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tÍtulos recientes EN la colección El premio Nobel de Literatura Orhan Pamuk no se cansa de reivindicar la AHMET HAMDI TANPINAR nació en Estambul

ió en Estambul en 1901 y murió


gran influencia que Paz ha tenido en su escritura y el peso específico e in- en 1962 en esta misma ciudad. Considerado como el escritor
soslayable de la obra maestra de Tanpinar en la literatura turca en general. turco más sorprendente de la pasada centuria, Tanpinar es au-
Sobre el acantilado y otros relatos En Sexto Piso estamos orgullosos de ofrecer al lector en español la oportu- tor de un apasionante universo cultural que rescata las excelen-
Gregor von Rezzori nidad de conocer al fin uno de los puntales de las letras turcas del siglo xx. cias del Imperio otomano. Paz, considerada por muchos como
Paz es una novela cargada de lirismo, en la que los agridulces destinos de la obra maestra de la literatura turca, trata la controversia de la
Los jardines estatuarios los protagonistas –Mümtaz, Nuran, Suat e İhsan– se mezclan continuamente occidentalización del país a partir de un exhaustivo análisis psi-
Jacques Abeille con la belleza y el encanto inmortales de Estambul, hasta el punto de que la cológico de sus personajes. En memoria del autor se celebra el
ciudad deviene mucho más que el fascinante escenario de sus encuentros Festival Literario Tanpinar.
Fūrinkazan. La epopeya del clan Takeda y desencuentros, sus amores y desamores, y se impone como el personaje
Yasushi Inoue principal, inolvidable, de estas páginas.
Con un lenguaje deslumbrante que evoca la atmósfera, los olores y los
La historia de mis dientes colores de Estambul –desde el hechizo atemporal del Bósforo hasta las calles
Valeria Luiselli de Gálata– en un período crucial de la historia moderna de Turquía, Tanpinar
construye la novela alrededor de las tensiones que caracterizan el cambio
El buscador de almas. Una novela psicoanalítica de una época a otra. De las embriagadoras descripciones de la vida bajo
Georg Groddeck el Imperio otomano se transita hacia el nacimiento de la República turca,

Fotografía por cortesía de Kalem Agency


que trae consigo la tensión entre Oriente y Occidente, entre tradición y mo-
Bajo el techo que se desmorona dernidad, tensión que aún se encuentra presente en esta hermosa capital,
Goran Petrović seductora encrucijada en la que dos continentes convergen y se dividen.

El territorio interior
Yves Bonnefoy «Tanpinar es el autor turco más importante de los últimos tiempos».
abc
El patrón
Goffredo Parise «La mayor novela sobre Estambul jamás escrita».
Orhan Pamuk
En el bosque
Katie Kitamura

Jota Erre
William Gaddis

En medio de extrañas víctimas


Daniel Saldaña París
Paz
Ahmet Hamdi Tanpinar
Traducción de Rafael Carpintero Ortega
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Título original
Huzur

Copyright: © 1949, Ahmed Hamdi Tanpinar/Kalem Agency


Primera edición: 2014

Imagen de portada
© Ernest Descals

Traducción
© Rafael Carpintero Ortega

Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2014


París 35-A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, México D. F., México

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Calle los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España

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Diseño
Estudio Joaquín Gallego

Formación
Grafime

Impresión
Kadmos
ISBN: 978-84-15601-72-2
Depósito legal: M-15044-2014

Impreso en España

Este libro ha sido publicado con el apoyo del Ministerio de Cultura y Turismo de la
República de Turquía en el marco del Proyecto TEDA.

El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta


publicación (comunicación) es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no
es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.
Dedico esta novela al Dr. Tarık Emel
A. H. T.
ÍNDICE

Primer a parte
İHSAN 11

I 13
II 25
III 29
IV 39
V 55
VI 83
VII 89

Segunda parte
NURAN 95

I 97
II 113
III 137
IV 147
V 155
VI 167
VII 185
VIII 195
IX 207
X 215
XI 239
XII 251
XIII 275
Tercer a parte
SUAT 297

I 299
II 311
III 325
IV 335
V 347
VI 357
VII 377
VIII 383
IX 389
X 395
XI 405
XII 413
XIII 423

Cuarta parte
MÜMTAZ 429

I 431
II 443
III 453
IV 465
V 485
VI 489

10
Primera Parte
İhsan
I

Desde el inicio de la enfermedad de su primo paterno İhsan,


al que llamaba «hermano», Mümtaz no había salido a la calle
como es debido. Si dejamos de lado asuntos como llamar al mé-
dico, llevar las recetas a la farmacia y traer los medicamentos o
ir a casa del vecino a llamar por teléfono, se había pasado prác-
ticamente la semana entera a la cabecera del enfermo o en su
propia habitación, leyendo, meditando y tratando de consolar
a sus sobrinos. İhsan había estado dos semanas quejándose de
fiebre, malestar y dolor de espalda y entonces la pulmonía
declaró su estado de excepción y, a través de un estado men-
tal de hundimiento, instauró en la casa su sultanato de miedo,
preocupación, tristeza y buenos deseos nunca ausentes en las
lenguas y siempre presentes en las miradas.
Todos se acostaban y se levantaban con la tristeza que les
provocaba la enfermedad de İhsan.
Esa mañana Mümtaz se despertó con dicha sensación de
pesar después de un sueño que los silbatos de los trenes habían
adornado con unos miedos completamente distintos. Eran
cerca de las nueve. Permaneció un rato sentado a un costado de
la cama, pensando. Hoy tenía un montón de cosas que hacer.
El médico le había dicho que vendría a las diez, pero no tenía
por qué esperarlo. Ante todo tenía que buscar a una enfermera.
Como ni Macide ni su tía, la madre de İhsan, se apartaban de
la cabecera del enfermo, los niños estaban muy descuidados.
La vieja criada podía más o menos apañarse con Ahmet.
Pero Sabiha necesitaba a alguien que se ocupara de ella en ex-
clusiva. Ante todo, necesitaba alguien con quien hablar. Pen-
sando en aquello, las cosas de su sobrina le hicieron sonreír
interiormente. Luego se dio cuenta de que el cariño que les tenía
a sus familiares había adoptado una forma completamente dis-
tinta desde que había regresado a la casa: «¿Será todo por la
fuerza de la costumbre? ¿Acaso siempre queremos más a los
que tenemos a nuestro alrededor?».
Para deshacerse de aquella idea, volvió al asunto de la en-
fermera. Tampoco Macide tenía tan buena salud. De hecho,
le sorprendía cómo podía soportar tanto cansancio. Un poco
más de pena o agotamiento podían convertirla de nuevo en
una sombra. Sí, debía encontrar una enfermera. Y a primera
hora de la tarde tenía que pasarse a ver a esa molestia disfra-
zada de inquilino.
Mientras se vestía, se repitió varias veces: «Ese ins-
trumento llamado ser humano…». A Mümtaz, que se había
quedado solo en una época importantísima de la infancia, le
gustaba hablar para sí mismo. «Y ese algo tan particular a lo
que llamamos vida…». Luego su mente regresó a la pequeña
Sabiha. No le agradaba pensar que quería a su sobrina pequeña
solamente porque había vuelto a vivir en la casa. No, estaba
apegado a ella desde el día en que nació. Teniendo en cuenta
las circunstancias de su nacimiento, incluso le estaba agrade-
cido. Muy pocos niños podrían haber traído a un hogar tanto
consuelo y alegría en tan poco tiempo.
Mümtaz llevaba tres días a la caza de una enfermera. Ha-
bía conseguido un montón de direcciones y había hecho innu-
merables llamadas por teléfono. Pero en nuestro país lo que
se busca, se pierde. Oriente es el lugar donde uno se sienta a
esperar. Con un poco de paciencia, todo llega a tus pies. Por
ejemplo, seguro que habría enfermeras que lo llamarían hasta
seis meses después de que İhsan se recuperara. Pero cuando
hacían falta… Ése era el problema de la enfermera. Con res-
pecto al inquilino…
Lo del inquilino era una complicación completamente
distin­ta. Estaba a disgusto desde el día en que alquiló la dimi-
nuta tienda de la madre de İhsan y la consideraba poca cosa.
Pero en una docena de años no se le había pasado por la cabeza
marcharse. Y ahora ese mismo hombrecillo llevaba dos semanas

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enviando continuos avisos en los que solicitaba que alguno de
los caballeros de la casa o bien la señora lo honraran con su
presencia lo antes posible.
Era algo que nadie en la familia acababa de creerse. Hasta
el enfermo se había sorprendido entre fiebres y dolores. Por-
que todos sabían que la única y verdadera cualidad de su inqui-
lino consistía en no ser visto, en ocultarse, en aparecer lo más
tarde y de la manera más difícil posible si no se le buscaba, e
incluso cuando se le buscaba.
En cuanto Mümtaz entraba en la tienda, el inquilino se
ponía unas gafas oscuras como si fueran un talismán de poder,
un arma mágica, se hacía prácticamente invisible tras aquel te-
lón de vidrio y desde allí empezaba a relatar el estancamiento
del mercado, la felicidad de los funcionarios del estado, que
trabajan por un salario fijo, y cómo él dejó su puesto como tal
y se dedicó al comercio por seguir el hadiz de «Quien trabaja
duro es amado por Dios», sí, sólo por eso, por consideración
a aquella frase del Profeta, y se enfadaba consigo mismo y re-
zongaba hasta que por fin:
–Señor mío, ya sabe cuál es la situación, ahora mismo
no es posible, con todo mi respeto hacia la señora. Que me
den una prórroga de unos días. Para mí ella no es la propie-
taria, sino una benefactora. Dios mediante, si se pasa den-
tro de quince días me honrará con su presencia y, al mismo
tiempo, podré darle algo –decía con ambigüedad. Pero en
cuanto Mümtaz cruzaba la puerta para salir, empezaba a ha-
blar de nuevo con voz temblorosa, como si le asustara la
enormidad de su promesa–: Aunque no sé si en quince días
me será posible… –y como no podía decirle claramente:
«Mejor será que no venga, que no venga ninguno de ustedes,
¡para qué van a venir! Como si no me bastara con estar en
este edificio ruinoso, en esta jaula siniestra, ¿encima tengo
que pagarles?», le rogaba intentando retrasar la visita hasta
una fecha lo más alejada posible–: Lo mejor es que vengan
a verme a primeros de mes, o todavía mejor a mediados del
mes próximo.

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Ahora ese hombre al que tan poco le gustaba que lo en-
contraran y controlaran enviaba un aviso tras otro, pregun-
taba por la salud, pretendía que la señora fuera de inmediato
a verlo, o, en su defecto, uno de los caballeros; que quería ha-
blar sobre la parte abandonada del anexo del viejo caserón de-
trás de la tienda y de las dos habitaciones de encima, y que se
estaba retrasando la renovación del contrato. Tenían razón al
sorprenderse.
Así pues, Mümtaz tendría que ir a primera hora de la tarde
al lugar por el que tan de mala gana se pasaba todos los meses
porque ya se sabía de memoria la respuesta que iba a recibir.
Pero esta vez todo era muy distinto. Cuando la noche anterior
su tía le avisó: «Mümtaz, tienes que ir a ver a ese hombre…»,
İhsan no le hizo muecas a espaldas de su madre: «No te canses
inútilmente, sabes lo que te va a decir, date una vuelta por allí
y vuelve». Estaba clavado a la cama, su pecho subía y bajaba
con dificultad.
La relación de İhsan con el inquilino se basaba en la
conciencia de que no valía la pena sufrir en vano una expe-
riencia cuyos resultados eran de sobra conocidos. En cuanto
a Mümtaz, no quería contrariar a su tía, que no era capaz de
quitarse de la cabeza aquel alquiler siendo como era herencia
de su padre. Además, la historia del inquilino daba ocasión
a frecuentes chistes en la vida de aquella gente que vivía tan
junta, en lo que Mümtaz llamaba «la isla de İhsan».
Lo más divertido para todos era cuando Mümtaz regresaba
a casa y le contaba a la anciana la respuesta que había recibido:
la ira de su tía del primer momento («Maldito asqueroso, así
se pudra, viejo chocho») que se convertía lentamente y como
por capas en compasión («Pobre desgraciado, además está en-
fermo el pobre hombre»); por fin la pena («A lo mejor es ver-
dad que no gana mucho»), y luego la búsqueda de una solución
de nuevo («Es lo único que nos queda del caserón grande; si
no, hace tiempo que lo habría vendido y me habría librado de
problemas»); expresiones todas ellas que demostraban que
aquel alquiler que nunca podía conseguir a tiempo sólo era una

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fuente de pesar en su vida. Hasta que un buen día su tía decidía
hacer en persona la visita habitual y como la hija del difunto
Selim Bajá no podía salir a la calle sin que nadie la acompa-
ñara, se enviaba aviso a Üsküdar, a Arife Hanım. Arife Hanım
llegaba el día acordado y, tras su llegada, se iba tomando la
decisión a lo largo de tres o cuatro días seguidos, «Mejor va-
mos mañana a ver a ese tipo», incluso con conatos refrenados
durante visitas a los vecinos o al Gran Bazar, hasta que por fin
un día regresaba a casa con el mismo coche en el que se había
marchado cargado de obsequios.
Porque lo cierto era que sus visitas al inquilino nunca eran
en vano y de inmediato conseguía el dinero aunque sólo fuera
en parte. Tanto a Mümtaz como a İhsan les sorprendía seme-
jante éxito. Aunque en realidad no había nada de sorprendente.
La madre de İhsan apreciaba a Arife Hanım, pero no
aguantaba que hablara tanto. Según se iba prolongando su es-
tancia en la casa, crecía y se multiplicaba aquella afilada in-
quina que tan bien conocía desde su niñez. Por fin, cuando
estaba en su punto, se encargaba un coche, se ponían en mar-
cha sin que Arife Hanım supiera adónde iban, primero dejaba
en el muelle de Üsküdar a la anciana criada con un «Adiós,
Arife mía, ya te volveré a llamar, ¿de acuerdo?», y entonces
iba directamente a la tienda.
Por supuesto, es difícil dar esquinazo a una propietaria
que llega en semejante estado psicológico. Aunque, en rea-
lidad, el pobre hombre lo había logrado en cierta ocasión ar-
guyendo dolor de estómago y cosas parecidas. La primera vez
Sabire Hanım le había aconsejado que tomase infusión de
menta; la segunda una medicación más complicada; pero la
tercera, al oír de nuevo quejas por la misma dolencia, le pre-
guntó: «¿Te has tomado los remedios que te dije?». Y luego,
ante la negativa del pobre hombre, replicó: «Pues entonces no
me vuelvas a hablar de enfermedades». En esa tercera visita el
inquilino supo por fin que no podría evitar a aquella anciana
que oscilaba entre la cólera y los remordimientos. Por eso tan
pronto como llegaba pedía un café para ella, hacía un par de

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cuentas de pega sobre la mesa y en cuanto se acababa el café
le ponía un sobre en la mano y se deshacía de ella. Después de
aquello la señora, montada en su taxi, iba de tienda en tienda
buscando regalos adecuados para todo el mundo y sólo regre-
saba a casa después de haberse gastado hasta la última pias-
tra del dinero recibido. Además, tanto İhsan como Mümtaz
conside­raban que todo aquello de la tienda, el alquiler, el in-
quilino y Arife Hanım, a la que cabía contar como un apéndice,
era el único entretenimiento de la anciana, su único lujo y el
único asunto de importancia que llenaba sus horas vacías, y lo
toleraban porque para ella suponía un consuelo.
De hecho, İhsan Bey toleraba todo lo que se hacía en su
isla y recibía cualquier fantasía y cualquier curiosidad, si no
con una carcajada, sí con una sonrisa. Así lo quería el dueño
de la isla y estaba convencido de que de ese modo todos po-
drían ser felices. Había levantado aquella felicidad a lo largo de
años, piedra a piedra. No obstante, ahora la fortuna le estaba
poniendo a prueba por segunda vez. Porque la enfermedad de
İhsan era grave. «Hoy es el octavo día», pensó Mümtaz. Le ha-
bían dicho que los días pares pasarían con más tranquilidad.
Se sacudió el mal cuerpo que le provocaba no haber dor-
mido bien y bajó. Sabiha, con las zapatillas de Mümtaz puestas,
estaba sentada en el vestíbulo con cara de enojo.
A Mümtaz le resultaba insoportable ver tan callada a aque-
lla niña revoltosa. En realidad, también Ahmet andaba tran-
quilo. Pero él lo era por naturaleza. Era el tipo de persona que
se siente culpable. Sobre todo desde el día en que supo de las
trágicas circunstancias de su nacimiento (¿Quién y cómo se lo
contó? Ninguno de ellos lo sabía. Quizás fue uno de los veci-
nos) siempre se quedaba en su rincón, como alguien extraño
a la casa. Hasta tal punto que si alguien pretendía mimarlo un
poco, lo poseía la idea de que estaban tratando de embaucarlo
y los ojos se le llenaban de lágrimas. Podría haberle pasado a
cualquiera, pero hay quien nace condenado y el junco se parte
por sí solo. Sabiha no era así. Ella era el cuento de hadas de la
casa. Hablaba y andorreaba sin cesar, se inventaba cuentos,

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cantaba. Muchas veces su alegría y alboroto llenaban la isla de
İhsan Bey.
Y ahora llevaba tres noches sin dormir decentemente:
aparentaba dormitar en el amplio diván del vestíbulo del dor-
mitorio de su padre, velando al enfermo con los demás.
Mümtaz miró con todo el ánimo que pudo la cara pálida
de la niña y sus ojos hundidos. No llevaba ningún lazo en la
cabeza, como era habitual desde hacía tres días.
–No me voy a poner el lazo rojo. ¡Me arreglaré cuando
mi padre se ponga bueno! –le había asegurado a Mümtaz. Se
lo había dicho con su coquetería de siempre, con la sonrisa y
las carantoñas que usaba cuando quería demostrar a los que la
rodeaban que los entendía, que era su amiga. Pero en cuanto
Mümtaz la acarició, se echó a llorar. Sabiha tenía dos tipos de
llanto. Uno era el llanto infantil: el llanto forzado e insistente
de quienes son unos tiranos. Entonces ponía caras feas, su voz
alcanzaba extraños tonos, pataleaba sin cesar; en resumen, se
convertía en un pequeño demonio en su egoísmo puro, como
todos los niños.
Y también tenía el llanto de cuando se enfrentaba a la pena
auténtica, aunque sólo fuera hasta el punto en que su mente
infantil podía entenderla. Ese llanto era silencioso y muchas
veces se interrumpía a medias. Al menos, retenía las lágrimas
por un instante. Pero le cambiaba la cara, le temblaban los la-
bios y apartaba de la gente los ojos llenos de lágrimas. No ten-
saba los hombros como con el otro llanto, prácticamente se le
hundían. Era el llanto de cuando creía que había sido desaten-
dida, humillada o tratada injustamente, o de cuando cerraba
a quienes la rodeaban su mundo infantil, ese universo en el
que pretendía que todo fuera bueno y amistoso, ese universo
eternamente palpitante adornado con ramas de coral y flores
de nácar. En momentos así Mümtaz pensaba que hasta el lazo de
cinta roja de su sobrina se apagaba.
Aquella cinta era un adorno que Sabiha había encon-
trado por sí sola pocos meses después de cumplir los dos años.
Un día le alargó a su madre una cinta color ciruela que había

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encontrado en el suelo y le dijo: «Pónmela en el pelo, pón-
mela». Luego no consintió que se la quitaran de la cabeza. Ha-
cía dos años que la cinta había dejado de ser un adorno para
convertirse, en el interior del hogar, en toda una institución
para indicar su propiedad. Todo lo que poseía llevaba una cinta
roja, hasta el punto de que Sabiha las concedía como una so-
berana que reparte condecoraciones a sus amistades. Gatitos,
muñecas, objetos que le gustaban (en especial su nueva cama
infantil), todo y todos los que disfrutaban de su afecto se ha-
cían dignos de dicha distinción. Incluso, como consecuencia
de una resolución especial, en ocasiones se revocaba el honor:
la cocinera la riñó por ser demasiado mimada y, no contenta
con eso, se lo contó a su madre; pues bien, después de que todo
pasara y Sabiha llorara en abundancia, le pidió a la cocinera
que por favor se quitara la cinta que le había regalado. Lo cierto
es que la vida de niña pequeña de Sabiha era un tipo de exis-
tencia que justificaba tales premios y castigos. Hasta la pre-
sente enfermedad, el suyo había sido el único sultanato de la
casa. Incluso Ahmet encontraba natural el gobierno de su her-
mana, que había empezado a ocupar su lugar en los corazones
de los demás. Porque Sabiha había llegado a la casa después
de una catástrofe que había sacudido sus cimientos. Cuando
la dio a luz, a Macide la tenían por medio loca. Su retorno a la
cordura y a la vida tuvo lugar con el nacimiento de Sabiha. En
realidad, la enfermedad de Macide no había pasado del todo.
De vez en cuando sufría pequeños ataques y, como antigua-
mente, vagaba por la casa contando cuentos y adoptando un
dulce tono de voz de niña pequeña, o bien se pasaba horas en
la ventana o donde estuviera sentada esperando el regreso de
su hija mayor, a quien nunca mencionaba.
Era evidente que aquello había sido una enorme desgra-
cia. Tanto İhsan como los médicos habían hecho lo que estaba
en su mano para que Macide no se enterara del desastre; pero
nadie pudo ocultar la preocupación y la angustia ante aquella
mujer que se retorcía de dolor con las primeras contracciones.
Al final, la joven supo por las enfermeras lo que había ocurrido:

20
fue arrastrándose desde su lecho hasta donde estaba el cuerpo,
vio el cadáver ya preparado y se quedó petrificada a su lado. A
partir de ese momento nunca volvió a ser ella misma.
Estuvo en cama durante días con una fiebre alta, en medio
de la cual nació Ahmet.
Eso había sido una mañana de junio de hacía ocho años.
Zeynep había ido con su abuela hasta el hospital donde estaba
ingresada su madre, recordó el regalo que se le había olvidado
en casa, salió sin avisar a nadie con la intención de esperar a su
padre a la entrada del hospital para decírselo y en un momento
de distracción de una cabeza infantil que quién sabe qué esta-
ría pensando, la muerte se la llevó de repente.
İhsan nunca se perdonó por haberla convencido de que
diera a luz en el hospital dejándose llevar por la opinión de los
médicos, que le decían que su esposa presentaba unos sínto-
mas verdaderamente graves. Él vio el cuerpo apenas dos mi-
nutos después del desastre, ensangrentado y todavía caliente;
llevó a su hija en brazos hasta el interior del hospital y fue tes-
tigo de cómo se apagaban las últimas esperanzas.
La fortuna había organizado de tal manera la catástrofe que
nadie tenía la culpa. Macide no había pedido en ningún mo-
mento que su hija fuera al hospital. La madre de İhsan se había
opuesto durante dos días a la insistencia y a los lloros de la niña.
İhsan no fue capaz de encontrar un coche para llegar a tiempo
al hospital y tuvo que ir en tranvía. De hecho, iba en el estribo
del tranvía por si veía un taxi libre por el camino. Por eso todos
se hacían personalmente responsables del desastre. Pero si
había alguien que vivía con el peso de todo aquello era Ahmet.
Mümtaz lo encontró a la cabecera de su padre, listo para
huir a la menor señal. Macide, de pie, jugueteaba absorta con
un hilo suelto de la chaqueta de punto que llevaba.
İhsan se alegró de verlo. Volvía a tener color en la cara.
Su pecho subía y bajaba lentamente. A la luz de la mañana a
Mümtaz le pareció más delgado de lo que en realidad estaba. El
hecho de no estar afeitado le otorgaba a la cara una expresión
extraña. Tenía el aspecto de estar diciendo: «Estoy dejando

21
de ser İhsan. Pronto seré cualquier cosa o incluso nada. ¡Me
estoy preparando!».
El enfermo hizo un gesto impreciso con la mano.
–Todavía no he leído la prensa –dijo Mümtaz inclinándose
hacia la cama–. Pero no creo que haya nada que temer.
En realidad estaba seguro de que la guerra estaba a punto
de estallar. «Cuando el mundo está mudando de piel, los in-
cidentes son inevitables». İhsan, con quien siempre comen-
taba la situación de los últimos años, repetía a menudo aquella
frase de Albert Sorel. Ahora Mümtaz añadió a aquel aviso la
amarga profecía de un poeta que le gustaba mucho: «El fin
de Europa…». Pero en ese momento no podía discutir nada de
aquello con İhsan. Estaba enfermo.
İhsan rumiaba la situación desde su lecho. Dejó caer la
mano sobre la colcha con un gesto de desesperación y súplica.
–¿Qué tal ha pasado la noche?
Macide le contestó con su voz dulce de sueño de hierba fresca:
–Como siempre, Mümtaz, como siempre…
–Y tú, ¿has dormido?
–Me eché aquí con Sabiha. Pero no he podido dormir.
Sonriendo, le señalaba el sofá. Podría haberle señalado
aquel lugar en el que llevaba cinco noches acostándose con el
horror y el escalofrío con que se muestra una horca, pero en
Macide, en aquella extraña e infinitamente preciosa criatura, la
sonrisa era la mitad de su personalidad. Hasta tal punto que no
era posible reconocerla cuando no sonreía. «Gracias a Dios,
esos días pasaron». Atrás habían quedado los días en que Ma-
cide había perdido su sonrisa.
–Duerme un poco, por lo menos…
–Tú vete, vuelve, y luego… El ruido de los trenes no me
ha dejado dormir en toda la noche. No sé si habrá transporte
de tropas o qué…
«Recibí la noticia del accidente en Kastamonu por telé-
grafo. Vine enseguida. Me encontré al niño en un sitio y a Ma-
cide en otro. Todos se ocupaban de ella. Mi tía estaba como
loca. İhsan era una sombra de sí mismo. Nunca olvidaré aquel

22
verano. Si İhsan no hubiera tenido fe en la vida, ¿qué sería de
Macide ahora?».
İhsan señaló a Macide:
–Di…
Se detuvo sin acabar la frase, como si no fuera capaz.
Luego se rehízo y la completó:
–Dile algo a ésta.
¡Dios mío, con qué dificultad hablaba! Aquel hombre que,
de entre todos los que conocía, era quien tenía la conversa-
ción más fluida y hermosa, cuyas clases, charlas o bromas no
se iban de la mente durante días, con dificultad había podido
hilar cuatro palabras. No obstante, estaba satisfecho. Al fin
y al cabo, el legado de antaño –la expresión era suya– toda-
vía funcionaba como debía. Había sido capaz de expresar lo
que pensaba. Mümtaz, por supuesto, encontraría la forma de que
Macide no se agotara. La mirada de İhsan se quedó absorta en
el rostro del joven.
Cuando cruzó la puerta contempló la calle como si la viera
tras una larga separación. En la puerta de la mezquita frente
a la casa un niño jugaba con un trozo de cordel con la mirada
clavada en las ramas de la higuera que colgaban por encima del
bajo muro. Puede que quizás pensara en cómo en breve ata-
caría las delicias prometidas por la higuera. «Está sentado y
pensando como yo hace veinte años… Pero por aquel entonces
la mezquita no estaba así», y completó la idea con gran tris-
teza: «Ni el barrio».
La calle estaba bañada en luz. Mümtaz miró la claridad en-
simismado. Luego miró de nuevo al niño, de nuevo la higuera
y, por encima de ella, la cúpula de la mezquita, a la que le ha-
bían quitado la cubierta de plomo como el guante a una mano,
o bien la habían pelado con tanta facilidad como si fuera un
fruto de aquella misma higuera. «Mehmet Efendi "Ojos Cas-
taños"», pensó. «¡Sigo teniéndome que enterar de quién era
ese hombre! En Eyüp tenía otra mezquita y allí estaba su pan-
teón. Pero ¿sería capaz de encontrar el acta de la fundación a
su nombre?».

23
II

La mayoría de las señas que le dieron a Mümtaz eran erróneas.


En la primera casa por la que pasó nunca había vivido una en-
fermera llamada Fatma. Simplemente, la hija de la familia ha-
bía asistido a los cursos. La muchacha lo recibió sonriente:
«Me matriculé en el curso para ser de utilidad si hay guerra.
Pero todavía no sé nada –puso la voz seria–. Mi hermano ma-
yor está en el Ejército… Pensando en él…». En la segunda
vivía realmente una enfermera, pero hacía tres meses había
encontrado empleo en un hospital en Anatolia y se había mar-
chado. Su madre, que fue quien abrió a Mümtaz, le dijo: «Si
veo a alguna de las compañeras de mi hija, las avisaré».
Mümtaz escribió su dirección en un papel con la pacien-
cia de quien no quiere ser un aguafiestas. La casa era pobre y
vieja. Se alejó pensando y repensando: «¿Qué harán en in-
vierno? ¿Cómo se calentarán? ¿Qué harán? ¿Cómo se ca-
lentarán?». En aquel momento la pregunta era, como poco,
extraña. Aquella mañana de finales de agosto las calles, como
puertas de horno, lo agarraban a uno, lo mascaban, lo traga-
ban y luego lo pasaban a la siguiente. Entre medias, un poco
de sombra o un aliento fresco en una bocacalle parecían alige-
rarle la vida. «İhsan, este verano no puedo permanecer lejos
de las bibliotecas… ¡Tengo que terminar el primer tomo como
sea!». El primer tomo. A Mümtaz le parecía estar viendo las
páginas llenas de finas líneas. Las notas en tinta roja, digre-
siones enormes, garabatos que parecían estar peleándose en-
tre ellos… ¿Quién sabe?, puede que nunca terminara el libro.
Angustiado por aquella idea pasaba de una calle a otra pregun-
tando a los propietarios de colmados y cafés de las esquinas. La
única enfermera a la que encontró en casa, le dijo: «Mi marido
está enfermo y por eso he pedido permiso, no es que esté sin
empleo. Volveré a mi puesto en cuanto lo ingrese en el hospi-
tal». El rostro de la mujer parecía una ruina.
–¿Qué le pasa? –preguntó Mümtaz de mala gana.
–Una apoplejía. Yo no estaba en casa. Lo trajeron con
medio cuerpo paralizado. Deberían haberlo ingresado en ese
mismo momento, si se les hubiera pasado por la cabeza. Ahora
los médicos dicen que para moverlo por segunda vez hay que
esperar diez días. Cuántas veces no le habré implorado a esa
mala mujer que lo dejara tranquilo… Que no tenía dinero, que
no era ni joven ni guapo, que se buscara otro mejor… Pues no,
tenía que ser precisamente él… Y ahora me he quedado con
tres hijos.
Mümtaz se despidió de la mujer en el umbral de aquella
catástrofe familiar. Tres hijos, un marido paralítico… Con el
salario de una enfermera. Vivían en dos habitaciones de una
casa de buen tamaño. Incluso tenían cubos de agua en la en-
trada. Eso significaba que no tenían derecho a cocina, quizás ni
siquiera un retrete. Era una casa de madera que habría cons-
truido al casar a su hija cualquier alto funcionario, delegado de
hacienda o gobernador enriquecido. A pesar de la pintura des-
conchada del exterior, podía verse con cuánto esmero se había
hecho. Los marcos de las ventanas, los balcones, el tejado, todo
había sido cuidadosamente tallado. Dos escaleras laterales de
cinco escalones subían a la entrada principal. Y a la derecha
estaba la puerta de la carbonera. Pero el propietario se la había
alquilado a un carbonero. Puede que la cocina también estu-
viese alquilada.
Un camión de carbón se acercaba tambaleándose y dando
bandazos, ocupando toda la calle con su enorme corpachón.
Mümtaz dobló por una de las bocacalles.
Pensó que el verano anterior, puede que uno de esos
mismos días, había vagado con Nuran por esas calles, habían
paseado por Kocamustafapaşa y Hekimalipaşa. La joven y él,
juntos, con los cuerpos casi entrelazados, en medio del calor,
secándose el sudor de la frente, hablando sin parar, habían

26
entrado en el patio de esa medersa, habían leído la inscripción
de la fuente por la que acababa de pasar. Eso había sido hacía
un año. Mümtaz miró a su alrededor como si buscara el ca-
mino más corto para regresar al año anterior. Vio que había
llegado hasta Los Siete Mártires. Los caídos en la Conquista
descansaban lado a lado en sus pequeños sarcófagos de piedra.
El callejón era estrecho y polvoriento. Sólo en el lugar en que
se encontraban los mártires se ensanchaba un poco en una es-
pecie de plazoleta. De una casa de dos pisos pero tan pobre
que se podría pensar que estaba hecha de cartón, como esos
coches deportivos de juguete, llegaba la música de un tango y
unas niñas cubiertas de polvo jugaban a algo en medio de la
calle. Mümtaz escuchó su canción:

Abre la puerta, mayordomo, mayordomo.


¿Qué me das para entrar? ¿Qué me das?

Todas las niñas estaban sanas y eran bonitas. Pero tenían la


ropa hecha un desastre. En un barrio en el que en tiempos se
había alzado el palacio de Hekimoğlu Ali Bajá, aquellas casas
de la ruina de la vida, aquellas ropas pobres, aquella canción le
provocaban extraños pensamientos. Seguro que Nuran había
jugado de niña a aquello. Y antes que ella, su madre y la ma-
dre de su madre habrían cantado la misma canción y jugado al
mismo juego.
«Es esta canción lo que debe perdurar. Que nuestros hi-
jos crezcan cantándola, jugando a este juego; ni Hekimoğlu
Ali Bajá, ni su palacio, ni siquiera el barrio. Todo puede cam-
biar, incluso podemos cambiarlo a voluntad. Lo que no cam-
biará es lo que da forma a la vida, lo que la marca con nuestro
sello».
¡Qué bien entendía İhsan todo aquello! Un día le dijo:
«En cada nana hay millones de mentes y sueños infantiles».
Pero İhsan estaba enfermo, Nuran había roto con él y los ti-
tulares de los periódicos que veía sólo hablaban de la tensa
situación. Estaba sufriendo el ataque de las mismas cosas en

27
las que trataba de no pensar desde esa mañana, que intentaba
arrojar a un rincón de su mente.
Pobres niñas, estaban jugando sobre un barril de pólvora.
Pero la canción era antigua, así que la vida continuaba también
sobre barriles de pólvora.
Caminaba lentamente saltando de un pensamiento a otro.
Había comprendido que por allí no encontraría a nadie. Ha-
bía dejado muy atrás la última dirección que tenía. Después de
comprobarla, telefonearía a un pariente en el Hospital Ameri-
cano y miraría por allá.
Pasaba por barrios miserables, sórdidos, por casas viejas
a las que la pobreza asemejaba a rostros humanos. A su alre-
dedor había un montón de gente andrajosa y con cara de en-
ferma.
Todos estaban tristes. Todos pensaban en mañana, en el
gran apocalipsis.
De no ser por la enfermedad, al menos… ¿Y si lo lla-
maban? ¿Y si se veía obligado a marchar dejando enfermo a
İhsan?
Cuando llegó a casa se encontró a Macide durmiendo.
İhsan respiraba con regularidad. El médico se había marchado
dejando buenas noticias. Ahmet estaba con su abuela a la ca-
becera de su padre. Sabiha dormía, esta vez de verdad, acurru-
cada a los pies de su madre.
Salió del cuarto con un extraño sosiego. Acababa de ver
prácticamente su mundo entero… Prácticamente, porque se-
guía sin noticias de Nuran. ¿Qué estaría haciendo?

28
III

En la vida de Mümtaz, İhsan y su esposa ocupaban un lugar


importantísimo. Tras el fallecimiento de sus padres con pocas
semanas de diferencia, fue el hijo de su tío paterno quien lo
crió. Macide e İhsan, İhsan y Macide. Hasta conocer a Nuran
su vida había transcurrido casi en su totalidad entre ambos.
İhsan era tanto su padre como su maestro.
Incluso en Francia, donde estuvo cerca de dos años tras la
recuperación de Macide, continuó la influencia de quien era
su hermano mayor y lo mejor fue que, en parte gracias a di-
cha influencia, pudo librarse de las embriagueces iniciales de
aquel nuevo ambiente y así no perdió el tiempo entre tantas
cosas atractivas.
En cuanto a Macide, entró en su vida en el momento en
que más necesitado estaba de afecto y de formación acerca de
la belleza. Pensando en ella, Mümtaz decía que había pasado
parte de su infancia bajo una rama primaveral. Y así era en
verdad. Por eso la enfermedad actual de İhsan había sacudido
los cimientos del joven, que de hecho ya se encontraba angus-
tiado. Desde el momento en que oyó la palabra «pulmonía»
de labios del médico, vivía en una extraña agitación.
No era la primera vez en su vida que Mümtaz conocía ese
estado mental. Parte de su personalidad, ese denso estrato
que duerme bajo las aguas pero que todo lo controla, la cons-
tituía aquel temor. İhsan se había esforzado mucho en arran-
car ese árbol que tenía sus raíces en su corazón, esa serpiente
que se le había enroscado dentro siendo aún niño. Pero fue
con la llegada de Macide a la casa cuando Mümtaz mejoró de
verdad, y volvió su rostro al sol. Hasta que cayó en sus manos,
Mümtaz había sido una criatura resentida con todo, cerrada
al exterior y que sólo esperaba desastres del cielo; y no le fal-
taba razón.
La noche de la ocupación de S…, un rumí mató al padre
de Mümtaz tomándolo por el dueño de la casa en la que vivían,
enemigo suyo. Faltaba poco para la caída de la ciudad. Muchas
familias la habían abandonado con antelación. El pobre hom-
bre había encontrado por fin un vehículo para llevarse a su
mujer y a su hijo. El equipaje y todo lo demás estaba listo. Se
había pasado el día en la calle arreglándolo todo. Llegó a casa
poco después de que cayera la noche. «Vamos –dijo–, coma-
mos algo, que saldremos dentro de una hora». Los caminos
todavía estaban despejados. Luego se sentaron a comer sobre
un mantel extendido en el suelo. Justo en ese momento llama-
ron a la puerta. La criada le dio aviso de que alguien esperaba
al señor en la puerta. Su padre echó a correr creyendo que le
traían noticias del carromato tras el que se había pasado el
día corriendo. Luego se oyó un disparo, único, seco, sin eco
siquiera. Y aquel hombre enorme subió hasta arriba con una
mano en el vientre, casi arrastrándose y se desplomó en el
vestíbulo. Todo aquello no había durado ni cinco minutos. La
madre y el hijo nunca supieron de qué habían hablado abajo ni
quién era el hombre que había venido. Simplemente, que tras
el disparo se oyó a alguien echar a correr cuesta abajo. Mien-
tras todavía estaban desconcertados por lo ocurrido, empezó
a llegar un estruendo de cañonazos desde no muy lejos. Poco
después llegaron los vecinos y un anciano intentó apartarlos
del cadáver: «¡Con lo bueno que fue con nosotros! No lo de-
jemos así, enterrémoslo, es un mártir y se le puede enterrar
vestido».
Luego, a la luz de una linterna cubierta de hollín y una
lámpara de petróleo todavía sin ajustar que sostenía un jardi-
nero medio loco, cavaron a toda prisa una fosa en un rincón
del jardín, bajo un árbol de tamaño considerable.
Mümtaz nunca pudo olvidar aquella escena. Arriba su ma-
dre lloraba sin cesar sobre el cadáver. Él, pegado a una de las
hojas de la puerta del jardín, observaba como hechizado a los

30
que trabajaban al pie del árbol. Tres hombres se esforzaban
bajo la linterna que habían colgado de una rama. La luz de la
linterna cada dos por tres se atenuaba con el viento y pare-
cía que iba a extinguirse, mientras que el anciano jardinero se
ocupaba de que la lámpara no se apagase levantando el faldón
de su chaque­ta. Bajo aquellas dos luces las sombras crecían y
menguaban, y en medio de los cañonazos los gritos de su ma-
dre se mezclaban con las paletadas al cavar. Cuando ya estaban
terminando, el cielo enrojeció de repente. El color procedía
de la dirección en la que estaba la casa. La ciudad entera es-
taba ardiendo. En realidad, el fuego había comenzado hacía
una hora. Los del jardín trabajaban ahora bajo un cielo com-
pletamente rojo. Poco después empezaron a caer en el jardín
trozos aislados de metralla. Luego comenzó un estruendo en
la ciudad, como el de las aguas pasando a través de un dique
hundido. Era un apocalipsis compuesto de todo tipo de rui-
dos. Un hombre entró en el jardín saltando el seto. «¡Están
entrando en la ciudad!», gritó. Entonces todos se detuvieron
simultáneamente. Pero su madre había bajado y les imploraba
que terminaran. Mümtaz no pudo resistirlo más, la mano con
la que se sujetaba a la hoja de la puerta se le relajó de repente
y se desplomó. En el suelo le llegaban a los oídos una serie de
voces, pero en lugar de lo que lo rodeaba veía cosas completa-
mente distintas. Como todas las noches, su padre había sacado
el cuerpo de la enorme lámpara de cristal tallado y trataba de
encenderla. Cuando volvió en sí se encontró fuera de los setos.
Su madre le preguntaba: «¿Puedes andar?». Mümtaz, descon-
certado, miró a su alrededor y, sin entender nada, contestó:
«Sí». Le pedían que anduviera y él andaría.
Mümtaz no sería capaz de recordar por completo aquel
viaje. ¿Desde qué colina habían contemplado la ciudad ar-
diendo? ¿En qué carretera se habían unido a aquella extraña,
lastimosa y sufriente caravana de cientos de personas? ¿Quién
los había recogido en aquel carromato de ballestas poco an-
tes del amanecer y lo había sentado junto al carretero? Todas
aquéllas eran preguntas que quedaron sin respuesta.

31
En la memoria tenía varias imágenes discontinuas. Una de
ellas era el cambio producido en su madre en cuanto se pusieron
en camino. Ya no era la mujer que lloraba y suspiraba sobre el
cadáver de su marido. Era una mujer que se había puesto en
marcha para tratar de salvar a su hijo y salvarse a sí misma. En
silencio, sin un ruido, obedecía a los organizadores de la pe-
queña caravana. Caminaba agarrando con fuerza a su hijo de
la mano. Mümtaz todavía podía sentir en sus palmas aquella
sujeción, aquella ligazón que quizás continuaría hasta más allá
de la muerte.
A veces la imagen de su imaginación era más vívida. Veía a
su madre muy erguida a su lado, con el charshaf hecho jirones
y la cara delgada y rígida. Luego en el carro, su rostro un poco
más pálido y gastado, un poco más alejado de todo cada vez que
volvía la mirada atrás, convertido prácticamente en una herida
encerrada en una jaula de lágrimas.
La segunda noche la pasaron en una amplia posada con
los muros encalados y que parecía estar de guardia, solitaria en
mitad de la estepa. Tenía la escalera por fuera y las ventanas de
las habitaciones daban al lugar donde se ponían a secar todo
tipo de hortalizas en otoño. Mümtaz durmió en uno de aquellos
cuartos con cuatro o cinco niños y otras tantas mujeres. A la
puerta de la posada había carros y un buen montón de camellos
y mulas que no cabían en el establo. En cuanto se sacudía cual-
quiera de aquellos animales que descansaban pegados unos a
otros, todos se movían a un tiempo y los ruidos de los cence-
rros y los gritos de los vigilantes interrumpían el silencio y la
sensación de destierro de la noche de la estepa, que una brisa
y un sigilo diminutos habían recogido de quién sabe dónde, en
las faldas de quién sabe qué montaña lejana, valles desiertos o
aldeas abandonadas, y habían reunido alrededor de la lámpara
tiznada que iluminaba las habitaciones. De vez en cuando subía
hasta ellos la conversación en voz alta de hombres que fuma-
ban en la oscuridad delante de la puerta. Eran palabras y frases
cuyo significado no entendía, que lo llenaban de desespera-
ción y rencor, que convertían la vida que había llevado hasta

32
entonces y que, sin saberlo, había sido insignificante, mimada
y llena de cosas buenas, en algo duro, cruel e incomprensible
en extremo. Luego, por la ventana abierta se alzaba un viento
que hinchaba las cortinas hechas con sábanas, mezclando los
ruidos que los rodeaban con otros que procedían de lugares
mucho más lejanos.
Poco antes de media noche los despertó un gran alboroto.
De hecho, el silencio que los rodeaba había cubierto sus vi-
das como un material tan absoluto, tan duro y al tiempo tan
sutil, que el sonido más tenue, el ruido más liviano, les lle-
gaba con una sensación de hundimiento, de desplome, con
un enorme entrechocar, como si algo se hubiera caído hacia
dentro por una ventana rota. De inmediato todos corrieron a
la ventana, incluso al exterior. Sólo la madre de Mümtaz per-
maneció donde estaba. Se trataba de cuatro jinetes. Uno de
ellos bajó a alguien de su grupa. Mümtaz, que había logrado
arrimarse hasta los mismos morros de los caballos, oyó a una
mujer joven murmurando:
–Tío, que Dios te lo pague.
A la luz que sostenía el posadero se podían ver los enormes
ojos negros de la mujer. Se cubría la parte inferior del cuerpo
con una saya del tipo de las que usan las mujeres que traba-
jan en los campos de opio. De cintura para arriba llevaba una
chaquetilla corta. Los recién llegados bebieron agua del búcaro
que les ofrecía el mismo mozo que poco antes les había llevado
té, aceptaron el pan que les ofrecía el posadero y llenaron de
cebada las alforjas. Todo ocurrió tan rápido como si hubiera
estado organizado de antemano. Los hombres sentados de-
lante de la posada no paraban de preguntarles por las noticias.
–Hay combates en S… Tienen tiempo hasta mañana por
la noche. Pero no se retrasen, vienen multitudes detrás de us-
tedes.
Enseguida, sin despedirse, picaron espuelas. ¿Adónde
iban? ¿Qué era lo que hacían?
Cuando Mümtaz subió junto a su madre, vio que la recién
llegada era una muchacha de dieciocho o veinte años que se había

33
echado cuan larga era junto a su madre y sollozaba con los
ojos abiertos y el rostro rígido. Su madre le había hecho sitio
echándose un poco hacia atrás. Mümtaz sólo vio a la joven du-
rante unas horas, pero a partir de entonces en sus sueños fue
capaz de notar la sensación de proximidad que percibió en su
cuerpo toda la noche. Durante mucho tiempo se despertó en-
tre sus brazos, como le ocurrió varias veces esa noche, con su
pecho en el suyo y la cara cubierta por su pelo, o bien con la
frente empañada por su aliento. La joven se despertaba so-
bresaltada cada dos por tres y entonces gemía con sollozos
entrecortados prácticamente inhumanos. Aquello era casi tan
amargo como el ensimismado silencio de su madre. Pero en
cuanto se sumía en el sueño atrapaba a Mümtaz con piernas y
brazos, como si lo arrancara a la fuerza de los brazos de su ma-
dre, pegaba la cara a la suya en una confusión de pelo y aliento
o bien se lo arrimaba justo al centro del pecho y lo apretaba
contra él. Cuando los fuertes abrazos o los gemidos lo desper-
taban, Mümtaz se sorprendía de ver tan entrelazado con el suyo
un cuerpo extraño y repleto de apetitos ignotos, y le asustaba
sentir con todo su organismo ese otro que ansiaba una muerte
completamente distinta a aquella con la que él se había enfren-
tado por primera vez la noche anterior, notar prácticamente en
el suyo ese aliento que parecía fundir como metal blando cual-
quier cosa a la que se arrimara, ese rostro extraño y tenso, y
cerraba los ojos para no ver a la luz de la lámpara de queroseno
aún encendida el brillo inconsciente de esos otros.
Era como si en aquel apetito carnal automático, en aque-
lla cálida proximidad y en los sollozos, que llenaban la ausen-
cia de lo anterior con justo lo contrario, existiera un embrujo
como nunca había probado. Por eso era incapaz de librarse de
aquellos abrazos y se abandonaba a ellos en ese estado extraño
y doble del hombre cansado que se duerme en una bañera tem-
plada y perfumada y que, por un lado, teme ahogarse y, por
otro, no puede librarse del sopor del sueño. Era una sensación
como nunca hasta entonces había saboreado. Era como si su
cuerpo, que nunca había pasado de sensaciones muy precisas,

34
se abriera a un mundo completamente nuevo; en medio de una
especie de embriaguez, los instantes de puro placer no cesaban
de transportarlo a puntos completamente inexplorados de su
organismo, desconocidos hasta entonces. Tenía en su interior
una deliciosa sensación de agotamiento que recordaba al final
de ciertos sueños y, lo que es más, en aquellos cálidos abrazos
y arrimos existía un intenso deseo de agotarse. Y cuando el
deseo llegaba a su culmen, a la pérdida de la conciencia, en
el instante en que prácticamente se fundían el yo y lo que lo
rodeaba, de repente ese mismo cuerpo, destrozado por tanto
cansancio y sufrimiento, pasaba súbitamente al sueño. Lo más
raro era que en cuanto se dormía soñaba siempre lo mismo
que la noche anterior, cuando se desmayó; veía a su padre con
la enorme lámpara de cristal tallado, pero la imagen, al llegar
con el dolor que la hacía nacer, lo despertaba violentamente.
Entonces el sufrimiento que sentía en su corazón se fundía
con el placer que se extendía por todo él desde el cuerpo joven
en cuyos brazos yacía y se convertía en algo extraño, ambiguo
y físico.
Cuando se despertó del todo poco antes de amanecer, se
encontró en brazos de la joven, que apoyaba su barbilla en la
suya, más pequeña, y se apoderaba de él con todo su ser, y que
en ese momento abrió los ojos en dirección a su cara con una
rara insistencia. Mümtaz, cerró de nuevo sus ojos para no ver-
los y se giró temeroso hacia su madre.
El segundo recuerdo no era tan confuso. Era de ese mismo
día a media tarde. El carro en el que iban había dejado el con-
voy muy atrás. Iba con su madre, otras tres mujeres y dos ni-
ños mucho más pequeños que él. La joven de la noche previa
también estaba allí, en la parte que miraba hacia atrás.
El carretero decía que se acercaban a B… y aprovechaba
la oportunidad para volver la cabeza hacia el interior del ca-
rro. Mümtaz sabía perfectamente que aquella necesidad de dar
explicaciones y hablar iba directamente dirigida a ella. Pero la
joven no dirigía ni una palabra al carretero ni al gendarme, que
no apartaba su caballo del carro, ni a nadie. Habían cesado los

35
gemidos de la noche anterior. Mümtaz se estaba volviendo loco
con la necesidad de verla, pero, como no se atrevía a mirarla,
ni siquiera volvía la cabeza para buscar a su madre. La joven lo
asustaba y el miedo se convertía en algo cruel cuando en oca-
siones se rozaban las espaldas.
Era un contacto extraño, carente de la calidez de la noche
anterior pero repleto de su recuerdo, y el muchacho, sin darse
cuenta, deseaba que los hombros de ella lo rozaran y en la es-
pera se le tensaban los suyos. Fue en uno de esos momentos
cuando, con la mirada puesta en las cuentas azules del puño
del látigo de cuero de carnero que sostenía el carretero, y sin
pensar en nada, de repente recordó a su padre con un dolor
muy superior a ninguno que hubiera sentido hasta entonces,
un dolor distinto, dispuesto a saltar por encima de la lejanía,
despreciando cualquier distancia que hubiera entre ellos. No
podría volver a ver a su padre nunca más. Se había apartado
para siempre de su vida. Mümtaz no podría olvidar aquel mo-
mento mientras viviese. Todo se desplegaba ante sus ojos tal y
como era. Las cuentas azules al extremo del látigo de cuero de
carnero brillaban de forma especial al sol de otoño, parte en
el aire, parte en las ancas del caballo que tenía frente a él. Los
caballos trotaban sacudiendo las crines. Un ave de amplias alas
echó a volar desde el extremo del poste de telégrafos que es-
taba algo más allá. Todo se veía amarillísimo y no se oía nada,
aparte del llanto de la niña de tres años que iba en el carro; él
mismo estaba junto al cochero, a sus espaldas se encontraba
la joven que la noche anterior lo había abrazado hasta el ama-
necer encendiendo en su cuerpo cerrado al exterior un ape-
tito desconocido y, justo frente a ella, su madre, ignorante de
lo que había pasado e incluso de lo que pasaría en el futuro.
De repente, le pareció ver a su padre tal y como había sido
en vida, y aquella visión le recordó que nunca volvería a verlo,
que permanecería lejos de su existencia para siempre, con el
dolor tajante e insoportable de saber que nunca se volverá a
ver a alguien, ni a oír su voz, que esa persona jamás regresará
a nuestras vidas.

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Justo en ese momento la joven campesina lo sostuvo
para evitar que se cayera, quizás dándose cuenta del desfalle­
cimiento que sufría. Y así las extrañas sensaciones de la noche
anterior se fundieron de nuevo desde el principio y de forma
inextricable con la muerte de su padre. En su corazón tenía la
sensación de haber cometido un gran pecado; se creía culpa-
ble de cosas que ignoraba. Si le hubieran preguntado entonces,
posiblemente habría contestado que él había sido el causante
de la muerte de su padre. Era una sensación terrible. Se sen-
tía despreciable en extremo. Aquel extraño estado mental de
Mümtaz continuaría durante años y lo haría tropezar cada vez
que quisiera dar un paso. Incluso en la época en que entró en la
primera juventud, Mümtaz se encontraría inmerso en aquellos
sentimientos. Las fantasías que llenaban una parte de sus sue-
ños y sus extrañas dudas, sus miedos y esos estados de ánimo
que forman la riqueza y el sufrimiento de la vida, para él siem-
pre estarían ligados a aquella doble casualidad.
La joven los dejó en B… El carro se detuvo en una enorme
mancha de luz de sol en una de las calles medio derruidas de la
ciudad. La muchacha saltó sin decir nada a nadie, sin mirar a
nadie. A la carrera cruzó al otro lado por delante de los caballos
y desde allí miró a Mümtaz por última vez. Luego, de nuevo co-
rriendo, dobló por una de las callejuelas laterales. Mümtaz vio
por primera y última vez su rostro en aquella mancha de luz.
Desde la sien derecha hasta la barbilla tenía una cuchillada que
aún no se le había curado del todo. La herida le daba a su cara
una curiosa dureza. Pero al caer en Mümtaz su mirada sonrió
y se suavizó su expresión.
Dos días más tarde, al anochecer, Mümtaz y su madre
llegaron a A… y bajaron del carro en casa de unos parientes
lejanos.

37
tÍtulos recientes EN la colección El premio Nobel de Literatura Orhan Pamuk no se cansa de reivindicar la AHMET HAMDI TANPINAR nació en Estambul en 1901 y murió
gran influencia que Paz ha tenido en su escritura y el peso específico e in- en 1962 en esta misma ciudad. Considerado como el escritor
soslayable de la obra maestra de Tanpinar en la literatura turca en general. turco más sorprendente de la pasada centuria, Tanpinar es au-
Sobre el acantilado y otros relatos En Sexto Piso estamos orgullosos de ofrecer al lector en español la oportu- tor de un apasionante universo cultural que rescata las excelen-
Gregor von Rezzori nidad de conocer al fin uno de los puntales de las letras turcas del siglo xx. cias del Imperio otomano. Paz, considerada por muchos como
Paz es una novela cargada de lirismo, en la que los agridulces destinos de la obra maestra de la literatura turca, trata la controversia de la
Los jardines estatuarios los protagonistas –Mümtaz, Nuran, Suat e İhsan– se mezclan continuamente occidentalización del país a partir de un exhaustivo análisis psi-
Jacques Abeille con la belleza y el encanto inmortales de Estambul, hasta el punto de que la cológico de sus personajes. En memoria del autor se celebra el
ciudad deviene mucho más que el fascinante escenario de sus encuentros Festival Literario Tanpinar.
Fūrinkazan. La epopeya del clan Takeda y desencuentros, sus amores y desamores, y se impone como el personaje
Yasushi Inoue principal, inolvidable, de estas páginas.
Con un lenguaje deslumbrante que evoca la atmósfera, los olores y los
La historia de mis dientes colores de Estambul –desde el hechizo atemporal del Bósforo hasta las calles
Valeria Luiselli de Gálata– en un período crucial de la historia moderna de Turquía, Tanpinar
construye la novela alrededor de las tensiones que caracterizan el cambio
El buscador de almas. Una novela psicoanalítica de una época a otra. De las embriagadoras descripciones de la vida bajo
Georg Groddeck el Imperio otomano se transita hacia el nacimiento de la República turca,

Fotografía por cortesía de Kalem Agency


que trae consigo la tensión entre Oriente y Occidente, entre tradición y mo-
Bajo el techo que se desmorona dernidad, tensión que aún se encuentra presente en esta hermosa capital,
Goran Petrović seductora encrucijada en la que dos continentes convergen y se dividen.

El territorio interior
Yves Bonnefoy «Tanpinar es el autor turco más importante de los últimos tiempos».
abc
El patrón
Goffredo Parise «La mayor novela sobre Estambul jamás escrita».
Orhan Pamuk
En el bosque
Katie Kitamura

Jota Erre
William Gaddis

En medio de extrañas víctimas


Daniel Saldaña París

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