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Samba para un “menino da rua”

Gabriel Janer Manila (España)


A esta hora exactamente hay un niño en la calle.
Chavela Vargas
1
Con los ojos abiertos, Benedita Moreira esperaba el amanecer.
Había dejado caer su cuerpo cansado sobre el colchón, confiada en que acabaría por cerrarse la
noche y, con la primera claridad de la mañana, emprendería la marcha hacia abajo, por el largo
camino de los bosques urbanos.
Nunca había sentido que una noche llevara tanto tiempo: como un río estirado sobre la piel
de un animal herido. Con los ojos abiertos, por espacio de cinco días, había esperado al hijo,
intranquila de ver que las horas pasaban.
La sombra de la rabia le recorría la mirada, las manos, el vientre donde lo había alimentado .
Cerca del colchón, había un juguete que había sido suyo: un camión de lata que ella había encontrado
en un contenedor de estiércoles. Todavía lo recordaba, aquel día:
- Será para mi Paulino, -había dicho, nada más al descubrirla tirada entre unas bolsas de
basura. Será para mi Paulino...
Benedita había aprendido a vivir con los ojos abiertos. Y sabía que si su Paulino no había
aparecido en todos aquellos días, sólo podía ser que le había sucedido una desgracia.
Lo intuía, aquella mujer. Sólo era un presentimiento que se filtraba a través de la sangre: una
sensación de infortunio. Sabía que encontraría al hijo. Quizás estaba muerto, pero lo encontraría. Le
seguiría el rastro, el olfato a punto. Quizás está muerto -acababa llamándose, mientras esperaba el
amanecer. Soy la madre de un muerto: Benedita Moreira.
Agonizaban las horas lentamente sobre el colchón. Ella, con los ojos abiertos, presentía que
su hijo estaba muerto.
Y, sin embargo, no pudo esperar que clareara el día. Se levantó de prisa, se lavó la cara con dos
zarpazos y se pasó el vestido. Ni tuvo tiempo de peinarse. Se estiró el pelo hacia atrás y se lo sujetó
con un trozo de cordel: los cabellos azules, de tan negros.
Se lo había dicho uno de sus hombres -Luciano, Beto, Mauro..., y se había acordado siempre:
- Tienes los cabellos tan negros que parecen azules.
Quizás se lo había dicho el padre de Paulino:
- Benedita, tienes los cabellos tan negros que parecen azules…
Y pensaba que sólo de un amor afortunado y mágico -de un amor titánico, aseguraba
pensando en la película-, puede salir un hijo como mi Paulino.
Entonces se preguntaba, convencida de que nunca encontraría la respuesta: ¿Cómo ha de ser
de bello, el amor, y de enérgico, y de generoso, para que se pueda decir un amor titánico? Ella no la
había visto, la película; pero se la habían contado. Le dijeron: Eso era y no era un barco gigante, el
más fabuloso y potente de la Tierra. Un monstruo del mar, el Titánic. Ella sólo lo había visto en los
carteles de la fachada de un cine, en una avenida del centro comercial de la ciudad. Y en el escaparate
de una pastelería, cerca de la playa de Ipanema. El pastelero había hecho un gran barco de chocolate
a punto de derrumbar en el agua negra de la vitrina y Benedita lo había contemplado desde lejos.
Como los grandes amores, y como los pequeños amores de chocolate -se imaginó-, aquella nave
poderosa también naufragó.
Pero había tenido tres de hijos, todos machos: Paulino, Amazonino, y Juan Bautista..., como los
tablones que quedan sobre el agua después de un naufragio. Los tres habían huido de aquel nido de
latas y madera, del colchón sobre la cual había esperado que llegara el amanecer. Habían partido a
correr por las calles de la ciudad, entre las palmeras de las playas, bajo la luz multicolor de la noche.
Había tenido tres hijos...
- He puesto en el mundo -lo afirmaba con un poco de orgullo- a tres hijos.
Habían huido a correr por su cuenta: como las gaviotas, como los pájaros que aparecen en los
patios de las escuelas a la hora de desayuno para recoger las pizcas, como las moscas que se aferran a
los botijos de estiércoles.
Nunca los veía, a aquellos hijos. Sólo Paulino, porque era el mayor, acudía a la barraca de latas
y maderas, en el extremo más alto de la Rocinha, un morro de favelas asentado en las laderas de San
Conrado, un barrio lujoso. Las ventanas de los apartamentos de San Conrado dan vista a los barrios
de chabolas de la Rocinha y los vecinos se ven la cara. Saben, empero, que pertenecen a dos universos
alejados y remotos...
Paulino le decía:
- No me gusta verte triste y tan joven.
Y le traía un pastel de chocolate.
- No es como el Titánic, -l advertía; pero sé que el chocolate te hace perder la cabeza.
Y ella preguntaba:
- ¿Has robado para mí, este pastel?
Paulinho sonreía. Le llevaba noticias de sus hermanos: de Amazonino, de Juan Bautista...
- Tus hijos son los más listos. No sufras.
A Benedita se le escapó una sonrisa. Paulino insistía:
- No me gusta verte triste y tan joven.
2
No pudo esperar que clareara el día. Se lavó la cara y se estiró el pelo. Dobló el colchón y salió
a la calle. Desde la cima de la Rocinha se podía ver la ciudad: la infinitud de luces entorno a la bahía
de Guanabara, como si el cielo -el cielo negro de Río- hubiera lanzado un cenacho de luceros sobre el
terreno.
Entre el mar y los bosques tropicales, de madrugada, Río es una ciudad llena de siluetas que
dan miedo, de fantasmas que buscan huir de la memoria. Y las playas -Ipanema, Copacabana,
Botafogo...- están desiertas, en esta hora. Más tarde, cuando el sol se levante, se llenarán de gente: los
cuerpos dorados, voluptuosos, desnudos.
Benedita observaba la ciudad con enfado. Desde las favelas -Favela don Sossego, Chácara do
Céu, Morro da Alegría, Favela do Buraco- a menudo se ve la ciudad como un campo enemigo: el
territorio donde los hombres y las mujeres -viajeros fastuosos del Titánic- llevan vestidos bellísimos y
joyas valiosas, tienen coches deportivos y acuden a los restaurantes de lujo. Pero aquellos barrios
modernos, dónde la gente es rica, los barrios de la Zona Sul: Copacabana, Ipanea, Gávea, Säo
Conrado, son vigilados continuamente por guardias armados: la gente de aquellos lugares les dicen
ángeles de la guarda; pero los habitantes de las favelas los llaman pirañas. En San Conrado, por
ejemplo, por cada tres vecinos hay seis guardianes y doce perros.
En la Rocinha, los perros andan libres, juegan, se persiguen, y buscan la comida. Nadie
controla a los perros de las favelas: canes de todas las razas, flacos de lomos. A veces, de noche, les
entran ganas de ladrar y se regañan uno con el otro, hambrientos. El hambre es una vieja amiga de los
habitantes de las favelas.
De madrugada, los niños de las favelas y los perros acuden a los vertederos de estiércoles a
esperar los camiones. Allí se encuentran con tantos como hay que viven en la calle y duermen en la
playa cubiertos de cartones, en el portal de una iglesia, en el remanso de una fábrica abandonada, en
un estacionamiento, debajo de un puente... Pero también se enfrentan a los grupos de gaviotas por un
trozo de carne, un mendrugo de pan, un poco de pastel. Al empezar el día, niños y jóvenes se pelean
con los perros y las ratas por un pellizco de alimento para ganado.
Los camiones vuelcan los residuos como si fueran el cuerno de la abundancia, el cuerno de
donde surgen todas las delicias: frutas y comidas riquísimas, pasteles de chocolate y vinos
espumosos. Vuelcan la carga y los ojos -los ojos minúsculos de las chinches, de los perros, de las
gaviotas-, empiezan a hurgar en el contenido de aquella mezcla, amasado de basuras, restos de
comer, latas y plásticos. ¿Habrá para todos? Hacen un pudín de la comida medio podrida. Y se
precipitan como un enjambre de moscas.
Quizás, su vida no tiene más valor que la de una mosca. Cuando son mayores ya no van a los
vertederos. Se espabilan a revolver los depósitos y se enemistan entre ellos para dominar los
contenedores donde los restaurantes vacían las sobras. Entonces, un poco más tarde -a los catorce o
quince años se sienten los más gallos- se plantan en la salida de una tienda de pollos asados, tras una
esquina, cerca de una pizzería, y al primero que cae...
Mientras bajaba, pendiente abajo, por los caminos polvorientos de la Rocinha, Benedita
vislumbraba todo este trasiego. Y se imaginaba a los hijos cuando acudían a los vertederos a buscar
un poco de pudín. Ninguno era como Paulino. Todavía gateaba y ya revolvía los botijos de residuos.
Tenía un instinto especial para descubrir las cáscaras de papa. Y casi se había criado. Benedita
pensaba que las cáscaras de patata lo habían hecho el niño más robusto de la Rocinha. Y alguna
propiedad deben tener -se decía- que lo ayudó a mover el ingenio, a espabilarse.
Bajaba lentamente. Estaba como trajera un peso en el medio de las piernas, y le resultaba costoso
alzar los pies. Aquella angustia que había tenido durante la noche, mientras esperaba que clareara el
día, había empezado a volver pesada. Intuía que al final del camino sólo encontraría la pena; pero no
soportaba la angustia. Y volvía a hacerse las mismas preguntas: ¿Qué se ha hecho de mi hijo? ¿Por
qué no da señal de vida? Nunca había sido tanto de tiempo sin verlo. ¿Qué han hecho de mi hijo?
Tampoco los otros hijos -Amazonino y Juan Bautista- habían venido a decirle qué pasaba.
Quizás les daba miedo, tener que explicarle lo que había sucedido. ¿Sin embargo, qué había
sucedido? La ausencia de Paulino había empezado a alarmarla, hasta que decidió que lo buscaría;
convencida de que, aunque estuviera muerto, encontraría a su hijo. Soy la madre de un muerto,
volvía a decirse.
Subió la mirada y observó la primera luz del amanecer. Sobre el horizonte se perfilaban las
montañas que cierran la bahía, las islas dispersas, no mucho lejos del litoral, exuberantes y negras, el
Pan de Azúcar, las playas azules, las múltiples luces de la ciudad: verdes, encarnadas, amarillas,
blancas... Los yates anclados en los puertos deportivos. La incertidumbre lila de los mármoles cerca
de la bahía más bella del mundo.

Con las sandalias de goma, el vestido verde de flores con volantes plisados, un cenacho colgado en el
hombro y el corazón encogido, Benedita Moreira emprendió la bajada. Las calles no están marcadas
en los morros de favelas -los urbanistas dicen barrios de construcciones espontáneas-, y a menudo se
convierten en un laberinto de callejuelas perdidas. Pero Benedita los conocía con los ojos cerrados,
aquellos caminos cubiertos de polvo seco.
En una esquina, junto a un montón de trastes inútiles, encontró un cochecito de niño
abandonado. Probablemente, hacía mucho de tiempo que estaba allí, ya muy oxidado; pero nunca se
había ido a fijar. Lo miró con un punto de nostalgia y una cierta tristeza. Para sus hijos, Benedita
había utilizado el carro de un supermercado: un carro metálico de los que la gente utiliza para cargar
los alimentos.
Y se recordó de cuándo Paulino era muy pequeño, saltaba y bailaba dentro de la carretilla,
mientras corrían cuesta abajo por el desorden de caminos de la Rocinha.
3
Benedita no había nacido en aquella ciudad. Había venido de muy lejos, de las tierras secas del
nordeste, extensas y míseras: el desierto, infortunado y desértico.
Su infancia transcurrió entre piedras, en unos terrenos destartalados y miserables. Los
hombres y las mujeres que habitaban aquellas pedrizas, eran gentes que vivían en la pobreza dura, en
una tierra cubierta de espinas. Los hombres hacían de vaqueros en las vastas haciendas y los sábados
acudían a sus casas a ver a la mujer. Traían la ganancia de la semana en el bolsillo, el miserable jornal
que les pagaba el señor, y volvían a partir.
La aridez de aquel territorio -piedras y espinas, el sol que quema, la tierra áspera-, obligaba a
la gente a comer las raíces de los árboles, los troncos de las hierbas y el tronco carnoso de los cactus.
El hambre era en el desierto una antigua compañera. Probablemente eso lo había convertido en un
lugar apartado, en un desierto temible.
La abuela de Benedita, la vieja María de la Gloria, a veces le explicaba historias del tiempo
pasado: narraciones y rondallas donde se relataba la vida de aquellos hombres y mujeres vinculados
a la tierra y a las piedras. María de la Gloria había tenido catorce hijos, todos machos, y había tenido
que arañarse a menudo con el hambre. Entonces, juntaba la vida miserable de su gente a los relatos
fantásticos que sabía de corazón. Decía:
- Vendrá el rey don Sebastián de Portugal. Quizás vendrá de noche para que no lo vean. Pudo
escaparse con vida de la guerra de los moros y vendrá encubierto a salvar este pueblo.
Benedita lo escuchaba con los ojos abiertos de par en par como dos ventanas. Y preguntaba:
- ¿Vendrá el rey don Sebastián?
Y respondía la abuela:
- El rey don Sebastián de Portugal llevará una capa roja y cabalgará en un caballo blanco con
un lucero encarnado. Nunca se ha visto una espada como la suya ...
- ¿Pero cuándo vendrá?
- El rey don Sebastián de Portugal vendrá de noche, encubierto.
María de la Gloria no sólo conocía la historia del rey don Sebastián. Su mente era un depósito
extraordinario de cuentos viejos, a veces en versos aprendidos de oírlos cantar a los viajeros que
pasaban por aquellas tierras. Unos venían de las ferias. Otros, no sabían dónde iban.
También, Benedita había aprendido de la abuela una canción triste que hablaba de amor y
cangaceiros: ladrones de camino, maleantes y recalcitrantes. Una historia de amor marginal y secreto
entre uno de aquellos bandoleros y una joven:

Olé, Mulher Rendeira,


Olé mulhé rendá [au Refrain]

Tu me ensina a fazer renda, Se você tá me querendo,


Eu te ensino a namorá Vamo pra Igreja, vamo casá

[au Refrain] [au Refrain]

Tu me ensina a fazer renda, E depois de nóis casado,


Eu te ensino a namorá Vou pra roça, vou prantá

[au Refrain] [au Refrain]

Saudade levo comigo, Tu me ensina a fazer renda,


Soluço vai no emborná Eu te ensino a namorá

Entre los familiares propios de María de la Gloria había habido algunos cangaceiros: astutos y
rebeldes, los más peleones; porque el desierto era una tierra de hombres valientes. Una hermana de la
abuela María de la Gloria -la familia dijo que le habían dado una droga que la había embrujado- huyó
de casa con el cangaceiro más famoso del término: Corisco, indócil y joven, que se había amotinado
contra los explotadores y lo habían perseguido durante días y tiempo. Incluso habían ofrecido una
bolsa de monedas de oro a quien lo decapitara y llevara la cabeza.
Pero la gente sabía que Corisco tenía dos cabezas, que, si lo degollaban, todavía le quedaría
otra cabeza.
- ¿Corisco tenía dos cabezas? -preguntaba Benedita.
La respuesta era exacta:
- Tenía dos cabezas. Un día se plantó delante de la ventana de mi hermana y empezó a bailar
como si estuviera loco. La danza que hacía representaba un ritual amoroso. Dicen que las bestias de
los bosques también bailan esta danza cuando tienen que emparejarse. Y quizás Corisco lo había visto
con los propios ojos.
- ¿Y, mientras danzaba, podías ver que tenía dos cabezas?
- Dos, cuatro, seis, veintiséis... Saltaba como un potro y las cabezas se multiplicaban con cada
salto. Pero era una danza como endemoniada y al mismo tiempo tierna.
- ¿Y danzaba sin músicos?
- Él mismo hacía la música con las manos. Y surgían los ritmos. Cogió dos piedras y empezó a
golpearlas. No puedes imaginar la música que sacaba de las piedras. De cualquier piedra. Aquel día
comprendí que las piedras contienen un fragmento de música helada.
- ¿Las piedras contienen un fragmento de música?
Benedita observaba los pedregales extensos, las tierras infinitas llenas de piedras, y se
imaginaba la cantidad de música contenida. Y pensaba que, si un día se podían golpear todas al
mismo tiempo, sería como si volviera a empezar la historia del mundo.
Entonces, María de la Gloria reanudaba el relato:
- A la aurora del tiempo le siguió el bullicio. Y el bullicio engendró los ritmos de la vida: el
ritmo de los astros, el aleteo ondulante de los pájaros, el aire seco que murmura, el ritmo del sol, el
golpeteo de la lluvia sobre las piedras, los pequeños ritmos del coro... Si la hubieras visto, la danza de
Corisco, delante de la ventana de mi hermana... No sé si fueron aquellos saltos que lo embrujaron;
pero partí de casa como si hubiera vuelto ciega, capturada por la rosa imposible que él le ofrecía.
- ¿La rosa imposible? -preguntó Benedita.
- En el desierto -añadió a la vieja- las rosas son siempre imposibles. Aquella hermana partió de
casa tras su rastro y no la volvimos a ver nunca más.
- ¿Nunca más, nunca más?
- Ni nos envió a decir, tan sólo, si estaba viva..., si estaba bien..., ni qué había sido de ella.
Pasados muchos años corrió la noticia de que el coronel Rufino -le decían al matador de cangaceiros-
había encarcelado Corisco y le había cortado la cabeza de un golpe de espada. Pero nadie lo tenía por
cierto: sabían, sin embargo, que Corisco tenía dos cabezas.
La abuela quedó silenciosa. Benedita había aprendido a interpretar aquellos silencios.
Continuó:
- Los policías pasearon la cabeza de Corisco de pueblo en pueblo, lo disecaron, porque querían
que todo el mundo lo viera, y lo mostraron como si fuera un trofeo.
- Pero Corisco tenía dos cabezas.
A veces, María de la Gloria le hablaba de la ciudad lejana cerca del mar cálido. La abuela no
había estado nunca; pero daba gusto oírla hablar y hablar de la ciudad. Es -le decía- una fiesta de
luces. Hay rojas, amarillas, azules... Miles de luces de todos los colores. Si algún día decides ir, sólo
tienes que seguir el camino que marca la vía del tren. Camina,, caminarás... La vía del tren te llevará
a la ciudad.
Benedita sólo lo había visto el tren pasar de lejos, perdido en una nube de humo negro. Y había
oído los chillidos metálicos de la máquina entre las piedras.
4
A media tarde, Benedita subía a menudo a una colina, no muy lejos del pueblo, para ver pasar
el tren que avanzaba inquieto entre las piedras como un extraño insecto. Ella presentía que llegaría a
emprender el camino que lleva a la ciudad cálida cerca del mar. La abuela se lo había dicho:
- Camina, caminarás a ras de la vía. Sólo tienes que seguir la ruta que marca el camino del tren.
La ciudad está llena de luces de colores: azules, rojas...
Entonces le explicaba -pero sólo lo sabía porque se lo habían contado- que en un extremo de la
ciudad, en el centro de un parque, había una feria: la gente acudía a divertirse, a reír como locos. Y le
hablaba de las montañas rusas, del tren de la bruja, de los teatros de títeres llamados mamulengos, de
los músicos que tocan en las esquinas, de los bailes, y los colores, y la locura del carnaval.
En el desierto, contrariamente, la vida era austera y mísera. Entonces, Benedita tenía catorce
años y no podía pensar que sucedieran las cosas tan deprisa: la crueldad y la violencia extendieron
las alas sobre aquellos pueblos. Y la sangre corrió.
Quizás empezó de forma inesperada; pero el ambiente estaba escalfaït y el ánimo de la gente
era incapaz de contener la rabia. Uno de aquellos dueños que poseían la tierra, las enormes
extensiones de pastizales, se negó, cuando llegó el sábado, a pagar la semana a sus hombres. Eran
cerca de veinte: tenían que cobrar aquel mismo día y tenían que llevar el sueldo a la mujer, a los
hijos... Pero no les quería pagar. El tren había embestido cinco o seis terneros que pacían a ras de la
vía y los había hecho trozos. La carne palpitante y joven de los animales quedó despedazada entre las
ruedas metálicas.
No les quería pagar la semana, porque atribuía la desgracia a la irresponsabilidad de sus
trabajadores. Si hubieran vigilado el paso del tren, decía, y hubieran velado la ruta de las bestias, no
habría sucedido. Pero la hacienda era larga, y había muchos animales, y eran pocos hombres...
Se lo dijeron con respetuosa severidad. Necesitaban la ganancia de la semana: las mujeres y los
hijos esperaban aquel sueldo. No tenían nada más. No les hizo caso y lo amenazaron. Aquel hombre
gritaba como una fiera. Les perjuraba que enviaría a buscar a la policía; pero el círculo se hacía cada
vez más estrecho. Los escupió en la cara. Aureliano, Manuel, Dimas, Severino... Lo cogieron por los
brazos. Cayetano sacó una navaja y lo clavó tres veces. Lo lanzaron a tierra. Murió de una sola vez.
Las piedras del techo no se bebieron la sangre.
Pero la muerte de aquel hombre encendió la venganza. Y vino de nuevo el coronel Rufino a
poner orden. Y el beato Gonzalito Lorenzo, que profetizaba el paraíso a la gente del desierto, redobló
las prédicas:
- El desierto se convertirá en el mar. La tierra será verde. Los niños vendrán a beber en un río
de leche. Las piedras se transformarán en panes...
Pronto se formó una procesión. Los penitentes cogían las piedras –que contenían un fragmento
de música helada- y se golpeaban la cabeza a contragolpes. El coronel Rufino traía a un escuadrón de
mercenarios: soldados alquilados que pagaban los dueños de la tierra. Mataron a muchos hombres y
masacraron a las mujeres y los niños... Incendiaron las casas. La gente huía por las pedrizas y se
escondía en los bosques. Nadie ya esperaba la venida del rey don Sebastián de Portugal. Un lucero de
sangre negra atravesaba el cielo de lado a lado todas las noches. El beato Gonzalito Lorenzo todavía
predicaba hacia el sol:
- El desierto se convertirá en el mar.
Benedita escapó de los soldados. Cuándo se dio cuenta de la brutalidad de los hombres del
coronel Rufino y vio tantos muertos, enfiló la vía del tren y empezó a correr. Ni ella supo los días que
corrió. Era como huir del infierno. Camina, caminarás por la ruta del tren que lleva a la ciudad. No se
daba cuenta si era de día o de noche. El tren pasaba fatigado cerca de ese lugar. Benedita no detenía
la marcha. Finalmente se rindió: la cabeza le dolía y tenía las piernas estaban débiles. Se cayó rendida,
como ahogada por la pena. Los hombres del coronel Rufino habían destruido su casa y estaban todos
muertos: los padres, los hermanos, la abuela María de la Gloria... Quizás estaban todos muertos.
Estaban todos muertos. Le habría gustado que hubieran podido escaparse como ella. Quién sabe si
algún día, en el lugar más imprevisto de la vida, reencontraré a uno de mis hermanos -se decía- y me
dirá que los padres no están muertos. Quién sabe, quizás un atardecer me saldrá en camino la abuela
María de la Gloria. Vendrá montada en el cuello de un águila -la abuela era, a veces, un poco bruja y
quizás tenía siete vidas- y me retendrá las manos entre las suyas -entonces mis manos latirán como
un corazón -, y me hará a saber que ningún coronel, ni el coronel Rufino, nunca podría matarla.
La cabeza le rodaba y perdió el sentido. Pero todavía, desde un rincón de la memoria, percibió
la marcha fatigada del tren y la confundió con el propio jadeo. Había muchas voces tras sus ojos.
Algunas eran afectuosas y suaves, otras eran crueles y oscuras. Se mezclaban entre ellas,
desordenadas: la voz del padre, las voces de los hermanos, la voz de la madre, la voz misteriosa de la
abuela, la voz del coronel Rufino, la voz del beato Gonzalito Lorenzo:
- El desierto se convertirá en el mar.
- Pero Corisco tenía dos cabezas.
- Camina, caminarás a ras de la vía. Sólo tienes que seguir el camino que marca la ruta del tren.
- Los niños vendrán a beber en un río de leche.
- A la aurora del tiempo sucedió el bullicio. Y el bullicio engendró todos los ritmos.
- La ciudad es una fiesta de luces. Hay rojas...
Cuando retornó en sí, no era consciente del tiempo que había pasado. Sólo sabía que habían
circulado muchos trenes cerca de ella y que era una noche oscura. La despertó el frío del amanecer.
5
También el bullicio había engendrado los ritmos de los trenes.
Al despertarse, Benedita entendió que había recorrido mucho camino, que había ido a parar
muy lejos de la tierra donde había vivido toda la vida, que quizás, los chaparrales y las rocas del
desierto quedaban infinitamente lejos. Ahora, ni oía los fusiles que disparaban los soldados del
coronel Rufino, ni los gritos de los hombres perseguidos, ni el llanto de las mujeres al ver las casas
incendiadas.
Abrió los ojos y observó las estrellas. Tenía frío y se abrigó con un trapo que llevaba. Pero
aquel aire de la mañana la espabiló. La abuela María de la Gloria le había explicado que tras cada
lucero se esconde una mirada que nos vigila. Tras el regazo negro de la noche, hay miles de miradas
-cada lucero es un ojo- que nos observan.
Ahora que ya no oía los disparos de los soldados ni los gritos de la gente, decidió que no tenía
prisa. Sin embargo, nadie la esperaba en la ciudad y no era cosa de llegar cansada. Se sacudió aquel
frío y observó la ilimitada largura de la vía del tren: si se devolvía hacia atrás veía que se estiraba
hasta perderse de vista. Si miraba adelante, volvía a prolongarse y los ojos no abarcaban el fin. La
ciudad está llena de luces. Hay verdes, rojas, azules, amarillas... Quizás fue el frío que le alborotó el
hambre. De repente había empezado a percibir que el vientre le hacía bullicio. Y, seguramente, era
bullicio de vacío.
Se levantó del trecho y volvió a mirar hacia adelante. Lejos, oculta entre las nieblas, a ras de la
vía del tren, descubrió una casa. Salía humo por la chimenea y podía verse la claridad de una luz a
través de la ventana. Pronto hasta la casa. Todavía le quedaba un poco de fuerza y volvió a correr.
Tocó en la puerta con el puño estrecho y se abrió un postigo. En el otro lado de la reja, observó la cara
de una mujer: el cabello despeinado y largo, los labios pulposos, la piel toda arrugada.
A Benedita los ojos le centelleaban. Le pidió que abriera la puerta y le diera un poco de
comida. Le dijo que a cambio haría los trabajos que ella le impusiera, que no tenía nada que llevarse a
la boca, que había huido de los soldados del coronel Rufino y se había escapado de la violencia, de la
brutalidad ...
- ¿Y hacia dónde vas? -le preguntó a la vieja.
- Voy a la ciudad, -respondió. De noche está llena de luces de colores.
- Sólo he sido una vez -replicó aquella mujer-, y partí antes de oscurecer.
Dejó que pasara. Había un poco de fuego en la chimenea y Benedita se acercó de una vez. La
vieja le vertió un vaso de leche y le ofreció un pedazo de pan; pero lo devoró en un cerrar y abrir de
ojos.
Cerca del fuego, mientras el amanecer crecía sobre el camino de hierro, la vieja le contó que
una vez había ido a la ciudad a ver el mar.
- ¿Cómo es el mar?
- Me dio miedo.
- Yo no lo he visto nunca.
- Es azul, y verde, y tumultuoso, y blanco... Las olas se alzan y llevan a la arena un trozo de
madera, un haz de algas marinas que arrancan de cuajo del fondo, una botella de vidrio que quizás
contiene el mapa secreto de una tierra que oculta un tesoro. También, a veces, el mar saca el cadáver
de un desconocido.
Benedita casi no la escuchaba. Tenía hambre y se habría comido todo lo que tenían. Entonces
volvía a hablar exaltada de la brutalidad de los soldados. La vieja lo advirtió que se lo contara en voz
baja, que su hombre había guardado toda la noche el paso de los trenes y ahora dormía.
- ¿No oyes que mi hombre ronca? Hace más de cuarenta años que vinimos a vivir a esta casa,
sólo para controlar los trenes. Por el oriente, cerca del pequeño huerto, pasa una carretera que
atraviesa la vía. Nosotros debemos vigilar que nadie la traspase, cuando el tren llega. Ponemos una
cadena y una la señal para que el maquinista sepa que puede pasar tranquilo. Mi hombre hace
guardia de noche. A mí me toca levantarme al amanecer y hacer el relevo. Ahora mi hombre duerme.
Con los años ha aprendido roncar como las máquinas de tren: el mismo ritmo, igualmente
acompasado. Pero baja la voz, que no me gustaría que se despertara.
- ¿Por qué? Necesita dormir.
- Y no le gusta que un desconocido entre en su casa.
- ¿Por qué no le gusta?
- No le gusta. Por eso no osaba abrirte, ¿sabes?
- Pero yo no soy un desconocido. Me llamo Benedita. En el pueblo todo el mundo me conocía...
Quizás ahora ya no me conoce a nadie. Los soldados del coronel Rufino lo han destruido, el pueblo, y
todo el mundo está muerto. Quizás yo también soy una muerta. Una muerta que huye y se escapa.
La mujer la escuchaba en silencio. Las palabras de aquella joven desconocida -su lamento
infeliz y la desolación que manifestaba- conmovieron el sentimiento de la vieja. Le dijo:
- ¡Anda, Benedita, anímate! La ciudad está en el extremo del camino. Te ayudaré a llegar.
Encontrarás el mar y una botella misteriosa de vidrio sobre la arena. Yo tuve miedo; pero toda la vida
lo he imaginado, el mar espumoso sobre la playa. Y al volver a pasar los trenes procedentes de la
ciudad, todavía me gusta aspirar el aire que desprenden; porque se me figura que traen olor de sal.
- ¿Cómo es el olor de sal? -preguntó.
Y respondió la vieja:
- Es negra como el humo que desprenden las máquinas que arrastren los trenes; pero me gusta.
Entonces observó el reloj y le aseguró que no tardaría en pasar uno que procedía de la ciudad. Le
dijo:
- Ven: me ayudarás a poner la cadena y sentirás el perfume de la sal.
Salieron hasta el camino que pasa cerca del huerto, por el lado oriental. Alzaron la barrera y
esperaron a que viniera el tren. No tardó mucho. Roncaba igualmente que el marido de la vieja y
avanzaba fatigado. Pero el humo de la máquina soltaba un olor incierto de sal.
- Aspira, Benedita, este olor que nos llega del mar.
Pero el tren había llegado tan deprisa que Benedita no se había dado cuenta de aquel perfume.
Una fumarola densa había turbado su olfato y sólo había sentido olor de carbón: del carbón quemado
de la caldera.
La vieja retiró la cadena. Volvieron a entrar dentro de la casa y le ofreció de nuevo un vaso de
leche. Lo vertió en silencio, mientras observaba el espanto que aquella joven todavía retenía en la
mirada. Quizás no abandonó nunca el miedo, y le quedó fijo en la retina, sobre la claridad incierta de
los ojos.
Le volvió a decir:
- ¡Ana, anímate...!
El marido sintió el parloteo de la vieja, aunque dormía. Levantó un ojo y escuchó de reojo. Sólo
percibió unas pocas palabras y pensó que hablaba sola.
- No me gusta verte triste y tan joven. ¿Cuántos de años tienes, Benedita?
- Tengo quince.
- ¿Y ya eres una mujer?
- Sí, hace un año que soy una mujer.
- No me puedo imaginar a una mujer joven cargada de pena.
El viejo, acostado en la cama, se quejó. Llamaba:
- ¿Con quién hablas? ¿Has dejado entrar a un desconocido? Siento olor de carne humana...
La vieja se había trastornado, tan sólo de oír que alzaba la vista. Pero todavía dijo:
- Duerme. Duerme...
Y se durmió.
Entonces ella preparó una mochila y la llenó de alimentos.
- Te llevarás eso y tendrás comer para un puñado de días: embutidos, frutas secas... No puedes
quedarte por más tiempo. Si mi hombre se levanta de la cama y te descubre sería capaz de clavarte un
cuchillo. Aquí tienes un papel que te permitirá viajar hasta la ciudad, si subes en un tren. Andarás
cerca de la vía y, a una hora de camino, encontrarás el sitio donde suelen detenerse. Sólo el tiempo
justo.
Dentro de la cámara el viejo volvía a roncar como una bestia.
La vieja la acompañó hasta el camino, nada más pasado el huerto. Benedita era feliz de poseer
el papel que le permitía subir al tren. Aquella mujer la miraba partir y le volvía el miedo de la ciudad
a la vez que experimentaba la nostalgia del mar. El aroma de aquel mar que rastreaba en la espesura
del humo que desprendían las máquinas.
Al llegar al lugar que la vieja le había indicado, Benedita se dispuso a esperar que se detuviera
un tren. No se detuvo hasta que se puso el sol. Subió al último furgón, porque tenía miedo de que la
obligaran a bajar. Reemprendió la marcha. Aquel tren llevaba a un pelotón de soldados eufóricos y
ebrios. Y pensó que quizás era la tropa del coronel Rufino que volvía a casa.
6
Ella tenía quince años cuándo nació Paulino, una noche clara. La luna iluminaba la ropa lavada
y tendida, extendida al lado del barracón, en la cima de la favela de la Rocinha, y las cuerdas se
curvaban por causa del peso.
Sobre aquella cresta, la luna acompañaba los ritmos del parto.
Paulino nació bajo el amparo de aquel techo: bajo un cobertizo construido con latas de zinc y
una construcción de maderas y tierra. Como una barca en el extremo más alto de la colina, sobre un
mar de casas avenidas a la anarquía del terreno.
Sólo en la Rocinha habitan más de ciento cincuenta mil almas. De las favelas -Favela don
Sossego, Chácara do Céu, Morro da Alegría... - la ciudad se abastece de mano de obra barata. La
ciudad brilla sobre el telón de fondo de las favelas. A menudo, los habitantes de la Zona Sur querrían
alejar la favela de la mirada; pero la favela está por todo lugar: surge inesperadamente y sorprende.
Benedita se sentía afortunada y consideraba que su hijo también lo era. Otras como ella,
igualmente embarazadas, tenían que parir debajo de un puente sobre cuatro cartones, en un caserón
abandonado, en un terreno descampado y solitario...
Su hijo, empero, había nacido en el remanso de aquellas cuatro latas, sobre el jergón, en el
extremo más alto de la Rocinha. Desde aquel sitio podía ver la ciudad iluminada hasta el mar, el Pan
de Azúcar, entre nieblas bajas, el Cristo del Corcovado, los rascacielos, las vías del tren, las playas... Y
pensaba que Beto le había entregado su amor…
El azar hizo que se encontraran, una tarde cálida. Lloraba como una tonta en un jardín público:
en el jardín donde Beto montaba todas las tardes el pequeño teatro de títeres.
Beto era un artista. Un poeta que construía sus poemas en medio de la calle, capaz de causar
risa en aquéllos que se acercaban a su espectáculo, de improvisar cualquier drama. Con los títeres
dramatizaba los conflictos que percibía en su entorno: la historia de Graciela que se había casado con
el diablo, las peripecias de un joven vendedor de periódicos cerca de los semáforos, la aventura de un
jugador de fútbol a quien un pájaro había afeitado la pelota. Beto había sido ayudante de un viejo
titiritero, maestro Luis de la Sierra, y a su lado había aprendido a representar la realidad añadiendo
un instante de desconcierto. Había heredado de aquel maestro algunos viejos espectáculos: las
dificultades del capitán Bocamola y su caballo, la farsa de aquel Muerto que tuvo que cargarse sobre
el hombro un hombre vivo, y las historias sagradas de Santa Ana y la Virgen, la de Adam, Eva y la
serpiente ... Y los festines de mulatos con simbombos, cascabeles y panderos ...
Cada tarde Beto sabía sacarse de la manga unos diez de personajes extravagantes, a veces
audaces, y otros miedosos: el cacique del bigote torcido, el capataz que tenía las piernas largas, el rey
avaro, los demonios exorcizados, el cangaceiro o bandido.
La descubrió que lloraba sentada en un banco, cerca del espacio que utilizaba como teatro
todas las tardes. Había acabado la representación y el público que habitualmente asistía se había
empezado a marchar. Beto guardaba con sus títeres y observó a aquella joven. Se acercó con lentitud,
sólo para decirle:
- ¿Qué te pasa, Benedita?
Ella alzó los ojos, confusa de ver que la llamaba por su nombre.
- Me llamo Benedita Moreira; ¿pero cómo lo sabes?
- Te he visto y he pensado que por ventura te lammarías Benedita. ¿Pero a qué viene este
llanto?
- He venido de muy lejos. Caminé a pie. Me escapaba del terror de los soldados del coronel
Rufino y, sin embargo, fui a caer a sus manos. Subí en un vagón de un tren espantoso. Era el último
vagón y aquellos soldados iban bebidos. La mujer que guardaba el paso del tren, cerca de una
carretera, me dio un papel y me dijo que tendría el viaje gratis. No estaba segura -la abuela María de
la Gloria me había dicho que no hay nada gratis- y sólo osé subir al furgón de detrás, que estaba lleno
de soldados. Iban ebrios de alcohol y hablaban como locos: explicaban su participación en el
restablecimiento de la orden sobre aquellas tierras infestadas de ladrones.
- ¿Y qué más? -preguntó Beto-. ¿Qué te hicieron, aquellos soldados? ¿Te humillaron?
- ¿Qué dices? -respondió Benedita-. Me humillaba oír como alardeaban. Y, sin embargo, no era
capaz de apartar los ojos de aquellas manos. Habían disparado sobre mi gente, sabes; habían
incendiado las casas, habían torturado a los niños... Claro está que trataron de violarme, aquella
noche, en el último vagón del tren...
Benedita no estaba segura si el papel que le había dado a aquella mujer le serviría para viajar
gratis. Subió al último furgón y se dispuso a recorrer en él lo que quedaba del trayecto hasta la
ciudad; pero estaba preocupada por si acaso la hacían bajar del tren. Vigilaba los movimientos de
aquella bestia metálica, inquieta y al mismo tiempo trastocada de una inmensa tristeza. Se esforzaba
para olvidar a los soldados y observaba el verdor de los bosques que pasaban deprisa delante de sus
ojos.
Se acercó uno, el más atrevido. Benedita tuvo la impresión de que no podía quedarse quieto y
observó que movía la lengua.
- Eres guapa, Benedita.
También aquel soldado conocía su nombre, pero no sabía si era un sueño. Comenzó a llorar.
Habría llenado el tren de llanto, si hubiera llorado todo lo que necesitaba llorar. Y habría llegado
cargado de lágrimas, aquel tren. Todos los vagones apretados de lágrimas: la carga del llanto en la
ciudad de múltiples colores. Mientras, un soldado le decía:
- Eres guapa, Benedita.
7
Aquel soldado tenía la cabeza caliente. La cogió por la cintura y trató de forzarla a hacer el
amor.
Le decía:
- Sé generosa, Benedita. Tengo sed y tú me puedes dar agua. No me esquives.
La había cogido por la cintura. Quería besarla; pero ella rehuía la boca de aquel hombre.
Aquellos otros lo observaban de lejos. El tren galopaba como un potro. Benedita apretaba los dientes
y luchaba para que ese hombre se apartara. Lo empujó y se cayó al suelo. Le fue fácil porque había
bebido y las piernas no lo aguantaban. Los compañeros se rieron y se sintió herido. Se sacó un arma
de fuego y la encañonó. Insistía:
- Ven, no me esquives.
Tenía la lengua inflada y las palabras saltaban pesadas dentro de aquella boca. Se levantó
lentamente. Benedita no osaba moverse, los ojos clavados en la mirada del hombre.
- Ven, sé generosa y déjate hacer el amor. Si me pones nervioso se me podría descontrolar la
mano y no tengo ganas de pegarte, aquí, en el último vagón de un tren. No me digas que no quieres.
Aquel soldado se lo decía con rabia, herido su orgullo de macho poderoso. De repente, sintió
la mano de aquel hombre. No supo resignarse, sin embargo, y gritó como una loca, como si fuera una
bestia que se ha caído en una cepa de espinas. Lo cogió por el cuello y le clavó las uñas. Él disparó la
pistola dos veces. No llegó a herirla. Desvió aquellos tiros la inesperada reacción de Benedita y el
alcohol que el agresor traía dentro de los ojos. Pero fue como si lo hubiera aruñado la uña de una
pantera, como si lo hubieran mordido las fauces de un lobo. Los compañeros lo incitaban a
embestirla, otra vez. Ella sentía que se hinchaban las venas y sentía como si el cuello de aquel hombre
hubiera aumentado de volumen y ya no le cupiera dentro de las manos.
La volvió a embestir, entre carcajadas de los compañeros, que no cesaban de hacer arengas. Y
quizás la habría matado, si no la hubiera protegido otro soldado que tuvo compasión de ella.
- ¡Ya ha sido suficiente! -dijo, a la vez que lo cogía por el brazo y obligaba a aquél a sentarse en
el otro extremo del furgón. Traemos las manos sucias -llamaba-, de tanta sangre. Hemos rematado la
misión que nos habían confiado y no es hora de abrir otras heridas. Cálmate. La acción quirúrgica del
nordeste ha finalizado. No pretendas continuarla en el tren que nos devuelve a casa. Ya hay muertos.
- Nunca hay lo bastante, -replicó como una bestia.
Y le dijo aquél otro:
- Siempre son demasiado, los muertos.
Sin embargo, la agresión sufrida no permitía que lo obligaran a apartarse de la presa, y la
habría vuelta a abordar si no lo hubieran retenido.
Benedita lloraba de nuevo. Lloraba de rabia. De una rabia profunda que no era capaz de
sacarse del cuerpo. Se acercó el soldado que la había rescatado de las garras del tigre y le sonrió.
Difícilmente olvidaría la mirada del tigre.
Llegaron de noche y tuvo miedo. Todo era espantoso en la ciudad: la estación ennegrecida por
el humo de aquellos trenes que venían de pueblos lejanos, las caras de los viajeros, la mirada de los
hombres y las mujeres, el tufo de sudor que surgía de los vagones, las mochilas de los soldados llenas
de polvo, las armas siniestras ...
Se llamaba Luciano y le pidió que lo ayudara a llevar el saco de ropa. Volvía a sonreír; pero
Benedita no era capaz de alzar los ojos del suelo. Ella no llevaba equipaje: ni maleta, ni saco, ni bolso.
Sólo, un trozo de pañuelo para abrigarse y bastante. Al poner el pie en el suelo, oyó como si se
hubiera roto el cordón que lo unía a las tierras viejas del desierto y se sintió perdida.
Sintió que no tenía ganas de vivir y se habría querido morir aquel mismo día, al final del
trayecto. Luciano le preguntó, de repente:
- ¿A dónde vas? Si quieres, te llevaré en un taxi.
Respondió:
- No voy a ningún sitio.
- ¿A ningún sitio, por qué?
- ¿Nadie me espera, sabes? Había pensado recorrer la ciudad durante toda la noche, rueda que
rueda. Correr por la ciudad hasta amanecer.
Pero Luciano no pudo dejarla tirada en la calle y decidió que la llevaría a casa, mientras
buscaba un lugar donde quedarse. Los padres, al verla, no lo contradijeron. Pero sucedió algo
inesperado: Luciano y Benedita sintieron los ritmos del amor bajo la piel, como una música, la tarde
de un domingo en que ella se puso un vestido azul de seda que encontraron en una caja polvorienta
de los clósets.
Aquel vestido era de la hermana de Luciano: María de los Montes Claros, muerta a los catorce
años de unas fiebres que los médicos no supieron cuidar. Aquella tarde, Benedita tenía los ojos más
negros y más claros, capaces de expresar la extrañeza que le producía la ciudad y, al mismo tiempo,
un resplandor casi mágico. Se había trenzado el pelo y la cola le traspasaba el cuello, hasta la espalda.
Los padres de Luciano, sobre todo la madre, Mariana, cuando la vieron con el vestido de seda,
pensaron que era la propia hija propio que había vuelto. Quizás Mariana llegó a perder el juicio con
la ilusión de ver de nuevo a la hija.
Luciano le dijo:
- Me gusta tu cuerpo, el pelo trenzado, la mirada de tus ojos, esquiva y vacilante.
Dentro de los brazos de Luciano estuvo feliz, la tarde de un domingo en que, volcado el juicio,
aquella gente la confundió con una muerta.

8
Habían sentido los ritmos del amor bajo la piel como una música.
A veces, la música era dulce, sutilmente imperfecta. Entonces sonaba fuerte, como si hubieran
conectado ambos amores a un mismo amplificador. Más tarde, podían llegar a ser un parlante
suspendido que vibra. Luciano le ponía compactos de Peter Gabriel, de Bruce Springsteen, de Paul
Mc Cartney, de Suzanne Vega... Y sus cuerpos, bajo la presión de las manos, se convertían en una
caja de ritmos.
Benedita llegó a ponerse todos los vestidos que había dejado María de los Montes Claros: el de
seda azul, el de color de naranja, otro de verde... Y los padres sentían que era la hija que había vuelto.
Más se empeñaron en verla como la hija muerta cuando se dieron cuenta de que calzaba el mismo
número de zapatos. Pero Benedita nunca había llevado más que unas sandalias de goma que la
abuela le compraba a un vendedor ambulante que iba y venía por aquellas tierras con un camión
cargado de chinelas, y pasaba cuatro veces al año por su pueblo perdido entre piedras.
- Tú sabes que las piedras contienen una música helada.
No era capaz de olvidar, sin embargo, las voces del desierto, las historias que la abuela María
de la Gloria le contaba, el ritmo fatigado del tren, el grito exasperado del cangaceiro:
Olé, Mulher Rendeira…
Cuando Benedita se veía con los pies enfundados en los zapatos multicolores y fosforescentes,
tenía la sensación de que no tocaba la tierra. Porque es difícil de imaginar cómo se maravillaba de
aquellos zapatos. Sobre todo, de la alegría de que se apoderaban los pies, sólo con que se las probara.
Le gustaban los que tenían los tacones rectos; pero también unas sandalias de tiras estrechas
adornadas con motivos botánicos: hojas de helecho y frutas tropicales.
- Las que tienen los tacones abombados y la piel metálica, parece que te incitan a pisar con
fuerza, -decía.
Y Mariana no dejaba pasar la oportunidad de preguntarle:
- ¿Qué te incitan a pisar: una flor mustia, un pie enfermo que te pasa cerca, la punta de un
cigarro, un trozo de periódico...? ¿Di, qué te incitan a pisar?
Aquellas preguntas extravagantes la llevaron a creer que Mariana, con la alegría del retorno de
la hija, había perdido la cabeza.
- No es frecuente -decía la señora- que retornen a los muertos. A nuestra familia no había
devuelto ninguno, hasta que viniste tú. Ni los padres, ni la abuela Almeida, ni el hermano Pedro...
Bien que acudí a las médiums, por si me pondrían en comunicación con tu espíritu. Me decían que
vagabas por las sombras. Cuando ya no confiaba, viniste de repente. Tenías la misma edad de cuando
te moriste, como si el tiempo hubiera quedado colgado en las ramas de los árboles. Te trajo Luciano
que te encontró perdida en un tren. Viajabas en un tren, sin memoria. A veces tengo la impresión que
has vuelto del viaje y has dejado los recuerdos en el otro lado de la vida, la razón perdida, que es
como no volver. Pero has venido intacta. Poco tiempo después -quizás sólo hacía una semana que te
habíamos dejado bajo la losa, en el cementerio verde, al fondo de un valle-, la ciudad se llenó de
hormigas. Hubo una gran plaga de hormigas, como una ola venida del mar: enormes y negros con la
cabeza roja. Hormigas carniceras que se zampan en la carne y dejan los huesos pelados como un
esqueleto. En poco tiempo se introdujeron por cada rendija, por los dinteles de las fachadas y las
ventanas. Llegaron a los cementerios y perturbaron el reposo de los cuerpos muertos.
Mariana acababa sonriendo, satisfecha de ver que la hija había vuelto: los mismos ojos, el pelo
roncado, el pie exactamente igual, la piel estirada y reluciente de los jóvenes dorados de Ipanema.
- Habías vivido -decía la señora- como si nunca tuvieras que envejecer. Nadie vuelve viejo a
Ipanema. En la plaza de Nuestra Señora de la Paz la vida tiene el color de las gemas del Trópico, a la
vez que los brujos -quirománticos, videntes, astrólogos, lectores de cartas- se empeñan de desbriznar
aquello que tiene que venir. Un día me explicaste que habías leído un escrito publicitario que
lanzaron desde un rascacielos: “Hay mil mujeres en cada mujer, Hans Stern ha creado una joya
para cada una de ellas”. ¿Qué te parece? Me preguntabas si es cierto que en cada mujer hay mil
mujeres. Ahora, me gustaría saber si contigo han venido las mil mujeres que tus ojos encubren.
Quizás has dejado alguna por el camino. Cerca de la playa de Ipanema, tú lo sabes, los ricos todavía
son felices...
- ¿Y los pobres? -preguntó Benedita, cómo turbada.
- ¿Los pobres? -respondió la señora, sonriendo. Los pobres esperan un milagro.
Benedita pensaba que Mariana estaba loca.
- Aquella epidemia de hormigas se llevó a muchos pobres, -decía, pensativa. Aquí cerca, en un
solar de basuras y suciedad acudía a dormir una criatura de pocos años: seis o siete, una chinche. Las
hormigas se la comieron en trozos.
A menudo, aquellas historias espantosas que la señora explicaba sin inmutarse, pasaban por su
imaginación como un fantasma. Y tenía miedo. Y añoraba a Luciano, cuando acompañaba al padre a
los viajes de negocios de cuatro o cinco días. Entonces, cuando Luciano estaba en casa y la invitaba a
pasear en la moto, se vislumbraba que era feliz. Se había comprado una Sportster del último modelo
y parecía un niño satisfecho con aquel juguete.
A los dos les gustaba correr. Subían a la moto, Luciano ponía en marcha el pedal y partían.
Iban a la playa, en los bosques, en las fiestas y bailaban. La música respiraba sobre la piel de los
amantes.
- Déjate llevarse por la vibración de los ritmos sobre el cuerpo, -le decía Luciano.
Y añadía:
- Me gusta tu cuerpo, el pelo trenzado...
Uno de aquellos días hicieron el amor por primera vez. Cuando Luciano se lo propuso, ella se
moría de miedo. No podía decirlo; pero estaba convencida de que no sabía cómo hacerlo.
9
Aquella tarde, Luciano la llevó al extremo de una playa, sobre unas rocas. Se allí estuvieron
hasta que cayó el sol tras las montañas. A la hora del crepúsculo, el agua adquiría el color lila de las
nubes y, a veces, se alzaba del mar, luminoso y fantástico, un pez volador.
Benedita no olvidó nunca la tarde en que los peces saltaban sobre las olas. Aquel día -estaba
segura de que fue aquel día-, concibió a su hijo. Mucho tiempo después, aseguraba que Paulino había
sido engendrado cerca del mar, un atardecer en que los peces alzaron el vuelo.
Nunca le dijo a Luciano que estaba embarazada. Sin embargo, si lo hubiera hecho, si le hubiera
dicho que esperaba a un hijo suyo, eso no habría cambiado casi nada. Amaba al hombre que la había
protegido del compañero embriagado de alcohol en un vagón perdido en la cola de un tren, que la
había llevado a su casa y había permitido que ocupara el lugar de la hermana muerta. Y sabía que él
también la amaba. Pero los hombres y las mujeres -se lo había dicho la abuela- a menudo hacen
mudanza como la luna.
Difícilmente habría podido explicar la evolución que los sentimientos de Luciano habían
seguido. Ahora no la invitaba a subir a la moto y, cada día, lo veía alejarse, como las olas del mar que
golpean las rocas y se van, nuevamente, sin saber el efecto del impacto.
Sobre todo, había cambiado la manera de mirarla. Antes había en sus ojos una brillantez
cálida, una fusión de fuerzas diversas: el afán de protegerla, el deseo de besarla y sentir la vida que
crece en cada beso, el amor cerca del mar a la hora en que los peces alzan el vuelo.
Benedita pensaba que Luciano había empezado a amarla de otra manera: como si fuera la
hermana María de los Montes Claros, muerta de unas fiebres que los médicos no supieron calmar. Lo
veía marcharse en la moto, cada atardecer; pero esperaba que volviera con los ojos abiertos como dos
ventanas. Volvía muy tarde. A veces, un poco bebido, como aquel soldado que quería forzarla a hacer
el amor. Lentamente se deshizo el hechizo que Luciano había tejido entorno suyo, la telaraña con que
la había envuelto. Pero ni sabía si había existido aquel hechizo, la pizca de fuego que el joven galante
había encendido en el centro de su cuerpo.
Pasaban los días y Benedita se sentía perdida en un laberinto de árboles corpulentos y lianas,
en un bosque oscuro en el extremo del cual había una bruja empeñada en identificarla con una
muerta.
La voz de Mariana resurgía de la profundidad de los bosques:
- ¿Quién habría pensado y creído que María de los Montes Claros habría vuelto? Viniste en
tren, tan magra como habías partido. Te pesamos muerta y nos diste treinta kilos de peso. Ni tuvimos
coraje de descontar los adornos: el ataúd, la mortaja, la corona de lirios que te ceñimos en la cabeza, el
libro entre las manos... Treinta kilos en firme, ni una onza más. Tenías los huesos tiernos...
Aquellas noches, sin embargo Benedita lloraba hasta la madrugada y, cuando se dormía, ya
era muy tarde. Pero la ansiedad la despertaba a menudo y era como si necesitara un trozo de cuerda
dónde aferrarse en medio de la tormenta. Y pensaba cómo es de injusto no poder escoger la casa ni la
gente entre la cual tendrás que nacer. ¿Porque el azar te trae? -¿o no es el azar?- a la fuerza por los
caminos que dibuja. Y decide quiénes serán tus padres -quizás ordena que seas justamente tú el hijo,
entre millones de posibilidades, que les tocará a tus padres-, selecciona la gente que tiene que amarte,
a los maestros que tendrás, a las personas de las cuales podrás enamorarte. ¿Es un dios, el azar, una
combinación de fuerzas poderosas que no te permiten escoger a la gente ni la casa que habrías
querido que fuera la tuya? Lo dijo a la bruja:
- Si fuera posible nacer por segunda vez, querría hacerlo en una casa rica.
Y Mariana respondía:
- Pero tú naciste en una casa rica. Y ahora has vuelto, porque te habías muerto. Y tienes el
mismo peso que cuando partiste. Y todavía tienes los huesos tiernos, los pechos de cabra...
La señora cerraba los ojos, cuando le hablaba de la hija. Entonces la observaba desde la
penumbra dispersa de los aposentos y sonreía.
Es probable -acababa diciéndose Benedita- que este hijo que me crece en la entrañas si hubiera
podido hacerlo, no habría elegido mi vientre. Hoy lo he sentido por primera vez: el golpe de las
manos bajo el fuselaje del abdomen, los ritmos del corazón... No lo he oído llorar; pero esta noche
lloraba. A veces, el llanto es mudo.
No le diría nada a Luciano. Sin embargo, el amor que habían compartido se había terminado
demasiado pronto, como se acaban las mejores cosas de la vida. Ciertamente sabía que él la amaba
como debió haber amado a la hermana muerta; perdida la emoción de los primeros días, indiferente a
la inquietud con que ella lo esperaba todas las noches, extraño a la ternura que había implorado como
una loca, ella esperaba un simple agasajo o una caricia. Luciano no supo nada de aquella criatura.
Creció en el secreto del silencio que se imponía cada día. Pero una tarde, cansada de vivir en una casa
donde tenía que representar continuamente el papel de un cadáver, decidió marcharse.
Partiría sin avisar a los padres de Luciano. Seguramente, Mariana creería que la hija había
retornado a la tumba, agotado el tiempo de que disponía para estar con la familia. Cierto, que en el
mundo de los difuntos -pensaría-, dan los permisos a cuentagotas. Y, al darse cuenta de su ausencia
-Luciano tardaría algunos días en saber que había huido-, es probable que estuviera contento.
Partió aquella tarde dispuesta a enfrentarse a la hostilidad brutal de la ciudad. Se puso el
vestido que traía cuando vino del pueblo, del nordeste del país, y subió al tren que la llevó a vivir
algunas experiencias de infortunio: la tentativa de violación del soldado embriagado que venía de
poner orden en los pueblos del desierto a las órdenes del coronel Rufino, la indiferencia de sus
compañeros, la protección de Luciano y la fantasía amorosa que le había hecho creer, el sabor amargo
del desengaño... Y aquel fragmento de vida que llevaba en las entrañas. Quizás sólo tenía el tamaño
de una cereza y percibía el corazón.
Quería creer que Luciano era distinto de los compañeros que alardeaban de las torturas y que
sus manos no se habían manchado de sangre, durante aquellos días de terror.
Necesitaba creer que no le había mentido, cuando menos mientras hicieron el amor cerca del
mar.
10
Beto descubrió que ella lloraba, sentada en un banco de un jardín. Era una tarde ardiente. Ella
tenía los ojos inflados. Beto había cerrado la representación y el público justo acababa de partir. Se
disponía a recoger los aparejos y se dio cuenta de aquella joven. Se acercó dispuesto a preguntarle si
podía ayudarla, porque no le gustaba que nadie llorara después de la fiesta en que convertía sus
espectáculos, y le pidió:
- ¿Qué te pasa, Benedita?
Ella se sentía incapaz de explicarle toda la miseria que la vida -¿hay que decir la vida?- le había
cargado a la espalda. Pero Beto insistió:
- ¿A qué viene este llanto?
Le respondió entre sollozos, desconcertada de ver que sabía su nombre:
- Me llamo Benedita Moreira; ¿pero cómo lo sabes?
- Te he visto y he pensado que por ventura te llamas Benedita.
Entonces decidió relatar la historia:
- Hace cerca de cuatro meses que llegué a la ciudad en un tren... Lo había soñado toda la vida,
aquel viaje en tren a la ciudad...
Pero no fue capaz de continuar la historia, porque el llanto llenó de nuevo sus ojos.
- ¿A qué viene este llanto?
Sin embargo, no podía consentir que llorara y decidió hacer una función sólo para ella. Acudió
al teatro, se subió al entablado, dispuso los títeres y representó la aventura del jugador de fútbol a
quien un pájaro había afeitado la pelota.
En balde el jugador la buscaba. Pero el pájaro la devolvía, la volvía tomar, la ocultaba bajo las
alas, y la ponía de nuevo en las manos.
A Benedita el pájaro le parecía un demonio: endiablado y al mismo tiempo desvergonzado.
Quizás una vez, nada más una, los títeres le arrancaron una sonrisa. Y Beto pensó que aquella
carcajada sólo sugerida, podía considerarse la primera victoria.
Pero el sentimiento de desamparo que Benedita filtraba en cada gesto y en las palabras que
osaba sacarse de la boca no se rompió fácilmente. El juego del futbolista y el pájaro sólo había obrado
un instante de prodigio: el espacio de una sonrisa inacabada. Beto, no obstante, estaba dispuesto a
continuar la representación de otras historias, igualmente divertidas: la que contaba las dificultades
del capitán Bocamola, la de Graciela, que se había casado con el diablo...
Benedita percibía el olor de la soledad sobre la piel y no sabía qué podía decirle a aquel
hombre que se esforzaba por hacerla sonreír. Quizás se habría aferrado a los títeres -pobres títeres de
madera y cartón-, desesperada de buscar una chispa de solidaridad. Pero es difícil, pensaba, que
alguien quiera solidarizarse con una muerta.
Volvió a intentar recontar la historia:
- Estoy sola. No sé dónde puedo ir. Me enamoré de un hombre que me hizo creer que no era de
la misma calaña de sus camaradas: una cuadrilla de agentes del orden. Habían asesinado a los
hombres, incendiado las casas y los pequeños cultivos, violaron a las mujeres de mi pueblo perdido.
Quise creer que era diferente, porque me protegía del compañero embriagado que no sabía que ahora
mismo no estaban en tierra de conquista. Me llevó a su casa. Los padres creyeron que la hija difunta
había vuelto del otro mundo. Me hicieron poner los zapatos y el vestido de la muerta. Un atardecer
cerca del mar, justo acababa de alzarse un pez volador, me hizo un hijo. Aquí lo tengo, este hijo,
capaz de iluminarme la mirada.
Se había señalado ligeramente el vientre. Beto le dijo:
- No te asustes de lo que puedo ofrecerte: necesito a alguien que me ayude y puedo asegurarte
que no es un trabajo ingrato. Tengo una barraca en la Rocinha y los viejos títeres se alegrarían de
verte entrar en su casa. Y, si lo aceptabas, me gustaría ser el padre de tu hijo.
Benedita no tuvo que pensarlo. Pero no sabía si había soñado las palabras de Beto. Se dispuso
a ayudarlo a recoger el escenario, los títeres y los cuatro barrotes que sostenían el decorado. Hicieron
un abarrote, se lo cargaron en la espalda y partieron, cuesta arriba, entre barracas de latas y madera.
Por el camino, la gente de la favela los agasajaba:
- ¿Qué haces, Beto? ¿De dónde vienes a esta hora?
- ¿Cómo has conseguido que te acompañara la joven?
- ¿Es tu niña?
- Beto ha traído a la niña a la Rocinha.
- Nunca la habíamos visto.
- La habías tenido escondida, pícaro.
Aunque empezaba a hacerse oscuro, alguien observó que Benedita no tenía el vientre
redondeado, ni que llevara un pan bajo el regazo.
Les dijeron:
- ¡Felicidades, Beto! ¿Cuándo vendrá?
Y Beto, en secreto, tuvo que preguntarle cuándo vendría:
- ¿Cuándo vendrá?
- Quizás -decía Benedita-, si no me he equivocado con la cuenta, será en el mes de noviembre.
La luna iluminaba, aquella noche, la ropa tendida de la lavada. En la barriada de la Rocinya,
se escucharon los ritmos del parto. Era una noche clara de noviembre. La asistieron dos vecinas que a
menudo acudían a las barracas donde una mujer estaba a punto de alumbrar.
Beto no cabía en ningún lugar por la satisfacción:
- Se llamará Paulino, como mi padre, -afirmaba.
Y Benedita se sentía orgullosa sólo de ver que el hijo había nacido bajo un techo, sobre un
jergón en un rincón del barracón.
Un amigo de Beto aquel día había comprado dos pescados en un mercado del centro y los
llevó a la parturienta cocinados en la brasa, encima de un trozo de pan.
Decía:
- Una mujer que ha parido necesita comer como una reina: le subirá la leche y podrá dar el
pecho a su hijo.
Benedita había pensado a la hora del parto que el mundo se hundía. Apretaba los dientes y se
aferraba a una barra de madera, cada vez que tenía una contracción. Una de aquellas mujeres, la más
vieja, la incitaba para que no se dejara vencer:
- ¡Haz fuerza, Benedita! ¡Haz fuerza!
Le dieron vueltas las paredes de maderas y lata delante de los ojos. Le daba vuelta la figura de
aquellas dos mujeres. Y la sonrisa de Beto, inocente y salvaje. Tenía una colección de sombreros
colgados en una viga y también empezaron a dar vueltas. Durante muchos años los había buscado en
los contenedores de estiércoles y los utilizaba para recaudar la voluntad del público al acabar las
representaciones. Pasaba el sombrero entre la gente y cada uno aflojaba aquello que buenamente
podía pagar.
Aquel día en que la llevó a casa por primera vez, Benedita se sintió fascinada con los
sombreros. Le parecía casi imposible que hubiera tantos y aquella misma noche, se puso uno tras
otro.
Beto le decía:
- Bajo cada sombrero tienes que imaginarte a la cabeza de un hombre. Bajo cada sombrero...
11
Sólo cuatro años duró aquella vida, complaciente e improbable, cerca de Beto. De repente se
rompieron los hilos, esquivos y felices, que componían su pequeño mundo. De nuevo, las desgracias.
No era difícil, sin embargo, percibir la alegría de vivir que filtraba Beto, su magia, el aire
seductor que rezumaba, la enérgica vitalidad que poseía. Fácilmente, si sabías entrar en su espacio
de juego, te sentías atrapado en la red, en un universo de resonancia magnética: malicioso, sensual
y burlesco; provisto de una ternura misteriosa.
Pero sabía que la fascinación que ocasionaban las historias que recontaba por medio de los
títeres no afectaría a la vida de aquella ciudad que se alzaba soberbia sobre un fondo de miseria.
Múltiples barrios exultantes y lujosos con jardines secretos de buganvillas y flores de cobango. Y las
sorprendentes tonalidades de los bulevares modernos: la malva, el lila, el rosa fucsia, el blanco, el
azul ... Y los pobres, condenados a contemplar de lejos las luces de la fiesta: la gente que se sienta en
los cafés de Largo das Neves, el rascacielos de la Petrobras, los edificios del Banco de Brasil, el estadio
de Maracaná, las enormes industrias -a menudo trabajan miles de niños por un sueldo irrisorio-, los
grandes hoteles, los centros comerciales, los teatros ...
Beto sabía que nada cambiaría, a pesar de la pasión que ponía en sus espectáculos. Y, a veces,
eso lo hacía oír pesimista, aunque procuraba esconderse, porque no quería que pudieran pensar que
estaba triste.
Un día, Benedita le dijo:
- Beto, tú sabes que la miseria no es inevitable.
- ¿Crees eso? -respondió.
- Tú sabes, y yo lo sé, que la miseria no es inevitable.
- ¿Y cómo es que la miseria no es inevitable?
- ¿Crees que alguien necesita la miseria?
- Quizás alguien la necesita.
- ¿Hay quien necesita que otro se vea obligado a revolver los contenedores de estiércoles para
poder comer? ¿Quién necesita eso?
Beto callaba. Prefería no discutir aquellas cosas. Sabía que no poseía el secreto de no cambiar la
vida, ni una fórmula mágica que hiciera caerse del cielo abundancia de dinero y riqueza. Le habría
gustado creer que la miseria no es inevitable. Y pensaba que, si sus farsas tenían la capacidad de
provocar una sonrisa, vale la pena salir a la plaza.
Benedita lo ayudaba y al mismo tiempo tenía noticia del hijo. Es cierto que el trabajo no le era
ingrato, sobre todo porque le divertían las agudezas con que Beto era capaz de sorprender el
auditorio. Cuando acababa la representación, ella se ocupaba de pasar el sombrero. No le gustaba
utilizar el mismo cada día de la semana; aunque había algunos que le traían suerte delante de los
cuales el público se sentía más generoso.
Pero la recaudación a menudo era escasa. Cuando pasaba el sombrero, aquella gente la miraba
en los ojos, y procuraba transmitirles la idea de que la obra que los títeres habían presentado desde el
escenario se cerraba con la aportación de cuatro monedas para sostener del arte. Los artistas, parecía
que decía, no viven del aire del cielo.
Paulino creció al amparo del pequeño teatro que Beto subía todas las tardes en una plaza
pública o en un jardín. Un día, todavía no tenía tres años, se dieron cuenta de que había aprendido a
moverse como los títeres. Y alzaba las manos, y movía las piernas, y estiraba el cuello como si una
sarta de cordeles rigiera cada uno de sus actos. A veces, Benedita lo hacía salir delante de la cortina:
observaba los fantoches de madera y repetía sus gestos, los movimientos pesados, la mirada jocosa. Y
Beto se descolgaba diciendo que la vida, sin embargo, acaba por imitar el arte de los títeres.
Beto le decía que bajo aquellos sombreros que tenían colocados en el techo, tenía que imaginar
a la cabeza de un hombre. Benedita se esforzaba en encontrar las cabezas que les correspondían; pero
sólo le venían a la memoria las caras de los soldados que habían destruido la tierra, y la gente, y las
casas de su pueblo. Sólo aquellas caras bajo los sombreros. También, la de Luciano entre los
compañeros embriagados. Benedita no era capaz de borrarlas del corazón. Sabía que había otras caras
como aquéllas de hombres dispuestos a poner orden -el orden de siempre- con la finalidad de hacer
la miseria inevitable.
Cuando tenían un día de descanso, iban a la playa. Allí el agua del mar, el sol, y el aire salado
que llegaba de mar adentro les daba una energía alegre. Paulino se divertía con las construcciones
que Beto montaba sobre la arena: esculturas enormes, castillos impenetrables, laberintos oscuros. Un
día construyeron una ballena; otro día, una tortuga; otro, una serpiente. Le gustaba rascar muy
adentro y que compareciera el agua. Le divertía que Beto se dejara sepultar en una cama de arena. A
veces traían una miloca que Beto había construido con cañas, papel de seda e hilo, como un lucero
con cola que tenía la cabellera de colores. Cuando el viento se subía del mar, la miloca se hinchaba y
emprendía el vuelo. Entonces acudían los niños de la playa en torno suyo: los que estaban con los
padres porque aquél era día de vacaciones y los que bajaban de las favelas a pelearse con la espuma.
Beto se disponía a contarles una historia de gaviotas y luceros, y los invitaba a qué presentaran una
función artística. Aquel día la función sería gratuita. Sin embargo, no habían llevado el sombrero para
la colecta.
Beto les enseñaba el lucero. Decía:
- Eso era y no era un lucero que tenía la forma de una gaviota. Quizás, el hombre que había
fabricado aquel lucero, había querido hacer una gaviota con cañas, hilo, y papel de seda. Y le había
transmitido - quién habría pensado que su aliento tuviera tanto de poder- el corazón de una gaviota.
Tanto hilo le diera, el lucero lo tomaba; y remontaba las nubes, y sobrepasaba el vuelo de los pájaros
marineros, hasta que casi no lo veían. Es cierto que aquél quería se sostuviera en el extremo del hilo;
pero, a veces, aquel hombre soltaba la punta y el lucero partía a andar mundo. Volaba tranquilo, batía
las alas, rompía el horizonte. Con tanto trajín, conoció otros pájaros e hizo amistad con una pareja de
gaviotas que habían hecho el nido en un agujero de un risco, lejos de las playas. Allí tenían tres
gaviotollas acabadas de nacer de tres huevos que habían incubado con riguroso cuidado. Un día fue a
verlos y comprendió que, sin la protección y el auxilio de los padres, que les traían de comer un trozo
de pescado fresco, un caracol de mar, algunos verderones, serían, hasta que habrían aprendido a
volar, unos desvalidos. También los padres les enseñaban y los espoleaban para que tantearan el
vuelo. Una tarde, a la hora del crepúsculo, un cazador que ejercitaba la puntería mató aquel par de
gaviotas. Cayeron heridas sobre la playa y se desangraron. Entonces el lucero de cañas y papel -un
trozo de miloca-, partía todas las tardes con el hilo suelto, y se aventuraba a pescar un poco de
pescado fresco hasta que aquellas gaviotollas supieron volar...
Beto era diestro al explicar cuentos utilizando cualquier objeto. Entonces, una botella de
plástico y una lata de conservas podían obtener entre sus manos una extraña vida y convertirse en un
rey, un gigante, un príncipe... A veces se servía de un lucero, como en aquella ocasión sobre la playa,
para contar una historia. Y durante la fiesta de los Muertos acudía al cementerio, montaba el teatro,
alzaba la miloca: un pájaro de cañas y papel con unas calaveras pintadas a cada lado y representaba
el entremés de la Muerte-dos-Caras que había aprendido del maestro Luis de la Sierra. El lucero se
cernía sobre las tumbas y la gente observaba las dos caras de la Muerte con el corazón contrito.
12
Pero se rompieron los hilos que componían aquel mundo, esquivos y felices, que ambos
construyeron al canto de la vida.
Fue una tarde confusa, en una plaza pública, cerca del mar agreste. Sólo hacía tres meses que
había nacido Amazonino, el hijo segundo, y Beto estaba tan contento como cuando nació el mayor.
Partían los cuatro, cada día. Benedita pasaba el sombrero con una mano, a la vez que con la
otra sostenía al hijo pequeño. Paulino ayudaba al padre, mientras hacía y deshacía las historias
mágicas de los títeres. Y, a veces, se incorporaba a la representación, lo cual hacía reír mucho al
público que asistía a la fiesta: se peleaba con los muñecos, los perseguían y los golpeaban con palos y
escobas.
Aquel día la desgracia cayó sobre sus vidas. Hacía pocos minutos que había empezado la
representación y entraron en el corro dos individuos armados. Llevaban una pistola e iban vestidos
con la ropa que llevan los miembros de los escuadrones de la muerte: grupos de exterminio
dedicados a extirpar la fruta podrida, a limpiar la ciudad de la escoria humana, a matar
impunemente a aquéllos que, sin embargo, se convertirían en criminales. A veces son policías que
tratan de obtener un sobresueldo y que a menudo trabajan por cuenta de los comerciantes: hay que
matar a los niños que quieren huir y asustan a los clientes con sus asaltos; no son reciclables.
Aquellos dos individuos armados llegaron en silencio y se metieron entre los espectadores.
Todo el mundo los conocía y era necesario actuar con rapidez. Había dos chinches entre el público
que llevaban una taleca de cocaína. A menudo los traficantes utilizaban los chinches para
transportar la droga de una parte a la otra. En el lenguaje propio de los niños de la calle, de esta tarea
se dice hacer el avión. Aquellos chinches no tenían más de diez años -pero se crece tan pronto en la
calle-, los ojos claros, la piel oscura; sobre los labios, el pelo negro e incipiente de la pubertad.
Se les lanzaron encima para que no tuvieran tiempo de escaparse. Los chinches alzaron como
dos animales acosados y emprendieron la huida. Los dos milicianos los atraparon cogiéndolos de una
pierna, les dispararon un tiro a la cabeza, se apoderaron de la droga y las dejaron abandonados en el
suelo. Los espectadores huyeron horrorizados y muchos se escondieron tras los árboles de la plaza.
Benedita retuvo la mirada de espanto de los chinches y el estremecimiento que les recurrió el cuerpo
justo antes del disparar. Y sintió sobre la piel el terror de un escalofrío.
Beto había observado la sucesión de los hechos desde el entablado: había visto la irrupción de
aquellos hombres armados, el movimiento de los ojos que trataban de localizar los aviones, la
agresión violenta, los disparos, la incautación de la droga -el polvo blanco que llevarían a vender en
el mercado clandestino-, la sangre de los chinches sobre el pavimento... Y se puso a gritar como si
fuera un animal herido:
- ¡Asesinos, son unos asesinos! Y también son unos ladrones...
Sabía que les harían llegar una paga extra por la profesionalidad con que abordaban las
actuaciones de limpieza, y todavía negociarían de manera furtiva la droga que habían requisado.
Volvió a decir:
- ¡Son unos asesinos!
No le dieron la oportunidad de repetirlo otra vez. Uno de aquéllos dos se devolvió de repente
y le disparó al corazón. Beto cayó. Se fragmentó en una serie de piezas: la cabeza, las manos, los
brazos, los muslos..., como un títere a quién hubieran cortado todas las cuerdas. Benedita no se
explicaba aquella muerte.
En un cerrar y abrir de ojos abatieron su hombre y le robaron los proyectos que ambos se
habían atrevido a componer. El suyo fue un grito de dolor y de impotencia: el grito de la rabia que no
puede contenerse, porque el pecho sin embargo se rompería.
Ella se sentó al lado. Beto había muerto de un tiro en el corazón y la sangre se extendió sobre el
entablado. Después de recorrer con su mirada los muñecos de madera y cartón, Benedita lloraba
aquella sangre que el desprecio de un sicario había tirado impunemente. ¡Era necesario limpiar la
escoria y ellos eran la escoria!
Llegaron los hombres del servicio funerario y recogieron en un saco de plástico cada uno de
los cadáveres. Benedita puso al hijo pequeño en una carretilla que Beto había encontrado en una gran
patio de un centro comercial, recogió los títeres mamulengos -el que tenía las piernas largas, el
cacique que llevaba el bigote torcido, el mulato que tocaba el tambor, el demonio rojo, la princesa que
tenía los ojos tristes, el ladrón de camino-, reunió las cuatro pertenencias y emprendió el camino hacia
la Rocinha con la derrota en el cuello.
Esperó que el furgón hubiera partido. Antes, se acercó a aquellos hombres con la intención de
preguntarles a qué cementerio se llevaban el cadáver de Beto. Se rieron de ella. Y volvió a creer que
quizás la miseria es inevitable.
- ¿Por qué se llevan a mi padre en un saco? -preguntó Paulino- ¿Está muerto? ¿Aquellos
hombres que llevaban una pistola le han hecho daño?
- Le han hecho mucho de mal, -respondió. Ni tú ni yo podremos entenderlo nunca.
Cuando llegaron a la barraca, era una noche oscura. Paulino estaba cansado y ella tenía las
piernas que no la aguantaban. Le dio un trozo de pan y se dispuso a dar el pecho al otro. Sobre el
portal, una vecina incapaz de retener el llanto, había acudido a avisarla:
- No le des de mamar a este niño. Tienes la leche trastornada y se resentiría. Podría reventarle
la piel y le saldrían quemaduras por todo el cuerpo. No le des mamar.
Benedita no pudo privarse de decir:
- ¿Tú crees que en las favelas alguien ha mamado una leche plácida, tranquila?
- Cuando amamantaba a mis hijos, y he tenido once, cantaba siempre que les daba el pecho.
- ¿Por qué?
- Me embriagaba. A veces mi hombre me acompañaba en el canto y golpeaba con ambas
manos una cajita de madera. Los once hijos crecieron al amparo de aquel ritmo.
Probablemente, Benedita no superó nunca la tragedia que le sobrevino aquella tarde cálida, en
una plaza pública de la ciudad. Y desde aquel día tuvo que acostumbrarse a convivir con el miedo.

13
Ella pensaba en las palabras que Paulino le decía:
- No me gusta verte triste y tan joven.
Dobló el jergón y salió a la calle. No había podido esperar a que clareara el día. Emprendió la
bajada. Tenía certeza de que encontraría al hijo, aunque tuviera que andar la ciudad casa por casa de
un extremo al otro. Iría a buscar los otros dos hijos para que la ayudaran, dispuesta a vencer las
dificultades que vinieran. La ausencia de Paulino era extraña e incomprensible. Y quizás estaba
muerto.
- ¿Soy la madre de un muerto?
El amanecer crecía. Las preguntas se amontonaban dentro de la cabeza de aquella mujer
desconcertada. Desde que Beto había caído asesinado, casi hacía diez años, no había vuelto a sentir
un dolor tan salvaje. Había tenido que aprender a vivir con los ojos abiertos, y a engullirse el llanto, y
a no creer otra ley que la que sale del vientre.
Después de aquel día, sin saber tan sólo el nombre del cementerio donde habían llevado el
cuerpo de Beto, se sumió en una pena larga. Y se sintió, por mucho tiempo, incapaz de salir. Se
refugió en la barraca. Ahora, bajo cada sombrero, sólo veía repetidas las cabezas de aquellos
milicianos que habían entrado a poner orden en el pequeño espacio donde Beto, todas las tardes,
transgredía las normas estrictas que rigen la vida y fantaseaba con los enredos extravagantes de los
títeres.
Pero un día decidió que no tenía más ganas de llorar. Y percibía la sensación de que su cuerpo,
igualmente que el armazón de los muñecos, no sabía sostenerse solo. El cuerpo me lleva encima sin
tener ganas, pensaba. Pasados uno años, se volvió a enamorar. Se llamaba Amaso, llevaba la barba
recortada y tenía los dientes verdes, como algunas especies de lagartijas.
Se conocieron en un centro médico de beneficencia. Sólo acudía cuando los hijos tenían alguna
cosa que le parecía grave. Aquel día Amazonino respiraba con dificultad y tosía. El médico le decía
que aquel niño tenía el tórax de pájaro y los pulmones pequeños como los de una gaviota.
De aquella relación tuvo otro hijo. Pero Amaso se había enredado con negocios de droga y lo
cogieron. En realidad, el negocio lo hacían los otros. A él le correspondía el trabajo sucio. Acabó en la
prisión y Benedita se quedó sola con tres hijos que mantener: Paulino, Amazonino y Juan Bautista. Y
no tenía ninguno del mismo padre.
Aquellos años serían duros. En algún momento pensó dedicarse a la prostitución. Pero había
mucha competencia y ella era vieja: a los veinte y ocho años era una mujer vieja. Eso la empujó a
pedir limosna en un rincón de una plaza, en la entrada de un jardín público, en un semáforo. No
necesitaba hacer comedia a la hora de poner la cara triste. Se acercaba a los coches, se dirigía al
conductor y alargaba una mano. Siempre había alguien que le daba unas monedas con las cuales
podía comprar una botella de leche. También acudía a los vertederos de estiércoles a la hora en que
llegan los camiones. Acudía a disputar una ración de desechos: los restos de la comida medio
podrida, uno amasado de sobras y un mendrugo de pan...
Retornaba a los puntos donde tenía la certeza de que alguien le daría cualquier cosa: un trozo
de carne, un poco de fruta, un jersey, una blusa de seda... A veces obtenía algo, pero la insultaban. Y
le decían que su presencia, en las calles de la ciudad, en los portales de las iglesias, era una
vergüenza.
- En la ciudad más voluptuosa y más bella de América, la pobreza tendría que estar prohibida.
- Pero es la pobreza -respondía. Son sus sueños, sus ritmos y sus colores como una infamia.
- Aquí los cuerpos han nacido para seducir: las formas generosas de la carne, los dientes
blancos de marfil, la piel de chocolate, los ojos verdes... Aquí el cuerpo es un dios.
- Pero hay gente que la imagen que tiene de sí misma es la imagen de una casa.
- ¿Eso aquí? ¿En la ciudad más luminosa del mundo? ¡Están locos!
- Tras estas luces, se esconde el infierno. Aquí hay pobres que no pueden mantener a sus hijos
y por eso los lanzan a la calle. ¿Se acuerdan de aquel cuento? Camina, caminarás..., los llevaron al
bosque. Pensaban que los animales salvajes de los bosques no dejarían ninguno vivo. Y ahora es la
selva de la ciudad más bella y más clara que los ahoga.
Entonces un día, Paulino nada más acababa de cumplir diez años, le planteó la obligación que
oía en otros lugares de marcharse de casa. Le dijo que tenía la edad para ocuparse de los hermanos,
que no quería que la madre tuviera que vivir en la miseria.
- No te faltará nada -decía-, porque ganaré dinero. Vendrá un día que ganaré dinero. No me
gusta verte triste y tan joven.
Se fue Paulino y, más tarde, también partieron sus otros hijos. Ni Amazonino, ni Juan Bautista
habían cumplido nueve años cuando se fueron. De un solo tirón se juntaron a la cuadrilla del
hermano mayor, porque se sentían protegidos y fuertes. Eran pequeños, morenos, rebeldes...
Vagaban todo el día por la ciudad: limpiaban parabrisas, sacaban lustre a las botas, vendían paquetes
de pañuelos de papel, aspiraban vapores de cola, asaltaban a los caminantes, robaban relojes y
carteras.
Era la única posibilidad que tenían de comunicarse con la otra gente. Robar puede ser, a veces,
una forma de comunicación. Llevaban un cuchillo, cortaban el portamonedas de la primera señora
despistada y sacaban el dinero que podían. Pero todo eso sucedía muy rápido.
En un comienzo se incorporaron al grupo de los pájaros frutales: los chinches más pequeños
que vivían de la fruta que hurtaban por los mercados. Pero no sabían que robar pudiera ser un delito.
Era, bien seguro, la única forma que conocían de ganarse la vida.
En la calle aprendieron a ser fuertes e independientes, y a protegerse... Y quizás también allí
aprenderían una cierta ternura. A Benedita le gustaba oír que Paulino le decía, siempre que acudía a
la Rocinha:
- No me gusta verte triste y tan joven.
14
Preguntó si habían visto a su hijo:
- ¿Qué saben, de mi Paulino, lo han visto?
Se dirigía a los chicos que encontraba en la calle, pero muchos no lo conocían.
- ¿Paulino?
- ¿Quién es? Quizás conozco cincuenta que se llaman Paulino.
Benedita sacaba una foto del bolsillo y les mostraba la imagen del hijo.
- Míralo: es éste. Te aseguro el pelo lo tiene azul de tan negro que es. Yo también lo tenía.
En la foto, Paulino sólo tenía doce años. Se la había tomado Celio dos Santos, un entrenador de
fútbol que había conocido en la playa de Copacabana. Cuando la tuvo la foto en sus manos, corrió
hasta la Rocinha, sólo para que la madre la tuviera.
Benedita lo enseñaba con orgullo, pero ponía en cada gesto, en la brillantez de los ojos y en la
pizca de temblor de los labios, un deje de tristeza. La amargaba la inquietud de imaginarse que
Paulino estaba muerto.
- ¿Soy la madre de un muerto? -volvía a decir.
Aunque la mostraba, nadie le podía dar ningún indicio. Entonces se acercaba a otro grupo, les
hacía fijar de nuevo en la cara de Paulino y les preguntaba si podían darle una referencia.
- ¿Han visto a mi hijo?
Alguien lo reconoció; pero hacía mucho de tiempo de que no sabía nada.

- Hace hacia tres años -dijo- coincidíamos todas las tardes en la playa. Allí Celio dos Santos nos
enseñaba a jugar a fútbol, convencido de que nos convertiríamos en unas grandes estrellas.
- ¿Y me sería difícil de encontrar a ese Celio?
- Cada tarde en la playa, cuando la gente se retira, él monta la academia de futbolistas: una
pelota, dos palos de portería y no muchas cosas. Lo identificarás fácilmente: lleva una pierna cortada
y camina con la ayuda de unos zancos.
En aquel campo improvisado de entrenamiento, bajo las órdenes de Celio, la pelota les había
otorgado algunos sueños. Quizás era la imagen del mundo que corría entre sus piernas, que
remontaba con cada chute, que lo convertía en un dios. Celio afirmaba rotundamente: si la pelota es
un dios, nosotros somos sus profetas.
Acudió a la playa. Vio centenares de adolescentes que se entrenaban. Había palos de portería
por todas partes. Aquellos jóvenes, muchos de ellos descalzos, corrían inquietos tras una pelota de
remiendo. Habrían devorado la tierra. Y el nervio que ponían en el juego les inspiraba un ritmo
delirante en los pies.
Benedita buscaba a Celio dos Santos, el hombre que tenía una pierna cortada. Pero lo buscaba
en una nube de arena, como en una niebla de polvo. Era la hora candente del crepúsculo y el cielo se
enrojecía sobre la playa. Finalmente, vio a aquel hombre. Le habían dicho que lo identificaría
fácilmente. Se sentó sobre un trozo de roca, muy cerca del mar, dispuesta a esperar a que el juego
acabara. Celio dos Santos tenía una estrategia de entrenamiento particular dirigida a provocar el
entusiasmo de sus jugadores. Les explicaba historias relacionadas con el fútbol y alimentaba su sueño
de riqueza y de gloria. Sabía que eso los excitaba y que tratarían de sacarse una fuerza delirante y
mágica. Sabía que soñaban que quizás algún día podrían ser Zizinho, Garrincha, Pelé, Zico, Romario,
Ronaldo... Ellos también habían surgido de la pobreza y la miseria de las favelas. También algunos de
ellos habían sido niños de la calle. Como ellos, era la única estrategia que podían utilizar para salir.

Cuando Benedita llegó a la escuela de Celio - aquellos fragmentos de playa convertidos en campos de
entrenamiento los llamaban escuelas-, se encontró con el juego nada más empezado. Decidió esperar
a que tuvieran un descanso y, sin embargo, aquellos jóvenes nunca estaban cansados a la hora de
correr tras la pelota. Celio se desgañitaba con los gritos y su discurso se convertía en alterado y
caótico como la arenga de un loco. Decía:

- Millones, y millones, y millones de ojos tienen la mirada puesta sobre sus nucas. Ahora se
encuentran en la línea de salida. Era domingo, diecinueve de noviembre de 1969. En el estadio de
Macaraná, delante de doscientos mil espectadores, Pelé ha marcado un gol en el Vasco da Gama.
Aquella gente grita y la euforia se extiende. Pelé -Edson Orantes do Nascimento- acaba de marcar el
gol número mil. El delirio se apodera del público. Pelé había empezado a jugar en esta playa. No
tenía zapatos. Un día pudo comprarse unas a medias con otro que calzaba el mismo número. Pero
tenían que compartirlos medio día cada uno. Oé, oé, oé, oé, oé... Durante noventa minutos el mundo
se ha detenido. Son los dioses del estadio. Aquí se juntan la política, los intereses económicos, los
contratos fabulosos, la imagen de un país, la publicidad, las audiencias, las cadenas de televisión...
Puedes ser uno superclase, si tú quieres. Harás un fútbol de choque. Escucha al público: la emoción y
su clamor. Millones de espectadores querrían que cada día de la semana fuera el domingo. Sobre la
arena que pisas, Ronaldo descubrió la táctica de la cola de vaca: gira la pelota entre los pies y la
devuelve poseída, diabólica. Te eligen los dioses entre millones de jóvenes como tú para que seas el
ídolo de un juego. En aquel tiempo -quizás era al inicio del mundo- Pelé había empezado a jugar con
una naranja... Pero aquella naranja, entre sus pies, se convirtió en la Tierra.
Benedita escuchaba fascinada e inmóvil. Al acabar la arenga, los jugadores se dispersaron por
los alrededores de la playa y Celio dos Santos agarró los zancos y se dispuso a caminar hacia ella.
Subió la mirada, nerviosa, asaltada por la desconfianza. Celio acercó la boca al oído de aquella mujer
sólo para decirle:
- ¿Qué te pasa, Benedita?
- ¿También sabes mi nombre?
- Tu hijo hablaba a menudo de ti. Y estaba obsesionado, porque no soportaba verte triste y tan
joven.
Entonces ella sacó la fotografía de Paulino.
- Tú le habías tomado esta foto. Me la llevó tan pronto como la tuvo. Nunca le habían tomado
una foto. Me dijo: si la muestras, no tienes que decir que seas mi madre, porque te pondrán más años.
Di que somos amigos, que estamos enamorados, que...
- Me costó que se decidiera. No quería salir en una foto, porque estaba convencido de que la
imagen podía retener alguna cosa de él que no volvería a recuperar: la vida o, quizás, el corazón. Lo
aceptó en el instante en que vio la posibilidad de que tú la tuvieras. Pensaba que tendrías siempre
cerca de ti aquella parte que la figura le había arrancado. Fíjate, Benedita: un fragmento de tu hijo
cerca de ti.
Entonces Celio se sacó una sarta de fotos del bolsillo. Le dijo:
- Éste soy yo. Entonces tenía la pierna y jugaba al fútbol. Quizás esta pierna habría marcado
tantos goles como Pelé, como Ronaldo... No tuve tiempo. Pocos días antes de que me fichara el
Flamengo, tuve un accidente de automóvil y perdí una parte de mi cuerpo. Y ahora el cerebro ordena
que la pierna responda, pero aquella no está. A veces querría que lanzara el balón con el pie y
provocara una hemorragia inesperada de goles ... Pero no está.
15
Celio continuó el relato. Insistió:
- Al día siguiente tenía que firmar un contrato fabuloso. Un accidente de coche me cortó la
vida y me sumergí en la miseria. Hubiera sucedido pocos días después, la compañía aseguradora me
habría pagado una indemnización. La chatarra me mutiló el cuerpo y, no obstante, la mente continúa
ordenando que aquel miembro no se acobarde. A veces tengo la percepción de que la pierna me
tiembla. Pero sé que no está. Y sé que es difícil que el cerebro lo entienda. Y persiste la orden de
marcar el gol definitivo e imprevisto. Un millar de goles, como Pelé. Entonces me entran ganas de
saltar en medio del campo y de volver a jugar. Quizás si lo hiciera, si, por un instante, pudiera volver
a poseer la pierna, entonces los contrincantes agonizarían sepultados de goles...
Pero Celio pasaba las noches bajo un puente, en una cama de cartones. En un rincón guardaba
una pelota decolorada y vieja como una calavera sin la cual no habría sido capaz de dormirse. La
estrechaba entre las manos, cada noche, y le hablaba de todo lo que habrían hecho juntos, si no
hubiera tenido aquel accidente.
- ¿Dónde está -le decía- la euforia con que saltabas, la habilidad con que hacías subir tantos
gritos, la magia con que enfilabas la diagonal más diabólica que nunca ha sido trazada? Nunca más
haremos otro gol. Pero las piernas de estos jóvenes que acuden a Copacabana a entrenarse a la hora
del crepúsculo -Paulino había acudido por espacio de siete meses, hasta que llegó a cansarse-,
prolongarán las vibraciones de la pierna que perdí. Entonces tú y yo volveremos a revivir en cada
chute, y quizás cumpliremos el deseo de aquella adolescente que, un día, justo antes de que empezara
el partido, saltó al césped sólo con la intención de interpelarme:
- ¡Celio dos Santos, hazme soñar!
A Benedita le daba miedo preguntarle si pensaba que su hijo estaba muerto; pero decidió
hacerlo:
- ¿Crees que Paulino está muerto? ¿Soy la madre de un muerto?
- Hace mucho de tiempo que no sé nada. Podría estar muerto. Es difícil sobrevivir en el interior
de una jungla de asfalto. He visto a los milicianos disparar a tres chicos que robaban a la salida de
una tienda de pollos asados. Un tiro a la cabeza y resuelto. También he visto que los mataban
mientras dormían. Podría haber muerto de una pedrada en un pleito entre cuadrillas. O habría
ingresado en un reformatorio, en una escuela correccional... Pero tu hijo no es un ser frágil y estoy
convencido de que saldría de cualquier susto. No te preocupes, Benedita. A él no le gustaba verte
triste y tan joven. Y, sin embargo, todavía tienes aquella parte de él que la fotografía ha retenido.
Míralo en los ojos y verás que te sonríen.
Pero Benedita preguntó, desolada:
- ¿Y la foto se borra de tanto mirarla?
Los jugadores de la escuela de Celio dos Santos volvieron a reagruparse en torno a la pelota,
dispuestos a entrenarse de nuevo. La tarde desaparecía sobre el mar y la oscuridad -la primera
oscuridad de la noche- se juntaba a los gritos de aquellos jóvenes.
Entonces Celio devolvía al discurso con que incitaba el ánimo de sus jugadores:
- Esfuércense en ser imprevisibles. Un gol no es el resultado de una fórmula, sino la
consecuencia del delirio. Es necesario mover la pelota de prisa, que sus rivales no tengan tiempo de
provocarlos. ¡Más nervio y más ritmo! Romario, Bebeto, Juninho, Rivelino, Ronaldo ... Oè, oè, oè, oè,
oè ... Puedes convencer al contrincante -sean los demonios encarnados de Bélgica o las águilas verdes
de Nigeria- que los canaritos brasileños podemos marcar un gol cada vez que el corazón late ...
Todavía persistía la arenga de Celio, cuando Benedita decidió reemprender el camino en busca
del hijo. No subió a la Rocinha. No subió por espacio de tres noches, mientras continuaba la
indagación. Lo buscó durante tres días y tres amaneceres. Deambulaba por las calles céntricas, por las
avenidas iluminadas con los colores -azules, verdes, amarillos, rojos- que la noche encendía. Y,
cuando el cansancio le mordía el cuerpo, se tiraba en un banco, estiraba las piernas y volvía a esperar
a que viniera el día.
No se llevó nada a la boca durante aquel tiempo. No pensaba que tenía que comer. La sostenía
una fuerza misteriosa. La sostenía derecha la irritación y la rabia. Una rabia profunda.
Acudió a los correccionales que le indicaron, en los reformatorios donde llevaban los niños
recogidos en la calle, generalmente los más pequeños, que se podían cazar con facilidad. Sin
embargo, al final se escapaban. Era probable que Paulino no estuviera en la cabeza de los jerarcas de
aquellos centros; pero si nunca había estado, se lo dirían.
En uno de aquellos institutos disciplinarios encontró a un chico que lo conocía. Se llamaba
Marcelo y le aseguró que Paulino no había ido a parar a aquellos centros. Le dijo que probablemente
su hijo no resistiría la disciplina, ni el miedo que infiltraban a las palabras, ni las celdas de castigo. Le
explicó las dificultades que él había tenido a la hora de aprender a dormir en lugar cubierto y a los
bullicios nocturnos: las conversaciones secretas, la cadena del lavabo, unos pasos desconocidos, el
chasquido de un mueble, un llanto silencioso...
E insistió que Paulino era fuerte, que sabía defenderse, que nadie sería capaz de retenerlo en
una prisión o en una jaula.
- Un día -dijo- acudimos a un combate de boxeo. Entraron por un agujero que las ratas habían
abierto en un lado del edificio. Y nos escondimos muy cerca del ring, en un recodo donde no
pudieran descubrirnos. Íbamos con la intención de aprender a pegar puñetazos: observábamos la
táctica que seguían los boxeadores, de qué manera calculaban el instante de golpear al adversario y el
punto dónde tenían que pegar con más dureza.
Todavía, Benedita lo buscó por los mercados y las ferias. Acudió al extremo de la ciudad, a las
zonas periféricas y a las urbanizaciones extremas, donde la metrópoli se pierde entre bosques.
Pero era difícil encontrar a alguien que le pudiera hablar de Paulino. Los promotores de
aquellas urbanizaciones habían hecho limpiar la zona de jóvenes delincuentes, porque, si acaso había,
nadie querría comprar una casa y caerían los precios.
16
Aquella noche, Benedita durmió cerca del mar.
Las olas saltaban silenciosas sobre la playa y la luna crecía misteriosa. Quizás no llegó a
conciliar el sueño y no dormir del todo; pero durante los breves espacios de adormecimiento soñó
que un grupo de peces devoraba la luna.
Se sentía cansada. Nunca se había sentido tan cansada como aquella noche. Había caminado
todo el día y tenía las piernas infladas, los pies abatidos. Se sentó en la arena y dejó que las olas
remojaran aquellos pies que no percibía como suyos, de tan fatigados. Poco antes, se había parado
delante de un café y a través del cristal había observado las imágenes brillantes de los anuncios de la
televisión. Le pareció que representaban un mundo alejado, la figuración de una vida a la cual le
estaba prohibido acceder. No me corresponden las comidas abundantes de esta mesa -había
pensado-, ni los refrescos que no estimulan la vida, ni los vestidos que acarician la piel, ni las casas
afectuosas y cálidas... Quizás no me corresponden. Y es posible que otros los tengan, las comidas, los
refrescos, los vestidos y las casas, sólo porque hay quien no los tenga nunca.
Soñó que aquellos peces se alzaban del mar. Pero no eran los peces voladores -eran rojos y
tenían los ojos azules como una piedra-, que había percibido bajo el cuerpo de Luciano, la noche que
engendraron al hijo. Y Paulino había obtenido algunas marcas. Como los peces que quieren, había
querido romper los ritmos monótonos de la vida, saltar, agitarse, moverse... y robar. ¿Se dice robar?
Se sacó un frasco de cola que Celio le había dado antes de marcharse. Lo había guardado en el
bolsillo para cuando tuviera ganas. El entrenador le había dicho:
- Es la cola que utilizan a los zapateros. Se puede comprar en un supermercado o en las tiendas
de reparación de zapatos. El haz de utilizar siempre que quieras asustar al hambre y al asco... Cuando
no sepas qué tienes que hacer con la rabia.
Era oscuro negro y la espuma del mar le remojaba los pies. Se sacó la cola e inhaló un pellizco.
No podía alucinarse; pero soñó que los peces devoraban la luna. Siniestros y feroces, la destruían a
dentelladas. El rumor del mar le suscitó una serie de ritmos turbulentos y trágicos: los ritmos que
habían conducido a Paulino y su grupo de músicos improvisados a explorar una constelación de
sueños irrepetibles y nuevos.
Todavía no tenían trece años y formaron un conjunto musical. Fabricaron los instrumentos con
desperdicios que buscaron en los contenedores de estiércoles y pusieron lo único que tenían: una
cantidad considerable de imaginación, la voluntad de vivir y la enorme cultura que habían
adquirido de la calle. Fue, seguramente, aquel afán desbordante de vida -porque procedían de la
marginación y la violencia-, que les proveía de una insólita energía.
Eran cinco que formaban la tribu: Felipe, Kino, Naldo, Gelo y Paulino. Decidieron juntarse,
dispuestos a explorar el horizonte del bullicio, que es al origen de todos los ritmos. Y por eso se
fabricaron los instrumentos con los residuos inservibles que encontraron: unos bidones de aceite,
unas latas de cerveza, un tarro de pintura, una sarta de plásticos, unos tubos de cartón, una olla de
aluminio, maderas, cuerdas de guitarra, pedazos de tubo pevecé, cañas de bambú... Exploraban los
ritmos contenidos en un botijo de estiércoles, la energía capaz de emerger de las cosas, más allá de las
apariencias.
Traspasaban las fronteras de la música para instalar en el espacio de las sonoridades una cierta
tristeza y la melancolía que generaban aquellos instrumentos extraños, casi salvajes.
Algunos de aquellos músicos: Kino, Gelo y Felipe eran mulatos. Y los ritmos que creaban
tenían algo venido del África. Cuando los negreros se llevaban los barcos con esclavos, no sólo
transportaban los cuerpos vigorosos, también se llevaban la cultura de los músicos invisibles. En el
Caribe y en América del Sur les fue permitido conservar los tambores y eso les permitió continuar en
contacto con los viejos espíritus del pueblo.
Pero pronto el grupo se deshizo, obligados por la policía militar. No les permitieron la
provocación que implicaba el ritmo inarmónico de su música y las letras de las canciones,
consideradas un elemento de subversión. Provenían de la calle como los perros abandonados y
hacían música y cantaban desde el punto de mira de la casa que habitaba cada uno de ellos. A
menudo cerraban las canciones con el ladrido de uno casa: ¡uau! ¡uaaau!, agresivo y al mismo tiempo
melancólico, límpido como si se pulverizara un diamante con cada grito.
Pero había un sonido que se negaba a morir... Salían a hacer música a la puerta de los cines,
cerca de los mercados... La policía, al calificar de subversivos aquellos ritmos, dijo que procedía
detener una actividad de agitación sonora. Pero lo que preocupaba a los policías era que aquella
música se convertía, sin embargo, en una conversación entre el público y los músicos. Y aquella
conversación los llevaba a experimentar colectivamente una energía inédita.
Paulino tocaba la batería. Nunca una batería había sido un instrumento tan lleno de ritmos como lo
era aquel armazón de latas y plásticos que Paulino había fabricado. Él pensaba que las baterías son
casi siempre unos brujos y que tenía que experimentar las brujerías sobre aquellas latas. Y sabía que
había vibraciones que son más perceptibles por el esqueleto y a través de la piel que por el oído. En
una ocasión trajo dos cráneos humanos. Dijo que los había encontrado en un descampado donde
habría habido una fosa secreta y que, probablemente, un animal había desenterrado. Los utilizó como
caja de resonancia y por espacio de algunos minutos golpeó la cabeza de aquellos cráneos hasta sacar
cadencias nuevas. A veces, se podía tener la impresión de que cantaban: aïé, aïé, é, é, é ... Y los
cráneos respiraban a través de la música.
Paulino conocía los secretos de los tambores africanos. Lo había aprendido del Negro, con
quien coincidía a dormir bajo un soportal, cerca de un hipódromo. Aquel hombre le recitaba los
nombres maravillosos y mágicos de los tambores: ngoma, murumba, lalengo, babba, ganga,
atumpan, duono, majaguzo ... Decía que había de todos los tamaños y de todas las formas: tambores
de un tronco de árbol, tambores pequeños que caben en una mano, tambores que imitan el rugido del
guepardo o el grito del tucán.
17
Vibraba la piel de los tambores bajo el golpeteo.
Los brazos eran dos pájaros que se alzaban sumergidos en un universo de ritmos. Y era
como si hubiera caído una descarga eléctrica sobre aquel colmo de latas y maderas.
- Es necesario -advertía el Negro- escuchar las voces que se esconden y descubrirlas. Son voces
tan viejas como el color de mi piel, como el ritmo ondulante de los pájaros, como la fuerza vocal de
los insectos.
Entonces le explicaba que los tambores se hacen con pieles de animales diversos: de buey, de
lagartija, de serpiente, de macho cabrío, de pescado... Y cada una de estas pieles posee sus propios
registros sonoros. También se hacen con la piel de los hombres, pero son tambores que sólo se
utilizan durante los rituales funerarios de ciertas tribus. Y hay tambores que tienen que sentirse de
lejos, como una serpiente que chilla en la jungla.
Paulino se embelesaba con las cosas que explicaba el Negro. Y lo escuchaba extasiado, porque
las palabras que surgían de su boca poseían una fuerza misteriosa, un resplandor mágico. Había
nacido en el África pequeña, la zona portuaria de Rio de Janeiro, también nombrada Saúde, llena de
negros que ahí viven. Allí, en contacto con los suyos, había absorbido la memoria ancestral de una
gente que guardaba el recuerdo de las viejas culturas africanas, el recuerdo de los paisajes, de la rabia
de aquéllos que habían sido arrancados de su territorio, embarcados mar adentro y vendidos como
esclavos.
Le gustaba, sobre todo, que le hablara de los tambores remotos:
- Existe en el desierto del norte de África el más embrujado de los tambores. Le dicen el tar y es
un tambor que, más que golpearlo, se le interroga con las puntas de los dedos. Entonces, su voz es
sensual y dulce. La piel tiene que calentarse con una llama, antes de ajustarla a la cacerola. Te hará
oír el paisaje sonoro de su país: el aire seco que murmura y el sol que llega a fundirse en el
golpeteo de la lluvia sobre las dunas.
Desde que Beto había muerto asesinado, Paulino no había vuelto a sentir una emoción
parecida a aquélla que le producían las palabras del Negro con el cual compartía, todas las noches,
algunos palmos del cobertizo.
Aquel hombre era un pozo misterioso y oscuro. Si te atrevías a tumbar el cuerpo sobre el
brocal y a vigilar hasta el extremo del agua, podías descubrir la presencia de un universo inescrutable
que se introducía como ninguno adentro hasta extenderse en una multitud de brazos, cestos, y venas.
- El surdo es -afirmaba- el tambor más poderoso y excitante. Su canto espolea la planta de los
pies y te hace saltar en el aire, como si caminaras encima de brasas. Por eso el surdo es el tambor del
Carnaval... Sobre las brasas del surdo se queman las tristezas.
El Negro lo ayudó a construir la batería y le enseñó a golpear la piel de los tambores. Eran
tambores improvisados con el cuero de plástico, de lata y cartón. Y parecía que lo habían extraído,
aquel trasto, de la fanfarria de un circo.
Golpeaba el bombo, la caja clara, el tambor... Vibraba el platillo y era el corazón de Paulino que
proyectaba las pulsaciones. Y creaba una atmósfera musical de ritmos locos, porque inventaba
nuevos con diversos acentos y tiempos sincopados.
Pero les hicieron callar. Ni en la salida de los cines, ni cerca de los mercados, se volvieron a oír
los ritmos de aquellos músicos. Eran ritmos extraños, sorprendentes: el bullicio de una moto que se
alza furiosa, el chillido de un tren, el ladrido de una casa -porque llevaban una casa, sin embargo,
dentro del cuerpo-, el chasquido de un coche que se astilla en un muro...
Les hicieron callar; pero había un ritmo que se resistía a morir. Al principio del tiempo fue el
bullicio. Da miedo el bullicio de los reptiles. La vida empezó con una explosión y podría acabar. Les
prohibieron que volvieran a hacer aquella música y les impusieron el silencio. Bumba-bumba-
bumba-meu-boi. Bumba-meu-boi ... Bumba-bumba-bumba-meu-boi.
Benedita observó que los peces se habían comido toda la luna y persistía en su lugar un círculo
invisible. Mientras, se acercó la sombra de un niño, renegrida y escasa. Ella cerró los ojos -es probable
que hubiera preferido no volver a abrirlos-, y sintió una voz silenciosa:
- ¿Qué haces, Benedita Moreira, cerca del mar a esta hora de la noche? ¿No tienes miedo?
Se giró a medias, dispuesta a reconocer aquella sombra.
- ¿Qué hago? Te esperaba. Te esperaba en todos, Amazonino. Tú y Juan Bautista tienen que
saber dónde está el otro hijo mío. Hace días que no sé nada de Paulino y tengo fuego en los zapatos.
Él venía a verme y me traía noticias vuestras cada cinco o seis días. He andado la ciudad de un
extremo al otro. Lentamente voy muriéndome. Beto decía que los pobres empiezan a morirse por los
pies.
La respuesta de Amazonino no se hizo esperar:
- Paulino está muerto. Benedita Moreira, tu hijo murió asesinado, todavía no hace una semana.
Y Benedita gritó como una bestia:
- No está muerto. Paulino no está muerto.
- Paulinho está muerto, -insistió Juan Bautista.
Y continuó el otro:
- Se presentaron los milicianos con el arma a punto. Estos días, la policía ha traído una
operación de limpieza, porque era necesario desinfectar la ciudad de ratas. La acción policial se ha
dado a término durante la noche. Nos hemos escondido.
- Yo los habría escondido dentro del vientre.
- Dicen que es la venganza por el asesinato de un empresario que mataron una noche, en la
salida de un teatro. Le querían robar la cartera y él sacó una pistola del bolsillo. Pero las manos de
aquéllos que lo atacaban fueron más diligentes y le clavaron un cuchillo en el cuello.
- ¿Es una venganza? -preguntó Benedita.
- Hemos vivido escondidos durante este tiempo. Algunos tuvieron la desgracia de ser
descubiertos. Benedita Moreira se revolcaba por el suelo, encendida de rabia. No podía aceptar, sin
embargo, que Paulino estaba muerto. Pero tenían que desinfectar la ciudad. Aquellos hijos de la calle
eran un fastidio. Y ahora Benedita era la madre de un muerto. Si sólo saben robar, transportar droga
y prostituirse... Y quizás no hay otra manera de combatir la pobreza, si no es a fuerza de matar a los
pobres. Es solo como limpiar los vidrios de una casa.
18
Era como si le hubieran sujetado los pies y las manos y la hubieran lanzado en un río. La
arrastraba el agua, aguaje abajo, hacia los remolinos turbulentos. Creía que se moriría, ahogada por
la desesperación y la tristeza. Afirmaba:
- Paulino está muerto, soy la madre de un muerto.
No era capaz de sacarse una gota de llanto; pero la rabia le mordía el vientre y oía que el
cuerpo le reventaba.
- No puedo pensar que Paulino está muerto, -decía. Mi cabeza no puede comprenderlo ni el
corazón resignarse. ¿Por qué lo han matado? Nos han obligado a vivir en la inseguridad y el peligro,
sólo porque hemos cometido el delito de ser pequeños. Hemos cometido el delito de ser pobres. Pero
yo pensaba que nunca lo atraparían, que se burlaría de ellos, que saltaría delante de la pistola de los
sicarios, que sería capaz de esquivar a los escuadrones de la muerte. Quiero saber quién lo ha hecho,
que le quiero sacar los ojos con las uñas. Tengo que saber quién ha matado mi hijo.
Respondió Amazonino:
- Dicen que los ángeles de la guarda. Tú los conoces, a estos ángeles.
- ¿Y qué guardan?
- Ya lo sabes, qué guardan.
- Ahora sólo sé que Paulino está muerto y el asesino anda libre. Y que le han pagado por su
trabajo.
La idea de la impunidad del hombre que había asesinado a Paulino empezó a tomar forma
dentro de su mente. Pero no cesaba de repetir:
- Ahora sólo sé que Paulino está muerto y el asesino anda libre. Ahora sólo sé que Paulino está
muerto.
Dispuesta a encontrar al asesino de su hijo, no tenía que compadecer el esfuerzo; aunque sabía
que no le quedaban energías. Buscaría a aquel ángel que había disparado sobre el cuerpo de Paulino;
pero quería saber quién había dado la orden, decidida a podar hasta el extremo. Sabía, sin embargo,
que quizás era inútil pedir la parte de justicia que le correspondía. Estos hijos de la calle fastidian a
todo el mundo, -pensaba. Y la ciudad está llena de siluetas que dan miedo. La ciudad está llena de
espectros que algunos querrían borrar de la retina.
- Ahora sólo sé que Paulino es muerto, que no puedo soportar este silencio. Y el asesino de mi
hijo anda libre.
Amazonino y Juan Bautista callaban.
Benedita les pidió que le explicaran todo lo que sabían sobre el asesinato de Paulino. No sabían
mucho más cosas de las que habían dicho. Murió durante la operación de limpieza que la policía
había organizado. Aquella operación la habían reclamado los empresarios, los tenderos, las agencias
de turismo, los restaurantes, las cadenas de supermercados... Activaron a los pelotones de milicianos
y eliminarían algunos centenares de chinches. Los diarios no dijeron nada. Mucha gente lo sabía y
callaba. El silencio los hacía cómplices. Aquellos sicarios cobraban a tanto la pieza y llevaban en la
sangre una auténtica furia. Afinaban el olfato, los descubrían por el olor y disparaban. Habían tirado
mucha sangre, aquellos días, mientras los cadáveres se amontonaban en los depósitos.
Volvieron a explicarle la misma historia:
- Una noche, en la salida de un teatro, un grupo asaltó a un hombre poderoso. Lo escogieron a
él porque les parecía el más rico y les inspiró el hecho de que llevaba la cartera inflada de dinero,
gorda y grasosa como él. Se dirigía al coche aparcado en el sótano del teatro, cuando lo abordaron. Le
pusieron la punta de la navaja cerca del cuello. Lo acompañaba la mujer y esta empezó a gritar como
una bruja. Le dijeron que callara. Hizo como si fuera a sacar la cartera del bolsillo y sacó una pistola.
Instantáneamente, le clavaron el cuchillo.
Aquella misma noche empezó la acción de limpieza. Antes de que rompiera el amanecer,
exterminaron a unos chicos que acudían de madrugada a una fuente pública y extraían las monedas
que los turistas lanzaban con los ojos cerrados al fondo del agua a fin de que la fortuna les permitiera
volver a aquel lugar antes de la muerte.
Cuándo los milicianos se presentaron, justo habían iniciado la recolección. No les dijeron
ninguna palabra. Apuntaron las armas, apretaron el gatillo, los mataron a todos. Quedaron bajo el
agua llena de sangre, hasta que los recogieron los hombres del servicio de desinfección de la vía
pública.
Continuó la mortandad por espacio de siete días. Aquellos grupos de exterminio actuaban de
noche. Los mataban a tiros; pero a veces les atropellaba un coche. Los que cogían vivos los llevaban a
la comisaría y los torturaban. Sólo sobrevivían los más fuertes.
Benedita percibió la presencia de Celio. El entrenador se sostenía en un zanco y llegó
renqueante. Le dijo:
- He venido porque quiero ayudarte. Di qué puedo hacer.
Lo miró a los ojos. Se le moría lentamente la mirada.
Respondió:- Paulinho está muerto y el asesino anda libre. Ayúdame a descubrirlo.
Celio la tomó con el brazo que le quedaba libre, le acarició el pelo, recurrió con la mano la
anchura de aquella frente que sólo codiciaba pensamientos de venganza. Después, le dijo:
- Hace dos días te di una bolsa de cola. Te indiqué que debías usarla cada vez que tuvieras la
necesidad de asustar a la rabia. Si la has acabado, te puedo dar más.
Pero Benedita volvió a chillar, furiosa:
- Tengo que encontrar al asesino de mi hijo.
- ¿Por qué? -replicó Celio-. ¿No te das cuenta de que pones en peligro la vida de tus otros dos
hijos? ¿No sabes que juegas con tu propia vida?
- ¿Qué dices? Mis hijos no se escaparán nunca del peligro, pobres pequeños lobos
hambrientos. Y mi vida ya no sé si existe. Quizás soy un cadáver, Celio, como la pierna que te
cortaron: intuyes su presencia y le envías mensajes; pero sabes que no está.
Celio bajó la cabeza y refunfuñó entre dientes:
- Di qué puedo hacer. He venido porque quiero ayudarte.
Entonces, Amazonino continuó la relación de la historia:
- Eran cinco que dormían en un portal cubierto, cerca de un hipódromo. Murieron
ametrallados entre cartones. Se escapó el Negro porque no vieron el bulto de su cuerpo. Se despertó
con los tiros. Creyeron que estaba muerto. Entonces huyó como si hubiera escapado del infierno.
19
Anduvieron por las calles inciertas de la ciudad.
No se decían ninguna palabra. Anduvieron uno tras el otro sin saber a qué lugar se dirigían.
Uno tras el otro, por las avenidas tétricas.
Benedita caminaba adelante. La seguían Celio, Amazonino y Juan Bautista. El más pequeño
casi tenía que correr, si quería seguir a la comitiva, y los pasos de Celio, el golpeteo del zanco sobre el
empedrado, resplandecían en el silencio profundo.
Habían emprendido aquel camino; pero no sabían hacia qué lugar les llevaba. Benedita había
dicho, la voz enronquecida:
- Tengo que hablar con el Negro. Tengo que hablar hoy, antes de que se muera definitivamente
de miedo. Ayúdenme a buscarlo, porque necesito hacerle una pregunta. Aunque tenga que hurgar
todos los rincones de la ciudad, rastrear los escondites, explorar las cloacas... Tengo que hablar con el
Negro.
Y es cierto que aquel camino no los llevaba a ningún sitio. Uno tras el otro, eran cinco
espantajos que giraban al interior de un círculo monstruoso.
Amazonino conocía el lugar donde se escondía el Negro; pero no se atrevía a decirlo a la
madre. La observaba silencioso y sin embargo no osaba a abrir los labios. No obstante, pensaba que
acabaría por revelar aquel lugar secreto.
En un principio, después de que había oído los tiros de la pistola y había visto aquellos
cuerpos que saltaban bajo los cartones, el Negro pensó que estaba muerto. Frunció el cuerpo, casi
hizo un ovillo de las piernas y el torso, cerró las manos hasta clavarse las uñas en las palmas, y abrió
los ojos, convencido de que la pizca de alma que todavía tenía podía escaparse a través de la mirada.
Es cierto que creyó que podía identificar una de aquellas caras, unas facciones que quizás
conocía, el perfil espantoso del diablo. Pero creyó que estaba muerto. No lo dudaba que estaba
muerto. Y pensó, al ver que persistía la oscuridad, las luces multicolores de la ciudad, los gritos
furiosos de los pájaros, la agitación omnipresente de los coches, que los paisajes del otro lado de la
vida eran casi semejantes a los de ésta.
Tardó algún tiempo en darse cuenta de que no estaba muerto, porque el azar había hecho que
no lo vieran; pero cuando se fue el temor, cuando supo que podía huir de aquel rincón, saltó como un
loco y partió a correr desvariado, con la duda de aceptar que su cuerpo todavía estaba vivo.
Amazonino decidió hablar. Sabía que no podía retener por más tiempo la información. Hacía
más de una hora que caminaban y no habían esbozado todavía una estrategia que les llevara al
encuentro del Negro. Sólo Benedita había dicho:
- Tengo que hablar con el Negro, porque necesito hacerle una pregunta.
Poco antes de que Amazonino resolviera revelar el secreto, Celio había dejado caerse,
disgustado de ver que habían caminado movido por el impulso que Benedita había proyectado sobre
las palabras, pero sin saber hacia dónde dirigirse:
- ¿Sabéis dónde está, el Negro? No es hora de caminar inútilmente. Te tengo que decir que se
me cansa la pierna que no tengo, y me duele.
- Después de que los pistoleros a sueldo hubieron abandonado los soportales del hipódromo
-apuntó Amazonino-, el Negro huyó de aquel lugar. Si hubiera podido huir por debajo de tierra como
los gusanos, lo habría hecho. Se escapó del escondite cerca del cual la Muerte había pasado cerca y se
ocultó de nuevo en un cementerio de coches, en el otro extremo de la ciudad, lejos de las playas.
Corría de noche y se escondía durante el día, porque le era más fácil pasar desapercibido.
Las palabras del hijo no frenaron el paso de Benedita. Sólo le dijo:
- Pues, ponte en el frente de la comitiva y llévanos donde se esconde este Negro. Sólo le haré
una pregunta.
- Tenemos que esperar la puesta de sol, -replicó Amazonino-. Si todavía hay sol, entonces no
saldrá. El armazón de un coche abandonado es para aquel hombre la misma cosa que el caparazón
del caracol.
No llegaron hasta que fue noche oscura. La oscuridad obliga los ojos a concentrar la mirada, a
escuchar cada bullicio y a interpretar los signos confusos de las sombras.
Amazonino se acercó a uno de los armazones, vigiló en el interior y conversó con aquel
hombre durante un espacio largo de tiempo. Él lo había convencido para que saliera.
Sabía que le era difícil recontar la experiencia dramática de aquel crimen tan reciente; pero lo
tenía que hacer por si acaso se podía conseguir que la justicia, algún día...
Cuando sacó la cabeza por una ventana del coche, traía la sombra del espanto escrita a la
cara. Desde entonces no había sido capaz de cerrar los ojos, ni sentir la necesidad de comer.
Les dijo:
- ¿Por qué han venido? Si quieren, me dirán en qué les puedo ayudar.
Benedita no dejó que pasara ni el tiempo de un aliento:
- Soy la madre de Paulino. Sólo he venido para hacerte una pregunta, Negro. Y estoy
convencida de que ella me sabrás responder.
- Tu hijo me hablaba de ti, todas las noches antes de encolarse. Decía que eras la mujer más
bella que nunca se ha podido ver, y más triste; y, ahora que te conozco, pienso que tenía razón.
También lo hizo, aquella última noche. Decía que le dolía verte tan triste y tan joven... Pero es mejor
que entren en el coche. Este cementerio está lleno de orejas que nos pueden escuchar. No es un
lugar seguro para esconderse...
Entraron en el interior del armazón y se sentaron en torno a una cajita que servía de mesa. La
luna entraba por las ventanas e invadía las caras. De vez en cuando, el grito de un animal rompía el
silencio.
- He venido -afirmó Benedita-, sólo para hacerte una pregunta y quiero que la respondas.
- E imagino la pregunta, -replicó el Negro. Paulino era un ritmo que se negaba a morir. Estaba
en el extremo de la avenida Rio Branco. Uno imagina que la ciudad se encierra cerca del hipódromo.
Vinieron los esbirros y cortaron aquel ritmo. Tú quieres saber quién mató a Paulino, si lo reconocí en
medio de la oscuridad...
- Quiero saber quién mató a mi hijo.
- ¿Te acuerdas de Antonio? Vivía en la Rocinha. Le decían la Piraña.
- ¿Antonio? -preguntó Benedita-. Ella recordaba que tenía la mirada oscura.
- Pues ahora se dedica a matar a tanto la pieza. Le pagan poco. Quiere estar seguro y dispara
todo el tambor de la pistola sobre cada uno de sus muertos. ¿Por qué se dice tambor?
- Antonio, la Piraña... Tengo que verlo, Negro. Y tú me ayudarás a encontrarlo.
- ¿Por qué...?
- Iremos todos.
- Quizás, este día le daremos la oportunidad de ganar el jornal en un instante. Esperaremos el
amanecer.
Pero el amanecer estaba lejos, y todavía tendrían que pasar algunas horas. Entonces, callaron.
Y el Negro empezó a golpear un trozo de madera. Era un ritmo pausado, taciturno. Dijo:
- Desde que lo mataron, su ritmo no me deja. Y se me despiertan ahora los tambores en la
punta de los dedos. No sé si os parecerá una oración fúnebre. Paulino habría querido que fuera una
samba.
Y la voz del negro se desplegó silenciosa sobre los coches cansados del cementerio:

Había un ritmo que se negaba a morir


y ahora lo danza la Muerte en el extremo de Rio Branco.
Aïé, aïé, é, é, é ...
Alelé, pomba, gira, giré.
La Muerte es bella y danza sobre el cuerpo de Paulinho
y el ritmo de los tambores le prende fuego a los pies.
Aïé, aïé, é, é, é ...
Alelé, pomba, gira, giré.
Los tambores, las guitarras, las maracas y el banjo
han bebido aguardiente para no llorar de espanto.
Aïé, aïé, é, é, é ...
Alelé, pomba, gira, giré.
Pero anoche quemaremos la miseria y la fiesta
en un mismo crisol en el extremo de Rio Branco.
Aïé, aïé, é, é, é ...
Alelé, pomba, gira, giré.

20
Los ritmos del Negro persistieron durante toda la noche, hasta que el amanecer extendió su
claridad pálida sobre los armazones de los coches. Vibraba la madera del tambor y se expandía la
voz entre los metales:
Aïé. aïé, é, é, é ...
Alelé, pomba, gira, giré.
Volvieron a partir uno tras el otro: Benedita, el Negro, Celio, Amazonino y Juan Bautista.
Acudieron a la Rocinha y llegaron al barracón de Antonio. La Piraña ya no vivía allí. Les dijeron que
tenía una casa en un barrio extremo, lejos de aquel lugar. Una vecina les dio las señas y les dijo que
un día lo había encontrado por la calle, que parecía un señor, que se había olvidado de la gente de la
Rocinha y se podía percibir que los negocios -pero aquella mujer no era capaz de imaginar cuál casta
de negocios traía entre manos- le marchaban sobre ruedas.
Juan Bautista, el más pequeño, decidió que la madre comiera alguna cosa. La veía débil, casi a
punto de derribarse, y que difícilmente resistiría tantas sacudidas. Ella dijo que no quería nada, que
no tenía tiempo de comida.
- Ahora, sólo puedo sentir la urgencia de arrancar de cuajo los ojos de la Piraña -decía-, la
única hambre que tengo.
Pero recorrió un lado y le trajeron un poco de fruta: un plátano, dos manzanas..., como si las
hubieran encontrado en un huerto subterráneo, bajo el asfalto. Benedita se comió aquella fruta; pero
no acortó el paso ni rebajó el deleite de encontrar al asesino de Paulino.
Quizás caminaron durante todo el día. Llegaron a perder la noción del tiempo y no supieron
las horas ni los días que habían empleado en el camino. El Negro pensaba que probablemente habían
andado un año redondo; pero no se atrevía a hablar, convencido de que aquella ronda nunca se
acabaría del todo. Recorrerían durante toda la vida hasta que una noche aparecería la Piraña en el
extremo de una calle y vaciaría el tambor de la pistola sobre su frente.
Celio también había perdido la idea de los días y del tiempo que había durante aquel
peregrinaje. Y ni se acordaba de cuándo habían iniciado la travesía. A veces, tenía la sensación que de
la pierna que le habían mutilado se renegaba a seguir el ritmo que Benedita imponía a la marcha. Y
estaba como si la hubieran dejado hacia atrás, sola, mientras trazaba su propio compás.
También, Celio tenía la impresión que Amazonino, Juan Bautista y Mauro habían crecido,
desde aquella mañana que partieron del cementerio de coches. De repente percibía que la cabeza y las
manos se habían alejado de las piernas. Porque crecer es eso, justamente: oír que el cuerpo se estira,
que la cabeza se distancia de los pies.
No sabían el tiempo que habían tardado hasta llegar a la casa de Antonio. Quizás unas horas,
unos días... Quizás treinta años. Si tenían que contar por los Carnavales con que habían visto pasar,
difícilmente podrían ajustarse a un acuerdo. Los colores, la luz, y el ritmo. La imaginación desbocada.
La batalla entre la transgresión y la orden del juego organizado.
- Se desarticula el cuerpo, por el Carnaval -había dicho Celio-. Se desordenan los miembros del
fuselaje: la cabeza, las piernas, los brazos, las manos, los muslos, los pies... Cada uno emprende su
orden y surgen figuras tan estrafalarias como la mía.
- Hace mucho de tiempo -explicaba el Negro-, me inventé un extraño xilofón. Compuse el
armazón de un caballo: el cráneo, las vértebras, la caja de las costillas... Nunca nadie había oído unos
ritmos como aquéllos, surgidos de la materia orgánica.
Era Carnaval, el día que llegaron a la casa de Antonio. Lo encontraron en la puerta. Cuando los
vio, no se fio de aquella tropa de pobres vergonzantes y buscó defenderse. Se quería esconder, pero
no tuvo tiempo a tiempo. Benedita se acercó rabiosa y le clavó las uñas en los ojos. La Piraña trató de
rehuir aquellas uñas, y lo consiguió. Le habría pegado un mal puñetazo, si Celio y el Negro no lo
hubieran impedido. Pero tenían que controlar sus movimientos, mantenerlo imposibilitado de
moverse, que no consiguiera entrar dentro de la casa y poner mano en la pistola...
Benedita concentró en aquellas palabras todo el desprecio del mundo:
- Eres un asesino, Piraña. Te dedicas a matar aquéllos que eran de los tuyos por dinero.
Mataste por dinero a mi hijo Paulino, sólo hace unas pocas noches, en los porches del hipódromo. Y
quizás ni has cobrado, todavía... Tengo ganas de vomitar, sólo de verte.
- ¿Por qué, Benedita Moreira? Mi trabajo se dirige a restablecer la salud social. Decantar los
frutos podridos... Cualquier noche pasaré cerca de ti, te remojaré de gasolina y te tiraré la chinga del
cigarro...
- Eres capaz de hacerlo, Piraña. Te pagarán para hacerlo, y tú lo harás.
- Es necesario retirar el estiércol de la vía pública. ¿Lo has entendido?
- Si te he entendido...? Sabes que en medio del estiércol hemos aprendido a ser fuertes, hemos
aprendido a sobrevivir. En medio del estiércol hemos aprendido de ser solidarios. Y, a veces, he
encontrado el afecto, la amistad, la ternura...
- ¿Qué quieres, ahora?
- Quiero que me digas quién te paga. Tengo que saber quién te mandó que mataras a mi hijo.
Antonio tenía los ojos rojos. También las pirañas tienen los ojos rojos. Dijo:
- Ni yo mismo lo sé. Todo es muy oscuro. Las órdenes me llegan a oscuras. A menudo ni
siquiera veo la cara de aquél que me pone el dinero en las manos. Sólo le tengo que decir: son tantas
piezas. Poco tiempo después, llegan los hombres del servicio de desinfección. Casi siempre suele
escribirse en el informe que se trata de una muerte accidental.
- ¿Hay un informe? Ahora me dirás dónde está el cuerpo de Paulino.
- En el cementerio, los cadáveres están cuatro días. Si nadie los reclama, los lanzan en una fosa
común. Pero a menudo hay familias que adoptan a un niño muerto y lo entierran con el nombre de
los padres adoptivos. Así nadie puede reclamar aquel cuerpo y se acaban las investigaciones.
- Y tú sabes quién ha adoptado el cadáver de mi hijo. Ponte al frente y lleva la comitiva hasta la
casa donde habitan estos padres.
Antonio, la Piraña, se puso al frente. Lo hizo de mala gana, obligado por Benedita Moreira. Y
lo siguieron todos: Benedita, Celio, el Negro, Amazonino, Juan Bautista...
Volvieron a recorrer los mismos caminos de mala pisada, entre los gritos y la música frenética
de la fiesta. Moverse. Girarse. El baile. El Carnaval concentra los deseos. La fiesta es breve. Llegaron
delante de una casa que Benedita conocía. Tocaron el timbre y salió una criada:
- ¿Qué quieren?
Respondió Antonio, la Piraña:
- Nos gustaría hablar con el señor de la casa, si es posible.
Pero Benedita añadió por su cuenta:
- Dígale a Luciano que Benedita Moreira lo espera.
Aquella criada no les permitió que entraran a la casa y se dispusieron a esperarlo en el jardín.
Luciano salió al instante. Tenía el cabello un poco gris. Cuando lo vio, Benedita soltó a reír. Era una
carcajada desconcertante y salvaje.
- ¿Qué te pasa, Benedita? -preguntó Luciano.
Y respondió ella:
- Sin embargo, has acabado por adoptar a tu hijo propio. Y lo han tenido que matar...
El Negro, Celio, Amazonino, Juan Bautista... callaban. Una voz que venía del fondo del jardín
rompió el silencio. Era la voz de Mariana, más envejecida y, quizás, más loca. Al ver Benedita, no
supo más que decirle:
- Finalmente has vuelto, hija. María de los Montes Claros ha vuelto. Sin embargo, ¿qué tienes?
Veo que tienes cara de cansada. ¿No te tratan bien más allá de la vida?

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contemporanea.html

Fin de la novela

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