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Cristián Warnken y su dura crítica al

chileno consumista y "devoto del


mall"
Una amiga que acaba de regresar a Chile después de varios años de ausencia me comenta
que le sorprende encontrar a un país monotemático y loco por la plata, en el que los hombres
hablan sólo de marcas de auto y restaurantes de última moda, todos carísimos, y las mujeres
de las tarifas de las diseñadoras de jardín o interiores. A veces aparece en la conversación de
estas últimas la referencia a algún gurú que ofrece retiros en sofisticados resorts del espíritu.
Eso es lo más profundo y variado que se puede esperar de esas tertulias. "Se ha perdido la
sencillez, que hacía tan grato a este país", me comenta. Me cuenta -por ejemplo- que a su hija
pequeña y a sus compañeras las invitaron a una fiesta donde las esperaba una limousine con
chofer para luego llevarlas a una peluquería en la que las maquillaron para una fiesta de
disfraces. En la casa -o palacio- nunca vio a la mamá y sólo se relacionó con empleadas
domésticas que las atendían "como reinas". Había un frigobar, televisores y Wii en cada pieza
disponibles para las "niñitas". Una verdadera escena de una película de Buñuel... Me
pregunta: "¿Qué les pasó a los chilenos?"

Me cuesta responderle, lo único que puedo aconsejarle es que amplíe su círculo de conocidos
y no se limite a relacionarse con los nuevos ricos que conforman el nuevo mercado objetivo
de una emergente industria del lujo. Que arranque de ese patético mal gusto, de esa frivolidad
de capitanía. Porque en eso está una parte de la élite: queriendo ser el virreinato que nunca
fuimos, tirando la casa por la ventana. ¿Pero se encontrará con un país distinto si desciende
en la escala social? Empiezo a dudarlo. Porque no sólo los nuevos ricos y los ricos que
renegaron de la austeridad de sus antepasados han enloquecido con el "becerro de oro": los
chilenos de todas las clases sociales hacen fila para comprar, comprar y comprar. Los
chilenos van a misa, son aparentemente muy devotos (como pocos en el mundo) y después
se pasan el día entero en los malls . En realidad ahí está su nueva devoción y esos son los
verdaderos templos de hoy, y la única fe sólida que queda es la fe en el consumo... Algunos,
a la hora del bajativo, tal vez resentidos por no poder tener todo lo que tienen los otros, a los
que envidian y en el fondo admiran, critican el "modelo" porque está de moda hacerlo, pero
en realidad ellos son los que lo alimentan con su deseo compulsivo de consumir. Con sus
flamantes tarjetas de crédito brillándoles en las manos, se lanzan detrás de los "sail" (así se
les llama ahora a las liquidaciones), copiando a esas hordas de consumidores norteamericanos
que levantan carpas en las afueras de las multitiendas para ser los primeros en hacerse de los
productos prometidos y vociferados. Devorados por la ansiedad de ser lo que no son, son
ellos los que agotan los ansiolíticos en las farmacias. Los más ricos, los que se compran
helicópteros de último diseño para sobrevolar la ciudad como jeques de un emirato austral,
están un paso más adelante de la mera ansiedad: a ellos los asalta a ciertas horas de la tarde
ese letal enemigo interior que es el aburrimiento. Ese que viene aparejado con la angustia
existencial. Y ahí no bastan los psicofármacos para calmar esa angustia, que tiene que ver
con la falta de sentido. Cuando se tiene todo, ¿cómo llenar el vacío que viene como
consecuencia de la saciedad que limita con la náusea? Los economistas, claro, celebran esta
fiesta, este aquelarre, esta fiebre del oro. Porque en eso estamos, en verdad, parados arriba
del carroussel del alto precio del cobre. Pero cuando la fiesta se acabe, ¿qué quedará? No nos
vaya a pasar lo de la hormiga de la fábula, que llegue el invierno y no tengamos nada de
valor, de verdadero valor en nuestras reservas.

Le digo a mi amiga que habrá que esperar ese momento para saber cuál es el Chile de verdad,
lo que queda cuando los invitados se han ido y de la gran euforia sólo permanezca la chaya
desparramada en el piso.

*Publicado en Blogs de El Mercurio

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