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Por lo tanto, era una carrera de Letras, en la cual Historia del Arte era una
disciplina que se impartía solamente en cuatro semestres. La formación
básica fundamental era en literatura y en lengua. Era una preparación muy
sólida, con muy buenos profesores que habían regresado a Cuba como
Camila Henríquez Ureña; también Juan Marinello, que antes de la Revolución
no había ingresado en la Universidad porque había perdido unas oposiciones
ganadas por Raimundo Lazo (se dice que el tribunal se inclinó por Lazo
porque Marinello era comunista); y otros intelectuales como Mirta Aguirre,
quien nunca había enseñado antes. La mayor parte de los profesores ya
tenían un renombre en el campo de las letras, como es el caso de Vicentina
Antuña, Roberto Fernández Retamar, Graziella Pogolotti, Rosario Novoa,
Adelaida de Juan. Llegaron, además, otros profesores para nuevas
disciplinas, como Filosofía marxista-leninista, y también Lingüística general,
Lingüística romance, Técnicas de investigación literaria, para las que
tuvimos, entre otros, a profesores de otros países, como Oldrich Tichy y
Federico Álvarez. La carrera tenía dos años comunes y dos de especialidad.
Yo estudié Lenguas clásicas, y nos impartían Literatura, Historia de las
lenguas (latín y griego), Paleografía, Epigrafía, Temas de cultura y
civilización. Recuerdo que Retamar impartía un curso sobre poesía en lengua
española del siglo XX y el Seminario Martiano. Mirta Aguirre daba un curso
sobre teatro español de los Siglos de oro y un seminario sobre Cervantes,
sobre El Quijote en particular. Es decir, era una carrera estrictamente de
letras. Elitista, clásica y al mismo tiempo fascinada por lo contemporáneo;
pero también racional, pensada para un país de 5 millones de habitantes
que se suponía —porque todos habíamos participado en campañas que así
lo anunciaban— que iba a tener un gran desarrollo agrícola y un gran
desarrollo industrial.
Dejamos de ser Letras para ser Filología, o sea, que volvimos a los análisis
de la lengua, de los textos, de manera ajena a la vida cultural y a la vida
real; a trabajar los textos como si fuesen autónomos y perteneciesen solo
al pasado. Se sovietizó la facultad. A la Universidad venían asesores
soviéticos con sus traductores, porque no sabían español, a explicar cómo
había que enseñar Lengua española y Literatura hispánica; a revisar los
planes de estudio. Después se implantó el más corto pero al parecer
renaciente reino de la metodología. Antes del 76 se había establecido la
homologación nacional de las carreras: los planes de estudio tenían que ser
idénticos, iguales en las tres universidades y ese igualitarismo académico
lastró los resultados de la Universidad de La Habana —aunque en realidad
siempre hicimos lo que nos pareció—, porque, en lugar de trazar metas más
altas para las otras dos, se nos forzó a bajar el listón de donde lo teníamos
a niveles inferiores, se nos forzó a ser todos iguales, igualitos...