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Nobleza y Areté
La primera preocupación tiene que ver con la constitución o la forma-
ción de lo humano. En nuestra época la noción de formación, en pedago-
gía y filosofía de la educación, es resbaladiza y difícil, y no logra traducir
bien los conceptos griegos de los cuales procede. Éstos son los conceptos
de areté y -más tarde- paideia, que tratan de dar cuenta de los aspectos
éticos, políticos y antropológicos más sustanciales relacionados con la
educación, entendida como un complejo fenómeno cultural y social, y
no como un quehacer técnico o instrumental.
Esa idea de formación la encontramos en los griegos desde muy
temprano, entre quienes tiene la forma del reconocimiento de la nece-
sidad de crear un tipo ideal íntimamente coherente y claramente de-
terminado. Bajo esta concepción, no es posible la educación sin que se
presente al espíritu una imagen del hombre tal como debe ser, un ideal
de humanidad ( Jaeger, 1992). Esta imagen o ideal no es otra cosa que la
belleza, algo grande y sublime donde la utilidad no es importante. Esto
por supuesto no es cosa del azar, es producto de la disciplina, es algo
consciente, es un producto tanto de la cultura como de la educación.
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En Homero la areté no es sólo algo exclusivo de los hombres, está
referida también a seres no humanos, a su superioridad, desde la fuerza
de los caballos superiores hasta la superioridad de los dioses. Pero en
los hombres se trata de un atributo propio de la nobleza, es la destre-
za, la fuerza, el dominio. Fuerza y capacidad, vigor y salud son la areté
del cuerpo, sagacidad y penetración son la areté del espíritu. Y a veces
connota prestigio, pero más precisamente designa a la fuerza que le es
propia al aristoi, aquella que constituye su perfección.
En Homero no siempre areté tiene una connotación moral, es fuer-
za y valentía pero a veces es también prudencia y astucia. No obstante,
para los historiadores y filósofos moralistas contemporáneos esas nocio-
nes más amplias de Homero tienen un sentido moral, pues se trata del
ethos de la época, de las costumbres que dan coherencia a la existencia
humana de entonces, y que además son claramente reconocidas y exal-
tadas como constitutivas del carácter.
Las éticas posteriores de origen citadino retoman estas nociones.
En ellas valor remite a hombría, a virilidad, de hecho virtud procede de
vir, que refiere la fuerza viril del guerrero que se impone en el combate
contra la mayoría. Se refieren a lo propio de una conducta selecta que
conserva su sabor aristocrático.
El sentido moral que la areté tiene en Homero aparece a veces rela-
cionado con cierto sentido del deber, como algo que se enseña y con lo
que se está comprometido para alcanzar el ideal que se persigue. La areté
tiene que ver con los más altos valores de una clase, de los aristoi, con
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El honor es el premio a la areté. Soberbia y magnanimidad en Aris-
tóteles son algo así como la areté sublimada, y son lo más difícil de al-
canzar para el hombre, ya que constituyen la unidad de todas las exce-
lencias, el más grande valor moral.
En este momento conviene hacer una aclaración: esta excelencia de
la que se habla no es la de los seudoteóricos de la administración, que
promueven el éxito y la vanidad como los grandes valores en los que hay
que formar a las nuevas generaciones. Estas seudodoctrinas proponen, al
igual que gran parte de los filmes de Hollywood, la imagen de un héroe
triunfador, aquel que es capaz de hacer lo que sea por alcanzar sus pro-
pósitos. Pero esto no tiene nada que ver con la grandeza de alma, con la
virtud moral e intelectual, a lo sumo es destreza, astucia, vanidad.
Tampoco se trata de un ego exacerbado, ni del individualismo. El
esfuerzo humano hacia la perfección de la areté es el producto de un
amor propio elevado a su máxima expresión. Aristóteles conserva en su
ética este sesgo aristocrático, la alta estimación del amor propio, contra
su siglo ilustrado y altruista (Ibíd.: 28). Amor propio, honor y soberbia
conservan esas raíces arcaicas de la ética griega, pero ese yo ya no es el yo
físico, el sujeto particular, sino el más alto ideal de hombre que es capaz
de forjar nuestro espíritu y que todo noble aspira realizar en sí mismo.
Amor alto a ese yo, que es lo que implica areté, es lo que conduce
a la apropiación de la belleza. Belleza, que es el más preciso adjetivo
aristotélico para designar lo más grande de una conducta moral. Bellas
son las acciones del más alto heroísmo moral, pero que presuponen la
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bre. Pero veremos también cómo la paideia incluye otro aspecto, la verdad
como un ideal. Estos dos aspectos, un ideal de humanidad y la verdad
como un ideal, son constitutivos de la manera griega de ser y de su for-
ma especial de relacionarse con el mundo. Dado que siempre es posible
recaer en la barbarie, y que la verdad nunca está acabada, al griego no le
queda más remedio que vivir interpretándose a sí mismo e interpretando
el mundo en el que vive ya que, como veremos mas adelante, “los dioses
que no les revelaron a los hombres todas las cosas.(Lorite Mena, 1985).
La apropiación de un ideal para darle sentido a la vida cotidiana –y
esto es un asunto que compete a todos, al conjunto de la sociedad–, no
es sólo un asunto del individuo ni de la familia, es tarea de la sociedad.
Es ésta la que se ocupa, la que tiene la mirada vigilante sobre niños y
jóvenes, para que puedan llegar a ser humanos, seres humanos satisfac-
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torios. Pero, al mismo tiempo, para que esto tenga lugar es preciso que
los adultos puedan llegar a ser modelos, es preciso que niños y jóvenes
encuentren en ellos algo digno de ser imitado, algo que sea deseable de
ser alcanzado. Y aquí encontramos una gran diferencia con nuestra épo-
ca, en la que niños y adultos no encuentran algo deseable de ser imitado,
un modelo entendido como un ideal de hombre y, como dice Lorite
Mena, por ello son educados en el vacío, y afirma que en ello consiste el
problema de la ética hoy, ese vacío, y también el de la pedagogía, porque
ésta no es más que una acción instrumental, una técnica:
Y esto quiere decir que no sabemos ser adultos; el modo de ser humana-
mente del adulto no despierta el deseo del joven, no forma parte de sus
sueños. Entonces sólo queda un residuo sin esperanza, que se anula en su
consumo inmediato. El gran problema de nuestra ética reside en un vacío,
en una ausencia de saber ser del adulto, en no ser capaz de mirar la infancia
desde la esperanza de un ideal. La juventud ocupa ese vacío sin desearlo,
hasta que llega a identificar su deseo con el vacío (Lorite Mena, 1985: 8).
ger,1992: 3).
1 Karl Marx (1968), como John Stuart Mill (1984), consideró que una vida dedicada sólo a las
actividades de alimentación, trabajo y reproducción sin gozar el arte, el juego o la ciencia no es
otra cosa que una vida cercana a la animalidad. Por otra parte, la noción de lo gratuito se halla
en el pensamiento freudiano, cuando ubica la belleza como un valor inútil pero irrenunciable; no
podríamos vivir sin la belleza, pues ella representa un alto indicador de cultura, junto con otras
creaciones humanas como la filosofía, la religión, o el arte. Freud también lo expresa cuando explica
que el concepto de cultura va mucho más allá de lo útil, como el trabajo o la tecnología, aunque
ciertamente éstos sean parte fundamental de eso que llamamos cultura. Así mismo, en El Malestar
en la Cultura, (1997) considera que cultura también significa la domesticación de la propia violencia
para vivir en comunidad.
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Cultura también significa aquí la domesticación de la propia vio-
lencia para vivir en la comunidad humana. Lo otro que aparece es la
utopía o el juego de los posibles que tensa el deseo hacia lo que no existe,
pero que puede llegar a ser. Los feacios representan eso en el poema,
pues entre ellos existen el reparto igualitario de tierras y la democracia
con la institución de la asamblea popular, cosas inexistentes e inadmi-
sibles en el mundo de la aristocracia de entonces. Entonces, como dice
Lorite Mena, Homero se hace hermeneuta del deseo de los griegos de
entonces e instala la utopía para forzar el pensamiento hacia otros mun-
dos posibles.
Pero la condición de hermeneutas de los griegos está determinada
por una circunstancia más fundamental, la inexistencia de un libro sa-
grado: el hecho de vivir sin la prescripción de los deseos ni de las espe-
ranzas, que los conduce a interpretarse e interpretar el mundo. Ese no
saber, y el deseo de ser humanos los obliga a hacerse hermeneutas de sí.
No existe ningún camino trazado para su humanidad, por eso su
ideal de humanidad es un ideal en proceso que vive reconstruyéndose,
alimentándose del pasado, pero no es en ningún caso un ideal absoluto,
y es esto lo que posibilita el paso del mito a la filosofía, acontecimiento
este que sólo tiene lugar en el seno de la cultura griega. Ningún otro de
los grandes pueblos de la antigüedad conoce esta transición así como
tampoco conocen la transición del totalitarismo a la democracia.
De hecho, aunque el pueblo griego gozó de una densa vida religiosa
y mitopoética, su relación con éstas fue muy particular. En primer lugar
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de realizar: Aceptar que la verdad, cualquier verdad, siempre tiene una
exterioridad que puede invalidarla” (Ibíd.: 11).
Conocimiento y cuidado de sí
Esta es otra dimensión muy particular del humanismo griego, la
manera de vivir según la cual hay que hacer de la propia vida una obra
de arte, la estética de la existencia de la que habla Foucault (1994). Es
preciso ocuparse de sí, cuidar de sí, y para esto es necesario conocerse a
sí mismo. Cuidar de sí es una obligación que tiene que ver con la espiri-
tualidad, no se trata de cuidar de nuestras cosas ni de nuestro cuerpo, no
es un asunto de vanidad, tiene que ver con el alma, con la subjetividad.
Esta dimensión de la vida, el cuidado de sí, aparece en distintos
momentos de la historia griega, y como comenta el mismo Foucault,
más tarde también en el cristianismo. No obstante, el concepto aparece
primero en la filosofía en la obra de Platón. Resulta curioso que así sea,
pues se ha dicho que Platón lleva al extremo la construcción del ideal de
humanidad griego hasta hacerlo inalcanzable, al punto de que es preci-
so morir para llegar a alcanzarlo, la metafísica platónica, la misma que
condena Nietzche, aquella en la que es preciso morir para realizarse, la
llamada filosofía de los trasmundos.
Sin embargo, encontramos en el diálogo del Alcibíades una mirada
distinta del autor, en éste Platón nos ofrece una visión del alma que
no tiene que ver con esa postura metafísica de otros diálogos. Cuando
Sócrates, el gran paidagogo le insiste a Alcibíades en que conocerse a sí
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Alcibíades —Indudablemente.
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¿No consideras, por tanto, que los errores en la conducta práctica provie-
nen de esta misma ignorancia, a saber, de creer que se sabe lo que no se
sabe? [...] Porque tú convives, querido, con la peor de las ignorancias, es
nuestro razonamiento el que te descubre y, mejor, tú a ti mismo; por lo
cual, cabe decir que te lanzas a la política antes de recibir la debida instruc-
ción. Y no eres tú solamente el que padece ese mal, sino incluso la mayoría
de los que tratan los asuntos de la ciudad, a excepción de unos pocos, entre
los que quizá se cuente tu tutor Pericles (Ibíd.: 254).
“Conócete a ti mismo”, pues tus rivales son estos y no los que tú piensas,
de quienes sólo por la aplicación y el saber podríamos obtener la victoria.
Si tú estás realmente privado de estas dos cosas, perderás la ocasión de
alcanzar renombre entre los griegos y los bárbaros, lo cual, a mí entender,
lo anhelas tú como nadie en el mundo. (Ibíd.: 258).
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conocer la manera de cuidarnos mejor, cosa que en otro caso, desconoce-
remos radicalmente (Ibíd.: 261, 262).
Ya habíamos indicado antes que cuando Platón nos habla del alma
en este diálogo no se refiere a ésta como entidad metafísica sino que se
refiere al alma-sujeto tal como la interpreta Foucault. En este apartado
se nos hace más claro, por cuanto de lo que está hablando, en realidad,
es de la subjetividad entendida como singularidad, como lo que hay de
más propio y característico en cada uno. Y es esto lo que hay que co-
nocer. Resulta muy significativo el hecho de que Platón se dé perfecta
cuenta de esa condición de enajenación, en la que uno puede conocer y
tratar con cosas que se refieren a uno, pero que aquello que se le pierda,
lo que no conozca y de lo cual uno deje de ocuparse sea precisamente
uno mismo.
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esto, las cosas de los demás. [...] Pero si desconoce lo ajeno, ignora asi-
mismo lo que se refiere a los asuntos de la ciudad. [...] Un hombre así no
podría entregarse a la política. [...] Ni siquiera a los asuntos de la adminis-
tración. [...] Si, por tanto, tú has de conducir recta y convenientemente los
asuntos de la ciudad, tendrás que conseguir que los ciudadanos participen
de la virtud. (Ibíd.: 265)
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dad. Pero, también, tiene que ver con la manera de posibilitar el acceso a
la verdad, con una serie de transformaciones que es preciso producir en
uno, para tener acceso a la verdad.
Esta idea de que era necesaria la puesta en práctica de una tecnología de
uno mismo para tener acceso a la verdad era conocida entre los griegos
con anterioridad a Platón, como se pone de relieve en toda una serie de
prácticas:
Platón retoma en el Alcibíades estos viejos temas y les confiere una con-
tinuidad técnica. Si debo ocuparme de mí mismo es para convertirme en
alguien capaz de gobernar a los otros y de regir la ciudad. (Foucault, 1994:
46-46)
Y más todavía:
En la época moderna la verdad ya no puede salvar al sujeto. El saber se
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desplegarse. Y es que todas las éticas griegas, de una u otra forma, son
mucho más concretas, por más intelectualistas que sean -–como la de
Platón– que las que se desarrollaron después, y porque el humanismo
en el seno de esa cultura fue mucho más que una doctrina: tenía que
ver con una serie de prácticas y formas de vida que implicaban, como
exigencia, el cultivo del hombre por el hombre en las múltiples dimen-
siones de la vida personal y social.
La modernidad nos dio, según se ha enseñado, la libertad individual
y la subjetividad, pero el desarrollo mismo de la sociedad capitalista mo-
derna y contemporánea, hace mucho rato, metió en crisis la posibilidad
concreta de realizar esos valores. El sujeto se encuentra en cuestión, en
peligro. Por eso resulta, por entero, pertinente interrogarse acerca de si
nos ocupamos realmente de nosotros mismos o si, al contrario, sólo al-
canzamos a tratar con las cosas que se refieren a nosotros o si, en verdad,
nos conocemos a nosotros mismos y si nos ocupamos, en verdad, de los
demás o sólo de las cosas que se refieren a ellos.
Ocuparse de uno mismo no constituye simplemente una condición ne-
cesaria para acceder a la vida filosófica, en el sentido estricto del término,
sino que, como vamos a ver[...], este principio se ha convertido en tér-
minos generales en el principio básico de cualquier conducta racional, de
cualquier forma de vida activa que aspire a estar regida por el principio de
la racionalidad moral. (Foucault, 1994: 34).
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