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12 relatos selectos

Compilados y traducidos por Richard E. del Cristo E.


Edición original:
© 2003 Literatura Monte Sion

Capítulo 1
¡Mami, despierta!
En la ciudad de Birlad, Rumania, había una familia que tenía siete hijos. Por ser muy pobre, esta
familia tenía que vivir sin muchas de las cosas que otras familias normalmente tenían. Sin embargo,
era una familia muy feliz, pues, amaban al Señor y se amaban unos a otros.
El padre murió cuando el hijo menor tenía tres años. La pobre madre tenía muchas preocupaciones, y
su mente estaba turbada especialmente con un pensamiento:
“¿Cómo podré proveer ropa y alimento suficientes para mis siete hijitos de manera que no tengan que
ir al orfanato del gobierno?
A diario, cuando todos se arrodillaban para orar, ella los hacía repetir estas palabras: “Señor, el pan
nuestro de cada día, dánoslo hoy y suple todas nuestras necesidades para que no tengamos que ir al
orfanato. En el nombre de Jesús oramos. Amén.”
En cierta ocasión, cuando los niños tenían hambre y frío, ellos preguntaron:
—¿Por qué no nos vamos para el orfanato? ¿Es que no hay pan allí tampoco?
La madre les contestó:
—Sí, allí hay pan. Pero en ese lugar nadie habla de Jesús. Allí no se practica el amor, y los niños tienen
que adorar a un ídolo en lugar de adorar a Dios. Allí nadie le canta al Señor. Además, allí nadie les
contaría historias de Jesús al anochecer.
Eso bastó para que los niños detestaran la idea de ir al orfanato. ¡Cuánto mejor sería sentarse
alrededor de la madre cada noche y escucharla hablar de Jesús, de cómo Él ama a todo el mundo,
especialmente a los niños, de cómo Él alimentó a miles con tan sólo unos pocos panes, de cómo Él
sanó a muchos enfermos y hasta ¡levantó a algunos de entre los muertos! Ellos nunca se cansaban de
escuchar a su madre hablarles acerca del cielo, donde se encontraba su padre, y donde nunca habrá
hambre, ni frío, ni tristezas, ni enfermedades. Ellos escuchaban las mismas historias de Jesús una y
otra vez, con sus ojitos clavados en el amable rostro de su madre, ansiosos por captar cada expresión
suya. ¡Cuán fácil les era olvidar la roedora hambre, la ropa andrajosa y las burlas de los otros niños de
la escuela, mientras se acomodaban cerca de su madre para escuchar cada una de las historias de la
Biblia!
En un invierno, cuando el niño más pequeño tenía apenas cuatro años y el mayor trece, los niños
notaron que con frecuencia la madre aparentaba estar muy cansada, y aunque ella seguía
contándoles historias, de vez en cuando ellos notaban en su rostro una mirada preocupada o sus ojos
llenos de lágrimas.
Un día, la madre les dijo que tendría que salir por varios días. Entonces una tía se quedó con ellos.
Después de unos cuantos días, al ver que la madre no regresaba, los niños empezaron a preguntar:
—¿Dónde está mami? ¿Por qué ella no ha regresado?
La tía les contestó:
—Ella está en el hospital. Está enferma y no puede caminar.
—¿Cuándo es que ella va a regresar a casa?
—No lo sé. Creo que cuando ella pueda caminar de nuevo.
—¿Y no puede alguien traerla? ¡Cuánta falta nos hace mami!
La tía, parpadeando para contener las lágrimas frente a los pequeños rostros tristes que estaban ante
ella, les contestó:
—Sí, hay Alguien que puede traerla de regreso. Oremos a Jesús para que la traiga de regreso a casa.
Entonces, todos juntos, oraron varias veces al día para que Jesús trajera a la madre a casa otra vez.
Ellos sabían, por las historias que ella misma les había contado, que Jesús podía hacer cualquier cosa.
Sin embargo, todos los días, especialmente en la mañana, los pequeñuelos siempre preguntaban:
—¿Vendrá mami a casa hoy?
Hasta que llegó una mañana en la que la tía tuvo temor de enfrentar esa pregunta. Entonces, con voz
temblorosa, ella les contestó:
—Sí, por fin ella vendrá a casa hoy —entonces, ella rompió a llorar.
—¿Vendrá ella caminando o la traerá alguien?
La tía les contestó, estremeciéndose en sollozos:
—Alguien la traerá.
Al instante, un carro se detuvo frente a la casa y cuatro hombres salieron del mismo. Los niños se
quedaron observando con asombro, mientras aquellos hombres sacaban una gran caja de madera de
la parte de atrás del vehículo y la llevaban hacia la casa. Ellos colocaron la gran caja cuidadosamente
sobre la cama de la madre. ¡Cuánto lloraron los niños cuando la tapa del ataúd fue abierta y vieron la
cara de su querida madre pálida y fría a causa de su muerte! Los ángeles en el cielo debieron haber
estado llorando con ellos también. No hubo ojo que no llorara entre todos los familiares y hermanos
en la fe, los cuales a esa hora ya estaban reunidos en la casa, acompañando a los tristes huerfanitos
quienes ahora lloraban desconsoladamente por su querida y difunta madre.
Aquellos niños estaban alrededor del ataúd de su madre, y en su llanto, decían:
—¡Mami, despierta! ¡Por favor, mami, dinos algo! ¡¿Por qué no respondes?!
El corazón de todos estaba destrozado de tristeza.
En ese momento, uno de los niños recordó la historia de Lázaro, que la madre les había contado varias
veces, de cómo Jesús lo levantó de entre los muertos. Entonces, todos los niños se unieron a una y
entre muchas lágrimas y con una fe infantil muy grande, oraron:
—¡Jesús, levanta a mami de entre los muertos!
Los que estaban allí presentes dijeron que tal escena era casi más que lo que un corazón podía
soportar. ¿Quién, sino un niño, creería que tal oración sería contestada?
En ese momento, todos en la casa observaban atónitos y atemorizados, mientras el rostro de la
madre recibía su color natural y ella abría sus ojos, ofreciéndole una amplia sonrisa a sus hijos. Luego,
ella se levantó. Mientras todos los otros se mantenían pasmados a causa del milagro, los niños
enseguida comenzaron a hablar con ella.
Aquellos niños trataron de abrazarla y besarla al mismo tiempo, diciéndole:
—¡Mami, mami, regresaste! ¡Nosotros oramos tanto por ti! ¿Nos escuchaste mientras te
llamábamos? ¡Nosotros le pedimos a Jesús que te trajera de regreso a casa!
La madre contestó:
—¡Oh, mis niños! Un ángel los escuchó llamándome. Yo morí y fui al cielo. Entonces Jesús me tomó de
la mano y empezó a mostrarme un maravilloso huerto. ¡Cuán hermoso era todo y qué feliz estaba yo!
Después, en ese momento, un ángel salió corriendo tras nosotros, gritando: “¡Jesús, Jesús, los hijos de
esta mujer están orando con mucha fe y Te piden que Tú la lleves de regreso a ellos!”
Luego Jesús se dirigió a mí y me dijo:
—Tú debes regresar a la tierra para estar con tus hijos, a quienes les has enseñado a tener una fe tan
maravillosa. Cuando ellos tengan edad suficiente, podrás regresar aquí.
En aquel momento, un ángel me trajo nuevamente a la tierra. Sin embargo, mis niños, ¡qué bueno fue
haber estado en el cielo!

N0TA
En el momento en que se publicó este artículo, la madre aún vivía y los niños más pequeños tenían
alrededor de 12 a 13 años de edad. Todos ellos son hijos de Dios, y nunca han olvidado la maravilla
que Él ha hecho por ellos al resucitarle a su amada madre.
Esta historia fue tomada de una hoja informativa con fecha del 25 de octubre del 1984, del
“Christian Aid For Romania” [Ayuda cristiana para Rumania] 3 Rt. 4. Box 67B, Millesburg, Ohio.

Capítulo 2
¿Es el amor?
La voz del obispo Iván estaba repleta de emoción mientras él predicaba fervientemente a la joven
pareja ante él:
—Ámense mutuamente —les amonestó con mucha emoción.
Set, algo nervioso, se acomodó el traje.
“Yo le seré fiel a Dios y a Miriam con todo mi corazón.” Se prometió en sus adentros.
El rostro de la joven Miriam reflejaba un deseo sincero. La intención de ella era aprender a ser una
esposa que agradara a Dios y a Set. ¡Oh, cuánto había ella orado que su hogar fuera un hogar feliz, y
tan sólo hoy ya comenzaba a formarse!
—Por favor, siempre ámense mutuamente —enfatizó el obispo Iván—. Yo he visto muchos hogares
completamente distintos. Algunos son muy buenos, y describen casi un pedazo del cielo en la tierra.
También he visto algunos hogares muy tristes. ¿Por qué la diferencia? Porque algunos de ellos
“amaron hasta el fin” como Jesús dijo a sus discípulos, y otros sólo amaron hasta que, en los tiempos
difíciles de la vida, el amor de ellos llegó a un fin.
En aquel momento, el obispo se secó una lágrima del rostro. El gran peso en su corazón aturdía a
voces, entonces él dijo:
—El amor no es egoísta. El amor da y da y se deleita en dar, no sólo en el día de la boda o en los
primeros tres meses o en el primer año, sino “hasta que la muerte los separe”.
Durante la primera semana, después de Set y Miriam haber intercambiado sus votos matrimoniales,
los recuerdos de las promesas que ellos se habían hecho todavía inundaban sus mentes: Amarse,
estimarse el uno al otro, tener paciencia, bondad, y vivir pacíficamente. Al saber que la calidad de su
vida hogareña dependería mucho en estas cosas, ellos buscaban toda oportunidad para poner estas
cosas en práctica.
“A Set le encanta comer pollo. ¡Claro que sí! Eso es lo que voy a preparar para el almuerzo de hoy.”
Luego, Miriam puso agua a hervir en la estufa.
—¿Es mi nariz una guía confiable? —Set sonrió de oreja a oreja, mientras colgaba su sombrero en la
percha—. El pollo es mi plato favorito —añadió él.
Miriam suspiró alegremente después de escuchar el elogio de su esposo.
“Si a Set le encanta el pollo, entonces comeremos pollo con frecuencia,” se dijo ella en su mente.
Después de bendecir la comida, Set deliberó brevemente antes de levantar un trozo de carne de la
bandeja. En su casa él nunca lo pensaba dos veces. Él siempre escogía la carne de la parte trasera del
pollo. Y, la parte delantera del pollo (la pechuga -tan seca como siempre), se quedaba para los
últimos. Pero, ahora: “El amor no es egoísta.” Set podía escuchar la voz del obispo Iván tan claramente
como si él estuviera sentado al lado suyo. Entonces silenciosamente, él colocó un pedazo de la parte
delantera del pollo al lado de sus guisantes.
Miriam observó en silencio, pero su mente estaba bastante ocupada.
"¡Ah!”, notó ella, “la carne favorita de Set es la parte de la carne delantera del pollo. A mí también
siempre me ha gustado esa parte.” “El amor da y da y se deleita en dar.” Ella recibió una
retrospectiva del mensaje de su boda.
Mientras ella tomaba la bandeja de carne que Set le estaba pasando, ella decidió:
“Sí, eso es lo que hace un matrimonio feliz, ceder a los deseos del otro.”
Luego, Miriam colocó un hueso de muslo en su plato.
“Alguien tendrá que comerse la carne de atrás, y a lo mejor tendré que ser yo”, pensó ella
silenciosamente.
Mientras ambos estaban sentados a la mesa, la conversación fácilmente cambiaba de un tema a otro.
Entonces, antes de darse cuenta, los dos ya se habían comido el pollo, ignorando sus preferencias de
forma silenciosa. Una semana atrás, ambos hubieran rechazado los trozos que hoy se habían comido.
Fiel a su promesa, en los años siguientes, Miriam cocinó pollo con frecuencia. Sin comentarios ni
titubeos, Set sacaba con el tenedor la carne delantera y Miriam la de la parte trasera del pollo.
Siempre era así. Ellos actuaban en contra de sus deseos, pero, ¿no era el amor más importante?
Los años continuaron pasando. Cuando se aproximaba el vigésimo aniversario de boda de Set y
Miriam, un hermano y el resto de la familia de Set, que vivía lejos, llegó al pueblo por dos días.
Entonces, la madre de Set le dijo a su esposo:
—¿Por qué no tenemos una comida especial en este día? ¡Comamos todos juntos y hagamos nuestro
plato favorito! Yo preparo el pollo, y cada uno de los demás puede traer un entremés y el postre. A
nuestros hijos siempre les ha gustado el pollo.
—¡Buena idea! —su esposo asintió—. Tanto a nuestros hijos como a los nietos les encanta el pollo
cuando tú lo cocinas.
Las grandes mesas fueron colocadas bajo el cielo de la sombra del arce. Cuando se hablaba de cocinar
pollo, eran pocas las cocineras que se podían comparar con la mamá de Set. Los platos de pollo
humeante adornaban aquellas mesas. Ciertamente, la madre de Set había preparado pollo frito y en
abundancia.
Cuando Miriam vio que los hombres estaban dejando sus platos de carne limpios, ella se levantó para
rellenárselos. Miriam llegó a la mesa poco después de Set haberse servido el segundo plato de
comida. Sorprendida, ella volvió a mirar hacia el plato de él. ¡Él se había servido carne de la parte de
atrás del pollo, cuando aún quedaba de la parte delantera en la bandeja de servir!
Más tarde, de regreso a casa, la curiosidad de Miriam la invadió. Entonces, ella decidió hablar con su
esposo al respecto:
—¿A ti te gusta la carne de la parte de atrás del pollo?
En ese momento él le brindó una sonrisa algo tímida:
—¿Cómo lo notaste? ¡A ti nada se te escapa!
Entonces, él sacudió la cabeza en una forma graciosa, y en voz baja añadió:
—Esa parte del pollo era lo único que yo comía antes de casarnos, pero el día de nuestra boda yo me
prometí a mí mismo que siempre pondría tus gustos por encima de los míos —con esto, él la miró con
ternura.
El rostro de Miriam se plegó, mostrando un gracioso gesto de agradecimiento por tener un esposo tan
considerado. Entonces ella contestó:
—Sin embargo, mi amor, la carne que más me gusta es la de la parte delantera. Yo pensaba que a ti
también te gustaba esa parte del pollo y por eso yo siempre tomaba la de atrás. Yo no quería que
nada pudiera interferir en nuestro amor.
Set se quedó mirándola fijamente y se notaba que él estaba algo sorprendido. Luego, se rió entre
dientes y dijo:
—¡Entonces, tú quieres decir que por estos veinte años nosotros hemos creído que hacíamos lo mejor
por el otro al habernos negado nuestra carne favorita con tal de dejar la que creíamos ser la más
especial para el otro! ¡Y todo por causa de un amor bienintencionado!
Ambos rieron a carcajadas por ese acontecimiento tan confuso y gracioso.
Luego, el rostro de Set mostró una mirada seria y dijo:
—Veinte años no es tanto para uno seguir aprendiendo del amor, y creo que hoy ambos hemos
aprendido algo nuevo. Aunque el amor es abnegado, también debe ser comunicativo. Con mucho
gusto tú puedes disfrutar de toda la parte de la carne delantera del pollo que quieras —entonces
terminó de hablar con una sonrisa en sus labios.
—Y tú puedes darte banquete con la carne de la parte de atrás del pollo todas las veces que quieras
—Miriam también le sonrió.
Por veinte años más, Set y Miriam disfrutaron tanto del amor como de la comunicación, y también…,
de la carne de pollo. Entonces, unos años más tarde, el Dios Todopoderoso decidió llevarse a Set a su
morada eterna.
Ya Miriam no prepara pollo con tanta frecuencia, pero cuando lo hace ella come sola en su casa y
nunca se olvida del gesto de amor que tuvo su esposo para con ella por veinte años. Ahora, cuando
ella se come la carne de alante y la de atrás del pollo, lo hace como un símbolo del amor matrimonial
que tuvo la pareja durante el tiempo que vivieron juntos. Además, ella jamás olvidó el día que los dos
aprendieron que el amor, según va creciendo, se va comunicando para el bien de la pareja.

Capítulo 3
Elías
(Leo Tolstoy)
Había una vez un bashkir[1] llamado Elías que vivía bajo el gobierno de Ufa.[2] Su padre, quien había
muerto un año después de haberle buscado una esposa, no le dejó gran herencia. Para entonces, Elías
sólo tenía siete yeguas, dos vacas y veinte ovejas. Como Elías era un buen administrador, progresó
pronto. Él y su esposa trabajaban desde el amanecer hasta el anochecer. Ambos se levantaban mucho
más temprano que todos los demás y se acostaban muy tarde. Por esa razón sus posesiones
aumentaban cada año. Por lo tanto, al vivir de esa manera, Elías se fue haciendo rico poco a poco.
Treinta y cinco años más tarde, ya Elías contaba con 200 caballos, 150 cabezas de ganado y 1200
ovejas. Sus empleados cuidaban del rebaño y del ganado mientras las empleadas ordeñaban las
yeguas y las vacas, fabricaban kumiss,[3] mantequilla y queso. Lo cierto es que ahora Elías tenía de
todo y en abundancia. Todos en la región envidiaban a Elías. La gente decía de él: “Elías sí que tiene
suerte. Él tiene de todo y en abundancia. Este mundo debe ser una delicia para él.”
Personas de renombre escuchaban de él y buscaban conocerlo. Muchos venían desde muy lejos para
visitarlo y él los recibía a todos y les brindaba comida y bebida. Elías siempre tenía suficiente kumiss,
te, sorbete, y chuleta de cordero para todos los que llegaban a su casa. Cada vez que llegaba algún
visitante a su casa, se mataba un cordero y a veces se mataban dos, dependiendo de la cantidad de
personas que visitaran su granja. Algunas veces él mataba una yegua -cuando venían muchos
visitantes al mismo tiempo.
Elías tenía tres hijos: dos varones y una hembra. Los tres hijos de Elías ya estaban casados. Cuando él
era pobre, sus hijos le ayudaban a trabajar y cuidaban de los animales de la granja. Sin embargo,
después que él se hizo rico, sus hijos mancharon su reputación. Uno de ellos se dio a la bebida y se
convirtió en un borracho habitual. Al mayor de ellos lo mataron en un alboroto callejero. El más joven
de los muchachos se había casado con una mujer muy terca, y dejó de obedecer a su padre. Por esa
razón ellos no pudieron seguir viviendo juntos con Elías.
Al separarse este joven de su padre, Elías le dio a su hijo una casa y parte del ganado, lo cual hizo que
disminuyera su riqueza. Poco después, una peste afectó las ovejas de Elías y muchas murieron. Luego
él tuvo una mala cosecha y la misma cosecha de heno se perdió causando la muerte de gran parte del
ganado durante ese invierno. Entonces, el Kirguiz capturó los mejores de sus caballos y los bienes de
Elías fueron desapareciendo poco a poco.
De la misma manera en que sus bienes disminuían, así también disminuía su fuerza física, hasta que
para cuando él tenía setenta años ya había empezado a vender sus pieles, alfombras, sillas de montar
y también sus tiendas. Luego tuvo que deshacerse del ganado que le quedaba, y fue entonces cuando
se halló frente a frente con la miseria.
Antes de él darse cuenta, ya lo había perdido todo. Ahora en su vejez, tanto él como su esposa
tuvieron que servir de criados para poder comer. A Elías no le quedó nada, excepto la ropa que tenía
puesta, un manto de piel, un vaso, sus zapatos de diario, sus chanclos, y su esposa Sham-Shemagi,
quien para entonces ya estaba vieja. Para ese entonces, el hijo que se había separado de él se había
mudado a un país lejano, su hija ya había muerto, y de esa forma la vieja pareja quedó sin tener quien
les ayudara.
Su vecino, Mahoma-Sha, se compadeció de ellos. Mahoma-Sha no era ni pobre ni rico, pero vivía bien
y era un buen hombre. Él recordó la hospitalidad de Elías y, compadeciéndose de él, le dijo:
—Elías, ven a vivir conmigo tú y tu vieja esposa. Durante el verano ustedes pueden trabajar en mi
siembra de melón según sus fuerzas se lo permitan y en el invierno podrán alimentar mi ganado.
Sham-Shemagi puede ordeñar mis yeguas y hacer kumiss. Yo me encargaré de proveerles ropa y
alimento. Cuando necesiten algo, sólo tienen que informármelo y yo me encargaré del resto.
Elías le agradeció a su vecino y él y su esposa se fueron a trabajar para Mahoma-Sha. Al principio, el
trabajo parecía ser muy duro para ellos, pero pronto se acostumbraron y siguieron viviendo y
trabajando según sus fuerzas se lo permitían.
Mahoma-Sha supo que le era una ventaja mantener a tales personas, ya que, como las mismas habían
sido amos antes, ellos sabían cómo administrar y no eran perezosos, sino que trabajaban lo más que
podían. Pero a Mahoma-Sha le daba mucha lástima ver a personas en tales condiciones después de
haber progresado tanto en la vida. En cierta ocasión, algunos de los familiares de Mahoma-Sha, que
vivían muy lejos, fueron a visitarlo, y con ellos vino un Mullah.[4] Entonces Mahoma-Sha le dijo a Elías
que tomara una oveja y la matara. Después que Elías mató a la oveja, la cocinó y se la envió a los
visitantes. Los invitados se comieron la carne, bebieron te, y luego empezaron a tomar kumiss .
Mientras ellos estaban sentados con su anfitrión, conversando y sorbiendo el kumiss de sus vasos,
Elías, habiendo terminado su trabajo, pasó por delante de la puerta de la habitación donde se
encontraban los mismos. Mahoma-Sha, al verlo pasar, le dijo a uno de los visitantes:
—¿Viste a ese anciano que acabó de pasar?
—Sí —dijo el visitante—. ¿Qué tiene él de raro?
—Sólo esto: que él era el hombre más rico de entre nosotros —replicó Mahoma-Sha—. Su nombre es
Elías. Tal vez hayas escuchado hablar de él.
—¡Claro que he escuchado hablar de él! —contestó el visitante—. Nunca antes le he visto, pero su
fama es inmensa.
—Es cierto, pero ahora no le queda nada —dijo Mahoma-Sha—. Él vive aquí y es uno más entre mis
obreros. También su esposa vive aquí. Ella es quien ordeña las yeguas.
El visitante se quedó atónito. Entonces él chasqueó con su lengua, sacudiendo la cabeza, y dijo:
—La fortuna gira como una rueda. ¡A unos exalta y a otros humilla! ¿Acaso este hombre no lamenta
toda su pérdida?
—¿Quién sabe? Él vive tan calmada y pacíficamente. Además, él trabaja tan bien.
—¿Puedo hablar con él? —preguntó el visitante—. Me gustaría preguntarle sobre su vida.
—¡Claro que puedes! —replicó el hacendado, y luego mandó a llamar a Elías desde su kibítka,[5]
donde todos se encontraban reunidos.
—Babay —que en la lengua del Bashkir significa ‘abuelo’—, venga y tómese un vaso de kumiss con
nosotros. También traiga a su esposa.
Elías entró con su esposa, y luego de intercambiar saludos con su benefactor y los visitantes, tuvo una
oración y se sentó cerca de la puerta. Su esposa pasó por entre la cortina y se sentó junto a la ama de
la casa.
Entonces, a Elías le pasaron un vaso de kumiss , y él le deseó al amo y a sus visitantes buena salud.
Luego se inclinó, tomó un trago y bajó el vaso con mucho cuidado.
—Y bien, Babay —dijo el visitante que quería hablar con él—. Supongo que usted se siente un tanto
triste al vernos. Tal vez esto le haga recordar sus riquezas pasadas y todas sus calamidades presentes.
Elías le contestó, sonriendo:
—Si yo le dijera a usted lo que yo pienso que es la felicidad y lo que es la calamidad quizá no me
creería. Pienso que sería mejor que usted le pregunte a mi esposa. Ella es mujer y yo estoy seguro que
su lengua expresará todo lo que se halle en su corazón. Ella le dirá toda la verdad.
Ahora el visitante dirigió su vista hacia la cortina:
—Y bien, Granny —dijo él—, dígame cómo su felicidad pasada se compara con sus calamidades
presentes.
Y entonces, Sham-Shemagi contestó desde la cortina:
—Esto es lo que yo pienso: Mi anciano esposo y yo vivimos por cincuenta años buscando la felicidad
verdadera, pero sin hallarla. Y no ha sido sino hasta ahora, en estos últimos dos años, después de
haberlo perdido todo y vivir como empleados, que ambos hemos hallado la felicidad verdadera. Hoy
no deseamos nada más que nuestra suerte actual.
Los visitantes, al igual que el hacendado, quedaron atónitos al escuchar aquella respuesta. Aquel
hombre hasta se levantó y abrió la cortina para ver el rostro de la anciana que le había hablado de
aquella forma. Y ahí estaba ella con los brazos cruzados, mirando hacia su querido esposo con una
sonrisa en sus labios. En ese mismo instante, él también le sonrió a ella. Entonces, la anciana
prosiguió hablando:
—Lo que les digo es cierto; yo no estoy bromeando. Por casi medio siglo estuvimos buscando la
felicidad verdadera, y mientras éramos ricos no pudimos hallarla. Ahora que no nos queda nada y que
trabajamos como empleados es que hemos hallado una felicidad que no la cambiaríamos por nada.
A lo que el visitante contestó:
—Pero, ¿en qué consiste la felicidad de ustedes?
Entonces, ella contestó:
—Bueno, en lo siguiente: Cuando mi esposo y yo éramos ricos nosotros teníamos tantas
preocupaciones que no teníamos tiempo para hablar mutuamente, ni para pensar en nuestras almas,
ni mucho menos para orar a Dios. Lo cierto es que casi siempre teníamos visitantes en nuestra granja,
y por ello teníamos que pensar en qué comida prepararles o qué presentes regalarles, no sea que
fueran a hablar mal de nosotros. Cuando los visitantes se marchaban, nosotros teníamos que vigilar a
nuestros trabajadores, quienes siempre trataban de esquivar el trabajo y a la vez tomar la mejor
comida. No obstante, al mismo tiempo, nosotros buscábamos arrebatarles toda la comida y el salario
que pudiéramos. De esa manera pecábamos. Además, nosotros vivíamos en un constante temor de
que algún lobo matase a cualquiera de nuestros potros o de que los ladrones se robaran los caballos.
De noche nos quedábamos despiertos, preocupados, no sea que las ovejas recubrieran sus corderillos
y los mataran. Entonces, nos levantábamos para asegurarnos de que todo estuviera bien. Tan pronto
terminábamos con una cosa…, otro problema aparecía. Por ejemplo, cómo hallar suficiente forraje
para el invierno. Y además, mi esposo y yo siempre estábamos en desacuerdo. Si él decía que
debíamos actuar de esta o de aquella manera, yo siempre difería con él y empezábamos a disputar,
pecando una vez más. Y así pasábamos de un problema a otro, de un pecado a otro y sin poder hallar
la felicidad verdadera.
—Muy bien, y ¿qué de ahora? —preguntó el visitante.
—Ahora, cuando mi esposo y yo despertamos cada mañana, siempre tenemos una palabra amorosa
el uno para el otro. Además, nosotros vivimos en paz y ya no discutimos por nada. Nuestra única
preocupación es servir a nuestro amo lo mejor posible. Trabajamos según nuestras fuerzas nos lo
permitan, y lo hacemos de buena voluntad, cosa que nuestro amo no tenga pérdidas sino ganancias
por medio de nuestro servicio. Y, gracias a Dios, cuando entramos a la casa, siempre tenemos algo de
comer para nuestro almuerzo o para la cena. Todavía podemos disfrutar de un buen vaso de kumiss
para tomar. Cuando hace frío, tenemos leña y todavía tenemos nuestros mantos de piel. Y además,
ahora tenemos más tiempo para conversar, más tiempo para pensar en nuestras almas y mucho
tiempo para orar a Dios. Por todos estos cincuenta años hemos estado buscando la felicidad
verdadera y no ha sido sino hasta ahora que por fin la hemos hallado.
Entonces el visitante se rió a carcajadas.
En ese momento, Elías dijo:
—No se rían amigos. Esto no es ninguna broma. Es la realidad de la vida. Nosotros también éramos
muy necios al principio, y hasta lloramos la pérdida de nuestras riquezas, pero Dios nos ha mostrado
la verdad, y nosotros se la decimos a ustedes, no para consolarnos a nosotros mismos, sino para el
bien de ustedes.
Luego, el Mullah, quien escuchaba con mucho interés, dijo:
—Ese es un dicho sabio. Elías ha hablado la verdad con exactitud. Las Sagradas Escrituras también lo
dicen de esa manera.
Con estas palabras, los visitantes dejaron de reír y se quedaron pensativos.

Tomado de “Twenty-Three Tales”


(Traducido al inglés por Luisa y Aylmer Maude, 1906)

[1] Persona turca musulmán que vive en la región de los Urales


[2] Capital de la república de los bashkir que viven en Rusia
[3] Bebida fermentada hecha de leche de yegua
[4] Sabio que enseña a otros las enseñanzas de la religión islámica
[5] Morada portátil hecha de marcos de madera desmontable con las que se forma un remate
cubierto con fieltro.

Capítulo 4
Esa comezón en el espinazo
(Por una profesora que observaba desde la persiana)
Quizás usted se ría al leer acerca de Duque y Chéster,
una yunta de caballos. Pero no se ría mucho
hasta que lea toda la historia y lo haya meditado bien.

Las cadenas resonaban con júbilo mientras Duque y Chéster se dirigían vigorosamente hacia el campo
en el fresco amanecer lleno de rocío. Ellos formaban la pareja perfecta y, a la vez, trabajaban con
perfección. A Pablo, de diecisiete años, le encantaba trabajar con esta yunta tan confiable y cariñosa.
Esta misma mañana ellos estaban cargando un viaje de estiércol para abonar el maíz. Cuando llegaron
al lugar, el delantal y los batidores fueron puestos en marcha. Duque y Chéster caminaron de forma
elegante, mientras sus cabezas se meneaban rítmicamente y sus patas se movían en perfecta unión.
Pablo no se cansaba de admirar la manera en la que ambos trabajaban juntos. Si él les ordenaba que
se movieran, ambos lo hacían en perfecta unión. Con tan sólo oír la palabra “¡so!”, a una ellos se
detenían del todo.
En el pasto, daba gusto verlos a los dos. Casi siempre andaban el uno al lado del otro. Con su larga y
espesa cola, Duque le espantaba las moscas de la cabeza a Chéster, mientras que Chéster, le
ahuyentaba las mismas plagas a Duque de los ojos. El intercambio rítmico de sus colas nunca cesaba a
menos cuando se iban a otro lugar.
A veces, Duque le rascaba el espinazo a Chéster con sus dientes, mientras que Chéster le hacía lo
mismo a él. La parte delantera del espinazo de los caballos les pica mucho, y a la vez, la misma está
lejos del alcance de sus propios dientes.
Si Duque tenía sed, Chéster estaría a su lado listo para acompañarlo. Ellos iban juntos, uno al lado del
otro, como una yunta enjaezada. Entonces ambos se detenían frente al agua y bebían grandes tragos
hasta que su sed fuera saciada. Luego, juntos los dos caballos, darían la vuelta y se dirigirían de
regreso al pasto para concluir su lenta rumiación del dulce pasto.
Si a Duque lo usaban para trabajar en la huerta, Chéster se quedaría solito en el portón y relincharía
tristemente. Él no se comería ni un bocado de la dulce hierba hasta que soltaran a Duque para una
vez más unirse a él en el pasto. A una, ellos cambiarían de rumbo y galopearían hacia algún lugar
escogido para luego comer con toda armonía y en un compañerismo pacífico.
Pero, un día, Chéster se hirió. Eso sucedió a medianoche, en medio de una tormenta. Un
ensordecedor estallido de trueno asustó a ambos caballos y los sacó de sus sentidos. Los dos salieron
corriendo a toda velocidad, sin saber hacia dónde iban. El pobre Chéster fue detenido
repentinamente por un poste de metal. La sangre chorreaba de una peligrosa herida en el pecho.
Cuando Pablo supo de la condición de Chéster, a la mañana siguiente, lo llevó a la casa y llamó a un
veterinario.
En los días siguientes, Chéster recibió una buena porción de inyecciones y la herida fue lavada con
agua caliente para eliminar cualquier infección. A él no se le permitió ir al pasto por varios días.
Aparte del alimento especial que normalmente se le traía, él recibió montones de manzanas y
zanahorias.
Luego, llegó el día alegre en el que Chéster pudo regresar al pasto y a su fiel y querido Duque. Como
usted puede imaginar, Duque casi estaba fuera de sí por el gozo que sentía. Él se dirigió hacia Chéster
a una velocidad desesperada y, de haber podido, lo hubiera recibido con brazos abiertos.
Pero, Chéster, por su lado, guardó su distancia. Él estaba contento de poder estar con Duque otra vez,
sólo que sus heridas aún no se habían sanado del todo. Él temía que Duque se acercara demasiado y
que, de una u otra manera, le infligiera algún dolor. Entonces Chéster logró impartirle a Duque un
ligero saludo de reconocimiento y amistad, y luego retrocedió. El pobre Duque estaba confundido,
pero recibió el mensaje y guardó su distancia.
A medida que el tiempo pasaba, Duque trataba de acercarse lo suficiente a Chéster como para
espantarse las moscas y disfrutar del mutuo compañerismo una y otra vez. Pero Chéster sólo
recordaba la aterradora explosión del trueno, la salida repentina, la alarmante brillantez del rayo, la
frenética huida al lado de Duque y, por último, el choque mortal con el inflexible poste de metal.
Todavía estaba grabada en su mente la escena del punzante e intenso dolor acompañado de los días
de fiebre y sufrimientos que él soportó. De modo confuso, Duque aparentaba ser parte de la reciente
agonía de Chéster, por lo cual éste no estaba preparado para confiar en él por lo menos hasta que
sanara.
Entonces, Duque empezó a notar algo que no le gustó. Pablo aún le traía manzanas y zanahorias a
Chéster en el pasto. Cuando Duque se acercaba a buscar su porción, Chéster levantaba las orejas de
modo amenazante. Pablo también le daba a Duque parte de las golosinas y mimaba a Chéster para
que detuviera su conducta no amistosa. Duque estaba agradecido de cualquier reconocimiento que
Pablo le daba, pero el hecho estaba claro: Chéster siempre era el primero en recibir cariño y regalos. Y
peor aún, Chéster no estaba haciendo nada para restaurar la ya arruinada amistad.
Hasta que el día llegó cuando Duque no pudo soportar más la frialdad de Chéster. Aquél se le acercó
cautelosamente, y después de varios esfuerzos infructuosos por ofrecerle su amistad, entonces
Duque le dio ‘un codazo’ a Chéster para llamar su atención. Pero la única respuesta que recibió fue un
ligero movimiento hacia atrás de las orejas. Duque se fue a pastar solo, pero a lo único que su comida
le sabía era a cartón seco e insípido.
Ahora Duque quedó herido, pero no de la manera en la que Chéster lo estaba. Esta herida era mucho
más profunda, más interna, más permanente... y no menos grave. Según pasaban los días, sus
codazos se convirtieron en mordiscos y sus mordiscos fueron más y más duros, hasta que ya él estaba
dando mordidas en lugar de mordiscos. Esto, por supuesto, no dio los resultados deseados que eran
los de restaurar su vieja amistad con Chéster.
Del otro lado, ya Chéster se estaba molestando, y empezó a morder también a su compañero. Ya su
herida estaba bastante sana y según el tiempo pasaba él se sentía más y más fuerte. Al poco tiempo,
tan pronto ellos se acercaban el uno al otro, empezaban a morderse y a patearse, hasta que
decidieron evitarse mutuamente lo más posible. Ya era normal ver a Duque y a Chéster en lados
opuestos del pasto. Ambos aparentaban estar muy viejos y tristes. Ya era hora de que todo esto
terminara.
Por fin, un día Duque empezó a pastar más y más cerca de Chéster.[1] El otro caballo aparentaba estar
preocupado y toleró su existencia sin ninguna reacción. Luego, tímidamente, Duque acercó su boca y
empezó a rascar el espinazo de Chéster. Toda la acción fluyó con naturalidad -un recuerdo del pasado.
Chéster se puso rígido. Él echó sus orejas hacia atrás y chilló débilmente. Duque inclinó su cabeza y
continuó pastando, pero no se alejó. Poco después, él rascó el espinazo de Chéster otra vez en una
forma tierna y en el mismo lugar que le estaba picando tan horriblemente en ese instante.
Chéster dejó de pastar y levantó la cabeza con rapidez. Para el deleite de Duque, él se quedó ahí por
un rato con su cabeza ligeramente inclinada hacia un lado como si estuviera disfrutando del todo la
atención que estaba recibiendo. Luego, ¡oh, qué bueno!, Chéster se acercó indeciso, casi como
avergonzado, y tierna, pero muy tiernamente, rascó el espinazo de Duque en el mismo lugar que más
le picaba.
¡Y eso lo resolvió todo! ¡Adiós malentendidos, quejas y venganzas! Los espinazos con comezones de
dos animales -que hace poco eran enemigos mortales- recibieron una inspección total. Entonces, dos
cabezas se inclinaron hacia la deliciosa hierba y dos bocas masticaron una comida que les recordaba
los felices días pasados. Veinte minutos más tarde, Duque y Chéster se dirigieron hacia el abrevadero,
el uno al lado del otro, para beber del agua tan fresca y refrescante. Luego, con sus cabezas muy de
cerca, ambos empezaron a sorber ruidosamente.
¿Y usted se ríe? ¿Usted cree que los caballos no dejan de ser amigos íntimos para convertirse en
enemigos mortales y luego volver a ser buenos amigos? Quizá no, pero, ¿no son los humanos más
inteligentes que los caballos? ¿No hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios? Y aún así, los
hombres no actúan mucho mejor que de la forma en la que Duque y Chéster actuaron en esta
historia.
Cuando nuestro prójimo sufre algún daño, sea física, financiera o espiritualmente, entonces, muchas,
veces lo azotamos con palabras de enojo, o decimos chismes a otros acerca de él. Tales “mordidas” le
hieren y lo confunden, y si él no nos “muerde” enseguida como respuesta a lo que hemos hecho,
entonces quizá lo hará más tarde. Lo primero que viene son los malentendidos y la falta de
comunicación. Si nos descuidamos, los resultados son: rencor y venganza. Tales relaciones personales
nunca son fáciles de arreglar, pues, somos humanos, orgullosos y muy egoístas como para admitir
nuestras propias faltas.
Pero el hecho de que uno de nosotros decida arrepentirse y restaurar tal relación, no quiere dejar
dicho que esto garantice los mejores resultados. Y así como se requiere dos para discutir y pelear, de
la misma manera se requiere que ambos estén dispuestos a buscarles una solución a las relaciones
rotas. Esto es algo muy importante.
Imagínese que Chéster hubiera continuado mordiendo y que rehusara hacer las paces. Los esfuerzos
del pobre Duque[2] habrían sido infructuosos. Y si Duque hubiera sido humano, quizás habría
continuado mordiendo como respuesta, aun mucho más duro que antes. Él se hubiera dicho a sí
mismo que, después de todo, Chéster fue quien comenzó todo aquello. O imagínese que Duque
hubiera sido muy orgulloso como para dar el primer paso hacia la reconciliación. La oportunidad se
hubiera perdido para siempre.
¿Qué aprendemos de Duque y Chéster? Tal vez lo primero es mantener las líneas de comunicación
abiertas. Y aún así, cuando surjan malentendidos, de ningún modo debemos “morder” ni “patear”. La
vida es muy corta aun para el bien que queremos hacer. No hay absolutamente nada de tiempo para
desperdiciar en mutuo rencor y chismes.

[1] “Si estás en buena salud espiritual tendrás un corazón caluroso y una mente imperturbable.”
[2] “De no ser por el optimista, el pesimista nunca supiera cuán feliz él no es.”

Capítulo 5
Los tres cocheros
Un hombre muy rico, con el nombre de Barón Cártier, el cual vivía en las montañas de Francia,
necesitaba reemplazar a su cochero. Su chofer anterior era una muy buena persona, pero pensaba
que ya había trabajado lo suficiente en tal empleo. Ya él había trabajado en la caballeriza del barón y
había guiado su equipo de caballos por 25 años. Por lo tanto, él había llegado a la conclusión de que
ya era tiempo de retirarse.
El Barón Cártier había anunciado que necesitaba un cochero con su mozo. Él se lo comunicó a todos
sus amigos, se lo informó a los oficiales del pueblo y lo publicó en los mercados. Ya él había anunciado
que ofrecía buen pago, pero que quería que sólo los cocheros más expertos y hábiles solicitaran el
empleo.
Por fin llegó el día cuando todos los esperanzados cocheros debían presentarse en la hacienda del
barón. Muchos cocheros, sabiendo que para poder obtener el empleo tendrían que ser probados y
que habría mucha competencia, ni siquiera solicitaron el empleo. No obstante, allí se presentaron
varios cocheros a la vez.
El Barón los llevó uno por uno al establo y allá observó atentamente cómo ellos manipulaban los
caballos, mientras enganchaban la carroza. Cada hombre se había familiarizado muy bien con los
caballos y mostraba gran conocimiento y equitación. Ya el barón sabía que para escoger al mejor
cochero no le sería tarea fácil y que, por lo tanto, eso tendría que ser decidido en la carretera. El
Barón Cártier les comunicó que, por el momento, todos serían tomados en consideración y que por
sus habilidades se determinaría quién sería el empleado.
El primer hombre ayudó al barón a subir al coche, y luego empezó a chequear toda la carrocería para
ver si la misma tenía alguna tuerca floja o alguna hendidura. Esto impresionó mucho al varón y lo hizo
sentirse seguro.
Mientras el primer cochero salía de la hacienda para la prueba de conducir, él iba pensando en que,
para poder ganar el empleo, tendría que verdaderamente impresionar al Barón con sus habilidades.
Así fue que él salió, bajando por el camino de la montaña.
Entonces él, de una forma muy hábil, hizo que el caballo corriera lo más rápido que podía alrededor
de las curvas en horquillas. Además, él también aproximó las ruedas del coche al precipicio lo más
que pudo con tal de demostrarle al Barón cuánto controlaba al caballo y al coche.
El Barón Cártier se quedó sentado calmadamente dentro del coche y actuó como el que no quiere
abandonar sus impresiones. Después del primer paseo, el cochero se bajó y el Barón le dijo:
—Buena conducción, hijo. Tus habilidades son mucho más adecuadas que la que requiere el empleo.
El siguiente, por favor.
El segundo candidato observó cómo el primer conductor chequeó la carrocería para ver si tenía algún
problema. Él había notado lo mucho que aquello le agradó al barón, entonces hizo lo mismo. Una vez
fuera de las puertas de la hacienda, el segundo cochero, queriendo exceder al primero, le gritó al
caballo y salieron volando. Él corrió a toda velocidad por las estrechas calles que apretujaban las
montañas y hábilmente se deslizó alrededor de las curvas en horquillas sin reducir la velocidad.
Cuando llegó al borde del precipicio, él pudo ver las huellas del cochero anterior a él. Para no
excederse, él puso sus ruedas en las mismas huellas y luego, poco a poco, se acercó al precipicio más
que el otro cochero.
Cuando el Barón Cártier y el segundo solicitante regresaron a la hacienda, él le dijo al cochero:
—Joven, esa fue una estupenda demostración de conducción. Tus habilidades son extraordinarias.
Entonces llegó el momento de que el último solicitante tomara su examen en la carretera. Él chequeó
su carrocería tal como los otros dos lo habían hecho, chequeó las herraduras del caballo y por último
todo el aparejo. Cuando estuvo seguro de que todo estaba bien, entonces se subió en el asiento y
salió por el portón. El tercer cochero siguió la misma ruta que los otros dos habían seguido, pero el
Barón notó algo raro en él.
El coche tomó velocidad, pero ni siquiera se aproximaba a la velocidad de las dos primeras veces. El
Barón Cártier sabía que a ese cochero se le había dicho que el empleo estaba en riesgo, pero aún así
parecía que a él no le importaba conducir con tanta lentitud.
El cochero redujo su velocidad aún más al doblar las curvas cerradas y no se acercó hacia el precipicio
de la montaña ni una sola vez. Él pudo ver claramente cuán cerca del precipicio los otros cocheros
habían pasado, pero él parecía estar indiferente a las habilidades que los otros habían demostrado.
Cuando el tercer cochero llegó a la hacienda, ayudó al Barón Cártier a bajar del coche. Los otros
cocheros se estaban riendo disimuladamente por todo el tiempo que el tercer cochero se había
tomado en su paseo de prueba.
Como ya el barón tenía que decidir, miró al tercer cochero y le dijo:
—Hijo, no sé cómo piensas ganar este empleo si no muestras tus habilidades.
El joven cochero, mirando al barón respetuosamente, le preguntó:
—Señor, ¿fue su viaje cómodo?
A lo que el barón le contestó:
—Sí, fue de lo más cómodo.
Luego, el tercer cochero prosiguió diciendo:
—Señor, ¿se sintió seguro?
El barón contestó:
—¡Claro que me sentí seguro! Nunca sentí el menor peligro, al igual que con los dos primeros.
Entonces el tercer cochero le dijo:
—Bueno, señor, esas son mis habilidades y yo se las he mostrado.
El Barón Cártier le dijo:
—¡El empleo es tuyo!
¿Cuántos de nosotros no vivimos nuestras vidas espirituales rápida y descuidadamente, al borde del
precipicio? Pero cuando nos aferramos a la Roca de la Eternidad hallamos paz y seguridad. “Jehová,
roca mía y castillo mío” (Salmo 18.2).
© 2003 Literatura Monte Sion

Capítulo 6
Hectáreas de diamantes
El señor Russell B. Convell (1843–1925) era hijo de padres abolicionistas en South Worthington,
Massachussets. A la edad de 15 años él dejó su hogar, el cual constituyó para él una estación más en
su vida, y se abrió paso a Europa en un buque ganadero. Luego regresó y estudió en Yale University
donde se convirtió en un ateo.
Durante la Guerra Civil, él sirvió como oficial de reclutamiento, y más tarde como abogado en
Miniápolis y en Boston. Los perjuicios de la guerra y, por último, la muerte de su esposa lo hicieron
regresar a Dios. Entonces, Russell recibió el cargo de pastor en la ciudad de Lexington, Massachussets.
Russell B. Conwell fundó el “Temple University” para obreros en Filadelfia y se hizo editor, autor y
conferencista. Muchas veces é1 dio “Hectáreas de Diamantes” en conferencias y donó los ingresos a
la educación.
Hace muchos años, mientras viajaba por los ríos Tigris y Éufrates con una caravana de viajeros
ingleses, me hallé bajo la dirección de un viejo guía árabe, a quien alquilamos en Bagdad. Con
frecuencia he pensado en cómo ese guía se asemejaba a nuestros barberos en ciertas características
mentales. Él pensaba que su responsabilidad no era tan sólo guiarnos por esos ríos y hacer aquello
por lo que le pagábamos, sino que también era entretenernos con historias raras y fantásticas,
antiguas y modernas, conocidas y desconocidas. Mucho me alegro por las que he olvidado, pero hay
una que nunca olvidaré.
Ese día el viejo guía estaba guiando mi camello por el cabestro, a las orillas de esos ríos de nombres
tan antiguos, y me contó historias tras historias hasta que me cansé de todas sus historias y dejé de
escucharle. Al yo dejar de escucharle, él se enojó conmigo, pero no yo con él. Bien recuerdo que él se
quitó su sombrero turco y lo hizo girar en el aire para llamar mi atención. Yo lo vi, aunque con el rabo
del ojo, pues ya me había determinado a no mirarle de frente –por temor a que me fuera a contar
otra historia. Pero, al fin y al cabo, miré, y tan pronto lo hice, él comenzó con otra historia. Él me dijo:
—Ahora yo le contaré una historia la cual reservo sólo para mis más íntimos amigos.
Cuando él enfatizó las palabras “íntimos amigos” yo sentí un gran interés de escuchar aquella
historia. ¡Y cuánto me alegro de haberlo hecho!
El viejo guía me dijo que una vez que existió un anciano persa el cual vivió no muy lejos del río Indo, y
que tenía el nombre de Ali Hafed. Él me dijo que Ali Hafed era el propietario de una inmensa finca que
tenía huertos, sembrados, y hasta jardines; que él había prestado dinero a muchos por interés y que
era un hombre rico y muy contento. Él era rico porque vivía contento, y vivía contento porque era
rico. Pero un día, el viejo agricultor persa fue visitado por uno de esos viejos sacerdotes budistas: los
sabios del oriente. Él se sentó cerca del fuego y le contó al viejo agricultor cómo este mundo había
sido creado. Él le dijo que este mundo no era más que una masa de neblina; que el Todopoderoso
había metido su dedo en esa masa de neblina; que lentamente comenzó a hacer girar su dedo en esta
masa, y que la misma fue aumentando de velocidad hasta que al fin se convirtió en una masa de
neblina sólida como una bola de fuego. Entonces, aquella bola de fuego comenzó a viajar por todo el
universo, y se abrió paso por entre otras masas de neblina. De esa manera se condensó la humedad
externa de la misma, hasta que cayeron torrentes de lluvias sobre su superficie caliente y lograron
enfriar la parte de la superficie externa. Entonces, el fuego interno brotó por entre la capa de la
superficie, produciendo así las montañas, las colinas, los valles, las llanuras y las praderas de este
maravilloso mundo en que vivimos. Si esta masa líquida salía repentinamente y se enfriaba muy
pronto, entonces se convertía en granito; si lo hacía más lento se convertía en cobre, si más lento en
plata, si más lento en oro, y entonces, después del oro venían los diamantes.
El viejo sacerdote dijo:
—Un diamante es una gota de rayo de sol congelada.
El viejo sacerdote le dijo a Ali Hafed que si él tuviera un diamante del tamaño de su dedo pulgar
entonces podría adquirir el condado y que si tuviera una mina de diamantes entonces podría sentar a
sus hijos en tronos, a causa de la influencia de su inmensa riqueza.
Ali Hafed escuchó todo en cuanto a los diamantes, de cuán valiosos eran los mismos. Esa noche se fue
a la cama sintiéndose ser un pobre hombre. No que él había perdido nada, sino que se sentía ser
pobre porque ahora él estaba insatisfecho. Ali Hafed estaba insatisfecho porque temía ser pobre. Él se
dijo: “quiero una mina de diamantes”, y se mantuvo despierto por toda la noche.
Muy de mañana, él fue en busca del sacerdote.
Yo bien sé, por experiencia, que un sacerdote se irrita mucho cuando lo despiertan muy temprano.
Después de perturbar al viejo sacerdote de su sueño, Ali Hafed le dijo:
—¿Dónde podré encontrar diamantes?
—¡Diamantes! ¿Y qué quieres tú con diamantes?
—Bueno, yo quiero ser inmensamente rico.
—Pues, ¡vete a buscarlos! Eso es lo único que tienes que hacer: te vas a buscarlos y entonces los
encuentras.
—Pero yo no sé dónde encontrarlos.
—Bueno, si hallas un río con arenas blancas, que esté ubicado entre montañas muy altas, en esas
arenas blancas siempre podrás encontrar diamantes.
—Yo no creo que tal río exista.
—¡Oh, sí, hay muchos de ellos por el mundo! Lo único que tienes que hacer es ir a buscarlos y
entonces los encontrarás.
Luego, Ali Hafed dijo:
—Iré a buscarlos.
Ali Hafed vendió su finca, juntó su dinero, dejó su familia a cargo de un vecino, y salió en la búsqueda
de diamantes. Bien recuerdo que él comenzó su búsqueda por las Montañas de la Luna. Después,
llegó a Palestina, siguió por Europa, y cuando al fin había gastado todo su dinero y se hallaba en
andrajos, abatido y en mucha pobreza, se paró a orillas de una bahía en Barcelona, España, de donde
salió un gran maremoto que se metió por entre las Columnas de Hércules y el pobre moribundo, ya
del todo afligido y dolorido, no pudo resistir la terrible tentación de tirarse en esa ascendiente marea,
y así fue que desapareció bajo su cresta espumajosa para nunca jamás volver a levantarse en esta
vida.
Después que el viejo guía me había contado aquella triste historia, él detuvo el camello que yo
montaba y se dio una vuelta para arreglar el equipaje que estaba encima de otro camello y que se
estaba cayendo. Entonces yo tuve la oportunidad de reflexionar sobre la historia que él me había
acabado de contar. Yo recuerdo haberme dicho a mí mismo: “¿Por qué reservaría él esa historia para
sus amigos íntimos?” Parecía que la misma no tenía ni principio, ni mitad, ni final... nada.
De todas las historias que yo he escuchado en mi vida la contada por aquel hombre fue la primera en
la que el protagonista había muerto en el primer capítulo. ¡Él tan sólo me había contado el primer
capitulo de esa historia y ya el protagonista estaba muerto!
Después que el viejo guía regresó a tomar el cabestro de mi camello, lo primero que hizo fue
continuar con su historia en el segundo capitulo. Él actuaba como si no hubiera habido interrupción
alguna:
Un día, el hombre que compró la finca de Ali Hafed llevó su camello al jardín para darle de beber. Y
mientras ese camello ponía su nariz en la parte baja del agua del arroyo de ese jardín, el nuevo
propietario de la propiedad que era de Ali Hafed notó un curioso destello de luz de entre las blancas
piedras del arroyo. Era una piedra negra que tenía un ojillo de luz que reflejaba todos los colores del
arco iris. Él llevó el guijarro a la casa, lo puso en la repisa de las lumbres centrales y olvidó el asunto.
Días después de aquel suceso, el mismo viejo sacerdote llegó para visitar al nuevo propietario.
Entonces, en el momento en que se abrió la puerta de la sala él vio ese destello de luz en la repisa y
se le acercó corriendo y gritando:
—¡Miren! ¡Un diamante! ¿Ali Hafed regresó?
—¡Oh, no, Ali Hafed no ha regresado, ni es eso un diamante! Eso no es más que una piedra que
hayamos aquí mismo en nuestro jardín.
—Pero —dijo el sacerdote—, te digo que yo conozco el diamante tan pronto lo veo. Yo sé, sin duda
alguna, que esa piedra es un diamante.
Entonces, juntos, salieron corriendo hacia el viejo jardín y removieron las arenas blancas con sus
dedos y, ¡he aquí que hallaron otras joyas más hermosas y de más valor que la primera!
—Así mismo fue —me dijo el guía—. ¡Amigos, esta historia es cierta y real! En aquel momento fue
descubierta la mina de diamantes de Golcanda, la más espléndida mina de diamantes en toda la
historia del género humano, la cual supera a la misma mina Kimberly. El Kohinoor y el Orlof de las
joyas de la corona de Inglaterra y Rusia, las coronas más grandes de toda la tierra, vinieron de esa
mina.
Cuando el viejo guía árabe ya me había contado la segunda parte de su historia, tomó su sombrero
turco y lo hizo girar en el aire para llamar mi atención a la moraleja. Mientras él hacia girar su
sombrero, me dijo:
—Si Ali Hafed se hubiera quedado en su casa, cavando su propio sótano o en sus trigales o en su
mismo jardín, en lugar de pasar por aflicción, hambre y suicidio en tierra extraña, él habría tenido
hectáreas de diamantes. Porque cada hectárea de esa vieja finca, sí, cada pedazo de tierra reveló ser
la fuente de muchas joyas, las cuales, desde entonces, han decorado las coronas de grandes monarcas
de la tierra.
No fue sino después de él haberle añadido la moraleja a su historia que yo entendí el porqué nuestro
viejo guía reservaba tal historia para “sus amigos íntimos”. Esa era su forma de decirme
indirectamente lo que no se atrevía a decirme directamente, que “en su opinión personal, había un
joven, que en ese entonces se hallaba bajando el río Tigris, a quien más le valdría estar en su casa en
América”.
Capítulo 7
La madrastra
(Por la amiga de los niños)
Esta tierna historia acerca de una familia que vivió por un tiempo sin una madre pueda que a usted le
haga derramar unas cuantas lágrimas. Pero ciertamente, también le moverá a tener una mayor
apreciación hacia todas las madres (incluyendo a las madrastras).
Enrique se aclaró la garganta. Él miró a sus hijos, los cuales se habían reunido ante él. Ya él les había
dicho que, después de la cena, quería hablar con ellos. Ellos le habían acompañado fielmente en
todos estos meses tan largos y solitarios, y él entendía que ellos también se sentían muy solos. A ellos
les hacía mucha falta su madre desde que ella había muerto hacía ya un año.
Para Rut era más difícil por ser la mayor. Ella había tratado de llenar el lugar de su madre [1] al cuidar
de los más pequeños, pero esta era una carga muy pesada para una muchacha tan joven. Enrique
sabía que también los muchachos estaban muy afligidos a causa de la ausencia de su madre. Ellos,
con mucha frecuencia, se encontraban al lado de su padre, ayudándole con el trabajo de la finca. Pero
la que verdaderamente sentía el vacío en la casa, de una manera más profunda, era Rut.
Todos ellos siempre habían sido una familia muy unida. La muerte de la querida esposa ─la madre de
esos niños─ los había unido mucho más. Los niños siempre trataban de acomodar a su padre lo más
posible. Los dos más pequeños, María y Willie, se habían adaptado con más facilidad que los mayores.
Esos primeros meses tan solitarios le habían dejado a la memoria de Enrique una impresión confusa.
Él había hecho todo lo posible para servirle a sus hijos como un padre y una madre, pero le era
imposible. Ahora, sentados todos juntos, él había escogido sus palabras cuidadosamente mientras les
explicaba lo que tenía en mente: que había decidido buscarse otra esposa que le sirviera de madre a
ellos.
Enrique había escuchado historias de muchas segundas nupcias, y también sabía que muchos de esos
matrimonios no habían dado buen resultado. En especial, él recordaba un caso desde su niñez. Los
niños de esa familia habían asistido a la escuela con él. El padre de ellos se había vuelto a casar, pero
la madrastra se sentía un tanto recelosa con los niños. ¡Cuánta lástima sentía Enrique por esos niños,
y a la vez, él agradecía a Dios por la madre que el Señor le había concedido a los niños huérfanos! En
aquel tiempo tan lejano, él ni siquiera se imaginaba que iba a hallarse en la misma condición que ese
padre se encontraba al buscar una nueva esposa.
—¿Quiere decirnos que… —entonces Rut comenzó a titubear y luego ella suspiró profundamente—. ¿
O sea que usted está planeando volverse a casar?
En aquel momento, todos los niños estaban con rostros muy serios y a Rut se le estaban por salir las
lágrimas.
Enrique entendía muy bien cómo se sentían los niños. Sus rostros mostraban duda. ¿Una persona
extraña sería su madre? Nadie tomaría el lugar de la madre que acababan de perder. Enrique sabía
que cualquier cosa que él hiciera dependería mucho en cómo los niños se sintieran. La elección de él
sería la de ellos y viceversa. Todos estaban unidos en este pensamiento. Cualquier cosa que él hiciera
tendría que reflejar lo que fuera mejor para todos ─su felicidad y bienestar espiritual.
Meses después del funeral, un vecino le había dicho a Enrique que debería ir pensando en volverse a
casar. Pero Enrique se había mantenido negativo a tal idea. Nadie podría ocupar el lugar de su amada
esposa. Por lo tanto, había tratado de ayudar a Rut en las cosas de la casa lo más que él podía.
También su tía los había visitado varias veces para ayudarles en el hogar. Además, las hermanas de la
iglesia se habían juntado en varias ocasiones para coserles algunas ropas y también para ayudarle a
Rut a limpiar la casa.
Realmente, Enrique no estaba seguro cuándo fue que él había empezado a cambiar de opinión. Quizá
fue aquella tarde cuando él llegó a su hogar cansado y estropeado de un día de duro trabajo. Esa
tarde, él se sintió más triste y solitario que nunca. Tal vez fue cuando los dos hijos más pequeños
empezaron a discutir como nunca antes lo habían hecho, y él entonces entendió que, a pesar de todo
el esfuerzo que Rut estaba haciendo, su hija mayor todavía no era capaz de enseñar y entrenar a los
niños de la manera que ellos debían ser entrenados.
Ya Enrique empezaba a notar algunas cosas que lo preocupaban. Él sabía que, a pesar de sus tristezas,
la vida continuaba tal como antes. Las aves todavía cantaban. El sol todavía salía con su glorioso
esplendor. Las flores continuaban floreciendo como antes y su hermosura no había cambiado en
nada.
Y era cierto, en esos primeros días, después del funeral, las aves continuaban cantando como antes. El
sol seguía levantándose en toda su majestad y, sin embargo, todo parecía ser una falsa burla de lo
que su vida había sido en el pasado. ¿Cómo se atrevían las aves a cantar cuando, para él, la vida se
había tornado tan triste y sombría? Sin embargo, el dolor y la tristeza tienen su manera de debilitarse
y desaparecer cuando uno se resigna a aceptar las cosas de la vida que no se pueden cambiar. Lo que
al principio aparentaba ser intolerable, ahora se hacía tolerable, ya que no había manera de alterarlo.
Aunque a Enrique no se le hacía fácil entender completamente el hecho de que su esposa había
muerto, él sabía que la mano de Dios estaba en ello y que Dios no cometía errores. Así fue que,
repetidas veces, en las noches largas y obscuras, él había inclinado su rostro y orado que Dios le
concediera la disposición de soportar esta tristeza para Su gloria. Sin embargo, él ni sabía ni entendía
cómo tal cosa podía llegar a ser posible.
Y ahora, mientras Enrique observaba los semblantes serios de sus hijos, él nuevamente reconocía que
la pérdida los había afectado tanto a ellos como a él mismo. Él sintió que la mera sugerencia de una
segunda ceremonia nupcial les era a ellos tan difícil de aceptar como le había sido a él apenas
semanas atrás. Y sin embargo, él había estado orando sobre esto mientras ellos estaban totalmente
inconscientes de que él tuviera tal cosa en mente.
—Papá, usted bien sabe que nadie puede tomar el lugar de nuestra madre —le dijo Rut, y su voz
temblaba mientras ella hablaba con profunda emoción. Ella estaba envolviendo nerviosamente su
pañuelo y a la vez se mordía los labios para evitar el lloro.
—Esto ha sido algo repentino —dijo Marcos, quien era un tanto más joven que Rut—. Aunque sólo
tenemos que acostumbrarnos a la idea.
¡El amado y fiel Marcos! Enrique sabía que podía contar con Marcos ─quien siempre se mantenía de
su lado─ así con su forma tan calmada. Enrique miró hacia el piso, orando por sabiduría para saber
qué decir en aquel momento.
—Hijos —comenzó él, con una voz que no era del todo estable—. Yo estoy de acuerdo en que nadie
nunca podrá tomar el lugar de la madre de ustedes. O sea, no del todo. Pero ya hace más de un año
que ella partió y especialmente los más pequeños necesitan de una madre. La carga es mucho más
pesada de lo que se le puede pedir a una muchacha de la edad de Rut.
Enrique hizo una pausa por un instante, y entonces, en voz baja, prosiguió:
—Hijos míos, yo sé que no es fácil pensar que alguien venga a llenar el lugar de la madre de ustedes
—Enrique se detuvo y se puso a sollozar. Luego se aclaró la garganta y continuó hablando—. Yo no voy
a hacer nada por ahora. Y para serles franco, ni siquiera tengo a nadie en mente. Sólo quiero que me
ayuden a orar sobre esto. Todos juntos debemos desear hacer lo que sea la voluntad de Dios. Hay
muchas segundas nupcias que parecen ser felices. Así es que... —la voz de Enrique bajó aún más— lo
que hagamos lo haremos juntos, como una familia.
—Papi —dijo Rut, levantando el rostro. Ella trataba de sonreír por entre sus lágrimas. ¡Rut quería
comunicarle tantas cosas a su padre! Ellos habían sido una familia tan feliz, hasta la llegada de la
enfermedad y la muerte de su madre. Se veía que, de la noche a la mañana, su papá se había llenado
de canas, y ahora él estaba doblegado por su aflicción. A través de todos esos meses tan tristes, él
había sido tan paciente y amable que a veces Rut se tenía que ir al cuarto de ella a llorar por él.
¡Cuánta falta le hacía su madre también a ella! Le hacía falta verla en la cocina, en la huerta, en la
iglesia, mientras lavaba la ropa... en todo lugar. Ella también necesitaba la tierna guía de su madre, su
afable sonrisa, su apacible manera de ser y sus sabios consejos. ¡Pero todo aquello había
desaparecido en un momento! No obstante, aunque su madre le había hecho mucha falta, ella sabía
que a su padre le hacía más falta. Y ahora que ella tenía suficiente edad como para participar en las
actividades juveniles y para estar con los otros jóvenes de su edad, Rut había sido capaz de
parcialmente olvidar su vacío. ¿O tal vez ella simplemente se había acostumbrado al hecho de que el
tiempo tiene su manera de sanar las heridas, aunque las cicatrices siempre quedan?
Ahora, mientras Rut miraba a su padre, ella sabía que sólo estaba siendo egoísta. En lo profundo de su
corazón, ella tenía el temor de que algún día su padre pensara en volver a casarse. No obstante, ella
se había aferrado a la esperanza de que tal vez eso nunca pasaría. Lo cierto es que ahora las palabras
de su padre le habían traído nuevas ideas.
—Papi —comenzó ella nuevamente—, me hace sentir mucho mejor que usted diga que nunca nadie
podrá tomar el lugar de nuestra madre —ahora Rut se detuvo por un momento—. Supongo que es
posible amar a más de a una persona. O sea, después que uno se acostumbra al hecho... —Rut volvió
a hacer otra pausa. Ella no estaba segura en cuanto a qué decir ni de cómo podría decirlo.
—Gracias, Rut —le dijo su padre con una calurosa sonrisa—. Como ya he dicho, estamos en esto
todos juntos y, además, todavía no estoy pensando en nadie. Oremos sobre esto y dejemos que Dios
nos guíe en todo lo que debamos hacer.
A partir de entonces, Enrique y sus hijos se unieron más. El temor de que el padre de ellos
repentinamente anunciara su interés en casarse con alguien había pasado. Ya él les había dicho que
estaban en todo esto juntos. Él no se casaría ni traería a casa ninguna mujer que ellos no conocieran.
Los días se convirtieron en semanas. Y con cada semana que pasaba Rut y los demás niños se
acostumbraban más y más a la idea. Rut trataba de pensar en las solteras que ella conocía, y, en su
imaginación, las veía entrar en su casa una por una. Entre las mujeres solteras estaba la viuda María,
pero ella era mucho más vieja que su padre Enrique. No, ella no daría la talla. De todos modos ella
sería muy débil como para poder lidiar con una familia.
También estaba Alicia, la hacedora de colchas y con oficio de costurera. ¿Qué tal ella? Pero no. Rut
varias veces había escuchado a Alicia decir que los niños le ponían los nervios de punta. Tal vez ella
debía advertir a su padre un poco acerca de Alicia.
Así es que tan pronto tuvo la oportunidad, ella le habló a su padre acerca de Alicia.
—Papi —comenzó ella—, eh... ¿sabías que Alicia no tolera a los niños? Ella dice que le son una
molestia.
Rut estaba seria. Ya habían pasado dos meses y, que ella supiera, todavía Enrique no se había buscado
a ninguna esposa. Ella sentía que debía ayudarlo a encontrar la correcta.
Su padre sonrió un poco. Era conmovedor ver cuán preocupados estaban los niños. En el establo,
Marcos le había dicho que ellos se mantendrían de su lado, sin importar lo que él decidiera al final.
Entonces, Enrique tomó la jarra y la llenó de agua.
—Pero Rut —dijo él—, Alicia es una buena persona.
Ahora el resto de los niños estaba afuera, en el lavadero, limpiándose después de los quehaceres
vespertinos.
Rut le echó una mirada a la espalda de su papá. Su mente estaba muy ocupada.
“¿Acaso será cierto que papi está pensando en Alicia? Pero, ¡si él nos había prometido que no
escogería a nadie a menos que nosotros estuviésemos de acuerdo! Eso nos incluye a todos nosotros.”
Quienquiera que fuera la sustituta, tendría que ser elegida por ellos también. Eso había prometido su
padre. Pero, ¿qué sucedería si su padre deseara casarse con alguien que ellos no quisieran?
Rut sabía que ella nunca tendría el corazón de decirle a su padre que a ella no le gustaba la elección
de él. ¿Pero, acaso su padre estaba pensando en Alicia? Ahora, en la mente de Rut, ella trataba de
imaginarla en la cocina junto a ellos.
—¿Qué piensas, hija mía? —le preguntó su padre.
—Realmente no sé, papá —balbuceó Rut—. Es que no puedo imaginármela como nuestra madrastra.
Es que ella es... ella es muy mandona. Pero si tú estabas pensando en ella... —ahora la voz de Rut se
esfumó. Ella colocó la sopera llena de sopa en la mesa— nosotros haremos lo que tú creas que sea lo
mejor para nuestra familia —añadió ella.
—A decir verdad, Rut, yo me siento así como tú. Como ya te dije, Alicia es una buena persona. Sin
embargo, yo quisiera casarme con alguien con quien todos nos sintiéramos cómodos en el hogar —
ahora el padre comenzó a echarle agua a los vasos que estaban sobre la mesa—. Quizá no
encontremos a nadie. Sólo queremos hacer la voluntad de Dios y no encargarnos del asunto por
nosotros mismos.
Rut se limpió una lágrima repentina que rodó por su rostro. Ella se tragó el nudo que tenía en la
garganta. Sorpresivamente, ella fue inundada por los recuerdos de su madre. ¡Y ahora estaban
hablando de alguien que la sustituyera! El hecho de aceptar una nueva madre a veces parecía ser algo
tan irreal, y en cierto modo hasta la hacía sentirse culpable. Los recuerdos que ella tenía de su madre
eran tan fuertes que hasta soñaba con ellos. Ella despertaba y parecía como que su madre se
encontraba a su lado con ella. Pero entonces, al despertarse a la realidad se daba cuenta que no era
así, que tal cosa nunca se repetiría en la tierra.
Ahora Rut le echó un vistazo a su padre.
“Mi querido padre,” pensó ella para sus adentros. “¡Cuánta falta te hace nuestra madre, pero todo lo
soportas por amor a nosotros! Y a la vez, tú no escogerías a nadie con quien no nos sintamos
cómodos.” Estos pensamientos le dieron a ella un sentimiento de seguridad.
Más tarde, Rut le dijo a Marcos:
—Con nada más saber que nosotros podemos confiar en nuestro padre lo hace todo más fácil de
soportar. A él le preocupa tanto como a nosotros asegurarse de que ella sea alguien a quien podamos
amar. A veces pienso que a él le preocupa nuestros sentimientos más que los de él mismo.
Marcos asintió con su cabeza. Él y Rut se estimaban mucho. A veces ellos tenían sus pequeñas
charlas. Sólo entre ellos dos.
—Si tan sólo pudiéramos ayudarlo a encontrar la esposa correcta —continuó Rut—. Pero tal parece
que él no tiene prisa. Ya hace tres meses que él nos habló acerca de este tema —Rut respiró con
profundidad—. Yo estoy muy contenta de que él no tenga prisa. Así es mucho mejor.
Marcos también era del mismo pensar.
—Cuando yo pienso en nuestra madre —dijo él, y su voz apenas era algo más que un susurro—, yo sé
que ella, en ese aspecto, anhelaría que tanto nuestro padre como nosotros seamos felices.
Entonces ambos se quedaron en silencio, recordando los días felices del pasado.
Una tarde, un vecino de la familia se detuvo para ver si Enrique quería ir con algunos hermanos a
construir una casa que se había quemado en una comunidad cercana.
—Quizá Rut quiera ir también con nosotros —sugirió él—. Cuando se construye una casa alguien tiene
que preparar la comida.
Su padre la miró, y en su tono muy amable, le preguntó:
—¿Te gustaría ir?
—Si tú crees que yo debo, podría arreglármelas para ir —dijo ella con ilusión.
—Entonces, cuente con nosotros —le dijo el padre al vecino—. Iremos tres de la familia: Rut, Marcos
y yo.
El día que ellos fueron a construir la casa, los niños más pequeños se quedaron con sus abuelos. Por
eso, Rut se sintió un poco culpable, pero entonces recordó que con frecuencia otros la habían ido a
ayudar y, además, ella no tenía mucho que hacer en casa.
Rut disfrutó mucho ese día. Sin embargo, hubo algo que la hizo sentirse mucho más emocionada. Ella
apenas podía esperar llegar a casa y conversar con su padre y Marcos.
Esa tarde ella le dijo a su hermano:
—Yo estoy segura que nuestro padre se fijó en la mujer del vestido azul. Yo estaba un tanto tímida
entre tantos rostros nuevos, entonces ella se acercó a mí y empezó a hablar conmigo. Ella me dijo que
su nombre es Ester. Al principio yo pensé que ella era la mujer que vivía en esa casa, pero luego supe
que ella es hermana del hombre al que se le quemó la casa. —Rut hizo una pausa para hacer que su
declaración fuera más dramática—. Y Marcos, ¡ella no está casada! Claro, no supe esto sino hasta esta
tarde. Ella fue tan amable y maternal hacia sus sobrinos y sobrinas que yo hasta pensé que ella era su
madre. Entonces, cuando le pregunté que cuántos hijos tenía, ella simplemente sonrió y me dijo: “Yo
no estoy casada”. Y enseguida pensé que quizás esa sea la esposa que nuestro padre necesita.
—Yo también la noté —dijo Marcos, contento y a la vez muy serio—. ¡Ella tiene una sonrisa tan bonita
y tan amable!
En ese mismo instante el padre de los muchachos regresaba del establo y entró a la casa. En aquel
momento Marcos y Rut se quedaron mirándose el uno al otro. ¿Acaso era aquel el momento preciso
para hablarle a su padre acerca de Ester?
El padre miró a Rut de manera interrogativa. Él pudo notar, por las expresiones del rostro de ella y por
la tímida sonrisa que Marcos trataba de encubrir, que sus dos hijos mayores estaban hablando de él.
Rut respiró profundo y entonces comenzó:
—Papá, ¿se fijó usted en la mujer del vestido azul oscuro hoy? —ahora ella miró a Marcos.
—A ambos de nosotros nos simpatiza —dijo Marcos—. Nosotros pensamos que tal vez ella sea la
correcta.
—En verdad, yo no la noté —admitió el padre. Él tragó con dificultad. También recordó cómo se
sentían sus hijos cuando al principio él les dijo que pensaba volver a casarse. El hecho de que ellos
estuvieran tan preocupados y con deseos de cooperar con él lo conmovió. Él sabía que ellos estaban
orando al respecto. Pero, ¡qué raro! Últimamente él se sentía un tanto desinteresado e indiferente.
Sin embargo, hoy él sentía una desesperación agotadora. Él sabía que la emoción pasaría. Por amor a
sus hijos, él trataba de mantenerse alegre. Y ahora, él trataba de mostrar más interés que el que en
verdad sentía.
—¿Y no creen que ella esté casada? —preguntó él mientras se dirigía al fregadero por un vaso de
agua.
—No, no lo está. Ella se quedará por todo el verano para ayudar a su hermano, mientras construyen la
nueva casa —Rut explicó.
—Suena interesante —dijo el padre, mientras se sentaba.
¡Qué alivio eran los niños! La gente decía que el matrimonio era como un árbol: cuando uno de los
dos moría, era como si el tronco fuera cortado en dos. Ahora él estaba ahí, sentado, pensando en la
comparación. Pero, ¿dónde encajaban los niños? ¿Acaso eran ellos como las ramas fuertes, ayudando
al árbol herido a sobrevivir?
—¡Ella fue tan amable con los niños! —dijo Rut—. Ella me preguntó sobre mi familia y que si también
mi mamá había venido a la construcción de la casa. Y entonces le expliqué —Rut pausó y su voz se
entrecortó. Todavía le era difícil hablar de su madre sin tener que derramar unas cuantas lágrimas—.
Cuando yo le conté, ella se puso muy triste. Ella dijo que su propia madre acababa de morir el año
pasado y que ella entendía cómo nosotros nos sentíamos, aunque ella sea dos veces más vieja que
yo. Ella cuidó de su madre hasta que murió y me dijo que a ella le hace mucha falta su madre, pero
ella dice que, ya que somos tan jóvenes, debe ser mucho más difícil para nosotros.
Entonces su padre le dijo:
—Siempre es fácil condolernos de alguien si hemos pasado por la misma experiencia. Ella parece ser
una persona muy comprensiva. Esperemos a ver qué pasa, y oremos por todo este asunto —entonces
él miró el reloj—. Ya veo que hace rato debíamos haber estado en cama.
Pero Enrique no pudo dormir esa noche. Aquella conversación que él había tenido con sus hijos ya
casi a la hora de acostarse no se apartaba de su cabeza.
“¿Será esta mujer la esposa adecuada para ayudarme con la crianza de mis hijos?”
Aquel cambio incluiría más cosas que las que él se imaginaba. ¡Todo era tan complicado! En cierto
modo sería mucho más fácil continuar como estaban y dejar de pensar en volver a casarse.
“¿Y qué si el matrimonio no resultaba y los niños terminaban siendo infelices?”
Enrique continuó muy ocupado en su mente hasta que al fin se levantó y encendió la lámpara de
noche, al lado de su cama. Entonces, tomando la Biblia, buscó Romanos 8. Un versículo pareció
iluminarle los ojos como si fueran escritos en negritas: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas
las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” Luego él leyó
el capítulo completo, pero se mantuvo regresando a ese versículo. Poco a poco, un sentimiento de paz
y calma se deslizó por entre su mente tan turbada, hasta que se quedó dormido.
A la mañana siguiente, cuando Enrique despertó, él decidió no hacer nada por el momento. Él lo
dejaría todo en las manos de Dios y pacientemente esperaría.
Pero entonces, una tarjeta postal llegó por el correo. Fue una invitación a un culto en la iglesia donde
ellos habían construido la casa nueva. Siendo que Enrique no quería ir y dejar a sus hijos en casa, él
decidió llevarlos a todos.
Mientras la familia se dirigía hacia la capilla, aquel domingo por la mañana, en lo único que Rut podía
pensar era en Ester:
“Me pregunto si hoy vamos a quedar tan impresionados con ella como lo estábamos la primera vez
que la conocimos.” Ella se mantuvo preguntándose lo mismo. “¿Y cómo se sentiría ella si supiera que
nosotros la estamos caracterizando de esa forma?”
Evidentemente, Ester ni siquiera tenía idea de lo que estaba pasando. Ella simplemente no podía
evitar sentir una ternura especial hacia la huerfanita que había conocido el día que construyeron la
casa. Tampoco ella esperaba volver a verla tan pronto. Cuando ella vio a Rut, después del culto, habló
con ella y se aseguró de presentarle algunas de las muchachas de su edad.
Aquel domingo por la tarde, Ester tuvo una conversación con su cuñada, en cuya casa estaba
alojándose por un tiempo:
—De veras que esa muchacha Rut me ha dejado del todo impresionada —dijo ella—. Ella es tan
madura para su edad, y también es tan bondadosa.
Entonces su cuñada agregó:
—Realmente yo no conozco bien a su familia, pero hasta donde yo sé la gente habla muy bien de
ellos.
Enseguida, por la mente de su cuñada, pasó un pensamiento un poco atrevido, pero ella lo expresó de
forma audible:
—¿Sabías que el padre de Rut es viudo? ¿Y qué si...? —entonces la oración quedó sin terminar.
Ester quedó desconcertada, y dijo:
—Eso yo ni lo he pensado. Yo he visto demasiadas segundas nupcias fracasadas como para pensar en
tal cosa. Y, además, él ni siquiera sabe que yo existo.
Pero en ese momento Ester estaba muy equivocada. Para gran sorpresa suya, semanas después de
aquel encuentro en la capilla, ella recibió una carta de Enrique. El padre de Rut le estaba pidiendo que
le diera una respuesta en cuanto a llegar a ser su esposa y la madre de sus hijos. Sin embargo, esa
misma noche, Ester le escribió una amable negativa. Sólo que esa noche ella ni siquiera pudo pegar
los ojos.
A la mañana siguiente, Ester le contó todo a su cuñada. Entonces María se sentó, le echó una mirada
a Ester, y al fin le dijo:
—Ester, si nuestra casa no se hubiera quemado, entonces tú no habrías venido a ayudarnos. Quizá
Dios tenía un propósito en ello, el cual sería unirlos a ustedes dos.
Ester se quedó mirando fijamente hacia la ventana. ¿Acaso Dios estaba guiándola? De ser así, ¿quién
era ella para oponerse? Entonces, ella oró en silencio:
—Pero yo no quiero casarme. Eso sería una responsabilidad muy grande.
Luego María le dijo:
—Ester, ¿por qué no le das una oportunidad? Puedes decirle cómo te sientes, cuáles son tus temores
y todo lo demás.
Ahora Ester se había sentado y estaba pensando profundamente. Ella deseaba nunca haber pisado
aquellos contornos, pero luego el pensamiento la indignó. Por fin, ella rompió la carta que había
escrito y escribió una respuesta diferente. Luego le dijo a su cuñada:
—Simplemente le escribí la verdad. Le escribí que mi primera carta fue una denegación, pero que yo
no quería ser irreflexiva, sino más bien buscar la voluntad de Dios en el asunto. Si él quiere venir a
visitarme yo estoy dispuesta a concederle ese privilegio.
La siguiente carta de Enrique a ella le tocó el corazón profundamente. Él escribió que su elección no
sólo venía de él mismo, sino que, más bien, era la de sus propios hijos. Él escribió:

“Mis hijos y yo estamos a una en todo esto. A ellos les interesa todo lo
que se relaciona con el bienestar de nuestra familia, y es por eso que
están tan involucrados en este asunto.
“Cuando al principio yo pensé en dar este paso, no perdí tiempo para
informárselo a todos ellos. Desde entonces, ellos han estado orando
conmigo al respecto. Sin embargo, en aquel momento yo no tenía a
nadie en mente.”

Ester dejó de leer. Ahora ella se encontraba mirando fijamente por la ventana.
“Yo percibo que él ama a sus hijos. Además, me doy cuenta que él no está pensando sólo en sus
necesidades con relación a buscarse una esposa. Enrique también está pensando en sus hijos. De
hecho, su único anhelo parece ser buscar lo que sea mejor para sus hijos.”
Ester volvió a echarle un vistazo a la carta que tenía en sus manos. ¿Qué le estaba pasando a ella?
En esos momentos ella sintió como una semillita que acababa de echar raíces en su corazón. Luego
ella prosiguió leyendo la carta:

“Nosotros no queríamos precipitarnos en este asunto. Al inicio, yo


sabía que a mis hijos les dolía pensar que alguien más pudiera venir a
vivir con nosotros en nuestra casa, pero ahora ellos parecen estar listos
para tal cambio. Para mí, el bienestar espiritual de ellos me es de suma
importancia.”

Ester bajó la carta nuevamente. Ella pensó en aquellos niños huérfanos y en aquel padre que estaba
esforzándose tanto en escoger lo que fuera mejor para ellos. Un nuevo deseo inundó su corazón. Ella
pensó en Rut, la hija mayor, a quien hace poco había conocido. Si todos los niños fuesen como Rut,
entonces no habría ningún problema. El corazón de Ester fue recobrando más simpatía hacia Rut,
quien había tratado de ocupar el lugar de su propia madre al cuidar de sus hermanos.
Después que Enrique se había marchado de su primera visita, Ester comprendió en su corazón que
ahora ella quería hacer lo que al principio había pensado que nunca haría.
Años más tarde, cuando Enrique y Ester ya estaban casados y habían formado una familia feliz,
alguien le preguntó a Enrique que cómo se había hecho para tener una segunda nupcia tan feliz. Todo
indicaba que los hijos mayores no sentían ningún celo y que todos amaban a su madrastra con gran
sinceridad.
—Yo no sé —dijo Enrique—. Sólo que yo no hice nada a espaldas de mis hijos. Nosotros oramos
juntos por una nueva madre y esposa. Ellos sabían que yo no escogería a nadie a menos que ellos
también estuvieran de acuerdo. Y, en verdad —dijo Enrique, sonriendo— ellos fueron quienes
primero vieron a Ester.

[1] La verdadera amistad es como la buena salud; su valor es raras veces conocido hasta cuando ya ha
sido perdido.

Capítulo 8
Migajas de la mesa
Lo siguiente es la idea de un autor sobre cómo pudo haber sido la vida de la mujer sirofenicia de la
cual leemos en Mateo 15 y en Marcos 7.

Una vislumbre del oblicuo sol tiñe el rostro de piel oliva de la mujer mientras ella se dirige hacia el
portal. Sus obscuros ojos no se apartan de los vecinos, quienes hablan alegremente mientras se
inclinan por encima del pozo para llenar sus jarras de agua. Ella observa cómo las otras mujeres se
apresuran hacia sus casas. Ellas tienen que preparar la cena. También tienen esposos e hijos con
quiénes compartirlas.
Por la calle donde ella debe transitar las sombras son largas y prolongadas. Finalmente, ella se sube
una jarra de barro para agua en su hombro y se dirige hacia el pozo de la aldea. Para cuando ella llega
al lugar, ya la última mujer ha desaparecido. Pero esto no es algo nuevo. Lidia de Tiro está
acostumbrada a caminar a casa sola. Por seis años ella ha sufrido susurros, miradas frías y hasta le
han cerrado las puertas en su cara.
Las arrugas están grabadas en la frente de Lidia y una huella de amargura encorva sus labios. Ella
alcanza su puerta y levanta el picaporte. Al entrar a su casa se da cuenta que reina un silencio casi
indescriptible. Sus pasos hacen eco en el piso de tierra. El carbón de la estufa está frío y gris.
Ella suspira. Ya que no le ha ido bien por seis años, ¿por qué debería irle bien hoy? Quizás alguna
vecina le preste algo de brasa, pero Lidia tiembla al pensarlo. Primero, ella se inclina y limpia la capa
de cenizas. Una diminuta chispa parpadea. Delicadamente, ella la transforma en una llama. El
resultado de aquella acción enciende una pizca de esperanza en el corazón de Lidia, una esperanza
que ella creía que estaba muerta desde ya hace diez años. Pero, quizá... quizás esta noche sea
diferente. Ella coloca cuatro pececillos en la parrilla y arregla la mesita para dos personas. Ahora ella
se aproxima a la puerta y mira hacia el Mar Mediterráneo, el cual está bañado por una luz carmesí
como si estuviera esperando por alguien. Cuando los peces ya están fritos, Lidia no espera para
comer.
Cae el crepúsculo. Repentinamente, aparece la silueta de una chiquilla en el portal de la choza. Lidia
echa sus greñas para atrás y levanta los ojos, los cuales brillan con esperanza. Pero una mirada feroz
de la niña la hace dejar caer la mirada. El brillo del rostro de Lidia se desvanece y ella mira fijamente el
plato, mientras recoge lentamente un pedacito de carne escamosa de entre los huesos de un
pescado. En lugar de la niña arrimarse a la mesa, ella pasa de largo y se desploma en las sábanas
tejidas que se hallan en la esquina de la choza. Aquí ella se trata los rasguños que tiene en sus manos
y piernas desnudas.
Nuevamente, Lidia levanta la vista ─sus ojos suplicando ayuda─, pero la ferocidad de la niña silencia su
mensaje. Ya Lidia tiene suficiente experiencia como para saber cuándo dejar a Salomé tranquila. La
muchacha se acurruca en su esquina, vigilando como si fuera una joven tigresa, mientras su madre
friega la parrilla con arena limpia y coloca su plato cerca de la estufa. Luego, Lidia barre alrededor de
la estufa y, cautelosamente, se aproxima al fuego.
Ahora ella clava su vista en las llamas. Un viento racheado sacude la puerta. Afuera, una gran cantidad
de espesas nubes provenientes del mar oscurecen las estrellas. No es sino cuando las llamas pierden
su vigor, transformándose en ascuas de un rojo incandescente, que Lidia se sacude, mueve
bruscamente la cabeza y se levanta. Ya es hora de ir a la cama. Ella mira hacia el montón de sábanas,
pero la pequeña ya se ha ido. Ella ha desaparecido en las tinieblas de afuera.
La fría amargura, que normalmente disfraza el hermoso rostro de Lidia, enseguida se pliega. Ella sabe
que no vale la pena salir a buscar a la pequeña. En lugar de eso, ella se deja caer en la cama,
cubriéndose el rostro con las manos. Ella no ha llorado desde... desde... ella ni si quiera sabe cuándo.
Sin embargo, todas las emociones que ella ha reprimido por seis largos años se le ajuntan esta noche.
Antes ella siempre tenía una voluntad tan fuerte que hasta podía suprimir las lágrimas. Pero, esta
noche, su voluntad se halla destrozada. A ella no le queda fuerza suficiente como para detener las
lágrimas y sus delgados hombros se estremecen de sollozos.
—¿Qué habré hecho para merecer esto? —dice ella llorando incansablemente. La pregunta resuena
en el cuarto vacío y oscuro. Una vez más, Lidia alza su rostro y un escalofrío estremece todo su
espinazo. Lo que ha dicho casi suena como si fuese una oración y ella se halla a sí misma buscando
una respuesta. Las lágrimas ya han desaparecido, pero ahora el temor se arremolina en su cabeza.
Lidia es una gentil, una mujer sirofenicia. Si lo que dijo fue una oración, ¿oirá Dios a alguien como
ella? Entonces, ella se arrodilla muy desanimada allí mismo entre sus sábanas y se queda mirando
hacia lo lejos con dirección al techo bajo de paja de la choza. Toda su alma y cuerpo suspira por
reposo... reposo del pasado, del presente y del futuro. Quizá no exista tal cosa como reposo o paz.
Pero si en verdad existe, ¿dónde podrá ella encontrar tales cosas? Ahora a Lidia se le hace un nudo en
la garganta. ¿Acaso no anhelaba ella llenar el vacío de esta ansia desde... aun desde antes de su hija
haber nacido?
Salomé. Este es un nombre hebreo, pero Lidia lo escogió con la esperanza de que quizá... quizás esta
pequeña infante pueda traerle el reposo que ella tanto había deseado. Salomé significa “pacífica”.
Una vez más, las lágrimas arremeten contra los ojos de Lidia. ¡Cuán cruel es la vida! Terriblemente
cruel. Ella había prodigado a su diminuta hija de toda gota de amor materno. Ahora los dulces sueños
posan a sus pies, hechos pedazos. Lamentablemente, Salomé no ha traído paz ni a la casa ni al
corazón de Lidia. Sino sólo más dolor y más temor.
Afuera, el viento gime. Las ramas de un pequeño arbusto de membrillo rozan la contraventana. Con
determinación, Lidia se seca las lágrimas y se coloca una manta en el cuello. Ella cierra sus ojos ya
hinchados de llorar, pero su mente, aunque fatigada, rehúsa detenerse.
Lidia ha tenido que pasar tantas noches solitarias..., así como esta noche. Las tinieblas empiezan a
bobinarse con sus inmensas olas negras y su estruendo destructor. Ella ve una mujer esbelta parada
en la playa agitando los brazos y gritando por ayuda.
—¡No, no! —Lidia se cubre el rostro.
Ahora aparecen ante ella visiones de sí misma: Aquella alegre jovencita de mejillas rosadas y de piel
canela. El padre de Lidia ha sido el propietario de un inmenso muelle a lo largo del Mediterráneo. Ella
vivió una niñez feliz. Las olas, chapaleteando a lo largo de la playa, habían inundado sus oídos,
mientras que el olor a brea y a sogas, bajo el sol caliente, le ardía en las narices.
“Lidia aprendió a hablar latín y hebreo antes de saber griego”, su padre solía chancearla, mientras se
le reían los ojos. “Y ella hasta puede fácilmente distinguirte cuál canela fue importada de la India y
cuál del Líbano; cuál es el cedro más fuerte y si un incienso es falsificado o si es verdadero.”
Inteligente ─con un brillo en los ojos y una sonrisa siempre espontánea─ Lidia, aún a los diecisiete
años de edad, había sido la favorita entre los jóvenes de su época. Lidia y Claudina acostumbraban
pasear a lo largo del Mediterráneo, a la puesta del sol, buscando conchas de múrice rosado, y
charlando.
Un día, Lidia se quedó en silencio por un rato mientras reflexionaba lo que deseaba decirle a su
amiga:
—Claudina —ahora sus ojos mostraban confusión— yo sé que la vida debe tener algún propósito.
¿Acaso nunca lo has pensado?
—No —Claudina suspiró—. Nunca lo he pensado. Pero, a veces sí he deseado que tú no fueras tan
inteligente, Lidia. De esa manera tú podrías divertirte, en lugar de estar leyendo las escrituras
hebreas. Pues, lo único que hace es atormentarte luego.
—¡Pero si la lengua hebrea es una hermosura!
La voz de Lidia se desvaneció poco a poco. No obstante, Claudina no podía entender. La religión de los
hebreos tenía algo que fascinaba a Lidia. En esa religión había esperanza ─la promesa de un futuro
mejor que consistía en la venida de un salvador, el Mesías.
Después de aquella conversación, sus caminatas matutinas fueron disminuyendo.
—Ya Claudina y yo casi no tenemos de qué hablar —le explicó Lidia a su padre.
De noche, Lidia daba vueltas en la cama hasta que se quedaba completamente dormida.
El tiempo pasó y llegó el día en el que todos tenían que asistir al templo de la ciudad durante una
semana. Ese primer día, mientras subían los peldaños de marfil negro del templo, su padre la
reprendió:
—Lidia, nosotros adoramos a Minerva, la diosa de la sabiduría. Y, además, tenemos a Atenas y a
muchos dioses. Si tú quieres leer el hebreo, está bien, pero recuerda que tú eres una griega de
nacimiento. Nunca lo olvides. Nuestra religión es lo suficientemente buena para ti.
Lidia se quedó mirando fijamente hacia los pilares dorados y a las imágenes enjoyadas, pero no dijo
nada. “Para los judíos sólo existe un Dios viviente: Jehová. ¿Pero será Él el Dios verdadero?”, se
preguntaba ella. Y aunque ella se hacía esas preguntas, Lidia dejó de orar a la diosa Minerva, porque
parecía que Minerva nunca contestaba sus oraciones. “¿Y acaso no era igual con el Dios de los
hebreos? ¿Cómo podría ella saberlo?” A veces Lidia oraba al Dios de los hebreos, pero ella nunca
estaba segura de que Él respondiera sus oraciones.
La primavera había traído aguas apacibles y cielos despejados. También trajo a un pescador joven y
fuerte al muelle. En muchos atardeceres, mientras el dorado sol se desplazaba más allá del borde del
mar, sus últimos rayos caerían sobre Lidia y su padre, mientras ellos ayudaban a Andrés a remendar
sus redes de cáñamo. A veces el trío se sentaba en algunos cantos ensuavizados por los golpes que
por largos años el agua salada había rociado. Mientras ellos hablaban, observaban la marea
aproximarse.
Pero cuando el tiempo se puso frío, el mar se tornó agitado. Llegaron los días grises y nublados y
Andrés supo que ya era tiempo de él partir.
Mientras tuerce el tallo de una alga marina entre dos dedos, él le dice al padre de Lidia:
—En este verano la pesca fue todo un éxito. Pero como usted sabe, tengo que regresar a Tiro antes de
que me agarre el invierno.
Andrés menea el alga en la arena y, a la vez, le echa una mirada a los ojos del padre de Lidia:
—Yo quisiera llevarme a Lidia por esposa.
Entonces aquella noche se convirtió en una verdadera noche de despedidas. Fue la última noche de
Lidia en casa. De manera que, bajo la luna plateada de su propio jardín, los ojos de su padre se
empañaron, mientras él puso una mano en el hombro de su esbelta hija morena.
La dulce y pura fragancia de las lilas reinaba en el ambiente.
—Lidia, tú te marchas muy lejos de nosotros. Andrés no es un hombre rico, pero él es fuerte y fiel —le
dice su padre al arrancar una rosa adamascada y entregársela a su hija en su mano. Ahora su voz se
torna más ronca—. Hija, ve y cuenta con mi bendición.
Los años siguientes fueron tan felices así como muy ocupados. En los ojos de su mente, Lidia se ve a sí
misma descansando otra vez, apoyada en el palo de su escoba mientras contempla el Mediterráneo.
Ella sabe cuán bien se ha ajustado a su nueva vida como esposa. Su humilde casita de campo se ha
convertido en su hogar. Y al ella echarle un vistazo al horizonte... sí, ese es el bote de Andrés levando
anclas en los muelles. Sus ojos se achispan cariñosamente mientras pone la escoba en un rincón. Ya
ella ha preparado pastel de higos para la cena, el pastel favorito de Andrés. Ahora ella debe
apresurarse en cortar unas rodajas de queso.
Así fue cómo las Escrituras hebreas y las interrogantes que la atormentaban en los días de su niñez se
desvanecieron de su mente. Y en poco, un nuevo gozo inunda el alma de Lidia, la maternidad.
Ahora, afuera de aquella choza donde Lidia se encontraba sola y aún sin poder concentrarse en el
sueño, los truenos se estrellan trayendo a Lidia de una sacudida a la realidad. Ella da una vuelta y
gime, tratando de borrar las siguientes memorias de su mente. Pero las mismas siguen ahí. Otra vez,
la escena de esas terribles olas negras ondea ante ella.
El viento se levanta con tanta furia que las esquinas de la choza lanzan furiosos chillidos. Lidia tiembla.
Ahora ella no puede olvidar lo que no desea recordar. Esta noche se parece mucho a aquella noche
tan fatal que nunca ha podido olvidar. La noche en la que la barca de pesca de Andrés se estrelló
contra las rocas, sólo a unos cuantos estadios de la orilla.
Esa noche ella se había quedado en la fría playa, descalza, mientras las grandes gotas de lluvia
punzaban su rostro. Al ver lo que estaba sucediendo ella gritó con todas sus fuerzas, pero sus gritos
fueron consumidos por el impetuoso viento. Las velas de los botes de rescate fueron reducidas a tiras
y los botes de remo fueron sacudidos hacia el muelle una vez más. Un muchacho joven y atrevido
observaba las chorreras de lágrimas que caían de las mejillas de Lidia. Él vaciló por un momento, pero
quitándose su chaqueta se zambulló en el mar violento. Sus brazos azotaban las olas. Pero el mar era
muy fuerte y lo lanzó, ya bastante agotado, hacia la arena. El pánico se apoderó de la garganta de
Lidia, pero lo único que ella pudo hacer fue observar desde la orilla mientras el mar tenebroso, frío y
cruel se convertía en la tumba de su esposo.
Después de eso, Lidia no volvió a llorar. Ella se retiró a su casita de campo para vivir sola.
En el pueblo, las chismosas movían sus cabezas cuando hablaban de la suerte de Lidia:
—Sí, qué mala suerte. Parece que los dioses no están contentos con ella.
Hasta los vecinos más cercanos temían ir a visitarla.
Las semanas pasaron. Sin embargo, para la hermosa y sonriente Lidia ya la vida no era igual. Una
mujer orgullosa, callada y muy amargada había tomado el lugar de la joven y agradable Lidia.
***
—¡Puerros, ajos y cebollas frescas! —grita un vendedor detrás de su puesto de venta. Sus agudos ojos
se enfocan en Lidia, quien pasa por entre las multitudes del mercado y se detiene delante de este
hombre.
—¿Están buenos?
—¡Sí, señora, estos son los mejores! ¿No quiere unos cuantos?
El sol vespertino calienta los brazos y el cuello de Lidia mientras ella se inclina para inspeccionar los
vegetales apilados en un pedazo de tela amarilla.
—¿Cuánto cuesta un manojo de ajo?
—Un manojo por un penique[1] romano, señora.
Lidia sacude la cabeza:
—Muy caro. ¿Me da un manojo por medio penique?
—Es que no puedo, señora.
Entonces Lidia comienza a alejarse.
El hombre se arrasca la cabeza:
—¡Un momento! ¿Y qué si le añado unas cabezas de cebolla a su penique?
—¡Trato hecho! —luego Lidia le entrega la moneda y se marcha arrastrando los pies.
La calle está llena de gente y, a la vez, muy polvorienta. El zumbido de voces la rodea. Ya la cabeza le
duele a causa del ruido. Más adelante, la multitud se apila junto al portal de piedra de la choza de un
pescador, donde un joven ─de túnica limpia y marrón─ lee de un rollo.
Un tendero de cabello grisáceo se mete de un empujón.
—¡Un discípulo del nazareno, quizá veamos algún milagro!
Lidia se detiene por un momento siempre con su rostro velado y lejos de la multitud, aunque sigue
escuchando cuidadosamente. Ella sólo se queda lo suficiente como para saber que el joven lee de las
Escrituras hebreas. “¿Para qué fastidiarme con más preguntas que no tienen respuestas?”, piensa ella
dentro de su corazón.
Mientras Lidia se retira, la voz del hombre se eleva tanto apacible como triunfantemente.
—“Acontecerá en aquél tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será
buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa.”
Los pies de Lidia prosiguen su camino, pero las palabras pesan en su cabeza: “Su habitación será
gloriosa.” Esas palabras son hermosas, esperanzadoras y consoladoras.
Pero a Lidia le duele saber que algunas personas sí tienen esperanza, consuelo y paz... mientras ella
no tiene ninguna. De manera que ella prosigue su camino en medio de aquella plaza, inconsciente de
la multitud, sólo consciente de su terrible dolor de cabeza y de aquellas palabras tan atormentadoras.
Luego, Lidia se detiene cerca de un montón de queso y un armatoste de melones. Ella debe
controlarse. Si tan sólo ella pudiera terminar con sus compras e irse a casa. Entonces, ella podría
enterrar aquellas palabras tan atormentadoras en lo profundo de su mente y las olvidaría del todo.
Ahora ella ladea la cabeza, tratando de ver cuál melón estaba maduro.
Sí, era una voz chillona la que le hablaba a otra mujer desde atrás de un armatoste de melón.
—Él le sacó una legión entera. Los pobres aldeanos habían encadenado al hombre para que no se
fuera a herir con las piedras, pero él rompió las cadenas y escapó. Él vivía entre las tumbas hasta que
este nazareno vino y le sacó los demonios.
A ambas mujeres les da escalofríos lo sucedido y luego se van, sacudiendo sus cabezas y parloteando.
Lidia queda confusa. Pero ella no está por entrometerse en cosas que no le corresponden.
Una mujer alegre está cortando queso.
—¿Ya supiste? —le pregunta ella.
—¿Que si supe qué?
—Lo que Él hizo.
Lidia está más confusa todavía.
—¿De quién hablas?
—Del Nazareno del linaje del gran rey David.
—¿Nazareno?
La mujer levanta una de las cejas.
—De Jesús, el Cristo, de Nazaret.
Lidia sacude la cabeza.
—Tú tienes que ser la única que no lo sabe. Hoy todo el mundo en este mercado habla de Él.
—¿De veras? —dijo Lidia en voz baja.
La joven mercader sonríe.
—Dicen que le sacó una legión entera de demonios a uno de los gadarenos y que...
Lidia se pone la mano en el cuello.
—¡Una legión entera de demonios! —exclama Lidia.
—Sorprendente, ¿no? Él le sacó los demonios a un gadareno.
—¡Oh! —Lidia casi se desmaya. Ella tiene que buscar algo en qué apoyarse. Su mente gira en
confusión. Pero un pequeño rayo de esperanza empieza a parpadear en su corazón y ella se aferra a él
como el que se está ahogando se aferra a una ramita.
“¿Acaso puede haber esperanza para Salomé?”
Lidia avanza a tientas hacia los armatostes de melón y coloca su azotada cabeza en un borde. Y
entonces, sin aviso alguno, las lágrimas de la noche anterior empiezan a fluir nuevamente. Ella solloza
en sus propios brazos. Después de un largo rato, ella se tranquiliza... luego suspira profundamente.
—¡Oh, Dios de los hebreos, por favor, por favor... envíanos a ese nazareno a nuestras costas! —
susurra ella, y esta vez sí que es una oración proveniente de un corazón contrito y humillado. Ahora
ella podrá saber si en verdad Dios contesta o no sus oraciones.
***
De forma muy hábil, Lidia aplana otro pedacito de masa hasta que queda tan fina como un papel y
luego la pega en una de las paredes del horno. En un segundo, la galleta queda horneada y Lidia la
deja caer así muy caliente en el plato de gres. Mientras ella está ahí inclinada, aplanando más masa,
su espalda le duele.
—La señora dice que desea que usted sirva en el comedor —dice Ada, una de las sirvientas de la casa,
mientras pone una mano en el hombro de Lidia.
Lidia asiente y se raspa la masa de las manos. Ya ella ha trabajado para la señora Camin por cinco años
y también sabe que a la señora no le gusta esperar.
El pago de Lidia es de gran ayuda para el sustento de ella y Salomé. Además, Salomé puede venir y
sentarse al umbral de la puerta de la cocina.
Ahora Lidia se alisa su brillante pelo negro y se dirige hacia el comedor. La señora tiene visitantes para
el almuerzo y sus voces y carcajadas resuenan en el piso de marfil de la casa. Lidia se mueve
elegantemente alrededor de la mesa, rellenando los vasos y pasando bandejas con frutas.
Pero su mente está muy lejos. Hoy ella sólo puede pensar en dos cosas, en el nazareno y en la porción
que dice: “Su habitación será gloriosa”.
Mientras más lo piensa más anhela esta habitación.
“¡Oh, cuánto la deseo!”
Sí, esa habitación tan perfecta y gloriosa para su espíritu tan turbado, y para Salomé, su hija. Pero,
¿quién podrá guiarlas a esa habitación? Ahora, cuando Lidia piensa en Salomé también se acuerda del
Nazareno. Si Él le sacó los demonios a un gadareno, sin duda que también podría sanar a su hija. Sin
embargo, ella es una gentil y Él un judío. “¿Le importaría eso al Nazareno?” Ahora ella lleva una
bandeja vacía a la cocina y planea preguntarle a Ada.
—Ada —Lidia comienza—. ¿Has escuchado sobre el Nazareno?
—Mmm... sí, he escuchado —ahora Lidia está vaciando leche en una vasija de barro cubierta con un
pedazo de tela.
—¿Y es verdad... es verdad que Él sana gente? ¿Aun a los endemoniados? —ella baja la vasija de
barro.
—Sí, claro. He escuchado que Él puede —entonces ella mira a Lidia. ¿Por qué está Lidia tan interesada
en el Nazareno? Muy raras veces ellas se hablan mientras trabajan en la cocina.
Los labios de Lidia comienzan a temblar.
—¿Y Él... sana Él a los gentiles también?
—¡Claro que no, Lidia! El Nazareno es judío.
—¡Oh! —Lidia sale enseguida para que Ada no pueda ver las amargas lágrimas que se le saltan.
Cuando halla un rincón solitario, entonces ella se va en lágrimas. ¿Podría un Dios verdadero amar a
los judíos más que a los demás? Lidia piensa que no. Pero, tal vez ella esté equivocada. Quizás el Dios
de los judíos no sea el Dios verdadero. ¿Será que su búsqueda de Él no terminaría nunca? De una u
otra manera, Lidia siente que si tan sólo pudiera conocer al Dios verdadero entonces sí podría hallar
esa gloriosa morada que tanto desea. ¿O es que su vida siempre sería un sin fin de esperanzas hechas
pedazos... de preguntas interminables... de eterna confusión? De ella se apodera una inquietud que
inunda su alma.
Lidia es interrumpida por los visitantes que se están levantando de sus asientos y se van a pasear en
el jardín del patio. Poco a poco ella vuelve en sí y tristemente empieza a limpiar las mesas. En esos
momentos, Lidia no quiere hablar con nadie. En el comedor reina un silencio total.
Repentinamente, detrás de ella se escucha un suave resoplo de nariz. A Lidia se le cae una cuchara y
enseguida ella se voltea.
Sólo son los perros. A ellos se les permite lamer las migajas del piso. Lidia está sosteniendo un
montón de platos, pero hoy ella se detiene a observar a los perros mientras lamen.
—Hasta los perros reciben sus migajas —se dice Lidia a sí misma—. Comparada con los de Israel, yo
también soy una perra.
La idea es humillante. Pero ella no la resiente. Y entonces, un nuevo rayo de esperanza empieza a
brillar en su corazón:
—Sin duda alguna, si Dios es Dios, Él podrá proveerme de unas migajas de bendición.
***
Lidia ora todas las noches. Al principio, ella oraba porque su anhelo por paz se había intensificado y
orar era lo único que ella sabía hacer. Al orar, su fe en el Nazareno crece, aunque lentamente. Él se ha
convertido en la única esperanza de ella.
—¡Por favor, Dios mío, envíalo a nuestras costas! —esta oración se convierte en algo especial para
Lidia cada noche.
“¡Si tan sólo Él viniera! Entonces Le llevaría a Salomé y me postraría a Sus pies para que Él la sane”
Pero el temor muchas veces la hacía dudar.
“¿Acaso vendrá Él hasta estos linderos para sanar a una gentil?”
Entonces Lidia se sienta a orillas de su cama, con su cabeza entre las manos, para orar una vez más.
Salomé posa en un montón de trapos que hay detrás de la puerta. Ahora Lidia la observa y medita en
las palabras que ya no puede expulsar de su mente, aquellas palabras que prometen un descanso tan
glorioso. Pero esta noche esas palabras no se han consumado. Y a la vez... hay algo más. ¡Algo que
tiene que ver con una raíz y con los gentiles!
Hasta que al fin, aquellas palabras caen en su lugar. Lidia las susurra lentamente, con un poco de
torpeza:
—“Acontecerá en aquél tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos,
será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa.”
De pronto, Lidia salta de súbito.
—¡La raíz de David! —de repente, su corazón palpita más rápido y con una nueva esperanza—. ¡El
Mesías! Según las Escrituras hebreas, el Mesías vendría del linaje de David. Sí, el rey David, el hijo de
Isaí. El Mesías sería de la raíz de David. Y el Nazareno es descendiente de David. Así lo dijo la quesera.
¿Será él el Mesías? —Lidia siente un escalofrío por el espinazo que la hace estremecer—. ¡Él mismo
debe ser!
Lidia reconoce que ante sus propios ojos tiene las promesas de Dios y las mismas se están
cumpliendo.
“¡Claro que el Dios de los hebreos es el Dios verdadero, el único Dios, pues Él ha cumplido las
promesas que ha hecho! ¡Él ha enviado al Mesías!”
Ahora, un manantial de lágrimas roda por las suaves mejillas de Lidia, mientras ella murmura una y
otra vez:
—“Será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa.” —“¡Sí, es cierto! ¡Él lo ha prometido!”
Ya Lidia no teme que el Nazareno la fuera a rechazar. Ahora ella reconoce que sí cree en el Mesías.
Entonces, por primera vez en su vida, Lidia se arrodilla y, enterrando su rostro mojado por las lágrimas
en sus manos clama a toda voz:
—¡Oh, Señor, yo sí creo! ¡Ayuda mi incredulidad!
***
Las olas del Mediterráneo hacen estrépito en la playa, regando montones brillantes de conchas de
múrice que aparecen desechadas a la orilla y salpicadas de una espuma blanca. El fresco aire
nocturno hiede a causa del hedor de los peces podridos, la madera mojada y la brea. Una luna llena
se eleva lentamente, mientras marca una senda vislumbrante en el agua negra.
La esbelta figura de Lidia se apresura hacia la playa rocosa. Sus pies se enredan en una red y ella casi
se cae. Entonces ella se detiene, respira un poco y escucha.
“¿Es ese el gimoteo de Salomé o sólo el susurro de la brisa?” Lidia no está segura.
A lo lejos, en el mar, las formas negras de los botes de pesca flotan. Todos han abandonado el muelle
de la isla... menos ella.
Entonces, ella da dos pasos más y es cuando escucha el grito de una niña. Suavemente, Lidia levanta
el pequeño cuerpo húmedo y frío de la niña que se encuentra detrás de un tonel.
—¡Oh, hijita mía...! —murmura Lidia suavemente—, ¿por qué lo haces?
Luego, ella comienza a mecer a la delgada niña en sus fuertes brazos y observa el rostro lastimado de
la pequeñuela. Sin duda, Dios no rehusaría ayudar a esta pequeña niña. ¡Claro que Él pronto enviaría
a Su Hijo, el Mesías, a esa parte de la costa!
—Yo todavía creo, Señor —Lidia se acordó a sí misma en voz alta. Entonces ella se detiene para tomar
un profundo suspiro y luego, con mucho amor, abraza a su pequeña hija—. Hasta los gentiles pueden
buscarlo, Salomé.
Las dos hicieron su camino por entre las obscurecidas barracas de los pescadores que se hallan a lo
largo de la playa. Entonces un ruido extraño y algunas voces bajas rompen la quietud detrás de Lidia.
Sus brazos aprietan a Salomé, mientras ella gira para ver lo que estaba sucediendo.
Un pequeño bote deteriorado ha encallado en la arena, mientras cuatro hombres cansados saltan del
mismo. Repentinamente, uno de los pescadores abre la puerta de su casa, levantando una lámpara en
alto, mientras les da la bienvenida a los recién llegados.
—¡Entren, entren, Santiago y Juan; Pedro... y mi Señor! —la tosca voz del pescador tiembla. Algo en el
sonido de la voz hace que Lidia piense que él quiere postrarse a los pies de aquél Hombre.
Y entonces, su aliento la sofoca en la garganta. Algo en el rostro de aquel Hombre la hace pensar
que...
“¡Él debe ser el nazareno! El Mesías. El Señor y Salvador de los Hebreos y de todo el mundo. ¡Este es
Aquél que puede proveer el glorioso descanso!”
Ahora ella se apresura a casa, casi tropezando por entre la estrecha y adoquinada calle. Lidia va
apretando a Salomé. La primera cosa que haría en la mañana sería ir a Él, ¡al Mesías!
Lidia no puede dormir por varias horas, esa noche. Pero, poco antes del amanecer ella se duerme.
De una sacudida, Lidia se da cuenta que los primeros rayos dorados del sol se están introduciendo por
entre las grietas de la puerta. Ella gira para hallar a Salomé. Sin embargo, la pequeña ya se ha
marchado. Si tan sólo pudiera llevar a su hija ante el Nazareno. Pero ahora ella tiene que ir sola. ¡Claro
que pronto Salomé sería sanada!
La puerta del pescador está abierta. Una mezcla de desesperación y fe le da a Lidia valor y ella se
dirige hacia el cobertizo, deteniéndose en el umbral.
Entonces... ella lo ve. ¡El nazareno está ahí mismo! ¡Su Mesías! ¡El Hijo de Dios!
—¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! —grita Lidia, cayendo a Sus pies. Entonces, como un
torrente, ella echa sobre Él todo el temor y la esperanza que tiene en su corazón. Ahora ella siente
fuerzas para expresar el dolor más grande que la ha cautivado durante tanto tiempo.
—¡Mi hija es gravemente atormentada por un demonio! —la voz de Salomé se escucha muy sofocada
como para proseguir, pero ella tiene fe que Él la entendería.
Pero el Señor simplemente se queda parado en el mismo lugar. Entonces, en Su corazón aparece una
tierna mezcla de compasión y piedad que se refleja en Su rostro. No obstante, Él no dice ni una sola
palabra. En aquel momento, de Él no sale ninguna palabra de gozo ni de consuelo, así como tampoco
ningún mandamiento para que ella se marchara de aquel lugar.
Quizá Lidia no entiende bien. Tal vez ella lo ha ofendido. Quizás sea cierto que Él no sanaría a una
gentil. Después de todo, ¿qué más esperanza había? Ahora Lidia llora amargamente. Sus lágrimas
parecen ser tan frescas como el rocío de aquella mañana. Tal parece que no hay consuelo para su
pesar. Allí está ella, llorando como si su corazón se fuera a despedazar en dos. ¿Acaso el Nazareno la
está rechazando a ella? ¿Es que no es Él el Mesías?
Sin embargo, mientras más ella llora y suplica, mucho más cree que Él podía sanar a su amada
Salomé.
Entonces, acercándose Sus discípulos, Le ruegan diciendo:
—Despídela, pues da voces tras nosotros.
Ahora el Nazareno contesta en tono amable y reprobador:
—No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Lidia no sabe si Él le está hablando a ella o no. Ella se limpia las lágrimas y Lo mira. Lidia reconoce que
ella no es nada. En este hombre, el Nazareno, ella tiene su única esperanza. Quizá parezca humillante
volverle a pedir, pero su fe es tan poderosa que ella lo intenta de nuevo. Esta vez, Lidia se inclina ante
Él y esconde su rostro en las manos bañadas por sus lágrimas.
—¡Señor, socórreme! —le susurra ella.
—No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos —le dice Él.
Aquellas palabras penetran en el corazón de Lidia como un cuchillo. ¿Pero, acaso no ha observado ella
a los perros lamer el piso, y siempre hay migajas para ellos?
Y ella contesta:
—Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.
El rostro de Lidia refleja una fe inigualable. En aquellas palabras no hay ni una señal de orgullo sino de
pureza y humildad.
Los ojos del Nazareno resplandecen y en ellos se refleja la compasión y el amor que jamás se hallan
visto en toda la tierra. Ahora Él pone su tierna mano sobre el hombro de Lidia, y le dice:
—¡Oh mujer, grande es tu fe; Hágase contigo como quieres. Ve; el demonio ha salido de tu hija.
Afuera, el sol matutino acaba de levantarse en todo su majestuoso poder. Una gaviota marina grazna
en voz ronca mientras aletea sobre el azul Mediterráneo. Ahora Lidia se queda quieta. Su corazón
rebosa de una dulce calma. Enseguida, ella se levanta y sale corriendo para prepararle el desayuno a
su hija Salomé. Para cuando ella llega a su casa, halla que el demonio ya ha salido, y a Salomé
acostada en la cama.
A partir de ese día, Lidia nunca deja de saborear aquel momento tan especial. Ella nunca antes había
experimentado el verdadero significado del nombre de su hija. Ahora, por fin, ella lo ha hallado.
Además, por primera vez, su alma está en paz.
—“Acontecerá en aquél tiempo que la raíz de Isaí... —repite Lidia reverentemente— será buscada
por las gentes; y su habitación será gloriosa.”
Capítulo 9
Amor o pasión
Con tristeza, Catalina se levanta del sofá y pone su Biblia en el estante que está al lado de ella. Todo
esfuerzo por leer le es en vano. Ella se queda meditando por un momento y piensa en cuán agradable
es la comodidad del lugar donde planea pasar la tarde. ¡Cuán opuesto es a la temperatura de afuera!
Todo está muy mojado y el lodo espera al primer valiente. El aire cortante sacude las últimas gotas de
la lluvia que posan en los árboles, haciéndolas estrellarse en la casa y en toda hendidura disponible.
Catalina empieza a tiritar al pensar en cómo Luís tiene que viajar esos quince kilómetros en esta tarde
tan lluviosa y fría. Hoy... ella tendría que decirle. Será difícil y hasta decepcionante, y sin duda alguna
Luís se sentirá muy herido, tal vez enojado, pero la conciencia de ella no le permite más dilación. Eso
le está robando a ella todo el sueño y la mantiene con una constante sensación de culpabilidad. Esa
decisión que ella ha tomado es el resultado de largas semanas de inquietud y ella está
completamente decidida a compartirla con él. Ya es hora de ella ponerle fin a todo este asunto, sin
importar cuán difícil pruebe ser.
Catalina le echa un vistazo al reloj en la esquina... y luego sus ojos vagan sin rumbo alguno por la
ventana. Ahora su corazón da un salto de ansiedad. Las brillantes luces delanteras del VW de Luís se
reflejan de un lado de la casa, haciendo destacar el inmenso árbol de mango teñido de amarillo por
las flores. Poco después, las luces son apagadas.
Enseguida, Catalina va y le añade leña a la estufa. Después de orar una breve oración pidiendo guía...
ella abre la puerta.
—¡Buenas tardes, Katy! —la saluda Luís. Con esto sale de su boca una ráfaga de aire frío.
—¡Buenas tardes, Luís! —responde Catalina.
Puesta que ya han sido novios por un año y que se han citándo con frecuencia, se sobreentiende que
la formalidad ya es cosa del pasado.
Ahora Luís se quita su pesada chaqueta y se la pasa a ella.
—¿Puedes colgarla? Yo estoy casi congelado —entonces él se dirige hacia la estufa, dándole a Catalina
la espalda, mientras se calienta las manos.

—El camino está casi intransitable y el termómetro acaba de dar un descenso —dice él, tiritando
desde la estufa —. ¡Cuánto me alegro de poder tener mi nuevo parabrisa! Tú no lo has visto, ¿verdad?
—No —Catalina cuelga la chaqueta y el sombrero en la percha de la esquina. Ahora sus manos
tiemblan un poco y un inaudible suspiro se le escapa de sus labios. ¿Cómo se hará ella para hacerlo?
—Y bien, ¿cuáles son las nuevas? —pregunta él al sentarse al lado de ella en el sofá—. ¿Cómo te fue
mientras cuidabas a tus sobrinitos gemelos? ¿Están ellos bien?
Durante esa pequeña conversación, Catalina habla con naturaleza y facilidad. Ella esconde la idea del
asunto pendiente en lo más recóndito de su mente y se concentra del todo en lo que Luís está
diciendo. Es tan confortante el hecho de estar sentada al lado de él y escuchar su voz una vez más.
Luís continúa con su conversación, aunque ella tan sólo contesta sus preguntas y no añade mucho en
los intercambios. El reloj da la hora varias veces, pero parece que ellos ni cuenta se dan del hecho.
Ambos permanecen muy absortos en su conversación. Catalina se pregunta si Luís no nota nada
diferente en ella. Aunque si él ha notado algo, aún no lo ha dado a demostrar. Varias veces, él se
acerca a ella, pero ella siempre halla una excusa para ponerse de pie al instante y cada vez que
regresa, se sienta un poco retirada. Ella sabe que lo único que está haciendo es dejándolo para
después. Pero, tarde o temprano, ella tendrá que decirle lo que ha decidido.
Luís saca su reloj y mira la hora. Cuando él levanta la cabeza, Catalina cambia la vista. La manera
interrogativa de la mirada de él es infalible:
—Katy —dice él, mientras sus ojos examinan el rostro de ella—, ¿qué sucede? ¿Por qué me tratas con
tanta frialdad hoy?
¡Esta es su oportunidad! Ella lo sabe. Luís espera. Ella debe decírselo antes de perder toda la fe. Pero
ahora se le hace un nudo en la garganta. Sería más fácil mantener las paces una vez más. Luís está
muy cansado hoy y ella también. ¿Cómo podría ella hacerle eso después de él haber viajado esos
quince kilómetros tan fríos?
Ella toca el pliegue de su vestido con una emoción desgarradora. Luís sigue esperando... perplejo,
pero tanto paciente como amablemente. Ella lo ama, ¡oh, cuánto lo ama! De repente, ella se
endereza. ¿Acaso no es esa una de las razones por la cual ella decidió decirle lo que tiene que decirle?
El amor nunca debe resguardar algo que sea dudoso.
Ella toma un lapicero que se halla en la mesa, para calmar el nerviosismo de sus manos.
—Luís, yo... yo... —entonces ella se detiene. ¿Cómo podría ella expresarle sus preocupaciones de
modo que él entienda?
—Sí, continúa —le dice él.
—Es que yo siento culpa a causa de la manera en que nosotros estamos conduciendo nuestro
noviazgo.
Luís se pone de pie de un sobresalto:
—¡¿Que tú qué?!
—Eso mismo, Luís. Me he sentido culpable... y completamente miserable... Yo esperaba que, o sea, yo
pensaba que quizá tú estarías de acuerdo y de esa manera nosotros podríamos conducir nuestro
noviazgo de un modo diferente, de ahora en adelante.
Él se queda mirándola como si ella lo hubiese golpeado.
—¡No, Luís, por favor! No me malentiendas —ahora ella levanta una mano en objeción—, no me la
pongas tan difícil.
Ella lo mira con ojos de súplica.
—¿A qué te refieres? —dice él huecamente—. ¿De qué tienes que estar sintiéndote culpable? Bien
sabes que no estamos haciendo nada malo.
—Luís, tú sabes a qué me refiero —ahora ella siente su cabeza ligera. Ella tiene que hacerlo entender.
Pero, ¿y qué si no pudiera? ¿Y qué si...?
—No, no sé a qué te refieres —dice él, su voz sonando un tanto lacónica—. Dime, ¿de qué tienes que
estar sintiéndote culpable? ¡Di algo que hayamos hecho que sea malo!
Catalina se siente un tanto aturdida. Ella sabe que debe controlarse. Ella pensaba que Luís entendería,
pero ahora parece que él no quiere. Él simplemente está dificultándoselo a ella. Pero de una u otra
manera ella halla una fuerza que antes no poseía. Si a él no le da pena preguntar, tampoco a ella le
apenaría poner su preocupación en palabras.
—Tú sabes a qué me refiero —dice ella tanto suave como firmemente—. Ese asunto de estarse dando
besos y abrazos y cosas así. ¡De las caricias!
Luís respira profundamente y con brusquedad aleja su vista del rostro de ella.
—¡Pero todos los otros lo hacen también! ¿Por qué sería malo hacerlo, aunque no nos vayamos muy
lejos?
Catalina respira profundamente, lo cual termina en un suspiro.
—Al principio, cuando me uní al grupo de los jóvenes —comienza ella—, yo quedé tanto sorprendida
como decepcionada por sus conductas en el noviazgo. Recuerdo que al inicio yo lo consideraba ser
ridículo y nunca pensé hacer tal cosa yo misma. Pero, según pasaba el tiempo, me fui acostumbrando
al asunto. Todas mis amigas estaban tan embulladas por su noviazgo, y tengo que admitir que yo
también me puse ansiosa —ahora ella pausa brevemente—. Entonces, cuando tú llegaste, yo...
La voz de la muchacha baja tanto... que apenas se escucha, mientras sus ojos buscan los de él,
rogando comprensión de su parte.
Luís cambia de vista, pero sólo por un momento.
—¡Prosigue!
Ella prosigue, pero con dificultad:
—Bueno, yo me sentí culpable desde el principio. Pero no quería ni soñar con tener que dejarlo. Así
es que seguí disfrutando la satisfacción de mi ego hasta que mi conciencia me quitó el sueño.
Entonces... determiné buscar una respuesta. Estudié larga y detenidamente versículo tras versículo en
búsqueda de algo que justificara nuestra conducta en el noviazgo. Y, Luís... yo no pude hallar ni una
sola oración en defensa nuestra.
Luís se queda callado. Catalina se cambia de lugar con ligereza, entonces continúa:
—Aunque sí hallé otra cosa. Hallé que en ningún lugar la Biblia nos permite seguir las pasiones
carnales. Al contrario, nos enseña a abstenernos de toda especie de mal y a que seamos luces en este
mundo. ¿Acaso seríamos luces si alguien nos sorprendiera? ¿Podríamos culparlos si creyeran que
estamos en fornicación...?
Ella hace una pausa esperando una respuesta favorable de parte de él.
—Bueno, pero nosotros no lo estamos —dice él llanamente.
—No lo estamos —continúa Catalina—, pero tú sabes que sólo estamos siguiendo nuestros deseos
carnales hasta cierto grado. ¿Acaso no es ese el pecado de sensualidad o como la Biblia lo llama,
concupiscencia?
—¡Un momento, Catalina! No exageres —demanda él—. ¡Tú quieres dejar dicho que mi interés en ti
no es sino para satisfacer mis deseos carnales? ¡Entonces el amor no entra en el cuadro!
—Claro que sí, Luís —ahora ella se levanta repentinamente y se dirige hacia la ventana. Las lágrimas
se le asoman a los ojos, pero ella no quiere que Luís lo sepa. Ella se queda mirando a lo lejos de forma
pensativa.
—¿Qué esperas que yo haga? —persiste Luís—. ¿Que yo viaje quince kilómetros para venir hasta aquí
a meterme las manos en los bolsillos y a conversar por dos horas? ¡Ese no es el concepto que yo
tengo de amar a una persona!
Catalina escucha en silencio. Entonces las lágrimas que estaban asomadas por toda la tarde salen a
tropel. Esas son lágrimas de amor, tristeza, desesperación y de largas semanas de noches de
insomnio. No es sino en vano que ella trata de controlarlas, deseando que Luís no las note.
Luís se queda en silencio por un momento. Catalina se pregunta si es que él está pensativo o si es que
él ha notado que ella está llorando. Ahora él se levanta de su asiento. Parece que ha notado las
lágrimas de su novia y se dirige hacia ella. Él levanta sus brazos como para abrazarla, pero se detiene y
se queda parado cobardemente al lado de ella. Entonces, él le pasa un pañuelo blanco.
—¡Perdóname, Katy! —le dice amablemente.
¡Katy! ¡No es sino en ocasiones muy especiales que él la llama así! Y ello siempre ha tenido un efecto
conmovedor en ella, pero hoy, casi le arranca el corazón. Cierto instinto le informa lo que está por
suceder.
Luís vuelve a hablarle:
—No pensaba hacerte llorar. Eso sería lo último que yo te haga... —ahora él hace una pausa,
esperando que ella recobre el control—. Estás muy cansada. Esos gemelos están acabando contigo. Tú
has estado pensando en nuestro problema por demasiado tiempo. Deja de estar pensando en eso
yhazme caso. No hay problema en lo que te digo. ¿De acuerdo? —entonces su voz sonó más calmada,
amable y de forma persuasiva.
Catalina se lleva el pañuelo a los ojos por última vez. Un auto pasa lentamente por la carretera pero
sus luces apenas penetran la espesa manta de neblina. Ella observa cuán lentamente el auto
desaparece de su vista. El viento golpea el vidrio de la ventana. Catalina tiembla.
De una manera u otra ella encuentra el valor para tratar de explicarle una vez más:
—Luís, cuando yo hice mención del pecado de la sensualidad no quise dejar dicho que tú estés
usándome para simplemente satisfacer tus propios deseos. Ese podría ser el caso en algunas
situaciones, pero, por favor, créeme que de ninguna manera dudo de tu sinceridad.
Ella escucha a Luís tragar. Él se ve nervioso, pero ella prosigue hablando.
—Por favor, Luís, entiende que no te estoy acusando de nada, aunque yo hable de esa forma —dice
ella—. Yo sólo estoy tratando de decirte porqué creo que es malo, según las normas bíblicas,
acariciarse durante el noviazgo. Por favor, entiende que yo no puedo seguir como hemos estado. Sería
ir en contra de mis convicciones, y, además, no creo que ni nuestro noviazgo ni nuestro matrimonio
─después del noviazgo─ puedan ser bendecidos, si nos entregamos a algo que sea tan claramente
prohibido fuera del matrimonio.
Esas palabras hieren a Luís.
—¡Entonces, ¿no aceptas?! —pregunta él con insistencia en el tono de su voz—. Mírame, Catalina.
Ahora ella se estremece con la formalidad que él usa al pronunciar su nombre. Entonces él sigue
hablando:
—¿Por qué piensas que sea tan malo? Tú dices que la Biblia lo prohíbe, pero estoy seguro que no
puedes hallar ni un solo versículo que lo demuestre, ¿no es así? Además, por ese medio hemos
llegado a conocernos mejor, ¿no es cierto?
—Quizás —admite ella—. Pero por esa misma razón, ¿por qué no llegar a conocernos aún mejor,
haciendo lo que es correcto? —ella traga dos veces—. Luís, nosotros sabemos que eso es malo y, por
lo tanto, debemos abstenernos de todo lo que lleve a tal dirección.
—Pero tú bien sabes que todo el mundo lo hace.
—Eso no nos da el derecho a hacerlo nosotros también —le dice Catalina rápidamente—. Además, no
debemos estar comparándonos con otros. Nuestra única guía debe ser la Biblia.
El reflejo de la luz parpadea, lanzando sombras intermitentes en el sombrío rostro de Luís. Él se queda
allí parado, con las manos asidas atrás, meditando profundamente en este día tan taciturno. Catalina
sube un poco más la mecha de la lámpara para que deje de parpadear, entonces, con viva fuerza,
continúa diciendo:
—Yo sé que no puedo encontrar un versículo que lo explique en esas mismas palabras, pero sí hay un
sinnúmero de ellos que se refieren al tema.
Luís se vuelve menos cordial y, con el rabillo de su ojo, ella lo ve girarse un poco. Catalina acaba de
perderlo y muy bien lo sabe. El corazón de ella palpita violentamente, pero ella prosigue con calma,
con la esperanza de que, algún día, él recuerde estas palabras:
—Como te acabo de decir, debemos abstenernos de toda especie de mal. Lo que hemos estado
haciendo alimenta a los deseos de la carne y no es un testimonio de que somos la luz del mundo.
Además, esas cosas van en contra del mandamiento de amarnos el uno al otro.
Luís se voltea brúscamente y le dice:
—¿Puedes hacer el favor de explicarme eso? —pregunta él lacónicamente—. A opinión mía, tú estás
haciendo exactamente lo contrario.
—El principal mandamiento en la Biblia es amar a Dios —dice Catalina pensativamente—. Cuando
nosotros Lo desobedecemos, nos alejamos de Su amor. Ese es uno de los ángulos del amor verdadero.
El otro ángulo se refiere a nosotros.
Ella lo mira, y, en tono de súplica, prosigue explicándole:
—Luís, por favor, entiende —le ruega ella—. Cuando yo estoy muy cerca de ti, cuando mi cuerpo está
muy cerca del tuyo, yo te hago la víctima de pensamientos indecentes. Yo creo en ti un deseo de
pecar. Yo bajo tu moral y pruebo rigurosamente tus fuerzas. ¡Oh, Luís, yo podría seguir diciéndote
más! No puedes negarlo. Eso no es el amor verdadero. El amor indemniza mil y una cosas, pero no
tolera pecado. El amor produce mutuo respeto. El amor procura la felicidad del otro. El verdadero
amor nos hace sentirnos limpios y puros.
—Lo siento, pero no te entiendo —entonces... lentamente... Luís se abotona su abrigo... y toma su
sombrero de la percha. Luego, deteniéndose a la puerta, y con voz ronca, dice:
—Detesto tener que terminar este noviazgo, Katy, pero... —él traga dos veces, evitando los ojos de
ella —no hallo manera de ver las cosas del mismo punto de vista tuyo. Quizá pueda, algún día, pero
por ahora... ¡adiós!
Catalina hace un esfuerzo para calmarse:
—Adiós, Luís. ¡Que Dios te bendiga!
Él abre la puerta y sale olfateando sus botas con el foco. Entonces, la puerta se cierra con un golpecito
seco y él desaparece.
¡Desaparece! ¡Él se ha ido!
Ella no puede ni siquiera creerlo. Todo es increíble, remoto y hasta el hecho de decirlo lo hace
conmovedoramente cruel. Moviéndose muy lentamente, Catalina apaga la luz y comienza a subir los
escalones. Cayendo sobre su rodilla, ella da rienda suelta a su pesar. Ella se queda arrodillada allí por
largo tiempo.
No es sino cuando escucha el reloj sonar dos veces que ella se desliza por entre las sábanas. Pero aún
así el sueño no quiere venir. Ella se retuerce, da vueltas y hasta se sacude en la cama. Catalina llora
por un amor perdido que sólo Dios puede recuperar.
***
—¡Catalina, Catalina! Ya es hora de levantarse. —La voz de su madre penetra la mente aturdida y todo
soñolienta de Catalina. Echando hacia atrás la sábana y poniéndose las zapatillas, Catalina casi
tropieza por su prisa. ¿Por qué la alarma no la despertó? ¿Por qué le duele tanto la cabeza?
De un pronto, los eventos de la noche pasada inundan su mente dando un encontronazo con el
pensamiento del desayuno calientito que le espera. Pero todo lo agradable desaparece en un
momento. El día de hoy se asoma con una longitud intolerable.
Catalina se viste rápidamente y desciende los escalones. Ya sus padres están sentados, esperando por
ella. Tomando su lugar a la mesa, ella hace un esfuerzo por comer mientras, con poco entusiasmo,
escucha sus instrucciones.
—Catalina, que no se te olvide buscar la tela para el vestido esta mañana. Ana podría necesitarla esta
semana —le recuerda su madre.
—Dile a Juan que llame un veterinario antes de que se le muera la vaca —le dice su padre con toda
naturalidad—. Con esos gemelos pronto necesitarán mucha leche.
Catalina se queda observando mientras su padre se aventura al mundo de afuera. Él toma una pala y
empieza a limpiar el camino. El lodo cae pesadamente en ambos lados.
—Catalina, ¿estabas llorando? —la voz de su madre la saca repentinamente de su ensueño.
—Sí, mami —Catalina menea una y otra vez el poco de té que le queda en el fondo de la taza—. Luís
no tiene planes de volver.
—¡¿Que qué?!
—Yo le dije que toda clase de caricia es mala durante el noviazgo, y él ‘me dio el zapato’, como dicen
por ahí.
Catalina ha aprendido que no vale la pena andársele por las ramas a su madre ya que normalmente
ella presiente cualquier trazo de lágrima y no queda satisfecha sino con una explicación detallada.
Catalina sabía que la noticia causaría una explosión, pero el posponerlo no beneficiaría a nadie.
A su madre casi se le cae el tenedor que tiene en la mano:
—¡Catalina, Catalina! —jadea ella—. ¡Pero bueno! ¿Y de dónde tú sacas esas ideas?
—Escucha, mami —dice Catalina levantándose de su silla y llevando la taza al fregadero de la cocina
—. Juan viene a buscarme en cualquier momento y ni siquiera me he peinado.
Ahora ella empieza a quitarse las horquillas de su largo cabello negro y a hablarle a su madre al
mismo tiempo:
—Lo que sucede es que yo no creo que sea correcto que las personas solteras tengan contacto físico,
ya que la Biblia tan claramente prohíbe la lascivia. Si quieres, yo podría explicártelo con más detalle,
pero no en esta mañana.
—Eso es completamente ridículo, Catalina, romper un noviazgo por tal cosita —ahora su madre sigue
apilando los trastes mientras, lentamente, llena el fregadero con agua.
—Mami, yo no lo veo como una simple cosita —la voz de Catalina suena abatida, pero decidida—.
¡Por favor, no me la pongas tan difícil para salir! Ya Juan está aquí esperándome.
***
Cuando Catalina entra a la cocina de su hermana es saludada por un coro de gritos infantiles.
Entonces Ana sale de la habitación, y en ambos brazos tiene a un niño de ocho semanas. Su cabello
está todo despeinado y las ojeras, debajo de sus ojos, son testigos de una noche sin dormir. Cuando
ella ve a Catalina, su rostro brilla de alegría:
—¡Qué bueno que llegaste! —le dice Ana a Catalina, mientras coloca a uno de los gemelos en una
sillita y se deja caer en otra silla con el otro niño.
—¿Y es que ellos no durmieron anoche? —le dice Catalina, mientras levanta al bullicioso niño de su
asiento y escoge un pañal del montón en el gavetero.
Ana suspira:
—No, no durmieron nada —dice ella débilmente—. Pásame un pañal a mí también, por favor.
Entonces Catalina empieza a cambiar al bebé que ella tiene. Luego Ana le dice:
—Cuando termines ahí, Catalina, ¿puedes chequear el agua de lavar, por favor? Juan vendrá pronto a
encender la máquina.
Ahora Catalina mira hacia el establo con la preocupación de que Juan venga. Y como en respuesta a lo
que se había dicho, la puerta se abre y Juan entra. Él coloca una cubeta de leche espumosa en el
lavamanos, y a la vez golpea un vaso, el cual cae al agua. Enseguida, los cristales de la ventana, frente
al lavamanos, son salpicados con espumas de jabón. Aparentemente él no lo nota.
—¿Todavía tú no has llenado la lavadora? —pregunta él impacientemente.
Ana le contesta a su esposo:
—No, Juan, todavía no lo he hecho. Aún el agua no estaba lo suficientemente caliente.
—¡Esta es la segunda vez que esto sucede! —Juan explota—. Yo no puedo pasarme el día entero de
acá para allá esperando que tú calientes el agua para yo poder encender la máquina.
—¡Lo siento mucho! —suspira Ana—. Los gemelos estaban llorando tanto que no tuve tiempo.
—¿Por qué tú dejas que esos hijos tuyos te atrasen tanto? —se queja Juan—. ¡Mételos en la cama y
déjalos que griten!
—Recuerda que también son tuyos —Ana le recuerda pacientemente.
Juan está furioso. Casi parece como que él quiere pegarle a Ana o a los niños. Pero en lugar de hacer
eso él sale con paso airado, dando a la vez un portazo.
A Catalina le da pena por causa de Ana. Con razón ella tenía esas ojeras esta mañana. Cuidar a los
mellizos, más la ingratitud de Juan, agotaría la energía de cualquier persona. Por ahora, la reciente
angustia de Catalina se desvanece al ella contemplar las pruebas de otros.
***
Catalina echa un suspiro. Ya la tarde casi ha pasado y ella todavía está planchando. Ella coloca la
plancha en un lugar y luego le pone una percha a una camisa. Pero le falta un botón a la misma. Juan
debió haber estado deprisa.
—¿Estás cansada? —le pregunta Ana. Los mellizos están durmiendo y ella está doblando la ropa de
todos—. ¿Por qué no dejas eso para mañana? No hay necesidad de estar matándote tanto.
—Yo no estoy cansada —responde Catalina—. Sólo un poquito... —su oración queda colgando en el
aire.
Ana la mira con una mirada de interrogación.
—Catalina, ¿te pasó algo fuera de lo normal anoche? Te veo tan callada.
—¿De veras? —le dice Catalina, mientras comienza con otra camisa. ¿Debería ella contarle a Ana?
¿Acaso Ana no tiene suficientes problemas?
—¡Cuéntame! —la anima Ana—. Te prometo que no se lo voy a decir a nadie.
—Está bien... —ahora Catalina siente las lágrimas asomársele a los ojos. Antes de continuar, ella se
saca un pañuelo de un bolsillo y se sacude las narices.
Ana escucha con un silencio ininterrumpido hasta que Catalina termina de hablar. Entonces, con gran
emoción ella le contesta:
—Catalina, no dejes que de ninguna manera nadie te convenza de que hayas hecho lo incorrecto,
porque yo sé muy bien que tú hiciste lo correcto.
Ahora Ana echa un vistazo hacia la granja y baja la voz para decirle:
—Permíteme decirte algo que yo nunca pensaba decirle a nadie. Pero yo creo que me es un deber
decírtelo, ya que te puede ser de gran ayuda. Por supuesto, ya has visto que mi matrimonio no es lo
que en verdad debería ser. Antes de casarnos, nuestro mutuo amor parecía ser tan grande, pero
ahora todo es tan diferente. Mucha de la culpa de todo esto comenzó en el noviazgo. Nosotros
pensábamos que nos amábamos tanto... Pero yo creo que confundimos la pasión con el amor.
La voz de Ana revela tanto una profunda tristeza como una gran culpabilidad. Ahora ella le sigue
contando a la joven Catalina:
—Yo no fui tan sabia como tú, Catalina. De otro modo yo hubiera sabido que la emoción pasajera de
estar cerca de él no garantiza el amor. Eso no puede ser amor verdadero, y si lo es, ¿por qué ha
desaparecido de nuestro matrimonio? Catalina, dale gracias a Dios que has probado el amor de Luís
antes de que sea demasiado tarde. Si él verdaderamente te ama, entonces reconocerá que tú le eres
de más valor que la emoción que tu cuerpo le produce. Si él llega a reconocer eso, entonces él
regresará y sólo así podrá el Señor bendecir tu matrimonio de modo que no les pase como al mío. Por
otra parte, si él sólo te quería con malas intenciones, entonces no regresará, pues, eso él puede
obtenerlo en cualquier otro lugar. Él puede decir y aun pensar que te ama muchísimo, pero esto será
prueba suficiente. Catalina, tú debes estar contenta por la posición que has tomado. Y ten por cierto
que yo te deseo lo mejor.
Catalina se queda admirada de su hermana.
—Gracias, mi amada hermana, y espero que algún día Juan llegue a amarte y que el matrimonio de
ustedes todavía llegue a ser bendecido.
***
Pasa el invierno, llega la primavera, luego el verano y ahora aparece el otoño. Catalina sigue muy
ocupada ayudándole a su hermana, pero raras veces falta a las reuniones juveniles. Al cabo de un mes
y medio de haber terminado su relación con su novio, una amiga le dice a Catalina que Luís tiene otra
novia. Catalina llora por varias noches, aunque cuando piensa en el matrimonio fracasado de su
hermana, entonces se tranquiliza. Pero, aún así, el dolor continúa.
Pasó un tiempo y alguien le dijo a Catalina que Luís había dejado de noviar con la muchacha que
tenía. Con esa noticia, Catalina recobra sus ánimos, pero luego se dice a sí misma:
“Déjate de disparates. Olvídate de que Luís existe.”
Aún así, Catalina siente un deseo mucho más fuerte de asistir a las reuniones juveniles que el que
hace tiempo tenía. Sin embargo, en una hermosa tarde de otoño, ella decide faltar a la reunión juvenil
y simplemente quedarse con Ana. No obstante, un hermano de la iglesia pasa por la casa de Ana y al
ver a Catalina se ofrece para llevarla a la reunión de los jóvenes. Ana insiste que ella debía ir a la
reunión de los jóvenes. Entonces Catalina se cambia de ropa y va a la reunión. Cuando la reunión
termina y ya Catalina está en el corredor, alistándose para irse, ella escucha a alguien decir en voz
baja:
—¡Katy!
Catalina da media vuelta, con su corazón latiendo rápidamente. ¡Sólo hay una persona que la llamaba
así!
—¿Puedo hablarte por unos minutos? —su voz sugiere urgencia.
Como respuesta, Catalina cruza el corredor y da un ligero salto a la hierba, cayendo al lado de Luís. Él
se queda contemplándola por un instante, entonces, abruptamente, rompe el silencio con:
—No comprendo, Katy. ¿Recuerdas?
Ella mueve la cabeza de forma afirmativa, pero se queda en silencio y mira hacia otro lugar. Ahora él
sigue con la conversación:
—Ahora comprendo que yo estaba equivocado —continúa él—. Yo entendí con el corazón, pero mi
espíritu aún era muy egoísta como para aceptarlo. A veces el espíritu de uno es muy orgulloso como
para seguir al corazón, hasta que aprende... —ahora él titubea brevemente— hasta que tiene que
aprender a pulso.
Luego él la mira y estudia el semblante de ella por unos segundos para añadir:
—Yo creo que te debo una excusa. ¿Puedes perdonarme?
Catalina asiente.
Ahora, cuando él vuelve a hablar, su voz suena un tanto insegura:
—Yo sé que no merezco tu perdón —le dice él—. Muy bien lo sé. No después de haberte tratado
como lo hice.
Catalina eleva la mirada. Luís tiene sus manos en el fondo de sus bolsillos, mientras mira fijamente el
firmamento. La luna, con su resplandor, le baña el rostro.
—Luís, no te sientas mal —le dice Catalina amablemente—. Al decirte que te perdono, yo lo hago de
todo corazón.
Entonces, al decir aquellas palabras, ella da media vuelta para irse.
—Katy... no te vayas todavía —le dice él en voz ronca—. Yo también quiero preguntarte si puedo
volver a visitarte pronto. ¿Puedo?
Temblorosamente, Catalina toma un profundo suspiro. El tiempo aparenta detenerse mientras él
espera su respuesta.
—Sí, Luís, puedes visitarme —le dice ella finalmente, después de encontrar la manera de decirlo.
Será maravilloso volver a conversar con Luís y seguir una amistad especial entre los dos. Pero lo más
maravilloso es saber que la próxima vez ella sólo tendrá dulces recuerdos de la visita de Luís.
Recuerdos que no tendrán ningún remordimiento de culpabilidad.
Capítulo 10
La mordida de la cascabel
Hace miles años, un hombre llamado Sirac aconsejó: “Huid del pecado así como huiríais de una
serpiente, pues, si os acercáis a ella os morderá”.

Nelson, de diecisiete años, canturreó un pequeño tono sin sentido mientras levantaba la cubeta de la
leche y se apresuraba hacia el establo de las vacas.
“¿Cuándo vendrán los otros?” pensó para sus adentros, mientras miraba de cerca la larga hilera de
vacas. A Nelson le habían pedido que ayudara con los quehaceres del hermano David ya que éste tuvo
que ir a un funeral en un pueblo algo lejano. Ya que ellos ordeñaban a mano, algunas de las
muchachas de la iglesia vendrían a ayudar con el ordeño. Ese día Nelson y su amigo Simón
amanecerían en la finca.
—¡Hey, Nelson! —se oyó la repentina voz desde la callejuela—. ¿Listo para el ordeño?
Nelson reconoció la voz de Simón. Entonces le dijo:
—Conque llegaste primero.
Entonces Simón le explicó:
—No hace mucho tiempo que llegué. Si quieres, puedo alimentar las vacas. No estoy acostumbrado al
ordeño —entonces él tomó el tenedor del ensilaje.
—Está bien —Nelson replicó, mientras buscaba un pasillo de ordeño que le gustara. Haciéndose un
ovillo entre las vacas, Nelson se rió para sí mismo mientras el cacareo de las muchachas se
aproximaba.
“De ahora en adelante, aquí no va a haber tranquilidad” se dijo para sus adentros.
Sin embargo, él tenía que admitir que al trabajar con las muchachas se ponía un tanto nervioso.
“Especialmente cuando Telma está” se admitía a sí mismo. Pero enseguida, Nelson rehusó seguir
pensando en Telma. “Yo estoy demasiado joven como para estar pensando en muchachas” se dijo
para sí firmemente.
Los quehaceres progresaron bien mientras cada uno cooperaba.
—El trabajo no duró todo lo que yo pensaba —le dijo Nelson a Simón después de las muchachas
haberse ido y mientras entraban a las vacas en el pasto.
—¡Y con razón! ¡Esa Telma saca chispas dondequiera que va! Esa muchacha tiene tremendo carácter
—dijo Simón con una risita.
—¡Esa muchacha sí que no tiene nada de tímida! —acordó Nelson. Él sabía que la mayoría de los
muchachos de su comunidad pensaban así de Telma. Desde que empezó a asistir a las reuniones de
los jóvenes a él no le llevó mucho sabercómo Telma era. Telma tenía la fama de ser muy franca y
llamativa. Pero por cierta razón, Nelson, en lo más profundo de su interior, deseaba poder defenderla.
Él nunca se lo admitiría a Simón y apenas a sí mismo, pero Telma tenía una manera de actuar que
siempre lo hacía sentirse bien. De hecho, Nelson no podía más que admirarla. Hoy, por ejemplo,
mientras las demás jóvenes lo ignoraban del todo, la amigable sonrisa y el cortés saludo de Telma
habían alentado el corazón de Nelson.
“Después de todo, ¿qué tiene de malo el ser amigable?” pensó Nelson. “Algunas de las otras
muchachas parecen ser algo presumidas.”
Cuando Simón volvió a hablar, los pensamientos de Nelson fueron interrumpidos:
—Bueno, vamos para la casa. Ya hemos terminado, ¿no es así?
—Eso creo —dijo Nelson—. ¿Estás planeando hacer la cena?
—La esposa de David dijo que podemos invadir la despensa —Simón rió a carcajadas—. Creo que
podemos hallar algo de comer allá adentro.
Mientras los muchachos se estaban lavando las manos, se escuchó un toque en la puerta. Telma y su
hermanita menor entraron a la cocina.
—Aquí tienen un poco de cena —anunció Telma con aire de satisfacción—. Nos dio pena el que
ustedes tuvieran que preparar su propia cena. Y si necesitan algo, sólo avísennos.
Cuando la puerta se cerró tras las muchachas, Simón le guiñó el ojo a Nelson y le dio una mirada de
complicidad.
—La misma Telma de siempre —dijo él con una risita—. Me pregunto quién lo sugirió, ella o su mamá.
Sin duda, ella hasta se quedaría sin cena con tal de poder complacernos.
Nelson no dijo mucho, y después de ellos haber comido, entonces Simón tuvo que admitir que la
comida caliente estaba muy deliciosa. El atardecer pasó con rapidez mientras ambos muchachos
mantenían una interesante conversación. Aunque Simón era dos años mayor que Nelson, ellos
siempre habían sido buenos amigos y estaban contentos por esta oportunidad de poder estar juntos.
—¿Sabes, Nelson? A veces la vida es un tanto difícil de entender —dijo Simón de repente. Entonces él
cayó en algo así como un extraño silencio hasta que Nelson se preguntó que si él no seguiría
hablando. Sin embargo, Simón continuó:
—Yo creo que siempre supe que no todo muchacho obtiene la muchacha que en verdad quiere, pero
cuando se trata de uno mismo, en verdad es más difícil que lo que uno espera —dijo Simón en voz
baja—. Tan pronto uno ha soñado y orado por cierta muchacha, y antes de uno estar listo para dar
ese paso, entonces viene alguien y la pide. En verdad, requiere resignación.
—Da lástima aun escucharlo —dijo Nelson tímidamente, sin saber qué decir.
—Pero en cierto modo, creo que ha sido mi culpa. Yo sé que yo era muy joven cuando empecé a
pensar en cierta muchacha. Y ahora me doy cuenta que hubiera sido muchísimo mejor haberme
concentrado en las cosas más importantes de la vida en lugar de estar pensando en ella. Yo sé que es
natural, en nosotros los jóvenes, el estar pensando y preguntándonos sobre nuestro futuro, pero eso
no es lo más importante; de veras que no.
Involuntariamente, los pensamientos de Nelson se dirigieron hacia Telma. Él tenía que admitir que
había estado soñando despierto más y más con ella. Ya él había intentado convencerse de que él aún
era muy joven, pero a la vez, él reconocía que con frecuencia se permitía entusiasmarse demasiado
con ella. Ahora, mientras él trataba de dormirse, sus pensamientos estaban turbados.
“Hay tantas áreas en mi vida que debo mejorar,” meditó él. “En verdad yo no tengo ninguna
necesidad de estar pensando en cosa tan seria como en escoger una compañera de por vida.”
Entonces, Nelson decidió elevar una oración a Dios:
“¡Querido Padre, ayúdame a mejorar! Yo quiero servirte con todo mi corazón.”
Luego, después de la oración, Nelson cayó en un apacible sueño.
A la mañana siguiente, los muchachos despertaron temprano, pero esta vez las muchachas se les
habían adelantado. Mientras Nelson entraba en el establo, él se encontró con Telma la cual ya tenía
una cubeta llena de la espumosa leche. Entonces Telma le dio un enérgico “buenos días”. El latido del
corazón de Nelson se aceleró, pero de una u otra manera, Telma, en su manera extrovertida, había
fallado en fascinarlo esta mañana. Él había resuelto ser más sobrio en cuanto a sus sentimientos hacia
Telma.
Luego de terminar el ordeño, Nelson enjaezó su yegua para ir a su casa. Al entrar al potrero, Mitsy
relinchó ansiosamente. A lo que Nelson pensó:
“Supongo que ella está tan lista como yo por regresar a casa. Espero que no se impaciente.”
Luego de tirarle los arreos a la pequeña yegua parda, Nelson la dirigió hacia el carretón. Levantando la
vara con una mano, él trató de guiar a Mitsy alrededor para que ella pudiera pasar por debajo. Pero
Mitsy no estaba en el humor de cooperar. Con una nerviosa embestida ella sacó la cabeza de una
zambullida casi arrebatándole a Nelson la soga de la mano.
Después del segundo intento, Nelson pudo sentir que se le subía la sangre. Esto se estaba volviendo
un hábito muy común en Mitsy. Él estaba al punto de sacar el látigo del coche para darle a esa yegua
su lección, cuando una voz tras él lo hizo saltar:
—¿Necesitas mi ayuda, Nelson? —preguntó Telma amablemente, mientras sus ojos azules
chispeaban.
Las mejillas de Nelson, ya ruborizadas, resplandecían de color. Mientras Telma pacientemente
sostenía la vara, él, ya incómodo y malhumorado, hizo a Mitsy volver a dar la vuelta. Para gran alivio
de él, Mitsy se portó con toda perfección. Entonces, Nelson dijo bruscamente:
—Gracias por ayudarme.
—De nada —dijo Telma dulcemente—. Mientras íbamos por la carretera yo miré hacia atrás y noté
que necesitabas ayuda
Tragando en seco, Nelson tomó las riendas y se sentó cómodamente en el asiento del carretón,
mientras le daba a Mitsy un golpecito seco.
“¡Cuán humillante!”, pensó él. Nelson no quería admitirlo, pero él no podía negar el hecho de que
Telma era un tanto descarada. ¿Cómo debería un muchacho ignorar a una muchacha que actúe de tal
modo?
“¿Será esa la manera en la que ella trata a los demás muchachos?” Se preguntaba él.
A pesar de su indignación, Nelson se sintió lisonjeado. Al pensarlo, notó que Telma no le hacía mucho
caso a Simón. Para ser franco, Simón hasta era mayor que ella, pero, ¿será esa la razón? El hecho de
pensar que Telma lo escogiera a él de manera especial llenaba la cabeza de Nelson de pensamientos
confusos. Él deseaba olvidarse de todo eso, pero parecía que no podía echárselo de encima.
“¿Y qué si Telma hubiera llegado segundos antes, cuando yo tenía el látigo en la mano?” Ese fue el
siguiente pensamiento de Nelson. Tan sólo la noche anterior él se había propuesto vencer sus malos
hábitos. Y uno de ellos era controlar su temperamento.
“Si Telma supiera cuán difícil me es el controlar mi temperamento, dudo que ella pensara tanto en mí.
Yo sé que no debo estar pensando en muchachas.”
Con un suspiro de desánimo, Nelson guió a Mitsy por la carretera que llevaba a su casa.
“¡Qué manera de empezar el día!”
Mientras tomaban el desayuno, Nelson y su padre planearon el día de trabajo.
—Ya que hoy es sábado, quizá tú y Roberto puedan ir a la finca de Jaime Williams para traer ese viaje
de heno que él no quiere. Yo debo chequearle las herraduras a los caballos y limpiar los establos —
dijo su padre mientras miraba a Nelson.
Tan sólo pensarlo le levantó los ánimos a Nelson. Salir con el equipo de caballos y el carretón
rompería la rutina del trabajo diario en la finca y, por lo tanto, sería algo bien recibido. Roberto, de
diez años, al escuchar los planes del día, se puso tan alegre que hizo algarabía.
“Le hará bien a Roberto”, Nelson pensó. Roberto ocupaba un lugar muy especial en la vida de Nelson,
ya que él era su único hermano en una familia constituida de muchachas ─aunque a veces él se
preguntaba que si él mismo había sido tan travieso cuando tenía esa edad. Por fuera, Roberto
aparentaba estar muy seguro de sí mismo, pero Nelson sabía que en el corazón del muchacho en
desarrollo también rugían muchas batallas. Temores acerca del futuro, dudas y preguntas frecuentes
lo asaltaban. Ya que Roberto era una persona de profundo pensar, no eran pocas las cosas que él
descubría.
La nieve del invierno empezó a derretirse con la apacible temperatura de febrero mientras ambos
muchachos disfrutaban de su temprano viaje, en la mañana. Como siempre, Roberto estaba hablando
todo el tiempo. Él habló acerca del paisaje en el camino y sobre lo que habían hecho el día anterior en
la escuela. Poco después, ambos pudieron ver la pequeña finca favorita de ellos que el señor Williams
había acabado de comprar. Nelson amarró el equipo a un poste viejo al lado del granero y se fue a
buscar al señor Williams. Quince minutos más tarde, él y Roberto estaban ocupados, tirando pacas
desde una abertura en el desván hacia el carretón que se encontraba abajo.
—Todavía este heno se ve muy bien —dijo Nelson—. Y creo que aquí debe haber más de un viaje.
Ya que Roberto no respondió, enseguida Nelson supo que él no estaba trabajando.
—Ese muchacho —suspiró—. ¿En qué estará metido ahora? —al mirar alrededor, Nelson lo vio
luciente cerca del travesaño.
—¡Roberto! —lo llamó—. Ven para acá. Así nunca vamos a terminar.
De mala gana, Roberto regresó y Nelson lo volvió a poner a trabajar.
—Ven, tú puedes ir pasándome las pacas —lo instruyó él. Roberto dio un gemido en burla,
pretendiendo ni siquiera poder mover el talón de sus pies.
Diez minutos más tarde, Nelson suspiró al perder toda esperanza de recibir ayuda de su hermano.
“Creo que el trabajo es un poco duro para él.” Se dijo a sí mismo. “Aunque él debería ser más
perseverante en el trabajo.”
Fue en ese momento que Nelson la vio. Doblada cuidadosamente entre el techo y una de las pacas de
arriba había una revista. Con su natural curiosidad y un amor por la lectura, Nelson no lo pensó para
alcanzarla. Al leer el título en la parte delantera, algo le advirtió que dejara esa revista, que no la
abriera.
“No me hará daño echarle un pequeño vistazo. Si veo que es mala la pondré en su lugar.”
Nelson abrió la revista cuidadosamente, pero primero se aseguró de que Roberto no estuviera cerca.
Con el primer vistazo, él sintió como un resoplido de aire caliente de una flameante hoguera. Nelson
fue invadido por un sentimiento de vergüenza y abatimiento. Su primera reacción fue obvia:
“Esta es una revista obscena, debo ponerla en su lugar.”
Pero sus ojos ya estaban pegados a la página donde aparecían esas fotos descaradas que sus ojos
nunca debían haber visto. Antes de darse cuenta, ya Nelson había volteado una página y otra... y otra
más. Tal parecía que en ese viejo granero el tiempo no se movía ni un paso mientras Nelson, en la
debilidad del momento, cedía a la tentación que enfrentaba. Poco sabía él por cuánto tiempo llevaría
las cicatrices de esta experiencia, por cuánto tiempo esas fotos obscenas asaltarían su mente,
persiguiéndolo, burlándolo y llenándolo de culpa.
De repente, Nelson saltó. No a más de dos metros de distancia se encontraba Roberto, encaramado
en una paca, con sus inquisitivos y brillantes ojos pegados en el rostro de Nelson. Ya con sus dedos
todo temblorosos, Nelson tomó la revista y la atascó frenéticamente en su escondite. Luego, sin
atreverse a volver a mirar el rostro de Roberto, Nelson arremetió las pacas a una velocidad
precipitada.
“¿Por qué seguí mirando esa revista tan obscena? ¿Por cuánto tiempo Roberto había estado allí
parado?” Tan sólo pensar que su inocente hermanito había sido testigo de su delito era más que lo
que Nelson podía aguantar.
“¿Habrá visto Roberto la clase de revista que era?”
Camino a casa, Roberto seguía como siempre en sus charlas y Nelson comenzó a calmarse.
“Tal vez Roberto había acabado de llegar al lugar cuando yo tenía la revista en mi mano. Sin
embargo, ¿por qué Roberto no ha dicho nada sobre la revista? Yo sé que lo normal es que me tire una
ráfaga de preguntas,” se dijo Nelson. “¡En qué lío me he metido! No sólo he cedido a la tentación, sino
que también le he sido un mal ejemplo a Roberto. Si le pregunto, no me dejará tranquilo hasta que le
dé todos los pormenores, y si no le digo nada y él vio esas fotos... Tal vez yo deba hablar con papá al
respecto.”
Tal pensamiento no le era muy agradable a Nelson. Entonces, empezó a refutarse:
“De todos modos, papá no entendería. No, yo mismo puedo arreglármelas.”
El resto del día pasó con toda lentitud, pero con un gran peso de culpa que estaba abrumando el
pobre corazón de Nelson. ¡Cuánto temía él ir a ordeñar a la finca de David! Ahora, ante su torturada
mente, revolotearon los amigables ojos de Telma y su repentina sonrisa. Él estaba seguro que en este
humor no iba a poder corresponder a sus sonrisas, pero, ¿sería él capaz de ignorarla?
Para el consuelo de Nelson, el día pasó sin evento alguno. Pero esa noche, mientras él se acomodaba
una vez más en su cama, él supo que el sueño estaba muy lejos de él.
—Ya que hoy es sábado y ya es de noche, me voy a acostar —murmuró Simón. Al poco rato, sus
ronquidos llenaron la habitación. Nelson trató de reposar un poco, con tal de no estorbar a su
durmiente amigo, pero el desasosiego en su alma le produjo poca paz. Cada vez que cerraba los ojos,
esas terribles escenas pasaban una vez más ante él. ¡Oh, si tan sólo pudiera arrojarlas y borrarlas de
su memoria para siempre! Al arrodillarse, para hacer sus acostumbradas oraciones vespertinas, fue
poco el consuelo que halló. Pero, ¿por qué no se sentía mejor ya que le había pedido a Dios que lo
perdonara?
Y lo peor de todo es que el rostro de su hermanito persistía en perseguirlo.
“Fue mi selección y mi error, ahora debo sufrir las consecuencias. Pero, Roberto, mi sensitivo y curioso
hermanito... si él vio esas fotos, fue del todo culpa mía.”
Nelson sabía que sus padres siempre se preocupaban por su hijo menor y oraban por sabiduría para
saber cómo dominar su naturaleza testaruda e impulsiva. Ellos también le habían confiado a Nelson
algunos de los problemas de Roberto, tales como sus intensos temores y sus actitudes un tanto
rebeldes. Hasta ahora, Nelson había sido colmado de un afectuoso sentimiento con tal de que supiera
que sus padres confiaban en él y que estaban dependiendo de él para que fuera el buen hermano que
Roberto necesitaba.
“¡Oh, cómo les he fallado!” Admitió Nelson con un reciente remordimiento de culpabilidad. “¿Cómo
podré deshacer el daño causado en esos pocos segundos, al ceder a la tentación?” Ahora, enterrando
su rostro en la suave almohada, él derramó su corazón ante Dios, mientras las lágrimas de
arrepentimiento fluían libremente. “Señor, perdóname,” oró él. “Por favor, protege el alma de Roberto
de cualquier daño.”
A la mañana siguiente, cuando Nelson despertó, los acontecimientos del día anterior le golpearon
cual martillo. En su corazón, él sabía que debía hablar con su padre, pero se resistía a hacerlo y se
encogía de miedo con tan sólo pensarlo. Mientras el día pasaba y él y Simón iban para la capilla
juntos, los pensamientos de Nelson pronto se ocuparon en otras cosas y él empujó el asunto hacia la
parte trasera de su mente.
“Después de todo, no hay manera de saber si Roberto vio esas fotos o no. Puede que no las haya visto.
En cuanto a mí se refiere voy a olvidar todo el asunto y hacer como si nunca las he visto.”
Eso era lo que Nelson se vivía diciendo infinidades de veces en los próximos meses. Sin embargo, ¿por
qué tal suceso nunca se le borraba de la mente, ni su mente podía tener pleno reposo al respecto?
***
De un impaciente tirón, Nelson hizo que los cinco caballos se detuvieran con gran estruendo de
frenos. Sentado en el asiento del arado de doble surco, para darles un descansito a los caballos,
Nelson se quedó mirando fija y ciegamente la hilera de la empalizada. Un suspiro de desanimo se le
escapó de sus labios mientras apoyaba la quijada en sus manos y soltaba las riendas de los caballos.
En este instante, a Nelson le parecía que su vida no era más que una sucesión de fracasos. Él hacía
todo lo que podía para vencer sus debilidades, pero casi nunca daba la talla.
“Pero, ¿qué será lo que pasa?” se preguntaba amargamente. “Mientras más me esfuerzo, con más
frecuencia hago las cosas que no quiero hacer. ¿Será verdaderamente esa la forma en que debe ser la
vida cristiana?”
La mente de Nelson retrocedió una hora ─recordando el momento en el que él estaba enjaezando los
caballos. Él había comenzado tarde y parecía que todo le iba mal. Los caballos no tuvieron que
hacerle mucho para poner su temperamento en erupción. ¡Oh, cuánto detestaba Nelson ese
sentimiento tan miserable y vacío que siempre le envolvía después de descargar con azotes su
frustración en los pobres e inocentes caballos! ¿Por qué, por qué le era tan difícil controlar su
temperamento?
“A veces me dan ganas de darme por vencido”, pensó Nelson con un tono de abatimiento. “Si en
verdad es cierto que Dios da victoria sobre el pecado, entonces, ¿qué es lo que pasa? ¿Será que no
tengo fe suficiente?”
Sin advertencia alguna, los pensamientos de Nelson se dirigieron a ese día de febrero, en el que él y
Roberto habían ido a buscar un viaje de pacas de heno. ¿Por qué era que cada vez que él se sentía
triste este incidente le molestaba más?
“Tal vez todavía deba solucionarlo”, pensó Nelson con inquietud. “Pero ya ha pasado tanto tiempo
que ahora me da vergüenza mencionarlo.”
En ese instante, Nelson reconoció la silueta de Rut, su hermana mayor, que se dirigía hacia él. Al verla,
su corazón se alegró mucho. Tal parecía que en este campo tan solitario él necesitaba el
compañerismo de alguien. Y, sin duda alguna, Rut le traía comida y algo refrescante para tomar.
Dándoles un golpecito seco a los caballos, Nelson guió al equipo hacia la otra esquina de la finca. Al
acercarse a la esquina del sur, Nelson notó que si se apresuraba llegaría junto con Rut. Y entonces, por
una u otra razón, el potranco joven de la izquierda se asustó y se tiró hacia un lado.
—¡Potro estúpido! —gritó Nelson, dejando que todas las frustraciones que había comprimido durante
el día hicieran una repentina erupción. De un fuerte tirón, él casi derribó al potro y entonces tiró de él
bruscamente vez tras vez.
Con un fuerte “¡Jo!”, Nelson detuvo los caballos, se bajó del arado y se dirigió hacia Rut.
—A ese potro hay que darle una buena lección —refunfuñó él aún respirando pesadamente.
—¡Nelson! —exclamó Rut—. ¿No te da vergüenza? Esas no son maneras de tratar a un potro. En poco
se pondrá todo nervioso y empezará a saltar. Además, creo que hasta se asustó al verme.
El único resultado de la verdad en las palabras de Rut fue profundizar la ira de Nelson, y su única
respuesta fue una fija mirada hacia la dirección donde se encontraba Rut. A regañadientes, él tomó el
chocolate de leche fría y los pedazos de bizcocho que ella le había ofrecido. Él comía en silencio,
mientras Rut esperaba pacientemente con una mirada de preocupación en su rostro.
—Gracias —dijo Nelson entre dientes mientras ella se iba con los envases vacíos en la mano. Él sabía
que debía pedirle excusas a ella, pero de una u otra manera las palabras se le habían atorado en la
garganta.
Mientras Nelson continuaba arando, los pensamientos desconcertantes lo azotaban con más presión
que nunca.
“Nadie me entiende”, se dijo a sí mismo. “Yo sé que no debí haber tratado al potro con tanta
brusquedad, pero él no debía haberme pateado hasta tirarme al lodo de esa manera. De veras que
Rut sí que hace que uno se sienta mal. Ella no sabe lo que es trabajar con esas criaturas tan tercas.
Tampoco ella sabe cómo uno se siente cuando uno hace todo el esfuerzo para vencer algo y al fallar...
entonces alguien le da una pela de lengua. Yo no creo que Telma condenaría a alguien así.”Los
pensamientos de Nelson divagaron, recordando cómo ella lo había ayudado, a pesar de Mitsy haber
hecho de las suyas. Nelson sabía que ya se había propuesto dejar de pensar en Telma, pero ahora su
mente estaba en ella más y más. La mayoría del tiempo, Nelson estaba un tanto confuso en cuanto a
sus sentimientos hacia Telma. En los últimos meses, ella claramente aparentaba dar a entender que
Nelson era su elección como amigo especial. Nelson lo hubiera tomado como simple imaginación,
pero el primo de Telma le había dicho que era cierto, que ella estaba un tanto interesada en él.
“¡Cuánto deseo que él no me lo hubiera dicho!”, pensó Nelson. “Ahora, ni siquiera sé cómo actuar.”
Cuán bien recordaba Nelson la reacción de Rut cuando ella lo supo:
“Espero que mis hermanos sean lo suficiente sensatos como para volverle la espalda a esa muchacha.
Ella es muy buena, pero ella está tan loca por un novio que ni siquiera le importa que todo el mundo lo
sepa.”
La manera en que Rut pensaba de Telma hizo que Nelson se sintiera mal. Sin embargo, él se había
resuelto, en ese mismo instante y en ese mismo lugar, tomar el consejo de Rut e ignorar a Telma. Sin
lugar a dudas, Rut la conocía mejor que él. Pero olvidarla…, eso era más fácil decirlo que hacerlo.
Telma se salió del cascarón para ser un poco más amistosa con él y luego se hizo extremadamente
difícil actuar como si ella no existiera. Pero lo peor de todo era que Nelson no podía negar que no le
era fácil resistir sus hechizos.
A pesar del lúgubre humor de Nelson, el trabajo de arar iba bien. Según completaba cada surco, su
pesimismo empezaba a ser reemplazado por un sentimiento de satisfacción. De repente, él entendió
que debía hacer algo.
“Yo debo orar más y pedir la guía de Dios. Sé que necesito más fe en el poder de la oración.”
Con un gran anhelo por andar más cerca de Dios, Nelson desenganchó los caballos y se dirigió hacia
la casa. Ya él había tenido un día de trabajo bien duro y estaba bien estropeado, pero en su corazón
había una fresca esperanza.
“Yo debo hablar con Rut y pedirle perdón por la manera en que actué”, se dijo a sí mismo.
Su conciencia lo punzó un poco cuando él recordó acerca de los sentimientos de culpabilidad que
había tenido más temprano esa tarde, pero enseguida se deshizo de ese pensamiento.
—¡Buen día, mi viejo amigo! —lo saludó Simón, mientras iba a ayudarlo a desenganchar los caballos
para participar en el culto para los jóvenes—. ¿Qué has estado haciendo desde la última vez que nos
vimos?
Entonces Nelson le respondió:
—Bien ocupado en la finca. Siempre hay algo que hacer.
—Así es también en nuestra finca —le dijo Simón, mientras soltaba el tirón de su lado—. Oye, ya que
llegamos algo temprano, ¿qué tal si tenemos una pequeña conversación?
—Vamos —le dijo Nelson a Simón con mirada interrogativa. Después de él haber guiado a Mitsy al
establo y haberla amarrado bien, los dos muchachos se buscaron un rincón tranquilo en el cual
pudieran sentarse para conversar.
Entonces, Simón dijo:
—Creo que voy a ir al grano y sin rodeos. Últimamente he escuchado hablar demasiado acerca de ti y
de Telma. Y yo quisiera saber si es verdad que entre ustedes hay algo
Nelson se avergonzó mucho. Casi parecía que Simón se estaba preparando para darle un buen
sermón. A lo que Nelson contestó:
—Yo mismo he escuchado algunos rumores, sólo que no sé si serán ciertos o no.
Antes de volver a hablar, Simón se quedó en silencio por un buen rato.
—Yo no quiero hablar mal de nadie —por fin dijo—. Escuché que te habían dicho que Telma piensa
mucho en ti. Yo deseo que la gente dejara de meterse en tales asuntos. En cuanto a Telma... yo no sé
qué piensas tú pero me es difícil respetarla.
La mente de Nelson ya estaba trastornada.
“¿Acaso debería él decirle a Simón cómo sus pies son casi arrastrados por la atención especial que
Telma le ofrecía?” ¡Cuánto deseaba él poder olvidarla y, a la vez, no podía! “¿Entendería Simón eso?”
—Yo sé que ella es un poco descarada —dijo Nelson lentamente—, pero, a la vez, debo admitir que a
veces no es fácil ignorarla.
—¡Oh, yo estoy seguro que no es fácil! —dijo Simón con sensibilidad—. En los últimos meses he visto
suficiente como para compadecerme de ti. Además, yo estoy preocupado por tu bienestar. Es que…,
bueno…, no es correcto que una muchacha actúe como Telma actúa. Cuando un joven está
enfrentando una de las decisiones más seria de la vida, le es más difícil escoger bien si una muchacha
se involucra sin que se lo pidan.
—Especialmente si uno está muy joven como para estar pensando en eso —dijo Nelson
fervientemente—. Con frecuencia me digo a mí mismo que quiero esperar hasta que sea más viejo,
pero parece que me veo casi forzado a tomar una decisión.
—Yo sé —asintió Simón—. Y no creo que a Dios le agrade.
Si esa tarde Telma todavía esperaba recibir algunas sonrisas de parte de Nelson, ella terminó siendo
decepcionada. Ya Nelson se había decidido en cuanto a tal asunto. Simón le había ayudado a ver que
mientras Telma siguiera actuando así, ella no podría ser la muchacha para él. Por cierta razón, él no
podía menos que pensar en la historia de Rebeca, la de los tiempos bíblicos. Él pensó en cómo ella se
había puesto el velo al ver a Isaac dirigirse hacia ella en el campo. Sin duda, esa era la costumbre de
antaño. Sin embargo, ¡qué contraste!
***
—Roberto, ¿dónde aprendiste esa palabra? —preguntó el padre en tono de sorpresa—. Escucha, no
debes volver a repetirla. No quiero volver a escucharla.
Del otro lado del granero, Nelson había escuchado todo lo sucedido y fue inundado por un
sentimiento de culpabilidad.
“¿Será posible que, después de todo, Roberto haya visto la revista?” La memoria de esas fotos pasó
ante su vista tan claramente como si tan sólo hubiese ocurrido ayer. Nelson nunca soñó que fuera tan
difícil deshacerse de algo como lo era limpiar su mente de esas imágenes obscenas. Ellas siempre
regresaban para tentarle. Aparecían en los momentos y lugares más raros y corrompían su mente,
contaminando sus pensamientos.
Y en cuanto a Roberto, Nelson sabía que, de una u otra manera, él debía investigar cuánto él había
visto aquel día. Ya él había echado ese asunto a un lado por demasiado tiempo. Ahora él tenía que
hacer algo. Pero, para Nelson, el misterio estaba en cómo lograrlo. Entonces él se pasó el día entero
meditando en el problema, pero al llegar la noche todavía no le había hallado solución. Sin embargo,
todavía quedaba algo en su subconsciente. La respuesta sería hablar con su padre acerca del asunto.
Sin embargo, aún Nelson no tenía valor para hacerlo. No obstante, esperar que él tuviera valor para
contarle todo a su padre podría convertirse en más sufrimientos. La desgracia del asunto era muy
real. Pero, ¿cómo podría él hablar de ello?
Nelson sabía que para esa tarde habían sido invitados a la casa de su abuelo para la cena, así es que él
rechazó la idea de abrírsele a su padre esa noche. Entonces, él se prometió a si mismo:
“Quizá mañana, mientras cargamos estiércol.”
siendo que a Nelson siempre le gustaba visitar a sus abuelos él se prometió olvidar sus problemas y
actuar como antes. Después de la cena, los hombres se sentaron en la sala y Nelson se acomodó en el
sofá para escuchar las historias del abuelo. Durante una pausa en la conversación, él tomó una revista
del escritorio y la ojeó ociosamente. Parecía ser una revista cristiana, pero no de la clase de lectura
que a Nelson le interesaba. Sin embargo, hubo una pequeña historia que atrajo su mirada. Al poco
rato, él se halló tan absorto en la lectura que las voces de los demás fueron apagándosele.
—¿Qué lees, Nelson? —le preguntó el abuelo amablemente.
—¡Oh! Aquí hay una historia de una niña y una serpiente cascabel —contestó Nelson.
—Suena interesante —dijo su padre—. Qué tal si la lees en voz alta.
—Bueno... abuelo puede hacerlo —objetó Nelson—. No soy un buen lector para leer en voz alta —
entonces se levantó de su asiento y le pasó la revista al abuelo.
—Muy bien —dijo el abuelo con una voz muy agradable. Luego él empezó a leer con su voz anciana,
aunque muy clara.
Una muchacha estaba recorriendo el sendero de una montaña, tratando de llegar a la casa de su
abuela. Hacía un intenso frío y el viento cortaba como cuchillo. Cuando ya ella podía ver su destino
final, escuchó un susurro a sus pies.
Al mirar abajo, ella vio una serpiente. Y antes de ella poder moverse, la serpiente le habló diciendo:
—Me estoy muriendo. Hace demasiado frío y me estoy congelando. En estas montañas no hay
comida y me estoy muriendo de hambre. Por favor, colócame bajo tu abrigo y llévame contigo.
—¡No! —le respondió la muchacha—. Yo sé qué tú eres. Tú eres una serpiente cascabel. Si yo te
levanto, tú me morderás y tu mordida es venenosa.
—¡No, no! —le dijo la serpiente—. Si me ayudas, serás mi mejor amiga. A ti te voy a tratar diferente.
Entonces la muchacha se sentó en una piedra para pensarlo. Ella observó las hermosas pintas de la
serpiente y tuvo que admitir que esa era la serpiente más hermosa que jamás ella había visto. De
repente, le dijo:
—Te voy a creer. Te voy a salvar. Todo ser vivo merece ser tratado con amabilidad.
Luego la muchacha extendió su mano cuidadosamente... colocó la serpiente en su bolsillo... y se
dirigió hacia la casa de su abuela. Pero, de repente, sintió un dolor agudo en uno de sus costados.
Después de tan sólo unos pocos segundos en su bolsillo tan calientito, la serpiente la mordió.
—¿Cómo te atreves a hacerme esto? —gritó la muchacha—. ¡Tú prometiste no morderme si yo te
protegía del punzante frío!
—Pero tú bien sabías quién yo soy desde antes de recogerme —siseó la serpiente y se fue
deslizándose.
La lección de esta historia es clara. Si nos rendimos a la voz de la tentación y nos metemos el pecado
al bolsillo de nuestros abrigos del corazón, indudablemente seremos mordidos por el mismo. No
importa cuán atractiva y convincente sean las palabras de la serpiente: «Una cascabel es una cascabel
y siempre lo será.»
Después que el abuelo hubo terminado su lectura, se escuchó un silencio total en la sala. Luego, el
padre de Nelson habló:
—Esa es una pequeña historia que verdaderamente nos hace reflexionar. Satanás llega a la gente de la
misma manera que lo hizo esa cascabel. Él trata de engañar y de atraer a la gente para que hagan lo
que él quiera que hagan. Él enmascara sus propósitos con los placeres momentáneos o con las
relucientes promesas de las cosas de este mundo. Pero lo único que él en verdad ofrece es angustia,
culpa y una amarga cosecha.
—Eso es muy cierto —asintió el abuelo—. Las promesas de Satán son siempre engañosas. Y si le
hacemos caso, tarde o temprano nos alcanzará con su mordida venenosa.
Nelson se estremeció a despecho de sí mismo. En su imaginación, él pudo ver a esa ingeniosa
serpiente cascabel convenciendo y engañando a esa pobre muchacha con sus astutas mentiras. Y al
mismo tiempo, sus pensamientos se dirigieron a cierta revista, en un viejo y polvoriento granero. Al
igual que la muchacha de la montaña, él había sido tentado, engañado y hasta había caído en la
trampa.
“¿Acaso yo no lo sabía que debí haber dejado esa revista quieta en aquel lugar? Pero yo la agarré y
metí a la misma serpiente en el bolsillo de mi corazón. Y aunque traté de asegurarme de que tan sólo
un poquito no haría ningún daño, en mi corazón, yo muy bien sabía que era una cascabel.”
Esa noche, ya en cama, todavía Nelson no podía olvidar la historia de la serpiente cascabel.
“La vida es tan seria”, pensó él. “Debemos depositar nuestra confianza en Dios, ya que Satanás es
demasiado astuto para nosotros. ¡Oh, Señor! Protégeme a mí y a aquellos que yo amo de los dardos
del maligno y guíanos seguros hasta donde Tú estás.”
***
Nelson se inclinó hacia delante y sintió que su garganta estaba seca. Su corazón palpitaba a toda
velocidad. Él debía comenzar, pero ¡oh... cuánto valor le faltaba! ¿Qué pensaría su padre si él le dijera
todo?
Hasta que por fin, él comenzó:
—Papá, ¿recuerdas la palabra que Roberto dijo ayer? Yo creo que sé dónde la aprendió.
El padre miró a su hijo mayor con el ceño fruncido y le preguntó:
—¿Dónde?
Nelson tragó con dificultad. Hasta que, poco a poco, la historia salió a la luz. Entonces, animado por la
calmada reacción y amable aprobación de su padre, Nelson le contó todos los detalles, sin dejar nada
encubierto. Esa fue una de las cosas más difíciles que había hecho en toda su vida, pero ya él había
vivido suficiente tiempo con esa culpa.
—¿Podrías hacer el favor de hablar con Roberto sobre eso? —preguntó Nelson en tono de súplica—.
Yo no sé qué sería mejor decirle.
—Trataré —le prometió su padre—. Como has dicho, puede que él no sepa lo que ha pasado. Pero, de
lo contrario, él necesita saber cuán malo es contaminar nuestras mentes con tales cosas.
—Al leer la historia de la muchacha y la serpiente cascabel, yo tuve que pensar en este
acontecimiento —dijo Nelson.
Entonces su padre contestó pensativamente:
—Tal vez podamos llevar la lección a un paso más. ¿Tú crees que esa muchacha fue hasta donde
estaba su abuela y le contó todo lo acontecido? De no haberlo hecho, el veneno de la mordida de la
serpiente cascabel recorrería todo su cuerpo enfermándola gravemente o causándole la muerte.
¿Entiendes lo que digo?
—Creo que sí —dijo Nelson tímidamente—. Ella podría decir que estaba muy avergonzada de la
necedad que había cometido y que no se lo contaría a nadie.
—Ese es el error de muchos jóvenes —le dijo su padre—. Ellos no quieren confiarles a sus padres las
cosas que han hecho, temiendo que sus padres no van a entender. Ellos se aseguran que ya que le
han pedido perdón a Dios, eso basta. La Biblia dice que debemos confesar nuestros pecados los unos
a los otros. Detrás de ese mandamiento hay una buena razón. El plan de Dios ha sido que su pueblo
se ayude mutuamente. Además, aunque somos criaturas débiles y falibles cada uno de nosotros
podemos aprender de los errores de los demás.
Entonces... su padre hizo una pausa como para pensar lo que deseaba decir:
—Nelson, yo sé que no te puedo culpar del todo. Puede que haya una razón por la cual no quisiste
traerme tu problema. Es mi deseo mantenerme en contacto con mis hijos, pero no me es siempre
fácil. Y eso es algo en lo que quiero seguir trabajando.
Mientras Nelson escuchaba, él sintió remordimiento manar de su cuerpo. ¿Por qué siempre había
pensado que a su padre no le interesaba hablar de sus luchas? Entonces pensó:
“Si yo hubiera hablado con él más pronto, me habría ahorrado toda esta aflicción.”
Pero su padre aún no había terminado:
—El otro día, Rut habló con tu madre y le dijo que estaba preocupada por ti. Ella dijo que,
últimamente, tú no eres el mismo y que te es difícil controlar tu temperamento. Yo, también, lo he
notado.
Al escuchar las palabras de su padre, él hizo una mueca de dolor, pero escuchó atentamente mientras
él hablaba.
—¿No crees que esto tenga que ver con lo acontecido en la primavera pasada? En lo más profundo de
tu ser, tú no estabas en plena paz ni con Dios ni contigo mismo. Y, por supuesto, eso estorbó tu vida
espiritual. El veneno de la mordida de la serpiente cascabel todavía estaba en tu cuerpo.
¿Comprendes?
Nelson no había pensado en eso, pero, a la vez, él pensaba que su padre tenía razón. Entonces, dijo
lentamente:
—Yo sé que siempre me ha sido difícil controlar mi temperamento, pero me ha sido mucho más difícil
hacerlo en estos últimos meses. Yo pensaba que iba a poder deshacerme del veneno por mí mismo.
Olvidar esas fotos es mucho más difícil que lo que yo pensaba. Todavía tengo que luchar con eso.
Entonces su padre, poniendo un brazo compasivo en el hombro del muchacho, le dijo:
—¡Oh, Nelson! Yo sé que no es fácil. Y a veces me pregunto que porqué las tentaciones de esta vida
tienen que ser tan fuertes. Pero, a la vez, ¿acaso no es el hombre que se mantiene firme en la batalla
el que verdaderamente es un hombre al final? No es sino a través de todos nuestros fracasos,
nuestras luchas y nuestro anhelo por la victoria que aprendemos a depender del todo en Dios para
que él nos ayude ─reconociendo que por nosotros mismos no somos nada.
Nelson asintió. Él sabía que su padre tenía razón. Ahora se sentía como si un gran peso hubiera sido
quitado de su espalda. Entonces, desenvolviendo las riendas del caballo, él se subió en el asiento del
carretón y se dirigió a la finca con un viaje de estiércol.
Durante todo el recorrido, Nelson iba pensando:
“Me pregunto cuándo fue la última vez que me sentí tan libre y alegre. Hoy he aprendido algo que
espero nunca olvidar. Si algo me molesta, ya yo sé que no tengo que temer ir a hablar con mi padre.
En primer lugar, quiero poner toda mi confianza en Dios. Aunque, a la vez quiero depender de la
ayuda de otros, tal y como Dios lo ha planeado. Además, yo estoy seguro de que, con la futura ayuda
de Dios, podré deshacerme de esa mordida de la cascabel.
Capítulo 11
La chispa encendida
Una vez, vivía en una aldea un labrador llamado Iván Scherbakov. Siendo que era el mejor trabajador
de la aldea, él vivía bien. Iván tenía tres hijos y todos eran buenos trabajadores. El mayor estaba
casado; el segundo, comprometido para casarse y el tercero era un jovencito con edad suficiente
como para cuidar de los caballos y ya estaba aprendiendo a arar. La esposa de Iván era una mujer
inteligente y una buena ama de casa. Su nuera era pacífica y muy buena trabajadora. Por lo tanto,
Iván no tenía razón alguna por la cual no disfrutar de una buena vida con toda su familia. A la única
persona desocupada que él tenía que mantener era a su viejo y enfermizo padre, quien estaba
acostado en un rincón calientito, cerca de la estufa de ladrillo. Él estaba enfermo con asma.
Iván tenía de todo y en abundancia: tres caballos y un potranco, una vaca y una becerra de un año y
quince ovejas. Las mujeres hacían los zapatos y la ropa para la familia y ayudaban a trabajar en el
campo; los hombres trabajaban en sus fincas.
Ellos siempre tenían grano suficiente durante todo el año. Además, ellos vendían suficiente avena
como para poder pagar sus impuestos y suplir todas sus otras necesidades. Verdaderamente, Iván
pudo haber disfrutado de una buena vida con todos sus hijos. Pero, él tenía un vecino llamado
Gavrilo, el Cojo; el hijo de Gordyey Ivanov. Y ambos, Iván y Gavrilo, eran enemigos mortales.
Mientras el viejo Gordyey estaba vivo y mientras el padre de Iván trabajaba la finca, todos los
labradores vivían como buenos vecinos. Si las mujeres necesitaban algún cedazo o alguna tinaja, si los
hombres necesitaban de alguna hacha o de alguna rueda por cierto tiempo, ellos lo mandaban a
buscar de una finca a la otra y se ayudaban mutuamente ─como buenos vecinos. Cuando una becerra
se metía en la trilla, ellos sólo la sacaban y únicamente decían: ““No la dejen entrar otra vez, porque
aún no hemos terminado con la cosecha.” Y, en aquellos días, nunca ni siquiera pensaban en robar
nada de sus vecinos ni esconderlo en la era, tampoco se injuriaban unos a otros. Así vivieron mientras
los viejos estaban vivos. Pero cuando los jóvenes empezaron a labrar la tierra, las cosas empezaron a
girar diferente.
Todo comenzó por una simpleza. Una gallina de la nuera de Iván comenzó a poner temprano y la
joven empezó a acumular los huevos para la Semana Santa. A diario, ella iba al cobertizo para recoger
un huevo del cajón de la carreta. Pero un día, la joven oyó a la gallina cacarear y se dijo para sí:
“No tengo tiempo ahora, debo limpiar la casa para el día de fiesta. Iré más tarde a buscar el huevo.”
Al caer la tarde, ella fue al cajón de la carreta que se hallaba en el cobertizo para buscar el huevo,
pero no estaba ahí. Entonces, la joven se fue a preguntarle a su suegra y a su cuñado que si lo habían
tomado, pero Taraska, el más joven de sus cuñados, le dijo:
—La gallina suya puso un huevo en el patio del vecino, porque ella cacareó allá y vino volando desde
el otro lado de la empalizada de mimbre.
Entonces la joven se dirigió a la casa de su vecina pero la mamá de Gavrilo salió a su encuentro.
—¿Qué quiere usted, joven?
—Abuelita, hace poco que mi gallina estaba en su patio —le dijo la joven—, ¿no habrá puesto algún
huevo por alguno de esos lados?
—Yo no la he visto. Nosotros tenemos nuestras gallinas y hace horas que ellas pusieron. Nosotros
hemos recogido nuestros propios huevos y, por lo tanto, no tenemos necesidad de los huevos de
nadie. Y además, jovencita, nosotros no vamos por los patios ajenos buscando huevos.
La joven se ofendió y, entonces, se pasó de palabras. Su vecina le contestó de una manera peor.
Luego, las mujeres empezaron a regañarse. En ese momento, la esposa de Iván subió cargando un
balde de agua y se paró para tomar parte en el asunto. La esposa de Gavrilo salió precipitadamente y
les dio una pela de lengua sin importar lo que fuera cierto o falso. Ella les refirió sobre cosas que
habían acontecido y sobre cosas que nunca habían acontecido. Entonces, la contienda comenzó.
Todas se gritaban, tratando de decir dos palabras a la vez y sin medir palabra alguna.
─¡Tú eres esto, esto y esto otro!
─¡Tú eres una ladrona y una gata!
─¡Tú sólo estás matando a tu pobre suegro de hambre!
─¡Tú eres una ramera!
─¡Y tú has usado tanto mi cedazo que lo has hecho tiras. Tú sí que te robas lo ajeno!
¡Es en nuestro yugo de hombros que estás cargando tus baldes! ¡Dame mi yugo!
Ambas se asieron del yugo, botaron el agua, se arrancaron las pañoletas y empezaron a pelear. En ese
momento, Gavrilo iba llegando del campo y se paró para unirse al grupo de su esposa. Iván salió
corriendo con su hijo para unirse al resto. Y como Iván era una persona robusta, los dispersó a todos y,
de un tirón, le arrancó un pedazo de la barba a Gavrilo. El gentío salió corriendo para ver lo que
estaba sucediendo, y no fue sino con mucha dificultad que lograron separarlos.
Así prosiguió todo después:
Gavrilo envolvió el pedazo de barba como una prueba y se dirigió a la Corte Municipal para presentar
una demanda.
—Yo no me dejé crecer la barba para que el virueloso de Iván me la arrancara.
En ese instante, su esposa salió fanfarroneándole a los vecinos de que iban a hacer que sentenciaran
a Iván y que lo mandaran a Siberia. Y así fue que el odio de sangre comenzó entre estas dos familias.
El viejo, quien se encontraba al lado de la estufa de ladrillo, trató desde el principio de persuadirlos a
que hicieran las paces, pero los jóvenes no le hacían caso. Él les dijo:
—¡Hijos míos, ustedes están actuando neciamente! ¡Por una simpleza ustedes han comenzado este
odio de sangre! ¡Piénsenlo bien! Todo comenzó por un simple huevo. ¿Y qué vale un huevo? Con la
ayuda de Dios habrá suficiente para todos. Aunque su vecina les haya dicho alguna palabra ofensiva,
¡contéstenle con una buena! ¡Muéstrenle cómo hablarle a la gente! Es cierto que ya hubo un pleito,
pero eso sucede a menudo. Errar es de humanos. Pero, vayan, hagan las paces, ¡y pónganle fin a ese
asunto! Si ustedes alimentan el enojo, únicamente se empeoraran las cosas, con el paso del tiempo.
Los jóvenes no le hicieron caso al anciano, pensando que él no entendía. Ellos pensaron que él sólo
estaba parloteando, como suelen hacerlo algunos viejos. Sólo que Iván no se iba a humillar ante su
vecino.
—¡Yo no fui quien le arrancó la barba! Fue él mismo quien se la arrancó. Y, además, su hijo le arrancó
un botón a mi camisa y la desgarró. ¡Mire cómo me la dejó!
Iván, también, llevó sus quejas a la corte. El caso fue presentado ante el Juzgado de Paz y el Tribunal
Municipal. Mientras se ocupaban en demandarse mutuamente, a Gavrilo se le perdió un perno del
enganche de su carreta. Las mujeres de la casa de Gavrilo acusaban al hijo de Iván de haberlo
tomado.
—Nosotras lo vimos en la noche —dijeron ellas—, cuando él se dirigía a la carreta, agachado, por
abajo de la ventana. Además, hasta un vecino dice que lo vio en la taberna, ofreciéndole el perno al
tabernero.
Otra vez empezaron un pleito nuevo. Y en la casa no pasaba un día sin que ellos discutieran. Ellos
hasta se peleaban entre sí. Aun los niños se maldecían mutuamente. Eso lo aprendieron de los
mayores. Cuando las mujeres se encontraban en el arroyo donde lavaban la ropa, ellas soltaban las
lenguas más que lo que golpeaban los mazos. Y cada palabra que se decían era mala.
Al principio, los hombres solamente se calumniaban, pero luego empezaron a robarse cualquier cosa
que estuviera rodando. Entonces las mujeres y los niños siguieron su ejemplo. La vida se les fue
agravando a diario. Iván Shcherbacov y Gavrilo, el Cojo, se siguieron demandando en la Corte
Municipal y ante el Juzgado de Paz hasta que todos los jueces estaban hartos de sus riñas y hastiados
de ellos. Pero Gavrilo hizo que Iván pagara una multa, o de lo contrario tendría que ir al calabozo.
Entonces Iván le hizo lo mismo a Gavrilo, y mientras más daño se hacían, mucho más se enfurecían.
—¡No te apures —se decían el uno al otro—, yo me la voy a desquitar!
Y así se mantuvieron por seis años. El ancianito, quien casi siempre estaba al lado de la estufa de
ladrillo, fue el único que se mantuvo diciéndoles una y otra vez:
—¡Piensen bien lo que hacen, hijos míos! Olviden todo ese asunto, atiendan a sus trabajos, no se
hagan tanto mal, y todo les saldrá mejor. Mientras más odio se tengan, peor les será la vida.
Pero nadie le hacia caso al anciano.
En el séptimo año, el asunto llegó tan lejos que hasta la nuera de Iván, en una boda, acusó a Gavrilo,
ante los invitados, de haber sido sorprendido robando caballos. Entonces, a Gavrilo, que en ese
momento se hallaba borracho, le entró una furia y le dio un puñetazo tan fuerte que ella tuvo que
guardar cama por una semana. Iván se alegró por eso, y enseguida arrancó para donde se encontraba
el juez a presentar una demanda.
“Ahora sí que me voy a vengar de mi vecino”, pensó el. “Ahora sí que no escapará de la penitencia de
ser exiliado a Siberia como esclavo.”
El magistrado no aceptó la demanda, porque cuando examinaron a la mujer ya estaba de nuevo en
pie y ella no tenía ninguna marca. Entonces Iván fue al Juzgado de Paz, pero el juzgado mandó el caso
a la Corte Municipal. Iván se movió en la oficina municipal de tal manera que terminó comprando al
empleado y al mayor de la corte del distrito con cinco litros de licor para que condenaran a Gavrilo a
ser azotado. La sentencia le fue leída a Gavrilo en la corte.
El escribiente leyó:

“La corte ha decretado que el labrador Gavrilo Gordyey debe recibir


veinte latigazos con una vara de abedul, en la oficina municipal.”

Iván escuchó el decreto y miró a Gavrilo, preguntándose acerca de cómo lo tomaría. Gavrilo se puso
tan blanco como una sábana, dio la vuelta y salió al pasillo. Iván lo siguió, haciendo creer que se
dirigía hacia su caballo. Entonces escuchó a Gavrilo decir:

¡Muy bien...! Hará que me azoten la espalda y me arderá... ¡pero algo de él arderá mucho más!
Al Iván escuchar esas palabras, regresó enseguida a los jueces, diciendo:
—¡Justos jueces! ¡Él está planeando pegarle fuego a mi casa! ¡Vayan a ver, lo dijo en presencia de
testigos!
Luego Gavrilo fue llamado ante los jueces.
—¿Es cierto que usted dijo eso?
—Yo no he dicho nada. Azótenme, si quieren. Evidentemente, debo sufrir por la verdad, mientras él
hace lo que le dé la gana.
Gavrilo quería decirles algo más, pero sus labios y mejillas temblaban. Entonces se marchó. Hasta los
jueces estaban asustados con su aspecto.
“No es de sorprender”, pensaron ellos, si en realidad le hace daño a su vecino y a sí mismo.
Entonces, un viejo juez les dijo a los reñidores:
—¡Oigan lo que les voy a decir, mis amigos! Es mejor que hagan las paces. ¿Acaso estuvo bien hecho,
hermano Gavrilo, que usted golpeara a una mujer? Afortunadamente, Dios tuvo misericordia de
usted, pero, ¡piense en el crimen que usted fácilmente pudo haber cometido! ¿Estuvo bien eso?
Confiese sus culpas, pídale perdón al ofendido, y él lo perdonará. Entonces, nosotros cambiaremos el
decreto.
Pero Gavrilo no quiso escucharle.
—Yo tengo cuarenta y nueve —dijo él— y ya tengo un hijo casado. ¡Yo nunca en mi vida he sido
azotado! Y ahora, que el cacarañoso de Iván hace que me traigan para ser azotado con varas, ¡¿me
dice usted que le pida perdón?! Le juro que él se acordará de mí.
La voz de Gavrilo tembló tanto... que ni pudo hablar más. Después, él se dio la vuelta, y salió.
Cuando Iván llegó a su casa ya era tarde, pues la aldea quedaba a doce kilómetros de la oficina
municipal. Él desenganchó su caballo de la carroza, lo puso en su lugar y entró en la casa. Pero, la
misma estaba vacía. Ya las mujeres habían salido a buscar el ganado y los hombres aún no habían
regresado del campo.
Iván entró... se sentó en un banco... y se puso a pensar. Él recordó de la forma que le fue anunciada la
sentencia a Gavrilo, de cómo se había puesto tan pálido y de cómo se había marchado de aquel lugar.
Entonces, su corazón le dio un salto. Él pensó en cómo se sentiría si fuera condenado a ser azotado.
Entonces, le dio pena de Gavrilo. En ese momento, él escuchó toser al anciano que estaba al lado de
la estufa. Iván vio al anciano voltearse... bajar las piernas... e incorporarse. El pobre anciano se movió
muy despacio, y con mucha dificultad llegó hasta el banco que estaba al lado de Iván. Él tosió
nuevamente hasta aclarar su garganta. Entonces, inclinándose en la mesa, dijo:
—Y bien... ¿Condenaron al hombre?
Iván respondió:
—Sí... A veinte azotes con las varas.
Entonces el anciano negó con la cabeza:
—Iván, tú no estás actuando bien. Está mal hecho, no sólo de parte de él, sino de parte tuya también.
¿Y qué? ¿Te haría sentir mejor que lo azoten?
—Él nunca volverá a hacerlo —dijo Iván.
—¿Por qué no? ¿En qué estaba él actuando peor que tú?
—¡Qué! ¿Acaso piensas que él no me ha hecho daño? —preguntó Iván—. Él pudo haber matado a la
mujer. Y ahora, hasta está amenazando quemar mi casa. ¿Piensas que debo humillarme ante él por
eso?
El anciano echó un suspiro y dijo:
—Iván... tú puedes caminar y recorrer todo el mundo, mientras que yo tengo que quedarme acostado
aquí todo el año, al lado de esta estufa. Quizá tú pienses que tú lo puedes ver todo y yo nada, pero
no, hijo mío, no es así. Es muy, pero muy poco lo que tú puedes ver; ya que la malicia te ha cegado los
ojos. Los pecados de los hombres están ante ti... pero los tuyos están detrás de ti. Tú puedes
fácilmente ver su maldad, pero no puedes ver la tuya. ¿Quién fue el que le arrancó la barba al vecino?
¿Quién fue el que le derrumbó su montón de heno cuando estaba apilado? ¿Quién es que lo está
arrastrando a la corte? Y, sin embargo, tú le achacas toda la culpa a él. ¡Tú mismo llevas una mala
vida! Por eso es que tienes tantos problemas. ¡Yo nunca viví así! Yo nunca te enseñé tales cosas, hijo
mío. Dime... ¿cuándo el padre de él y yo hemos vivido así? ¿Es a eso a lo que tú llamas vida? ¡Eso es
pecado! Tú eres un labrador... Eres la cabeza de una familia. ¡Tú serás el responsable! ¿Qué es lo que
le estás enseñando a tus mujeres y a tus niños? ¡A maldecir! El otro día, Taraska, ese joven tan novato,
maldijo a la tía Arina, y su madre, lo único que hizo fue echarse a reír. Ahora, yo te hago la pregunta,
¿está eso bien? ¡Piensa en tu alma! Tú me ofendes... y yo te hablo peor. Tú me das un puñetazo... y yo
te doy dos. ¿Está eso bien? ¡No, no, no, hijo mío! Cristo nos ha enseñado algo muy diferente. Si te
dicen una palabra áspera, ¡quédate quieto y deja que la conciencia le castigue! Eso es lo que Cristo
nos ha enseñado. Si te hieren la mejilla derecha vuélvele la izquierda y diles: “¡Aquí, golpéala si lo
merezco! Su misma conciencia le reprenderá. Entonces se suavizará y te escuchará. Eso es lo que
Cristo nos ha ordenado, hijo mío. Si alguien te ofende, perdónalo de manera piadosa, y te irá mejor y
te sentirás bien.
Iván se mantuvo en silencio. Entonces el anciano continuó:
—¡Óyeme, Iván! ¡Escucha lo que te digo yo que soy un hombre ya viejo! Engancha el caballo ruano en
la carroza y ve directamente a la oficina; anula todo ese asunto y pasa en la mañana por la casa de
Gavrilo. Haz las paces con él de manera piadosa, e invítalo para el día de fiesta de mañana. Ten el
samovar del té listo y ponle fin a todo este pecar de modo que nunca más se vuelva a repetir.
Entonces, a las mujeres y a los niños, ordénenles que vivan en paz.
Iván, con algo de esfuerzo, echó un suspiro y pensó:
“El viejo tiene razón.” Y su corazón se ablandó. Sólo que no sabía cómo empezar a arreglar las cosas
con su vecino.
Luego el anciano, como adivinando los pensamientos de Iván, prosiguió:
—¡Vete, Iván, no lo dejes para después! Apaga el fuego al principio, porque si se extiende... entonces
no lo podrás controlar.
El anciano iba a seguir hablando, pero, antes de poder hacerlo, las mujeres entraron en el cuarto,
hablando como urracas. Ya habían escuchado la noticia de cómo Gavrilo había sido sentenciado a ser
azotado y de cómo él había amenazado con quemar la casa. Ya ellas habían escuchado todo el asunto,
y otra vez habían armado una bronca con las mujeres de la casa de Gavrilo, en el pasto. Ellas dijeron
que la nuera de Gavrilo las había amenazado con el juez. También dijeron que el juez estaba
recibiendo regalos de la mano de Gavrilo. Ahora él trastornaría todo el asunto, y ya el maestro de la
comunidad había escrito otra demanda al zar mismo. Esta vez era acerca de Iván. Aquí se mencionaba
todo el asunto sobre el perno de enganche y sobre la huerta. Y hasta dijeron que muy pronto la mitad
de la casa de Iván sería de ellos. Mientras Iván escuchaba todo eso, otra vez a su corazón le dio
escalofrío. Entonces, cambió de opinión en cuanto a hacer las paces con Gavrilo.
En la finca de un agricultor siempre hay muchas cosas para el dueño hacer. Iván no se detuvo mucho
rato para hablar con las mujeres, sino que salió de la casa a la era y luego al cobertizo. Antes de
terminar con todo lo que tenía que hacer, el sol se había puesto y los muchachos ya regresaban de la
finca. Ellos habían arado un doble cultivo en preparación para el maíz primaveral. Iván indagó acerca
de cómo iba el trabajo, los ayudó a entrar los caballos y puso a un lado el collar roto de un caballo
para arreglarlo. Mientras él ponía varias varas debajo del cobertizo, llegó la noche. Entonces, decidió
dejar el resto de los postes hasta el otro día. Luego se puso a darle un poco de forraje a las vacas,
abrió el portón, dejó salir los caballos que Tarasca se iba a llevar a pastar en la noche, y después cerró
el portón.
“Ahora, a cenar, y a la cama”, pensó Iván, dirigiéndose a su cabaña. Ya en este momento, él se había
olvidado completamente de todo lo que su padre le había dicho. Pero tan pronto agarró el tirador del
portón para entrar por la entrada principal, él escuchó a su vecino, al otro lado de la empalizada de
mimbre, maldiciendo a alguien en voz ronca.
—¡Ese maldito! —gritó Gavrilo—. ¡Que se muera!
Estas palabras hicieron que el odio que Iván le tenía a su vecino explotara. Pero Iván se quedó ahí,
parado por un momento, escuchando el regaño de Gavrilo. Luego Gavrilo se tranquilizó y entonces
Iván se dirigió a su rancho.
Dentro de la casa, ya los demás tenían las luces encendidas. La más joven estaba sentada en la
esquina, tras la rueca. La esposa de Iván estaba preparando la cena, el hijo mayor estaba haciendo
una banda para los zapatos de tilo, el segundo estaba a la mesa leyendo un libro y Taraska estaba
preparándose para luego llevar a los caballos a pastar .
Cuando Iván entró a la sala, él estaba enojado y taciturno. Él tumbó el gato del banco y regañó a las
mujeres porque la tinaja no estaba en su lugar. Entonces se sentó, ya del todo ceñudo y muy
pensativo, para remendar el collar del caballo. Pero, no podía olvidar las palabras de Gavrilo, con las
cuales lo había amenazado en la corte, ni tampoco lo que él había dicho acerca de alguien, hablando
en una voz ronca: “¡Que se muera!”
La esposa de Iván estaba apresurándose para que Tarasca pudiera comer algo antes de irse. Cuando el
muchacho terminó de cenar, él se puso su zamarra, tomó un pedazo de pan y se fue a acarrear las
yeguas en la carretera. Iván se levantó y se dirigió al pórtico. Afuera estaba oscuro como boca de lobo,
y un viento se había levantado. Él bajó del pórtico y ayudó a su hijo mayor a montarse en el caballo. El
joven bajó los potrancos y él se quedó mirando y escuchando, mientras Taraska bajaba hacia el
pueblo donde se unió a otros muchachos con sus caballos. Iván esperó… hasta que todos se perdieron
de vista. Mientras él estaba allí, parado en el portón, las palabras de Gavrilo no se le salían de la
cabeza: “Algo de él arderá mucho más.”
“Él no lo pensará dos veces para hacerlo”, se dijo Iván. Todo está muy seco y el viento sopla. Él vendrá
por cualquier lugar desde atrás, le pegará fuego a la casa y saldrá impune. ¡El villano ese! ¡Si tan sólo
pudiera agarrarlo en el acto mismo, entonces sí se saldría con la suya!”
Este pensamiento turbó a Iván tanto que Iván no regresó al pórtico, sino que se dirigió a la carretera.
Entonces, saliendo afuera, dobló por el portón. “Déjame examinar el patio. ¡Quién sabe lo que él se
está planeando!”
Iván caminó silenciosamente al lado del portón. Él había acabado de doblar en la esquina, miró por la
empalizada y le pareció que algo se meneó en el fondo. Vio como que algo se había parado y se había
bajado otra vez. Iván se detuvo y se puso a escuchar y a observar a su alrededor. Todo estaba en
calma... sólo que el viento hacía a las hojas del sauce susurrar y a la paja crujir. Aunque estaba oscuro
como boca de lobo, cuando los ojos de Iván se acostumbraron a la oscuridad él pudo ver la esquina
más lejana, el arado y la casa de azotea. Él se paró y se quedó mirando por un rato, pero ahí no vio a
nadie.
“Parece que vi mal”, pensó Iván. “Pero, de todos modos, déjame darme una vuelta.” Entonces se
acercó al cobertizo sin hacer mucho ruido. Pero, al llegar a la esquina, algo pasó como un rayo cerca
del arado y desapareció otra vez. A Iván le saltó el corazón y se detuvo. Al pararse, él pudo ver algo
pasando como un relámpago, y claramente vio que era un hombre que estaba de espaldas con una
gorra en la cabeza. El hombre estaba de cuclillas y pegándole fuego a un manojo de paja en sus
manos. El corazón de Iván palpitó agitadamente como el de las aves. Entonces esforzando cada
nervio, él se abalanzó con grandes zancadas a penas tocando el suelo.
“¡Ajá!” pensó Iván, “ahora sí que no se me escapará. ¡Lo agarraré en el acto mismo!”
Pero, antes de Iván poder recorrer otros dos tramos de la empalizada, una llama salió, bebiéndose a
lengüetadas la paja de la casa de azotea y se estaba subiendo al techo. Más abajo estaba Gavrilo, y
toda su figura se podía ver claramente.
Como un halcón se abalanza sobre una alondra, así Iván se lanzó contra Gavrilo, el Cojo.
“Lo voy a hacer pedazos”, pensó él. “Hoy no se me escapará.”
Pero Gavrilo debió haber oído sus pasos, porque salió corriendo por el cobertizo con más rapidez que
una yegua.
—¡No te me escaparás! —gritó Iván, lanzándose sobre él.
Casi lo agarró por el cuello, pero Gavrilo se le escapó. Entonces, Iván lo agarró por el borde de la
chaqueta. El borde de la chaqueta de Gavrilo se rompió, y entonces Iván cayó al suelo. Iván se levantó
de un salto.
—¡Corran, agárrenlo! —y otra vez salió corriendo.
Mientras tanto, Gavrilo ya casi había llegado a su propio patio, pero Iván lo alcanzó. Ya él lo iba a
agarrar, pero en ese momento algo le dio un golpe que lo dejó aturdido; fue como si una piedra le
hubiera dado en la cabeza. Pero fue que Gavrilo había tomado un poste de roble que había en el patio
y cuando Iván llegó hasta él, le dio un garrotazo en la cabeza con todas sus fuerzas.
Iván tambaleó, vio estrellitas... y entonces todo se le oscureció. Por último, él cayó al suelo. Cuando él
volvió en sus sentidos, ya Gavrilo no estaba. Estaba tan claro como si fuese de día, y en su patio algo
crepitaba y crujía como una máquina en trabajo. Iván dio media vuelta y vio que su cobertizo trasero
se hallaba envuelto en llamas y que el cobertizo de al lado se estaba empezando a quemar. El fuego,
el humo y la paja que se estaba quemando, todo se dirigía a la casa.
—¿Qué es esto, amigos? —gritó Iván, levantando sus manos y golpeándolas en sus piernas—. ¡Si tan
sólo yo hubiera sacado las llamas de la casa de azotea y la hubiera apagado! ¿Qué es esto, amigos? —
repitió.
Él quiso vocear, pero casi se sofocó. No tenía nada de voz. Él quería correr, pero sus pies no se movían.
Los mismos tropezaban el uno con el otro. Él trató de caminar lentamente, pero tambaleaba y casi se
desmayó. Entonces se quedó quieto en el mismo lugar. Otra vez inhaló aire. Entonces, empezó a
caminar muy despacio. Antes de él llegar al fuego, el cobertizo de al lado ya estaba ardiendo en
llamas. Las llamas estaban brotando de la casa y era imposible entrar al patio.
La gente acudió corriendo, pero ya no se podía hacer nada. Los vecinos comenzaron a sacar sus cosas
de sus propias casas y también sacaron el ganado de sus cobertizos. Después de la casa de Iván, la de
Gavrilo también ardió en llamas. Un enorme fuego que se había levantado llevó parte de las llamas al
otro lado de la carretera. La mitad de la aldea se quemó totalmente.
Lo único que se salvó de la casa de Iván fue el ancianito, a quien sacaron cargado, y el resto de la
familia saltó por la ventana sólo con la ropa que tenía puesta. Todo lo demás se quemó, excepto los
caballos que estaban en el pasto. El ganado que estaba dentro del cobertizo se quemó, las gallinas se
quemaron dentro de sus gallineros, las carretas, los arados, las gradas, las cómodas de las mujeres
con todas sus ropas, el grano en el granero; en fin, todo se quemó. Se quemó por un largo tiempo...
por toda la noche. Iván se paró cerca de su patio y se quedó mirándolo y diciendo:
—¡Qué es esto, amigos?! ¡Si tan sólo yo hubiera apagado el fuego!
Cuando el techo de la casa se derrumbó, Iván se apresuró al lugar del incendio, agarró un tizón y trató
de sacarlo. Las mujeres, al verlo, empezaron a llamarlo para que regresara, pero él sacó un tronco, y
cuando fue a sacar el otro perdió el equilibrio y cayó en las llamas. Entonces su hijo salió corriendo y
lo sacó. A Iván se le quemó su cabello y la barba; también se le quemó la ropa y en sus manos le
salieron ampollas, pero él no sintió nada de eso.
La gente sólo decía:
—Su tristeza lo ha privado de sus sentidos.
El fuego se apagó, pero Iván todavía estaba allí parado, diciendo:
—¿Qué es esto, amigos? ¡Si tan sólo yo lo hubiera sacado todo a tiempo!
A la mañana siguiente, el anciano de la aldea mandó a su hijo a buscar a Iván.
—Tío Iván —dijo el muchacho—, el padre de usted se está muriendo y él lo mandó a buscar para
despedirse.
Iván había olvidado todo sobre su padre y no entendió nada de lo que se le estaba diciendo.
—¿Qué padre? —dijo él—. ¿A quién mandó a buscar?
—Él lo mandó a buscar a usted para despedirse. Él está en nuestra casa, muriéndose. ¡Venga, tío Iván!
—dijo el hijo del anciano halándolo por el brazo. Iván siguió al muchacho.
Mientras estaban sacando al anciano de la casa, algo de paja encendida le había caído encima,
quemándolo gravemente. Entonces se lo llevaron para la casa del anciano de la aldea, en un lugar de
la aldea muy distante, en donde el fuego no alcanzó.
Cuando Iván llegó donde se encontraba su padre, sólo estaba la esposa del anciano y algunos niños
acostados en la cuna. El resto estaba mirando el fuego. El anciano estaba acostado en un banco,
mirando hacia la puerta. Cuando su hijo Iván entró, él se conmovió un poco. La anciana fue a donde él
estaba y le dijo que su hijo había llegado. Él le mandó a decir que se acercara. Iván se acercó y
entonces el anciano le dijo:
—¿Qué yo te dije, querido Iván? ¿Quién quemó la aldea?
—¡Él lo hizo, padre! —le dijo Iván—. Yo lo agarré en el acto mismo. Yo lo vi con mis propios ojos
pegarle fuego a los aleros. Si tan sólo yo hubiera agarrado el manojo de paja encendida y lo hubiera
apagado… eso no habría acontecido.
—Iván —le dijo el anciano—, el día de mi muerte ha llegado, y tú también morirás. ¿Quién pecó?
Iván se quedó mirando a su padre fija y silenciosamente. Él no podía decir ni una sola palabra.
—Hijo, habla ante la presencia de Dios, ¿quien pecó? ¿Qué fue lo que yo te dije que hicieras?
No fue sino entonces que Iván recobró el juicio y entendió todo. Entonces, él tosió y dijo:
—¡Mía, mi querido padre! La culpa es mía.
Y cayendo en sus rodillas, ante su padre, lloró diciendo:
—¡Oh, padre, perdóneme! Yo soy el culpable ante Dios y ante usted.
—¡Gloria a Dios! ¡Gracias te doy a ti, Señor! —dijo el anciano, fijando nuevamente la vista en su hijo.
—¡Iván, mi querido Iván!
—¡Hable, mi querido padre! ¿Qué hay que hacer ahora? —Iván estaba llorando—. ¡Yo no sé cómo
debemos vivir ahora, padre! —dijo él.
El anciano cerró sus ojos, como si fuera a juntar todas sus fuerzas, se mojó los labios un poco y,
abriendo sus ojos, otra vez, dijo:
—Tú tendrás éxito. Mientras estés con Dios, tendrás éxito.
El anciano se quedó en silencio por un rato. Entonces, sonrió y dijo:
—Recuerda, Iván. No debes decir quién causó el fuego. Cubre la falta de tu prójimo. Perdona, de la
misma forma que Dios nos lo ha ordenado.
Entonces el anciano exhaló un suspiro, se estiró y murió.
Iván nunca le dijo a nadie que Gavrilo había comenzado el incendio aquella noche.
A partir de aquel momento el corazón de Iván se suavizó para con Gavrilo. Su peor enemigo se
maravilló de Iván por no haberle dicho a nadie lo referente al incendio. Al principio, Gavrilo estaba
asustado de Iván, pero luego él perdió ese temor. Los hombres cesaron las risas y entonces las
mujeres hicieron lo mismo también. Mientras ellos reconstruían sus casas, las dos familias vivieron
bajo el mismo techo. Cuando la aldea fue construida nuevamente, y junto a ello las casas de los
labradores, Iván y Gavrilo, una vez más, escogieron ser buenos vecinos.
Entonces las familias de Iván y Gavrilo vivieron amablemente, al igual que como sus padres habían
vivido. Iván Shcherbacov tuvo en cuenta el mandato de su padre y la ordenanza de Dios de apagar el
fuego al principio. Si alguien le hacia algún daño, él no trataba de vengarse del hombre, sino de
arreglar el problema. Y si alguien se burlaba de él, entonces no respondía con palabras peores aún,
sino que le enseñaba a las personas a no hablar mal de nadie.
Y eso mismo él les enseñó a las mujeres y a sus hijos que hicieran.
Así fue como Iván Shcherbacov exitosamente se afirmó sobre sus pies una vez más y empezó a llevar
una vida más piadosa y prosperó como nunca antes había prosperado.

Capítulo 12
Cinco minutos en el infierno
Hace poco, un tío mío me impresionó con una declaración que hizo. La certeza y realidad de lo que él
dijo ha dado origen a este escrito. Él dijo: “Nunca demores en informarle a la gente sobre el infierno.”
Lo siguiente es una descripción gráfica de la condición de un alma perdida en la eternidad. Se refiere a
una esfera más allá de la comprensión de los mortales. Aunque la advertencia de esta historia
contiene cierto grado de especulación, la misma es merecedora de una contemplación meditabunda
de cada lector. En ella se nos recuerda que en el hecho de simplemente ser un cristiano profesante no
hay seguridad de que uno sea salvo. Al publicar lo siguiente, nuestra oración es que las almas sean
conmovidas a escudriñar más diligentemente la Palabra de Dios, la cual es poderosa en convencer a
las almas perdidas, antes de que la puerta de la misericordia sea eternamente cerrada.
En lugar de tratar el tema versículo por versículo, quisiéramos presentar la historia de un hombre,
cuya experiencia podría ser, tarde o temprano, la de usted o la mía. Creemos que la historia armoniza
con las Sagradas Escrituras. Sin embargo, reconocemos que el estado preciso y la secuencia de los
eventos en el Más Allá a lo mejor tendría sus discrepancias de esta historia.
El hombre sabe que ya le falta poco. La enfermedad de su vejez lo ha debilitado hasta el punto de
muerte. Según el criterio humano, él ha vivido una vida agradable. Su pequeño imperio no fue
construido sino con las adversidades usuales, las frustraciones normales, y esas largas y penosas
horas de la juventud. Él ha experimentado los encantos y las frustraciones de ser padre y abuelo. Él
sufrió la muerte de una buena e insólita compañera a quien é1 consideraba ser casi perfecta, de no
ser ella tan espiritual y tan fiel adoradora de Jesucristo, a quien ella constantemente llamaba Señor.
Sus hijos y nietos habían tenido tanto éxito como la mayoría de sus contemporáneos. Algunos mucho,
y otros no tanto. Aunque él es pronto para admitir que no tiene la fe de su difunta esposa, pues nunca
ha sentido la necesidad de tener tal fe, sin duda alguna é1 no habrá vivido tan mal. Por lo mucho que
respetaba a su esposa, ya hace unos cuantos años que él fue bautizado en la iglesia de ella. Además,
hace años que él ha hecho algo así como un esfuerzo para vivir en conformidad con el estilo de vida
de ella. Él ha provisto para su familia de manera adecuada. É1 le ha dado sumas cuantiosas de dinero
a la iglesia, y ahora les deja una herencia bastante grande a los hijos. Él puede hablar de muchos, aún
en ese mismo instante, en su lecho de muerte, quienes han tenido menos éxito. Así se aquieta el
hombre, mientras muere, con cierta seguridad de que todo el bien que ha hecho sobrepasa el mal.
A é1 le duele tener que dejar esta vida y todo por lo que ha vivido y trabajado. Pero se ha propuesto
que, ya que la muerte es algo inevitable, él sería fuerte y la enfrentaría con orgullo y dignidad. Él
reconocería a la muerte por lo que ella es ─el fin. De manera que él no tiene que apoyarse en la
esperanza de los ingenuos y de los débiles quienes se alegran con la esperanza de una resurrección y
de una mejor vida futura.
A él le había caído mal el hecho de que día que su esposa le dijo que ella quería que Jesucristo fuera
el Señor de la vida de ella. Sintiéndose un tanto celoso, él había consentido ─ amablemente, pero de
mala gana─ al deseo de ella,, porque sabía que eso la hacía feliz. Sin lugar a dudas, la nueva vida y fe
de ella había sido de gran inspiración para él, tanto que él hasta había quedado verdaderamente
persuadido. Pero el orgullo, autoconfianza e intelecto del hombre siempre prevalecían. Había veces
en las que parecía que una fuerza opresiva no lo dejaba hacer una entrega absoluta al Señor. Poco
había hecho su bautismo y su adhesión a la iglesia para aumentar su fe. Sin embargo, todo esto le
había dado a su esposa gran satisfacción, y a la vez ella había suspendido las periódicas súplicas para
que él hiciera a Jesús el Señor de su vida. Aunque si todos estos rumores sobre el cielo y el infierno y
sobre una resurrección eran ciertos, sin lugar a dudas, la posición que él había tomado, más bien,
sería en su favor.
Ya los médicos, las enfermeras, los hijos y los amigos le han dado su ayuda y consuelo final de la
mejor manera posible. Y ahora, según las horas pasan lentamente, el hombre ─ya inconsciente del
lugar donde se halla─ se encuentra esperando ese final momento. Su mente subconsciente
repetidamente lanza esa pregunta tan persistente: “¿Será verdad que la muerte es el fin de todo?”
De repente, él percibe, en lo más profundo de su alma, un espontáneo deseo de volver a vivir su vida
una vez más. Mientras que antes había determinado enfrentar la muerte con dignidad, ahora se halla
completamente convencido de que no quiere morir. Hasta el momento, él había sido capaz de
controlar y extinguir pensamientos desagradables y reflexionantes, pero ahora ellos se quedan con
persistencia vencedora. De algún lugar, dentro de su alma, su espíritu suplica: “¡Oh, déjenme volver a
vivir mi vida una vez más, o de lo contrario, déjenme morir y olvidar todo para siempre!”
El hombre presiente que el fin está muy cerca, y mientras su alma se sacude de temor él grita: “¡No-o-
o... no-o-o-o-ooo!”
Pero el cambio ya ha sido hecho...
El hombre sabe que está ausente del cuerpo, y un nuevo temor punza su alma al darse cuenta de que
la muerte no es el fin de todo. Él presiente que acaba de ser confinado a un abismo tenebroso. Su
estado de aislamiento aumenta su angustiado temor de lo que le pueda estar esperando. Él no tiene
ningún conocimiento de dirección ni de tiempo, sólo el conocimiento de su alma turbada. La brumosa
oscuridad es cada vez más opresiva y todas las emociones de temor, opresión, confusión, soledad e
inseguridad parecen estar concentrándose en el centro de su ser.
De repente, de entre la oscuridad, él ve una luz. Entonces, siente un alivio momentáneo. ¿Acaso no
había leído él testimonios de personas que habían dejado sus cuerpos y más tarde habían vuelto de
regreso? ¿No han descrito ellos un túnel tenebroso con una Luz al final, diciendo que tal Luz es el
Señor? El hombre se reprende a sí mismo por ser tan temeroso. Al fin y al cabo, todo saldría bien.
Quizás él, también, regrese a su cuerpo.
Entonces, tan pronto como la luz resplandece en toda su gloria, el hombre en verdad halla su cuerpo.
Entre emociones ligadas de sorpresa y débil esperanza, él se halla a sí mismo parado a cierta distancia
de un impresionante y deslumbrador trono de tremenda brillantez. Él se encuentra silenciosamente
rodeado de un inmenso mar de personas fallecidas, tan inmenso que ojo humano no puede abarcar.
La vasta multitud de todo linaje y lengua y pueblo y nación está ahí, parada en silencio, encantada por
la imponente magnificencia del majestuoso trono y del Ser allí sentado cuyo semblante es más
resplandeciente que el jaspe mismo. Con casi el mismo interés, el hombre se fija en el infinito número
de los gloriosos seres que rodean el trono, de los cuales él, acertadamente, adivina que son los
ángeles de Dios.
El hombre aún no se halla al tanto del paso del tiempo. Sin embargo, se encuentra cabalmente
sorprendido de cuán bien él puede ver y sentir. Mucho le molesta el extraño silencio que existe. Él
presiente que es un extranjero, y a la vez un prisionero, limitado a un lugar asignado por alguien en
medio de este inmenso océano de gente. Él se halla invadido por sentimientos de temor y angustia al
saber que cierta fuerza irresistible le insta a él y a la multitud delante de él a acercarse a la basa del
gran trono blanco. El trono, impresionante y glorioso a cierta distancia, es ahora completamente
cautivador. El hombre observa a los ángeles de Dios ascendiendo y descendiendo esa altísima y ancha
escalera que lleva a ese glorioso Ser sentado a la cumbre. Tal Ser no es nada mas ni nada menos que
el mismo Dios viviente, y está sentado mucho más arriba y más allá de la basa del trono. La gran
multitud es guiada a subir al trono.
Mientras el hombre se queda absorto con la actividad de los santos ángeles, y el olor del incienso
celestial tapa sus narices, algo brillante le rodea. Entonces él recibe el firme asimiento de las manos
de ángeles alrededor de sus brazos. El primer sonido que él escucha es el de su propia voz:
—¡Esperen, yo no estoy preparado!
A pesar de su temor y alarma, él se sorprende de cuán clara y natural suena su voz.
—¡Venga, señor! —le instan los ángeles, y el hombre se siente propulsado hacia arriba por toda la
escalera. Más y más alto ascienden ellos. El hombre con una preocupación siempre creciente, los
ángeles con semblantes sobrios y silentes. Más y más alto aún suben. El hombre ni siquiera puede
mirar hacia arriba. Él, ya vencido por su indisposición de proseguir, les ruega a los ángeles que se
detengan. Pero ellos continúan ascendiendo. Ahora sí que é1 está al tanto del tiempo, ya que se da
cuenta de que su tiempo se ha terminado.
—¡Suéltenme, por favor! —protesta el hombre. Pero ellos continúan ascendiendo. Más y más alto
siguen subiendo. Más y mucho más alto suben. Cuando la altiplanicie final es alcanzada y los ángeles
le sueltan, el hombre abre lentamente sus ojos, ya que los había cerrado por el terror. Él se sobresalta,
y a la vez queda deleitado por lo que ve. Las emociones de un éxtasis laten en él, mientras que sus
deleitados ojos reciben un baño del celestial esplendor y la hermosura panorámica. Ante él se halla la
más prometida de todas las tierras. Hasta ahora él puede ver, ¡y cuan bien puede escuchar! Ahora
escucha el más suave de todos los cánticos y el más hermoso paisaje cautiva su vista. Ante él se abre
una gigantesca y asombrosamente bella ciudad, con calles de puro oro, alineadas con majestuosas
mansiones celestiales con sus fuentes de aguas que saltan para vida eterna. La ciudad florece con
multitudes de felices santos y rebosa con las dulces canciones de ellos. El hombre nunca pensaba que
algo pudiera ser tan puro y opulento. Él nunca se había imaginado que algo fuera tan grandioso y a la
vez tan real. El deseo de dar un paseo por las calles de la ciudad es irresistible. Mientras él
inspecciona cierta parte del grandioso paraíso, su mirada es repentinamente atraída por una santa en
particular, cuyo semblante irradia de felicidad, gloria y esplendor. ¡Cuán angélica, bella y pura es ella!
Y, a la vez, ¡cuán familiar! Entonces, él la reconoce: ella era su querida esposa. El hombre les ruega a
los ángeles que le permitan entrar a la ciudad. Mientras él lo hace, la ciudad se desvanece de su vista
y el hombre se halla con los ojos clavados en el rostro del Dios viviente.
El hombre se queda parado como una estatua: serio y estupefacto. La resplandeciente y penetrante
mirada del Altísimo se abre paso hacia el hombre como una espada. ¡Cuánto desea él poder escapar o
huir y esconderse! ¡Cuánto desea él al menos cerrar sus ojos... pero no puede! Ahora él está
encarcelado y asegurado por la penetrante mirada del Altísimo. La desesperada y desilusionada
sensación de su alma casi ha llegado al limite y él siente un fuerte deseo de vociferar de
desesperación. A él le parece que ya ha durado toda una eternidad contemplando la sobreponiente
presencia de Jehová Dios. Al hombre le llega un grandísimo deseo de morir y olvidar todo para
siempre. ¡Cuánto desea el nunca haber nacido, el nunca haber vivido! ¡Cuánto desea el que todo esto
tan sólo fuera una pesadilla para entonces, a la mañana siguiente, poder echar mano de la vida eterna
y aceptar y amar al Señor Jesucristo con toda su alma y con todas sus fuerzas!
Mientras él sigue mirando fijamente la faz de Dios, él ve también al señor Jesucristo en el seno del
Padre. El semblante del Hijo de Dios se ve muy triste y el hombre sabe que es porque él ha rechazado
la salvación que el Señor Jesucristo había ofrecido con tanta liberalidad. El hombre trata de vociferar y
pedir misericordia, pero sus labios están completamente sellados.
Enseguida, el gran Creador habla con voz tronante, autoritativa y final:
—He aquí, yo he hecho nuevas todas las cosas. El cielo y la tierra pasarán, pero Mi palabra nunca
pasará. Está establecido para los hombres que mueran una sola vez. Y ahora este es el juicio. Este es
el día que Yo establecí para juzgar al mundo en justicia por Aquél que Yo he puesto por Juez de vivos y
muertos. No eran Mis planes que el hombre viviera de pan solamente, sino de toda Palabra que
saliera de Mi boca. Comprendí que todos los hombres habían pecado, y por lo tanto se hallaron
destituidos de Mi gloria. Por esta razón, di a Mi Hijo unigénito, para que todo aquél que en Él creyese,
no se perdiera, sino que tuviera vida eterna. Yo no Le mandé al mundo para condenar al mundo, sino
para que el mundo fuera salvo por Él. Era Mi deseo que todo lo que el hombre hiciese, fuera de
palabra o de hecho, que lo hiciera en el nombre de Jesucristo, dándome gracias a Mí por medio de Él.
Yo mismo estuve contemplando cuando Él llevó todos los pecados en la cruz del Calvario, para que el
hombre, habiendo muerto al pecado, Me diera todo su amor y pusiese su mira en las cosas de arriba.
Él ha regresado a Mi diestra, después de Yo haberle resucitado de los muertos para la justificación de
todo hombre. Con regocijo miraba yo cuando las multitudes Le recibían como Salvador y Señor, y
vivían, sufrían y hasta morían por Él. No fue sino con gran pesar que yo borré los nombres de muchos
del libro de la vida por ellos haber apostatado y dejado de andar con Él. ¡Cuán triste Me sentía Yo al
ver grandes multitudes rechazarle y no recibirle como su Salvador y Señor, por sólo vivir según sus
propias fuerzas y egoísmo! Ahora, en este día, el día de la consumación de Mi justo juicio, Yo pagaré al
hombre según sus obras. Y el que no se halle inscrito en el libro de la vida será lanzado en el lago de
fuego.
El horror punza el alma del hombre como una daga. Los libros son abiertos, y otro libro es abierto, el
cual es el libro de la vida del Cordero. El hombre ve también la Palabra de Dios escrita, y aun otro libro
que contiene cada una de sus acciones, hechos, pensamientos e intenciones. ¡Hasta cada palabra
ociosa que él había hablado!
Nuevamente, la eternidad parece pasar según cada página de su vida es explicada en todos sus
pormenores. No fue sino hasta ahora que el hombre supo cuán malo era él ante los ojos de Dios. Aun
las muchas páginas que él había llenado con las buenas cosas que él había hecho, para el Santo sólo
eran como obras muertas, por no haberle dado a Dios la gloria, ni a Jesús la supremacía. Cada
mandamiento de la Palabra de Dios es leído de forma lenta y clara. También se escucha la explicación
de cada uno de ellos hasta en sus menores detalles. Ahora el hombre ve con inmensa claridad cuán
inútil le era pensar que tenía acceso al Altísimo sin Alguien que pudiera presentarle sin mancha ante
este gran trono de gloria. Nunca antes él había comprendido cuánto necesitaba de un Salvador.
Al hombre se le permite leer cada nombre escrito en el libro de la vida del Cordero. El dolor es
insoportable al darse cuenta de que no sólo su nombre no se halla, sino también los nombres de
muchos de sus hijos y nietos. Entonces, cuando él ve escrito los nombres de algunos que él conocía, a
veces familias enteras, la envidia le consume. ¡Cuánto desea él poder regresar y verdaderamente ser
la cabeza de su familia y proveer el liderazgo espiritual que Dios había planeado que él proveyera! De
entre todos los nombres escritos en aquel libro de la vida, el que más le saca las lágrimas es el
nombre de la persona con quien más cerca había vivido. Sin embargo, nunca la había llegado a
conocer del todo, porque su fe y confianza grandemente sobrepasaba a la de él. El Paraíso le había
arrebatado a la única persona que él verdaderamente amaba.
Los ángeles a cargo, lentamente escudriñan la larga lista de nombres en el libro de la vida, página por
página. Al fin, la última página es escudriñada, y los ángeles solemnemente inclinan sus cabezas. El
hombre, bien enterado del veredicto, cae pesadamente sobre sus rodillas.
—¡Por favor, no me hagan esto! —ruega el hombre—. ¡Por favor, denme otra oportunidad! ¡Por favor!
¡Yo creo que Jesucristo es el Señor! —grita él, sollozando histéricamente—. ¡Señor, ayúdame! —ruega
él al levantar la vista y al ver el rostro de Jesús en el semblante del Padre. ¡Por favor, no me dejen
perecer! Yo he hecho muchas buenas obras. ¡Oh, denme un solo chance! Tal vez yo era muy orgulloso
como para creer antes, pero ya yo creo con todo mi corazón. ¡Por favor, Señor, por favor!
Nadie le presta atención alguna a la sincera explosión de ese hombre tan acongojado, mientras que el
gran Juez del cielo y la tierra solemnemente declara:
—Todo el que no se halle inscrito en el libro de la vida será lanzado al lago de fuego. ¡Apártate de mí,
hacedor de maldad, al fuego eterno, preparado para Satanás y sus ángeles!
Ahora el hombre, ya demasiado débil por su desesperación como para protestar, no hace resistencia,
mientras que los ángeles lo llevan a las basas del trono. Antes de su partida, ¡cuánto le gustaría a él
poder volver a echarle tan sólo un vistazo más a aquella ciudad tan hermosa! Pero él está demasiado
cegado por sus lágrimas como para poder ver, por lo tanto, no podría, aunque tuviera la oportunidad.
Él queda estupefacto al sentir la inmensa fuerza que tienen los ángeles mientras ellos lo arrojan hacia
afuera con tremenda velocidad. Casi al mismo instante, todo se vuelve oscuro, opresivamente oscuro.
Entonces cae una espesa y brumosa oscuridad. No se ve ni el menor rayo de luz, ni siquiera la menor
señal del gran trono blanco.
A lo mejor él ya se encuentra a una inmensa distancia del trono. Él siente que cada segundo va
cayendo con más y más velocidad. Más y más abajo cae él, sin parar, bajando a toda velocidad.
—¡Por favor, ayúdenme! —grita el hombre en esa opresiva oscuridad—. ¡Ayúdenme, por favor!
El silencio sigue por lo que parece ser muchas horas, mientras que el hombre continúa cayendo.
Nuevamente el hombre grita:
—¿Es que no hay nadie aquí que me escuche? ¿Soy yo el único aquí? ¿No hará nadie el favor de
detener mi caída? Entonces el hombre instantáneamente se sobresalta al oír la recia voz de un
demonio replicar:
—¡Bienvenido a las tinieblas de afuera, coheredero de condenación! Prepárate para pasar un rato
aquí.
Un nuevo temor se apodera del hombre al acabar de saber que tiene que compartir estas opresivas
tinieblas con espíritus inmundos.
—¡Despégate de mí, enseguida! —grita el hombre en una voz tan tronante que produce un eco casi
interminable en las tinieblas. Pero el demonio no obedece. El opresivo espíritu del demonio se agarra
del hombre cual parásito hambriento.
—¡Vamos juntos al infierno! —le secretea el demonio—. Es un viaje muy largo y nos necesitamos
mutuamente.
—¡Yo no te necesito! —se sacude el hombre, moviéndose y pateando violentamente—. ¡Yo sólo
necesito a Jesucristo! ¡Oh, Señor, escúchame y líbrame ahora!
—¿Cómo te atreves a mencionar ese denigrante nombre? —chilla el demonio histérico—. ¡Yo lo odio!
¡Lo odio! No te atrevas a mencionar ese nombre otra vez, ¿entiendes?
El hombre se sacude de dolor mientras que el demonio le retuerce el cuerpo y oprime su alma.
—¡Suéltame, por favor! ¿Es que no tienes compasión?
—¡Sí, cómo no! —se burla el demonio—. Es que me atraes tanto. Quiero que siempre estés a mi lado.
Ahora el demonio lo sostiene más de cerca.
El hombre lucha por liberarse, pero en vano.
—¿Te acuerdas de los momentos tan felices que pasamos juntos en la tierra? —lo atormenta el
demonio—. ¡Cuánto me gustaba llenarte de rebeldía y arrogancia! Yo te mantenía creyendo que tú
eras el más autosuficiente de todos los hombres. Cuando tu esposa casi te convenció a entregar toda
tu vida a ese denigrante Hijo de Dios —ahora el demonio vibra de odio y temor— yo temí que te
había perdido. ¡Pero cuán orgulloso estaba yo cuando te persuadí a tan sólo creer que creías! Ese fue
un bautismo que yo verdaderamente disfruté del todo.
—¿Cómo te atreves a atormentarme así? —grita el hombre—. ¡Tú no eres más que un demonio vil y
repugnante, una bestia maligna!
—¡Y tú no eres más que un torpe, un estúpido, un necio ignorante! —cruje el demonio—. Sin
embargo, yo te adoro mucho —con esto, el hombre se estremece de dolor, mientras el demonio le
abraza su alma.
Pero el demonio tiene una excelente memoria y, por lo que parece ser muchos días, él le recuerda
evento tras evento de la vida pasada del hombre, siempre pretendiendo victoria.
Nuevamente, el hombre escucha los detalles de todas las inconsistencias de su vida pasada, sus
arranques de cólera, su orgullo, su egoísmo, su indiferencia hacia los demás, sus chismes, sus chistes
sucios, sus necedades y hasta todas sus diversiones tumultuosas. Aunque fuera algo que aconteció
una sola vez en su vida, el demonio lo relata una y otra vez. Él se burla de todas las cosas buenas que
el hombre había hecho. Él le puso al hombre una miríada de nombres obscenos, pero siempre le
aseguraba que lo adoraba mucho.
Por todo este tiempo, el hombre continúa cayendo en el tenebroso abismo. Ya él ha perdido la más
remota esperanza. Entonces él sigue cayendo por lo que parecen ser días, meses y luego años. Sin
duda alguna, Dios lo salvaría pronto. El horrible demonio es insoportable y el hombre le ruega que lo
mate. Pero el demonio le asegura que él lo ama demasiado como para hacer tal cosa.
Después de lo que parecen ser muchos días, para alivio al hombre, el demonio se aquieta de manera
extraña. Entonces, voluntariamente, se despega del cuerpo del hombre. A lo lejos, el hombre ve una
luz débil, sombría y parpadeante. De ninguna manera la luz alivia su opresión. Cuando él huele el
terrible olor de carne humana quemándose, entonces se da cuenta que esa lejana luz parpadeante no
es nada mas ni nada menos que el sulfuroso lago de fuego. Helado de miedo, el hombre cruje sus
dientes. Lo que a él le parecía ser castigo suficiente, no era mas que simplemente el principio. Las olas
de viento caliente soplan contra su cara y el humo sulfuroso inunda su nariz. Los gritos le explotan el
tímpano del oído ─gritos acompañados de los gemidos sepulcrales y los hoscos gruñidos de almas
torturadas. Pero lo peor de todo es un estrepitoso y misterioso sonido; algo como billones de uñas
raspando una gigantesca pizarra.
—¡Oye qué sonido más bonito! —ruge el demonio después de un largo silencio—. Ése es el sonido de
crujir de dientes. Abrázame estrechamente, querido. Nos estamos aproximando al infierno.
Ahora el hombre no puede ver por el espeso humo. El calor es sofocante. Todos sus músculos están
rígidos; sus puños, bien cerrados; su carne, chamuscada.
—¡Esto es insoportable! —grita el hombre.
—¡Necio! —chilla el demonio—. ¡Ni siquiera hemos llegado!
Al instante, este nuevo temor se comprende. El hombre chilla de dolor. El demonio maldice al Señor
Jesucristo con una blasfemia infernal. Mientras el hombre se hunde en el infierno, él siente como si
miles de espadas cortaran cada fibra de su cuerpo. El hombre chilla, patea y se convulsiona mientras
cada nervio y cada fibra suya arde sin consumirse.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Auxilio! —grita el hombre sofocadamente—. ¡Yo no quiero ir al infierno! ¡Yo odio
el infierno! ¡No soporto estar en el infierno! ¡Estoy dispuesto a hacer todo lo posible por salir de este
infierno! ¡Alguien que me ayude, por favor!
—¡Tú no recibirás ninguna ayuda, buen imbécil! —bufa el también torturado demonio—. A menos
que el buen Lucifer halle alguna salida, ninguno podrá salir de aquí. Así es que mejor lo disfrutas y
deja tus lloretas por ayuda. Tú debiste haber pedido ayuda cuando estabas vivo. Quizás entonces tú y
tu familia y tus amigos no habrían tenido que venir aquí a vociferar con tanta fuerza. Pero, ¿y qué más
deberían ustedes esperar, ya que estuvieron bajo la influencia de un maestro en el engaño como yo?
Con esto, hasta el mismo demonio grita de dolor.
Ambos hacen silencio. El hombre se une a la vasta multitud del infierno con sus gritos y gemidos. El
sonido del crujir de sus propios dientes parece ser más agudo que el de los demás. Él grita y gime; se
retuerce y se sacude con la esperanza de algún alivio. Pero no recibe alivio alguno. Su garganta está
muy seca. Ahora su dolor es más intenso.
¡Oh, qué bien caerían ahora esas aguas del bautismo! Y esos quietos y apacibles cultos, bajo la fresca
arboleda, un poco retirado del camino, ¿no serían refrescantes ahora? ¡Oh, qué hermosos serían esos
cantos, aunque algunos fueran lentos, desafinados y sin el debido ritmo! ¡Oh, qué placer sería poder
estar de regreso en casa rodeado por todos los niños y con el himnario y la Biblia a mano! ¡Qué gozo
sería poder negarse a uno mismo y cantar, enseñar y orar con toda la familia en toda sinceridad y
verdad! ¿Por qué era el orgullo tan importante? ¿Por qué era su ego tan grande? ¿Por qué le eran las
cosas terrenales de tanto valor? ¿Por qué las cosas celestiales parecían ser tan aburridas,
insignificantes y de tan poco valor? ¿Por qué había sido tan necio como para negar esa resurrección
tan gloriosa? ¿Por qué el nombre de Jesús le era como cualquier otro nombre? ¿Por qué le parecía
que las ordenanzas de la iglesia eran como algo que uno debía practicar en la iglesia y olvidar del todo
al día siguiente? ¿Por qué no había estudiado mucho más? ¿Por qué no había escuchado más? ¿Por
qué no lo había meditado mejor? ¿Por qué había puesto tanto énfasis en proyectos de construcción,
en cooperativas caritativas y en detalles técnicos legales? ¿Por qué había sido tan tonto como para
olvidar la fe, el amor y la esperanza?
El demonio tenía razón. En verdad él era el más necio de todos los necios.
—¡Oh! ¿Por qué, por qué, por qué... ?
El hombre no entiende por qué Dios deja a uno por tanto tiempo en el infierno. Sin duda, no hay
nadie que sea tan pecador como para merecer estar en el infierno por tanto tiempo. Ya habrán
pasado siglos desde que esas primeras llamas lancinaron su cuerpo. El hombre ha orado una que otra
vez, con tal de poder morir y olvidar todo. Pero el demonio siempre le recuerda que esta es la
segunda muerte.
De repente, el hombre grita con todas sus fuerzas:
—¡Oh, Señor! ¿Por qué nos castigas por tanto tiempo?
—¡Tú, desgraciado necio, ¿acaso no sabes que hemos estado aquí por tan sólo cinco minutos? —
jadea el agonizante y torturado demonio.
—¡¿Cinco minutos?! ¡Mientes! —grita el hombre.
—¡No te miento! —chilla el demonio.
—Entonces, ¿por cuanto tiempo más estaremos aquí? —resuella el hombre en desesperación
absoluta y final.
Ninguna respuesta. Sólo se escucha los crujientes horrores del llameante infierno.
—¡¿Qué por cuánto tiempo?! —le pregunta él.
Entonces el demonio le dice:
—Para siempre...
Presentado con renuencia, pero con mucha oración: Philip J. King, 2555 Wildcat Rd., Greenville, Ohio
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