunción de que el re-
sultado de cada elección posible puede ser conocido con certeza limita seria-
mente el alcance del análisis económico y la aplicabilidad de su concepción de la
razón. La teoría bayesiana de la decisión elimina esa presunción, analizando si-
tuaciones de elección que encierran riesgo o incertidumbre. El teórico de la de-
35 cisión va a ampliar la concepción económica de la racionalidad, si bien mantiene
su identificación fundamental entre racionalidad y maximización.

7 Nuestra descripción de la elección racional está en buena parte tomada de J.C. Harsanyi; ver
“Advances in Understanding Rational Behavior”, en Essays on Ethics, Social Behavior, and Scien-
tific Explanation, Dordrecht, 1976, pp. 89-98, y “Morality and the Theory of Rational Behavior”,
en A. Sen y B. Williams (eds.), Utilitarianism and Beyond, Cambridge, 1982, pp. 42-44.
4 David GAUTHIER

Tanto la economía como la teoría de la decisión están limitadas en su análisis


de la interacción, [3] ya que ambas consideran los resultados en relación con las
decisiones de un sólo actor, tratando las decisiones de otros como si fueran las
circunstancias en que se encuentra ese actor. La teoría de juegos supera esta li-
5 mitación al analizar los resultados en relación con un conjunto de decisiones,
una por cada persona implicada en el proceso de obtención del resultado. Tiene
en cuenta las decisiones de un agente que decide sobre la base de las expectati-
vas que se hace sobre las elecciones de otros, los cuales también deciden sobre
la base de la expectativa que tienen sobre lo que hará él. Pero dado que las si-
10 tuaciones que implican a un sólo agente pueden tomarse como casos límite de
interacción, la teoría de juegos apunta hacia una comprensión de la conducta
racional en toda su generalidad. Como es lógico, los progresos están en relación
inversa a las aspiraciones; la teoría económica, como estudio de la conducta ra-
cional en condiciones de certeza, está en lo esencial completa, mientras la teoría
15 de juegos aún se está desarrollando. La teoría de la elección racional es una em-
presa en marcha que, partiendo de una comprensión básica del valor y la racio-
nalidad, se extiende hasta la formulación de los principios del comportamiento
racional en un ámbito cada vez mayor de situaciones.
2.2. La elección racional suministra un ejemplo de teoría normativa. Podría
20 suponerse que la relación entre la teoría moral y la teoría de la elección consiste
sólo en que tienen una estructura semejante. Pero, como hemos dicho, desarro-
llaremos una teoría moral como parte de la teoría de la elección. Quienes estén
al tanto de los últimos avances de la filosofía moral quizá encuentren familiar
este proyecto; John Rawls ha insistido en que la teoría de la justicia es “quizá la
25 parte más importante de la teoría de la elección racional”, y John Harsanyi trata
explícitamente la ética como parte de la teoría de la conducta racional8. Pero es-
tas afirmaciones tan fuertes no se justifican por los resultados de sus teorías. Ni
Rawls ni Harsanyi desarrollan la profunda conexión entre moral y decisión ra-
cional que nosotros defenderemos. Una breve comparación precisará el sentido
30 de nuestra empresa.
Nuestra tesis es que en ciertas situaciones de interacción, un individuo elige
racionalmente sólo si restringe su persecución del interés o beneficio propio
conforme a ciertos principios cuya característica es la imparcialidad propia de la
moralidad. Para elegir racionalmente, hay que elegir moralmente. Es una tesis
35 fuerte. Afirmaremos que la moralidad puede generarse como una restricción
racional a partir de premisas de decisión racional no-morales. Ni Rawls ni Har-
sanyi mantienen una tesis semejante. Ni Rawls ni Harsanyi tratan los principios
morales como un subconjunto de los principios racionales de la elección.

8J.Rawls, A Theory of Justice, Cambridge (Mass.), 1971, p. 16; J. Harsanyi, “Morality and the
Theory of Rational Behavior”, p. 42.
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Rawls argumenta que los principios de la justicia son el objeto de una elec-
ción racional —la elección que cualquier persona [5] haría si se le exigiera selec-
cionar los principios básicos de su sociedad desde detrás de un “velo de igno-
rancia” que suprimiese cualquier conocimiento sobre su propia identidad9. Los
5 principios así seleccionados no están directamente relacionados con el proceso
de decisión individual10. De modo derivado sí, puesto que su aceptación debe
tener implicaciones respecto del comportamiento individual, pero Rawls no sos-
tiene que incluyan restricciones racionales en las decisiones individuales. Serían,
en todo caso, según la terminología de Rawls, restricciones razonables, pero qué
10 sea razonable es un problema sustantivo de la moral, más allá de los límites de
la elección racional11.
No obstante, incorporaremos a nuestra teoría la idea rawlsiana de que los
principios de la justicia son objeto de una elección racional, aunque presentare-
mos la elección como una transacción o acuerdo entre personas que no han ig-
15 norar necesariamente sus identidades. Mas este paralelismo entre nuestra teoría
y la de Rawls no debe oscurecer la diferencia básica; nosotros proponemos ge-
nerar la moralidad como un conjunto de principios racionales para la elección.
Nos comprometemos a mostrar por qué un individuo, razonando a partir de
premisas no-morales, aceptaría las restricciones de la moralidad en sus eleccio-
20 nes.
La teoría de Harsanyi parece diferenciarse de la de Rawls sólo en su concep-
ción de los principios que una persona elegiría tras el velo de ignorancia; Rawls
supone que los principios elegidos serían los dos conocidos principios de la jus-
ticia, mientras Harsanyi supone que las personas elegirían los principios de la
25 utilidad media de la regla12. El argumento de Harsanyi es en algunos aspectos
más cercano al nuestro; él se interesa por los principios para la elección moral y
por el modo racional de llegar a tales principios. Sin embargo, los principios de
Harsanyi son estrictamente hipotéticos; gobiernan la decisión racional desde un
punto de vista imparcial, o dadas unas preferencias imparciales, por tanto fun-
30 cionan como principios sólo para quienes desean elegir moral o imparcialmen-
te13. Pero Harsanyi no afirma, como nosotros, que haya situaciones en que un
individuo debe elegir moralmente para elegir racionalmente [6]. Para Harsanyi

9 Ver Rawls, p. 12.


10 Ver Ibid., p. 11: “los principios...han de asignar derechos y deberes básicos y determinar la
distribución de los beneficios sociales”. Rawls distingue los principios para los individuos de
los principios de la justicia; ver p. 108.
11 Ver la distinción rawlsiana de “lo razonable” y “lo racional” en “Kantian Constructivism in

Moral Theory”, Journal of Philosophy, 77 (1980), pp. 528-30.


12 Ver Rawls, A Theory of Justice, pp. 14-15 y Harsanyi “Morality and the Theory of Rational Be-

havior”, pp.44-46 y 56-60.


13 Ver Harsanyi, “Morality and the Theory of Rational Behavior”, p. 62.
6 David GAUTHIER

hay un modo racional de elegir moralmente, pero no una necesidad racional de


elegir moralmente. Por ello existe una diferencia básica entre nuestra teoría y la
suya.
Dejando de lado por el momento las teorías de Rawls y Harsanyi —a las que
5 retornaremos a menudo en los próximos capítulos— podemos resumir la im-
portancia de las diferencias que hemos esbozado. Nuestra teoría debe generar,
estrictamente como principios racionales para la decisión y, por tanto, sin intro-
ducir supuestos morales previos, restricciones en la persecución del interés o
beneficio individual que, por ser imparciales, satisfagan el concepto tradicional
10 de moralidad. No asumimos que haya tales restricciones racionales imparciales.
Ni siquiera asumimos que deba haber restricciones racionales en general, sean
imparciales o no. Nos comprometemos a demostrar que hay restricciones racio-
nales y que son imparciales. Después, identificaremos la moralidad con las res-
tricciones así demostradas, pero que su contenido se corresponda o no con el de
15 los principios morales convencionalmente admitidos, es una cuestión diferente,
que no examinaremos en detalle. Sin duda existirán diferencias, quizá significa-
tivas, entre las restricciones racionales imparciales apoyadas en nuestra argu-
mentación y la moralidad aprendida de nuestros padres y compañeros, sacer-
dotes y profesores. Pero lo que pretendemos es demostrar la validez de la con-
20 cepción de la moralidad como un conjunto de restricciones racionales imparcia-
les impuestas a la persecución individual del interés, no defender ningún códi-
go moral particular. E, insistimos, nos importa hacerlo sin incorporar a las pre-
misas de nuestra argumentación ninguna de las concepciones morales que apa-
recerán en nuestras conclusiones.
25 2.3. Tratar de establecer la racionalidad de las restricciones morales no es una
empresa nueva, y sus antecedentes son más venerables que el propósito de des-
arrollar una teoría moral como parte de la decisión racional. Pero quienes lo han
intentado han apelado a una concepción de la racionalidad práctica, derivada
de Kant, muy distinta de la nuestra14. En efecto, su comprensión de la razón ya
30 incluye la dimensión moral de imparcialidad que nosotros tratamos de generar.
Supongamos que hubiera acuerdo sobre que hay una relación entre razón e
interés —o ventaja, beneficio, preferencia, satisfacción o utilidad individual, ya
que las diferencias entre estos conceptos, si bien son importantes en otros con-
textos, no afectan a la presente discusión. Demos además por sentado que, en
35 tanto los intereses de otros no intervengan, una persona actúa racionalmente [7]
si y sólo si trata de conseguir su mayor interés o beneficio. Tal vez haya quienes
rechacen esto, pero lo que aquí deseamos es aislar la diferencia esencial entre

14Esta concepción de la racionalidad práctica aparece con particular claridad en T. Nagel, The
Possibility of Altruism, Oxford, 1970, esp. cap. X. También puede encontrarse en la teoría moral
de R.M. Hare; ver Moral Thinking, Oxford, 1981, esp. caps. 5 y 6.
MORAL POR ACUERDO 7

dos concepciones opuestas de la racionalidad práctica, y ésta aparece cuando


consideramos una acción racional en la que están en juego intereses de otros.
Los defensores de la concepción maximizadora de la racionalidad, entre los que
nos contamos, dicen que esencialmente no cambia nada; la persona racional
5 continúa tratando de lograr la mayor satisfacción de sus propios intereses.
Mientras que los defensores de la que llamaremos concepción universalista de la
racionalidad afirman que lo que hace racional la satisfacción de un interés no
depende de cuyo sea ese interés. Así, la persona racional trata de satisfacer to-
dos los intereses. Si esa persona es utilitarista y trata de lograr la mayor felici-
10 dad para el mayor número, o toma en especial consideración la distribución jus-
ta del beneficio entre todos, es cosa que carece de importancia para la presente
discusión.
Para evitar posibles malinterpretaciones, advertimos que ninguna de estas
dos concepciones de la racionalidad exige que la razón práctica sea auto-
15 interesada. Según la concepción maximizadora, la base para la decisión y acción
racional no es el interés en uno mismo, que tomaría al sí-mismo como objeto,
sino el interés de uno mismo, mantenido por uno-mismo como sujeto. Para la
concepción universalista, la base de la decisión y acción racional no es el interés
en cualquiera, que tomaría a cualquiera como objeto, sino el interés de cualquie-
20 ra, considerado como sujeto. Si yo tengo un interés directo en tu bienestar, en-
tonces tengo razones para promover tu bienestar según cualquiera de estas dos
concepciones. Pero tu propio interés en tu bienestar me da razones sólo según la
concepción universalista.
Hemos insistido en que la moralidad se entiende tradicionalmente como una
25 restricción imparcial a la persecución del interés individual. La justificación de
tal restricción no plantea ningún problema a los defensores de la racionalidad
universalista. La necesidad racional de que todos los intereses sean satisfechos
en la mayor medida posible limita directamente a cada persona en su persecu-
ción del interés individual. La formulación precisa de tal restricción dependerá
30 del modo en que los intereses hayan de ser satisfechos, pero la explicación bási-
ca es suficientemente clara.
La principal tarea de nuestra teoría moral —la generación de restricciones
morales como racionales— es, así, fácilmente lograda por los defensores de la
concepción universalista de la razón práctica. Para ellos, la relación entre razón
35 y moral es clara. Su tarea consiste en defender su concepción de la racionalidad,
ya que las concepciones universalista y maximizadora no se apoyan sobre los
mismos fundamentos. [8] La concepción maximizadora posee la virtud de la
debilidad. Cualquier consideración que proporcione a alguien una razón para
actuar sobre la base de la concepción maximizadora, también se la proporcio-
40 naría sobre la base de la concepción universalista, pero no a la inversa. Según la
concepción universalista todas las personas tienen, en efecto, la misma base pa-
8 David GAUTHIER

ra la decisión racional —el interés de todos— y esta asunción de la impersonali-


dad o imparcialidad de la razón exige una defensa.
Además, y quizá de mayor importancia, la concepción maximizadora de la
racionalidad es casi universalmente aceptada y empleada en las ciencias socia-
5 les15. Como hemos señalado, se halla en el núcleo de la teoría económica, y está
generalizada en la teoría de la decisión y de juegos. Su menor relevancia en la
teoría política, sociológica o psicológica refleja más la escasa atención que pre-
stan a la racionalidad los practicantes de estas disciplinas que su adhesión a una
concepción diferente. Los científicos sociales pueden, sin duda, estar equivoca-
10 dos, pero creemos que la carga de la prueba recae sobre quienes defienden la
concepción universalista.
En nuestro desarrollo de una teoría moral en el ámbito de la elección racional
abrazaremos, por tanto, la más débil y más ampliamente aceptada de las dos
concepciones de la racionalidad que hemos distinguido. No suponemos en mo-
15 do alguno que los principios morales que generemos sean idénticos a los que se
derivarían de la concepción universalista. Puede que sus defensores insistan en
que su comprensión de la relación entre razón y moral es correcta incluso aun-
que estén de acuerdo en que cierta forma de moralidad puede fundarse en la
racionalidad maximizadora. Pero podemos afirmar, sin defender aquí esta afir-
20 mación, que pocas personas seguirían la concepción universalista de la raciona-
lidad práctica si no pensaran que es necesaria para poder defender cualquier
forma de moralidad racional. Por tanto, puede que la refutación más eficaz de
su postura sea construir una comprensión alternativa de la moralidad racional
basada en las más débiles premisas de la teoría de la decisión racional.
25 3.1. La moral por acuerdo parte de una presunción inicial contra la moralidad
como restricción a la búsqueda del propio [9] interés. Concebimos a las perso-
nas como un centro de actividad independiente, que procura dirigir sus capaci-
dades y recursos a la satisfacción de sus intereses. Considera lo que es capaz de
hacer, sin distinguir en principio si le está permitido o no, ¿Como llega, enton-
30 ces, a tomar conciencia de esa distinción? ¿Cómo llega una persona a reconocer
la dimensión moral de una decisión si la moralidad no estaba inicialmente pre-
sente?
La moral por acuerdo ofrece un argumento contractualista para distinguir lo
que está o no permitido. Los principios morales se presentan como el objeto de
35 un acuerdo totalmente voluntario ex ante entre personas racionales. Tal acuerdo
es hipotético en la medida que supone un contexto pre-moral para la adopción
de reglas y prácticas morales. Pero las partes del acuerdo son individuos reales

15 Ver Harsanyi, “Advances in Understanding Rational Behavior”, p. 89; también J. Elster, Ulys-
ses and the Sirens; Studies in Rationality and Irrationality, Cambridge, 1979: “El enfoque del com-
portamiento humano de la 'decisión racional' es sin la menor duda el mejor modelo disponi-
ble...”, p.112.
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y determinados, distintos por su capacidad, situación e intereses. En la medida


en que estarían de acuerdo en restringir sus elecciones, limitando la persecución
de su propio interés, reconocen una distinción entre lo que les está o no permi-
tido. Como personas racionales que comprenden la estructura de su interacción,
5 reconocen un lugar para la restricción mutua y, por tanto, para la dimensión
moral.
Que haya una base contractualista de la moralidad es lo que hay que mos-
trar. Ese es el objeto de nuestra teoría. Pero lo que nos interesa de modo inme-
diato es relacionar la idea de ese fundamento con el surgimiento de las distin-
10 ciones morales fundamentales. No se trata de un proceso mágico. La moralidad
no es como el conejo que sale de un sombrero vacío. Por el contrario, defende-
remos que surge muy sencillamente a partir de la aplicación de la concepción
maximizadora de la racionalidad a ciertas estructuras de interacción. La restric-
ción mutua acordada es la respuesta racional a esas estructuras. La razón su-
15 pera la presunción contra la moralidad.
El elemento genuinamente problemático en una teoría contractualista no es
la introducción de la idea de moralidad, sino el paso del acuerdo hipotético a
nuestra obligación moral real. Supongamos que cada persona se reconoce a sí
misma como una de las partes que han de pactar. Los principios que conforman
20 el objeto del acuerdo son aquellos que él habría aceptado ex ante en una nego-
ciación con los demás si se hubiera hallado con ellos en un contexto inicialmente
desprovisto de restricciones morales, ¿Por qué habría él de aceptar ex post, en su
situación actual, esos principios que limitan sus decisiones? Una teoría de la
moral por acuerdo debe responder a esta pregunta.
25 Históricamente, parece que el contractualismo moral tuvo su [10] origen en-
tre los Sofistas Griegos. Glaucón describió una concepción contractualista del
origen de la justicia en La República de Platón, pero, significativamente, expuso
esa concepción para que Sócrates la refutara, no para que la defendiera16. Nues-
tra teoría moral se inscribe en una tradición impopular, como confirmará la
30 identidad de su mayor defensor, Thomas Hobbes. Hobbes transformó las leyes
de la naturaleza, sitas en el centro del pensamiento moral estoico y medieval
cristiano, en preceptos de razón que exigen a cada persona que, actuando en su
propio interés, abandone parte de la libertad con la que se procuraba supervi-
vencia y bienestar, siempre que los demás hagan lo mismo17. Pero este acuerdo
35 da lugar a restricciones reales sólo a través de la eficacia del soberano político;
desde el punto de vista de la teoría moral, el paso crucial requiere la interven-
ción de un deus ex machina. No obstante, hallamos en Hobbes el verdadero an-
cestro de la teoría moral que presentaremos. Su postura ha empezado a tener

16 Ver Platón, La República, 358b-359b.


17 Thomas Hobbes, Leviathan, Londres, 1651, cap. 14, pp.64-5.
10 David GAUTHIER

seguidores sólo recientemente. G.R. Grice ha desarrollado una teoría explícita-


mente contractualista, y Kurt Baier ha reconocido las raíces hobbesianas de su
tesis central, que dice que “la verdadera raison d'être de una moral es producir
razones que tengan más fuerza que las razones del propio interés en aquellos
5 casos en que si cada uno siguiera su propio interés, el resultado sería perjudicial
para todos”18.
Al apoyo conceptual que puede hallarse en Hobbes, Grice y Baier, tratamos
de añadir el rigor de la elección racional, si bien la teoría moral resultante no
tiene por qué ser del tipo que ellos aceptarían. Pero la apelación a la decisión ra-
10 cional nos permite establecer con nueva claridad y precisión por qué unas per-
sonas racionales pactarían ex ante ciertos principios restrictivos, qué característi-
cas generales deberían tener tales principios para ser objeto de un acuerdo ra-
cional, y por qué habrían las personas racionales de cumplir ex post las restric-
ciones acordadas.
15 3.2. Un punto de vista privilegiado para apreciar la base lógica de las restric-
ciones viene dado por la yuxtaposición de dos ideas formuladas por John
Rawls. Un contractualista ve la sociedad como una “empresa cooperativa para
el beneficio mutuo” entre personas “concebidas como seres que no están intere-
sados en los intereses ajenos”19. El contractualista no afirma [11] que las socie-
20 dades reales sean empresas cooperativas; tampoco necesita defender que todas
permitan la esperanza de un beneficio mutuo. Supone, más bien, que es en ge-
neral posible para una sociedad, analizada como un conjunto de instituciones,
prácticas y relaciones, proporcionar a cada persona un beneficio mayor al que
podría esperar en un “estado de naturaleza” no-social, y que sólo tal sociedad
25 podría exigir la lealtad voluntaria de todos los individuos racionales. El contrac-
tualista tampoco necesita defender que las personas reales no tengan interés en
los demás; de hecho, suponemos que es característico de los seres humanos un
cierto grado de sociabilidad. Mas el contractualista ve la sociabilidad como en-
riquecedora de la vida humana; para él, se convierte en una fuente de explota-
30 ción si induce a las personas a condescender con ciertas instituciones y prácticas
que, si no fuera por sus sentimientos de sociabilidad, serían costosas para ellos.
El pensamiento feminista nos ha aclarado este punto que quizá sea la clave de la
explotación humana. Así, el contractualista insiste en que una sociedad no
podría demandar la lealtad voluntaria de una persona si, dejando de lado sus
35 sentimientos hacia los otros, esa sociedad no le proporcionara expectativa algu-
na de beneficio neto.

18 Ver G.R. Grice, The Grounds of Moral Judgement, Cambridge, 1967, y K. Baier, The Moral Point
of View: A Rational Basis of Ethics, Ithaca, NY, 1958; la cita es de la p. 309.
19 Rawls, A Theory of Justice, pp. 4, 13.
MORAL POR ACUERDO 11

Si las instituciones y prácticas sociales pueden beneficiar a todos, entonces


debe haber alguna ordenación social que sea aceptable para todos, como pro-
yecto cooperativo. La intención de cada persona de satisfacer sus intereses ase-
guraría su voluntad de unirse a los demás en un proyecto que le garantizase la
5 expectativa de una satisfacción creciente. Quizá rechazara alguna propuesta por
ser insuficientemente ventajosa para ella, en consideración a la distribución de
los beneficios producidos y las alternativas disponibles. Proporcionar un benefi-
cio mutuo es condición necesaria, pero no suficiente, para que una ordenación
social sea aceptable como proyecto cooperativo. Pero podemos suponer que al-
10 gún proyecto que proporcionara beneficio mutuo podría ser también mutua-
mente aceptable; una teoría contractualista debe establecer las condiciones sufi-
cientes para ello.
La base lógica para el acuerdo sobre una sociedad como empresa cooperativa
no parecen problemáticas. El paso de un acuerdo hipotético ex ante sobre una
15 ordenación social a la adhesión ex post a esa ordenación puede parecer sencillo.
Si uno se hubiera adherido voluntariamente a esa empresa, ¿Por qué no conti-
nuar en ella? ¿Por qué hay necesidad de coacción?
Las instituciones y prácticas sociales juegan un papel coordinativo. Digamos,
sin ánimo de establecer una definición precisa, que una práctica es coordinativa
20 si cada persona prefiere conformarse a ella cuando (la mayoría de) los demás lo
hacen, pero prefiere no seguirla si (la mayoría de) los demás no lo hacen [12]20.
Y diremos que una práctica es beneficiosamente coordinativa si cada uno pre-
fiere que los demás la sigan a que no lo hagan y no prefiere que los demás reali-
cen una práctica diferente. El ejemplo de Hume: dos personas remando en una
25 barca que nadie podría manejar por sí solo, es un ejemplo simple de una prácti-
ca coordinativa beneficiosa21. Cada uno prefiere remar si el otro rema, y no re-
mar si el otro no lo hace, y cada uno prefiere que el otro reme a que haga cual-
quier otra cosa.
Es importante advertir que una práctica coordinativa no es necesariamente
30 beneficiosa. Entre personas pacíficas, que portan armas sólo como instrumento
de defensa, cada uno preferirá estar armado si (la mayoría de) los demás lo es-
tán, y desarmado si (la mayoría de) los demás no llevan armas. Estar armado es
una práctica coordinativa y sin embargo no es beneficiosa; cada uno preferirá
que los otros no vayan armados.
35 Las ventajas coordinativas de la sociedad no deben ser subestimadas, pero no
todas las prácticas sociales beneficiosas son coordinativas. Diremos que una
práctica es beneficiosa si cada persona prefiere que (casi) todos se conformen a

20 Esta discusión está en relación con mi caracterización de un convenio en “David Hume, Con-
tractarian”, Philosophical Review, 88 (1979), pp. 5-8.
21 Ver Hume, Treatise, iii.ii.ii, p. 490.
12 David GAUTHIER

ella a que la mayoría no lo haga, y no prefiere (intensamente) que (casi) todos


secunden una práctica alternativa. Sin embargo, puede darse el caso de que una
persona prefiera no secundar la práctica si (la mayoría de) los demás lo hacen:
en una comunidad en la que los fondos proporcionados por los impuestos se
5 gastan de modo inteligente, cada persona preferirá que casi todos paguen sus
impuestos a que no lo hagan, y, sin embargo, preferirá no pagar impuestos ella
misma, hagan lo que hagan los demás. Porque lo que cada uno paga contribuye
en una proporción despreciable a los beneficios que recibe. En tal comunidad,
las personas pagarán impuestos voluntariamente sólo si cada uno acepta alguna
10 restricción en la persecución de su interés individual; en otro caso, cada uno pa-
gará impuestos sólo si es coaccionado, bien por la opinión pública o por la auto-
ridad.
Puede que todavía no parezca problemática la base lógica para el acuerdo
sobre una sociedad como empresa cooperativa. Pero el paso desde un acuerdo
15 hipotético ex ante sobre una ordenación social a la adhesión ex post ya no debe
parecer tan claro. Vemos por qué puede uno adherirse voluntariamente a este
proyecto y sin embargo no mantener su cumplimiento por propia voluntad.
Cada uno lo acepta en la esperanza de beneficiarse de la adhesión de los demás,
pero no lo cumple con la esperanza de beneficiarse de su propio incumplimien-
20 to.
En los dos próximos capítulos ofreceremos una concepción del valor, [13] la
racionalidad y la interacción que nos darán una formulación precisa del resul-
tado que acabamos de identificar. Antes de esa reflexión, podríamos suponer
que si cada persona tuviera que elegir su mejor curso de acción, el resultado ser-
25 ía mutuamente tan ventajoso como fuese posible. Mientras hacemos nuestra de-
claración de la renta quizá recordemos, inter alia, que el beneficio individual y la
ventaja mutua suelen estar reñidos. Nuestra teoría desarrolla las implicaciones
de este pensamiento, comenzando por situar el conflicto entre beneficio indivi-
dual y ventaja mutua en el marco de la decisión racional.
30 3.3. Aunque una teoría contractualista que tenga éxito vence la presunción
contra la moralidad que surge de su concepción de los individuos racionales in-
dependientes, debe tomar en serio la presunción. El primer concepto central de
nuestra teoría es, por tanto, que existe una zona moralmente libre, un contexto
en el cual no habría lugar para las restricciones de la moralidad22. Esa zona libre
35 resulta ser un hábitat familiar para los economistas: el mercado perfectamente
competitivo. Tal mercado es, desde luego, una idealización; en qué medida
puede ser realizado en una sociedad humana es una cuestión empírica que
transciende el ámbito de nuestra investigación. Nuestro argumento es que en

22 Este será el tema del capítulo IV. Ver también mi discusión anterior en “No Need for Moral-
ity: The Case of Competitive Market”, Philosophic Exchange, 3, nº 3 (1982), pp. 41-54.
MORAL POR ACUERDO 13

un mercado perfectamente competitivo, la ventaja mutua queda asegurada por


la irrestricta actividad de los individuos que persiguen la mayor satisfacción pa-
ra sí mismos, de modo que no hay lugar, racionalmente, para restricción alguna.
Además, dado que en el mercado cada persona disfruta en sus decisiones y ac-
5 ciones de la misma libertad que tendría aislada de los demás, y que el resultado
del mercado refleja el ejercicio de la libertad de cada persona, no hay base para
hallar algún rastro de parcialidad en las operaciones del mercado. De modo que
tampoco hay lugar, moralmente, para restricción alguna. El mercado ejemplifica
un ideal de interacción entre personas que, sin tomar en cuenta los intereses
10 ajenos, únicamente necesitan seguir los dictados de su propio interés individual
para participar efectivamente en una empresa encaminada al beneficio mutuo.
No hablamos de una empresa cooperativa, pues reservamos ese nombre para las
situaciones que carecen de la armonía natural entre cada uno y los demás que
garantiza la estructura de la interacción de mercado.
15 El mercado perfectamente competitivo es, así, un fondo sobre el que la mora-
lidad resalta. Si el mundo fuera un mercado perfecto, la moral sería innecesaria.
Pero esto no denigra el valor de la moralidad, la cual hace posible una armonía
artificial donde la armonía natural [14] no se sostendría. El mercado y la moral
comparten la conciliación no coercitiva del interés individual y el beneficio mu-
20 tuo.
Donde el beneficio mutuo exige restricciones individuales, esta reconciliación
se logra mediante el acuerdo racional. Como hemos señalado, una condición
necesaria para tal acuerdo es que sea mutuamente ventajoso; nuestra tarea es
ofrecer una condición suficiente. Este problema es el objeto de una de las partes
25 de la teoría de juegos: la teoría de la negociación racional, y se divide en dos
partes23. La primera es el problema de la negociación propiamente dicho, que
en general consiste en seleccionar un resultado específico, dados un campo de
posibilidades mutuamente ventajosas y una posición inicial de negociación. La
segunda es, por tanto, determinar la posición inicial de negociación. No se ha
30 logrado aún el consenso en el tratamiento de estos aspectos, de modo que des-
arrollaremos nuestra propia teoría de la negociación.
La solución del problema de la negociación proporciona un principio que
gobierna tanto el proceso como el contenido del acuerdo racional. Lo atendere-
mos en el capítulo V, donde introduciremos una medida de lo que cada persona
35 se juega en una negociación. —la diferencia entre lo menos que aceptaría antes
de negarse a pactar, y lo máximo que podría recibir antes de ser excluido por
los otros del pacto. Y argumentaremos que la igual racionalidad de los negocia-
dores exige necesariamente que la mayor concesión, medida como proporción
de lo que pone en juego quien la hace, sea la mínima posible. La formulación

23 Para referencias a la literatura sobre la negociación racional, ver notas 12-14 del cap. V.
14 David GAUTHIER

precisa de esta exigencia será el principio de concesión relativa minimax. Y esto


es equivalente a la necesidad de que el menor beneficio relativo, medido tam-
bién como proporción de lo que uno pone en juego, sea el mayor posible. Así,
formularemos el equivalente principio de beneficio relativo maximin, que incor-
5 pora, según sostenemos, las ideas de equidad e imparcialidad en la situación de
negociación, y sirve así como base para la justicia. Los principios de concesión
relativa minimax y de beneficio relativo maximin constituyen, por tanto, la se-
gunda concepción central de nuestra teoría.
Si una sociedad ha de ser una empresa cooperativa mutuamente ventajosa,
10 sus instituciones y prácticas deben satisfacer, o casi satisfacer, este principio. Si
nuestra teoría de la negociación es correcta, entonces el principio de concesión
relativa minimax rige el acuerdo ex ante que subyace a una empresa cooperativa
justa y racional. Pero en tanto en cuanto la ordenación social restringe nuestras
decisiones reales ex post, la cuestión de la conformidad demanda nuestra aten-
15 ción. Supongamos que es en efecto racional asentir a aquellas [15] prácticas que
aseguran un beneficio relativo maximin, ¿No sería acaso racional también igno-
rar estas prácticas si ello sirviera al interés propio? ¿Es racional internalizar los
principios morales que rigen nuestras decisiones, o solamente admitirlos mien-
tras el interés individual no pueda escapar de los límites coactivos impuestos
20 por restricciones externas? Ha sido una debilidad de la teoría contractualista
tradicional su incapacidad para mostrar la racionalidad de la conformidad.
Aquí introducimos el tercer concepto central de nuestra teoría: la maximiza-
ción restringida. Distinguimos la persona que esta dispuesta a maximizar direc-
tamente su satisfacción o realizar su interés en cada una de sus decisiones parti-
25 culares, de aquella otra que está dispuesta a cumplir con las restricciones mora-
les mutuamente ventajosas, dado que espera la misma conformidad por parte
de los otros. El segundo es un maximizador restringido. Y los maximizadores
restringidos, al interactuar entre sí, disfrutan de oportunidades para la coopera-
ción que otros pierden. Desde luego que en ocasiones los maximizadores res-
30 tringidos salen perdiendo por su disposición a aceptar restricciones, porque
pueden actuar cooperativamente esperando erróneamente la reciprocidad de
otros, que se beneficiarían a sus expensas. No obstante, mostraremos que bajo
ciertas condiciones aceptables, la ventaja neta que cosechan los maximizadores
restringidos excede a los beneficios que otros puedan esperar de su explotación.
35 De ahí concluimos que es racional estar dispuesto a seguir un comportamiento
maximizador restringido internalizando los principios morales para que rijan
nuestras decisiones. El contractualista es capaz de mostrar que es irracional ape-
MORAL POR ACUERDO 15

lar al interés frente al cumplimiento de aquellos deberes que se fundan en la


ventaja mutua24.
Pero la conformidad está racionalmente fundada sólo en el marco de una
empresa totalmente cooperativa en la que cada participante interactúa volunta-
5 riamente con los demás. Y esto nos devuelve al segundo aspecto problemático
de la teoría de la negociación: la posición inicial de negociación. Si las personas
han de cumplir voluntariamente el acuerdo que determina lo que cada uno ex-
trae de la mesa de negociación, deberán inicialmente considerar aceptable lo
que cada uno aporta a la mesa. Y si alguno aporta a la mesa los frutos de una in-
10 teracción anterior en la que hubiera forzado a otras personas, no habrá tal acep-
tación inicial. Si tu te apropias de los frutos de mi trabajo y luego dices “Haga-
mos un trato”, yo quizá me vea obligado a aceptarlo, pero no lo cumpliré vo-
luntariamente.
[16] Por tanto, estamos obligados a restringir la posición inicial de negocia-
15 ción mediante una salvaguardia que prohiba mejorar la posición propia gracias
a una interacción que empeore la de otro25. No debe haber nadie que se halle en
la situación inicial de negociación peor de lo que estaría en un contexto no-
social sin interacción. La salvaguardia limita la base desde la que una persona
negocia el pacto y, por tanto, desde la que se mide su concesión y beneficio rela-
20 tivos. Mostraremos que esta limitación provoca una estructura de derechos per-
sonales y de propiedad que son básicos para una ordenación social racional y
moralmente aceptable.
La salvaguardia es el cuarto de nuestros conceptos centrales. Es una parte de
la moral por acuerdo, pero no es producto de un acuerdo racional, sino una
25 condición que debe ser aceptada por todos para que tal acuerdo sea posible. En-
tre seres, por muy racionales que fueran, que no esperasen unirse en una em-
presa cooperativa encaminada a la ventaja mutua, la salvaguardia no tendría
ninguna fuerza. Nuestra teoría niega cualquier lugar para la restricción racio-
nal, y por tanto para la moralidad, fuera del contexto del beneficio mutuo. En
30 una concepción contractualista de la moral no hay lugar para las obligaciones
cuyos efectos sean estrictamente redistributivos —que transfieran, pero no in-
crementen los beneficios— o que no asuman la reciprocidad de los demás. Tales
obligaciones no tendrían fundamento racional alguno ni vendrían apoyadas por
consideraciones de imparcialidad.
35 A los cuatro conceptos básicos cuyo papel hemos descrito brevemente, aña-
dimos un quinto: el punto Arquimédico, desde el que un individuo puede mo-

24 Esta conclusión descansa en una reinterpretación de la concepción maximizadora de la racio-


nalidad, que desarrollamos en el cap. VI. Ver especialmente el parágrafo 3.1.
25 Para la idea de la salvaguardia, ver la nota 1 al capítulo VII.
16 David GAUTHIER

ver el mundo moral26. Para conferir semejante poder moral, el punto Arquimé-
dico debe ser imparcial con toda seguridad —como la posición que Rawls buscó
tras el “velo de ignorancia”. Concluiremos la exposición de nuestra teoría moral
en el capítulo VIII relacionando la decisión de una persona que ocupase el pun-
5 to Arquimédico con las otras ideas básicas. Mostraremos que la elección ar-
quimédica puede considerarse con propiedad, no como un caso límite de elec-
ción individual en condiciones de incertidumbre, sino como un caso límite de
negociación. Y mostraremos entonces cómo cada una de nuestras ideas básicas
—la salvaguardia contra la mejora de la posición propia empeorando la de
10 otros, la zona moralmente libre del mercado perfectamente competitivo, el
principio de concesión relativa minimax y la disposición a adoptar la maximiza-
ción restringida— puede ser relacionada, directa o indirectamente, con la elec-
ción arquimédica. Al abarcar [17] esas concepciones centrales de nuestra teoría,
el punto Arquimédico revela la coherencia de la moral por acuerdo.
15 4. Una teoría moral contractualista, desarrollada como parte de la teoría de la
decisión racional, tiene evidentes virtualidades. Nos permite demostrar a per-
sonas que tal vez no concedan la menor importancia a los intereses ajenos la ra-
cionalidad de las restricciones imparciales en la persecución del interés propio.
La moralidad consigue así un fundamento seguro sobre una concepción de la
20 racionalidad práctica débil y ampliamente aceptada. Ninguna otra concepción
de la moralidad logra esto. Quienes sostienen que los principios morales son ob-
jeto de una decisión racional en circunstancias especiales no pueden establecer
la racionalidad de la conformidad actual a esos principios. Quienes pretenden
establecer la racionalidad de esa conformidad apelan a una concepción fuerte y
25 controvertida de la racionalidad que parece incorporar presupuestos morales.
Ninguna concepción alternativa genera una moral, como restricción racional
sobre la decisión y la acción, desde una base no-moral o moralmente neutra.
Pero puede parecer que las virtualidades de una teoría contractualista van
acompañadas de serias debilidades. Ya hemos señalado que para un contractua-
30 lista, la moralidad requiere un contexto de beneficio mutuo. John Locke sostuvo
que “un hobbesiano....no admitirá fácilmente muchas obligaciones morales sen-
cillas”27. Y esto parece que puede aplicarse igualmente al sucesor contemporá-
neo de Hobbes. Nuestra teoría no asume ningún interés fundamental en la im-
parcialidad, sino sólo un interés derivado de los beneficios del acuerdo, los cua-
35 les se determinan por los efectos que cada persona pueda tener en los intereses
ajenos. Sólo aquellos seres cuyas capacidades físicas y mentales sean más o me-
nos iguales o complementarias pueden esperar que se desarrolle una coopera-
ción beneficiosa para todos. Los hombres se benefician de su interacción con los

26 La idea de un punto arquimédico puede verse en Rawls, A Theory of Justice, pp. 260-5.
27 Locke MS, citado por J. Dunn, The Political Thought of John Locke, Cambridge, 1979, pp. 218-19.
MORAL POR ACUERDO 17

caballos, pero no cooperan con ellos ni les benefician. Entre desiguales, una par-
te puede beneficiarse más coaccionando a la otra, y, según nuestra teoría, no
habría razón para reprimirse. Podemos condenar las relaciones coactivas, pero
sólo en el contexto del beneficio mutuo puede nuestra condena apelar a una
5 moralidad racionalmente fundada.
Las relaciones morales entre los participantes en una empresa cooperativa dise-
ñada para la ventaja mutua tienen una base firme en las racionalidad de los par-
ticipantes. Y está aceptado hablar de la sociedad europea occidental y america-
na de los últimos siglos como una empresa así. [18] Porque la sociedad occiden-
10 tal ha descubierto cómo aprovechar los esfuerzos del individuo, que trabaja pa-
ra sí mismo, en la causa del incremento constante del beneficio mutuo28. De este
descubrimiento no sólo se ha derivado un enorme incremento en la cantidad de
bienes materiales y de población, sino, lo que es más importante, de la esperan-
za media de vida, y del número, anteriormente inimaginable, de ocupaciones y
15 actividades efectivamente accesibles a la mayoría de los individuos según sus
deseos y talentos29. Al unirse las ganancias individuales al progreso social, los
individuos se han ido liberando de las ligaduras coactivas, consuetudinarias,
educativas, jurídicas y religiosas, que caracterizaban las sociedades anteriores.
Pero en esta liberación del individuo se ha dado quizá demasiado crédito a la
20 eficacia de las instituciones con estructura de mercado, mientras se ha prestado
poca atención a la necesidad de interacción cooperativa que exige restricciones
limitadas, pero reales30. La moral por acuerdo expresa el interés real que cada
uno de nosotros tiene en mantener las condiciones en las que una sociedad
puede ser una empresa cooperativa.
25 Pero si la crítica lockeana al alcance de la moral contractual fue superada por
las circunstancias que permitieron que las personas se viesen unas a otras como
socios de una empresa conjunta, el cambio de las circunstancias podría llevar-
nos de nuevo al comienzo. Nuestra sociedad está pasando de una tecnología
que hizo posible un incremento constante del nivel medio de bienestar para una
30 proporción cada vez mayor de personas, a una tecnología, cuyo mejor ejemplo
son los desarrollos de la medicina, que hacen posible una transferencia cada vez

28 No ofrecemos ninguna explicación de este descubrimiento. No parece haber ninguna razón


para suponer que haya resultado de una búsqueda deliberada.
29 Sobre el incremento de la esperanza media de vida, ver N. Eberstadt, “The Health Crisis in

the U.S.S.R.”, New York Review of Books, 28, nº 2 (1981), p. 23. Sobre la expansión del espectro de
ocupaciones accesibles, hay que notar que “nada menos que en 19815 tres cuartas partes de su
población [de Europa] estaba empleada en el campo...”, The Times Concise Atlas of World History,
G. Barraclough (ed.), Londres, 1982, p.82.
30La idea del hombre económico como el apropiador ilimitado llegó a dominar el pensamiento

social. Los efectos de esta concepción son uno de los temas de mi “The Social Contract as Ideo-
logy”, Philosophy and Public affairs 6 (1977), pp. 130-64.
18 David GAUTHIER

mayor de beneficios a personas que hacen disminuir el nivel medio31. Tales per-
sonas no tienen la consideración de partes en las relaciones morales basadas en
una teoría contractualista.
[19] Más allá del problema de la amplitud de la relaciones morales está la
5 cuestión de su lugar en una vida humana ideal. Glaucón pidió a Sócrates que
refutase su concepción contractual de la justicia porque creía que, si bien su
concepción trataba la justicia como instrumentalmente valiosa para personas
dependientes unas de otras, ésta seguía sin ser intrínsecamente valiosa, de mo-
do que “parecía pertenecer a la especie de los trabajos penosos"32. La coopera-
10 ción es la “segunda mejor” forma de interacción: exige concesiones y restriccio-
nes que cada uno preferiría evitar. En efecto, cada uno abriga la secreta espe-
ranza de portarse injustamente y tener éxito, y es presa fácil de la peligrosa va-
nidad que le persuade de que es verdaderamente superior a los demás y podrá,
por tanto, ignorar los intereses de todos mientras persigue los suyos propios.
15 Como decía Glaucón, quien es “verdaderamente un hombre"33 debe rechazar
las restricciones morales.
Una teoría contractualista no contradice esta idea ya que no pone ningún lí-
mite al contenido de los deseos humanos, pero tampoco lo necesita. ¿No podr-
íamos suponer, más bien, que los seres humanos dependen, para su satisfac-
20 ción, de una red de relaciones sociales cuya misma estructura les tienta conti-
nuamente a hacer mal uso de ella? Las restricciones de la moralidad servirían,
según esto, para regular las relaciones sociales valiosas que no pueden regular-
se por sí mismas. Nos constriñen en beneficio de un ideal compartido de socia-
bilidad.
25 La cooperación puede parecer sólo la “segunda mejor” forma de interacción,
no porque vaya contra nuestros deseos, sino porque cada persona preferiría
una armonía natural en la que poder satisfacerlos sin restricciones. Pero una
armonía natural podría existir sólo si nuestras preferencias y capacidades enca-
jasen de tal modo que se impidiera su libre desarrollo. La armonía natural exi-

31El problema que tratamos aquí no es el cuidado de los ancianos, que han pagado los benefi-
cios que reciben con su actividad productiva anterior. Sin embargo, las terapias de prolongación
de la vida sí tienen un ominoso potencial redistributivo. El problema primario es el cuidado de
los inválidos. Hablar eufemísticamente de permitirles vivir vidas productivas, cuando los servi-
cios que requieren exceden los productos posibles, oculta un problema que, comprensiblemen-
te, nadie quiere afrontar. Sin centrarnos primariamente en estos problemas, me propongo co-
menzar un tratamiento contractualista de ciertos aspectos de la sanidad en “Unequal Need: A
Problem of Equity in Access to Health Care”, Securing Access to Health Care: The Ethical Implica-
tions of Differences in the Availability of Health Services, 3 vols., Comisión presidencial para el es-
tudio de los problemas éticos de la medicina y la investigación biomédica y conductual, Was-
hington, 1983, vol. 2, pp. 179-205.
32La República, 358a.
33La República, 359b.
MORAL POR ACUERDO 19

giría un alto grado de artificio, tal estructuración de nuestras naturalezas que,


por lo menos mientras no se perfeccione la ingeniería genética, resulta imposi-
ble, y si fuera posible, seguramente no sería deseable. Si queremos que florezca
la individualidad humana, debemos esperar algún grado de conflicto entre los
5 objetivos e intereses de las personas, no la armonía natural. El mercado y la mo-
ral reprimen este conflicto, reconciliando individualidad y beneficio mutuo.
[20] En los últimos capítulos de nuestra investigación, consideraremos qué se
puede decir, desde nuestro punto de vista, sobre el lugar de las relaciones mo-
rales en la vida humana. Comentaremos problemas especulativos que nos lle-
10 varán más allá o más acá de la teoría de la decisión racional. Puede que nos en-
contremos con una lectura alternativa de esto que aquí presentamos como una
teoría moral34. Tratamos de forjar el lazo entre la racionalidad de la maximiza-
ción individual y la moralidad de las restricciones imparciales. Supongamos
que, en efecto, hemos hallado tal lazo, ¿Cómo debemos interpretar ese hallaz-
15 go? ¿Son nuestras concepciones de la racionalidad y la moralidad, y el lazo con-
tractualista que las une, como nos gustaría que fueran, puntos fijos en el desa-
rrollo de una estructura conceptual que nos permitiese formular verdades prác-
ticas permanentes? ¿O hemos contribuido simplemente a la Historia de las Ide-
as de una sociedad particular, en cuyas concretas circunstancias ha prosperado
20 una ideología de la individualidad y la interacción coherente con la moral por
acuerdo? ¿Estamos hablando acaso de ideas que serán extrañas a nuestros des-
cendientes, como la Idea de Bien y el Motor Inmóvil lo son para nosotros?

34Las ideas de este parágrafo están influidas por R.Rorty; ver especialmente “Method and Mo-
rality”, en Norma Haan, R.N. Bellah, P. Rabinow y W.M. Sullivan (eds.), Social Science as Moral
Inquiry, Nueva York, 1983, pp. 155-76.

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