1.El rey Robin toma una decisión crucial. Robin, el rey de Transkovelia, estaba con el ánimo totalmente sobresaltado cuando recibió a la comisión de heraldos que le enviaba el Gran Duque Guido, virrey de Sodería (una de las comarcas más orientales de su reino); y la razón de su malestar no era poca (aunque a ojos de otros pudiera considerarse un mero capricho) ocurría que Salvio, el veterano astrologo de su corte se había negado a responderle con claridad una pregunta que siempre rondaba su mente desde que ostentaba la dignidad real. —Dime Salvio, respóndeme con el corazón y mirándome a los ojos ¿Moriré en mi lecho de enfermo, seré asesinado? ¿Cuáles serán las circunstancias de mi muerte? El sabio escrutador de los cielos miró al rey, suspiró largamente y ensayó una respuesta vaga y conveniente para zafarse de la respuesta que el monarca le pedía. —Majestad, esa pregunta carece de una respuesta precisa. Recordad que los astros solo influyen en el curso del destino humano, pero jamás lo determinan con exactitud. Las circunstancias y la propia voluntad humana se conjugan para darle forma al destino. Robin estaba visiblemente molesto y contrariado porque la respuesta, aunque diplomática y cortés, no satisfacía esa malsana curiosidad que lo corroía desde que era rey, además la circunstancia ameritaba que guardara la compostura debido a que tenía que recibir a los heraldos soderianos que estaban esperando ser anunciados para acceder al Salón del Trono. —¡Está bien, Salvio! Vos no queréis decirme nada, y quizá sea lo adecuado en este momento. Tal vez vuestras palabras perturbarían mi ánimo mucho más y mi juicio se haría poco claro para resolver la cuestión que los soderianos someterán a mi juicio después que te vayas. Salvio inclinó levemente la cabeza, hizo una genuflexión y se retiró de la escena saliendo por una puerta trasera que daba hacia un pasadizo que conducía hacia el sector del palacio donde residía y se ocupaba del trabajo de interrogar el cielo; de hecho estaba bastante preocupado por esa persistente curiosidad del rey por conocer si le esperaba una muerte tranquila o quizá violenta, el mismo se había interesado espontáneamente por esa cuestión pero los astros se habían negado a aclarar sus dudas, sin embargo no se rendiría y persistiría en sus averiguaciones más por el mismo que por satisfacer el deseo del rey. El ujier abrió la puerta del Salón y la delegación soderiano hizo su ingreso ordenadamente a aquel recinto decorado con pinturas bélicas que recordaban y también enaltecían las campañas militares que el rey Robin había llevado a cabo para consolidar el control de las regiones orientales de su reino, los viejos ojos del rey se complacían con la contemplación de esas proezas inmortalizadas por el pincel y la imaginación de los pintores de cámara, a sueldo del monarca y por ello proclives a añadiré detalles adicionales que las crónicas no recogían pero si las consejas populares que eran las que realmente nutrían el imaginario que emanaban esos cuadros. Y ahora esas comarcas se encontraban amenazadas por una presencia invasora de origen desconocido que había aparecido de buenas a primeras en las tierras sujetas, por su voluntad, al gobierno del Gran Duque Guido. El presidente de la delegación, un hombre cuya vejez se denotaba en la poblada barba blanca que rodeaba su rostro como una muralla de nieve, pero de aspecto robusto cuyo rostro aparecía afeado por la presencia de un parche oscuro que aparecía adherido sobre la órbita vacía de su ojo izquierdo (perdido durante una de esas guerras que las pinturas del salón historiaban para mayor gloria de Robin), se separó de sus compatriotas, después de hacer las genuflexiones que exigía el protocolo vigente en la Casa del Rey, procedió a desplegar con sus manos surcadas de arrugas el pergamino que sus manos habían estado empuñando con firmeza, a continuación abrió la boca y empezó a leer el contenido de aquel documento, mezcla de carta y memorial, que el duque Guido había hecho escribir a sus mejores copistas para que resonaran en los oídos del rey Robin. Y el anciano leyó pronunciando las palabras cuidadosamente, tomándose todas las pausas necesarias para que su lectura clara y las frases no se confundieran por obra del apuro y la mala dicción la inteligencia del monarca. El rey escuchó con atención, dejando de lado los detalles superfluos (que afortunadamente no eran muchos) y concentrándose en los hechos que ahí recogían, y que estaban basados, sobre todo, en los testimonios de los labriegos que moraban en los confines de Soderia, los cuales habían sido testigos de una serie de fenómenos inauditos que tenían en común la aparición de una serie de criaturas exóticas de diverso tamaño y naturaleza: las de menor entidad eran unos seres que se movían tan rápido como los suelen hacer los peces dentro de la corriente de un rio, aunque en vez de desplazarse a través del agua usaban el aire como medio de transporte, además tenían el aspecto de sinuosos caligramas hechos con la tinta más oscura, asimismo se informaba que solían aparecer cuando alguien se hallaba en la última agonía después de haber sido asaltado por unos seres que parecían tallados en carne en viva pues carecían de una piel que recubriera sus músculos. Asimismo, también se decía que los Desollados (tal era el apelativo que los labriegos le habían puesto a estos hombres sin piel) habían caído como una plaga sobre los cementerios del virreinato, profanando las tumbas con el concurso de aquellos seres de anatomía fluida (llamados los Oscuros en el informe del virrey) que parecían acompañarlos donde fueran. En ambos casos los Oscuros eran los encargados de transportar esa macabra carga hacia un destino incierto, aunque se suponía que cruzaban la frontera oriental rumbo a esas tierras bárbaras habitadas por hombres de facciones rudas, que cubrían su desnudez con pieles y usaban armas hechas de piedras afiladas y cortantes, cuya conquista hubiera constituido el anhelo más grande de cualquier rey deseoso de que los cronistas se ocuparan de poner semejante proeza por escrito. Pero lo peor de todo no era esto, sino las macabras resurrecciones que estaban teniendo lugar en los cementerios soderianos. Solían suceder durante las noches iluminadas, cuando Lida reinaba en el cielo y cubría con su plateado manto la faz del mundo; el astro nocturno les daba la bienvenida a esa legión de seres medio putrefactos que brotaban de la tierra como plantas malditas, dejando una estela de hedor por donde se les ocurriese poner sus pies torpes y llagados. El informe finalizaba puntualizando tres cosas más; primero: la población tenía miedo y por ello había vuelto a remozar los cultos animistas que eran su única religión antes que los ejércitos del Gran Duque Guido incorporaran esa región al reino, trayendo a esas tierras el culto a la personalidad de su propio rey ( en este caso Robín) ; segundo: el virrey había tomado la determinación de prohibir las inhumaciones para darle preferencia a las cremaciones con el fin de evitar el robo de los cuerpos por parte de los Oscuros, y tercero: se había informado de la aparición de una Cosa Brillante justo en medio de las montañas que servían de límite entre las posesiones del rey Robin y los territorios barbaros, aquel objeto era descrito como una especie de esfera gigante y opaca, cuyo interior parecía estremecerse constantemente del mismo modo que un espejo de agua se trastorna cuando una mano traviesa se entretiene arrojándole guijarros. Algo parecía estar palpitando dentro de ese inmenso objeto parecido, en cierto modo a Basten, el astro que brindaba luz y calor a este mundo que estaba siendo invadido por seres anómalos, de procedencia ignorada, los cuales se albergaban en las cuevas cercanas y servían de séquito a esa Cosa Brillante que parecía haber ganado el favor de los salvajes que moraban en aquel país incivilizado, pues los espías del virrey también se habían observado que todo un gentío de esos aborígenes estaban congregados alrededor de aquella cosa como si estuvieran esperando que sucediera algo. Cuando terminó su lectura, el anciano soderiano enrolló el pergamino, y encaminó sus pasos hacia la obesa figura de Alcides, un hombre también barbudo, aunque de mediana edad, que servía como bibliotecario del palacio, para entregarle el rollo que acababa de leer pues considero que era un documento importante, y que por ende debería figurar en el Archivo Real para ser consultado por los historiadores; una vez hecho esto el soderiano deshizo el camino y se prosterno ante el rey esperando que este se pronunciara, ahora que estaba completamente al tanto de la situación. El silencio era tal que podía escucharse la respiración de cada uno de los miembros de aquella delegación que habían acudido hasta la regia presencia en pos de una decisión que, fuese sabia o no, significase en fin de tantas tribulaciones como las que estaban pasando a causa de esas extrañas e inesperadas apariciones que sin duda alguna procedían de otra dimensión, o de otro mundo. Por su parte el rey era consciente que los soderianos esperaban de él una decisión enérgica que atacase el problema de raíz, por ende, era necesario que vertiese en palabras lo que había estado cavilando después de haber oído las palabras del memorial que el virrey de Sodería le había remitido. — ¡Soderianos!—clamó el rey con voz estentórea y potente—he tomado nota de todos vuestros problemas y tribulaciones. La situación es verdadera insostenible para vosotros, y si no tomamos medidas radicales vuestra tierra dejara de perteneceros para convertirse en una vasta necrópolis al aire libre. Por lo tanto, ordeno que evacuéis vuestras ciudades y haciendas de manera ordenada rumbo a los confines septentrionales de Sodería. Vuestro virrey conducirá este éxodo forzado hacia el territorio de Caprenia. Mientras hacéis esto un ejército conducido por mis tres hijos, Juliano, Fabiano y Gordiano entrara en vuestra tierra para limpiarla de todas las inmundicias que la han invadido, y lo que es más iremos más allá de las montañas para someter a los barbaros que han consentido albergar a los seres que tanto daño están haciendo a vuestra casa común. Cuando Soderia haya quedado enteramente purificada de esta peste, vosotros podréis volver a entrar en posesión de vuestras casas y haciendas. ¿Estáis de acuerdo con mi decisión? —preguntó el rey a todos los miembros de la delegación ahí presentes. El anciano intercambio algunas miradas con sus compatriotas, recogió muchos gestos de asentimiento y algunos de resignación; en base a eso coligió que nadie se opondría pues el rey simplemente había captado el sentir general: Soderia estaba sucia, cubierta de infectas impurezas que había que extirpar a tiempo, y los hijos del rey se encargarían de hacerlo. —Vuestra decisión nos parece la más adecuada para salir de la encrucijada en que nos encontramos. Os agradecemos la atención prestada— replicó el anciano inclinándose para besar la mano del rey, para luego dedicarle una mirada agradecida como si de manera súbita se hubiese convertido a esa doctrina que los sacerdotes kovelianos estaban predicando en Soderia, la cual consideraba que Robin era una especie de dios bondadoso que merecía ser objeto de culto para todos sus súbditos estuvieran o no convertidos a la religión del estado. —Podéis iros y llevar la buena nueva a vuestras compatriotas—dijo el rey mirando a todos los delegados soderianos mientras ellos procedían a retirarse tan ordenadamente como habían venido. Cuando se quedó solo, el rey se levantó del trono y se dirigió a su gabinete de trabajo. Necesitaba soledad y sosiego, para ordenar las ideas que pronto iba a confiar al papel: escribiría tres misivas dirigidas a cada uno de sus hijos (que se hallaban dispersos en diversas comarcas del reino un tanto distantes de la frontera oriental) para ordenar que pusieran en pie de guerra a las milicias de los territorios donde se hallaban, dándoles autorización para reclutar más tropas en caso el número de alistados fuera insuficiente. Una vez constituidos los ejércitos, los mismos se dirigirían a marchas forzados hacia el sur, al teatro de la invasión: el devastado virreinato de Soderia; en las cartas se daba autorización a los príncipes a internarse en las tierras habitadas por los barbaros, con el fin de encontrar y aniquilar esa Cosa Brillante que los espías del virrey habían detectado; de hecho, la toda la operación constituiría un buen pretexto para anexar a Transkovelia aquella región tan reacia a las bondades del orden y la civilización. Si sus hijos conseguían sujetar a esas gentes se cubrirían de gloria, y el rey podría decidir cuál de los tres merecería sucederle para convertirse en el próximo soberano y dios de aquel reino en proceso de expansión. Una vez escritas, las cartas fueron lacradas con el sello real, acto seguido el monarca llamó a Alcides, el bibliotecario para encomendarle entregase las misivas al mejor piloto de globo que estuviera disponible en ese momento en el hangar de la Oficina de Correos de Palacio, hecho esto decidió retirarse a sus aposentos para descansar un poco, de ese modo esperaba disipar ese sobresalto que le había estado atribulando antes de recibir a los soderianos en el Salón del Trono. Pero cuando su cuerpo rozó la blandura del lecho, esa preocupación suya sobre su propio destino volvió a asaltarlo con más fuerza: un rey no podía quedarse con una duda semejante y vivir tranquilo cuando disponía de los medios adecuados para enterarse de lo quería saber y forzar una respuesta acorde a sus deseos; en eso el rey empezó a sonreír, primero para sus adentros, y luego abiertamente mientras las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba como la sonrisa dibujaba del guasón que mora entre los naipes de una baraja, pues se le había ocurrido una idea perversa aunque pragmática: ordenar que Salvio recibiera tormento para así aflojar su terquedad y su lengua. 2- Soderia, tierra devastada y sombría. El globo trepó al cielo y puso rumbo hacia el este, la sombra de su barcaza se cernió sobre todas las tierras que habían entre Ebernetia y el Campamento de Zaren , descendió con éxito y los príncipes recibieron las cartas a tiempo, por ende, obedecieron las instrucciones de su padre con presteza, y se pusieron en marcha rumbo a Soderia; el hijo mayor Juliano iba al mando de la infantería pesada, el hermano intermedio Fabiano comandaba la caballería y Gordiano, el menor se puso al frente de la infantería ligera. Al principio iban animados y con muchas ganas de entrar en acción contra aquello que estuviera amenazando la estabilidad del reino, pero lo que encontraron a su paso mucho superaba lo descrito en el informe que el virrey había remitido a su padre; era obvio que no se enfrentarían a un enemigo que combatía cara a cara, nada de eso aquellos seres eran insidiosos y malignos, amigos del silencio y de las sombras más espesas. Sodería se había convertido en una tierra devastada y sombría, cubierta de pueblos y ciudades fantasmas que no pagaban tributo a nadie y que tan solo servían para dar albergue a las gavillas de resurrectos que pululaban entre sus ruinas como almas en pena dando uso a esa vida miserable y precaria que algún poder maligno les había concedido, pero ellos no eran los únicos habitantes de aquella proterva devastación, los soldados también habían informado sobre la presencia de unos seres de aspecto sangriento ( sin duda los llamados Desollados) que parecían divertirse arrancándole la cabeza de cuajo a cualquier desprevenido que tuviese la mala idea de andar fisgoneando en aquel laberinto de ruinas; el destino ultimo de esas cabezas era todavía desconocido pues no se había encontrado ninguna calavera tirada por ahí. ¿Sería posible que existiese alguna clase de relación simbiótica entre los Desollados y los zombis? La idea se le había ocurrido al príncipe Juliano, un hombre mayor y aficionado a la ciencia, y estaba cimentada en el hecho de que las cabezas arrancadas parecían haberse esfumado, y si tanto los Desollados como los zombis compartían un espacio en común podría suponerse que los segundos atendiesen el sustento de los primeros teniendo en cuenta la relativa debilidad física de los cadáveres reanimados para procurarse el sustento ellos mismos. El caso era que los soldados estaban temerosos y con ganas de poner los pies en polvorosa sin haber combatido, y aunque ese factor podría haberse convertido en la causa de una masiva deserción, el miedo a los zombis y a los Desollados mantenía, a duras penas, la cohesión del ejército. Debido a estos sucesos, los tres príncipes consideraron mucho más juicioso no detenerse más en aquel país que estaba diezmando a sus efectivos mucho antes que haber librado una verdadera batalla, es más Fabiano decidió que lo mejor sería enviar a la caballería en misión de reconocimiento hacia las bárbaras comarcas orientales. —No tenemos nada que hacer aquí hermanos, esta tierra se encuentra maldita y precisa más del trabajo de un sacerdote o de un exorcista para volver a la normalidad. El verdadero enemigo se encuentra más allá, nuestro padre desea una gran victoria militar y aquí no se la podemos dar—dijo Fabiano mirando a sus dos hermanos. —¿Se han recibidos informes del destacamento de caballería enviado a reconocer la zona? —preguntó el joven príncipe Gordiano a Fabiano su hermano. —Todavía nada sustancioso, tan solo rumores—replico Fabiano con cierto misterio. —¿Rumores? ¿Podrías aclararnos lo que estás diciendo hermano? —repuso Juliano con el rostro fruncido en señal de curiosidad y extrañeza. —Lo haré con mucho gusto hermanos—dijo Fabiano sintiéndose un poco halagado de ser el centro de la atención por un momento. —Por favor, sé breve hermano no tenemos demasiado tiempo—le advirtió Gordiano. —Está bien—replicó Fabiano sintiendo que esas palabras cortaban el torrente verbal que ansiaba salir de su boca antes de que se produjese— Se dice que la Cosa Brillante ya no está donde la ubicaba el informe del virrey, que se ha abierto dejando salir de su interior algo que ha penetrado en Sodería escoltado por un nutrido sequito de barbaros. —¿Y dices que eso no es sustancioso? Es suficiente para ponernos en marcha para hacerle frente y detener la invasión—dijo Juliano con un tono de voz claramente airado. —Mis jinetes no han confirmado el dato. Además, no sabemos exactamente donde se encuentran los barbaros —adujo Fabiano poniéndose a la defensiva. — Lo más probable es todavía se encuentre atravesando la cordillera oriental que también penetra en esa parte de Sodería, Opino que no debemos quedarnos aquí, esperando ser atacados. Los Desollados se encuentran bastante activos trabajando para satisfacer el apetito de los zombis que viven en aquellas malditas ruinas—repuso Gordiano con voz preocupada y señalando con el dedo el nefando lugar donde muchos soldados habían sido decapitados. —La moral puede decaer mucho más si continuamos sin hacer nada. Hay que ponerse en marcha para enfrentar a los barbaros y a su nuevo líder—dijo Juliano con la mirada brillante, totalmente invadida de una ira feroz y primitiva que le había transfigurado el rostro que sus hermanos pensaron que se había vuelto loco. Fabiano anhelaba ponerse en marcha, tanto como lo querían sus hermanos; pero creía que no era correcto hacerlo sin poseer suficiente información, y la actitud intransigente que habían adoptado sus hermanos espoleaba las cosas de tal modo que no podría oponerse a ella con éxito pues su confluencia de opiniones le otorgaba una mayoría absoluta, por ende, aquella divergencia de criterios estaba a punto de provocar una seria desavenencia entre los hermanos. Todos se encontraban tensos cuando el capitán de uno de los destacamentos enviados a reconocer el terreno ingresó a la tienda raudamente y sin titubeos, saltándose el protocolo de rigor pues los datos que traía lo ameritaban así. —Bienvenido conde Silvano—dijo Fabiano dándole las gracias a la providencia por haber hecho coincidir la llegada de este oficial de caballería justo antes de que las cosas se agriaran más entre él y sus hermanos. —Vuestras majestades—respondió el joven conde quitándose el casco—no soy portador de buenas nuevas. Un gigantesco ejercito de barbaros, zombis y bestias rojas han hollado el suelo de Sodería, y se encuentran a cuatro jornadas de aquí, cerca de la antigua ciudad de Norben. Los conduce un hombre de aspecto caucásico, barba cuadrada muy bien recortada que va a bordo de una cosa semoviente y cuadrúpeda cuya naturaleza no hemos podido determinar: podría tratarse de un animal o de una máquina, o de una proterva mezcla de ambas. —No hay nada que temer hermanos—declaró Gordiano completamente eufórico —Se trata de simples hordas indisciplinadas a las que podemos vencer rociándolas con una lluvia de flechas, venablos y piedras. Dispondré a mis tropas ligeras en orden de escaramuza y veréis el efecto que sus armas logran sobre esa aglomeración infecta. —Y dentro de ese plan tan espontaneo que se te acaba de ocurrir ¿hay lugar para nosotros? —interrogó Juliano con un tono de suspicacia en la voz, haciendo suyo el sentir de Fabiano. —Por supuesto hermanos, vosotros atacareis cuando el enemigo, una vez vapuleado por nuestros misiles, necesite del golpe de gracia que de fin a su agonía. Vuestro papel es muy importante en la consecución de la victoria final sobre los enemigos del Rey— aseveró el príncipe procurando lisonjear el ego de sus hermanos para evitar una discusión con ellos. Juliano iba a decir que seguir esa estrategia relegaría a un papel secundario tanto a la infantería como a la caballería, pero no llegó a pronunciar palabra alguna; pues el conde Silvano impidió la disputa en ciernes, terciando en el asunto. —Tener un plan es mejor que no tener ninguno, y vuestras majestades no podéis dilapidar el tiempo buscando una estrategia que conforte vuestros egos cuando tenéis al enemigo a vencer a tiro de piedra por así decirlo. —Tenéis razón conde—apuntó Fabiano—Sois bastante juicioso en recordarnos que el bien común debe imperar sobre los intereses particulares de cada uno. Haremos los que mi hermano dice, me parece un modo bastante económico de conseguir lo que todos nos interesa: la victoria sobre aquellos que perturben la paz del reino. 3. La batalla y lo que sucedió después de ella. Los tres príncipes marcharon al encuentro de su enemigo, y la batalla se libró, pero las cosas no salieron tal como el desenfrenado entusiasmo de Gordiano había previsto. La infantería ligera agotó su provisión de misiles creando una verdadera tormenta puntiaguda sobre la mesnada densa y maloliente que avanzaba sin temor a nada con la intención de chocar contra las tropas kovelianas. Claro está que los dardos consiguieron abatir a muchísimos de aquellos hombres, ya estuvieran cubiertos por pieles, carecieran de ella o estuviera llagada por el proceso de la putrefacción; el caso era que después de un rato volvían a incorporarse y seguían andando con los dardos clavados en diversos lugares del cuerpo y más enfurecidos como los toros de lidia durante una faena, por ende la detención era momentánea y solo conseguía entorpecer por un rato un avance que a ojos de los príncipes aparecía como inexorable, quizá si hubieran dispuesto de catapultas la cosa hubiera resultado más efectiva, pero no las tenían a mano y había tenido que confiarse necesariamente en la capacidad aniquiladora de los misiles disparados por la infantería ligera. Obviamente el fracaso de la idea de Gordiano, alegró sobremanera a sus hermanos pues les daba ocasión para competir entre ellos y determinar cuál de los ejércitos que comandaban podría cubrirse de gloria y ceñirse los laureles de la victoria (y el derecho de sucesión) cuando la noticia fuese enviada en globo rumbo a Ebernetia, la capital del reino. Lamentablemente, para las ambiciones de Juliano y Fabiano, tampoco su entusiasmo fue recompensado con las mieles del éxito, es más podría afirmarse que su temeridad y osadía les acarreó el triste destino que les cupo luego. Y sucedió que la caballería koveliana cargó contra la muchedumbre de enemigos que se aproximaban, pero no atacó el centro de aquella masa compacta; más bien se dividió en dos alas que intentaron asaltar los flancos de esa hedionda hueste, mientras la infantería pesada se afanaba en chocar contra el centro de la misma, pero he aquí que la bestia, cosa o máquina, en cuyos lomos viajaba el líder de aquella legión de aparecidos, entro en acción contra aquel ataque conjunto de la caballería e infantería kovelianas. Entonces, Natán (que ese era el nombre del hombre barbudo) hizo que la trompa fláccida y de piel rugosa que colgaba en medio del rostro de la bestia que montaba cobrara vida, para empezar a escupir grandes bolas incandescentes contra los hombres que seguían las banderas de Juliano y Fabiano. No cabía duda que esa trompa era una magnifica pieza de artillería que disparaba sus proyectiles con una cadencia superior a la de cualquier catapulta. Las bolas cayeron, como si fueran pequeñas réplicas de Basten, justo en medio de las formaciones de ataque, incendiando la hierba que crecía bajo los pies de los infantes convirtiendo toda la llanura en una vasta olla en la que estaban atrapados sin posibilidad de fuga. La carga se detuvo, pues nadie estaba preparado para resistir el poder abrasivo del fuego, tanto los hombres como las bestias sentían el aguijoneo del calor por igual haciendo que el ataque perdiera cohesión y sentido ¿a quién podía importarle cruzar su espada con un bárbaro o decapitar un zombi cuando sentía que literalmente se estaba cocinando vivo? Los príncipes perdieron el control sobre sus hombres, y el ¡sálvese quien pueda! sustituyo en todas las gargantas al estentóreo grito de guerra que vociferaban los guerreros kovelianos antes que el infierno se desatase para ellos. Las espadas quemaban, las armaduras ardían, la piel se escocia y no había más tiempo que para caer al suelo ardiente, como una pavesa más, y retorcerse de dolor formando un amasijo de cuerpos sumidos en la agonía más espantosa, sin tener a nadie para despenarlos. Ya no existe ningún ejército, y los tres hijos del rey Robin yacen, quemados y vencidos, sobre la hierba confundidos entre los cuerpos de los hombres que arrastraron a su aventura insensata agitando el señuelo de la gloria fácil para convencerlos. Poco a poco el fuego se fue aquietando dejando ver una alfombra de cuerpos ennegrecidos tirados por todas partes, y en las posiciones más inéditas y diversas; simplemente están ahí sobre la hierba como si fueran un rebaño dócil a la espera de ser esquilmado. Natán contemplo la tumultuosa escena, desde los lomos de la bestia escupe fuego, pero no lo hizo solo con sus propios ojos sino a través de los báculos oculares que algunos de los Desollados portaban en alto para que su Señor pudiera tener una mejor lectura de esos pormenores que otorgan continuidad y cohesión a una imagen tan grandiosa como dantesca. Entonces Natán mueve la mano y ordena avanzar, y sus huestes marchan; los Desollados van al trote, los zombis a paso lento y descompasado, es un desfile no una confrontación, por lo tanto, no hay resentimientos de por medio, esos cuerpos masacrados han sido vencidos y están a punto de ser aprovechados. Hay mucho trabajo por hacer, muchas cabezas que arrancar para ser arrojadas a los zombis que iban detrás de ellos como una jauría de perros famélicos en pos de su alimento, pero sobre todo había que determinar si algunos de aquellos cuerpos podían ser recuperados para incrementar la fuerza de aquella hueste invasora. Eso es lo que más importa a Natán que anhela ser rey, o mejor dicho pretende usurpar un reino, y está en busca de forjar un ejército compuesto de zombis mejorados, capaces de luchar como lo harían los mejores soldados humanos; por eso los cuerpos son levantados para ser apilados en dos filas perfectas y contiguas, una de las cuales está compuestas por cuerpos decapitados e irrecuperables que pronto serán inhumados, la otra es una hilera distinta, ahí están aquellos cuya carne ha sido considerada para ser revivida y volver a sufrir los avatares de la guerra. Las aves carroñeras vuelan en círculo sobre la escena, suelen acompañar a la muerte y están ligadas a ella por un pacto secular escrito en su instinto. Y ahora graznan, antes de descender en picado sobre los cadáveres, pero las flechas y las jabalinas que les arrojan los Desollados bastan para mantenerlas a coto. La mente de Natán es una sonda que se zambulle en la enmarañada negrura de la muerte cerebral, los príncipes se encuentran ahí, inertes pero receptivos, joyas de conciencia sutil que emergen como islas en medio del mar hechas de tierra virgen dispuesta a ser conquistada, y Lord Natán pretende precisamente eso: sacarlos de aquel ostracismo para invadirlos, estableciéndose en ellos por un rato como si fueran uno de esos muñecos que funcionan cuando se les da cuerda. Juliano se levanta, tiene la cara tan tiznada como la armadura que porta, su andar todavía es lento como si todavía no tuviese el pleno control de su cuerpo, su hermano Fabiano inicia el despertar y se yergue, la derrota le parece todavía un cuento de hadas pues todavía queda un residuo de su antiguo yo en él, pero Lord Natán levanta ese velo con presteza y lo sustituye por la visión de su carne rediviva. Habrá nuevos enemigos contra quienes luchar y a los cuales vencer, pero serán los que Lord Natán decida. Gordiano empieza a dar señales de vida, siente la fría punzada del aire envolviéndole la cara con su vaho vespertino, su nariz percibe el olor de la carne quemada por doquier, es agradable estar vivo de nuevo, aunque el precio a pagar sea demasiado alto. Lord Natán quiere que Juliano escriba un mensaje sobre un pedazo de rollo nuevo, está hecho de piel humana, pero eso no importa; lo provee de pluma y tinta y lo hace poner el retazo de pergamino sobre la hierba quemada para comenzar a escribir; su letra es nerviosa, pero registra con fidelidad las palabras de su nuevo amo. Es listo para obedecer y lo demuestra así. El mensaje es confiado a uno de los pocos que pudieron escapar de la hecatombe, por fortuna sabe tripular un globo, y se le concede la gracia de seguir viviendo su vida como hombre a cambio de entregar la misiva que Lord Natán ha hecho escribir al príncipe. —Debes volar a Ebernetia y entregar esto en la propia mano del rey Robín, si no lo haces encontrare el modo de cortar tu vida como mortal, y me servirás más allá de la muerte. El tripulante del globo no dijo nada, simplemente trepó a la barcaza y cortó las amarras que lo sujetaban a tierra, entonces el globo se elevó vertiginosamente en dirección noreste, rumbo a los cielos de Ebernetia. 4. El incendio de Ebernetia. Ebernetia había sido una ciudad hecha de madera, y ahora ardía con vigor por sus cuatro costados ansiosa por extinguirse y desaparecer de la faz del planeta, pues la noticia de que las mesnadas de Lord Natán se aproximaban a la capital se había esparcido rápidamente generando el pánico entre sus habitantes. Los ciudadanos de Ebernetia habían iniciado un éxodo espontaneo y masivo hacia las regiones septentrionales del reino que todavía no habían sido afectadas por el avance de aquella hueste infernal, por ende, las carreteras que conducían a esas comarcas se hallaban atestadas de carretas, cargadas hasta más no poder, esforzadamente tiradas por caballos o bueyes que se alejaban de la ciudad en llamas lo más rápido que podían. Se decía que el mismo rey Robin enloquecido después de leer la misiva que un globo le había traído desde el mismo campo de batalla, había ordenado prender fuego a todos los barrios de la ciudad, pero esto no había podido ni desmentido ni confirmado. Y ya no podría serlo jamás pues los funcionarios reales se habían dispersado y el monarca había tomado la decisión de entregarse a las llamas junto con el palacio donde había morado desde que fue coronado casi cuarenta años atrás. Decían los rumores que antes de abrasarse vivo, el rey había maldecido la hora que se le ocurrió dar tormento a Salvio para averiguar cómo iba a morir, y ahora que lo sabía no había podido refrenar el oscuro impulso de arrojarse a las llamas cuándo vio que el fuego empezaba a prosperar por todas partes. FIN