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Humanismo Griego

Raúl Cuadros Contreras

En Grecia aparecen juntas dos preocupaciones, la pregunta por lo hu-


mano: “¿Qué es el hombre?”, y también la pregunta por cómo se cons-
tituye. Esto es así porque los Griegos tiene conciencia del peligro de la
disolución, de la inminencia de la barbarie.
Hay quienes sugieren que ya es posible rastrear cierto humanismo
en los presocráticos, en Pitágoras y en Heráclito; pero no, el humanis-
mo propiamente aparece con los Sofistas y se constituye con Sócrates
y Platón. Hay un segundo momento con Aristóteles; después, también,
en el helenismo hasta finales del Imperio, y en la filosofía griega que se
desarrolla bajo el Imperio romano.
Si bien este recorrido lo haremos desde la filosofía, donde aparece
como doctrina, como una forma de conciencia, el humanismo griego es,
ante todo, una forma de vida, un estilo o si se quiere un ethos que persi-
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gue un ideal de humanidad. Esto es algo que puede percibirse en todos


los ámbitos de la cultura griega desde mucho antes de la aparición de la
filosofía, en la poesía, la tragedia, y el arte pictórico y escultórico.
Y esto es lo más importante, porque podemos hablar legítimamente
de humanismo cuando nos encontramos con la concepción de un ideal
de humanidad, de un modelo a donde se quiere llegar, y esto es por su-
puesto, algo ético, político y estético; y así lo fue en Grecia en todas las
manifestaciones de la vida, de hecho toda la vigorosidad del pensamien-
to filosófico griego emana de esa fuente inmensa de la cultura, de la cual
los sistemas filosóficos son formas sofisticadas de conciencia.
Vamos a tratar de tener en mente todo eso aunque no es fácil, va-
mos a hacer una aproximación al humanismo griego desde la filosofía
y en parte desde la Historia, pero tratando de ver como aparecen esos

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valores, esas prácticas y tradiciones que luego van a estar sustentadas
en conceptos y doctrinas filosóficas, y lo haremos centrados en algunos
textos clásicos más depurados, tanto éticos como políticos, de la obra de
Sócrates, Platón y Aristóteles. Estudiaremos en especial las nociones de
areté, paideia, conocimiento y cuidado de sí.

Nobleza y Areté
La primera preocupación tiene que ver con la constitución o la forma-
ción de lo humano. En nuestra época la noción de formación, en pedago-
gía y filosofía de la educación, es resbaladiza y difícil, y no logra traducir
bien los conceptos griegos de los cuales procede. Éstos son los conceptos
de areté y -más tarde- paideia, que tratan de dar cuenta de los aspectos
éticos, políticos y antropológicos más sustanciales relacionados con la
educación, entendida como un complejo fenómeno cultural y social, y
no como un quehacer técnico o instrumental.
Esa idea de formación la encontramos en los griegos desde muy
temprano, entre quienes tiene la forma del reconocimiento de la nece-
sidad de crear un tipo ideal íntimamente coherente y claramente de-
terminado. Bajo esta concepción, no es posible la educación sin que se
presente al espíritu una imagen del hombre tal como debe ser, un ideal
de humanidad ( Jaeger, 1992). Esta imagen o ideal no es otra cosa que la
belleza, algo grande y sublime donde la utilidad no es importante. Esto
por supuesto no es cosa del azar, es producto de la disciplina, es algo
consciente, es un producto tanto de la cultura como de la educación.
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Ese ideal de humanidad nace en la Grecia aristocrática y aparece


bajo la forma del ideal de hombre superior, que posee la areté, la cual
no es todavía la paideia; pues ésta no surge sino hasta el siglo v, pero
tampoco es la Virtud. Es algo difícil de traducir. Es la expresión del más
alto ideal caballeresco. Se trata del heroísmo del guerrero, de la busca del
máximo heroísmo, de lo más selecto.
Es lógico que el ideal en cuanto valor superior sea el heroísmo, porque
es la época de las migraciones con fines de colonización, en la que las gran-
des familias aristocráticas se unifican para ir a la guerra y colonizar otros
territorios y pueblos. Es la época de los grandes guerreros, de allí que un
valor como éste surja y se refuerce, y los ayude a mantenerse unidos como
comunidad. Y son esas gestas las que son recreadas en los grandes poemas
épicos, que terminan desarrollando y fortaleciendo dichos valores.

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En Homero la areté no es sólo algo exclusivo de los hombres, está
referida también a seres no humanos, a su superioridad, desde la fuerza
de los caballos superiores hasta la superioridad de los dioses. Pero en
los hombres se trata de un atributo propio de la nobleza, es la destre-
za, la fuerza, el dominio. Fuerza y capacidad, vigor y salud son la areté
del cuerpo, sagacidad y penetración son la areté del espíritu. Y a veces
connota prestigio, pero más precisamente designa a la fuerza que le es
propia al aristoi, aquella que constituye su perfección.
En Homero no siempre areté tiene una connotación moral, es fuer-
za y valentía pero a veces es también prudencia y astucia. No obstante,
para los historiadores y filósofos moralistas contemporáneos esas nocio-
nes más amplias de Homero tienen un sentido moral, pues se trata del
ethos de la época, de las costumbres que dan coherencia a la existencia
humana de entonces, y que además son claramente reconocidas y exal-
tadas como constitutivas del carácter.
Las éticas posteriores de origen citadino retoman estas nociones.
En ellas valor remite a hombría, a virilidad, de hecho virtud procede de
vir, que refiere la fuerza viril del guerrero que se impone en el combate
contra la mayoría. Se refieren a lo propio de una conducta selecta que
conserva su sabor aristocrático.
El sentido moral que la areté tiene en Homero aparece a veces rela-
cionado con cierto sentido del deber, como algo que se enseña y con lo
que se está comprometido para alcanzar el ideal que se persigue. La areté
tiene que ver con los más altos valores de una clase, de los aristoi, con
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el orgullo de la nobleza. En ese sentido es algo propio de una estirpe,


algo que se adquiere por la progenitud, pero no fácilmente; no es algo
garantizado de una vez por el sólo hecho de pertenecer a una estirpe.
Por el contrario, es una distinción que sólo puede conservarse mediante
el ejercicio de las virtudes por las cuales ha sido conseguida, así que hay
que esforzarse en ello.
Aristoi son muchos, pero esto es algo que debe mantenerse y es un
deber esforzarse para lograrlo; de allí, que lo que se juega en el combate
no es sólo el vencer a un oponente ocasional; de lo que se trata es de
mantener la areté ganada en lucha contra la naturaleza. La aristeia es la
dignidad propia de los héroes de la épica antigua, así que los herederos
de esa antigua estirpe de guerreros viven en el combate y en los juegos

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de agón, una prueba de fuego para las virtudes que los identifican como
verdaderos aristoi.
Cuando Glauco se enfrenta con Diómedes en el campo de batalla y quiere
mostrarse como su digno adversario, enumera, a la manera de Homero, a
sus ilustres antepasados y continúa: “Hipóloco me engendró, de él tengo
mi prosapia. Cuando me mandó a Troya me advirtió con insistencia que
luchara siempre para alcanzar el precio de la más alta virtud humana y que
fuera siempre, entre todos, el primero” ( Jaeger, 1992: 24).

He aquí expresada con toda claridad, en un pasaje de La Ilíada cita-


do por Jaeger, la conciencia formativa, pedagógica de la nobleza griega.
En otro pasaje de la misma obra comentado por el mismo autor aparece
también, claramente, esta conciencia formativa de la nobleza griega, al
tiempo que se da cuenta de las variaciones semánticas del concepto are-
té, que ya no expresa, solamente, el viejo concepto guerrero sino que in-
corpora otros aspectos propios del ideal de perfección en construcción:
Y es de la mayor importancia que este ideal sea expresado por el viejo Fénix,
el educador de Aquiles, héroe prototípico de los griegos. En una hora deci-
siva recuerda al joven el fin para el cual ha sido educado: “Para ambas cosas,
para pronunciar palabras y para realizar acciones” ( Jaeger, 1992: 24).

Mas tarde la areté se torna en reconocimiento, pues aún no es un


estado interior como será después, sino algo público. Posteriormente los
filósofos pueden prescindir de él, aunque no absolutamente, ya que tam-
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poco el hombre filósofo puede ser un indiferente. El reconocimiento, la


aprobación o la censura cuentan como la medida de la vida social. Sin
embargo, tampoco se trata de vanidad, como lo verán más tarde los cris-
tianos, sino de la aspiración de la persona a lo ideal y lo sobre-personal,
que es donde el valor empieza, y que se perfecciona sólo con la muerte,
cuando se torna en fama.
En Aristóteles esta noción aparece reconceptualizada: el hombre
magnánimo de su ética. Se trata de la vigorosidad de espíritu, la genero-
sidad, la alta estima de sí. El reconocimiento de la soberbia o magnani-
midad como una virtud ética, como una que presupone a todas las otras
virtudes. Aquiles y Ayax son para Aristóteles el modelo de esta cualidad.
Esta misma idea aparece en Platón, para quien hallar la perfección sólo
es posible en almas selectas.

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El honor es el premio a la areté. Soberbia y magnanimidad en Aris-
tóteles son algo así como la areté sublimada, y son lo más difícil de al-
canzar para el hombre, ya que constituyen la unidad de todas las exce-
lencias, el más grande valor moral.
En este momento conviene hacer una aclaración: esta excelencia de
la que se habla no es la de los seudoteóricos de la administración, que
promueven el éxito y la vanidad como los grandes valores en los que hay
que formar a las nuevas generaciones. Estas seudodoctrinas proponen, al
igual que gran parte de los filmes de Hollywood, la imagen de un héroe
triunfador, aquel que es capaz de hacer lo que sea por alcanzar sus pro-
pósitos. Pero esto no tiene nada que ver con la grandeza de alma, con la
virtud moral e intelectual, a lo sumo es destreza, astucia, vanidad.
Tampoco se trata de un ego exacerbado, ni del individualismo. El
esfuerzo humano hacia la perfección de la areté es el producto de un
amor propio elevado a su máxima expresión. Aristóteles conserva en su
ética este sesgo aristocrático, la alta estimación del amor propio, contra
su siglo ilustrado y altruista (Ibíd.: 28). Amor propio, honor y soberbia
conservan esas raíces arcaicas de la ética griega, pero ese yo ya no es el yo
físico, el sujeto particular, sino el más alto ideal de hombre que es capaz
de forjar nuestro espíritu y que todo noble aspira realizar en sí mismo.
Amor alto a ese yo, que es lo que implica areté, es lo que conduce
a la apropiación de la belleza. Belleza, que es el más preciso adjetivo
aristotélico para designar lo más grande de una conducta moral. Bellas
son las acciones del más alto heroísmo moral, pero que presuponen la
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mayor estimación de sí mismo. Así, se trata de una busca infatigable, de


defender los amigos y estar dispuesto a morir por ellos, de sacrificarlo
todo por la patria abandonando bienes y honores, todo para apropiarse
la belleza.
La más alta entrega a un ideal es la prueba de un amor propio
enaltecido. Es preferible vivir poco pero en función de un noble ideal.
Por supuesto no se trata de morir o vivir por insignificancias, tampoco
se trata de un desprecio por la vida ni de ser temerarios. El heroísmo
moral, que puede llevar a morir con gusto por un ideal, tiene cierta con-
notación metafísica, pues se trata de alcanzar la inmortalidad. Morir por
fidelidad a un ideal, he allí el heroísmo moral, pero entiéndase que no
es lo mismo que decir que hay que morir para realizarse, esta idea tan
radical sí es parte constitutiva de la metafísica de Platón.

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La noción de Paideia resume en, sí misma, la expresión más depu-
rada y consciente de lo que es el humanismo para los griegos y de lo que
es, en rigor, el humanismo griego. De allí proceden las palabras pedago-
gía y pedagogo, que viene de paidagogo. Pero, como advierte José Lorite
Mena (1985), no es fácil traducir para nuestra época todo el significado
de esa noción. Se la traduce comúnmente como educación, formación
o cultura, pero:
La aparente sobriedad de la definición nos esconde toda la fuerza de las
representaciones que se disputan el orden de la realidad humana, que
canaliza la educación, la formación, la cultura hacia un modo de existir
humanamente. Nosotros preferiríamos decir que la Paideia es, fundati-
vamente, una cierta mirada sobre el niño desde la esperanza del adulto.
Por eso el griego distingue entre la Paideia y la técnica pedagógica como
también distingue de la crianza, a la cual reserva el término trophe. La
técnica es la acción inmediata, el instrumental de la ejecución; la Paideia es
la dirección hacia una meta, la articulación del ser niño en el tejido de las
representaciones. Esta meta es el ideal de la esperanza realizante de un ser
humano satisfactorio, la mirada vigilante del cultivo de las posibilidades.
En esta relación entre el futuro y el presente, la sociedad se está represen-
tando a través de las esperanzas con que cultiva la infancia y la juventud
(Lorite Mena, 1985: 7).

He aquí la continuidad de la noción de areté, la paideia tiene que ver


con la construcción, en todos los ámbitos de la vida, de un ideal de hom-
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bre. Pero veremos también cómo la paideia incluye otro aspecto, la verdad
como un ideal. Estos dos aspectos, un ideal de humanidad y la verdad
como un ideal, son constitutivos de la manera griega de ser y de su for-
ma especial de relacionarse con el mundo. Dado que siempre es posible
recaer en la barbarie, y que la verdad nunca está acabada, al griego no le
queda más remedio que vivir interpretándose a sí mismo e interpretando
el mundo en el que vive ya que, como veremos mas adelante, “los dioses
que no les revelaron a los hombres todas las cosas.(Lorite Mena, 1985).
La apropiación de un ideal para darle sentido a la vida cotidiana –y
esto es un asunto que compete a todos, al conjunto de la sociedad–, no
es sólo un asunto del individuo ni de la familia, es tarea de la sociedad.
Es ésta la que se ocupa, la que tiene la mirada vigilante sobre niños y
jóvenes, para que puedan llegar a ser humanos, seres humanos satisfac-

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torios. Pero, al mismo tiempo, para que esto tenga lugar es preciso que
los adultos puedan llegar a ser modelos, es preciso que niños y jóvenes
encuentren en ellos algo digno de ser imitado, algo que sea deseable de
ser alcanzado. Y aquí encontramos una gran diferencia con nuestra épo-
ca, en la que niños y adultos no encuentran algo deseable de ser imitado,
un modelo entendido como un ideal de hombre y, como dice Lorite
Mena, por ello son educados en el vacío, y afirma que en ello consiste el
problema de la ética hoy, ese vacío, y también el de la pedagogía, porque
ésta no es más que una acción instrumental, una técnica:
Y esto quiere decir que no sabemos ser adultos; el modo de ser humana-
mente del adulto no despierta el deseo del joven, no forma parte de sus
sueños. Entonces sólo queda un residuo sin esperanza, que se anula en su
consumo inmediato. El gran problema de nuestra ética reside en un vacío,
en una ausencia de saber ser del adulto, en no ser capaz de mirar la infancia
desde la esperanza de un ideal. La juventud ocupa ese vacío sin desearlo,
hasta que llega a identificar su deseo con el vacío (Lorite Mena, 1985: 8).

Jaeger concede toda la importancia a esta idea de la educación como


algo social:
En la educación, tal como la practica el hombre, actúa la misma fuerza
vital, creadora y plástica, que impulsa, espontáneamente, a toda especie
viva al mantenimiento y propagación de su tipo. Pero, adquiere en ella
el más alto grado de su intensidad, mediante el esfuerzo consciente del
conocimiento y de la voluntad dirigida a la consecución de un fin ( Jae-
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ger,1992: 3).

Sin la existencia en la base de las representaciones de un ideal de


humanidad resulta imposible educar, y el pueblo griego fue consciente
de esto:
[A] medida que avanzó en su camino, se inscribió con claridad creciente
en su conciencia el fin, siempre presente, en que descansaba su vida: la
formación de un alto tipo de hombre. Para él la idea de la educación re-
presentaba el sentido de todo humano esfuerzo. Era la justificación última
de la existencia de la comunidad y de la individualidad humana. El cono-
cimiento de sí mismo, la clara inteligencia de lo griego, se hallaba en la
cima de su desarrollo.[…] En lo que respecta al problema de la educación,

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la clara conciencia de los principios naturales de la vida humana y de las
leyes inmanentes que rigen sus fuerzas corporales y espirituales, hubo de
adquirir la más alta importancia. Poner estos conocimientos, como fuerza
formadora, al servicio de la educación y formar, mediante ellos, verdaderos
hombres, del mismo modo que el alfarero modela su arcilla, y el escultor
sus piedras, es una idea osada y creadora que sólo podía madurar en el
espíritu de aquel pueblo artista y pensador. La más alta obra de arte que su
afán se propuso fue la creación del hombre viviente. Los griegos vieron por
primera vez que la educación debe ser también un proceso de construcción
consciente (Ibíd.: 6, 10-11).

Así, la paideia es el arte de hacer que el hombre sea plenamente


humano pues los griegos –a diferencia nuestra– tenían la esperanza de
serlo.
El asunto de llegar a ser humano está vinculado con la forma o el
tipo de saber, con la hermenéutica, con saber interpretarse e interpretar
el mundo, pero también tiene que ver con la cultura. La idea de cultura
de los griegos que aparece sugerida por Homero en la Odisea tiene que
ver con el laboreo, con el trabajo sobre sí. Homero la emparienta con la
agricultura, que separa al hombre de la condición animal. Así aparece
en los pasajes de la Odisea en los que el poeta contrapone los cíclopes
(capítulo ix), con los feacios (capítulos vi, vii y viii).
Los cíclopes representan lo bárbaro, lo bestial, ellos no conocen la
agricultura y viven de la rapiña, son terriblemente violentos y viven en
el mundo de lo estrictamente necesario, no conocen el juego ni las artes.
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Los feacios en cambio conocen la agricultura y las artes, son un pueblo


pacífico que conoce el juego, o lo que Lorite Mena llama lo gratuito, es
decir que han roto la barrera de lo estrictamente necesario para ingresar
en el ámbito propiamente dicho de lo humano. Así lo pensaban Marx,
Freud y Mill.1

1 Karl Marx (1968), como John Stuart Mill (1984), consideró que una vida dedicada sólo a las
actividades de alimentación, trabajo y reproducción sin gozar el arte, el juego o la ciencia no es
otra cosa que una vida cercana a la animalidad. Por otra parte, la noción de lo gratuito se halla
en el pensamiento freudiano, cuando ubica la belleza como un valor inútil pero irrenunciable; no
podríamos vivir sin la belleza, pues ella representa un alto indicador de cultura, junto con otras
creaciones humanas como la filosofía, la religión, o el arte. Freud también lo expresa cuando explica
que el concepto de cultura va mucho más allá de lo útil, como el trabajo o la tecnología, aunque
ciertamente éstos sean parte fundamental de eso que llamamos cultura. Así mismo, en El Malestar
en la Cultura, (1997) considera que cultura también significa la domesticación de la propia violencia
para vivir en comunidad.

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Cultura también significa aquí la domesticación de la propia vio-
lencia para vivir en la comunidad humana. Lo otro que aparece es la
utopía o el juego de los posibles que tensa el deseo hacia lo que no existe,
pero que puede llegar a ser. Los feacios representan eso en el poema,
pues entre ellos existen el reparto igualitario de tierras y la democracia
con la institución de la asamblea popular, cosas inexistentes e inadmi-
sibles en el mundo de la aristocracia de entonces. Entonces, como dice
Lorite Mena, Homero se hace hermeneuta del deseo de los griegos de
entonces e instala la utopía para forzar el pensamiento hacia otros mun-
dos posibles.
Pero la condición de hermeneutas de los griegos está determinada
por una circunstancia más fundamental, la inexistencia de un libro sa-
grado: el hecho de vivir sin la prescripción de los deseos ni de las espe-
ranzas, que los conduce a interpretarse e interpretar el mundo. Ese no
saber, y el deseo de ser humanos los obliga a hacerse hermeneutas de sí.
No existe ningún camino trazado para su humanidad, por eso su
ideal de humanidad es un ideal en proceso que vive reconstruyéndose,
alimentándose del pasado, pero no es en ningún caso un ideal absoluto,
y es esto lo que posibilita el paso del mito a la filosofía, acontecimiento
este que sólo tiene lugar en el seno de la cultura griega. Ningún otro de
los grandes pueblos de la antigüedad conoce esta transición así como
tampoco conocen la transición del totalitarismo a la democracia.
De hecho, aunque el pueblo griego gozó de una densa vida religiosa
y mitopoética, su relación con éstas fue muy particular. En primer lugar
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la religión griega no gobernó ni reglamentó la vida moral de los hombres,


es conocida su mitología de un marcado talante antropomorfo, los dio-
ses griegos no sólo tienen forma humana sino que son completamente
humanizados, comportan todas las pasiones, vicios y virtudes humanas:
aman, odian, celan, desean, pero también saben ser justos y nobles. Y
los relatos míticos griegos cuentan ante todo las historias de la tribu, no
tanto las hazañas de los dioses como las hazañas de los hombres, de los
grandes hombres de la tribu.
Pero sobre todo, esas historias o relatos de la tribu, por los cuales
se revela y afirma la identidad del pueblo griego, participan de una ca-
racterística muy singular: la de poder ser y no ser a la vez, pues existen
múltiples versiones de los mismos que son presentadas al mismo tiempo
y que no por ello conducen a ninguna sanción. Esto quiere decir, como

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se advierte en el diálogo de El Banquete de Platón, que no existe una sola
versión que pudiera atribuirse el don de la autenticidad o de la veraci-
dad, en lugar de eso sólo existen distintas versiones, las cuales pueden
ser defendidas, sustentadas, pero que en todo caso siempre habrá que
interpretar.
El fondo ancestral de donde surge la posibilidad del paso del mito a la filo-
sofía es una Paideia que se reconoce como un saber incompleto, inacabado,
que tiene que fabular utopías para mirar al hombre desde la esperanza, que
tiene que calmar sus deseos de realidad haciendo que los dioses tomen
formas humanas (Lorite Mena, 1985 : 12).

Pero este es un trabajo de hermenéutica y no de exégesis –Zuleta


(2004), atribuye a esta circunstancia la aparición de la demostración en
Grecia–, no existen, por tanto, herejes. El punto de partida es enton-
ces un no saber, y no existe escapatoria para ello, nada saca al hombre
griego de esta condición, nadie le revela la verdad eterna, ni siquiera las
musas:
La prueba se encuentra en las primeras palabras que las Musas, las hijas
del todo poderoso Zeus, dirigen a Hesíodo en la Teogonía[...]. “Nosotras
sabemos contar mentiras semejantes a la realidad; pero también sabemos,
cuando queremos, contar verdades (semejantes a la realidad)[...]”. La úl-
tima instancia de verdad en el pensamiento mítico, la divinidad, deja al
hombre en una incertidumbre total, en un vacío insondable (Ibíd. :11).
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La verdad del mundo griego es una verdad frágil que siempre es


preciso reparar o reconstruir. Eso estuvo en el origen de la filosofía y de
todo el pensamiento griego hasta Platón, quien produce una ruptura y
quiere dar lugar a lo absoluto, tanto en la esfera del conocimiento como
en la de la vida política y social. Sin embargo, la verdad sea dicha, ese
intento de Platón es la respuesta a una crisis profunda, a la decadencia
de la cultura griega y del pensamiento sofístico en su etapa de descom-
posición; es eso lo que lo lleva a buscar absolutos y a postular un ideal
absoluto casi inhumano de humanidad. Pero la vieja mirada se resta-
blece en buena medida con Aristóteles, quien rompe con la concepción
absoluta de verdad y de humanidad de su maestro.
Es esa fragilidad de la verdad la que los obliga a hacerse hermeneu-
tas. “¿Qué quiere decir ser hermeneuta? Algo tan simple como difícil

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de realizar: Aceptar que la verdad, cualquier verdad, siempre tiene una
exterioridad que puede invalidarla” (Ibíd.: 11).

Conocimiento y cuidado de sí
Esta es otra dimensión muy particular del humanismo griego, la
manera de vivir según la cual hay que hacer de la propia vida una obra
de arte, la estética de la existencia de la que habla Foucault (1994). Es
preciso ocuparse de sí, cuidar de sí, y para esto es necesario conocerse a
sí mismo. Cuidar de sí es una obligación que tiene que ver con la espiri-
tualidad, no se trata de cuidar de nuestras cosas ni de nuestro cuerpo, no
es un asunto de vanidad, tiene que ver con el alma, con la subjetividad.
Esta dimensión de la vida, el cuidado de sí, aparece en distintos
momentos de la historia griega, y como comenta el mismo Foucault,
más tarde también en el cristianismo. No obstante, el concepto aparece
primero en la filosofía en la obra de Platón. Resulta curioso que así sea,
pues se ha dicho que Platón lleva al extremo la construcción del ideal de
humanidad griego hasta hacerlo inalcanzable, al punto de que es preci-
so morir para llegar a alcanzarlo, la metafísica platónica, la misma que
condena Nietzche, aquella en la que es preciso morir para realizarse, la
llamada filosofía de los trasmundos.
Sin embargo, encontramos en el diálogo del Alcibíades una mirada
distinta del autor, en éste Platón nos ofrece una visión del alma que
no tiene que ver con esa postura metafísica de otros diálogos. Cuando
Sócrates, el gran paidagogo le insiste a Alcibíades en que conocerse a sí
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mismo es conocer su alma, está hablando de la subjetividad, o como dice


Foucault del alma-sujeto. Y es esto a lo que llamamos espiritualidad.
Sócrates se revela como un gran humanista que, contra las exigencias y
las apetencias de la sociedad, trata de enseñarle al joven Alcibíades lo
que es indispensable saber para la vida, y esto no es otra cosa que saber
qué es el hombre, lo cual supone conocerse a sí mismo, pues si no se sabe
quién se es no se puede cuidar de sí, y si no se sabe qué es el hombre no
se puede aspirar a gobernar.
El diálogo es muy rico, versa tanto sobre asuntos epistemológicos
como morales y políticos, y es al mismo tiempo un ejercicio de pedago-
gía en el que Sócrates hace gala tanto de la mayéutica como de la ironía,
que son los componentes centrales de su método. También es un ejerci-
cio lógico-crítico, pues todo el tiempo se está revisando cómo es que se

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piensa, cómo se construyen los razonamientos para poner en evidencia
y desterrar al error.
Pero lo que más nos interesa es mostrar cómo aparece el asunto del
cuidado de sí. En el diálogo, aunque no sea así en todos los otros casos
de la cultura griega, el conocimiento y el cuidado de sí son claves para
el ejercicio del poder político. Sócrates le pega, digámoslo así, una tre-
menda sacudida a Alcibíades, desnudando sus ambiciones de gobernar
la ciudad, su arrogancia, pero al mismo tiempo dejando al descubierto su
crasa ignorancia en los asuntos de la vida y de la ciudad, haciéndole ver
cómo no sabe nada sobre eso porque no lo ha aprendido por sí mismo
ni lo ha aprendido de nadie:
Sócrates —¿Y no se ha dicho con respecto a lo justo y a lo injusto que el
hermoso Alcibíades, hijo de Clinias, estaba en la ignorancia, pero se creía
sabio, y que se encontraba dispuesto a ir a la asamblea para aconsejar a los
atenienses sobre aquellas cosas que él ignoraba? ¿No era eso?

Alcibíades —Indudablemente.

Sócrates —Entonces sucede aquí lo de Eurípides, Alcibíades: pareces ha-


ber oído estas cosas de ti mismo y no pronunciadas por mí; no soy yo el
que las digo, sino tú, aunque me las atribuyas sin razón. Y, no obstante,
también dices verdad: guardas en el pensamiento intentar una empresa
alocada, esto es, querido, querer enseñar lo que no sabes y ni siquiera pro-
curar aprenderlo (Platón, 1966: 250-251).
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En este apartado Sócrates anticipa dos problemas claves, el primero


es el de la ignorancia, la teoría de la ignorancia de Platón. Un asunto cla-
ve para el conocimiento y para la pedagogía: la peor ignorancia consiste
en creer que se sabe lo que no se sabe. El segundo es el problema moral,
práctico, de albergar ideas o intenciones equivocadas y que plantea la
necesidad de la corrección. Todo mediante el reconocimiento del error
que hace posible su destierro, su corrección:
Sócrates —Reflexiona tú juntamente conmigo: ¿sobre las cosas que no
sabes, y que tú sabes que ignoras, desvaría tu opinión? Por ejemplo, ¿sabes
de cierto que eres un ignorante acerca de la preparación de alimento? [...]
¿Acaso, pues, opinas tú mismo sobre estas cosas de qué modo es preciso
efectuar ese cuidado y desvarías sobre ello, o confías en el que sabe? [...]

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¿No consideras, por tanto, que los errores en la conducta práctica provie-
nen de esta misma ignorancia, a saber, de creer que se sabe lo que no se
sabe? [...] Porque tú convives, querido, con la peor de las ignorancias, es
nuestro razonamiento el que te descubre y, mejor, tú a ti mismo; por lo
cual, cabe decir que te lanzas a la política antes de recibir la debida instruc-
ción. Y no eres tú solamente el que padece ese mal, sino incluso la mayoría
de los que tratan los asuntos de la ciudad, a excepción de unos pocos, entre
los que quizá se cuente tu tutor Pericles (Ibíd.: 254).

E insiste en la posibilidad de la transformación mediante la ins-


trucción. Aquí es preciso anotar que esa insistencia es determinante por-
que Sócrates le quiere hacer ver a Alcibíades que tiene que prepararse,
no para competir con los suyos sino con reyes de naciones mucho más
poderosas y cultas que la suya; porque los Lacedemonios y los Persas
descienden de razas más nobles que la suya. Entonces, su empresa tiene
una envergadura mucho mayor de la que él imaginaba:
“Sócrates — ¿No es más lógico acaso que las mejores naturalezas
se encuentren en las razas más nobles? [...] ¿Y no lo es también que los
mejor criados, si son bien instruidos, terminan por perfeccionarse en la
virtud?” (Ibíd.: 254).

De allí que sólo el conocimiento y el cuidado de sí le reservan algu-


na posibilidad para sus fines:
En verdad, ingenuo amigo, confía en mí y también en la máxima de Delfos:
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“Conócete a ti mismo”, pues tus rivales son estos y no los que tú piensas,
de quienes sólo por la aplicación y el saber podríamos obtener la victoria.
Si tú estás realmente privado de estas dos cosas, perderás la ocasión de
alcanzar renombre entre los griegos y los bárbaros, lo cual, a mí entender,
lo anhelas tú como nadie en el mundo. (Ibíd.: 258).

Sócrates ha obligado a Alcibíades a interpretarse a sí mismo y a


descubrir sus apetencias y errores, pero llegado a este punto la tarea ape-
nas comienza; pues para llegar al saber es preciso aplicarse, es necesario
trabajar duro sobre sí, trasformarse, por eso le advierte y le pregunta:
“—No ha de haber, querido amigo, ni renuncia ni blandura alguna. [...]
pero reflexiona en común y dime: ¿estamos de acuerdo en querer llegar a
ser mejores? [...] ¿Qué virtud deseamos?” (Ibíd.: 258).

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Prosigue con su ejercicio de preguntas, que es como una suerte de te-
rapia, para preguntar ahora por las cosas decisivas. Lo interroga, entonces,
acerca de los asuntos de la ciudad propiamente dichos, de cuáles son las
virtudes necesarias para entregarse a la vida política. Y, como era de espe-
rarse, el joven sólo tiene opiniones, errores, ideas confusas y hasta contra-
dictorias. No obstante, el maestro lo reanima y prosigue con el ejercicio:
—Es preciso mostrarse animoso, pues si tú hubieses caído en la cuenta de
esto a la edad de cincuenta años, te sería difícil poner cuidado en ti mismo;
pero ahora, precisamente, estás en la edad en la que conviene preocuparse.
[...] —Pues bien: dime en qué consiste el cuidado de sí mismo, ya que
muchas veces lo pasamos por alto aunque creyendo realizarlo, y cuándo
lo lleva el hombre a la práctica. ¿Es acaso cuidando sus asuntos cuando se
preocupa de sí mismo? [...] —Pues vamos a ver: cuando un hombre cuida
de sus pies, ¿cuida acaso también de las cosas que se refieren a sus pies?
(Ibíd.: 261).

Y empieza un singular pasaje en el que trata de mostrarle cómo,


las más de las veces, no cuidamos de nosotros cuando creemos hacerlo,
que solemos cuidar de las cosas que se refieren a nosotros, pero que casi
nunca cuidamos de nosotros:
—En resumen: ¿no cuidamos de nuestro cuerpo por medio de la gimnasia,
y por el arte de tejer, y otros más, de las cosas propias de él? [...] —Enton-
ces con un arte cuidamos de un objeto cualquiera y con otro de las cosas
que le pertenecen. [...] —Pues, según parece, no cuidamos con el mismo
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arte de nosotros mismos y de nuestras propias cosas. […] —Más vamos a


ver, ¿cuál es el arte con el que podríamos cuidar de nosotros mismos? [...]
—En algo, sin embargo, estaríamos de acuerdo, a saber: que no sería por
medio del arte que mejorase nuestras cosas, sino por el que nos hiciese
mejores a nosotros mismos. [...] —Pero ¿es que acaso sabríamos decir qué
arte mejora el calzado, desconociendo lo que es el calzado? [...] —En-
tonces, ¿podríamos conocer qué arte nos hace mejores, desconociendo en
realidad lo que nosotros mismos somos? [...] — ¿Crees acaso que es cosa
fácil conocerse a sí mismo y que era un hombre vulgar el que puso eso en el
templo de Delfos, o, por el contrario, que no está al alcance de cualquiera?
[...] —Y bien, Alcibíades, sea fácil o difícil, el hecho con el que siempre
nos enfrentamos es este: que conociéndonos a nosotros mismos podremos

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conocer la manera de cuidarnos mejor, cosa que en otro caso, desconoce-
remos radicalmente (Ibíd.: 261, 262).

Da varios pasos adelante y afirma que es el hombre, que es ese sí


mismo, que ni es el cuerpo ni es el todo cuerpo-alma:
Sócrates —Pero, puesto que ni el cuerpo ni el todo son el hombre, resta
decir, según yo creo, que o no son nada, si son algo, que sea el alma preci-
samente el hombre. [...] ¿Hay aun necesidad de demostrar algo más evi-
dente, a saber: que el alma es el hombre mismo? [...] —A lo que decíamos
hace poco: que sería preciso buscar primero lo que sea ese “sí mismo”, pues
ahora, en lugar del “sí mismo” absoluto, hemos tratado de encontrar lo que
es cada uno en particular, cosa que quizá nos sería suficiente, ya que decía-
mos que el alma era lo más importante que hay en nosotros (Ibíd.: 263).

Ya habíamos indicado antes que cuando Platón nos habla del alma
en este diálogo no se refiere a ésta como entidad metafísica sino que se
refiere al alma-sujeto tal como la interpreta Foucault. En este apartado
se nos hace más claro, por cuanto de lo que está hablando, en realidad,
es de la subjetividad entendida como singularidad, como lo que hay de
más propio y característico en cada uno. Y es esto lo que hay que co-
nocer. Resulta muy significativo el hecho de que Platón se dé perfecta
cuenta de esa condición de enajenación, en la que uno puede conocer y
tratar con cosas que se refieren a uno, pero que aquello que se le pierda,
lo que no conozca y de lo cual uno deje de ocuparse sea precisamente
uno mismo.
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—En consecuencia, al prescribirse el conocimiento de “sí mismo”, lo que


se nos ordena es el conocimiento de nuestra alma. [...] Pues, en realidad,
ningún médico se conoce a sí mismo en tanto que médico, ningún profe-
sor de gimnasia en tanto que profesor de gimnasia. [...] Muy convenien-
temente sería, por tanto, que los agricultores y demás obreros manuales
se conocieran a sí mismos: pues ni conocen al menos, según parece, sus
propias cosas, sino que, por sus respectivas profesiones, aún están más ale-
jados de ellas. Conocen si acaso, las cosas del cuerpo o aquellas de que este
se sirve. [...] Volvamos a afirmar, por tanto, que quien cuida de su cuerpo y
de lo que a él se refiere, no por ello cuida de sí mismo. [...] El hombre de
negocios, por consiguiente, no realiza el más importante, cual es el cuidado
de lo suyo. (Ibíd.: 263)

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De estas consideraciones extrae Sócrates las conclusiones más im-
portantes para la vida, y en especial para la vida pública; dado que a lo que
aspira Alcibíades es a gobernar la ciudad. Concluye, entonces, que se ama
en verdad cuando se ama el alma de los otros, y que esa es perecedera.
No obstante hace una precisión más con respecto al alma, al conside-
rar lo más propiamente humano de ésta y tomar en cuenta que al mismo
tiempo es casi divina. Por otra parte, remata su reflexión concluyendo que,
solamente, cuando uno se hace sabio puede llegar a distinguir y decidir
sobre las cosas buenas y malas para la vida; y más todavía, que sólo este
saber sobre el hombre faculta para gobernar los asuntos de la ciudad.
—Pues bien, querido Alcibíades: si el alma desea conocerse a sí misma,
también debe mirar el único amor cierto e incorruptible; porque no se refie-
re a cosas accesorias ni a un alma y, sobre todo, a la parte de ella en la que se
encuentra su facultad propia, la inteligencia, o bien a algo que se le asemeje.
[...] ¿pues hay en el alma, en efecto, una parte más divina que esta donde
se encuentran el entendimiento y la razón? [...] —Es que esta parte parece
realmente divina, y quien la mira y descubre en ella todo ese carácter sobre
humano, un dios y una inteligencia, bien puede decirse que tanto mejor se
conoce a sí mismo. [...] Y el conocerse a sí mismo, ¿no hemos convenido
en llamarlo sabiduría o buen sentido? [...] Si, pues, no nos conociésemos a
nosotros mismos y no fuésemos de algún modo sabios, ¿podríamos saber
cuáles de nuestras cosas son buenas y cuáles malas? (Ibíd.: 265)

—Entonces, cualquiera que ignora lo que a él atañe, ignora también, según


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esto, las cosas de los demás. [...] Pero si desconoce lo ajeno, ignora asi-
mismo lo que se refiere a los asuntos de la ciudad. [...] Un hombre así no
podría entregarse a la política. [...] Ni siquiera a los asuntos de la adminis-
tración. [...] Si, por tanto, tú has de conducir recta y convenientemente los
asuntos de la ciudad, tendrás que conseguir que los ciudadanos participen
de la virtud. (Ibíd.: 265)

Esta que acabamos de reseñar es la manera platónica de encarar el


asunto del cuidado de sí. Pero, ya hemos indicado cómo es algo que apa-
rece antes de Platón y se encuentra a todo lo largo de la historia griega,
y también en Roma y en los comienzos del cristianismo. Tiene que ver
con una serie de prácticas sobre sí, que posibilitan la afirmación de la
propia subjetividad y, en esa medida, están en el origen de la personali-

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dad. Pero, también, tiene que ver con la manera de posibilitar el acceso a
la verdad, con una serie de transformaciones que es preciso producir en
uno, para tener acceso a la verdad.
Esta idea de que era necesaria la puesta en práctica de una tecnología de
uno mismo para tener acceso a la verdad era conocida entre los griegos
con anterioridad a Platón, como se pone de relieve en toda una serie de
prácticas:

-la práctica de la concentración del alma;

-la práctica del retiro (anacoresis : ausencia visible);

-la práctica del endurecimiento (es necesario soportar el dolor).

Platón retoma en el Alcibíades estos viejos temas y les confiere una con-
tinuidad técnica. Si debo ocuparme de mí mismo es para convertirme en
alguien capaz de gobernar a los otros y de regir la ciudad. (Foucault, 1994:
46-46)

Visto de conjunto, en este tema lo más importante quizá sea el


reconocer cómo durante mucho tiempo el acceso a la verdad no fue un
asunto meramente intelectual, sino que implicaba, como exigencia, un
trabajo sobre sí y una transformación previa del sujeto, y que en algún
momento eso se perdió. Entonces, sólo quedó para el acceso a la verdad
una acción de conocimiento intelectual, que no exige ninguna transfor-
mación del sujeto y, que tampoco, consigue después una transformación
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del mismo sujeto por obra del conocimiento.


me parece que la edad moderna de la historia de la verdad comienza a
partir del momento en el que lo que permite acceder a lo verdadero es
el conocimiento y únicamente el conocimiento, es decir, a partir del mo-
mento en el que el filósofo o el científico, o simplemente aquel que busca
la verdad, es capaz de reconocer el conocimiento en sí mismo a través
exclusivamente de sus actos de conocimiento, sin que para ello se le pida
nada más, sin que su ser de sujeto tenga que ser modificado o alterado.
(Foucault, 1994: 40)

Y más todavía:
En la época moderna la verdad ya no puede salvar al sujeto. El saber se

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acumula en un proceso social objetivo. El sujeto actúa sobre la verdad, pero
la verdad ha dejado de actuar sobre el sujeto.El vínculo entre el acceso a
la verdad –convertido en desarrollo autónomo del conocimiento- y la exi-
gencia de una transformación del sujeto y del ser del sujeto por el propio
sujeto se ha visto definitivamente roto. (Ibíd.:41)

En lo que tiene que ver con el conocimiento y con la verdad se ha


producido una reducción. El asunto de la verdad, asunto por excelencia
de la filosofía, que antes requería al mismo tiempo las prácticas especí-
ficas que hicieran posible su acceso, pues antes implicaba un proceso de
transformación del sujeto, un proceso de cambio de sí ético, estético, fue
quedando restringido a un asunto meramente intelectual que no implica
ninguna transformación del sujeto.
Pero más todavía, Occidente olvidó o perdió el cuidado de sí y sólo
conservó el conocimiento de sí. El cartesianismo puso el acento en el co-
nocimiento de uno mismo como vía de acceso a la verdad, pero también
se impusieron en el mundo occidental doctrinas morales que no ven
bien el ocuparse de uno mismo, doctrinas no-egoístas como el cristia-
nismo, que obliga a la renuncia de uno mismo, y otras doctrinas no
cristianas, modernas, que exigen la observancia de obligaciones respecto
de los otros. Como plantea Foucault en Hermenéutica del sujeto (1994:
36) “[n]os encontramos así con la paradoja de que el precepto de la pre-
ocupación por uno mismo significa para nosotros más bien egoísmo o
repliegue mientras que, por el contrario, durante muchos siglos ha sido
un principio matricial de morales extremadamente rigurosas”.
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En el mismo texto Foucault defiende la idea de que el concepto de


cuidado de uno mismo (épiméleia/ cura sui) es más global y determinante
que el de conócete a ti mismo; que el segundo es una aplicación o un caso
particular del primero, y que es éste, la épiméleia, el principio filosófico que
predomina en el modo de pensamiento griego, helenístico, y romano.
Resulta que este viene a ser otro de tantos asuntos en los que el
humanismo griego sigue aportando sentido y valor a la búsqueda de
una existencia mejor para nuestra época. No en vano por ello Foucault,
al final de su vida, se embarcó en una investigación que lo llevó hasta
el mundo griego para encontrar esas maneras por las cuales los sujetos
se constituyen en tales, pero su búsqueda tenía que ver también con un
intento por encontrar formas de vida libres en las que el sujeto pudiera

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desplegarse. Y es que todas las éticas griegas, de una u otra forma, son
mucho más concretas, por más intelectualistas que sean -–como la de
Platón– que las que se desarrollaron después, y porque el humanismo
en el seno de esa cultura fue mucho más que una doctrina: tenía que
ver con una serie de prácticas y formas de vida que implicaban, como
exigencia, el cultivo del hombre por el hombre en las múltiples dimen-
siones de la vida personal y social.
La modernidad nos dio, según se ha enseñado, la libertad individual
y la subjetividad, pero el desarrollo mismo de la sociedad capitalista mo-
derna y contemporánea, hace mucho rato, metió en crisis la posibilidad
concreta de realizar esos valores. El sujeto se encuentra en cuestión, en
peligro. Por eso resulta, por entero, pertinente interrogarse acerca de si
nos ocupamos realmente de nosotros mismos o si, al contrario, sólo al-
canzamos a tratar con las cosas que se refieren a nosotros o si, en verdad,
nos conocemos a nosotros mismos y si nos ocupamos, en verdad, de los
demás o sólo de las cosas que se refieren a ellos.
Ocuparse de uno mismo no constituye simplemente una condición ne-
cesaria para acceder a la vida filosófica, en el sentido estricto del término,
sino que, como vamos a ver[...], este principio se ha convertido en tér-
minos generales en el principio básico de cualquier conducta racional, de
cualquier forma de vida activa que aspire a estar regida por el principio de
la racionalidad moral. (Foucault, 1994: 34).

Como puede advertirse, el hombre griego y la noción de huma-


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nidad griega es ética, estética y también política. Y lo que resulta más


característico es justamente esa búsqueda permanente de la humanidad,
ese ideal de humanidad en construcción movido por su conciencia de la
inminente recaída en lo bestial. Es por eso que los griegos, a diferencia
de nosotros, se proponían ser humanos, esperaban llegar a ser humanos,
y el mismo Píndaro recomendaba “llega a ser el que eres”, queriendo
decir con ello que no basta con ser humano en el sentido biológico del
término sino que hay que llegar a ser humano, lo cual tiene una conno-
tación tanto antropológica como ética y política.
Semejante llamado resulta pertinente, sobre todo en un mundo en
el que la recaída en la barbarie, en la deshumanización es más inminente
que nunca.

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Bibliografía
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