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De la Escuela de Letras y sus inicios…

Más jóvenes que otros jóvenes


Luisa Campuzano • La Habana

A diferencia de la antigua Facultad de Filosofía y Letras, que había sido una


suerte de conglomerado de distintas especialidades y de la cual, realmente,
el graduado salía sabiendo poco de cada una de ellas, la carrera de Letras
surge en 1962 con la Reforma universitaria prevista para formar
especialistas de un nivel más elevado y con una formación más amplia en
determinadas disciplinas literarias. El egresado ya no sería una persona que
podía ser geógrafo, historiador, sicólogo, especialista en letras clásicas, en
literatura española, como antes en Filosofía y Letras sino, específicamente,
alguien que se iba a especializar en las lenguas y las literaturas. La Escuela
de Letras se concibió para estudiar lengua y literatura clásica, lengua y
literatura española, hispanoamericana y cubana. Se estudiaba también
lengua y literatura francesa e inglesa, y ruso y literatura rusa, aunque en el
año 1962 apenas se contaba con profesores para impartir estas últimas.

Por lo tanto, era una carrera de Letras, en la cual Historia del Arte era una
disciplina que se impartía solamente en cuatro semestres. La formación
básica fundamental era en literatura y en lengua. Era una preparación muy
sólida, con muy buenos profesores que habían regresado a Cuba como
Camila Henríquez Ureña; también Juan Marinello, que antes de la Revolución
no había ingresado en la Universidad porque había perdido unas oposiciones
ganadas por Raimundo Lazo (se dice que el tribunal se inclinó por Lazo
porque Marinello era comunista); y otros intelectuales como Mirta Aguirre,
quien nunca había enseñado antes. La mayor parte de los profesores ya
tenían un renombre en el campo de las letras, como es el caso de Vicentina
Antuña, Roberto Fernández Retamar, Graziella Pogolotti, Rosario Novoa,
Adelaida de Juan. Llegaron, además, otros profesores para nuevas
disciplinas, como Filosofía marxista-leninista, y también Lingüística general,
Lingüística romance, Técnicas de investigación literaria, para las que
tuvimos, entre otros, a profesores de otros países, como Oldrich Tichy y
Federico Álvarez. La carrera tenía dos años comunes y dos de especialidad.
Yo estudié Lenguas clásicas, y nos impartían Literatura, Historia de las
lenguas (latín y griego), Paleografía, Epigrafía, Temas de cultura y
civilización. Recuerdo que Retamar impartía un curso sobre poesía en lengua
española del siglo XX y el Seminario Martiano. Mirta Aguirre daba un curso
sobre teatro español de los Siglos de oro y un seminario sobre Cervantes,
sobre El Quijote en particular. Es decir, era una carrera estrictamente de
letras. Elitista, clásica y al mismo tiempo fascinada por lo contemporáneo;
pero también racional, pensada para un país de 5 millones de habitantes
que se suponía —porque todos habíamos participado en campañas que así
lo anunciaban— que iba a tener un gran desarrollo agrícola y un gran
desarrollo industrial.

Esta carrera tenía la intención de formar profesores e investigadores, tal


como se habían formado antes, pero sobre todo, formar a los profesores que
darían clases en los Institutos de segunda enseñanza y, tal vez, algunos de
ellos en la Universidad. En esa época, al margen de la Universidad de La
Habana estaban creándose los pedagógicos. En la Universidad existía la
Escuela de Pedagogía, a la que iban a recibir una enseñanza superior los
maestros normales, que eran quienes enseñaban en primaria, pero las
escuelas formadoras de maestros de secundaria y preuniversitario no
existían como algo ajeno a las antiguas facultades de la Universidad, de
Ciencias Físicas, Químicas, Naturales, Matemática, y de Filosofía y Letras, o
a las nuevas escuelas creadas por la Reforma.

Nosotros éramos graduados de bachillerato, algunos eran solo estudiantes;


otros, como yo, además trabajábamos. Yo laboraba en el Consejo Nacional
de Cultura, primero con Retamar, después con la doctora Antuña, y
finalmente en la Biblioteca Nacional, con Juan Pérez de la Riva. Muchos
becados venían de provincias, con nosotros estudiaban condiscípulos de
Camagüey, de Oriente. Supongo que las carreras de Letras no empezaron
juntas, o con todas las especialidades, en las tres universidades que
entonces existían.

Ese proyecto se hubiera podido sostener, si se hubiera correspondido con el


proyecto de nación al que se aspiraba entonces, para el cual estas escuelas
eran las adecuadas. Se había eliminado el concepto arcaico de una facultad
cargada de departamentos, de especialidades que en realidad no lo eran
porque si acaso se daban dos semestres de una asignatura. Nosotros
estudiábamos lenguas clásicas, con el molde de lo que era la formación
universitaria del mundo occidental. Se suponía, por ejemplo, que los
estudiantes que venían a cursar Lengua y literatura inglesa conocían el
idioma; se les hacía un examen de ingreso, porque en el bachillerato y en
las escuelas de idiomas que había en el país se impartían inglés y francés.

Quienes trabajaban y no podían seguir haciéndolo porque la carga de estudio


era muy grande, tenían la oportunidad de becas. Y los que seguíamos
trabajando teníamos un horario de estudiantes, de seis horas en vez de
ocho. El hecho de que hubiera gente que estudiara y trabajara implicaba una
relación estrecha con lo que estaba pasando en el país. Yo les llevaba a mis
compañeros los libros del Consejo Nacional de Cultura, ellos me encargaban
cualquier libro del Consejo, me daban el dinero y yo se los compraba. Otros
aportaban sus experiencias. Guillermo Rodríguez Rivera, nuestro
condiscípulo, trabajaba en la radio, en la prensa, hacía crítica de cine y nos
tenía al tanto de muchas cuestiones. Había una serie de vasos comunicantes
dentro de la Escuela, no éramos todos niños; aunque éramos muy jóvenes
no llegábamos sin intereses culturales, y además, se despertaban muy
pronto esos intereses. Fue una utopía en nuestras manos, y durante años
disfrutamos de las clases, tuvimos la oportunidad de tener libros y aun
considerábamos que los que había eran anticuados. Existían presupuestos
para la excelente biblioteca, dirigida por una inolvidable bibliotecaria, y se
adquirió todo de las librerías y libros de segunda mano. Entonces, se
importaron para vender al público en general, libros mexicanos,
españoles... Estudiamos en un momento muy especial.

Yo tuve uno de los primeros carnets de la Cinemateca, íbamos también a los


conciertos de la Sinfónica. Un eje de la cultura estaba en la Calle G que
continuaba por la avenida Rancho Boyeros; iba de la Biblioteca Nacional a la
Casa de las Américas: ahí se movía todo, y en ese espacio estaba la Escuela.
Asistíamos a conversatorios, mesas redondas, se nos presentaban libros:
recuerdo a Carpentier hablando sobre El siglo de las luces en la Biblioteca
Nacional. Grandes escritores, como Lezama, iban a la Escuela invitados por
nosotros al salón de la Asociación de estudiantes, que era un inmenso
espacio con unos sillones muy cómodos donde nos reuníamos los alumnos,
donde merendábamos, y donde también hacíamos una vida cultural y
política activa. Durante esos años nos la pasábamos haciendo guardias o
acuartelados, como sucedió cuando la Crisis de Octubre. Empezó pronto la
incorporación a otros tipos de actividades como las milicias, que se
constituyeron meses antes de empezar nosotros la Universidad. Comenzó
nuestra vida con trabajos productivos en el campo y también hicimos otras
labores sociales luego de terminar la carrera. Recuerdo que tuve que ir con
una compañera mía a la Biblioteca Nacional para que la subdirectora, una
mujer maravillosa, amiga de Fidel, del Frente cívico de mujeres martianas,
me dejara ir a recoger papas en Güines, porque yo quería ir con mis
compañeros en la quincena de Girón. Las cocineras en el campamento eran
Vicentina Antuña, Rosario Novoa y Elena Calduch.

Primera promoción de la Escuela de Letras, de la Universidad de La Habana, 1966.


La graduación se efectuó en el Segundo Frente; al regreso se reunieron en Río Cristal.
Foto: Cortesía de Luisa Campuzano

Cuando nos graduamos, fuimos en trenes hasta Santiago de Cuba, pasamos


por San Lorenzo, atravesamos la Sierra Maestra, llegamos al Segundo
Frente (en camión), y un ciclón nos salvó del último día de marcha: nos
graduamos en La Mícara. Estuvimos buena parte del tiempo con Raúl y
Vilma, nos encontramos una vez con Fidel. Fue la graduación más grande
de la historia de la humanidad, duró dos semanas: nunca había durado tanto
una. Había en ese entonces mucha actividad revolucionaria, mucha
integración y comprometimiento, debates... Imagino que muchos jóvenes
de hoy y de otras generaciones piensen que su vida ha sido igual y la
describan del mismo modo; pero creo que hace 50 años éramos más jóvenes
que otros jóvenes, porque todo era muy fresco entonces y en cierta medida
era nuevo, nadie nos imponía nada, todo lo hacíamos porque queríamos. Era
una vida libre, un momento en el que se rompían muchas amarras y
prejuicios.

Fue un periodo importantísimo; pero de pugnas políticas muy grandes en el


país. La gente empezó a querer utilizar espacios de poder en la Escuela de
Letras, había fuerzas que intentaban imponerse con métodos sectarios,
viejas disputas heredadas de otros momentos. Hubo profesores excelentes,
con importantes responsabilidades, que por su pasado o su presente en
otros compromisos, fueron poco a poco alejados de la dirección académica.
Empezaron presiones dentro de la Universidad para, supuestamente, buscar
nuevos desarrollos y una democratización de aquel espíritu nuestro que, por
exigente, era considerado burgués, excluyente. Se produjo “el
desviejamiento”, término irónico porque sus víctimas eran personas de 50
años, mucho más jóvenes de lo que soy ahora. La directora y fundadora de
la Escuela, Vicentina Antuña, que tenía un gran prestigio, y también había
presidido el Consejo Nacional de Cultura, tuvo que salir de la dirección.
Quienes quedaron al frente de la Escuela se plegaron a las exigencias y los
cambios que vinieron después. Esta creación de piñas sectaristas, de
seudocélulas causó muchísimo daño a largo plazo. Algunos sobrevivieron
emigrando al Escambray, otros nos acogimos al despacho de Latín, de la
Dra. Antuña, al que llamábamos “el reducto de la inteligencia”. En la puerta
se colocó un letrero en griego, cita de Heráclito, que traducíamos de acuerdo
con quien preguntara el significado y que en realidad decía: “los perros
ladran a lo que no conocen”.

Debo aclarar que en un inicio la carrera era de cuatro años y después se


llevó a cinco. También hubo cursos por encuentro, para quienes estaban en
el Escambray. Y debo decir que la Escuela de Letras fue en su origen solo de
Letras. No existía la Escuela de arte, pero hubo estudiantes de Letras que
ya en primer o segundo año plantearon la posibilidad de hacer una
especialización de Historia del arte, se incorporó a la de Letras y se llamó
entonces, Escuela de Letras y de Arte.

La Universidad era regida al triunfo de la Revolución por un Consejo Superior


de Universidades, no existía el Ministerio de Educación Superior, existía un
Ministerio de Educación que se ocupaba de la primaria y la enseñanza media,
y las universidades conservaban cierta autonomía académica. El gran
momento de cambio se presenta con la creación del Ministerio de Educación
Superior. Entonces, la Escuela pasó a ser Facultad, como en la más vieja
Europa. Debo aclarar que antes del 76 Lenguas modernas se había
constituido en una escuela y Letras se había quedado con Bibliotecología.
Para los moldes anticuados de los asesores soviéticos que entonces llegaron,
en la filología no cabía el arte. En realidad, lo que siempre se estudió en
Letras y Arte era Historia de las artes visuales. Pudieron, de acuerdo con la
lógica más irrebatible, enviar esta especialidad al Instituto Superior de Arte
para que acompañara a los creadores, del mismo modo que lo hacían
Musicología o Teatrología. Hubiera sido una ganancia para todos: para los
artistas que en los 80 harían estallar los cánones y las normas de la plástica
cubana y para los estudiantes de Historia del Arte, porque habrían podido
acompañar estos movimientos muy comprometidamente; pero el paradigma
soviético establecía que debían pasar a la Facultad de Historia porque eran
historiadores de arte. Se desguazó literalmente ese departamento. Sus
valiosísimas reproducciones, sus vitrales, sus colecciones de láminas junto
con el claustro se trasladaron a la colina y cercanías.

Dejamos de ser Letras para ser Filología, o sea, que volvimos a los análisis
de la lengua, de los textos, de manera ajena a la vida cultural y a la vida
real; a trabajar los textos como si fuesen autónomos y perteneciesen solo
al pasado. Se sovietizó la facultad. A la Universidad venían asesores
soviéticos con sus traductores, porque no sabían español, a explicar cómo
había que enseñar Lengua española y Literatura hispánica; a revisar los
planes de estudio. Después se implantó el más corto pero al parecer
renaciente reino de la metodología. Antes del 76 se había establecido la
homologación nacional de las carreras: los planes de estudio tenían que ser
idénticos, iguales en las tres universidades y ese igualitarismo académico
lastró los resultados de la Universidad de La Habana —aunque en realidad
siempre hicimos lo que nos pareció—, porque, en lugar de trazar metas más
altas para las otras dos, se nos forzó a bajar el listón de donde lo teníamos
a niveles inferiores, se nos forzó a ser todos iguales, igualitos...

En el 76 se vuelven a reunir Letras (Clásicas e Hispánicas), Lenguas


extranjeras, Periodismo y Bibliotecología. Ese es el periodo de la
metodología, que se extiende desde finales de los 70 hasta principios de los
80. Todavía es famosa la “Oda metodológica”, que Guillermo Rodríguez
Rivera compusiera en esos años.

Entre quienes más lucharon contra la metodología estuvimos los de Letras.


Por fortuna, contamos con el apoyo de personalidades muy vinculadas a
Vicentina y a Graziella como Raúl Roa y Carlos Rafael Rodríguez, y eso se
acabó de un día para otro. Aunque al parecer es una especie de tiñosa
fénix…

Ya en los 80 vuelven a separarse Lenguas extranjeras, Bibliotecología y


Periodismo. Se recuperó, por iniciativa del Ministerio de Cultura, lo que había
sido la vieja Escuela de Letras y de Arte, solo que en la última reunión en la
que se determinó la restructuración de las carreras el ministro Armando Hart
la llamó de Artes y Letras, y perdimos su nombre antiguo de Letras y Arte.
Pero esta anteposición o posposición de un nombre u otro realmente no tiene
importancia, porque durante mucho tiempo todos nos seguimos llamando y
siendo llamados “la gente de Letras”, una especie rara, molesta, a veces un
tanto indisciplinada e inteligentemente protestona dentro de la fauna
universitaria. Lamento mucho que esa fauna esté prácticamente extinguida
y que a los supervivientes ya no nos quede la capacidad de reproducirnos.

Testimonio ofrecido a La Jiribilla el 13 de septiembre de 2012 a propósito del aniversario


50 de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana.

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