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Borges y Saer.

Compilación de Jorge Conti.

En la tarde del 15 de junio de 1968 se encontraron Juan José Saer y Jorge Luis Borges
en Santa Fe. Esa noche, Borges hablaría sobre el Ulises de Joyce. Durante un par de horas
conversaron ante un grabador. A veinte años de aquel diálogo —inédito hasta hoy—
puede verse a Saer indagando en el pensamiento borgiano o a Borges comentando los
problemas que Saer se planteaba en torno de la literatura. Ambos hablaron de sí mismos
y del otro. Los años nos depararon otra repuesta: la obra del indagador.
—Yo he sido un devoto de Baudelaire. Podría citar indefinida y casi infinitamente Les
fleurs du mal. Y luego me he apartado de él porque he sentido —quizá mi ascendencia
protestante tenga algo que ver— que era un escritor que me hacía mal, que era un escritor
muy preocupado de su destino personal, de su ventura o desventura personal. Y esa es la
razón de que yo me aparte de la novela. Creo que los lectores de novelas tienden a
identificarse con los protagonistas y finalmente se ven a sí mismos como héroes de
novela. En una novela es muy importante que el héroe sea amado, que ame sin ser amado,
que su amor sea correspondido... y quizá si suprimiéramos esas circunstancias,
desaparecería buena parte de las buenas novelas del mundo. Y creo que para vivir —no
diré con felicidad porque eso es bastante difícil— sino con cierta serenidad, conviene
pensar lo menos posible en las circunstancias personales. Y en el caso de Baudelaire —
como en el de Poe, su maestro— son escritores que realmente perjudican; en el sentido
en que el lector tiende a parecerse a ellos, a verse como personaje patético. Y no creo que
convenga verse como personaje patético. Lo que convendría en la vida —desde luego yo
no lo he logrado del todo— es verse más bien... bueno, como decía Pitágoras, como un
personaje lateral ¿no?, como un espectador. Y no creo que la lectura de Les fleurs du mal,
de las poesías de Poe o, en general, los poetas y novelistas románticos, pueda ayudarnos
en ese sentido. Creo en lo que decía Stevenson: un escritor gana poco, puede no ser
célebre —generalmente no lo es— pero tiene el privilegio de influir en muchas personas.
Y yo trato de influir de un modo que sea benéfico.
—¿Esto puede entroncar con aquellos primeros ensayos suyos acerca de la literatura
de la felicidad? ¿Se acuerda del ensayo sobre Fray Luis de León?
—La verdad es que la literatura de la felicidad es muy rara.
—Exactamente esa es la tesis de aquellos ensayos.
—Tanto que una de las razones de mi admiración a Jorge Guillén es que él es un poeta
de la felicidad. Cuando escribe, por ejemplo, “todo en el aire es pájaro”... Realmente, la
felicidad se canta en el sentido de “todo tiempo pasado fue mejor”. En cambio, una de las
virtudes de Whalt Whitman es que se siente a veces una felicidad presente, aunque haya
quizás una insistencia un poco sospechosa, se ve que él se impuso el deber de ser feliz.
Pero creo que es mejor imponerse el deber de ser feliz, que imponerse el deber de ser
desdichado o interesante ¿no?, y digno de lástima, porque me parece muy triste que le
tengan lástima a uno ¿no?... aunque uno la merezca.
—Entonces, ese rechazo hacia Poe y Baudelaire podría ser...
—Dictado por un prejuicio, por un afán ético. Y posiblemente de origen protestante
¿no? Usted ha visto que en los países protestantes es muy importante la ética. Entre
nosotros se entiende que alguien es o no un caballero, pero en general aquí no se discuten
escrúpulos éticos. Desde ya, no creo que sean moralmente superiores en los Estados
Unidos, pero creo que al mismo tiempo lo primero que alguien se pregunta sobre algo es
si es éticamente justificable. Desde luego, esta pregunta puede llevar a un sofisma o a
justificaciones interesadas, pero no importa, es lo primero que surge en una discusión
cualquiera ¿no?
—Pero eso no tiene nada que ver con el valor estético de las obras. Usted cree que
Baudelaire es un gran poeta y Poe un gran narrador...
—Desde luego. Aunque yo creo que para sentir la grandeza de Poe uno tiene que
recordarlo. Es decir que uno tiene que verlo en conjunto. Que es un poco lo que ocurre
con Lugones. Si uno piensa en toda su obra, es un gran escritor. Pero si uno lo considera
página por página o —peor aún— línea por línea, uno encuentra muchas mediocridades.
Pero quizá lo más importante en la obra de un escritor es la imagen final que él deja.
—¿Y de Dostoievsky, Borges? ¿Cuál es la imagen que usted tiene?
—Yo lo creí alguna vez el único. Y releí muchas veces Crimen y castigo y Los
poseídos. Luego, en medio de mi entusiasmo, comprendí que me costaba mucho
distinguir un personaje de otro. Que todos se parecían bastante a Dostoievsky y que eran
personas que parecían gozar en la desventura ¿no?, y eso me desagrada. Entonces dejé de
leerlo y no me sentí desmejorado por esa ausencia.
—¿Y no habrá allí, de su parte, una elección inconsciente acerca de lo que debe ser la
tarea de un escritor en el momento en que escribe? Es decir que en este país...
—No. No. Yo creo que hay otra cosa, que no comprendí entonces y que comprendo
ahora. Y es que de los diversos sabores de la literatura, el sabor que yo siento más
profundamente es el sabor épico. Cuando pienso en el cinematógrafo, por ejemplo,
instintivamente pienso en algún western. Cuando pienso en la poesía, pienso en
momentos épicos: ahora estoy estudiando la antigua poesía de los sajones. Lo que más
me conmueve es lo épico. Hay una frase de Lugones —una frase que yo daría mucho por
haberla escrito, pero la he leído, lo cual también es una virtud ¿no?—que dice un
personaje de una novela bastante mediocre, La guerra gaucha, dice: “y lloró de gloria”.
Yo siento eso muy profundamente. Cuando yo he llorado por un motivo estético ha sido
no porque me refirieran una desventura, sino por estar ante una frase que significara
coraje. Claro, puede influir también una ascendencia militar, el hecho de sentir nostalgia
de esa vida que me ha sido prohibida, y eso quizá sea típico de los hombres de letras, el
pensar que otro estilo de vida es superior al que les tocó en suerte; y posiblemente, ese
sabor épico no lo sienten los héroes de la epopeya sino los escritores ¿no?
—Pero esa apoteosis del coraje que hay en sus obras —y usted lo dijo en otros
momentos— ¿no es más bien un sentimiento estético? Quiero decir que detrás de la
violencia y el coraje hay un caos humano y un dolor muy terribles...
—Sí, creo que hay eso y que —además— lo épico está en el hecho de que un hombre,
por una causa cualquiera —no importa si es justa o injusta porque a la larga todas las
causas son justas o injustas— se olvide de su destino personal
—Borges hay un artículo suyo, El arte narrativo y la magia, en el cual...
—Lo recuerdo muy vagamente.
—Yo también en este momento, pero su tesis es que...
—Ah, sí. Ya sé. La tesis de ese artículo es que —de igual modo que la magia ejecuta
actos que influyen en la realidad— así en el arte narrativo hay circunstancias más o menos
imperceptibles que luego prefiguran lo que sucede después ¿no?
—Sí. Y hay una teoría acerca del nominalismo y el realismo.
—Yo no recuerdo eso. Usted recuerda mi obra mejor que yo.
—Creo que es uno de los artículos más interesantes que usted ha escrito, Borges, o por
lo menos de los que a mí más me gustan.
—Yo recuerdo muy vagamente esa nota. Quería decir que lo que sucede en una obra
narrativa tiene que estar preparado. Y entonces, esas circunstancias vendrían a ser como
pequeñas operaciones mágicas ¿no? Creo que así era...
—¿Usted no recuerda que habla de una traducción de Chaucer sobre un asesinato, en
la que se habla de clavar un cuchillo, y hace un análisis de un modo indirecto de expresión
que Chaucer traduce de una manera más directa...?
—No. Ahora recuerdo. Yo digo que hay un momento en el que se pasó de la alegoría
a la novela. Es decir, del realismo al nominalismo. Y que si quisiéramos fijar una fecha,
deberíamos buscarla en aquel momento en el que Chaucer traduce esa línea que dice “con
los hierros ocultos, las traiciones” como “el que sonríe con el cuchillo bajo la capa”. Y
que podríamos fijar ese momento ideal —desde luego— como el momento en que se pasa
de la alegoría, en que lo real son las ficciones, a la novela, en que lo real es, por ejemplo,
no el asesinato o el crimen, sino Raskolnikov.
—Claro. Yo quería empezar por ahí para referirme a la estructura de la novela, de la
novela moderna sobre todo. Usted que es un gran traductor de Faulkner, que conoce tan
a fondo el Ulises de Joyce, Proust y toda la narrativa moderna...
—Yo creo poder plagiar —o deber plagiar— a Shaw, cuando dijo de O'Neill que no
había nada nuevo en él salvo sus novedades. Creo que en el caso de Faulkner —y quizás
en el caso de Proust, aunque yo hablo con más respeto de él que de Faulkner,
respetándolos a los dos— esos artificios acabarán por cansar. Creo que volveremos a: “En
un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”. Y creo además que un
joven escritor debiera empezar por la sencillez y no por la complejidad.
—¿No piensa que esto se parece un poco a aquello que decía Valéry, acerca de que
Baudelaire decidió ser clásico porque debía oponerse a un romanticismo anterior? Es
decir, que todas estas innovaciones son necesarias para que después aparezca un nuevo
clasicismo en la novela, que hay una dialéctica atenta —valga la expresión— de la historia
de la literatura...
—Bueno, pero llevando esto a una reductio de absurdum, significaría que Faulkner,
Virgina Woolf y Proust estarían sacrificándose para que haya escritores mejores... No,
estoy bromeando, lo que usted quiere decir es que este proceso es necesario, que es un
poco como una suerte de flujo y reflujo y que no podemos sustraernos a él y que —desde
luego— pueden ejercerse con mayor o menor felicidad. Por ejemplo, Virginia Woolf en
Orlando lo hizo muy bien y en otros libros lo hizo con menor felicidad. Y en cuanto a
Faulkner, creo que llegó a perderse en sus propios laberintos. Hay una novela suya en la
que—para mayor mortificación del lector— hay dos personajes con el mismo nombre,
por ejemplo...
—En Luz de agosto .
—Bueno, yo no recuerdo porque no penetré muy profundamente en ese laberinto ya
que me desagradó ¿no?
—Uno de los personajes se llama Lucas Banch y el otro Byron Burch. Y hay con ellos
una confusión. Pero tiene que ver con la trama de la novela.
—Una vez me propusieron hacer un film con mi cuento La muerte y la brújula. Y ahí,
misteriosamente, el asesino y el asesinado se confunden hasta en los nombres —porque
uno se llama Roth y el otro Scharlach, rojo y escarlata— así que yo pensé que si
llevábamos eso al cinematógrafo, convenía que un actor hiciera los dos papeles, para que
se notara que en cierto modo había no sólo un asesinato sino un suicidio ¿no?
—Además, en La espera, Alejandro Villari tiene el mismo nombre de su asesino.
—Es cierto. Pero ahora ya espero portarme bien y no jugar más con esas cosas.
—Pero esos juegos tiene algún sentido ¿verdad?
—Sí. Y en todo caso, yo no los hice pour épater les bourgois. Además, el burgués ha
sido “epatado” tantas veces que ya bosteza cuando quieren asombrarlo. Está curado de
espanto, para usar una buena frase española.
—Me parece, Borges, que en toda su obra hay líneas o tendencias expuestas
discursivamente y que el objetivismo francés ha desarrollado. Que usted ha planteado
problemas que ellos han desarrollado después en sus novelas a un nivel estructural.
—Bueno, vamos a suponer que haya algo nuevo en mi obra ¿no?. Vamos a admitir eso
como una hipótesis. En general, cuando un escritor llega a cierto punto piensa que ha
llegado al último término. Y cuando otros desarrollan ese término, él se indigna ¿no?
Porque piensa que él ha llegado ya a ese límite. Recuerdo el caso de Xul Solar, pintor
muy audaz a quien le indignaba todo lo que ahora llamamos arte abstracto, porque le
parecía que él había llevado eso hasta donde podía llevarse. De modo que si yo
desapruebo lo que se hace ahora, quiere decir que he dado un paso, siquiera mínimo. Y
que me enoja que otros vayan más allá. Pero ese es un proceso que no depende de mi
voluntad. Han ocurrido cosas raras con mis libros: yo estaba en Texas y una chica me
preguntó si al escribir el poema El Golem yo había ensayado una variación sobre el cuento
Las ruinas circulares, escrito mucho antes. Yo reflexioné un momento, le agradecí su
observación y le dije que nunca había pensado en eso, pero que realmente el cuento y el
poema eran en esencia el mismo.
—Uno de los libros de crítica más interesantes que se han escrito sobre su obra es el
de Ana María Barrenechea. ¿Qué piensa usted?
—Sí, ha sido traducido al inglés con el título de El hacedor de laberintos o El arquitecto
de laberintos. Creo que es un libro muy estimable. Yo no lo he leído porque el tema me
interesa poco ¿no?. Me siento muy incómodo cuando leo algo sobre mí. Pero creo que es
el mejor libro, en todo caso fue juzgado digno de una traducción y me ha ayudado
muchísimo.
—En ese libro, Borges, Ana María Barrenechea, en la parte final, alude al debatido
problema de su posición política.
—Bueno, creo que es muy sencilla. Yo me he afiliado al Partido Conservador. He
explicado que ser conservador, en la República Argentina, es una forma de escepticismo.
Y que es equidistar del comunismo y del fascismo, es un partido medio. Creo que las
épocas en las que han predominado los conservadores corresponden a épocas de dignidad
y, por qué no decirlo, de prosperidad. Yo era radical. Pero era radical por una razón que
me avergüenza confesar: porque un abuelo mío, Isidoro Acevedo, era íntimo amigo de
Leandro Alem. Yo no creo que esas razones de tipo genealógico tengan valor. Entonces,
unos días antes de las últimas elecciones, yo fui a hablar con Hardoy y le dije que quería
afiliarme al Partido Conservador. Y él me dijo: “Pero usted está completamente loco,
vamos a perder las elecciones”. Entonces yo hice una frase, así, sonriendo. Le dije: “A un
caballero sólo le interesan las causas perdidas”. Y él me contestó: “Bueno, si busca una
causa perdida no dé un paso más, aquí está”. Y me recibió con los brazos abiertos. A lo
mejor estoy hablando con cierta frivolidad de cosas muy importantes. Pero creo que las
opiniones de un escritor son lo menos importante que tiene. Las opiniones en general son
poco importantes. Una opinión, o pertenecer a un partido político o lo que se llama
“literatura comprometida”, pueden llevarnos a obras admirables, mediocres o
deleznables. No es tan fácil la literatura. No depende de nuestras opiniones, es algo que
no se hace con las opiniones. Creo que la literatura es mucho más profunda que nuestras
opiniones, que estas pueden cambiar y nuestra literatura no ser distinta por eso ¿no?
—Usted lo dijo muchas veces respecto de Kipling.
—Es cierto. Él dijo que a un escritor le está permitido urdir una fábula, pero no le está
permitido saber cuál es la moraleja. De eso se encargarán otros, después. Y él lo dijo con
cierta tristeza, porque él había sido un escritor comprometido, había dedicado su obra a
la difusión o a la justificación del imperio inglés y -al final de su vida-comprendió que
había hecho otra cosa, que había escrito algunos poemas y cuentos admirables y que el
propósito político posiblemente había fracasado.
—En cuanto a usted, Borges, parece comprensible que su actitud ante el peronismo
sea verdaderamente hostil.
—Creo que la palabra hostil es un poco débil. Yo siento repugnancia. Y creo poder
decir lo mismo de un lejano pariente mío, llamado Juan Manuel de Rosas, un personaje
abominable. Pero, en fin...
—Sin embargo, leyendo en El Hacedor, se descubre un pequeño relato, casi un poema
en prosa, El simulacro ¿lo recuerda?
—Sí, eso se lo oí contar a un señor en Corrientes y a otro en Resistencia. Y como esas
personas no estaban políticamente de acuerdo, supongo que el hecho era real. Pero si ese
cuento es una defensa del peronismo, entonces —para usar una frase no muy original—
me cortaría la mano con la que lo he escrito.
—No, yo no creo que ese cuento sea una defensa del peronismo. Pero es una
explicación muy sensible de circunstancias particulares y de un episodio que estaban
sucediendo en el país. Porque el cuento termina con una frase que para mí es muy
significativa. Dice: “el crédulo amor de los arrabales”.
—Sí, es cierto. Pero no creo que el crédulo amor de los arrabales justifique la
complicidad del centro. Creo que es otra cosa. Yo puedo respetar el crédulo amor de los
arrabales, pero no tengo por qué respetar a un señor que se hizo peronista porque le
convenía y además hacía continuamente bromas sobre Perón para que no creyeran que
era un imbécil.
—Lo curioso es que el cuento logra dar una imagen real del peronismo, sin ningún tipo
de hostilidad, y rescata cosas que en el peronismo eran verdaderamente positivas.
—Bueno, lo siento mucho, pero si he escrito el cuento, quién soy yo para interpretarlo.
Pero nunca había pensado en eso. Al escribirlo pensé que era una anécdota muy curiosa
y que además era cierta, y que en el caso de que no hubiera sido cierta merecería ser
inventada ¿no? Pero, habiendo tantos temas en el mundo ¿por qué hablamos de política,
que es el tema que menos domino y en el cual me dejo llevar por pasiones? Y que yo veo,
además, como un problema ético. Usted ha visto que yo tengo una preocupación ética.
Cuando estuvimos hablando sobre Baudelaire, Dostoievsky, Poe...
—Lo que pasa, Borges, es que interesa su pensamiento por su obra, que tiene gran
importancia.
—Bueno, pero si tiene esa importancia no creo tener mayor derecho a elucidarla. El
escritor debe ser esencialmente inocente y espontáneo, de modo que lo que yo diga sobre
mi obra tiene menos valor que lo que diga Ana María Barrenechea o cualquiera. Yo he
escrito mis cuentos una sola vez. Ustedes los han leído muchas. Son más de ustedes que
míos. Yo he tratado de que mis opiniones no intervengan en mi obra. De modo que cuando
me dicen que estoy encerrado en una torre de marfil, digo que esa imagen tomada del
ajedrez es falsa, puesto que nadie ha tenido ninguna duda sobre lo que yo he pensado.
Pero no creo que lo que yo piense en materia política o en materia religiosa —lo cual es
mucho más importante— influye en lo que escribo. Alguien me dijo alguna vez que yo
creía que la historia es cíclica, porque en cierto cuento mío hay formas que se repiten.
Pero lo que yo he hecho es aprovechar las posibilidades estéticas de la doctrina de los
ciclos. Pero eso no quiere decir que yo crea en ella, ni que descrea tampoco. Yo soy ante
todo un hombre de letras que basándose en inquietudes propias ha tratado de aprovechar
las posibilidades literarias de la filosofía, de la metafísica y de las matemáticas, pero desde
luego no tengo ninguna autoridad para hablar como filósofo, ni como hombre de ciencia,
ni como matemático.
—Pero su obra tiene una importancia fundamental, Borges...
—No, no, no creo. Yo me he propuesto distraer y quizás inquietar. Pero creo que la
gente se va a cansar muy pronto de lo que yo he escrito.
—Sin embargo, admita que es un paso decisivo para consolidar un lenguaje que —
entre otras cosas— no sea un lenguaje costumbrista.
—Ah, bueno, eso sí. Pero yo, precisamente, he llegado a eso cometiendo todos los
errores posibles. Cuando empecé a escribir yo quería ser un clásico español humanista,
del siglo XVII. Luego adquirí un diccionario de argentinismos. Y me propuse ser un
escritor criollo. Y acumulé tantas palabras criollas que yo mismo ya no me entendía sin
recurrir al diccionario que luego presté para no ceder a la tentación. Y creo que ahora
escribo, digamos... como un argentino normal, escribo normalmente en argentino. Es
decir, ni trato de ser español porque eso sería disfrazarme, ni trato de ser argentino porque
eso también sería disfrazarme. Creo haber llegado a escribir con cierta inocencia. No creo
en el costumbrismo, ni tampoco en el lunfardo que es una ficción literaria asaz pobre ¿no?
Una convención literaria, mejor dicho. Últimamente he escrito milongas y me he cuidado
mucho de no intercalar ninguna palabra del lunfardo, porque me he dado cuenta de que
si cedía a esa tentación se falseaba todo, ya se vería al escritor con su diccionario, tratando
de ser orillero... y yo creo que el orillero está más bien en la entonación.

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