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La poesía épica medieval es una poesía centrada en la figura de un héroe, a través del cual
se exaltan las virtudes más apreciadas por una comunidad: la fuerza, la valentía, la
voluntad, el ingenio y la astucia, entre otras.
El héroe épico otorga dignidad al género humano, porque muestra lo que es capaz de
lograr el hombre: ensancha los límites de su experiencia y encarna el afán de superar la
fragilidad humana para alcanzar una vida más plena.
Es necesario aclarar que el héroe épico no posee poderes sobrenaturales (no vuela, no
lanza rayos ni ve a través de los muros) sino que conserva las capacidades de cualquier
mortal, sólo que en grado superlativo.
Dos aspectos más ayudan a configurar ese perfil: su piedad religiosa y su amor por la
familia. Esto no anula la faceta de guerrero valeroso e inteligente, que a veces adquiere
dimensión mítica.
Entre los siglos XII y XIII, el papel de los caballeros en las batallas cambió
sustancialmente. Con el advenimiento de las Cruzadas, el enemigo dejó de estar cerca
para encontrarse en territorios alejados y desconocidos.
Surgió así el espíritu de aventura entre los señores de Occidente, quienes comenzaron a
soñar con lugares distantes, llenos de encanto y de misterios. Estos sueños se sumaron a un
nuevo factor: el nacimiento del espíritu cortesano, caracterizado por el refinamiento de
las costumbres.
Entonces, los caballeros ya no sólo debían hacer gala de su valentía o de su fuerza, sino
también de la elegancia, la gracia y la finura que se cultivaban en las cortes. Quienes
encarnaron estos nuevos valores fueron el rey Arturo y sus caballeros.
El héroe épico realiza hazañas: cumple un deber de vasallo hacia Dios y hacia su rey,
y pelea para defender su patria o posesión feudal contra los enemigos, a menudo, infieles.
Aunque deformada por la leyenda, los héroes se hallan dentro de una trama histórico-
política, y el guerrero alcanza su realización dentro de la sociedad en que vive. Por lo tanto,
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los lugares que transitan son reales. Al caballero andante, en cambio, no le interesa la
política: busca lucirse con las armas para ganar el amor de su dama, poniéndose
constantemente a prueba por medio de la aventura.
También los personajes que salen al encuentro del héroe parecen surgidos de la nada. Los
enemigos pueden ser monstruosos, como los gigantes o dragones. A veces, el caballero
no necesita más que tomar de la mano a la doncella para que deje de sufrir el hechizo de
que ha sido víctima.
En la época de las Cruzadas, en cambio, la vida era muy distinta. Las aventuras no
representaban la realidad de su época, sino una evasión al mundo de la fábula.
Así, el amante debe humillarse ante su amada (es su “señora”) rindiéndole vasallaje,
como si se tratase de un señor feudal. En la saga artúrica, esto se observa cuando
Lancelot acude al rescate de Ginebra, que ha sido raptada por Sir Meliagunt y, habiendo
muerto su caballo, sube a una carreta para llegar a destino.
A su vez, el refinamiento de las maneras cortesanas contrasta con la rudeza de los villanos.
El galanteo se pone de moda y los caballeros compiten en alcanzar la perfección de
este arte.
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En el cortejar o hacer la corte, la amada tiene derecho a fingir desdén para probar la
fidelidad de su galán, y hasta puede ponerle obstáculos. Lancelot no pierde ocasión de
socorrer a las mujeres y siempre las trata amable y generosamente.
Pero en la sociedad feudal, el matrimonio era utilitario, y la mujer estaba obligada por el
deber a cumplir con todos los deseos de su marido. Por eso, allí no tiene cabida el amor.
En cambio, fuera del matrimonio, los amantes se conceden cualquier cosa recíproca y
gratuitamente, sin ninguna obligación. Así, si el marido gozaba de la posesión física de su
mujer, en la ficción poética, ella era libre de conceder sus amores a quien quisiera. Este
rasgo también se manifiesta en el amor entre Lancelot y Ginebra.
Así lo hace Lancelot, quien manda muchos prisioneros que deben encomendarse a la reina
Ginebra: a todos ellos los que ha derrotado. Su sentido del honor se manifiesta cuando salta
por la ventana para auxiliar a Sir Kay, al ver que es perseguido por tres caballeros. Pero los
protagonistas son siempre nobles; si un villano osa oponerse al caballero, en el relato
se lo llama “sucio patán”.
Esta idea de “defensor” aparece encarnada en la Alegoría del Monstruo Español, cuyo
héroe materializa los ideales del miles christianus y del miles probus. Venusmarte es un
caballero defensor (antes y después de la tregua bélica con los persas, pausa que divide el
poema en dos partes claramente diferenciadas), un caballero cristiano (coherente con el
espíritu de las Cruzadas medievales contra los infieles), un caballero andante (que sale de
Murcia en busca de aventuras para engrandecer su fama, durante la citada tregua) y un
caballero cortesano (porque el amor de la princesa Ferianisa es la consumación de su
perfección heroica y moral).
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En el citado poema confluyen materiales de procedencia variada, entre los que destacan
fundamentalmente la materia de Troya, la materia de Bretaña, la épica culta del
Renacimiento y los libros de caballerías castellanos del siglo XVI. La materia de Troya se
inserta a través de los principales héroes del poema, que se nos presentan como
descendientes de los dos bandos que lucharon sangrientamente en las guerras de
Troya. Así se inicia el poema de Cunedo, con una sinopsis argumental seguida del
tradicional ritual introductorio que analizaremos luego, a imitación de las obras del canon
de Ferrara:
• Las bridas son las riendas y cintas que sujetan la cabeza del caballo y sirven para
dirigirlos y obligarlos a frenar.
• Arzones son secciones de la parte anterior y posterior de la silla de montar.
Obras como la Ilíada y la Odisea no eran simples textos “literarios”, en el sentido en que
hoy entendemos tal adjetivo en relación con meros productos de la imaginación que
entretienen y producen placer estético.
Ambas obras se utilizaban para la formación educativa de los jóvenes, para el conocimiento
de la propia lengua, la historia y la geografía, la religión, y hasta para enseñar cuáles eran
las armas que utilizaba un guerrero o cómo se orientaban aquellos que se hacían a la mar
en pesados barcos.
Tal naturaleza pedagógica, decisiva en la formación de los niños y jóvenes, así como la
dimensión sagrada y trascendente de los textos no permitían que los aedas contaran las
hazañas pasadas “según sus propias palabras”: debían esforzarse por mantener sin
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modificaciones la versión original que ellos habían recibido, tarea para la cual debían
perfeccionarse en sus aptitudes memorísticas.
Entre las principales características del relato épico, debe consignarse la ubicación temporal
de los hechos narrados. Se trata de un pasado remoto, un tiempo legendario que
coincide con el momento mismo del nacimiento de los valores que constituyen una
cierta nacionalidad.
En ese sentido, los héroes que la épica medieval enaltece –como puede verse de manera
ejemplar en el caso del Cid para España– son verdaderos caballeros fundadores del
espíritu nacional o padres de la patria, en el sentido que los “próceres” ocupan en el
origen histórico de toda nación.
Otro aspecto fundamental y característico del género épico tiene que ver con el personaje
central en torno del cual se organiza la totalidad del mundo épico: el héroe.
Por lo general, se trata de un héroe único e impar, como Aquiles en la Ilíada o el Cid
Campeador; en otros casos, ese héroe central casi comparte sus singulares virtudes con
quienes lo rodean, tal es el caso de los Caballeros de la Mesa Redonda (o de la Tabla
Redonda).
Los héroes son verdaderos arquetipos, es decir, guerreros que condensan una serie de
virtudes en tan alto grado que se elevan por sobre el plano humano hasta convertirse
casi en dioses
Se utiliza la palabra “epíteto” para describir esa cualidad única que define esencialmente al
personaje a través de la fusión, en muchos casos, de atributos físicos y espirituales. Así, por
ejemplo, en relación con la Ilíada:
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“…la belleza de Helena, la astucia de Ulises, el noble coraje de Héctor, el talón vulnerable
de Aquiles, la locura de Áyax son conceptos que ya se han vuelto proverbiales”, según
Robert Graves, en “La guerra de Troya”, Barcelona, Muchnik, 1999.
El héroe por excelencia es el guerrero, de allí se comprende que los valores que lo
definen más acabadamente son el valor y la lealtad hacia sus compañeros de armas.
En la épica del medioevo, se debe sumar el respeto sagrado a la relación de vasallaje, o
sea la obediencia sin excusa que se le debe al rey.
Las mujeres, esposas, amadas e hijas reproducen esa relación de respeto, amor y
obediencia hacia el héroe masculino. Sin duda, se trata de un rol secundario, aun cuando
puedan cumplir un papel importante para el desarrollo de las acciones, como es el caso de
Ginebra, la esposa de Arturo, o la mujer y las hijas del Cid.
Si bien los grandes clásicos grecolatinos, la Ilíada y la Eneida, se mostraron siempre como
los modelos por imitar, el género sufrió transformaciones de acuerdo con el paso del tiempo
y con las particularidades de las diversas culturas europeas que reclamaron su herencia.
Este fenómeno es bien visible en la Edad Media.
En el caso del Cantar de Mío Cid, es evidente que la tradición ibérica se muestra con un
carácter más realista; los hechos de la vida de Rodrigo Ruiz de Vivar y de su familia se
cuentan casi con los modos de la crónica histórica.
No sucede así con la Leyenda del Rey Arturo ni tampoco con el Cantar de los
Nibelungos. Tanto en un caso como en el otro se acentúan los aspectos mágicos y
maravillosos; allí está Merlín para demostrarlo, o Alberich, el rey enano, cuidador
del oro nibelungo.
La épica del norte de Europa se muestra mucho más influenciada por los mitos y por
las leyendas paganas anteriores al Cristianismo. Paradójicamente, ese elemento más
antiguo volverá esta tradición una de las favoritas de los productos de la industria cultural y
de los medios de comunicación de masas contemporáneos.
Con respecto al Cantar de Mio Cid, diremos que se trata del más antiguo cantar de gesta
conservado y el primer gran testimonio de la literatura castellana.
En un comienzo, estos cantares eran entonados y recitados por los juglares; a partir del
siglo XII, empezaron a ser recogidos de manera escrita.
El Cantar de Mio Cid fue escrito por un poeta anónimo y se transmitió a través de un
manuscrito compuesto hacia 1140 copiado por un amanuense llamado Per Abbat o Pedro
Abad, hacia 1307. Consta de 3730 versos asonantados dispuestos en series variables, y en
su estado actual, se encuentra dividido en tres partes: el Cantar del destierro, las Bodas de
las hijas del Cid y la Afrenta de Corpes.
Narra con realismo y ajustada fidelidad a los hechos históricos la vida de Rodrigo Díaz de
Vivar, desde su exilio hasta el matrimonio de sus hijas, doña Elvira y doña Sol.
El Cid Histórico
El Cid constituye el arquetipo del buen caballero y del buen padre: existe una armonía
y continuidad entre la familia y la patria; y tal aspecto de la obra puede ser considerado
como una metáfora.
Muy joven entró en la corte de Fernando I, rey de Castilla y Aragón, y llegó a ser con
posterioridad capitán (alférez) de la guardia real de Sancho II, que combatió contra sus
hermanos García de Galicia y Alfonso VI de León. Participó también en el conocido cerco
de Zamora, donde el monarca fue asesinado en circunstancias que los historiadores no han
logrado aclarar.
Por eso, Rodrigo Díaz fue encargado de tomar el juramento de Alfonso VI de que no había
matado a su hermano, como requisito para que lo sucediera en el trono.
Bajo las órdenes de Alfonso, Díaz de Vivar realizó diversas excursiones militares; en el
cumplimiento de algunas de ellas, en particular contra los árabes en Toledo, el Cid y sus
hombres pelearon bajo el mando del reyezuelo musulmán que ocupaba Zaragoza.
Después de la grave derrota sufrida en Sagradas, el rey debió levantarle el destierro al Cid.
La reconciliación duró poco y, esta vez, el Cid decidió actuar por su cuenta y, luego de
derrotar en el pinar de Tévar (1090) al conde barcelonés Berenguer Ramón II, se asentó con
su ejército primero en Lérida y, más tarde, en Valencia.
Cosmovisión épica
El ejército almorávide (tribu sahariana que, desde el Magreb africano, extendió su dominio
hacia el territorio español) deseaba aquella región; pero fue repetidas veces derrotado por el
Cid, incluso cuando contaron con el apoyo de Pedro I de Aragón.
El Cid murió en 1099, el mismo año que los cruzados tomaron Jerusalén. Durante los tres
años siguientes, su esposa Jimena logró resistir el asedio de los almorávides.
Hacia el año 1102 el rey Alfonso fue en su ayuda pero, dada la situación, decidió evacuar la
ciudad de Valencia: llevaba consigo los restos del Cid que recibieron sepultura en el
monasterio de Cardeña (Burgos).
Entonces, Valencia fue el muro de contención frente a la embestida árabe que permitió que
la región peninsular del Este resistiera fuera de su poderío. ¨