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ARGUMENTOS TRASCENDENTALES

Compilación e introducción de
ISABEL CABRERA VILLORO

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


M é x ic o 1999
DR © 1999 Universidad Nacional Autónoma de México
Circuito Mtro. Mario de la Cueva,
Ciudad de la Investigación en Humanidades,
Ciudad Universitaria, 04510, México, D.F.
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS
Impreso y hecho en México
ISBN 968-36-7335-X
AGRADECIMIENTOS

Una antología es, de entrada, un trabajo conjunto. Se reúnen


artículos que se consideran valiosos, esperando que ellos den
al lector un espectro suficientemente amplio y profundo de
perspectivas en torno a cierto problema, en este caso: los argu­
mentos trascendentales.
Pero en este volumen el trabajo conjunto no se limita al de
los autores aquí reunidos; también se refiere al de muchas otras
personas que colaboraron directamente para que esta antología
fuera posible. Agradezco a José de Teresa y a Pedro Stepanen-
ko, quienes me sugirieron algunos cambios en el índice; y otra
vez a Pedro Stepanenko, así como a Paul Guyer y a Ralph Wal­
ker, por sus atinados comentarios a la penúltima versión de mi
introducción; agradezco también a los traductores de los artícu­
los y al Comité de Traducción del Instituto por su minucioso
trabajo y su paciencia; a Carolina Celorio, quien durante meses
mantuvo una correspondencia con la editoriales que parecía
interminable; a Olbeth Hansberg, que se interesó por este vo­
lumen y que en su calidad de directora del Instituto apoyó su
coedición y su publicación; a Elsa Gómez, Pedro Espinosa y
Robert Stern (quien también compila una antología sobre este
tema) les agradezco su ayuda para completar y afinar la biblio­
grafía especializada que se incluye al final de este volumen; y
por último, mas no al último, a Antonio Zirión, quien se encar­
gó de la edición de todo el material y corrigió muchos detalles.
Me gustaría que todos ustedes consideraran este volumen como
propio.
Así mismo, cabe señalar que la publicación de esta antología
fue apoyada y parcialmente financiada por la Dirección Gene­
ral de Apoyo a Proyectos Académicos, como parte del proyecto
“Modelos de Argumentación y Racionalidad”, dirigido por Car­
los Pereda de 1994 a 1997.

Isabel Cabrera
ARGUMENTOS TRASCENDENTALES
O CÓMO NO PERDERSE EN UN LABERINTO DE
MODALIDADES

I
Un “argumento trascendental” es un argumento que busca con­
cluir condiciones trascendentales, es decir, condiciones a priori
de la posibilidad de un cierto tipo de experiencia, de conoci­
miento o de lenguaje. Estos argumentos son un recurso valioso
para cualquier racionalista que pretenda distanciarse no sólo
del escéptico, sino también del convencionalista o del prag­
matista; de aquí que los defensores de esta estrategia suelan
afirmar que las condiciones que se concluyen mediante estos
argumentos no son sólo útiles sino asimismo indispensables y
necesarias.
La filosofía de Kant está marcada p o r este tipo de argu­
mentos: “sin espacio y tiempo no podríamos individuar y di­
ferenciar objetos”, “sin permanencia no podríamos hablar de
cambio”, “sin causalidad no podríamos distinguir entre repre­
sentaciones objetivas y subjetivas”, “sin experiencia externa no
tendríamos experiencia interna”, “sin libertad no podemos atri­
buir responsabilidad m oral”, etcétera, son algunas de las líneas
de argumentación que desarrolla su filosofía. Pero los argumen­
tos trascendentales no son exclusivos de la perspectiva kantiana;
aparecen también en Wittgenstein, Strawson, Habermas y otros
filósofos contemporáneos. De hecho, definidos de esta m anera
general, constituyen una estrategia filosófica más vieja y ex­
tendida de lo que suele pensarse. De cualquier manera, aquí
recurrimos siempre a ejemplos de Kant, que es el clásico que
explota de forma más continua y explícita tal estrategia filosó­
fica.
Propongamos prim ero un esqueleto lógico, por así decirlo,
de dichos argumentos. El análisis de esta estructura básica nos
obligará a refinarla y nos ofrecerá una plataforma para ubicar
las diferentes discusiones. De hecho, definidos como búsqueda
de condiciones de posibilidad, los argumentos trascendentales
constan básicamente de dos pasos: primero se afirm a que algo
(A) es verdad, y después se demuestra que, de no darse cierta
condición o conjunto de condiciones (C), A no sería posible.
Lo que se busca concluir es la necesidad o aprioridad de dicha
condición o conjunto de condiciones. El esqueleto lógico es,
pues, relativamente sencillo:1
rP l : A
Esquema 1 < P2 : (-C —>—o A)
i nC
Pero, ¿cómo justificar una conclusión como ésta a partir de
hipótesis tan débiles? Analizando la naturaleza de las premisas,
quizá podamos encontrar la manera de reforzarlas para respal­
dar la necesidad o aprioridad de las condiciones.

II
La primera premisa afirma simplemente que algo (A) es verdade­
ro. ¿Pero qué tipo de verdad es ésta? Lo esencial es que sea una
verdad que no pueda ponerse en duda, o al menos, que no pue­
da ser rechazada por el oponente —ya sea éste un escéptico, un
empirista, un convencionalista o un pragmatista, dependiendo
del caso. Así entonces, la prim era premisa tendría idealmente
que ser una verdad innegable o evidente, ya porque se trate de
un hecho constatable por cualquiera o porque se trate de una
verdad necesaria. Es decir, la prim era premisa a veces expresa
una posibilidad contingente pero innegable, mientras que otras
veces es unjuicio apriori. Estas diferencias podrían llevarnos a

1 Parto del esquema propuesto por Ralph C. S. Walker en el primer capí­


tulo de su libro Kant (Londres: Routledge & Kegan Paul, 1978) y en el artículo
posterior, aquí incluido.
distinguir dos subtipos de argumentos trascendentales: si par­
ten de una premisa contingente, como la afirmación de que
podemos hacer cierta distinción, o de que tenemos experien­
cia de cierto tipo, entonces tendrían esta forma:
r P1 : oA
Esquema la < P2 : ( -C - o A)
l C
Si parten, en cambio, de una premisa necesaria como el princi­
pio de la apercepción: “El Yo Pienso tiene que poder acompañar
todas mis representaciones” (B 132), o de definiciones como:
“la experiencia es una sucesión temporal de representaciones”,
entonces tendrían esta otra forma:
( P1 : nA
Esquema Ib < P2 : (-C -* - oA)
l .-.uC
Esta distinción, que se basa en los dos distintos tipos de pre­
misa inicial, está emparentada pero no corresponde a la distin­
ción que hace Kant entre método analítico o regresivo, y método
sintético o progresivo. Para Kant, el método analítico, propio de
sus Prolegómenos:

... significa sólo que se parte de lo que se investiga, como si fuese


dado y se asciende a las condiciones exclusivamente bajo las cuales
es posible. (P r o l§ 5 nota)

El método sintético propio de la Crítica, en cambio, no parte


de algo dado para buscar sus fundamentos, sino al contrario,
parte de los fundamentos y va hacia sus consecuencias: se “co­
mienza con un concepto com ún”, se busca una regla basada en
él y se formulan “principios comunes” que nos perm itan “esca­
lar de los conocimientos más bajos a los más altos”.2
Es cierto que los argumentos de Kant parten de premisas dife­
rentes, a veces contingentes y a veces necesarias; sin embargo, no
creo que la cuestión central esté —a pesar de lo que sugiere esta
nota de los Prolegómenos—en distinguir dos métodos o formas de

2 Kant: Hechsel Logic, 115-116; ver también Blomberg Logic, § 426, yJásche
Logic, § 117.
proceder, una regresiva y otra progresiva, ya que el subsiguiente
razonamiento de la mayoría de los argumentos kantianos es uni­
forme. De hecho, en la parte final de la Crítica, donde Kant se
pregunta por la naturaleza de las “pruebas trascendentales”, se
da una interpretación homogénea de su proceder: las pruebas
trascendentales, propiamente filosóficas, no son apagógicas, si­
no ostensivas; es decir, no proceden por modus ponens e infieren
“la verdad de un conocimiento partiendo de la verdad de [to­
das] sus consecuencias”, sino que proceden por modus tollens,
buscando una consecuencia falsa del principio contrario para
demostrar, por reducción al absurdo, el fundamento deseado
(A 789-791/B 817-819). Las pruebas kantianas —al menos las
más conocidas—suelen incluir este giro, representado en nues­
tro esquema por la segunda premisa.
Quizá, entonces, la diferencia fundamental entre los Prole­
gómenos y la Crítica no sea el uso de un método radicalmente
opuesto, sino —como sugiere Ralph Walker3—que la Crítica tra­
ta de suponer lo menos posible, mientras que los Prolegómenos
son un confeso texto de divulgación y su punto de partida, la
existencia de juicios sintéticos a priori, supone las conclusiones
logradas en la Crítica. Aceptar esto nos obliga a considerar la
declaración que hace Kant en la “Introducción”, escrita no ca­
sualmente después de los Prolegómenos, y según la cual la Crítica
se propone responder a la pregunta “¿cómo son posibles los
juicios sintéticos a priori?” (B 19), como una confesión apresu­
rada que no corresponde al resto del libro, ya que sólo en raros
pasajes —añadidos a la segunda edición—se da p o r supuesta la
existencia de conocimiento sintético a priori (por ejemplo, el § 3
de la Estética Trascendental).
Ocupémonos ahora del prim er tipo de argumentos (la).
¿Qué clase de posibilidad expresa su prim era premisa? Es cla­
ro que no se afirma sólo una posibilidad lógica, sino asimismo
material o real; no basta con que un concepto no sea contradic­
torio, también deberá demostrarse que es real o materialmente
posible. Así, por ejemplo, una percepción no sensible es una
posibilidad lógica pero no es para Kant una posibilidad real

3 Ver Walker: Kant, ed. cit., p. 19.


dentro del ámbito de nuestra experiencia. Pero entonces ¿có­
mo afirm ar este segundo tipo de posibilidad? Los argumentos
de Kant sugieren dos caminos: o bien apelar a la facticidad, por
ejemplo, al hecho de que defacto hacemos cierta distinción, o
de que de facto tenemos cierta experiencia, e inferir la posibi­
lidad material de tal distinción o de tal experiencia (A —►oA);
o bien dem ostrar dicha posibilidad a partir de principios. El
prim er camino es, sin duda, el más recurrido: “distinguimos
objetos externos”, “percibimos cambios”, “hay experiencia in­
terna”, “atribuimos responsabilidad m oral”, son premisas de
algunos de sus argumentos más conocidos. No obstante, no es
éste el único recurso de Kant.
Manfred Baum insiste en que la diferencia entre el método
analítico de los Prolegómenos y el método sintético de la Críti­
ca, radica precisamente en esta cuestión.4 La Crítica parte de
conceptos como “autoconciencia” y de principios como: “El
Yo piensa tiene que poder acompañar todas mis representacio­
nes”, para llegar a otros principios, como la autoadscripción de
representaciones, o el carácter necesariamente temporal de la
experiencia.5 La cuestión es que el método sintético va constru­
yendo, paulatinamente, un sistema de principios relacionados
—orgánicamente, diría Kant. Baum señala que a través de es­
te método, la posibilidad de la experiencia puede concluirse a
priori, sin apelar a los hechos. Si recogemos la idea de Baum in­
troduciendo una doble modalidad en nuestro esqueleto lógico,
obtendríamos el siguiente esquema:

4 Ver infra: Manfred Baum, “Pruebas trascendentales en la Crítica de la


razón pitra", pp. 168-170.
5 Podría decirse que de aquí parten dos líneas básicas de interpretación.
La primera interpreta la autoconciencia com o autoadscripción de experien­
cias, y saca en consecuencia la distinción primordial entre el “yo” sus “repre­
sentaciones”, que a su vez, servirá de base para la distinción entre experiencias
(o sucesiones) objetivas y subjetivas; esta es la línea que suele seguir la tradi­
ción analítica que repara en Kant. La otra línea interpreta la autoconciencia
corno conciencia esencialmente temporal e investiga las formas básicas del
tiempo (permanencia, sucesión y simultaneidad), haciendo de los principios
las reglas básicas de estructuración temporal; esta es la línea que sugiere hasta
cierto punto Baum y, más claramente, Guyer.
( P1 : □ o A
Esquema la ' < P2 : (_C —* - o A)
l C
El rodeo no es, de acuerdo con Baum, inútil \Ibid., pp. 177-
178]; por el contrario, evita dos cosas fundamentales: primero,
evita tener que considerar la posibilidad de tal experiencia co­
mo algo meramente contingente; y segundo, evita que se filtre
el prejuicio de que la experiencia que afirmamos como posible
sea básicamente idéntica a nuestra experiencia real, prejuicio
que amenazaría con convertir toda la investigación subsecuen­
te en una explicación ad hoc de nuestra propia experiencia.
Sin embargo, la propuesta de reforzar de esta m anera la pri­
m era premisa, no logra una conclusión más fuerte. El anterior
esquema no es tampoco correcto, o no lo es, al menos, de
acuerdo con los sistemas modales clásicos más comunes —por
ejemplo, los sistemas M] de von Wright y S5 de Lewis. Además,
el significado de la premisa reforzada es obscuro: ¿por qué la
experiencia tendría que ser posible?, ¿qué quiere decir que es
necesario que la experiencia sea posible? La filosofía de Kant
nos invita siempre a encadenar modalidades y sospecho que
hay que huir de dichos encadenamientos tanto como se pueda.
Y ¿qué hay respecto de los problemas que —de acuerdo con
Baum—resuelve esta salida? La prim era ventaja: no tener que
considerar la posibilidad de la experiencia como una m era con­
tingencia, vale para algunos argumentos de Kant, justamente
aquellos que comienzan con una premisa necesaria, pero no pa­
ra todos. De hecho, Kant sugiere en un cierto momento que las
pruebas trascendentales se basan “en la insuficiencia intrínseca
de lo contingente” (A589/B617); y más adelante en la Crítica
dice que aunque la razón pura:

... establece principios seguros gracias a los conceptos del enten­


dimiento, no lo hace directamente a partir de conceptos, sino sólo
indirectamente, por la relación de estos conceptos con algo por
entero contingente, a saber, la experiencia posible. (A7S7/B 765)

La segunda ventaja —evitar considerar toda la investigación


trascendental como una búsqueda de meras explicaciones ad
hoc para la posibilidad de la experiencia real, más bien que de
la experiencia posible—, es un problema complejo. Por un lado,
parece que, finalmente, lo que interesa es dar condiciones de
posibilidad de nuestra experiencia y no de cualquier concepto
abstracto de experiencia posible; por otro, parece que esta lec­
tura convierte a las supuestas condiciones trascendentales en
meras explicaciones plausibles de las peculiaridades de nues­
tra experiencia humana. Pero creemos que el lograr que sus
conclusiones tengan un status privilegiado y que no sean meras
“explicaciones plausibles”, depende de la fuerza de la segunda
premisa de los argumentos trascendentales, más bien que de la
premisa inicial, por lo cual habremos de volver a este problema.
A hora bien, ¿qué decir respecto de los argumentos (Ib), que
parten de una premisa necesaria? Al parecer sus posibilidades
son dos: o bien es una verdad analítica o bien es un juicio
sintético a priori. Kant parece reconocer que algunas de sus pre­
misas —como el principio de la apercepción: “El Yo pienso tiene
q u e ... son analíticas, y otras como “la experiencia es una su­
cesión temporal de representaciones” parecen ser definiciones;
pero en otros casos, como en la “Exposición trascendental del
concepto de espacio”, o en los Prolegómenos, la premisa necesa­
ria inicial es un juicio sintético a priori. Pero, ¿cómo es posible
partir de juicios sintéticos a priori si una de las tareas de este tipo
de argumentos es justamente demostrar la posibilidad de tales
juicios? Los argumentos trascendentales que parten de juicios
sintédcos a priori parecen caer en petición de principio. Por su
parte, los argumentos trascendentales que parten de una premi­
sa analítica parecen exigir conclusiones analíticas, ya que, ¿qué
otra cosa podría negar la posibilidad de una verdad analítica
sino la negación de otra verdad analítica?
La prim era de estas críticas pierde de vista una cosa: los ar­
gumentos de Kant no se presentan aislados, sino que conforman
un sistema filosófico que pretende ser orgánico, donde todas
las partes están interrelacionadas. De esta manera, ocurre que
las conclusiones de algunos argumentos sirven, como sugeri­
mos atrás, de premisas para otros: cuando un argumento parte
de una premisa sintética a priori, presupone otro argumento
cuya conclusión es, precisamente, esta premisa. Y con respecto
a la segunda objeción —que los argumentos que parten de pre­
misas analíticas sólo pueden obtener conclusiones analíticas—,
hemos de volver a ella cuando analicemos la naturaleza de la
segunda premisa.
De cualquier manera, introducir necesidad en la prim era pre­
misa no basta para garantizar la necesidad de la conclusión.
Ello nos obliga, sin embargo, a modificar la segunda premisa,
de tal m anera que exprese que, si no se aceptan ciertas con­
diciones, tal verdad no sería necesaria. Podríamos representar
esto incluyendo nuevamente una doble modalidad, pero ahora
en la segunda premisa:
( P l : oA
Esquema Ib' < P2 : ( - C -> - o □ A)
l .-.aC
Rozamos de nuevo laberintos modales de los que parece sensato
huir; para ello, podríamos aceptar el principio de lógica modal
según el cual cualquier sucesión de modalidades se reduce a la
última modalidad, en particular “(—C —> - o n A )” equivale a
“(—C —►—nA )”. De cualquier manera, el que haya argumentos
trascendentales que parten de una premisa necesaria, nos in­
duce a modificar nuestra concepción inicial de las condiciones
trascendentales, aceptando que, aunque comúnmente son con­
diciones necesarias para la posibilidad de algo, ocasionalmente
también pueden ser condiciones indispensables para la necesi­
dad de algo.
De cualquier manera, la discusión relativa a la prim era pre­
misa nos hereda un esquema más general que, no obstante, no
es todavía el esquema de un argumento correcto:

{
Pl : *A donde * = {<>,□}
P2 : (—C —>- * A)
nC
En lo que sigue nos referiremos usualmente a argumentos
que parten de una premisa meramente contingente, como son
la mayoría de los argumentos kantianos, y de acuerdo con lo
que sugiere el propio Kant cuando habla de la “posibilidad de
la experiencia” como algo enteramente contingente. No obs­
tante, apelando a este esquema cabe analizar argumentos que
partan de una premisa necesaria, como son algunos de los argu­
mentos que forman el núcleo de la Deducción trascendental, y que
intentan demostrar que de no darse ciertas condiciones, cierta
afirmación no sería necesaria (aunque quizá si sea posible).

III
Pasemos ahora al análisis de la segunda premisa. Lo primero
que podríamos notar respecto de ella es que siempre es mucho
más compleja que la expresión que tiene en nuestro esquema.
De hecho, muchas veces es conclusión de algún otro argumen­
to (o argumentos) que previamente ha(n) dem ostrado lo que
afirma. Además, en tanto C puede referir a una condición o a
un conjunto (o conjunción) de ellas, la premisa suele respaldar­
se en varias direcciones. Tendremos, pues, que investigar sus
orígenes, ya que de ellos dependerá su caracterización. Pero
antes de hacer esto, notemos que la segunda premisa expresa
algo emparentado con lo que suele llamarse “una relación de
presuposición”. De cualquier manera, nosotros preferimos la
expresión modal, ya que ello no nos obliga a interpretar todas
las condiciones de posibilidad, o condiciones trascendentales,
como condiciones de significatividad.6
A hora bien, ¿cómo distinguir condiciones de posibilidad de
meras explicaciones plausibles? ¿Cómo saber que un conjunto
de condiciones constituye algo más que un conjunto de princi­
pios que explican ía posibilidad de la experiencia (o del co­
nocimiento o del lenguaje) en cuestión? Como ha señalado
Chisholm, los argumentos trascendentales parecen ser, final­
mente, buenas explicaciones sin siquiera pretender convertirse

6 De hecho, N. Rescher propone esta expresión modal com o una carac­


terización de lo que él llama “presuposición estricta”. (Ver “On the logic
o f Presupposition”, Philosophy and Phenomenological Research. Vol. 21, 1961,
pp. 521-527.) De cualquier manera, quizá la forma más tradicional de inter­
pretar esta peculiar relación proviene de Frege y Strawson. La idea que ambos
comparten es que “B es presupuesto de A", significa que B es condición de la
significatividad de A. Más formalmente, y a diferencia de lo que ocurre con
una implicación estricta, diríamos que: Si “B presupone A” es verdadero, y “A”
es falso, “B ” no es falso sino más bien carece de sentido, y por consiguiente de
valor de verdad. Uno de los ejemplos más famosos es: El enunciado “La reina
de Inglaterra es (o no es) calva” presupone que Inglaterra tiene una única
reina. (Para más detalles sobre esto ver la antología de Petófi y Franck (eds.):
Prásuppositionen in Philosophie und Linguistik. Frankfurt/Main, 1973.)
en “argumentos a la mejor explicación”.7 La razón es que no
parece posible demostrar que las condiciones en cuestión sean
indispensables. Pues, ¿cómo demostrar esto?, o dicho de otra
manera, ¿cómo reforzar la segunda premisa? Si lo lográramos,
obtendríamos el esquema de un argumento correcto de acuerdo
con algunos de los sistemas modales clásicos más conocidos,s
y el cual tendría esta estructura:

{
P1 : *A —donde * = {<>,□}
P2 : a ( - C —> - * A)
nC
Pero, ¿cómo reforzar esta premisa?, ¿con base en qué determi­
nar que cierta condición de posibilidad es necesaria?
fila. La primera estrategia parece ser la de dem ostrar que ta­
les condiciones son únicas. Si no hay ninguna otra condición (o
conjunto de condiciones) que den cuenta de la posibilidad de
cierto tipo de experiencia, salvo C, y tal experiencia es posible,

7 Ver infra: Rodcrick Chisholm, “¿Qué es un argumento trascendental?”,


p. 89.
8 Lo es, por ejemplo, en el sistema S5 de Lewis; una posible estrategia de
prueba podría ser:
1. *A -d o n d e * = (O , o}
2. A)
3. □ ( *A-f<7) - d e 2 por I- ( - a -> -/?) « (0 a)
4. □ * A —* D C —de 3 por Axioma 3 de Sr¡
5. *A —*-OC —de 4 por Axioma 4 de S 5
t>. DC —de 1 y 5 por MP
El sistema M| de von Wright, en cambio, no permite esta conclusión para
el argumento que comienza con una premisa contingente (donde * = o); lo
más que parece poderse concluir aquí es una necesidad condicionada:
1. »A
2. a ( - C - - o A )
3. D(oA —> C) -d e 2
Para concluir “□ C” tendríamos que reforzar también la primera premisa
(de la manera sugerida arriba), es decir:
1. □ o A
2. D ( - C — - o A)
3. D(oA —» C) -d e 2
4. □ C —de 1 y 3 por ley 1 de la implicación estricta
en M]
entonces C es una condición (o una conjunción de ellas) abso­
lutamente necesaria para la posibilidad de dicha experiencia.
Por consiguiente, si pudiéramos demostrar que las condicio­
nes descubiertas (C) son únicas, entonces podríamos concluir
la necesidad de las mismas.
A hora bien, ¿cómo dem ostrar que C es única? K órner ar­
gumenta que ello es lógicamente imposible, ya que cualquiera
de los métodos para lograrlo se trunca. Las tres posibles vías
para dar una prueba de unicidad de un esquema son, de acuer­
do con Kórner: 1) comparar el esquema con la experiencia
indiferenciada (lo cual, si fuera posible, sólo mostraría que el
esquema se aplica a tal experiencia pero no que es el único que
podría aplicarse), 2) com parar el esquema con otros esquemas
y dem ostrar su superioridad (lo cual implica aceptar que hay
otros esquemas y, por consiguiente, que el esquema en cues­
tión no es único), y 3) analizar el esquema desde dentro (lo cual
sólo mostraría que el esquema se aplica, pero no que es el úni­
co que podría aplicarse). Además, piensa Kórner, siempre está
abierta la posibilidad de encontrar contraejemplos; de hecho,
el progreso de las matemáticas y de la física han mostrado que
el esquema propuesto por Kant no es único.9
A pesar de la contundencia de Kórner, Kant no parece tener
las cosas tan claras, sobre todo respecto del segundo método,
y en repetidas ocasiones alega que sus tesis son “mejores” que
las de Berkeley, o Newton, o Leibniz, o Hume, ya que aquellas
no logran explicar algo que su perspectiva sí logra explicar. El
ejemplo más contundente de este esfuerzo es —como lo mues­
tra Eva Schaper—10 su Refutación del idealismo, donde pretende
dem ostrar la superioridad de su esquema frente al pretendido
esquema cartesiano (el cual, finalmente, se muestra como una
falsa alternativa). De cualquier manera, aunque ese argumen­
to en particular fuera correcto, ello no implicaría una victoria
definitiva. Siempre sería posible que otro conjunto de condi­
ciones se propusiera como un nuevo candidato para explicar la

9 Ver infra: Kórner, “La imposibilidad de las deducciones trascendenta­


les”, pp. 37-38 y 41-44.
10 Ver infra-. Eva Schaper: “¿Son imposibles las deducciones trascendenta­
les?”, pp. 58-60.
posibilidad de la experiencia (o del conocimiento o del lengua­
je) en cuestión, y siempre tendríamos que enfrentar al rival y
volver a dem ostrar la superioridad del esquema (o del conjun­
to de condiciones) original. El argumento trascendental que
saliera vivo de estos combates podría llamarse un “argumento
a la mejor explicación” (o a “la única explicación hasta el mo­
mento”). Quizá sea esto lo máximo a lo que puedan aspirar los
argumentos trascendentales: mostrar la utilidad de un esque­
ma (o conjunto de condiciones), dejando abierta la posibilidad
de otras alternativas; lo cual, como señala el propio Kórner, no
es tampoco nada despreciable.
La crítica de Kórner tiene, no obstante, sus límites. De acuer­
do con ella, una deducción trascendental está comprometida
con un esquema conceptual determinado cuya unicidad preten­
de demostrar. La deducción de la prim era Crítica está compro­
metida, según esta lectura, con el esquema euclidiano y newto-
niano de diferenciación empírica; de aquí que además de dar
razones teóricas, puedan darse contraejemplos concretos de es­
ta pretendida pero nunca demostrada “unicidad”. Sólo que no
todos los argumentos trascendentales tienen que estar de en­
trada comprometidos con un esquema conceptual particular
(ni siquiera lo está el argumento de la deducción trascendental
kantiana, piensa Schaper);11 algunos argumentos trascendenta­
les podrían ir, por así decirlo, más atrás y buscar, por ejemplo,
condiciones para considerar que algo (un conjunto de concep­
tos y principios) es un esquema conceptual. De hecho, Kórner
mismo ofrece, al inicio de su artículo, criterios que deberá cum­
plir cualquier esquema conceptual, a saber: poseer conceptos
para delimitar una región de la experiencia, y conceptos para
establecer diferenciaciones básicas en dicho dominio. Pero, ¿de
dónde surgen estos criterios? Kórner no parece siquiera con­
siderar la posibilidad de que los criterios para determ inar si
algo es (o no) un esquema conceptual puedan ser resultado de
una “deducción” previa. Y, sin embargo, como señala Schaper,
son estos criterios lo que nos permiten hablar de esquemas, son

11 Cf. ibid. p. 57-58. En apoyo a lo que dice Schaper, cabe recordar que la
Deducción transcurre sin que Kant haga referencia expresa a las 12 categorías
de su tabla; el argumento corre a un nivel todavía más general.
“principios generales de significación” presupuestos por cual­
quier esquema que se pretenda único o alternativo.
Pero así como el argumento trascendental podría ir hacia
atrás, la crítica de Kórner también podría ir hacia atrás, y argu­
mentar que no es posible dar una prueba de la unicidad de tales
“principios generales de significación”. Quizá sea una preocu­
pación similar a ésta la que vuelve tan tentadora la postura de
Davidson: no tiene sentido hablar de esquema conceptual por­
que para ello habría que establecer distinciones desde fuera, y
cualquier planteamiento es siempre desde dentro (en este caso
de la experiencia), es decir, no puede ser formulado y juzgado
con más criterios que los internos.12 Pero antes de aceptar la
honrosa salida de Kórner —o la propuesta de Davidson—, cabe
averiguar si no habría otras maneras de dem ostrar la necesidad
de la segunda premisa sin tener que esgrimir una contundente
prueba de unicidad.

111b. Una segunda estrategia para reforzar la premisa condi­


cional es la propuesta por Strawson. Los argumentos trascen­
dentales, en tanto argumentos contra el escéptico, tienen que
dem ostrar la necesidad de ciertos supuestos partiendo sólo de
lo que el escéptico acepta. Así, por ejemplo, el escéptico acepta
que nuestra experiencia parece incluir particulares objetivos en
un ámbito espacio-temporal, pero niega que los objetos sigan
existiendo cuando no son percibidos. La estrategia trascenden­
tal pretende mostrar que el escéptico no puede afirm ar lo pri­
mero y negar lo segundo. La razón es que lo prim ero supone
que el escéptico —como cualquiera—es capaz de identificar y re-
identificar particulares y, por consiguiente, que posee criterios
de identificación y reidentificación de particulares, cuya aplica­
ción exige la existencia de objetos (permanentes) que satisfacen
dichos criterios. La existencia de objetos permanentes demues­
tra ser una condición necesaria de las distinciones básicas que
asume la postura escéptica.13

12 Ver infra\ Donald Davidson, “De la idea misma de un esquema concep­


tual", pp. 71-72 y 79.
13 Resumo apresuradamente el argumento del primer capítulo de Indivi­
duad siguiendo básicamente la reconstrucción de Stroud.
Barry Stroud acusa a Strawson de haber construido un ar­
gumento finalmente inútil. Se pretende refutar al escéptico
afirmando que el significado de cierto concepto depende de
la aplicación de ciertos criterios de identificación empírica, lo
cual significa indirectamente afirmar el principio de verifica­
ción. Pero de ser esto así, el argumento sería superfluo ya que,
o bien el principio de verificación es suficiente por sí mismo
para derrotar al escéptico, o bien es de entrada rechazado por
el escéptico —junto con el argumento trascendental que lo ador­
na.14 El núcleo de la crítica de Stroud es dem ostrar que sin el
principio de verificación, la estrategia trascendental de Stra­
wson fracasa. Porque sólo podemos saber que hay objetos si
podemos saber que se satisfacen nuestros criterios de identifica­
ción. El problema está en ¿cómo podemos saber que han sido
satisfechos? Sin el principio de verificación, lo más que muestra
el argumento de Strawson esbozado atrás es que si los criterios
se aplicaran, habría objetos externos permanentes. Pero nada
le impide al escéptico pensar que funcionamos haciendo re­
identificaciones siempre erróneas, porque somos incapaces de
garantizar cuándo realmente aciertan nuestros criterios. Es el
principio de verificación el que exige que para tener sentido
hay también que tener verdad. Sin él, lo más que conseguiría
un argumento trascendental es detectar aquello que debemos
creer, y en este caso, debemos creer que nuestros criterios de
identificación y reidentificación se satisfacen.
La respuesta posterior de Strawson, quien básicamente acep­
ta la crítica de Stroud, es tratar de rescatar la utilidad de estos
argumentos. A pesar de que fracasan en su intento de refutar el
escepticismo, parecen tener la utilidad de hacer explícitas cier­
tas proposiciones que “tenemos que creer” y, en este sentido,
resultan una herram ienta útil para un naturalista o un humea-
no m oderno.15 Los argumentos privilegian ciertas condiciones
que aunque no pueden tampoco, reconoce Strawson, demos­
trarse como únicas, sí pueden proponerse como indispensables
para organizar la experiencia, hasta que un conjunto alternati­

14Ver infra: Barry Stroud, “Argumentos trascendentales”, pp. 110-112.


15Ver infta: P. Strawson, “Escepticismo, naturalismo y argumentos tras­
cendentales”, pp. 154-155.
vo de condiciones demuestre lo contrario. Volviendo a nuestro
esquema, podríamos decir que la última propuesta de Strawson
es reforzar la premisa “provisionalmente”: las condiciones son
necesarias en tanto parecen ser creencias indispensables (hasta
que alguien muestre lo contrario).
A hora bien, ¿esta crítica de Stroud afecta también ios argu­
mentos de Kant?, ¿también Kant presupone el “principio de
verificación” en su Deducción trascendental o en su Refutación del
idealismo? Peter Hacker piensa que ei propósito de Kant no es
ofrecer una respuesta convencionalista al escéptico basada en
argumentos “dogmáticos” del tipo “esto es lo que llamamos co­
nocimiento, no hay por qué exigir más”. El esfuerzo de Kant está
orientado a dar una respuesta “crítica” (por oposición a “dog­
mática”) y mostrar que la experiencia interna —que el escéptico
no pone en duda—sólo es posible si es posible la experiencia
externa, la experiencia de cosas en el espacio. De acuerdo con
Hacker, la Deducción trascendental y la Refutación del idealismo
conforman juntas un fuerte argumento para probar que no se
puede aceptar la experiencia interna sin considerarla evidencia
suficiente para el conocimiento de objetos; y ello sin necesidad,
ni del principio de verificación, ni del refugio en el convencio­
nalismo; porque los argumentos trascendentales se proponen
otra cosa que mostrar la conveniencia de usar de cierta forma
las palabras.16
IIIc. Una tercera estrategia, aunque ligada a la anterior, para
reforzar la segunda premisa sería la de aducir que dicha premisa
es analítica y, por consiguiente, necesaria. De esta forma, se
aceptaría que los argumentos trascendentales son análisis del
concepto de “experiencia posible” (o de otros conceptos muy
generales), y concluyen características incluidas, aunque quizá
no “a prim era vista”, en el concepto del que parten. Esta es
la salida propuesta por Bennett y en cierta forma por Walker:
las pruebas trascendentales obtienen su necesidad del análisis
conceptual, sólo que ello no las debilita, sino, al contrario, les
da la fuerza que requieren.

16 Ver infnr. Peter Hacker, “¿Son los argumentos trascendentales una ver­
sión del verificacionismo?”, pp. 127-130.
De acuerdo con Bennett, los argumentos trascendentales son
elaborados “a partir de los materiales del análisis conceptual y
de la interconexión conceptual”, sólo que su virtud consiste
en obtener conclusiones lo más ricas posibles, a partir de pre­
misas lo más pobres posibles. Los argumentos trascendentales
son argumentos diseñados contra un escéptico, piensa Bennett
siguiendo a Strawson, y por consiguiente, tienen que conse­
guir que el escéptico acepte las premisas. Y aun cuando estos
argumentos requieran de alguna versión del verificacionismo
para funcionar, tienen la tarea adicional de mostrar que deter­
minados conceptos o determinadas creencias juegan un papel
fundamental en nuestra concepción del m undo.17
Por su parte, Walker piensa que los argumentos trascenden­
tales están formados por una premisa empírica —la prim era—
que menciona un hecho contundente, innegable para el escép­
tico, y una premisa que obtiene su fuerza del análisis conceptual
y que, por lo mismo, tampoco puede ser rechazada por el es­
céptico. Esto no implica que la segunda premisa sea una verdad
analítica evidente, una m era tautología, ya que no- se trata de
una identidad entre términos, sino de una minuciosa explora­
ción de conceptos. El análisis conceptual puede ser una labor
sumamente difícil pero también muy fructífera —como ha mos­
trado serlo en matemáticas, lógica y filosofía, recuerda Walker.
La cuestión es descubrir una condición suficientemente austera
para ser aceptada por un escéptico, y que unida a la premisa
empírica inicial, produzca una conclusión que apunte a una
necesidad sintética. Walker no piensa que se requiera el princi­
pio de verificación ni el idealismo para tender un puente entre
nuestras creencias y la realidad porque no cree que haya un
abismo entre ambas. Creer que lo hay es poner en duda el ju e­
go mismo de la justificación y, por consiguiente, plantear un
problem a insoluble. Pero los argumentos trascendentales no
ayudan a solucionar problemas insolubles, sólo pueden ayudar­
nos a responder a un escéptico razonable que acepta las reglas
del juego de la justificación.18
17 Ver infra-, Jonathan Bennett, “Argumentos trascendentales analíticos",
pp. 202-203, 208 y 215-218.
18 Ver infra: Ralph C. S. Walker, “Argumentos trascendentales y escepti­
cism o”, pp. 230-23.
No obstante la lucidez de estas propuestas, nos parece que
ellas suponen que es claro algo que está lejos de serlo, a saber:
la frontera entre proposiciones analíticas y sintéticas. Es cierto
que algunos argumentos parten de premisas analíticas o de pre­
misas que parecen analíticas.19 De cualquier manera, de serlo
serían proposiciones analíticas en virtud de ciertas sinonimias
conceptuales implícitas. Pero si, como pretenden estos autores,
el argumento tiene por objeto refutar al escéptico, ¿por qué
entonces no considerar que el escéptico, en vez de estar obliga­
do a aceptar la conclusión, puede cuestionar las sinonimias que
respaldan la segunda premisa? Además, aun cuando aceptemos
que no hay un abismo entre nuestro pensamiento (o nuestro len­
guaje) y la realidad, sí hay una diferencia que resulta importante
aceptar si nosotros entramos en el juego del escepticismo. Si los
argumentos trascendentales están diseñados contra el escéptico
—aunque sea un escéptico razonable—es porque se considera
que estas pruebas son capaces de justificar con las mejores ra­
zones una relación entre nuestro pensamiento y la realidad.
De cualquier manera, aceptar que la segunda premisa es pro­
ducto del análisis conceptual —lo cual parece ser correcto en
muchos casos—no implica aceptar que este tipo de argumentos
son producto de definiciones implíticas, ya que en la mayoría de
los casos es a partir del argumento trascendental —y no antes—
que se propone una norma de significado. Un ejemplo claro es
cómo el concepto de “objeto externo” va paulatinamente refi-
nándose a lo largo de la Crítica-, es la Estética la que pretende
otorgarle su necesario carácter espacial, son las Analogías las
que buscan darle su carácter de un algo perm anente sujeto a
cambios regulados. Es después de estos argumentos, y no an­
tes, que Kant sugiere que el mejor candidato para llenar este
esquema de objeto es el de un “objeto material”. Más que ba­
sarse en definiciones previas, los argumentos trascendentales
pueden ser un medio de producirlas; de hecho, cabe recordar
que, de acuerdo con Kant, la filosofía trabaja con definiciones,

19 Por ejemplo, “El ‘yo pienso’ tiene que poder acompañar todas mis re­
presentaciones’'. También expresiones como “todo objeto externo es espacial”,
“todo cambio presupone una sustancia” o “la atribución de responsabilidad
moral presupone libertad”, podrían defenderse apelando a los significados de
sus conceptos antecedentes.
sólo que —a diferencia de la matemática—no parte de ellas, sino
que llega a establecerlas (CRP A 731/B 759).
Illd. Una cuarta estrategia para fortalecer esta premisa podría
ser la de apelar ya no a pruebas contundentes de unicidad ni a
definiciones, sino a ciertos “hechos básicos”. Estos hechos bási­
cos darían cuenta de cómo ha llegado algo a convertirse en un
derecho o una pretensión legítima. Esta última propuesta nos
remite a Dieter Henrich, quien muestra tener excelentes razo­
nes para asociar las deducciones kantianas con las deducciones
legales que se escribían en época de Kant con el objeto de de­
fender y esclarecer un derecho concreto de uso o de propiedad.
Para ello se rastrean los orígenes, buscando aquellos hechos y
acciones concretos que confieren el derecho en cuestión. En
casos de disputas legales sobre, por ejemplo, la propiedad de
cierto inmueble, tales hechos podrían ser un contrato, un testa­
mento o un uso prolongado del bien en cuestión. Pero, ¿cómo
aplicar esto a nuestros argumentos trascendentales? Henrich
sugiere que la deducción trascendental kantiana es la justifica­
ción de un derecho, sólo que en este caso no adquirido, sino
natural o innato. Para conferir legitimidad a este pretendido
derecho de usar ciertos conceptos y confiar en ciertos princi­
pios, habrá que remontarse —como en toda deducción—a los
orígenes, que en este caso son las facultades y operaciones más
básicas de la razón humana. Para reforzar la atribución de este
derecho, además, se imponen —en la dialéctica trascendental—
ciertos límites y restricciones, de manera similar a como las
deducciones legales de entonces, empeñadas en conciliar in­
tereses, circunscribían el derecho otorgado dentro de ciertos
límites, concediendo así parte del punto del objetor.20
En su comentario a Henrich, Strawson se pregunta cómo po­
drían estos “hechos básicos”, a los que se remite una deducción
en este sentido específico, justificar una pretensión de cono­
cimiento a priori. Encontramos mecanismos básicos pero no
podemos dar cuenta de por qué son éstos los mecanismos bá­
sicos y no otros, es decir, los consideremos como algo que ha
sucedido contingentemente. De hecho, el propio Kant reconoce

20 Ver infra: Dieter Henrich, “La noción kantiana de ‘D educción’ y ios


antecedentes metodológicos de la primera Crítica”, pp. 402-408.
que no podemos explicar por qué tenemos los conceptos del en­
tendimiento y las formas de la intuición que de hecho tenemos
(C/ B 145-146). Si estos son los “hechos básicos” que marcan el
límite de la investigación trascendental kantiana, entonces Kant
estaría intentando justificar el conocimiento apriori en hechos
empíricos, y, como señala Strawson, no es nada claro cómo a
partir de hechos podríamos justificar nuestras pretensiones de
conocer algo con necesidad.21
Patricia Kitcher tiene, me parece, una respuesta a la inquie­
tud de Strawson, sólo que es una respuesta radical. Siguiendo
la sugerencia de Henrich, Kitcher propone interpretar dichos
“hechos básicos” como hechos psicológicos. En contraste con
la tradicional interpretación de Strawson, que busca despojar
a Kant de un psicologismo obscuro e innecesario, Kitcher pro­
pone convertir a Kant en un precedente de la epistemología na­
turalizada. El a priori kantiano remite, argumenta esta lectura,
a aquellos rasgos específicamente subjetivos que condicionan
nuestra experiencia. Lo importante es detectar los elementos
que no dependen de lo que nos es dado sino de nuestra acti­
vidad cognoscitiva, es decir, aquellos elementos que tienen un
origen apriori. Pero si las condiciones trascendentales remiten a
condicionamientos psicológicos básicos, entonces, aunque sean
ellas mismas proposiciones empíricas y contingentes (acerca de
cómo de hecho funciona nuestra mente cuando conoce), son
capaces de respaldar necesidad: los objetos de la experiencia
tendrán que ajustarse a estos requisitos y limitantes porque só­
lo ajustándose a ellos constituyen para nosotros experiencia.
De esta manera, requisitos contingentes pueden convertirse en
obligados. Los argumentos trascendentales, de acuerdo con
Kitcher, no pueden proponer condiciones absolutamente ne­
cesarias ni tampoco refutar al escéptico radical, pero sí ofrecen
un medio atractivo de combinar psicología y epistemología pa­
ra lograr el establecimiento de ciertas condiciones generales de
la experiencia y el conocimiento humanos.22

21 Ver infra: Peter Strawson, “Sensibilidad y entendimiento: Comentario


a Henrich”, pp. 418-419.
22 Ver infra. Patricia Kitcher: “Echando otra hojeada a la epistemología
de Kant: Escepticismo, Aprioridad y Psicologismo”, pp. 452-453.
La salida de Kitcher implica aceptar que toda la investigación
trascendental es, finalmente, una explicación empírica de nues­
tra experiencia efectiva. Las condiciones trascendentales obli­
gan en tanto se refieren a los límites que impone nuestra con­
formación psicológica a sus objetos. Pero entonces, por ejemplo
los enunciados que expresan el rango de sonidos que podemos
escuchar, o el rango de colores que podemos percibir, podrían
ser —con los mismos criterios—condiciones trascendentales, ya
que condicionan lo que va a sernos dado y “obligan” a todo
sonido o a todo color que percibamos a mantenerse dentro de
dicho rango específico. Las condiciones kantianas parecen, sin
embargo, ser de un tipo distinto a esta clase de condiciones
puramente psicológicas de percepción. Además, como señaló
Strawson respecto a Henrich, una solución como ésta podría
despojar al “a priori" kantiano de su necesidad original, deján­
dole a cambio una supuesta obligatoriedad psicológica.
Del análisis de la segunda premisa cabe concluir dos cosas:
1) que hay que reconocer los límites de los argumentos trascen­
dentales cuya fuerza está condicionada por la manera en la que
se defiende su segunda premisa, la cual siempre tiene debili­
dades; y 2) que a pesar de esto, tales argumentos conservan su
atractivo en cualquiera de sus versiones debilitadas: ayudan a
apuntalar explicaciones, nos permiten detectar creencias indis­
pensables, sirven para sacar a luz condiciones de significativi­
dad implícitas, o contribuyen a defender el papel privilegiado
que juegan ciertos hechos psicológicos en nuestra experiencia.
Cualquiera de estas salidas es más que un premio de consola­
ción.

IV
Por último, detengámonos brevemente en la conclusión: “□ C”.
De acuerdo con lo dicho hasta aquí, parece claro que la con­
clusión no puede pretender expresar una necesidad metafísica
absoluta, sino una necesidad condicionada: “Toda necesidad
—dice Kant—se basa siempre en una condición trascendental”
(A 106). Esto está, además, en clara armonía con otro pasaje de
la Crítica donde se dice que la necesidad absoluta es el “verda­
dero abismo de la razón humana” (A 613). También sabemos
que la necesidad que expresa una condición a priori no busca
—como dijimos antes—ser una necesidad psicológica; tampoco
pretende ser un concepto puramente lógico, ya que no toda
proposición necesaria es para Kant lógicamente necesaria. Pe­
ro entonces, ¿de qué tipo de necesidad se trata? Parece haber
básicamente dos maneras de interpretarla: o bien la conclusión
expresa requisitos necesarios para entender algo, o bien expresa
requisitos indispensables para que algo exista.
Es decir, de acuerdo con sus propósitos —y siguiendo con li­
bertad la distinción que enmarca el texto de Richard Aquila—,23
podríamos decir que, según la necesidad que pretenda su con­
clusión, los argumentos trascendentales son básicamente de dos
tipos: por un lado, hay argumentos trascendentales que preten­
den establecen condiciones de inteligibilidad, condiciones para
que algo nos sea comprensible; por otro lado, hay argumentos
trascendentales que están orientados a establecer condiciones
ontológicas, requisitos a los que deberá ajustarse la realidad para
convertirse en objeto de nuestra experiencia y, por consiguien­
te, de nuestro conocimiento.
Así, por ejemplo: podemos interpretar el principio de causa­
lidad como un requisito indispensable para nuestra compren­
sión de los sucesos del mundo, es decir, argumentar que no
podríamos entender y hacernos inteligible el transcurso de las
cosas si no suponemos ciertas regularidades fijas entre ellas;
nuestra comprensión de lo que es un hecho exige que lo in­
terpretemos, dé entrada, como un eslabón de alguna cadena
causal. Pero también podríamos interpretar el argumento de
manera más fuerte, como diciendo que nada podría ser un he­
cho del mundo si no está causalmente relacionado con otros
hechos del mundo: algo incausado no podría darse, no podría
existir, no formaría parte del mundo empírico. Es claro que
ambas lecturas se han dado, en este caso, en torno a la segunda
analogía. Las conclusiones de otros argumentos de Kant tienen
también esta ambigüedad: la Refutación del idealismo puede le­
erse como un argumento para dem ostrar que no podríamos
entender nuestra experiencia como una sucesión de representa­

23 Ver infra: Richard Aquila: “Dos tipos de argumentos trascendentales”,


pp. 258-260.
ciones temporales sin hacer referencia a la experiencia externa,
de cosas en el espacio; pero también puede leerse como un ar­
gumento que pretende dem ostrar que sin experiencia externa
no habría experiencia interna. Respecto de la primera analogía
también podríamos preguntarnos si la permanencia de algo sus­
tancial es necesaria para entender los cambios, o para que haya
cambios.
En la filosofía de Kant el idealismo funciona, muchas veces,
como puente para transitar de una dirección a otra. Dicho bre­
vemente, la causalidad se convierte en requisito acerca de lo
que puede o no existir, en virtud de que, para Kant, forma par­
te de un conjunto de condiciones subjetivas: todos los objetos y
hechos que nos representamos y podemos conocer tienen que
ajustarse a ellas, y no hay más hechos y objetos que aquellos que
nosotros podemos representarnos. Sin embargo, y de acuerdo
con una crítica ya tradicional —pero claramente formulada por
Brueckner—,24, Kant no puede apelar al idealismo trascenden­
tal para justificar este paso sin convertir todo el proceso en una
tautología: si la realidad es una realidad fenoménica, entonces
parece obvio que las condiciones (conceptuales) de los fenóme­
nos se convierten en condiciones (ontológicas) de los objetos.
En esta misma línea de crítica, Paul Guyer señala que algu­
nas veces Kant pretende concluir una necesidad en las cosas a
partir de una necesidad conceptual, o como él mismo prefie­
re expresarlo, Kant pretende pasar de una necesidad de dicto a
una necesidad de re, lo cual resulta siempre una inferencia in­
justificada. Por ejemplo, en la Estética Trascendental, Kant pasa
sin mayor justificación de la proposición: “Es necesario que
los objetos que percibimos sean espaciales y euclídeos”, a la
proposición: “Los objetos que percibimos son necesariamente
espaciales y euclídeos”, lo cual no es correcto.25
De acuerdo con estas críticas, lo más que un argumento tras­
cendental podría concluir, sin apelar al idealismo trascendental

24 Ver infra: Brueckner, “Argumentos trascendentales I", pp. 306-307, y


“Argumentos trascendentales II”, p. 335.
25 Paul Guyer: Kant and the Claims of Knowledge, ed. cit. Ver especialmente
pp. 122 y ss., y 364 y ss. El artículo aquí incluido (que corresponde al Epilogo
de dicho libro) no contempla esta crítica, sino que tiene más bien un propósito
defensivo.
y sin cometer falacias, es el establecimiento de condiciones de
inteligibilidad o, más generalmente, de condiciones para en­
tender algo. Si se buscara además convertir, como pretende
muchas veces Kant, las “condiciones de posibilidad de la expe­
riencia” en “condiciones de posibilidad de sus objetos”, resulta­
ría necesario ofrecer justificaciones adicionales que sustenten
alguna versión del idealismo trascendental, la cual nos permi­
ta transitar de una necesidad de dicto a una necesidad de re de
forma legítima.
Lo que finalmente ocurre, quizá, es que nos enfrentamos a lo
que Hintikka llama la “paradoja del conocimiento trascenden­
tal”: cualquier intento por establecer límites al conocimiento y
señalar los requisitos que dependen de nosotros, requiere ubi­
carse “del otro lado”, lo cual no es posible. Cuando las condicio­
nes de inteligibilidad buscan volverse condiciones ontológicas,
el conocimiento trascendental y el conocimiento trascendente
se confunden.26
Esta reflexión no implica que no haya otras razones —fuera
de dichos argumentos trascendentales—para defender alguna
versión del idealismo trascendental —el cual parece, hoy día,
haber adquirido el nombre de “realismo interno”. Si aceptamos,
por otras razones, la intuición de que no hay más realidad que la
realidad estructurada por algún tipo de conocimiento, entonces
estamos más cerca de considerar las condiciones conceptuales
como condiciones ontológicas. Esto exige, sin embargo, una
larga argumentación que ya no podemos intentar aquí.

Isabel Cabrera

28 Ver infra J. Hintikka: “La paradoja del conocim iento trascendental”,


p. 293.
LA UNICIDAD DEL ESQUEMA CONCEPTUAL
LA IMPOSIBILIDAD DE LAS DEDUCCIONES
TRASCENDENTALES *

STEPHAN KÓRNER

El propósito de este escrito es triple: en prim er lugar, ofrecer


una noción general de deducciones trascendentales de la cual
las deducciones kantianas sean instancias particulares; en se­
gundo lugar, mostrar —ilustrándolo con ejemplos del trabajo
de Kant— que ninguna deducción trascendental puede tener
éxito; en tercer lugar, poner uno de los logros de Kant bajo
la óptica adecuada, al sustituir su espuria distinción entre ex­
posición metafísica y deducción trascendental por una noción
depurada de exposición metafísica y de las tareas filosóficas a
las que da lugar.

1. La noción general de una deducción trascendental

Formular enunciados acerca del mundo externo presupone no


sólo una distinción previa entre uno mismo y el mundo, sino
también un método de diferenciación, dentro de la propia ex­
periencia, entre objetos externos y atributos —propiedades y
relaciones que poseen los objetos externos. Diré que tal méto­
do de diferenciación está asociado, o pertenece, a un esquema
categorial —o, lacónicamente, a un “esquema” de diferenciación

’ Originalmente “The Impossibility o f Transcendental Deductions”, en


The Monist, Vol. 51, Núm. 3, 1967, pp. 317-331. Traducido con permiso del
autor y de los editores. Copyright © 1967, The Monist, La Salle, Illinois, U.S. A.
61301.
externa—si y sólo si, entre los atributos empleados hay lo que
de acuerdo con la tradición filosófica debe ser llamado, res­
pectivamente, atributos “constitutivos” e “individualizadores”.
Un atributo es constitutivo (de objetos externos) si, y sólo si, es
aplicable a objetos externos y si, además, su aplicabilidad a un
objeto implica lógicamente, y es lógicamente implicado por, el
hecho de que el objeto sea un objeto externo. Diré, más bre­
vemente, que un atributo constitutivo es “comprehensivamente
aplicable” a objetos externos. Un atributo es individualizador
(de objetos externos) si, y sólo si, es aplicable a todo objeto ex­
terno y si, además, su aplicación a un objeto externo implica
lógicamente, y es lógicamente implicado por, el hecho de que
el objeto sea un objeto distinto de todo otro objeto externo.
Diré, más brevemente, que un atributo individualizador “indi­
vidualiza exhaustivamente” objetos externos.
Algunos comentarios sobre estas definiciones podrían resul­
tar de utilidad. Aunque no de manera completamente general,
estas definiciones concuerdan con la concepción de Kant de
que el atributo “x es una substancia” es un atributo consti­
tutivo de los objetos externos, y su noción de “x ocupa una
región del espacio absoluto durante un período de tiempo ab­
soluto” como un atributo individualizador de objetos externos.
El térm ino “implica lógicamente” es usado en las definiciones
para expresar la conversa de la relación de deducibilidad lógica
con respecto a alguna lógica subyacente, que a estas alturas no
requiere hacerse explícita. Un atributo individualizador, cuya
aplicación a un objeto implica lógicamente que dicho objeto es
distinto de todos los otros, no debe confundirse con un atributo
meramente identificador cuya aplicación a un objeto hace que,
de hecho, lo distingamos de todos los otros. Por último, debe
enfatizarse que un método de diferenciación externa previa no
necesariamente pertenece a un esquema categorial.
Los enunciados acerca del mundo externo no son los únicos
que presuponen una diferenciación previa de la experiencia
en objetos y atributos, y por ende, posiblemente, también un
esquema que consiste en atributos constitutivos e individuali­
zadores. También hacemos, al menos prima facie, oraciones de
otros tipos que suponen diferenciaciones previas de otras re­
giones de experiencia, por ejemplo, sensorial, m oral o estética,
los cuales pueden pertenecer o no a uno o varios esquemas
categoriales. Un esquema de diferenciación sensorial podría
contener atributos constitutivos y atributos individualizadores
de objetos sensoriales. Lo mismo podría análogamente valer
para esquemas de diferenciación moral o estética, si los hay.
Dichas consideraciones nos permiten generalizar la definición
de un esquema categorial como sigue: Un método de diferen­
ciación previa de una región de la experiencia es asociado con,
o pertenece a, un esquema categorial si, y sólo si, los atributos
empleados com prenden atributos que son constitutivos para
los objetos de la región, y atributos que son individualizadores
para dichos objetos. Pues mi propósito aquí no es necesaria­
mente plantear, y menos aún responder, la pregunta de por
qué alguien usa el método de diferenciación previa que de he­
cho usa, o por qué para él la experiencia debe caer en regiones
más o menos claramente distinguibles, y debe caer en ellas de
una manera más bien que de otra.
Una deducción trascendental puede ahora ser definida muy
generalmente como una demostración lógicamente correcta de
las razones por las cuales un esquema categorial particular es
empleado, no sólo de hecho, sino también necesariamente, pa­
ra diferenciar una región de experiencia. Esta definición es lo
suficientemente amplia y se muestra capaz de cubrir la con­
cepción de Kant acerca de una deducción trascendental. Por su
generalidad, debe ser protegida de aquellos cargos de vaguedad
que podrían privarla de la subsecuente discusión acerca de su
fuerza lógica. Se puede lograr esta protección por la siguiente
caracterización de las nociones claves que aparecen en la defini­
ción. Así, “una demostración lógicamente correcta” no necesita
ser un argumento deductivo, aunque puede contener argum en­
tos deductivos, en cuyo caso, éstos no deben ser falaces. Y por
otro lado, cualquier cosa que pueda significar el enunciado de
que un esquema “es necesariamente empleado para diferenciar
una región de la experiencia”, implica lógicamente que cual­
quier método actual o posible empleado para diferenciar dicha
región pertenece al esquema. Fuera de estas salvedades, no se
impone ninguna restricción adicional para interpretar la defi­
nición.
Entre los más importantes e interesantes intentos de deduc­
ciones trascendentales están por supuesto aquellos que se en­
cuentran en la filosofía de Kant, los cuales emplearé para ilus­
trar la tesis general de que las deducciones trascendentales
son imposibles. Esta elección me limitará a un examen de es­
quemas de diferenciación externa y práctica. Las deducciones
trascendentales de Kant sólo contienen estos esquemas. Kant
sostuvo que de todos los métodos de diferenciación previa de la
experiencia que investigó, sólo los métodos de diferenciación
externa y práctica —y no, por ejemplo, métodos de diferencia­
ción estética—pertenecían a los esquemas categoriales. Pero no
sería tan difícil encontrar, en estos otros campos, argumentos
filosóficos simples, o simplistas, que pudieran fácilmente re­
conocerse como intentos de deducciones trascendentales en el
sentido de nuestra definición.

2. La imposibilidad de las deducciones trascendentales

Examinaré ahora las precondiciones de posibilidad de cual­


quier deducción trascendental, y mostraré que al menos una de
ellas es tal que no puede ser satisfecha; de lo que, por supuesto,
se sigue inmediatamente la imposibilidad de las deducciones
trascendentales. Antes de poder intentar una deducción tras­
cendental para cualquier región de la experiencia, un método
de diferenciación previa de la región debe presentarse y mos­
trarse como perteneciente al esquema. Kant tuvo claro y señaló
que esto no es necesariamente el caso. Pero si el método de di­
ferenciación previa sí pertenece al esquema, entonces es viable
la tarea de mostrar el esquema. Tarea que consiste en: a) bus­
car atributos no vacíos, por ejemplo, un atributo P tal que “x
es un objeto de la región” lógicamente implica, y es implicado
por, “x es P". A veces puede tenerse éxito incluso en la tarea
más ambiciosa de dar una lista completa y finita de los atribu­
tos constitutivos más simples, i.e. tales que no sean lógicamente
equivalentes a la conjunción de otros atributos constitutivos.
Podríamos, siguiendo a Kant, llamar estos atributos simples y
finitamente numerables las “categorías” de la región, y decir
que son, en última instancia, constitutivos de los objetos de la
región. Pero esta atractiva posibilidad puede ser ignorada.
La tarea consiste además en: b) buscar por lo menos un atri­
buto no vacío, digamos Q, tal que Q es aplicable a cualquier
objeto de la región, y tal que “x es un objeto de la región y un
Q ” implica lógicamente, y es implicado por, “x es un objeto dis­
tinto de la región”. Si sucediera que otro atributo, digamos R,
fuera también un atributo individualizador de los objetos de la
región, entonces “x es un objeto de la región y un R" implica
lógicamente, y es implicado por, “x es un objeto de la región
y un Q”. Pero, nuevamente, podemos ignorar esta posibilidad.
Llamaremos al cumplimiento de la prim era precondición de
posibilidad de una deducción trascendental, i.e. de las men­
cionadas tareas (a) y (b), “el establecimiento de un esquema”
—basado en la investigación de un método particular de dife­
renciación previa de una región de la experiencia en objetos y
atributos.
Con el establecimiento de un esquema, las precondiciones
de su deducción trascendental no han sido, sin embargo, sa­
tisfechas. Porque establecer un esquema es establecer que un
método particular para diferenciar una región de experiencia
pertenece al esquema, y no que cualquier método que real o po­
siblemente pudiera ser empleado para ello pertenece también
al esquema. Antes de poder mostrar por qué todos y cada uno
de los métodos posibles pertenecen al esquema, uno tiene que
mostrar que todos y cada uno de los métodos pertenecen a él.
Uno debe, como lo diré, dem ostrar la unicidad del esquema.
¿Cómo puede hacerse esto? Prima facie, se abren tres posi­
bilidades. La prim era es dem ostrar la unicidad del esquema
comparándolo con la experiencia indiferenciada por medio de
un método de diferenciación previa. Pero esto no puede llevar­
se a cabo puesto que los enunciados por medio de los cuales
se tendría que hacer la comparación no pueden ser formula­
dos sin emplear alguna previa diferenciación de la experiencia;
y aun cuando hubiera experiencia indiferenciada, uno podría
a lo sumo mostrar que cierto esquema la “refleja”, pero no
que ningún otro esquema podría también reflejarla. Segundo,
dem ostrar la unicidad del esquema comparándolo con sus po­
sibles competidores. Pero esto supone que pueden presentarse
varios esquemas, y es contradictorio intentar una “demostra­
ción” de la unicidad del esquema concediendo de entrada que
el esquema no es único. Tercero, uno podría proponerse exa­
minar el esquema y su aplicación enteramente desde dentro del
esquema mismo, i.e., por medio de enunciados pertenecientes
a él. Un examen de este tipo, podría, cuando mucho, mostrar
cómo funciona el esquema en la diferenciación de una región
de la experiencia, pero no que es el único esquema posible al
cual debe pertenecer cualquier diferenciación de la región.
Los tres métodos incluyen los posibles fundamentos de una
concordancia entre la realidad y su aprehensión mencionados
en el prefacio a la segunda edición de la Crítica de la razón pura.
Para evitar vagas referencias a demostraciones de la unicidad de
un esquema categorial por otros métodos, por ejemplo, alguna
intuición mística, o alguna lógica especial, estoy dispuesto a re­
ducir mi tesis a la idea de que las demostraciones de unicidad de
un esquema por comparación de éste con la experiencia indife-
renciada, o por comparación con otros esquemas, o por examen
interno, son imposibles. Deberá notarse que estoy hablando no
de conceptos aislados, como “permanencia” o “cambio”, que
pueden ser o no indispensables para nuestro pensamiento, pero
los cuales por sí mismos no son constitutivos, o individualizado-
res, de los objetos de una región de experiencia —aun cuando
una demostración de su unicidad sea, como estoy dispuesto a
argumentar, igualmente imposible.
Es la imposibilidad de dem ostrar la unicidad de un esquema
lo que vuelve imposibles las deducciones trascendentales. El
argumento general que acabo de esbozar descansa fundamen­
talmente en dos distinciones: la distinción entre un método
de diferenciación previa y su esquema categorial, si lo hay; y
la distinción entre a) establecer que un método de diferencia­
ción previa pertenece a un esquema y b) dem ostrar la unicidad
del esquema. Para ilustrar mis conclusiones con ejemplos de la
obra de Kant, intentaré escoger aquellos que no sólo perm itan
atraer la atención sobre los errores, sino que así mismo sugieran
razones por las cuales dichos errores pudieran haber pasado
desapercibidos. Comienzo por lo que considero un error que
tienen en común todos los intentos kantianos de deducciones
trascendentales.
Asumamos que hemos investigado un método de diferencia­
ción previa de una región de la experiencia y hemos encontrado
que pertenece a un esquema. El resultado, como hemos visto, es
formulado a) por medio de enunciados que muestran que algu­
nos de los atributos empleados por el método son constitutivos
de los objetos de la región, por ejemplo, que entre los atributos
hay uno, digamos P, tal que P es aplicable a los objetos de la
región y tal que ux es un objeto de la región” implica lógicamen­
te y es implicado por “x es P ”. Y b) por medio de enunciados
que muestran que uno (o más) de los atributos empleados son
individualizadores para los objetos de la región, por ejemplo,
que entre los atributos hay uno, digamos Q, tal que Q se apüca
a todo objeto de la región y tal que “x es un objeto de la región
y un Q” implica lógicamente yes implicado por “x es un objeto
distinto de la región”. Examinemos ahora, como lo hizo Kant, el
status lógico de a) los enunciados de aplicabilidad comprehen­
siva, y de b) los enunciados de individualización exhausdva.
Cada uno de ellos es una conjunción de dos enunciados. El
primero expresa que la extensión de un atributo es, de hecho,
no vacía, que algo existe, algo cuya existencia no puede ser ga­
rantizada por la lógica o por meras definiciones. Es por tanto un
enunciado sintético. Claramente, el segundo es lógicamente ne­
cesario. Y puesto que la conjunción de un enunciado sintético y
uno lógicamente necesario es sintética, todos los enunciados de
aplicabilidad comprehensiva y de individualización exhaustiva
son todos sintéticos.
Aún más, cada uno de estos dos tipos de enunciados en cues­
tión, a saber, los de aplicabilidad comprehensiva y los de indivi­
dualización exhaustiva, es compatible con cualquier enunciado
acerca de objetos, i.e. con cualquier enunciado que exprese la
aplicabilidad o inaplicabilidad de atributos a los objetos —bajo
el supuesto de que dicho enunciado sea formulado por medio
de un método de diferenciación previa que pertenezca al es­
quema. La razón de ello es que en ese caso ningún atributo
puede ser aplicado o negado a un objeto, excepto a aquellos
que ya han sido constituidos e individualizados p o r los atribu­
tos constitutivos e individualizadores del esquema. Por consi­
guiente, no puede originarse ninguna incompatibilidad entre
los enunciados de aplicabilidad comprehensiva e individuali­
zación exhaustiva de un esquema categorial, por una parte, y
cualquier enunciado expresado por medio de un método de di­
ferenciación previa que pertenezca al esquema, por la otra. Los
enunciados de aplicabilidad comprehensiva e individualización
exhaustiva son, por ende, a priori con respecto a un esquema
particular, a saber, el esquema que los alberga. No se sigue que
sean también a priori con respecto al esquema que pueda afir­
marse que es el único posible, Le. no se sigue que sean “apriori
con carácter único”. Por ende, al establecer que un método
de diferenciación previa pertenece a un esquema, uno mues­
tra eo ipso que los enunciados de aplicabilidad comprehensiva
y de individualización exhaustiva son sintéticos, pero a priori
sin carácter único. Mostrar que ellos son a priori con carácter
único requeriría una demostración de la unicidad del esquema,
lo cual —como hemos antes argumentado—es imposible.
Kant no se dio cuenta de esto, y confundió enunciados a
priori con carácter único con enunciados a priori sin carácter
único. Esta confusión no sólo permea toda su filosofía, sino
que incluso determina su estructura, especialmente la división
de todos sus principales argumentos en exposiciones metafísi­
cas y deducciones trascendentales.1 Una exposición metafísica
que muestra un concepto como, o en tanto, a priori es siempre
resultado de la investigación de un método de diferenciación
empleado actualmente. Puede por tanto, a lo sumo, establecer el
esquema, si lo hay, al cual pertenece dicho método. Una deduc­
ción trascendental, cuyo propósito es mostrar que los conceptos
a priori son aplicables o posibles, y cómo lo son, examina sólo
el esquema que ha sido establecido por la exposición metafísi­
ca de dicho esquema particular. No examina, por consiguiente,
un esquema cuya unicidad haya sido ya antes demostrada. El
fallo de Kant de ni siquiera considerar la necesidad de intercalar
una demostración de unicidad entre una exposición metafísica
y su correspondiente deducción trascendental, y su confusión
de enunciados a priori sin carácter único con enunciados a prio­
ri con carácter único, están tan íntimamente relacionados que
merecen ser vistos como dos aspectos del mismo error.
Las razones por las cuales estos puntos —que en nuestros días
no son muy difíciles de advertir—se le escaparon a Kant, son
en parte históricas y en parte lógicas. Las históricas son, por

1 Ver Crítica de la razón pura, B 38, 80, etc.


supuesto, que Kant, como la mayoría de sus contemporáneos,
consideró las matemáticas y la física de su tiempo, así como
el código moral al que se sentía ligado, como verdaderos más
allá de toda duda; por tanto, no se sentía obligado, en ningún
sentido, a considerar la posibilidad de esquemas distintos de
aquellos a los que pertenecía el método de diferenciación em­
pleado por él en su pensamiento matemático, físico y moral. Las
razones lógicas son que sus diversos intentos de deducciones
trascendentales contienen supuestos subsidiarios que tienden
a reforzar el error común que subyace a todas ellas.
La Estética Trascendental que muestra los atributos individua-
lizadores del esquema kantiano está basada en el supuesto de
que las proposiciones de la geometría euclídea describen las
relaciones espaciales entre objetos externos; y también en el su­
puesto, aún más general, de que si, per impossibile, dos diferentes
geometrías fueran concebibles, entonces a lo sumo una de ellas
describiría —y cuando menos una de ellas describiría mal—di­
chas relaciones. Pero ni la geometría euclídea ni ninguna otra
describe la estructura espacial de los objetos externos o las rela­
ciones espaciales entre ellos. Un triángulo físico, por ejemplo,
no es una instancia del concepto “triángulo euclídeo” ni, por
ello, del concepto “triángulo no-euclídeo”, así como ni un trián­
gulo euclídeo ni uno no-euclídeo son instancias del concepto
“triángulo físico”. “Aplicar la geometría al mundo externo” no
es asignar atributos geométricos a los objetos externos, sino
identificar objetos externos con instancias de atributos geomé­
tricos en ciertos contextos y para ciertos propósitos, i.e. tratarlos
como si fueran idénticos. En este sentido, la aplicabilidad de una
geometría no excluye la aplicabilidad de otra. Kant asume la
aplicabilidad única de la geometría euclídea a los objetos exter­
nos sin siquiera intentar establecer este supuesto. No obstante,
el supuesto de la aplicabilidad única de la geometría euclídea
a los objetos externos es una premisa clave para el argumento
mismo con que trata de establecer que la localización espacio-
temporal, en un espacio euclídeo y en un tiempo newtoniano,
es el principio de individualización de todo objeto externo —un
principio que él muestra que es sintético aunque a priori sin ca­
rácter único (y no, como él pensó, a priori con carácter único).
Por su parte, la Analítica Trascendental, que presenta los atri­
butos constitutivos del esquema kantiano, asume como un prin­
cipio que las categorías deben ser reconocidas como condi­
ciones a priori de la posibilidad de la experiencia,2 la cual se
concibe como diferenciada en objetos externos distintos y atri­
butos de estos objetos. Pero las condiciones suficientes nunca
se distinguen de las condiciones suficientes y necesarias. Las
primeras, que Kant trata de establecer, se satisfacen con el esta­
blecimiento de un esquema. Las últimas serían satisfechas sólo
si la unicidad del esquema fuera también demostrada. La indis­
tinción entre estas dos clases de condiciones, refuerza entonces
la confusión de los enunciados sintéticos pero a priori sin carác­
ter único con los enunciados sintéticos y a priori con carácter
único de aplicabilidad comprehensiva.
La m anera más convincente de exponer las razones por las
que Kant no dio una deducción trascendental del esquema de
diferenciación externa establecido en la Crítica de la razón pura,
es simplemente dar un ejemplo de un esquema diferente de dife­
renciación externa. He profundizado en esto en otro lugar,3 por
lo cual lo expongo aquí sólo brevemente. Démos por supuesto
que determinada localización espacio-temporal, tal como fue
concebida por Newton y Kant, individualiza exhaustivamente
objetos externos para los que las categorías kantianas de subs­
tancia, causalidad y demás, son los atributos constitutivos; y
démos por supuesto también que los enunciados que hacen
esto son sintéticos a priori. Entonces, la existencia de la me­
cánica cuántica relativista nos obliga a aceptar igualmente que
una determ inada localización espacio-temporal, en un continuo
espacio-temporal de un tipo completamente diferente, indivi­
dualiza exhaustivamente los objetos externos cuyos atributos
constitutivos son totalmente distintos que las categorías kantia­
nas; y a aceptar igualmente que los enunciados que establecen
esto son sintédcos a priori. Pero ninguno de estos esquemas de
diferenciación externa es único, y los enunciados sintéticos a
priori acerca de la aplicabilidad comprehensiva y la individuali­

2 Ver, por ejemplo, B 126.


3 “Zur Kantischen Begründung der Mathematik und der Naturwissens-
chaften” en Kant-Studien, 56, No. 3 /4 (1966).
zación exhaustiva de objetos externos respecto de ninguno de
estos esquemas son a priori sin carácter único.
En su filosofía práctica, Kant investiga un método para di­
ferenciar objetos y atributos dentro de la experiencia de lo
prácticamente posible. Los objetos que pueden ser llamados
“moralmente relevantes” son objetos cuyos atributos incluyen
atributos morales. Al presentar los atributos individualizadores
y constitutivos empleados por el método, el método se mues­
tra como perteneciente a un esquema. Pero, nuevamente, no se
hace ningún intento para dem ostrar la unicidad del esquema.
Aunque, como he argumentado atrás, dicho intento no podría
ser exitoso en ningún caso, de lo cual se sigue inmediatamente
la imposibilidad de una deducción trascendental también para
el esquema.
De cualquier manera, Kant varía su procedimiento usual en
este punto. Después de establecer el esquema, no intenta inme­
diatamente su deducción trascendental. En vez de ello, trata de
derivar de él un nuevo principio, a saber, el imperativo cate­
górico, la aplicabilidad del cual no sólo caracteriza los objetos
moralmente relevantes, constituidos e individualizados p o r el
esquema, sino también, entre los objetos morales, a los que son
los poseedores del valor moral. Sólo después de que la presun­
ta derivación del imperativo categórico ha terminado, intenta
Kant una deducción trascendental de él y del esquema.
La creencia de Kant de que un examen de su esquema de
diferenciación práctica daba por resultado el imperativo categó­
rico, que él consideraba como un criterio suficiente y necesario
para la m oralidad de cualquier acción, fue una de las principa­
les razones por las que, en su filosofía práctica, no se percató
del hecho de que establecer un esquema no significa demos­
trar su unicidad; y por las que, consecuentemente, también ahí
confundió enunciados sintéticos pero a priori sin carácter úni­
co, con enunciados sintéticos a priori con carácter único. No
consideraré la derivación de Kant del imperativo categórico a
partir del alegado esquema único de diferenciación práctica.
En vez de ello, compararé este esquema con uno distinto a él,
dando de esta manera el tipo de argumento más fuerte posible
en contra del supuesto de su unicidad, y por lo tanto, en contra
de cualquier intento consistente de deducción trascendental del
mismo.
Puesto que lo que es prácticamente posible es prácticamente
posible en el mundo externo, cualquier método de diferencia­
ción práctica dependerá del método adoptado de diferencia­
ción externa, y variará de acuerdo con él, e incluso de acuerdo a
los supuestos sustantivos acerca del mundo externo formulados
por medio de dicho método. Ignoremos estas variaciones, por
importantes que puedan ser. La exposición metafísica de Kant
como una búsqueda de los atributos constitutivos e individuali-
zadores empleados en su método de diferenciación práctica lo
lleva a las siguientes conclusiones: (a) el atributo “x es un objeto
moralmente relevante” no es vacío, e implica lógicamente y es
lógicamente implicado por “x es un tipo de acto y x es realiza­
do de acuerdo con una máxima, elegida por un agente”, (b) El
último atributo es no sólo constitutivo de objetos moralmente
relevantes, sino que además los individualiza exhaustivamente.
Las nociones claves de esta implicación bilateral requieren un
comentario.
Un acto es la iniciación intencional por parte de una persona
para impedir o no un cambio en la situación que enfrenta. Una
máxima es una regla de la forma general: “En una situación
del tipo S, realiza un acto del tipo A". Donde S y A no son las
conjunciones inmanejablemente largas y posiblemente ilimita­
das, de atributos que, respectivamente, son característicos de
situaciones concretas y de actos particulares. Son conjunciones
manejables de atributos relevantes —la relevancia o irrelevancia
está determinada por la persona que elige la máxima antes de ac­
tuar, que la formula retrospectivamente, o que, cuando menos,
se asume capaz de ello. 5 puede hacer referencia, y usuahnen-
te la hace, a otros deseos e intenciones de la persona, además
de la intención que está en juego al llevar a cabo el acto. A no
necesita hacer dicha referencia, y usualmente no la hace —y en
algunas interpretaciones de la teoría de Kant, no debe hacerla.
Ejemplos de máximas donde A no hace esta referencia son: En
la situación..., ayuda (o no ayudes) a tu prójimo, comete (o no
cometas) suicidio, etc.
De acuerdo a Kant, un acto no es por sí mismo un objeto
moralmente relevante. Lo que constituye e individualiza a los
portadores de atributos morales, es decir, del valor moral, de su
desvalor o de la indiferencia, es el tipo A bajo el cual la persona
subsume su acto, y la máxima de acuerdo con la cual actúa.
En este punto, una mirada a la historia de la filosofía moral es
suficiente para ofrecer ejemplos de esquemas de diferenciación
práctica, internamente consistentes, que han sido empleados
y que son muy diferentes del esquema kantiano. De acuerdo
con una gran parte de estos esquemas, un objeto moralmente
relevante es una complicada relación entre un acto, las creencias
del agente, la verdad o falsedad de sus creencias y sus deseos.
Tal relación no necesita depender de las máximas elegidas por
la persona, y es compatible con el razonable supuesto de que no
todo acto es gobernado por una máxima. El esquema kantiano
de diferenciación práctica no es único y, por consiguiente, su
deducción trascendental resulta imposible.

3. Una noción revisada de exposición metafísica

Antes de argumentar que la espuria distinción entre exposición


metafísica y deducción trascendental debe ser reemplazada por
una noción revisada de exposición metafísica, y mostrar lo bien
que armoniza dicho reemplazo con otras intuiciones de Kant,
debe ser brevemente examinado otro intento de reconstruir la
estrategia de la filosofía trascendental. Este intento considera
que el error fundamental no está en hacer a un lado el problema
de dem ostrar la (indemostrable) unicidad de cualquier esque­
ma de diferenciación, sino en la estrechez de los métodos de
diferenciación previa investigados por Kant, y por consiguien­
te en la estrechez de los esquemas que él estableció.
De acuerdo con este punto de vista, el desarrollo post-kantia-
no de la físicay de las matemáticas, por ejemplo, sólo mostrarían
que el esquema kantiano de diferenciación externa debe am­
pliarse antes de intentar una deducción trascendental; y no se
tiene por qué considerar que una deducción trascendental es
en principio imposible. Entonces, el atributo individualizador
de objetos externos “x ocupa íntegramente una región de espa­
cio y un intervalo de tiempo tal como espacio y tiempo fueron
concebidos por Newton” deberá reemplazarse por “x ocupa ín­
tegramente una región de espacio y un intervalo de tiempo tal
como espacio y tiempo fueron concebidos por Newton, o una
región espacio-temporal tal como fue concebida por Einstein”.
De m anera similar, los atributos constitutivos kantianos serian
reemplazados por uniones de estos atributos con otros atributos
constitutivos correspondientes. Pero, entonces, ¿cómo podría
alguien dem ostrar que los atributos constitutivos e individua­
lizadores disponibles agotan todos los atributos concebibles, o
que todos los concebibles han sido ya concebidos? Para mostrar
esto, uno tendría que ofrecer una demostración de la unicidad
del esquema ampliado y, como se ha argumentado de forma
muy general, tal demostración es imposible.
En sus exposiciones metafísicas de un método particular de
diferenciación previa externa, y un método particular de dife­
renciación previa práctica, Kant ha establecido que estos mé­
todos pertenecen a esquemas, es decir, que emplean atributos
constitutivos e individualizadores. Los enunciados que dicen
que los atributos constitutivos son aplicables comprehensiva­
mente a los objetos de la región diferenciada de la experiencia,
y que los atributos individualizadores individualizan exhausti­
vamente a los objetos de dicha región, son sintéticos pero a
priori sin carácter único —y no como Kant pensaba, a priori
con carácter único. Estos enunciados no demarcan la estruc­
tura de cualquier método de diferenciación externa o práctica
como una estructura necesariamente fija; son compatibles con
el supuesto —y la verdad histórica— de que los esquemas de
diferenciación externa y práctica pueden cambiar y volverse ob­
soletos.
Los atributos constitutivos e individualizadores de un esque­
ma que ha dejado de emplearse, pueden incluso resultar vacíos
o ser juzgados como tales. Habiendo, por ejemplo, abandonado
el esquema kantiano de diferenciación externa en favor de al­
gún otro, se vuelve posible —visto, por así decirlo, desde fuera—
afirmar que el atributo kantiano de sustancia es vacío, es decir,
que el enunciado sintético a priori sin carácter único que afir­
maba su aplicabilidad comprehensiva a los objetos externos, es
falso. De manera similar, un antropólogo social podría juzgar
que los atributos constitutivos e individualizadores de una de-
monología que él ha investigado son vacíos, aun cuando cierta
forma de vida estuviera inseparablemente ligada a ella.
Para hacer justicia a estas posibilidades definiré ahora una
noción revisada de exposición metafísica, que relativiza la no­
ción absoluta kantiana en varios sentidos. Es el análisis de méto­
dos de diferenciación de dominios más-o-menos-bien-demarca-
dos, en objetos y atributos, lo que se propone ofrecer enun­
ciados sintéticos a priori sin carácter único, presentando los
esquemas respecto de los cuales dichos enunciados son a priori.
Pero, como se puso en claro al discutir ejemplos de enuncia­
dos geométricos, el dominio diferenciado no necesita ser una
región de la experiencia. Puede ser un dominio de objetos idea­
les. Un método de diferenciación pertenece, según recordamos,
a un esquema si, y sólo si, emplea atributos que son constitu­
tivos de todos los objetos de dicho dominio y atributos que
individualizan a todos ellos. Los atributos constitutivos e indi-
vidualizadores son el esquema. Un enunciado es sintético si, y
sólo si, no es lógicamente válido respecto de la lógica subya­
cente a los métodos de diferenciación que son considerados.
Entonces, debemos distinguir, por ejemplo, enunciados sinté­
ticos con respecto a una lógica clásica, de otros sintéticos con
respecto a una lógica intuicionista. Un enunciado es a priori res­
pecto de un esquema si, y sólo si, es compatible con cualquier
enunciado en el que un atributo es aplicado a uno o más obje­
tos distintos, por medio de cualquier método de diferenciación
que pertenezca al esquema.
Entre las clases de esquemas que una exposición metafísi­
ca (en este sentido revisado) de diversos métodos de diferen­
ciación puede establecer para ellos, están los siguientes: Es­
quemas (a) de diferenciación externa, incluyendo el esquema
establecido por la Crítica de la razón pura para el método de di­
ferenciación externa ahí investigado. Pero hay otros métodos de
diferenciación externa que pertenecen al mismo o a otros es­
quemas. Esquemas (b) de diferenciación práctica, incluyendo
el esquema establecido por la Crítica de la razón práctica pa­
ra el método de diferenciación práctica ahí investigado. Pero
hay otros métodos de diferenciación práctica que pertenecen
al mismo o a otros esquemas. Esquemas (c) de diferenciación
externa idealizada o, brevemente, de diferenciación matemática
de un dominio que es una idealización de algunos aspectos de
la experiencia externa. Los métodos de diferenciación del do­
minio considerado y los enunciados que son verdaderos acerca
de él, son a veces expresados en teorías matemáticas axiomá­
ticas, aun cuando una clase muy extensa de dichas teorías no
podría, como Gódel mostró, abarcar todos los enunciados que
son verdaderos acerca de dicho dominio. Kant, como se señaló
antes, no reconoció la multiplicidad de esquemas matemáticos
posibles y confundió la diferenciación matemática con la di­
ferenciación externa. Esquemas (d) de diferenciación práctica
idealizada, que son de interés para el estudio de ciertos sistemas
normativos, por ejemplo, legales. Esquemas (e) de diferencia­
ción lógica. Su establecimiento da por resultado enunciados
sintéticos a priori sin carácter único de aplicabilidad compre­
hensiva. Tal enunciado es la conjunción de dos enunciados: un
enunciado analítico que afirma que ciertas formas enunciativas
son verdaderas para todo objeto constituido e individualizado
por cualquiera de los métodos de diferenciación disponibles,
y un enunciado sintético que afirma que el dominio de dichos
objetos es no vacío. Kant, que no se enfrentó al problem a de
las lógicas alternativas, naturalmente no consideró esta posibi­
lidad.
Cada enunciado sintético a priori sin carácter único es a, priori
al menos respecto de un esquema. Por ende, los enunciados de
aplicabilidad comprehensiva y de individualización exhaustiva
son a priori con respecto al esquema a cuyos atributos cons­
titutivos e individualizadores se refieren. Además: todos los
enunciados sintéticos ideales son a priori con respecto a cual­
quier esquema de diferenciación externa, puesto que ningún
enunciado que verse sólo acerca de objetos ideales puede resul­
tar incompatible con enunciados que versen sólo sobre objetos
externos, cualquiera sea la manera en que éstos estén consti­
tuidos e individualizados. Nuevamente, la pregunta acerca de
qué tanto los enunciados que pertenecen a un esquema de di­
ferenciación práctica son a priori con respecto a un esquema
de diferenciación externa, no puede responderse de manera
general, ya que entre los métodos de diferenciación externa y
los métodos de diferenciación práctica (y sus esquemas, si los
hay) pueden existir relaciones muy variadas.
La importante distinción kantiana entre enunciados sintéti­
cos a priori y principios regulativos sigue siendo válida. Podría­
mos definir un principio regulativo como sintético si, y sólo
si, el enunciado que describe el tipo de acción prescrita por el
principio es sintético; y es a priori con respecto a un esquema
de diferenciación si, y sólo si, el enunciado descriptivo es com­
patible con cualquier enunciado en el que los atributos sean
aplicados a los objetos por un método de diferenciación que
pertenezca al esquema. Los principios regulativos que son en
este sentido sintéticos pero a priori sin carácter único difieren,
por supuesto, de los enunciados sintéticos pero a priori sin ca­
rácter único en que los primeros carecen de valor de verdad.
En el curso de una exposición metafísica dichos principios se
pondrán de manifiesto frecuentemente, decidamos o no incluir
su presentación entre los propósitos explícitos de la exposición.
Son de gran interés epistemológico aquellos principios regu­
lativos que regulan la construcción de teorías y aquellos que
expresan preferencias por un esquema sobre otros.
Las deducciones trascendentales de los esquemas y de los
enunciados sintéticos a priori son, como he argumentado, im­
posibles ya que su unicidad no puede ser demostrada. No se
plantea la pregunta kantiana de cómo son posibles los juicios
sintéticos y a priori con carácter único. En su lugar, sin embar­
go, surge otra pregunta: ¿cómo son posibles los enunciados
sintéticos y a priori sin carácter único? Como Kant nos ha ense­
ñado, contestar esta pregunta es examinar la función de dichos
enunciados, es decir, sus relaciones con cada uno de los otros
y con los enunciados empíricos y analíticos. La tarea no es de
ningún modo simple o trivial como puede verse, por ejemplo,
al considerar la relación en el pensamiento científico entre di­
versos esquemas de diferenciación externa, ideal y lógica. Más
aún, puesto que contra las convicciones de Kant, no sólo los mé­
todos de diferenciación, sino también los esquemas a los que
éstos pertenecen, pueden cambiar y de hecho lo hacen, la tarea
no puede completarse de una vez por todas, sino que debe ser
em prendida siempre de nuevo.

[Traducción de Isabel Cabrera]


¿SON IMPOSIBLES LAS DEDUCCIONES
TRASCENDENTALES? *

EVA SCHAPER

Recientemente, el profesor K órner1 ha argumentado de ma­


nera muy persuasiva que las deducciones trascendentales son
lógicamente imposibles. De ser esto así, ya no tendríamos que
ocuparnos más de los detalles de la Deducción de Kant. Sospe­
cho que tal optimismo está fuera de lugar.
Los argumentos trascendentales ponen de manifiesto los pre­
supuestos necesarios sin los cuales lo que decimos, o lo que
queremos ser capaces de decir, no puede en absoluto ser dicho.
Dichos argumentos incluyen los argumentos que hacen explíci­
tas las precondiciones de la conceptualización de la experiencia
tal como es conceptualizada por nosotros, las precondiciones
necesarias de la investigación empírica tal como la entendemos,
aunque no necesariamente se restringen a ellos. Esta formula­
ción puede no parecer muy cercana a la definición del propio
Kant del término “trascendental”, pero supongo aquí algo que
no puedo argumentar en detalle: que la pregunta central de

* Originalmente “Are Transcendental Deductions Impossible?”, en L.


White Beck (ed.), Proceedings of the Third International Kant Congress, Dordrecht:
Reidel Publishing Company, 1972, pp. 486-494. Traducido y publicado con el
permiso de la autora y de Kluwer Academic Publishers.
1 Kórner: “The Impossibility o f Transcendental Deductions" (1967). (Las
referencias a las páginas entre paréntesis corresponden, las primeras a la edi­
ción de The Monist, las segundas a la traducción castellana incluida en este
mismo volumen. [Ai. de la X])
Kant, “¿Cómo son posibles las proposiciones sintéticas a prio­
ri?”, requiere que se dé previamente una respuesta a la pregunta
“¿Cuáles son las condiciones necesarias (si las hay) de nues­
tra capacidad de hablar inteligiblemente acerca del mundo de
nuestra experiencia?”, y que este requisito es lo que le da a la
pregunta kantiana su importancia primordial. Cuando Kant in­
siste, por ejemplo, en que la noción de describir la experiencia
presupone distinciones que son previas a cualquier enunciado
descriptivo específico, está argumentando trascendentalmente;
en particular, cuando distingue dos tipos básicos de condicio­
nes previas, el espacio-tiempo y las categorías, afirma que un
esquema conceptual adecuado para los requisitos del conoci­
miento empírico, tiene que permitirnos hacer al menos dos
cosas: individualizar y atribuir.
Si todos los argumentos trascendentales pusieran de mani­
fiesto las condiciones de la conceptualización de la experiencia
tal y como de hecho es conceptualizada por nosotros, enton­
ces podría pensarse que son relativamente no problemáticos.
Sin embargo, algunos de los argumentos trascendentales de
Kant hacen afirmaciones mucho más fuertes que las que aca­
bamos de apuntar. Estos argumentos se ocupan, no sólo de
las condiciones para hacer las afirmaciones empíricas que de
hecho hacemos, sino más bien de las condiciones para hacer
cualquier afirmación inteligible acerca de cualquier clase de ex­
periencia concebible. Kant argumentó en favor de esta segunda
afirmación más fuerte en lo que consideró su más importante
argumento trascendental: la Deducción Trascendental. Una de­
ducción trascendental, entonces, es un argumento que muestra,
o se propone mostrar, no sólo cuáles son los rasgos necesarios
de un esquema conceptual que apuntale (“haga posible”) una
determinada estructura de la experiencia, sino también que el
esquema conceptual que así sale a relucir se basa en principios
específicos sin los cuales no podríamos de ningún modo pen­
sar coherentemente acerca de la experiencia. Es esta afirmación
más ambiciosa la que resulta problemática en un sentido en que
los argumentos trascendentales más débiles no lo son.
Kórner expresa algo semejante a la distinción que he traza­
do, de la siguiente manera: una deducción trascendental es
una “demostración lógicamente correcta de las razones por las
cuales un esquema categorial particular es empleado, no sólo
de hecho, sino también necesariamente, para diferenciar una
región de experiencia” (318-319/35). Una deducción tiene en­
tonces que satisfacer dos condiciones. (1) Tiene que mostrar
que un esquema conceptual está “establecido”, o puede esta­
blecerse, es decir, que tiene o puede tener aplicación, y (2) que
es único. Según Kórner, la prim era condición puede cumplir­
se; la segunda no puede lógicamente cumplirse. Se sigue que
las deducciones trascendentales, tal como K órner las define,
son imposibles. Ahora bien, aunque la distinción de Kórner
entre “establecer un esquema” y “probar su unicidad” refleja
la distinción que también yo he trazado, su distinción condu­
ce, sin embargo, a una manera equivocada de ver la relación
entre las dos afirmaciones en el caso de Kant, y esto da lugar
a una concepción distorsionada de lo que puede rescatarse de
la Crítica si, siguiendo a Kórner, rechazamos las deducciones
trascendentales. Pero primero quisiera preguntar si Kórner, de
acuerdo con su propia definición, prueba de hecho que las de­
ducciones trascendentales son imposibles.
Si hemos de considerar la posibilidad de la unicidad de un
esquema categorial particular, tenemos, por supuesto, que ser
al menos capaces de asegurar que tiene aplicación o, como
Kórner lo expresa, tenemos que ser capaces de establecer el es­
quema. Los enunciados acerca de (una región de) la experiencia
presuponen que tenemos los medios para diferenciar, dentro
de dicha experiencia, entre los objetos y sus propiedades y rela­
ciones. Esto significa tener lo que Kórner llama “un método de
diferenciación”. Dicho método pertenece a un esquema catego­
rial, si y sólo si, entre los conceptos que pone de manifiesto el
esquema hay, primeramente, algunos que son constitutivos del
esquema, es decir, que nos dicen en qué consiste contar como
un objeto de experiencia. (Esta es la condición de aplicabilidad
comprehensiva de Kórner.) Y, en segundo lugar, algunos que
son individualizadores para dichos objetos, es decir, que nos
dicen los criterios generales por medio de los cuales se ha de
distinguir en general un objeto de otro. (Ésta es la condición
de individualización exhaustiva de Kórner.) Se dice, entonces,
que un esquema está establecido cuahdo se ha mostrado que
un método de diferenciación previa pertenece a él.
En términos de estas distinciones, para dem ostrar la uni­
cidad de un esquema categorial tendríamos que mostrar que
toda forma de diferenciar la experiencia pertenece al esquema
que sostenemos que es único. Esto es lo que Kórner dice que
es imposible. Su estrategia es mostrar que todos los métodos
abstractamente posibles para probar la unicidad, lógicamente
tienen qu£ fallar. De hecho, e ignorando con razón toda vaga
referencia a “otros métodos, por ejemplo, alguna intuición mís­
tica, o alguna lógica especial” (321/38), Kórner piensa que sólo
puede haber tres métodos posibles:
(1) Comparar el esquema con la experiencia indiferenciada.
(2) Comparar el esquema con los posibles competidores.
(3) Examinar la constitución interna del esquema.
El prim er método no es ciertamente una método que Kant
hubiera pensado posible, ni un método que verosímilmente pu­
diera, en general, resultar atractivo. Porque al margen de la
cuestión de la unicidad, el método requiere que prim ero sea­
mos capaces de pensar en una experiencia pura no tocada por
ninguna diferenciación, y no podemos darle ningún sentido a
un tal supuesto. Lo que quisiera señalar, sin embargo, es que
de la definición de Kórner de un esquema categorial y de la ma­
nera de establecerlo, se sigue que este método es incoherente.
Pues no podemos mostrar la unicidad sin establecer el esque­
ma, y no podemos hacer esto sin que le pertenezca al menos
un método de diferenciación previa. A hora bien, éste es tam­
bién un rasgo de la discusión de Kórner respecto del segundo
método de prueba. Se sigue inmediatamente de su descripción
del segundo método —com parar un esquema con sus posibles
competidores y encontrarlos deficientes— que dicho método
también está condenado al fracaso por ser contradictorio. El
método exige que quienquiera que lo use admita de antemano
que lo que pretende probar es falso, ya que de otra m anera no
podría ni siquiera intentar probarlo. La razón es simplemente
que cualquier competidor posible es un esquema que podría
ser establecido por algún método de diferenciación y que, sin
embargo, no es idéntico al esquema cuya unicidad se supone
que es posible demostrar.
No obstante, argumentar de esta forma es prejuzgar la cues­
tión, y prejuzgarla de tal manera que se vuelve sospechoso
cualquier intento de mostrar la unicidad de algo sobre bases
que suponen la consideración de otros candidatos —un proce­
dimiento que normalmente no consideramos vicioso. Es verdad
que las deducciones trascendentales pretenden m ostrar que la
experiencia que cae bajo las condiciones que asienta el esquema
es la única clase de experiencia que podemos concebir coheren­
temente y, entonces, es difícil ver cómo podemos hablar de otras
condiciones como alternativas posibles. Esto no significa, sin
embargo, que no podamos concebir presuntos esquemas que,
por así decirlo, se disfrazan de esquemas genuinos y que nece­
sitan, por lo tanto, ser investigados. Los competidores con los
que comparamos nuestro esquema parecen ser competidores,
pero ver si realmente lo son es considerar las consecuencias, o la
ausencia de ellas, de su aplicabilidad a la experiencia. Si nues­
tro esquema elegido es en efecto único, estas consecuencias
deberían ser uniformemente peijudiciales para las pretensio­
nes de legitimidad de los competidores. El problema con la
descripción de Kórner del segundo método es que cancela este
elemento de incertidumbre.
La respuesta a esto será que nada se ha ganado con esta ma­
niobra. Cualquier método tiene que descartar no sólo ésta o
aquella alternativa, sino toda alternativa, y tiene que mostrar
que cualquier alternativa tiene que violar algún presupuesto
necesario de la experiencia. Pero entonces el método parece
cometer una petición de principio, porque si la necesidad vio­
lada pertenece al esquema cuya unicidad uno espera probar,
entonces el argumento no puede ni comenzar. Si no pertenece
al esquema, entonces o bien debería pertenecer (es decir, noso­
tros fallamos al no verlo como una consecuencia del esquema),
o bien el esquema no es único. Si esto es así, entonces podemos
llevar aún más lejos esta objeción; pues mi modificación del se­
gundo método de Kórner ahora parece ser una enunciación de
su tercer método. AI escapar de la inconsistencia del segundo
método, se convierte en la petitio principa del tercer método. En
efecto, al argumentar que la defensa de la afirmación de unici­
dad es prima facie verosímil sólo en el sentido del tercer método,
parece que he socavado, al mismo tiempo, este método como
una prueba posible.
La objeción de Kórner al tercer método parece reforzar esto.
El tercer método, nos dice, se propone examinar el esquema en
cuestión y su aplicación “enteramente desde dentro del esque­
ma mismo, i.e., por medio de enunciados pertenecientes a él”
(321/38). Por lo tanto, no podríamos esperar mostrar, además
de cuál esquema estamos usando, que tenemos que emplear éste
y ningún otro. Si determ inar la verdad o la falsedad de los juicios
de experiencia presupone los criterios y métodos suministra­
dos por el esquema que estamos poniendo a prueba, entonces
nuestras conclusiones son perfectamente válidas acerca de los
juicios formulados de acuerdo con el esquema, pero no en tanto
que conclusiones acerca de la unicidad de dicho esquema. No
podemos, sobre esta base, pensar fuera del esquema en cuyos
términos está organizada la experiencia. Pero esto sólo prueba
que el esquema es el que empleamos, y no que sea el único que
podría cumplir inteligiblemente la misma función.
Para zafarnos de los grilletes que nos impone la imagen suge­
rida por estas objeciones, vale la pena considerar una cuestión
muy general en su contra. Esto nos lleva a lo que creo que
es fundamentalmente incorrecto en la manera como Kórner
se aproxima a las deducciones trascendentales. Un defensor
del tercer método podría argumentar lo siguiente: dado un
esquema en uso que califica como un esquema categorial, no
podemos aceptar la posibilidad de alternativas porque no te­
nemos medios de establecer lo que son excepto en términos
de ese esquema. Pero, de la misma manera, si Kórner está en
lo cierto tampoco tenemos justificación para rechazarlas. Es­
to tiene que significar que “las alternativas al esquema actual”
no pueden ser eliminadas. Empero, una descripción semejante
sería difícilmente aplicable al tipo de alternativa que Kórner
tiene en mente. Porque una vez que tenemos un esquema, las
alternativas a él son especificables sólo si realizan el mismo tra­
bajo que el esquema actual hace de una m anera diferente. Y
entonces, incluso si hay tales esquemas, no serían alternativas
reales en el sentido que Kórner requiere, ya que las pregun­
tas que podríamos plantear inteligiblemente sobre ellas serían
preguntas dentro del esquema en uso. Hay, por lo tanto, cierta
incoherencia en el rechazo de Kórner del tercer método, que
es quizá del tipo que Carnap tuvo en mente cuando dijo que
la cuestión relativa a los esquemas alternativos es una cuestión
no-cognoscitiva: es decir, no se le puede dar ningún sentido a la
pregunta de si el esquema en uso es único. Hablar de refutar
una pretensión de unicidad, y en ese sentido de dem ostrar su
falsedad, tiene que ser tan sospechoso como hablar de probar­
la: discutir sobre las alternativas tiene que ser por lo menos tan
“no-cognoscitivo” como mantener que no las hay.
Con esta objeción en mente, el señalamiento que quisiera
hacer podría ahora expresarse de la siguiente manera. Estamos
familiarizados por el empirismo lógico con la idea de lengua­
jes alternativos para describir fenómenos en los que una u otra
categoría, que actualmente ocupa una posición central en el
lenguaje, es reemplazada por otras. Esta idea concuerda con
la de la traducción de un lenguaje a otro. A hora bien, si na­
da se pierde en la traducción, el resultado es una alternativa
sólo en el sentido de que reproduce de una forma diferente
aquellos rasgos del esquema original que reflejan las restric­
ciones, si las hay, que im ponen límites a la forma que ambos
pueden tomar, y a la forma que tendría cualquier otra variante
que pudiéramos aún llegar a considerar. Pues podría argumen­
tarse que cualquier traducción, considerada simplemente como
tal, presupone lo que podríamos llamar “principios generales
de significación” compartidos por el original y la traducción.
Si Kórner entiende “alternativa” en este sentido, entonces la
fuerza de su ataque contra la unicidad se reduce considerable­
mente. Si lo que im porta en las deducciones trascendentales es
establecer aquellos rasgos necesarios comunes a todas las va­
riantes, entonces los argumentos de Kórner no las tocan. Las
deducciones trascendentales son supuestamente indiferentes a la
existencia de cualquier restricción que impongan los principios
de significación compartidos. Por otro lado, si se propone un
esquema categorial que sea incompatible con dichos principios,
entonces presumiblemente no es una alternativa en el sentido
anterior, sino que resulta ininteligible en tanto que alternativa.
Así, o bien las alternativas son variantes dentro de un patrón de
rasgos necesarios a toda experiencia, que son los rasgos de los
que se ocupan esencialmente las deducciones trascendentales,
o bien tienen que escapar a las restricciones a la inteligibilidad
que cualquier esquema tiene que satisfacer. Si los esquemas ca-
tegoriales dependen de lo que aquí he llamado, ciertamente de
una manera vaga, principios de significación, pero no los inclu­
yen en su formulación, la cuestión de la unicidad se convierte
en una cuestión acerca de la relación entre estos principios y
los esquemas que dependen de ellos. Y ésta es una pregunta in­
terna, en el sentido de que ha de argumentarse de una manera
análoga al método tercero.
Para aclarar estas cuestiones, recuérdese la Refutación del Idea­
lismo de Kant, que aunque no figura en el texto del capítulo que
Kant intitula “Deducción Trascendental”, está sin embargo íntima­
mente conectada con él. Éste es un ejemplo de un argumento en
contra de un esquema particular que ha sido propuesto como
una posible alternativa ai esquema que Kant está defendien­
do. La suposición del esquema rival es que el idealismo es
verdadero, es decir, que la idea de que la experiencia consis­
te exclusivamente en experiencias que no son experiencias de
nada existente independientemente de la mente o de las men­
tes, es inteligible y podría satisfactoriamente ofrecer una base
para la organización de la experiencia. Ya que Kant argumenta
que cualquier experiencia que podamos encontrar inteligible
tiene que admitir la distinción entre la mente y lo que no es
la mente —una distinción que el idealismo niega—, el idealis­
mo es claramente un esquema que pretende tener el status de
una alternativa, alternativa que Kant tiene que considerar y, de
ser posible, rechazar. El idealismo propone explícitamente, o
implica, un esquema categorial del que se deduce lógicamente
la negación de la tesis kantiana de la objetividad. A hora bien,
Kant argumenta que el idealismo supone, por ejemplo, que to­
das mis experiencias pueden por principio ser conocidas como
mías; por tanto, el idealismo tiene que suponer que puede dis­
tinguirse entre el yo y sus experiencias. Pero esta distinción
exige, a la vez, la verdad de la tesis de la objetividad como un
presupuesto necesario incluso para su propia formulación: las
experiencias sólo pueden contar como mías si al menos algu­
nas de ellas pueden en principio ser experiencias de algo que no
soy yo. Si no fuera así, yo no sería capaz de conocer en absoluto
las experiencias como mías: no podría darle sentido alguno al
llamarlas “mías”.
La estructura del argumento kantiano es la siguiente. Se dice
que el idealismo no es meramente falso, sino incoherente, ya
que para formular la posición a partir de la cual ha de proceder
la negación —que explícitamente hace—’de la tesis de la obje­
tividad, se requiere la verdad de esta tesis. Esto trae a luz un
rasgo que considero esencial del tipo de argumento trascen­
dental que valdría como una deducción. Ya que el idealismo
sólo puede tener éxito suponiendo que la distinción entre las
experiencias y lo que tiene dichas experiencias, es una distin­
ción que tenemos que ser capaces de hacer. No reconocer que
lo que es explícitamente negado es al mismo tiempo necesaria­
mente presupuesto en la negación, socava el idealismo como
una alternativa al tipo de esquema que Kant defiende en la Crí­
tica. Es de esta manera como Kant defiende sus argumentos
acerca de los presupuestos necesarios de cualquier experiencia
que podamos concebir coherentemente.
El tipo de argumento ejemplificado en la Refutación del Idea­
lismo proporciona, entonces, tanto fundamento como podemos
esperar tener jamás para decir que una pretensión de unicidad
está justificada: cuando puede mostrarse que los candidatos
al título de competidores del esquema en cuestión, si han de
constituir alternativas genuinas, tienen que incluir o implicar
rasgos inconsistentes con otros rasgos del mismo esquema. Esto
es mostrar que tales “alternativas” son internamente incoheren­
tes y no sólo lógicamente incompatibles con el esquema cuya
unicidad se sostiene. Es también, de cierta manera, argumen­
tar mediante el tercer método de Kórner, porque un esquema
rival, para ser prima facie inteligible, tiene que adoptar o ver­
se obligado a sostener al menos algunos de los presupuestos
compartidos, aunque sea tácitamente, para rechazarlos. Permí­
taseme añadir que aquí no estoy defendiendo los argumentos
de Kant en sus detalles particulares. Tal vez, lo más que Kant
podría esperar mostrar es que un mundo que pueda parecer-
nos inteligible tiene que tener ciertos rasgos generales que, en el
esquema presente, se muestran y se designan como objetos per­
sistentes independientes de nuestra experiencia de ellos. Que
tales rasgos sean satisfechos sólo por los objetos materiales, o
no, es una cuestión que aquí no planteo. Lo que se mantiene
es que los rasgos tienen que satisfacerse, y que cualesquiera es­
quemas que los satisfagan son variantes o alternativas unos de
otros sólo en un sentido que no es pertinente para el propósi­
to central de una deducción trascendental: el establecimiento
de rasgos necesarios. Más aún, son alternativas en un sentido
diferente del de Kórner. Sus argumentos están formulados en
términos de si podría haber una elección entre esquemas ca-
tegoriales sin preguntarse si podría o no haber restricciones
relativas a lo que nosotros podemos considerar como alterna­
tivas. Sacar a la luz estas limitaciones y restricciones relativas
a las opciones que tenemos abiertas es, en mi opinión, lo que
una “prueba de unicidad” debería intentar.
Si mis argumentos tienen algún peso en absoluto, tiene que
estar equivocado decir que Kant, en su Deducción, argumenta
a partir de la aplicación que tiene un esquema particular pa­
ra llegar a sus presupuestos necesarios, y confunde esto con un
argumento que parte del hecho de que un esquema tiene aplica­
ción para llegar a su unicidad. Kórner adopta esta concepción
y, por consiguiente, ofrece o cree ofrecer una defensa de una
afirmación kantiana modificada, en el sentido de que los ar­
gumentos trascendentales muestran que un esquema se aplica
a priori, aunque, por supuesto, no de manera única, sino más
bien “de m anera no única”. (Tengo considerables reservas, que
no hay ahora tiempo de considerar, respecto de si los argumen­
tos de Kórner constituyen siquiera una defensa parcial de una
afirmación kantiana.) Ciertamente es verdad que si Kant hubie­
ra simplemente argumentado a partir de lo que es el caso para
llegar a lo que esto necesariamente presupone, entonces la in­
tención de la Deducción habría fracasado completamente. Pero
éste no fue su enfoque, ni podría haberlo sido. Tómese la distin­
ción que acabamos de mencionar entre experiencias y aquello
de lo que son experiencias. Esta distinción, que de hecho ha­
cemos, presupone —como vio claramente Kant—que tenemos
que ser capaces, al menos ocasionalmente, de adscribirnos ex­
periencias a nosotros mismos, y ser capaces en principio de ser
conscientes de ellas como experiencias nuestras. Se tiene que
resistir la tentación, sin embargo, de decir ahora que si de he­
cho hacemos esta distinción, y ésta presupone la posibilidad
de la autoadscripción, entonces ésta tiene por lo tanto que ser
un presupuesto necesario de toda experiencia. Las razones por
las que deberíamos estar dispuestos a defender esta distinción,
no pueden ser que lo exige el modo como nosotros, de hecho,
concebimos la experiencia. Esto nos conminaría a tener que pre­
sentar argumentos para responder a las objeciones de Kórner.
Es decir, aunque pensemos que no es posible ninguna otra ma­
nera de concebir la experiencia, aún faltaría mostrar que las
necesidades presupuestas por esta manera no se derivan de la
experiencia tal como nos parece que es, aunque esta es, por
supuesto, nuestra única m anera de saber que de hecho operan.
Kant trata de mostrar exactamente esto en el casó de su tesis con
respecto a la unidad de la conciencia, sin la cual la distinción
entre lo subjetivo y lo objetivo no podría hacerse. Su argumento
es complejo, pero ciertamente no es un argumento que parte de
que efectivamente hacemos la distinción de objetividad en cues­
tión. Más bien, es un argumento que muestra que algo como
esta distinción debe trazarse como una consecuencia de que la
unidad de la conciencia es necesaria para que se plantee una
pregunta coherente acerca de la experiencia.
■ Es significativo, por una parte, que nada que se parezca a la
tesis de la unidad de la conciencia figure, o pueda figurar, en
ninguna parte de la explicación que da Kórner de lo que son las
deducciones trascendentales; y, por otra parte, es también signi­
ficativo que el método de diferenciación previa de Kórner sea él
mismo muy similar a la tesis kantiana de la objetividad, a saber,
que la discriminación de la experiencia implica lógicamente te­
ner a nuestra disposición los medios para la individualización
y la atribución.
La Deducción de Kant se ubica en alguna parte entre la tesis
de la unidad de la conciencia y la tesis de que toda experien­
cia que pueda parecemos inteligible tiene que dar cabida a la
distinción que la tesis de la objetividad articula en su esque­
ma. Sin la prim era tesis, no podemos tener ninguna noción de
la experiencia, o para usar las palabras de Kórner, sin ella no
podría formularse un método de diferenciación previa de la ex­
periencia. La tesis de la unidad de la conciencia es un supuesto
fundamental, pero sólo en el sentido de que aquí estamos ope­
rando en los límites de cualquier concepción de la experiencia
que podamos imaginar; mientras que en el caso de la tesis de la
objetividad, parece que estamos operando enteramente dentro
de dichos límites y, por tanto, podemos estar preparados para
al menos considerar la posibilidad de que un esquema particu­
lar asociado con ella no sea indispensable. Pero no debemos
persistir en esta creencia si eso significara renunciar al método
de diferenciación de Kórner. Para mostrar esto en detalle de­
beríamos volver a lo que sigue siendo el único intento completo
de una deducción, a saber, el intento de Kant. El atajo que pro­
pone Kórner para decidir la cuestión de la posibilidad de una
deducción trascendental es, como he argumentado, prematu­
ro. El misterio todavía no ha sido resuelto. El esqueleto sigue
guardado en el armario.

['Traducción de Isabel Cabrera}


DONALD DAVIDSON

Muchos filósofos de diversas convicciones tienden a hablar de


esquemas conceptuales. Los esquemas conceptuales, nos dicen,
son formas de organizar la experiencia; son sistemas de catego­
rías que dan forma a los datos de las sensaciones; son puntos de
vista desde los cuales los individuos, las culturas o las diferentes
épocas contemplan el transcurso de los acontecimientos. Podría
no haber una traducción de un esquema a otro, en cuyo caso
las creencias, deseos, esperanzas y fragmentos de conocimiento
que caracterizan a una persona no tendrían contrapartes verda­
deras para el partidario de otro esquema. La realidad misma es
relativa a un esquema: lo que cuenta como real en un sistema
puede no hacerlo en otro.
Incluso los pensadores que tienen la certeza de que existe un
solo esquema conceptual se hallan bajo el influjo del concepto
de esquemas; aun los monoteístas tienen religión. Y cuando
alguien se propone describir “nuestro esquema conceptual”,
su tarea supone, si lo interpretamos literalmente, que podría
haber sistemas rivales.
El relativismo conceptual es una doctrina seductora y exóti­
ca, o lo sería si pudiéramos comprenderla bien. El problema es,

* “On the Very Idea o f a Conceptual Schema” en Proceedings and Athrxsrx


nf the American Philosophical Association. Vol- 47, 1973-1974, pp. 5-20. Después
incluido en Inquires into Truth and Interpretaron, Oxford: Clarendon Press,
1984, pp. 183-198. Publicado con el permiso del autor y de The American
Philosophical Association. © Donald Davidson, 1999.
como ocurre tan a menudo en filosofía, que resulta difícil mejo­
rar la inteligibilidad manteniendo simultáneamente la emoción.
Sea como fuere, esto es lo que argumentaré.
Se nos alienta a imaginar que comprendemos un cambio
conceptual generalizado o contrastes profundos por medio de
ejemplos legítimos de índole familiar. A veces una idea, como la
de simultaneidad tal como la define la teoría de la relatividad,
es tan importante que con ella toda una sección de la ciencia
adquiere un nuevo aspecto. A veces las revisiones en la lista
de oraciones consideradas como verdaderas en una disciplina
son tan fundamentales que podemos tener la impresión de que
los términos involucrados han cambiado sus significados. Los
lenguajes que han evolucionado en tiempos o lugares distantes
pueden diferir mucho en cuanto a sus recursos para tratar con
uno u otro rango de fenómenos. Lo que se puede expresar fá­
cilmente en un lenguaje puede ser difícil de expresar en otro,
y esta diferencia puede reflejar disimilitudes significativas en
estilo y valor.
Pero estos ejemplos, por impresionantes que sean en oca­
siones, no son tan radicales como para que los cambios y los
contrastes no puedan explicarse y describirse usando los recur­
sos de un solo lenguaje. Cuando W horf quiere dem ostrar que
el hopi incorpora una metafísica tan extraña a nosotros que
el hopi y el inglés, nos dice el autor, no pueden “calibrarse”,
usa el inglés para transmitir los contenidos de los ejemplos de
oraciones en hopi.1 Kuhn describe de una manera brillante có­
mo eran las cosas antes de la revolución usando —¿de qué otro
modo podría ser?—nuestro idioma posrevolucionario.2 Quine
nos da una idea de la “fase preindividuativa en la evolución de

1 B. L. Whorf, “The Punctual and Segmentative Aspects o f Verbs in H o­


p i”, en J. B. Carroll (ed.), Language, Tkought and Reality: Selected Writings of
Benjamín Lee Whorf, T he Technology Press o f Massachusetts Institute o f Te­
chnology, Cambridge, Mass., 1956.
2 T. S. Kuhn, The Structure of Scientific Revolulions, University o f Chicago
Press, Chicago, 1962. (Hay traducción al español: La estructura de las revolu­
ciones científicas, trad. de Agustin Contin, México, FCE (Col. Breviarios, 213),
1986.
nuestro esquema conceptual”,3 mientras que Bergson nos dice
a dónde podemos ir para disfrutar de un paisaje de montaña
libre de distorsiones producto de una u otra perspectiva pro­
vinciana.
La metáfora dominante del relativismo conceptual, la de los
puntos de vista discrepantes, parece revelar una paradoja sub­
yacente. Sólo tiene sentido hablar de distintos puntos de vista si
existe un sistema coordinado común en el cual representarlos;
sin embargo, la existencia de un sistema común contradice la
afirmación de la existencia de una incomparabilidad profunda.
Lo que necesitamos, me parece, es alguna idea de las conside­
raciones que fijan los límites al contraste conceptual. Hay supo­
siciones radicales que caen en la paradoja o la contradicción;
hay ejemplos modestos que comprendemos sin inconvenientes.
¿Qué determina el límite entre lo meramente raro o novedoso
y lo absurdo?
Podemos aceptar la doctrina que asocia tener un lenguaje
con tener un esquema conceptual. Puede suponerse que la
relación es la siguiente: cuando los esquemas conceptuales di­
fieren, también lo hacen los lenguajes. Pero los hablantes de
diferentes lenguajes pueden compartir un esquema conceptual
siempre y cuando haya una manera para traducir un lengua­
je al otro. El estudio de los criterios de traducción es, por lo
tanto, una forma de concentrarse en los criterios de identidad
para los esquemas conceptuales. Si los esquemas conceptuales
no están asociados con los lenguajes de este modo, el problema
original se duplica innecesariamente, pues entonces tendríamos
que imaginar que la mente, con sus categorías ordinarias, fun­
ciona con un lenguaje con su estructura organizadora. En tales
circunstancias, sin duda querríamos preguntar quién ha de ser
el que manda.
O tra posibilidad consiste en la idea de que todo lenguaje dis­
torsiona la realidad, lo cual implica que la mente sólo puede
aprehender las cosas tal como realmente son, si acaso ello es
posible, sin usar palabras. Esto equivale a concebir el lenguaje
s W. V. Quine, “Speaking o f Objects”, en Ontological Relativity and Other
Essays, Columbia University Press, Nueva York, 1961, p. 24. (Hay traducción al
español: La relatividad ontológica y otros ensayos, trad. de M. Garrido, Madrid,
Tecnos, 1974.)
como un medio inerte (si bien necesariamente distorsionador)
independiente de los agentes humanos que lo emplean; una
concepción del lenguaje que seguramente no puede sostener­
se. Pero si la mente puede lidiar con lo real sin distorsionarlo,
ella misma debe carecer de categorías y conceptos. Esta caracte­
rización de un yo sin rasgos propios es común a teorías situadas
en partes muy diferentes del espectro filosófico. Por ejemplo,
hay teorías para las cuales la libertad consiste en decisiones to­
madas al margen de todos los deseos, hábitos y disposiciones
del agente; y hay teorías del conocimiento que sugieren que la
mente puede observar la totalidad de sus propias percepciones
e ideas. En cada caso la mente se halla divorciada de los rasgos
que la constituyen; una conclusión ineludible a partir de cier­
tas formas de razonamiento, como dije antes, pero que siempre
debería persuadirnos de rechazar las premisas.
Podemos entonces identificarlos esquemas conceptuales con
los lenguajes o, mejor, aceptando la posibilidad de que más de
un lenguaje pueda expresar el mismo esquema, con conjuntos
de lenguajes intertraducibles. No vamos a concebir a los lengua­
jes como separables de las almas; un hombre no puede perder
la propiedad de hablar un lenguaje y retener al mismo tiempo
la capacidad de pensar. Así, no es posible que alguien ocupe
una posición estratégica desde la que pueda com parar esque­
mas conceptuales liberándose temporalmente del suyo propio.
¿Podemos decir entonces que dos personas tienen esquemas
conceptuales diferentes si hablan lenguajes que no pueden tra­
ducirse entre sí?
A continuación considero dos tipos de casos previsibles: los
fracasos completos y parciales de traducibilidad. Se produce un
fracaso completo si ningún dominio significativo de oraciones
en un lenguaje puede ser traducido al otro; el fracaso es par­
cial si cierto dominio puede y otro no puede traducirse (dejaré
de lado las posibles asimetrías). Mi estrategia consistirá en ar­
gum entar que no podemos entender un fracaso total, y luego
examinaré más brevemente los casos de fracaso parcial.
Primero, entonces, los supuestos casos de fracaso completo.
Ciertamente resulta tentador adoptar una posición terminante:
puede decirse que nada podría considerarse como evidencia
de que alguna forma de actividad no puede ser interpretada
en nuestro lenguaje sin ser al mismo tiempo evidencia de que
esa forma de actividad no puede ser una conducta de habla. Si
esto fuera correcto, probablemente nos veríamos obligados a
sostener que una forma de actividad que no puede interpretar­
se como lenguaje en nuestro lenguaje no es conducta de habla.
Pero esta m anera de formular el problema no es satisfactoria,
pues no va más allá de instituir la traducibilidad a una lengua
conocida como un criterio para determ inar si algo es un lengua­
je. Como/mí, la tesis carece de la atracción de la autoevidencia;
si es una verdad, como pienso que lo es, debería surgir como la
conclusión de un argumento.
La credibilidad de esta posición aumenta cuando reflexio­
namos sobre las estrechas relaciones entre el lenguaje y la atri­
bución de actitudes como creencias, deseos e intenciones. Por
un lado, está claro que el habla necesita una multitud de inten­
ciones y creencias sutilmente discrimina fias. Una persona que
afirma que la perseverancia mantiene en alto el honor debe,
por ejemplo, representarse a sí misma como si creyera que la
perseverancia mantiene en alto el honor, y debe tener la inten­
ción de representarse a sí misma como si lo creyera. Por otro
lado, parece improbable que podamos atribuir inteligiblemente
a un hablante actitudes tan complejas como éstas a menos que
podamos traducir sus palabras a las nuestras. No puede haber
duda de que la relación entre ser capaz de traducir el lenguaje
de alguien y ser capaz de describir sus actitudes es muy estre­
cha. Pero hasta que no podamos decir más acerca de qué es esta
relación, la posición en contra de los lenguajes intraducibies
seguirá siendo oscura.
A veces se piensa que la traducibilidad a un lenguaje conoci­
do, digamos al español, no puede ser un criterio para determi­
nar si algo es un lenguaje porque la relación de traducibilidad
no es transitiva. La idea es que algún lenguaje, digamos el satur-
niano, puede ser traducible al español, y algún otro lenguaje,
como el plutoniano, puede ser traducible al saturniano, pero
no al español. Una cantidad suficiente de diferencias traduci­
bles pueden sumarse hasta llegar a una diferencia intraducibie.
Si imaginamos una secuencia de lenguajes, cada uno de ellos
lo suficientemente cercano al anterior como para ser tradu­
cido aceptablemente a él, podemos imaginar un lenguaje tan
diferente del español que sería imposible traducirlo a él. En co­
rrespondencia con este lenguaje distante habría U n sistema de
conceptos completamente ajeno a nosotros.
Pienso que este ejercicio de la imaginación no introduce nin­
gún elemento nuevo a la discusión, porque tendríamos que
preguntar cómo reconocimos que lo que el saturniano estaba
haciendo era traducir el plutoniano (o lo que fuere). El hablante
saturniano podría decirnos que eso era lo que él estaba hacien­
do, o más bien podríamos suponer por un momento que nos
dice eso. Pero luego nos pondríamos a pensar si nuestra traduc­
ción del saturniano fue correcta.
Según Kuhn, los científicos que trabajan en diferentes tradi­
ciones científicas (dentro de diferentes “paradigmas”) “trabajan
en mundos diferentes”.4 La obra The Bounds of Sense de Stra­
wson comienza con la afirmación de que “Es posible imaginar
clases de mundos muy diferentes del mundo tal como lo co­
nocemos”.5 Puesto que hay cuando mucho un mundo, estas
pluralidades son metafóricas o meramente imaginadas. No obs­
tante, estas metáforas no son en modo alguno iguales. Strawson
nos invita a imaginar mundos posibles, no reales; mundos que
podrían describirse, usando nuestro lenguaje actual, mediante
la redistribución de los valores de verdad para las oraciones
según varias formas sistemáticas. La claridad de los contras­
tes entre los mundos depende en este caso de suponer que
nuestro esquema de conceptos, nuestros recursos descriptivos,
permanecen fijos. Kuhn, por otra parte, desea que pensemos
en diferentes observadores del mismo mundo que se enfrentan
a él con sistemas inconmensurables de conceptos. Los muchos
mundos imaginados de Strawson se ven o se escuchan o se des­
criben desde el mismo punto de vista; el mundo único de Kuhn
se ve desde diferentes puntos de vista. Es esta segunda metáfora
sobre la cual queremos trabajar.
La prim era metáfora requiere una distinción dentro del len­
guaje entre concepto y contenido: usando un sistema fijo de

4 T. S. Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions, p. 134.


5 P. Strawson, The Bounds of Sense, Methuen, Londres, 1959, p. 15. (Hay
traducción al español: Los limites del sentido. Ensayo sobre la Crítica de la razón
pura de Kant, trad. de C. Thiebaut*, Madrid, Revista de Occidente, 1975.)
conceptos (palabras con significados fijos) describimos uni­
versos alternativos. Algunas oraciones serán verdaderas sim­
plemente por los conceptos o significados involucrados, otras
debido a los rasgos del mundo. Al describir mundos posibles,
jugamos sólo con oraciones del segundo tipo.
La segunda metáfora sugiere, en cambio, un dualismo de un
tipo muy diferente, un dualismo de esquema total (o lenguaje)
y de contenido no interpretado. La aceptación del segundo
dualismo, si bien no es inconsistente con una aceptación del
primero, puede verse alentada mediante ataques al primero.
He aquí cómo puede funcionar esto.
Renunciar a la distinción analítico-sintético como una distin­
ción básica para la comprensión del lenguaje equivale a renun­
ciar a la idea de que podemos distinguir claramente entre teoría
y lenguaje. El significado, dicho en un sentido laxo, está conta­
minado por la teoría, por lo que se sostiene que es verdadero.
Feyerabend lo expresa de la siguiente manera:

N u estro arg u m en to con tra la in variación d e l sig n ific a d o es sen ­


c illo y claro. Surge d e l h e c h o d e qu e u su a lm e n te a lg u n o s d e lo s
p rin cip io s in v o lu cra d o s e n las d e te r m in a c io n e s d e lo s sig n ific a ­
d o s d e las teo ría s o p u n tos d e vista m ás v iejo s so n in co n sisten tes
c o n las nuevas ( . . . ) teorías. El a rg u m en to se ñ a la q u e es n atu ­
ral resolver esta c o n tra d icció n elim in a n d o lo s v iejo s p rin cip io s
( . . . ) p rob lem ático s, y reem p la zá n d o lo s c o n p rin cip io s, o teo re ­
m as d e u n a n u ev a ( . . . ) teoría. Y co n clu y e m o str a n d o qu e u n
p r o ced im ien to así llevará tam b ién a la e lim in a c ió n d e lo s v iejos
sig n ific a d o s .6

Puede parecer que tenemos ahora una fórmula para generar


esquemas conceptuales distintos. Obtenemos un esquema nue­
vo a partir de uno viejo cuando los hablantes de un lenguaje
aceptan como verdadero un importante dominio de oraciones

6 P. Feyerabend, “Explanation, Reduction, and Empiricism”, en Scientific


Explanation, Space and Time, Minnesota Studies in the Philosophy o f Science,
3; University o f Minnesota Press, Minneapolis, 1962, p. 82. (Hay traducción
al español: Límites de la ciencia: explicación, reducción y empirismo, introd. de
Diego Ribes, trad. de Ana Carmen Pérez Salvador y Ma. del Mar Segui,
Barcelona/M éxico, Paidós/Universidad Autónoma de Barcelona, Instituto de
Ciencias de la Educación, 1989.)
que previamente consideraban falsas (y viceversa, por supues­
to). No debemos describir este cambio simplemente como si
los hablantes pasaran a considerar falsedades viejas como ver­
dades, pues una verdad es una proposición, y lo que ellos pasan
a aceptar, al aceptar una oración como verdadera, no es la mis­
ma cosa que ellos habían rechazado cuando antes consideraban
que la oración era falsa. Ha ocurrido un cambio en el significa­
do de la oración, pues ella pertenece ahora a un nuevo lenguaje.
Esta versión de la forma en que se producen esquemas nuevos
(y quizá mejores) a partir de una ciencia nueva y más desarro­
llada, se acerca mucho a la versión que nos han ofrecido los
filósofos de la ciencia, como Putnam y Feyerabend, y los histo­
riadores de la ciencia, como Kuhn. Una idea similar brota de
la sugerencia de algunos otros filósofos en el sentido de que
podríamos mejorar nuestro bagaje conceptual si adecuáramos
nuestro lenguaje a una ciencia perfeccionada. Es así que tan­
to Quine como Smart, en formas algo diferentes, admiten con
pesar que nuestras formas actuales de hablar hacen imposible
una ciencia seria de la conducta. (Wittgenstein y Ryle han dicho
cosas similares sin lamentar la situación.) La cura, según Quine
y Smart, consiste en cambiar la forma en que hablamos. Smart
aboga por (y predice) el cambio con el fin de colocarnos en el
camino científicamente recto del materialismo: Quine está más
interesado en despejar el sendero para un lenguaje puramente
extensional. (Tal vez debería agregar que pienso que nuestro
esquema y nuestro lenguaje actuales se entienden mejor si los
concebimos como extensionales y materialistas.)
Si siguiéramos este consejo, no pienso que la ciencia o la com­
prensión avanzarían, aunque es posible que sí m ejorara nuestro
ánimo. Pero la pregunta que nos interesa es sólo si, en el caso de
que tales cambios tuvieran lugar, se justificaría que los llamára­
mos alteraciones en el aparato conceptual básico. La dificultad
en llamarlos así es fácil de apreciar. Supongamos que desde
mi oficina del Ministerio del Lenguaje Científico quiero que el
hombre nuevo deje de usar palabras que se refieran, digamos,
a emociones, sentimientos, pensamientos e intenciones, y que
hable en cambio de los estados y sucesos fisiológicos que se su­
pone que son más o menos idénticos a los desechos mentales.
¿Cómo sé si mi consejo ha sido tenido en cuenta, si el hombre
nuevo h a b la un nuevo lenguaje? Por cuanto yo sé, las relucien­
tes frases nuevas, si bien han sido extraídas del viejo lenguaje
en el cual se refieren a movimientos fisiológicos, pueden en su
boca desempeñar el papel de los viejos y confusos conceptos
mentales.
La frase clave es: por cuanto yo sé. Lo que está claro es que
la retención de parte o de todo el vocabulario viejo no propor­
ciona en sí misma una base para juzgar si el nuevo esquema es
igual al viejo o diferente de él. De modo que lo que al principio
sonaba como un descubrimiento emocionante —que la verdad
es relativa a un esquema conceptual—hasta ahora no ha podido
demostrarse que sea algo más que el hecho pedestre y común
de que la verdad de una oración es relativa (entre otras cosas)
al lenguaje al cual ella pertenece. En vez de vivir en mundos
diferentes, los científicos de Kuhn podrían estar, como quienes
necesitan el diccionario Webster’s, separados solamente por pa­
labras.
El abandono de la distinción analítico-sintético no ha mos­
trado ser de ayuda para comprender el relativismo conceptual.
La distinción analítico-sintético se explica, no obstante, en tér­
minos de algo que puede servir para respaldar el relativismo
conceptual, esto es, la idea de contenido empírico. El dualis­
mo de lo sintético y lo analítico es un dualismo de oraciones,
algunas de las cuales son verdaderas (o falsas) debido tanto a
lo que significan como por su contenido empírico, mientras
que otras son verdaderas (o falsas) sólo en virtud de su signi­
ficado por carecer de contenido empírico. Si renunciamos al
dualismo, abandonamos también la concepción de significado
que esa posición conlleva, pero no tenemos que abandonar la
idea de contenido empírico: podemos sostener, si queremos,
que todas las oraciones tienen contenido empírico. El conteni­
do empírico se explica a su vez por referencia a los hechos, al
mundo, a la experiencia, a la sensación, a la totalidad de estímu­
los sensoriales o a algo similar. Los significados nos ofrecieron
una forma para hablar acerca de las categorías, de la estructura
organizadora del lenguaje y cosas por el estilo; pero es posible,
como hemos visto, renunciar a los significados y a la analitici­
dad conservando al mismo tiempo la idea de que el lenguaje
encarna un esquema conceptual. Así, en lugar del dualismo
analítico-sintético tenemos el dualismo de esquema conceptual
y contenido empírico. El nuevo dualismo es el fundamento de
un empirismo que no carga ya con los dogmas insostenibles de
la distinción analitico-sintético y del reduccionismo y se sepa­
ra, así, de la idea inviable de que podemos asignar contenidos
empíricos de una única manera, oración por oración.
Deseo recalcar que este segundo dualismo de esquema y con­
tenido, de un sistema organizador y de algo a la espera de ser
organizado, no puede formularse de m anera inteligible y de­
fendible. Es en sí mismo un dogma del empirismo, el tercer
dogma. El tercero, y quizás el último, puesto que si lo abando­
namos no resulta claro que quede algo específico que pueda
llamarse empirismo.
El dualismo esquema-contenido ha sido formulado de dife­
rentes maneras. He aquí algunos ejemplos. El prim ero de ellos
proviene de Whorf, quien discute un tema de Sapir. W horf dice
que:

( . . . ) el len g u a je p ro d u c e u n a o rg a n iza ció n d e la e x p e rie n c ia . N o s


in clin a m o s a p en sa r q u e el len g u a je es sim p le m e n te u n a técn ica
d e ex p resió n , y n o e n te n d e m o s q u e e l len g u a je e s ante to d o un a
cla sifica ció n y o rg a n iza ció n d el flu jo d e e x p e r ie n c ia sen so ria l q u e
resulta e n c ie r to o r d e n d el m u n d o ( . . . ) E n otras palab ras, el le n ­
g u a je h a ce d e u n a form a m ás tosca p e r o ta m b ién m ás a m p lia y
versátil lo m ism o q u e h a ce la c ien cia ( . . . ) S e n o s p resen ta a sí u n
n u ev o p r in c ip io d e relatividad, q ue so stie n e q u e n in g ú n o b serv a ­
d o r está g u ia d o p o r la m ism a e v id e n c ia física para form arse u n a
m ism a im a g en d e l u n iverso, a m e n o s q u e los a n teced en tes lin g ü ís­
ticos sea n sim ilares, o p u e d a n ser calib ra d o s d e a lg u n a m a n e r a . 7

Tenemos aquí todos los elementos que se requieren: el len­


guaje como la fuerza organizadora, que no se distingue clara­
mente de la ciencia; lo que es organizado, referido de varias ma­
neras como “experiencia”, “el flujo de experiencia sensorial” y
“evidencia física” y, finalmente, el fracaso de la intertraducibili-
dad (“calibración”). El fracaso de la intertraducibilidad es una
condición necesaria para diferenciar los esquemas conceptua­
les; se supone que lo que nos ayuda a com prender la afirmación
7 B. L. Whorf, “The Punctual and Segmentative Aspectos o f Verbs in
H opi”, p. 55.
de que cuando la traducción fracasa los que están bajo consi­
deración son lenguajes o esquemas es la relación común con
la experiencia o la evidencia. Es esencial para esta idea que ha­
ya algo neutral y común situado fuera de todos los esquemas.
Desde luego, este algo común no puede ser la materia de los len­
guajes contrastantes, o la traducción sería posible. Es así como
Kuhn ha escrito recientemente:

L os filó s o fo s han a b a n d o n a d o ya la esp era n za d e en co n tra r u n


len gu aje d e p u ros sense-data ( . . . ) p e r o m u ch o s d e e llo s a ú n su p o ­
n e n q u e las teorías p u e d e n com p ararse a p ela n d o a un v o cab u lario
b á sico q u e co n sista só lo e n p alab ras vin cu la d a s a la n atu raleza d e
m an eras q u e n o so n p ro b lem á tica s y, e n e l g r a d o n ece sa r io , in d e ­
p e n d ie n te s d e la teo ría ( . . . ) F eyerab en d y yo h e m o s a rg u m en ta d o
a m p liam en te q u e n o p o d e m o s d isp o n e r d e tal v o cab u lario. E n la
tran sición d e u n a teo ría a la sig u ie n te las p alab ras ca m b ia n d e
sig n ific a d o o c o n d ic io n e s d e ap licab ilid ad d e m a n era s su tiles. Si
b ien lo s m ism o s sig n o s se sig u e n u sa n d o e n su m ayor p arte an tes y
d e sp u é s d e u n a rev o lu ció n —p o r ejem p lo , fuerza, m asa, e lem en to ,
c o m p u e sto , célu la — la fo rm a e n q u e a lg u n o s d e e llo s se vin cu la n
a la n atu raleza ha ca m b ia d o e n a lg u n a m ed id a . D e c im o s p o r esto
q u e las teoría s sucesivas so n in c o n m e n su r a b le s .8

“Inconmensurable” es, por supuesto, la palabra de Kuhn y Fe­


yerabend para decir ”no intertraducible”. El contenido neutral
que espera ser organizado es proporcionado por la naturaleza.
El propio Feyerabend sugiere que podemos com parar esque­
mas contrastantes mediante “la elección de un punto de vista
que esté fuera del sistema o del lenguaje”. Espera que podamos
hacerlo pues “aún hay experiencia humana como un proceso
realmente existente”9 independiente de todos los esquemas.
Quine expresa pensamientos iguales o similares en muchos
pasajes: “La totalidad de lo que llamamos conocimiento o
creencias (. . . ) es un tejido hecho por el hombre que entra en

8 T. S. Kuhn, “Reflections on my Critics”, en I. Lakatos y A. Musgrave


(eds.), Criticism and the Growth of Knowledge, Cambridge University Press, Cam­
bridge, Inglaterra, 1970, pp. 266, 267.
9 P. Feyerabend, “Problems o f Empiricism”, en R. G. Colodny (ed.), Be-
yond the Edge of Certainty, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, Nuevajersey, 1965,
p. 214.
contacto con la experiencia sólo a lo largo de sus bordes”;10
“(. . . ) la ciencia en su totalidad es como un campo de fuerzas cu­
yas condiciones límite están constituidas por la experiencia”;11
“Como empirista (.. .) pienso que el esquema conceptual de la
ciencia es una herram ienta (.. .) para predecir la experiencia
futura a la luz de la experiencia pasada”.12 Y, por otro lado:

In sistim os en d e sc o m p o n e r d e a lg u n a m a n era la rea lid a d e n u n a


m u ltip licid a d d e ob jeto s id en tifica b les y d iscrim in a b les ( . . . ) H a ­
b lam os tan in v etera d a m en te d e lo s o b jeto s q u e d e c ir q u e lo h a c e­
m o s casi p a rece c o m o n o decir nada; p u es, ¿hay o tra m an era d e
hablar? Es d ifícil d e c ir d e q u é otra m a n era se p u e d e hablar, n o
p o rq u e n u estra p au ta d e ob jetiv a ció n sea un ra sg o in variab le d e la
n atu raleza h u m an a, sin o p o rq u e esta m o s c o n stre ñ id o s a adaptar
a nuestra p au ta p ro p ia to d a p au ta extrañ a e n el p r o c e so m ism o
d e co m p r e n sió n o trad u cción d e las o r a cio n es ex tra n jera s . 13

La prueba de diferencia continúa siendo el fracaso o la difi­


cultad de la traducción: “(.. .) decir que ese medio remoto es
radicalmente diferente del nuestro no es sino decir que las tra­
ducciones no se alcanzan fácilmente.”14 Y la dificultad puede
ser tan grande que decimos que el extraño tiene ”una pauta
hasta ahora inimaginada más allá de toda individuación”.15
La idea es entonces que algo es un lenguaje, y está asocia­
do a un esquema conceptual, podamos o no traducirlo, si se
encuentra en cierta relación (de predicción, organización, en­
frentamiento o ajuste) con la experiencia (naturaleza, realidad,
estímulos sensoriales). El problema es decir en qué consiste la
relación, y dar una idea más clara de las entidades relacionadas.
Las imágenes y metáforas se clasifican en dos grupos princi­
pales: los esquemas conceptuales (lenguajes) organizan algo, o

1(> W. V. Quine, “Two Dogmas o f Empiricism”, en From a Logical Point of


View, second edition, Harvard University Press, Cambridge Mass., 1961, p. 42.
(Hay traducción al español: Desde un punto de vista lógico, trad. de Manuel
Sacristán, Barcelona, Ariel, 1962.)
" Ibidem.
12 Ibidem, p. 44.
ls W. V. Quine, “Speaking o f Objects”, p. 1.
14 Ibidem, p. 25.
1!; ibidem, p. 24.
se ajustan a ese algo (como en “reorienta su herencia científica pa­
ra ajustarla a sus (.. .) estímulos sensoriales”).10 El prim er grupo
incluye también sistematizar, dividir (el flujo de la experiencia);
otros ejemplos del segundo grupo son predecir, explicar, enfren­
tar (el tribunal de la experiencia). En cuanto a las entidades que
son organizadas, o a las cuales el esquema se debe ajustar, pien­
so nuevamente que podemos detectar dos ideas principales: o
es la realidad (el universo, el mundo, la naturaleza) o es la expe­
riencia (el espectáculo del flujo de los sucesos, las irritaciones
de superficies, los estímulos sensoriales, los sense-data, lo dado).
No podemos dar un significado claro a la noción de organi­
zar un único objeto (el mundo, la naturaleza, etcétera) a menos
que se entienda que el objeto contiene o consiste en otros ob­
jetos. Alguien que se pone a organizar un armario ordena las
cosas que hay en su interior. Si le dijeran que no organizara
los zapatos y las camisas, sino el armario mismo, se quedaría
perplejo. ¿Cómo organizaría el Océano Pacífico? Enderezaría
sus costas, tal vez, o reubicaría sus islas o destruiría sus peces.
Un lenguaje puede contener predicados simples cuyas ex­
tensiones no correspondan con las extensiones de predicados
simples, o incluso de ningún predicado, en algún otro idioma.
Lo que nos permite sostener esto en casos particulares es una
ontología común a los dos lenguajes, con conceptos que indivi­
dualizan los mismos objetos. Podemos tener claros los fracasos
de traducción cuando éstos son lo suficientemente locales, pues
un trasfondo de traducciones generalmente exitosas proporcio­
na lo necesario para hacer inteligibles los fracasos. Pero nuestro
objetivo era mayor: queríamos dar sentido a la existencia de
un lenguaje que no pudiéramos traducir en absoluto. O, para
decirlo de otro modo, estábamos buscando un criterio para de­
term inar si algo es un lenguaje que no dependiera de o que no
implicara la traducibilidad a un idioma conocido. Sugiero que
la imagen de organizar el armario de la naturaleza no propor­
cionará ese criterio.
¿Qué hay del otro tipo de objeto, la experiencia? ¿Podemos
pensar en un lenguaje que la organice? De nuevo surgen difi­
cultades similares. La noción de organización sólo es aplicable

1,1 W. V. Quine, “Two Dogmas o f Empiricism", p. 46.


a pluralidades. Pero cualquiera que sea la pluralidad en que a
nuestro entender consista la experiencia —sucesos como perder
un botón o lastimarse un dedo, tener una sensación de calor o
escuchar un oboe—tendremos que individualizar según princi­
pios conocidos. Un lenguaje que organice esas entidades debe
ser un lenguaje muy parecido al nuestro.
La experiencia (y sus compañeros como las irritaciones de
superficie, las sensaciones y los sense-data) coloca también en
una dificultad todavía más obvia a la idea organizadora. Pues,
¿cómo podría llamarse lenguaje a algo que organizara sólo expe­
riencias, sensaciones, irritaciones de superficie o sense-data? Sin
duda los cuchillos y los tenedores, los ferrocarriles y las monta­
ñas, los repollos y los reinos también necesitan organización.
Esta última observación sonará sin duda inapropiada como
respuesta a la afirmación de que un esquema conceptual es
una m anera de lidiar con la experiencia sensorial; y estoy de
acuerdo en que es así. Pero lo que estaba bajo consideración
era la idea de organizar la experiencia, no la idea de lidiar con
(o ajustarse a o encarar) la experiencia. La respuesta se dio a
propósito del prim er concepto, no del último. Veamos ahora
entonces si podemos llegar a algo mejor con la segunda idea.
Cuando pasamos de hablar de organización a hablar de ajus­
te reorientamos nuestra atención del aparato referencial del
lenguaje —predicados, cuantificadores, variables y términos sin­
gulares—a las oraciones completas. Son las oraciones las que
predicen (o se usan para predecir), las que hacen frente a las
cosas o tratan con ellas, las que se ajustan a nuestros estímu­
los sensoriales, las que pueden compararse o confrontarse con
la evidencia. Son las oraciones también las que se enfrentan al
tribuna] de la experiencia, aunque, por supuesto, deben enfren­
tarlo juntas.
La propuesta no dice que las experiencias, los sense-data, las
irritaciones de superficie o los estímulos sensoriales sean la úni­
ca materia del lenguaje. Existe, es cierto, la teoría que sostiene
que el habla acerca de las casas de ladrillos de Elm Street ha de
interpretarse, en última instancia, como si tratara de sense-data
o de percepciones, pero tales posiciones reduccionistas son tan
sólo versiones extremas e inadmisibles de la posición general
que estamos considerando. Esta posición general sostiene que
la experiencia sensorial provee toda la evidencia para la acepta­
ción de oraciones (donde las oraciones pueden incluir teorías
completas). Una oración o teoría se ajusta a nuestros estímulos
sensoriales, se enfrenta con éxito al tribunal de la experiencia,
predice la experiencia futura, o hace frente a las pautas de nues­
tras irritaciones de superficie siempre que esté confirmada por
la evidencia.
En el curso normal de los acontecimientos, una teoría puede
estar confirmada por la evidencia disponible y, sin embargo,
ser falsa. Pero lo que se considera aquí no es sólo la eyidencia
realmente disponible; es la totalidad de la evidencia sensorial
posible pasada, presente y futura. No necesitamos detenernos
a considerar lo que esto podría significar. La cuestión es: que
una teoría se ajuste o se enfrente a la totalidad de la evidencia
sensorial posible equivale a que esa teoría sea verdadera. Si una
teoría cuantifica objetos físicos, números o conjuntos, lo que ella
dice acerca de estas entidades es verdadero siempre y cuando
la teoría como un todo se ajuste a la evidencia sensorial. Así,
podemos ver cómo, desde este punto de vista, dichas entidades
pueden ser llamadas postulados [pasito]. Es razonable decir que
algo es un postulado si se puede contrastar con algo que no lo
es. Aquí, el “algo que no lo es” es la experiencia sensorial; o al
menos ésa es la idea.
El problema es que la noción de ajustarse a la totalidad de
la experiencia, como la noción de ajustarse a los hechos, o de
ser fiel a los hechos, no agrega nada inteligible al simple con­
cepto de ser verdadero. Hablar de experiencia sensorial en vez
de hablar de evidencia, o simplemente de los hechos, expresa
una concepción acerca de la fuente o naturaleza de la eviden­
cia, pero no suma una nueva entidad al universo con la cual
se puedan poner a prueba los esquemas conceptuales. La tota­
lidad de la evidencia sensorial es lo que necesitamos siempre
y cuando sea toda la evidencia que exista; y toda la evidencia
que existe es justo lo que hace falta para que nuestras oracio­
nes o teorías sean verdaderas. Sin embargo, nada, ninguna cosa,
hace verdaderas a las oraciones y a las teorías: ni la experien­
cia, ni las irritaciones de superficie, ni el mundo pueden hacer
verdadera a una oración. Que la experiencia tome un rumbo
determinado, que nuestra piel sea calentada o pinchada, que
el universo sea finito; estos hechos, si queremos hablar así, ha­
cen que las oraciones y las teorías sean verdaderas. Pero esto se
aprecia mejor si no mencionamos los hechos. La oración “Mi
piel es tibia” es verdadera si y sólo si mi piel es tibia. Aquí no
hay referencia alguna a un hecho, un mundo, una experiencia
o un fragmento de evidencia.17
Nuestro intento de caracterizar los lenguajes o los esquemas
conceptuales en términos de la noción de ajustarse a alguna
entidad se reduce, entonces, al simple pensamiento de que algo
es un esquema conceptual o teoría aceptable si es verdadero.
Quizá sea mejor decir en gran medida verdadero, con el fin de
permitir que quienes comparten un esquema difieran en cuan­
to a detalles. Y el criterio para determinar que un esquema
conceptual sea diferente del nuestro se convierte ahora en: en
gran medida verdadero pero no traducible. El problema de si
éste es o no un criterio útil equivale al problema de qué tan
bien comprendamos la noción de verdad, aplicada al lenguaje,
independientemente de la noción de traducción. La respues­
ta es, pienso, que no la comprendemos en absoluto en forma
independiente.
Reconocemos que oraciones como “ ‘La nieve es blanca’ es
verdadera si y sólo si la nieve es blanca” son trivialmente verda­
deras. Sin embargo, la totalidad de tales oraciones del español
determina de manera única la extensión del concepto de ver­
dad para el español. Tarski generalizó esta observación y la
convirtió en una prueba de las teorías de la verdad: de acuer­
do con la Convención T de Tarski, una teoría satisfactoria de
la verdad para un lenguaje L debe implicar, para cada oración
5 de L, un teorema de la forma “j es verdadero si y sólo si p"
donde “s” es reemplazado por una descripción de i y “p" por í
mismo si L es español, y por una traducción de s al español si
L no es español.18 Esto no es, desde luego, una definición de
la verdad, ni tampoco insinúa que haya una única definición o
teoría que sea aplicable a los lenguajes en general. No obstante,
la Convención T sugiere, si bien no puede afirmar, una caracte­

17 V éase el E nsayo 3 (“T ru e Lo th e facLs”, 1969).


18 A. Tarski, “The Concept o f Truth in Formalized Languages", en Logic,
Semantics, Metamatkematics, Clarendon Press, Oxford, 1956.
rística importante común a todos los conceptos especializados
de verdad. Este logro se debe al uso fundamental que da a la
noción de traducción a un lenguaje que conocemos. Puesto que
la Convención T encarna nuestra mejor intuición de la forma
en que se usa el concepto de verdad, no parece haber mucho fu­
turo para una prueba que busque determinar que un esquema
conceptual es radicalmente diferente del nuestro si esa prueba
depende del supuesto de que podemos separar la noción de
verdad de la de traducción.
Ni un repertorio fijo de significados, ni una realidad neutral
frente a las teorías pueden proporcionar, entonces, una base
para la comparación de esquemas conceptuales. Sería un error
ir más allá en la búsqueda de dicha base si con ello entendemos
algo que sea común a esquemas inconmensurables. Al aban­
donar esta búsqueda, abandonamos el intento de dar sentido a
la metáfora de un espacio único dentro del cual cada esquema
tiene una posición y provee un punto de vista.
Me ocuparé ahora del enfoque más modesto: la idea de
fracaso parcial, no total, de la traducción. Esto introduce la
posibilidad de hacer inteligibles los cambios y contrastes en los
esquemas conceptuales mediante la referencia a la parte común.
Lo que necesitamos es una teoría de la traducción o de la in­
terpretación que no adopte supuestos acerca de significados,
conceptos o creencias compartidos.
La interdependencia entre creencia y significado nace de la
interdependencia entre dos aspectos de la interpretación de la
conducta de habla: la atribución de creencias y la interpreta­
ción de oraciones. Señalamos antes que es a causa de estas
dependencias que podemos permitirnos asociar esquemas con­
ceptuales con lenguajes. A hora podemos expresar esa idea de
una manera algo más nítida. Aceptemos que el habla de un
hombre sólo puede ser interpretada por alguien que conozca
bastante acerca de lo que el hablante cree (y pretende y quiere),
y que las distinciones finas entre creencias son imposibles sin la
comprensión del habla; ¿cómo vamos entonces a interpretar el
habla o a atribuir inteligiblemente creencias y otras actitudes?
Está claro que debemos tener una teoría que simultáneamente
dé cuenta de actitudes e interprete el habla, y que no suponga
ninguna de esas cosas.
Sugiero, siguiendo el ejemplo de Quine, que podemos acep­
tar, sin caer en circularidades ni supuestos dudosos, ciertas
actitudes muy generales hacia las oraciones como evidencia bá­
sica para una teoría de la interpretación radical. Podríamos, al
menos para la presente discusión, depender de la actitud de
aceptar como verdadera, dirigida a oraciones, como la noción
crucial. (Una teoría más acabada consideraría también otras
actitudes hacia las oraciones, tales como desear que sea verda­
dera, preguntarse si es verdadera, tener la intención de hacer
verdadera y otras por el estilo.) Ciertamente aquí estamos in­
cluyendo actitudes, pero el hecho de que no se comete petición
de principio respecto del asunto central puede verse en lo si­
guiente: si meramente sabemos que alguien sostiene que una
determinada oración es verdadera, no sabemos ni lo que ese
alguien quiere decir con la oración ni qué creencia representa
el sostenerla como verdadera. El sostener la oración como ver­
dadera es por lo tanto el vector de dos fuerzas: el problema de
la interpretación es abstraer de la evidencia una teoría viable
del significado y una teoría aceptable de la creencia.
La m anera en que se resuelve este problema se aprecia me­
jo r con ejemplos poco dramáticos. Si alguien ve un queche
navegando y su compañero dice “Mira qué hermosa yola”, esa
persona puede estar frente a un problema de interpretación.
Una posibilidad natural es que su amigo haya confundido un
queche con una yola y se haya formado una creencia falsa. Pe­
ro si su vista es buena y su punto de observación favorable, es
aún más probable que él no use la palabra “yola" de la mis­
ma manera, y no haya cometido error alguno respecto de las
características de la embarcación que pasaba. Todo el tiempo
llevamos a cabo este tipo de interpretaciones improvisadas, de­
cidiendo en favor de la reinterpretación de palabras con el fin
de preservar una teoría razonable de la creencia. Como filó­
sofos somos particularmente tolerantes hacia el malapropismo
sistemático, y somos expertos en la interpretación de sus resul­
tados. El proceso consiste en construir una teoría viable de la
creencia y del significado a partir de oraciones consideradas
verdaderas.
Estos ejemplos ponen el énfasis en la interpretación de deta­
lles anómalos en relación con un marco de creencias comunes y
en un método de traducción en funcionamiento. Pero los prin­
cipios involucrados deben ser los mismos para casos menos tri­
viales. Lo que im porta es lo siguiente: si todo lo que conocemos
son las oraciones que el hablante sostiene como verdaderas, y
no podemos suponer que su lenguaje sea el nuestro, entonces
no podemos avanzar siquiera un prim er paso hacia la interpre­
tación sin conocer o suponer mucho acerca de las creencias del
hablante. Puesto que el conocimiento de las creencias sólo se
da junto con la capacidad de interpretar palabras, la única po­
sibilidad al principio es suponer un acuerdo general respecto
de las creencias. Podemos obtener una prim era aproximación
a una teoría terminada al asignar a las oraciones de un hablante
condiciones de verdad que realmente se dan (en nuestra pro­
pia opinión) precisamente cuando el hablante sostiene que esas
oraciones son verdaderas. La política que nos debe guiar es la
de aplicar esto lo más posible, atendiendo a consideraciones de
sencillez, intuiciones acerca de los efectos del condicionamien­
to social y, por supuesto, nuestro conocimiento, científico o de
sentido común, del error explicable.
El método no está diseñado para eliminar los desacuerdos,
ni puede hacerlo; su propósito es hacer posible el desacuerdo
significativo, y esto depende enteramente de una fundamen-
tación —alguna fundamentación— en el acuerdo. El acuerdo
puede tomar la forma de un espectro ampliamente compartido
de oraciones consideradas verdaderas por hablantes del “mis­
mo lenguaje”, o de un acuerdo a grandes rasgos mediado por
una teoría de la verdad ideada por un intérprete para hablantes
de otro lenguaje.
Dado que la caridad no es una opción, sino una condición pa­
ra tener una teoría viable, carece de sentido sugerir que en caso
de adoptarla podríamos caer en un error generalizado. Hasta
que hayamos establecido con éxito una correlación sistemática
de oraciones sostenidas como verdaderas con oraciones soste­
nidas como verdaderas, no hay errores que cometer. La caridad
es algo que se nos impone; nos guste o no, si queremos com­
prender a los demás, debemos suponer que están en lo correcto
en la mayor parte de los asuntos. Si somos capaces de producir
una teoría que reconcilie la caridad y las condiciones formales
para una teoría, hemos hecho todo lo que puede hacerse para
asegurar la comunicación. No hay nada más que sea posible, ni
hace falta nada más.
Comprendemos al máximo las palabras y pensamientos de
otros cuando interpretamos en una forma que optimiza el acuer­
do (esto incluye un margen, como dijimos antes, para el error
explicable, como p o r ejemplo las diferencias de opinión). ¿Dón­
de deja esto al relativismo conceptual? Pienso que la respuesta
es que debemos decir casi lo mismo de las diferencias de esj
quema conceptual que lo que decimos de las diferencias de
creencia: incrementamos la claridad y la precisión de las afirma­
ciones de diferencias, sean de esquema o de opinión, ampliando
las bases del lenguaje compartido (traducible) o de la opinión
compartida. Por cierto, no puede trazarse una línea divisoria
clara entre los casos. Si nos decidimos a traducir alguna oración
extranjera que sus hablantes rechazan por una oración con la
cual nos unen fuertes vínculos de índole comunitaria, podría­
mos vernos tentados a llamar a esto una diferencia de esquemas;
si decidimos adaptar la evidencia de maneras distintas, puede
resultar más natural hablar de una diferencia de opinión. Pero
cuando otros piensan de manera diferente a nosotros, ningún
principio general ni recurso a la evidencia nos podrá obligar
a decidir que la diferencia descansa en nuestras creencias más
que en nuestros conceptos.
Pienso que debemos concluir que al intento de dar un signi­
ficado sólido a la idea de relativismo conceptual y, por tanto,
a la idea de un esquema conceptual, no le va mejor cuando se
apoya en el fracaso parcial de traducción que cuando se apo­
ya en el fracaso total. Dada la metodología de interpretación
subyacente, no podríamos estar en condiciones de juzgar que
otros tienen conceptos o creencias radicalmente diferentes de
los nuestros.
Sería un error resumir lo dicho hasta ahora diciendo que
hemos demostrado cómo es posible la comunicación entre per­
sonas que tienen diferentes esquemas, algo que funciona sin
necesidad de lo que no puede existir, a saber, un terreno neutral
o un sistema coordinado común. Y esto es así porque no hemos
hallado ningún fundamento inteligible con base en el cual pue­
da decirse que los esquemas son diferentes. Sería igualmente
erróneo anunciar la gloriosa noticia de que la humanidad com­
pleta—o al menos todos los hablantes de un lenguaje—comparte
un esquema y una ontología comunes. Pues si no podemos de­
cir inteligiblemente que los esquemas son diferentes, tampoco
podemos decir inteligiblemente que son uno solo.
Al renunciar a la dependencia respecto del concepto de una
realidad ininterpretada, de algo exterior a todos los esquemas y
a toda la ciencia, no estamos renunciando a la noción de verdad
objetiva: todo lo contrario. Dado el dogma de un dualismo de
esquema y realidad, llegamos a la relatividad conceptual y a la
verdad relativa a un esquema. Sin este dogma, esta clase de re­
latividad se derrum ba sin remedio. Desde luego que la verdad
de las oraciones continúa siendo relativa al lenguaje, pero eso
es todo lo objetivo que puede llegar a ser. Al renunciar al dua­
lismo de esquema y mundo, no renunciamos al mundo, sino
que restablecemos un contacto sin mediaciones con los objetos
familiares cuyas travesuras y extravagancias hacen a nuestras
oraciones y opiniones verdaderas o falsas.

[Traducción de Olbeth Hansbergy Héctor Islas]


RODERICK CHISHOLM

1. Introducción
Si hemos de ser justos con el uso que la expresión “argum en­
to trascendental” ha llegado a tener en la filosofía reciente,
podríamos seguir alguno de los dos siguientes procedimientos
al intentar formular una definición, (a) Podríamos considerar
ciertos argumentos que han sido llamados “trascendentales”
y tratar de establecer lo que les es común y peculiar. Luego
podríamos examinar la cuestión de si los argumentos trascen­
dentales, así definidos, son válidos. O (b) podríamos tratar de
caracterizar los argumentos trascendentales idealmente, como
un tipo de argumentos válidos que Kant y otros pensaron haber
usado cuando caracterizaron su razonamiento como trascen­
dental. De esta manera, no habría dudas acerca de la validez de
los argumentos trascendentales, aunque podríamos preguntar
si los argumentos que han sido llamados trascendentales, son de
hecho trascendentales. Y, ciertamente, podríamos preguntar si
alguien ha formulado alguna vez un argumento trascendental.
Seguiré el segundo de estos procedimientos.

2. Una formulación preliminar

Podría decirse que un argumento trascendental es un argumen-


* Originalmente “What is a Transcendental Argument?”, en Neue Hefte
fü r Philosophie, N o. 14, Góttingen, 1978, pp. 19-22. Traducido con el perm iso
del autor.
to que formula los resultados de cierto procedimiento —el “pro­
cedimiento trascendental”. Al llevar a cabo tal procedimiento,
lo prim ero que uno advierte son ciertos rasgos generales de
determinado objeto de estudio; luego, tras reflexionar sobre
dichos rasgos generales, uno llega a ciertos principios relativos
a las condiciones necesarias de la existencia de dicho objeto de
estudio; entonces, al aplicar estos principios a la descripción
del objeto de estudio, uno deduce ciertas consecuencias; y, fi­
nalmente, uno concluye que con ello se ha mostrado que las
proposiciones así deducidas están justificadas.
Consideremos prim ero un ejemplo sencillo. Luego, por refe­
rencia a él, podemos ser capaces de formular más precisamente
la naturaleza del procedimiento trascendental.
El siguiente ejemplo tiene la forma de un argumento trascen­
dental. Pero el hecho de que sea o no un argumento trascenden­
tal depende de si tenemos o no justificación para afirm ar sus
premisas —un problema al que luego regresaré. Hay, entonces,
dos premisas y una conclusión:
(1) Hemos aprendido a usar y entender un lenguaje que con­
tiene ciertos términos de color (un térm ino de color es
una expresión cuyo sentido es cierto color); algunos de
esos términos de color pueden ser definidos por referen­
cia a otros, pero no es posible definirlos todos.
(2) Es imposible aprender a usar y a entender un lenguaje
que contenga términos que no sean todos ellos definibles,
a menos que algunos de esos términos designen ciertos
objetos (objetos que, por consiguiente, ejemplificarán los
sentidos de dichos términos),
(3) Por lo tanto, hay objetos coloreados.
Sobre la base de este argumento, uno podría pretender ha­
ber justificado la proposición de que hay objetos coloreados;
y quizá uno también pretendería haber refutado las formas de
escepticismo que ponen en cuestión dicha justificación.

3. El procedimiento trascendental
Podemos ahora tratar de caracterizar más exactamente el pro­
cedimiento trascendental.
(1) Al llevar a cabo el procedimiento trascendental, uno comien­
za por contemplar un objeto de estudio. Este objeto de estudio
puede ser un conjunto de proposiciones que constituyen cier­
to corpus de conocimiento. O puede ser algo muy diferente de
un conjunto de proposiciones, por ejemplo, puede ser “la ex­
periencia”, la percepción, el pensamiento o el lenguaje. Pero
sea o no el objeto de estudio inicial un cuerpo de proposicio­
nes en sí mismo, el procedimiento trascendental hace uso de
ciertas proposiciones acerca de este objeto de estudio. Diré que
dichas proposiciones constituyen los datos pre-analíticos del pro­
cedimiento trascendental.
En nuestro ejemplo, los datos pre-analíticos corresponden a
la prim era premisa.
(2) Como resultado de la reflexión sobre los datos pre-analíti­
cos, uno puede aprehender ciertos principios necesarios acerca
de las condiciones bajo las que es posible la existencia del ob­
jeto de estudio inicial (o acerca de las condiciones bajo las que
es posible que los datos pre-analíticos sean verdaderos). Ya que
estos principios son necesarios, y ya que (se asume que) se sabe
que son verdaderos, puede decirse que son conocidos a prio­
ri. Diré que el segundo paso del procedimiento trascendental
consiste en la aprehensión de ciertos principios trascendentales.1
Se podría objetar: “Pero en muchos argumentos que se han
dicho trascendentales, el principio general correspondiente a
tu segundo paso no se plantea como un principio a priori. Tie­
ne, más bien, el status de una posible hipótesis explicativa”. La
respuesta es que un principio que tiene sólo el status de una
posible hipótesis explicativa no puede usarse como un paso en
una prueba directa. Y uno no tiene justificación para usar tal
principio como premisa en un argumento filosófico.
(3) Los principios trascendentales se conjuntan luego con las
proposiciones que constituyen los datos pre-analíticos, y del

1 “Ich nenne alie Erkenntnis transzendental, die sich nicht sovvohl mit
Gegenstánder, sondern mit unserer Erkenntnisart von Gegenstánder, insofern diese
a priori móglich sein solí, überhaupt bescháftigt.” [“Llamo trascendental todo
conocim iento que se ocupa en general no tanto de objetos como de nuestro
m odo de conocerlos, en cuanto éste debe ser posible a priori."] Kritik der reinen
Vernunft, B 25.
resultado se deducen ciertas consecuencias. Dado que las pre­
misas de un argumento trascendental están justificadas, la im­
portancia del argumento está en función de la importancia de
estas consecuencias. Presumiblemente, como en el caso de la
conclusión de nuestro ejemplo, serán proposiciones que en el
mejor de los casos han sido consideradas como problemáticas y
que pueden haber sido desafiadas por escépticos o agnósticos.
El proponente de un procedimiento trascendental puede
también afirm ar que los escépticos o agnósticos en cuestión
han sido refutados.

4. La importancia del procedimiento trascendental

¿Qué hemos de decir acerca de la importancia de este procedi­


miento?
Deberíamos notar primero que es poco razonable esperar
que el procedimiento nos ofrezca una manera de refutar al es­
céptico. Esto se debe a que dicha refutación no sería posible
a menos que se pudiera persuadir al escéptico de aceptar las
premisas del argumento.
Pero puede haber escépticos que no estén dispuestos a acep­
tar los datos pre-analíticos. Puede suceder, en el caso de nuestro
ejemplo, que los escépticos que duden de la proposición de que
hay cosas coloreadas, también pongan en duda que nosotros ha­
yamos aprendido a usar y a entender un lenguaje que contiene
ciertos términos de color. Difícilmente podríamos afirmar que
hemos refutado a dichos escépticos por medio del argumento
de nuestro ejemplo.
Tampoco podemos refutar a los escépticos que niegan la po­
sibilidad del conocimiento a priori. (Algunos filósofos que están
convencidos de que el conocimiento a priori es imposible, ape­
lan a este supuesto hecho para mostrar que los argumentos
trascendentales son imposibles). Y obviamente, si nuestro prin­
cipio trascendental tiene sólo el status de una posible hipótesis
explicativa, entonces difícilmente podríamos apelar a él para
mostrar que el escéptico está equivocado.
Pero podríamos recordar que no tiene sentido tratar de re­
futar al escéptico. Porque el verdadero escéptico se cuidará de
no afirm ar nada. Se restringirá sólo a la reiteración mecánica
de la pregunta: “¿Pero cómo pruebas que. .. Y la afirmación
de que cierta proposición efectivamente está epistémicamente
justificada no implica que pueda contestarse a cualquier desafío
escéptico que pueda plantearse respecto de dicha proposición.
(Si el escéptico piensa de otra forma, entonces presupone el
siguiente principio dogmático: “Para cualquier proposición p,
si p está justificada, entonces es posible contestar cualquier de­
safío que pueda plantearse respecto de la justificación de p".
Pero, ¿cómo podría defenderse este principio dogmático?)
Si no podemos refutar al escéptico por medio de un argu­
mento trascendental, podemos por lo menos ser capaces de
usar semejante argumento para justificar ciertas proposiciones
que el escéptico ha sostenido que son problemáticas. ¿Se ha he­
cho esto antes? La mayoría de los argumentos trascendentales
—al menos de los que yo conozco—comparten los defectos del
ejemplo que he planteado. Los datos pre-analíticos de dichos
argumentos bien pueden consistir en premisas que se sabe que
son verdaderas, o que cuando menos están fuera de toda duda
razonable. Y los argumentos pueden reconstruirse de tal mane­
ra que se pueda ver que la conclusión se sigue lógicamente de
las premisas. Pero en casi todos los casos, la segunda premisa
—lo que he llamado el principio trascendental—es una propo­
sición sumamente problemática. No es una proposición que se
sepa a priori que es verdadera, sino que es, en el mejor de los
casos, una posible hipótesis explicativa.
Se puede ilustrar esto último mediante el supuesto principio
trascendental que constituye la segunda premisa de nuestro
ejemplo (“Es imposible aprender y entender un lenguaje que
contenga términos que no sean todos ellos definibles, a menos
que algunos de estos términos designen ciertos objetos... ”). Po­
demos suponer que hay determinado proceso psicológico que
se produce cuando un sujeto es confrontado con objetos de
color, y que este proceso capacita al sujeto para adquirir el con­
cepto de color y, así, lo hace capaz de usar y entender términos
de color. Pero ¿cómo probar que la confrontación con obje­
tos coloreados es esencial para este proceso? ¿Acaso el proceso
podría ser producido también por cierto tipo de experiencias
ilusorias? Seguramente no hay ninguna respuesta a priori a tales
preguntas.
Obviamente, cualquier aplicación del procedimiento trascen­
dental dependerá de la credibilidad inicial de los datos pre-
analíticos y de la justificación de los principios trascendentales
que se piensa que son aprehendidos como resultado de refle­
xionar sobre dichos datos. Pero estas preguntas sobre la justi­
ficación y la credibilidad inicial presuponen una solución a los
problemas tradicionales de la teoría del conocimiento. Y pare­
ce muy poco probable que tales problemas puedan resolverse
construyendo argumentos trascendentales.

[Traducción de Isabel Cabrera]


VERIFICACIONISMO Y CREENCIAS INDISPENSABLES
BARRY STROUD

En los últimos años se ha extendido el uso de argumentos que


se describen como kantianos o “trascendentales” y respecto de
los cuales se ha pensado que son especiales, y acaso singula­
res, en diversos sentidos. ¿Qué es exactamente un argumento
trascendental? Antes de examinar algunos candidatos especí­
ficos, convendrá revisar algunas de las condiciones generales
que deben cumplir tales argumentos.
Kant reconoció dos cuestiones distintas que pueden plan­
tearse acerca de los conceptos.2 La prim era —la “cuestión de
hecho”— equivale a “¿Cómo llegamos a tener este concepto y
qué supone el hecho de que lo tengamos?”. Esta es la tarea
de la “fisiología del entendimiento hum ano” tal como la prac­
ticó Locke. Pero aun cuando supiéramos qué experiencias u
operaciones mentales se han requerido para que tengamos los
conceptos que tenemos, la segunda cuestión de Kant —la “cues­
tión de derecho’’—no habría sido pese a ello respondida, ya que
no habríamos todavía establecido nuestro derecho a, o nuestra

* Originalmente “Transcendental Arguments", en The Journal of Philoso­


phy LXV, Núm. 9 (1968), pp. 241-256. Traducido con el permiso del autor y
de The Journal of Philosophy.
1 Estoy en deuda con muchos amigos y colegas por sus críticas sobre una
versión anterior de este artículo. En particular quisiera dar las gracias a Martin
Hollis y a Thomas Nagel.
2 Kant, Critique of Puré Reason. Tr. N. Kemp Smith (Macmillan, London,
1929), A 8 4 s s ./B 116 ss.
justificación para, la posesión y el empleo de esos conceptos.
Aunque los conceptos pueden derivarse de la experiencia por
varios medios, aún podrían carecer de “validez objetiva”, y es
tarea de la Deducción Trascendental m ostrar que ello no es así.
Por ejemplo, Kant consideró como:

... un escándalo para la filosofía y la razón universal humana,


el no admitir la existencia de las cosas fuera de nosotros [... ]
sino por f e y si a alguien se le ocurre ponerla en duda, no poder
presentarle ninguna prueba satisfactoria.®

Supuestamente, la Deducción Trascendental (junto con la Re­


futación del Idealismo) proporciona esa prueba y da con ello una
respuesta completa al escépdco con respecto a la existencia de
cosas exteriores a nosotros. Podemos por lo tanto alcanzar cier­
ta comprensión de la cuestión de Kant relativa a la justificación
observando el desafío que presenta el escéptico epistemológi­
co.4
Puesto que el epistemólogo tradicional se pregunta cómo es
posible saber algo en absoluto acerca del mundo que nos ro­
dea, no está interesado sólo en la cuestión específica de si hay
realmente un tomate encima de la mesa. En consecuencia, no le
responderemos si recurrimos simplemente a un presunto hecho
con el propósito de apoyar nuestra pretensión de conocer otro.
No es posible mostrar al escéptico que no estamos alucinando,
y por ende que sabemos que hay un tomate encima de la mesa,
simplemente preguntándole a nuestra esposa si ella también lo
ve —las alucinaciones de las palabras confirmativas de la esposa
no son epistemológicamente mejores que las alucinaciones de
tomates. En cualquier punto de la justificación tentativa de una
pretensión de conocimiento el escéptico tendrá siempre otra

* Kant, B xxxix, nota al pie. (La traducción es de la edición de la Críti­


ca de la razón pura con prólogo, traducción, notas e índices de Pedro Ribas
(Ediciones Alfaguara, Madrid, 6 a. ed., 1988), p. 32. [N. del T!])
4 Cuando hablo de “el escéptico” no pretendo referirme a ninguna per­
sona, viva o muerta, y ni siquiera al hipotético proponente de una posición
filosófica plenamente articulada. U so la expresión sólo com o una manera con­
veniente de hablar acerca de las dudas filosóficas corrientes, superarlas cuales
ha sido la meta de la teoría del conocim iento por lo m enos desde la época de
Descartes.
cuestión que habrá que responder, otra posibilidad pertinente
que habrá que descartar, de m anera que no podemos respon­
derle directamente.
Las dudas acerca de si una hipótesis particular es verdadera
pueden a veces ser resueltas siguiendo las maneras corrientes
y bien conocidas de establecer hechos de los llamados empíri­
cos. Pero el escéptico mantiene que no se ha mostrado que toda
la estructura de prácticas y creencias sobre cuya base son co­
rrientemente “apoyadas” las hipótesis empíricas es ella misma
confiable. En tanto que tenemos un mundo objetivo público
de objetos materiales en el espacio y el tiempo en el cual con­
fiar, las cuestiones particulares sobre cómo sabemos que esto
o aquello es el caso pueden ser finalmente resueltas. Pero que
hay en absoluto tal mundo de objetos materiales es un hecho
contingente, y el escéptico nos desafía a mostrar cómo lo sa­
bemos. De acuerdo con él, cualquier justificación de nuestra
creencia tendrá que provenir del interior de la experiencia, y
por endA io puede darse jamás una justificación adecuada. Los
argumentos trascendentales supuestamente dem uestran la im­
posibilidad o ilegitimidad de este desafío escéptico, probando
que ciertos conceptos son necesarios para el pensamiento o la
experiencia, pero antes de intentar ver exactamente cómo se
piensa que hacen esto será instructivo considerar una posible
objeción a lo que hasta aquí se ha dicho.
Si con los argumentos trascendentales se propone responder
la cuestión del escéptico, y si, como creen muchos, esa cuestión
carece de sentido, entonces no tendrá mucho caso considerar la
naturaleza exacta de estos presuntos argumentos. Esto recuer­
da la línea seguida por Carnap.5 Como Kant, Carnap distingue
entre dos tipos de cuestiones—cuestiones empíricas ordinar ias,
por una parte, las cuales se plantean y se responden desde “el
interior” de un marco de conceptos, creencias y procedimien­
tos de confirmación reconocidos, y, por otra parte, cuestiones
planteadas por el escéptico o el metafísico acerca de este mar­
co, planteadas, por así decirlo, “desde fuera”. Preguntar si hay
objetos a más de diez mil millones de millas de la T ierra es pre­

5 R. Carnap, “Empiricism, SemanLics and Ontology”, A péndice A de su


Meaning and Necessity (University o f Chicago Press, 2a. ed., 1956).
guntar una pregunta “interna” para la cual hay una respuesta
objetivamente correcta. Es un problema “teórico” genuino que
puede ser resuelto descubriendo la verdad de ciertos enuncia­
dos empíricos. Pero preguntar simplemente si hay objetos en
absoluto es preguntar una pregunta “externa" acerca de la exis­
tencia del sistema de objetos materiales espacio-temporales en
su conjunto, y ésta no es en absoluto una cuestión “teórica” con
una respuesta objetivamente correcta. Es una cuestión “prácti­
ca”: la exigencia de una decisión respecto de si hemos o no de
pensar y hablar en términos de objetos materiales. Puesto que
no hay ningún conjunto de proposiciones verdaderas que pu­
diera responder una cuestión “externa”, el problem a no puede
ser resuelto reuniendo evidencias.
La creencia de que las cuestiones “externas” denen que ser
respondidas de la misma m anera que las cuestiones empíricas
corrientes es lo que conduce al epistemólogo al impasse escép­
tico. Carnap elude el escepticismo al negar esto y afirm ar que
enunciados como “Hay objetos materiales” no asevéran nada
en absoluto acerca del mundo, y por ende que no es concebible
que nos falte conocimiento acerca de su valor de verdad. No
tienen valor de verdad —meramente sirven para expresar una
política que hemos adoptado o una convención a la que nos
ceñimos.
Para que esta línea del convencionalista tenga éxito no tiene
que ser necesario para nosotros concebir el mundo en términos
de objetos materiales en el espacio y el üempo; tiene que ser
perfectamente posible que encontremos el mundo y nuestra
experiencia inteligibles en otros términos. Pero los argumentos
trascendentales supuestamente prueban que ciertos conceptos
particulares son necesarios para la experiencia o el pensamien­
to; establecen la necesidad o indispensabilidad de ciertos con­
ceptos. Por lo tanto, el convencionalismo de esta clase será
refutado si puede producirse un argumento trascendental co­
rrecto. Si hay conceptos particulares que son necesarios para
el pensamiento o la experiencia, entonces es falso que, para ca­
da uno de nuestros conceptos actuales, podríamos prescindir
de él y pese a ello hallar inteligible el mundo o nuestra expe­
riencia. Un argumento trascendental correcto mostraría, por
tanto, que es erróneo pensar (con el convencionalista) que la
única justificación posible de nuestras maneras de pensar es
“pragmática” o práctica, e igualmente erróneo pensar (con el
escéptico) que sólo pueden ser justificadas reuniendo eviden­
cia empírica directa de su confiabilidad. Aunque éstas parecen
exigencias difíciles de cumplir, representan las condiciones mí­
nimas que Kant impone para que un argumento trascendental
tenga éxito.
Los intentos recientes para dem ostrar la naturaleza “absurda”
o “paradójica” de las cuestiones escépticas han tomado diversas
formas. Se ha argumentado que ver un tomate con luz diurna
clara, cuando otras personas dicen que también lo ven, cuan­
do puedo alcanzarlo y sentirlo, es simplemente lo que llamamos
“encontrar que hay un tomate ahí”. Este es el mejor caso po­
sible de saber de la existencia de un tomate, y puesto que es
cierto que las situaciones como ésta efectivamente ocurren, se
sigue que efectivamente sabemos que hay tomates, y por ende
que hay objetos materiales. Pero del hecho de que éste sea el
mejor caso posible de saber de la existencia de un tomate, lo
más que se sigue es que “Si éste no es un caso de conocimien­
to del mundo externo, entonces nada lo es”, o, en el ejemplo
más conocido, “Si éste no es un caso de actuar por el propio
libre albedrío, entonces nada lo es”. Pero la verdad de seme­
jantes condicionales no amenaza al escéptico; es precisamente
porque son verdaderos por lo que puede desafiar la totalidad
del conocimiento considerando solamente uno o dos ejemplos.
Además de establecer condicionales de este tipo, entonces, ten­
dría que mostrarse que es falso que no hay conocimiento del
mundo externo. Pero todo intento de mostrarlo recurriendo a
otros hechos empíricos nos devolvería a la noria del escéptico.
Los defensores del argumento del caso paradigmático no
vieron que el escéptico no necesita negar que podemos hacer
todas las distinciones empíricas que de hecho hacemos (por
ejemplo, entre lo que llamamos percepciones “alucinalorias” y
lo que llamamos percepciones “no alucinatorias”), o que de he­
cho aplicamos ciertos conceptos (por ejemplo, “por su propia
y libre voluntad”) en ciertas circunstancias y los retenemos en
otras. En términos de Kant, éstas son respuestas a “cuestiones
de hecho” y por ello no son suficientes para responder a la
“cuestión de justificación”. No es una refutación suficiente del
escéptico que duda que/? presentarle sólo un condicional según
el cual si no-p no sería posible que pudiéramos hacer A. Lo que
está en cuestión es si alguna vez hacemos A “válida” o “justifi­
cadamente”. Esto se muestra, en el caso extremo, por la obvia
debilidad del argumento que reza: Si nadie actuara libremente
jamás, entonces la atribución de mérito y culpa sería imposible.
Pero de hecho atribuimos méritos y culpas. Por lo tanto es falso
que nadie jamás actúa libremente.
Para dem ostrar el absurdo del escepticismo, el argumento
del caso paradigmático tuvo que apoyarse en una teoría del
significado según la cual, al menos para algunas palabras, si ta­
les palabras han de tener el significado que de hecho tienen en
nuestro lenguaje, tiene que haber realmente cosas o situaciones
a las cuales han sido, y tal vez aún son, aplicadas con verdad.
Si esto fuera verdad de la palabra “X”, por ejemplo, entonces
del hecho de que la cuestión “¿Hay en realidad algún X?” tenga
sentido, se seguiría que la respuesta a ella es “Sí”. Se ha pen­
sado que esto es suficiente para dem ostrar el “absurdo” de la
cuestión del escéptico.6 Pero, por razones que se darán más
adelante, esta teoría del significado es muy dudosa. Mientras
tanto, examinaré algunos recientes argumentos anti-escépticos
más sutiles y más persuasivos.
La prim era mitad de Individuáis de Strawson, cuyo tono es
ciertamente kantiano, da la impresión de apoyarse en argum en­
tos trascendentales para establecer el absurdo o la ilegitimidad
de varios tipos de escepticismo. Strawson comienza por decir:
(1) Pensamos que el mundo contiene objetos particulares en
un único sistema espacio-temporal.
Strawson enfatiza que ésta es una observación “relativa a nues­
tra m anera de pensar sobre el mundo, relativa a nuestro esque­

6 VéaseJ. O. Urmson, “Some Questions C oncem ing Validity”,e n Essays in


Conceptual Analysis, ed. A. Flew (Macmillan, London, 1956), p. 120. De acuerdo
con la concepción todavía en boga de que todas las verdades matemáticas son
verdaderas en virtud de los significados de las palabras que las constituyen,
este supuesto también volvería “absurdas” todas las cuestiones de la forma
“¿Es 3695 por 1583 realmente igual a 5849185?”. Dados los significados de las
palabras y de los números constituyentes, se sigue que la respuesta es “Sí”. ¿Ha
sido por tanto la cuestión “expuesta” com o “absurda”?
ma conceptual”,7 y quiere descubrir algunas de las condiciones
necesarias de esta m anera de pensar nuestra. Al descubrir estas
condiciones, Strawson afirma haber demostrado que las dudas
del escéptico son ilegítimas puesto que equivalen a un recha­
zo de algunas de las condiciones necesarias de la existencia
del esquema conceptual únicamente dentro del cual tales du­
das tienen sentido.8 Esto puede entenderse de dos maneras,
dependiendo de qué se piensa que el escéptico duda.
Strawson supone a veces que el escéptico duda o niega:
(6) Los objetos continúan existiendo al no ser percibidos.
Sólo si se entiende al escéptico de esta m anera tiene alguna
plausibilidad la afirmación de que es meramente un metafísico
“revisionista” que rechaza nuestro esquema conceptual y ofrece
en su lugar uno nuevo.9 Pero si el escéptico duda o niega (6),
y si la verdad de lo que el escéptico duda o niega ha de ser
una condición necesaria para que esas dudas tengan sentido,
entonces Strawson tendría que mostrar que (6), un enunciado
acerca de la m anera como las cosas son, se sigue de (1), un
enunciado acerca de cómo pensamos sobre el mundo, o lo que
para nosotros tiene sentido. ¿Cómo podría justificarse jamás
semejante inferencia?
El argumento de Strawson es éste. Las dudas del escéptico
acerca de la existencia continua de los objetos tienen sentido
solamente si (1) es verdadero. Pero es una verdad necesaria
que:
(2) Si pensamos que el m undo contiene particulares objetivos
en un único sistema espacio-temporal, entonces podremos
identificar y reidentificar particulares.
Y una vez más, necesariamente:
(3) Si podemos reidentificar particulares, entonces tenemos
criterios susceptibles de ser satisfechos sobre la base de
los cuales podemos hacer reidentificaciones.

7 P. F. Slrawson, Individuáis (Methuen, London, 1959), p. 15.


8 Ilrid., p. 35.
9 Ibid., pp. 35-36.
En realidad el argumento de Strawson se detiene aquí, mostran­
do así que considera que lo que ha sido establecido es suficiente
para implicar su diagnóstico del escepticismo, pero está claro
qUe solamente de (l)-(3) no se sigue que los objetos continúan
existiendo al no ser percibidos. Lo más que se ha establecido
explícitamente es que si el enunciado del escéptico tiene sen­
tido, entonces tenemos que tener criterios susceptibles de ser
satisfechos sobre la base de los cuales podemos reidentificar un
objeto observado en el presente como numéricamente el mismo
que uno observado anteriormente, antes de una discontinuidad
en nuestra percepción de él. Y esto no implica que los objetos
continúan existiendo al no ser percibidos si es posible que to­
dos los enunciados de reidentificación sean falsos aunque sean
afirmados sobre la base de los mejores criterios que podamos
tener para la reidentificación. Solamente si esto no es posible
el argumento de Strawson será exitoso.
Un principio que eliminaría explícitamente esta presunta po­
sibilidad sería:
(4) Si sabemos que los mejores criterios que tenemos para la
reidentificación de particulares han sido satisfechos, en­
tonces sabemos que los objetos continúan existiendo al
no ser percibidos.
O ésta es una premisa suprimida del argumento de Strawson
o es lo que él entiende por “criterios para la reidentificación
de particulares” —en cualquier caso, es un requerimiento para
el éxito de su ataque contra el escepticismo. Pero ahora el ar­
gumento se reduce a la afirmación de que si pensamos que el
mundo contiene particulares objetivos, entonces tiene que ser
posible para nosotros saber si los objetos continúan existiendo
al no ser percibidos. No podría tener sentido para nosotros la
noción de existencia no percibida sin tener criterios de reiden­
tificación, y si tenemos tales criterios entonces aveces podemos
saber si los objetos continúan existiendo al no ser percibidos.
Llamaré a este resultado, que es la conclusión del argumento
que va de (1) a (4), el principio de verificación. Si este principio
no es verdadero, el argumento de Strawson no es correcto.
No se sigue de (l)-(4) que realmente sabemos que los obje­
tos continúan existiendo al no ser percibidos, y por ende que
(6) es verdadero, pero esa conclusión se seguirá si añadimos al
principio de verificación una premisa más, según la cual:
(5) Aveces sabemos que los mejores criterios que tenemos pa­
ra la reidentificación de particulares han sido satisfechos.
El hecho de que se necesite (5) muestra que era erróneo
interpretar a Strawson como si hiciera un paso puramente de­
ductivo desde lo que sabemos, o desde lo que para nosotros
tiene sentido, al modo como las cosas son. (6) no es una conse­
cuencia de (1) únicamente, sino sólo de la conjunción de (1) y
(5), y entonces hay una premisa factual adicional que permite a
Strawson hacer la transición que de otro modo sería cuestiona­
ble. Y esto a su vez muestra que Strawson estaba equivocado al
considerar que el escéptico niega (6). Si la verdad de lo que el
escéptico niega es una condición necesaria para que esa nega­
ción tenga sentido, y si, como hemos visto, no es el caso que la
verdad de (6) sea una condición necesaria para que el escéptico
tenga sentido, entonces el escéptico no puede estar negando
(6). De acuerdo con sus razones, negar esto sería exactamente
tan injustificado como la afirmación que nosotros hacemos de
ello —él argumenta sólo que nuestra creencia de que los obje­
tos continúan existiendo al no ser percibidos nunca puede ser
justificada.
Si esto es así, entonces la premisa factual que asegura la
inferencia de (6) es obviamente superflua. El principio de ve­
rificación en el cual se apoya el argumento es: si la noción de
particulares objetivos tiene sentido para nosotros entonces a
veces podemos saber que se cumplen ciertas condiciones, cuyo
cumplimiento implica lógicamente o que los objetos continúan
existiendo al no ser percibidos, o que no lo hacen. El escépti­
co dice que nunca podemos justificar nuestra aceptación de la
proposición de que los objetos continúan existiendo al no ser
percibidos, pero ahora podemos darle una respuesta directa y
concluyente. Si la afirmación del escéptico tiene sentido, tiene
que ser falsa, puesto que aquella proposición no tendría sentido
si no pudiera saberse que es verdadera o que es falsa. Esto se
sigue de la verdad del principio de verificación. Sin este p rin­
cipio el argumento de Strawson no tendría fuerza alguna; pero
con este principio el escéptico es directa y concluyentemente
refutado, y ya no hay necesidad de pasar por un argumento
indirecto o trascendental para poner de manifiesto sus errores.
La aparentemente más complicada explicación de Strawson
del escepticismo relativo a las otras mentes es esencialmente
la misma que ésta. Para que yo pueda entender, o para que
tenga sentido para mí, el hablar sobre mis experiencias, ten­
go por lo menos que entender la adscripción de experiencia a
otros. Pero es una condición necesaria de que yo entienda esto
que yo sea capaz de identificar diferentes individuos como los
sujetos de esas adscripciones. Y esto a su vez es posible solamen­
te si los individuos en cuestión son de tal índole que pueden
adscribírseles tanto estados de conciencia como características
corporales. Pero hablar de individuos idendficables de este tipo
especial o singular tiene sentido solamente si tenemos “tipos de
criterios lógicamente adecuados" para adscribirle a ellos tales
predicados. Así pues, “el problema escéptico no se presenta”
—su mismo enunciado “supone la pretendida aceptación de un
esquema conceptual y al mismo dempo el callado repudio de
una de las condiciones de su existencia”.10 Pero lo que el escép­
tico “repudia” es la posibilidad de que yo sepa que hay estados
de conciencia que no son los míos, y entonces la caracterización
de Strawson del escéptico es correcta sólo si mi posesión de “cri­
terios lógicamente adecuados” para la adscripción-al-otro de un
estado psicológico particular implica que es posible que yo sepa
que se cumplen ciertas condiciones, cuyo cumplimiento impli­
ca lógicamente o bien que una persona particular que no soy
yo está en ese estado o bien que no lo está. Esto tiene que ser o
bien una premisa suprimida del argumento de Strawson o bien
una explicitación de “criterios lógicamente adecuados”.
Como antes, pues, se considera que el escéptico mantiene
tanto que (i) una clase particular de proposiciones tiene sentido
y que (ii) nunca podemos saber si algunas de ellas son o no
verdaderas. Para Strawson la falsedad de (ii) es una condición
necesaria para la verdad de (i), y la verdad de (i) es a su vez
requerida para que la afirmación misma del escéptico tenga
sentido. Por lo tanto, el éxito del ataque de Strawson sobre

10 Ibid., p. 106.
ambas formas de escepticismo depende de la verdad de alguna
versión de lo que he llamado el principio de verificación.
En Self-Knowledge and Self-Identity Shoemaker argum enta co­
mo sigue contra el escéptico de las otras-mentes.11 Una persona
que entiende “Tengo dolor” no puede proferir esas palabras
sinceramente y sin morderse la lengua a menos que tenga do­
lor. Por lo tanto, si es posible saber si otra persona entiende
la palabra “dolor”, tiene que ser posible saber si otra persona
tiene dolor. Pero la palabra “dolor” no podría tener un signi­
ficado establecido si no fuera posible que se nos enseñara su
significado y no nos fuera posible determ inar si una persona
la está usando correctamente. Por lo tanto, aseverar, como lo
hace el escéptico, que es lógicamente imposible que una per­
sona sepa respecto de otra que tiene dolor, es implicar que la
palabra “dolor” no tiene un significado establecido. Pero si la
palabra “dolor” no tiene un significado establecido, entonces el
enunciado putativo de que es lógicamente imposible que una
persona sepa respecto de otra que tiene dolor no tiene tam­
poco un significado establecido. Por lo tanto, o bien lo que el
escéptico dice no tiene significado establecido, o es falso.
Esta conclusión es la misma que la de Strawson, pero al re­
sumir el argumento Shoemaker hace otra afirmación respecto
de él que parece estar equivocada. El dice:

D e cu a lq u ier o r a c ió n q u e parezca d e c ir q u e e s im p o sib le ló g ic a ­


m en te saber q u e otra p er so n a tie n e d o lo r, te n e m o s q u e d ec ir q u e
o b ie n rea lm en te n o ex p resa n in g ú n e n u n c ia d o e n a b so lu to o q u e
exp resa u n e n u n c ia d o q u e e s n ec e sa r ia m e n te fa lso . 12

Pero de la necesidad del condicional “si el enunciado del


escéptico tiene sentido, entonces es falso” no se sigue que el
enunciado del escéptico sea una falsedad necesaria. Aunque
Shoemaker no procede a sacar ninguna conclusión de este re­
sumen del argumento que no se siga del argumento mismo,
más adelante sostiene en efecto que:

11 S. Shoemaker, Self-Knowledge and Self-Identity (C om ell University Press,


Ithaca, 1963), pp. 168-169.
12 Shoemaker, p. 170.
Es u n a verdad n e cesa ria (ló g ica , c o n c ep tu a l), n o u n a verd ad co n ­
tin g en te, q u e c u a n d o lo s en u n c ia d o s d e p e r c e p c ió n o d e recu erd o
son asev era d o s c o n sin cerid a d y c o n v ic c ió n , esto es, cu a n d o ex­
p resan creen cia s c o n v en cid a s, so n g e n e r a lm e n te v erd a d ero s . 13

Un argumento que da para sostener esto comienza como sigue:


(I) Un criterio primario para determ inar si una persona en­
tiende términos tales como “veo” y “recuerdo” es si ba­
jo condiciones ópdmas las afirmaciones convencidas que
hace usando de estas palabras son generalmente verdade­
ras.14
Es esencial para cualquiera que use las palabras “veo” y “re­
cuerdo” correctamente —y por ende para que éstas tengan los
significados establecidos que tienen— que los enunciados he­
chos usando esas palabras sean generalmente verdaderos. Por
lo tanto, si los enunciados de percepción o de recuerdo no fue­
ran generalmente verdaderos, entonces “veo” y “recuerdo” no
tendrían los significados que parecen tener, y no habría enun­
ciados de percepción o de recuerdo.
Decir que las palabras “veo” y “recuerdo" no tendrían los
significados que efectivamente tienen a menos que los enuncia­
dos que la gente hace usando esas palabras sean generalmente
verdaderos, es explícitamente eliminar la posibilidad de que
entendamos esos enunciados cuando son, sin que lo sepamos,
siempre falsos, o falsos la mayor parte del tiempo, aunque parez­
can ser verdaderos y por ende los creamos. Por lo tanto, también
este argumento depende de la verdad del principio de verifi­
cación. Pero se necesita más para probar que es una verdad
necesaria que los enunciados de percepción y de recuerdo son
generalmente verdaderos. Lo más que se ha establecido es que
el presunto enunciado de que no es el caso que los enunciados
de percepción y de recuerdo son generalmente verdaderos, es
o falso o carente de significado. Pero esto solo no implica que
es una falsedad necesaria, y por ende no implica que es una ver­
dad necesaria que los enunciados de percepción y de recuerdo
son generalmente verdaderos.

13 Ibid., p. 229.
14 Ibid., p. 231.
El resto del argumento es:
(II) Así que suponer que (a) es solamente un hecho contingen­
te, que podría ser de otro modo, que los enunciados de
percepción y de recuerdo convencidos son generalmente
verdaderos, es suponer que (b) no tenemos m anera de de­
cir si una persona entiende el uso de palabras como “veo”
y “recuerdo”, o éstas significan para él lo que significan
para otros, que (c) nunca podemos tener ninguna buena
razón para considerar ninguna manifestación verbal he­
cha por otra persona como un enunciado de percepción
o de recuerdo, y que (d) podríamos por tanto no descu­
brir nunca el hecho supuestamente contingente de que
los enunciados de percepción y de recuerdo son general­
mente verdaderos. Y esta es una suposición lógicamente
absurda.15
Pero la conclusión de que es una verdad necesaria que los
enunciados de percepción y de recuerdo son generalmente ver­
daderos no se sigue solamente de esto, debido a que (b), (c) y (d)
no se siguen de (I) y (a). Todo lo que se sigue es que es un hecho
contingente que alguna persona entienda “veo” y “recuerdo”.
Y que éste sea un hecho contingente no implica en sí mismo
que (b) no podemos tener manera de decir si se da, o que (c)
nunca podemos tener una buena razón para considerar ningu­
na manifestación verbal como un enunciado de percepción o
de recuerdo, puesto que la contingencia de “p ” no implica en
general que nunca podemos averiguar que p. Sin algún apoyo
independiente para este último paso el argumento fallaría. Da­
do (I), (c) y (d) se siguen del supuesto de que los enunciados
de percepción y de recuerdo no son generalmente verdaderos,
pero no se siguen del supuesto totalmente diferente de que es
un hecho contingente que los enunciados de percepción y de
recuerdo son generalmente verdaderos.
El argumento independiente de Shoemaker es que al tratar
de descubrir por medios inductivos el hecho presuntamente
contingente de que los enunciados de percepción y de recuer­
do son generalmente verdaderos, yo no podría confiar en nada
15 Ibid., pp. 231-232. En esta cita y en la anterior he insertado números y
letras en el texto de Shoemaker.
que creyera sobre la base de la observación o la memoria. Pero
no hay otra m anera de que llegara a saberlo, luego nunca podría
saberlo. Del supuesto (que el escéptico comparte) de que si es
un hecho contingente que p entonces nuestra aceptación de “p"
solamente puede ser apoyada por la experiencia o por medios
inductivos, y el hecho de que no podríamos confiar en la per­
cepción o la memoria para establecer que nuestras creencias de
percepción y de recuerdo son generalmente verdaderas, Shoe­
maker concluye que es una verdad necesaria que esas creencias
son generalmente verdaderas. Pero esto no se sigue, y lo más
que ha mostrado, como él mismo a veces señala,16 es que un
enunciado condicional en el sentido de que si... entonces las
creencias de percepción y de recuerdo son generalmente ver­
daderas es una verdad necesaria.
¿Cuál ha de ser el antecedente de ese condicional? Shoema­
ker dice que “se sigue de la posibilidad lógica de que alguien
sepa algo acerca del mundo que las creencias de percepción y
de recuerdo son generalmente verdaderas”,17 pero esto solo no
plantea dificultades para el escéptico que niega que podamos
saber algo acerca del mundo. El también insiste en la verdad
de ese condicional. No es ningún accidente que los que se in­
teresan en la totalidad de nuestro conocimiento del m undo se
concentren en la percepción y, en m enor grado, en la memoria.
Así pues, en vez de ocuparse de las condiciones del conoci­
miento, esos condicionales tienen que aseverar que la verdad de
lo que el escéptico duda o niega es una condición necesaria de
la significatividad de esa duda o esa negación. Pero hasta esto
podría no ser una refutación concluyente del escéptico. Si sola­
mente una clase restringida de proposiciones está en cuestión,
el escéptico siempre estará en libertad de aceptar el argumento
y concluir que hablar de, digamos, la existencia continua de ob­
jetos no percibidos no tiene en realidad sentido para nosotros.
Aunque no dijera y no necesitara decir esto desde el princi­
pio, se vería forzado a ello por un argumento que confiara en
la verdad del principio de verificación. Lejos de refutar el es­
cepticismo, esto lo haría más fuerte. No solamente seríamos

16 Ibid., p. 238.
17 Ibid., p. 235.
incapaces de saber si la proposición presuntamente expresada
por cierta forma de palabras es verdadera: ni siquiera enten­
deríamos esas palabras.18 Un argumento anti-escéptico exitoso
tendrá que ser por lo tanto completamente general, y ocuparse
de las condiciones necesarias de que algo tenga senddo, no so­
lamente de la significatividad de esta o aquella clase restringida
de proposiciones.
Más aún, no será suficiente ocuparse simplemente de todo el
lenguaje como es ahora. DavidPears describió las conclusiones de
los argumentos de Strawson como “necesidades condicionales”
en el sentido de que tal-y-cual es necesario si hemos de pensar
y hablar como lo hacemos.59 Pero incluso si tales condiciona­
les son verdaderos, el convencionalista todavía está en libertad
de afirm ar que no se ha dado ninguna justificación “teórica”
para nuestra aceptación de las proposiciones que el escéptico
duda o niega, puesto que podríamos simplemente abandonar
nuestras maneras actuales de pensar y hablar (de las cuales
son condiciones necesarias) y adoptar otras (de las cuales no
lo son). Los argumentos trascendentales tienen que rendir más
que “necesidades condicionales” en este sentido —tienen que
volver imposibles estas réplicas escépticas y convencionalistas.
Kant pensó que sus pruebas trascendentales servían de un
modo singular tanto contra el escepticismo como contra el con­
vencionalismo porque sus conclusiones eran sintéticas y podían
ser conocidas a priori. Se muestra que tienen este carácter me­
diante un argumento trascendental que prueba que la verdad
de su conclusión es una condición necesaria de que haya una ex­
periencia o pensamiento en absoluto. Si la conclusión no fuera
verdadera, no podría haber ninguna experiencia que estable­
ciera su falsedad Para Kant, las pruebas de que tal-y-cual es
una condición necesaria del pensamiento o la experiencia en

18 Que este resultado se sigue de una aplicación del principio de verifi­


cación m e parece más un argumento contra el principio de verificación que
contra el escepticismo. Ayer expresa una creencia un tanto similar al discutirá
Strawson. Véase The Concept of a Person and Other Essays (Macmillan, London,
1963), p. 110.
19 Ver la reseña de D. Pears de Individuáis de Strawson: Philosophical (hiar-
terly XI (1961), p. 172.
general, tienen por lo tanto un rasgo especial que no es com­
partido por otras pruebas de que una cosa es una condición
necesaria de otra,20 y por tener este rasgo pueden responder la
“cuestión de justificación”.
Supóngase que tenemos una prueba de que la verdad de una
proposición particular S es una condición necesaria de que ha­
ya un lenguaje significativo, o de que algo tenga sentido para
alguien. Por brevedad, diré que la verdad de S es una condi­
ción necesaria de que haya algún lenguaje. Si tuviéramos tal
prueba sabríamos que S no puede ser negada con verdad, por­
que no puede ser negado con verdad que hay algún lenguaje.
La existencia de un lenguaje es una condición necesaria para
que alguien alguna vez asevere o niegue algo en absoluto, y
por ende si alguien niega en particular la proposición de que
hay algún lenguaje, se sigue que ésta es verdadera. De modo
similar, es imposible aseverar con verdad que no hay lenguaje.
Esto sugiere que hay una clase genuina de proposiciones cada
uno de cuyos miembros tiene que ser verdadero para que haya
algún lenguaje, y que en consecuencia no puede ser negado
con verdad por nadie, y cuyas negaciones no pueden ser ase­
veradas con verdad por nadie. Llamemos a esta clase la “clase
privilegiada”.
Hay algunas proposiciones que es imposible que una persona
particular asevere alguna vez con verdad. Por ejemplo, Descar­
tes no puede aseverar con verdad que Descartes no existe —el

“Aunque establece principios seguros gracias a los conceptos del enten­


dim iento, no lo hace directamente a partir de conceptos, sino sólo indirec­
tamente, por la relación de esos conceptos con algo por entero contingente,
a saber, la experiencia posible. Al presuponerse ésta (algo en cuanto objeto de
la experiencia posible) son apodícticamente ciertos esos principios, pero en
sí mismos (directamente) no es posible conocerlos a priori. Así, nadie puede
conocer sólidamente la proposición 'Todo lo que sucede tiene su causa’ par­
tiendo sólo de estos conceptos dados. N o constituye, pues, un dogma, por más
que, desde otro punto de vista, el del único campo de su uso posible, es decir, el
de la experiencia posible, pueda ser perfectamente demostrada de m odo apo-
díctico. Aunque tenga que ser probada, se llama principio, no teorema, ya que
posee la peculiaridad de que es ella misma la que hace posible el fundamento
de su prueba, es decir, la experiencia posible, y siempre hay que presuponerla
en esa experiencia.” Kant, A 7 3 7 /B 765. (Versión castellana citada, p. 589. [N.
del 7:])
hecho de que lo asevere garantiza que es falso. Hay también
algunas proposiciones que es imposible que una persona par­
ticular asevere con verdad de cierta manera, o en un lenguaje
particular. Yo nunca puedo decir con verdad (en voz alta) “No
estoy hablando en este m om ento”, pero cualquier otro puede a
veces decir esto de mí sin falsedad, y yo mismo puedo escribirlo
o pensarlo sin demostrar por ello que es falso. De modo simi­
lar, De Gaulle no puede decir con verdad “De Gaulle no puede
construir una oración en español”, pero cualquier oüo puede
decir con verdad esto de De Gaulle, y él mismo puede decir
con verdad en francés que no puede construir una oración en
español. Además, hay algunas proposiciones que es imposible
que asevere con verdad no solamente una persona, sino cual­
quier miembro de una clase particular de gente. Un cretense no
puede aseverar con verdad que todo enunciado hecho por un
cretense es falso —si de hecho lo asevera, tiene que ser falso -
pero, por supuesto, cualquier no-cretense puede aseverar esto
sin que por ello su falsedad quede garantizada. Pero el carácter
de “auto-garantía” de los miembros de la clase privilegiada es
más general que el de cualquiera de éstos. No hay nadie, sea
quien sea, hable el lenguaje que hable, o pertenezca a la clase de
gente a la que pertenezca, que pueda negar con verdad ninguno
de los miembros de la clase privilegiada de proposiciones.
Ahora bien, ninguna proposición verdadera podría ser nega­
da con verdad por nadie. Pero para cualquier proposición S que
sea miembro de la clase privilegiada, la verdad de S se sigue del
hecho de que alguien la asevere, o la niegue, o diga algo en ab­
soluto, y esto no vale para todas las proposiciones verdaderas
con generalidad. También podría argumentarse que puesto que
una verdad necesaria no podría ser falsa bajo ningunas circuns­
tancias, tampoco podría ser negada con verdad bajo ningunas
circunstancias, y por ende que todas las verdades necesarias
pertenecen a esta clase. Esto podría ser así, pero del hecho de
que una proposición es un miembro de la clase privilegiada no
se sigue que sea una verdad necesaria, y así parece que hay al­
gunas proposiciones, como “Hay algún lenguaje”, la verdad de
las cuales es necesaria para cualquiera que en algún momento
asevere o niegue algo, pero que no son en sí mismas verdades
necesarias.21 Este pudo haber sido el caso, e indudablemente lo
fue, en un momento en que no había lenguaje, y probablemente
lo será de nuevo. Aunque no pudo ser negada con verdad, sin
embargo podría haberlo sido, y podría aún llegar a ser falsa.
La existencia de la clase privilegiada es obviamente im portan­
te, puesto que si pudiera probarse que aquellas proposiciones
que el escépüco sostiene que nunca pueden ser justificadas ade­
cuadamente sobre la base de la experiencia son ellas mismas
miembros, entonces del hecho de que lo que el escéptico dice
tiene sentido se seguiría que esas proposiciones son verdaderas.
Esta sería una m anera de replicar al escéptico, reconociendo
sin embargo la contingencia de las cosas que cuestiona. Si pu­
diera mostrarse que esas proposiciones pertenecen a la clase
privilegiada, ya no parecería haber cuestiones escépticas abier­
tas, como a cada paso las hay cuando tratamos de responder
sus cuestiones directamente. En general, dar una respuesta a
la cuestión “¿Cuáles son las condiciones necesarias de X?” no
dice nada, ni a favor ni en contra, acerca de la respuesta a la
cuestión “¿Se dan esas condiciones?”. Pero en el caso especial
de pedir las condiciones necesarias de que haya algún lenguaje,
dar una respuesta a la prim era implica una respuesta afirmativa
a la segunda. Que uno asevere con verdad que la verdad de S es
una condición necesaria para que haya algún lenguaje implica
que S es verdadera. Por lo tanto, no hay más cuestión que res­
ponder acerca del valor-de-verdad de S, y alguien que negara
que lo sabemos y a pesar de ello exigiera evidencia empírica
para su verdad, no habría entendido el argumento o no habría
sido convencido por él. En cualquier caso la respuesta adecuada
sería repasar de nuevo el argumento.
Se presenta ahora la cuestión de si hay algo especial, y acaso
singular, en relación con los argumentos trascendentales aun
La tendencia a confundir estos dos diferentes tipos de necesidad ha pa­
recido un riesgo ocupacional casi inevitable en la filosofía trascendental, con
sus pretensiones de establecer verdades necesarias o “conceptuales” (cf. Shoe-
maker). Si decir que una proposición es “necesaria" o “conceptual” es sólo
decir que tiene que ser verdadera para que nosotros tengamos ciertos con­
ceptos o para que ciertas partes de nuestro lenguaje tengan los significados
que tienen, entonces no se sigue que las verdades “necesarias’’ o “conceptua­
les” no son contingentes. Quizá mi clase privilegiada ofrecerá una manera de
mantener distinguidos estos diferentes tipos de necesidad.
cuando se ocupan de las condiciones necesarias del lenguaje
en general, o de que algo tenga sentido. ¿Es sólo porque los
argumentos de Strawson y de Shoemaker tíenen un alcance
limitado por lo que dependen del apoyo del principio de veri­
ficación? Hay algunas razones generales para ser pesimistas en
esta cuestión. Aunque me parece improbable que no hubiera
miembros de la clase privilegiada, todavía tenemos que encon­
trar una m anera de probar, respecto de cualquier miembro
particular, que es un miembro. Más específicamente, todavía
tenemos que mostrar que esas mismas proposiciones que el es­
céptico epistemológico cuestiona son ellas mismas miembros
de esta clase. Obviamente es extr emadamente difícil probar es­
to, y no solamente porque hablar sobre el “lenguaje en general”
o “la posibilidad de que algo tenga sentido” es tan vago que no
parece haber m anera convincente de decidir qué cubre y qué
excluye. Esa es ciertamente una dificultad, pero hay otras. En
particular, para toda candidata S, propuesta como miembro de
la clase privilegiada, el escéptico puede siempre muy plausi­
blemente insistir que es suficiente hacer posible el lenguaje si
creemos que S es verdadera, o si a todo el mundo le parece como
si lo fuera, pero que S no necesitaría en realidad ser verdadera.
Q ue tuviéramos esta creencia nos permitiría dar sentido a lo
que decimos, pero aún tendría que darse alguna justificación
adicional para nuestra pretensión de saber que S es verdadera.
El escéptico distingue entre las condiciones necesarias para un
uso paradigmático o asegurado (y por lo tanto significativo) de
una expresión o enunciado y las condiciones bajo las cuales es
verdadero.
Cualquier oposición al escepticismo en este punto tendría
que apoyarse en el principio de que no es posible que algo
tenga sentido a menos que nos sea posible establecer si S es ver­
dadera, o, alternativamente, que no es posible que entendamos
algo en absoluto si sólo sabemos qué condiciones hacen pare­
cer, para todo el mundo, como si S es verdadera, pero que son
sin embargo compatibles con la falsedad de S. Las condiciones
para que algo tenga sentido tendrían que ser suficientemente
fuertes para incluir no sólo nuestras creencias acerca de lo que
es el caso, sino también la posibilidad de que sepamos si esas
creencias son verdaderas; por ende, el significado de un enun­
ciado tendría que estar determinado por lo que podemos saber.
Pero probar esto sería probar alguna versión del principio de
verificación, y entonces el escéptico habrá sido refutado directa
y concluyentemente. Por lo tanto, aun cuando nos ocupamos en
general de las condiciones necesarias de que haya algún lengua­
je en absoluto, parece como si el uso de un llamado argumento
trascendental para demostrar el carácter auto-destructivo del
escepticismo, equivaldría a nada más y nada menos que a una
aplicación de alguna versión del principio de verificación,22 y si
esto es lo que un argumento trascendental es, entonces no hay
nada especial o singular, y ciertamente nada nuevo, en relación
con esta manera de atacar al escepticismo.
Lo que en este punto necesitamos saber es si o no alguna
versión del principio de verificación es verdadera. No es mi
intención discutir ese tema ahora, pero sí quiero insistir en que
eso es precisamente lo que tiene que ser discutido por muchos
de aquellos que ven con buenos ojos el muy anunciado giro
“kantiano” en la filosofía reciente. Puede ser que no estemos
tan lejos de la Viena de los años 20 como podríamos creer.
Para Kant un argumento uascendental supuestamente res­
ponde la cuestión de “justificación”, y al hacerlo demuestra la
“validez objetiva” de ciertos conceptos. He considerado que es­
to significa que el concepto “X” tiene validez objetiva sólo si
hay X, y entonces dem ostrar la validez objetiva del concepto
es tanto como demostrar que realmente existen X. Kant pensó
que podía argumentar a partir de las condiciones necesarias del
pensamiento y la experiencia para inferir la falsedad del “idea­
lismo problemático” y por ende la existencia real del mundo
externo de los objetos materiales, y no meramente el hecho de

22 Esta sospecha es fuertemente confirmada por la excelente reseña del ve­


rificacionismo en el argumento de Malcolm contra la posibilidad de un lengua
je privado, que hace JudithJarvis Thom son (American Philosophical Quarterly 1
[1964]). La discusión de Stuart Hampshire de las condiciones necesarias para
algún lenguaje en el cual pueda hacerse una distinción entre verdad y falsedad,
aunque tiene la generalidad requerida, tendrá fuerza contra el escepticism o
sólo si se interpreta que éste descansa en un principio de verificación (es de­
cir, si para que nosotros “identifiquemos con éxito” un X, tienen que existir
realmente X). Hampshire mismo no aplica directamente el argumento al es­
cepticismo (Thought and Action [Chatto and Windus, London, 1959], ch. 1).
que creemos que hay tal mundo, o que lo hay en la medida en
que podemos saber.
Un examen de algunos intentos recientes de argum entar en
forma análoga sugiere que, sin invocar un principio de verifi­
cación que automáticamente vuelve superf luo todo argumento
indirecto, lo más que puede probarse mediante una conside­
ración de las condiciones necesarias del lenguaje, es que, por
ejemplo, tenemos que creer que hay objetos materiales y otras
mentes para que podamos hablar significativamente en absolu­
to. Esas proposiciones acerca de lo que creemos o acerca de lo
que las cosas parecen se habría mostrado por ello que pertene­
cen a la clase privilegiada. Aunque dem ostrar su pertenencia a
esta clase no probaría que el escepticismo es auto-destructivo,
sí refutaría un convencionalismo radical del tipo anteriorm en­
te esbozado. Sería entonces demostrablemente falso que, para
cada uno de nuestros conceptos actuales, podríamos prescindir
de él y seguir encontrando inteligible nuestra experiencia. Pe­
ro mientras no se haya mostrado todo esto, no habrá sido dada
ni siquiera una parte de la justificación que Kant buscaba para
nuestras maneras de pensar.

[Traducción de Antonio Zirión Q. j


¿SON LOS ARGUMENTOS TRASCENDENTALES UNA
VERSIÓN DEL VERIFICACIONISMO? *

PETER HACKER

El creciente uso de los argumentos trascendentales en la epis­


temología y metafísica actuales es el resultado, por una parte,
de la cada vez mayor comprensión de las doctrinas wittgens-
tcinianas y, por la otra, del resurgimiento del interés general
por la Crítica de la razón pura de Kant. Quien más explícitamen­
te ha puesto en práctica esto es P. Strawson, en cuyos escritos
la inclinación kantiana es prominente. Igualmente importante
es Shoemaker, en quien la influencia wittgensteiniana es domi­
nante. Los críticos de esta tendencia suelen afirm ar que bajo
la máscara de los argumentos trascendentales no hay más que
una versión del principio de verificación. Ayer1 levanta esta
acusación contra Strawson y Williams2 sugiere lo mismo con
respecto a Shoemaker. A pesar de que pocos filósofos han des­
tacado la similitud entre el argumento del lenguaje privado y
la doctrina de los criterios wittgeinstcinianos y los argumentos
trascendentales kantianos, no es coincidencia que estas doctri-

* Originalmente “Are Transcendental Arguments a Versión o f Verifica-


tionism?”, en American Philosophical Quarterly, Vol. 9, No. 1, January 1972,
pp. 78-85. Traducido con el perm iso del autor y de The American Philosophical
Quarterly.
1 A. J. Ayer, “The Concept o f a Person” en The Concept of a Person and
Other Essays, New York, 1963, p. 110.
2 B. A. O. Williams, “Knowledge and M eaningin the Philosophy o f M ind”
en The Philosophical Review, vol. 77 (1968), pp. 216-228.
ñas hayan sido atacadas por los críticos3 como un renacimiento
del verificacionismo y erróneam ente defendidas por discípu­
los,4 no siempre explícitamente, como una nueva versión del
viejo y deslucido modelo.
En un artículo reciente5 el Profesor B. Stroud ofrece una con­
vincente exposición general de estas objeciones. Su conclusión
es que:

p arece c o m o si el u so d e u n lla m a d o a r g u m e n to tr a scen d en ta l


para d em o stra r e l carácter au to-d estru ctivo d e l e sc e p tic ism o , eq u i­
valdría a n ad a m ás y n a d a m e n o s q u e a u n a a p lica c ió n d e a lg u n a
versión d e l p r in cip io d e v e rifica ció n , y si e sto es lo q u e u n a rg u ­
m e n to trascen d en ta l es, en to n c es n o hay n a d a e sp e c ia l o sin gu lar,
y cier ta m en te n ad a n u ev o , e n rela c ió n c o n esta m a n e ra d e atacar
al e sc e p tic ism o .5.

Podría ser, concluye Stroud, que no estuviéramos tan lejos co­


mo habíamos pensado de la Viena de los 20. Yo sostengo que
a pesar de que hemos podido entrever algunas de las ideas dis­
paratadas del verificacionismo, aún no hemos logrado asimilar
algunas de las importantes verdades que se encontrarán en la
Crítica de la razón pura una vez que los argumentos trascenden­
tales kantianos se despojen de sus implicaciones de idealismo
trascendental7.
Stroud considera que el escéptico afirma (a) que hay cier­
ta clase de proposiciones que tienen sentido, por ejemplo, las
proposiciones acerca de particulares objetivos (o acerca del pa­
sado, de otras mentes, del futuro, etc.) y (b) que nunca podemos
conocer si alguna de ellas es verdad. Según Stroud, tomando
como modelo los argumentos que Strawson esgrime en Indivi­
duáis, el defensor contemporáneo de la argumentación de tipo
trascendental debe argüir que la verdad de (a) es condición

3 Por ejemplo, J. J. T hom son, “Prívate Lenguages”, en American Philoso-


pkical Quarterly, vol. I (1964), pp. 20-31.
4 Por ejemplo, N. Malcom, Dreaming, London, 1959.
5 B. Stroud, “Transcendental Arguments” enJournal of Philosophy, vol. 65,
1968, pp. 241-256.
6 B. Stroud, ibid., pp. 255-256. Supra, p. 112
7 Véase P. F. Strawson, The Bounds of Sense, England, 1966, donde esto se
lleva a cabo brillantemente.
necesaria de la significatividad de las dudas escépticas expre­
sadas en (b) y que la falsedad de (b) es condición necesaria de
la verdad de (a). A pesar de que esta refutación del escéptico
puede ser llamada “trascendental”, en realidad es una versión
del verificacionismo. En efecto, equivale a decir simplemente
que si las proposiciones de cierta clase son significativas, debe
ser posible conocer si son verdaderas o falsas.
Esta clase de ataque contra los argumentos trascendentales
es errónea. Antes que nada, encierra una falta de comprensión
adecuada de la naturaleza del adversario escéptico o, más pro­
piamente, del adversario que sostiene el idealismo problemáti­
co. En segundo lugar, y por consiguiente, la reducción verifica­
cionista implica una profunda incomprensión del significado
fundamental del argumento trascendental en la refutación del
escéptico.
En lo que sigue trataré de ofrecer una descripción más clara
de la posición adoptada por el escéptico. En seguida aborda­
ré brevemente la inadecuación de las estrategias tradicionales
de respuesta a los argumentos escépticos. Mostrar que los ar­
gumentos trascendentales son correctos es una tarea que no
pretendo desarrollar aquí. Lo que intentaré hacer es mostrar la
naturaleza de los argumentos trascendentales, en qué difieren
del verificacionismo y por qué, si son correctos, logran imponer
silencio al escéptico en tanto que otros métodos han fracasado.

1
El escéptico que aparece en la filosofía m oderna como esa tradi­
cional béte noire de la epistemología, es un descendiente directo
de la metafísica cartesiana. Muchos escritores de teoría del co­
nocimiento han colocado al escéptico en el centro del escenario
desempeñando el papel de villano del drama filosófico. Esto
puede prestarse a confusiones. El escéptico es un hombre de
paja, un personaje que no tiene poder alguno y que no debe ser
confundido con un malin genie que nos convertirá en auténti­
cos pirrónicos si no logramos conjurar su espíritu. Afirmamos
con razón que conocemos la existencia de particulares obje­
tivos, incluyendo otras personas. Conocemos verdades acerca
del pasado y acerca del futuro. ¿Cómo justificamos estas tesis
cognoscitivas? La función del escéptico es cuestionar la cone­
xión entre premisas y conclusión, entre la evidencia y lo que
la sustenta. Pero si lo que le interesa son los enlaces de infe­
rencia, ¿cuáles son las premisas que acepta, si acepta alguna?
El escéptico niega nuestra conclusión, es decir, nuestras tesis
cognoscitivas, y sostiene que a lo sumo podemos tener opinión
verdadera, mas no conocimiento. Pero ¿cuáles son los puntos
de partida que admite? La mejor manera de responder a esto
es regresar a Descartes.
El escéptico que desafía a Descartes logra poner en duda
todas las afirmaciones cognoscitivas referentes a particulares
objetivos. Pero respecto de los contenidos de la propia men­
te de Descartes, su desafío es impotente. En efecto, la mente
conoce con certeza los “pensamientos” que ocurren en ella.
Los pensamientos cartesianos constituyen las bases del conoci­
miento empírico. Puedo equivocarme respecto de si realmente
existe la luz que veo, el ruido que oigo o el calor que siento.
Pero no puedo equivocarme respecto de mi “pensamiento” de
que me parece que veo luz, oigo ruido y siento calor.8 Sé que
me parece que veo (oigo, gusto, siento, huelo) una cosa u otra
simplemente porque así me lo parece. En mi apreciación sub­
jetiva no hay lugar para el error tal y como no lo hay para la
evidencia. Hay muchas dificultades en la doctrina cartesiana de
los pensamientos.9 En lugar de explorar la exégesis y crítica car­
tesiana, procederé más bien a reconstruir una descripción de
las teorías epistemológicas resultantes del rechazo de la teodi­
cea cartesiana (la cual permite a Descartes llenar el vacío entre
los pensamientos y las afirmaciones referentes a los objetos par­
ticulares) y de la aceptación de la doctrina del conocimiento
inmediato de los pensamientos.
Justificamos nuestras afirmaciones cognoscitivas acerca del
mundo objetivo por referencia a la evidencia. Cada fragmento
de evidencia que se produce puede, a su vez, ser puesto a prue­
ba. En nuestra cadena de justificaciones podemos retroceder

K Desearles, Meditations, Trad. de Haldane and Ross, vol. I, p. 153. Véase


también Principies of Philosophy, vol. I, p. 222.
■' Véase A. J. P. Kenny, “Cartesian Privacity”, en Wittgenstein, The Philoso­
phical Investigations, A Collection of Critical Essays, G. Pitcher (ed.), New York,
1966.
desde posiciones más expuestas hasta otras menos expuestas.
De las afirmaciones acerca de particulares objetivos podemos
retraernos a afirmaciones acerca de nuestras experiencias per-
ceptuales de ellos. De las afirmaciones sobre nuestras experien­
cias perceptuales, podemos replegarnos a nuestras creencias
sobre nuestras experiencias perceptuales (que no implican que
hayan sido experiencias de objetos). Pero no se puede ir más
atrás de esta posición. Es inexpugnable que nuestro conoci­
miento de cómo nos parece que son las cosas no descanse sobre
evidencias. Esto es inmediato o intuitivo. ¿Cómo sé que me pa­
rece que veo el tal o cual? No hay ningún cómo. Lo sé porque
así me parece. Descartes y su adversario escéptico aceptan esto
como terreno com ún.10 El problema que plantea ahora el escép­
tico es: ¿cómo puede uno inferir justificadamente enunciados
acerca de particulares objetivos partiendo de enunciados refe­
rentes a sus propios “pensamientos”? Admitiendo que sé que
me parece que percibo que a es P, ¿cómo puedo juzgar estar
justificado al juzgar que a es P? No hay relación alguna de im­
plicación entre los enunciados acerca de nuestros pensamientos
de objetos y los enunciados acerca de los objetos. Y los argu­
mentos de la ilusión o de los sueños corroboran la posibilidad
de que el prim er tipo de asertos sea verdadero y el último sea
falso.
La actitud del escéptico respecto de otros problemas epis­
temológicos tales como nuestro conocimiento del pasado, de
otras mentes o de las generalizaciones universales, no difiere
esencialmente de lo que se ha descrito respecto del conocimien­
to de objetos. Su estrategia es simple. Acepta nuestras premisas
pero niega nuestras conclusiones. El acepta que ciertamente
conocemos el contenido subjetivo de nuestra experiencia, pero
niega nuestro derecho a sostener que conocemos los objetos
a los cuales pretendemos que se refiere nuestra experiencia.
Considera, muy correctamente, que el único acceso al mundo
empírico es, obviamente, nuestra experiencia de éste. Y quiere

10 También Kant o Strawson estarían de acuerdo en este punto. N o así


Wittgenstein quien niega que tenga sentido afirmar conocimiento respecto de
nuestra propia experiencia inmediata. Véase Philosophical Investigations § 246,
pp. 221-224, etc. Su desafamada teoría no cognoscitiva de las declaraciones
de sensaciones m e parece equivocada.
saber, razonablemente, cómo el conocimiento de experiencias
subjetivas puede proporcionar conocimiento de particulares
objetivos. Así presentado, nuestro escéptico es, inesperadamen­
te, alguien eminentemente razonable. Con mucha justicia, Kant
destaca que

El id ea lism o p r o b le m á tic o ... so stie n e sim p le m e n te q u e so m o s


in cap aces d e dem ostrar, a través d e la ex p erie n cia , u n a ex isten cia
fu era d e la n u estra. E ste id ea lism o , c o m o lo es el co n sisten te en
n o adm itir u n ju ic io d e fin itiv o m ien tras n o se haya en co n tr a d o
u n a p ru eb a su ficien te, es ra zo n a b le y p ro p io d e u n p en sa m ien to
filo s ó fic o r ig u r o so . 11

Si este tosco esbozo es en principio correcto, entonces puede


considerarse que la caracterización de la posición del escéptico
hecha por Stroud peca por omisión. A decir verdad, el escéptico
sostiene que las proposiciones acerca de particulares objetivos
tienen sentido y que nunca podemos conocer si algunas de ellas
son verdaderas o no. Pero también afirma que podemos cono­
cer, y que de hecho conocemos, la verdad de los enunciados
acerca de nuestros propios “pensamientos”. Es crucial que esta
afirmación no sea omitida, ya que, en contraste con el argu­
mento verificacionista, éste es el punto sobre el que se aplica
todo el peso del argumento trascendental contra el escéptico.
Kant destaca atinadamente que la prueba requerida para aquie­
tar las dudas del idealista problemático que rechaza la teodicea
cartesiana tiene que

m ostrar q u e ten em o s experiencia d e las cosas ex tern a s y n o m era


im aginación. E llo n o p o d rá o cu rrir m ás q u e e n el c a so d e qu e
p o d a m o s d em o stra r q u e n u estra m ism a e x p e r ie n c ia interna, qu e
para D escartes es in d u b ita b le, só lo es p o sib le si su p o n e m o s la
ex p e r ie n c ia externa12.

Antes de pasar a elucidar la naturaleza de un argumento tras­


cendental y a distinguirlo así de uno verificacionista, abordaré
otras de las estrategias más comunes con las que se pretende

11 Kant, Critique of Puré Reason, Trad. de N. Kemp-Smith, B 274-275.


12 Kant, ibid.
refutar al escéptico para mostrar por qué, si bien son persua­
sivas, a fin de cuentas fracasan y, en consecuencia, por qué es
vitalmente necesario un argumento trascendental.

II
Kant sostuvo que hay dos clases de argumentos que pueden em­
plearse en la refutación del escéptico: los argumentos críticos
o trascendentales y los argumentos dogmáticos. La variedad de
los argumentos dogmáticos sin duda se ha incrementado des­
de la época de Kant. Si embargo, es interesante advertir que
algunas de las objeciones fundamentales que se han hecho a
ellos fueron planteadas muy claramente por Kant mismo. En
efecto, él consideró que la única m anera de responder al escep­
ticismo era mediante alguna clase de argumento crítico. Los
argumentos dogmáticos son extrafilosóficamente legítimos, en
el sentido de que son los patrones de inferencia que, cuando
se emplean correctamente, proporcionan conocimiento empí­
rico. Pero no son capaces de desarrollar la tarea que se requiere
de ellos en el contexto del debate filosófico con el escéptico,
puesto que no se justifican a sí mismos.
Uno de los métodos actualmente en boga para combatir el
escepticismo, es presentar con toda claridad cúales son nues­
tros criterios de evidencia. Estos criterios de razonamiento, o
de comprobación empírica, son precisamente nuestros criterios
últimos por referencia a los cuales se establece todo nuestro
conocimiento empírico del mundo objetivo. Está claro que no
puede haber parámetros ulteriores por referencia a los cuales
se justifiquen nuestros parámetros últimos. Por consiguiente,
la exigencia del escéptico de una justificación ulterior equivale
a ladrar a la luna. Este método está ejemplificado en el examen
del “análisis descriptivo" que hace Ayer y que utiliza amplia­
mente en The Problem of Knowledge. De este modo, escribe que

P o d em o s, p o r ejem p lo , m o stra r e n q u é c o n d ic io n e s n o s sen tim o s


se g u ro s d e atribuir a otros ciertas ex p erien cia s; p o d e m o s evaluar
d iferen tes tip o s d e recu erd os; p o d e m o s d istin g u ir lo s casos e n los
q u e n u estra m em o r ia o n u estras p e rc e p c io n e s se c o n sid era n d ig ­
n a s d e co n fia n za d e a q u ello s o tros casos e n lo s q u e n o lo son .
En sum a, p o d e m o s p ro p o rcio n a r u n a d e sc r ip c ió n d e lo s p r o c ed i­
m ien to s q u e e sta m o s u sa n d o . P ero n in g u n a ju stific a c ió n d e d ic h o s
p ro ced im ien to s es n ecesa ria o p o sib le. S e n o s p u e d e ex ig ir q u e
ju stifiq u e m o s u n a d eterm in a d a co n c lu sió n y en to n c e s p o d e m o s
apelar a u n a e v id e n cia a p r o p ia d a ... [N o p u e d e ] h a b er u n a p ru eb a
d e q u e aq u ello q u e c o n sid er a m o s c o m o b u e n a e v id e n c ia re a lm e n ­
te lo sea. Y si n o p u ed e h ab er una p ru eb a, n o e s sen sa to q u e la
exija m o s . 13

Esto equivale a estar de acuerdo con Kant respecto de la legitimi­


dad extrafilosófica de los argumentos dogmáticos, y a sostener
a la vez, erróneamente, que no nada más que se pueda o se
necesite hacer.
Cuando se halla ante un reto, este método dogmático del
Análisis Descriptivo decae imperceptiblemente en otro sutil­
mente distinto. Nuestro escéptico, una vez que ha escuchado
pacientemente nuestra exposición de los criterios de verifica­
ción empírica en general, replica: “Sí, estoy de acuerdo en que
ésta es la m anera como argumentamos y como pensamos que
probamos nuestras conclusiones. Pero, ¿qué hace que sea razo­
nable argumentar así y que ésta sea una prueba satisfactoria?
Puesto que la relación entre evidencia y conclusión no es de­
ductiva (ni inductiva), ¿qué hace que nuestro procedimiento
sea racional?”. El dogmático responde a este desafío: “En un
contexto como el presente, hacer esto es lo que ‘ser razona­
ble’ significa".H Emplear estos criterios es lo que entendemos
por “prueba”, “confirmación”, “justificación racional”. Así, por
ejemplo, Ayer sostiene que

Es característico d e lo q u e sig n ific a u n a o r a c ió n c o m o “hay un a


caja d e ciga rrillo s so b re esta m e sa ” q u e el q u e y o te n g a p recisa ­
m en te la ex p e r ie n c ia q u e estoy te n ie n d o [experiencia-de-percibir-
una-caja-de-cigarrillos] se a e v id e n c ia d e la verdad d el e n u n c ia d o
ex p resa d o p o r la o r a c ió n 15.

Cuando es puesto a prueba, este argumento dogmático pro­


duce a su vez una tercera variante. En efecto, la siguiente jugada

13 A. J. Ayer, The Problem of Knowledge, Baltimore, 1956, pp. 80-81.


14 P. F. Strawson, Introduction to Logical Theory, England, 1952, p. 257.
15 A. J. Ayer, The Probkm of Knowledgeop. c it, pp. 132-133.
de nuestro escéptico es el gambito de Humpty-Dumpty. O bien
es verdad que cuando usamos una palabra ésta significa jus­
tamente lo que elegimos que signifique, o bien no podemos
hacer que las palabras signifiquen muchas cosas distintas. Si
lo primero es cierto y tenemos una opción, ¿con qué justifica­
ción elegimos que “racional” signifique precisamente eso? A fin
de cuentas, podría agregar el escéptico, si todos somos libres
e iguales, yo entenderé por “no razonable” justamente lo que
tú entiendes por “racional” y yo llamaré “opinión verdadera”
a lo que tú llamas “conocimiento”. El dogmático debe aceptar
esta alternativa, pues lo otro lo enfrenta con una misteriosa li­
mitación que es incapaz de explicar. Así pues, él justifica su
elección del significado de “racional”, “prueba”, “razonable”,
etc., por el hecho de que hacer que estas palabras desempeñen
esas tareas específicas retribuye con la buena moneda de los re­
sultados. Tener los criterios que tenemos no puede justificarse
por referencia a criterios ulteriores, y dar a las palabras tales sig­
nificados es opcional, pero ni los criterios ni los significados son
arbitrarios. Los conservamos porque funcionan. Funcionan en
la medida en que encontramos que, de hecho, adoptando esos
criterios y al usar las palabras de esa manera, podemos descu­
brir una amplia gama de verdades empíricas. De este modo, un
escritor reciente afirma que nuestros principios de evidencia
del razonamiento empírico “[son] confirmados cuando se ha­
lla que al suponerlos e inferir de acuerdo con [ellos], podemos
llegar a creencias verdaderas, verificadas por la observación, a
las cuales no podríamos haber llegado sin aceptar tales princi­
pios.”16 Aquí apelamos a la experiencia objetiva para justificar
el empleo de principios de razonamiento y evidencia que nos
perm iten afirm ar el conocimiento de experiencias objetivas.
Ante esto, nuestro escéptico replicará claramente (y con razón)
que aquí se da por sentado precisamente lo que hace falta pro­
bar. En efecto, para justificar nuestros criterios por referencia
a su utilidad en el descubrimiento de verdades, ya tenemos que
estar en posición de validar las afirmaciones según las cuales
hemos establecido verdades empíricas acerca de objetos sobre

1(1 H. Whiteley, “Epistemological Strategies”, Mind, vol. 78 (1969), p. S2.


la base de una u otra evidencia. Pero esto es precisamente lo
que aún no podemos hacer.
Por supuesto, el dogmático aún no está exhausto. Su siguien­
te paso es replegarse hacia una teoría convencionalista o una
teoría de la coherencia de sello carnapiano o quineano. Perse­
guirlo ahora hasta allá haría que nos adentráramos en aguas
cada vez más profundas y lóbregas. En lugar de ello, regresaré
al análisis del argumento dogmático que hace Kant mismo.
Kant se refiere a los argumentos de la clase que acabamos
de bosquejar como “dogmáticos” porque equivalen a poco más
que una afirmación enfática de nuestras prácticas. A estas afir­
maciones el escéptico opone sus igualmente enfáticos rechazos
de la justificabilidad de tales prácticas. Los argumentos dogmá­
ticos no proporcionan medios para dirimir este conflicto. Kant
divide todas las objeciones a afirmaciones dadas en dogmáti­
cas, críticas y escépticas. Una objeción dogmática está dirigida
contra una proposición; esta objeción

req u iere c o n o c e r la n atu raleza d el o b jeto para p o d e r a firm a r lo


co n tra rio d e lo q u e so stie n e la p r o p o sic ió n r esp ecto d e ese m ism o
ob jeto. Ella m ism a es, p u es, u n a o b je c ió n d o g m ática . P reten d e
c o n o c e r la n atu raleza e n c u estió n m ejo r qu e el a d versario . 17

Esto es precisamente lo erróneo de esta objeción. En efecto, el


escéptico no reclama un m enor conocimiento y niega las con­
clusiones del dogmático. Esto sólo es suficiente para lograr una
victoria del escepticismo sobre el dogmatismo convencional.18
Si el argumento se lleva sobre el terreno dogmático, el escéptico
gana sólo si el dogmático no pierde.
La filosofía crítica se opone a los argumentos dogmáticos del
segundo tipo bosquejados arriba porque éstos pretenden que
se puede avanzar y se puede exhibir la justificación filosófica
conforme a principios, únicamente a partir de conceptos. Los
argumentos de esta clase, al igual que los argumentos de los
casos paradigmáticos, suponen

17 Kant, op. cit., A 388.


18 Kant, op. cit., B 23.
que esto puede hacerse, sin haber examinado el modo ni el de­
recho en que la razón llega a ellos. El dogmatismo es, pues, el
procedimiento dogmático de la razón pura sin previa crítica de su
propia capacidad.Líl

No es que debamos negar que éstos son nuestros criterios; está


claro que lo son. Tampoco se trata de que démos un distinto
significado a “racional”, o a “confirm ar” o a “probar”. Además,
es verdad que estos criterios proporcionan conocimiento empí­
rico. El problema es que mediante el argumento dogmático no
podemos hacer ver que la última proposición es verdadera sin
dar por sentado lo que hay que probar, y que sin un argumento
crítico no dogmático no podemos exhibir una justificación de
nuestros criterios y del significado de nuestras palabras que no
sea el mero hecho de que estos son nuestros criterios. Recurrir
a la experiencia en la tercera estrategia dogmática no sólo falla
por cometer un círculo vicioso, sino que además implica una
falta de comprensión de dónde surge el problema y, por ende,
de dónde debe ser resuelto. Entonces, Kant subraya que

Tampoco no es lícito rechazar estos problemas como si su solución


residiera realmente en la naturaleza de las cosas... ya que si solo
la razón ha producido en su seno tales ideas, a ella corresponde
dar cuenta de su validez o de su ilusión dialéctica.20

El problema es justificar esos modos del razonamiento que se


emplean en el establecimiento de verdades empíricas. El desa­
rrollo de la experiencia misma es cuando mucho una ilustración
de estos principios, y no una justificación de los mismos. Nin­
guna apelación al conocimiento experiencial puede resolver
este problema, pues los mismos principios en cuestión son re­
queridos para establecer cualquier conocimiento experiencial
al cual podríamos querer apelar. Si sabemos que estos crite­
rios de prueba yjustificación de pretensiones cognoscitivas son
adecuados, entonces este conocimiento es a priori. Pero para
m ostrar que en efecto sabemos esto,

1!1 Kant, op. cit., BXXXV.


20 Kant, op. cit., A 7 6 3 /B 7 9 1 .
e l análisis d e co n c e p to s es in ú til, ya q u e só lo m u estra q u é c o n ­
tie n e n esto s c o n c e p to s y n o c ó m o lle g a m o s a p rio ri a ello s. S e
req u iere u n a so lu c ió n a este p ro b lem a p ara q u e sea m o s cap aces
d e d eterm in a r el u so v á lid o d e ta les c o n c e p to s e n r e la c ió n c o n lo s
ob jeto s d e to d o c o n o c im ie n to e n g en er a l.

La filosofía crítica ofrece esta solución en general, y los argu­


mentos trascendentales lo hacen en particular.

III
Kant trabajó arduamente para elucidar su térm ino técnico “tras­
cendental”. Dicho brevemente, el conocimiento trascendental
equivale al conocimiento de las condiciones necesarias de con-
ceptualización de la experiencia. Las necesidades descubiertas
se atribuyen a las exigencias de la receptividad y la espontanei­
dad, y se limitan a las inteligencias discursivas. El conocimiento
trascendental es anterior a la experiencia en el senddo de que
es conocimiento de las condiciones en virtud de las cuales la
experiencia misma (i e., el conocimiento de los objetos de la
percepción sensible) es posible. En uno de los múltiples inten­
tos de definir el conocimiento trascendental, Kant afirm a que
éste es “todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los obje­
tos, cuanto de nuestro modo de conocerlos, en cuanto que tal
m odo ha de ser posible a priori”.22
Hemos visto que el problema relativo al escéptico ha de con­
cebirse como un desafío a justificar nuestra pretensión de saber
a priori que el conocimiento de la experiencia subjetiva ba­
jo ciertas condiciones especificables, legitima las pretensiones
del conocimiento de particulares objetivos. La afirmación de
que tal conocimiento es a posteriori, en que consiste la tercera
estrategia dogmática, es incorrecta. La afirmación igualmente
dogmática según la cual dicho conocimiento trascendental pue­
de establecerse argumentando a partir de meros conceptos, es
rechazada explícitamente por Kant. Ningún juicio sintético ob­
jetivamente válido puede derivarse directamente de conceptos.
Más bien,

21 Kant, op. cit., A 9 4 /B 126.


22 Kant, op. cit., A 1 2 /B 25; véase también A 5 6 /B 80, A 8 5 /B 117, etc.
a u n q u e la razón p u ra esta b lece p rin cip io s seg u ro s g racia s a los
c o n c e p to s d e l e n te n d im ie n to , n o lo h a ce d irecta m en te a partir
d e m eros co n c e p to s, sin o siem p re só lo in d irecta m e n te g ra cia s a
la relación d e eso s c o n c e p to s co n a lg o p o r en tero co n tin g en te, a
saber, la experiencia posible?*

Para mostrar la gran diferencia de los argumentos trascenden­


tales respecto del verificacionismo, no es necesario dem ostrar
la validez general de la Deducción Trascendental de Kant. Para los
presentes propósitos, basta con señalar su principal tendencia.
El logro central de Kant no fue, como él pensaba, la Revolución
copernicana con sus implicaciones de idealismo trascendental.
Fue su captación de la necesaria unidad de la apercepción, su
importancia y sus implicaciones. Tanto la Deducción Trascen­
dental como la Refutación del Idealismo tienen el mismo punto
de apoyo, a saber, que la experiencia interna sólo es posible si
también es posible la experiencia de objetos. Es un hecho con­
tingente que existimos y tenemos experiencia perceptual. Pero
dado que existimos, y dado que sólo podemos tener conoci­
miento empírico aplicando conceptos a las intuiciones dadas,
entonces, Kant afirma, el argumento deseado para establecer
la conclusión general puede ponerse en marcha exitosamente.
La Deducción y la Refutación conjuntamente proporcionan el
núcleo de la respuesta general de Kant al escéptico. Sus res­
puestas específicas al escepticismo acerca de la causalidad, la
inducción y la substancia, se presentan en las Analogías. Pero
la réplica central se refiere a la mutua dependencia del conoci­
miento de la mente y el conocimiento de los objetos. La Deduc­
ción es más detallada y abstracta, y sus argumentos se manejan
en términos de las condiciones necesarias de la autoconciencia
trascendental. En ella se desarrollan las implicaciones de la uni­
dad original de la apercepción, imponiendo el requerimiento
de la posibilidad de distinguir entre cómo se juzga subjetiva­
mente que los objetos (fenoménicos) son y cómo son. Esto es
una necesidad en vísta del doble requerimiento de la unidad de
un pensamiento y de la original autoconciencia o capacidad de
autoadscripción de experiencia, sin las cuales no es posible la

23 Kant, op. cit., A 7 37/B 765.


experiencia cognoscitiva. La Refutación es más breve y sus ar­
gumentos son manejados solamente en términos de una de las
condiciones necesarias de la autoconciencia empírica, a saber, la
posibilidad de autoadscripción de experiencias temporalmente
sucesivas como temporalmente sucesivas. Según Kant, esta con­
dición se satisface únicamente por una serie de experiencias
que pueden considerarse, en su mayor parte, como experien­
cias de objetos (relativamente) permanentes cuya existencia es
independiente del ser percibidos.
¿Cuál es, pues, la relación entre los enunciados acerca de la
experiencia subjetiva y los enunciados acerca de particulares ob­
jetivos? El escéptico sostiene que no podemos justificar nuestras
pretensiones de conocer estos últimos enunciados sobre la base
de los primeros. Debemos conceder que la relación en cuestión
no puede ser la de implicación. Más aún, debemos negar que
la conexión pueda ser inductiva y contingente, no simplemen­
te porque esto sería aceptar toda la tesis escéptica, ni tampoco
simplemente porque los mismos principios del razonamiento
inductivo estén en cuestión en este contexto, sino porque sería
conceder que la representación del mundo del idealista empí­
rico es una representación de experiencia posible. Pero Kant
ha mostrado que esto es falso. En oposición a los alegatos del
escéptico, podemos distinguir válidamente entre ilusión y reali­
dad (fenoménica). Lo hacemos por referencia a aquellas regula­
ridades de coexistencia y sucesión incluidas, de la m anera más
general, en los conceptos de substancia, causalidad y reciproci­
dad que Kant se empeña valerosamente de elucidar y justificar
en las Analogías. Aquellas experiencias perceptuales que no son
coherentes, de la manera exigida y gobernada por reglas, con
la mayor parte de nuestras experiencias, son rechazadas como
objetivamente inválidas. No hay en esto nada novedoso, y Kant
no sugiere que lo haya. Lo que aquí hay son los criterios por los
cuales distinguimos lo ilusorio de lo real. Lo que es novedoso es
la justificación de nuestros criterios comunes sobre la base de
requerimientos de la razón más profundos que la convención
o el éxito pragmático.
Sin embargo, a pesar de que este esquema de argumento pue­
de ayudarnos grandemente, no proporciona una respuesta to-
t almcnte satisfactoria al cuestionamiento anterior. Si el nexo no
es ni de implicación ni empírico, ¿de qué tipo es? La respuesta a
este punto la ofrece la doctrina contemporánea wittgensteinia-
na del criterio, entendido como aquello que es necesariamente
buena evidencia para una cosa dada. La combinación de esta
doctrina con el núcleo de los argumentos trascendentales kan­
tianos, despojados de sus atavíos idealistas y de las complejida­
des de la psicología trascendental, proporciona una respuesta al
escéptico, la cual, si es correcta, es muy superior a las estrategias
dogmáticas acostumbradas tan populares en este momento. La
noción de criterio es la parte más importante así como la menos
comprendida del legado de Wittgenstein.
Sin duda, los filósofos del lenguaje ordinario, los partidarios
de argumentos de casos paradigmáticos, diversas clases de po­
sitivistas y convencionalistas y muchos otros, negarán la correc­
ción de la tendencia general de los argumentos trascendentales
que aquí, más que demostrado, se ha esbozado a grandes ras­
gos. En este trabajo no pretendo ofrecer la demostración de
la validez de alguna versión de un argumento trascendental.
Mi propósito es más bien mostrar a los objetores en dónde se
encuentra su blanco apropiado. Este blanco no se encuentra
en ninguna versión, tosca o sofisticada, del verificacionismo.
Lo que debe mostrarse es o bien que la apercepción original no es
una condición necesaria de la experiencia, sino, en ciertaforma, una
construcción lógica, o bien que la posibilidad de autoadscripción de
experiencia no requiere, como una de sus condiciones necesarias, de la
posibilidad del conocimiento de. objetos. A la inversa, si el escéptico
ha de ser refutado, sólo puede serlo mediante un argumento del
tipo delineado. La cuestión crucial que hay que responder, co­
mo se percataron tanto Kant como Wittgenstein, es la siguiente:
¿cuáles son las condiciones necesarias de la autoadscripción sin
criterios u original (no derivada) de experiencia? Carece de im­
portancia si la respuesta se concentra en las condiciones para la
autoadscripción de experiencias de objetos particulares (feno­
ménicos), como en el caso de Kant, o si se concentra, como en
el caso de Wittgenstein, en las condiciones de la autoadscrip­
ción de “objetos privados”, como el dolor, pues los dos casos
están inevitablemente enlazados.
Si la h'nea general del argumento es correcta, entonces pode­
mos afirmar, junto con Kant en la Refutación y los Paralogismos,
que nuestra experiencia de los objetos es inmediata y no indi­
recta por medio de un diáfano velo de ideas. A pesar de que
nuestro único acceso al mundo objetivo es por medio de nues­
tras experiencias de éste, nuestras experiencias nos proporcio­
nan bases suficientes para el conocimiento de otras entidades
distintas de las experiencias mismas, a saber, los objetos inde­
pendientemente existentes de los cuales ellas son experiencias.
Nuestros juicios acerca de los objetos así experimentados son
(normalmente) no inferenciales. Nuestras justificaciones de ta­
les juicios son inferenciales, pero se apoyan en criterios y no
son inductivas. Nuestros criterios últimos para juzgar acerca
de particulares objetivos son nuestros juicios subjetivos de nues­
tras experiencias perceptuales. Estas las conocemos directa o
no-evidencialmente. Pero, a su vez, esto sólo es posible si estos
juicios son necesariamente buenas evidencias para los juicios
sobre los objetos. Esto crea el lugar requerido para la ilusión
ocasional, y a la vez pone cerco al escéptico y al fenomenis-
ta. Por consiguiente, el precio del escepticismo y del idealismo
dogmático es el silencio.

IV
Ahora podemos regresar a nuestra discusión inicial para ver
cómo un argumento trascendental difiere de un argumento
verificacionista. El verificacionista, en efecto, arguye que la
falsedad de la tesis escéptica según la cual es imposible en
principio saber si nuestros enunciados acerca de particulares
objetivos son o no verdaderos, es una condición necesaria de
la significatividad de tales enunciados, y por consiguiente, una
condición necesaria para que la tesis tenga sentido. Pero el es­
céptico puede aceptar esto tranquilamente. Por supuesto, los
enunciados sobre particulares objetivos son hipótesis “que tras­
cienden toda posible experiencia. ¿Cómo podría tal hipótesis
estar respaldada por el significado?”.24 Lejos de refutar al es­
cepticismo, esto lo refuerza. La especificación verificacionista
de las condiciones de significatividad de una clase restringida

' 1 Wittgenstein, The Blue and Brown Boohs, England, 1958, p. 48. La misma
línea tic argumentación es desarrollada brillantemente por Stroud: op. cit.,
p. 251. Supra, p. 106.
de enunciados deja al escéptico en libertad para rechazar la to­
talidad de la clase y mantener a la vez intactos los enunciados
privilegiados acerca de la experiencia subjetiva. Más aún, pa­
recería que los argumentos trascendentales sólo proporcionan
necesidades condicionales de nuestras formas de pensamien­
to actuales.25 Pero un convencionalista radical puede sostener
que podemos adoptar distintas formas de pensamiento para las
cuales no se sostienen estas supuestas necesidades.
Para cerrar por completo el caso en contra de la asimilación
de los argumentos trascendentales al verificacionismo, deberán
responderse entonces tres preguntas. (1) ¿Cómo se distingue
el argumento trascendental contra el escéptico del argumento
verificacionista? (2) ¿Puede el escéptico dar acomodo al ar­
gumento trascendental con la misma tranquilidad con la que
acepta el argumento verificacionista? (3) ¿Permite el carácter
condicional del argumento trascendental que traza una cone­
xión conceptual entre la experiencia interna y la externa, que
se dé una réplica convencionalista?
No necesitamos seguir al verificacionista y afirm ar simple­
mente que la falsedad de las tesis escépticas es una condición
necesaria de su significatividad. Lo que sugeriríamos es que si
la pretensión del escéptico es verdadera, entonces sus otras pre­
tensiones, especialmente la de saber cómo le parece que son las
cosas, se tornan por ello sin sentido. El escéptico puede negar la
posibilidad de conocer los objetos, pero no puede afirm ar que
conoce la naturaleza de su experiencia interna y simultáneamen­
te negar que su conocimiento de su experiencia interna es jamás
una evidencia suficientemente buena para permitirle conocer
cómo son realmente las cosas. Una condición necesaria de la
significatividad de “sé que me parece que percibo que a es P"
es precisamente que esta proposición sea necesariamente bue­
na evidencia de que a sea P. Someter la experiencia perceptual
subjetiva bajo conceptos generales exige que las experiencias
así conceptualizadas constituyan bases adecuadas para la apli­
cación de aquellos conceptos generales a objetos particulares
independientemente existentes, concebidos como objetos de
esas experiencias. El escéptico podría aceptar el argumento

2 ’ Véase Stioud, op. cit., p. 252. Supra, p. 107.


verificacionista y negar la significatividad de los enunciados
acerca de los particulares objetivos. El verificacionista ha ma­
lentendido totalmente lo que se ha dicho, dejando al escéptico
en segura posesión de su cúmulo de “pensamientos cartesia­
nos”, a partir de los cuales puede, según conjetura, construir
una ficción humeana de un mundo objetivo. Pero el escéptico
no puede enfrentarse al argumento trascendental de la misma
manera. Éste le permite, en efecto, mantener su posición só­
lo a costa de negar el sentido de los enunciados acerca de su
experiencia interna. Y esto, como hemos visto, no lo haría ni
siquiera el escéptico.
¿Qué decir, por último, sobre la acusación según la cual las
necesidades reveladas por los argumentos trascendentales son
meramente condicionales, que solamente revelan las condicio­
nes necesarias para pensar como pensamos, y que por ende
podríamos adoptar diferentes formas de pensamiento para las
cuales no valieran estas necesidades? Ciertamente, hay un sen­
tido en el cual las presuntas necesidades son condicionales,
pero no es que sean simples condiciones de una forma de
pensamiento puramente convencional y por ende alterable. Su
condicionalidad consiste en el hecho de que la ocurrencia de
cualquier experiencia cognoscitiva es ella misma contingente y
no necesaria. Pero la experiencia cognoscitiva es una intuición
conceptualizada de cierta manera. ¿Podrían nuestras intuicio­
nes no ser conceptualizadas, según formas altamente diferentes,
de modo tal que la conexión necesaria entre lo interno y lo ex­
terno no se sostuviera? Después de todo, si, como he sugerido,
la doctrina wittgensteiniana de los criterios ha de añadirse a la
teoría kantiana de las relaciones entre los juicios de experiencia
subjetivos y objetivos, y si los criterios son, como Wittgenstein
sugiere, “fijados por una definición”, ¿por qué no habríamos de
definir las cosas de otra manera? ¿Parece que la teoría wittgens­
teiniana introduce nuevamente el convencionalismo que Kant
procuró excluir? Sin embargo, esta apariencia es ilusoria.
Debemos distinguir aquí dos movimientos. El convenciona-
lista común y corriente puede afirmar que el distinguir nuestra
experiencia perceptual mediante los conceptos de objetos ma­
teriales que ocupan un sistema espacio-temporal único y uni­
ficado, es algo conveniente pero no indispensable. Hay otras
posibles maneras de construir un sistema de conceptos de obje­
tos, por ejemplo la concepción de Whitehead de los particulares
básicos como rebanadas de continuos de sucesos de cuatro di­
mensiones.26. Pero tales propuestas se aplican a la manera de
caracterizar la parte del “objeto” en la relación sujeto-objeto.
Tanto Kant como Strawson se opondrían a tal amplitud en la
construcción de posibles esquemas categoriales. No viene al
caso saber si están o no en lo cierto al hacer hincapié en la ne­
cesidad de diferenciar la experiencia de la m anera en que lo
hacemos. El asunto es que en la controversia con el escéptico
que niega que la experiencia interna sea una buena evidencia
para justificar el conocimiento de objetos, el convencionalista
debe formular su crítica al neokantiano de manera muy distin­
ta. Pues si, ex hypothesi, concede que las presuntas necesidades
son necesarias para nuestro esquema conceptual, y si concede,
como digo que debe hacerlo, que la necesidad es una condi­
ción de la posibilidad de la unidad de la apercepción, o, menos
abstractamente, de la autoadscripción de experiencias tempo­
ralmente sucesivas como temporalmente sucesivas, entonces la
única opción que queda es la propuesta de que puede haber
un tipo de experiencia que no necesite ser concebida como la
experiencia de un sujeto. En efecto, la conexión entre juicios
de experiencia subjetivos y objetivos se forja antes de resolver la
cuestión de la naturaleza específica de los conceptos de objetos
de los cuales se concibe que la experiencia es experiencia. En
consecuencia, si el convencionalista ha de im pugnar los argu­
mentos trascendentales diciendo que manifiestan necesidades
que dependen de que pensemos el mundo de la manera en
que lo hacemos, deberá recordarse que la impugnación está di­
rigida legítimamente sólo a la parte del “sujeto" de la relación
sujeto-objeto. Las necesidades son condicionales respecto del
hecho de que pensemos acerca de nuestra propia experiencia
subjetiva del modo en que lo hacemos, a saber, como nuestra
y como no derivativamente conocida. La mente vacila ante una
alternativa respecto de esto. Pues el convencionalista tiene que
afirm ar ahora que es posible imaginar una filosofía que sea

2fi Véase S. Kórner, “Transcendental Tendencies in Recent Philosophy" en


Journal of Philosophy, vol. 63 (1966), p. 559 y ss.
diametralmente opuesta al solipsismo. Tiene que eliminar la
noción de yo, y con ella la de autoconciencia, y concebir que
toda la conciencia está distribuida sobre el mundo como un
todo.27 Esta no es tarea fácil.
Stroud concluye que necesitamos saber si alguna versión del
verificacionismo es verdadera o no, y que esto es lo que tienen
que discutir quienes apoyan la vuelta a Kant en la filosofía re­
ciente. Yo considero que hemos andado un largo camino desde
la Viena de los años 20. Lo que sí necesitamos saber es si alguna
versión de la Deducción Trascendental, y del argumento trascen­
dental para establecer un enlace necesario entre lo interno y lo
externo, es o no verdadera. Esta es una exigencia muy distinta.
El escepticismo 110 será refutado mientras no se satisfaga. Para­
dójicamente, no estamos tan lejos como podríamos pensar del
Kónigsberg de 1780.

[Traducción de Dulce María Granja Castro]

27 Wittgenstein, “Notes for Lectures on ‘Prívate Experience' and ‘Sense


Data’ ”, R. Rhees (ed.), Philosophical Review, vol. 77 (1968), p. 282.
PETER F. STRAWSON

1. Observaciones introductorias
El uso del término “naturalismo” es elástico. El hecho de que
se haya aplicado a la obra de filósofos que tienen tan poco en
común como Hume y Spinoza basta para sugerir que hay una
distinción que trazar entre diversas variedades de naturalismo.
[En otro texto], trazaré yo mismo una distinción entre las dos
principales variedades, dentro de las cuales hay subvariedades.
De las dos principales variedades, una podría llamarse natura­
lismo estricto o reductivo (o, tal vez, naturalismo duro). La otra
podría llamarse naturalismo católico o liberal (o, tal vez, natura­
lismo suave). Uso aquí las palabras “católico” y “liberal” en su
sentido más amplio, no en sus sentidos específicamente religio­
so o político; nada de lo que digo incidirá directamente en la
religión o la filosofía de la religión o en la política o la filosofía
política.
Cada una de estas dos variedades generales de naturalismo
serán vistas por sus respectivos críticos como aptas para llevar a
la aberración intelectual a quienes las aceptan. Q uien sostenga

* Originalmente “Skepticism, Naturalism and Transcendental Argu­


m ents”, primer capítulo del libro Skepticism and Naturalism: Some Varitlies (The
Woodbridge Lectures, 1983), Methuen, Londres, 1985, pp. 1-29. Traducido
con el permiso del autor y de Methuen. [Los corchetes indican m ínim os cortes
o cambios hechos al original con el permiso del autor].
algunas de las subvariedades del naturalismo estricto o reduc-
tivo probablemente será acusado de lo que peyorativamente se
conoce como cientificismo así como de negar verdades y reali­
dades evidentes. El naturalista suave o católico, por otra parte,
probablemente será acusado de alimentar ilusiones o de propa­
gar mitos. No deseo sugerir que sea inevitable una especie de
guerra fría entre los dos. Hay, quizás, una posibilidad de llegar a
un arreglo, o a una detente, incluso a la reconciliación. El natura­
lista suave o católico, como su nombre lo sugiere, será el mejor
dispuesto a hacer propuestas para la coexistencia pacífica.
[... ] Un exponente de alguna subvariedad de naturalismo
reductivo en algún área particular de discusión puede a veces
ser visto, o ser representado, como un tipo de escéptico en esa
área, digamos, como un escéptico moral o como un escéptico
acerca de lo mental o acerca de las entidades abstractas o acerca
de lo que se denomina “intensiones”. [... ]
Por el momento no necesitaré ninguna distinción [entre na­
turalismo duro y suave] y no haré ninguna aplicación ampliada,
ni ligeramente desviada, de la noción de escepticismo. Para co­
menzar, me referiré a algunas formas conocidas y normales de
escepticismo filosófico. Estrictamente, el escepticismo es una
cuestión de duda más que de negación. El escéptico es, estric­
tamente, no alguien que niega la validez de ciertos tipos de
creencias, sino alguien que cuestiona, aunque sea sólo al inicio
y por razones metodológicas, que nuestras razones para soste­
nerlas sean adecuadas. Presenta sus dudas a la m anera de un
desafío —a veces un desafío a sí mismo—a mostrar que las dudas
son injustificadas, que las creencias puestas en cuestión están
justificadas. Puede concluir, como Descartes, que se puede res­
ponder con éxito al desafío; o, como Hume, que no se puede
{aunque esta tesis de Hume fue matizada de m anera im portan­
te). Entre los blancos tradicionales de la duda filosófica están:
la existencia del mundo externo —es decir, de los objetos físi­
cos o cuerpos—, nuestro conocimiento de las otras mentes, la
justificación de la inducción, la realidad del pasado. Hum e se
interesó más por el prim ero y el tercero de estos asuntos —los
cuerpos y la inducción—; yo me referiré principalmente, aunque
no solamente, al primero.
Comenzaré por considerar varios tipos diferentes de intentos
de contestar mediante argumentos el desafío del escepticismo
tradicional; también consideraré varias respuestas a estos inten­
tos cuyo objetivo es mostrar que son fallidos o que no aciertan
en la cuestión central. Luego, consideraré un tipo de respuesta
diferente al escepticismo —una respuesta que no intenta tan­
to responder al desafío como dejarlo de lado. Es allí donde
introduciré por prim era vez una noción indiferenciada de natu­
ralismo. El héroe de esta parte de la historia es Hume: aparece
en el papel doble de archiescéptico y archinaturalista. Entre
otros nombres que aparecerán en la historia están los de Moore,
Wittgenstein, Carnap y, entre los de nuestros propios contem­
poráneos, el del Profesor Barry Stroud. Esta parte de la historia
constituye el tema del presente [escrito]. Es una vieja historia,
de modo que comenzaré por repasar algo del terreno conocido.
[...]

2. Escepticismo tradicional

Comencemos, pues, por G. E. Moore. Se recordará que en su


trabajo “A Defense of Common Sense”1 Moore afirmó que él,
como tantas otras personas, conocía con certeza una cantidad
de proposiciones respecto de las cuales algunos filósofos ha­
bían sostenido que no eran conocidas con certeza y no podían
serlo. Entre estas proposiciones estaban la proposición de que
la Tierra ha existido durante muchísimos años, que sobre ella
ha habido, y hay ahora, muchos cuerpos u objetos físicos de
muchas clases diferentes, que entre estos cuerpos estaban los
cuerpos de seres humanos que, como Moore mismo, habían
tenido, o tenían, pensamientos, sentimientos y experiencias de
muchas clases diferentes. Si Moore tenía razón en sostener que
era ampliamente sabido, con certeza, que tales proposiciones
son verdaderas, entonces parece que se sigue la falsedad de cier­
tas tesis del escepticismo filosófico; por ejemplo, la tesis según
la cual no puede saberse con certeza que los objetos materia­
les existen y la tesis de que nadie puede conocer con certeza la
1 Publicado en J. H. Muirhead (comp.), Contemporary British Philosophy
(Serie 2), Alien andUnwin, Londres, 1925, recogido en G. E. Moore, Philoso-
phical Papers, Alien and Unwin, Londres, 1959.
existencia de ninguna mente diferente de la propia o, para po­
nerlo más lisa y llanamente, que nadie puede saber con certeza
que hay otras personas. En su famoso artículo intitulado “Pro-
of of an External World”,2 cuestiona de nuevo implícitamente
la prim era de estas dos tesis escépticas; de hecho, la niega. Al
exponer este trabajo, pretendió probar que existen dos manos
humanas y, por ende, que existen cosas externas, levantando
prim ero una mano y luego la otra y diciendo al hacerlo “He
aquí una mano y he aquí otra”. Sostuvo que la prueba era rigu­
rosa y concluyente, ya que sabía con certeza que la premisa era
verdadera y que la conclusión se seguía de la premisa.
Difícilmente se podría esperar que la “Defensa” o la “Prueba”
de Moore fueran universalmente aceptadas como resoluciones
de las cuestiones a las que estaban dirigidas. Más bien, algunos
filósofos sintieron que de alguna manera no había acertado en
la cuestión central del escepticismo filosófico acerca de, diga­
mos, la existencia de las cosas externas, del mundo físico. Una
expresión reciente de este mismo sentimiento lo encontramos
en el artículo del Profesor Barry Stroud intitulado “The Signi-
ficance of Scepticism”.3 En su forma más general, la cuestión
central escéptica en relación con el mundo externo parece ser
la de que la experiencia subjetiva podría, lógicamente, ser exac­
tamente como es sin que realmente fuera el caso que existieran
las cosas físicas o materiales. (Así, Berkeley, por ejemplo, abra­
zó una hipótesis diferente —la de una deidad bondadosa como
causa de las experiencias sensoriales—y podemos encontrar en
Descartes la sugerencia, aunque, por supuesto, no el aval, de
otra —la de un demonio maligno—, mientras que el fenomena-
lista consistente cuestiona la necesidad de una fuente externa
de la experiencia sensible.) De modo que si, al sostener lo que
sostuvo, Moore se apoyaba simplemente en que su propia expe­
riencia era exactamente de la manera como era, estaba errando
completamente la cuestión central escéptica; y en caso de que
eso no haya sido así, entonces, dado que emite sus pretendidos

2 Prucceedings of the British Academy, 1930, vol. 25; recogido en Philosophical


Papers.
En F. Bieri, R. P. Hortsmann y L. Kruger (coinps.), Trascendental Argu­
ments and Science, Reidel, 1979.
conocimientos sin ningún argumento adicional, todo lo que
hace es simplemente emitir una negación dogmática de la tesis
escéptica. Pero el dogmatismo filosófico no resuelve nada en
filosofía. Al final de su artículo, Stroud sugiere que debemos
tratar de encontrar alguna manera de desactivar el escepticis­
mo. No quiere decir, alguna manera de probar o de establecer
que sabemos con certeza aquello que el escéptico niega que
sabemos con certeza, ya que no parece pensar que esto sea po­
sible, sino, más bien, alguna m anera de neutralizar la cuestión
escéptica de modo que se convierta en filosóficamente impo­
tente. No son muy claras estas expresiones, pero dudo de que
Stroud tuviera la intención de que lo fueran.
Stroud menciona un intento de neutralizar la cuestión escép­
tica, intento que él halla insatisfactorio. Se trata del intento de
Carnap.4 Carnap distingue dos modos como podrían tomarse
las palabras “Hay o existen cosas físicas o externas”. Según una
interpretación estas palabras expresan simplemente una propo­
sición que es una obvia perogrullada, una consecuencia trivial
de una multitud de proposiciones, como la de Moore, “Hay aquí
dos manos”, que comúnmente se consideran, correctamente en
algún sentido, verificadas empíricamente, establecidas median­
te y en la experiencia sensorial. Según esta interpretación, el
procedimiento de Moore es perfectamente correcto. Sin em­
bargo, Carnap estaría de acuerdo con Stroud en que el pro­
cedimiento de Moore es impotente para contestar la pregunta
filosófica acerca de si hay realmente cosas físicas, impotente para
decidir la proposición filosófica de que realmente hay tales cosas.
Pues Carnap acepta la cuestión central de que, dada la mane­
ra como el escéptico entiende o, mejor dicho, como pretende
entender, las palabras “Existen cosas físicas”, la experiencia de
Moore, o cualquier otra experiencia, podría ser tal como es sin
que por ello esas palabras expresaran una verdad y, por ende,
que ningún transcurso de la experiencia podría establecer la
proposición que el escéptico considera que aquellas palabras
expresan; que ésta es por principio inverificable en la experien­

4 Carnap, “Empiricism, Semantics, and Ontology”, Revue Internationale


de Philosophie, 1950, vol. 11. Recogido en L. Linsky (comp.), Semantics and the
Philosophy of Language, University o f Illinois Press, Champaign, 111., 1952.
cia. Pero la conclusión que extrae Carnap no es la conclusión
escéptica. La conclusión que extrae es que las palabras, toma­
das en ese sentido, no expresan ninguna proposición; carecen
de significado, de modo que no se plantea la pregunta de si
la proposición que expresan es verdadera o falsa. No hay aquí
ninguna cuestión teórica. Hay ciertamente un asunto práctico:
si ha de adoptarse o no una determinada convención, o si ha de
persistirse en ella, si ha de elegirse el lenguaje de cosas físicas
o el armazón de conceptos de cosas físicas para organizar la
experiencia o si se ha de persistir en esta elección. Dado que la
elección está hecha, dado que la convención ha sido adoptada, o
que se ha persistido en ella, entonces tenemos, en el interior del
armazón adoptado, una multitud de proposiciones-sobre-cosas
empíricamente verificables y, por tanto, en el interior del arma­
zón, la verdad trivial de que hay cosas físicas. Pero la cuestión
externa, filosófica, que el escéptico trata de plantear, a saber, si
el armazón en general corresponde a la realidad, no tiene ninguna
respuesta verificable y por lo mismo no tiene sentido.
Moore, entonces, según Stroud, o bien no acierta en la cues­
tión central del desafío escéptico o recurre a un dogmatismo
inaceptable, una pretensión de conocimiento dogmática. Car­
nap, otra vez según Stroud, no es que no acierte del todo en la
cuestión central, pero trata de suavizarla o extinguirla mediante
lo que en opinión de Stroud es un dogmatismo verificacionista
igualmente inaceptable. Está muy bien, dice Stroud, declarar
sin sentido la pregunta filosófica, pero sí parece tener sentido;
el desafío escéptico, la pregunta escéptica, parecen ser inteligi­
bles. Necesitaríamos por lo menos una mayor discusión para
convencernos de que no son inteligibles.
Muchos filósofos estarían de acuerdo con Stroud, así como
en contra de Carnap, en relación con este asunto; incluso irían
más lejos y alegarían que el desafío escéptico es perfectamente
inteligible, perfectamente significativo, y que puede enfrentar­
se y contestarse mediante un argumento racional. Descartes era
uno de ellos; aunque su apelación a la veracidad de Dios para
avalar o garantizar la confiabilidad de nuestra inclinación natu­
ral a creer en la existencia del mundo físico ya no parece muy
convincente, si es que alguna vez lo fue. Hoy en día es más po­
pular la idea de que el supuesto de la existencia de un mundo
físico, de cosas físicas que tienen más o menos las caracterís­
ticas y los poderes que les atribuye nuestra teoría física actual,
nos proporciona una explicación mucho mejor del transcurso de
nuestra experiencia sensorial que cualquier otra hipótesis alter­
nativa. Tal supuesto nos encamina hacia una explicación causal
no arbitraria, completa, detallada, de esa experiencia a un gra­
do con el que ninguna otra historia alternativa puede rivalizar
de cerca. Por lo tanto, puede juzgarse racional aceptarlo usan­
do los mismos criterios de racionalidad que gobiernan nuestra
evaluación de teorías explicativas enmarcadas en la investiga­
ción científica natural o en indagaciones empíricas en general.
Regresaré a esta respuesta más adelante.
Stroud no discute este enfoque enteramente en la forma que
le he dado, pero sí discute un punto de vista emparentado este-
rechamente con él, a saber, la sugerencia de Quine de lo que él
llama una “epistemología naturalizada”, la cual se ocupa de la
cuestión empírica de cómo llegamos a formar la estructura ela­
borada de nuestras creencias comunes y científicas acerca del
m undo a partir de los magros datos que la experiencia pone
a nuestra disposición.5 Stroud reconoce que tal investigación
es en sí misma perfectamente legítima; pero, sostiene, deja ab­
solutamente intacto el desafío escéptico. Si fuera vista como
un intento de respuesta filosófica a la pregunta escéptica, no
estaría en una mejor situación que la afirmación de sentido
común hecha por Moore; es meramente una versión o un aná­
logo “científico” de esta última. Podemos quedar convencidos
a fin de cuentas de que la pregunta naturalista legítima de Qui­
ne es la única pregunta sustancial que nos confronta; pero si
hemos de estar seguros de que esto es así, tiene primero que
demostrarse que hay algo radicalmente erróneo, radicalmente
mal concebido, en el desafío escéptico, en considerar lo que
Carnap llamó la pregunta externa como si planteara un asunto
genuino. Pero esto, dice Stroud, es algo que no ha sido demos­
trado hasta ahora ni por Carnap, aunque lo haya aseverado, ni
por nadie más.

■’ W. v. O. Quine, “Epistemology Naturalized”, en Ontological Relativity,


Columbia University Press, Nueva York, 1969; véase también The Roots of Refe-
rence, Open Court, LaSalle, 111., 1973.
En este punto es donde Stroud reconoce el atractivo de una
clase de argumentos que él llama “trascendentales”. Tales ar­
gumentos toman típicamente una de las siguientes dos formas.
Un filósofo que presente un argumento tal puede comenzar
con una premisa que el escéptico no cuestiona, a saber, el que
ocurra el pensamiento autoconsciente y la experiencia, y luego
proceder a alegar que una condición necesaria para la posi­
bilidad de tal experiencia es, digamos, el conocimiento de la
existencia de los objetos externos o de los estados mentales
de otros seres. O puede alegar que el escéptico no podría ni
siquiera plantear su duda a menos que supiera que es infunda­
da; es decir, no podría ni siquiera usar los conceptos en cuyos
términos expresa su duda a menos que fuera capaz de saber
que son verdaderas al menos algunas de las proposiciones que
pertenecen a aquella clase cuyos miembros todos caen dentro
del alcance de la duda escéptica. Stroud se queda con dudas
acerca del éxito de tales argumentos; probablemente por las
mismas razones que expuso en un artículo anterior intitulado
“Transcendental Arguments”.6 En ese escrito confronta con un
dilema al proponente de tales argumentos. O bien estos argu­
mentos, en su segunda forma, son poco más que una pantalla
elaborada y superflúa detrás de la cual podemos discernir una
simple confianza en una forma sencilla del principio de verifi­
cación, o bien lo más que tales argumentos pueden establecer es
que para que sea posible la formulación inteligible de las dudas
escépticas o, de manera más general, para que sean posibles
el pensamiento autoconsciente y la experiencia, tenemos que
considerar, o creer, que tenemos conocimiento, digamos, de ob­
jetos físicos externos o de otras mentes; pero establecer esto
está lejos de establecer que estas creencias sean, o tengan que
ser, verdaderas.
El segundo cuerno del dilema es quizá el más atractivo por
perm itir al menos que el argumento trascendental pueda de­
mostrar algo acerca del uso y la interconexión de nuestros con­
ceptos. Pero, en todo caso, si el dilema es correcto es algo

fl Journal of Philosophy, 1968; reimpreso en T. Penelham y j. J. Macintosh


(comps.), The. First Critique, Wadsworth, Belmont, 1969, y en Walker (comp.),
Puré Reason, Oxford University Press, Oxford, 1982. Ver supra.
que deja sin cuidado al escéptico. (Stroud parece asumir sin
cuestionar que el objetivo del argumento trascendental es en
general un objetivo antiescéptico; sin embargo, este supuesto
puede cuestionarse, como sugeriré más adelante.) En cualquier
caso, según Stroud, el escéptico no se tambalea porque no niega
que empleemos y apliquemos, ni necesita negar que tengamos
que emplear y aplicar, los conceptos en cuestión en condicio­
nes experienciales que consideramos que avalan o justifican su
aplicación. Su señalamiento central es, y sigue siendo, que el
cumplimiento de aquellas condiciones experienciales es consis­
tente con la falsedad de todas las proposiciones que afirmamos
en esas circunstancias y, por ende, que —no habiendo más argu­
mentos en favor de lo contrario—no se puede decir realmente
que sepamos que ninguna de tales proposiciones es verdadera.

3. Hume: razón y naturaleza

¿Hay alguna otra manera de habérselas con el escepticismo que


no sea una variante de aquellas a las que me he referido, es
decir, que no sea o bien un intento de refutarlo directamente
—mediante un argumento racional que traiga a colación consi­
deraciones de sentido común o teóricas o cuasi-científicas—, o
bien un intento de refutarlo indirectamente demostrando que
es de alguna manera ininteligible o que se autorrefuta? Creo
que hay otra manera. No hay en ella ninguna novedad, ya que
es por lo menos tan antigua como Hume, y el más poderoso
exponente en nuestros días de una postura estrechamente re­
lacionada con ella es Wittgenstein. La llamaré la m anera del
Naturalismo, aunque no ha de entenderse esta expresión en el
sentido de la “epistemología naturalizada” de Quine.
En una famosa oración en el Libro II del Tratado, Hume pone
un límite a las pretensiones que tiene la razón de ser ella quien
determina los fines de la acción.7 Con un espíritu similar, hacia

7 “La razón es y debe ser sólo la esclava de las pasiones y nunca puede
pretender tener otro oficio que no sea el de servirlas y obedecerlas”, Tratado
sobre la naturaleza humana, Libro II, seción 3, edición Selby-Bigge, p. 415. (Las
traducciones al español de los pasajes del Tratado citados están hechas direc­
tamente de la edición inglesa citada y las referencias a páginas en las notas al
pie que siguen corresponden a dicha edición. [Ai. de la T.])
el final del Libro I, limita las pretensiones que tiene la razón
de ser ella quien determina la formación de creencias relativas
a cuestiones de hecho y de existencia. Señala que todos los ar­
gumentos que apoyan la postura escéptica y, de manera similar,
lodos los argumentos en contra de ella, son totalmente ociosos.
El asunto que quiere destacar es realmente un asunto muy senci­
llo: sean cuales fueren los argumentos que puedan elaborar los
contendientes de un lado o del otro, sencillamente no podemos
evitar creer en la existencia de los cuerpos y no podemos evitar
formar creencias y expectativas que concuerden en términos
generales con los cánones básicos de la inducción. Podría ha­
ber añadido, aunque no discutió la cuestión, que la creencia en
la existencia de otra gente (y, así, de otras mentes) es igualmente
inevitable. Hume expresa regularmente su idea refiriéndose a
la Naturaleza que no nos deja ninguna opción en estos asun­
tos, sino que “mediante una necesidad absoluta e incontrolable”
nos determina “a juzgar, así como nos determina a respirar y a
sentir”. Al hablar de ese escepticismo total que, argumentando
a partir de la falibilidad del juicio humano, tendería a socavar
toda creencia y opinión, dice: “Quien sea que haya hecho el
esfuerzo de refutar las lucubraciones de este escepticismo total
ha debatido sin tener un antagonista y ha procurado establecer
mediante argumentos una facultad que la Naturaleza ha implan­
tado de antemano en la mente y ha convertido en inevitable”.8
Prosigue señalando que lo que vale para el caso del escepticis­
mo total también vale para el caso del escepticismo relativo a
la existencia de los cuerpos. Incluso el que profesa el escepticis­
mo “tiene que asentir al principio concerniente a la existencia
del cuerpo, aunque no pueda pretender mantener su veracidad
mediante ningún argumento filosófico”, pues “la naturaleza no
ha dejado esto a su elección e indudablemente ha estimado que
este es un asunto demasiado importante para ser confiado a
nuestros razonamientos y a nuestras especulaciones inciertas.”
Por lo tanto, “es vano preguntar ¿hay acaso cuerpo o no lo hay?
Este es un asunto que tenemos que dar por sentado en todos
nuestros razonamientos.”9

* Ibid., p. 183 .
<J Ibid., p. 187.
Aquí interpolo algunas observaciones que no vienen estric­
tamente a cuento para el objetivo presente, pero que vienen
muy a cuento si uno considera la cuestión del propio Hume.
Hume compara la pregunta vana, iHay acaso cuerpo o no lo hay?,
con otra pregunta que él dice que “podemos perfectamente pre­
guntar”, a saber, ¿Qué causas nos inducen a creer en la existencia
del cuerpo?, con lo que parece anticipar el program a de Quine
para una “epistemología naturalizada”. Pero a esto sigue, en
Hume, lo que parece ser una inconsistencia asombrosa entre
el principio y la práctica; pues, después de haber dicho que la
existencia del cuerpo es un asunto que tenemos que dar por
sentado en todos nuestros razonamientos, de manera notoria
él no lo da por sentado en los razonamientos que dedica a la
cuestión causal. Tales razonamientos, en verdad, apuntan céle­
bremente a una conclusión escéptica. Luego, como él mismo
es el primero en reconocer,10 hay una tensión no resuelta en la
postura de Hume (una tensión que nos puede recordar de al­
guna manera la tensión entre el realismo empírico de Kant y su
idealismo trascendental). Podríamos hablar de dos Humes: Hu­
me el escéptico y Hume el naturalista; en donde el naturalismo
de Hume, tal como fue ilustrado en los pasajes anteriormente
citados, aparece como una especie de refugio a su escepticismo.
Un exponente de un naturalismo más cabal podría aceptar la
pregunta, ¿Qué causas tíos inducen a creer en la existencia del cuer­
po? como una pregunta que podemos perfectamente preguntar,
que se refiere a la psicología empírica, al estudio del desarrollo
infantil; pero lo haría con la expectativa justificada de que las
respuestas a tal pregunta dieran por sentada la existencia de los
cuerpos.
Hume, entonces, podemos decir, está preparado para acep­
tar y tolerar una distinción entre dos niveles de pensamiento: el
nivel del pensamiento filosóficamente crítico, que no nos puede
ofrecer ninguna seguridad en contra del escepticismo, y el nivel
del pensamiento empírico cotidiano en el que las pretensiones
del pensamiento crítico son completamente derrotadas y supri­
midas por la Naturaleza, por un ineludible compromiso natural
con la creencia: con la creencia en la existencia del cuerpo y

10 Ibid., Libro I, punto 4, sección 7, passim.


en las expectativas inductivamente basadas. (Hice una alusión
a un paralelismo con Kant; y hay un paralelismo, aunque no sea
muy exacto. Hay un paralelismo en tanto que Kant también re­
conoce dos niveles de pensamiento: el nivel empírico en el que
justificadamente podemos mantener que conocemos un m un­
do externo de objetos en el espacio causalmente relacionados,
y el nivel crítico en el que reconocemos que ese mundo es só­
lo apariencia, apariencia de una realidad última de la que no
podemos tener ningún conocimiento positivo. El paralelismo,
sin embargo, no es muy exacto. En donde Hume se refiere a
una ineludible disposición natural a la creencia, Kant elabora un
argumento [un argumento trascendental] para m ostrar que lo
que, en el nivel empírico, cuenta correctamente como conoci­
miento empírico de un mundo externo de objetos gobernados
por leyes, es una condición necesaria de la autoconciencia, del
conocimiento de nuestros propios estados internos; y —una di­
ferencia todavía más notable—en donde Hume nos deja con un
escepticismo sin refutar, Kant nos ofrece su propia variedad de
idealismo.)
Termino aquí mi digresión acerca de las complicadas ten­
siones en el pensamiento de Hume y los paralelos con Kant,
y vuelvo a considerar a Hume como naturalista, dejando a un
lado a Hume el escéptico. Según Hume el naturalista, las du­
das escépticas no han de ser enfrentadas mediante argumentos.
Han de desdeñarse simplemente (excepto, tal vez, en tanto que
proporcionan una diversión inofensiva, un moderado goce para
el intelecto). Han de desdeñarse porque son ociosas, impotentes
en contra de la fuerza de la naturaleza, de nuestra disposición
naturalmente implantada a creer. Esto no significa que la Ra­
zón no tenga ningún papel que jugar en relación con nuestras
creencias concernientes a cuestiones de hecho y de existencia.
Tiene un papel que jugar, pero un papel subordinado: como
subteniente de la Naturaleza, no como su comandante. (Aquí
podríamos recordar y adaptar aquella célebre observación so­
bre la Razón y las pasiones.) Nuestro ineludible compromiso
natural es con el marco general de la creencia y con un estilo
general (el inductivo) de formación de creencias. Pero, dentro
de ese marco y de ese estilo, puede otorgársele toda su fuerza a
la exigencia de la Razón en el sentido de que nuestras creencias
deben formar un sistema consistente y coherente. Así, por ejem­
plo, aunque Hume no pensó que fuera necesaria o posible una
justificación racional de la inducción en general, pudo de ma­
nera muy consistente proceder a fraguar las “leyes para juzgar
de causas y efectos”. Aunque sea la Naturaleza la que nos com­
promete en general con la formación inductiva de creencias,
es la Razón la que nos conduce a refinar y elaborar nuestros
cánones y procedimientos y, a la luz de éstos, a criticar, y a ve­
ces a rechazar, lo que en detalle nos encontramos inclinados
naturalmente a creer.

4. Hume y Wittgenstein
Al introducir esta manera de tratar el escepticismo, asocié el
nombre de Wittgenstein con el de Hume. Tengo en mente prin­
cipalmente las notas de Wittgenstein sobre la certeza en On
Certainty.ll Como Hume, Wittgenstein distingue entre aque­
llas cosas —aquellas proposiciones—que pueden cuestionarse y
decidirse a la luz de la razón y la experiencia, y aquellas que no,
las que están, como él dice, “exentas de duda”. Hay por supues­
to diferencias entre Hume y Wittgenstein. No encontramos en
Wittgenstein, por ejemplo, ninguna repetición explícita de la
apelación tan explícita de Hume a la Naturaleza. Pero, como
veremos, las semejanzas, e incluso los ecos, son más notables
que las diferencias. Antes que nada, hay en la obra de Wittgen­
stein, como en la de Hume, la distinción entre, por una parte,
“aquello que es vano” convertir en un tema de indagación, lo
que, como dice Hume, “tenemos que dar por sentado en todos
nuestros razonamientos” y lo que, por la otra, es genuinamente
tema de indagación.
Wittgenstein tiene una multitud de frases para explicar es­
ta antítesis. Así, habla de una clase de convicción o creencia
como "más allá de estar justificada o injustificada; como si fuera
como algo animal” (359);12 aquí podemos encontrar un eco de
la apelación de Hume a la Naturaleza y, más aún, de la obser­
vación de Hume de que “la creencia es más propiamente un

11 Wittgenstein, On Certainty, Basil Blackwell, Oxford, 1969.


12 Las frases citadas están seguidas por su número de párrafo en el texto
de On Certainty. Las cursivas son en general mías.
acto de la parte sensible que de la parte cogitativa de nuestra
naturaleza.”13 Dice nuevamente Wittgenstein que “ciertas pro­
posiciones parecen subyacer en todas las preguntas y en todo el
pensamiento” (415); que “algunas proposiciones están exentas
de duda” (341); que “ciertas cosas no son puestas en duda en
los hechos [in der Tat, en la práctica]” (342); habla de “la creen­
cia que no está fundamentada” (253) pero que “en el sistema
completo de nuestros juegos de lenguaje pertenece a los funda­
mentos" (411). De nuevo, habla de “proposiciones que tienen
un papel lógico peculiar en el sistema [de nuestras proposiciones
empíricas]” (136); que pertenecen a nuestro “marco de referencia"
(83); que “se sostienen firmes o sólidas” (151); que constituyen la
“imagen del m undo” que es “el sustrato de todo mi indagar y mi
aseverar” (162) o “el andamiaje de nuestro pensamiento” (211) o
“el elemento en el que los argumentos cobran vida” (105). Esta
imagen del mundo, dice, no es algo que tenga porque se haya
convencido él mismo de su corrección. “No, es un trasfondo
heredado contra el cual distingo entre lo verdadero y lo falso”
(94). Compara las proposiciones que describen esta imagen del
mundo con las reglas de un juego que “puede aprenderse pu­
ramente prácticamente sin aprender ninguna regla explícita”
(95).
Aunque la tendencia general de la posición de Wittgenstein
sea bastante clara, no es fácil extraer una formulación ente­
ramente clara consecuente con ella a partir de la cantidad de
imágenes o metáforas que he ilustrado. Evidentemente su obje­
tivo es, al menos en parte, dar una explicación o una descripción
realista de cómo son efectivamente nuestros sistemas o cuer­
pos de creencias humanos. Evidentemente, también, distingue,
como dije, entre aquellas proposiciones o elementos reales o
potenciales en nuestros sistemas de creencias que tratamos co­
mo sujetos a la confirmación o a la falsación empírica, que

*- Tratado, Libro I, punto 4, sección 1, p. 183. Otro eco humeano lo en­


contramos en el párrafo 135: “Pero, ¿no simplemente seguimos el principio
de que lo que siempre ha pasado pasará de nuevo (o algo así)? ¿Qué quiere de­
cir seguir el principio? ¿Lo introducimos realmente en nuestro razonamiento?
¿O no es más que la le)' natural que nuestra inferencia manifiestamente sigue?
Pudiera ser esto último. No es un algo que entre en nuestras consideraciones.”
incorporamos conscientemente en nuestro sistema de creen­
cias (cuando los incorporamos) por esta o aquella razón o con
base en esta o aquella experiencia, o que tratamos efectivamente
como tema de indagación o duda, y, por otra parte, aquellos
elementos de nuestro sistema de creencias que tienen un ca­
rácter muy diferente, y a los que alude mediante las imágenes
de andamiaje, armazón, trasfondo, sustrato, etcétera. (Entre las
metáforas está la de los fundamentos; pero está claro que Witt­
genstein no consideraba esas proposiciones o elementos del
sistema de creencias como fundamentos en el sentido tradicio­
nal empirista, es decir, como razones últimas que descansan en
la experiencia y en las que se basa el resto de nuestras creencias.
La metáfora de un andamiaje o armazón, dentro del que se da
la actividad de construir o modificar la estructura de nuestras
creencias, es mejor.)
Wittgenstein no presenta esta distinción entre dos clases de
elementos en nuestro sistema de creencias como nítida, abso­
luta e incambiable. Al contrario. Y esto está muy bien en vista
de algunos de sus ejemplos de proposiciones de la segunda cla­
se, es decir, de proposiciones que están “exentas de duda”. (Al
escribir en 1950 ó 51, da como un ejemplo la proposición de
que nadie ha estado demasiado alejado [por ejemplo, tan lejos
como la Luna] de la superficie de la Tierra.) Habría sido muy
útil, aunque probablemente contrario a sus inclinaciones, que
hubiera trazado distinciones, o indicado un principio de distin­
ción, dentro de esta clase. Una indicación de que hay que trazar
tales distinciones aparece al final de una extensa metáfora (96-
99) en donde compara las proposiciones que están sujetas a la
prueba empírica con las aguas que se mueven en un río, y las
que no lo están con el lecho o las riberas del río. La situación
no es incambiable en tanto que puede haber alteraciones del
lecho o incluso de la ribera. Pero, concluye, “La ribera del río
consiste en parte en rocas duras, no sujetas a ninguna alteración
o sólo a una alteración imperceptible, en parte en arena que, ora
en un lugar, ora en otro, desaparece o se sedimenta.”
Pero, ¿que tan cerca está realmente Wittgenstein de Hume?
Hay momentos en los que parece más próximo a Carnap. Es­
tos son los momentos en los que parece dispuesto a expresar el
sentido de su distinción entre aquellas proposiciones que están
sujetas a comprobación empírica y aquellas que forman el anda­
miaje, armazón, fundamentos, etcétera, de nuestro pensamien­
to (la roca dura de la ribera del río), negándoles por completo a
las segundas el carácter de proposiciones —comparándolas, co­
mo hemos visto, con reglas “que pueden aprenderse puramente
prácticamente.” Así, escribe en un pasaje: “No puede formular­
se ninguna proposición tal como ‘Hay objetos físicos’ ” (36); e
inclusive que “ ‘Hay objetos físicos’ es un sinsentido” (35). Pero
no está tan cerca de Carnap. Carnap habla de un asunto prácti­
co, una elección —una decisión de adoptar un cierto armazón,
o de persistir en su uso. Nada de esto hay en Wittgenstein. “No
es”, dice, “como si nosotros eligiéramos el juego” (317). Y en
otro lugar, aunque se muestra insatisfecho con la expresión, en­
contramos: “Quiero decir: proposiciones de la forma de las
proposiciones empíricas, y no sólo proposiciones de la lógica,
forman los cimientos de todo lo que constituye operar con el
pensamiento (con el lenguaje)” (401). (Hay aquí una alusión
evidente al Tractatus.) Más adelante encontramos, bastante di­
rectamente: “ciertas proposiciones parecen subyacer en todas
las cuestiones y en todo el pensamiento.” La manifiesta inde­
cisión sobre las “proposiciones” es paliada quizás mediante las
observaciones en 319-320, en donde habla de una falta de ni­
tidez en los límites entre regla y proposición empírica y añade
que el concepto de ‘proposición’ no es en sí mismo un concepto
nítido.14
Resumamos ahora las relaciones entre Hume y Wittgenstein.
La postura de Hume parece con mucho la más sencilla. Todo
lo que menciona explícitamente que constituye el armazón de
toda investigación —lo que ha de “darse por sentado en todo
nuestro razonamiento”—se reduce a dos cosas: la aceptación
de la existencia de los cuerpos y de la confiabilidad general
de la formación inductiva de creencias. Esta es la base; y su

H La restricción que Wittgenstein notoriamente se inclina a poner sobre


el concepto de conocimiento, sobre el uso del verbo “saber” o “conocer”, re­
fleja, de manera aún más enfática, la inclinación a restringir la aplicación del
concepto de proposición. Sólo lo que son claramente proposiciones sujetas a
la comprobación empírica son objetos propios del verbo “saber”, dice consis­
tentemente, justamente éstas y sólo ellas pueden ser genuinamente objetos de
duda.
origen está inequívocamente identificado. Estas convicciones,
compromisos o prejuicios naturales inevitables son implanta­
dos inerradicablemente en nuestras mentes por la Naturaleza.
La postura de Wittgenstein es, como hemos visto, al menos
superficialmente más compleja. Primero, las proposiciones o
cripto-proposiciones del armazón, aunque podamos conside­
rar que incluyen los dos elementos huméanos, son presumible­
mente más variadas. En segundo lugar, el armazón es conce­
bido dinámicamente, al menos hasta cierto punto: lo que en
un momento era parte del armazón puede cambiar su status,
puede asumir el carácter de una hipótesis que haya que cues­
tionar y tal vez que falsificar —algunas de las cosas que ahora
consideraríamos como supuestos acerca de agentes o poderes
sobrenaturales caería presumiblemente en esta categoría— en
tanto que otras partes del armazón permanecen fijas e inalte­
rables. Finalmente, y conectado con lo anterior, Wittgenstein
no habla, como lo hace Hume, de una fuente exclusiva de estos
préjugés, a saber, la Naturaleza. Más bien habla de que aprende­
mos, desde la niñez, una actividad, una práctica, una práctica
social —de hacer juicios, de formar creencias— con la que las
cripto-proposiciones tienen una relación especial que él trata
de ilustrar mediante las imágenes del armazón, el andamiaje, el
sustrato, etcétera; esto es, no son juicios que de hecho hagamos
o, en general, cosas que aprendamos o nos sean enseñadas ex­
plícitamente en el transcurso de aquella práctica, sino que, más
bien, reflejan el carácter general de la práctica misma, forman
un marco dentro del cual los juicios que de hecho hacemos se
sostienen unos a otros de una manera más o menos coherente.
A pesar de la mayor complejidad de la postura de Wittgen­
stein, podemos, creo yo, al menos en lo que concierne a las
cuestiones escépticas, discernir una profunda comunidad entre
él y Hume. Comparten la tesis de que nuestras “creencias” en la
existencia de los cuerpos y, hablando toscamente, en la confia­
bilidad general de la inducción, no son creencias fundadas y a
la vez no están expuestas a la duda seria. Están, podría decirse,
fuera de nuestra capacidad crítica y racional en el sentido de
que definen, o ayudan a definir, el área en la que se ejercita aque­
lla capacidad. Intentar confrontar la duda escéptica profesional
con argumentos en apoyo de tales creencias, con justificaciones
racionales, es mostrar una incomprensión total del papel que
de hecho juegan en nuestros sistemas de creencias. La mane­
ra correcta de proceder con la duda escéptica profesional no
es intentar refutarla con argumentos, sino señalar que es ocio­
sa, irreal, una farsa; y entonces los argumentos refutatorios se
mostrarán como igualmente ociosos: las razones presentadas
en aquellos argumentos par a justificar la inducción o la existen­
cia de los cuerpos no son nuestras razones para esas creencias,
y no se convierten en nuestras razones; no hay tal cosa como
las razones por las que sostenemos esas creencias. Simplemente no
podemos evitar aceptarlas como lo que define las áreas dentro
de las que surgen las preguntas acerca de qué creencias debería­
mos racionalmente sostener sobre tal y cual cuestión. La idea
central puede subrayarse refiriéndonos de nuevo a algunos in­
tentos de refutar el escepticismo con argumentos.
Quizá el mejor argumento en contra del escepticismo y en
favor de la existencia de los cuerpos es el argumento cuasi-
científico que mencioné antes: esto es, que la existencia de
un mundo de objetos físicos con más o menos las propiedades
que la ciencia actual les atribuye proporciona la mejor explica­
ción de que se dispone de los fenómenos de experiencia, de la
misma manera como las teorías aceptadas en la ciencia física
proporcionan las mejores explicaciones de que se dispone de
los fenómenos físicos de los que se ocupan. Pero la compara­
ción implícita con la teoría científica simplemente proclama su
propia debilidad. Aceptamos o creemos las teorías científicas
(cuando lo hacemos) justamente porque creemos que ofrecen
las mejores explicaciones disponibles de los fenómenos de los
que se ocupan. Esta es nuestra razón para aceptarlas. Pero na­
die acepta la existencia del mundo físico porque nos proporcione
la mejor explicación disponible... etcétera. Esta no es la razón
de nadie para aceptarla. Quienquiera que sostuviera que esa
es su razón, estaría simulando. Es, como declaró Hume, una
cuestión que naturalmente estamos inclinados a dar por senta­
da en todos nuestros razonamientos y, en particular, en todos
nuestros razonamientos que subyacen en nuestra aceptación de
las teorías físicas particulares.
De manera similar, el mejor argumento en contra del escepti­
cismo respecto de las otras mentes es, probablemente, que dado
que nuestra constitución física no es única, y dada la uniformi­
dad general de la naturaleza tanto en la esfera biológica como
en las otras, es sumamente improbable que uno sea el único
entre los miembros de la propia especie en gozar de estados
subjetivos y de las clases de estados subjetivos de que uno goza
en las clases de circunstancias en las que uno goza de ellos. Pe­
ro, de nuevo, esta no es la razón que uno tiene para creer en la
existencia de otras mentes, de otra gente, sujetos de exactamen­
te el mismo rango de sensaciones, emociones y pensamientos
que aquellos de los que uno se percata en uno mismo. Sim­
plemente reaccionamos ante los demás como ante otra gente.
Pueden desconcertarnos a veces; pero eso es parte de lo que
es reaccionar así. Aquí también tenemos algo que no tenemos
más opción que dar por sentado en todo razonamiento.

5. "Sólo conectar”: el papel de los argumentos trascendentales

Supóngase que aceptamos este rechazo naturalista del escepti­


cismo y de los argumentos contra el escepticismo por ser ambos
igualmente ociosos —por suponer ambos un malentendimiento
del papel quejuegan en nuestras vidas, del lugar que ocupan en
nuestra economía intelectual, aquellas proposiciones o cripto-
proposiciones que el escéptico trata de poner en duda y que su
oponente en la discusión intenta probar. Desde esta perspectiva,
¿cómo deberíamos ver los argumentos de la clase que Stroud
llama “trascendentales”? Evidentemente no como si suminis­
traran el rechazo razonado al que el escéptico perversamente
invita. Nuestro naturalismo es precisamente el rechazo de esa
invitación. De este modo, aun cuando nos sintamos enterneci­
dos por los argumentos trascendentales, estaremos felices de
aceptar la crítica de Stroud y otros en el sentido de que o
bien esos argumentos se apoyan en un simple verificacionis­
mo inaceptable o lo más que pueden probar es cierta clase
de interdependencia entre nuestras capacidades conceptuales y
nuestras creencias; es decir, como expresé antes, que para que
sea posible la formulación inteligible de las dudas escépticas o,
de manera más general, para que sea posible el pensamiento
autoconsciente y la experiencia, tenemos que considerar, o cre­
er, que tenemos conocimiento de objetos físicos externos o de
otras mentes. El hecho de que tal demostración de dependencia
no refute al escéptico no preocupa a nuestro naturalista, quien
repudia tal objetivo. Pero nuestro naturalista muy bien puede
sentirse complacido con la demostración de esas conexiones —si
efectivamente pueden demostrarse—, complacido por las cone­
xiones mismas. Ya que el repudio del proyecto de validación
total de diversos tipos de pretensiones de conocimiento no de­
ja al naturalista sin trabajo filosófico. El lema de E. M. Forster
—“solamente conectar”—es tan válido para el naturalista al nivel
filosófico como lo es para los personajes de Forster (y nosotros)
en el nivel moral o personal. Es decir, al abandonar el proyec­
to irreal de la validación total, el filósofo naturalista abrazará
el proyecto real consistente en investigar las conexiones entre
los elementos estructurales más destacados de nuestro esquema
conceptual. Si realmente están a la mano conexiones tan ceñi­
das como las que los argumentos trascendentales, entendidos
como antes, pretenden ofrecernos, tanto mejor.
Frecuentemente se disputa, por supuesto, tanto en detalle
como en general, si los argumentos de esta clase logran o pue­
den lograr incluso lo más que les permite Stroud. Típicamente,
un argumento trascendental, como ahora se entiende, sostie­
ne que un tipo de capacidad o ejercicio conceptual es necesa­
rio para otro (por ejemplo, que considerar que algunas expe­
riencias consisten en percatarse de objetos en el espacio físico
es una condición necesaria para la autoatribución de estados
subjetivos ordenados en el tiempo, o que estar equipado para
identificar algunos estados mentales en los otros es una con­
dición necesaria para atribuirnos estados mentales a nosotros
mismos). Lo que me interesa ahora no es la cuestión de la vali­
dez de tales argumentos, sino el carácter general de las críticas
a las que es típico someterlos. Típicamente, la crítica es que no
se ha mostrado que lo que se sostiene que es una condición
necesaria sea efectivamente tal y no podría mostrarse que lo
fuera sin que se eliminaran todas las posibles alternativas (o los
candidatos a alternativas), una tarea que no se intenta. El argu­
m entador trascendental siempre está expuesto al cargo de que
aun cuando él no pueda concebir maneras alternativas en las
que pudieran cumplirse las condiciones de posibilidad de cier­
ta clase de experiencia o ejercicio o capacidad conceptual, esta
incapacidad puede deberse simplemente a su falta de imagina­
ción —carencia que lo hace propenso a confundir condiciones
suficientes con necesarias.
No es mi propósito presente investigar qué tan exitosamente
puedan sobrevivir a estas críticas los argumentos de la clase en
cuestión (bajo la interpretación relativamente moderada de sus
objetivos que aquí presentamos); esto es, investigar si algunos
o alguno de ellos es estrictamente válido. Me inclino a pensar
que al menos algunos lo son (por ejemplo, que la autoatribu-
ción supone la capacidad de atribución a otros), aunque tengo
que admitir que muy pocos, si es que alguno, han despertado el
asentimiento universal entre los críticos. Pero, sean o no estric­
tamente válidos, estos argumentos, o sus versiones debilitadas,
continuarán siendo de interés para nuestro filósofo naturalista.
Pues aun si no logran establecer aquellas conexiones ceñidas o
rígidas que prometían inicialmente, al menos señalan o ponen
al descubierto conexiones conceptuales, aunque solamente sea
de un tipo más laxo; y, como ya sugerí, establecer las conexiones
entre los rasgos o elementos estructurales mayores de nuestro
esquema conceptual —exhibirlo, no como un sistema rígida­
mente deductivo, sino como un todo coherente cuyas partes
se sostienen entre sí y dependen unas de otras, entrelazándose
de una manera inteligible—, hacer esto, bien puede parecerle a
nuestro filósofo naturalista la tarea adecuada, o al menos la más
seria, de la filosofía analítica. Como ciertamente me lo parece a
mí. (De allí la expresión “metafísica descriptiva [como opuesta
a validadora o revisionista]”.)

6. Tres citas
Vis-á-vis el escepticismo tradicional, entonces, propongo que
adoptemos, al menos de manera provisional (y todo es provi­
sional en filosofía), la postura naturalista. Y, tal vez, dado que
hemos acoplado a Wittgenstein con Hume al caracterizar e ilus­
trar esta postura, deberíamos darle un calificativo al nombre;
dado que Hume habla sólo de la Naturaleza en donde Wittgen­
stein habla de los juegos de lenguaje que aprendemos desde
la niñez, es decir, en un contexto social, deberíamos llamarla
no simplemente “naturalismo”, sino “naturalismo social”. Sea
cual fuere el nombre, puedo quizás ilustrar el rompimiento que
significa su adopción con otras actitudes con la ayuda de dos
citas: la prim era proveniente del más grande de los filósofos
modernos, la segunda, de un filósofo cuyo derecho al respeto
es menos considerable, pero que, sin embargo, me parece que
está en lo correcto sobre esta cuestión.
En el Prefacio a la segunda edición de la Critica de la razón
pura (Bxl), dice Kant: “siempre es un escándalo para la filosofía
y para la razón universal humana el no admitir la existencia de
las cosas fuera de nosotros [... ] sino por fe y, si a alguien se le
ocurre ponerla en duda, no poder presentarle ninguna prueba
satisfactoria”.
En El Ser y el Tiempo (1.6, párrafo 43) Heidegger replica: “El
‘escándalo para la filosofía’ no consiste en que siga faltando
hasta ahora esta prueba, sino en que se esperen y se intenten sin
cesar semejantes pruebas."
Para completar esta breve serie de citas, aquí tenemos una,
de Wittgenstein nuevamente, que resume las cosas limpiamente
desde el punto de vista naturalista o naturalista social: “Es tan
difícil encontrar el comienzo. O, mejor aún: es difícil comenzar
en el comienzo. Y no tratar de ir aún más atrás.” (471)
Tratar de enfrentar el desafío escéptico, de cualquier manera,
mediante cualquier estilo de argumento, es tratar de ir aún más
atrás. Si hemos de comenzar en el comienzo, tenemos, al igual
que nuestro naturalista, que negam os a aceptar el desafío.

7. Historicismo: y el pasado
Pero ahora, como sugiere el primer pensamiento —por oposi­
ción a lo que él llama el mejor pensamiento—que trae a nuestra
mente la cita de Wittgenstein, surge la pregunta: ¿En dónde es­
tá exactamente el comienzo? En otras palabras, ¿cuáles son esos
rasgos estructurales de nuestro esquema conceptual, los rasgos
del armazón, que tienen que considerarse tanto incuestiona­
bles como más allá de toda validación, pero que se prestan, no
obstante, para la clase de tratamiento filosófico que yo he su­
gerido y que podría llamarse “análisis conectivo”? Hume, en el
Libro I de su Tratado, se concentra, como vimos, en dos de esos
rasgos: el hábito de la inducción y la creencia en la existencia
de los cuerpos, del mundo físico. Wittgenstein parece ofrecer,
o sugerir, una colección más diversificada, aunque mitiga la di­
versificación mediante el elemento dinámico que introduce en
su modo de representar las cosas, lo que permite el cambio:
algunas cosas que en algún momento, o en algún contexto o
relación, pueden tener el status de rasgos del armazón, incues­
tionables o más allá de toda prueba, pueden en otros momentos,
o en otro contexto o relación, convertirse en cuestionables o in­
cluso ser rechazadas; otras son fijas e inalterables. Una parte,
aunque no la totalidad, de la explicación de lo que puede pare­
cer borroso o insatisfactorio en el tratamiento de Wittgenstein
en On Ceriainty es que está peleando en más de un frente. No
sólo está interesado en el armazón común de los sistemas de
creencia humanos en general. También está interesado en indi­
car cómo se pueden representar realistamente los sistemas de
creencias individuales-, y dentro de esa representación se tiene
que dar cabida a lo que pudieran ser proposiciones locales e
idiosincrásicas (tales como, “Me llamo Ludwig Wittgenstein”)
como elementos del sistema de creencias de un individuo y que,
para él, no son ni fundadas ni sujetas a cuestionamiento. Pero,
obviamente, ninguna proposición tal forma parte del armazón
común de los sistemas de creencia humana en general.
Pero ahora podría sugerirse que —aun cuando hiciéramos a
un lado el asunto de los sistemas individuales de creencia—el
hecho de que Wittgenstein admita un elemento dinámico en
el sistema de creencias colectivo pone en cuestión todo el enfo­
que. Anteriormente se mencionó el ejemplo desafortunado de
la convicción de que nadie ha estado tan lejos de la superfi­
cie de la Tierra como la Luna. Uno puede concebir creencias
de mayor envergadura. Ciertamente la visión geocéntrica del
universo —o por lo menos de lo que ahora llamamos el sistema
solar—formó en algún momento parte del armazón del pensa­
miento humano en su totalidad. O, también, alguna forma del
mito de la creación. O alguna forma de animismo. Si nuestro
“marco de referencia”, para usar la frase de Wittgenstein, pue­
de sobrellevar revoluciones tan radicales como la copernicana
(la verdadera revolución copernicana, no la kantiana), ¿por qué
habríamos de suponer que algo sea “fijo e inalterable”? Y si
desechamos ese supuesto, ¿acaso no tenemos que aceptar tran-
quitamente que hay que amoldar nuestra metafísica para que
juegue un papel más modesto —histórico o historicista—, más
o menos en el espíritu de Gollingwood,15 quien declaró que la
metafísica era por cierto esencialmente un estudio histórico, el
intento de explicitar lo que él llamó las “presuposiciones abso­
lutas” de la ciencia del momento? La verdad metafísica sería
relativa a las épocas históricas. La desrelativización podría lo­
grarse sólo asignando explícitamente su sitio histórico a cada
sistema de presuposiciones. (“En tal y cual época era absolu­
tamente presupuesto q u e... ” o “Hoy en día es absolutamente
presupuesto q u e... ”).
De hecho, no hay ninguna razón por la que la metafísica de­
biera someterse mansamente a esta clase de presión historicista.
La m anera humana de ver el mundo está por supuesto sujeta a
cambios. Pero sigue siendo una manera humana de ver el mundo:
una visión de un mundo de objetos físicos (los cuerpos) en el
espacio y en el tiempo que incluye observadores humanos capa­
ces de realizar acciones y de adquirir e im partir conocimientos
(y errores) acerca de sí mismos, de los demás y de cualquier
otra cosa que se encuentre en la naturaleza. Todo esto que for­
ma parte de una concepción constante, de lo que, en palabras
de Wittgenstein, “no está sujeto a alteración o sólo a una alteración
imperceptible", es lo que se abandona con la m era idea de que la
manera humana de ver el mundo sufre alteraciones históricas.
Concuerda con la extrema aversión de Wittgenstein, en su
trabajo tardío, a tratar de manera sistemática las cuestiones,
el hecho de que nunca trató de especificar cuáles aspectos de
nuestra visión del mundo, de nuestro marco de referencia, “no
están sujetos a la alteración o sólo a una alteración impercepti­
ble”; con cuáles aspectos estamos humana o naturalmente tan
profundamente comprometidos que se mantienen firmes, y que
podemos confiar en que se mantengan firmes, a través de to­
das las revoluciones del pensamiento científico o del desarrollo
social. Hasta el momento se han mencionado específicamente,
o han sido tratados con cierta amplitud, sólo aquellos aspec­
tos que tienen pertinencia para ciertos problemas escépticos

15 Collingwood, An Essay in Metaphysics, Oxford University Press, Londres,


1940.
tradicionales, o que muestran la falta de pertinencia de éstos:
concernientes a la existencia de los cuerpos, al conocimiento de
otras mentes y a la práctica de la inducción. No trataré ahora de
hacer una lista ni de embarcarme en la tarea metafísica conecti­
va consistente en exhibir las relaciones e interdependencias de
los elementos de la estructura general. Pero, antes de pasar a
un conjunto de temas diferentes, aunque relacionados con lo
anterior, quiero ahora mencionar un aspecto más de nuestro
pensamiento que parece tener un carácter igualmente inesca-
pable; lo elijo porque tiene importancia para algunas de las
discusiones actuales.
Ha de recordarse que lo que se ha pretendido ha sido, no
ofrecer una justificación racional de la creencia en objetos ex­
ternos y en otras mentes, o de la práctica de la inducción, sino
presentar los argumentos escépticos y los contra-argumentos ra­
cionales como igualmente ociosos —no carentes de sentido, sino
ociosos—ya que lo que está aquí enjuego son compromisos ori­
ginales, naturales, inevitables, que no elegimos y no podemos
abandonar. El compromiso adicional de este tipo que, ahora
sugiero, deberíamos reconocer, es la creencia en la realidad del
pasado y en su carácter determinado. Vale la pena mencionarlo
en este momento, no porque sea tema de algún desafío escépti­
co tradicional, sino porque actualmente es el tema de un desafío
proveniente de cierta clase de antirrealismo moderado o limita­
do que se basa en una teoría particular —cuasi-verificacionista—
del significado.36 Podría, por supuesto, ser un tema para un
desafío escéptico, para un desafío que, dándole la forma con la
que Russell se divirtió en alguna ocasión, podría expresarse así:
“No tenemos ninguna garantía, ningún conocimiento cierto, de
que el mundo no empezó a existir hace sólo cinco minutos; toda
la experiencia actual, incluyendo nuestros recuerdos manifies­
tos, podría ser tal y como es y ser consistente con el hecho de
que eso fuera el caso.” Sin embargo, el desafío actual es diferen­
te. Dicho toscamente (algunos de los que proponen el desafío
dirían probablemente que esto es demasiado tosco), respecto
de las cuestiones acerca del pasado, admite que hay un hecho

16 Cf. Michael Dummett, “The Reality o f the Past”, en Truth and Other
Enigmas, Duckworth, Londres, 1978.
pertinente que determina la cuestión en aquellos casos que es­
tán dentro de los límites de lo que alcanzan (o que se sabe que
pueden alcanzar) nuestros recuerdos o algunas pruebas que los
confirm en o los falsifiquen concluyentemente; pero no admite
que haya ningún hecho pertinente que determine la cuestión
en los otros casos. Sólo aquellas preguntas sobre el pasado que
podemos responder (o que podemos colocarnos en la situación
de responder) tienen respuestas, verdaderas o falsas. (Un heri­
do de muerte por esta concepción es la lógica estándar —a la
que se le quita la ley del tercero excluido.) Se puede dedicar
una gran sutileza argumentativa tanto para presentar esta con­
cepción como para tratar de refutarla. Mi interés presente no
es contestar con argumentos, sino sugerir, nuevamente, que los
argumentos en cualquiera de las dos direcciones son ociosos, ya
que la creencia en la realidad y el carácter determinado del pa­
sado es parte de aquel armazón general de creecias con las que
estamos inevitablemente comprometidos, como la creencia en
la existencia de objetos físicos y la práctica inductiva de formar
creencias. Ciertamente sería difícil separar de aquella concep­
ción del pasado la concepción que tenemos de los objetos y
nuestra aceptación de creencias formadas inductivamente. To­
das forman parte de nuestra metafísica natural cuyos elementos
se apoyan mutuamente. Estamos igualmente complacidos de re­
conocer, con el poeta, que muchísimas flores nacen para abrirse
sin ser vistas y, con el metafísico naturalista, que muchísimos
hechos históricos están destinados a permanecer inverificados
e inverificables por las generaciones subsecuentes.

[Traducción de Margarita M. Valdés]


POSIBILIDAD Y ANÁLISIS CONCEPTUAL
PRUEBAS TRASCENDENTALES EN LA CRÍTICA D ELA
RAZÓN PURA *

MANFRED BAUM

1. Las debilidades de los argumentos trascendentales

Uno de los grandes efectos de la filosofía crítica es haber provo­


cado el descrédito de lametafísica como ontología y como “meta-
physica specialis". Incluso los sistemas metafísicos del “idealismo
alem án” tienen sus raíces, según los entendieron sus propios
autores, en la percepción kantiana de que la metafísica “dogmá­
tica” es imposible. Cuando surgió el neokantismo en Alemania,
hacia finales del siglo XIX, se pensó que la esencia de la filo­
sofía crítica de Kant radicaba en su conexión intrínseca con las
ciencias naturales, especialmente con la física newtoniana. A la
Crítica de la razón pura ya no se le reconocía ningún interés en
tanto que crítica sistemática de todo intento posible de conocer
lo suprasensible, ni como intento de rescatar la libertad de la
voluntad, que se consideraba indispensable para la moral; to­
davía con m enor seriedad se la tomaba en cuanto destrucción
de una ontología deductiva al estilo de Chrisüan Wolff. El efec­
to de la prim era Crítica fue tan abrum ador que prácticamente
se ha convertido en un lugar común considerar que la tarea
que corresponde a la filosofía teórica es la fundamentación de

* Originalmente “Transcendental Proofs in the Critique of Puré Reason”,


en P. Bieri, R.-P. Horstmann, y L. Krüger (eds.): Trascendental Arguments and
Science. Reidel, Dordrecht, 1979. pp. 3-2 6 . Traducido y publicado con el per­
miso del autor y de Kluwer Academic Publishers.
la experiencia cotidiana y científica. ¿No había enseñado Kant,
acaso, que todo conocimiento (teórico) cae dentro de los límites
de la experiencia efectiva o posible y que nuestros conceptos,
incluso los matemáticos, carecerían por necesidad de todo sen­
tido y significación si se rebasara el campo de la experiencia
posible? Con ello, el filósofo parecía adelantar la tesis funda­
mental del positivismo del Círculo de Viena, que afirm aba que
toda oración no analítica y no susceptible de ser verificada o
falsada por la experiencia, simplemente carece de significado.
No obstante, ya que bajo esta lectura Kant había ligado la suer­
te de su filosofía teórica al desdno de la física newtoniana, ella
misma tendría, por tanto, el mérito de poseer carácter científi­
co. Pero una vez que Frege y Russell em prendieron la tarea de
mostrar que la matemática es una parte de la lógica, y por ende
una teoría puramente analídca, y tras el derrocamiento de la
física newtoniana por Einstein, pareció que la prim era Crítica
se había vuelto irremediablemente obsoleta. De m anera que al
analista de la Crítica de la razón pura sólo parecía quedarle la
elección ingrata entre una irrelevante crítica de la metafísica y
una filosofía de la ciencia interesante, pero anticuada.
Sin embargo, desde la aparición de Individuáis, de Strawson,1
parecería que hay una tercera posibilidad de entender la Críti­
ca, a saber, leerla como un ensayo de metafísica descriptiva que
se propone describir la estructura efectiva de nuestro pensa­
miento acerca del mundo, es decir, el esquema conceptual que
constituye el fundamento de toda experiencia humana, sin verse
modificado por la historia. Al leerse la Crítica como un ensayo
de metafísica descriptiva desaparece el peligro de que la filoso­
fía pudiera convertirse en “el búho de Minerva” de las ciencias
empíricas en su desarrollo histórico. Al usar esta expresión en
1900,2 Max Scheler criticó la m anera neokantiana de entender
a Kant antes incluso de que apareciera la teoría de la relatividad
de Einstein, es decir, antes de que el crepúsculo cayera sobre la
mecánica newtoniana.

1 P. F. Strawson, Individuáis, Londres, 1959 [hay traducción castellana],


2 M. Scheler, Die transzendentale und die psycologische Methode, Leipzig,
1900, pp. 56 y s. [hay traducción castellana].
Así, Strawson tiene justificación contra una interpretación
(neokantiana) como la planteada por (Collingwood y) Kórner,
al oponerse a tomar los principios del entendimiento puro que
prueba Kant en la Criticas simplemente como las presuposicio­
nes de la física newtoniana de su tiempo, principios que (según
Kórner) debieran sustituirse por otros. Si Kórner tuviera razón,
habría de suponerse que el propósito de Kant era descubrir
únicamente los fundamentos del entramado conceptual de su
época, dentro del que los científicos planteaban sus problemas y
formulaban sus soluciones; tales andamiajes conceptuales nun­
ca son objeto de refutación directa, sino que, antes bien, se les
abandona silenciosamente conforme la ciencia progresa. Pero
esto significaría que Kant de ninguna manera buscó ni halló
las condiciones universalmente necesarias para la posibilidad
de cualquier experiencia de objetos. Esta interpretación con­
tradice llanamente todo lo que Kant dijo sobre sus propósitos
y sus logros. La “concepción meramente histórica” (p. 121) no
es de ningún modo una interpretación de la teoría kantiana
del conocimiento, sino más bien su refutación. Incluso si Kant
hubiera tenido éxito en alcanzar los primeros principios me-
tafísicos de la ciencia natural newtoniana, su empresa habría
dejado de poner en claro los principios de toda metafísica futu­
ra que pudiera contarse entre las ciencias. Hasta aquí, Strawson
ciertamente tiene razón.4
Pero puede mostrarse que una objeción planteada por Kór­
n er3 contra el presunto método trascendental de Kant es válida,
de hecho, contra los argumentos trascendentales en el sentido
de Strawson. Existe la dificultad de que Strawson nunca mencio­
na los argumentos trascendentales en su libro sobre Kant, por
lo qué la manera como entiende esta frase tiene que recogerse
de su libro Individuáis. Allí se da un ejemplo de lo que sería un
argumento trascendental: “dada cierta característica general

' P. F. Strawson, The Bounds of Sense, Londres, 1966, pp. 118 y s. [hay
traducción castellana].
4 Pero Cf. Bounds. . ., pp. 23 y 28, en que la intención que aquí se critica
queda atribuida al propio Kant.
•r> “The Impossibility o f Transcendental Deductions”, en: Kanl-Studies To­
day, L. W. Beck (comp.), La Salle, 111., 1969, pp. 230-244. Ver supra.
del esquema conceptual con que contamos para la identifica­
ción de particulares, se sigue que los cuerpos materiales deben
ser los particulares básicos” (p. 40). No es muy fácil señalar
qué es lo trascendental en este argumento, pero lo tomo como
sigue: uno puede decir cuáles son los objetos fundamentales
(de nuestra experiencia), si ellos tienen que cumplir las condi­
ciones sólo bajo las cuales es posible para nosotros identificar
objetos (es decir, un determinado esquema conceptual). Pero la
afirmación decisiva está aún por venir. Según Strawson, no es
el caso que, por un lado, un esquema conceptual plantee cierto
problema con la identificación de objetos, mientras que, por
otro lado, ciertos objetos materiales hagan posible resolver el
problema (al cumplir las condiciones para la identificación de
objetos). En lugar de esto, dice Strawson, “el problema existe
sólo porque la solución es posible. Lo mismo pasa con todos los
argumentos trascendentales” (p. 40). Ello debe significar que
sólo porque siempre hemos sido capaces de identificar objetos
materiales, es posible investigar las condiciones bajo las cuales
podemos hacerlo (a saber, cierto esquema conceptual). Si te­
nemos esto en mente al leer el libro de Strawson sobre Kant y
buscamos allí una línea paralela de pensamiento, la hallamos,
por ejemplo, en su descripción de lo que es una “investigación
trascendental” (p. 18). Su objeto es “la estructura conceptual
que está presupuesta en toda investigación empírica” o, dicho
en otras palabras, es una “teoría de la experiencia”, en el sentido
de que examina las condiciones de cualquier experiencia posi­
ble mediante un método apriori (p. 18). En su “Recapitulación
general” de la primera Crítica, Strawson presenta el concepto
de “síntesis” como el fundamental para la deducción de las ca­
tegorías. No obstante, rechaza este concepto porque tanto él
como su correlato, la creencia en datos sensoriales inconexos
que serían los materiales sobre los cuales el proceso de síntesis
se ejecuta, pertenecen a un modelo idealista de explicación del
conocimiento —es decir, a una “psicología trascendental” que
no puede pretender ser verdadera. Pues si los datos inconexos y
la síntesis son condiciones previas del conocimiento empírico,
ellos mismos no pueden conocerse empíricamente. Sólo queda,
entonces, una ruta por la que puede mostrarse que la deducción
de las categorías es un argumento viable: consiste en tomar la
deducción como un análisis del concepto de experiencia en ge­
neral, para mostrar “que cierta objetividad y cierta unidad son
condiciones necesarias de la unidad de la experiencia” (p. 31
y ss.). Este argumento es “estrictamente analítico” {Cf. pp. 32,
73).6
A partir de estas pocas observaciones sobre el enfoque de
Strawson, queda en claro en qué sentido la argumentación de
Kant es un “argumento trascendental”: (1) Strawson piensa que
es preciso reconstruir la teoría kantiana sobre las condiciones de
cualquier experiencia posible como un argumento que es analí­
tico, porque primeramente supone el concepto de experiencia
en general, y luego se pregunta qué es lo que lo hace posible.
(2) Que la experiencia sea posible es algo que se desprende del
hecho (evidente y, por tanto, silenciado) de que ella existe, cosa
que al parecer sabríamos empíricamente —a diferencia de los
factores previos antes mencionados, que supuestamente hacen
posible la experiencia. En conjunto, ambas suposiciones signi­
fican que el problema de la identificación de objetos ciertos de
experiencia, mediante un determinado esquema conceptual, es­
tá siempre resuelto de antemano.
Kórner comparte estas dos presuposiciones de Strawson en
su interpretación de Kant. No es injusto, pues, presentar breve­
mente su objeción a los argumentos trascendentales, sin entrar
en mayores detalles de la interpretación de Strawson. Pero la
objeción de Kórner está dirigida contra Kant mismo, por lo que
él habla de “deducciones trascendentales”, no de “argumentos
trascendentales”. La objeción es muy simple: si las categorías, o
los principios que de ellas se derivan, no son solamente condi­
ciones suficientes, sino también necesarias para la posibilidad
de la experiencia, entonces además de su aptitud para explicar

Strawson desea alcanzar las condiciones necesarias de la experiencia


mediante un análisis del concepto de experiencia. Todas las partes del de-
finiens, contenidas en el concepto, son necesarias para la posibilidad de la
experiencia. Pero el hallazgo de los caracteres del concepto de experiencia no
podría dejar establecida la posibilidad de la experiencia misma. Si, por otro
lado, las “condiciones" han de entenderse como las razones por las cuales la
experiencia es posible, dichas razones deben ser suficientes o insuficientes.
Para explicar la posibilidad de la experiencia, entre otras rosas, la síntesis que
Strawson rechaza es necesaria.
la experiencia, habría que demostrar también el carácter único
del esquema conceptual que posee esta capacidad. Si en una
deducción trascendental sólo se muestra que la experiencia es
posible, y cómo es posible, por vía de las categorías (o los prin­
cipios), no se habrá demostrado así que únicamente mediante
esas categorías o principios puede establecerse la posibilidad
de la experiencia. Otras categorías y principios podrían cum­
plir también esa tarea.
Esta objeción contra las “deducciones trascendentales” tal
como las entiende Kórner,7 es correcta y vale, entre otros, con­
tra los “argumentos trascendentales” de Strawson. Pues no hay
diferencia alguna en el método si se toma, como hecho dado
que tiene que ser explicado, la geometría euclideana, la física
de Newton o la experiencia cotidiana, y se averiguan analíti­
camente sus condiciones en las categorías y los principios. Lo
que tiene que reprocharse a los argumentos trascendentales en
general no es que sean trascendentales, sino que sean analíti­
cos. Y que el método de Kant, al menos en cuanto tiene cierta
plausibilidad, es analítico, es algo que creen tanto Kórner como
Strawson.
Es cierto que Kant emplea el método analítico en los Pro­
legómenos. Allí se pregunta: ¿cómo es posible la matemática?,
¿cómo es posible la ciencia natural pura?, ¿cómo es posible la
naturaleza? Esta última pregunta se toma como equivalente de
la cuestión: ¿cómo es posible la experiencia? Al hacer estas pre­
guntas, Kant sigue el método analítico, o mejor, regresivo, que
la misma obra describe: “El método analítico... significa única­
mente que se parte de lo que se investiga, como si fuese dado, y
se asciende hasta las condiciones exclusivamente bajo las cuales
es posible” (Ak IV, 276n).* Todas las preguntas antes menciona­
das inquieren por las condiciones de la posibilidad de algo que

7 Eva Schaper ha criticado convincentemente a Koraer. Sus argumentos


concuerdan en parte con lo que aquí sostiene la sección III. Cf. E. Schaper,
“Arguing Trascendentally”, en: Kant Studien, 63 (1972), pp 101-116. (El ar­
tículo de Schaper aquí incluido es un resumen del que m enciona Baum. [TV.
de la Comp.])
* En las citas de las obras de Kant, ‘A klV , 276’, remite al Vol. IV, p. 276 de
la edición de la Academia Prusiana, A las dos ediciones originales de la Crítica
de la razón pura (y de la Crítica de la facultad de juzgar) se remite mediante 'A’
está supuesto como un hecho dado, sea la matemática, la física o
la experiencia. Ello no indica, desde luego, que la Critica no pro­
cure en forma alguna obtener conocimiento [insight] acerca de
la posibilidad de la ciencia y la experiencia, conocimiento que
antes bien presupondría como un hecho. Al contrario, significa
que los resultados que la Crítica alcanza por el método sintéti­
co (o progresivo) constituyen, por razones didácticas, el punto
de arranque de la presentación de los Prolegómenos. Los Prole­
gómenos proceden en esta forma para destacar, tanto como sea
posible, la relevancia que para la ciencia y la experiencia poseen
los resultados conseguidos por el método sintético. Uno de los
propósitos de Kant en los Prolegómenos es subrayar la diferencia
entre su propia teoría y el idealismo de Berkeley. Berkeley pro­
yectó serias dudas sobre campos importantes de la matemática,
así como sobre la aplicación de la matemática al conocimiento
de la naturaleza, e incluso sobre la posibilidad de la natura­
leza material misma. Es por ello que Kant insiste en aquellos
aspectos de su propia teoría que se oponen diametralmente a
la de Berkeley. En la propia Crítica hay trazas de este modo de
abordar su filosofía, pues Kant incorporó algunos pasajes de
los Prolegómenos en la Introducción a la segunda edición de la
Crítica. Así se explica por qué está tan difundida esta m anera
de entender el método kantiano. Además, en la prueba de los
principios de hecho hay partes analíticas, donde se procede ra­
zonando “en reversa” hacia las condiciones de posibilidad de
la experiencia, como se mostrará en la sección 3. Esto puede
bastar para explicarnos por qué se pensó que la argumentación
kantiana configura “argumentos trascendentales”.
Las debilidades de los argumentos trascendentales son las
del método analítico. Este método surge en la matemática grie­
ga, se ha discutido desde los días de Platón y Aristóteles, y está
descrito con detalle en un pasaje de Pappus muy comentado;8
en él se supone dada una proposición, para preguntarse por
las premisas de las que se sigue. A hora bien, está claro que al

y 'B'. Utilizo la versión inglesa de Kemp Smith, con algunas m odificaciones


donde parece conveniente.
8 Cf.J. Hintikka y U. Remes, The Method of Analysis. It's Geometrical Origin
and it’s General Significance, Dordrecht, 1974, y la bibliografía que allí se indica.
investigarse así las razones de la verdad de una proposición,
(1) puede llegarse a más de una razón, o sea que es posible
alcanzar más de una condición suficiente (proposición), de la
que la proposición dada puede seguirse (vide Kórner). (2) La
verdad de ninguna de estas condiciones suficientes queda ga­
rantizada por ser verdadero su corolario (exfalso quodlibet). De
aquí se sigue que por el método analítico no puede probarse
la verdad de la proposición supuesta, salvo en aquellos casos
en que se conoce de antemano la verdad de las premisas. Por
lo tanto, la verdad de las premisas no se desprende de su capa­
cidad para establecer proposiciones verdaderas, sino que, con
este fin, debe presuponerse. Si la verdad de las premisas no se
asienta en forma independiente, ellas sólo podrán considerarse
como hipótesis. Aplicándose a la argumentación kantiana, esto
significa que, entre otras, la ley causal tendría el status de una
hipótesis que podría dar cuenta de la posibilidad de la experien­
cia, pero no por ello precisa ser verdadera.9 (3) Finalmente, si
los principios pudiesen afirm ar su validez solamente por ofrecer
una base para explicar la experiencia presupuesta, Kant habría
formulado una m era tautología.10 La razón de la validez de una
condición de la posibilidad de la experiencia estaría en que fuese
una condición de posibilidad de la experiencia. Si la experiencia
se torna posible debido a algo que solamente puede pretender
validez en cuanto condición de posibilidad suya, entonces en
último térm ino la experiencia posible se funda en eso: en ser
posible.
Kant nunca usó argumentos trascendentales en la Critica por­
que conocía esta peculiaridad del método analítico. Por ende,
ya que Kant no desarrolló una metafísica descriptiva ni ningu­
na otra teoría de la experiencia, la Crítica de la razón, pura debe
considerarse como lo hacía su autor: como una “metafísica de
la metafísica” (Ak X, 269).
En lo que sigue, trataré de mostrar que hay una teoría de
la experiencia inherente a la Crítica de la razón pura, pero que

9 Esta objeción fue propuesta por Adickes en: Die Deutsche Philosophie in
Selbstdarstellungen, Leipzig, 1921, Vol. 2, p. 10.
10 Ésta es la objeción de F. A. Lange en su Geschichte des Materialismos,
Leipzig, 1902, Vol. 2, p. 131.
sólo puede entendérsela adecuadamente tomándola como res­
puesta a la pregunta por la posibilidad de la metafísica —o más
precisamente, de la ontología. Es para contestar esta pregunta
para lo que necesitamos apoyarnos en pruebas trascendentales,
pruebas cuya finalidad es establecer conocimiento trascenden­
tal. La posibilidad de la experiencia depende, para Kant, de
este conocimiento cuasi-ontológico.

2. Las pruebas trascendentales como una tarea de la ontología

Para Kant, las proposiciones trascendentales poseen, o requie­


ren, pruebas trascendentales si es que han de considerarse ver­
daderas. Antes de distinguir distintos tipos de argumentaciones
y deducciones trascendentales, y para estudiar sus relaciones
mutuas, necesitamos una explicación preliminar del concepto
de lo “trascendental” y de lo que caracteriza a las pruebas tras­
cendentales en general.
En cierto sentido, la filosofía trascendental no se distingue de
la ontología, es decir, de la teoría filosófica sobre los predicados
más universales de las cosas en general. Este uso del término
“filosofía trascendental”, que depende de la noción tradicional
de lo trascendental, se halla presente al decir Kant que ella se
ocupa del entendimiento (y de la razón) mismos “en un siste­
ma de conceptos y principios que se relacionan con los objetos
en general sin suponer objetos que puedan ser dados” (B 873).
Tal sistema es la “ontología” (Ibid.). Lo que aquí se dice sobre
la filosofía trascendental, a saber, que trata del entendimiento
mismo en sus operaciones —es decir, independientemente de
si los objetos le son dados o no—se sigue del hecho de que el
entendimiento, en sus conceptos y principios trascendentales,
se refiere universalmente a los objetos en general, es decir, a
todos los objetos posibles. Más precisamente, el entendimiento
trata de esos objetos posibles sólo en cuanto son posibles, o en
su posibilidad. A hora bien, al concepto y esencia (y por tanto,
a la posibilidad) de un objeto en general, le pertenece el ser
un objeto de conocimiento o, al menos, de pensamiento. Por lo
tanto, una teoría universal de los objetos posibles en general,
una ontología, debe tratar del entendimiento como una facultad
de conocimiento y pensamiento; pues el entendimiento mismo,
con sus operaciones, es la única cosa en común para todos los
objetos posibles, cualesquiera que sean sus diferencias concebi­
bles. Un sistema de los conceptos y principios del entendimiento
puro es, pues, al mismo tiempo, un sistema de ontología —o lo
sería, si el entendimiento puro se bastara para conocer un ob­
jeto. Dado que esto no es así, el plan para una ontología no
pasa de ser una presunción. Sobre las cosas en general, sin to­
mar en cuenta que pudieran dársenos en una intuición (para
nosotros, necesariamente sensible), no puede demostrarse la
verdad de proposiciones a priori no analíticas tales como, por
ejemplo, el principio de causalidad. Debido a ello, el “orgullo­
so nom bre” de una ontología debe rechazarse en favor del más
modesto de “analítica del entendimiento puro”. Esta analítica
se encarga de la tarea de la filosofía trascendental. Sin em bar­
go, el sentido anterior y ahora problemático de “trascendental”
(= “ontológico”) conserva su validez. Los predicados ontológi-
cos (categorías) son ahora conceptos del entendimiento puro y
ofrecen principios “trascendentales”, es decir, principios “por
los que se representa [una] condición general apriori, exclusiva­
mente mediante la cual pueden las cosas convertirse en objetos
de nuestro conocimiento en general” (Crítica de la facultad de
juzgar, Bxxix). Para hallar las condiciones necesarias a priori
sólo bajo las cuales puede haber un “objeto de nuestro conoci­
miento”, además de un análisis de la intuición (sensible) como
una condición bajo la cual puede un objeto sernos dado, se re­
quiere un análisis de nuestro entendimiento en cuanto facultad
de conocimiento que resulta insuficiente si se la considera por
sí sola. Respecto de esta clase de autoconocimiento, debe consi­
derarse la multicitada afirmación de que es trascendental aquel
conocimiento “que se ocupa no tanto de los objetos en general
como de nuestro modo de conocerlos,11en cuanto éste debe ser
posible a priori” (B 25). Las intuiciones puras y los conceptos
puros, en tanto los dos modos a priori de conocimiento que se
requieren recíprocamente, son los temas de la filosofía trascen­
dental. Juntos, podrían proporcionarnos el conocimiento más
universal, no acerca de las cosas en general, sino sobre las co­
sas en general que pueden sernos dadas y son suscepdbles de

11 Acepto aquí la lección de Mellin.


ser conocidas por nosotros. Un elemento de este conocimiento
trascendental que debe establecerse mediante pruebas trascen­
dentales, es la ley causal.
Una peculiaridad de las pruebas u ascendentales es que para
cada proposición trascendental sólo puede haber una prueba.
Esto se sigue del hecho de que las proposiciones trascenden­
tales no pueden fundarse en la intuición de objetos (sea ésta
pura o empírica), sino que, de ser verdaderas, su verdad debe
mostrarse simplemente mediante conceptos —sin ser por ello
analítica. Un principio trascendental, tal como la ley causal, es
una proposición sintética de este tipo, en la que una totalidad de
sujetos está representada mediante un concepto (“todo lo que
acaece”) y de ella se predica algo (“tiene una causa”). Esta es
una proposición universal (afirmativa, categórica) y apodíctica.
Dado que la proposición es universal, el concepto del sujeto no
puede expresar diferencias entre eventos; hay sólo un concepto
para representarlos a todos ellos. Y puesto que la proposición es
estrictamente universal y no permite excepciones, ella expresa,
a pesar de ser sintética, algo que pertenece al concepto de un
evento; todo evento tiene, como tal, una causa, o pertenece a la
esencia de un evento el tener una causa: he aquí lo que la pro­
posición afirm a en cuanto trascendental. Puesto que “esencia”
no significa sino la “posibilidad interna” de una cosa, podría
decirse también que entre las condiciones que en conjunto ha­
cen posible un evento, está la de tener una causa. Todo esto se
sigue del carácter trascendental de la proposición, es decir, de
que ella afirme universalmente algo esencial sobre su objeto.
O mejor, como lo formula Kant: “en el caso de las proposicio­
nes trascendentales... partimos siempre de un solo concepto,
y afirmamos la condición sintética de la posibilidad del objeto,
de acuerdo con este concepto” (B815). En nuestro ejemplo, el
concepto es “evento”, y el objeto que se determina de acuerdo
con él (i.e., en su esencia) es el evento mismo. Al predicarse
“todo evento es causado”, se formula una aserción sobre un ob­
jeto que el concepto del sujeto representa, donde el concepto
del predicado (“causado” o “efectuado") no contiene una pro­
piedad contingente, sino algo que pertenece a la esencia de la
cosa, “evento”. Esto quiere decir que el objeto tomado como la
cosa que el concepto “evento” representa, no sería posible de no
estar causado; pero ello no significa que mediante un análisis
del concepto “evento” pudiera saberse que todo evento tiene
una causa. Pues entonces la proposición sería analítica y no
requeriría prueba alguna, en particular no dependería de una
prueba u ascendental. El predicado indica la condición de la po­
sibilidad, no del concepto “evento”, sino de los eventos mismos
(“de acuerdo con” su concepto). En la proposición, el predica­
do se añade sintéticamente al concepto del sujeto, sin ser una
determinación contingente del objeto “evento”. En otras pala­
bras, tener una causa no es parte de la definición del concepto,
sino de la esencia real del evento.
Ahora bien, en el concepto de los eventos está incluido el
ser una especie de objetos; si pudiera mostrarse que a la obje­
tividad del objeto “evento” pertenece algo (digamos, el tener
una causa), entonces cualquier condición de la posibilidad de
este objeto pertenecerá a la esencia de los eventos, aunque no
pudiera hallarse en su concepto específico. Mediante esta con­
sideración, sin embargo, la proposición “todo evento tiene una
causa” de nuevo parece volverse analítica. Pues si form ara par­
te del concepto del objeto en general el tener una causa, la ley
causal como proposición sobre cierta especie de objetos sería
analítica. El concepto de una causa (o de ser causado), sin em­
bargo, no está contenido en el concepto de un evento, ni en el
de un objeto. Como veremos, puede mostrarse que él es una
condición sólo bajo la cual hay algo objetivo que en nuestro
conocimiento corresponde al concepto de un evento. Así pues,
la ley causal como proposición sintética (no analítica) dice algo
acerca de la condición de la posibilidad de objetos que pueden
ser conocidos por nosotros según cierto concepto, a saber, el
de “eventos”. Sólo puede mostrarse apropiadamente que esta
proposición, que es trascendental en el sentido indicado, es ver­
dadera, si se consigue demostrarla como (la única) condición
de la posibilidad de ciertos objetos, en cuanto ellos pueden ser­
nos conocidos.
Los eventos para los cuales la ley causal es universalmente
válida son cambios de estado de sustancias que nos son empíri­
camente dados y pueden hallarse en el tiempo. La percepción
de esos eventos no puede legitimar por sí misma el uso de la
categoría de causalidad, sino que, a lo sumo, puede correspon-
derle. Pero si hay una prueba trascendental de la ley causal,
debe haber una conexión necesaria, a través de una tercera co­
sa, entre los eventos como tales y el concepto de causalidad.
Más precisamente, el ser causado de los eventos debe ser la ra­
zón de la objetividad de los eventos. Pero puesto que la ley es
una proposición sintética, dicha conexión sólo puede sostener­
se mediante una tercera cosa. Según su concepto, los eventos
se piensan como una especie de objetos o como algo objetivo;
pero no es una tautología, y por tanto no constituye una nece­
sidad analítica sino sintética, el que para nuestro conocimiento
ellos hayan de ofrecer la objetividad que su concepto contiene.
Siempre podría darse el caso de que no hubiese en absoluto ob­
jetos que correspondieran al concepto de un evento, entendido
como una sucesión objetiva de estados de sustancias.
Kant siempre insiste en el carácter empírico de la relación
entre percepciones que corresponde a la categoría. Los princi­
pios anticipan la experiencia, pero únicamente en lo que atañe
a su forma. Ellos son sólo los principios de la investigación y no
constituyen por sí mismos ningún conocimiento determinado
de los objetos de la experiencia. Pues las categorías, que son los
predicados de los principios, son sólo “conceptos indetermina­
dos de la síntesis de sensaciones posibles” (B751). En lo que
respecta a la ley causal,12 esto significa que ella es un principio
para la síntesis de intuiciones empíricas posibles, bajo cuya guía
debe buscarse aquello que corresponde a la categoría de causa.
Esto es “lo real, de lo que siempre que arbitrariamente es pues­
to, algo más siempre se sigue” (B 183). Dicho “algo más” es el
evento producido como efecto, cuya causa puede determinarse,
de la m anera recién indicada, mediante un experimento.
Parece haber contradicción entre el carácter trascendental
de los principios y la afirmación de que (incluyendo la ley cau­
sal) se refieren a la experiencia posible, únicamente en la cual
puede hallarse la conexión de percepciones que corresponde
a la categoría en la esfera del objeto. Especialmente, la tercera
cosa que debería permitir la prueba de una proposición sinté­

12 Al Prof. Klaus Reich debo el estar consciente de la importancia del


m étodo experimental para la prueba de la segunda analogía, así com o de
detalles de su estructura.
tica a priori (por ejemplo, la ley causal) parece completamente
inadecuada para esta tarea, si es que hubiera de encontrarse al
nivel de la experiencia. Esta tercera cosa debe, según lo que has­
ta ahora se ha dicho, tanto hallarse incluida de algún modo en
la experiencia como poseer un carácter no empírico. Ello es la
“experiencia posible” (B 794) o, más precisamente, la “posibili­
dad de la experiencia” (B 264), o, mejor aún, la “condición de la
determinación temporal en una experiencia” (B 761, Cf. B 264).
Una prueba de la ley causal (entre otros principios) se torna po­
sible mediante esta tercera cosa. Entonces, la proposición “todo
lo que acontece, es decir, lo que comienza a ser, presupone algo
de lo que se sigue de acuerdo a una regla” (A 189) sólo puede
probarse para objetos de la experiencia como tales, y en cuan­
to son susceptibles de experimentarse. Y esta posibilidad de la
experiencia que, entre otras, expresa la ley causal, es algo que
no solamente precede a toda experiencia determinada, sino asi­
mismo a todos los objetos posibles de la experiencia, en cuanto
condición de su posibilidad. Pues a los objetos que sólo pue­
den convertirse en objetos para mí en una experiencia posible,
necesariamente les subyace aquella condición bajo la cual di­
cha experiencia resulta posible. Por lo tanto, si la ley causal es
una de estas condiciones, en cuanto elemento del conocimien­
to sintético a priori ella no sólo es posible, sino hasta necesaria
(B 151). De hecho, al presuponerse que algo es objeto de la ex­
periencia posible, la ley causal se convierte en una proposición
apodíctica si y sólo si puede mostrarse que ella es una condición
de posibilidad de la experiencia.
Kant alguna vez sostuvo (en un sentido que quedará en claro
en la sección 3) que la ley causal es condición de posibilidad
de la experiencia, afirm ando que hace posible aquello mismo
mediante lo cual ella misma puede probarse, a saber, la expe­
riencia. Kant dice que el principio de causalidad tiene la pe­
culiaridad “de ser él mismo quien hace posible el fundamento
de su prueba, es decir, la experiencia posible, y que siempre
hay que presuponerlo en esta experiencia” (B 765). Es costum­
bre considerar que esta afirmación admite la existencia de un
círculo en la prueba del principio (con lo que se documenta el
triunfo del empirismo sobre el apriorismo). Porque si una pro­
posición originalmente hace posible aquello mediante lo cual
ha de probarse, parece hacerse posible a sí misma, o parece
necesario presuponerla en su propia prueba.
Pero el pasaje sólo dice que el “fundamento de la prueba” de
la ley causal es, en algún sentido, la experiencia, o mejor, que
aquélla puede afirmarse como válida para todos los eventos
reales si se consigue establecerla como una condición para que
sea posible la experiencia de dichos eventos —lo cual significa:
como condición no independiente de la cualidad de (poder)
ser experimentada. En otras palabras, podrá demostrarse co­
mo presupuesto de un determinado tipo de experiencia, o no
será posible demostrarla en absoluto. Esto significa que en es­
ta prueba debe procederse a partir de la presuposición de que
la experiencia en general es posible, para después únicamen­
te m ostrar cómo una experiencia determinada es posible sólo
gracias a este principio. Mientras la experiencia determinada
se torna posible gracias a éste, la proposición misma sólo pue­
de probarse mediante el presupuesto de que la experiencia en
general es posible. Así pues, no es cierto que la ley causal haga
posible la experiencia, que a su vez hace posible la ley causal.
Antes bien, la ley establece la posibilidad de cierta clase de ex­
periencia (la que atañe a eventos) y, por tanto, de sus respectivos
objetos; pero ella sólo puede probarse, a su vez, mediante el pre­
supuesto general de que la experiencia en general es posible —lo
cual debe ser cierto independientemente de esta relación.
La cuestión que debe discutirse ahora es si efectivamente
puede contarse con la última posibilidad, y por qué. Si la ra­
zón de que la experiencia sea posible descansa en su realidad,
entonces de hecho tendríamos aquí un círculo.13
Pues si la experiencia de eventos es algo cuya posibilidad
conocemos sólo por su facticidad o a posteriori, y si reconoce-
ls Que yo sepa, J. Ebbinghaus fue el primero en mostrar que la acusación
de circularidad contra las pruebas kantianas es insostenible. La refutación de
Ebbinghaus a esta lectura de la epistemología kantiana se basa en la relativa
necesidad de la posibilidad de la experiencia. Cf. sus Gesammelte Aufsátze, Vor-
tráge und Reden, Darmstadt, 1968, esp. p. 103. Para una versión reciente de la
interpretación criticada, Cf. Patricia Crawford: “Kant’s Theory o f Philosophi­
cal Proof", Kant-Studien 53 (1961-62), pp. 257-268. En la p. 262 dice la autora:
“Sabemos que la experiencia es posible por el hecho de que tenemos experien­
cia efectiva. Estando presupuesta la experiencia, el principio trascendental es
seguro.”
mos la ley causal universal sólo como uno de los presupuestos
que aquélla involucra, entonces su verdad se apoya solamente
en los casos particulares para los cuales es válida. Pero éstos
sólo deberían considerarse como casos si se pudiera mostrar
que el principio es verdadero independientemente de ellos. De
otro modo la circularidad sería patente, al establecerse por la
experiencia aquello por lo que ella misma puede sostenerse. Ar­
gum entando de esta m anera suponemos, de acuerdo con Kant,
la imposibilidad de probar empíricamente una proposición es­
trictamente universal y apodíctica. Pero como veremos, Kant
afirma la posibilidad de la experiencia en forma completamen­
te independiente de cualquier experiencia efectiva y particular;
hay que contar con que la experiencia es posible, aunque no
porque de hecho tengamos experiencias, sino por razones to­
talmente independientes de la función de este presupuesto en
la prueba de la ley causal. Entonces, la ley causal sólo establece
la experiencia en el sentido de que, según ella, debe ser posible
hallar una causa para cada evento dado. Esta causa no puede
determinarse por la sola ley causal, sino sólo mediante la expe­
riencia. La ley causal establece aquí, de manera unilateral, la
posibilidad del hallazgo empírico de ciertas causas sin que ella,
en forma alguna, se establezca o quede refutada por el hecho
de hallarse, o no, causas determinadas.

3. Tres clases de prueba trascendental

Tras la exposición general de los rasgos específicos de las prue­


bas trascendentales, intentaremos mostrar ahora cómo se des­
em peña este esquema al aplicarse a los problemas de las Analo­
gías de la experiencia, la Deducción Trascendental de las Categorías y
la Estética Trascendental. Los tomo en este orden porque puede
mostrarse que la prueba de las Analogías se apoya en la.Deducción
Trascendental, que presupone a su vez doctrinas de la Estética.
Así, no sólo podrán aclararse las diferencias entre estos tres
tipos de prueba trascendental, sino también su interconexión
sistemática.
(A) Para ejemplificar las analogías he elegido la segunda, don­
de se prueba que todos los eventos (que son sólo cambios de
estados de una sustancia) ocurren de acuerdo con la ley cau­
sal, es decir, que la transición del estado A al estado B de una
sustancia, y el propio estado B, son siempre efectos de alguna
causa.
La prueba se desenvuelve como sigue: primero se muestra,
mediante análisis de la percepción de una sucesión de aparien­
cias, lo que significa percibir un evento. Quien percibe se hace
consciente de los estados A y B, el uno después del otro, y co­
necta la representación de A con la representación de B, siendo
ambas empíricamente dadas. Pero esta combinación, en cuan­
to conexión de los contenidos de la conciencia, depende de la
imaginación y es, por tanto, arbitraria en lo que concierne a la
posición de las representaciones en el tiempo. Cuándo repre­
sento A y cuándo B, o mejor, en qué tiempo me hago consciente
de estas representaciones (es decir, si de A antes de B, o al re­
vés), es algo que queda abierto en cuanto se las toma sólo como
representaciones que constituyen el contenido de mi sentido in­
terno y de su forma, el tiempo. Esto se sigue de la imposibilidad
de percibir el tiempo mismo, en cuanto forma vacía de la suce­
sión. Es imposible decidir empíricamente, por comparación de
las percepciones A y B con posiciones determinadas del tiem­
po, cuál de ellas es la más temprana y cuál es más tardía. Así
pues, depende de mí cuál me represento como anterior y cuál
como posterior. En lo que respecta a la conexión de dos repre­
sentaciones en la conciencia empírica (que toda representación
de eventos requiere), es decir, en lo que respecta al sentido in­
terno y a su forma, el tiempo, no hay posibilidad de conocef
empíricamente la relación de los estados que corresponde a las
representaciones. Por tanto, hasta aquí no puede conocerse la
relación objetiva de las apariencias (i.e., las propiedades de ob­
jetos) en que el evento consiste. La experiencia (objetiva) de
eventos no es posible mediante la m era percepción.
El segundo paso de la prueba consiste en mostrar que el co­
nocimiento empírico de un evento objetivo es posible sólo si se
presupone que la relación de los dos estados está determinada
en modo tal, que haga necesario colocar a A antes o después de
B. Es decir, que la sucesión de mis representaciones (o al menos
su orden de dependencia) no se sujeta a mi arbitrio, sino que
queda deteím inada por un objeto (u objetos), sólo al determi­
narse cuál de ellas es la precedente y cuál la (necesariamente)
consecutiva, es decir, cuál es el efecto y cuál la causa. Así, sólo si
la relación temporal de los estados se considera como determi­
nada por la relación de causa y efecto (i.e., por el concepto de
causalidad) puede obtenerse conocimiento empírico de eventos
objetivos.
La tercera parte de la prueba extrae las consecuencias de la
incognoscibilidad de los eventos mediante la m era percepción,
y del requerirse un concepto de la conexión necesaria de las
apariencias a fin de que para mí haya un evento objetivo. Aquí
se afirma que “sólo en cuanto sujetamos la sucesión de las apa­
riencias y, p o r tanto, toda alteración, a la ley de la causalidad...
es posible... el conocimiento objetivo de las apariencias —es
decir, la experiencia misma” (B 234). De aquí que todos esos
objetos de la experiencia sean posibles, sólo si aquella ley, o el
concepto de determinación causal, vale para ellos como conse­
cuencia del mencionado acto de “sujeción”.
En esta prueba se hace la suposición de que hay eventos
objetivos que pueden conocerse empíricamente. La necesidad
objetiva del concepto de causalidad sólo quedará establecida,
pues, cuando se haya mostrado que estos eventos objetivos,
presupuestos por esta prueba, no pueden existir si no son las
conexiones necesarias y universales de las cosas que se suceden
temporalmente que, conforme al concepto de relación causal,
se supone que son. Si esto es así, quedará mostrado que el con­
cepto de causalidad no sólo es útil para el conocimiento de
objetos (eventos), sino también indispensable para los objetos
mismos (los eventos) que yo puedo conocer. Desde luego, la
prueba se ofrece habiendo aceptado previamente que es po­
sible conocer objetos (incluso eventos) por experiencia. Para
ello, acudimos a las siguientes tesis: (a) una condición nece­
saria de la experiencia es también una condición necesaria de
los objetos de la experiencia, y (b) la percepción es insuficien­
te para el conocimiento empírico de eventos. Pero la validez
de la conclusión, según la cual es el concepto de causalidad
lo que hace posible la experiencia presupuesta, requiere dos
presuposiciones adicionales: (i) que podemos conocer los ob­
jetos que corresponden a representaciones que nos son dadas
en forma sucesiva (sea como objetos sucesivos o simultáneos),
y (ii) que la objetividad de dichos objetos sólo es posible por
las categorías. Una justificación de las categorías como insu-
mos necesarios del conocimiento objetivo y, por tanto, para la
posibilidad de la experiencia en general, no puede darse en
la prueba de la segunda analogía; aquí ella está legítimamente
presupuesta, puesto que la Deducción de las categorías la propor­
ciona. La suposición de que los objetos que corresponden de
manera determinada a nuestras representaciones sucesivas pue­
den conocerse por experiencia, equivale a presuponer que las
categorías (esquematizadas) son objetivamente válidas. El úni­
co propósito de la prueba de la segunda analogía es mostrar
en este caso, bajo dicho presupuesto general, que algo debe co­
rresponder a la categoría de causalidad en la experiencia (o en
la percepción) para que cierta clase de objetos pueda conocerse
empíricamente.
Cierto es que la Deducción de las categorías muestra que la ne­
cesaria armonía entre las apariencias y las categorías depende
de una actividad del entendimiento, en su relación con el senti­
do interno. Pero con ello sólo se hace ver que en alguna forma
debe poder hallarse, entre las apariencias, algo que correspon­
da a las categorías del entendimiento. Aquello que corresponde
a la categoría puede ser sólo una característica formal de las
apariencias, y no simplemente una apariencia. Pues ninguna
representación empíricamente dada puede, como tal, ser antici­
pada o siquiera producida por el entendimiento. La aportación
singular del entendimiento como facultad de conocer puede
consistir solamente, entonces, en prescribir una forma determi­
nada a las representaciones (que son el contenido del sentido
interno). Solamente él puede dictar, pues, el orden de conexión
al que tendrán que sujetarse aquellas representaciones que ha­
yan de cobrar significación objetiva. Por tanto, en el caso de
la causalidad es imposible que no haya nada (susceptible de
hallarse mediante un experimento posible) que corresponda al
concepto de una causa; pero qué corresponde a este concepto,
no lo decide la actividad del entendimiento, sino la percepción.
Que deba haber alguna percepción posible que satisfaga el cri­
terio (el esquema) de la categoría de causalidad, es algo que
puede deberse a la actividad del entendimiento —y debe atribuir­
se a esta actividad, si es cierto que la experiencia posible es a su
vez necesaria. De nuevo, esto se muestra en la Deducción.
Hasta aquí la prueba ha sido analítica y ha consistido en la
búsqueda de las condiciones de cierta experiencia presupuesta
desde el comienzo. Ahora discutiremos algunos pasajes de la
prueba donde propiamente se expone su fundamento, tras el
largo y detallado análisis de la experiencia de eventos. En esta
discusión se vuelve obvia la dependencia de la prueba respecto
del capítulo sobre el esquematismo y respecto de la Deducción
de las categorías. Ello ocurre en el sumario de la prueba en la
prim era edición {A 200 y ss., B 245 y ss.: “que algo o cu rra...
de tal experiencia”). Este sumario sigue a la introducción de
“una ley necesaria de nuestra sensibilidad” (B 244) dentro de la
prueba, ley a la que también apela el citado sumario. La ley de
nuestra sensibilidad afirma que el tiempo, que subyace tanto
a todas las percepciones como a las conexiones que establezco
entre ellas, posee él mismo una característica formal: en el todo
temporal, cualquier tiempo subsecuente está determinado por
el tiempo que le antecede. Alcanzo el tiempo posterior sólo a
través del que le precede, porque el mismo tiempo postrero es
posible exclusivamente a través del precedente, que también lo
hace necesario. Es decir, que las partes del tiempo, en cuanto
representan una sucesión ordenada, son una “imagen pura" o
esquema del concepto de la causalidad de una causa, cuya for­
ma sin esquematizar sería: algo de lo que puedo concluir algo
más, de manera determinada. Las partes del tiempo, en cuanto
representan una sucesión ordenada, hacen sensible el concep­
to de una causa y son, por su parte, la condición de todo lo
que se nos presenta ocurriendo en el tiempo. La “conexión de
los tiempos” (B 244) que consiste en el hecho de que el tiempo
“[de manera] a priori determina la posición de todas sus par­
tes” (B 245), significa que entre las apariencias, que sólo pueden
representarse y ser conocidas en concordancia con el tiempo,
prevalece el mismo orden que rige en el tiempo mismo. Pero
dado que esta continuidad de los tiempos (y de las apariencias
que ellos contienen) no puede conocerse empíricamente com­
parando las apariencias percibidas con el tiempo “absoluto”
(B 245) (en sí mismo imperceptible), entonces en lo que con­
cierne a nuestra experiencia y a sus objetos, resulta que no es
el tiempo el que determina la posición de las apariencias en él,
sino al contrario, son las apariencias quienes determinan, a de­
cir verdad, no el tiempo mismo, sino su posición recíproca en
el tiempo: “aquello que sigue u ocurre debe seguirse de aque­
llo que contenía el estado precedente, en conformidad con una
regla universal” (B 245). Esto significa que todo lo que ocurre
tiene una causa o se efectúa por algo de lo que se sigue con
necesidad.
Esta argumentación basta por sí misma para probar la ley
causal (sintéticamente). En ella no se apela (analítica o regresiva­
mente) a la imposibilidad defacto de invertir la serie de nuestras
percepciones, que se sigue de la supuesta objetividad de un
evento percibido. Al contrario, en el argumento la irreversibi-
lidad del orden de las apariencias se basa en una característica
formal del tiempo mismo, que prescribe una ley para las apa­
riencias. Pero esto no quiere decir, desde luego, que no pueda
haber percepciones en sucesión temporal cuya secuencia de­
penda de nuestra elección. Sin embargo, significa que sólo las
percepciones que corresponden a la característica formal del
tiempo, representan un evento objetivo. Todas las demás per­
cepciones tienen únicamente significación subjetiva, sea por
aparecer en un orden reversible o por constituir asociaciones
defacto de representaciones, o por ser combinaciones de hechos
que se repiten con uniformidad. Las percepciones selecciona­
das del conjunto de todas las combinaciones de percepciones,
de acuerdo con aquel criterio de la sucesión regulada, obvia­
mente no son dadas por nuestro pensamiento ni por el tiempo
mismo; ellas deben hallarse empíricamente. En esta experien­
cia, sólo se considera como objeto lo que “siempre puede ha­
llarse en la conexión de las representaciones de acuerdo con
una regla” (B 245). Ahora bien, que algo de esta clase, es decir,
un objeto correspondiente al concepto de la conexión causal,
deba hallarse empíricamente (lo cual es un presupuesto de to­
da investigación experimental de causas y efectos), no debe su
verdad a la razón de que, no siendo así, sería imposible que
hubiera experiencia de eventos.14 Por lo contrario, debe haber
experiencias de eventos, pues de otro modo la característica for­

14 En B 244 y s. la prueba ya no procede mediante razonamiento regresivo


mal del tiempo que corresponde al concepto de causalidad, es
decir, su orden, carecería de expresión empírica entre las apa­
riencias. Pero el tíempo debe tener este atributo para poder ser
la “forma de la intuición interna” (B 245) y, por tanto, una con­
dición fundamental de toda percepción. Bajo esta condición
previa, la conexión causal de las apariencias es una necesidad
válida para todo lo que pueda llegar a conocerse empíricamen­
te como evento, aunque la sucesión regulada de las partes del
tiempo no sea una condición empírica o perceptible de tal ex­
periencia. La sucesión regulada de las partes del tiempo es una
condición formal válida a priori para toda percepción y para
los objetos que pueden conocerse con su ayuda (y de algunos
medios adicionales). Pero qué sea lo que haya de ocupar las
posiciones temporales determinadas a priori, es algo que sólo
se conoce mediante una determinación empírica de la relación
de las percepciones. Sólo es causa o efecto aquello que puede
hallarse por el método para hacer experimentos que está conte­
nido en la ley causal: “si yo pusiera el antecedente y el evento no
se siguiera necesariamente de ello, yo tendría que considerar el
evento15 como un mero juego subjetivo de mi fantasía” (B 247).
Este enunciado implica dos nociones: (1) que yo debo poner
algo para detectar si ello es, o no, la causa de un evento; esto se
sigue ya del criterio (esquema) del concepto de la causalidad de
una causa. Este criterio es “aquello real de lo que, al ser puesto,
siempre se sigue algo más” (B 183, Cf. B268). (2) La idea más
importante es que un evento es algo objetivo, en oposición a
las combinaciones meramente subjetivas de la imaginación y a
la asociación de nuestras percepciones, sólo por ser algo que
puede producirse arbitrariamente al ponerse su causa. Si tomo
algo como un evento objetivo, lo considero como susceptible de
producirse en un experimento. Este es un sentido específico de
la proposición universal según la cual la razón “sólo obtiene co­
nocimiento de aquello que ella produce según un plan propio”
(Bxiii y s.). Sólo mediante el concepto de la relación de causa y
efecto podemos establecer una diferencia entre las conexiones

hacia una condición, sino por referencia a tesis que pertenecen a los capítulos
sobre el esquematismo y la Deducción de las categorías.
15 Aquí falla la traducción de Kemp Smith.
objetivas de las apariencias y las combinaciones subjetivas de
nuestras percepciones. Además, este concepto debe tener un ob­
jeto, es decir, es necesariamente válido, porque por medio suyo
se concibe una característica formal del tiempo: su sucesión su­
jeta a reglas (irreversible), la cual es una condición de todas las
apariencias al ser la forma del sentido interno del sujeto cog-
noscente (mientras ya la Deducción de las categorías muestra
cómo es posible el tiempo como intuición formal). Por tanto,
todos los objetos que son eventos en el tiempo se encuentran
inmersos en relaciones causales. Los juicios empíricos acerca
de cuáles son los eventos y cuál sea la causa por la que ocurren,
sólo pueden ser verdaderos porque debe haber causas y efectos
entre los objetos del conocimiento empírico en general.
Así, la ley causal es una proposición trascendental porque
predica de una clase de objetos, los eventos, la condición que
no contiene su concepto y bajo la cual pueden ser objetos de
nuestro conocimiento. La prueba de la ley causal es trascen­
dental, porque no contiene más que la determinación de un
objeto en general como un evento, de acuerdo con este con­
cepto. En otras palabras, el fundamento de la prueba es que
la objetividad de los eventos en nuestra experiencia es posible
sólo al estar determinados causalmente. El conocimiento de un
evento contiene una verdad empírica posible tan sólo porque
en nuestra experiencia necesariamente hay un objeto adecuado
al concepto de un evento. Y ésta es una verdad trascendental.
(B) La Deducción de las categorías es también una prueba tras­
cendental. Lo que en ella debe demostrarse es que necesaria­
mente hay objetos que corresponden a las categorías. Puesto
que la Estética Trascendental establece que toda intuición a la que
podemos tener acceso es sensible, los objetos de las categorías
sólo pueden ser apariencias y su conocimiento no puede ser más
que experiencia. Por lo tanto, es correcto decir que la Deducción
de las categorías muestra que sólo de los objetos de la experien­
cia podemos saber que corresponden a estos conceptos. Sin
embargo, la prueba sólo indirectamente es una deducción de
la posibilidad de la experiencia. Las categorías hateen posible
únicamente experiencia y ningún otro tipo de conocimiento de
objetos, como consecuencia de su pretensión específica de ser
conocimiento a priori', es decir, que ellas son conceptos de una
clase tal, que o bien su verdad puede mostrarse a priori respec­
to de sus objetos, o bien no puede mostrarse en absoluto. Las
proposiciones donde las categorías funcionan como predicados
tienen, si acaso, una validez universal y necesaria para sus ob­
jetos. Si los únicos candidatos posibles para ser estos objetos
son los de la experiencia, la Deducción de las categorías tiene la
obligación de probar que los objetos de la experiencia sólo son
posibles si las categorías valen para ellos.
La prueba de las Analogías de la experiencia utiliza el concepto
de experiencia posible en forma muy distinta que la Deducción
de las categorías. En aquella prueba se muestra que para el
conocimiento empírico de ciertos objetos, la percepción es in­
suficiente y, por consiguiente, se requieren las categorías. Esto
presupone que es posible tal experiencia de dichos objetos, y
sólo se pregunta cuáles son los conceptos (i.e., las condiciones)
mediante los cuales ella es posible, tomando en cuenta la in­
suficiencia de la percepción para esta tarea. Por otro lado, en
la Deducción de las categorías se muestra que sin las categorías
no hay objetos concebibles a cuyo conocimiento podamos as­
pirar; las categorías son, pues, objetivamente necesarias para
todo nuestro conocimiento de objetos. Que este conocimiento
es conocimiento de apariencias y, por tanto, experiencia, se si­
gue del carácter a priori de las categorías y del conocimiento
que de ellas se deriva, es decir, de su validez universal y necesa­
ria. Por medio de las categorías puedo anticipar la experiencia;
es decir, el entendimiento puede dictar a priori la ley a la que
deben sujetarse los objetos de esta experiencia. La Deducción
de las categorías muestra, pues, cómo la misma posibilidad de
la experiencia está constituida a priori por las operaciones del
entendimiento (y por las formas de la intuición, espacio y tiem­
po). Desde luego que cualquier experiencia particular se basa
en las condiciones generales de la posibilidad de la experien­
cia. Pero en la Deducción de las categorías esta posibilidad de la
experiencia no es algo cuyas condiciones se estén investigando;
antes bien, es la respuesta a la pregunta sobre el conocimiento
(sintético) a priori que somos capaces de alcanzar.16

Cf. Ebbinghaus, loe. c it, p. 98.


Después de lo dicho sobre la relación de las pruebas de los
principios con la Deducción de las categorías, ahora correspon­
de explicar por qué no hay objetos de las percepciones sin las
categorías —la existencia de cuyos objetos presupone la Segunda
analogía (salvo el pasaje B 244 y s.). Es verdad que la Deducción
de las categorías, así como la del espacio y el tiempo, procede
m ostrando que hay condiciones a priori a las que está sujeta
la posibilidad de la experiencia (B 126), pero por esta formu­
lación ambigua la Deducción de las categorías no difiere de la
prueba de las Analogías. La diferencia entre ellas queda en cla­
ro al destacarse que en la deducción es donde originalmente
se demuestra que es posible, e incluso necesaria para nosotros,
la objetividad de los objetos de experiencia en general. Esto es
tanto como explicar por qué las categorías son válidas a priori,
es decir, válidas para objetos empíricos. Para ello debe mos­
trarse cómo el entendimiento es, a través de sus conceptos, el
autor de la experiencia (B 127), de modo que la experiencia no
es algo que solamente se suponga para rastrear sus condicio­
nes (entre las que se cuentan las categorías). La posibilidad de
la validez objetiva de las categorías se demuestra sin acudir a
dicha hipótesis (Ak VIII, 184). Esta demostración procede me­
diante un silogismo que apela a la definición del acto de juicio
y a las condiciones de las intuiciones formales del espacio y el
tiempo (que las “exposiciones metafísicas” discuten), es decir,
refiriéndose a la síntesis intelectual y “figurativa”. Con ello se
muestra que las categorías no son accidentalmente suficientes
sino, salvo por el espacio y el tiempo, las únicas condiciones
necesarias (a priori) de la experiencia y sus objetos.
En esta investigación no debe tratarse de los objetos de una
cierta experiencia (p. ej., de eventos), sino, obviamente, de la
objetividad de los objetos en general. Si las categorías han de
considerarse como las condiciones indispensables de esta ob­
jetividad, debe mostrarse cómo son necesarias para la noción
de un objeto de aquellas representaciones nuestras (percepcio­
nes) por las que algo nos es dado directamente sin actividad
del entendimiento, es decir, de las intuiciones sensibles. Sin du­
da, ellas representan un objeto, pero lo hacen sólo en tanto
que, qua representaciones, son meras determinaciones del su­
jeto cognoscente (de su mente), quien las refiere a un objeto.
Al ocurrir esto, algo se añade a aquellas determinaciones qua
representaciones meramente dadas, mediante lo cual ellas se re­
presentan originalmente como determinaciones de un objeto.
El considerar las representaciones dadas qua determinaciones
de un objeto no está contenido en estas representaciones por
sí mismas; ello precisa el concepto de un objeto, es decir, aque­
lla representación que refiere las representaciones dadas a la
cosa que ellas representan. Puesto que la representación de la
unidad objetiva de las representaciones no está dada por los sen­
tidos, esta representación de la copertenencia de representacio­
nes distintas debe efectuarla el propio sujeto del conocimiento.
Para representar la combinación de representaciones en una
representación del objeto, se requiere el acto de combinar. La
representación “combinación”, que es una condición para re­
presentarse objetos a través de distintas determinaciones subje­
tivas de la mente, es posible, pues, exclusivamente por aquella
espontaneidad (no productividad) del sujeto que tiene las re­
presentaciones, a la que suele llamarse el “pensar” que ejecuta
el “entendimiento”. Así, la combinación no es una representa­
ción dada. El proceso de pensamiento, como acto originario de
la combinación, se realiza sobre intuiciones o conceptos, sean
puros o empíricos. El entendimiento es la facultad de combinar
(a priori) (B 135). Según esto, el concepto de composición es “el
único concepto a priori fundamental, que originalmente subya-
ce en el entendimiento a todos los objetos de los sentidos” (Ak
XX, 272, Cf. XX 280); “composición” es, pues, algo así como
una supercategoría, de la que las distintas categorías sólo son
especies. Como tipos de composición, ellas requieren de un
material dado que hay que combinar, es decir, a fin de cuentas,
de una intuición sensible (puesto que no tenemos conciencia de
estar facultados para la intuición intelectual). Un objeto pensa­
do mediante un concepto, en lo que concierne a su unidad, es
decir, a la combinación de sus partes representadas (que es su
forma), es un producto del entendimiento que primariamente
hace referencia a la diversidad pura del espacio y el tiempo. El
entendimiento, qua facultad de combinar, es la fuente de toda
síntesis; él es, pues, “unidad sintética originaria”, y se concreta
como unidad de la apercepción.
La autoconciencia es una condición previa de todas mis re­
presentaciones, de las que puedo cobrar conciencia como repre­
sentaciones mías. La conciencia de la idenddad de mí mismo en
todo pensar es algo que debe ser posible en cualquier momento,
si no he de dividirme en tantos yos cuantas representaciones ten­
go conscientemente. De esto se sigue, como una ley para todo
pensar, el estar necesariamente relacionado con la autoconcien­
cia única, común a todas las representaciones de las que puedo
hacerme consciente. Mediante esta relación con la autoconcien­
cia única, todas mis representaciones están combinadas a priori
entre sí, o mejor: son combinadas por mí, puesto que cada
combinación es un acto del entendimiento. Que esto ocurra es
condición necesaria para que yo me haga consciente de la iden­
tidad de mí mismo en la conciencia posible de todo aquello de
lo que he de hacerme consciente. Y ello es necesario para ser
consciente de uno mismo. Por este razonamiento alcanzamos
el principio más alto de todo combinar espontáneo y de toda
combinación conceptual o intuitiva: la “unidad sintética ori­
ginaria” como “unidad trascendental de la apercepción”. Sólo
bajo la condición previa de ser o poder hacerme consciente de
alguna síntesis de los estados de conciencia posibles o efectivos
(unidad sintética de la apercepción), puedo ser consciente de
la identidad de mí mismo (unidad analítica de la apercepción).
En estos tipos de autoconciencia se basa, para Kant, el juicio y
el concepto.
Para nuestros fines basta con señalar el lazo entre la defi­
nición del juicio y la unidad sintética de la apercepción. La
definición nominal dice que el juicio es aquella relación de
representaciones (conceptos) que puede ser objetivamente váli­
da (Le., verdadera). La correspondiente definición real afirma
que se trata de “un acto mediante el cual, por prim era vez, las
representaciones dadas se convierten en conocimiento de un
objeto” (Ak IV, 457n). Por este acto, las diversas representacio­
nes se combinan según la clase de conexión requerida para la
conciencia de la identidad de mí mismo, que debe ser posible
para pensar la diversidad dada. Esta clase de conexión es la uni­
ficación de un material dado (representaciones) en el concepto
de un objeto en general, que no difiere por su tipo, sino por
su número, de la conciencia “yo pienso”. Este concepto sirve
como la regla para toda combinación determinada de repre­
sentaciones que en el juicio categórico se expresa mediante la
cópula “es”. La cópula hace referencia a una combinación de
la que, como de toda combinación, sabemos que sólo puede
efectuarse mediante un acto del sujeto del conocimiento. La
unidad sintética originaria de la apercepción es el único princi­
pio concebible de la combinación de representaciones del que
puede afirmarse que es necesario para todo representar. Y es­
ta necesidad en la combinación de representaciones dadas es
exactamente lo que significa el concepto de un “objeto de mi
pensamiento”. Todas las intuiciones empíricas que puedan ser­
nos dadas caen bajo la ley suprema de pertenecer a la unidad
del “yo pienso”, y ser combinables en el concepto de un objeto
—que sólo es la noción de la unidad sintética de la apercepción,
pero en tanto determinada, difiere de la noción vacía “yo pien­
so”. Que como materia prima ciertas representaciones hayan
de ser combinables en la unidad de la objetividad posible, es
necesario para perm itir que se produzca la conciencia de la
unidad (identidad) de mí mismo. Hé aquí por qué una de las
definiciones kantianas del juicio reza: “un juicio no es sino la
manera en que los modos de conocimiento dados se someten a
la unidad objetiva de la apercepción” (B 141).17 La apercepción,
conciencia en general (B 143) o conciencia originaria (B 161),
proporciona el único sentido posible de la objetividad en la
combinación de representaciones dadas (conceptos), en cuan­
to se distingue de todas las combinaciones subjetivas, que son
sólo estados de las mentes perceptoras. La conciencia de la
identidad del yo pensante (cuya posibilidad hemos exigido) es
la única propiedad universal que, por una necesidad interna,
pertenece a cualquier entendimiento —no precisamente huma­
no. Aquello que esta apercepción implica es, por tanto, válido
para todo sujeto pensante. Esto significa que los principios de
la determinación objetiva de (las intuiciones y) los conceptos,
las formas del juicio, deben “todos ellos, derivarse del princi­
pio fundamental de la unidad trascendental de la apercepción”

17 Cuando Kant habla de “modos de conocim iento”, suele referirse a in­


tuiciones y /o conceptos. [fV. del T]
(B 142).18 Al representarme las intuiciones como determinadas
según estas formas del juicio, pienso un objeto de la intuición a
través de las categorías. Este pensamiento, por tanto, se somete
a la misma necesidad que rige todo representar, en relación con
la unidad de la autoconciencia. Así, todo lo que está dado en la
intuición sensible {no intelectual), necesariamente queda sujeto
a las categorías.
Esta prim era parte de la Deducción se complementa con la
segunda, donde se toman en cuenta las formas de nuestra sen­
sibilidad y las determinaciones trascendentales del tiempo (los
esquemas, productos de la “síntesis figurativa”). En la prim era
parte ha quedado en claro que los objetos que necesariamen­
te correponden a las categorías son apariencias. Solamente a
su respecto puede mostrarse que las categorías poseen validez
objetiva, pues sólo de dichas apariencias puede decirse que su
intuición debe poseer una unidad sintética (que el sujeto del co­
nocimiento necesariamente aporta) para poder referirse a un
objeto. Lo que la segunda parte añade son las formas especí­
ficas de la intuición humana, es decir, el espacio y el tiempo.
Por tanto, todas las apariencias deben tener una posición de­
terminada en el espacio y el tiempo como intuiciones formales,
para poder considerarse como objetos. El espacio y el tiempo
mismos están sujetos a las categorías, aunque como formas de
la intuición les resultan completamente heterogéneos. Aquí se
explica por prim era vez cómo y por qué aquella unidad sintéti­
ca del tiempo que se mencionaba en el pasaje B 244 y ss. de la
Segunda analogía, es decir, la sucesión regulada de sus partes,
es un “concepto del tiempo” que produce la actividad del en­
tendimiento. “Así pues, el concepto del tiempo, aunque no es
idéntico al de lo compuesto, sin embargo se produce p o r su me­
dio, en lo que atañe a la forma [del tiempo]” (Ak XIII, 471). La
unidad colectiva de las apariencias, que es la naturaleza, debe
encontrarse de acuerdo con la unidad sintética del espacio y el
tiempo. Las apariencias son algo objetivo sólo en cuanto tienen

18 Puesto que ello apunta a una derivación de las formas del juicio, no
entiendo por qué Patzig dice, contra K. Reich: “Kant no dice siquiera que
sea posible derivar las formas del juicio de este principio fundamental.” Cf. J.
Speck (comp.), Grundprobleme dergrossen Philosophen. Philosopkú der Neuzeit II.,
Gotinga 1976, p. 51.
una posición determinada a p rio ri en el espacio y el tiempo. La
naturaleza, en cuanto totalidad de las apariencias, es una rela­
ción ordenada de éstas en el espacio y el tiempo, que sólo las
categorías hacen posible.
La proposición trascendental en esta parte ha sido: los ob­
jetos de una intuición no intelectual, o de todas nuestras in­
tuiciones que están condicionadas por el espacio y el tiempo,
están determinadas por las categorías. La verdad de esta propo­
sición quedó asentada por una prueba trascendental, que sólo
demuestra acerca de su objeto aquello que le pertenece, sintéti­
camente, de acuerdo con su concepto. El concepto en este caso
ha sido el “objeto de nuestro conocimiento empírico en gene­
ral”, o mejor, la naturaleza como la unidad colectiva de todos
los objetos de la experiencia (apariencias). Se muestra que este
objeto debe estar determinado por las categorías para respon­
der al requerimiento de la “objetividad en general”, que es y
debe ser válido para todo entendimiento pensante como tal.
(C) La tercera clase de proposición trascendental y su prueba
pueden tratarse muy brevemente. No todas las cosas en gene­
ral, pero sí todos los objetos de los sentidos, es decir, todas
las apariencias, están en el espacio y el tiempo. Esta proposi­
ción afirma algo acerca de sus objetos, las apariencias, que su
concepto no contiene, pero que sin embargo les pertenece co­
mo tales. Como proposición trascendental, ella afirma que es
esencial para las apariencias hallarse en el espacio y el tiempo,
porque de no hacerlo sería imposible que fueran objetos de los
sentidos. Ahora bien, la “Exposición m etafísica" de las caracterís­
ticas fundamentales del espacio y el tiempo muestra que ambos
hacen referencia a p rio ri a los objetos de la experiencia qua apa­
riencias, sin haber sido abstraídos de estos objetos. El resultado
de su “Exposición trascendental" es que el espacio y el tiempo
subyacen a p rio ri a todas las apariencias de los sentidos externo
e interno, respectivamente, puesto que ellos son las formas de
la intuición sensible. Por esta razón se establece asimismo que
los objetos que pueden representarse en el espacio y el tiempo
son meras apariencias. La deducción del espacio y el tiempo,
es decir, la prueba de su validez objetiva, es, pues, una prueba
trascendental. Ella muestra que todas las apariencias, como ta­
les, están necesariamente en el espacio y el tiempo, pues de lo
contrario no podrían ser los objetos de nuestros sentidos, cosa
que son según su concepto.
Se ha mostrado que las tres clases de prueba trascendental
responden a los requerimientos de una prueba trascendental en
general. Para poder tomarse la Crítica de la razón pura como una
“metafísica de la metafísica”, hay que interpretarla de una mane­
ra que parece extremadamente escolástica. Pero sólo leyéndola
de este modo se consigue evitar los círculos y las tautologías
que son inherentes a una teoría de la experiencia efectiva y que
habrían de conducirnos al escepticismo. Las dificultades de la
solución de Kant a los problemas del conocimiento metafísi-
co, es decir, sintético a priori, son verdaderamente grandes. No
deberíamos incrementarlas con una mala comprensión de sus
problemas.

[Traducción deJosé M . de Teresa]


JONATHAN BENNETT

1. El mundo objetivo según Loche

Alguien que piense que sus propios estados internos son la base
de todo el resto de su conocimiento y creencias puede pregun­
tarse cómo algo puede estar firm emente construido sobre ese
fundamento. No necesita realmente dudar que su propio edi­
ficio esté firmemente cimentado, aunque puede simular tener
dudas sobre eso a fin de pensar cómo podrían resolverse si efec­
tivamente las tuviera.
Esta persona es un ‘escéptico cartesiano’, lo que implica que
no es escéptico en absoluto. No le han afectado aquellas toscas
maniobras inglesas como la protesta de Locke de que “nadie
puede ser en serio tan escéptico”, o aquella otra en la que
Moore levanta la mano como prueba de que hay un objeto fí­
sico. Semejante fanfarronería intelectual es improcedente para
una indagación seria sobre cómo se relacionan los fundamentos
epistémicos con la superestructura epistémica.
La respuesta de Locke fue que “Hay un mundo externo” es
una buena hipótesis explicativa: él pensaba que la teoría de que
hay un mundo externo ofrece la mejor explicación de diversos
hechos acerca de mis estados internos. Por ejemplo, del hecho

* Originalmente “Analytic Transcendental Arguments”, en P. Bieri, R.-P.


Hortsmann y L. Krüger (eds.), Transcendental Arguments and Science, D. Reidel
Publishing Company, Dordrecht, 19*79, pp. 4 5 -6 4 . Traducido con el permiso
del autor y de Kluwer Academic Publishers.
de que algunas de mis ‘ideas’ vienen a la mente sin que yo lo
desee, Locke infiere que “se ha de necesitar alguna causa exte­
rior [... ] que produzca aquellas ideas en mi m ente” (IV.xi.5.).
Para los propósitos del argumento, concedamos que si algunas
de mis ‘ideas’ son involuntarias, entonces existe algo distinto
que yo mismo; aun así, nada podría deducirse sobre qué exis­
te distinto que yo mismo. ¿Podemos fortalecer la conclusión
fortaleciendo las premisas? ¿Podría una creencia más polémica
acerca de un mundo externo defenderse en tanto explicación
de algunos otros hechos acerca de mis estados internos, p. ej.,
acerca del orden o la regularidad que exhiben? Locke sí argu­
menta de ese modo, pero desafortunadamente contamina todas
sus premisas —que deberían ser exclusivamente sobre estados
internos—con una mezcla de enunciados acerca del mundo ex­
terno; por ejemplo, emplea la premisa de que los hombres sin
ojos no tienen estados visuales. Pero eso parece ser un defecto
accidental en el tratamiento de Locke. Podría haber limpiado
sus premisas, como Hume por poco hizo, de tal m anera que
hablaran sólo del orden, la coherencia, etc. de nuestros estados
internos; y estoy seguro de que si lo hubiera hecho así, de to­
dos modos habría argumentado que la hipótesis de que hay un
m undo de objetos físicos ofrece la mejor explicación de esos
hechos. ¿Podría ser válido un argumento semejante?
Eso depende de cómo tratara el siguiente problema. Si vamos
a argum entar de la forma: ‘En virtud de los datos D, estamos au­
torizados a aceptar la teoría T, porque T es la mejor explicación
de D’, debemos dar cuenta de qué hace que esta explicación sea
mejor que alguna otra. ¿Por qué, por ejemplo, recurrir al mun­
do físico como explicación del orden metódico de mis estados
internos es mejor que una explicación que recurra al genio ma­
ligno cartesiano?
Algunas veces una explicación es superior a otra porque hay
hechos que muestran que es más verosímil, más probable, es­
tá más en armonía con la realidad que la otra. Hay un fuerte
ruido repentino y nos preguntamos: ‘¿Fue un trueno o una ex­
plosión?’, y alguien que conoce bien la región nos puede decir
cuál explicación es más probable. Pero yo no podría tener esa
clase de razón para preferir la teoría del mundo externo a una
explicación rival de mis estados internos, porque no hay dón­
de encontrar los hechos de apoyo requeridos. Éstos no pueden
buscarse en el mundo externo sin dar por sentado lo que se
busca probar; y dado que deben mostrar cómo se relacionan
mis estados internos con algo más, tampoco pueden encontrar­
se puramente dentro de mis estados internos. Y lo externo y lo
interno agotan el territorio. Esto es enteramente diferente del
problema de explicar un ruido particular, o incluso todos los
ruidos de una clase dada, o para el caso todos los ruidos cuales­
quiera: cada uno de esos problemas es limitado y deja bastante
territorio sin ser cubierto por el problema y por lo tanto dispo­
nible como fuente de información provechosa —tenemos acceso
a las causas de los ruidos de otra manera que escuchándolos—,
mientras que el problema de explicar el orden metódico de mis
estados internos es tan extenso que se desparram a sobre todo
el territorio posiblemente pertinente.
Locke parece no haber advertido esta dificultad acerca de lo
que nos da justificación para preferir una explicación a otra.
(A veces escribe como si la teoría del mundo externo fuera la
única explicación posible de los hechos acerca de los estados
internos: pero eso es una extravagancia retórica.) Nada en su
discusión descarta la idea de que la teoría del mundo externo
es la mejor porque es la más verosímil, la que tiene el apoyo
fáctico más independiente; y así, aun cuando hubiera limpiado
sus premisas de los elementos que dan por sentado lo que se
busca explicar, pienso que Locke no habría estado sobre la pista
de una solución viable al problema del mundo externo. Ahora
dejo a Locke y me quedo con su problema.

2. Otro mérito de las teorías explicativas

Una teoría puede ser superior a otra por ser más simple, más
poderosa o ambas cosas, y esa base para com parar dos teorías
no apela a ningún otro rango de hechos pertinentes. Si no tene­
mos acceso a ningún otro rango de hechos pertinentes, parece
que tenemos que basar nuestras preferencias teóricas en con­
sideraciones de poder y simplicidad. También parece que en
tal caso el único fundamento que podemos tener para aceptar
una teoría dada es precisamente que es superior en poder y
economía a cualquier explicación rival conocida de los mismos
datos.
Considero que eso es componente de una explicación am­
pliamente aceptada de lo que nos autoriza a aceptar teorías de
alto nivel en la física. Algún elemento restringido de una teoría
de alto nivel puede defenderse sobre la base de que ciertos he­
chos lo hacen probable o verosímil, pero esos 'hechos’ tienen
que implicar otros trozos de teoría de alto nivel que se estén
dando por sentados. Si lo que está en cuestión es todo el nivel
de la teoría que concierne a elementos subatómicos, digamos,
la única manera como podemos defenderla es mostrando cómo
nos ayuda con los datos de nivel inferior, y especialmente cómo
facilita las predicciones de nivel inferior. Junto con la teoría de
alto nivel aceptamos muchos condicionales que corren hacia
arriba y hacia abajo entre los dos niveles; esto crea rutas infe-
renciales de alto nivel que van de algunos enunciados de bajo
nivel a otros, y, sin ir más allá, estas rutas pueden ser útiles. Por
ejemplo, alguien que piensa que la bomba H que ha hecho está
en buenas condiciones de funcionamiento, se mueve de algu­
nos hechos observados a una predicción acerca de otros hechos
observados, y no podría hacer esto fácilmente excepto pasando
por la teoría física abstracta. Y parece que ésa es toda nuestra
justificación para aceptar ese nivel de teoría —es decir, que or­
ganiza para nosotros los niveles inferiores mejor que cualquier
rival conocido.
¿Eso hace que la teoría de alto nivel sea genuinamente ex­
plicativa? Bueno, es explicativa en el sentido de que confiere
unidad conceptual en el nivel inferior, y por lo tanto facilita
las predicciones, ayuda a la memoria y produce satisfacción in­
telectual. Al parecer ésa es toda la explicatividad que le sería
posible tener. Pero es natural querer algo más: nos inclinamos
a pensar que una teoría genuinamente explicativa no tiene que
ser solamente útil, sino también verdadera. Tiene que discu­
tirse brevemente el contraste entre la utilidad y la verdad, que
contiene resonancias de la disputa entre el ‘instrumentalismo’
y el ‘realismo’.
Sea T una teoría que al organizar conceptualmente ciertos
datos, lo hace bien, y de hecho mejor que cualquier teoría rival
conocida. La idea de que T puede sin embargo no ser verdade­
ra podría concretarse de cualquiera de tres maneras. (1) Quizá
el espacio lógico contenga una teoría que organiza datos pa­
sados y presentes incluso mejor que T, pero es una teoría que
no hemos concebido. (2) Quizá haya algunos datos disponibles
—datos que tendríamos si actuáramos de ciertas maneras—que,
al añadirse a todos los datos que sí tenemos, podrían mostrar
que T es inferior a algún rival en simplicidad, en poder o en
ambos. (3) Quizá en el futuro tendremos datos que, al añadir­
se a los datos que tenemos ahora, mostrarán que T es inferior
a algún rival. La idea de que una teoría meramente útil pue­
de no ser verdadera podría alimentarse de cualquiera de esas
fuentes, esto es, dándose cuenta de que podría encontrarse un
rival superior mediante un esfuerzo intelectual, quizá en com­
binación con un esfuerzo experimental o con el puro paso del
tiempo. No puede haber nada en contra de un ‘realismo’ que
nos recuerde estas posibilidades y que someta toda teoría ac­
tualmente aceptada a la idea ‘escéptica’ de que una teoría rival
superior podría desplazarla.
Permanece, sin embargo, la clase más fuerte de ‘realismo’,
que sostiene que incluso si una teoría T es de hecho supe­
rior a cualquier rival que pudiera concebirse en relación con
cualesquiera datos que se vayan a encontrar o que se puedan
encontrar, puede plantearse todavía la pregunta de si la teoría
es verdadera. Esto implica la siguiente idea: ‘Quizá los principios
reales que gobiernan la realidad sean de alguna m anera menos
simples y abarcadores que las regularidades que aparecen ante
nosotros o que podemos encontrar dejando que el tiempo pase
y mediante un esfuerzo experimental.’ Alguien que nos pidiera
tomar seriamente en consideración esa idea debería explicar
qué quiere decir con que una teoría sea ‘verdadera’, o cómo
supone que ‘los principios que realmente gobiernan el univer­
so’ son conceptualmente diferentes de ‘las regularidades que se
encuentran o podrían encontrarse en nuestra experiencia del
universo’. Como no creo que pueda explicarlo coherentemente,
pienso que este ‘realismo’ fuerte, y su ‘escepticismo’ asociado,
son incoherentes. Pero no insistiré en ello.
3. Verificacionism o

Uso ‘verificacionismo’ como etiqueta para cierta concepción


acerca de mi derecho de creer que hay un reino objetivo. Uno
de sus componentes afirm a que estoy autorizado a aceptar esa
teoría porque es superior a cualquier teoría rival conocida en
cuanto a su poder para conferir unidad conceptual a mis esta­
dos internos. Por ejemplo, la teoría que dice simplemente que
mis estados internos están causados por un genio maligno que
se complace en darme creencias falsas, aunque es muy simple,
casi no tiene poder para unificar, organizar, generar prediccio­
nes, etc. Podría haber una teoría del genio maligno mucho más
poderosa, porque en todo momento, siendo T mi actual teoría
del mundo externo, habrá una teoría rival que diga: ‘Mis es­
tados internos están y siempre estarán causados por un genio
maligno del que no me puedo deshacer y que se complace en
hacerme creer T \ Eso explicará todo lo que T explique; pero
le toma un poco más de tiempo hacerlo y no trae ventajas com­
pensatorias. Desde luego que yo podría llegar a tener estados a
los que T tratara menos satisfactoriamente que su primo malig­
no; y el verificacionismo que estoy presentando no excluye más
esa posibilidad que la posibilidad de que incluso ahora pueda
haber algún rival superior de T que no he llegado a concebir.
El otro componente del verificacionismo es su eliminación
del tipo de escepticismo generado por lo que llamaré ‘realismo
trascendental’. Esta última es la tesis de que la verdad o falsedad
de T trasciende todos los hechos acerca de los estados internos
que tengo, tuve o podría tener; así que incluso si suponemos
que nada que yo pueda hacer produciría en mí mismo estados
que alguna otra teoría manejaría mejor que T, la pregunta ‘¿Pe­
ro es T realmente verdadera?’ sigue sin respuesta. De acuerdo
con el verificacionismo, esta especie de realismo trascendental
implica un error conceptual acerca de aquello en que consiste
que una teoría sea verdadera, y el escepticismo asociado debe­
ría ser declarado el planteamiento de una no-pregunta.
Lo que el verificacionismo dice acerca de los méritos básicos
de la teoría del mundo externo es algo a lo que Hume se acercó
antes de haber sido alejado de ello por ciertas contracorrientes
de su pensamiento (Hume, pp. 195-197), y me parece obvia­
mente correcto. Pero es menos obvio que el verificacionismo
tenga razón en sostener que ha descrito todos los méritos que
una teoría podría jamás tener, esto es, su rechazo de la idea
realista trascendental de que la verdad de la teoría del mun­
do externo no está garantizada por el hecho de que la teoría no
tenga rivales posibles que la superen en simplicidad o en poder.
Este elemento extra del verificacionismo es algo que compar­
te con el fenomenalismo; pero estoy concibiendo al verificacio­
nismo como si fuera lo suficientemente cauteloso para evitar los
defectos fatales que se encuentran en el fenomenalismo. En par­
ticular, considero que sostiene que una comprensión adecuada
de los significados de los enunciados de objetividad supone
captar las maneras como pueden relacionarse con enunciados
acerca de estados internos, mediante condicionales que corran
en una dirección y condicionales que corran en la otra; pero
no como si asociara el significado de un enunciado de obje­
tividad con cualquier conjunto determinado de condicionales,
congelando por tanto su significado de una m anera objetable; y
aun menos como si tratara de relacionar lo externo y lo interno
mediante bicondicionales, como hace el fenomenalismo.
Esas observaciones cautelosamente negativas acerca del veri­
ficacionismo implican que, al menos en mis manos, es más bien
el esbozo de una doctrina. De todos modos, tiene suficiente
contenido para no ser trivial, mientras que también es lo sufi­
cientemente cautelosa para poder ser verdadera. Yo creo que,
hasta donde la hemos expuesto, es verdadera, lo que me pone
del mismo lado que Kant: véase, por ejemplo, su observación
acerca de ‘esa unidad’ en nuestros elementos de conocimiento
‘que constituye el concepto de un objeto’, y lo que dice acerca
del ‘concepto de cuerpo’ como “una regla para nuestras intui­
ciones” (A 104-106). El verificacionismo no es, desde luego,
todo el contenido del ‘idealismo trascendental’ de Kant, pero
es una parte importante del mismo. Y considero que cuando
Kant habla de ver el mundo como ‘una cosa en sí misma’, al
menos una parte de lo que quiere decir es: ver el m undo como
algo cuya naturaleza real no se agota en todos los hechos acerca
de la experiencia actual y asequible.
Pero no argumentaré tomando el verificacionismo como pre­
misa, ni concederé mucho peso a mi opinión de que Kant lo
aceptaba. Todo lo que necesito es que sepan de qué estoy ha­
blando cuando mencione el ‘verificacionismo’, e incluso esto
no será sino más adelante, en la sección 8.

4. Argum entos trascendentales

El inquisidor o ‘escéptico’ con el que comencé no tiene proble­


mas con su conocimiento sobre sus estados internos, pero sí lo
tiene con sus creencias sobre el mundo externo. Ésta es, efecti­
vamente, la situación en que Descartes pensó que se encontraba:
al parecer no podía captar la idea de que el autoconocimien-
to también podría necesitar explicarse. Cuando implícitamente
Gassendi lo desafió a explicar cómo “se manifiesta usted mismo
a usted mismo solamente mediante la operación llamada pen­
samiento”, Descartes perdió la paciencia {Descartes, pp. 716,
199). Tampoco los empiristas británicos tomaron la pregun­
ta con mayor seriedad; y aunque Spinoza y Leibniz tuvieron
opiniones acerca de ello, éstas no vienen al caso en relación
con mi tema principal. La prim era contribución que viene al
caso provino de Kant, quien argumentó a favor, y a partir, de
enunciados acerca de lo que se requiere para ser consciente de
los propios estados internos; y, muy notablemente, presentó ra­
zones para pensar que si el escéptico sabe lo que piensa que
sabe, entonces también ha de saber algunas de las cosas que
piensa que no sabe. Y en nuestro propio tiempo Wittgenstein,
Strawson, Shoemaker, Rorty y otros pensadores han llegado a
conclusiones claramente kantianas mediante argumentos clara­
mente kantianos.
La última frase necesita algún comentario. Los filósofos de
que se trata han ofrecido lo que podría llamarse argumentos
analíticos, con lo que me refiero a argumentos construidos com­
pletamente a partir de los materiales del análisis conceptual y de
la interconexión conceptual, sin tomar nada de lo que Strawson
ha llamado ‘el lado oscuro’ del pensamiento de Kant —el lado
que contempla la noción de las cosas como son en sí mismas,
que implica que la mente crea intemporalmente sus objetos,
etc. Creo que podemos, en efecto, construir un argumento sig­
nificativamente kantiano sin recurrir al ‘lado oscuro’, pero no
defenderé esta tesis (p. ej., en contra de Hintikka y Rosenberg).
Los organizadores de esta conferencia me pidieron que discu­
tiera cierta clase de argumento conceptual, y lo que me interesa
es esa clase de argumento —sus poderes y limitaciones, pero no
sus antecedentes históricos. Cuando llamo ‘trascendentales’ a
tales argumentos, podría considerarse como una simple etique­
ta sin ninguna implicación kantiana.
Considero que un argumento ‘trascendental’ aspira a refu­
tar alguna forma de escepticismo probando algo acerca de las
condiciones necesarias para el autoconocimiento, la autocon­
ciencia y cosas por el esdlo. Ése es un uso más estrecho que
el adoptado por algunos autores. Cualquier argumento que yo
considere ‘trascendental’ implicará que el escepticismo al que
se opone es de alguna manera contraproducente; pero no eti­
queto de ‘trascendental’ a todo argumento que busque mostrar
que alguna clase de escepticismo es contraproducente —p. ej.,
el argumento de Malcolm de que el escepticismo acerca de la
libertad es contraproducente porque si no hay libertad no hay
intenciones, y por lo tanto tampoco aserciones, de m anera que
nadie puede aseverar con verdad ‘No hay libertad’. Tampoco
considero ‘trascendental’ todo argumento “en favor de la con­
clusión de que la verdad de algún principio es necesaria para la
posibilidad del empleo exitoso de una esfera de discurso espe­
cificada” (Griffiths, p. 167) —un uso que realmente le da mucha
amplitud al término ‘argumento trascendental’ (como observa
Macintosh, pp. 185-186). Un argumento acerca de lo que se re­
quiere para la posibilidad del lenguaje como tal es un candidato
válido para la etiqueta ‘trascendental’ (Kekes), y algunas veces
m encionaré de pasada tales argumentos. Pero no los llamaría
incondicionalmente ‘argumentos trascendentales’ a menos que
incluyeran la afirmación (que pongo en duda) de que el auto-
conocimiento requiere conceptualmente capacidad lingüística.
Por otro lado, uso ‘argumento trascendental’ de m anera más
amplia que Gram: puesto que “Kant tiene el único derecho
histórico claro para usar [la] noción” de un argumento trascen­
dental, Gram no considerará ‘trascendental’ ningún argumento
que carezca del carácter altamente ‘peculiar’ que exigen algu­
nas observaciones de Kant; pero esto lo lleva a concluir que no
puede haber ningún argumento trascendental válido (Gram,
p. 15 y passim). K órner también llega a esta conclusión negati­
va sobre la base de un entendimiento kantiano de lo que es un
‘argumento trascendental’.
No tengo nada en contra de ninguno de estos autores. Sim­
plemente uso ‘argumento trascendental’ a mi manera.

5. Intuiciones, conceptos, juicios

A hora bien, el inquisidor cartesiano piensa que sabe lo que son


sus estados internos y que al mismo tiempo tiene un problema
con el mundo externo; a lo que un argumento trascendental
responde que si tiene autoconocimiento, entonces esto implica
lógicamente alguna solución parcial al problem a del mundo
externo. ¿Qué implica? Bueno, podríamos tratar de argum entar
que si alguien tiene autoconocimiento, entonces:
(1) sus estados internos tienen que ser así y asá; o
(2) tiene que tener tales o cuales conceptos; o
(3) tiene que emplear tales o cuales conceptos.
Considero que (3) supone las otras dos: para emplear un con­
cepto tiene que poseerse y tiene que tenerse algo a lo cual
aplicarlo. ¿Podemos prescindir de (3)? ¿Podría mostrarse, por
ejemplo, que el autoconocimiento requiere estados internos a
los cuales pudieran aplicarse conceptos objetivos, sin requerir
que de hecho se apliquen? Lo dudo, y jamás he visto un argu­
mento trascendental que apuntara a (1) pero no a (3).
Pero algunos autores han tratado de probar (2) sin (3) y quizá
también sin (1). Es decir, han tratado de probar solamente que
el autoconocimiento requiere una disposición a aplicar ciertos
conceptos si se tienen los datos apropiados. Strawson tiene un
argumento de este género. (Es un ‘argumento trascendental’
en mi sentido, aunque no concierne a todo el m undo externo,
sino solamente a otras mentes.) El argum enta que el autoco­
nocimiento requiere que tengamos un concepto de ‘persona’
que pueda aplicarse sobre la base de indicaciones de conducta,
pero no argumenta que el autoconocedor deba tener alguna
oportunidad real de aplicar este concepto a nadie distinto que
él mismo (Strawson, 1959, cap. 3). Éste no es el lugar para criti­
car en detalle el argumento de Strawson; pero tengo una razón
general para preferir argumentar a favor de (3) más que a favor
de (1) ó (2) solos.
La razón proviene de la intuición de Kant de que el autocono-
cimiento supone actividad intelectual: saber cómo son nuestros
estados internos es hacer juicios de ciertas clases. A hora bien,
así como podríamos mostrar que para escalar una montaña te­
nemos que doblar las rodillas, o que para hacer cuadrar las
cuentas tenemos que añadir cifras, también podemos mostrar
que para hacer aquello que el autoconocimiento supone, tene­
mos que hacer ciertas cosas auxiliares; y ya que en este contexto
el ‘hacer’ pertinente es juzgar, tal argumento concluiría que el
autoconocimiento requiere que efectuemos ciertas especies de
juicios, esto es, que empleemos ciertos conceptos. Eso llevaría
a una conclusión tipo (3). Para argumentar solamente a favor
de (2), tendríamos que mostrar que a fin de hacer lo que el
autoconocimiento supone, tenemos que estar intelectualmente
equipados para hacer otras cosas determinadas sin necesaria­
mente hacerlas; y no veo cómo podría tener éxito un argumento
semejante.

6. Un argumento trascendental simple

Como base para más discusiones, presentaré ahora un argu­


mento trascendental real cuya conclusión es del tipo (3). El
argumento es mío, aunque lo encontré mientras pensaba sobre
la Refutación del Idealismo de Kant (Bennett, § 51).
El argumento se refiere a creencias acerca de nuestros es­
tados internos pasados. Comenzando con alguien que tiene
creencias acerca de sus estados presentes, argumento que no
puede añadir creencias acerca de su pasado a menos que apli­
que conceptos objetivos a algunos de sus estados internos, esto
es, a menos que razonablemente se considere a sí mismo habi­
tante de un reino objetivo.
Prima facie, parece que los estados del protagonista podrían
incluir remembranzas de sus estados pasados, dándole así ac­
ceso a su pasado incluso si todos sus estados internos fueran
sólo un revoltijo caótico que no pudiera tratarse como un con­
tacto perceptual con un m undo externo. El prim er paso de mi
argumento es mostrar por qué eso realmente no es posible.
Adóptese la hipótesis de que el protagonista sí tiene remem­
branzas de sus estados internos pasados. Eso implica que un
subconjunto de sus estados internos contiene representaciones
de otros estados internos: así como dolores, zumbidos y bo­
chornos, también tiene lo que llamaré representaciones tipo
K de dolores, zumbidos y bochornos; y estamos suponiendo
que éstos son remembranzas de anteriores dolores, etc. Pero
esta explicación no contiene ninguna base para conectar una
representación tipo K con el pasado del protagonista. Estamos
suponiendo que cuando juzga ‘Tengo una representación tipo
K del estado E ’ puede inferir el juicio ‘Estuve antes en el estado
£ ’; pero esta supuesta inferencia de la representación tipo K a
unjuicio acerca del pasado es simplemente ociosa para nuestro
protagonista —es, en la metáfora de Wittgenstein, una rueda
que gira aunque nada gire con ella. Digo esto por dos razones.
En prim er lugar, nuestro protagonista no tiene m anera de
emplear ningún juicio acerca del pasado: en virtud de que tra­
ta a sus estados internos como un caos, en el sentido de que
no los somete a ningún principio general de orden, no puede
usar el juicio ‘Estuve antes en el estado E' como prueba a favor
de ningún otro juicio. Esto podría incluso convertirse en un
ataque a la suposición de que hace juicios acerca de sus estados
presentes; pero no insistiré en ese punto, porque quiero conce­
derle sus juicios en tiempo presente con el fin de mostrar que
no puede tener juicios en tiempo pasado.
En segundo lugar, algo más importante para los fines de mi
argumento: para el protagonista hay una correlación uno a uno
entre juicios acerca del pasado y los juicios en tiempo presente
sobre los que aquéllos están basados: está en posición de juzgar
‘Estuve en el estado E ’ cuando y sólo cuando está en posición de
juzgar ‘Tengo una representación tipo K del estado E ’. Esto
significa que la supuesta adición de los supuestos juicios acerca
del pasado a su Weltanschauung es un trabajo rutinario, simple
y mecánico; algo que no introduce ninguna complejidad, ni
ningún otro elemento de estructura, en la situación intelectual
del protagonista.
Compárese a nuestro protagonista con alguien que, dados
exactamente los mismos estados internos, piensa que sus esta­
dos tipo K son representaciones de estados futuros. Esta su­
puesta diferencia entre los dos no tiene ningún contenido real:
los juicios de uno pueden emparejarse sistemáticamente con los
del otro; y la ilusión de que hay una diferencia real surge sola­
mente del hecho de que, sin ninguna base en los hechos dados,
elegí formular los juicios de manera diferente.
Compárense luego esos dos con una tercera persona que,
dados los mismos estados internos, no piensa que sus estados
tipo K sean representaciones en absoluto. Ella nota que a veces
tiene dolor y que a veces está en un estado que mantiene una
relación R con el dolor, a veces experimenta zumbidos y a veces
experimenta algo que mantiene una relación R con el zumbido,
y así sucesivamente; pero no piensa que R sea una relación de
representación, mucho menos que sea específicamente la rela­
ción de rememorar o de prever. Esto también suena como un
caso totalmente diferente, pero sólo porque he elegido formu­
larlo de manera diferente: no hay nada en el contenido real del
caso que justifique una formulación en vez de otra.
Concluyo que si el protagonista trata a sus estados internos
como un caos, no. puede tener ningún concepto del pasado en
operación, y por lo tanto ningún concepto del pasado.
Ahora supóngase que él cree razonablemente que tiene ex­
periencia de un mundo externo: sus estados internos son ade­
cuados, y tiene los conceptos apropiados y los aplica en juicios
de objetividad. Está claro que ahora puede sacar conclusiones
a partir de algunos de sus juicios acerca del pasado; pero lo que
principalmente me interesa no es lo que brota de esos juicios,
sino lo que desemboca en ellos, esto es, los fundamentos del
protagonista para hacer juicios acerca del pasado.
El todavía tiene que basar esos juicios en datos presentes —sus
estados internos presentes—pero ya no está restringido a un dato
por juicio, pues ahora puede aplicar varios de sus estados inter­
nos presentes a un solo juicio acerca de su pasado. Esto puede
suceder de tres maneras. Su juicio de que estaba en el estado
E en el tiempo pasado ti puede confirmarse o desconfirmarse:
(a) por sus remembranzas de sus estados en otros tiempos, co­
mo cuando su remembranza de caerse en el tiempo ¿o confirma
su juicio de que tuvo dolor en íj; (b) por sus remembranzas de
sus otros estados en t\ , como cuando su remembranza de ver el
sol en t\ confirma su juicio de que sintió calor en t\\ o (c) por
datos distintos de las remembranzas, como cuando el ver ceni­
zas en ¿ü confirma su juicio de que vio un incendio en t\. Cada
uno de éstos supone también juicios generales —las caídas son
seguidas de dolor, el sol va acompañado de calor, a las cenizas
las preceden incendios— y la aceptación de tales ‘leyes’ es la
esencia de una creencia en un mundo externo.
Lo que quiero decir no es que un juicio sea más firm e si varios
dato:' lo confirman. El argumento no concierne a la confiabilidad
de los juicios acerca del pasado, sino más bien a su posibilidad.
Ahora que varios estados del protagonista pueden relacionarse
con uno solo de sus juicios acerca del pasado —confirmándolo
o negándolo—, él tiene una relación compleja entre ‘Estuve... ’
y ‘Tengo una representación tipo K de estar... en vez de un
simple mapeo uno a uno, de m anera que su concepto de cómo
estuvo en el pasado ya no es ocioso. Cada uno de sus juicios
acerca de cómo estuvo en t es una recapitulación de dónde se
encuentra el saldo de las pruebas —un juicio global basado en lo
que parece, en casi todo respecto, haber sido el caso en t. Por otro
lado, cuando él no tenía para qué emplear conceptos objetivos
había cuando mucho una manera en la que podía parecer que
algo había sido el caso en t; y así la noción de ‘lo que fue el caso’
se redujo a la de 'lo que parece haber sido el caso’, que a su vez
degeneró en algo que no tenía absolutamente nada que ver con
el pasado.
Esto completa mi ‘argumento trascendental’ en favor de la
tesis de que alguien que tenga creencias acerca de sus propios
estados internos pasados tiene que aplicar también conceptos
objetivos.

7. La búsqueda de fuerza

Al argumentar a favor de un condicional queremos que nuestro


antecedente sea lo más débil posible y nuestro consecuente lo
más fuerte posible. Mi antecedente es ‘Si alguien tiene creen­
cias acerca de sus propios estados internos pasados. .. ’: no he
refutado la tesis de que alguien podría conocer a cada momen­
to cuáles son sus estados internos presentes y al mismo tiempo
no tener creencias acerca de sus estados pasados o acerca de
un mundo externo. De todos modos, eso puede refutarse con
otros argumentos (y si no es así, entonces mi argumento de la
sección 6 no es a fin de cuentas un argumento ‘trascenden­
tal’ en mi sentido). Es válido suponer: (a) que las creencias
son imposibles a menos que tengamos criterios para decidir
si son verdaderas o falsas (Wittgenstein, § 258; Rorty (1970),
p. 222; Harrison, pp. 56-57) y (b) que puedo tener criterios
para mi presente aplicación de un concepto sólo si tengo creen­
cias acerca de mis pasadas aplicaciones del mismo (Kant, A 101;
Wittgenstein, § 260). Esas dos tesis fortalecerían conjuntamente
la conclusión de mi argumento debilitando su antecedente pa­
ra reducirlo a ‘Si alguien tiene creencias acerca de sus estados
internos... ’. No estoy seguro de que esto vaya a concretarse,
porque no estoy seguro de (b); pero lo único que quiero hacer
aquí es indicar algunas estrategias argumentativas posibles.
Tengo que admitir que en la conclusión de mi argumento,
el consecuente necesita ser debilitado. He dicho que si alguien
hace juicios acerca del pasado, tiene que hacer juicios de obje­
tividad, pero en realidad todo lo que mi argumento muestra es
que esa persona tiene que someter sus estados internos a un sis­
tema de generalizaciones legaliformes que le permita conectar
varios juicios acerca del presente con uno solo acerca del pasa­
do. Un sistema de leyes que implicara la existencia de un mundo
externo aseguraría este resultado, pero quizá algún sistema más
débil también podría bastar. Estoy vencido en lo tocante a esta
cuestión. He tratado de inventar leyes suficientemente fuertes
para poner a operar el concepto del pasado pero demasiado
débiles para introducir conceptos objetivos; y he tratado de de­
m ostrar que no puede haber leyes tales; y he fallado en ambos
intentos. Todo lo que puedo decir es que un concepto no ocioso
del pasado necesita un tipo de complejidad ordenada que no se
me ocurre cómo obtener sin poner también enjuego conceptos
objetivos.
Wilkerson ha sugerido que los argumentos trascendentales
tienen la característica de que no producen condiciones nece­
sarias para el autoconocimiento o para lo que sea, sino sólo
condiciones suficientes junto con la afirmación de que “somos
incapaces, dados nuestros recursos conceptuales presentes, de
pensar en algunas otras condiciones que fu eran ... suficien­
tes” (Wilkerson, p. 211; véase también Smith, p. 159). Hay, en
efecto, argumentos interesantes de esa forma, aunque el me­
jor ejemplo que conozco no es un argumento trascendental
en ningún mentido aceptado. Aludo al enlace de la objetividad
con la espacialidad que hace Strawson mediante un argumento
que muestra que la objetividad supone ciertos requisitos que la
espacialidad cumple y que ninguna otra cosa en la que poda­
mos pensar cumple (Strawson, 1959, cap. 2; Bennett, p. 43). Sin
embargo, no veo razón para pensar que los argumentos trascen­
dentales tengan que ser de esa especie inconcluyente. Pienso que
mi argumento de la sección 6 muestra de m anera concluyente
que alguien que tiene en operación un concepto de su propio
pasado, tiene que someter sus estados internos a leyes genera­
les; y en principio no veo ninguna razón por la que alguien no
debiera fortalecer ese resultado —usando todavía argumentos
concluyentes en vez de argumentos wilkersonianos—mediante
el debilitamiento del antecedente o el fortalecimiento del con­
secuente o ambas cosas. Es cierto que con cualquier argumento
que no esté rigurosamente formalizado, hay una posibilidad
marginal de que un hueco se haya pasado por alto; pero consi­
dero que Wilkerson sostiene que hay un carácter inconcluyente
especial en los argumentos trascendentales como tales, y eso es
lo que estoy cuestionando.
Un famoso argumento trascendental de Strawson tiene una
conclusión que es más fuerte que la mía en ambos aspectos
(Strawson, 1966, pp. 72-112). AI sostener que si alguien tiene
alguna conciencia de sus estados presentes tiene que emplear
conceptos objetivos, Strawson ofrece un condicional con un an­
tecedente más débil y un consecuente más fuerte que los míos.
Pero incluso con la ayuda de la paciente reconstrucción que ha­
ce Rorty de ese argumento de Strawson (Rorty, 1970), todavía
no estoy seguro de entenderlo. En contraste con ello, mi ar­
gumento de la sección 6 es relativamente sencillo y claro; pero
consigue serlo al precio de tener una conclusión algo débil, y
puede ser que para fortalecerla tengamos que renunciar a mi
tipo de sencillez en favor del tipo de sutileza, profundidad y
provocativo carácter elusivo propio de Strawson.

8. Un dilema
Incluso si pudiera demostrarse que el autoconocimiento requie­
re el uso de conceptos objetivos, esto es, que requiere la creencia
razonable de que hay un mundo externo, aún podríamos pre­
guntarnos cómo ayuda esto en el problema al que se enfrenta el
inquisidor cartesiano, el problema que Locke trató de resolver.
La pregunta podría expresarse así: incluso si un autoconoce-
dor tiene que creer que hay un mundo externo, sigue en pie la
pregunta de si hay un mundo tal. Podemos tener un argumento
trascendental que “muestre que los referentes de los conceptos
en cuestión no son meramente ficciones útiles. Pero, a pesar
de lo que muestre un argumento semejante, aún pueden ser
ficciones, así sean ficciones indispensables” (Tlumak, p. 263;
véanse también Ayer, pp. 105-109, y Smith, pp. 165-168). Pero
me parece que es difícil trabajar con esa formulación: pone al
inquisidor escéptico en la posición de tener que decir ‘Creo que
P, pero ¿es realmente verdad que P?’; y esa pregunta ligeramen­
te peculiar plantea temas que prefiero no abordar aquí.
Un dilema proporciona una mejor formulación de lo que es
esencialmente el mismo tema. Nuestro inquisidor cartesiano es­
tá pidiendo las credenciales de la teoría de que hay un mundo
externo; pero ¿cómo interpreta esto? ¿Acaso (a) interpreta la teo­
ría de una manera verificacionista, de tal modo que su verdad
pudiera estar suficientemente garantizada por hechos acerca
de lo bien que organiza conceptualmente sus estados internos?
¿O más bien (b) la interpreta de una m anera realista trascen­
dental, de tal modo que el hecho de que sea más económica
y poderosa que cualquier teoría rival posible no implique lógi­
camente que es verdadera? El dilema es éste: si (a) acepta el
verificacionismo, entonces eso le da una justificación razonada
para aceptar la teoría del mundo externo, y no hay necesidad
de ningún argumento trascendental; pero si (b) tiene un enten­
dimiento realista trascendental de la teoría del mundo externo,
entonces los argumentos trascendentales no podrán hacer nada
para ayudarlo con su inquisición. La tesis a favor de (a) es obvia.
La tesis a favor de (b) depende del hecho de que los argumen­
tos trascendentales sólo puedan dem ostrar conclusiones en el
sentido de que si alguien tiene autoconocimiento entonces él
tiene que satisfacer ciertas condiciones; así que un mundo ex­
terno puede entrar en escena sólo mediante inferencia a partir
de proposiciones acerca del autoconocedor. Entonces parece
que no hay esperanza de mostrar que un autoconocedor tenga
que habitar un mundo externo a menos que ‘Hay un mundo
externo’ se interprete de una manera verificacionista. Una in­
terpretación semejante fue a todas luces esencial al argumento
que presenté anteriormente en la sección 6.
He allí, pues, el problema: parece que (a) si se acepta una
posición verificacionista no se necesitan argumentos trascen­
dentales para ayudar al inquisidor cartesiano, y (b) si no se
acepta entonces los argumentos trascendentales no pueden ayu­
darlo. Una vez discutí (a), pero (b) parece haber escapado a mi
atención (Bennett, § 52); y (b) pero no (a) fue explícitamente
señalada por Williams en una observación acerca de “la insis­
tencia de Kant en que sus argumentos trascendentales daban
conocimiento de cómo tenían que ser las cosas sólo porque las
cosas no eran cosas en sí mismas” (Williams, p. 218). Fue Stroud
quien combinó los dos incisos para generar un argumento a fa­
vor de la conclusión de que los argumentos trascendentales no
pueden tener ninguna función válida al responder inquisicio­
nes escépticas acerca de lo bien fundada que está la creencia en
un reino objetivo.
Stroud, más que aseverar sus conclusiones, las sugiere; y,
estrictamente hablando, se dirige no a los argumentos trascen­
dentales en general, sino sólo a ciertos destacados ejemplos
recientes. Creo, sin embargo, que podría haber abierto una red
más extensa interpretando ‘verificacionismo’ de una manera
más amplia que como lo hace casi todo el tiempo. Trataré de
explicarme.
El artículo de Stroud hace principalmente hincapié sobre
una clase algo limitada de verificacionismo que supone afir­
maciones de la forma ‘x tiene sentido sólo si P’, basadas en
un principio de verificación que establece las condiciones ne­
cesarias para la inteligibilidad. Cada argumento trascendental
que Stroud discute parece, en efecto, emplear tal principio, y
en cada caso es discutible que la clase pertinente de escepti­
cismo pueda satisfacerse sólo con el principio de verificación
apropiado, si este último es correcto. Así que sobre esta base
Stroud puede, en efecto, generar un dilema con el cual con­
frontar esos argumentos trascendentales. Pero eso difícilmente
le plantea dificultades al argumento que presenté en la sección
6. Ese argumento depende de una tesis acerca de lo que ha­
ce honesto o no ocioso a un concepto; pero sugiero que sería
forzado e inexacto llamar a eso un ‘principio de verificación’.
Sin embargo, hay una manera más amplia de interpretar el
‘verificacionismo’, a saber, como la tesis de que no hay una
cuestión coherente relativa a la verdad de una teoría por enci­
ma de todas las cuestiones relativa a su éxito comparativo en la
unificación conceptual de los datos que le corresponden. Mi ar­
gumento de la sección 6 es ‘verificacionista’ en ese sentido: su
conclusión fue una proposición acerca de cómo un autocono­
cedor (con un concepto de su pasado) tiene que conceptualizar
sus estados internos, y por lo tanto fue acerca del mundo exter­
no sólo en una interpretación ‘verificacionista’ de enunciados
acerca del mundo externo. Además, no entiendo cómo algún
argumento trascendental podría ser ni siquiera p rim a facie im­
portante para las inquisiciones escépticas, a menos que fuera
‘verificacionista’ en este sentido amplio.
En el artículo de Stroud y en una parte de la bibliografía
subsecuente predomina la interpretación más limitada del ‘ve­
rificacionismo’. Es, por ejemplo, el único fundamento posible
para poner este trabajo de Stroud, como hace Rorty (1971, p. 4),
en la misma categoría que la discusión de Judith Jarvis Thom ­
son sobre un argumento del lenguaje privado (Thomson, p. 29).
La interpretación más amplia del ‘verificacionismo’ también es­
tá presente en el artículo de Stroud, como observa Goldman
(pp. 106-107), pero su papel es más bien callado y discreto; y,
en particular, no se usa explícitamente para generar el dilema
más amplio que desafía la importancia de todo argumento tras­
cendental para el escepticismo. Ese dilema más amplio es ahora
lo único que me interesa.

9. Dos contraataques a l dilem a


Stine ha defendido los argumentos trascendentales contra el
dilema, atacando el cuerno de este último que dice que tales
argumentos no sirven de nada a menos que se presuponga el ve­
rificacionismo (Stine, pp. 49-51). Más que presuponer el verifica­
cionismo, dice Stine, un buen argumento trascendental podría
c o n stitu ir una defensa del mismo. Eso, si fuera correcto, pondría
inmediatamente a operar de nuevo los argumentos trascenden­
tales para que respondieran las inquisiciones escépticas; pero
no creo que eso sea correcto. El argumento de Stine parece dis­
currir de la m anera siguiente. Si un argumento trascendental
demuestra que todo autoconocedor tiene que someter sus es­
tados internos a una teoría del mundo externo, esto justifica la
aceptación de la teoría; pero esto es justificar esta conceptualiza-
ción de nuestros estados internos; ¿y acaso no es eso todo lo que
el verificacionismo se propone hacer? Desafortunadamente, no
lo es. Para responder al inquisidor escéptico, el verificacionis­
ta tiene que sostener no solamente que cierta m anera de usar
conceptos objetivos es correcta, sino también que otra determi­
nada m anera de usarlos es conceptualmente inadmisible —esto
es, que cuando se ha dicho todo acerca de la utilidad com parati­
va de la teoría del mundo externo, no queda ninguna pregunta
coherente que hacer. Ningún argumento trascendental puede
m ostrar eso.
Hacker ha contraatacado el cuerno del dilema que dice que
si se presupone el verificacionismo, los argumentos trascenden­
tales no tienen nada que hacer (Hacker, p. 84. Supra, pp. 116-
117). El imagina a un escéptico que no es mi apacible inquisidor
cartesiano, sino más bien un tipo radical que hace afirmacio­
nes acerca de sus estados internos y al mismo tiempo niega que
cualquier otra cosa tenga siquiera sentido. “La existencia de
cualquier cosa que no sea mis propios estados”, dice en efecto,
“no sólo es dudosa, no sólo es falsa, sino que es llanamente in­
inteligible.” Helo allí sentado, pues, sin que el verificacionismo
lo afecte; y entonces un argumento trascendental lo hace irse
de espaldas al mostrarle que si no les concede significado (y,
de hecho, verdad) a enunciados acerca de un m undo externo,
no puede saber acerca de sus propios estados internos.
No estoy seguro de qué dice exactamente el escéptico de
Hacker. A menos que esté abrumadoramente confundido, tie­
ne que estar de acuerdo con que podemos dar a los enunciados
sobre el mundo externo el sentido que les confiere el verifica­
cionismo y que se emplea en los argumentos trascendentales. Y
el escéptico de Hacker sí está de acuerdo con esto, pues se ve a sí
mismo como “en firm e posesión de su conjunto de ‘pensamien­
tos cartesianos’ con los que puede, según conjetura, construir
una ficción humeana de un mundo externo objetivo”; pero tal
ficción conferiría significado a los enunciados de objetividad;
así que éste no puede ser la clase de significado que el escéptico
de Hacker les está negando.
La única interpretación alternativa que puedo encontrar es
ésta: el escéptico de Hacker está simplemente diciendo que los
enunciados de objetividad son ininteligibles si se interpretan
de alguna m anera distinta de la verificacionista, esto es, que no
tienen sentido si se considera que el reino objetivo es una ‘cosa
en sí misma’. Eso, desde luego, no es ‘escepticismo’ en ningún
sentido razonable. Además, no está en conflicto con ningún
argumento trascendental válido. Para que un argumento tras­
cendental tenga algún impacto sobre esta postura —a saber, la
postura de alguien que dice que los enunciados de objetividad
tienen un sentido verificacionista y no otro— tendría que de­
mostrar que el autoconocimiento requiere que los enunciados
de objetividad se acepten tanto en interpretaciones verificacio-
nistas como en interpretaciones de cosa-en-sí; y no creo ni por
un momento que tal cosa pueda demostrarse. En su capítulo so­
bre las ‘personas’, Strawson sí parece intentar algo por el estilo:
argumenta que el autoconocimiento requiere estar preparado
para aplicar el concepto de ‘persona’ de tal m anera que ‘x es
una persona’ esté garantizado por premisas conductuales (veri-
ficacionistas) y a su vez garantice conclusiones mentalistas (de
cosa-en-sí) (Strawson, 1959, pp. 106-110). Pero estoy de acuerdo
con la opinión mayoritaria de que este argumento de Strawson
no es exitoso.

10. Escepticismo no radical

No veo ninguna posibilidad de hacer algún daño al cuerno del


dilema que dice que los argumentos trascendentales son im­
potentes si no se presupone el verificacionismo. Si alguien pre­
gunta: ‘¿Es verdadera la teoría del mundo externo?’ e interpreta
esto de una manera no verificacionista como una inquisición
acerca del mundo como una cosa en sí, entonces ningún ar­
gumento trascendental podrá responderla o mostrar que no
debería preguntarse. Donde se niega o cuestiona la verdad del
verificacionismo, los argumentos trascendentales tienen que
quedarse callados ante todas las inquisiciones escépticas.
Sin embargo, sí pienso que algo anda mal con el cuerno del
dilema que dice que si se asume el verificacionismo, entonces
éste responderá las inquisiciones escépticas, hasta donde pue­
dan ser respondidas, y dejará desocupados a los argumentos
trascendentales. Hasta ese punto estoy de acuerdo con Hac-
ker, aunque no con su explicación de qué pueden lograr los
argumentos trascendentales que el mero verificacionismo no
pueda. (En todo esto estoy tomando en cuenta sólo su poder
para responder inquisiciones escépticas. La exploración de los
requisitos conceptuales del autoconocimiento, considerada só­
lo como una parte de la filosofía de la mente, está más allá de
mis actuales propósitos.)
Supóngase que nos hace frente un inquisidor ‘escéptico’ que
concede lo que el verificacionismo demanda: esto es, su cues­
tión acerca de la teoría del mundo externo es sólo la cuestión
relativa a qué tan bien funciona la teoría en comparación con
rivales posibles. Supongamos también que él sí piensa que la
teoría unifica conceptualmente sus datos pasados y presentes
de mejor manera que cualquier teoría rival de la que él tenga
noticia. Esto todavía lo deja con dos preguntas. (1) ¿Hay cosas
que él pudiera hacer —experimentar o simplemente esperar—
que le traerían datos a la luz de los cuales la teoría del mundo
externo sería inferior a alguna teoría rival? (2) ¿Están sus da­
tos pasados y presentes menos bien manejados por la teoría del
mundo externo que por alguna otra teoría en la cual simple­
mente él no ha pensado?
Supóngase ahora que hay un argumento trascendental exito­
so, A , que demuestra que e l autoconocim iento requiere la aplicación
de conceptos objetivos; y consideremos qué tan lejos puede ir A en
la respuesta de esas dos preguntas.
En respuesta a la prim era pregunta, A mostraría que yo no
podría descubrir que poseo estados internos que no apoyaran
una teoría del mundo externo; y eso es algo que el mero veri­
ficacionismo no podría mostrar. Aun así, no es una ganancia
muy grande: ni siquiera muestra que mientras tenga autocono­
cimiento tengo que habitar este mundo externo, aunque, cier­
tamente, un argumento trascendental con una conclusión más
fuerte que la de A podría mostrar esto.
Se aplican observaciones similares a la segunda pregunta,
acerca de teorías rivales superiores en las que pudiera pensarse
ahora. Si A es acertada, entonces una criatura autoconscien­
te no puede apoyarse, como medio para manejar sus estados
internos, en una teoría que no afirme el mundo externo por
encima de cualquier teoría que afirme el mundo externo. Una
vez más, sin embargo, A, tal como está, no excluye la posibili­
dad de que un autoconocedor pudiera llegar a pensar que ha
estado completamente equivocado acerca de la clase de mundo
externo que habita.
Podría argumentarse que A no responde en absoluto la se­
gunda pregunta: dado que un autoconocedor debe manejar
sus estados internos con la ayuda de una teoría que afirme el
mundo externo, ¿podría tal vez reconocer al mismo tiempo que
alguna teoría rival era superior? ¿Acaso no es concebible que
yo debiera elaborar mis pensamientos básicos desde el punto
de vista de la teoría T y al mismo tiempo me percatara de que
la teoría T* era más poderosa o más económica? No estoy se­
guro acerca de esto. Si un autoconocedor tiene que emplear
T, eso ha de ser porque necesita servicios conceptuales que T
puede prestarle; así que no puede necesitar T y al mismo tiempo
conocer un rival superior T* que le preste todos los servicios
conceptuales principales que T le presta. Objeción: ‘Pero él po­
dría conocer un rival T* que fuera completamente superior a T
aunque no prestara todos los servicios que T presta.’ No puedo
refutar esto, pero es tan extraño que estoy listo para alejarme
de allí y concluir que A sí muestra, con suficiente aproximación,
que no podríamos descubrir a través de un esfuerzo intelectual
que nuestros datos pasados y presentes son mejor manejados
por una teoría que no afirme un mundo externo.
Rorty asigna este papel a los argumentos trascendentales, co­
mo una especie de baluarte contra conceptualizaciones rivales
de los datos pasados y presentes (Rorty, 1971, pp. 10-11). Pero
él no considera que puedan jamás dem ostrar que cierta con-
ceptualización de nuestros estados internos es absolutamente
indispensable. A lo mucho, dice, podemos esperar defender
una conceptualización de la que somos partidarios contra el re­
emplazo por alguna conceptualización rival particular, median­
te la demostración de que C* no puede desplazar a C porque
cualquier uso de C* tendría que ser parasitario del uso de C; y
entonces se necesitaría un argumento fresco a favor de C**, y
así sucesivamente. No puedo refutar esto, pero, como dije so­
bre una afirmación semejante de Wilkerson, no veo razón para
creer que los argumentos trascendentales deban operar de este
modo. Aunque en realidad no puedo producir nada que cumpla
mis especificaciones para el ‘argumento A \ no estoy convenci­
do de que no sea posible un argumento de esa índole.

11. Importancia para losfundamentos de la ciencia

De las dos respuestas que los argumentos trascendentales pue­


den dar a las inquisiciones escépticas, la respuesta acerca de
cómo vaya a encontrar que sean mis estados futuros no tiene
ninguna relación con qué conceptos deberían usarse ahora en
los fundamentos de la ciencia. No se aborda la pregunta de
qué puedo hacer, intelectualmente, con mis datos presentes, si­
no más bien la pregunta de qué puede traer el futuro. Así que
en realidad pertenece al dominio del llamado ‘problema de la
inducción’: su única importancia para los fundamentos de la
ciencia es que puede ayudar a alguien a quien Hume le haya
causado una crisis anímica, dejándolo completamente sin ga­
nas de continuar con una actividad que en cualquier momento
se puede venir abajo. Puede haber argumentos trascendentales
acertados que fijen límites a cuán total y repentino podría saber­
se que es ese derrum be —esto es, argumentos que demuestren
que la autoconciencia no es compatible con el caos experiencial
o con cambios rápidos y radicales en las pautas que hay dentro
de la propia experiencia. Pero las personas desmoralizadas por
Hume no son comunes entre quienes teorizan acerca de los fun­
damentos conceptuales de la ciencia, y la actividad de niñera
para consolarlas es una forma de trabajo más bien modesta.
Incidentalmente, no creo que ningún argumento acertado
pudiera excluir la posibilidad de que mis estados internos pu­
dieran cambiar gradualmente de tal manera que aunque en
cualquier momento dado alguna teoría científica los maneja­
ra con bastante eficiencia, el contenido de mi Weltanschauung
cambiara lentamente hasta que al final no tuviera nada en co­
mún con el que ahora acepto. Así que si alguien se desmoraliza
con la idea: “¿Para qué molestarnos con la ciencia si no pode­
mos obtener resultados que con seguridad vayan a permanecer
al menos aproximadamente válidos?”, no hay ningún consuelo
para él.
La segunda respuesta que los argumentos trascendentales
pueden dar es prima facie más importante para los fundamen­
tos conceptuales de la ciencia. Si no puedo manejar mis datos
sin la ayuda del concepto C, no por los accidentes de la historia
individual o cultural, sino más bien porque C se requiere con­
ceptualmente para el autoconocimiento, entonces no tiene caso
que busque alternativas a C. Esta es una categoría, aproximada­
mente en el sentido de Kant, y la ciencia no se puede deshacer
de ella.
Si Rorty está en lo cierto, nunca se puede mostrar que C tiene
una condición absolutamente categórica, sino sólo defenderlo
contra rivales particulares. Eso prácticamente relevaría a los
argumentos trascendentales de su tarea, pues vendrían a ser
simplemente evaluaciones caso por caso, que es a lo que de
todos modos se dedica un teórico de los fundamentos de la
ciencia.
Aunque Rorty esté equivocado, dudo si los argumentos tras­
cendentales deberían afectar la idea de alguien acerca de los
fundamentos conceptuales que la ciencia podría tener. Esto sa­
ca a colación la pregunta de la sección 7, a saber, ‘¿Qué tanto
puede dem ostrar válidamente un argumento trascendental?’.
No puedo responder esto, porque no sé exactamente qué se
requiere para el autoconocimiento, o para cualquier especie
fundamental de conocimiento. Sólo he argumentado que el au­
toconocimiento que incluye creencias acerca del pasado requie­
re el empleo de conceptos objetivos o de algo que se aproxime
a ellos; y aunque probablemente se pueda mostrar más que es­
to, no sé cuánto más. De todos modos, supongo confiadamente
que no hay un concepto C tal que (i) C es demostrativamen­
te requerido para el autoconocimiento o para alguna especie
principal de conocimiento, y (ii) alguien podría proponer seria­
mente dar a la ciencia nuevos fundamentos que no supongan
C. Kant trató de mostrar que la ciencia tiene que usar los con­
ceptos de causa y sustancia de tal m anera que se com prom eta
con el determinismo estricto y con alguna ley de conservación;
y esos dos elementos teóricos podrían ponerse a prueba (y uno
de ellos fue puesto a prueba) en un replanteamiento de los fun­
damentos de la ciencia. Pero dado que de hecho Kant no pudo
dem ostrar que el autoconocimiento requiere una aceptación
del determinismo estricto o de una ley de conservación, este
ejemplo no refuta mi suposición. Desde luego, ésta es sólo una
suposición; pero estoy suficientemente seguro de ella, de tal
m anera que si estuviera trabajando activamente sobre cuestio­
nes relativas a los fundamentos conceptuales de la ciencia, no
recurriría a la ayuda de los argumentos trascendentales.1

BIBLIOGRAFÍA
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1 Estoy en deuda con Michael Beebe, Judith Jarvis Thom son y Barry
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sión en español: Investigacionesfilosóficas, trad. Alfonso García Suá­
rez y Ulises Moulines, Instituto de Investigaciones Filosóficas-
U N A M / Crítica, Barcelona, 1988.]

[Traducción de Laura Lecuona]


RALPH G. S. WALKER

Hace veinte años los argumentos trascendentales prometían


grandes cosas: parecían el instrumento del progreso epistemo­
lógico. Se les veía como un método poderoso para derrotar el
escepticismo y dar una base segura al conocimiento del mundo
que nos rodea. Nos daban esperanzas de lograr un conocimien­
to bien fundamentado en áreas con tantas controversias como
la ética. Las dudas, es verdad, nunca estuvieron ausentes. Pero
se ofrecían argumentos ingeniosos y atractivos, de nueva cepa
o tomados prestados de Kant, que parecían alcanzar sus me­
tas o acercarse tanto a ellas que todo lo que se requería para
perfeccionarlos eran algunos ajustes aquí y allá.
Pocos son ahora tan optimistas. Sir Peter Strawson, que fue
su principal exponente, ya no ve los argumentos trascendenta­
les como una defensa contra el escéptico, sino sólo como una

* Originalmente “Transcendental Arguments and Scepticism”, en E. Se ha


per y W. Vossenkuhl (eds.), Reading Kant: New Perspectivas on Transcendental
Arguments and Critical Philosophy. Basil Blackwell, Londres, 1989, pp. 55-76.
Traducido con el permiso del autor y de Blackwell Publishers.
1 El estímulo para escribir este ensayo se debe en parte a los editores
de este volumen, pero en parte a mi lectura del libro de Barry Stroud The
Significance of Philosophical Scepticism (1984) y de la tesis de Quassim Cassam
Transcendental Arguments and Necessity (1985). Estoy particularmente agrade­
cido con Stroud y Cassam, de quienes discrepo considerablemente. También
estoy agradecido con varias personas con quienes he discutido una versión
previa de este trabajo, en especial con Simón Blackbum, David Bostock, Julie
jack, John Kenyon y Hugh Rice.
m anera de “investigar las conexiones entre los elementos es­
tructurales más destacados de nuestro esquema conceptual”.2
El declive del entusiasmo se debe, principalmente, al hecho de
que ha resultado que muchos argumentos trascendentales, una
vez examinados, son inválidos, o bien sus conclusiones son me­
nos fuertes de lo que se pensaba. Esto, en sí mismo, no es una
buena razón para desconfiar del método en cuestión, ya que
podrían encontrarse argumentos nuevos y más satisfactorios.
Pero se han propuesto algunas objeciones más generales que
han reforzado, en varios sitios, la opinión de que la argum en­
tación trascendental lleva a un callejón sin salida.
Tres de estas objeciones me parecen particularmente im por­
tantes. Una de ellas, propuesta por Kórner, es que los argu­
mentos trascendentales intentan lo imposible, ya que tratan de
sacarnos de nuestro esquema conceptual: podemos explorar
nuestro propio esquema desde dentro, pero no podemos com­
pararlo con otros esquemas o preguntar de m anera inteligible si
algunas de sus características también se encuentran en ellos.3
O tra objeción, ofrecida por Stroud, es que los argumentos tras­
cendentales necesitan, por lo general, apoyarse en el principio
de verificación si han de establecer conclusiones acerca de cómo
son las cosas en el mundo, y no sólo acerca de lo que tenemos
que creer o de qué conceptos tenemos que emplear.4 La terce­
ra duda ha sido expresada en varias ocasiones y surge porque
los argumentos trascendentales se ocupan de las condiciones
necesarias de algo (la experiencia, el conocimiento, el lengua­
je): ¿cómo puede mostrarse que las condiciones propuestas
son realmente necesarias y qué tipo de modalidad se atribuye
ai condicional? 5
En lo que sigue quiero aclarar por qué pienso que, de he­
cho, estas objeciones no tienen mucho peso en contra de la

^ Strawson (1982), Reviera nf TranscendentalArguments and Science. P. Bieri,


R. P. Horstmann y L. Küger (eds.) (Dordrecht, 1979) Journal of Philosophy,
LXX IX, p p . 4 5 -5 0 .
3 Kórner (1967), “La imposibilidad de las deducciones trascendentales”.
Ver supra.
4 Stroud (1968), “Argumentos trascendentales". Ver supra.
5 Véase especialmente Wilkerson, Kant’s Critique of Puré Reason. OUP,
Oxford, 1976, cap. 10.
argumentación trascendental como un método para respon­
der al escéptico. Voy a sostener que el método es, en principio,
eficaz contra el escéptico, siempre y cuando esté dispuesto a
considerar argumentos —aunque lo que ayuda a generar algu­
nas objeciones es que no es eficaz contra todas las formas del
escepticismo. Cuánto puede lograrse con el método en la prác­
tica es una pregunta más amplia y no la voy a tocar aquí; esto
requeriría la construcción y el examen detallado de una gran
variedad de argumentos que son o tienen la intención de ser
trascendentales.
Antes de seguir adelante debo hacer una advertencia. Los
argumentos trascendentales, tal y como los entiendo, son argu­
mentos antiescépticos que tratan de justificar sus conclusiones
presentándolas como condiciones necesarias para la experien­
cia, el conocimiento o el lenguaje; o para la experiencia, el
conocimiento y el lenguaje de algún tipo general. No me in­
teresa defender aquí la tesis histórica de que los argumentos
de Kant se ajustan a este modelo (si bien creo que esto es así y
lo he defendido en otro lado).6 La discusión de las cuestiones
filosóficas a las que dan lugar los argumentos trascendentales
ha estado mezclada con cuestiones históricas acerca de Kant,
de quien a veces se piensa que tiene una suerte de derecho de
autor sobre la palabra “trascendental”. En este ensayo quisie­
ra dejar de lado estas cuestiones. Aunque el estilo argumental
que discuto no fuese originalmente kantiano, ha sido tomado
en serio por mucha gente en años recientes, y como ha sido
ampliamente llamado “trascendental”, se le debe conceder el
derecho consuetudinario de ser llamado así.
Es menester hacer una segunda advertencia. Los argum en­
tos trascendentales ganaron su aceptación reciente en buena
m edida debido a la obra de Strawson, que incluye algunos de
los más importantes argumentos de este tipo que hayan apare­
cido. Sin embargo, lo que el propio Strawson ha dicho acerca
del método —incluso cuando era más optimista de lo que aho­
ra es—es muy inadecuado. En Individuos describe al escéptico
como alguien que intenta rechazar, digamos, la creencia en el
mundo externo, y a quien se le refuta mediante un argumento

6 Walker, Kant. Routledge Se and Kegan Paul, Londres, 1978, caps. I y II.
que muestra que sus dudas son irreales porque “equivalen al
rechazo de la totalidad del esquema conceptual que es el único
dentro del cual esas dudas pueden tener sentido”.7 La idea es
que el escéptico debilita su propia postura, quedándose con el
dilema de aceptar la creencia que buscó cuestionar o abando­
nar cualquier pretensión de inteligibilidad. Esto es injusto para
el escéptico típico, ya que no capta el meollo de su reto. Muy
pocos escépticos hacen algún intento serio de negar nuestras
creencias ordinarias acerca de objetos materiales, otras men­
tes, el pasado, etc.; como Hume, com parten con el vulgo sus
creencias acerca de esas cosas y lo que cuestionan es que tales
creencias estén justificadas.6 Por lo tanto, hay poco valor en un
argumento cuyo único objetivo es obligar al escéptico a aceptar
tal creencia, ya que de todos modos él generalmente la acepta.
Lo que se requiere es un argumento que le muestre que dicha
creencia está justificada. Esto era lo que los argumentos tras­
cendentales —incluyendo los strawsonianos—parecían ofrecer;
y por ello parecían señalar un camino por donde la epistemo­
logía podría avanzar.
Es común describir a los escépticos como si negaran que te­
nemos conocimiento acerca de esto o aquello, o acerca del mundo
en general; y a veces se piensa que pueden ser rebatidos exa­
minando el uso ordinario de la palabra “conocimiento". Si esto
fuera correcto, recurrir a los argumentos trascendentales sería
del todo innecesario. Se alega que, tal como usamos ordinaria­
mente la palabra “conocimiento”, las creencias de las que duda
el escéptico pueden considerarse como casos claros de conoci­
miento. Muchos de los que siguen esta línea sostienen que una
creencia no requiere estar justificada para ser conocimiento,
siempre y cuando tenga la adecuada relación causal o contra-

7 Strawson, Individuáis. Methuen, Londres, 1959, p. 35.


8 Annas y Bames (The Modes of Scepticism. CUP, Cambridge, 1985, pp. 7 s.
y 166 ss.) contrastan el escepticism o moderno con el antiguo en este respecto.
Desde Descartes, lo típico es que los escépticos conservan sus creencias pero
se preocupan acerca de su justificación; los antiguos escépticos iban más allá
y (en la m edida de lo posible) también abandonaban sus creencias. M. F. Bur-
neyat (“Can the sceptic live his Scepticism?” en Schofield, Bumeyat, Bam es
(eds.), Doubl and Dogmatism. OUP, Oxford, 1980) desarrolla y discute esta in­
terpretación del escepticism o aitfiguo.
fáctica con el hecho que la hace verdadera. Otros sostienen que
la creencia tiene que estar justificada, pero que los estándares de
justificación son comparativamente bajos y fáciles de cumplir
—son los que usamos en la vida cotidiana, y no los estándares
mucho más estrictos que introduce la gente profesionalmente
inclinada a la sospecha como los filósofos. Pero sea como fuere,
se acusa al escéptico de torcer el significado ordinario de la pa­
labra “conocimiento" y el de otras afines, creando con ello un
pseudoproblema. El escéptico se preocupa por nuestra falta de
conocimiento sólo porque piensa que una creencia no puede
ser conocimiento a menos que esté justificada de acuerdo con
un estándar demasiado alto; pero esto es sólo un error acerca
de lo que significa la palabra.
Sin embargo, el escéptico sí plantea una cuestión sustantiva,
que es independiente de cómo usamos términos como “saber”
y “conocimiento”. Si se permite que una creencia cuente como
conocimiento sin estar plenamente justificada, no es necesario
que el escéptico niegue que muchas de nuestras creencias lle­
guen a constituir conocimientos. No necesita negar —y por lo
general no lo hace—que los estándares de justificación que con­
sideramos satisfactorios para propósitos cotidianos se cumplen
frecuentemente. Lo que le preocupa es que tales estándares no
sean suficientemente estrictos, que se puedan cumplir en casos
en los que él piensa que las creencias en cuestión son estricta­
mente injustificadas. En el pasado, por ejemplo, que alguien
flotara si se le tiraba al agua era visto por el hombre común
como una prueba suficiente de que se había ayuntado con el
Demonio.

I
Si un argumento trascendental ha de servir en contra del es­
céptico, tiene que empezar con premisas que el escéptico no
discuta; y si ha de convencerlo de que su conclusión no sólo es
cierta sino justificada, tienen que ser premisas que acepte como
justificadas (o que no necesiten justificación, que para nuestros
propósitos es lo mismo). Al escéptico se le concibe como al­
guien que plantea dudas epistemológicas siempre que puede,
por lo que no es fácil encontrar premisas satisfactorias.
Los argumentos trascendentales tradicionalmente empiezan
con la premisa de que hay por lo menos alguna experiencia o
algún conocimiento. Para ser un punto de partida aceptable,
“conocimiento” no debe tomarse de m anera que implique una
petición de principio; en particular, no debe suponerse que te­
nemos conocimiento del mundo externo, ya que ésta es una de
las cosas de las que con frecuencia dudan los escépticos. Lo que
usualmente se quiere decir, sin embargo, es sólo que tenemos
algún conocimiento de algo —bastará que digamos que conoce­
mos el contenido de nuestros propios pensamientos. Incluso los
escépticos admitirán que a veces podemos tener conocimiento
acerca de dichos contenidos e incluso los escépticos admitirán
que tenemos experiencia. Cualquiera que pusiera en duda estas
afirmaciones o sugiriera que carecen de justificación, adopta­
ría ciertamente una posición especialmente poco atractiva; para
poder formular sus pensamientos, él tiene que ser consciente
de sus experiencias (aunque puede ser un asunto más complejo
saber si tiene que ser consciente de sí mismo como sujeto de
dichas experiencias). No es que sea imposible negar lo anterior
—en un sentido es posible negar cualquier cosa; pero sería de-
notadamente perverso y lo colocaría fuera del alcance de todo
argumento serio. Si algo puede estar de alguna manera jus­
tificado, son estas premisas. Es cierto que el escéptico podría
tratar de rechazar por completo la noción de justificación, pero
éste es un argumento menos atractivo de lo que podría parecer,
ya que a menos que acepte que las premisas de un argumento
pueden justificar su conclusión, se vuelve inmune a cualquier
tipo de argumento. No es un defecto de los argumentos tras­
cendentales que no convenzan a alguien que es inmune a la
argumentación.
En años recientes, la moda ha sido usar, en cambio, la premi­
sa de que hay lenguaje. Si lo que se entiende por esto es que hay
pensamiento inteligible —pensamiento con contenido—esto es
tan poco excepcional como las premisas más tradicionales y por
la misma razón. Si se entiende algo más —por ejemplo, que hay
un sistema de comunicación complejo que puede expresarse
públicamente con sonidos—el escéptico tendrá algo que obje­
tar. Ocasionalmente se ha pensado que utilizar premisas como
“Estoy hablando ahora español” o “Estas son palabras españo­
las” sería adecuado, ya que estas oraciones son verdaderas cada
vez que son proferidas. Pero ésta es una confusión. El hecho de
que una oración pueda ser verdadera siempre que es proferida
no la hace en ningún sentido indubitable, y es perfectamente
posible no'estar seguro de qué idioma esté uno hablando (o
incluso poner en cuestión la existencia de sistemas de comuni­
cación complejos).
Algunos argumentos trascendentales no empiezan con la
premisa escueta de que hay experiencia, conocimiento o lengua­
je, sino con la premisa de que hay experiencia, conocimiento o
lenguaje de algún tipo muy general. Las premisas de este tipo
también pueden ser inmunes a la duda. Si alguien pretendiera
dudar de que la experiencia contiene más de una representa­
ción o de que está ordenada en un aparente orden temporal,
no podríamos entender lo que tiene en mente, ni podríamos
ver lo que busca si nos pide más justificación. Se podría decir
que lo mismo sucede con descripciones mucho más específicas
del contenido de la conciencia de alguien y muchos filósofos
le darían un status similar a mis creencias acerca de cómo me
parece que son las cosas ahora. Sin embargo, nada de esto está
libre de discusión, y no debe preocuparnos, ya que los llama­
dos argumentos trascendentales comienzan con premisas más
generales que éstas. O bien parten simplemente de la afirma­
ción de que hay conocimiento o experiencia o lenguaje, o bien
de que hay conocimiento, experiencia o lenguaje de algún ti­
po general que está fuera de dudas escépticas. Si ello significa
que no hay una línea clara que divida a los argumentos trascen­
dentales de los que dan condiciones para tener experiencias
con algún contenido específico, esto no es necesariamente algo
malo. Kant mismo, y otros que lo han seguido, insistirían en
que hay una clara línea divisoria porque el contenido específi­
co de la experiencia sólo puede conocerse a posteriori, mientras
que las características generales relevantes son en un sentido a
priori —un asunto estructural. Esta cuestión es compleja, pero
para nuestros intereses actuales no debe preocuparnos; basta
con que nos percatemos de ella y la pasemos de largo.
Para concluir algo del hecho de que hay experiencia, cono­
cimiento o lenguaje —o experiencia, conocimiento o lenguaje
de un tipo general apropiado—, un argumento trascendental
requiere una segunda premisa, que deberá tener una forma
condicional. Para ofrecernos la conclusión antiescéptica desea­
da, debe decir que si la prim era premisa es verdadera, entonces
la conclusión lo es; en otras palabras, la verdad de la conclusión
es una condición necesaria de la de la premisa, o, en una ter­
minología más kantiana, una condición de su posibilidad. Esta
segunda premisa también debe ser aceptada por el escéptico,
no sólo como verdadera sino como justificada {o como no ne­
cesitada de más justificación). Esto hace que sea natural pensar
que sea analítica, ya que los escépticos normalmente plantean
dudas acerca de condicionales empíricos y de necesidades no
analíticas. Los argumentos trascendentales también buscan evi­
tar apoyarse en condicionales empíricos por otra razón, a saber,
porque son argumentos filosóficos que no investigan cómo son
las cosas, sino cómo tienen que ser si la experiencia (etc.) ha
de ser posible; y los kantianos a menudo esperan que sus con­
clusiones sean sintéticas y a priori, lo que sería imposible si
dependieran de una premisa empírica.
Algunos de los defensores de los argumentos trascendenta­
les han dejado muy en claro que no intentan que sus premisas
condicionales sean analíticas. Un poco más adelante regresa­
ré a la pregunta de qué status alternativo pueden tener estas
premisas. Pero si han de ser analíticas nos topamos con dos
dificultades prima facie. En este caso, los argumentos trascen­
dentales serían piezas de análisis conceptual y puede objetarse
que el concepto de experiencia (etc.) es demasiado vago e im­
preciso para obtener de este modo conclusiones interesantes, a
menos que hagamos tram pa y las incluyamos subrepticiamente
en el concepto desde un inicio. También puede cuestionarse el
status analítico de dichas proposiciones. Una proposición ana­
lítica es una aplicación de una ley lógica, ¿pero acaso las leyes
lógicas merecen la posición privilegiada, la inmunidad a la du­
da, que a m enudo se les atribuye?
La prim era de estas dificultades no es muy seria, al menos
en principio. Adelantándonos al examen de los detalles de los
argumentos, no hay razón para suponer que los conceptos de
experiencia, conocimiento y lenguaje son más vagos o impreci­
sos que otros conceptos de los cuales pueden hacerse análisis
satisfactorios. Puede decirse, claro está, que el análisis concep­
tual nunca lleva a ningún lado porque cualquier análisis que
fuera informativo tendría que ser erróneo —la llamada “parado­
ja del análisis”; pero esto se basa en el supuesto de que siempre
nos queda claro lo que contienen nuestros conceptos, un su­
puesto que se ha mostrado que es equivocado por el éxito del
análisis conceptual en la filosofía, la lógica y las matemáticas.
En la práctica, por supuesto, el hecho de que no nos quede
claro lo que condenen nuestros conceptos hace que el análisis
conceptual sea un asunto difícil, aquí y en otros lados. Cuando
un filósofo sostiene que no puede haber experiencia a menos
que se dé cierta condición y otro afirma que puede describir de
manera consistente la experiencia sin tal condición, es fácil sim­
patizar con la frustración que esto puede provocar en relación
con el prospecto de llegar a algún lado; como lo es com partir
el sentimiento de que es difícil poder alguna vez estar seguro
de que algo es una condición analíticamente necesaria para la
experiencia, ya que siempre habrá circunstancias raras que uno
no ha pensado, en las que, quizá, pueda haber algo reconocible
como experiencia sin esa condición. Pero éstas son dificultades
prácticas y no de principio, y, en realidad, no son más serias
aquí de lo que son en cualquier otra rama del análisis concep­
tual. Muchas veces es difícil ver lo que contiene un concepto,
pero no es imposible, ni tampoco tenemos que examinar todos
los casos raros en los que el concepto podría aplicarse. Una vez
que está claro (para tomar un ejemplo muy elemental) que los
solteros tienen que ser no casados, no hay necesidad de pensar
más acerca de circunstancias peculiares: ya sabemos cómo van
a ser manejadas.
A prim era vista, la segunda objeción tampoco es muy seria,
aunque no sólo afecte a la segunda premisa, sino a la regla de
inferencia usada para llegar a la conclusión. Cuando buscamos
convencer al escéptico, suponemos que acepta las reglas apro­
piadas de inferencia (modus ponens), y alguien que fuera tan
lejos como para rechazar una regla tan básica haría su posi­
ción irrebatible, a costa de restarle interés —como alguien que
no acepta que hay experiencia. No tendría caso discutir con
él. Pero al mismo tiempo, él no- podría discutir con nosotros
ni convencernos de que lo escuchemos; a menos, quizá, que
discutiera indirectamente o intentara mostrarnos que nuestra
confianza en las reglas de inferencia lleva a incoherencias. Si se
equivocara en esto, sería posible mostrárselo, ya que él trataría
nuestras reglas de inferencia como si fueran válidas para des­
arrollar su argumento. Si él estuviera en lo cierto, si nuestras
reglas básicas de inferencia llevan a la incoherencia, no habría
más que decir; el pensamiento racional estaría acabado.
Si el escéptico aceptara la regla de inferencia al grado de de­
ducir la conclusión de las premisas, pero afirm ara que no está
justificado para hacerlo, no estaría en una mejor posición. Si
la argumentación es algo más que sólo un método para indu­
cir a otros para que tengan una opinión —menos eficiente, por
cierto que la propaganda o el lavado de cerebro—, debe con­
cederse que, al menos en algunos casos, un argumento puede
justificar su conclusión de manera exitosa, lo que no puede ha­
cer ningún argumento a menos que estemos justificados para
basarnos en reglas tan básicas como el modus ponens y los prin­
cipios elementales de la lógica. Es cierto que hacemos uso de
reglas de inferencia menos básicas (y más cuestionables), como,
por ejemplo, las que gobiernan la inferencia inductiva, pero no
es posible que nuestra confianza en ellas esté justificada si la
confianza en las reglas de la lógica elemental no lo estuviera,
ya que necesitamos la lógica elemental para hacer uso de cual­
quiera de las reglas menos básicas.
De la misma manera, para que el escéptico pueda discutir
tiene que aceptar la premisa condicional como verdadera y jus­
tificada, si la premisa condicional es realmente analítica —o más
bien, tendrá que aceptarla una vez que entienda los conceptos
involucrados y advierta, por lo tanto, su carácter analítico. En­
tender los conceptos involucrados supondrá ver que la premisa
tiene una forma como ésta: “Si P y Q entonces P ”, y quien no
aceptara proposiciones como éstas sería tan inmune a la argu­
mentación como el que rechaza el modus ponens, y por la misma
razón. La argumentación (a diferencia del mero desacuerdo)
requiere el uso del condicional y, por lo tanto, no es posible
argumentar con gente que no comparta con nosotros nuestra
confianza en los principios elementales que gobiernan el uso
del condicional. De manera más general, un escéptico que se
negara a aceptar —como verdaderas y justificadas—las leyes ló­
gicas más elementales, pondría en duda las reglas básicas de
inferencia que hacen posible la argumentación misma. Dudar
acerca de si estas leyes son a priori -es otro asunto y puede ser
perfectamente razonable; lo que no puede dudarse razonable­
mente es que son verdaderas y no requieren más justificación.
La excepción quizá sea el principio del tercio excluso: pero como
la lógica intuicionista no lo requiere, es natural pensar que no
tiene el carácter elemental del principio de no contradicción o
de la ley de que “Si P y P entonces Q, entonces Q”.
Debemos matizar lo anterior. Un escéptico con dudas acerca
de la generalidad puede aceptar como válidas cada una de las
instancias particulares de un modus ponens que se le ofrezcan y
rechazar como falsa cada proposición específica de la forma ‘P
y no P' y, sin embargo, tener dudas al suscribir las afirmaciones
universales que hacemos cuando decimos que para todos los
valores de P y Q si P y si P entonces Q entonces Q, y no a la
vez P y no P. Tales dudas podrían ser bastante inteligibles: no
nos impedirían discutir con él, ya que aceptaría los movimien­
tos individuales que hiciéramos (si es que son válidos). Pero
dudas como éstas no deben preocuparnos en este contexto, ya
que el escéptico aceptaría las reglas de inferencia aplicadas en
un argumento trascendental y también la premisa condicional
(suponiendo todavía que dicha premisa sea analítica).
Un poco más preocupante sería que alguien aceptara el mo­
dus ponens en una amplia gama de contextos pero se negara a
aceptarlo en otros, o sostuviera que si bien usualmente P y no
P no pueden ser verdaderos a la vez, hay ciertas áreas específi­
cas en que pueden serlo o incluso deben serlo. Una vez conocí
a un filósofo ruso que, debido a su incomprensión de la dia­
léctica (entre otras cosas), afirmaba que en algunas partes de
la matemática hay proposiciones autocontradictorias que son
estricta y literalmente verdaderas. También conocí a un físico
estadounidense que creía seriamente que las proposiciones au­
tocontradictorias son verdaderas en Japón. Era perfectamente
posible discutir con estas personas acerca de otras cuestiones a
pesar de su rechazo de un principio lógico tan básico en su for­
ma general; un rechazo deliberado y consciente y no eliminable
por un argumento lógico. (No se inmutarían, por ejemplo, por
la afirmación de que de una autocontradicción se sigue cual­
quier cosa, ya que su lógica contenía reglas que impedirían esa
derivación en esos casos.)
Nuestra conclusión, por lo tanto, debe modificarse levemen­
te, pero sólo levemente. Para que sea posible argumentar, es
necesario aceptar los principios lógicos más fundamentales co­
mo verdaderos y justificados en tanto que se aplican en un
amplio rango de casos. Alguien que ponga limitaciones en los
contextos en los que va a aceptar un modusponens o el principio
de no contradicción, es muy probable que los acepte en casos
comunes. Si no lo hace, su rechazo parecerá arbitrario y poco
interesante; y —sobre todo— será imposible discutir con él en
esa área, aunque no lo sea en otras cuestiones, y eso nos da una
razón suficiente para no tomarlo en serio. Sabemos que al es­
céptico que se niega a seguir nuestros argumentos nunca se le
puede sacar de su postura, pero no es esta clase de escepticismo
la que sentimos que nos presenta un problema.

II
Si el escéptico acepta que las premisas de un argumento trascen­
dental son verdaderas y justificadas, y también acepta la regla
de inferencia, se va a ver obligado a aceptar su conclusión. Has­
ta el momento, al menos, parece que no hay nada malo, en
principio, con la idea de un argumento trascendental, ya que
parece que hay premisas y reglas de inferencia que el escéptico
va a aceptar. Sin embargo, puede estimarse que si la segunda
premisa tiene que ser analítica, va a ser poco lo que podamos
m ostrar mediante dichos argumentos. ¿Debe ser analítica esta
segunda premisa?
Yo pienso, y lo he defendido en otra parte,9 que para Kant de­
be serlo, ya que su escéptico sólo aceptaría una segunda premisa
analítica. Para Kant, las condiciones empíricas de la experiencia
no están en cuestión y si la segunda premisa no fuera analítica
tendría que ser sintética a priori-, pero el objetivo de Kant en
la Crítica es m ostrar que es posible el conocimiento sintético a
priori, y cómo lo es, sin presuponer que de hecho tenemos cono­
cimiento de este tipo. De ningún modo están todos de acuerdo

9 Walker (1978, pp. 18-23).


en esto, pero éste no es el lugar para discutirlo. Dejando a Kant
a un lado, ¿serviría una segunda premisa no analítica? La res­
puesta, por supuesto, dependerá de si hay segundas premisas
no analíticas que nuestro escéptico tenga que aceptar.
Una propuesta que, creo yo, sólo confunde más las cosas es
decir que el condicional puede ser conceptualmente necesario
sin ser analítico. Esto se sigue de una confusión con respecto a
la analiticidad. La analiticidad a veces se define como ‘verdad
en virtud del significado’, lo que motiva a pensar que tiene que
ver algo con las palabras, en vez de con los conceptos expre­
sados; es decir, que es esencialmente verbal. Pero nada podría
ser verdadero simplemente en virtud de los significados de las
palabras, aunque el valor de verdad de cualquier oración ver­
dadera (no importa cuán empírica sea) depende parcialmente
de que sus palabras signifiquen lo que significan. Incluso las
verdades analíticas más elementales como ‘Todos los hombres
son hombres’ tienen que depender de leyes lógicas, y otras más
complicadas como ‘Todos los solteros no están casados’ tam­
bién dependen (como dijo Kant) del análisis del contenido de
los conceptos involucrados. Discernir qué está contenido en un
concepto corresponde al análisis conceptual, y éste tiene sus
problemas. Pero nada se gana al llamar a estas verdades ‘con­
ceptuales’, en vez de ‘analíticas’, cuando su análisis es complejo
o poco obvio, ya que no hay una línea clara entre los casos
obvios y los no obvios; y todas estas verdades, incluso las más
elementales, dependen del contenido de sus conceptos, así co­
mo de leyes lógicas. (‘Todos los hombres son hombres’ no sería
verdadero si el concepto expresado por ‘hombres’ tuviera un
contenido diferente en la segunda ocurrencia.)
Una sugerencia más interesante es que el condicional puede
depender de un principio no analítico que, de todas maneras,
comparta la característica que considero que tienen las verdades
analíticas: que deben ser aceptadas como verdaderas y justifi­
cadas una vez que esté claro lo que involucran. No conozco
ninguna razón general para suponer que no pueda haber prin­
cipios no analíticos de este tipo; pero dudo que exista alguno.
El escepticismo tradicional es muy amplio, se extiende a todos
nuestros principios no analíticos sin que aparentemente esto
impida que el escéptico pueda argumentar y, por lo tanto, sin
privar de interés a su postura. El principio inductivo o el de
que la hipótesis más simple es la que tiene más probabilidad de
ser verdadera, pueden tomarse como adecuadamente básicos e
indispensables (un kantiano quizá también incluiría el princi­
pio de que todo evento tiene una causa). Pero si bien pueden
ser indispensables, en el sentido de que no podemos dejar de
usarlos, no se sigue que debamos pensar que estén justificados,
y de lo que el escéptico duda es de su justificación.
El asunto quizá puede aclararse si consideramos la posible
respuesta de que estoy inventando una distinción espuria entre
estos principios y los principios elementales de la lógica. He
sostenido que el escéptico deja de parecemos interesante si no
acepta las leyes lógicas, ya que sólo una aceptación común de
ellas hace posible la argumentación. Pero podría decirse que
un argumento similar puede darse en el caso de los otros prin­
cipios. La gente regularmente busca construir argumentos tras­
cendentales en su apoyo; supongamos, por el momento, que se
puede encontrar un argumento trascendental válido que mues­
tre (por ejemplo) que para que el escéptico tenga cualquier tipo
de experiencia o conocimiento debe aceptar como verdadero, al
menos, el principio inductivo. Luego no puede rechazar como
falso este principio sin dejar de satisfacer una condición reque­
rida para tener alguna experiencia o conocimiento —lo que lo
pondría fuera del alcance de nuestros argumentos. En general,
siempre que pueda mostrarse con un argumento trascendental
que debemos aceptar o creer algo para que la experiencia sea
posible, quien se niegue a creerlo se pone fuera del alcance de
nuestros argumentos como quien rechaza verdades lógicas ele­
mentales. Por lo tanto, cualquier verdad de aquel tipo puede
usarse igualmente en la premisa condicional.
Esto nos amenaza con una regresión, ya que empieza a pare­
cer como si sólo pudiera garantizarse que la premisa condicio­
nal de un argumento trascendental es aceptable mediante otra
defensa trascendental.10 Pero esto está basado en un error. La
10 La sospecha de que aquí hay un tipo de regresión o circularidad parece
ser lo que algunos autores recientes tienen en mente cuando llaman a los ar­
gumentos trascendentales ‘autorreferenciales’. Otra cosa que pueden tener en
mente es la suposición de que no pueden sacarnos de nuestro esquema con­
ceptual, que discutiré en la sección IV. Véase, por ejemplo, R. Bubner (“Kant
premisa condiciona] no requiere defensa, ni trascendental ni
de otro tipo.
Es importante tener en mente que la preocupación prim or­
dial del escéptico filosófico es la justificación. El duda que
alguna afirmación pueda justificarse; para que un argumento
trascendental lo convenza, debe aceptar que sus dos premisas
están justificadas (o que no necesitanjustificación, que equivale
a lo mismo). El meollo de mi argumento anterior era mostrar
que el escéptico no sólo debe aceptar que las proposiciones ló­
gicas en cuestión son verdaderas, sino que debe aceptar que
están justificadas, pues de otro modo no sería posible discu­
tir racionalmente con él. Y esto no estaba pensado como un
argumento trascendental, ya que no estaba dirigido al escépti­
co o destinado a convencerlo de algo. Por el contrario, era la
observación de que si se negara a aceptar estas cosas, no po­
dríamos convencerlo de nada. Puede haber otros principios,
además de los lógicos, que deban aceptarse como verdaderos
y justificados para poder discutir racionalmente; dudo que los
haya, pero si los hubiera también podrían usarse en las premi­
sas condicionales de los argumentos trascendentales. Y en su
caso tampoco sería necesaria una defensa trascendental: si una
condición para que pueda argumentar es que tome a P como
justificada, no necesito que me prueben esto antes de tom ar a
P como justificada (de hecho nada se me puede probar antes
de eso). El único caso en que un argumento trascendental se­
ría útil, sería aquel en que aunque el escéptico tomara P como
justificada no estuviera consciente de haberlo hecho: en este
caso el argumento le ayudaría a cobrar conciencia de ello. Sólo

Transcendental Arguments and the Problem o f Deduction”, Review of Metaphy­


sics, 28,1974-1975, pp. 4 3 5-467)yR . Rorty (“Transcendental Arguments, Self-
Reference, and Pragmatism”, en P. Bieri, R. P. Horstmann y L. Krüger (eds.),
Transcendental Arguments and Science, 1979, pp. 77-103). Ninguna de estas dos
ideas parece tener mucho que ver con lo que sostiene Hintikka (“Transcen­
dental Arguments: Genuine and Spurious” en Noús, VI, 1972, pp. 274-281),
a pesar de lo que diga Bubner. Si lo entiendo correctamente, Hintikka simple­
mente busca reservar- el nombre ‘argumento trascendental’ a los argumentos
que muestran cóm o cierto tipo de conocimiento se debe a nuestra actividad
constructiva (véase p. 275); este criterio incluiría los argumentos usados por
Kant para apoyar su idealismo trascendental, pero excluiría la mayoría de tos
argumentos que yo (y otros) llamaríamos trascendentales.
podría hacerlo, desde luego, suponiendo que de hecho acepta
la premisa como justificada. Si no lo hiciera, no sería accesible
a nuestra argumentación.

III
Los argumentos trascendentales están diseñados para conven­
cer a los escépticos. Pero convencer a alguien es algo distinto
de establecer conclusiones en abstracto. Los argumentos fun­
cionan por tratar al escéptico como a una persona, como a un
participante en el debate; como tal, hay ciertas cosas que está
comprometido a aceptar (la realidad de la experiencia, la legiti­
midad de los principios de los que depende la argumentación).
Pero entonces parece que de alguna m anera cae en un truco: el
argumento aprovecha su debilidad, su disposición a jugar nues­
tro juego, y establece no que su conclusión esté justificada, sino
que no puede negar que lo está. Esto de ninguna m anera es lo
mismo. La solicitud de justificación está motivada por la opi­
nión de que necesitamos una garantía de que los contenidos de
las mentes humanas y los principios del pensamiento humano
realmente corresponden con la m anera como de hecho son las
cosas en el m undo —una opinión que se expresa de la m anera
más gráfica en la hipótesis cartesiana del malin génie cuando és­
ta se toma en su forma más radical. Descartes usa esta hipótesis
para sembrar una duda acerca de la realidad del m undo exter­
no, pero también la lleva mucho más lejos y la usa para plantear
la posibilidad de que pueda estar engañado ‘incluso acerca de
las cosas que me parecían más manifiestas’ —incluyendo la ver­
dad de los principios elementales de la lógica y la matemática.11
Y es que no es obvio que ‘esta pequeña agitación del cerebro
que llamamos pensamiento’12 deba funcionar de tal forma que
nos lleve a la verdad sobre la realidad. Es cierto que no tene­
mos más alternativa que aceptar las proposiciones elementales

11 Descartes, Meditation III, en C. Adam y P. Tannery (eds.), Oeuvres de Des­


earles, Cerf, París, 1897-1909, VII, 36; IX, 28, o E. S. Haldane, y G. R. T. Ross,
19 1 1 ,1, p. 158.
Hum e, Dialogues Concerning Natural Religión. En N . K. Smith (ed.), Hu-
me's Dialogues Concerning Natural Religión, 2nd. ed., N elson, Edinburgh, 1947,
p. 148.
de la lógica como justificadas y que lo mismo vale para las con­
clusiones de los argumentos trascendentales que vemos como
válidos; pero aún así podemos sentirnos insatisfechos, pues una
cosa es mostrar que debemos verlos como justificados y otra es­
tablecer que lo son. Podríamos seguir los mismos pasos y llegar
a la misma conclusión aunque el malin génie estuviera haciendo
de las suyas.
Parece particularmente inadecuado que un argumento en
contra del escéptico se base en concesiones que éste debe hacer
si quiere dar po r hecho que tiene conocimiento, experiencia o
apertura a la argumentación, ya que la mayoría de los escépti­
cos no son de carne y hueso, sino creaciones de la imaginación
filosófica. Son inventados para interpretar un papel dramático
como proponentes dé la duda. Si puede mostrarse que, en cier­
tos casos, el papel del escéptico no puede interpretarse, esto no
parece eliminar la posibilidad de que la duda fuese correcta,
sino sólo muestra que no se dramatizó adecuadamente. No es
obvio que las únicas posibilidades filosóficas que vale la pena
considerar sean las que puedan ser seriamente sostenidas en
un debate por personas reales —aunque Platón pensara de otro
modo.
Stroud ha propuesto que a menos que los argumentos tras­
cendentales se apoyen en un tipo de principio verificacionista,
no pueden llegar a conclusiones acerca de cómo debe ser el
mundo, sino sólo acerca de lo que la gente debe creer.15 Hay
dos maneras distintas de llegar a una conclusión en este tenor.
Una ya la hemos visto. Los argumentos trascendentales pueden
mostrar al escéptico que ya que acepta ciertas premisas como
verdaderas y justificadas, está obligado a reconocer que cier­
tas conclusiones también están justificadas. La otra manera es
un argumento de Stroud (1968) que afirma que ya que estos
argumentos son acerca de las condiciones de la experiencia,
lenguaje, etc., es difícil ver cómo pueden llegar a conclusiones
acerca de cómo debe ser el mundo en vez de a conclusiones
acerca de cómo debemos creer que es el mundo; y esta sos­
pecha se fortalece al examinar una variedad de argumentos
trascendentales que ofrece una variedad de autores. Stroud no

13 Stroud, 1968 (véase antes la nota 4).


sostiene que este argumento sea decisivo; sólo afirm a no ver
cómo pueden alcanzarse tales conclusiones. Pero creo que el
prim er argumento es decisivo —qué tanto daño haga es otra
cuestión que retomaré en un momento. Antes que nada, hay
que percatarse de que si bien parece que los dos argumentos
tienen el mismo resultado, sus conclusiones son, en realidad,
muy distintas.
La form a general de un argumento trascendental, como he­
mos visto, es más o menos como sigue:
Hay experiencia (o conocimiento o lenguaje) (de cierto
tipo K)
Una condición necesaria de la experiencia (etc.) es P
Por lo tanto P.
Stroud sostiene que para que el argumento sea válido, sin su­
poner cierto tipo de principio de verificación, P debe tener
una forma como “Creemos que Q ”. Es cierto que un examen
muestra que la mayoría de los argumentos trascendentales no
pasan de ahí, incluyendo la mayoría de los kandanos, ya que
están diseñados para establecer cómo debe ser el mundo de las
apariencias y tal mundo está construido por (algunos de) nues­
tros conceptos y creencias. Sin embargo, creo que, como lo he
sostenido en otra parte,14 es posible que se puedan ofrecer ar­
gumentos trascendentales satisfactorios en los que P no diga
algo acerca de nuestras creencias (o conceptos), sino acerca de
cómo debe ser el m undo en sí mismo e independientemente
de cómo pensamos acerca de él. Pueden ofrecerse argumentos
kantianos de este tipo para mostrar la realidad de las cosas en
sí mismas y del yo como sujeto de la experiencia. Para probar
aquí lo anterior tendríamos que entrar en una digresión dema­
siado larga. Lo que im porta es que se trata, al menos, de una
posibilidad abierta. Stroud no nos presenta una objeción ge­
neral contra ello, ni tampoco presume haberlo hecho. El sólo

14 W alker(1978),pp. 131-135; también Walker, “Transcendental Idealism:


Kant’s Reply to W ittgenstein”, en Ethics: Proceedings of the 5th. International
Wittgenstein Sympasium, Holder-Pichler-Tempsky, Viena, 1981, pp. 391-398;
“Empirical Realism and Transcendental Anti-Realism”, Supp. Proc. Aristotelian
Sociéty, LVII, 1983, pp. 155-177.
expresa una duda que puede resolverse con un ejemplo satis­
factorio. La opinión de que hay una prueba general de que el
argumento no puede ser exitoso —opinión que mucha gente pa­
rece tener, aunque no creo que la tenga Stroud—puede deberse
a una confusión del argumento de Stroud con el anterior, que sí
es decisivo, pero llega a una conclusión distinta, aunque pueda
expresarse en palabras engañosamente similares.
N uestra conclusión previa no tiene nada que ver con la forma
de P en el esquema antes ofrecido y no pretende m ostrar que
P siempre deba decir algo como “Creemos que Q ”. Más bien,
concluye que el argumento, en general, no ofrece, en abstracto,
una prueba de P (sea cual sea la forma que tenga P); que el
argumento consiste en una justificación de P sólo para quien ya
aceptó que las premisas son verdaderas y justificadas. Es cierto
que si no queremos marginarnos del debate, todos debemos
aceptar que las premisas de un buen argumento trascendental
son verdaderas y justificadas y, por lo tanto, debemos aceptar
su conclusión, Pero parece haber una diferencia entre mostrar
que todos debemos creer que P es verdadera y justificada y
mostrar que P es, de hecho, verdadera y justificada. Y esto vale
cuando P dice algo sobre el mundo independiente de nosotros
o cuando sólo dice algo sobre lo que debemos creer o pensar.
El principio verificacionista podría ayudar con la dificultad
de Stroud, pero no con la nuestra, ya que a su vez debemos
suponer que es verdadero y justificado. ¿Y qué razón tenemos
para suponer esto? Incluso si pudiéramos dar un argumento
en su defensa —algo para lo cual sus proponentes nunca han
sido muy buenos—, el argumento sólo lograría su objetivo si sus
premisas fueran verdaderas. Pero ni siquiera hemos logrado
mostrar que premisas tan básicas y elementales como las leyes
de la lógica sean verdaderas, sino sólo que todos debemos pen­
sar que lo son.
Lo mismo puede decirse con respecto a la propuesta —hecha
por Stroud más recientemente—15 de que sería posible tender
un puente entre lo que debemos creer y lo que es verdadero si
adoptáramos una solución idealista que afirme que el mundo

' r‘ Stroud, “The Allure o f Idealism”, Supp. Proc. Aristotelian Society, 1984,
pp. 243-258.
real es, de alguna manera, una función de nuestras creencias o,
al menos, una función de aquellas creencias que debemos tener
en condiciones ideales (que incluirían, por supuesto, todas las
creencias que debemos tener).16 Cualquier argumento que ofre­
ciera el idealista, padecería la misma limitación que cualquier
otro argumento. Los argumentos de este ensayo, por supuesto,
también están sujetos a ella, y esto le produce otra dificultad al
idealista. He sostenido que un escéptico, como cualquier otra
persona, está obligado a aceptar ciertas cosas y que se le puede
mostrar, por lo tanto, que debe aceptar ciertas conclusiones y
quedar convencido de ellas si sigue sus propios principios. Esta
propuesta, a su vez, descansa sobre supuestos como las leyes
de la lógica. Ahora bien, el idealista piensa que tiene muy claro
qué es lo que debemos creer y pretende construir el m undo real
a partir de ello; pero debe partir de la convicción de que es re­
almente verdadero que debamos creer tales cosas. ¿Pero es éste el
caso? Aunque no haya cometido ningún error y los argumentos
que he dado sean convincentes, se pueden aplicar a sí mismos.
He sostenido que, en algunos casos, todos debemos creer que
P es verdadera y justificada. Pero esta conclusión es poco cau­
telosa. Lo que debí haber concluido es que todos debemos creer
que todos debemos creer que P es verdadera yjustificada. O ni
siquiera eso, sino que todos debemos creer que todos debemos
creer que todos debemos creer... etc., sin límite. El idealista
carece de una base sobre la que pueda iniciar su construcción.
Así como uno puede estar en el ánimo de suponer que no
es lo mismo mostrar que algo es verdadero y justificado y mos­
trar que todos deben creerlo —una diferencia capturada p o r la
hipótesis del malin génie en su forma cartesiana más radical—,
uno puede estar en el ánimo de que esta idea es simplemente
absurda y que si se pueden ofrecer argumentos válidos que le
muestran incluso al escéptico que debe admitir algunas con­
clusiones, entonces estas conclusiones han sido totalmente es­
tablecidas. Este segundo estado de ánimo motiva la reacción
verificacionista y la idealista. Pero también puede motivar la

1r’ Es obvio que las condiciones ideales no deben especificarse simplemen­


te com o aquellas en las que creeríamos todas las verdades y sólo ellas, ya que
el idealismo se derrumbaría en la vacuidad.
creencia de que nada tan ostentoso como el principio verifica­
cionista, o tan raro como la metafísica idealista, es necesario
para tender un puente, porque en realidad no hay despeñade­
ro. Consideremos, por ejemplo, la hipótesis de que las leyes
elementales de la lógica no son verdaderas y de que, por tanto,
el mundo contiene contradicciones. ¿Por qué hemos de pres­
tarle atención? Ni siquiera es una posibilidad, pues la noción de
posibilidad se deriva de las leyes lógicas que marcan sus bordes.
¿Y cuál es el sentido de insistir en que una tesis no ha sido proba­
da cuando se ha dem ostrado que incluso el más recio oponente
debe aceptarla? Hacer esto es mostrar simplemente que uno ha
perdido el sentido de qué es establecer o justificar algo.
Aunque esto puede sonar sensato, es erróneo, al menos tal
y como está expuesto. Alguien que considera que la hipótesis
del malin génie es un problema, puede fácilmente conceder la
palabra ‘posibilidad’ a su oponente; no es parte de su defensa
que la hipótesis sea una ‘posibilidad’. (Puede decir que teme
que sea cierta, pero la modalidad aquí es epistémica, no lógica
ni ontológica.) Lo que pelea es que no se ha establecido que la
hipótesis sea falsa. Sin duda es ‘lógicamente posible’, ex vi termi-
norum, que el mundo contenga contradicciones, pero suponer
que el mundo real debe ser lógicamente posible es una petición
de principio.
Tampoco hay una dificultad real con respecto a lo que tiene
en mente cuando habla de eliminar la hipótesis del malin génie.
Lo que le preocupa no es que tienda a pensar que es verdadera
—no lo hace, ya que él está compelido, como todos, a aceptar
las leyes de la lógica y cualquier otro principio fundamental del
pensamiento—, sino que estaría en la misma situación episté­
mica aunque fuera cierta. Su convicción de que las leyes de la
lógica son verdaderas y justificadas sería igualmente fuerte. Pe­
ro, desde luego, esta duda nunca puede extirparse, al menos no
por una vía racional; la hipótesis no puede eliminarse. Cualquier
argumento que lo intentara sólo lograría, a lo mucho, fortalecer
la convicción, pero seguiría siendo posible que esta convicción
haya sido implantada en él por el malin génie junto con el resto.
Como consecuencia de lo anterior, muchos filósofos dirían
que están en su derecho de despreciar la hipótesis; ‘no debe
preocuparnos’, dirían. No me queda claro cómo es que juicios
morales de este tipo se cuelan en la epistemología. Que son
juicios morales es palpable; también lo son, aunque de m anera
menos obvia, los muchos intentos de descartar estas discusiones
metafísicas por tontas o absurdas. No hay duda de que intentar
resolver un problema irresoluble no es una m anera producti­
va de utilizar el tiempo, pero aquellos que dicen esto deben
querer decir algo más, o de otra m anera estarían meramente
reiterando que el problema es irresoluble. Es obvio que tampo­
co sostengo que el asunto debería preocuparnos; sino sólo que
debemos tomar nota de él. Lo que vale la pena, en mi opinión,
es dedicar algo de tiempo a pensar acerca de qué dudas pueden
resolverse y cuáles no, y acerca de hasta dónde nos puede lle­
var la argumentación trascendental. Pues una vez que hayamos
puesto los reclamos insatisfacibles claramente a un lado, podre­
mos ver cómo otros reclamos pueden quizá ser satisfechos.

IV
Muchas discusiones sobre estos temas están oscurecidas por la
nebulosa noción de un esquema conceptual. ‘Nuestro esque­
ma conceptual’ se toma, por lo general, como algo más que un
conjunto de conceptos y se incluyen en él principios de razona­
miento, como las leyes de la lógica, el principio de inducción
y varios otros principios. Pero, por lo general, no se supone
que incluya todos los principios de razonamiento usados por
cualquiera. Algunos de ellos, por ejemplo, son meras supersti­
ciones, como el que nos hace esperar mala suerte los viernes
trece, y son evidentemente inconsistentes con otros principios
(como el de inducción). Se supone que debemos dejarlos fuera
del esquema conceptual. Pero rara vez se nos aclara qué prin­
cipios debemos dejar fuera y por qué.17
La oscuridad em peora si pensamos que nuestro esquema
conceptual es una especie de red en la que estamos enreda­
17 Debe notarse, sin embargo, que esta crítica no puede dirigirse contra
Kórner, que tiene mucho cuidado en especificar justo lo que él considera que
es intrínseco a un esquema conceptual —o, com o él lo llama, a una estructura
categorial. Véase Kórner 1967; Categorial Frameworks, Basil Blackwell, Oxford,
1974, en especial el capítulo 1. Hay, no obstante, una cuidadosa respuesta a
Kórner hecha por Eva Schaper (“¿Son posibles las deducciones trascendenta­
les?”, 1974. Ver supra).
dos y atrapados. Como hemos visto, necesitamos principios
básicos, como las leyes lógicas elementales, y si esto es todo lo
que quiere decir que no podemos salimos de nuestro esquema
conceptual, debe concederse que es obviamente cierto. Sin em­
bargo, esto no implica que no podamos hacer preguntas acerca
del status de esas leyes lógicas de manera coherente, ni reco­
nocer que nuestra creencia inevitable en ellas no implica que
sean verdaderas. Esto se debe a que cualquier entendimiento
plausible de lo que incorpora ‘nuestro esquema conceptual’,
incluye recursos conceptuales que nos permiten ir más allá del
esquema mismo y contrastarlo con la realidad que intenta for­
mular y describir. Conceptos como los de verdad y realidad
están diseñados precisamente para ello y por poseerlos somos
capaces de considerar las enormes cuestiones metafísicas que
hemos discutido. Puede haber esquemas conceptuales que no
dispongan de estos recursos; quienes trabajaran con ellos no
podrían hacerse estas preguntas y, por lo mismo, carecerían de
los conceptos de realidad y verdad. (Podrían, sin embargo, te­
ner nociones alternativas que les sirvieran para desenvolverse
en la vida cotidiana; lo que muestra que nuestra diferencia con
ellos se limita a que nosotros podemos considerar estas cuestio­
nes metafísicas y ellos no podrían hacerlo.)
No sólo podemos formular preguntas grandiosas e irresolu­
bles acerca de la naturaleza de la realidad; también podemos
formular preguntas resolubles acerca de cómo podría la reali­
dad diferir del modo en el que ordinariamente la pensamos.
Si ‘nuestro esquema conceptual’ es internamente coherente e
incluye la mayoría de los conceptos y los principios poseídos
casi siempre por casi todos (o por los más sabios), puede servir
para determinar una descripción de cómo es el mundo, pero
aun así podemos preguntarnos qué alternativas son posibles
si suspendemos uno o más subconjuntos de nuestros princi­
pios. Podemos, por ejemplo, imaginar que descartamos todos
los principios relativos a la inducción y a la formación de teorías,
o todos los principios de inferencia excepto las leyes básicas de
la lógica, y preguntar si alguna hipótesis es coherente con ellas.
Más interesante aún es preguntar si alguna propuesta acerca de
la naturaleza del mundo es consistente con la posibilidad de la
experiencia.
También somos bastante capaces de contemplar la posibili­
dad de esquemas conceptuales alternativos al nuestro. Si (como
parece natural) la aceptación de la ley de no contr adicción en su
plena universalidad es un rasgo esencial de nuestro esquema,
ya hicimos lo anterior cuando consideramos las excentricidades
del físico estadounidense y del filósofo ruso. O, para dar otro
ejemplo, si la identificación de particulares espacio-temporales
fuera fundamental para nuestro esquema, esto no impediría
que consideráramos cómo podrían funcionar sistemas alterna­
tivos de ubicación o sistemas que prescindieran del espacio o
del dempo. Se puede hacer mucha filosofía entretenida en esta
área y de hecho se hace. Y no hay nada particularmente mis­
terioso acerca de cómo se hace. Lo que se hace es examinar si
trabajar con tales y cuales sistemas de conceptos y principios
sería compatible con la posibilidad de la experiencia.
Para pensar acerca de estas cosas debemos, por supuesto,
usar nuestros propios conceptos y principios de razonamiento,
pero una característica intrínseca de estos conceptos y princi­
pios es que nos permiten reconocer sus límites y los nuestros, y
nos impulsan a plantearnos preguntas metafísicas irresolubles.
Kant estaba consciente de ello, pero algunos filósofos recientes
lo han perdido de vista. Quine, por ejempo, piensa que de­
bemos rechazar las interrogantes metafísicas por incoherentes
y conformarnos con la estructura del conocimiento dada por
la ciencia, naturalizando incluso la epistemología para volverla
parte de la empresa científica.18 Pero si deseamos retener nues­
tro esquema conceptual (como ciertamente lo desea Quine), no
tenemos ni siquiera la opción de dejar de plantear estas pregun­
tas metafísicas, ya que surgen naturalmente de los conceptos
que poseemos.
Así como se generan preguntas irresolubles sobre la realidad
cuando planteamos la hipótesis de que podríamos estar total­
mente equivocados acerca de todo, se generan del mismo m odo
preguntas irresolubles acerca de esquemas conceptuales alter­
nativos. De acuerdo con la hipótesis del malin génie, podemos
estar enteramente equivocados acerca de qué esquemas alter­

18 Quine, “Epistemology Naturalized” en Ontological Relativity and Other


Essays. Columbia University Press, New York, 1969.
nativos son posibles. Podría parecer que esto no es el caso; ¿no
es claro, por ejemplo, que cierto grado de respeto hacia algu­
nos principios lógicos debe ser una característica de cualquier
esquema conceptual? Alguien que careciera de ese respeto no
podría tener conceptos, no podría tener experiencia ni pensa­
miento coherente; y de nada sirve decir que los conceptos de
experiencia, pensamiento y concepto son sólo matices de nues­
tras formas de pensar y que podríamos encontrarles sustitutos
satisfactorios, pues no tenemos idea de qué puede significar
esto. Si bien este argumento es correcto hasta donde va, no
establece la conclusión deseada, ya que es, a su vez, un argu­
mento. Aunque sea analítico que la experiencia requiere cierto
respeto por las leyes lógicas, la hipótesis del malin génie permite
un mundo autocontradictorio en el que no valgan las verdades
analíticas, por convincentes que puedan parecer.
Si ponemos a un lado las preguntas irresolubles, pienso que
está claro que los argumentos trascendentales prometen ser
de ayuda con las resolubles; aunque para que la promesa se
cumpla dependemos, por supuesto, del éxito que tengamos al
buscar argumentos trascendentales efectivos. Los argumentos
trascendentales no son los únicos que pueden exhibir interrela-
ciones conceptuales o que pueden usarse para (en palabras de
Strawson) “establecer las conexiones entre los rasgos o elemen­
tos estructurales mayores de nuestro esquema conceptual”.19
Pero de entre todos estos argumentos, los trascendentales se
distinguen por la naturaleza irrechazable de sus premisas. Pue­
de ser importante y provechoso, por ejemplo, investigar cómo
el principio inductivo apoya nuestra creencia en el mundo ex­
terno, pero la investigación no será propiamente trascendental,
ya que no parece ser necesario aceptar el principio inductivo
como justificado de la misma manera en la que encontramos
que es inevitable aceptar las leyes de la lógica como justificadas,
y la afirmación inicial de que hay experiencia.
Hemos visto que los argumentos trascendentales no respon­
den al escepticismo. Al menos, no a un escepticismo tan extre­
mo al que no se le pueda dar respuesta, y tal escepticismo parece

19 Strawson (1985), “Escepticismo, naturalismo y argumentos trascenden­


tales”. Ver supra, p. 155.
tener sentido. Pero sí responden al escéptico. A cualquier es­
céptico que esté dispuesto a discutir seriamente con nosotros.
Puesto que debe aceptar las reglas de inferencia empleadas y
que las premisas son verdaderas y justificadas, tiene que acep­
tar la conclusión. Si bien esto es menos de lo que esperábamos,
no deja de ser valioso. Su valor se reflejaren el hecho de que
si preguntamos acerca de esquemas conceptuales alternativos
o acerca de la naturaleza de la realidad independiente, los ar­
gumentos trascendentales buscan darnos respuestas basándose
sólo en los supuestos más austeros posibles. Nadie puede pro­
poner un argumento sin suponer que las leyes de la lógica son,
por lo general, verdaderas y justificadas. Nadie puede pensar o
discutir sin experimentar algo, aunque los únicos objetos de su
experiencia sean sus propios pensamientos. Vale mucho la pe­
na tener conclusiones obtenidas a partir de bases tan exiguas.
Convencen a los escépticos con tal de que estén abiertos a ser
convencidos. Responden al escepticismo en la medida en que
se le puede dar respuesta. También permiten identificar con
claridad ciertas características fundamentales del pensamiento
y de la realidad, pues su reconocimiento es una consecuencia
inevitable de premisas inevitables.
Queda abierta la pregunta de hasta dónde pueden llevar­
nos los argumentos trascendentales. Esto sólo puede juzgarse
si buscamos buenos argumentos trascendentales y vemos si son
satisfactorios. Como dije al inicio de este trabajo, ésta es una
cuestión demasiado amplia para discutirse aquí. Pero al menos
no hemos encontrado ninguna razón general para el derrotis­
mo. Hemos encontrado que la objeción de que los argumentos
trascendentales tratan de hacer lo imposible por intentar sa­
carnos de nuestro esquema conceptual está equivocada. No
hay ninguna dificultad real, al menos en principio, para ofre­
cer condiciones analíticamente necesarias de la experiencia. La
otra objeción principal, la de Stroud, la hemos dividido en dos
pai tes. Primero está la afirmación original de Stroud de que,
a menos que aceptemos un tipo de principio verificacionista,
los argumentos trascendentales sólo pueden ofrecernos con­
clusiones acerca de cómo debemos creer que sean las cosas o
sobre qué conceptos debemos emplear, y no acerca de cómo
deben ser las cosas debido al carácter de su prim era premisa.
He dicho poco al respecto. Stroud no ha afirmado haber pro­
bado lo anterior de m anera concluyente y puede ser refutado
definitivamente con sólo ofrecer un argumento trascendental
satisfactorio que establezca una conclusión acerca de cómo de­
ben ser las cosas y no sólo acerca de cómo debemos creer que
éstas sean. Creo que esto lo ha hecho Kant y lo he defendido
en otra parte.20 En buena medida, la tesis de Stroud ha sido tan
persuasiva porque se ha confundido con otra distinta que es
perfectamente correcta. Como los argumentos trascendentales
convencen a escépticos más que responder al escepticismo, hay
un sentido en el que lo más que pueden lograr es m ostrar que
todos (incluyendo al escéptico) deben aceptar sus conclusiones
como verdaderas y justificadas, y no que deben ser verdaderas
de una realidad independiente.
Para acabar quisiera decir algo sobre K ant No acerca de sus
argumentos trascendentales, sino acerca de su idealismo tras­
cendental. Pienso que Kant tampoco distinguió las dos tesis
antes mencionadas y que esto nos ayuda a explicar su ambi­
valencia ante las cosas en sí. Kant siempre ha parecido estar
presionado desde dos direcciones con respecto a las cosas en
sí. Por una parte declara con firmeza que nada puede saberse
acerca de ellas, pero por la otra se compromete a decir que al
menos existen y nos afectan al proveer lo dado de nuestra ex­
periencia, Estas dos presiones se vuelven muy comprensibles si
suponemos que Kant padece una confusión como la que hemos
descrito.
El mundo kantiano de las apariencias es, en efecto, una cons­
trucción hecha a partir de (algunos de) nuestros conceptos y
de nuestras creencias sobre el mundo.21 Los argumentos tras­
cendentales más prominentes de la Crítica están destinados a
mostrar que debemos aplicar ciertos conceptos y creer que va­
len ciertos principios, lo que equivale a decir que en el mundo
de las apariencias, tales conceptos tienen instancias y que tales
principios son verdaderos. Está claro que Kant piensa, como
Stroud, que el uso principal de los argumentos trascendentales
es llegar a conclusiones acerca de cómo debemos creer que son

20 Véase antes la nota 14.


21 Para una defensa de esta postura, véase Walker (1978, cap. IX).
las cosas (el mundo de las apariencias) en vez de acerca de cómo
son en realidad (en sí).
Sin embargo, no parece haber nada en la naturaleza de un
argumento trascendental que le impida llegar a conclusiones
acerca de cómo son, de hecho, las cosas, y Kant mismo está
comprometido con tales conclusiones, aunque no se atreva a
decirlo explícitamente. Éstas son las bases sobre las que se apo­
ya nuestra justificación para decir que existe un mundo real que
es independiente de nuestras creencias acerca de él, un mundo
de cosas cuya naturaleza real {an sich) nos afecta en la intuición.
Nuestro conocimiento de cómo son estas cosas será, sin duda,
inevitablemente muy limitado. Pero es una exageración soste­
ner que no podemos saber nada de ellas; y se podrían encontrar
nuevos argumentos trascendentales que nos perm itieran saber
más de ellas. Las conclusiones de dichos argumentos tendrían
tanto derecho a ser llamadas conocimiento como lo tiene cual­
quier otra afirmación que hagamos.
Por otra parte, la hipótesis del malin génie nos recuerda que
todas nuestras creencias e inferencias pueden estar completa­
mente desencaminadas. Hay, por lo tanto, un sentido en el que
ninguna de nuestras afirmaciones de conocimiento puede es­
tar segura contra la falsedad, pues nuestro estado epistémico
puede ser el mismo aunque sea falsa. Podemos poner lo ante­
rior de manera natural —haga o no violencia al uso ordinario
de la palabra ‘conocer’—diciendo que nunca podemos conocer
nada en absoluto acerca de cómo es el mundo; y esto, pienso yo,
equivale a la opinión kantiana de que el mundo en sí debe ser
estrictamente incognoscible. Ni siquiera es esencial que haya
algo. Si la realidad puede ser contradictoria o totalmente dis­
tinta de como la pensamos, nada que creamos acerca de ella es
totalmente seguro y ni siquiera se puede garantizar que exista
(incluso si se requiere su existencia para que nuestra postura
sea consistente). En su forma más radical, la hipótesis del malin
génie sirve simplemente para apuntar que incluso los principios
más básicos de nuestro pensamiento pueden no corresponder
a cómo es el mundo; de hecho, el propio malin génie es innece­
sario: sólo sirve para expresar en forma radical el abismo que
existe entre nuestras creencias y la realidad.
Lo que Kant nunca advirtió es que su noción de an sich tie­
ne estos dos papeles distintos. Por una parte, se contrasta con
el mundo de las apariencias como la realidad desconocida que
debe subyacer en la imagen del mundo cotidiano que construi­
mos sintéticamente al combinar lo dado con las categorías y las
formas del espacio y el tiempo. Por otra parte, se contrasta con
todo lo que podemos descubrir de cualquier manera y, por lo
tanto, no sólo con el mundo de las apariencias, sino con esa
realidad desconocida que estamos obligados a suponer. Sirve
para señalar la hipótesis irrefutada e irrefutable de que todas
nuestras creencias y todos los principios de nuestro pensamien­
to pueden no corresponder a la manera como son las cosas.

[Traducción de Guillermo Hurtado]


IDEALISMO TRASCENDENTAL:
FENÓMENOS Y COSAS EN SÍ
DOS CLASES DE ARGUMENTOS TRASCENDENTALES
EN KANT*

RICHARD E. AQUILA

Kant acepta que son sintéticas aunque conocidas a priori algu­


nas proposiciones que de hecho parecen analíticas o sintéticas
pero conocidas a posteriori. Hay un tipo corriente de explica­
ción de este error. Considérese, por ejemplo, la conclusión de
la Segunda Analogía de Kant que dice que todo suceso tiene
una causa. Se alega que existen dos conceptos distintos que po­
drían considerarse como el concepto de “suceso”, uno de ellos
más abstracto y el otro más restringido que el primero. En uno
de sus usos, el término suceso significa simplemente lo que su­
cede. En su otro uso, significa, más específicamente, lo que le
sucede a objetos fenoménicos o experimentables. Si bien el con­
cepto de ser causado no está contenido en el más abstracto de
estos conceptos, para Kant sí está contenido, de acuerdo con la
explicación común de su error, en el más restringido. Así, Kant
se ve llevado a pensar que la proposición ‘Todo suceso tiene una
causa’ es sintética aunque conocida a priori porque, tomando el
concepto de suceso en el prim ero de estos sentidos, advierte que
la proposición no es analítica (a pesar de que, probablemente,
no alcanza a percatarse de que además no es necesaria), mien­
tras que, tomando el concepto en el segundo de estos sentidos,
observa que la proposición es necesaria (si bien esta vez no se
* Originalmente “Two Kinds o f Transcendental Arguments in Kant”, en
Kant-Studien 1976, Vol. 67, No. 1, pp. 1-19. Traducido con perm iso del autor
y la editorial.
da cuenta de que no es sintética).1 La caracterización que hace
Kant de sus propios procedimientos “trascendentales” (A782-
783/B 810-811)2 parece confirmar este diagnóstico:

Si pretendo ir a p rio ri más allá del concepto de un objeto, es im­


posible hacerlo sin un especial hilo conductor que se halle fuera
de tal concepto. (...) En el conocimiento trascendental, siempre
que se refiera únicamente a conceptos del entendimiento, es la ex­
periencia posible la que desempeña este papel de guía. La prueba
no muestra, en efecto, que el concepto dado (por ejemplo, el de
lo que sucede) nos lleve directamente a otro concepto (el de cau­
sa), ya que un paso así constituiría un salto injustificable. Lo que
muestra es que la misma experiencia y, por tanto, el objeto de la
experiencia, sería imposible sin dicha conexión.

Lo que Kant parece estar diciendo aquí es que la necesidad de


la afirmación de que todo suceso tiene una causa se revela sólo
después de que hemos sustituido el concepto más restringido
de ocurrir experimentable o fenoménico por nuestro concepto
más abstracto de suceso. Y la única razón que Kant parece tener
para pensar que la necesidad en cuestión no es analítica es la
consideración irrelevante de que el concepto de ser causado
no se halla contenido en el concepto de suceso tomado más
abstractamente.
Yo no me propongo sostener que las proposiciones en cues­
tión son realmente sintéticas aunque conocidas a priori o que
Kant, cuando menos en algún grado, no es culpable de confu­
siones en el tratamiento que les da. Pero sí pienso que es posible
“dar cuenta” del error de Kant de un modo que haga más fácil
ver cómo es que pudo haberlo cometido efectivamente, y que
revele con mayor claridad que la explicación corriente las co­
nexiones estructurales entre ese error y la estrategia fdosófica
general de Kant. Después de todo, en la explicación común,

1 La forma clásica de este punto de vista la ofrece C. I. Lewis. Cfr. el


análisis que de él hace Lewis White Beck en “Can Kant’s Synthetic Judgments
be Made Analytic?” y en “Lewis’ Kantianism”, ambos reimpresos en Studies in
the Philosophy ofKant (Bobbs Merrill, Nueva York, 1965), en especial las pp. 82
y 114-115.
2 Cfr. A 4 4 -4 5 /B 193-194. Todas las referencias a Kant lo son a las edi­
ciones A y B de la Crítica de la razón pura.
aunque el error de Kant tiene relación con la doctrina del idea­
lismo trascendental, i.e., con su fenomenalismo, finalmente no
es más que una simple falacia de ambigüedad. No hay ninguna
explicación de cómo Kant pudo haberse visto llevado a confun­
dir dos conceptos distintos. En lo que sigue, revisando más de
cerca el procedimiento “trascendental” de Kant, trataré de dar
una explicación del error de Kant que de algún modo alcance
mayor profundidad que la explicación corriente. En el curso de
la misma sostendré que los argumentos trascendentales de Kant
de hecho no descansan meramente en un intento de poner al
descubierto lo que está contenido en el concepto de objeto o
suceso experimentable o fenoménico.

Llamo trascendental todo conocimiento que se ocupa, no tanto de


los objetos, cuanto de nuestro modo de conocerlos, en cuanto que
tal modo ha de ser posible a p rio ri. (A11-12/B25)

En esta oración, Kant parece decir que el “conocimiento tras­


cendental” es conocimiento de verdades necesarias, no acerca
de objetos “como tales”, sino sobre nuestro conocimiento de los
objetos. Esta idea repite la formulación de lo que se ha llamado
la “revolución copernicana” de Kant (B xvi):

Se ha supuesto hasta ahora que todo nuestro conocer debe regirse


por los objetos. Sin embargo, todos los intentos realizados bajo tal
supuesto con vistas a establecer a p rio ri, mediante conceptos, algo
sobre dichos objetos... algo que ampliara nuestro conocimiento-
desembocaban en el fracaso. Intentemos, pues, por una vez, si no
adelantaremos más en las tareas de la metafísica suponiendo que
los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento.

Como Kant no niega —y de hecho afirma—que es lógicamen­


te posible que haya objetos que no se ajustan a las condiciones
del conocimiento humano (B xxvi, n.), parece que está trazan­
do una distinción entre objetos como tales (o “en sí”) y objetos
como objetos de conocimiento, y aparentemente sostiene que
la posibilidad del conocimiento sintético a priori requiere esta
distinción.
Sin embargo, existen de hecho dos modos diferentes de consi­
derar esta distinción, y Kant no muestra ningún cuidado en dis­
cernirlos. En prim er lugar, la distinción podría tomarse como
una distinción entre las “cosas en sí” y las “apariencias”. El aser­
to de Kant sería, entonces, que el conocimiento trascendental
es conocimiento de verdades necesarias acerca de las condicio­
nes para que algo sea una apariencia o un objeto fenoménico,
más que de las condiciones para que algo sea meramente un
objeto o una entidad de algún tipo. Dado que hablar de una
apariencia es hablar de algo que sólo puede existir “en noso­
tros” —i.e., de algo que sólo “existe” en el sentido en que existen
ciertas percepciones posibles (A 42/B 59)—, se seguiría que el
conocimiento trascendental no es más que el conocimiento de
las condiciones necesarias para que algo exista en un sentido
“reducido en términos fenomenalistas”.s Y si tal conocimiento
ha de ser un conocimiento de verdades necesarias, entonces de­
beríamos esperar por supuesto que se traduzca simplemente en
el conocimiento del análisis fenomenalista correcto (o de lo que
se sigue del análisis fenomenalista correcto) de proposiciones
acerca de objetos que son meras “apariencias”, es decir, acer­
ca de cualquier objeto que exista en el espacio o en el tiempo.
Podría, entonces, preguntarse razonablemente por qué Kant no
acertó a ver que tal conocimiento no sería más que conocimien­
to analítico.
Pero Kant podría estar tratando de trazar otra distinción al
diferenciar los objetos como tales de los objetos de conocimien­
to. Tal vez Kant sólo está tratando de decir que el conocimiento
trascendental es conocimiento de verdades necesarias acerca
de las condiciones para que algún objeto sea conocido, más que
acerca de las condiciones para que algún objeto meramente
exista. Es ésta una distinción sugerida muy naturalmente al dis­
tinguir entre objetos como tales y objetos de conocimiento. Se
trata, empero, de una distinción que podría hacerse con total
independencia del idealismo trascendental de Kant. En efecto,

s Es decir, en el sentido de la categoría esquematizada de existencia o “rea­


lidad”. Cfr. A 2 2 5 -2 2 6 /B 272-274 y, para un análisis del fenomenalismo de
Kant, mi artículo “Kant’s Phenomenalism”, en Idealislit Studies (mayo, 1975),
pp. 108-126.
se podría sostener que hay conexiones necesarias para el co­
nocimiento de un cierto tipo de objeto que no son condiciones
necesarias para la existencia misma de ese tipo de objeto, ya sea
que tales objetos existan o no sólo en un sentido reducible en
términos fenomenalistas de la palabra “existir”. Sin embargo,
esta noción de conocimiento trascendental enfrenta el mismo
problema con que nos encontramos en el otro caso. Si el conoci­
miento trascendental es conocimiento de verdades necesarias,
entonces ¿cómo pudo Kant no haber advertido que ese cono­
cimiento era meramente analítico —en este caso, analítico en
relación con el concepto de que un cierto tipo de objeto es co­
nocido?
Kant tiene en mente una conexión muy estrecha entre estas
distinciones —lo cual queda claro, según creo, por la fusión que
hace de ellas. Después de todo, Kant sí asume que una condi­
ción necesaria para tener conocimiento de un objeto es que el
objeto sea una mera “apariencia”, es decir, que nuestro conoci­
miento de él no sea más que un conocimiento de nuestro propio
“modo de percibir” (A 42/B 59). Pero de aquí no se sigue que
toda condición necesaria para el conocimiento de un objeto
sea una condición necesaria para que algo sea un objeto feno­
ménico. Sólo se sigue que es una condición necesaria para el
conocimiento de un objeto que haya algún objeto fenoménico.
También pudiera ser que Kant diera por sentado que todo ob­
jeto fenoménico es necesariamente cognoscible.4 Así que Kant,
una vez más, pudo haberse visto llevado a fusionar la distinción
cosa-en-sí-misma/apariencia con la distinción objeto/objeto-de-
conocimiento. Pero del hecho de que una condición necesaria
para que algo sea un objeto fenoménico es que éste sea cognos­
cible no se sigue que una condición necesaria para que algo sea
un objeto fenoménico es que éste de hecho sea conocido. De
m odo que, nuevamente, puede haber condiciones necesarias
para conocer un objeto fenoménico que no son condiciones
necesarias para que algo sea un objeto fenoménico, incluso si
fuera verdadero el “fenomenalismo” de Kant. Al margen de lo
que Kant pudiera haber pensado, pues, las dos diferentes in­

4 Esta suposición desempeña un papel crucial —aunque éste no siempre


se observa—en los argumentos kantianos que consideraré sucintamente.
terpretaciones de “conocimiento trascendental” a las que dan
lugar sus afirmaciones no se pueden considerar únicamente co­
mo dos exposiciones distintas del mismo program a de “filosofía
trascendental”. Yo distinguiré estos dos tipos de conocimiento
refiriéndome a ellos como conocimiento que es trascendental
con respecto a la existencia empírica y conocimiento que es
trascendental con respecto al conocimiento empírico.5
A hora bien, si Kant de hecho tendió a bo rrar la distinción
entre estos dos sentidos de “conocimiento trascendental”, pu­
do haberse visto orillado a concluir —creo yo—que el conoci­
miento trascendental era un conocimiento a priori de verdades
sintéticas. Pues en tanto conocimiento derivado de verdades ne­
cesarias acerca de condiciones del conocimiento empírico, tal
conocimiento sería a priori. Con todo, en cuanto conocimiento
acerca de objetos o acontecimientos fenoménicos, parecería ser
sintético, ya que no se deriva simplemente de un análisis de las
proposiciones que afirman la existencia de tales objetos o acon­
tecimientos. En la sección que sigue trataré de mostrar que tres
de los “argumentos trascendentales” paradigmáticos en Kant
(el argumento de la Unidad Trascendental de la Apercepción,

5 La distinción que hago entre dos tipos de procedimiento trascenden­


tal es semejante en algunos respectos a la que traza Thomas Kaehao Swing
entre un programa “axiomático” y otro “postulacional” en Kant. Cfr. Kant’s
Transcendental Logic (Yale University Press, New Haven, 1969), en especial las
pp. 207 y ss. Pero Swing explica la primera de estas nociones en términos de
la nada clara noción de “construcción” o “formación” de objetos, que le atri­
buye a Kant. (En el artículo al que hice referencia en la nota 3 sostuve que no
debería entenderse en tales términos el fenomenalismo de Kant.) Además, lo
que Swing llama método “postulacional" o “regresivo” es, creo yo, consistente
con malquiera de los dos tipos de método trascendental que distingo. Revi­
sando argumentos específicos, finalmente, Swing considera que la deducción
Uascendental en la edición A es paradigmática del programa “axiomático”,
mientras que yo sostengo que es primariamente trascendental con respecto al
conocimiento empírico, no a la existencia empírica. M. S. Gram también le atri­
buye a Kant “programas” parecidos en un intento de poner de manifiesto por
qué Kant pensaba que ciertas proposiciones eran sintéticas a priori. Cfr. Kant,
Ontology, and the A Priori (Northwestern University Press, Evanston, 1968), en
especial los capítulos 3 y 5. La distinción de Gram entre una noción abierta
y otra implícita de sinteticidad en Kant no es —me parece—incompatible con
ninguna de las afirmacines que yo hago en este artículo, si bien él considera
los argumentos de Kant con un enfoque muy distinto del que yo asumo aquí.
y la Primera y la Segunda Analogías) son “trascendentales” en
virtud de que contienen distintas premisas que son trascenden­
tales en cada uno de los dos sentidos que he distinguido, aunque
el propio Kant no es claro en absoluto a este respecto.6

II
La Deducción Trascendental de Kant contiene dos líneas ar­
guméntales distintas aunque aparentemente relacionadas. Una
de ellas intenta establecer que una relación necesaria entre per­
cepciones es una condición necesaria para el conocimiento de
los objetos empíricos (A 95-106/B 129-131). Resulta claro que
éste es un argumento que es trascendental con respecto a la
existencia empírica. En efecto, tal como los comentadores han
concordado por lo general, el argumento simplemente expresa
el principio del Idealismo Trascendental: el principio de que
las proposiciones acerca de la existencia misma de los objetos
empíricos implican proposiciones acerca de la existencia de rela­
ciones necesarias entre percepciones (reales y /o posibles). Pero
la Deducción también contiene una segunda línea argumental
que transita de algún hecho acerca de una “unidad necesaria de
la conciencia”, una vez más, a la necesidad de una conexión ne­
cesaria entre percepciones (A 106-110, 115-119/B 131-143).
Los comentadores no han sido claros en torno a la relación
entre estas dos líneas arguméntales ni acerca de la naturaleza
“trascendental" de la segunda de ellas.

® Asumo que lo que es “trascendental” en un “argumento trascendental”


en Kant es un hecho acerca de una o rnás de las premisas del argumento. De­
be admitirse que el propio Kant habla generalmente como si lo peculiar de
un argumento trascendental fuera el modo de inferencia que involucra. A pro­
pósito de esta última forma de ver los argumentos trascendentales, Gram ha
sostenido recientemente que de hecho no hay nada de esta clase ni en la obra
de Kant ni en ninguna otra parte: “Transcendental Arguments”, Nous, vol.
V, no. 1 (febrero de 1971), pp. 15-26. Aunque mi enfoque elude la fuerza de
los argumentos de Gram, hace por supuesto imposible que Kant justifique con
argumentos trascendentales su elección de premisas trascendentales. Proba­
blemente, éstas tendrían que justificarse del mismo m odo que cualquier otra
premisa.
El argumento empieza con el hecho de que la unidad de la
conciencia es una condición necesaria de la experiencia (A 107;
B 131-132).7
Pasa entonces, a través de lo que muchos han considerado
como la siguiente línea de razonamiento, a la misma conexión
necesaria entre percepciones a la cual nos había llevado la pri­
m era línea argumental:

(1) La conciencia de que los estados mentales sucesivos son


míos no puede consistir en tener conciencia de ellos como estan­
do relacionados todos esos estados con un solo objeto del cual soy
consciente (“La conciencia del yo de acuerdo con las determina­
ciones de nuestro estado en la percepción interna es meramente
empírica y siempre cambiante. Ningún yo fijo y duradero se pue­
de presentar en este flujo de fenómenos internos”: A 107).
(2) Por tanto, la conciencia de que los estados sucesivos son
míos debe consistir simplemente en la conciencia de alguna re­
lación necesaria que existe entre tales estados (“esta unidad de la
conciencia sería imposible si la mente, en el conocimiento de lo
múltiple, no pudiera tomar conciencia de la identidad de la fun­
ción gracias a la cual lo sintetiza en un solo conocimiento”: A 108).
(3) Por consiguiente, es una condición necesaria para la unidad
de la conciencia que haya un enlace necesario entre las percepcio­
nes (“Así, la conciencia original y necesaria de la identidad del yo
es, al mismo tiempo, conciencia de una unidad igualmente nece­
saria de la síntesis de todos los fenómenos regidos por conceptos,
esto es, por reglas, que no sólo los vuelven reproducibles nece­
sariamente, sino que también, al hacerlo, determinan un objeto
para su intuición”: A 108).

Muchos comentadores han dado por sentado que ésta es la lí­


nea argumental de K an t8 Es perfectamente obvio, sin embargo,

7 El término ‘experiencia’, desde luego, debe tomarse en un sentido sufi­


cientemente amplio. Si nuestro interés radicara simplem ente en la experiencia
de los objetos, entonces la referencia a la unidad de la apercepción sería redun­
dante, dado que podríamos pasar directamente de allí a un enlace necesario
entre percepciones. Cfr. P. F. Strawson, The Bounds of Sense (M ethuen 8c C.,
Londres, 1966), p. 92.
8 Cfr. A. C. Ewing, A Short Commentary on K ant’s Critique of Puré Reason
(University o f Chicago Press, Chicago, 1938),pp. 82-83; Norman Kemp Smith,
A Commentary to Kant's ‘Critique of Puré Reason', 2a. ed. (Humanities Press,
que el argumento es inválido. En efecto, para mencionar sólo
el punto más palmario, sencillamente Kant no ha demostrado
que el tipo de unidad sintética que se requiere para la unidad de
un yo es el mismo tipo de unidad sintética que es necesario (y su­
ficiente) para la existencia de objetos empíricos. Así, mientras
que podría haber demostrado que la unidad de la conciencia
presupone una conexión entre percepciones que es necesaria
p a ra una u n id ad de la conciencia, no ha demostrado que presu­
ponga una conexión que involucra relaciones necesarias entre
las percepciones mismas.9
También es claro que, si éste es el argumento de Kant, enton­
ces su argumento es trascendental con respecto a la existencia
empírica, no con respecto al conocimiento empírico. En efec­
to, la afirmación de que la conciencia de un yo unitario no es
más que conciencia de una relación entre mis estados internos
—antes que de una relación entre ellos y un solo objeto u n itario -
parece seguirse simplemente, según Kant, de lo que supone que
haya un yo así en prim er lugar. En tanto que la noción de un
yo noum enal unitario podría requerir una “identidad estricta”
de parte de alguna sustancia, la noción de un yo em pírico unita­
rio no requiere tal identidad.10 Así, el argumento de Kant sería
realmente “trascendental”, ya que su corrección depende de
ciertas condiciones para la unidad de un yo empírico que no
son al mismo tiempo condiciones para la unidad de un yo en
general. Empero, no sería un argumento que es trascendental
con respecto a nuestro conocimiento de ese yo, pues su validez
descansa simplemente en nuestra noción de lo que supone que
haya un yo así en prim er lugar.
Como ha observado P. F. Strawson, lo que parece requerir el
argumento de Kant, a fin de conducir al tipo pertinente de cone­
xión necesaria entre percepciones, es, antes que todo, establecer

Nueva York, 1962; reimpreso), pp. 251-252; Robert Paul Wolff, Kant’s Theory
of Mental Aclivity {Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1963), pp. 116,
119, 132, 161 y 187.
'' (^ .Jonathan Bennett, .Kími’.sArMÍ!y¿zí: (Cambridge University Press, Cam­
bridge, 1966), pp. 131-132; Kemp Smith, Commentary, p. 252.
10 Cfr. A 362, ss. y el análisis que de este pasaje hace Wilfrid Selláis en
“ ‘. .. this I or he or it (the thing) which thinks... Proceedings and Addresses of
the American Philosphical Association, vol. XLIV (1970-1971), pp. 13-14.
que la existencia de los objetos empíricos es una condición ne­
cesaria de una autoconciencia unitaria. Una vez hecho esto,
entonces Kant no necesita más que volver al argumento que
llevaba en prim er lugar del conocimiento de los objetos em­
píricos a una relación necesaria entre percepciones.11 En esta
interpretación, por consiguiente, las dos líneas del argumento
no se relacionarían simplemente en virtud de conducir a la mis­
ma conclusión. Más bien, su relación sería que la prim era en
realidad se halla contenida en la segunda. Aunque yo creo que
esta visión de la relación entre los dos argumentos es correcta,
la dificultad desde luego radica en establecer la premisa inicial.
Strawson intenta hacerlo del siguiente m odo:12

(1) La noción de experiencia (en un sentido convenientemen­


te amplio) implica la de una secuencia de estados mentales con
respecto a la cual podemos distinguir un componente intuitivo
(referencial) y un componente propiamente conceptual (atributi­
vo).
(2) Lo anterior equivale a hacer una distinción entre un elemen­
to individual que se presenta ante nosotros y nuestro reconocimiento
subjetivo de ese elemento.
(3) Esto a su vez equivale a distinguir entre el elemento en
cuestión y nuestra capacidad de atribuirnos a nosotros mismos
una experiencia de ese elemento (“El reconocimiento implica el
conocimiento poten cial de la experiencia dentro de la cual entra
necesariamente el reconocimiento, como perteneciente a uno mis­
mo”).
(4) Esto, por su parte, es lo mismo que hacer una distinción en­
tre el modo como es realmente un objeto y lo que a mí me parece
que es; en otros términos, equivale a distinguir entre mis experien­
cias y los objetos que existen independientemente de ellas (“Lo
mínimo implicada es que al menos algunos de los conceptos en
los cuales se reconoce que se subsumen los elementos particulares
experimentados deberían ser tales que las mismas experiencias
contuviesen las bases de ciertas distinciones relacionadas. Estas
serían, individualmente, la distinción de un componente subjeti­
vo dentro de un juicio de experiencia [como ‘me parece como si

11Strawson, The Bownds of Sense, p. 92.


12Ibid., pp. 100-101. GrahamBird parece presentar un argumento similar
en Kant’s Theory of Knowledge (Humanities Press, Nueva York, 1962), pp. 138-
139.
esto fuese una piedra pesada’ puede distinguirse dentro de ‘esta
es una piedra pesada’]”).

No me propongo entrar en un análisis de este argumento. Es


claro, me parece, que el argumento es inválido o bien involucra
irremediablemente una petición de principio, o ambas cosas.13
También es claro —y vale la pena notarlo—que Strawson, en su
formulación de este argumento, continúa una larga tradición
que considera al argumento kantiano de la unidad trascenden­
tal de la apercepción como un argumento que es trascendental,
no con respecto al conocimiento de un yo empírico unitario, si­
no directamente con respecto a la existencia de ese yo. Para
ponerlo en palabras de Strawson: “En prim er lugar, pregunta­
mos: ¿cómo podemos otorgarle sentido a la noción de la única
conciencia a la que se supone que pertenecen las sucesivas ‘ex­
periencias’?”14 En otras palabras, si la pregunta de Strawson
tiene que ver con la condición para el conocimiento de un yo
unitario, esto ocurre sólo en virtud de que tiene que ver con las
condiciones para la propia afirmación de que existe tal yo.
Si bien el patrón al que responde el análisis de Strawson
es típico de la mayoría de los comentarios, ha habido algunas
excepciones recientes. Así, Jonathan Bennett considera que la
Refutación kantiana del Idealismo (B 274-279) —que para él,
como para la mayoría de los comentadores, repite de un modo
algo más explícito el argumento de la Unidad Trascendental de
la Apercepción—se refiere simplemente a la posibilidad de “sa­
ber que yo tengo una historia y conocer parte de lo que ha sido
su contenido”.15 De manera que, para Bennett, la pregunta es
puramente epistemológica, y su respuesta no exige un examen
de qué significa para mí haber tenido una historia con uno u
otro contenido particular.16 Así, en esta lectura, el argumento
de Kant vendría a ser algo como lo siguiente:
,s Richard Rorty ha realizado una muy cuidadosa crítica del argumento
de Strawson en “Strawson’s Objectivity Argument”, The Review ofMetaphysics,
vol. XXIV, no. 2 (diciembre de 1970).
14 Strawson, The Bounds of Sense, p. 100.
,r> Bennett, Kant’s Analylic, p. 205.
lfi Cfr. Peter Hacker, “Are Transcendental Arguments a Versión o f Veri-
ficationism?”, American Philosophical Quarterly, vol. 9, no. 1 (enero de 1972),
pp. 82-83. Para una crítica de esta forma de leer la Refutación del Idealismo,
(1) C o n o c e r a lg u n a s p r o p o sic io n e s acerca d e ob jeto s em p írico s
e s u n a c o n d ic ió n n ecesa ria para saber q u ié n spy y q u ié n h e sid o.
(2) El co n o c im ie n to acerca d e ob jetos e m p ír ico s im p lica e l c o ­
n o c im ie n to d e un a c o n e x ió n n ecesa ria en tre p o r lo m e n o s a lg u n a s
d e m is p e r c e p c io n e s y p o r e n d e la e x isten cia d e ta l c o n e x ió n .
(3) Por lo tanto, q u e haya u n a c o n e x ió n n ecesa ria en tre p o r lo
m e n o s a lg u n a s d e m is p e r c e p c io n e s e s u n a c o n d ic ió n n ecesa ria
para saber q u ié n soy y q u ié n h e sido.

La premisa (2) de este argumento es una premisa que es


trascendental con respecto a la existencia empírica, ya que se
deriva de nuestro conocimiento de una condición necesaria pa­
ra la existencia empírica que no es condición necesaria para
la existencia en general. La premisa (1), sin embargo, será una
premisa trascendental con respecto al conocimiento empírico
en la medida en que exprese una condición necesaria para el
conocimiento de una conciencia empírica duradera que no sea
una condición para la existencia misma de tal conciencia. Que
la premisa (1) satisface esta condición a ojos de Kant parece
evidente a partir de la siguiente consideración. Si el que yo sea
quien soy y he sido presupone hechos sobre objetos externos,
entonces es probable que esto sólo fuera así porque tales hechos
justam ente son hechos acerca de un yo corpóreo. Empero, Kant
parece aceptar la suposición —que com parten Descartes y Hu­
me entre otros—de que los hechos acerca de un “yo” unitario
lo son acerca de una conciencia unitaria.17 Por consiguiente,
mientras que el conocimiento de quién soy y he sido sí implica
un conocimiento de objetos materiales, esto no se debe simple­
mente a que el hecho de que yo soy y he sido alguien implique
la existencia de tales objetos. Así, pues, la premisa (1) es tras­
cendental con respecto al conocimiento empírico.

véase M. S. Gram, “Transcendental Arguments”, Nous, vol. V, no. 1 (febrero


de 1971), p. 21.
17 Cfr. B 400: “ ‘Yo’, com o pensante, soy un objeto del sentido interior y me
llamo ‘alm a’. Aquello que es un objeto de los sentidos externos llámase ‘cuer­
p o ’ ". Que el aparente “cartesianismo” de Kant es simplemente el resultado de
cierto énfasis de Kant más que la expresión de un punto de vista establecido,
lo sugiere Strawson en The Bounds o/Sense, pp. 163 y ss. Sellars rechaza esta
sugerencia, op. cit., pp. 18-21.
Presentado de esta manera, por supuesto, este argumento,
aunque válido, no basta para llevarnos a la conclusión que Kant
persigue. En efecto, parece que Strawson tiene razón al menos
cuando asume que Kant quería llegar a una conclusión acerca
de todos los experimentadores empíricos, y no sólo acerca de
los conocidos empíricamente. Hasta aquí, el argumento sólo esta­
blece que todos los experimentadores conocidos empíricamente
(o por lo menos aquellos conocidos por sí mismos) son experi­
mentadores cuyas percepciones mantienen un enlace necesario
entre ellas. Se podría tratar de llenar el hueco que hay en este
punto recurriendo a la afirmación kantiana, antes mencionada,
de que la “unidad de la conciencia” es una condición necesaria
de la experiencia (en un senddo adecuadamente amplio de “ex­
periencia”). De este modo, sería una condición necesaria para
que cualquiera tuviese experiencias (en un sentido adecuada­
mente amplio) que supiera de hecho quién es y ha sido. Así,
cualquier experimentador sería en verdad tal que sus percep­
ciones se hallarían unidas entre sí por conexiones necesarias.
En tanto que no es irrazonable sostener, sin embargo, que una
condición necesaria de la experiencia (en un sentido amplio) es
que haya experimentadores que existan continuamente, no es­
tá claro en absoluto por qué deberíamos suponer también que
tales experimentadores debieran tener concimiento de quiénes
son y han sido. En todo caso, ni siquiera el propio Kant plantea
una condición tan estricta. En efecto, él requiere a lo sumo que
para un experimentador sea posible saber quién es y ha sido (cfr.
B 132, 134).
Me parece, entonces, que Kant simplemente debió de haber
razonado de la siguiente forma:

(4) Si una condición necesaria para conocer un objeto empírico


es que tenga cierto carácter, entonces sólo los objetos que poseen
ese carácter son cognoscibles.
(5) Todos los yos empíricos poseen cuando menos la capacidad
de autoconocerse.
(6) Por consiguiente, todos los yos empíricos son experimenta­
dores cuyas percepciones mantienen conexiones necesarias entre
ellas.
La premisa (5) de este argumento es una premisa trascenden­
tal con respecto a la existencia empírica, pues expresa una con­
dición para que algo sea un yo empírico que no es una condición
necesaria para que algo sea un yo nouménico. En consecuencia,
el argumento que va de (1) a (6) contiene dos premisas trascen­
dentales con respecto a la existencia empírica, además de una
premisa trascendental con respecto al conocimiento empírico.
Con seguridad, la premisa (4) de este argumento descansa en
un uso equivocado de la noción modal de posibilidad. Pese a
ello, hay razón, creo yo, para sostener que Kant consideró que
esta premisa es verdadera.18 Es razonable suponer, por lo tanto,
que algo semejante al argumento que va de (1) a (5) fue lo que
condujo a Kant a esta conclusión.
Volvamos, pues, a la Primera Analogía (A 182-189/B 224-
232), que intenta establecer que todos los sucesos (“cambio[s]
de apariencias”: “Wechsel der Erscheinungen”) son meras altera­
ciones de alguna materia que existe en forma continua. Si el
argumento es trascendental con respecto a la existencia empí­
rica, entonces debe poner al descubierto lo que Kant considera
que está contenido en el concepto de suceso, dado su program a
de realizar un análisis fenomenalista de proposiciones que con­
tienen ese concepto. De hecho, aunque la Segunda Analogía
se lee de este modo generalmente, la prim era no —un hecho
que no sorprende, pienso yo, en vista de que en otras condi­
ciones sería difícil ver cómo cualquier persona podría haber
considerado válido el argumento.19 En tanto que el argumento

18 Que K ant aceptaba este principio parece evidente si consideramos el si­


guiente pasaje (A 15 8 -1 5 9 /B 197-198; las cursivas son mías): “Que en general
existan principios es cosa que debemos atribuir exclusivamente al entendi­
miento puro, el cual no es sólo la facultad de las reglas con respecto a lo que
acontece, sino aun la fuente misma de los principios según los cuales todo cuan­
to pueda presentársenos como objeto se halla necesariamente bajo reglas. Porque
sin éstas nunca podría sobrevenir a las apariencias conocimiento alguno de un
objeto correspondiente a ellas.” — Quizá Kant se vio llevado a pensar que el
principio era obvio por el uso que hizo de la expresión “la posibilidad de la
experiencia" para designar condiciones necesarias de experiencia.
19 Parece que una excepción es W. H. Walsh, “Kant on the Perception o f
Time”, The Monist, vol. 51, no. 3 (julio de 1967): “(■ • .) por todas las rectificacio­
nes de Kant, debe mantenerse vigente la sospecha de que él ofrece, después de
todo, una serie de argumentos analíticos construidos en gran medida en torno
de Kant, sin embargo, no se ha leído por lo general como si
fuera trascendental con respecto a la existencia de los sucesos,
como tampoco se ha leído generalmente cual si fuese trascen­
dental con respecto a nuestro conocimiento de los sucesos, o bien
—dicho quizás con mayor precisión—, sí se ha considerado que
el argumento es trascendental con respecto al conocimiento,
esto se debe a que se le ha visto {más ambiciosamente) como
trascendental con respecto a la mera percepción o conciencia
de los sucesos (es decir, cual si contuviese una verdad necesaria
acerca de condiciones para la conciencia de los sucesos que no
son condiciones para la existencia misma de los sucesos). Así,
el argumento asume aproximadamente la forma que sigue:20

a su idea de lo que se halla implicado en ser un suceso" (p. 379). N o obstante, al


llevar a cabo su reconstrucción del argumento de Kant, Walsh inevitablemente
retrocede a defender la afirmación, más débil, de que la permanencia de la
sustancia es un requisito para la percepción de un suceso. (Desde luego, del
hecho de que los sucesos sean sucesos fenoménicos no se sigue que todos ellos
sean sucesos percibidos )
w Cfr. S. Kórner, Kant (Penguin Books, Baltimore, 1964; reimpreso), p. 84;
Kemp Smith, pp. 358-360; Strawson, pp. 126-128. La distinción entre un ar­
gumento que es trascendental con respecto a la percepción o a la conciencia
y otro que es trascendental con respecto al conocimiento empírico se puede
establecer, por supuesto, sólo en caso de que la percepción o la conciencia de
algo como un F no implique el conocimiento de que es un F. Por ejemplo,
uno podría determinar ciertas condiciones necesarias para sólo tener la creen­
cia perceptual de que lo percibido es un suceso. Es importante recordar, sin
embargo, que, en un argumento trascendental tales condiciones deben enun­
ciar algo acerca de objetos o sucesos, y no sólo acerca de nuestras creencias
en relación con ellos. De este modo, una de las formulaciones de Beck parece
quedarse corta en cuanto a lo que requerimos en un argumento trascenden­
tal: "Estamos en posición de decidir que una secuencia de representaciones es
prueba de una secuencia de sucesos sólo si el orden de las representaciones
es tal que creernos (con razón o sin ella) que una de las representaciones debe
ocurrir antes que la otra” (“Once More unto the Breach”, Ratio, vol. IX, no. 1
(junio de 1967), p. 35; las itálicas son mías). Un argumento que es trascendental
con respecto a las “decisiones” perceptuales debería poder establecer que una
condición necesaria para decidir que mis percepciones son percepciones de
sucesos es que las percepciones deben ocurrir efectivamente en cierto orden,
sin que baste que simplemente se crea que sucedieron en ese orden. Sería fútil,
sin embargo, intentar establecer esta afirmación más fuerte, a menos que “de­
cidir” se tome de hecho en un sentido que implique conocimiento de lo que se
decide; y Beck por momentos sí parece tener en mente este sentido más fuerte
(1) Una condición necesaria para la “representación” de re­
laciones temporales es que se las represente como parte de un
sistem a permanente de relaciones temporales (cfr. A 32).
(2) No podemos percibir un sistema de relaciones temporales
percibiendo el tiempo mismo, dado que “el tiempo, empero, por
sí mismo no puede ser percibido” (B 225).
(3) Por tanto, una condición necesaria para la percepción de
un suceso es que se lo perciba como parte de algún sistema per­
manente que ocupe un lugar en el tiempo.

El lenguaje de Kant en la Prim era Analogía, o por lo menos


en el párrafo que se añadió en la segunda edición, sí sugiere
algo semejante a este argumento. Aun así, se puede ver con
facilidad que su conclusión está muy distante de la del propio
Kant. En efecto, el argumento sólo permite el paso inferencial
a un [sistema] permanente que proporciona una “estructura”
perceptible para todos los sucesos perceptibles, y esto [nol es
suficiente para concluir ni que todos los sucesos son cambios de
algún [sistema] perm anente (bien que, en cierto sentido, serían
cambios “en ” algún [sistema] permanente), ni que el [sistema]
permanente en cuestión no puede mantener su identidad mien­
tras algunas de sus partes empiezan a existir o desaparecen.21
El argumento de Kant se torna más aceptable, sin embargo,
una vez que lo consideramos como trascendental, no con res­
pecto a la existencia o a la m era conciencia de los sucesos, sino
con respecto al conocimiento empírico de los sucesos.22 En este
caso, la afirmación de que el tiempo no se puede percibir, que
desempeña un papel crucial en el argumento, cobra un signifi­
cado más bien distinto del que tenía en el argumento tal como
fue formulado previamente, puesto que en este caso equivale
simplemente a la aserción de que ninguna percepción de una

(cfr. ibid., p . 36). En tal caso, desde luego, el argumento se vuelve propiamente
trascendental con respecto al conocimiento empírico de los sucesos.
Cfr. Kórner, Kant, pp. 84-85; Kemp Smith, Commentary, p. 362; Stra­
wson, TheBounds ofSense,j>. 129.
22 De hecho, el lenguaje de la primera edición sugiere esta lectura del ar­
gumento en cuanto habla, no meramente de la necesidad de “representar”
la distinción entre coexistencia y sucesión, sino más bien de la necesidad
de determinar (bestimmen) cuál de los dos casos se encuentra más próximo
(A 182/B 225).
relación particular entre mis percepciones representajam ás una
buena razón para pensar que los objetos o estados percibidos
se encuentran unidos por esa relación. El que yo tenga concien­
cia de percepciones sucesivas de un F y un G, por ejemplo, no
constituye un buen fundamento para creer que un G se ha pre­
sentado después de un F. Así, el argumento de Kant se apoyaría
en alguna afirmación acerca de qué más debe saberse para que
yo tenga buenas razones para pensar, con base en mis percep­
ciones, que ha ocurrido un suceso —para pensar, por ejemplo,
que ha empezado a exisdr un G en un momento particular—. Y
lo que se requiere —parece estar diciendo Kant—no es más que
la capacidad d é percibir que el G en cuestión es una forma de
alguna materia que existió en una forma distinta antes de ese
momento. En otras palabras, mientras que yo sólo percibo un
G en ti que antes no había percibido, no tengo ninguna razón
en absoluto para pensar que en ti ha empezado a existir un G.
Pero si antes de ti he percibido, no simplemente la ausencia de
un G, sino la presencia misma (en la forma de algún no-G) de la
materia que en ti consdtuye un G, entonces estoy finalmente
en posición de decir que sé, basándome en la percepción, que
un G ha empezado a existir en ti . En efecto, sólo entonces lo
que percibo me permite descartar la posibilidad de que lo que
percibí más tarde hubiera existido todo el tiempo sin ser per­
cibido.23 Podría darse, entonces, un argumento paralelo para
el caso en que se sabe, con base en la percepción, que algún
objeto o estado ha dejado de existir en ti .
De este modo, el argumento de Kant parece asumir la si­
guiente forma:

(1) Los únicos sucesos posibles son (a) un cambio en el estado o


en las relaciones de un individuo que existe continuamente; (b) el
hecho de que algún individuo empiece a existir; y (c) el hecho de
que algún individuo deje de existir.
(2) Para la existencia continua de un individuo material es
condición necesaria la existencia continua de su m ateria (“Sólo
mediante lo permanente recibe la existencia, en diferentes partes

25 Cfr. D. P. Dryer, Kant’s Solution for Verification in Metaphysics (University


o f Toronto Press, Toronto, 1966), pp. 353-355.
de la serie temporal sucesiva, una magnitud llamada duración”:
A 183/8 226).
(2a) Por consiguiente, una condición necesaria para conocer
un suceso del tipo (a) es que dicho suceso consista en la altera­
ción del estado o de las relaciones de alguna materia que existe
continuamente.
(3) Una condición necesaria para conocer un suceso del tipo
(b) o (c) es que aquél consista en la alteración del estado de alguna
materia que existe continuamente.
(4) Por lo tanto, una condición necesaria para saber que ha
ocurrido un suceso es que éste consista en la alteración del estado
o de las relaciones de alguna materia que existe continuamente.

Las premisas (1) y (2) de este argumento establecen condi­


ciones necesarias para que algo sea un suceso. En consecuencia,
(2a), puesto que simplemente resulta de una inferencia a partir
de (2), no es trascendental con respecto a nuestro conocimiento
de un suceso. (Y, al parecer, tampoco es trascendental con res­
pecto a la existencia empírica, ya que no depende de ninguna
de las consideraciones que son peculiares del fenomenalismo
de Kant.) La premisa (3), sin embargo, es trascendental con
respecto al conocimiento empírico, pues meramente del hecho
de que ha ocurrido algún suceso del tipo (b) o (c) no se sigue
que se ha alterado el estado de alguna materia (ni siquiera si
asumimos que los sucesos en cuestión involucran objetos feno­
ménicos). Por consiguiente, el argumento es trascendental con
respecto a nuestro conocimiento de los sucesos.
Tal como está formulado, empero, el argumento no basta pa­
ra llevarnos a la conclusión que buscábamos, a saber: que todos
los sucesos (y no sólo los que se conocen empíricamente) no
son más que alteraciones de materia que existe continuamente.
Una vez más, parece que Kant debió de haber razonado en la
forma que sigue:

(5) Si una condición necesaria para conocer un suceso es que


posea cierto carácter, entonces sólo son cognoscibles los sucesos
que poseen ese carácter.
(6) Todos los sucesos fenoménicos son cognoscibles, cuando
menos en principio, por medio de la percepción.
(7) Por tanto, todos los sucesos fenoménicos son meras altera­
ciones de alguna materia que existe continuamente.
Es razonable, creo yo, suponer que fue algo como el argu­
mento que va de (1) a (7) lo que llevó a Kant a su conclusión
de la Primera Analogía. Sólo que la premisa (6) es una premisa
trascendental con respecto a la existencia empírica, pues esta­
blece una condición para que algo sea un suceso fenoménico
sólo a condición de que tal suceso no involucre “cosas en sí”, es
decir, a condición de que las proposiciones acerca de sucesos
sean solamente proposiciones sobre percepciones posibles. Por
consiguiente, el argumento que va de (1) a (7) contiene una pre­
misa que es trascendental con respecto a la existencia empírica
(y que presupone el Idealismo Trascendental) y una premisa
que es trascendental con respecto al conocimiento empírico (y
que no presupone el Idealismo Trascendental).
Pasemos, por último, a la Segunda Analogía. Aquí Kant quie­
re probar que todos los sucesos fenoménicos son causados
(A 189/B 232), es decir, que las sucesiones de estados que in­
volucran se hallan gobernadas por reglas necesarias (A 193/B
238-239). Si el argumento pretende ser trascendental con res­
pecto a la existencia empírica, entonces deberíamos suponer
que revela lo que Kant piensa que se sigue de la proposición
de que ha ocurrido un suceso —dado su program a fenomena­
lista para el análisis de tales proposiciones—. Es natural que se
asuma que el argumento es trascendental a este respecto por­
que contiene una exposición explícita —que Robert Paul Wolff
ha llamado “la parte más importante de la analogía”—24 de ese
program a fenomenalista (A 191/B 236):

¿Qué entiendo, pues, por la cuestión: cómo estará ligada la di­


versidad en el fenómeno mismo (que no es nada en sí)? Aquí se
considera lo que se halla en la aprehensión sucesiva como repre­
sentación, mientras que el fenómeno que me es dado se considera,
a pesar de no ser más que el conjunto de estas representaciones,
como el objeto de las mismas (...) el fenómeno, a diferencia de las
representaciones de la aprehensión, sólo puede ser representado
como objeto distinto de ellas si se halla sometido a una regla que
lo diferencie de toda otra aprehensión y que imponga una forma
de combinación de lo diverso.
24 Wolff, Kant’s Theory of Mental Activity, p. 262. Cfr. Kemp Smith, Commen-
tary, p. 366: “esta segunda analogía es poco más que una aplicación particular
de los resultados de la deducción (trascendental)”.
En este punto, Kant pregunta cómo podríamos decir que a
un F que se percibió lo ha sucedido un G también percibido
(y no simplemente que a la percepción de un F la ha suce­
dido la percepción de un G). Su respuesta es que la prim era
proposición, además de afirm ar la existencia de una sucesión
de percepciones, también afirm a alguna conexión necesaria en­
tre [esas] percepciones. Así, los comentadores han considerado
que Kant sostiene que la conclusión de la analogía simplemente
expresa un análisis del concepto de “suceso experim entado” o
bien de lo que se sigue directamente de las proposiciones sobre
sucesos experimentados.25
La dificultad que esto entraña, por supuesto, es que Kant
simplemente no ha demostrado que la conexión necesaria im­
plicada por las proposiciones sobre un suceso es de la misma
clase que nos permite decir que ha sido causada alguna suce­
sión de objetos o estados. Después de todo, la afirmación de
que ha ocurrido un suceso —que a un F en ti lo ha sucedido
un G en tg, por decir algo—implica presumiblemente, dado un
program a de análisis fenomenalista, que en ti era imposible
obtener una percepción de un G, aunque en el mismo momen­
to era posible obtener percepciones de un F. Y esto implica
que necesariamente no se obtuvo ninguna percepción de un G
antes de que hubiera podido obtenerse la percepción de un
F ,26 Si bien esto expresa alguna “relación necesaria” que invo­
lucra percepciones, no obstante, es difícil que implique —aun
25 Cfr. A. C. Ewing, K ant’s Treatment of Causality (Kegan Paul, Trench, Trub-
ner Se Co., Ltd., Londres, 1924), p. 83: “Kant, desde luego, pretende que su
argumento no se apoya en el análisis de conceptos, pero se refiere a conceptos
considerados con independencia de La posibilidad de experimentar el hecho
concreto expresado en el concepto. La adición de la palabra ‘experim entados’
(o quizá deberíamos decir, más bien, ‘intrínsecamente pasibles de ser experi­
mentados por nosotros’) expresa la diferencia principal que hay entre el punto
de vista de Kant y el viejo dogmatism o.” Cfr. tam bién Bird, K ant’s Theory of
Knowledge, p. 160 (“El problema d e Kant ( . . . ) consiste en aclarar qué quere­
mos decir cuando hablamos de sucesos”); Walsh, Kant on the Perception of Time,
pp. 390-391.
26 Estrictamente, esto valdría sólo en caso de que pudiésem os asumir que
estamos atendiendo a un suceso que involucra un solo objeto, tal com o Kant
asume en efecto en el ejem plo del barco. En ese caso, desde luego, el suceso
en cuestión, hablando estrictamente, no es el suceso de un F al que lo sucede
un G, sino el de un a que es un F al que lo sucede un a que es un G.
en el supuesto de que fuese verdadero el fenomenalismo—que
el suceso en cuestión fue causado. La misma dificultad afecta al
famoso argumento de la “irreversibilidad” que parece ofrecer
Kant (A 191-194/B 237-239):

(1) Decir que a u n f que ha sido percibido lo ha sucedido un


G también percibido es decir, en parte, que no podría haberse
percibido un G (en esta ocasión) antes de que pudiera haberse
percibido un F.
(2) De modo que, en esta ocasión, el orden de las percepciones
fue un orden necesario.
(3) Por consiguiente, la sucesión en cuestión involucró un ele­
mento de necesidad causal.

La premisa (1) —podemos concederlo—es trascendental con


respecto a la existencia empírica. Pero el argumento en su totali­
dad es obviamente inválido. En efecto, del hecho de que en esta
ocasión mis percepciones de un F y un G se encuentren sujetas
a cierto orden necesario difícilmente se sigue que la sucesión
de estados percibidos esté causalmente determinada. Parecería
que lo que Kant necesita asumir adicionalmente, como míni­
mo, es que ninguna secuencia de percepciones de un F y un G
puede dejar de estar sujeta al orden en cuestión, y esto no se
sigue de las premisas (1) ó (2).27
La aparente debilidad del argumento de Kant ha llevado a
algunos comentadores a suponer que Kant simplemente exa­
geró el valor de sus argumentos en la Segunda Analogía. Lo
más que se sigue efectivamente de cualquiera de los argum en­
tos que Kant ofrece —se concede— es sólo que una condición
necesaria para hacer juicios sobre sucesos objetivos es que sean
verdaderas algunas proposiciones de tipo causal.28 A hora bien,
yo concuerdo en que Kant afirma más de lo que le permite su ar­
gumento de la segunda analogía. Pero es posible —me parece—
formular ese argumento de modo que se acerque bastante más
a la conclusión que Kant afirm a de hecho. Porque, después
27 Strawson describió esta inferencia de Kant com o “un non sequitur de d i­
m ensiones pasm osas”, The Bounds of Sense, p. 137. Cfr. Bennett, Kant's Analytic,
pp. 2 2 0 - 2 2 2 .
28 Cfr. Ewing, Commentary, pp. 163-164; Strawson, The Bounds of Sense,
pp. 143-144.
de todo, no es fácil ver cómo Kant pudo haber confundido
la conclusión de que algunas proposiciones de tipo causal se
encuentran presupuestas en juicios acerca de sucesos con la
conclusión muy distinta de que todo suceso se halla causalmen­
te determinado. Supóngase, sin embargo, que consideramos
que a Kant le interesa, no el problem a de las condiciones ne­
cesarias para que algo sea un suceso real, sino el problem a de
las condiciones necesarias para que alguien sepa, con base en
percepciones, que ha sucedido un suceso. En tal caso, el argu­
mento de Kant tomará la siguiente forma:

(1) Una condición necesaria para saber, con base en las per­
cepciones sucesivas de un F y un G, que ha ocurrido un suceso
que involucra estos estados es saber que no podría haberse dado
ninguna percepciónde un G antes de que hubiera ocurrido la per­
cepción de un F (o, por lo menos, que no podría haberse dado
ninguna percepción de un G antes de que pudiera haber ocurrido
la percepción de un H , donde, con base en la percepción, se sabe
que un H es simultáneo al F en cuestión).
(2) El que no pueda obtenerse ninguna percepción de un G
antes de que pueda obtenerse una percepción de un F implica que
no puede existir ningún G antes de que exista algún F, aunque no
a la inversa.
(3) Si un G sólo puede existir a condición de que ya exista un
F, pero un F podría existir antes que un G, entonces los G’s son
causalmente dependientes de los F ’s.
(4) En consecuencia, una condición necesaria para saber, con
base en percepciones sucesivas, que ha ocurrido un suceso es que
éste mismo se halle sujeto a una regla causal.

La premisa (1) es trascendental con respecto al conocimiento


empírico de los sucesos. Tampoco es difícil ver por qué Kant
la habría aceptado. En efecto, tal premisa desempeña en la Se­
gunda Analogía el mismo papel que tiene la premisa (3) en mi
reformulación de la Primera Analogía. La premisa sencillamen­
te establece qué es lo que Kant considera que tiene que añadirse
al mero conocimiento de que mis percepciones han ocurrido
en cierto orden a fin de que yo pueda saber algo acerca del
orden de los objetos o estados percibidos a través de ellas. Es
decir, la única m anera de que yo esté seguro de que ha sucedido
un suceso es que yo sepa, no meramente que mis percepcio­
nes se han dado en cierto orden, sino también que no pudieron
haber ocurrido en ningún otro orden.29 Y esto es algo que yo
sólo podría saber, independientemente de mi conocimiento de
este suceso específico, sabiendo que no podría haber ocurri­
do n in g u n a percepción de ese tipo en ningún otro orden. Así,
pues, el argumento, además de una premisa (la segunda) que es
trascendental con respecto a la existencia empírica,30 contiene
una premisa que es trascendental con respecto al conocimiento
empírico.
Desde luego, el argumento tiene algunos problemas. Por un
lado, la tercera premisa de hecho no es lo bastante fuerte para
captar lo que el propio Kant considera que se halla incluido en
la noción de relación causal. Decir que un F ha causado un G,
según Kant, es decir que la ocurrencia de un F necesitó la ocu­
rrencia de un G (A 193/B 238-239), y esto es muy distinto de
decir que es imposible que haya ocurrido un G sin que hubiera
ocurrido un F. Además, el argumento, en el mejor de los casos,
establece que todos los sucesos que se sabe (basándose en per­
cepciones) que suceden ocurren de acuerdo con leyes causales.
No establece que todos los sucesos estén determinados causal­
mente. La única manera de lidiar con la prim era dificultad
—creo yo—consiste en conceder que el argumento de Kant no
es correcto en modo alguno. En mi formulación, simplemen­
te he intentado presentar un argumento válido que contenga
29 Cfr. Dryer, Kant's Solution, pp. 439-446.
De hecho, el argumento podría haber sido correcto sin una premisa que
es trascendental con respecto a la existencia. En efecto, también podría haber
empezado directamente con la afirmación de que una condición necesaria para
saber si un F vino seguido de un G es saber algo sobre el orden en que deben
ocurrir los F ’s y los G’s. La insistencia de Kant en formular la cuestión en
términos de un orden necesario de percepciones podría deberse simplemente a
su deseo de realzar el aspecto fenomenalista de su concepción. También puede
que se deba a su deseo de alcanzar cierta generalidad. Porque el problema
también podría consistir en determinar, no meramente si a un F lo sucedió
un G, sino si de hecho a mi percepción de un F la sucedió una de un G. (Este
aspecto del problema de Kant lo explora Cari Meier en una tesis depositada
en la biblioteca de la Universidad de Duke, titulada Kant’s Second Amlogy: A
Reconstruction.) En este caso debo apelar supuestamente, según Kant, a algún
conocim iento que tenga de los órdenes posibles en los cuales podrían ocurrir
dichas percepciones.
premisas que Kant parece aceptar. A despecho de su propia
definición de causalidad, si atendemos a otros argumentos que
ofrece en la Critica, es evidente que Kant de hecho sí acepta
la premisa (3).31 Con la segunda dificultad del argumento de
Kant —pienso yo—lo que hay que hacer es simplemente comple­
tar el argumento añadiendo las premisas (5) y (6) que incluí en
mi formulación de la prim era analogía. De este modo, las pre­
misas (1) a (6) llevarían a (7): “Todos los sucesos fenoménicos
están determinados causalmente.” Es razonable suponer —me
parece—que de hecho es ésta la línea general del razonamiento
que condujo a Kant a afirm ar la proposición (7). Y, una vez más,
si esto es así, entonces él se vio llevado a esa proposición por un
argumento que era trascendental tanto con respecto a la exis­
tencia empírica como con respecto al conocimiento empírico.

III
Como he señalado, hay una explicación corriente de la suposi­
ción kantiana de que ciertas proposiciones son sintéticas aun­
que conocidas a priori. Según dicha explicación, esas proposi­
ciones sólo involucran un análisis (parcial) por parte de Kant
de ciertos conceptos interpretados en términos fenomenalistas,
tales como el concepto de yo o el de suceso. Sólo que Kant las
trata erróneam ente como proposiciones sintéticas porque ve
que no involucran un análisis de dichos conceptos cuando a
éstos no se les interpreta en términos fenomenalistas. Ya dije
antes que resulta difícil creer que el error de Kant pudiera ha­
ber sido tan obvio como sostiene la explicación común. Ahora
bien, yo creo que ha quedado demostrado que esta explicación
de hecho es incorrecta. En efecto, la m era distinción entre un
enfoque “dogmáticamente” realista del concepto de yo o de
suceso y un enfoque “trascendentalmente” idealista de los mis­
mos conceptos en realidad no proporciona una comprensión
del razonamiento de Kant en los argumentos en cuestión. Lo

Que Kant fue capaz de inferir por error que los G’s siguen necesaria­
mente a los F's a partir de que los G’s no pueden ocurrir antes que los F's lo
sugiere, por ejemplo, su argumento de que, com o los momentos posteriores
del tiempo no pueden preceder a los anteriores, el avance de lo anterior a lo
posterior es un “avance necesario” (A 194/B 239).
que Kant necesita en los argumentos considerados es, en parti­
cular, una suposición sobre ciertas condiciones necesarias para
el conocimiento de los yos o sucesos fenoménicos que no son sim­
plemente esas condiciones, puesto que éstas son también con­
diciones para que algo sea un yo o un suceso fenoménico. En
otras palabras, sin consideraciones que son “trascendentales”
con respecto al conocimiento empírico pero no con respecto
a la existencia empírica, Kant no pudo haber pensado que sus
argumentos tuvieran alguna fuerza.
Si todo quedara aquí, empero, no nos hallaríamos en me­
jo r posición, en relación con el argumento de Kant, que en
la que nos había dejado la explicación corriente, pues aún no
se habría esclarecido en absoluto por qué Kant no vio que las
proposiciones que trataba de establecer eran analíticas —en este
caso, analíticas en virtud del concepto de conocimiento empíri­
co de cierto tipo de objeto o suceso—. Sin embargo, yo también
he sostenido, en prim er lugar, que los argumentos de Kant de
hecho requieren, además de una premisa trascendental con res­
pecto al conocimiento empírico, una premisa trascendental con
respecto a la existencia empírica. Así que los argumentos de
Kant son “trascendentales” desde dos puntos de vista bastan­
te distintos. Más aún, según he afirmado, el propio Kant no
tenía del todo clara la distinción entre los dos modos en que
un argumento puede ser trascendental. Por lo tanto, no sería
una sorpresa encontrarse con que Kant suele ser poco claro en
cuanto a qué premisas necesitan contener sus argumentos para
tener su fuerza peculiarmente “trascendental”, y esta falta de
claridad se refleja ampliamente en las interpretaciones conflic­
tivas que los comentaristas han hecho de sus argumentos. No
obstante, justo la naturaleza peculiarmente “trascendental” de
los argumentos es lo que lleva a Kant a pensar que establecen
ciertas proposiciones sintéticas necesarias.
Considérese la conclusión de cada uno de los argumentos
que hemos examinado:

(A) Un yo empírico es necesariamente un yo cuyas experiencias


exhiben alguna conexión necesaria entre ellas.
(B) Un suceso empírico es necesariamente una alteración en el
estado de alguna materia que existe de manera continua.
(C) Necesariamente un suceso empírico se encuentra causal­
mente determinado.

Ninguna de las predicaciones que contienen las proposicio­


nes anteriores está restringida a la condición de que realmente
se conozca al sujeto. Es decir, no afirman simplemente condi­
ciones necesarias para que se sepa que algo es un yo empírico
o para que se sepa que algo es un suceso empírico. Antes bien,
afirman condiciones necesarias para que algo sea un yo empí­
rico o un suceso empírico. Yo he intentado demostrar, además,
que Kant de hecho pudo haberse visto llevado a pensar, por
medio de un argumento válido, que cada una de estas proposi­
ciones expresaba una verdad necesaria. Así, las proposiciones
parecerían ser proposiciones necesarias que atribuyen ciertas
propiedades a todos los yos y sucesos empíricos. Sólo que tam­
bién hemos visto que estas proposiciones no las estableció Kant
meramente examinando el concepto de yo empírico o de suce­
so empírico. Podríamos suponer, por consiguiente, que a Kant
no le pareció que fuesen simplemente proposiciones analíticas.
La distinción entre esta explicación del error de Kant y la
explicación común del mismo se hace más conspicua, creo yo,
si se considera que tenía como trasfondo la propia caracteri­
zación que hace Kant de sus procedimientos trascendentales.
El tipo de argumento que se requiere —dice Kant— para enla­
zar sintéticamente dos conceptos, apela a algún tercer término
que proporciona el enlace en cuestión (A 9/B 13). Para Kant,
la “posibilidad de la experiencia” es lo que proporciona este
nexo (A 155-156/B 194-195). Así, parece estar diciendo Kant,
aunque acaso no enlacemos directamente el concepto de un F
con el concepto de un G, podríamos de todas maneras efectuar
una conexión interponiendo el concepto de un F que puede ser
experimentado, ya que este último concepto puede ciertamente
estar conectado con el de un G. Pero esto equivale simplemente,
como sostiene la explicación común, al hecho de que Kant ha
establecido una conexión analítica entre este “tercer térm ino”
y el concepto de G. Para él, suponer que ha establecido de ese
modo alguna conexión necesaria entre su térm ino original y el
concepto de G solamente es posible en el supuesto de que ya
ha visto un enlace necesario entre aquél y el tercer término que
media. A hora bien, Kant ciertamente sí nos dice que hay tal
conexión, pues afirma que “las condiciones de la posibilidad, de
la experiencia en general son al mismo tiempo condiciones de
la p o sib ilid ad de los objetos de la experiencia ” (A 158/B 197). Cual­
quier condición para que sea posible experim entar un F es a la
vez una condición para la posibilidad de que algo sea un F. Em­
pero ¿por qué habría Kant de aceptar tal aseveración? La única
razón aparente es que el concepto de F es, desde el punto de
vista de Kant, un concepto puramente “fenoménico” para cuyo
análisis debe procederse según principios fenomenalistas. Pero
esto sólo es decir que no ha habido ningún “tercer térm ino” en
absoluto y que su propio procedimiento tuvo que haberle pare­
cido a Kant evidentemente analítico. Por qué Kant no lo vio así
es precisamente lo que la explicación común deja sin respuesta.
La alternativa que he sugerido a la explicación corriente del
error de Kant se apoya, de hecho, en la afirmación de que la no­
ción de la “posibilidad de la experiencia” es ambigua para Kant.
La “posibilidad de la experiencia” de algún objeto podría ser
sencillamente las condiciones necesarias para tener intuiciones
de ese objeto. Esto, desde luego, exige la capacidad de subsu-
mir tales intuiciones en conceptos del tipo adecuado. Pero la
“posibilidad de la experiencia” tal vez requiera también algo
más fuerte que esto, a saber: las condiciones necesarias, no só­
lo para tener intuiciones de cierta clase, sino para saber que se
ha subsumido a esas intuiciones en conceptos adecuados. Exis­
ten, pues, dos modos posibles, muy distintos, de interpretar el
“tercer térm ino” de Kant. Recurrir a él podría equivaler sim­
plemente a poner al descubierto lo que se halla contenido en
cualquier concepto empírico, una vez que se ha visto que los ju i­
cios en que aparece ese concepto están sujetos a los principios
de un fenomenalismo kantiano. Pero apelar al “tercer térm ino”
podría también implicar un examen de las condiciones del co­
nocimiento empírico. Ya antes afirmé que, aun aceptando los
principios del idealismo trascendental, deben distinguirse es­
tas dos cuestiones. Pero en la medida en que la noción de la
“posibilidad de la experiencia” es ambigua para Kant, puede
ser más o menos clara la visión que éste tuvo del significado
de su apelación distintivamente trascendental a un “tercer tér­
m ino”. Así, pues, considerando este término en el prim ero de
los modos que distinguí y, en consecuencia, considerando que
un argumento trascendental enlaza directamente un concepto
construido en términos fenomenalistas con otro concepto que
ha de predicarse del primero, Kant habrá visto que la conclusión
de dicho argumento no es una proposición analítica. Efectiva­
mente, el concepto predicado no podría obtenerse de hecho
mediante un mero análisis del concepto dado originalmente.
Pero si consideramos el “tercer térm ino” kantiano como la “po­
sibilidad de la experiencia” en el sentido de la posibilidad del
conocimiento empírico real, la relación entre ese término y el con­
cepto que se va a enlazar con él se presentará ciertamente como
una relación necesaria, dado que de hecho es analítica: el ar­
gumento no hace más que desplegar analíticamente lo que está
contenido en el concepto de un objeto de cierto tipo conocido
empíricamente. En esta interpretación, encontramos en reali­
dad tres términos distintos en el argumento de Kant: (a) nuestro
concepto original de F entendido en términos fenomenalistas,
(b) el concepto de un F conocido empíricamente y (c) el concep­
to de G. Hay una conexión necesaria entre (b) y (c), y un mero
enlace sintético entre (a) y (c). No haber acertado a distinguir
claramente entre (a) y (b), entonces, podría ser la explicación de
la creencia que tuvo Kant de que había descubierto, mediante
la interposición de un “tercer térm ino”, una técnica para esta­
blecer proposiciones sintéticas necesarias.

[Traducción deJorge Issa G.]


JAAKKO HINTIKKA

1. La teoría de Kant sobre las matemáticas y su error aristotélico

Este artículo es la segunda mitad de un argumento más lar­


go.1 En el anterior,2 dije que Kant vio el meollo del método
matemático en lo que esencialmente equivale a las reglas de
instanciación; es decir, a lo que él mismo caracterizó como argu­
m entar con base en ejemplificaciones particulares de conceptos
generales.3 Pero, ¿cuándo puede producir conocimiento sinté­
tico a priori tal introducción anticipatoria de ejemplificaciones

* Originalmente “The Paradox o f Transcendental Knowledge”, en J. R.


Brown y J. Mittelstrass (eds.): An Intímate Relation, Kluwer Academic Publish­
ers, 1989, pp. 243-257. Traducido con permiso del autor y de Kluwer Academic
Publishers.
1 Presenté este argumento en mi artículo “Das Paradox transzendentaler
Erkenntnis”, en W. Vossenkhul y E. Schaper (comp.), Die Bedingungen der Móg-
lichkeit, Klett-Cotta Verlag, Stuttgart, 1984, pp. 123-149. El presente artículo
es la versión en inglés de la segunda mitad de aquel otro.
2 Tal predecesor es “Kant’s Transcendental Turn and his Theory o f Math-
ematics”, Topoi 3 (1984), pp. 99-108, y representa una versión en inglés de la
primera mitad del artículo mencionado en la nota 1 .
3 Ver aquí mi anterior trabajo sobre Kant. La mayor pai te de él fue reuni­
do en Logic, Language Games, and Information, Clarendon Press, Oxford, 1973,
y en Knowledge and the Known, D. Reidel, Dordrecht, 1974. Sin embargo, véa­
se también “On Kant’s Notion o f Intuition (Anschauung)” en T. Penelhum
y J. J. Macintosh (comps.), Kant’s First Critique, Wadsworth, Belmont, Cal.,
1969, pp. 38-53, “Kantian Intuitions”, Inquny 15 (1972), pp. 341-345, y “Kant’s
de conceptos generales? El punto de vista trascendental de Kant
lo compromete a contestar: sólo en la medida en que nosotros
mismos hayamos puesto en los objetos las relaciones y propie­
dades sobre las que discutimos. Entonces nuestro conocimiento
matemático no pertenece a las cosas, sino tan sólo a la estruc­
tura de los procesos por los que llegamos a conocerlas.
No obstante, ¿cuáles son los procesos por los que llegamos
a conocer particulares? La falacia aristotélica que comete Kant
consiste en seguir al filósofo y en contestar: las percepciones.
Según esto, el conocimiento matemático se debe a las formas
de nuestra percepción sensible y las refleja.
Yo argumenté, en cambio, que la m anera más general de
describir los procesos que nos interesan es como procesos de
búsqueda y hallazgo.4 Por lo tanto, la teoría kantiana verdadera
y reconstruida del razonamiento matemático, incluyendo lo que
llamaríamos razonamiento cuantificacional o de prim er orden,
es mi semántica en términos de la teoría de juegos;3 en ella, la
lógica de prim er orden se ocupa de los juegos de búsqueda y ha­
llazgo, por cuyo medio exploramos el mundo. El conocimiento
que obtenemos por medio de tal razonamiento lógico (Kant lo
habría llamado matemático)6 versa en última instancia sobre la
estructura de nuestros juegos de búsqueda y hallazgo, sobre lo
que pudo o no pudo pasar en ellos.

Theory o f Mathematics Revisited”, Philosophical Topics 12, 2 (1981), pp. 20 1 -


215.
4 Op. cit., nota 2 arriba y “Semantical Games and Trascendental Argu­
m ents” en E. M. Barth y j. L. Martens (comps.), Argumentations: Approach.es to
Theory Formation, Benjamins, Amsterdam, 1982, pp. 77-91.
5 Para esta teoría, ver Esa Saarinen (comp.), Game-Theoretical Semantics,
D. Reidel, Dordrecht, 1979; Jaakko Hintikka, The Game of Language, D. Reidel,
Dordrecht, 1983; Jaakko Hintikka yjack Rulas, Anaphora and. Definite Descrip-
tions: Tuto Applications of Game Theoretical Semantics, D. Reidel, Dordrecht, 1985.
6 El mejor argumento en este esfuerzo es mostrar que el concepto kantia­
no de “construcción”, en el cual él ve la esencia del m étodo matemático, tiene
que ser identificado con los procedimientos de instanciación que son la esencia
de la lógica de cuantificadores. Para Kant, ver A 7 1 3 -B 7 4 1 . Para evidencias
de mi identificación de las construcciones kantianas y de las instanciaciones
de los lógicos, ver el trabajo referido en la nota 3, arriba.
2. E l e rro r de K a n t: la trascendencia de las cosas en s í

Un sentido en el que es muy difícil corregir el error de Kant (su


identificación de la m anera en que obtenemos conocimiento
de la existencia de particulares en general con la percepción
sensible) es que es virtualmente imposible desenredar sus con­
secuencias del resto de su filosofía. Aquí sólo puedo llamar
la atención del lector hacia algunas de las consecuencias más
obvias. Fue precisamente el error aristotélico de Kant lo que
convirtió a ese inevitable lado obscuro de su posición trascen­
dental, las cosas en sí, de ser restricciones epistemológicas sobre
nuestro conocimiento, en reificaciones metafísicas. Pues fue la
suposición sobre el papel que desempeñan las percepciones
en nuestra búsqueda del conocimiento la que implicó que el
ser epistemológicamente inaccesible a nuestras actividades de
búsqueda del conocimiento —carácter inalcanzable del que las
cosas en sí disfrutan por definición—, resultase equivalente a
una trascendencia con respecto a la percepción sensible, es decir, a la
existencia nouménica. En otras palabras, esta misma suposición
aristotélica es la razón fundamental por la que Kant identificó
los límites del uso legítimo de las categorías del entendimiento
con la experiencia sensible posible, y lo que lo obligó a buscar
el fundamento de la aplicabilidad de las categorías en la asi­
milación aperceptiva de las experiencias sensibles a la textura
de nuestro conocimiento. Todo esto tiene que reevaluarse para
que la filosofía de Kant pueda ser purgada de su error crucial.
Huelga decir que no intento realizar aquí esta monumental em­
presa.
Tanto por parte de Kant como de sus seguidores, reitera­
damente se ha intentado hacer mayor justicia a aquellas ideas
fundamentales que son independientes del error cometido. Por
ejemplo, se puede empezar por los objetos empíricos en Kant
y considerar a las cosas en sí como el límite externo de aquello
en que estos objetos fenoménicos se podrían convertir si los
considerásemos en sí, i.e., abstrayendo de ellos todo rastro de
nuestras actividades de búsqueda del conocimiento. Pero en
tanto se le asigne a la percepción sensible el papel que, según
Kant, ésta de hecho juega en la adquisición de nuestro conoci­
miento, es difícil ver cómo podría evitarse term inar nuevamente
en los objetos nouménicos. Sin embargo, aunque sea extrema­
damente importante para nuestra comprensión y evaluación de
la filosofía de Kant, este tema no se puede desarrollar aquí por
completo. En particular, no quiero negar que haya habido fuer­
zas en el propio pensamiento de Kant que lo llevaron hacia una
posición mucho más cercana a la mía que a su posición oficial.
No es difícil encontrar manifestaciones específicas de dichas
fuerzas. Dentro, del propio sistema de Kant existe, por ejemplo,
la admisión reticente e indirecta del hecho conceptual de que
la lógica de nuestro conocimiento de particulares (intuiciones)
es la lógica de la existencia y de la universalidad, esto es, la “ló­
gica de prim er orden” de los filósofos del siglo veinte. Según
él, hay ciertos principios del entendimiento que corresponden
a las categorías de cantidad, que a su vez corresponden a las di­
ferentes cantidades de un juicio: universalidad, particularidad
y singularidad. De estos rasgos de las proposiciones (juicios) es
precisamente de lo que trata la lógica de prim er orden. Aho­
ra bien —lo que prima facie es muy extraño—los principios del
entendimiento que corresponden a estas categorías son, según
Kant, los axiomas de la intuición (cf. A 161-166 = B 200-207).
Sin embargo, a la luz de lo que hemos encontrado, esta identi­
ficación no es en realidad muy sorprendente: es meramente el
reconocimiento indirecto de Kant del hecho de que la lógica de
la existencia y de la universalidad es la “lógica” de los axiomas
de la intuición, i.e., de los axiomas que gobiernan las represen­
taciones particulares.
Además, es difícil evitar la impresión de que, a propósito
del prim er axioma de la intuición, la relación postulada por
Kant entre las intuiciones y la percepción sensible sea fútil. Kant
formula el axioma diciendo que “todas las intuiciones son mag­
nitudes extensivas”, lo que a fin de cuentas significa que todos
los particulares están sujetos a condiciones geométricas y cine­
máticas. A hora bien, en favor de esta conclusión pretendida
resulta en realidad más sencillo argumentar en términos de
nuestros conceptos de existencia y de universalidad, que en tér­
minos de la idea de las intuiciones como si siempre se nos diesen
en la percepción sensible. Es en verdad mucho más difícil conce­
bir formas de existencia de particulares que no sean espaciales
y temporales, que imaginar posibles formas de percepción de
las que pueda decirse lo mismo. Este punto es especialmente
persuasivo si se adopta algún tipo de semántica basado en la
teoría de juegos, pues ¿en qué podemos esperar que consista la
búsqueda de particulares fuera del espacio y el tiempo? Aun­
que quizá en último término pudiéramos concebir búsquedas
y hallazgos no espaciales y no temporales, se puede mantener,
sin embargo, que el caso paradigmático es el espacio-temporal.
Cualesquiera que sean los argumentos que queramos con­
siderar aquí, estas observaciones sugieren fuertemente que el
punto de vista desde el que estamos considerando su teoría del
espacio, del tiempo, de las matemáticas y de la existencia parti­
cular es tal que, hasta cierto punto, Kant mismo se vio empujado
a adoptarlo su propio marco conceptual.
Sin duda, Kant trata de dar una base más profunda a la
supuesta conexión entre los particulares y la sensibilidad por
medio de su examen de la triple síntesis, a través de la que, se­
gún él, se constituyen los objetos de la experiencia. No obstante,
éste es un intento tardío. La verosimilitud de la explicación que
da Kant de la síntesis no es mayor que la de su inicial error aris­
totélico. Prima facie, puede que sea más razonable creer que los
objetos particulares de nuestra experiencia se constituyen en la
percepción y en la apercepción, y no que ya constituidos sean
objetos potenciales de búsqueda y hallazgo. Pero si se reflexio­
na, se verá que esta verosimilitud aparente es tan sólo otra forma
de la misma falacia aristotélica. La verdadera explicación de la
individuación y la identificación se centrará crucialmente en la
re-identificación de objetos en el espacio y el tiempo, esto es, en
esas mismas propiedades de los objetos que los hacen objetos
potenciales de búsqueda y hallazgo.7 También de otras maneras
puede apreciarse que en nuestro sistema conceptual efectivo,
los objetos se individúan primordialmente para convertirse en
objetos re-identificables de búsqueda y reconocimiento.

7 Sobre el tema de la individuación y la identificación, véase Jaakko Hin­


tikka y Merrill B. Hintikka, “Towards a General Theory o f Individuation
and Identification”, en W. Leinfellner et al. (comps.), Language and Ontology:
Proceedings of the Sixth International Wittgenstein Symposium, Hotder-Pichler-
Tempsky, Viena, 1982, pp. 137-151.
3. La incognoscibilidad de las cosas en sí y la incognoscibilidad de
nuestros procesos cognitivos

Al uso kantiano de la noción de lo trascendental (y más todavía,


al empleo de ideas similares por parte de algunos de sus suceso­
res), subyace un problema que jamás he visto discutirse, aunque
se manifiesta claramente en Kant, tanto como en la subsecuente
historia de problemas kantianos. Esto es lo que el título de este
artículo intenta resaltar y se relaciona con la prim era y más im­
portante función del concepto de lo trascendental: marcar los
límites de lo que podemos saber. Dicha función fue registrada
arriba; es lo que se marca con el concepto límite de las cosas en
sí, e inevitablemente da cabida al hecho paradójico de que las
cosas en sí son incognoscibles debido a y en tanto nuestros procesos de
búsqueda del conocimiento son incognoscibles.
El fundamento de esta idea aparentemente paradójica es bas­
tante claro. Las cosas en sí son supuestamente incognoscibles
debido a que podemos conocerlas sólo por medio de ciertos
procesos que “colorean”, i.e., que afectan el conocimiento resul­
tante. Pero si conociéramos estos procesos lo suficientemente
bien como para entender con precisión cómo es que influyen
en su producto eventual, i.e., en nuestro conocimiento, podría­
mos, por así decirlo, sustraer de nuestro conocimiento dichas
influencias, y el resto nos diría lo que las cosas son en sí, en
cuanto éste no habría sido afectado por nuestros procesos de
búsqueda del conocimiento. De ahí que, para que las cosas en sí
sean incognoscibles, nuestros procesos de búsqueda del cono­
cimiento deben ser de igual manera incognoscibles en ciertos
aspectos.
Un ejemplo —o quizás más bien una analogía—que aquí pue­
de ser útil es el com parar nuestras actividades de búsqueda del
conocimiento y el sistema conceptual que ellas usan, con un
elaborado aparato de medición o de registro. Sus sensores de­
tectan los objetos reales, pero no los “vemos”; tenemos acceso
a éstos sólo a través del aparato. Nuestro conocimiento de la
realidad se reduce a lo que podemos afirm ar sobre ella con ba­
se en los registros de la “máquina" en nuestra periferia. Estos
no pueden atribuirse exclusivamente a los objetos situados en el
extremo receptor del aparato, sino que son influenciados por el
modo de operación del instrum ento mismo. Algunos registros
pueden incluso ser causados en su totalidad por la estructura
del aparato.
Podría parecer que no hay forma de eliminar esta influen­
cia de nuestra técnica de medición en sus resultados, siempre
y cuando nos comprometamos a usar únicamente ésta en nues­
tra búsqueda de conocimiento. Esto es paralelo a la pretendida
incognoscibilidad de las cosas consideradas en sí, i.e., indepen­
dientemente de nuestros procesos cognoscitivos. Sin embargo,
esta impresión es errónea. Al menos, podremos aproximarnos
gradualmente a la consecución de aquel objetivo al aprender
más sobre los principios de operación del aparato de medición.
Haciendo esto podemos extraer más información de sus lectu­
ras, al tener la posibilidad de distinguir qué vibraciones de sus
agujas reflejan meramente las resonancias de nuestra propia
máquina y cuáles se pueden rastrear hasta los objetos tocados
por los sensores del aparato en su lado oculto. Por ejemplo, po­
dríamos desechar por completo algunos registros meramente
aparentes. Al hacer esto podríamos, por decirlo así, sustraer del
conocimiento que p rim a facie versa sobre las cosas, la influencia
de nuestras propias herramientas. A hora bien, es precisamente
esta influencia la que supuestamente nos imposibilita conocer
las cosas como son en sí. De ahí que nuestras intuiciones en tor­
no a nuestros propios procesos de búsqueda del conocimiento
y sobre la parafernalia que utilizan nos permite obtener cono­
cimiento de las cosas en sí —al menos en el sentido de lograr
que lo que para nosotros p rim a facie cuente como conocimiento
refleje, como resultado de estas intuiciones, las cosas en sí más
confiablemente de lo que lo hacía con anterioridad.
Esta observación no sólo da un nuevo aspecto al crucial con­
cepto kantiano de lo trascendental, sino también a los usos que
le da el filósofo, los cuales abarcan gran parte de su pensamien­
to filosófico central.
Sin embargo, antes de examinar estas consecuencias de nues­
tra observación, debemos responder a un par de objeciones.
Primero, podría parecer que mi uso de la analogía del aparato
de medición sea un anacronismo típico del siglo veinte. (En rea­
lidad, Wittgenstein lo utiliza en su TractatiLS Logico-Philosophicus
2.1511-2.15121). Por lo tanto, no es irrelevante darse cuen­
ta (como me hizo recordar Charles Harvey) que esta misma
analogía fue utilizada antes de mí por Hegel,8 quien habla con
muchas palabras sobre nuestra cognición “como el instrumento
para asir el Absoluto” y considera la idea de que la incognosci-
bilidad del Absoluto (i.e., de las cosas en sí) “podría remediarse
familiarizándose con la m anera en que funciona el instrumen­
to" (traducción de A. V. Miller), justo como yo lo he hecho. (He
añadido las cursivas en las dos últimas citas.)
No puedo examinar aquí los usos que Hegel dio a la ana­
logía del instrumento. Contrariamente a lo que yo creía en un
principio (y que incluso mencioné en la prim era versión de este
artículo), Juha Manninen ha argumentado en forma convincen­
te que Hegel, en efecto, está de mi lado en contra de Kant.9

4. La paradoja del conocimiento semántico


Después de habernos desembarazado de estas objeciones, po­
demos regresar a las consecuencias de la paradoja de la argu­
mentación trascendental. Algunas de estas consecuencias se
pueden ver con mayor claridad si consideramos un caso parale­
lo que, de hecho, ha jugado un papel importante en la reciente
filosofía del lenguaje.10 Ahí, la incognoscibilidad de la realidad,
tal cual es, independientemente de nuestros procesos de bús­
queda del conocimiento, se convierte en la indescriptibilidad
de la realidad, independientemente de los procesos de articu­
lación y conceptualización, cuyos productos incorpora nuestro
lenguaje. En resumen, la incognoscibilidad de las cosas en sí
se transforma en una relatividad lingüística —o quizá más bien
en una relatividad paradigmática á la Thomas Kuhn. En efecto,
la diferencia entre nuestras actividades de búsqueda de cono­

8 Véase Phánomenologie des Geistes, Introducción a la parte I, sec. 73, pp. 3 -


5 de la edición de 1807; pp. 62-63 de la edición Hoffmeister, Félix Meiner,
Hamburgo, 1952.
9 V éasejuha Manninen, “Tietokyky mittauslaiteena” (en finés) en su libro
Dialektiihan ydin, Pohjoinen, Oulu, 1987.
10 Ver Jaakko Hintikka, “Wittgenstein’s Semantical Kantianism”, en Edgar
Morscher y Rudolf Stranzinger (comps.), Proceedings of the Fifth International
Witlgenstein Symposium, Hólder-Pichler-Tempsky, Viena, 1981, pp. 375-390.
cimiento y los juegos de lenguaje a los que nuestras palabras
deben su significado no siempre es muy grande. Por ejemplo,
los juegos de lenguaje de búsqueda y hallazgo, que vimos ante­
riorm ente y que dan significado a las palabras cuantificadoras
de nuestro lenguaje, se pueden considerar como actividades de
verificación y falsificación, i.e., como actividades de búsqueda
del conocimiento.
Lo que resulta aún más interesante es que la paradoja de co­
nocimiento trascendental se refleja, por el lado del lenguaje, en
la tesis de la inefabilidad de la semántica. Pues la semántica es
precisamente el estudio de aquellas relaciones que conectan a
nuestro lenguaje con el mundo y que son análogas a las activida­
des que vinculan nuestro conocimiento con sus objetos. Como
lo he mostrado en otra parte,11 el supuesto de la inefabilidad
de la semántica ha jugado un papel de suma importancia en la
filosofía contemporánea del lenguaje (aunque este papel no ha
sido reconocido en la literatura bajo el carácter de la comple­
ta inefabilidad de la semántica), y esta creencia ha afectado a
las respectivas teorías del lenguaje y la lógica en aspectos im­
portantes. En realidad, una parte considerable del interés que
hoy despierta la paradoja de la trascendentalidad se debe a su
gemelo semántico.
Es interesante notar que uno de los más declarados defen­
sores de la inefabilidad de la semántica, Ludwig Wittgenstein,
identificó su tesis con la de Kant de varias maneras. En Vermisch-
te Bemerkungen, p. 27, escribe:12

El límite del lenguaje se muestra a sí mismo en la imposibilidad de


describir el hecho que corresponde a una oración... sin repetir
esa misma oración.

11 Nota 10 arriba, y cf. también mi artículo: “Semantics: A Revolt Against


Frege”, en edición de Gl. Flóistad, ContempoTary Philosophy: A New Survey,
vol. 1, Martinus Nijhoff, La Haya, 1981, pp. 57-82.
12 Ludwig Wittgenstein, Vermisckte Bemerkungen, Suhrkamp, Frankfurt am
Main, 1977. Me alejo aquí de la traducción de Peter Winch (véase Ludwig
Wittgenstein, Culture and Valué de University o f Chicago Press, 1980, p. 10):
“Esto tiene que ver con la solución kantiana del problema de la filosofía”. Esto
es mucho más débil que la observación de Wittgenstein, no es que nos estemos
ocupando exactamente aquí de la solución de Kant, sino que tenemos la solución
kantiana aquí mismo.
Tratamos aquí de la solución kantiana al problema de la filo­
sofía.

En general, el concepto de Wittgenstein sobre los límites del


lenguaje tiene una analogía cercana con la idea de Kant sobre
los límites del conocimiento humano, que él incorpora en su
idea de las cosas en sí.

5. La inagotabilidad de las cosas en sí vs. su incognoscibilidad

Al principio, pudiera parecer que la paradoja del conocimiento


trascendental destruiría toda la empresa de filosofía trascen­
dental. El conocimiento al que está dirigido se tomó como
perteneciente a nuestras actividades de búsqueda del conoci­
miento y al sistema conceptual que utilizan, y se pensó que
su meta era establecer los límites de estas actividades, i.e., los
límites del empleo correcto de este sistema. Sin embargo, la
paradoja establece que esta tarea es posible sólo si el conoci­
miento trascendental es imposible. Por lo tanto, el program a
de la Transzendentalphilosophie parece ser autodestructivo. La
contraparte lingüística de esta conclusión, la imposibilidad de
la semántica como una empresa teórica seria, ha sido abrazada,
de hecho, po r algunos de los principales filósofos del lenguaje
aun cuando se oponía directamente a sus intereses en semántica
y a pesar de tener ideas elaboradas sobre semántica.
No obstante, esta conclusión es más pesimista que lo que
autoriza mi argumento. Incluso si el tipo de conocimiento tras­
cendental que nos permite aum entar nuestro conocimiento de
las cosas en sí fuese posible, no habría razón para creer que
fuera posible eliminar todas nuestras propias e inadvertidas con­
tribuciones a lo que prima facie cuenta como conocimiento, lo
que excluye el conocimiento directo de las cosas en sí. En con­
traparte, esta inagotabilidad proporciona un nicho legítimo a la
idea de conocimiento trascendental. No tenemos que negar la
posibilidad de dicho conocimiento para reconocer que nuestras
propias actividades de búsqueda del conocimiento contribuyen
a la estructura total de nuestro conocimiento e inclusive a la no
eliminabilidad de esas contribuciones. Sin embargo', debe re­
conocerse que la no eliminabilidad no se debe a ningún límite
intransgredible, sino que significa únicamente inagotabilidad.
Es una falacia pensar que estamos separados de las cosas como
son en realidad por medio de una inamovible e im penetrable
cortina de hierro.
Este es uno de los puntos donde las consecuencias de la fala­
cia de Kant de asignar a la percepción sensible un papel crucial
en todo el acopio de información provocó nuevos errores en
su filosofía; ya que fue esta falacia la que llevó a Kant a pen­
sar en los límites de la experiencia posible como tales límites
ineludibles de nuestro conocimiento en general. Esto, a su vez,
dio origen a una forma fuerte de la paradoja del conocimiento
trascendental en la filosofía de Kant. Expresemos esta idea en
términos de mi analogía del aparato de medición: saber que
existe un límite absoluto a lo que el instrumento puede hacer es
poseer conocimiento del mismo tipo que presumiblemente nos
perm itirá traspasar ese límite. Cambiemos la metáfora: para
fijar un límite de lo que podemos conocer, debemos saber qué
hay en el otro lado del límite. Si no podemos hacer lo último,
tampoco podemos hacer lo primero.
Es interesante ver que el mismo giro que estoy tratando de
dar al concepto de lo trascendente —viz. remplazar su incognos­
cibilidad por su inagotabilidad—le fue dado con anterioridad
por Edmund Husserl. Para él la trascendencia de los objetos
significa que nosotros no podemos ni siquiera conocerlos ade­
cuadamente, es decir, en su totalidad.13 Husserl destaca muy
acertadamente que bajo este concepto lo que es trascendente
puede todavía en principio ser alcanzado en la experiencia.14
No es sorprendente que, en vista de este problema (la para­
doja del conocimiento trascendental), Kant no tuviese claridad
respecto al contraste, trascendental vs. trascendente. Si trata­
mos de fyar límites “trascendentales” absolutos al conocimiento
legítimo, nos encontraremos ipso fado traspasándolos y diri­
giéndonos hacia los campos trascendentes donde los ángeles
kantianos temen posar el pie. Sin embargo, me parece que en las

ls Véase su Ideen zu einer reinen Phánomenologie und phánomenologischen


Philosophie, Halle, 1913, Sec. 144, p. 298 del original y cf. Sec. 149, p. 311 del
original.
14 Op. cit., Sec. 45, p. 84 del original y Sec. 47, pp. 88-89.
formulaciones más afortunadas de su propia idea de las cosas en
sí, Kant de hecho sí las trató como un límite asintótico inalcan­
zable más que como un límite fijo; pero no puedo argumentar
aquí adecuadamente a favor de esta cuestión exegética. En fi­
losofía del lenguaje, esta interpretación equivale a afirm ar que
la semántica es inagotable más que inefable. Sin embargo, este
punto de vista no ha sido estudiado en filosofía del lenguaje en
relación con su linaje kantiano; aun cuando es de muchas mane­
ras un punto de vista más realista que la extrema desconfianza
wittgensteiniana y quineana sobre la semántica explícita (la teo­
ría de modelos). Esta propuesta también da una respuesta a la
usual objeción formulada inicialmente por Bertrand Russell en
su introducción al Tractatus de Wittgenstein,15 para oponerse a
la contraparte semántica de la posición trascendental de Kant,
viz. a la tesis de la inefabilidad de la semántica. Esta objeción
supuestamente consiste en sacarle la vuelta al problema propo­
niéndonos formular la semántica de nuestro lenguaje dado (el
lenguaje objeto) en otro (el metalenguaje). La respuesta es que
el lenguaje objeto no puede ser la totalidad de nuestro lenguaje.
En efecto, podemos poner al servicio de esta respuesta los bien
conocidos resultados, obtenidos por Tarski, que muestran que
el metalenguaje debe ser más fuerte que el lenguaje objeto pa­
ra que la semántica (la definición de verdad) del último pueda
formularse en el prim ero.16

6. La inseparabilidad del conocimiento conceptual y objetual

Mi interpretación de las cosas en sí como metas inalcanzables


más que como algo escondido tras un velo im penetrable (y la
correspondiente interpretación del conocimiento trascenden­
tal) tampoco resulta en una teoría filosófica diluida; por el
contrario, la paradoja del conocimiento trascendente está estre­
chamente relacionada con una conclusión sumamente notable.
15 Bertrand Russell, “Introduction” en Ludwig Wittgenstein, Tractatus Lo-
gico-Philosophicus, Kegan Paul, Londres, 1922.
16 Cf. Alfred Tarski, "Einige m ethodologishe Untersuchungen über die
Definierbarkeit der Begriffe”, Erkenntnis 5 (1935-36), pp. 80-100; traducción
al inglés: Alfred Tarski, Logic, Semantics, Metamathematics, C laiendon Press,
Oxford, 1956, pp. 296-319.
Esto puede verse, una vez más, con mi analogía del instrum en­
to. ¿Cómo hemos de clasificar el conocimiento que nos permite
desechar información p rim a facie irrelevante sobre la realidad
“medida” por nuestro aparato? ¿Este conocimiento versa sobre
nuestras actividades de búsqueda del conocimiento o sobe obje­
tos? De entrada, parece no haber problema. Tal conocimiento
versa —¿o no lo dije así?— sobre nuestro instrumento de me­
dición nocional. Sin embargo, también nos permite aumentar
nuestro conocimiento de la realidad que los sensores de nues­
tro instrumento tocan. En este respecto, está en el mismo pie
que el conocimiento ordinario sobre la realidad y puede, en
principio, ser tan útil, práctico y, por otra parte, realista co­
mo el conocimiento fáctico normal sobre los objetos comunes
de conocimiento. Ahora bien, ¿a qué se refiere “realmente”,
a nuestras propias actividades y conceptos o a la realidad? La
respuesta correcta es que aquí no hay una sola respuesta correc­
ta. La forma correcta de ver la situación es percatarse de una
consecuencia sumamente importante del punto de vista trascen­
dental que he ilustrado por medio de la analogía del aparato
de medición. Hay un área donde e l conocimiento sobre nuestro
propio sistem a conceptual (y de las actividades en que él se basa)
es inseparable del conocimiento sobre e l mundo. Esta es una de las
conclusiones más importantes a que nos conduce el punto de
vista trascendental, despojado de sus errores.
Desde una posición adecuadamente ventajosa, esta insepa­
rabilidad del conocimiento conceptual y objetual (como la lla­
maré) es, por supuesto, virtualmente una reformulación de la
paradoja del conocimiento trascendental discutida con ante­
rioridad en la sección 4; pues, ¿a qué se debe que las cosas
en sí sean cognoscibles sólo si nuestros procesos de búsque­
da del conocimiento son incognoscibles? La razón es que el
conocimiento acerca de los segundos puede llevar a un conoci­
miento sobre las primeras; pero dicho conocimiento debe tener
no sólo un componente conceptual sino también uno objetual
si es que ha de amenazar la supuesta incognoscibilidad de las
cosas en sí. Además, la inagotabilidad de las cosas en sí discu­
tida con anterioridad, está estrechamente relacionada con una
forma especial de inextricabilidad mutua del conocimiento con­
ceptual y objetual. Incluso si pensamos que el conocimiento
límite (conocimiento que prima facie puede considerarse que
se refiere, bien a nuestros conceptos y actividades conceptua­
les, bien a objetos) es de naturaleza conceptual, aun entonces
la inagotabilidad viene a ser alguna forma diferente de insepa­
rabilidad. Ello significa ahora que el conocimiento conceptual
recientemente redefinido (conocimiento conceptual que inclu­
ye el conocimiento ambiguo recién mencionado) no puede ser
separado por completo del conocimiento no ambiguamente
objetual (fáctico). A continuación consideraré ambas formas
de inseparabilidad. Aun cuando la inseparabilidad del cono­
cimiento conceptual y objetual no ha recibido la atención que
merece, no ha permanecido del todo ignorada por los filósofos.
Quizá pueda verse una reflexión inconsciente sobre ella en la
dificultad de Kant para mantener el conocimiento trascenden­
tal y el conocimiento trascendente separados el uno del otro.
La conclusión a la que hemos llegado dice precisamente que
no se puede separar a los dos por completo. Como sucede tan
a menudo en filosofía, la confusión terminológica expresa aquí
un problema subyacente.
La inseparabilidad de “lo dado” respecto de los supuestos a
priori de hechura nuestra, fue uno de los principios centrales
de ese notable trabajo kantiano de la filosofía de principios del
siglo veinte, Mind and the World Order de C. I. Lewis.1*7 Obsérve­
se, por ejemplo, la aseveración de Lewis en la p. 58 en el sentido
de que “lo que es dado (dado en parte) es el objeto real, pero el
qué de este objeto incluye su interpretación categórica; el obje­
to real, en cuanto conocido, es una construcción puesta sobre
esta experiencia de él, e incluye mucho que no es... dado en la
presentación”.
Lo que es más importante, nuestro discernimiento sobre la
inseparabilidad del conocimiento conceptual y objetual coloca
bajo una nueva y dramática luz el enigma de la noción kantiana
del conocimiento trascendental que surgió en la obra citada (ver
más arriba, nota 2, sec. 1). A hora podemos ver que las confusas
y, tal vez, hasta contradictorias aseveraciones de Kant acerca
de aquello sobre lo que versa el conocimiento trascendental,
pueden ser parcialmente justificadas. Esencialmente, él puede

17 Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1929.


tener razón en llamar algunas veces conceptual al conocimiento
trascendental (sobre nuestro propio modo de conocimiento),
mientras otras veces lo trata como objetual, puesto que, de todas
maneras, no se puede trazar una línea definida entre los dos.
Este es un ejemplo interesante de cómo aun las confusiones
aparentes de un gran filósofo pueden revestir un interés más
profundo, bajo un examen atento de la situación conceptual
subyacente.

7. La lógica como una disciplina trascendental

La inseparabilidad del conocimiento conceptual y objetual tie­


ne una clara manifestación en los precisos lenguajes de los ló­
gicos.18 Una m anera en que se puede pensar que operan los
lenguajes de prim er orden es la siguiente: cada oración O nos
presenta un conjunto de pares de alternativas mutuamente ex-
cluyentes y colectivamente exhaustivas sobre el mundo, y dice
que una de ellas, de hecho, se realiza de tal modo que otras
alternativas quedan excluidas. Conforme más alternativas tales
sean excluidas de esta m anera por nuestro conocimiento, más
sabemos, en el sentido sumamente realista de que en adelante
podremos omitir toda consideración de las alternativas exclui­
das.
No obstante, resulta que algunas de las alternativas admitidas
por O pueden ser tan sólo aparentes, no susceptibles de actuali­
zarse en el m undo real. Esta inconsistencia se debe a su estruc­
tura. Sin embargo, puede no ser aparente primafacie, y mientras
yo no me percate de que una alternativa aparente no puede ser
realizada, tengo que prestarle la misma atención (inclusive en
el nivel de preparaciones prácticas) que a las reales.19 Por lo
tanto, la eliminación de una alternativa meramente aparente
aumenta nuestro conocimiento sobre los objetos en un senti­
do muy real. Aun así, se puede tomar como un conocimiento
meramente conceptual. En efecto, todo nuestro conocimiento

18 Cf. aquí Jaakko Hintikka, “Information, Deduction, and the a priori”, en


Logic, Language-Games, and Information (nota 3, arriba).
19 Cf- Jaakko Hintikka, “Impossible Possible Worlds Vindicated”, en Saari-
nen (comp.), nota 5, arriba.
lógico consiste en la eliminación de algunas de tales posibilida­
des meramente aparentes. En consecuencia, él pertenece por
completo a la región de la penum bra en la que de entrada no
se puede señalar una diferencia exacta entre el conocimiento
conceptual y el objetual, y donde ésta nunca se podrá marcar
de una vez por todas. Por lo tanto, la lógica nos ofrece un vivido
ejemplo del tipo de conocimiento que un Kant redivivo estaría
forzado a clasificar como conocimiento trascendental.
Nótese cuán cerca nos encontramos aquí de la analogía del
“instrumento de medición” empleada antes en la sección 3. Por
ejemplo, descartar una alternativa meramente aparente es co­
mo eliminar una de las falsas lecturas del aparato de medición,
en cuanto debidas solamente a su propio modo de operación.
En efecto, podemos pensar en la inevitable presencia de alter­
nativas falsas en mucha de la información transmitida, recibida
y almacenada mediante oraciones de prim er orden como el re­
sultado inevitable de confiar en ese instrumento de búsqueda
del conocimiento que se conoce como lógica de prim er orden
(y que se debe interpretar como basado en los juegos del len­
guaje de búsqueda y hallazgo mencionados con anterioridad
en la sección 1). Las alternativas falsas son, p o r así decirlo, las
resonancias internas de este instrumento particular.
Sin embargo, la analogía del instrumento de medición nos
acercará aún más a ciertos desarrollos recientes de la lógica. Las
posibilidades meramente aparentes, cuyo descubrimiento y eli­
minación ya hemos discutido, se pueden interpretar como los
modelos de urna de Rantala mencionados con anterioridad en la
sección 4. Como tales, no son tan sólo sombras ficticias, ilusio­
nes completamente irrealizables. De hecho, se pueden realizar
si resulta que nuestras actividades de búsqueda del conocimien­
to (“juegos de lenguaje de búsqueda y hallazgo”) son capaces
de afectar la realidad, la que en cierto modo puede modificarse
entre uno y otro paso sucesivos, en nuestros “juegos de explora­
ción del m undo”. Al eliminar ciertas posibilidades “aparentes”
estamos, por ende, descartando en efecto ciertas formas en las
que nuestras actividades de búsqueda del conocimiento pue­
den afectar la realidad que procuramos conocer. Este hecho
muestra de m anera especialmente impresionante la conexión
tan cercana que hay entre la lógica contemporánea y la idea de
Kant del conocimiento trascendental.
Al mismo tiempo, tenemos aquí una excelente ilustración
de la inextricabilidad del conocimiento conceptual y objetual.
El eliminar una alternativa meramente aparente (un modelo
de urna) puede aum entar nuestro conocimiento en un sentido
muy realista, liberándonos, tal vez, hasta de la carga de pre­
paraciones concretas. Al mismo tiempo, el conocimiento así
obtenido es conceptual y en el mismo sentido versa “sobre”
nuestro propio sistema conceptual (nuestros juegos de lengua­
je de búsqueda y hallazgo).
Además, estas dos clases de conocimiento son inseparables
también en un sentido más amplio. Es el segundo sentido de
inseparabilidad mencionado antes en esta sección. Las posi­
bilidades meramente aparentes y las reales son efectivamente
(recursivamente) inseparables. Esto significa que no existe una
forma mecánica de eliminar todas las alternativas meramente
aparentes. Sin im portar cuántas de ellas hayamos sido capaces
de descubrir y descartar, típicamente queda cierta incertidum-
bre en cuanto a si las alternativas remanentes son todas “reales”.
Esta es, de hecho, la esencia de la indecibilidad de la lógica de
prim er orden. Este famoso resultado cobra así un significado
trascendental sorprendente, que destaca un caso especial de
la inseparabilidad del conocimiento conceptual y objetual. No
creo que sea una exageración ilegítima afirm ar que este resul­
tado es una vindicación parcial, mas no obstante, notable, de
las ideas de Kant acerca del conocimiento trascendental.
Podemos puntualizar su papel kantiano mucho más de cerca.
Es la inseparabilidad del conocimiento conceptual y objetual lo
que causa el residuo inevitable donde estos dos tipos de co­
nocimiento se entrelazan y cuya eliminabilidad es lo que Kant
destacó mediante su idea de las cosas en sí. De esta manera,
el resultado de la inseparabilidad efectiva en el caso especial
del discurso de prim er orden, establecido por el teorema de la
irresolubilidad de Church, vindica las cosas en sí en esta área.
Si fuese correcto reificar las cosas en sí en la forma que Kant lo
hizo (aunque no lo es), podríamos ir aun más allá y decir que
Church probó la existencia de las cosas en sí para los lenguajes
de prim er orden.
En vista de mi anterior examen de la paradoja de la trascen-
dentalidad, no debe extrañar que esta versión desmitificada de
la idea de Kant sobre la trascendentalidad no entrañe el colocar
una cortina de hierro entre nosotros y los objetos considerados
en sí, Le., considerados de otro modo que como objetos poten­
ciales de búsqueda y hallazgo. En este esquema el conocimiento
trascendente no es conocimiento oculto; es tan sólo el inalcan­
zable límite final de nuestro conocimiento trascendental. Los
objetos en sí son objetos nouménicos de pensamiento mas no de
percepción; son meramente objetos normales de conocimiento,
considerados en abstracción de nuestras actividades de búsque­
da del conocimiento —o lo son al menos algunos de ellos, si
preferimos relativizar el concepto de Dinge an sich. Por ejem­
plo, si las actividades en cuestión son los juegos de lenguaje
sobre los que descansa la lógica de prim er orden, las cosas en
sí no son sino las entidades individuales ordinarias con que tra­
baja el lógico, antilógicamente consideradas en abstracción de
los juegos de lenguaje de búsqueda y hallazgo (en cuanto se
supone que todos estos juegos se han realizado ad infinitum).
Los prospectos del conocimiento y la argumentación tras­
cendentales son, por consiguiente, virtualmente ilimitados en
nuestro propio trabajo filosófico contemporáneo. El elemento
trascendental en el pensamiento contemporáneo no está res­
tringido, tampoco, a los tipos de discusión que se identifican
explícitamente como metafísica descriptiva o filosofía trascen­
dental. He tratado de ilustrar aquí el notable hecho de que hay
intuiciones trascendentales ya incluidas en la filosofía contem­
poránea de la lógica y en la filosofía del lenguaje. Constituye
una triste observación sobre la creciente departamentalización
de los estudios de filosofía el que este elemento trascendental en
algunas de la mejores filosofías lógicas y analíticas de nuestros
tiempos no se reconozca como tal. Yo me aventuraría a conje­
turar que los casos paradigmáticos más claros e ilustrativos de
la argumentación trascendental se hallarán en esa dirección.
(Considérese, por ejemplo, el papel que la semántica de teoría
de juegos y la indecibilidad de la lógica de prim er orden des­
em peñaron en la discusión anterior.)

[Traducción de Alicia Herrera Ibáñez]


EXPERIENCIA INTERNA, OBJETOS EXTERNOS
Y RELACIONES TEMPORALES
ANTHONY BRUECKNER

I
En la Crítica de la Razón Pura Kant intenta formular una refu­
tación clara de un escepticismo cartesiano extremo acerca del
conocimiento de la existencia de los objetos físicos. Según este
punto de vista escéptico, uno no puede saber si existen obje­
tos físicos, ya que no se pueden descartar algunas posibilidades
que, de ser el caso, implicarían que no hay objetos físicos. Pues­
to que uno no puede saber que una posibilidad tal como la del
genio maligno cartesiano no es el caso, no se tiene el derecho
de pretender que se conoce la verdad de las proposiciones acer­
ca de objetos físicos que serían falsas si tal posibilidad si fuera
el caso. El objetivo general de Kant es proporcionarnos una
refutación interna de dicho punto de vista, esto es, una refuta­
ción que tome como punto de partida una premisa que forme
parte de la posición escéptica, o que el escéptico acepte. La
premisa crucial sería que uno es el sujeto de una experiencia
autoconsciente. Un examen de las condiciones de posibilidad
de la experiencia autoconsciente produciría el resultado de que
la existencia de los objetos físicos es una de tales condiciones.
Por lo tanto, la falsedad de la afirmación del escéptico de que
no conocemos la existencia de los objetos físicos se seguiría de

* Originalmente “Transcendental Arguments I”, en Noús 1983, Vol. 17,


N o. 4, pp. 551-575. Traducido con el perm iso del autor y de Noús. (Las notas
—salvo cuatro de ellas, seleccionadas por el autor—han sido suprimidas. [Af, de
la Comp.])
su reconocimiento de que él es un experimentador autocons-
ciente.
Un tipo de posición escéptica más débil, con respectó al cono­
cimiento de los objetos fisicos, es la sugerida por el argumento
del sueño de Descartes. En dicha posición, se concedería que
uno puede saber que hay objetos físicos, pero se argumentaría
que uno no puede saber si alguna de las creencias propias sobre
los objetos físicos particulares con los que uno aparentemente se
topa, es de hecho verdadera. Esta posición escéptica podría ser
sostenida de la siguiente manera: uno no puede desechar la po­
sibilidad de que la experiencia propia presente sea meramente
una experiencia de sueño. Si uno está soñando, entonces la ex­
periencia propia presente no es una experiencia de vigilia. Uno
no puede, entonces, sostener que sabe que está despierto. De
esto parece seguirse que uno no tiene derecho de afirm ar que
sabe que la propia experiencia presente de los objetos físicos
es verídica. En otras palabras, parecería que se sigue que uno
no tiene derecho de afirm ar que conoce proposiciones sobre
los objetos físicos particulares que aparentemente constituyen
el entorno propio inmediato.
Podría parecer que la posición escéptica débil recién descrita
es inconsistente, ya que si uno nunca tiene derecho a pretender
conocer la veracidad de la propia experiencia presente en tanto
que experiencia de objetos físicos, entonces ¿cómo podría uno
alguna vez tener derecho a pretender saber en general que hay
objetos físicos? Aun así, contemplar esta concebible posición
escéptica muestra algo bastante interesante sobre las limitacio­
nes de la empresa antiescéptica de Kant. Está claro que si uno
demuestra la existencia de los objetos físicos, y por tanto refu­
ta al escepticismo cartesiano extremo anteriormente discutido,
no se ha validado con ello ninguna pretensión de conocimiento
sobre los objetos físicos particulares como, por ejemplo, mi pre­
tensión de saber que estoy ahora golpeando las teclas de una
máquina de escribir. En otras palabras, la posición escéptica
débil no se vería afectada por una refutación del escepticismo
cartesiano extremo.
Ahora bien, el programa de Kant era demostrar la existen­
cia de objetos físicos de cierta índole general. En la Deducción
Trascendental Kant quería dem ostrar que hay objetos a los que
son aplicables las categorías. Las categorías (esquematizadas) son
conceptos a p rio ri tales como substancia y causa. Una demostra­
ción de lo que Kant llama la valid ez objetiva de las categorías
nos diría algo acerca de la índole de los objetos físicos cuya
existencia se piensa que era con ello demostrada, a saber, que
son substancias causalmente relacionadas.1 Pero tal prueba no
certifica ninguna pretensión de conocimiento sobre las substan­
cias particulares causalmente relacionadas en el entorno propio
inmediato. La Refutación del Idealismo de Kant intenta demos­
trar que hay objetos perm anentem ente existentes localizados en el
espacio. Una ve^ más, este argumento refutaría al escepticismo
cartesiano extremo; pero no le aportaría a uno ningún cono­
cimiento acerca de los objetos permanentes localizados en el
espacio físico cercano.
Un argum ento trascendental kantian o es un argumento que pre­
tende dem ostrar que la existencia de los objetos físicos de cierta
índole general es una condición de posibilidad de la experien­
cia autoconsciente. Tanto la Deducción Trascendental como la
Refutación del Idealismo satisfacen esta caracterización. Pero
hemos visto que incluso un argumento trascendental kantia­
no exitoso sería un tanto decepcionante. Aunque semejante
argumento refutara al escepticismo cartesiano extremo sobre
la existencia misma de los objetos físicos, no certificaría nin­
guna de las propias pretensiones de conocer hechos sobre los
objetos físicos particulares: no refutaría la posición escéptica
mas débil que he delineado. Sin embargo, está claro que sería
de gran interés que se pudiera dem ostrar que la existencia de
los objetos físicos es una condición de posibilidad de la expe­
riencia autoconsciente. Por consiguiente, me gustaría investigar
algunos problemas que circundan la construcción de los argu­
mentos trascendentales kantianos.

1 Uno podría preguntarse cómo Kant puede demostrar que si las catego­
rías son aplicables necesariamente a la experiencia (de seres como nosotros), se
sigue que hay objetosfísicos que instancian dichas categorías. De m odo que uno
podría preguntarse si la Deducción estaba destinada a ser suficiente para de­
mostrar que hay objetos. Podría parecer verosímil, entonces, que la intención
de Kant fuera probar- un resultado sobre el carácter de nuestra experiencia, el
cual tiene que ser combinado (éi lo reconocería) con alguna premisa adicional
con el fin de producir la conclusión de que hay objetos.
El presente trabajo se divide en dos partes. En la prim era
parte examinaré una reconstrucción de la estrategia antiescép­
tica de Kant que se centra en la Deducción Trascendental. Esta
reconstrucción se debe a P. F. Strawson y a Richard Rorty ([12],
[6]). En la segunda parte examinaré un tipo alternativo de re­
construcción que, a diferencia de la de Strawson y Rorty, subra­
ya el papel que juegan las consideraciones temporales en los
argumentos trascendentales kantianos. (Tales consideraciones
son más claramente cruciales para la Refutación del Idealismo
que para la Deducción Trascendental.) El tipo de reconstruc­
ción discutida en la segunda parte emplea lo que se podría
llamar una interpretación amplia de la autoconciencia, según la
cual la autoconciencia de alguna m anera supone el conocimien­
to de experiencias temporalmente diversas. La reconstrucción
de Strawson-Rorty que discuto en la prim era parte evade en la
práctica tal interpretación.
Strawson y Rorty no pretenden ofrecer una interpretación
correcta de Kant. Más bien sostienen que han puesto al descu­
bierto el mejor argumento antiescéptico que se podría esperar
extraer de los desconcertantes detalles del texto kantiano. Así
que no intentaré evaluar su trabajo en lo que respecta a la exac­
titud de su exégesis kantiana. Mi crítica a Strawson y a Rorty es
que su estrategia reconstructiva viola uno de los dos im portan­
tes principios restrictivos de la formulación de los argumentos
trascendentales kantianos:
(1) El argumento tiene que evitar caer en el fenomenalismo.
(2) El argumento tiene que evitar caer en el verificacionismo.
Aunque hay fuertes tendencias fenomenalistas y verificacionis-
tas en la Critica, yo sostendría que los argumentos trascenden­
tales de Kant están encaminados a ofrecer una respuesta al
escéptico que difiera de las dos respuestas que pueden ser re­
cuperadas a partir de las posiciones que trato de evitar.2 Fue
bastante sensato por parte de Kant proponerse esto, ya que si
la validez del argumento trascendental kantiano dependiera de

2 Yo argumentaría esto por lo m enos en el caso de la Refutación del


Idealismo. El caso de la D educción Trascendental es mucho m enos claro (ver
la nota 1). N o trataré de resolver aquí estos asuntos de interpretación kantiana.
la adopción de uno de los dos puntos de vista en cuestión, en­
tonces el argumento resultaría superfluo. El fenomenalismo y
el verificacionismo nos proporcionan cada uno una respuesta
directa al escepticismo cartesiano extremo, así que si alguno
de estos puntos de vista fuera necesario para complementar
un argumento trascendental, esto significaría que el argum en­
to simplemente se ha reducido a un fenomenalismo o a un
verificacionismo. No discutiré el sentido en que el fenomenalis­
mo podría ofrecer una respuesta directa al escepticismo. Pero,
en lo que sigue, explicaré con algún detalle qué peso tienen
las diversas clases de verificacionismo en la refutación del es­
cepticismo. O tra motivación que se encuentra detrás de los
principios restrictivos antes mencionados es que los puntos de
vista en cuestión no son especialmente verosímiles. Así que es
deseable que una estrategia antiescéptica evite comprometerse
con ellos.
Sostendré que la clase de argumento antiescéptico de Sti aw-
son-Rorty viola el principio restrictivo en lo que concierne al
verificacionismo y examinaré cuál es, en efecto, la réplica de
Rorty a esta crítica. Barry Stroud ha denunciado que una amplia
variedad de argumentos contemporáneos que han sido deno­
minados ‘trascendentales’, así como los propios argumentos
trascendentales de Kant, tienen inevitablemente que caer en
el verificacionismo. Pero Stroud no discute la reconstrucción
Strawson-Rorty de Kant. Argumentaré, entonces, que el cargo
de Stroud es verdadero respecto de esta reconstrucción. Antes
de dar contenido a esta afirmación, haré un breve recuento de
algunos de los principales alegatos del bien conocido artículo
de Stroud [14].
Stroud muestra cómo un argumento particular de Strawson
[13] y otro de Shoemaker [11] requieren, para su validez, de la
adopción del verificacionismo. Pero una crítica general de los
argumentos trascendentales exige una caracterización general
de qué es lo que hace que un argumento sea trascendental. Con­
secuentemente, Stroud ofrece una explicación de cómo, desde
su punto de vista, tiene que estructurarse el mejor argumen­
to trascendental posible; y entonces sostiene que esa clase de
argumento todavía requiere presuponer el verificacionismo pa­
ra tener éxito. Según la caracterización preliminar de Stroud,
un argumento trascendental es el que pretende dem ostrar que
la falsedad de un determinado alegato escéptico es una con­
dición necesaria de la significatividad de las oraciones usadas
para expresar dicho alegato. Pero un escéptico podría evadir­
se de semejante argumento si estuviera dispuesto a tomar la
medida extrema de negar la significatividad de la oraciones
que aparentemente expresan las proposiciones genuinas de las
que él parecía estar dudando (por ejemplo, la proposición apa­
rentemente genuina de que hay objetos físicos). Con el fin de
anticipar esta jugada extrema, Stroud propondrá que los argu­
mentos trascendentales atañen a las condiciones de posibilidad
de cualquier discurso significativo, más que a las condiciones
de la significatividad de una clase restringida de oraciones (por
ejemplo, las que se refieren a objetos físicos). Se dirá de cual­
quier proposición cuya verdad sea una condición del tipo re­
querido que es un miembro de la clase privilegiada.
Aunque se sostiene que la clase privilegiada es una clase de
proposiciones, no es de ninguna manera indispensable para la
discusión de Stroud que las proposiciones sean caracterizadas
como entidades abstractas no lingüísticas. La idea central de la
estrategia de la clase privilegiada de Stroud es que algunas ver­
dades interesantes se siguen del hecho de que hay un lenguaje
—del hecho de que hay oraciones significativas. Así que todo
lo que se necesita es alguna clase de portador de la verdad.
Además, si hay o no pensamientos que sean inexpresables en el
lenguaje, es otro complejo tema que es estrictamente indepen­
diente de la discusión de Stroud. Esto es porque la estrategia de
la clase privilegiada parte del supuesto, que incluso un escéptico
aceptaría, de que algunos de sus pensamientos son expresables
en oraciones significativas. Es este supuesto el que se piensa
que implica la verdad de las cosas que el escéptico pretende no
saber. Usemos el habla proposicional por conveniencia y supon­
gamos que la proposición S es objeto de las dudas escépticas.
Si se pudiera dem ostrar que S es un miembro de la clase privi­
legiada, entonces su verdad se seguiría de la existencia de una
u otra oración significativa. Si el escéptico decidiera negar la
significatividad de la oración que aparentemente usa para ex­
presar S (si decidiera negar que hay una proposición S genuina
expresada por la oración en cuestión), la verdad de S todavía
se seguiría del reconocimiento del escéptico de que algunas de
las oraciones que él ‘pronuncia’ (o piensa) son significativas,
tal como la oración que él usa para negar la significatividad en
cuesdón. Se podría decir que la estrategia de la clase privilegia­
da trabaja reduciendo al escéptico al silencio, esto es, al silencio
tanto del pensamiento como del habla.
Stroud es pesimista acerca de las perspectivas de encontrar
mi argumento exitoso de la clase deseada. Piensa que el escépti­
co siempre está en libertad de sostener que tenemos meramente
que creer que S, o que meramente nos tiene que parecer exacta­
mente que S, para que el discurso significativo sea posible. Por
lo tanto, con el fin de dem ostrar que podemos saber que S es
verdadero, el argum entador trascendental tendría que insistir
en que “no es posible que algo tenga sentido a menos que nos
sea posible establecer si... S es verdadera” ([14]: 255, ver su­
pra, p. 111). Esto quiere decir que “las condiciones de que algo
tenga sentido tendrían que ser lo suficientemente fuertes para
incluir no sólo nuestras creencias acerca de lo que es el caso,
sino también la posibilidad de que sepamos si esas creencias
son verdaderas” ([14]: 255, ver supra, p. 111). Pero ésta sería
una explicación verificacionista de las condiciones necesarias
para que haya lenguaje. Más aún, si el principio verificacionista
exigido se asumiera como verdadero en respuesta a la jugada
del escéptico, entonces, según Stroud, esto haría superflua la
demostración de que S es un miembro de la clase privilegiada.
Stroud no justifica explícitamente el cargo de superfluidad en el
presente caso, pero muy probablemente procedería como sigue.
Si suponemos que sólo hay discurso significativo si podemos sa­
ber si S es o no verdadera (y eso, según Stroud, es el principio
verificacionista requerido), entonces tendremos una respuesta
directa para cualquier escéptico que tome S como una propo­
sición genuinamente coherente, pero que niegue que podamos
saber si es o no verdadera. Ya no necesitaríamos dem ostrar que
la verdad de S es una condición de posibilidad del discurso sig­
nificativo. Es decir, que ya no necesitaríamos dem ostrar que S
es un miembro de la clase privilegiada, lo cual era la meta del
argumento trascendental.
Podemos ver que la crítica general de Stroud a los argumen­
tos trascendentales se lleva a cabo en un nivel de abstracción
sumamente alto. La cuestión crucial concierne a la legitimidad
de la jugada escéptica que, según Stroud, sólo puede ser blo­
queada por medio de la adopción del verificacionismo. Stroud
parece pensar que una condición de posibilidad del discurso
significativo sólo podría versar sobre algún aspecto de la reali­
dad dependiente de la mente; por ejemplo, las creencias que la
gente tiene que tener para que algo tenga sentido. Esta parece
ser la razón por la cual sostiene que frente a cualquier presunto
miembro de la clase privilegiada S (por ejemplo, la proposición
de que hay objetos físicos), el escéptico siempre está en libertad
de sostener que para que el lenguaje sea posible es suficien­
te meramente que creamos que S. Pero Stroud no hace ningún
intento de justificar su intuición sobre la naturaleza de las con­
diciones de posibilidad del lenguaje. Más aún, si Stroud está
meramente asumiendo que una condición de posibilidad del
lenguaje tiene que incumbir a la realidad dependiente de la men­
te, entonces ha cometido petición de principio en cuanto a que
un argumento trascendental de la clase deseada podría tener
éxito en dem ostrar un resultado como el de que la existencia
de los objetos físicos es una condición de posibilidad del len­
guaje. De modo que está lejos de ser claro que el escéptico esté
en libertad de hacer la jugada clave en cuestión. Por lo tanto,
está lejos de ser claro que se requiera del verificacionismo con
el objeto de complementar la estrategia de la clase privilegiada
propuesta por Stroud.
¿Cómo se aplica la crítica de Stroud a los argumentos trascen­
dentales kantianos? El sugiere que el program a antiescéptico de
Kant es vulnerable al cargo general de que tiene que presuponer­
se el verificacionismo con el objeto de complementar cualquier
argumento trascendental. Pero los argumentos trascendenta­
les kantianos se ocupan de las condiciones de posibilidad de la
experiencia autoconsciente, mientras que la clase de argumento
trascendental que fue objeto de la crítica de Stroud se ocupa de
las condiciones de posibilidad del discurso significativo. A hora
bien, pretender que una proposición particular S tiene que ser
cognoscible a fin de que pueda haber un discurso significativo,
equivale a comprometerse con una clase de verificacionismo.
Pero suponer que S tiene que ser cognoscible para que haya
experiencia autoconsciente no equivale a comprometerse de
m anera obvia con ninguna clase de verificacionismo, ya que
la suposición en cuestión no vincula significatividad y conoci­
miento. El sello de un verificacionismo es precisamente foijar
una vinculación semejante, la que lo autoriza a uno a argumen­
tar, a partir de la existencia del lenguaje, hacia alguna clase de
conclusión sobre la verdad de la realidad que es aparentemente
descrita por el lenguaje. Si la significatividad de una oración
garantiza, digamos, la disponibilidad de alguna clase de conoci­
miento relativo al asunto manifiesto de dicha oración, entonces
podemos llegar a una conclusión acerca de la existencia de las
verdades que son cognoscibles acerca de ese asunto.
Así que Stroud no ha ofrecido una argumentación sólida en
favor del cargo general de que los argumentos trascendentales
caen en el verificacionismo. Sin embargo, argumentaré que la
intuición de Stroud sobre los argumentos trascendentales es co­
rroborada, particularmente en el caso de la reconstrucción de
Strawson-Rorty de la estrategia antiescéptica de Kant.


En [12] Strawson intenta extraer un argumento ‘analítico’ sub­
yacente en la Deducción Trascendental. El objetivo expreso de
Strawson es dem ostrar que “la experiencia necesariamente in­
cluye el conocimiento de objetos” en un “sentido fuerte” en el
cual lo siguiente es verdadero: “saber algo sobre un objeto, por
ejemplo, que cae bajo tal y cual concepto general, es saber algo
que se sostiene independientemente de la ocurrencia de cual­
quier estado de conciencia particular, independientemente de
la ocurrencia de cualquier experiencia particular de concien­
cia de que el objeto cae bajo el concepto en cuestión” ([12]:
73). Mostrar esto sería mostrar que si uno tiene experiencia,
entonces necesariamente tiene uno conocimiento de objetos
independientes de la mente. Strawson sostiene que el objetivo
de la Deducción se habrá logrado una vez que él haya probado
un resultado al que llama la Tesis de la objetividad. Esta es for­
mulada en cierto momento como la tesis de que “la experiencia
tiene que incluir la conciencia de objetos que sean distinguibles
de las experiencias de la conciencia de ellos, en el sentido de
que los juicios sobre esos objetos son juicios sobre lo que es
el caso independientemente de la ocurrencia de experiencias
subjetivas particulares de conciencia de ellos” ([12]: 24).
De acuerdo con esta formulación de la tesis, es necesario que
la experiencia incluya la conciencia de objetos que sean indepen­
dientes de la mente. Es claro que si Strawson pudiera dem ostrar
esto, entonces la meta de la Deducción se habría alcanzado (por
lo menos desde la perspectiva de Strawson): cualquier escépti­
co que reconozca que es sujeto de experiencia, no podrá negar
de manera consistente que sea posible el conocimiento de ob­
jetos independientes de la mente.
De hecho, Strawson no defiende la Tesis de la Objetividad ta l
como a q u í sefo rm u la . Su argumento supone de manera esencial
la noción de conexión entre representaciones gobernada p o r reglas.
Esta es una clase de ordenación y coherencia que puede darse
entre los miembros de una serie de representaciones. Si una se­
rie E exhibe conexiones gobernadas por reglas, entonces esto es
a la vez necesario y suficiente para que E sea conceptualizada de
cierta manera (si acaso es conceptualizada). Bajo la conceptuali-
zación en cuestión, según afirma Strawson, las representaciones
comprendidas en E serían concebidas como poseedoras de un
orden y arreglo que es distinguible del orden y arreglo de los
objetos de estas representaciones (las cosas que son represen­
tadas). Strawson cree que si uno pudiera dem ostrar que las
representaciones de un sujeto de experiencia necesariamente
exhiben una conexión gobernada por reglas, esto sería suficien­
te para dem ostrar la Tesis de la Objetividad, la cual pretende
ser una tesis sobre el conocimiento y la conciencia de objetos in­
dependientes de la mente. No obstante, según la comprensión
del propio Strawson de la noción de conexión gobernada por
reglas, si una serie de representaciones posee esta propiedad,
entonces se sigue que tiene que ser conceptualizada de cierta ma­
nera —sus miembros tienen que ser concebidos como poseedores
de un orden y arreglo que es distinguible del de los objetos re­
presentados. Regresaré a este punto en mi crítica de la revisión
que Rorty hace de Strawson.
Es extraño que Strawson, un autor que ataca al fenomena­
lismo, intente refutar al escepticismo demostrando que la serie
de las experiencias propias tiene que ser ordenada y coheren­
te. A menos que uno asuma alguna clase de fenomenalismo,
¿por qué la existencia de una conexión gobernada por reglas
entre las experiencias propias —aunque ésta nunca dejara de
darse—habría de mostrar que uno puede tener conocimiento o
conciencia de los objetos físicos? Además, las afirmaciones que
hace Strawson sobre la propiedad de la conectividad gobernada
por reglas son más bien extrañas. Es muy difícil ver por qué la
existencia de cierto orden y coherencia entre las experiencias
propias re q u e riría que éstas fueran conceptualizadas como ex­
periencias de objetos existentes independientemente (si es que
se conceptualizaran). También es difícil ver por qué la ausen­
cia de tal orden y coherencia excluiría dicha conceptualización.
Por ejemplo, un experimentador que se vea confrontado con
un flujo caótico de representaciones podría conceptualizarlas
como representaciones de objetos caóticos que existen inde­
pendientemente de su ser representados, y alguien que se vea
confrontado con un flujo ordenado de representaciones podría
conceptualizarlas como meras representaciones que no tienen
un objeto correspondiente.
Hasta aquí, sólo hemos discutido cómo la noción de cone­
xión gobernada por reglas figura en la estructura del argumen­
to de Strawson en favor de la Tesis de Objetividad. Por algunas
de las razones antes mencionadas, Rorty se propone echar por
la borda esta noción strawsoniana. En [6] Rorty trata de ex­
traer de la reconstrucción strawsoniana de la Deducción un
argumento analítico subyacente, el cual es él mismo considera­
do como un argumento analítico subyacente extraído del texto
kantiano. El argumento de Rorty sólo concierne a las velaciones
entre conceptos, más bien que a propiedades (como la conectivi­
dad gobernada por reglas) que son pensadas como necesarias
y suficientes para la aplicación de ciertos conceptos a una serie
de experiencias.
Rorty sostiene que es fácil inferir la Tesis de la Objetividad de
lo que Strawson llama la Tesis de la un id ad necesaria de la concien­
cia. Para Strawson, en la práctica ésta resulta ser la tesis de que
uno tiene la habilidad de reconocer una experiencia presente
como perteneciente a uno mismo. Según Rorty, la premisa clave
sobre la autoconciencia es que uno sabe lo que es una experien­
cia, en el sentido de que uno tiene el concepto de experiencia.
La conexión con la tesis de Strawson es que uno tendría que
poseer el concepto de experiencia si uno tiene la habilidad de
saber que una experiencia presente le pertenece a uno.
El argumento que Rorty extrae de Strawson es acerca de lo
que podríamos llamar las relaciones de presuposición entre concep­
tos. El argumento pretende establecer que uno no podría poseer
el concepto de experiencia a menos que uno poseyera el concep­
to de objeto físico. Para Rorty, este resultado es equivalente a la
tesis de que uno no puede propiamente atribuirse la compren­
sión del térm ino ‘experiencia’ (o cualquier térm ino sinónimo
de éste) a menos que uno entienda el término ‘objeto físico’ (o
algún térm ino sinónimo de éste). Rorty argumenta en favor de
esta tesis sobre la comprensión del significado de los términos
de la m anera siguiente:

Usted no sabe lo que “experiencia” significa si usted no sabe lo que


significa “a mí me parece"..., usted no sabe lo que eso significa a
menos que usted sepa que algo me puede parecer a mí que es X
y no ser X, y... si usted sabe que algo me puede parecer a mí que
es X y no ser X, usted sabe lo que es que algo sea un objeto físico.
{[6]: 213)

Es importante notar que para Rorty, si el concepto de X presu­


pone el concepto de Y, esto no quiere decir que los conceptos
estén relacionados de tal manera que haya conexiones lógicas
entre las oraciones acerca de las X y las oraciones acerca de
las Y. Desde el punto de vista de Rorty, una tesis de presu­
posición conceptual no implica ningunas verdades analíticas
correspondientes. Semejante tesis sólo concierne a la atribu­
ción de conceptos (o acreditarle al hablante el conocimiento
del significado de los términos).
Así que el argumento de Rorty, de tener éxito, establecería
que si uno es un ser autoconsciente y por tanto posee el concep­
to de experiencia, entonces uno también posee el concepto de
objeto físico. Se suponía que el argumento del propio Strawson
debía probar un resultado aplicable a cualquier experiencia posi­
ble, y no sólo a la de seres autoconscientes. Dicho argumento
mostraría, primero, que toda experiencia es experiencia auto-
consciente, partiendo de la premisa de que toda experiencia
supone la aplicación de conceptos generales a elementos par­
ticulares (la Tesis de la conceptualizabilidad). Rorty critica de
manera efectiva este paso del argumento de Strawson, pero
no describiré aquí su propio intento por dem ostrar que toda
experiencia es experiencia autoconsciente. Esto es innecesario,
porque un argumento antiescéptico exitoso que parta de la pre­
misa de que uno es un experimentador autoconsciente sería
suficiente para refutar a cualquier escéptico que acepte que es
autoconsciente. Es difícil imaginar a un escéptico que pudiera
formular o abrigar un punto de vista según el cual él no es un
ser autoconsciente. ¿No necesitaría tener el pensamiento “Yo
soy el ser que afirma ésta y esta otra premisa y deriva de ellas
esta conclusión escéptica"? Que el escéptico esté o no forzado
a sostener algunas afirmaciones más amplias acerca de la auto-
consciencia es una cuestión que abordaré en la segunda parte
del presente trabajo.
Es obvio que el argumento de Rorty no logra cumplir con la
meta anunciada en la reconstrucción de la Deducción debida
a Strawson, aun cuando el alcance del argumento de Strawson
se halla restringido a la experiencia autoconsciente de la m anera
recién descrita. El argumento de Rorty está fuertemente insi­
nuado en el texto de [12] y, así, yo sostendría que tampoco
Strawson ha logrado alcanzar la meta anunciada. Esta meta era
dem ostrar que “la experiencia necesariamente incluye el cono­
cimiento [o la conciencia] de objetos”, donde saber algo sobre
un objeto es saber algo “que vale con independencia de la ocu­
rrencia de cualquier estado de conciencia particular”. Pero el
argumento de Rorty ciertamente no demuestra que la expe­
riencia autoconsciente incluye el conocimiento o la conciencia
de objetos independientes de la mente. Lo más que se ha de­
mostrado es que no hay experiencia autoconsciente cuyo sujeto
carezca del concepto de objeto físico. Si yo soy un experimenta­
dor autoconsciente, entonces el argumento de la presuposición
conceptual demuestra que poseo el concepto de objeto físico
y que no podría dejar de poseerlo mientras sea un experimen­
tador autoconsciente. ¿A qué equivale este resultado? Yo creo
poseer el concepto de unicornio tanto como el concepto de ob­
jeto físico. Pero no uso el prim er concepto para hacer juicios
cuya verdad implique lógicamente que hay unicornios. Por otro
lado, sin embargo, no sólo poseo el concepto de objeto físico,
sino que también uso este concepto para hacer juicios cuya ver­
dad implica lógicamente que hay objetos físicos. Pero aún queda
la pregunta de si se sigue algo acerca de mi estado de conocimien­
to del mero hecho de que poseo el concepto de objeto físico y de
que lo uso para hacer juicios tales como que tengo un lápiz en la
mano. Ciertamente se sigue que, en algún sentido, yo sé lo que
es un objeto físico. Pero parece claro que, sin supuestos adicio­
nales, no se sigue que yo conozco proposiciones que implican
lógicamente la existencia de objetos físicos; sólo se sigue que
formulo juicios que, de ser verdaderos, implicarían lógicamente
que hay objetos físicos.
La única manera obvia de derivar la deseada conclusión an­
tiescéptica es asumir la verdad del principio de verificación.
Supongamos que usamos el principio de que un presunto con­
cepto es genuino sólo si es posible saber si alguna entidad cae
bajo ese concepto. Alternativamente, podríamos usar el princi­
pio de que un término es significativo sólo si es posible saber si
hay alguna entidad en la extensión del término. De esta manera,
si poseo un concepto de objeto físico que no sea simplemente
espurio (o si comprendo el término ‘objeto físico’), entonces
puedo saber si hay o no objetos físicos. Esta conclusión se sigue
porque la manera de saber si alguna entidad cae bajo un con­
cepto genuino (o si hay alguna entidad en la extensión de un
término significativo) será accesible para quien posea el con­
cepto (o entienda el término). Este argumento verificacionista
no permite a Rorty ni a Strawson establecer que si un ser es
autoconsciente, entonces su experiencia incluye el conocimien­
to de objetos físicos. No obstante, sí les permite establecer que
si un ser es autoconsciente, entonces puede saber hay o no
algún objeto físico. Este resultado refutaría a un escéptico que
afirm ara ser autoconsciente y, sin embargo, negara que alguien
pueda alguna vez saber si hay o no algún objeto físico.
De este modo, resulta que la estrategia antiescéptica de Rorty
y Strawson es vulnerable a la crítica de Stroud a los argumentos
trascendentales. Los argumentos de presuposición conceptual
son impotentes en contra del escepticismo acerca del conoci­
miento de los objetos físicos a menos que se asuma un princi­
pio verificacionista substancial. Pero si se asume un principio
semejante, entonces puede ser aplicado directamente al proble­
mático concepto de objeto físico, dando como resultado que
el escéptico sanciona una oración que pretende versar sobre
nuestra falta de conocimiento de tales objetos y que ésta ora­
ción no es ni asignificativa ni falsa. Esto es, que si la oración
del escéptico (“Nadie sabe si hay objetos físicos”) es significati­
va, entonces también lo es el discurso sobre los objetos físicos.
Pero en ese caso, su oración es falsa, ya que el principio de
verificación implicaría que podemos saber si hay objetos físicos.
Esta refutación verificacionista del escepticismo de hecho pasa
por alto el argumento de presuposición conceptual referente
al concepto de objeto físico. Si éste es un concepto coherente,
entonces el escéptico está equivocado sobre su aplicación, y no
tiene importancia qué relaciones sostiene el concepto con qué
otros. Esto deberá traer a la mente el cargo de Stroud de que
asumir un principio de verificación convierte a todo argumento
trascendental indirecto en superfluo.
Es muy difícil ver por qué alguien podría pensar que la estra­
tegia de la presuposición conceptual tiene por sí misma alguna
utilidad antiescéptica. En particular, es difícil ver por qué Rorty
piensa que su reformulación de Strawson ha refutado al escépti­
co cartesiano. Al final de [6], caracteriza a este escéptico como
“el hombre que piensa que podría saber todo lo que se puede
saber sobre su experiencia sin saber nada sobre ninguna otra
cosa” ([6]: 236). Con el fin de derrotar al escéptico, dice Rorty,
“queremos argumentar que no se puede saber nada sobre la
propia experiencia sin saber sobre algo más”. ([6]: 236). La
caracterización de Rorty del escéptico cartesiano es correcta si
“saber otra cosa distinta de la propia experiencia” se interpreta
como significando “saber algunas proposiciones que impliquen
lógicamente la existencia (o la no existencia) de otras cosas dis­
tintas de la experiencia de uno”. Sin embargo, el argumento de
presuposición conceptual de Rorty establece a lo más que uno
tiene que saber acerca de algo distinto de la propia experiencia en
un sentido muy diferente. Establece, a lo más, que alguien que
posee el concepto de experiencia tiene que poseer también el
concepto de objeto físico —tiene que saber lo que son los objetos
en ese sentido.
En otra observación programática, Rorty caracteriza al car­
tesianismo y a sus descendientes de esta manera: “La tradición
inaugurada por Descartes en la filosofía fue un intento por su­
perar el escepticismo epistemológico hallando los principios
metafísicos que asegurasen que los contenidos de nuestra men­
te se refieren, más allá de sí mismos, a los objetos físicos (por
ejemplo, la garantía divina de las ideas claras y disdntas de
Descartes, el panpsiquismo de Leibniz, la unidad de los atri­
butos del pensamiento y de la extensión en el sujeto uno de
Spinoza)” ([6]: 243). Luego, Rorty describe la tradición kantia­
na que está siguiendo: “Kant trascendió proyectos ‘dogmáticos’
tales [como los recién mencionados] al ver que la única manera
en que la referencia [a los objetos físicos] podría ser garantiza­
da era demostrando que nuestra misma concepción de lo que
es ser un contenido mental presupone que hay objetos físicos
—dem ostrando que la experiencia de lo mental es posible sólo
porque la experiencia de lo físico es posible” ([6]: 243-244).
Aquí Rorty parece comprometerse a probar que uno no pue­
de tener el concepto de ‘contenido mental’ a menos que haya
objetos físicos. Es difícil ver cómo se podría desempeñar esta
formidable tarea sin argumentar de la m anera verificacionista
antes descrita.

III
En un artículo posterior, Rorty responde a la crítica de los ar­
gumentos trascendentales de Stroud. Ya que resulta que esta
crítica se aplica al trabajo del propio Rorty, su respuesta a Stroud
en [7] es, en efecto, su respuesta a la clase de crítica de su propia
estrategia antiescéptica que he estado desarrollando. Su tác­
tica consiste en admitir que los argumentos trascendentales
son verificacionistas y, después, negar que el tipo de princi­
pio de verificación requerido sea objetable. Argumentaré que
la respuesta de Rorty a Stroud es inadecuada como solución
al problema de Stroud, tanto en su forma general como en su
aplicación al trabajo del propio Rorty.
Primero, quiero establecer una distinción entre lo que po­
dríamos llamar verificacionismo clásico y una clase alternativa de
verificacionismo que Rorty respalda. El verificacionismo clási­
co es la clase de punto de vista que, afirma Stroud, tiene que
presuponerse para que los argumentos trascendentales particu­
lares que él examina puedan tener éxito. Yo he sostenido que tal
punto de vista es necesario para el propósito de complementar
los argumentos de presuposición conceptual. El tipo clásico de
verificacionismo tiene que ver con conexiones entre palabras y
mundo, en el sentido de que vincula la significatividad de los
términos con el conocimiento de lo que los términos pretenden
denotar y, por tanto, con el hecho de que se den o no se den
en el mundo los estados de cosas pertinentes. En el verifica­
cionismo clásico uno puede sacar una conclusión ontológica a
partir de la premisa de que uno entiende un término particu­
lar (o de que uno posee un concepto que no es simplemente
espurio) junto con alguna clase de premisa empírica. Esto es
porque para alguien que comprenda el término (o que posea el
concepto) será accesible una manera de saber si hay algo en la
extensión del término (o si algo cae bajo el concepto). Así, uno
puede llegar a saber si hay alguna entidad en la extensión del
término (o que caiga bajo el concepto) usando la ‘manera de
saber’ en conjunción con una evidencia cualquiera que cuente
como pertinente para el asunto. Por supuesto, la facilidad con la
que uno pueda llegar a saber la conclusión ontológica deseada
dependerá de la disponibilidad de la evidencia pertinente.
Regresando a la crítica de los argumentos trascendentales
kantianos que esbocé al inicio de este trabajo, podemos ver
ahora que un argumento verificacionista clásico en contra del
escepticismo podría dem ostrar que uno puede tener más que
el mero conocimiento de que los objetosfísicos existen. Uno podría
presumiblemente llegar a tener ese conocimiento, usando la ‘ma­
nera de saber’ si hay algún objeto físico, junto con la evidencia
sensorial propia presente, derivando, por tanto, la conclusión
de que hay objetos físicos. Más aún, uno podría argumentar que
si son coherentes los conceptos de objetos físicos particulares
propios, tales como mesa o ballena, entonces tienen que tener
también ‘maneras de saber’ asociadas. Uno podría usar estas
‘maneras de saber’ para demostrar que uno está ahora senta­
do a la mesa o que está mirando saltar a una ballena asesina.
Uno podría dem ostrar tales verdades particulares porque, da­
do el carácter de la ‘manera de saber’ pertinente, la evidencia
sensorial de que uno dispone presumiblemente contaría, en la
mejores circunstancias, como evidencia que da como resulta­
do conocimiento. Así, la refutación verificacionista clásica del
escepticismo sobre el conocimiento de los objetos físicos no se
quedaría corta en la forma en que nos ha parecido que los argu­
mentos trascendentales kantianos se quedan cortos: esta última
clase de argumentos antiescépticos fue diseñada tan sólo para
dem ostrar que hay objetos físicos.
A hora bien, si el verificacionismo clásico quiere proporcio­
nar una refutación directa del escepticismo cartesiano, entonces
parecería que la ‘manera de conocer’ asociada con un concepto
genuino, debería permitirnos responder más allá de toda duda
cualquier pregunta escéptica respecto de la aplicación de dicho
concepto. Este resultado, según Rorty, muestra que el verifi­
cacionismo clásico es inadmisiblemente fuerte. La ‘manera de
saber’ asociada, por ejemplo, con el concepto de bruja, presu­
miblemente sería el criterio de la ‘brujeidad’ empleado por los
cazadores de brujas. De modo que la alternativa, en este caso,
sería sostener que hay brujas (ya que el criterio de los cazado­
res era frecuentemente satisfecho, estableciendo la existencia
de las brujas más allá de toda duda) o sostener más bien que
hablar sobre brujas carecía de significado (ya que nunca hubo
ningún concepto genuino de bruja con una ‘m anera de saber’
asociada). En respuesta a este dilema, Rorty propone que se
adopte un tipo diferente de verificacionismo. Es decir, Rorty
piensa que el verificacionsimo clásico es manifiestamente inve­
rosímil y, al mismo tiempo, cree que es necesario un principio
que posea cierto parentesco con éste, a fin de refutar el es­
cepticismo. Pero para él, el verificacionsimo no juega el papel
de llenar el hüeco que yo he vislumbrado en los argumentos
de presuposición conceptual. Al criticar el tipo de argumento
antiescéptico de Rorty, he sostenido que el verificacionsimo clá­
sico tiene que ser asumido para complementar los resultados
de las relaciones de presuposición entre conceptos, para que
dichos resultados sobre el lenguaje (y el pensamiento) puedan
ofrecer conclusiones sobre el conocimiento de la realidad extra-
lingüística. La clase de verificacionsimo de Rorty es aceptable,
según él, precisamente porque no concierne a las conexiones
entre las palabras y el mundo, sino más bien a las conexiones
entre trozos de comportamiento lingüístico. Es aceptable pre­
cisamente porque no autoriza conclusiones ontológicas, como
lo hace el verificacionismo clásico, y por esta misma razón, yo
afirmaría que su papel en un argumento antiescéptico tiene que
ser muy diferente.
Así pues, ¿cuál es la clase alternativa de verificacionismo de
Rorty? Su principio subyacente es
(Vr) Un término T es significativo sólo si las oraciones en las
que ocurre sustentan relaciones de confirmación no tri­
viales con otras oraciones.
La fuerza del requerimiento de ‘no trivialidad’ consiste en que
las oraciones no-T no pueden ser lógicamente implicadas ni
implicar a las oraciones T. Esto es para descartar la posibilidad
de que se pueda argumentar que T es significativo por alguna
de las razones siguientes: (1) “Hay un T ahora” es confirmada
por su consecuencia lógica ^Hay un T ahora o pl o (2) “Hay
un T ahora” es confirmada por ser una consecuencia lógica de
^Hay un T ahora y p^.
Veamos por qué Vr no nos permite sacar ninguna conclu­
sión ontológica o epistemológica con respecto a un término
significativo T. Si T es significativo, entonces tiene que suce­
der que haya algunas oraciones T que sustenten relaciones de
confirmación con otras oraciones. Pero no hay ninguna garan­
tía, según Rorty, de que los métodos de confirmación incluidos
en las prácticas lingüísticas pertinentes sean correctos. Así, des­
de este punto de vista, aunque supiéramos que las oraciones
inferencialmente conectadas con las oraciones T fueran verda­
deras, ciertamente no podríamos concluir que hay T(es). Lo
más que Vr nos daría, según Rorty, sería que no podríamos de­
ja r de considerar que las oraciones T son confirmadas por unas
oraciones o por otras, por ejemplo, la clase (o las clases) que de
hecho usamos para confirmarlas. Pero esto difícilmente sería
una justificación de nuestras prácticas respecto de las oracio­
nes T (nuestra práctica de creerlas verdaderas sobre Ja base de
la evidencia usual.)3

55 Rorty sostiene que su principio de verificación tiene un origen peircia-


no, argumentando que no tiene ninguna conexión especial con el empirismo
ni con el fenomenalismo y, aparentemente, contrastando su punto de vista con
otro más positivista. Sin embargo, Vr difícilmente es diferente del principio
de verificación de Ayer [1], V, se aplica a términos, mientras que el principio
de Ayer se aplica a oraciones. Según Ayer, si, por ejemplo, “El mundo sensible
Puesto que el verificacionismo de Rorty no se propone te­
ner la clase de fuerza necesaria para llenar el hueco de los
argumentos de presuposición conceptual, ¿qué papel juega su
verificacionismo en su estrategia antiescéptica? Yo pienso que
la respuesta correcta a esta pregunta es, contra las sugerencias
del propio Rorty, “Ningún papel en absoluto”. La justificación
de esta propuesta es doble. En prim er lugar, la meta anunciada

es un mundo de meras apariencias" es una oración /árticamente significativa,


entonces expresa una proposición fáctica genuina. Si esto es así, entonces hay
observaciones actuales o posibles que son relevantes para la determinación de la
verdad o falsedad de la proposición. Sin embargo, “ninguna observación o serie
de observaciones concebibles podrían tender a demostrar que el mundo que
nos es revelado por la experiencia sensorial es irreal” ([1]: 39). Por lo tanto,
según Ayer, la oración en cuestión es asignificativa. Esto puede verse como
un argumento en contra del escepticismo cartesiano extremo. El escéptico no
podría decir que la siguiente oración expresa una proposición posiblemente
verdadera:

(A) Hay un genio maligno que lo engaña a uno haciéndolo pensar que hay
objetos físicos.

(A) es asignificativa, según el juicio de Ayer.


No usando nada más que V ,, Rorty podría argumentar de manera similar.
Ya que ninguna evidencia posible podría tender a confirmar la oración (A),
ésta contraviene el principio de verificación de Rorty: (A) no sustenta rela­
ción alguna de confirmación que sirva para darle significado. De modo que
la oración que el escéptico usa para montar su problema epistemológico es
asignificativa para este argumento.
Por supuesto, si la oración “No hay objetos físicos” es asignificativa por las
razones vei ificacionistas que hemos venido considerando, entonces también lo
es su negación. Así, el argumento verificacionista de Ayer-Rorty lo orilla a uno
a la postura de que la disputa filosófica sobre si uno puede conocer el valor de
verdad de “Hay objetos físicos” es un intercambio de oraciones sin significado.
Al adoptar una posición semejante, uno presumiblemente querría hacer el
movimiento carnapiano según el cual “Hay objetos físicos’’ es significativa y
obviamente verdadera cuando se entiende com o una aseveración interna que
se sigue de verdades tales como que yo tengo dos manos.
Así que el principio V, de Rorty sí tiene una utilidad antiescéptica inde­
pendiente de cualquier argumento de presuposición conceptual. N o obstante,
dados los puntos de vista de Rorty sobre la naturaleza de los problemas filo­
sóficos y de la historia de la filosofía, es seguro que él no querría descartar la
epistemología posteartesiana como carente de significado. En [9], emprende un
cuidadoso análisis de la tradición epistemológica moderna y recomienda que
dejemos atrás el marco cartesiano. (Hasta donde sé, Rorty no desarrolla más
su estrategia antiescéptica kantiana en ese trabajo.)
por Rorty en [7] es demostrar que “el único buen argumento
trascendental es el argumento de parasitismo” ([7]: 5). La fuer­
za de un argumento de parasitismo consiste en dem ostrar que
un lenguaje de experiencia pura es imposible. El repertorio de
los conceptos incorporados en dicho lenguaje no incluiría ni el
concepto de persona ni el concepto de objeto físico. Este reper­
torio incluiría conceptos de clases particulares de experiencias
y conceptos de las cualidades sensoriales que caracterizan a
éstas. El argumento que pretende dem ostrar que un lenguzye
de experiencia pura es imposible es justamente un argumen­
to de presuposición conceptual. Según Rorty, un lenguaje no
podría incorporar la clase de repertorio limitado de conceptos
en cuestión a causa de las relaciones de presuposición entre
los conceptos de experiencia, persona y objeto físico. Rorty piensa
que Strawson ha demostrado en [13] que el prim er concep­
to presupone el segundo, y el segundo el tercero. Este es un
argumento de presuposición conceptual diferente del que exa­
minamos anteriormente, pero es igualmente un argumento de
presuposición conceptual.
La segunda parte de la justificación de mi evaluación del pa­
pel del verificacionismo de Rorty ya ha sido discutida. Ya hemos
visto que, a diferencia del verificacionismo clásico, el de sello
rortiano no llena, ni se propone llenar, el hueco de los argu­
mentos de presuposición conceptual. De modo que aunque la
meta anunciada por Rorty es dem ostrar la tesis de presuposi­
ción conceptual, su clase de verificacionismo no complementa
esta tesis de ninguna manera directa.
Vale la pena trazar una comparación entre el verificacionis-
mo de Rorty y la clase de argumento antiescéptico que Jonathan
Bennett contempla como subyacente en la Refutación del Idea­
lismo. En [2] y [3], Bennett argumenta que un sujeto no podría
poseer un genuino concepto ‘no ocioso’ del pasado si su expe­
riencia no lograra ser “de tal manera ordenada que constituya
la experiencia de un ámbito objetivo” ([2]: 209). Para un sujeto
cuya experiencia no fuera ordenada de esta manera, “sus llama­
dos juicios sobre el pasado formarían limpiamente parejas con
sus juicios de tiempo presente sobre sus llamados recuerdos"
([2]: 208-209). No hay más que una m anera en la que pueda
parecerle a él que ha sido el caso que p: que ahora le parezca re­
cordar que p. Ya que para tal sujeto la distinción entre estados
pasados y ‘recuerdos’ presentes de éstos no desempeña ningu­
na 'tarea’, para dicho sujeto “el pasado colapsa en el presente”.
Este tendría un concepto genuino, no ocioso, del pasado sólo
si fuera capaz de “aportar varios datos presentes como sustento
de un juicio único sobre el pasado” (con énfasis añadido ([2]:
207)). Según Bennett, él podría hacer esto sólo si hubiera re­
gularidades legaliformes que gobernaran su experiencia, tales
que (1) su aparente recuerdo de un estado pasado Si que ocu­
rrió en ti fuera evidencia de la ocurrencia de un estado pasado
S2 en un tiempo posterior t2, ya que Si y S2 se encontrarían
conectados por una ley, (2) su aparente recuerdo de un estado
pasado S¡ que ocurrió en ti fuera evidencia de la ocurrencia de
un estado pasado Sj que también ocurrió en ti, ya que Si y Sj
estarían conectados por una ley, y (3) la aparente ocurrencia de
un estado presente S4, que no sea un recuerdo, fuera evidencia
de la ocurrencia de un estado pasado S$, ya que S4 y Ss estarían
conectados por una ley.
De manera que Bennett está argumentando, en prim era ins­
tancia, que un aparente juicio de que “fue el caso que p ”, tiene
un contenido genuino sólo si sustenta relaciones de confirma­
ción conjuicios que van más allá de “yo ahora recuerdo que p”.
Este punto de vista sobre lo que se necesita para dar contenido
a un juicio sobre el pasado es similar al punto de vista de Rorty
sobre lo que se requiere en general para que una oración tenga
significado. A hora bien, si un sujeto puede hacer juicios genui-
nos acerca del pasado, entonces, según Bennett, se sigue que
puede hacer juicios que él fundamenta en ciertas regularida­
des legaliformes entre sus experiencias. Pero, como en el caso
del verificacionismo de Rorty, es obvio que ninguna conclusión
epistemológica u ontológica se sigue del hecho de que algunos
de los juicios en tiempo pasado del sujeto en cuestión cuenten
para él como confirmados por algún otro de susjuicios en tiem­
po pasado y por algunos de susjuicios en tiempo presente sobre
estados que no sean recuerdos. Nada en absoluto se sigue de
la verdad (o de la probabilidad de verdad) de ninguno de estos
juicios a menos que asumamos que (1) algunos de los juicios
inferencialmente conectados son verdaderos (o probablemen­
te verdaderos), y que (2) las relaciones de confirmación que el
sujeto cree que se dan entre los juicios realmente se dan (que
las prácticas del sujeto de considerar que sus juicios en tiempo
pasado son confirmados por tales y cuales juicios son prácti­
cas correctas). Lo más que de hecho se sigue de las premisas
de Bennett es que tiene que parecerle al sujeto que han existido
ciertas regularidades legaliformes entre sus experiencias (o de
otra manera, él no tendría ninguna razón para pensar que al­
gún juicio que haga acerca del pasado o del presente confirma
el juicio de que fue el caso que p). Y aunque le concedamos
a Bennett que realmente tienen que darse tales regularidades
entre las experiencias del sujeto, ciertamente no se sigue, sin
alguna suposición adicional, que estas regularidades sean ta­
les que garanticen que su experiencia sea la experiencia de un
‘ámbito objetivo’ en ningún sentido que sea pertinente para la
refutación del escepticismo.4

4 La actitud de Bennett hacia esta dificultad es más bien com ple ja. Por un
lado, en [2] sostiene que el idealismo trascendental de Kant tiene com o núcleo
un fenom enalism o sofisticado, según el cual “la obediencia de mi experiencia
a las reglas apropiadas es lógicamente equivalente a mi confrontación con ob­
jetos”. Dado que “el punto de vista de Kant considerado es que el concepto
de un objeto es una regla de las intuiciones” , Bennett sostiene, con este fun­
damento, que para Kant “conceder que la experiencia de uno es de la clase
que los adultos normales usualmente tienen, es conceder que uno percibe ob­
jeto s”. Una refutación concluyente del escepticism o cartesiano se seguiría de
semejante punto de vista si uno pudiera tener conocim iento de la existencia
de esas representaciones ordenadas que constituyen un mundo de objetos fí­
sicos. Bennett piensa que, para Kant, el papel del argumento trascendental de
la Refutación es demostrar que cualquier escéptico que sea autoconsciente y
que, por tanto, tenga u n concepto del pasado, tendrá la clase de experiencia
ordenada que, según el fenom enalismo, implicaría lógicamente la existencia
de un mundo de objetos físicos. Dentro de esta interpretación de Kant (ver [2]:
§ 52), el idealism o trascendental hace la mayor parte del trabajo antiescéptico,
y todo lo que el argumento trascendental de la Refutación hace es proveer
el material para el m olino fenomenalista. Ya que el mismo Bennett simpatiza
bastante con el fenom enalism o (ver [2]: § 32; {4]: § 29), uno podría concluir
que esta ipterpretación de la relación entre el idealismo trascendental de Kant
y la Refutación describe el punto de vista de Bennett mism o sobre la situación
antiescéptica.
Sin embargo, en un artículo reciente [3], Bennett no apela al fenom ena­
lismo con el fin de complementar el argumento trascendental reconstruido
p or él a partir de la Refutación. En cambio, apela a un punto de vista que él
califica de verificacionismo. Se trata del punto de vista de que “no hay una
Volviendo al argumento central, la situación dialéctica en re­
lación con la estrategia Strawson-Ror ty es ésta: siguiendo la guía

cuestión coherente sobre la verdad de una teoría más allá de todas las cues­
tiones sobre su éxito comparativo en la unificación conceptual de los datos
que caen bajo la misma”. Bennett piensa que la hipótesis del mundo externo (la
hipótesis de que, aparte de los ‘estados internos’ propios, hay un ‘ámbito ob­
jetivo’ de 'objetos externos’) ‘unifica conceptualmente’ la evidencia sensorial
ordenada propia con más éxito que la hipótesis del genio maligno. De este
m odo, en su verificacionismo no hay otra cuestión coherente respecto de la
verdad de la hipótesis del mundo extem o. N o obstante, el sentido en que la
hipótesis del m undo externo es más exitosa que la del genio maligno en 'uni­
ficar conceptualm ente’ los datos pertinentes es meramente éste: aunque las
dos hipótesis dan cuenta de todos los hechos acerca de los estados internos
de uno mismo, y aportan igualmente predicciones exitosas respecto de tales
hechos, la hipótesis del mundo externo es más simple. El sentido en el que esto
es verdad es meramente que la hipótesis del genio maligno se ‘tarda un poco
m ás’ en explicar los datos y ‘no aporta ventajas compensatorias'. La hipótesis
del genio maligno se tarda un poco más porque primero tenem os que exponer
la hipótesis del mundo externo y, después, decir que dentro de la hipótesis del
genio maligno, éste nos induce a creer la (falsa) hipótesis del mundo externo.
El hecho de que la hipótesis del mundo externo sea más simple que la hipótesis
del genio maligno, en el sentido recién descrito, sirve com o una base más bien
débil para sosteneruna refutación convincente del escepticism o cartesiano. Iji
diferencia de simplicidad no parece suficiente para demostrar que cualquier
pregunta escéptica sobre la verdad de la hipótesis del m undo externo es incohe­
rente, com o lo sugiere Bennett. El que la diferencia de simplicidad que Bennett
describe lo autorice a uno o no a aceptar la teoría más simple, es una cuestión más
difícil. Esta estrategia a posleriori o del 'argumento de la mejor explicación’,
ciertamente merece una defensa por parte de Bennett. Claro está que, aunque
uno Aceptara esta clase de estrategia antiescéptica, uno podría contrarrestar
el supuesto de Bennett sobre las simplicidades relativas haciendo notar que
la ontología de la hipótesis del genio maligno no toma tanto tiem po en ser
descrita com o la ontología de la hipótesis del mundo externo.
De cualquier manera, desde el punto de vista de Bennett que hem os ve­
nido considerando, el grueso del trabajo antiescéptico es realizado por su
verificacionismo y no por su argumento trascendental. Todo lo que logra este
argumento (desde el punto de vista de Bennett) es la dem ostración de que un
autoconocedor no podría dejar de confrontar representaciones ordenadas que
le permitieran dar contenido a su concepto del pasado. Los datos sensoriales
de tal sujeto no dejarán, entonces, de apoyar la hipótesis del inundtrextem o,
pues de otro m odo él dejaría de ser un autoconocedor. (Puede verse la aprecia­
ción del propio Bennett de esta afirmación en [3]: 61, ver supra, pp. 217-218.)
Por supuesto que estos datos ordenados también apoyan la hipótesis del genio
maligno, y aquí es donde el verificacionismo de Bennett se hace necesario.
Así pues, tanto en su interpretación de Kant com o en su propio punto de
de Stroud, he argumentado que los argumentos de presuposi­
ción conceptual requieren, para su validez, de la adopción del
verificacionismo clásico. Al replicar al cargo general de Stroud
acerca de la conexión entre el verificacionismo y los argum en­
tos trascendentales, Rorty sugiere que arrojemos por la borda
el verificacionismo clásico, por inadmisiblemente fuerte, y que
adoptemos una forma alternativa de verificacionismo que sea
inobjetable por ser más débil. Pero Rorty insiste en sostener
que la refutación del escepticismo tiene que proceder por el
método de presuposición conceptual. Y su verificacionismo al­
ternativo no añade nada a esta clase de estrategia antiescéptica
que, por sí misma, no posee fuerza antiescéptica alguna. Fi­
nalmente, vimos que Bennett trata de establecer, por medio
de un argumento trascendental, un punto de vista acerca del
contenido del concepto propio del pasado que es similar al ve­
rificacionismo de Rorty. Este punto de vista padece la misma
clase de limitación que el verificacionismo de Rorty y, como
resultado, no autoriza ninguna conclusión antiescéptica.

IV
Concluiré considerando la cuestión de por qué Rorty se preo­
cupa por demostrar que un lenguaje de experiencia pura es
imposible. Ya que su interés por establecer este resultado es
refutar al escéptico cartesiano, yo afirmaría que su concepción
del punto de vista de este escéptico tiene que ser más bien extra­
ña. Muchas de sus observaciones en [7] confirm an el supuesto
de que el blanco de su estrategia antiescéptica no es de ningún
modo el escéptico cartesiano.
Rorty piensa que, visto sin caridad, el ‘escéptico cartesiano’
está diciendo algo que un quineano contemplaría como perfec­
tamente aceptable. Rorty se dirige a este agradable escéptico
vista anteriormente considerado sobre el status de su argumento trascendental
reconstruido, tiene que asumirse un punto de vista substancial y controvert ido
para complementar el argumento. La única función del argumento trascen­
dental es asegurar el ordenamiento d e la evidencia sensorial que uno confronta
a través del tiempo. El tradicional problema cartesiano que surge incluso a la
vista de tal evidencia es, entonces, resuelto sólo apelando a un punto de vista
sustancial de fondo (fenomenalismo o verificacionismo) que, en sí mismo, es
completamente independiente del argumento trascendental.
como sigue: “si usted meramente dice que todas las razones
que tenemos para pensar que tal y cual existe. . podrían ser in­
suficientes, usted no puede ser refutado. Todo lo que usted ha
hecho, entonces, es decir que tanto en la metafísica como en la
física siempre es posible el advenimiento de una idea mejor, que
proporcione una mejor m anera de describir el mundo que en
términos de lo que antes pensábamos que necesariamente tenía
que existir” ([7]: 5). Sobre este ‘rudo’ punto de vista del escép­
tico, lo que este filósofo está haciendo no es más que enfatizar
fastidiosamente un punto central de la epistemología de Quine,
a saber, que ningún sector del cuerpo de nuestras creencias es
inmune a la revisión si tal arreglo elimina la inconsistencia den­
tro del sistema, lo hace más coherente o lo hace más simple. A la
luz de este punto de vista correctamente falibilista del escéptico,
Rorty continúa diciendo esto: “Sólo lo podemos atrapar si usted
pretende de hecho ofrecer esa mejor idea. Entonces podríamos
ser capaces de demostrar que su nueva m anera de describir el
m undo no sería inteligible para alguien que no tuviera familia­
ridad con la antigua m anera” ([7]: 5). Rorty quiere aplicar, en
particular, esta línea de argumentación “al ‘escéptico’ cartesia­
no que dice que todo lo que ahora describimos en términos de,
por ejemplo, personas y objetos materiales, podría ser descrito
en términos de experiencias —en un lenguaje de ‘experiencia
pura’ ” ([7]: 5). La fuerza de la línea argumental en cuestión es
“dem ostrar que no podemos describir un lenguaje semejante”
( f f l : 5 ).
De modo que Rorty contempla al escéptico cartesiano como
alguien que propone algo más que el solo falibilismo quineano
anteriormente descrito. El escéptico es visto como alguien que
propone un marco conceptual alternativo que nos brinda una “me­
jo r m anera de describir el m undo” que la encarnada por nuestro
marco conceptual ordinario. Según Rorty, el marco conceptual
‘alternativo’ encarnado por el lenguaje de la experiencia pura
no es una alternativa real a nuestro marco ordinario. Esto se
debe a los resultados del argumento strawsoniano de presupo­
sición conceptual discutido en la sección anterior.
Rorty ejemplifica al Carnap de [5] como alguien que propo­
ne un esquema conceptual revisionista. El proyecto de Carnap
en ese trabajo, dice Rorty, era “construir cuerpos y personas a
partir de ‘experiencias elementales’ La elección de este ejem­
plo por parte de Rorty, como blanco de un argumento de para­
sitismo que pretende revelar que el supuesto marco conceptual
alternativo no es realmente alternativo en absoluto, es bastan­
te extraña. Ya que todo el propósito del proyecto de Carnap
era reducir el discurso sobre personas y sobre objetos físicos a
un discurso de experiencias, hay un sentido claro en el que el
lenguaje construido del Aufbau tiene por objeto incorporar los
conceptos de persona y de objeto físico. La clase de verificacio­
nismo de Carnap lo llevó a creer que el único contenido genuino
de esos conceptos ordinarios era enteramente experiencial. De
nodo que no estaba en absoluto proponiendo una esquema
conceptual revisionista que eludiera los conceptos de persona y
de objeto físico. Además, es enigmático que Rorty considere
que la posición de Carnap sea un objeto paradigmático para
su estrategia anti-escéptica, dado que una de las motivaciones
detrás de la construcción del Aufbau era moldear una respuesta
para el escéptico que pretende que uno no puede saber si hay
o no personas u objetos físicos. Desde el punto de vista feno-
menalista de Carnap no surgiría ningún problema escéptico, ya
que las personas y los objetos físicos son sólo construcciones a
partir de experiencias.
Ahora bien, Rorty dice que el propósito de proponer un mar­
co conceptual revisionista es mostrar que ciertos conceptos son
‘opcionales’. Si el marco del Aufbau fuera una alternativa viable
al marco ordinario, entonces, para Rorty, esto presumiblemente
dem ostraría que los conceptos de persona y de objeto físico son
opcionales. Según mi estimación, un punto de vista rortiano co­
rrecto de la relación entre el marco ordinario y el del Aufbau,
sería que una reducción exitosa del discurso sobre objetos físi­
cos y personas a un discurso sobre experiencias mostraría que
uno puede construir un lenguaje L, que sea distinto del del Auf­
bau y en el cual se eviten las definiciones implícitas y explícitas
que dan significado a las aseveraciones acerca de objetos físicos
y personas. El marco conceptual que encarnara en un lenguaje
semejante, si fuera coherente, nos presentaría una alternativa
genuina a nuestro marco ordinario, en el sentido de que en L
no habría ningún discurso explícito sobre personas y objetos
físicos. Por supuesto, esto no equivale a decir que no podría ha­
ber ningún discurso explícito sobre personas y objetos físicos en
una extensión definicional de dicho lenguaje. Desde el punto
de vista de Carnap, todo lo que se necesitaría sería la adición
de las definiciones apropiadas.
Hay un sentido más fuerte en el que podría pensarse que
un lenguaje modelado sobre el del Aufbau encarna un marco
conceptual que es verdaderamente una alternativa respecto del
que tenemos. Uno podría pensar que el discurso ordinario so­
bre personas y objetos físicos no es reducible al discurso sobre
experiencias. El contenido de ese discurso ordinario no sería
expresable, desde este punto de vista, en un lenguaje de expe­
riencia pura, y podría argumentarse que esto es para bien. El
abogado de esta clase de punto de vista podría ser un humeano
que quisiera impugnar la coherencia de aquella parte del discur­
so ordinario que es inexpresable en un lenguaje de experiencia
pura.
Yo pienso que la suposición más caritativa respecto de la pre­
sente discusión de Carnap es que el objetivo de Rorty es refutar
a los proponentes de cualquier marco conceptual alternativo
cuya coherencia mostrara que los conceptos de persona y objetofísico
son opcionales en cualquiera de los sentidos antes mencionados. La
estrategia de la presuposición conceptual trabajaría demostran­
do que cualquier marco conceptual ‘alternativo’ que evite los
conceptos clave es parasitario de nuestro marco ordinario. Esta
demostración estaría encaminada a mostrar que los conceptos
clave no son opcionales. Podemos ver ahora que tal demostra­
ción tendría fuerza en contra del marco conceptual alternativo
pertinente sólo si se asume que los conceptos de persona y
objeto físico, que se encuentran incorporados en el marco ordi­
nario, no pueden ser sometidos a un análisis reduccionista en
términos de conceptos experienciales. De otra manera, el éxito
del argumento de presuposición conceptual sería compatible
con la verdad del fenomenalismo, según el cual los conceptos
de persona y objeto físico son opcionales, como en el caso del
lenguaje L antes mencionado. Por ejemplo, podría suceder que
la razón por la cual la comprensión del discurso experiencial
presupone la comprensión del discurso de objetos físicos sea
que el contenido de las oraciones sobre experiencias agota el
contenido de las oraciones sobre objetos físicos. En este caso,
sería trivialmente verdadero que el concepto de experiencia pre­
supone el concepto de objeto físico y, más aún, sería verdadero
que el concepto de objeto físico sería opcional en el prim ero de
los dos sentidos antes discutidos.
Supongamos, entonces, que Rorty puede mostrar que el con­
cepto de experiencia presupone los conceptos de persona y de
objeto físico, los cuales no están sujetos a reducción. La dificul­
tad que permanece es que es obvio que el escéptico cartesiano
no está ofreciendo ninguna clase de marco conceptual alter­
nativo, cuya coherencia mostrase que los conceptos clave de
persona y objeto físico son opcionales (en cualquiera de los
sentidos antes discutidos). Estos conceptos son ambos elemen­
tos reconocidos del marco conceptual del escéptico cartesiano,
y éste no está tratando de echarlos por la borda en favor de
algunos otros. En cambio, el escéptico cartesiano está tratan­
do de plantear una aplastante tesis negativa desde el interior
del marco conceptual ordinario. Quiere socavar la justificación
de las creencias de sentido común que uno expresa al usar los
conceptos cruciales de persona y de objeto físico. En su modo
más radical, logra su objetivo escéptico al erigir la posibilidad
de que, en contra de lo que uno había pensado, los concep­
tos en cuestión no tienen ninguna aplicación genuina en la
experiencia propia. A menos que pueda demostrarse que es­
ta posibilidad no se da, argumenta el escéptico, el derecho que
tenemos para usar los conceptos de persona y de objeto físico
al hacer afirmaciones de conocimiento habrá sido eliminado.

BIBLIOGRAFÍA
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[Traducción de M artha Gorostiza]


ANTHONY BRUECKNER

Kant se ocupó de refutar el escepticismo cartesiano m ostran­


do que la existencia de los objetos localizados en el espacio es
una condición de la posibilidad de la experiencia autoconscien­
te. Hay amplio desacuerdo entre los estudiosos de Kant acerca
de cómo pensaba Kant que debería proceder esta refutación,
e incluso acerca de qué partes de la Crítica de la razón pura in­
corporan el núcleo de la estrategia antiescéptica kantiana. En
este ensayo examinaré lo que para mí es la clase de reconstruc­
ción más prom etedora de la csüategia antiescéptica de Kant
—prom etedora por su fuerza antiescéptica potencial y no por
su fidelidad a las intenciones de Kant. Este trabajo es, enton­
ces, un examen de una posición epistemológica anticartesiana
y no una pieza de erudición kandana. Según la posición en
cuestión, del hecho de que uno sea el sujeto de experiencias
autoconscientes se sigue que hay objetos externos —objetos físi­
cos localizados en el espacio. Por lo tanto, según esta posición,
un escéptico cartesiano no puede sostener consistentemente
que él es autoconsciente y a la vez negar que se pueda saber
si existen o no objetos externos. La característica distintiva de
la clase de reconstrucción de Kant que discuto es su interpre­
tación de lo que supone la autoconciencia. Ya que la premisa

* Originalmente “Transcendental Arguments II”, en Noús 1984, Vol. 18,


No. 2, pp. 197-225. Traducido con el permiso del autor y de Noús. (Las notas
—salvo dos de ellas, seleccionadas por el autor—han sido suprimidas. [.V de la
Comp.})
clave de la reconstrucción del argumento antiescéptico es que
uno es autoconsciente, la interpretación que se intente dar de la
autoconciencia es obviamente crucial. En la interpretación en
cuestión, uno tiene conocimiento sobre experiencias temporal­
mente diversas simplemente en virtud de ser autoconsciente.
Llamo a ésta la interpretación amplia de la autoconciencia, la
cual- deberá ser contrastada con la interpretación estrecha, en
la cual no se sostiene que la autoconciencia implique el co­
nocimiento de experiencias existentes en diferentes tiempos.
En esta interpretación, uno sólo podría sostener que si uno es
autoconsciente, entonces uno posee la habilidad de saber que
una experiencia presente le pertenece a uno mismo (uno pue­
de autoadscribirse una experiencia presente, según la frase de
Strawson). Diferentes escritores tienen diferentes puntos de vis­
ta acerca de la naturaleza del conocimiento de las experiencias
temporalmente diversas que supuestamente es lógicamente im­
plicado por la autoconciencia. En lo que sigue, discutiré varios
de estos puntos de vista —diversos modos en que la autocon­
ciencia puede interpretarse de m anera amplia.
Puesto que la clase de reconstrucción que será examinada
se ocupa de las condiciones de posibilidad del conocimiento de
experiencias temporalmente diversas, no es de sorprender que
las estrategias que discuto estén epistemológicamente orientadas
en un sentido u otro. Cualquier cosa que sea una condición de
posibilidad de que un hecho particular sea un hecho, es cierta­
mente una condición de la posibilidad de que alguien sepa que
el hecho es un hecho. Pero una estrategia antiescéptica que se
concentre en la condición de posibilidad de que uno sepa ciertos
hechos (por ejemplo, acerca de algunas de las experiencias tem­
poralmente diversas propias) obviamente tratará de investigar
el problem a epistemológico de cómo es posible tal conocimien­
to. En vista de ello, entonces, parecería que la clase de estrategia
que discutimos no tratará de revelar, en primer lugar, las con­
diciones (metafísicas) de posibilidad de la existencia de ciertos
hechos. Las estrategias andescépticas que discuto se proponen
dem ostrar que la existencia de los objetos externos es, de algu­
na manera, una condición epistemológica de la posibilidad de
la experiencia autoconsciente en su interpretación amplia.
En la parte I del presente trabajo (f 1]), usé la expresión ‘argu­
mento trascendental kantiano’ para referirme a cualquier argu­
mento que pretenda establecer que la existencia de los objetos
externos es una condición lógicamente necesaria de la posibi­
lidad de la experiencia autoconsciente. En esta segunda parte,
entonces, examino argumentos trascendentales kantianos que
parten de la premisa de que uno es el sujeto de experiencia
autoconsciente en su interpretación amplia. En la parte I senté
dos principios restrictivos para la construcción de un argum en­
to trascendental kantiano:
(1) El argumento trascendental no tiene que depender de al­
guna clase de verificacionismo.
(2) El argumento trascendental no tiene que depender de al­
guna clase de fenomenalismo.
Así pues, los objetos externos cuya existencia es supuestamente
demostrada no son ni construccciones hechas a base de repre­
sentaciones, ni objetos de una naturaleza tal que se garantice
que su existencia es cognoscible por el hecho de que uno pueda
formular oraciones significativas acerca de ellos. Si los objetos
externos fueran interpretados de una m anera verificacionista o
fenomenalista, entonces esta interpretación haría superf luo un
argumento trascendental kantiano que intentara establecer su
existencia. Esto es así porque tanto el fenomenalismo como el
verificacionismo ofrecen una respuesta directa al escéptico car­
tesiano acerca del conocimiento de los objetos físicos, de modo
que si cualquiera de estos puntos de vista fuera presupuesto
por un argumento trascendental kantiano, ello haría superf luo
cualquier contenido adicional que pudiera tener el argumento.
En mi anterior trabajo argumenté que una clase de recons­
trucción de la estrategia antiescéptica de Kant que parta de una
interpretación estrecha de la autoconciencia, realmente entra en
conflicto con el principio restrictivo que se refiere al verificacio-
nismo. En lo que sigue prestaré especial atención a la cuestión
de si un argumento trascendental que parta de una premisa más
rica —que uno es el sujeto de una experiencia autoconsciente
interpretada ampliamente—puede lograr su cometido sin violar
el principio restrictivo en cuestión. La dificultad principal, sin
embargo, es descubrir alguna razón prima facie verosímil por
la que la autoconciencia pudiera exigir la existencia de objetos
externos. Mis conclusiones en este trabajo son en buena medi­
da negativas. No solamente hay mucha obscuridad sobre si se
puede confeccionar o no un argumento válido de la clase de­
seada —ésta es la dificultad recién mencionada—, sino también
hay mucha obscuridad sobre si puede demostrarse o no que un
argumento trascendental kantiano formalmente impecable de
la clase deseada sea correcto. Esto es debido a las dificultades
comprendidas en la demostración de corrección de la interpre­
tación amplia de la autoconciencia.
La prim era sección de este trabajo se ocupa de una recons­
trucción kantiana que se centra en las condiciones de posibi­
lidad del conocimiento de que ciertas experiencias temporalmente
diversas le pertenecen a uno. Yo argumento que fracasa en cuanto
estrategia antiescéptica coherente. La segunda sección se ocupa
de una reconstrucción que se centra en las condiciones de po­
sibilidad del conocimiento de hechos temporales acerca de la propia
experiencia. Yo argumento que esta segunda clase de estrategia
antiescéptica fracasa: es muy difícil dem ostrar que la existencia
de los objetos externos sea una condición de la clase requerida.
En la tercera sección discuto el problema de si se podría demos­
trar que algún argumento trascendental kantiano que parta de
la interpretación amplia de la autoconciencia (tales como los
considerados en las dos primeras secciones) sea correcto a la
luz de los supuestos cartesianos del oponente escéptico. En la
sección final evalúo las perspectivas de éxito de los argumentos
kandanos que parten de una interpretación amplia de la auto-
conciencia.

I
Supongamos que un sujeto autoconsciente pretende saber que
él es el sujeto de una multitud de experiencias temporalm en­
te diversas, tales como su reciente pensamiento sobre Kant y su
aún más reciente comezón. En vista de las reflexiones de Hume
sobre la naturaleza del ‘yo“, uno bien podría preguntarse qué
es lo que un sujeto sabe cuando sabe que ciertas experiencias
son todas igualmente suyas. Uno podría seguir adelante e inves­
tigar las condiciones de posibilidad de tener el conocimiento
en cuestión. Esto es lo que obviamente hizo Kant en la Deduc­
ción Trascendental. Ahora supongamos que esa investigación
tiene el propósito de descubrir una condición epistemológica de
la clase requerida que sea pertinente para la refutación del es­
cepticismo cartesiano. Entonces, de alguna manera tiene que
ser el caso que saber que una multitud de experiencias tempo­
ralmente diversas son propias requiere tener conocimiento de
una condición cuya satisfacción implica la existencia de objetos
externos. Hay dos dificultades que cualquier estrategia seme­
jante debe enfrentar. La prim era es, simplemente, que debemos
asegurarnos de que la condición en cuestión sea suficientemen­
te fuerte para refutar al escéptico. Es, de hecho, bastante difícil
avanzar de la exigua premisa sobre la autoconciencia hacia una
conclusión que un cartesiano no pueda tolerar. La segunda di­
ficultad es que no hay condiciones epistemológicas de la clase
requerida. Incluso si destilamos una condición que tenga la
fuerza apropiada y que parezca que tiene algo que ver con el
hecho de que uno sea el propietario de experiencias tempo­
ralmente diversas, es lisa y llanamente falso que haya alguna
condición cuyo conocimiento se requiera para que uno tenga el
conocimiento de que una multitud de experiencias temporal­
mente diversas son todas igualmente propias.
Permítaseme ilustrar cómo afectan estos problemas a un caso
particular de la clase de estrategia antiescépüca kantiana recién
delineada. Este ejemplo se encuentra en el trabajo de Paul Gu­
yer, en su reseña de W. H. Walsh ([2]) y en su libro sobre la
estética de Kant [3]. En [2], Guyer critica la lectura de la Deduc­
ción Trascendental de Walsh, en la que se sostiene la necesidad
de la validez a priori de las categorías a fin de que haya criterios
de acuerdo intersubjetivo. Desde el punto de vista de Guyer, el
argumento de la Deducción no parte de las premisas de que la
afirmación ‘Yo pienso’ marque un contraste entre yo y lo otro,
y de que la distinción de Kant entre validez subjetiva y objetiva
equivale a la distinción entre una ‘ruta experiencial’ particular
y otras posibles rutas. El punto de vista al que Guyer se está
oponiendo aquí lo comparten Strawson y Walsh. Desde el pun­
to de vista de Guyer, “de lo que de hecho se ocupa el argumento
de Kant en la Deducción Trascendental es de las condiciones
de atribución de diferentes experiencias a un yo singular tem­
poralmente extendido” ([2]: 267). Esta atribución no puede
hacerse sobre la base de ninguna característica intrínseca de las
experiencias pertenecientes a la multiplicidad temporalmente
extendida de una conciencia unitaria dada. Como dice Guyer,
“Nada hay en el contenido de un pensamiento particular que
indique que pertenece a la misma multiplicidad que algún otro”
([2]: 267). Esta negativa es tomada por Guyer como equivalente
a la negativa de Hume de que hay una impresión constante del
yo. Kant aceptó este señalamiento humeano negativo. Ahora
bien, solamente si Hume estuviera equivocado sobre esta cues­
tión el contenido de una experiencia particular podría indicar
que pertenece a la misma multiplicidad que alguna otra expe­
riencia (o así parece que Guyer argumenta). Así pues, “que los
pensamientos sean miembros comunes de una sola conciencia
puede ser verificado sólo sobre la base de alguna form a de co­
nexión entre ellos que sea diversa de su pertenencia al mismo yo"
([2]:267, cursivas mías).
Hay dos puntos interesantes en esta conclusión intermedia
del argumento de Guyer. Primero, en esta etapa parece que lo
que se ha mostrado es algo más substancial que el resultado
recién citado. Lo que se ha mostrado es que una atribución de
dos experiencias a la misma multiplicidad puede hacerse sólo
con base en algunas características relaciónales de esas expe­
riencias. Está claro que si lo que se requiere es una base para la
atribución de Ej y E2 a una sola multiplicidad de experiencia,
entonces es muy poco informativo ofrecer como base el hecho
de que Ei y Eg pertenecen al mismo yo. De modo que la conclusión
intermedia que formula Guyer es algo ü'ivialmente verdadero
dada la naturaleza del proyecto de que se trata, en vez de la
conclusión más substancial acerca de la conexión entre expe­
riencias en cuyo favor parecía estar abogando. Segundo, hasta
aquí el argumento ha girado en torno a las condiciones para
atribuir diversas experiencias a un yo singular o, como también
lo presenta Guyer, las condiciones para verificar que diversas
experiencias pertenecen a un solo yo. Discutiré la importancia
de estas locuciones más adelante.
Resulta que la conexión entre los diferentes pensamientos de
un yo singular es llevada a cabo por medio del juicio: sólo por
medio de juicios objetivamente válidos que conecten diversos
pensamientos “puede ser verificada la necesidad de que algunos
pensamientos formen una multiplicidad singular —por ejem­
plo, que ocurran en una secuencia particular” ([2]: 267). Dos
conclusiones más son extraídas por Guyer. Primero, que las co­
nexiones objetivamente válidas que se dan entre pensamientos
(que consisten en su ser conectados por juicios objetivamente
válidos) tienen que ser por naturaleza temporales, ya que ésta es
la única relación entre pensamientos que cada elemento —de la
multiplicidad temporalmente extendida de un yo—sostiene con
cada uno de los otros elementos semejantes. La existencia de es­
tas relaciones temporales comprehensivas entre los miembros
de una multiplicidad implica que hay un “sistema conceptual
comprehensivo que puede verificar las conexiones requeridas
enüe éstos, unificando todas las experiencias propias en un
único y coherente orden objetivo” ([2]: 267). Presumiblemente
Guyer tiene la intención de que esta conclusión sea lo suficien­
temente fuerte como para implicar que el ‘sistema conceptual
comprehensivo’ incorpora las categorías y que hay juicios verda­
deros que emplean estos conceptos a priori, los cuales, de alguna
manera, ‘verifican’ las conexiones temporales requeridas entre
las experiencias propias. Todo esto tiene que sobrentenderse si
es que el objetivo de la Deducción ha de lograrse.
Esta reconstrucción suscita varias preguntas. (1) ¿Qué es
exactamente un juicio objetivamente válido? (2) ¿Por qué son
las conexiones objetivamente válidas entre pensamientos —co­
nexiones que son de un tipo que supuestamente implicará un
‘sistema conceptual comprehensivo’ de la clase deseada— las
únicas conexiones que pueden ‘verificar’ la pertenencia de es­
tos pensamientos en una multiplicidad singular? Con respecto a
(1), un juicio objetivamente válido es, según el uso kantiano, un
juicio que pretende ser verdadero sin im portar cuál es el estado
de la persona que hace el juicio y que es, además, verdadero.
Esta explicación de la validez objetiva no ofrece una respuesta
obvia a (2). Considérese E3 —mi experiencia visual de un cerillo
encendido que prende una mecha—y E4 —mi experiencia visual
de una como explosión. He aquí un juicio que ‘conecta’ a E$
con E4:
(Jl) E4 siguió a Ej en mi aprehensión.
Éste es un juicio acerca del orden en el que ocurren dos ex­
periencias en mi conciencia, o en mi aprehensión, como diría
Kant. Podemos llamar a las series temporalmente ordenadas S
de mis experiencias mi orden temporal de sujeto. Entonces (Jl) es
un juicio acerca de cómo E^ y E4 encajan en mi orden temporal
de sujeto. Este orden temporal es, pensamos, una subparte del
orden temporal objetivo en el cual se encuentran localizados
todos los eventos. Mis experiencias pueden estar entreveradas
dentro del orden temporal objetivo sin desorganizar sus posi­
ciones relativas en mi orden temporal de sujeto. Si E4 sigue a
E3 en mi orden temporal de sujeto, entonces E4 sigue a E?, tam­
bién en el orden temporal objetivo. De modo que las relaciones
temporales que se dan entre las experiencias abarcadas por mi
orden temporal de sujeto son relaciones temporales objetivas. Si
(Jl) es verdadero, es un juicio objetivamente válido en el sentido
de que habría seguido siendo verdadero independientemente
de a mí ahora me pareciera que mi experiencia pasada E4 siguió a
mi experiencia pasada E?, en mi aprehensión. Pero la verdad de
juicios como (Jl) ciertamente no implica, de ninguna m anera
obvia, la existencia (o legitimidad) de un ‘sistema conceptual
comprehensivo’ que incorpore las categorías. La verdad de los
juicios acerca de mi orden temporal de sujeto parece de hecho
ser, prima facie, consistente con la falsedad de las proposicio­
nes acerca de la existencia de objetos externos que el escéptico
encuentra dudosas.
He aquí otro juicio ‘conectante’ que (supondremos) tiene
validez objetiva y que al parecer sí implica la existencia de un
‘sistema conceptual comprehensivo’ de la clase deseada:
(J2) El evento del cual Es es una experiencia causó el evento del cual
E4 es una experiencia.
¿Qué hay en (J2) que lo distingua de (Jl) respecto de la verifi­
cación de la posesión común de Es¡ y E4? Parecería que (Jl) es
el más pertinenete en este aspecto, ya que es un juicio sobre
el orden temporal de una parte de mi multiplicidad de expe­
riencias. No obstante, como he dicho, la verdad de los juicios
como (Jl), que sólo conciernen a mi orden temporal de sujeto,
parece ser irrelevante para el problema de la Deducción, que es
la legitimación de hacer juicios cargados de categorías acerca
de un mundo de substancias físicas causalmente relacionadas.
Así que si juicios como (Jl) son los más obviamente pertinentes
para resolver el problema de Guyer sobre las condiciones de
verificación de la posesión de distintos pensamientos por un yo
singular, no habremos llegado muy lejos en lograr la meta de
la Deducción por medio de la investigación de la naturaleza de
estas condiciones.
Sin embargo, el problema de esta crítica de Guyer es que
en juicios tales como (Jl) ya se presupone que E3 y E,[ forman
parte de mi historia. Tal vez es precisamente porque (J2) es
verdadero, sin im portar el orden en que E3 y E4 han ocurrido
en mi aprehensión, que este juicio puede servir para llevar a
cabo una conexión entre E3 y E4 sin presuponer que son ele­
mentos de la misma multiplicidad de experiencia. Tal vez (J2)
puede satisfacer el requerimiento precisamente porque hace
una afirmación verdadera acerca de una relación temporal que
es independiente de mi orden temporal de sujeto. Obviamente,
la conexión entre E3 y E4 que se afirma en (J2) no es suficien­
te para que esas experiencias califiquen como elementos de la
misma multiplicidad, pero todo lo que Kant necesita dem ostrar
es que es necesaria.
Está claro que hay experiencias mías que no están conectadas
a la manera de E3 y E4, por ejemplo, un pensamiento sobre
la batalla de Bull Run y una sensación de cosquilleo. Muchos
pares de experiencias mías no son pares de experiencias de
eventos causalmente relacionados. Pero para cualquier par de
experiencias mías, hay una conexión temporal objetivamente
válida entre los miembros del par: una precede a la otra en
el orden temporal objetivo, o bien son simultáneas. De manera
que el punto de vista que, a lo más, Guyer parece tener derecho a
reconstruir a partir de Kant es que, si hay experiencias distintas
atribuibles a mi yo unitario —cuya posesión conjunta por parte
mía es verificable—, entonces hay un orden temporal objetivo
de eventos en los cuales mis experiencias tienen una posición.
Esto no puede ser todo lo que se puede decir respecto del
argumento de Guyer, dada la dificultad anteriormente suscita­
da, si es que éste ha de tener éxito en lograr el objetivo de la
Deducción. Mi orden temporal de sujeto es un orden temporal
objetivo, de modo que el argumento recién descrito admitiría la
posibilidad de que no haya más eventos que los mentales com­
prendidos en mi orden temporal de sujeto. Así que, claramente,
Guyer debe intentar argumentar en favor de la existencia de un
orden temporal objetivo que incluya mi orden temporal de su­
jeto como subparte. Claro está que, como hemos visto, Guyer
parece pensar que la existencia de conexiones temporales ob­
jetivas exhaustivas entre mis experiencias de alguna manera
garantiza la legitimidad de los juicios ‘cargados de categorías’
que empleen un ‘sistema conceptual comprehensivo’, juicios
que presumiblemente impliquen la existencia de eventos distin­
tos de aquellos comprendidos por mi orden temporal de sujeto.
Pero el argumento que Guyer de hecho presenta no llega tan
lejos. Lo que necesita demostrarse es algún resultado tal que
uno no pudiera hacer un juicio objetivamente válido acerca de
una parte del orden temporal de sujeto propio —un juicio como
(J2)—si uno no pudiera hacer juicios temporales objetivamente
válidos acerca de eventos que no formen parte del orden tempo­
ral de sujeto propio. Semejante argumento podría estar dirigido
a establecer que, si uno estuviera limitado a juicios temporales
acerca del orden temporal de sujeto propio, entonces, cuando
mucho, estaría uno autorizado a hacer juicios como
(J4) Me parece a mí ahora que E4 siguió a E;{,

que no es un juicio objetivamente válido. Además de los pro­


blemas a los que me seguiré refiriendo, Guyer se enfrenta con
el difícil problema de construir un argumento de la clase an­
tes mencionada. Por supuesto que él podría tratar de bloquear
de alguna otra manera el movimiento que he hecho —el movi­
miento de confinar los juicios temporales objetivamente válidos
propios al orden temporal de sujeto propio. Pero Guyer no su­
giere cómo hacer esto.
La situación dialéctica, en este punto, es como sigue. An­
te la dificultad original ocasionada por el movimiento recién
mencionado, suponíamos que Guyer argumentaba que la ve­
rificación de mi propiedad común de y £4 no puede ser
efectuada por (Jl), un juicio que explícitamente se refiere a mi
orden temporal de sujeto. En cambio, era necesario un juicio
como (J2), un juicio que no presuponga la propiedad común
de E.h y E4. Sin embargo, parecería que no cualquier par de ex­
periencias mías puede ser conectado por un juicio causal como
(J2). De modo que, entonces, pensamos que Guyer estaba soste­
niendo que el juicio conectante sería, en cambio, simplemente
un juicio acerca de las posiciones relativas de las experiencias
en el orden temporal objetivo. Pero entonces el problema origi­
nal vuelve a salir a la superficie. Esto es porque un juicio como
(J5) E4 siguió a E3 (en el orden temporal objetivo)
es un juicio objetivamente válido que, aunque no atañe explíci­
tamente a mi orden temporal de sujeto, no obstante no logra
implicar (en cualquier manera obvia) la existencia de otros even­
tos distintos a los comprendidos por este orden. Guyer no nos
ofrece materiales para la resolución de este problema.
Esto concluye mi ilustración de la prim era clase de dificul­
tad que enfrenta una estrategia antiescéptica enfocada hacia las
condiciones de posibilidad de tener conocimiento de que expe­
riencias temporalmente diversas le pertenecen a uno mismo. La
dificultad en el caso presente es que Guyer sólo puede preten­
der, en el mejor de los casos, que las condiciones en cuestión
son condiciones que conciernen al orden temporal de sujeto
propio y la satisfacción de tales condiciones no es, a la vista
de ello, de ninguna manera inconsistente con la verdad del es­
cepticismo cartesiano. Permítaseme ahora ilustrar la segunda
dificultad antes mencionada: no hay condiciones epistemológi­
cas de la clase requerida. De manera preliminar, considérese el
siguiente problema obvio que surge para la estrategia de Guyer.
Supóngase que Guyer pudiera, de alguna manera, mostrar
que uno no podría hacer ningún juicio objetivamente válido
sobre el orden temporal de sujeto propio a menos que uno
pudiera hacer algunos juicios similares sobre eventos que no
formen parte del orden temporal de sujeto propio. Uno podría
muy bien preguntar por qué algunos de estos últimos juicios
deben ser juicios verdaderos que impliquen la existencia efectiva
de un orden temporal que incluya el orden temporal de sujeto
propio como subparte. Otro modo de plantear este problema
es sugerido por las etapas tempranas del argumento de Guyer,
en que él trata de demostrar que tiene que darse alguna forma
de conexión entre las experiencias que pueden ser verificadas
como pertenecientes a la multiplicidad de un yo unitario. La
‘forma de conexión’ entre experiencias por la cual Guyer abo­
ga es la conexión por medio del juicio temporal. Sin embargo,
¿por qué la existencia de dicha forma de conexión entre ex­
periencias habría de ser suficiente para implicar la existencia
de un orden temporal objetivo que propiamente incluya al or­
den temporal de sujeto propio? ¿No ha demostrado Guyer, a
lo más, que se requiere cierta habilidad de juicio por parte mía
para la verificación de mis pretensiones de ser propietario de
experiencias temporalmente diversas (una habilidad judicativa
cuyo ejercicio establece una conexión entre mis experiencias)?
Si esto es lo más que se puede decir del argumento de Guyer,
entonces nos queda el siguiente problema. No tenemos ningu­
na justificación para la conclusión de que juicios tales como
(J2) —el juicio causal—sean juicios verdaderos. Si el argumento
de Guyer no establece que algunos de dichos juicios son verda­
deros, entonces es difícil ver cómo podría llegar muy lejos en
el camino de dem ostrar que hay un orden temporal objetivo de
eventos que propiamente incluye mi orden temporal de sujeto.
Guyer podría replicar a esta objeción argumentando como
sigue. “Algunos juicios sobre el orden temporal objetivo tienen
que ser verdaderos si las afirmaciones sobre la posesión común
de experiencias temporalmente diversas han de ser verificadas.
Para tal verificación, se argumentó antes, se requieren juicios
sobre el orden temporal objetivo, y está claro que unjuicio fa l­
so no puede servir para verificar nada. Y si algunos juicios que
hacen afirmaciones sobre un orden temporal objetivo, que pro­
piamente incluye mi orden temporal de sujeto, son verdaderos,
entonces tiene que ser que hay tal orden. Por tanto, hay even­
tos distintos de los eventos mentales que componen mi orden
temporal de sujeto”. Esta respuesta recae sobre la noción de
verificación de la posesión común de experiencias temporalmente di­
versas, como lo hace el argumento total de Guyer. Así que es
importante discutir los problemas que surgen del uso que Gu­
yer hace de esta noción.
Verificar que las experiencias Ej, Eg,..., E„ son todas de la
misma manera mías es, presumiblemente, llegar a saber, de al­
guna manera, que todas ellas son de la misma manera mías.
Guyer está obviamente sosteniendo que la existencia de cone­
xiones temporales exhaustivas entre mis experiencias (del tipo
recién discutido) es una condición de posibilidad de que yo
llegue a tener tal conocimiento. Dejando a un lado por el mo­
mento esta pretensión, consideremos lo que tal condición de
mi posesión de autoconocimiento podría ser. En el caso en que
Ei, digamos, es una experiencia presente mía, ¿tiene sentido
decir que yo sé, o podría saber, que Ei es mía sobre la base de
saber que satisface alguna condición? Esto depende de cómo
sea descrita Ep Yo podría usar un fundamento para llegar a la
conclusión de que la experiencia auditiva que tiene actualmen­
te la persona más pesada del cuarto, que es de hecho Ei, es
mi propia experiencia. Mi fundamento, en este caso, sería que
yo soy la persona más pesada del cuarto y que estoy teniendo
actualmente una experiencia auditiva. Mi conocimiento de este
fundamento justificaría mi afirmación de saber que la experien­
cia señalada por la descripción definida es, de hecho, mía. Sin
embargo, está bastante claro que yo comúnmente llego a saber
que una experiencia presente es mía simplemente teniéndola. En
tales casos, mi conocimiento de que una experiencia presente
es mía no se basa en mi conocimiento de algún fundamento.
Los únicos casos en los que un fundamento podría entrar en
juego son aquellos en los que la referencia a una experiencia
se hace por medio de una descripción definida de la forma
“la experiencia tenida por la persona q u e... ” y en los cuales
uso el fundamento de que yo soy la persona que satisface la
condición..., con el fin de concluir que la experiencia señala­
da por la descripción es mía.
Ahora podemos hacer la pregunta adicional de si tiene senti­
do decir que yo sé, o podría saber, que una experiencia pasada
es mía sobre la base de saber que satisface alguna condición.
Una vez más, yo podría usar un fundamento para concluir que
la experiencia de dolor tenida ayer por la persona más pesada
del cuarto era, de hecho, mi experiencia. Yo podría recordar
haber tenido un dolor ayer, y usar el fundamento de que yo era
la persona más pesada del cuarto ayer, para concluir que la ex­
periencia en cuestión era mía. En otro caso, yo podría recordar
que alguien, en una ocasión pasada, estaba hablando acerca de
un dolor peculiar que estaba sintiendo y usar una anotación en
mi diario como fundamento para llegar a la conclusión de que
era yo quien sintió el dolor. Sin embargo, en muchos casos en
los que yo afirmo saber que una experiencia pasada particular
fue mía, a mí simplemente me parece recordar haber tenido la ex­
periencia. En tales casos, si no estoy recordando mal y por ende
confundiendo de alguna manera una fantasía presente con un
recuerdo real de una experiencia pasada, entonces mi manera
de saber que una experiencia como de ver una puesta de sol es
de hecho mi experiencia, es simplemente mi recuerdo (verídi­
co) del contenido de la experiencia. En tal caso, no es como
si yo considerara una particular experiencia pasada por medio
del uso de la memoria, me preguntara de quién era tal expe­
riencia y concluyera que era mía sobre la base de que satisface
alguna condición. Una vez más, los únicos casos en los cuales
un fundamento podría entrar enjuego son aquellos en los cua­
les nos referimos a una experiencia pasada por medio del uso
de una descripción definida de la forma ‘la experiencia tenida
por la persona q u e... ’ y en la cual yo uso el fundamento de que
yo soy la persona que satisface la condición..., para concluir
que la experiencia señalada por la descripción es mía.
El panorama de Guyer parece ser el siguiente. Yo, de alguna
manera, considero una multitud de experiencias temporalmen­
te diversas algunas de las cuales pueden ser presentes. Hay
algún problema respecto de cómo puedo sostener que sé que
estas experiencias son todas ellas, de igual manera, mías. Yo
puedo resolver esta cuestión sólo verificando que las experien­
cias son mías, y puedo hacer eso sólo llegando a saber que las
experiencias satisfacen algunas condiciones. Resulta que las
condiciones de verificación en cuestión son éstas: las expe­
riencias están conectadas por juicios temporales objetivamente
válidos de la clase antes discutida. Yo llego a saber que las expe­
riencias son todas, de igual manera, mías llegando a saber que
cada una de ellas ocupa alguna posición en el orden temporal
objetivo de los eventos, el cual incluye propiamente mi orden
temporal de sujeto. Dejando a un lado la desconcertante pre­
gunta de cómo es que la segunda clase de conocimiento podría
ofrecer un fundamento para la primera, podemos ahora reite­
rar los puntos precedentes: en los casos más normales, no llego
a saber que una experiencia (pasada o presente) es mía sobre
la base de algún otro conocimiento que poseo; en los casos más
normales yo sé que una experiencia es mía o bien teniéndola, o
bien recordando haberla tenido.
O tra manera de establecer la misma postura crítica sería de­
cir que las condiciones de posibilidad de que yo sepa que E i,
E2, . .., En son mías, son justamente las condiciones de posibili­
dad de que estas experiencias sean mías. Si P es una condición
necesaria de Q, entonces P también es una condición nece­
saria de que yo sepa que Q. Así que yo argumentaría que las
condiciones necesarias para mi conocimiento de que ciertas ex­
periencias son mías, son nada menos que las condiciones que
hacen verdadero (o ayudan a hacer verdadero) que las experien­
cias sean mías. Pero tales condiciones difícilmente podrían ser
llamadas (según la frase de Guyer) “condiciones epistemológicas
de la atribución de pensamientos distintos... a mi conciencia
idéntica” ([2]: 267). Esto es, difícilmente podría pensarse que
dichas condiciones son epistemológicas, a menos que asumiéra­
mos como una condición de la verdad de P que P sea susceptible
de verificación. Esto sería así si fuera una condición de la signi-
ficatividad de una oración que expresa P, que o P o su negación
sean susceptibles de verificación, ya que P es verdadero sólo
si alguna oración capaz de expresar P es significativa (si P es
expresable).
En ([3]: 409, n. 87), Guyer describe su interpretación de
la Deducción como ‘verificacionista’. Podríamos reconstruir el
pensamiento de Guyer como sigue. Si la oración “Ej, E2,..., E»
me pertenecen todas” es verdadera, y por tanto significativa,
entonces el hecho de mi posesión de las diversas experiencias
tiene que ser susceptible de verificación (dado el anterior prin­
cipio de verificación). Pero la verificación de la verdad de una
proposición P consiste en llegar a saber que P sobre la base de
algún otro conocimiento que uno posee. Así, si la oración so­
bre mi posesión de las varias experiencias es verdadera y por
tanto significativa, entonces (dado el éxito del resto del argu­
mento de Guyer) tiene que haber alguna ‘forma de conexión’
entre las experiencias que pueda servir como base para que yo
llegue a saber que todas ellas son, de la misma manera, mías.
Mi objeción a esta línea de pensamiento no es tanto que sea ve­
rificacionista como que el particular principio de verificación
empleado es bastante implausible en cuanto a que requiere que
mi conocimiento de la posesión de mis experiencias tiene que
estar fundamentado en algún otro conocimiento. En todo ca­
so, asumir el principio de verificación haría superfluo el resto
del argumento de Guyer, ya que el principio sería en sí mismo
suficiente para refutar al escéptico.
Con esto concluyo mi ilustración de la segunda dificultad
que pesa sobre las estrategias antiescépticas que buscan revelar
las condiciones epistemológicas de la posibilidad de saber que
experiencias temporalmente diversas le pertenecen a uno mis­
mo. En un pasaje poco característico de [3] y de [4], y al final
de [5], Guyer se mueve hacia una clase de argumento antiescép­
tico bastante diferente del que hemos venido examinando. La
premisa clave concierne al conocimiento de experiencias tem­
poralmente diversas, pero no concierne a la habilidad de uno
de saber, respecto de una variedad de tales experiencias, que
le pertenecen a uno. Más bien, concierne a la habilidad de uno
de conocer el ordenamiento temporal de las experiencias pro­
pias. En [3], Guyer dice, en cierto punto, que “el empleo de
las categorías... es una condición para la verificación de las
pretensiones de conocimiento efectivo de los miembros de la
multiplicidad propia y de su posición en la historia mental propia"
([3]: 409, n. 87; el énfasis es añadido). En su reseña sobre H enri­
ch, dice que “el empleo de ciertos principios categoriales sobre
los objetos externos es una condición necesaria de la confir­
mación de las afirmaciones sobre la posición temporal de nuestros
propios estados mentales, los cuales están implicados en nuestro
conocimiento de nuestra identidad continua” ([4]: 164; el én­
fasis es añadido). Más adelante, en la misma reseña, dice que
la función de los principios categoriales es “asegurar que las
representaciones que uno está considerando en este momento
de hecho representan verídicamente una secuencia de represen­
taciones pasadas y presentes de uno y, así, la identidad continua
de uno a través de una secuencia representada de estados” ([4]:
165). Guyer no ofrece en ningún punto explicación alguna de
por qué los principios categoriales que conciernen a los objetos
físicos son requeridos para la “confirmación de las afirmaciones
sobre la posición temporal de nuestros propios estados menta­
les” (o para la veracidad de la representación descrita en la
segunda cita). Tampoco explica cómo es que el conocimiento
del ordenamiento temporal de las experiencias está implicado
en el conocimiento de uno de la identidad continua propia. En
lo que sigue, trataré de construir un argumento que satisfaga
algunos de los desiderata de Guyer: el argumento estará diri­
gido a dem ostrar que la falsedad del escepticismo cartesiano
acerca del conocimiento de los objetos externos, es una condi­
ción epistemológica de la posibilidad del conocimiento de uno
del ordenamiento temporal de las experiencias propias.

II
Usemos el término ‘determinación temporal del sujeto’ con el
significado de “llegar a conocer el orden temporal de (por lo
menos algunas de) las experiencias propias”. Dicha determina­
ción temporal respecto de, digamos, dos de las experiencias de
uno, sería llegar a saber si son simultáneas o no, y si no lo son,
cuál de ellas precede a la otra en el orden temporal del suje­
to propio. El problema que hay que investigar ahora es cómo
puede ser que la existencia de los objetos externos sea una con­
dición de posibilidad de la determinación temporal del sujeto.
En este punto, debemos recordar que en un argumento trascen­
dental kantiano se alega que la existencia de los objetos externos
es una condición de posibilidad de la experiencia autoconscien­
te. De modo que la estrategia antiescéptica presente, de seguir
el patrón kantiano, está comprometida con la afirmación de
que la determinación temporal del sujeto es una condición de
posibilidad de la experiencia autoconsciente. Tendremos que
regresar a esta afirmación más tarde.
El problema general que quiero considerar como una cues­
tión preliminar es: ¿cómo puede ser que una condición P sea
una condición de posibilidad de la determinación temporal del
sujeto? Puedo pensar en tres explicaciones alternativas de cómo
funcionaría esto:
(1) Yo podría no tener el conocimiento requerido para la determi­
nación temporal del sujeto a menos que supiera que P.
(2) Que P sea verdadero es, en parte, lo que hace verdadero que
haya un orden temporal del sujeto.
(3) Yo podría no tener siquiera el concepto de un orden temporal
del sujeto (o hacerjuicios acerca de un orden temporal de sujeto)
a menos que tuviera los conceptos necesarios para formular la
condición de que P.

Llamemos a la alternativa (1) la explicación epistemológica de


cómo P hace posible la determinación temporal del sujeto. (2)
es la explicación metafísica, y (3) es la explicación conceptual. La
explicación conceptual es sólo una aplicación del enfoque de
Strawson-Rorty a los problemas kantianos sobre la posibilidad
de la experiencia. En [1] discutí las dificultades que rodean este
enfoque.
En la explicación metafísica, P es una condición de posibi­
lidad de la determinación temporal del sujeto porque es una
condición necesaria de que haya un orden temporal del sujeto.
De modo que en la explicación metafísica, P sería una condi­
ción necesaria de que mi experiencia tenga un orden temporal.
Supóngase que tomamos a P como la proposición de que hay
un mundo de objetos físicos persistentes. ¿Es la existencia de un
mundo semejante una condición lógicamente necesaria de que
mi experiencia tenga un orden temporal? La existencia de obje­
tos físicos es obviamente una condición (lógicamente necesaria)
para que haya una ordenación temporal de los eventos que
involucran objetos físicos. ¿Pero podría uno argumentar que
la existencia de objetos es una condición (lógicamente necesa­
ria) de la existencia de una ordenación temporal de los eventos
mentales? Tal argumento tendría, obviamente, que funcionar de­
mostrando que la existencia de objetos físicos persistentes es,
de alguna manera, una condición (lógicamente necesaria) de
que haya un ordenamiento temporal cualquiera. Mi intuición
es que semejante argumento sería extremadamente difícil de
hacer.
En la discusión que sigue, asumiré que la explicación episte­
mológica de las condiciones de posibilidad de la determinación
temporal del sujeto es la explicación más prometedora. Vimos
que Guyer trató de ofrecer una explicación epistemológica de
las condiciones de posibilidad de saber, respecto de experien­
cias temporalmente diversas, que le pertenecen a uno. Dado
el fracaso de esa empresa, nos volvemos ahora a la pregunta:
¿puede argumentarse que uno podría no tener el conocimiento
requerido para la determinación temporal del sujeto a menos
que hubiera objetos físicos localizados en el espacio?
Con el fin de completar algunos detalles de la explicación
epistemológica disponible, es necesario entender qué clase de
relación epistémica podría pensarse que se da entre el conoci­
miento de uno de que P, y el conocimiento de uno respecto de
la ordenación temporal de las experiencias propias. La relación
podría ser la que se da entre un fundamento justificador y una con­
secuencia justificada. La relación epistémica que Guyer discutió
fue la que se daba entre una condición de verificación y lo que la
condición verifica. Verificación yjustificación son nociones estre­
chamente relacionadas, especialmente si hay lo que se dice una
verificación débil. Uno podría estar justificado en creer R sobre
la base de S, incluso aunque S no verifique concluyentemente
a R. En tal caso, podríamos decir que R es débilmente verificado
por S. En lo que sigue, m e concentraré en el concepto de justifi­
cación, ya que la repetida alusión a condiciones de verificación
podría dar pie a la falsa impresión de que necesitamos asumir,
en el presente contexto, que todas las oraciones significativas
tienen condiciones de verificación correspondientes.
Supongamos que uno no pudiera estar justificado en sos­
tener que sabe que algunas de las experiencias propias están
ordenadas temporalmente de cierta manera, a menos que uno
también supiera que P. Nótese que P no tendría que ser un
fundamento por el que uno se guiara para descifrar el ordena­
miento temporal de estas experiencias. En cambio, P puede
ser algo que uno no pudiera siquiera saber antes de descifrar
este ordenamiento, pero que uno tuviera que ser capaz de lle­
gar a saber para ser capaz de creer justificadamente que estas
experiencias están ordenadas de cierta manera. Esta matiza-
ción es importante porque parece que, mirando muchas de las
experiencias propias, uno no llega a creer que están temporal­
mente relacionadas de cierta manera al llegar a saber primero
algunos hechos que sirven de fundamento para esta determi­
nación temporal. Mucho de mi conocimiento del ordenamien­
to temporal de mis experiencias, según parece, es tan carente
de fundamento (no inferencial) como mi conocimiento de que
experiencias particulares forman parte de la multiplicidad tem­
poralmente extendida de mis experiencias. Se puede admitir
que frecuentemente es necesario emplear una inferencia con el
fin de determ inar el ordenamiento temporal de una parte de
la multiplicidad de mis experiencias. En tales casos sí recurro
a un fundamento para descifrar el orden temporal de algunas
de mis experiencias. Pero, en los que parecen ser los casos más
básicos de determinación temporal del sujeto, no recurro a nin­
gún fundamento y, por tanto, en cierto sentido, no necesito un
fundamento para determinar la relación temporal entre varias
de mis experiencias. Simplemente consulto mi memoria y (me
parece que) recuerdo que E ocurrió antes que E'.
A hora supongamos que la explicación epistemológica de las
condiciones de posibilidad de la determinación temporal del
sujeto explica la relación entre el conocimiento de que P y el
conocimiento de que algunas de las experiencias de uno están
temporalmente ordenadas de cierta manera, como la relación
entre un fundamento justificador y una consecuencia justifica­
da. Entonces, tiene que suceder que en los casos más básicos
de determinación temporal del sujeto —en los cuales uno no
usa ningún fundamento y, por tanto, no necesita ningún fun­
damento para determinar cuáles relaciones temporales se dan
entre las experiencias en cuestión—uno tiene que saber de to­
dos modos que P a fin de estar justificado en la pretensión de
saber que las relaciones temporales tienen lugar. Uno no nece­
sita ningún fundamento para descifrar cuáles son las relaciones
temporales en tales casos básicos, pero si uno ha de ser capaz de
sostener que sabe que se dan estas relaciones, uno tiene que ser
capaz de ofrecer el conocimiento de cjue P como el fundamento
justificador propio. Así que, desde este punto de vista, resulta
engañoso hablar de casos básicos de determinación temporal del
sujeto para los cuales no se usa ningún fundamento. A menos
que uno sepa que P, lo más que se puede decir en tales casos es
que uno cree, sin fundamento y con verdad, que ciertas relacio­
nes temporales tienen lugar entre ciertas experiencias propias.
A menos que uno tenga conocimiento del fundamento justifi­
cador P no usado, no se puede decir que uno haya determinado
(llegado a saber) que ciertas relaciones temporales tienen lugar
entre ciertas experiencias propias.
Supóngase que P, la supuesta condición epistemológica de
la posibilidad de la determinación temporal del sujeto, es o
bien la proposición de que hay objetos externos, o bien alguna
complicada proposición sobre objetos externos específicos que
implique lógicamente que hay objetos externos. ¿Por qué, en ge­
neral, habrían las pretensiones de conocimiento concernientes
a una clase dada de proposiciones (por ejemplo, proposicio­
nes sobre el orden temporal del sujeto propio) de requerir
para su justificación de la posesión del conocimiento de otra
clase específica (por ejemplo, de proposiciones sobre objetos
externos)? Supóngase que yo afirmo que sé que Juan borró
mi pizarrón. No parecería que está determinado de antemano
que sólo proposiciones sobre tal o cual clase de entidad pue­
dan servir como mi justificación para afirm ar el conocimiento
en cuestión. Cualquier variedad de proposiciones podría servir
como buena razón para creer la proposición en cuestión. No
obstante, se podría sostener que para que uno sepa cualesquiera
proposiciones sobre los objetos físicos, uno también tiene que
saber alguna proposición sobre la experiencia sensorial que sir­
ve como fundamento justificador último. Semejante punto de
vista fundacionalista podría exigir que una proposición sobre
los objetos físicos está justificada para mí sólo si está funda­
mentada por una cadena justificacional que termine en algunas
proposiciones que (por razones que dejaremos inexplicadas) no
necesitanjustificación y que son conocidas por mí. Considérese
ahora mi creencia de que estoy actualmente sosteniendo un lá­
piz. Yo no he llegado, de hecho, a esta creencia como resultado
de llevar a cabo una inferencia a partir de otras de mis creen­
cias. Mi creencia, entonces, carece de fundamento en el sentido
de que es no inferencial. Según el fundacionalismo recién de­
lineado, yo puedo sostener que tengo la creencia justificada de
que estoy ahora sosteniendo un lápiz sólo si sé algunas pro­
posiciones sobre la experiencia sensorial. Estas proposiciones
fundantes no son usadas por mí para inferir las proposiciones
de objetos físicos. La idea es, más bien, que si yo he de afirm ar
que tengo una creencia justificada de que una proposición es
verdadera —si yo he de afirm ar que la sé—, tengo que conocer
las proposiciones experienciales justificadoras.
La existencia de los objetos externos fue considerada como
una condición de posibilidad epistemológica del conocimiento
de aquellas proposiciones sobre mi orden temporal de sujeto
que son creídas sin fundamento (no inferencialmente) por la
siguiente razón: el conocimiento de objetos externos fue con­
siderado necesario para la justificación de estas últimas creen­
cias. Con el fin de hacer verosímil este pensamiento, acabamos
de discutir un caso en el cual una creencia sin fundamento (no
inferencial) sí requiere del conocimiento de alguna otra clase
de proposición para su justificación (dadas las consideraciones
fundacionalistas). Sin embargo, no parece verosímil suponer
que las proposiciones sobre objetos externos puedan ser co­
nocidas por mí con mayor certeza que las proposiciones sobre el
orden de mis experiencias, las cuales son creídas sin fundamen­
to. Las proposiciones sobre objetos físicos no están más abajo
(más cerca del cimiento), en alguna jerarquía fundacionalista,
que las proposiciones creídas sin fundamento sobre mi orden
temporal de sujeto. Considérese mi creencia, sin fundamento,
de que mi experiencia dizque de escribir la oración anterior
fue precedida, en mi orden temporal de sujeto, por mi expe­
riencia dizque de leer la prim era Analogía de la Experiencia.
¿Es mi conocimiento de esta relación temporal menos cierto
que mi conocimiento de cualquier objeto externo pertinente?
O considérese mi creencia de que mi reciente impresión senso­
rial visual dizque del barco que se encuentra río arriba precede
a mi impresión sensorial dizque del barco que se encuentra río
abajo en mi orden temporal de sujeto. ¿Es esta creencia menos
cierta que mi creencia de que el barco se encontraba río arri­
ba antes de que se encontrara río abajo? Las consideraciones
fundacionalistas parecen, en consecuencia, irrelevantes en el
caso de las creencias no fundamentadas sobre el orden tempo­
ral del propio sujeto, mientras que esto no era así en el caso
de las creencias sobre los objetos físicos, en las cuales las consi­
deraciones fundacionalistas hicieron al menos verosímil que la
satisfacción de las condiciones de justificación fuera requerida
para el conocimiento, incluso aunque las creencias no fueran
fundamentadas.1
1 Después de que el presente trabajo fue escrito y aceptado para su pu­
blicación, apareció “Kant’s Intentions in the Rcfutatiou o f Idealism” de Guyer,
en el Philosophical Review, no. 92 (1983). En el ensayo de Guyer, éste sostie­
ne que un exam en de fragmentos post-Critica encontrados en el Nachlass de
Kanl revela que la Refutación del Idealismo muy bien puede haber respondido
Todavía tenemos que ver claramente cómo es que una con­
dición P podría ser una condición epistemológica de la po­
sibilidad de ordenar temporalmente las experiencias de uno.
a la intención de ser un argumento trascendental epistem ológico de la clase
recién criticada. Para mostrar que las críticas de la presente sección se aplican
al argumento reconstruido por Guyer, tengo que citarlo con cierta extensión:
Eli punto de arranque d e ... [el] argumento e s ... que la mera ocurrencia de
una sucesión de representaciones o estados internos no es suficiente para
la representación o el reconocimiento de esta sucesión. Pero la posterior
afirmación de Kant de que tal reconocimiento puede fundamentarse “só­
lo en algo duradero, con lo cual aquello que es sucesivo sea sim ultáneo”
[traducción de Guyer de una parte del número 6313 de las Reflexionen, que
se encuentra en el volumen 18 de la edición de la Akademie alemana de la
obra de Kant] sólo puede querer decir que las representaciones sucesivas
de la experiencia propia de uno pueden ser juzgadas com o sucesivas sólo si
pueden ser juzgadas com o variamente simultáneas con estados variamente
sucesivos de algún objeto duradero. Esto es, que para que la representación
presente, que es todo lo que uno de hecho posee en un m om ento dado, sea
interpretada com o una representación de '/arias representaciones pasadas
y presentes que se han sucedido unas a otras en algún orden determinado,
tiene que ser postulada una correlación entre tal sucesión y los estados su­
cesivos de un objeto duradero, de m odo que las varias representaciones que
ahora parecen haber ocurrido previamente sólo pueden haber ocurrid*} si­
multáneamente con los estados sucesivos de ese objeto. Pues sólo así puede
juzgarse que estos estados tienen que haber ocurrido sucesivamente. Pero
eso significa que sólo si la representación presente de uno puede tomarse
com o incluyendo una representación de tal objeto duradero y evidencia
de su historia, puede interpretarse que ella proporciona evidencia para la
creencia en una sucesión de representaciones pasadas. (357)
Guyer enfatiza el carácter epistem ológico de este ar gumento diciendo, por
ejemplo, que él “interpreta las condiciones de posibilidad de la experiencia
com o las condiciones de verificación de juicios, incluso sobre la experiencia
subjetiva” (358, n. 32). Sin embargo, el argumento no sólo analiza las con­
diciones de posibilidad de la verificación o confirmación de juicios sobre ¡a
sucesividad de (algunas de) las experiencias de uno, sino que también pare­
ce analizar las condiciones de posibilidad de hacer tales juicios en absoluto.
Claro está que Guyer nota la similaridad entre su argumento reconstruido y
el argumento de Bennett, al que nos referimos antes en [1]. El argumento de
Beim ett concierne a las condiciones de posibilidad de hacer juicios sobre el
pasado, y no a las condiciones de verificación de tales juicios (en contra de la
sugerencia de Guyer en la nota 32, p. 358; la situación se complica, no obstante,
por el hecho de que Bennett trata de argumentar que uno puede hacer juicios
sobre el pasado sólo si uno considera que éstos son confirmados por juicios
sobre regularidades entre objetos). Leído com o un argumento que propone
que uno puede hacer un juicio sobre la sucesión cutre las representaciones
Consideremos la interpretación de Arthur Melnick de la segun­
da Analogía de la Experiencia (en [7], sección 10) y veamos si
podemos, de alguna manera, usar la explicación epistemológica

de uno sólo si uno puede hacer juicios sobre objetos duraderos relacionados
de alguna manera con estas representaciones, el argumento de Guyer ado­
lece de dos problemas. El primero es que ninguna conclusión ontológica o
epistemológica de alguna fuerza antiescéptica se sigue del resultado de que
yo tenga, y ejercite, la habilidad de hacer juicios tales com o “Aqui hay un ob­
jeto duradero’’. Para detalles de esta clase de crítica, ver mi [1]. El segundo
problema es que, en esta lectura de Guyer, está lejos de estar claro por qué
“representaciones sucesivas de la experiencia propia de uno pueden ser juzga­
das com o sucesivas sólo si pueden ser juzgadas com o variamente simultáneas
con estados variamente sucesivos de algún objeto duradero”. ¿Por qué, por
ejemplo, no podrían ser juzgadas com o variamente simultáneas con estados
variamente sucesivos de un número de objetos meramente momentáneos? Si
se espera que este paso del argumento de Guyer dependa en alguna forma de
las relaciones entre los conceptos de sucesión y permanencia, entonces está
claro que este paso requiere de una defensa ulterior. Las observaciones de Gu­
yer sobre la primera Analogía de la Experiencia (332-333) de hecho muestran
que él no simpatiza con esta clase de defensa del paso e n cuestión. (En un
contexto diferente del presente, jonathan Vogel sugirió un argumento que de
hecho haría verosímil el paso en cuestión. Su razonamiento era, de manera
general, que uno puede pensar las representaciones Rj y R2 com o sucesivas
más bien que simultáneas, sólo si uno las piensa com o variamente simultáneas
con estados incompatibles de un solo objeto (un objeto que, de esta manera,
existe en tiem pos diferentes). Incluso si uno acepta esta clase de defensa del
paso en cuestión, persiste el primer problema antes mencionado.)
Supóngase, com o es bastante probable, que Guyer insiste en que su argu­
mento reconstruido n o depende de un análisis de las condiciones de posibi­
lidad de hacer juicios con cierta clase de contenido (y por ende no depende
de la existencia de ningunas conexiones especiales entre los conceptos de
permanencia y sucesión). Supóngase que Guyer insiste en que su argumento
depende, en cambio, tle un análisis de las condiciones de posibilidad de ha­
cer juicios ¡usújicados (confirmados, verificados) de cierta clase. Entonces, las
críticas del texto serán aplicables al argumento reconstruido. Hay una ambi­
güedad en la discusión de Guyer respecto de la clase de juicio que ha de ser
justificado, pero mi crítica se aplica a cada caso. Concentrándose en un caso,
uno quisiera saber por qué no habría “ninguna manera de saber si un esta­
do [representacional] significa solamente (a) ahora apareciendo tanto A-mente
com o B-mente, o bien (b) ahora apareciendo com o A-mente y (ahora recordan­
do) haber aparecido previamente com o B-mente, a m enos que los estados de
cosas objetivos A y B ofrezcan ellos mismos alguna restricción sobre la posible
secuencia de representaciones suyas (por ejemplo, la silla fue introducida en
la habitación después del escritorio)” (358) ¿Se está sosteniendo que yo tengo
que conocer la historia reciente de los objetos de la habitación para poder
que hemos venido discutiendo para dem ostrar que la existencia
de los objetos en el espacio es u r? condición de posibilidad de
la determinación del ordenamiento temporal de las experien­
cias propias.
Según Melnick, una visión estrecha de la segunda Analogía
opinaría que se ocupa sólo de explicar cómo es posible para
nosotros distinguir la sucesión de dos estados de un objeto (o
la sucesión de dos eventos en el dominio de los objetos; es decir,
en el dominio de las apariencias según Kant) respecto de la co­
existencia de dos estados del objeto (o una coexistencia de dos
eventos en el dominio de las apariencias). Ya que nuestra apre­
hensión es siempre sucesiva, nada nos es dado en la experiencia
sensorial que sea por sí mismo suficiente para distinguir el pri­
mer caso del segundo. Más aún, el Tiempo vacío o absoluto no
puede ser percibido. La declaración de Melnick de lo que se
requiere en la situación recién descrita es un poco confusa. Di­
ce que la “determinabilidad del orden temporal de los eventos
(o estados) tiene que darse en términos de (o basado en) algún
rasgo (o rasgos) de los fenómenos, en términos de algún rasgo
que tiene que ser encontrado en los objetos de la percepción”,
([7]: 89). Pero dado el contraste subyacente entre nuestras per­
cepciones y los objetos de nuestras percepciones (a saber, las
apariencias), y dada la premisa acerca de nuestra incapacidad
para leer los hechos temporales cruciales sobre los objetos de
nuestras percepciones a partir de nuestras percepciones mis­
mas, parecería menos engañoso decir que leemos otros ciertos
descifrar si (a) estoy teniendo ahora una representación con el contenido es­
critorio aquí ahora y silla aquí ahora, o más bien, (b) estoy teniendo ahora una
representación con el contenido escritorio aquí ahora y silla aquí antes} ¿O se está
pretendiendo que yo tengo que conocer la historia reciente de los objetos de la
habitación para justificar mi creencia de que, digamos, la alternativa (a) es la que
tiene lugar? Sin duda es inverosímil suponer que debo apelar al conocimientc
de la historia de los objetos de la habitación para que pueda tener, o justificar
una creencia sobre el contenido de mi representación presente (sobre lo que la
representación ‘significa’). Por otra parte, Guyer sugiere en la última oración
del largo pasaje citado anteriormente, que su argumento concierne a la justifi­
cación de las creencias sobre el onlen en el cual mis representaciones han ocurrido.
Seguí ámente en este caso es igualmente inverosímil suponer que debo apelar
al conocim iento de la historia de los objetos de la habitación parajustificar una
creencia sobre el orden errel cual han ocurrido mis representaciones recientes
de estos objetos.
hechos sobre los objetos de nuestras percepciones a partir de
nuestras percepciones mismas, hechos que usamos para deri­
var los hechos temporales. En todo caso, la idea es que usamos
hechos sobre las características no temporales de los objetos de
nuestra percepción (apariencias), como quiera que se llegue a
ellos, en conjunción con ciertas reglas que nos permiten con­
cluir si una sucesión dada de percepciones en la aprehensión
corresponde a una sucesión objetiva de eventos (o estados), o a
una coexistencia objetiva de eventos (o estados). Cualquier re­
gla que pueda jugar el papel demandado, dice Melnick, es una
ley causal.
Digamos que la determinación temporal del objeto es la determi­
nación del ordenamiento temporal de los eventos (o estados)
que son los objetos de las representaciones (percepciones) da­
das sucesivamente en la aprehensión. Entonces, según Melnick,
la existencia de leyes causales es una condición de posibilidad
de la determinación temporal del objeto. Esto es así, reza el
argumento, porque algunas veces podemos saber que una su­
cesión dada en la aprehensión corresponde a, digamos, una
sucesión objetiva (en vez de una coexistencia objetiva). Pero só­
lo podemos saberlo si conocemos una regla que autorice esta
conclusión sobre las relaciones temporales objetivas (esto es,
una ley causal que, dados ciertos hechos de las características
no temporales de las percepciones sucesivamente aprehendi­
das, autorice esta conclusión). Así que, según Melnick, Kant
argumenta que tenemos que ser capaces de conocer las leyes
causales pertinentes que gobiernan el dominio de los objetos
—de otra manera no podríamos llegar a conocer nada acerca
de las relaciones temporales de los objetos.
Se puede demostrar que la explicación que (en nombre de
Kant) da Melnick del conocimiento de leyes causales como una
condición de posibilidad de la determinación temporal del ob­
jeto, adolece de problemas paralelos a los que rodean la explica­
ción epistemológica de la determinación temporal del sujeto (los
problemas que conciernen a una creencia sin fundamento).2 No

2 Parece que esta explicación de por qué el conocimiento de (y por tanto


la existencia de) leyes causales es una condición de posibilidad de la deter-
m iración temporal del objeto, no es más verosímil que la explicación de la
obstante, la discusión de Melnick de la segunda Analogía sí pro­
mete iluminar la anterior explicación, cuando adoptamos una
visión más amplia del conocimiento de las relaciones tempora­
les entre los objetos. Dije antes que, según Melnick, contemplar
la Analogía como un argumento sobre cómo distinguimos las
sucesiones objetivas de las coexistencias objetivas, sería verla
de manera estrecha. La meta de Melnick es dem ostrar que la
posibilidad de la determinación temporal del objeto requiere
que, para cada evento, haya un evento precedente que esté re­
lacionado con éste por una ley causal. Pero tiene dudas sobre
la afirmación kantiana de que la aprehensión es siempre su-

determinación temporal del sujeto que tratamos de usar en el caso de las creen­
cias sin fundamento sobre el ordenamiento temporal de las experiencias. Esto
es, que en muchos casos tengo creencias sin fundamento (110 inferenciales)
sobre el ordenamiento temporal de los eventos que no están localizados en mi
orden temporal de sujeto (por ejemplo, eventos que involucran objetos físicos).
En tales casos, no puede sostenerse que se requiere el conocimiento de leyes
causales para descifrar cuáles son de hecho las relaciones temporales. Así que
(como en los casos paralelos de la determinación temporal de sujeto) tenemos
que sostener que el conocimiento de leyes causales es necesario si he de ser
capaz de justificar mis creencias sin fundamento y, de esta manera, pretender
que tengo conocimiento de las relaciones temporales que mantienen los ob­
jetos en cuestión. Pero, ¿es la proposición de que la pelota voló a través del
aire después de que el bate la golpeó menos cierta para mí que la proposición
que expresa la ley causal que implica que esos eventos están temporalmente
relacionados de esa manera? Ciertamente que no. Pero, entonces, ¿por qué
se requiere el conocimiento de una ley causal para justificar mi pretensión de
conocer el ordenamiento temporal de dos eventos? La única respuesta que se
me ocurre descansaría en la apelación a alguna forma de teoría colicrcntista
de la justificación. La teoría, sin embargo, requeriría un compromiso especial
con la existencia de las relaciones de coherencia que se dieran entre las propo­
siciones sobre objetos y las proposiciones que expresaran leyes causales —que
se dieran de tal manera que los miembros de cada conjunto de proposiciones
110 estuviera justificado a menos que fuera sustentado por los miembros del
otro conjunto. Una línea coherentista semejante también podría ser tomada
con respecto a las proposiciones acerca del orden temporal de sujeto propio y
las proposiciones sobre objetos. En cada caso, no obstante, quedaría bastante
poco claro por qué tales relaciones especiales de coherencia tienen que darse si
las proposiciones sobre el orden temporal de sujeto propio (en el último caso)
y las proposiciones sobre objetos (en el caso anterior) han de estar justificadas.
¿Por qué, por ejemplo, no podrían estar justificadas las proposiciones sobre
el orden temporal de sujeto propio, dentro de una teoría coherentista, por su
relación de mutua coherencia?
cesiva, ya que quiere dejar abierta la posibilidad de que una
sucesión pueda ser dada en una aprehensión única. Si una su­
cesión pudiera ser dada en una aprehensión única, entonces el
conocimiento de leyes causales no sería necesario en cada caso
de determinación del orden temporal de los eventos aprehen­
didos. El argumento de Melnick en favor del principio causal
depende de una explicación más amplia de la determinación
temporal del objeto que la anteriormente considerada. En es­
ta nueva explicación, necesitamos algo más que dar cuenta de
la posibilidad de saber si una sucesión de percepciones cons­
tituye una aprehensión sucesiva de una sucesión objetiva o de
una coexistencia objetiva. También necesitamos dar cuenta de
la posibilidad de conocer la posición que ocupa un evento en el
orden temporal objetivo. Saber qué posición es ocupada en el
orden temporal objetivo por un evento e es saber, para cada par
de eventos (ya sea que contenga o no a e), qué relaciones tem­
porales se dan entre los miembros del par. Saber que e ocupa la
siguiente posición con respecto a los miembros temporales a, b,
c , d y f que la rodean, no es lo mismo que conocer su posición
temporal:
a-b-c-d-e-f
También tiene uno que saber dónde la serie temporal delinea­
da misma encaja en el orden temporal objetivo, y para saber
esto no es suficiente conocer, por ejemplo, el hecho temporal
representado por lo que sigue:
r-s-t-a-b-c-d-e-f-x-y-z
La misma cuestión sobre la posición temporal, que planteamos
respecto de la prim era serie temporal delineada, podría susci­
tarse respecto de la segunda.
Que la posición del evento e en el orden temporal objetivo
es determinable, es una idea regulativa, en el sentido de que,
para hacer una determinación plena de esta posición, se reque­
riría del conocimiento de una infinidad de hechos temporales
descritos en el anterior parágrafo. Lo que la determinabilidad
de la posición de un evento dado en el orden temporal objetivo
requiere es que existan leyes causales tales que, para cada par
de eventos (e,e'), haya una ley causal que relacione temporal­
mente a e con e' de una manera determinada, y que sea tal que
yo pueda llegar a saber que esta relación tiene lugar sobre la
base de conocer la ley y conocer las características relevantes
de e y de e'.
Se nos acaba de ofrecer un argumento sobre las condiciones
de posibilidad de determinar la posición de un evento en el or­
den tem poral objetivo. Los eventos considerados son aquellos
que involucran a los objetos representados por mis experiencias
perccptuales. ¿Cuál es la relevancia de este argumento para la
determinación temporal del sujeto? Podemos ahora plantear la
tesis de que una creencia no fundamentada sobre la posición
de una de las experiencias de mi orden temporal de sujeto no
es tan fácil de lograr. Es decir, que si analizamos qué significa
que una experiencia tenga determinada posición en mi orden
temporal de sujeto en la misma forma en que analizamos qué
significa que un evento tenga determinada posición en el orden
temporal objetivo, el cual propiamente incluye mi orden tempo­
ral de sujeto, podemos ver que la creencia de que la experiencia
E tiene una determinada posición en el segundo orden es una
creencia muy compleja. Que una experiencia tenga una posi­
ción en mi orden temporal de sujeto equivale a que tenga una
relación temporal exhaustiva con cada una de mis otras expe­
riencias, según el análisis que estamos usando. De modo que
para creer que una experiencia ocupa una posición particular
en mi orden temporal de sujeto, parece que tengo que ser capaz
de formar una creencia sobre una red de relaciones tem pora­
les muy compleja, ya que lo que estaría creyendo sería que la
experiencia embona en esta red de cierta manera. Con el fin
de ser capaz de formar esta creencia, parece verosímil suponer
que yo necesitaría recurrir a un fundamento complejo que me
permitiera descifrar aquellas relaciones temporales entre mis
experiencias de las que no tengo creencias sin fundamento. De
hecho, yo podría no formar nunca una creencia sobre la posi­
ción temporal de una de mis experiencias. Pero si esta posición
es cognoscible, entonces es razonable suponer que tiene que
existir un conjunto complejo de hechos al que yo tendría que
recurrir para llegar siquiera a formar una creencia sobre esta
posición temporal.
Las creencias sin fundamento sobre las relaciones tempo­
rales entre mis experiencias crearon problemas para la expli­
cación epistemológica de las condiciones de posibilidad de la
determinación temporal del sujeto. Pero ahora podemos ver
que las creencias sobre el orden temporal que entran en la
determinación de la posición temporal, muy probablemente re­
querirían basarse en un fundamento, en el sentido de que estas
creencias sobre la posición temporal son tan complejas que mu­
cho de su contenido sólo puede llegar a ser creído por medio
de un proceso de inferencia. No obstante, todavía no tenemos
ninguna razón positiva fuerte para suponer que el conocimien­
to de hechos acerca de los objetos externos sea necesario para
forma)' creencias justificadas (o creencias, simplemente) sobre
la posición ocupada por una experiencia en mi orden temporal
subjetivo. Todo lo que se ha hecho verosímil hasta aquí, es que
podría requerirse un conocimiento u otro para descifrar la posi­
ción de una experiencia en mi orden temporal de sujeto. ¿Por
qué 110 podr ía ser el caso que yo usara el conocimiento sobre
las regularidades entre mis experiencias con el fin de descifrar la
posición temporal de una experiencia particular en mi orden
temporal de sujeto?
Además, muy bien podría haber algún error en el supuesto
de que la posición de las experiencias en mi orden temporal
de sujeto sea determinable de la m anera en que hemos asumi­
do que lo es. A lo mejor no puedo llegar a conocer todas las
relaciones temporales que tienen lugar entre la serie completa
de mis experiencias. Es sólo si asumimos que es posible para
mí, en principio, determinan completamente la posición de las
experiencias de mi orden temporal de sujeto, que se torna vero­
símil suponer que haya una clase importante de creencia sobre
mi orden temporal de sujeto —una creencia sobre la posición
en este orden—que sea tal que (1) yo no pueda siquiera formar
la creencia sin usar un fundamento muy complejo, y que (2) yo
deba, no obstante, ser capaz (al menos en principio) de formar
la creencia.
La idea de que yo pueda determinar, de m anera completa,
la posición de una experiencia en mi orden temporal de suje­
to, parece descansar sobre una especie de verificacionismo. Si
realmente tiene sentido decir que E ocupa una determinada po­
sición en mi orden temporal de sujeto, podría uno argumentar,
entonces esta posición tiene que ser interminable por mí. Pero si
esto es así, entonces para cada par ordenado de mis experien­
cias tiene que ser posible que yo sepa qué relación temporal
conecta a sus miembros. Desde este punto de vista, mi afirma­
ción de que E ocupa una determinada posición en mi orden
temporal de sujeto es una afirmación real —es expresada por
una oración significativa— sólo si es posible para mí determi­
nar cuál es esta posición; y tal determinación requeriría que yo
supiera la multitud de hechos recién descrita. Esta tesis verifi-
cacionista, aunque no tan inverosímil como la tesis requerida
por el argumento de Guyer, sólo podría ser justificada por un
principio de verificación generalizado que conectara la signifi-
catividad de una oración con la determinabilidad de su valor de
verdad. Por ío tanto, la premisa clave del argumento inspirado
en Melnick tiene tanta verosimilitud como un principio de ve­
rificación generalizado. Más aún, el problema de superfluidad
mencionado al inicio volvería a surgir: el principio de verifica­
ción sería, por sí mismo, suficiente para refutar al escéptico, y
por ende la investigación de las condiciones epistemológicas de
posibilidad de la determinación temporal del sujeto se volvería
superflua.
Como una alternativa a esta justificación verificacionista de
la afirmación de que uno tiene la habilidad de determinar la
posición temporal de las experiencias propias, podríamos con­
siderar la tesis de que uno tiene esta habilidad simplemente
en virtud de ser autoconsciente. Esto suscita la pregunta de
qué es lo que exactamente se encuentra involucrado en la au-
toconciencia. Antes de volvernos hacia la discusión de la auto-
conciencia, replantearé el problema central de la explicación
epistemológica de las condiciones de posibilidad de la deter­
minación temporal del sujeto, y después esbozaré la presente
situación dialéctica. Considérese el siguiente principio acerca
de la justificación:
(Pl) Las pretensiones de conocimiento de las X requiere el conoci­
miento de las Y para su justificación sólo si las proposiciones
sobre las Y pueden ser conocidas con más certeza que las pro­
posiciones sobre las X.
Ya que no estamos considerando por el momento la explicación
metafísica de las condiciones de posibilidad de la determina­
ción temporal del sujeto, asumimos que no existen conexiones
analíticas entre las proposiciones sobre las Xy las proposiciones
sobre las Y, y que no existe ninguna clase de relación reduccio­
nista entre los contenidos pertinentes. (Pl) dice, en efecto, que
la única razón por la cual las pretensiones de conocimiento de
las X podrían requerir para su justificación del conocimiento
de las Y, sería que las dos clases de proposiciones encajaran en
la jerarquía de justificaciones de la m anera contemplada por el
fundacionalista. Pero, en el caso en el que las X sean relaciones
temporales entre mis experiencias y las Y sean objetos externos,
hemos visto que las proposiciones no inferencialmente conoci­
das sobre las X y las proposiciones sobre las Y, no encajan de la
m anera requerida en una jerarquía fundacionalista de justifica­
ciones. Así que, en tales casos, tiene que haber alguna otra razón
de por qué las pretensiones de conocimiento de las relaciones
temporales entre mis experiencias requieran del conocimiento
de los objetos externos para su justificación, y no está de nin­
gún modo claro cuál podría ser esta razón. Es decir, que no está
de ningún modo claro que (Pl) no sea verdadero en el presente
caso. Vimos muy recientemente que las pretensiones de conoci­
miento de la posición de una experiencia en el orden temporal
de sujeto propio podría requerir del conocimiento de los obje­
tos externos para su justificación. Pero está bastante poco claro
que uno pueda, alguna vez, tener el derecho de sostener la an­
terior clase de pretensión de conocimiento, que es altamente
compleja.

III
La cuestión de qué es lo que la autoconciencia involucra es
obviamente pertinente para evaluar la corrección de un ar­
gumento trascendental kantiano. Hacia el final de la sección
anterior, dije que uno podría sostener la postura de que uno
posee la habilidad de determ inar la posición temporal de las
experiencias propias simplemente en virtud de ser autocons-
ciente. Si la existencia de objetos externos es en verdad una
condición de posibilidad para determinar la posición temporal
de las experiencias propias, esto refutaría a un escéptico carte­
siano que acepte que él es autoconsciente sólo si acepta también
que tener la habilidad de efectuar la determinación temporal es
una condición de posibilidad de ser autoconsciente. Pero esto es
algo que, claramente, no necesita aceptar. De hecho, parecería
que el escéptico cartesiano podría rechazar cualquier premisa
acerca de la autoconciencia que implicara que el yo es tempo­
ralmente extendido; por ejemplo, una premisa que implicara
que uno puede tener conocimiento de algunos hechos sobre
las experiencias temporalmente diversas que forman parte de
la multiplicidad de experiencias propias. La pregunta es si un
escéptico cartesiano está obligado o no a mantener una interpre­
tación amplia de la autoconciencia. Si no lo está, entonces puede
rechazar cualquier argumento trascendental kantiano cuya pre­
misa clave (que uno es el sujeto de experiencia autoconsciente)
emplee tal interpretación. Y parece que el escéptico cartesia­
no no está, prima facie, obligado a mantener una interpretación
amplia de la autoconciencia, ya que podría adoptar la postura
de que uno sólo tiene conocimiento indudable de la experien­
cia presente propia —uno no puede confiar en las aparentes
rememoraciones de experiencias del pasado, y usarlas con la
pretensión de tener conocimiento de la existencia o el carácter
de estas experiencias.
Guyer aborda el problema que discutimos en su reseña ([4])
de Identitát und Objektivitat, el libro de Dieter Henrich sobre
la Deducción Trascendental. Crilica la interpretación de H en­
rich de la Deducción sobre la base de que su premisa clave
es que uno tiene conocimiento a priori —y, por tanto, ‘certeza
cartesiana’— de la identidad numérica del yo. Según Henrich,
“adscribir identidad a un sujeto significa asignarle un conjunto
de estados diferentes en los cuales él, en todo momento, tiene
conciencia de sí mismo como el mismo sujeto”. Guyer argu­
menta que uno no posee ‘certeza cartesiana’ de la identidad
numérica de uno mismo. Uno sí posee tal certeza respecto de la
proposición de que “en cualquier momento en que uno consi­
dere si uno existe, hay, en ese momento, una substancia pensante
existente que hace la pregunta” ([4]: 164). Pero, según Guyer, es­
ta proposición no implica nada “acerca de la existencia continua
de una substancia pensante” ([4]: 164). Claro está que, ya que
Descartes sostiene que Dios debe conservar a las substancias
finitas de momento en momento (afirma Guyer), yo podría po­
seer certeza cartesiana de mi identidad numérica sólo si pudiera
probar la existencia de Dios. De modo que, dados los criterios
de evidencia de Descartes, mi creencia en mi identidad numé­
rica a través del tiempo no está en mejores condiciones que mi
creencia cu la existencia de los objetos físicos (o así argumen­
taría Guyer). Por tanto, Guyer rechazaría cualquier argumento
que parta de la premisa de que uno tiene una clase de certeza,
respecto de la identidad numérica de uno mismo a través del
tiempo, que cumple los criterios de evidencia empleados por
Descartes en las Meditaciones.
El argumento de Henrich parte de una premisa de esa índole,
y también lo hace el anterior argumento de Guyer que recons­
truí a partir de su reseña del libro de Walsh (ver la sección I). Si
el segundo argumento ha de poseer fuerza anticartesiana, tiene
que ser el caso cjue su premisa clave, que se refiere a la veri­
ficación de la posesión propia de experiencias temporalmente
diversas, sea algo que un cartesiano esté obligado a mantener.
Esta obligación tendría que surgir del reconocimiento por par­
te del escéptico de que él es autoconsciente. Pero Guyer mismo
está de acuerdo en que los puntos de vista de un cartesiano so­
bre el autoconocimiento no lo obligan a mantener la premisa
clave en cuestión, ya que ésta se refiere a la identidad numérica
del yo a través del tiempo.
La sugerencia del propio Guyer sobre cómo revisar la in­
terpretación de Henrich a fin de evitar el problema presente,
es la siguiente. Según esta revisión, no constituiría una premi­
sa el hecho de que tengamos “alguna certeza a priori de que
nuestra identidad numérica tiene que darse con respecto a to­
da representación particular” ([4]: 164). Más bien, “tendríamos
conocimiento a priori de la condición que las representaciones
tienen que satisfacer si es que hemos de ser conscientes de nues­
tra identidad con respecto a ellas” ([4]: 164). “Ser consciente
de la identidad propia con respecto a las representaciones R
y S” obviamente quiere decir “saber de R y de S que pertene­
cen a uno mismo”. Entonces, según la alternativa propuesta,
uno tendría que argumentar sólo en favor de una afirmación
condicionalizada, lo que dejaría abierto el problema de si uno
puede autoadscribirse una multitud de experiencias temporal­
mente diversas. Uno trataría de mostrar que la falsedad de
la afirmación del escéptico cartesiano sobre el conocimiento
de los objetos físicos es una condición de posibilidad de tal
autoadscripción, pero uno no llegada a afirmar que los su­
jetos autoconscientes tienen, de hecho, la clase de habilidad
autoadscriptiva de que se trata. No obstante, está claro que este
movimiento argumentativo carece de sentido como respuesta
al escéptico cartesiano precisamente porque no se hace nin­
gún esfuerzo por mostrar que la habilidad para autoadscribirse
experiencias temporalmente diversas está implicada por la auto-
conciencia. En consecuencia, el cartesiano puede permanecer
inmutable ante la demostración de que la autoadscripción de
experiencias temporalmente diversas es posible sólo bajo el su­
puesto de que su afirmación escéptica sea falsa.

IV
Hemos examinado argumentos que intentan mostrar que la
existencia de los objetos externos es una condición epistemo­
lógica de posibilidad de la experiencia autoconsciente (en su
interpretación amplia). La sección anterior muestra la necesi­
dad de establecer la corrección de la interpretación amplia de la
autoconciencia, si es que esta interpretación ha de ser emplea­
da en un argumento trascendental kantiano. Tal empleo parece
necesario para el éxito de un argumento trascendental, ya que
necesitamos la premisa más rica posible a nuestra disposición.
Con respecto a la validez del argumento considerado, hemos
llegado a tres conclusiones:
(1) No hay condiciones epistemológicas de posibilidad de la au­
toconciencia, interpretada ampliamente ‘a la Guyer’ —interpre­
tación conforme a la cual involucra el conocimiento de que una
m ultitud de experiencias temporalmente diversas son todas ellas de la
misma manera propias de uno.
(2) La existencia de objetos externos no es una condición epistemo­
lógica de posibilidad de la autoconciencia bajo la interpretación
de que involucra el conocimiento del ordenamiento temporal de (a l
menos algunas de) las experiencias propias.
(3) La existencia de objetos externos es posiblemente una condición
epistemológica de posibilidad de la autoconciencia bajo la in­
terpretación amplia según la cual involucra el conocimiento de la
posición temporal de las experiencias en el orden tem poral de sujeto
propio.

Supóngase que pudiera mostrarse la correción de la interpreta­


ción amplia de la autoconciencia (formulada de manera gene­
ral), según la cual involucra alguna clase de conocimiento sobre
las experiencias temporalmente diversas. Aún así, la interpreta­
ción ■¿xn'pti.zparticular considerada en (3) parece altamente inve­
rosímil en ausencia de un principio de verificación substancial
(cuya suposición haría superfluo el argumento trascendental
kantiano). Parece claro que, incluso si se pudiera m ostrar que
la autoconciencia requiere de algún conocimiento sobre las ex­
periencias temporalmente diversas, no podría demostrarse que
requiere la cantidad de conocimiento involucrado en conocer
la posición de una experiencia en el propio orden temporal de
sujeto.
El resultado final es que si pudiéramos derrotarla afirmación
escéptica sobre el alcance temporal de la autoconciencia esta­
bleciendo la corrección de alguna interpretación amplia de la
autoconciencia, entonces sería un error seguir el enfoque epis­
temológico en la construcción de un argumento trascendental
kantiano. En el mejor de los casos, tendríamos la esperanza de
derrotar el escepticismo cartesiano m ostrando que la existencia
de los objetos externos es, de alguna manera, una condición
metafísica de posibilidad de la experiencia autoconsciente (en
su interpretación amplia). Esto requeriría evidentemente la de­
mostración de que la existencia de los objetos externos es una
condición lógicamente necesaria de la existencia de un orden
temporal objetivo. La investigación de esta formidable tarea
(junto con la tarea de mostrar la corrección de la interpreta­
ción amplia) requeriría otro ensayo.

BIBLIOGRAFÍA
[]] Anthony L. Brueckner, “Argumentos trascendentales I”, N oús 17
(noviembre, 1983).
[2] Paul Guyer, reseña de W. H. Walsh, K ant and the Criticism of M eta­
physics, Philosophical Review 8 6 (1977).
[3] — , K ant and the Claims of Jaste (Harvard University Press, Cam­
bridge, 1979).
[4] — , reseña sobre Dieter Henrich, Id e n tilá l und O bjektivitát, Jo urnal
of Philosophy, 76 (1979).
[5] — , “Kant on Apperception and A Priori Synthesis", American P h i­
losophical Q uarterly 17 (1980).
[6] Immanuel Kant, C ritique of Puré Reason, traducción al inglés de
Norman Kemp Sraith. (St. Martin’s Press, New York, 1965).
[7] Arthur Melnick, K ant’s Analogies of Experienc.e, (The University of
Chicago Press, Chicago, 1973).
[8] P. F. Strawson, The Bounds of Sense, (Methuen and Co., London,
1966).

[Traducción de M artha Gorostiza]


EPÍLOGO A K A N T Y LA PRETENSIONES DE
CONOCIMIENTO*

PAUL GUYER

En la obra que acaba de concluir, interné descubrir, en toda su


variedad y complejidad, los argumentos del propio Kant sobre
los problemas de filosofía teórica que consideró como funda­
mentales, e intenté evaluar críticamente estos argumentos sobre
bases que el mismo Kant hubiese aceptado como convincentes.
He intentado, pues, desarrollar mi interpretación y criticar los
argumentos de Kant sin hacer referencia explícita a las preo­
cupaciones contemporáneas —aunque si la filosofía se siguiera
practicando de aquí a unas cinco o diez décadas, tal como la
conocemos, un futuro lector de este libro, sin duda tendrá tan
poco problema para fechar el período de su elaboración, co­
mo lo tenemos nosotros para fechar el Commentary de Kemp
Smith o The Bounds of Sense de Strawson. Sin embargo, las úl­
timas dos décadas han presenciado un esfuerzo enorm e (que
proviene, en gran medida, de la obra de Strawson) dedicado a
la “reconstrucción” de los argumentos “trascendentales” “kan­
tianos” y a la evaluación de las tendencias “antiescépticas” de
tales argumentos. Muchos de estos argumentos comprenden,
especialmente, problemas acerca de las condiciones de posi­
bilidad del uso significativo del lenguaje, que están muy lejos
cualquier cosa que el propio Kant hubiese considerado jamás.
* Originalmente “Afterword” en su libro Kant and the Claims of Knowledge.
Cambridge University Press, 1987, pp. 417-428. Traducido con el perm iso del
autor y de Cambridge University Press.
De cualquier manera, la literatura se ha hecho tan vasta que
una revisión sistemática de la misma debería así mismo ser tan
amplia como el estudio histórico que aquí he presentado. Pero
serán pertinentes al menos unas cuantas sugerencias acerca de
qué tan atinadas son algunas de las cuestiones más prom inen­
tes en este debate con respecto a los argumentos que el propio
Kant formuló.1
Al parecer, Kant dio una caracterización inequívoca de una
“prueba trascendental” cuando aseveró que tal prueba1.

. . . n o m u estra, e n e fe c to , q u e el c o n c e p to d a d o (p o r eje m p lo , el
d e lo q u e su c e d e ) n o s llev e d irecta m en te a otro c o n c e p to (el d e
causa), ya q u e u n p a so a sí con stitu iría u n salto in ju stifica b le. L o
q u e m u estra es q u e la m ism a e x p e r ie n c ia y, p o r tanto, el o b jeto
d e la ex p er ie n c ia , sería im p o sib le sin d ich a c o n e x ió n . L a p r u e b a
d eb iera , p u es, m ostrar, a la vez, la p o sib ilid a d d e lle g a r sin tética­
m en te y a p rio ri, a c ier to c o n o c im ie n to d e cosa s q u e n o se h allab a
c o n te n id o e n e l c o n c e p to d e las m is m a s ... ( A 7 8 3 /B 8 1 1 ) .

Sin embargo, los argumentos que de hecho ofrece para inten­


tar cumplir su temprana promesa de una teoría trascendental
de la experiencia, tienen dos formas fundamentalmente dife­
rentes. Por una parte, como lo vimos al estudiar la Deducción
Trascendental en la Parte II, así como en el estudio de la Estética
Trascendental en la Parte IV, muchas de las propias “pruebas
trascendentales” de Kant tienen la siguiente forma subyacente
(conforme a la clasificación que se usó en la Parte II, podemos
llamarlas deducciones del tipo A):

1 En la bibliografía sobre los “argumentos trascendentales” se ha genera­


do ya un número importante de reseñas y panoramas acerca de sí misma. F.ntre
ellos, el lector podría examinar Bieri, Horstmann y Krüger (comps.), Trans­
cendental Arguments and Science (Reidel, Dordrecht, 1979); A. L. Brueckner,
“Transcendental A rgum ents!”, 1985, pp. 5 51-575 (supra, p. 301), y “Transcen­
dental Arguments II”, 1984,pp. 197-225 (supra, p. 331); R. Aschenberg, “Über
transzendentale Argumente”, PhilosophischesJahrbuch der GBrres-Gesellschaft, 85
(1978), pp. 332-358, así com o su libro Sprackanalyse und Transzendentalphiloso-
phie (Klett-Cotta Verlag, Stuttgart, 1982); E. Schaper y W. Vossenkuhi (comps ),
Bedingungen der Mdglichkeít: “Transcendental Arguments" und Transzendentales
Denken (Klett-Cotta Verlag, Stuttgart, 1984); y Becker, Selbstbewusstsein und
Erfakr-ung: Zu Kants transzendentaler Deduktion und ihrer argumentativen Re-
konstruktion (Alber, Freiburg, 1984).
(1) Una premisa que presupone la validez de una pretensión
de conocer una verdad universal y necesaria.
(2) Un paso intermedio en el que se nos recuerda que la expe­
riencia ordinaria nunca puede justificar ninguna preten­
sión así (por ejemplo B 3-4) y que cualquier pretensión
similar debe, por tanto, tener una base a priori de algún
tipo: “Toda necesidad se basa siempre en una condición
trascendental” (A 106).
(3) Una conclusión en la que se asevera que una forma par­
ticular de intuición, concepto, o principio del juicio, es
la única condición posible que satisface 2 para el caso de
la premisa particular de la forma 1 —conclusión a la que
puede llegarse directamente o a través de la suposición
extra de que, subyaciendo a la pretensión de conocimien­
to mencionada en 1, debe haber algún acto o capacidad
particular a priori para la síntesis.
Por otra parte, como lo vimos en las Partes III y IV al considerar
su teoría de la determinación temporal objetiva y subjetiva, Kant
también ofrece argumentos —aunque no tiende a etiquetarlos
como deducciones trascendentales—que tienen la siguiente es­
tructura (usando la clasificación anterior, podemos denominar
éstos argumentos de tipo B):
(1) Una suposición inicial de que estamos en nuestro derecho
al pretender que tenemos conocimiento empírico de las
relaciones, primariamente temporales, de ciertos estados
de cosas —sea que éstos sean estados representados como
objetivos o meras representaciones.
(2) Un paso intermedio en el que se arguye que, puesto que el
tiempo mismo, y por tanto las relaciones temporales, no
pueden percibirse inmediatamente, los materiales restan­
tes que tenemos a nuestra disposición —la intuición espa­
cial y los conceptos y principios del entendimiento—deben
ser suficientes para permitirnos construir una estructura
para la confirmación de las pretensiones de conocimiento
descritas en 1.
(3) Una conclusión consistente en la presentación de los con­
ceptos y principios del entendimiento que, de hecho, re­
alizan la labor descrita en 2 y que, por lo tanto, deben
ser a priori., al menos en el sentido de que no sean deri-
vables mediante una inducción o una abstracción directa
de cualesquiera juicios de la forma 1 concebidos como
epistemológicamente seguros independientemente de es­
tos conceptos y principios a priori.
Kant mismo describe el caso paradigmático de tal argumento:

En la Analítica Trascendental extraíamos, por ejemplo, el princi­


pio “Todo lo que sucede posee una causa” partiendo de la única
condición de posibilidad objetiva del concepto de “lo que suce­
de” en general, es decir, partiendo de que la determinación de
un suceso en el tiempo y, consiguientemente, este suceso concre­
to en cuanto perteneciente a la experiencia, sería imposible si no
estuviera sometido a esa regla dinámica. (A788/B816)

Es evidente que estas dos formas generales de argumento tie­


nen tipos de premisas profundamente diferentes. Por lo tanto,
deben comportarse de manera muy diferente ante las preguntas
usuales acerca de los “argumentos trascendentales”. Conside­
raré, ahora, tres de estos problemas.
(1) Diversos autores se han preguntado por el status que de­
ben tener las premisas de los argumentos de Kant para producir
conclusiones sintéticas a priori. {Pueden derivarse tales conclu­
siones sólo de premisas analíticamente verdaderas? Eso parece
imposible, pero ha habido desacuerdos acerca del lugar en el
que deben aparecer premisas sintéticas en los argumentos de
Kant. Una opinión ha sido que los argumentos trascendentales
de Kant deben comenzar con una premisa que sea sintética a
priori —tal como la premisa de que tenemos experiencia—para
luego llegar a su conclusión mediante inferencias puramente
analíticas —así, por ejemplo, mediante el análisis del concepto
de experiencia. Los análisis requeridos pueden no ser obvios
—después de todo, de esto surge la dificultad de los argumentos
trascendentales—pero, en última instancia, ellos muestran só­
lo las consecuencias analíticas de la premisa sintética original y,
así, los argumentos trascendentales son, a lo sumo, argumentos
analíticos no obvios.2

2 Véase Ralph Walker, Kant (Routledge & Kegan Paul, Londres, 1978),
Esta caracterización no parece encajar muy bien con ninguno
de los modelos básicos de Kant para una prueba trascendental.
Consideremos, primero, las pruebas de tipo A. Seguramente, la
pretensión de verdad necesaria a partir de la cual comienza un
argumento de este tipo debe ella misma ser una proposición sin­
tética, como es claro en el argumento regresivo paradigmático,
a partir de las proposiciones sintéticas a priori de la geometría,
y también, aun cuando esto sea más controvertido, en el argu­
mento a partir del principio sintético de la apercepción (véase,
nuevamente, A 117n). Sin embargo, encontramos que Kant no
siempre presenta argumentos de este tipo como si, según él, par­
tieran de una premisa sintética; más bien, como lo vimos en sus
muchas versiones de la deducción a partir de los conceptos de
un objeto y de unjuicio, procede como si las pretensiones de ver­
dad necesaria fuesen derivables, precisamente, del análisis de
estos conceptos. En tales casos, entonces, la prim era premisa de
la deducción está realmente asociada con el análisis de un con­
cepto —aun cuando, típicamente, con el concepto de un objeto o
de unjuicio, más que con un concepto de la experiencia misma
(la deducción, de los Prolegómenos, que comienza con el análisis
de un juicio de experiencia, es lo que más se acerca a rom per esta
distinción y a comenzar, por ende, con el análisis del concepto
mismo de experiencia). Lo que es mucho más importante, sin

pp. 18-21. W'ilker dice, explícitamente, que cuando Kant “mismo presenta
realmente argumentos trascendentales, tales como la deducción trascenden­
tal de las categorías, se advierte que los pasos en estos argumentos consisten
supuestamente en proposiciones analíticas, proposiciones en las que se ana­
liza el concepto de experiencia posible’’ (p. 19). Jonathan Bennett también
parece aceptar la opinión tle que las premisas intermedias de los argumentos
trascendentales son en última instancia analíticas; a un artículo suyo lo intitu­
la “Argumentos trascendentales analíticos” (1979), y dice, al respecto, que el
argumento trascendental de Kant gira alrededor del hecho de que “un con­
cepto no ocioso del pasado necesita un tipo de complejidad ordenada que no
se me ocurre cómo obtener sin poner también en ju ego conceptos objetivos”,
mientras que aparentemente supone que este hecho se descubre mediante el
análisis del concepto de pasado (Bennett, 1979, p. 55; ¡upra, p. 209). Este ti­
po de interpretación se remonta, al menos, hasta Ewing, quien describió la
segunda analogía como “un análisis de las implicaciones de sucesión objeti­
va com o un posible objeto de experiencia, esto es, un análisis del concepto
de sucesión objetiva experimentada o ‘experimentable’ ” (Kant’s Treatment of
Causality, Routledge 8c Kegan Paul, Londres, 1924, p. 83).
embargo —puesto que bien podría argüirse que todos los argu­
mentos que comienzan con análisis de conceptos y poseen una
inherente pretensión de verdad necesaria, tácitamente presupo­
nen la premisa sintética adicional de que conocemos objetos,
que hacemos juicios de experiencia y demás—, es que los ar­
gumentos de tipo A ciertamente no proceden abiertamente,
después de su prim er paso, con subsiguientes pasos que pue­
dan razonablemente caracterizarse como analíticos. Como lo
sugiere mi representación tripartita de tales argumentos, ellos
dependen de la premisa adicional de que la experiencia nunca
puede producir necesidad, así que cualquier fuente de necesi­
dad debe, ella misma, ser a priori y, sobre el supuesto de que el
fundamento trascendental particular que Kant aduce —sea una
forma a priori de intuición, una síntesis original y a priori de
todos los posibles datos de la autoconciencia, o cualquier otra
cosa—es el único “fundamento trascendental” disponible para
la necesidad que se ha aseverado. Ciertamente es difícil conce­
bir estos tipos de supuestos, especialmente el segundo, como
analíticos. Puede ser difícil decir cuál sea el status de estas pro­
posiciones, pero parece muy poco probable que se hayan obteni­
do por el análisis directo de algún concepto conocido. Después
de todo, el reconocimiento de que la experiencia nunca pue­
de producir conocimiento necesario se aseguró sólo mediante
difíciles argumentos, descubiertos por vez prim era por Hume;
que pueda haber fundamentos alternativos para pretensiones
de verdad necesaria, difícilmente puede seguirse del análisis de
algún concepto; y que el “fundamento trascendental” particular
que Kant produce en un argumento trascendental dado sea el
único fundamento para la pretensión de verdad necesaria que
constituye la premisa del argumento, es un candidato a la ana-
lidcidad igualmente poco plausible. (Más adelante volveremos
a tratar los problemas que hace surgir esta última propuesta.)
Claro está que una vez que se desenmascaran los argumen­
tos de Kant que parten de una pretensión de verdad necesaria,
poco pueden interesarles a los simpatizantes contemporáneos
de los argumentos trascendentales. Sin embargo, sus teorías
acerca de las condiciones necesarias de las determinaciones
temporales empíricas siguen siendo de gran interés. Pero es
todavía más obvio que éstas no se pueden concebir como aná­
lisis de conceptos. Tales argumentos se inician a partir de la
premisa, claramente sintética, de que tenemos derecho a pre­
tender conocimiento de juicios empíricos acerca de relaciones
temporales, sea que éstas se den entre estados de objetos o entre
nuestras propias representaciones. Tal premisa sintética podría
considerarse equivalente a la premisa sintética de que tenemos
experiencia, aun cuando de hecho sea más probable que se ob­
tenga el asentimiento para la proposición de que formulamos
una forma particular de juicio temporal, que llegar a un acuer­
do acerca de lo que realmente está contenido en el “concepto de
experiencia”, una de las construcciones más controvertidas de
los filósofos que pueda darse. Así pues, la introducción, en ta­
les argumentos, de cualquier concepto general de experiencia
es, probablemente, una desviación innecesaria, pues la acep­
tación de cualquier concepto de experiencia dependerá de la
aceptación de la premisa de que se formulan ciertos tipos de
juicios, y no a la inversa. Sin embargo, lo que nuevamente es
más importante, es el problema de concebir las premisas res­
tantes de los argumentos trascendentales del tipo B de Kant,
como productos de los análisis de cualesquiera conceptos. Co­
mo hemos visto, los pasos vitales en tales argumentos son las
aseveraciones de que el tiempo mismo no puede percibirse y
de que, en lugar de esto, el único otro medio para fundar los
juicios sobre relaciones temporales, es la aplicación espacial de
los conceptos de sustancia, causalidad, interacción recíproca y,
en última instancia, la propia independencia ontológica. Aun
cuando podría sugerirse que es parte (si no es que la totalidad)
del concepto de tiempo que sus momentos separados deben
ser sucesivos, de lo que podría seguirse analíticamente que las
relaciones temporales (al menos entre estados de cosas sucesi­
vos) no pueden percibirse directamente, nuevamente parecería
que la aseveración de Kant de que las relaciones temporales
no pueden percibirse directamente, es más intuitiva que cual­
quier supuesto análisis del concepto de tiempo —otro artefacto
de los filósofos, después de todo. Además, parecería mucho
más cercano a la perspectiva kantiana considerar que esta pre­
misa vital que se aprende de la inspección de una forma de
la intuición y que, por esa razón, es sintética —ciertamente, la
“exposición trascendental” de Kant del concepto de tiempo,
incluye, entre los “axiomas del tiempo”, precisamente la ase­
veración de que “tiempos diferentes no son simultáneos, sino
sucesivos” (A 31/B 47). Así pues, aun si este “axioma” implicara
lógicamente por sí solo que en ninguna representación simple
pueden percibirse las relaciones temporales entre objetos que
existen en momentos sucesivos, considerar el “axioma” y, con
ello, lo que el mismo implica, como proposiciones analíticas,
sería minar completamente la propia concepción de Kant de
la “Analítica Trascendental”. Además, es todavía menos obvio
cómo podría considerarse que la alternativa de Kant a la percep­
ción directa del tiempo, esto es, la conclusión de que debemos
aplicar las categorías y los principios de los juicios a los obje­
tos en el espacio para hacer determinaciones temporales, se
desprendería del análisis de algunos conceptos. Como Kant lo
expresa:

. . . n o s e p u e d e d a r r a z ó n d e la p e c u l i a r i d a d q u e n u e s t r o e n t e n ­
d i m i e n t o p o s e e —y q u e c o n s is te e n r e a l iz a r a priori la u n i d a d d e
a p e r c e p c i ó n s ó lo p o r m e d i o d e la s c a t e g o r í a s y s ó lo p o r m e d i o
d e e s te t i p o y e s t e n ú m e r o d e c a t e g o r í a s —, a sí c o m o n o se p u e d e
s e ñ a la r p o r q u é te n e m o s p re c is a m e n te é sta s y n o o tr a s fu n c io n e s
d e l j u ic i o , o p o r q u é e l t i e m p o y e l e s p a c i o s o n la s ú n i c a s f o r m a s
d e n u e s t r a i n tu i c ió n p o s ib le . (B 1 4 5 - 1 4 6 )

Claramente, la tesis de Kant es que no es analíticamente verda­


dero que el espacio y el tiempo sean nuestras únicas formas de
intuición, que no es analíticamente verdadero que las relacio­
nes temporales no puedan percibirse directamente, y que, por
tanto, no es analíticamente verdadero que aplicar los principios
del entendimiento a objetos independientes en el espacio, sea
el único medio alternativo para hacer determinaciones tempo­
rales.
Sin embargo, si no son analíticamente verdaderas, ¿cuál es el
status de las premisas fundamentales de Kant de que el tiempo
mismo no puede percibirse directamente y de que el único me­
dio alternativo del que disponemos, para cualquier confirma­
ción temporal de determinaciones temporales, es la aplicación
de los principios del entendimiento a objetos independientes en
el espacio? Esto es más difícil de decir. Tras una vida de estudio,
Lewis White Beck concluyó, simplemente, que las proposicio­
nes de este tipo “son brutalmente fácticas y, sin embargo, en
algún sentido no bien definido, evidentes en sí mismas; son
fácticas pero no empíricas”.'1 Estoy seguro que en la brutal fac-
ticidad de tales premisas hemos alcanzado el último fondo de la
imaginación humana, aun cuando estoy menos seguro de que
se haya ganado algo más que una batalla verbal a favor del sinté­
tico apriori, negando que estas premisas sean empíricas. Estoy
dispuesto a conceder que podríamos imaginar alguna forma
de percepción directa de las relaciones temporales —una marca
temporal digital sobre cada una de nuestras percepciones—y
fundar la prueba trascendental de la causalidad y de las otras
categorías en mi seguridad empírica de que nadie —ciertamente
no el escéptico—sostendrá que tiene tal medio alternativo pa­
ra confirm ar las determinaciones temporales. Si el argumento
de Kant realmente mostrase que, en ausencia de la percepción
directa de las relaciones temporales, sólo los juicios causales
acerca de las sustancias interactuantes en el espacio podrían
confirm ar nuestras determinaciones temporales empíricas, po­
co importaría si la premisa subyacente, de que el tiempo no se
percibe directamente, fuese ella misma empírica más bien que
a priori. Esto, ciertamente, es ya suficientemente brutal.
(2) Sostener que los juicios categóricos acerca de los objetos
en el espacio son la única alternativa a la percepción directa
de las relaciones temporales, nos lleva a una segunda línea de
crítica. Conforme a ésta, se arguye que Kant ha fracasado en
mostrar que las condiciones que se reconocen como suficientes
para la posibilidad de ciertas formas de juicio, son también
únicamente suficientes y, por tanto, condiciones verdaderamente
necesarias de la posibilidad de tales juicios; y que por esa razón
falla su estrategia de llevar a cabo una deducción trascendental
exhibiendo las únicas condiciones posibles para la posibilidad
de la experiencia.
La versión mejor conocida de esta crítica es la de Stephan
Kórner. Kórner distingue entre un “método” y un “esquema
categorial” para la identificación y diferenciación de los obje-

' Beck: “Toward a Meta-Critique o f Puré Reasori", en su libro Essays on


Kant and Hume (YaJe University Press, New Haven, 1978 p, 23).
tos en un ámbito externo. Por un “m étodo” se refiere a algo
así como una teoría particular acerca de la geometría, o la di­
námica y así sucesivamente, y por un “esquema” se refiere a las
características más generales de una clase de tales teorías, en
particular su “atributo constitutivo" o la concepción de lo que
hace que algo sea un objeto (claro está que, en el esquema de
Kant, esto es la sustancia) y su atributo “individualizado!'”, o su
criterio para la diferenciación de un objeto respecto de otro (la
localización espacio-temporal, en el esquema de Kant).4 Luego
argum enta que, a fin de establecer que un esquema es úni­
co —y, por esto, una condición necesaria de la posibilidad de
la experiencia, una condición a priori del conocimiento, que
puede demostrarse mediante una deducción trascendental—
, debe mostrarse, no sólo que cualquier “m étodo” propuesto
para representar objetos pertenece al esquema sino también
que todos los métodos posibles pertenecen a este esquema úni­
co (p. 233; supra, p. 37). Pero tal “demostración de unicidad”
—cuya necesidad, según sostiene Kórner, Kant ni “siquiera lle­
gó a considerar”— es imposible (p. 236; supra, p. 40). Esto es así
porque sólo hay tres formas mediante las cuales podría mos­
trarse que un esquema para constituir e individuar objetos es
único, y ninguna de ellas puede funcionar. Estos tres medios
serían, (1) “dem ostrar la unicidad del esquema comparándolo
con la experiencia indiferenciada por medio de un método de
diferenciación previa”; (2) “dem ostrar la unicidad del esquema
comparándolo con sus posibles competidores”, y (3) “examinar
el esquema y su aplicación enteramente desde dentro del esque­
ma mismo” (pp. 233-234; supra, pp. 37-38). Pero ninguno de
estos tres medios puede llevarnos al fin deseado. El primero,
claro está, es imposible desde una perspectiva kantiana (nunca
experimentamos las sensaciones en bruto, sin haberles ya apli­
cado las formas de las intuiciones y las categorías); el segundo
se anula a sí mismo, precisamente por suponer que puede ha­
ber un esquema alternativo para efectuar una comparación, y
el tercero podría, a lo más, mostrar la estructura interna del

4 Stephan Kórner, “La imposibilidad de fas deducciones trascendentales”


(1969) (supra, p. 33); véanse, especialmente, pp. 230-231 (supra, pp. 33-34).
Otras citas a Kórner en este parágrafo se dan entre paréntesis en el texto.
esquema que se considera, pero nada acerca de ningún otro
(pp. 234-235; supra, pp. 37-38).
Pero este argumento tan abstracto, que se desarrolla a enor­
me distancia de cualquiera de los textos mismos de Kant, está
lejos de ser concluyente. Ciertamente es justo presentarlo en
contra de las deducciones kantianas de tipo A, donde Kant ha­
ce una transición directa de la necesidad de un “fundamento
trascendental” para las pretensiones de verdad necesaria, a una
síntesis, forma de intuición o juicio, particular y a priori, sin nin­
guna prueba de que la estructura a priori aducida es la única
de la que podemos disponer. Claro está que el problem a aún
más apremiante de tales argumentos es la misma pretensión
inicial de verdad necesaria. Pero parece injusto lanzar estos car­
gos en contra de los argumentos kantianos de tipo B, respecto
de los cuales ni la objeción 2 ni la objeción 3 de K órner está
obviamente justificada.5 En general, el argumento de K órner
parece presuponer que concebir una alternativa a nuestro pro­
pio esquema para experimentar objetos es, eo ipso, m ostrar la
posibilidad de ese esquema. Pero esto, evidentemente, ignora la
disdnción fundamental kantiana entre la posibilidad m eram en­
te lógica y la posibilidad real: dar una caracterización suficiente
de un esquema para argum entar acerca de él (o de su inadecua­
ción) no puede considerarse como suficiente para probar su
posibilidad real. Las objeciones 2 y 3 de K órner fracasan, am­
bas, debido a este supuesto.
Con respecto a la objeción 3, K órner pasa por alto la po­
sibilidad de que podamos, no sólo ser capaces de investigar
la consistencia interna del esquema que empleamos, sino tam­
bién ser capaces de dar una caracterización suficiente de una
alternativa propuesta a nuestro esquema, que nos baste para de­
term inar que es internamente inconsistente, o bien inadecuada
5 La propuesta (1) parecería ser necesariamente verdadera respecto de
cualquier argumento kantiano. Sin embargo, la sugerencia kantiana al princi­
pio de la “Estética Trascendental”, de que las formas puras de la intuición pue­
den descubrirse simplemente eliminando, por abstracción, todas las aportacio­
nes de la sensación, por un lado, y del entendimiento, por el otro (A 2 2 /B 36),
podría implicar la posibilidad de una experiencia directa y presumiblemente
“indiferenciada” de las formas puras de la intuición mismas. Pero difícilm en­
te se podría querer defender, sobre esta base, la posibilidad de deducciones
trascendentales.
para los objetivos aceptados incluso por un proponente del es­
quema alternativo, sin por ello suponer, jamás, la posibilidad
real del esquema que ha de rechazarse. Un crítico de Kórner
ha argumentado que ésta es la forma lógica de la Refutación del
Idealismo de Kant, a saber, Kant muestra que un esquema que
no incluya la posición de objetos independientes en el espacio,
aun cuando pueda parecer lógicamente posible, no logra cum­
plir con la tarea de determinación temporal aceptada incluso
por quienes proponen el esquema alternativo.6 Sin embargo,
si la Refutación tiene esta forma, entonces dem uestra la necesi­
dad del esquema kantiano, no por reflexionar sobre su propia
estructura, sino, más bien, por dem ostrar lo inadecuado de un
esquema alternativo aparentemente posible —llamémoslo el es­
quema cartesiano—para un propósito que el mismo cartesiano
acepta.
La interpretación que en esta obra se ha ofrecido de la Refu­
tación del Idealismo, podría considerarse que tiene un carácter
semejante, esto es, muestra que un cartesiano que supone tá­
citamente que sus determinaciones temporales se pueden con­
firm ar mediante una percepción directa de las relaciones tem­
porales, no puede alcanzar sus propios objetivos. Sin embargo,
parece más fácil usar la teoría de la determinación temporal que
se le ha adscrito a Kant en esta obra, para m ostrar que la obje­
ción 2 de K órner es injusta, al menos para con las intenciones de
Kant. Difícilmente sería verdad que Kant simplemente hubiera
dejado de considerar el problema de la “unicidad”. Claro está
que lo consideró: la importancia de su premisa fundamental
de que el tiempo no puede percibirse directamente, es precisa­
mente la de excluir todos los esquemas alternativos, menos uno,
para hacer determinaciones temporales empíricas. Ciertamen­
te, se puede objetar su delimitación inicial de alternativas —esto
es, su no muy explícito argumento de que el espacio y el tiem­
po son las únicas formas de la intuición, y por tanto, que si las

6 Véase Eva Schaper, “¿Son imposibles las deducciones trascendentales?"


(1974) (supra, p. 58-59. Debe señalarse, sin embargo, que tal defensa puede
ir en contra de la aseveración de Kant de que una “prueba trascendental”
siempre debe ser “directa u ostensiva”, nunca “apagógica” —es decir, inferir
la verdad de una aseveración a partir de la verdad de sus consecuencias (cf.
A 7 8 9 -7 9 1 /B 817-819).
relaciones temporales no pueden percibirse directamente, su
percepción debe depender, de alguna manera, de la intuición
espacial; se pude argüir que no ha probado adecuadamente es­
ta limitación de las alternativas. Uno puede no estar satisfecho
con la aseveración brutalmente fáctica de que simplemente no
podemos explicar por qué tenemos solamente estas dos formas
de intuición. Además, se puede discutir el supuesto de que no
hay percepción directa de las relaciones temporales —el supues­
to del que también depende la inferencia de la otra alternativa.17
Pero, seguramente, la estrategia de la teoría de Kant de la deter­
minación temporal es, nada menos, la de dem ostrar que de las
dos bases imaginables para la determinación de las relaciones
temporales, una de ellas, la de que son directamente percibidas
—aun cuando sea descriptible y, por esto, aparentemente una
alternativa lógicamente concebible—, no es una posibilidad real
y, por tanto, que la otra suposición, la de que estas determina­
ciones deben hacerse como lo arguye Kant, es la única y, por
tanto, una condición necesaria, así como suficiente, de la posi­
bilidad de estos juicios empíricos. El argumento de Kant puede
fallar, pero ciertamente explota la estrategia misma que K órner
exige de él.
Puede hacerse otra observación a la crítica de Kórner. Éste
parece suponer que Kant pasó por alto el problema de estable­
cer la unicidad de su esquema, porque supuso la unicidad de
la geometría euclídea y de la física ncwtoniana, las cuales, sin
embargo, son tan sólo métodos particulares para aplicar el es­
quema más general que requiere la diferenciación de regiones
espaciales y la existencia de sustancia (y métodos que podrían,
ellos mismos, ser subsumibes bajo más de un esquema).8 Sin
embargo, como ya vimos, Kant, al menos en ocasiones, es muy
claro acerca de la diferencia entre un requisito general de su es­
quema —tal como el requisito de la conservación de la sustancia—
y una teoría particular que satisface ese requisito general —tal
como la conservación de la materia. Tal como lo ha mostrado
mi análisis del tratamiento que le da Kant a la sustancia —si no es

7 Este camino se ha tomado en varias obras recientes; véase, por ejemplo,


Brueckner, 1984, pp. 210-218 (supra, pp. 351-364).
8 Kórner, 1967, p. 237 (supra, pp. 42).
que también su tratamiento de la geometría—, él reconoce que
incluso los que él mismo llama, en ocasiones, conceptos “cons­
titutivos” del entendimiento, ofrecen sólo ideales para teorías
científicas particulares, y que éstas muy bien pueden estar suje­
tas a revisión sin que se afecten los primeros. Aun cuando un
examen detallado de cualquier argumento kantiano particular
podría m ostrar que confunde “m étodo” y “esquema”, cierta­
mente Kant tuvo conciencia de la distinción general.9
(3) Sin embargo, la crítica a los “argumentos trascendenta­
les” más ampliamente discutida ha sido la afirmación de que
dependen del verificacionismo en cuanto teoría del significado,
aun cuando dicha teoría del significado es, a la vez, ella misma
implausible y además vuelve ociosos los argumentos trascen­
dentales, ya que la teoría del significado ofrece una refutación
sin rodeos del escéptico. La crítica, que debe su formulación clá­
sica a Barry Stroud,10 se dirige en contra de la interpretación
que hace Strawson de la Deducción Trascendental. Conforme
a Strawson, la Deducción se basa en el supuesto de que a fin
de tener una concepción significativa de uno mismo como su­
jeto o poseedor de experiencias, uno también debe tener una
concepción de los objetos con los que puedan contrastarse las
experiencias, o, como Richard Rorty reformuló la propuesta de
Strawson, “uno no sabría lo que es una experiencia si no supie­
ra lo que es un objeto físico”.11 Sin embargo, conforme a la
objeción, usar tal argumento como un antídoto para el escepti­
cismo supone el verificacionismo, esto es, supone que, porque

9 Incluso en el ejem plo de la geometría eudídea, que podría parecer el


mejor lugar para apoyar la suposición de que Kant simplem ente confunde la
unicidad del m étodo y del esquema, vimos que la situación es más complicada.
Se recordará que ahí argumenté que el supuesto de que debe de haber una
única geometría era una consecuencia natural de la tesis de que imponemos
espacialidad a los objetos de la experiencia (aun cuando esta última teoría
dependa ella misma de argumentos desafortunados). Incluso en tal caso, lejos
está de ser claro que Kant simplemente confunda esquem a y m étodo y que haya
tomado simplemente la unicidad del primera por la del último. Por tanto, es
mucho menos obvio que haga esto en algún argumento que gire en torno a la
tesis de la “restricción” de las reglas del pensamiento.
10 Barry Stroud, “Argumentos trascendentales” (1963). (Ver sufra.)
11 Richard Rorty, “Strawson’s Objectivity Argument”, Review of Melaphy
sics, 24 (1970), pp. 207-244. Véase p. 212.
se puede usar significadvamente un concepto (“experiencia”),
uno debe«z£>er que de hecho se dan las condiciones que harían
significativo el concepto (la existencia contrastante de objetos
físicos duraderos, gobernados por reglas) —cuando, sin duda,
lo más que se podría derivar del propio supuesto de que es
significativo el uso que uno hace del término “experiencia”, es
que uno debe al menos creer que sus condiciones de verdad
en ocasiones pueden satisfacerse.12 Ciertamente, eso puede ser
incluso más de lo que prueba el argumento, pues lo más que
puede mostrar cualquier teoría verificacionista del significado
que sea plausible, es que para que uno entienda un término,
uno debe saber qué condiciones harían que fuese verdadera o
Jaba una proposición que hace uso del término, y no que cua­
lesquiera proposiciones que lo usen son, de hecho, verdaderas en
alguna ocasión.13 En segundo lugar, la objeción lanza el cargo
de que la aceptación de la teoría verificacionista del significa­
do que se requiere para obtener algo del contraste conceptual
—aun cuando esa teoría sea intrínsecamente dudosa y, en todo
caso, demasiado débil para probar el resultado deseado—tam­
bién vuelve superf luo al argumento trascendental mismo, pues
se supone que el argumento u ascendental procede mostrando
que una proposición que emplea cierto concepto es miembro
de alguna clase privilegiada, y que las proposiciones de esta
clase son significativas sólo debido a algún otro concepto cu­
yas condiciones de uso significativo derrotan al escéptico; pe­
ro el verificacionismo permite que el argumento de contraste
discurra directamente, sin ningún rodeo a través de una cla­
se privilegiada de proposiciones.14 En términos más cercanos
a Kant, el argumento strawsoniano vuelve superfluo el papel
de la unidad de la experiencia en Ja Deducción Trascenden­
tal de Kant. La necesidad del conocimiento de objetos surge
directamente de las condiciones para la descripción significati­
va de cualquier representación como una experiencia, y no de
ningunas consideraciones especiales acerca de lo que se requie­

12 Véase Richard Rorty, “Verificationism andTranscendentalArgum ents”,


Noús, 5 (1971), pp. 3-14. Ver especialmente pp. 4 -5 , 9
13 Véase Brueckner, 1983, p. 560 (supra, pp. 316).
14 Stroud, 1968, p. 122 (supra, p. 101).
re para la representación de la experiencia como unificada;15
y si se acepta el verificacionismo, entonces uno simplemente
argum enta a partir del uso presumiblemente significativo del
concepto de experiencia, al conocimiento de los objetos exter­
nos con los que se contrasta la experiencia.
¿Qué es lo que ha de decirse acerca de este cargo? Está claro
que todo este asunto deja de lado, por completo, los argum en­
tos kantianos de tipo A. Estos argumentos —por ejemplo, la
inferencia, a partir de la certeza a priori de la apercepción, de
la existencia de síntesis a priori— no comprende, en absoluto,
ningún contraste de significado. No sugieren que, por ejemplo,
el juicio acerca de la apercepción com prenda un contraste con­
ceptual con lo no-yo, sino sólo que debe tener un “fundamento
trascendental”, lo que, ciertamente, puede tener implicaciones
tanto para el no-yo como para la unidad del yo. De cualquier
m anera, el contraste entre la experiencia ordinaria, como un
fundamento inadecuado para una pretensión de necesidad y
un fundamento a priori para tal pretensión, contraste en el que
realmente se funda este estilo de argumento, difícilmente pue­
de considerarse como un contraste implícito en el significado
de necesidad. No obstante, tampoco este tipo de argumentos
parece ofrecer mucha ayuda en contra del escepticismo.
¿Y qué sucede con los argumentos de Kant que van desde
las pretensiones de conocimiento empírico de determinaciones
temporales hasta el conocimiento de objetos externos y de su
esencial propiedad de estar gobernados por reglas (argum en­
tos tipo B)? Aquí los problemas parecen ser más complicados.
Parece en efecto que estos argumentos serían superf luos si una
teoría del significado pudiese llevarlo a uno, directamente, de
un concepto, tal como el de una sucesión subjetiva de repre­
sentaciones, al conocimiento de la ejemplificación del concepto
naturalmente contrastada con éste, a saber, el de una sucesión
objetiva en las apariencias (objetos empíricos). Así, parece estar
justificada la segunda parte del cargo en contra de los argum en­
tos trascendentales —o, al menos, en contra de la reconstrucción

15 Véase Rorty, 1970, p. 219, donde su autor intenta convertir esto en una
virtud del argumento de Strawson, y Brueckner, 1983, pp. 5 61-562 (supra,
p. 317-318).
de Strawson de la Deducción de Kant. Pero lo que esto sugiere
es precisamente que los argumentos de Kant nada tienen que
ver con las condiciones para el uso significativo de los concep­
tos en absoluto, sino, más bien, con las condiciones necesarias
para confirm ar formas características de juicio, las que (sin du­
da) usan ciertos conceptos, pero difícilmente suponen que tales
conceptos se usan de m anerajustificada simplemente porque se
les entiende.10 El argumento de Kant no es que, porque enten­
demos ciertos conceptos, entonces deben ser verdaderos ciertos
juicios que emplean conceptos con los que han de contrastarse
los primeros. Su argumento es, más bien, que porque conside­
ramos que es verdadero un conjunto de juicios, también debe
considerarse que es verdadero otro conjunto de juicios que ofre­
cen evidencia indispensable para el primero. Este argumento
no tiene nada que ver con condiciones para entender: por lo
que a él se refiere, podríamos entender por un don divino to­
dos nuestros conceptos de m anera innata, en aislamiento. El
argumento, más bien, se refiere a las condiciones conforme a
las cuales podríamos ser capaces de justificar pretensiones em­
píricas de conocimiento; esto es, el argumento enuncia, desde
un principio, que ciertos juicios son verdaderos y nunca intenta
introducir pretensiones respecto de la verdad de cualquier cosa
por medio de la teoría del significado, sino sólo mediante un
modelo específico para la confirmación de las verdades inicial­
mente afirmadas. Desde un principio, tanto la verdad como el
conocimiento están presentes en el argumento, y no es cuestión
de transferirlos de un concepto a otro, sino de un conjunto de
juicios a otro.
Empero, una versión de la presente objeción podría formu­
larse en contra de este estilo de argumento. La teoría de Kant
de la determinación temporal sostiene básicamente que porque
consideramos que es justificable una clase de juicios empíricos

16 Bennett intenta sugerir algo com o esto aun ruando perm anece dentro
de los confines de su comprensión de los argumentos trascendentales com o
dependientes, en última instancia, del análisis de un concepto del yo. Escribe
que, mientras que Strawson “argumentaque el autoconocimiento requiere que
tengamos un concepto de 'persona’. .. la intuición de Kant [es] que el auto-
conocim iento supone actividad intelectual: saber cóm o son nuestros estados
internos es hacer juicios de ciertas clases” (1979, p. 52; supra, pp. 204-205).
(sea que éstos sean juicios acerca de las relaciones temporales
de objetos externos o de estados internos) y descubrimos que
otra clase de juicios (sea que éstos sean juicios acerca de las
relaciones causales de objetos externos o acerca de sus rela­
ciones temporales) proporciona el único medio de confirm ar
tales juicios, debemos también considerar, por tanto, que son
verdaderos estos últimos tipos de juicios —que son “experien­
cia”, no m era “imaginación”. Claro está que, ocasionalmente,
podemos estar equivocados acerca de los ejemplos específicos
de los juicios que proporcionan confirmación (B 278), en cuyo
caso, sin embargo, simplemente tendremos que admitir que es­
tamos equivocados acerca de los miembros particulares de la
clase de juicios que han de ser confirmados; Kant nunca su­
pone algo diferente.17 Pero, ¿no puede uno solamente creer las
proposiciones de la clase confirmante, sin conocerlas realmen­
te? Después de todo, premisas falsas no implican lógicamente
conclusiones falsas. O, incluso peor, ¿no puede uno tan sólo
creer las proposiciones de la clase para la que ha de aportarse
evidencia y, por tanto, tener sólo fundamentos adecuados para
meramente creer, pero no literalmente pretender conocer jui­
cios de la clase que ha de proporcionar la evidencia? ¿Qué es
lo que ha de decirse ante estas objeciones?
Claro está que, a cierto nivel, debe concederse que ningún
argumento, por sí mismo, puede nunca probar más que, si se
acepta un conjunto de aseveraciones, entonces, so pena de in­
consistencia lógica (y, ¿qué tipo de pena es ésa}), también se
debe aceptar otro conjunto de aseveraciones. Niéguese que uno
conoce las premisas, y nada se seguirájamás. Pero el escepticis­
mo sería una aburrición si sólo se apoyara en ese hecho relativo
a los límites de la argumentación. Es irrelevante la propuesta
lógica de que la falsedad de una premisa no implica de suyo
la falsedad de la proposición que se ha tratado como su conse­
cuencia; ya se ha asumido que estamos tratando con una clase
de juicios que proporcionan la única forma de evidencia para

17 Así pues, es bastante sorprendente que Brueckner siquiera considere la


cuestión de si “la empresa antiescéptica” de Kant podría validar “ninguna de las
propias pretensiones de conocer hechos sobre los objetos Ssícos particulares”
(1983, p. 552; supra, p. 305).
los juicios de otra clase, y la cuestión es sólo si se puede con­
tinuar considerando estos últimos como verdaderos mientras
que se reconoce que los primeros pueden muy bien ser falsos.
Aquí parece que el escepticismo debe negociar y tomar el punto
de vista de la tercera persona, esto es, una posición externa a
la del sujeto cuyas pretensiones de conocimiento están siendo
consideradas; pues aun cuando es fácil suponer que otro pue­
de creer algunas proposiciones, incluso muy centrales, sobre
la base de evidencia no confiable, o incluso que son falsas to­
das las creencias del sujeto que se encuentran en el primero
de esos grupos, es mucho más difícil pensarse a sí mismo en
esa posición. Está claro que, si realmente puede uno conside­
rar la proposición de que son falsos incluso los propios juicios
temporales subjetivos, entonces uno se puede manejar sin com­
prometerse con otro conjunto de proposiciones que pudiesen
aportar evidencia para aquéllos. Pero no es fácil ver cómo po­
dría uno aceptar como verdaderas las propias determinaciones
temporales subjetivas, reconocer que los juicios sobre determi­
naciones temporales objetivas (así como las relaciones causales
y otras relaciones de los objetos externos) son la única evidencia
de tales juicios y, sin embargo, seriamente considerar la posibi­
lidad de que todos estos juicios, o la mayoría, fuesen falsos. Tal
posición parece incoherente: parece que la misma se funde con
la de quizá verbalmente afirm ar un conjunto de oraciones y ver­
balmente rechazar otro sin creer realmente nada en absoluto,
sin hacer, pues, juicio alguno. Claro está que, en tal situación,
los argumentos no tienen nada que hacer.
A fin de cuentas, no parece muy amenazadora la sugerencia
escéptica de que uno podría tan sólo creer en la evidencia para
los juicios que uno reconociese como verdaderos. La cuestión
real acerca de los argumentos de Kant que van de la deter­
minación temporal empírica a las restricciones a priori sobre
el conocimiento de los objetos externos —los únicos, entre sus
argumentos, que pueden mantener nuestro interés contempo­
ráneo en su filosofía teórica—, puede ser sólo el tema sustantivo
que surge cuando consideramos cada una de estas tres formas
de crítica: ¿cuál es la fuerza de las premisas fundamentales de
la teoría misma de Kant de la determinación temporal? Si Kant
está equivocado en que las relaciones temporales no pueden
se percibidas directamente o, cuando menos, ser percibidas di­
rectamente únicamente sobre la hase de las representaciones
consideradas como tales, y si, en lugar de esto, de la introspec­
ción puede extraerse, de m anera directa, bastante información
para fundar creencias razonables acerca del orden temporal,
incluso de estados subjetivos —si “todavía no tenemos ningu­
na razón positiva fuerte para suponer que el conocimiento de
hechos acerca de los objetos externos sea necesario para formar
creencias justificadas... sobre la posición ocupada por una ex­
periencia en mi orden temporal subjetivo”—18 entonces su teo­
ría de la determinación temporal no puede alcanzar las metas
de la teoría trascendental de la experiencia. Si pudiese darse
el caso de que yo puedo, satisfactoriamente, “usar el conoci­
miento sobre las regularidades entre mis experiencias, con el fin
de descifrar la posición temporal de una experiencia particular
en mi orden temporal de sujeto”,19 entonces es un fracaso el
intento de Kant por reforzar los supuestos fundamentales de
una visión del mundo científica en el hecho más elemental de
la autoconciencia humana, el hecho apenas controvertible de
que hacemos juicios razonables acerca del orden temporal de
nuestras propias experiencias como tales. Mi propia opinión es
que tal objeción no logra reconocer una intelección que subya-
ce a la teoría de Kant de la determinación temporal en su nivel
más profundo, a saber, el reconocimiento de que una capaci­
dad genuina para la representación no puede considerarse que
esté gobernada por regularidades propias —ciertamente, no re­
gularidades en la sucesión de sus contenidos que se deben a su
propia constitución antes que a la constitución de lo que ella
representa—, por la simple razón de que esto minaría inmediata­
mente su uso como una facultad de representación. Los cambios
en su contenido deben ser atribuibles a cambios en lo que repre­
senta, o bien en m anera alguna puede con seguridad juzgarse
que represente cambios fuera de sí misma. Claro está que Kant
nos ha enseñado que la mente no puede ser un espejo comple­
tamente pasivo de la naturaleza, que puede estar constreñida a
representar a la naturaleza como si tuviese cierta forma (inclu­

18 Brueckner, 1984, p. 216 (supra, p. 362.


19 Ibidem.
so si la naturaleza misma, en contra de la suposición de Kant,
puede también tener esta forma) y, ciertamente, que ese co­
nocimiento no yace en el registro pasivo de la sensación, sino
que requiere igualmente de la participación activa de la con-
ceptualización y del juicio. Pero parece incoherente la idea de
que una facultad de representación pueda tener regularidades
internas en sus cambios, que sean adecuadas para fundar jui­
cios de orden temporal subjetivo y sin embargo proporcionar,
incluso potencialmente, conocimiento de una realidad externa:
una facultad de representación debe ser sensible, prim ariam en­
te a lo que yace más allá de ella, o renunciar a su pretensión de
representar. Si esto fuese todo lo que Kant quiso decir con su
aseveración de que debe ser nuestro “pensamiento de la rela­
ción de todo conocimiento con su objeto” el que “lleve consigo
un elemento de necesidad” y el que impida que nuestros co­
nocimientos “se produzcan al azar o arbitrariam ente” (A 104),
entonces habría hecho una aportación indiscutible a la episte­
mología. Como lo hemos visto de m anera más que amplia, Kant
estuvo frecuentemente tentado a explotar este reconocimiento
por encima de su valor, debido a su precipitada inferencia, des­
de una pretensión de necesidad, directamente a un fundamento
trascendental. Pero no hemos de perm itir que este fracaso nos
impida considerar seriamente la teoría de la determinación tem­
poral que nos ofreció, fiel a su inspiración original, si no es que
a su perm anente deseo de certeza.

[Traducción deJosé A nto nio Robles]


CONDICIONES NORMATIVAS Y PSICOLÓGICAS
LA NOCION KANTIANA DE DEDUCCION Y LOS
ANTECEDENTES METODOLÓGICOS DE LA PRIMERA
CIÚTICA *

DIETER HENRICH

¿Cómo concibió Kant el program a y el método de la deducción


trascendental en la prim era Crítica? Al intentar responder esta
pregunta, recurriré a fuentes que, hasta ahora, no han sido uti­
lizadas o no se conocen. Destacaré, igualmente, una estructura
que podría adaptarse a todas las deducciones en la obra de Kant
y dar razón de ellas.
El alcance de las fuentes y los problemas involucrados es, sin
embargo, demasiado extenso para ser cubierto adecuadamente
en un solo artículo. Por ello, mis observaciones adoptarán la
modesta forma de un reporte de investigación. Pero, conforme
avance, espero mostrar que un examen de los presupuestos y
del contexto en el cual se desarrolla el program a de las deduc­
ciones filosóficas de Kant, es más interesante que el cuidadoso
estudio de una de sus facetas. No obstante, esclareceré deta­
lladamente la idea kantiana de deducción filosófica y, luego,
abordaré sucintamente otros aspectos y perspectivas de la me­
todología filosófica de Kant.

* Originalmente “Kant’s Notion o f a Deduction and the Methodological


Background o f the First Critique” en Eckart Fórster (ed.), Kani’s Transcendental
Deductions, Stanford University Press, Stanford, 1989, pp. 29-46. Traducido
con el permiso del autor y de Stanford University Press. Copyright © 1989
by the Board o f Trustees o f the Leland Stanford Júnior University. All rights
reserved.
A pesar de prolongados esfuerzos, el capítulo clave de la pri­
m era Crítica sigue siendo impenetrable. No contamos con una
interpretación que explique, en términos de principios y objeti­
vos compartidos, la estrategia argumentativa que Kant emplea
—tanto en sus detalles como en el todo y para ambas ediciones
en conjunto. Más aún, los intentos de reconstrucción o desarro­
llo de los razonamientos de Kant mediante teorías filosóficas
o formas de análisis similares, pero independientes, no pueden
aún dar razón satisfactoriamente de la naturaleza y el origen de
las diferencias y semejanzas entre sus propios proyectos y el de
Kant. Esta situación no parece ser accidental. Para entenderla,
tenemos que aclarar el contexto en el cual se desarrolla el razo­
namiento de Kant en las deducciones. Tenemos razones para
creer que hay rasgos de ese contexto que Kant puede dar por
supuestos y que, hasta ahora, hemos pasado por alto.
Cualquier interpretación satisfactoria de las deducciones de
Kant tiene que satisfacer ciertos criterios, de los cuales sólo
mencionaré tres.
Primero, una interpretación debe ser capaz de proporcionar
una explicación comprehensiva del vocabulario que Kant utiliza
en sus comentarios acerca del program a de sus deducciones.
Debe hacerlo de tal m anera que muestre la unidad y la conexión
interna de sus distintos términos.
Segundo, una interpretación debe proporcionar medios pa­
ra entender la manera en la cual Kant elaboró los textos de
sus deducciones —no sólo de las dos deducciones de la prim e­
ra Crítica, sino en general de las deducciones en toda la obra
de Kant. Sin lugar a dudas, la deducción de la prim era Crítica
merece especial atención, ya que en el contexto de esta deduc­
ción Kant reconoció que el proyecto que llevaba a cabo bajo el
nombre de “deducción” era indispensable y que la mejor mane­
ra de caracterizarlo era con el término “deducción”. Además,
las deducciones de la prim era Crítica son, con mucho, las más
extensas y están claramente deslindadas del resto del corpus de
la prim era Critica, tanto por su estilo como por el apretado e
intenso razonamiento que desencadenan.
Tercero, una interpretación de la estrategia deductiva de
Kant tiene que poder aplicarse a la deducción de la segunda
Crítica. Aquí la deducción depende de un llamado “hecho de
la razón” (el cual Hegel ironizó como “una indigestión, una re­
velación dada a la razón”). Casi automáticamente, tendemos a
adoptar una comprensión del término “deducción” que genera
inmediatamente una tensión entre una deducción y cualquier
referencia a un hecho. El resultado de esto es una falsa inter­
pretación del argumento de Kant en la segunda Crítica —una
falsa interpretación, también, de la forma en que se conecta
sistemáticamente con la deducción de la prim era Crítica.

I
En el lenguaje filosófico de Kant, el significado del término
“deducción” es distinto del que nosotros, casi irreflexivamen­
te, suponemos, y esto da razón, en buena medida, del continuo
fracaso en la comprensión de las deducciones de Kant, en tanto
programa unitario y correctamente estructurado (dentro de su
unidad). “Deducción” es un término con el cual estamos muy
familiarizados. Se refiere al procedimiento lógico mediante el
cual una proposición —la conclusión—se establece a través de
las relaciones formales de otras proposiciones, sus premisas.
Así pues, consideramos una deducción como una prueba silo­
gística. Kant estaba familiarizado con este uso del térm ino “de­
ducción”. Pero, a diferencia de hoy en día, éste no era el único
ni el más común de los usos en el lenguaje académico del siglo
dieciocho. Si suponemos que bajo el título “deducción” Kant
anuncia una cadena de silogismos correctamente formada, está
claro que debemos llegar a una conclusión muy desfavorable
acerca de su capacidad para llevar a cabo semejante programa.
Es cierto que la deducción de la prim era Crítica pretende ser
una prueba. Pero si se define como una deducción en virtud
de su corrección y, sobre todo, de su claridad, en tanto cadena
de silogismos, resultaría evidente que no cumple con sus pro­
pias normas. Sabemos, sin embargo, que en la prim era Crítica
Kant mostró, varias veces, su habilidad para construir pruebas
silogísticas precisas —por ejemplo, en la Refutación al idealis­
mo y en las Antinomias. Tenemos, pues, razones para buscar
una interpretación del término “deducción” en el sentido que
Kant le otorga, una interpretación que no haga depender com­
pletamente de la construcción de una cadena de silogismos el
significado de su programa.
El significado literal de “deducir” (en latín) es “sacar una
cosa de otra”. En este muy amplio sentido, no está restringido
a las derivaciones en un discurso, por ejemplo, en la expresión
inglesa “deduces a riv e r” [desviar un río] cavando un nuevo cauce.
En el campo de los métodos discursivos, “deducción” puede
tener una pluralidad de aplicaciones. Una “deducción”, en el
sentido original (en latín), puede tener lugar siempre que algo
resulte de una derivación metodológica a partir de otra cosa.1
Vestigios de este uso tan amplio se han conservado de distintas
maneras en las lenguas europeas; en inglés, por ejemplo, en
“ta x deduction".
Cualquiera que esté familiarizado con la prim era C ritic a re­
cordará la prim era oración bajo el encabezado “De los princi­
pios de una deducción trascendental en general”: “Los juristas,
al hablar de derechos y demandas, distinguen en un proceso le­
gal la cuestión relativa al derecho (quid ju ris ) de la relativa al
hecho (q uid fa c ti). De ambas exigen una prueba y llaman a la
primera, que debe exponer el derecho o la pretensión legal,
deducción.” (A 84/B 116) Ya que Kant, por lo visto, quiere aquí
distinguir en prim er lugar las dos cuestiones, uno puede ver­
se fácilmente tentado a opinar que emplea “deducción” en el
sentido lógico ordinario, con el requisito adicional de que las
premisas del silogismo deben poder justificar pretensiones le­
gales —por lo tanto, es de suponerse, proposiciones normativas.
Pero al adoptar esta interpr etación casi irresistible y aparen­
temente natural, se pierde ya de vista el aspecto distintivo de la
idea metodológica que le proporciona una estructura unitaria
a las deducciones de Kant. Se pierden de vista, también, las ra­
zones por las cuales Kant se refiere al paradigma jurídico y las
razones de por qué pudo estructurar y de hecho esti acturó la
prim era C rític a , en su totalidad, en torno a una constante refe­
rencia a procedimientos jurídicos. Intentaré elucidar en cuatro
pasos los antecedentes que le permiten a Kant adoptar el tér­

1 Un temprano ejemplo lo constituye la derivación, en música, de una


notación para una escala, a partir de ciertas cualidades naturales de los tonos:
“do-re-mi-fa...
mino “deducción” de] contexto jurídico y destacar las razones
por las cuales lo transfirió a su programa filosófico.
1) A finales del siglo XIV apareció un tipo de publicacio­
nes que al comienzo del siglo XVIII (cuando su uso se hallaba
ampliamente difundido) se conocían como Deduktionsschriften
(“documentos de deducción”). Su propósito era justificar re­
clamaciones legales entre las numerosas autoridades de los te­
rritorios independientes, ciudades-repúblicas y otros miembros
componentes del Sacro Imperio Romano. Presuponen tanto la
invención de la imprenta como el establecimiento y reconoci­
miento universal de las Cortes Imperiales como una autoridad
superior a los otros miembros del Imperio, los cuales, en otros
aspectos, eran considerablemente independientes. Estos docu­
mentos no los vendían las casas editoriales, sino que eran distri­
buidos por los gobiernos con la intención de convencer a otros
gobiernos acerca de la legitimidad de su posición en alguna
controversia, la cual eventualmente podía conducir al uso de la
fuerza militar y, de este modo, los gobiernos tenían la necesidad
de buscar el respaldo de otras autoridades. Los procedimien­
tos legales exigían también que ambas partes presentaran una
deducción antes de las decisiones finales de una de las cortes
imperiales (que en modo alguno eran siempre acatadas). La
mayoría de las controversias legales tenían que ver con la he­
rencia de territorios, la sucesión legal en los reinos, etc. En
todos los casos tenían que presentarse largos argumentos acer­
ca de la m anera en que se había generado la pretensión y se
había mantenido viva por generaciones.
El tamaño de los documentos de deducción variaba, desde fo­
lletos hasta volúmenes de folios de tres mil páginas. Los gobier­
nos conservaban las deducciones en bibliotecas especiales, de
suerte que pudieran utilizarse en futuros conflictos no previs­
tos. Incluso se las coleccionaba, ya que con frecuencia su impre­
sión era muy fina y elaborada —las coleccionaban, por ejemplo,
ex-diplomáticos, quienes tenían acceso a estos documentos. Así,
después de siglos las subastas de colecciones especiales de de­
ducciones podían proporcionar considerables sumas de dinero.
Doce mil deducciones, aproximadamente, se publicaron entre
el siglo XV y el siglo XVIII. A principios del sigo XVIII resultó
útil publicar bibliografías de las deducciones. Las deduccio­
nes fueron una especialidad jurídica y un famoso escritor de
deducciones podía fácilmente hacerse rico. El más reconocido
escritor de deducciones en los tiempos de Kant fue J. S. Pütter,
profesor de leyes en Góttingen y coautor del libro de texto que
Kant usaba en sus frecuentes lecciones sobre derecho natural.2
Puede probarse que Kant estaba familiarizado con los docu­
mentos de deducción. Fue bibliotecario durante seis años de
la Real Biblioteca de Kónigsberg y tuvo que revisar el acervo
cuando ocupó su puesto. Utiliza la terminología de las deduc­
ciones en sus propias disputas jurídicas (C 12: 380,421). Yhabla
ocasionalmente sobre deducciones, en los archivos, que fueron
ignoradas por gobernantes que prefirieron el uso de la violencia
(MM §61,6: 350). Igualmente, Kant tenía buenas razones para
asumir —dada la extendida costumbre de argumentar a través
de documentos de deducción—que su auditorio lo entendería al
transferir el térm ino “deducción” del uso jurídico a uno nuevo,
el filosófico. Lo que no pudo prever es que ese difundido uso
se convertiría muy pronto en obsoleto, cuando el Sacro Impe­
rio Romano fue abolido bajo la presión de Napoleón. Con ello,
las Cortes Imperiales y la práctica de los documentos de deduc­
ción desaparecieron para siempre y el término “deducción” se
extinguió, volviéndose casi incomprensible. Con respecto a la
Critica y sus deducciones, podemos entender así, bajo una nue­
va perspectiva, el viejo dicho según el cual también los libros
tienen su destino.
2) La práctica de las deducciones se remonta a una época en
la que la tradición del derecho romano aún no había sido revi-
talizada y en la cual la teoría m oderna del derecho aún no había
sido fundada. Estos dos procesos condujeron a la necesidad de
perfeccionar y regular la práctica de escribir deducciones y esto
repercutió en la manera en la que Kant concibió su correlato fi­
losófico en la prim era Crítica. Las viejas deducciones eran vistas
por las nuevas generaciones de juristas como torpes e inadecua­
das para los propósitos para los cuales eran escritas. Por ello,

2 Ius naturae, de G. Achenwall y j . S. Pütter, se publicó desde 1750 en


numerosas ediciones. El segundo volumen se reimprimió en la edición de la
Academia de las obras de Kant (vol. 19). A partir de la tercera edición, la obra
apareció sólo bajo el nombre de Achenwall.
en la creciente literatura sobre la metodológica del derecho, ju ­
ristas académicos proporcionaban análisis acerca de lo que era
una deducción y pautas para los autores de las mismas. Esta
literatura también proporciona claves para leer la deducción
trascendental. En 1752, por ejemplo, uno de los metodólogos
elaboró el siguiente criterio para una buena deducción: ya que
una deducción no es una teoría por sí misma, sino una argum en­
tación que pretende justificar convincentemente una dem anda
acerca de la legitimidad de una posesión o de un uso, debe evitar
digresiones innecesarias, generalizaciones, discusiones acerca
de principios, etc., las cuales son de interés sólo para los teóri­
cos. Una deducción debe ser breve, sólida pero no sutil, y clara.
El autor de este tratado elogia mucho una costumbre de Püt-
ter, el famoso escritor de deducciones. Si Pütter no lograba
realizar una deducción que cumpliera con estos criterios, es­
cribía una segunda deducción, un texto breve y elegante que
sintetizaba los principales pasos de su argumento. He revisado
algunas de las deducciones de Pütter y, en efecto, hay una que
viene acompañada por un texto adicional de ese tipo, impreso
en diferente formato y en un papel más corriente; lleva el título
de “Breve resumen [Kurzer B e g riff] del caso Zedwitz”. A hora
bien, si se observa la deducción trascendental de Kant, al final
de ésta se encuentra un resumen semejante a aquél, que Kant
no proporciona en ningún otro lugar. Aún más significativo
es que el resumen de la segunda edición lleva el mismo título:
“Breve resumen [K urzer B e g riff ] de esta deducción”.
No parece muy probable que esto sea un accidente (aunque
es cierto que la expresión K u rze r B e g riff se utilizaba com únmen­
te como título de un resumen en el lenguaje académico del siglo
XVIII). Parece que Kant concibió su deducción como un texto
que debía adaptarse al paradigma jurídico y satisfacer sus crite­
rios de excelencia. Así, concluimos —antes de analizar la forma
argumentativa de la deducción—que Kant escribió el texto de la
deducción, en la prim era C ritic a , siguiendo los patrones de una
buena deducción jurídica, que se concentra exclusivamente en
la justificación de una demanda. La argumentación de la de­
ducción no sólo corresponde a la forma de una argumentación
jurídica (como veremos en breve), sino que la deducción tras­
cendental es un documento de deducción en el sentido técnico.
Esto explica por qué Kant no estaba de acuerdo con aquellos
que se quejaban por la ausencia de una explicación teórica más
extensa. El buscaba deliberadamente ser breve y concentrarse
exclusivamente en los puntos cruciales. En la prim era edición
de la deducción dice explícitamente que intenta evitar una teo­
ría elaborada. Posteriormente recomienda la deducción de la
segunda edición, porque alcanza el objetivo deseado de la ma­
nera más sencilla.
3) A hora debemos dirigirnos a las cuestiones acerca de la for­
ma argumentativa de una deducción jurídica. Estas cuestiones
fueron debatidas por teóricos del derecho natural y el prim ero
en presentar una definición sobre aquello en que consiste una
deducción fue Christian Wolff. La disdnción básica entre tipos
de derecho es la distinción entre derechos innatos y derechos
adquiridos. En J. S. Pütter y G. Achenwall (los autores del libro
de texto de Kant), estos derechos se denom inan derechos abso­
lutos e hipotéticos, respectivamente. Los derechos hipotéticos
tienen su origen en un “hecho” (factum, significando tanto “he­
cho” como “acción”) que debe darse antes que el derecho en
cuestión pueda obtenerse —principalmente en una acción en
virtud de la cual ese derecho es “adquirido”. Por el contrario,
los derechos innatos o absolutos son inseparables del ser huma­
no como tal. Los seres humanos poseen esos derechos por su
propia naturaleza.
Pero los derechos adquiridos tienen un origen particular. Por
ejemplo, yo tengo el derecho de llevar un título de nobleza si
soy hijo legítimo de una pareja particular. Tengo el derecho
de llevar un título académico si he aprobado los exámenes sin
cometer fraude. Puedo hacer uso de un bien particular —una
casa, por ejemplo—si lo he adquirido por medio de un contrato
legítimo o si lo he heredado por un testamento legítimo.
Para decidir si un derecho adquirido es real o es sólo una
presunción, es necesario rastrear legalmente hasta sus orígenes
la posesión que alguien reclama. El proceso p o r el cual se da
razón de una posesión o un uso mediante la exposición de su
origen, de tal manera que la legitimidad de la posesión resulte
clara, es lo que define una deducción. Sólo con respecto a dere­
chos adquiridos puede darse una deducción. Esto implica que,
por definición, una deducción tiene que remitir a un origen.
A hora entendemos por qué estas dos nociones, la noción
metodológica de una deducción y la noción epistemológica del
origen de nuestro conocimiento, están indisolublemente unidas
en la terminología de la prim era C rític a . En este contexto, la
pregunta que Kant plantea constantemente en la C rític a muestra
igualmente su significado específico: “¿Cómo es posible... ?”.
La pregunta no inquiere por una u otra condición suficiente
de nuestra posesión de conocimiento. Al poner en cuestión la
legitimidad de nuestra pretensión de poseer un conocimiento
genuino, busca descubrir y examinar el verdadero origen de
nuestra pretensión y, con ello, la fuente de su legitimidad.
Pero, ¿no confunde y oscurece esto la distinción entre expo­
sición y validación, entre la cuestión de derecho y la cuestión
de hecho, a la que Kant le da tanta importancia en los parágra­
fos iniciales de su prim era deducción? Como respuesta a esta
pregunta podemos señalar que la distinción entre las dos cues­
tiones (de derecho y de hecho) no debe trazarse de tal manera
que sólo la cuestión de hecho tenga que ver con los orígenes de
nuestro conocimiento. Ambas cuestiones requieren una com­
prensión del origen, pero cada una a su manera.
Considérese el ejemplo de un testamento: es posible relatarla
manera en que el testamento fue concebido y realizado, cuándo
fue escrito y cómo se le conservó. Esto es lo que los documentos
de deducción llaman G eschichtserm hlung (“relato de la historia”)
o speciesfa c ti. Semejante speciesJacú puede presentarse en la cor­
te y ser discutida —por ejemplo, si resulta dudosa la existencia
misma de una posesión o de un uso. Pero no puede resolver
por sí misma la quaestio ju ris . Para resolver esta cuestión hay
que atender exclusivamente aquellos aspectos de la adquisición
de una posesión presuntamente legal en virtud de los cuales un
derecho ha sido conferido, de tal suerte que la posesión se ha
convertido en propiedad.
Debe mencionarse, de paso, que la idea de adquisición de
títulos legales no presupone necesariamente un sistema legal
particular con respecto al cual se decida acerca de la posesión
de derechos. El derecho natural, que Kant utiliza como paradig­
ma, reconoce una adquisición originaria. Las condiciones de su
legalidad pueden determinarse con anterioridad a cualquier sis­
tema legal particular. Mediante la deducción de las categorías
de Kant, en la prim era Crítica, se justifican las categorías del
entendimiento puro apelando a su “adquisición originaria” a
través de una operación de la mente. También es importante
darse cuenta de que la quaestio juris puede responderse satis­
factoriamente aun cuando la quaestio facti enfrente dificultades
insuperables. Considérese de nuevo el caso de un testamento:
en muchas ocasiones no es posible presentar un relato comple­
to de la forma en que ha sido realizado. Pero, si en la audiencia
puede determinarse que el testamento es auténtico y válido ape­
lando a unos cuantos aspectos cruciales, entonces la cuestión de
derecho puede resolverse definitivamente.
Esta consideración puede aplicarse a la deducción trascen­
dental de las categorías. Kant opina que es imposible presentar
una speciesfacti acerca de la adquisición de nuestro conocimien­
to. El texto parece sugerir que el relato de la adquisición, que
Locke y otros han llevado a cabo, es posible, aunque irrelevan­
te. Sin embargo, a partir de otras fuentes podemos m ostrar con
claridad que la posición de Kant era diferente. En filosofía, a la
speciesfacti de los juristas —el relato de la historia—le correspon­
de lo que Kant denomina “fisiología de la razón”. Por una serie
de razones, llegó a convencerse de que semejante relación fi­
siológica era imposible. Para Kant, Leibniz, al igual que Locke,
era un fisiólogo de la razón. Esta descripción presupone una
doble crítica por parte de Kant. 1) La tentativa de estos filósofos
de proporcionar una relación completa de la raíces y de la gé­
nesis de nuestra racionalidad no es una empresa prometedora.
2) Estos filósofos se abstienen de llevar a cabo lo que, en última
instancia, más le interesa a la filosofía: justificar las pretensiones
de la razón en contra del escepticismo. Así, la filosofía crítica
abre un camino enteramente nuevo, que puede ser definido en
términos de lo que implica la noción de una deducción, una
vez que ha sido comprendida en su sentido peculiar.
Pero no es posible proporcionar deducciones sin referirse a
los hechos que originan nuestro conocimiento. No podemos al­
canzar la génesis y la constitución de esos hechos en sí mismos;
tampoco necesitamos una comprensión exhaustiva de ello. Sin
embargo, debemos alcanzar una comprensión de los aspectos
de estos hechos que sean suficientes para justificar las preten­
siones vinculadas a nuestro conocimiento. La mayoría de los
hechos a los que apelan las deducciones son operaciones bási­
cas de nuestra razón. Las deducciones se refieren a las formas
intrínsecas, cuasi-cartesianas, de estas operaciones: a su inde­
pendencia respecto de experiencias particulares. Sin embargo,
su status como operaciones y como formas de operaciones no
define exhaustivamente su papel como principios sobre los cua­
les una deducción puede construirse. Operaciones que son jacta
(por Jo tanto, acciones en el sentido jurídico) implican elemen­
tos fácticos que no pueden explicarse en virtud de acciones que
pueden llevarse a cabo en cualquier momento. La mayoría de
los orígenes de los cuales se derivan las deducciones de Kant
ostentan este elemento fáctico adicional. Los rasgos que com­
parten la unidad de la apercepción, la conciencia del espacio
y el tiempo como tal, y la ley moral en tanto hecho de la ra­
zón, ilustran este rasgo común de los principios conforme a los
cuales las deducciones de Kant fueron diseñadas. Desde esta
perspectiva, la deducción de la segunda Critica no se desvía del
patrón general que muestran las deducciones kantianas, cual­
quiera que sea su trayectoria particular.
Las diferencias entre las deducciones de Kant pueden expli­
carse mediante los distintos modos en que tenemos acceso a
los orígenes y principios de nuestros discursos y por variacio­
nes en la noción de origen misma. Estas diferencias vienen a
parar en la distinción entre las versiones fuertes y débiles de las
deducciones filosóficas, que he tratado en otro lugar.3
4) No sabemos cuándo exactamente decidió Kant presentar
su nuevo método de justificación filosófica en la forma y con la
terminología de las deducciones jurídicas. Probablemente esto
sucedió más bien tarde, en los largos preparativos de la publica­
ción de la prim era Critica. De cualquier modo, sabemos que esta
decisión no sólo tenía que ver con el capítulo titulado “Deduc­
ción trascendental de los conceptos puros del entendimiento”.
El hecho de que Kant haya redactado este capítulo al estilo de
un escrito de deducción explica ampliamente su carácter único,
que contrasta acentuadamente con el resto de la prim era Criti­
ca. Pero la prim era Crítica íntegra, así como la m anera en que

s Véase: D. Henrich, “Die Deduktion des Sittengesetzes” en: A. Schwan


(ed.), Denken im Schatten des Nihilismos, Darmstadt, 1975, pp. 55-56.
Kant presenta su teoría como un todo, fueron profundamente
afectados por la decisión de adoptar procedimientos jurídicos
como paradigma metodológico.
La C ritic a no sólo está impregnada de metáforas y termino­
logía jurídicas. Sus principales doctrinas están vinculadas una
a la otra mediante la teoría de las disputas legales expuesta por
Pütter y Achenwall. Una disputa legal se produce cuando la pre­
tensión de una de las partes ha sido puesta en entredicho por un
oponente, de tal manera que tiene que abrirse un juicio. Esto
sucede en filosofía cuando el escéptico pone en entredicho la
pretensión de la razón de estar en posesión de conocimientos
a priori sobre objetos. La disputa hace indispensable una inves­
tigación de los orígenes de semejante conocimiento. Dentro de
los límites en los cuales puede darse una deducción, la preten­
sión de la razón resulta definitivamente justificada y se rechaza
la objeción del escéptico. Éste es el propósito de la Analítica
trascendental.
Pero hay otra posibilidad, a la que corresponde la Dialéctica
trascendental: una deducción puede resultar imposible. Si la
pretensión de conocimiento que trasciende los límites de la ex­
periencia no puede justificarse, la parte puesta en entredicho
tiene que retractarse de su pretensión. Pero esto no significa
necesariamente que el oponente gane el juicio. Es posible, a su
vez, que el escéptico —aquí disfrazado de empirista—no pueda
validar su pretensión de que el uso de ideas que trascienden la
experiencia sea ilegitimo y una vana presunción. En semejante
situación, cuando la corte no puede resolver en favor de una
de las partes en conflicto, éstas corren el riesgo de verse en­
vueltas en un pleito sin fin, que destruiría la paz y conduciría
a una guerra en el interior de la razón misma. El fallo de la
corte de la razón, en tal situación, consiste en dictar una orden
para mantener la paz. El filósofo dogmático debe abstenerse de
pretender que está en posesión de un conocimiento válido más
allá de ciertos límites. “Una revisión completa de todas las ca­
pacidades —y la convicción que de esta manera surge acerca de
la certeza de su derecho a una pequeña posesión, así como de
la vanidad de mayores pretensiones—pone fin a toda querella
e induce a conformarse pacíficamente con una propiedad limi­
tada, pero indisputable” (A 768/B796). Ésta es, por supuesto,
el territorio cuyos límites están trazados por las condiciones de
la experiencia posible. Pero la orden del tribunal de mantener
la paz no le permite al oponente negar nuestro derecho a usar
ideas de la razón que trasciendan la experiencia. Ya que no
puede darse ni una deducción de estas ideas ni una prueba de
su vacuidad, y ya que se ha mostrado que ambas pruebas son
imposibles, la razón, que está en posesión de estas ideas, resulta
autorizada para usarlas mientras se abstenga de pretender que
las usa como conocimiento justificable. La corte de la razón
decide sobre la base del principio jurídico que se aplica en tales
casos: si no puede resolverse una disputa acerca de la legitimi­
dad de un uso, éste queda en manos del poseedor: “melior est
conditio possedendi" (A777/B805). Ya que la razón permanece
en posesión de sus ideas, si bien al hacer uso de ellas no puede
reclamar ningún conocimiento, queda abierto el camino de una
filosofía pura práctica.
Esta elucidación del significado preciso del térm ino “deduc­
ción” en la obra de Kant permite obtener dos conclusiones
acerca de la estructura argumentativa de la deducción trascen­
dental de las categorías.
Primera: con respecto a su estructura fundamental, la de­
ducción trascendental tiene como modelo una deducción que
intenta justificar un derecho adquirido apelando a rasgos parti­
culares del origen y uso de las categorías —rasgos que han sido
puestos en entredicho. Las distintas partes o pasos discernibles
en el texto de la deducción pueden explicarse, principalmen­
te, como pasos parciales que intentan dilucidar el origen del
uso de las categorías —y, por lo tanto, como respuesta parcial
a la pregunta acerca de las condiciones que harían posible el
uso legítimo de las categorías. Estos pasos pueden también fun­
cionar como eslabones de una cadena de silogismos, pero esta
función, por sí misma, no los hace ser pasos parciales de una
deducción jurídica. Esto es particularmente im portante para
nuestra comprensión de la estructura de la deducción en la se­
gunda edición de la Crítica. La deducción es efectivamente una
prueba y reúne sus resultados parciales mediante una cadena
de silogismos, pero el que sea una “deducción” no está definido
en términos de una cadena de silogismos. Cualquier parte de la
deducción relativamente independiente, tiene que ser también
un paso relativamente independiente en el descubrimiento de
los orígenes del uso de las categorías. Pues el propósito de la
deducción es determinar, en atención a su origen, el domino y
los límites del uso legítimo de las categorías.4
Segunda: una vez que hemos comprendido que la deduc­
ción, como tal, no puede fundarse en una estructura silogística,
adquirimos una nueva flexibilidad en nuestra comprensión de
los distintos tipos de argumentación que Kant puede emplear
en el curso de la deducción. La noción misma de deducción es
compatible con cualquier tipo de argumentación que sirva para
alcanzar su objetivo, a saber: lajustificación de nuestras preten­
siones con respecto al conocimiento a priori. De hecho, diversos
tipos de argumentos operan en el texto de la deducción antes
de que establezca sus resultados mediante una prueba silogísti­
ca. La tarea de un comentario filosófico —aún no escrito—sería
discernir estos tipos y sopesar su función y su valor filosófico
respectivos. En este contexto, puede volver a abrirse la discu­
sión de si Kant emplea un tipo particular de argumento (que
sea, en algún sentido, específicamente “trascendental”).

II
Pero prim ero hay que destacar otros problemas. Si bien ahora
comprendemos el programa que implica la noción de deduc­
ción, aún no sabemos nada sobre las ideas de Kant acerca de
cómo obtener una deducción filosófica. Aún tenemos que averi­
guar sus puntos de vista sobre la fundamentación metodológica
sobre la cual es posible justificar en filosofía derechos adquiri­
dos.

4 Con esta observación m odifico parte de mi artículo “The Proff Structu-


re o f the Trascendental D eduction”, Review of Metapkisics, 22 (1969): 640-59.
Cuando lo escribí no tenía idea de aquello en que consiste una deducción y
daba por supuesto que se definía exhaustivamente como una serie de silogis­
mos. Pero no lo es, y después de descubrir que así es, tengo que relativizar lo
que dije en ese artículo. La deducción de la segunda edición es, ciertamente,
una prueba en dos pasos; pero la principal razón que tenía Kant para dividirla
en dos pasos la constituye su especial contribución a una comprensión de los
orígenes del conocimiento. Este resultado es compatible con el análisis de las
relaciones lógicas entre las conclusiones de los dos pasos, que di en 1969.
A este respecto, la prim era C rític a guarda absoluto silencio.
Emplea ciertos términos metodológicos: exam ina orígenes; in ­
daga a la razón como tal; busca las fuentes y averig u a cómo
podemos proceder a partir de ellas; explica posibilidades; in ­
vestiga el contenido, el uso y el derecho; y diseña pruebas que
señalan condiciones de posibilidad. Pero no analiza o da cuenta
de ninguno de estos términos.
No es raro que una teoría filosófica completamente nueva sea
incapaz de explicar sus propios procedimientos. Los términos
que Kant utiliza apuntan a un campo de problemas complejo
y evasivo y, quizá por ello, tuvo buenas razones para preferir
concentrarse en el contenido más que en la metodología de
su proyecto. Sin embargo, sería decepcionante que no pudiera
decirse nada acerca de los presupuestos metodológicos de Kant
y acerca de su teoría de la fundamentación, que subyace en la
práctica de deducir pretensiones de conocimiento.
Para tratar este tema es necesario dirigirse todavía a otras
publicaciones. El conjunto de estos textos —las publicaciones
de lógica aplicada— ha sido casi tan olvidada como las publi­
caciones de deducciones jurídicas. Kant abordó extensamente
sus problemas en sus lecciones de lógica (aunque los excluye de
lo que pertenece a la lógica propiamente dicha en sentido es­
tricto). Ahí esbozó sus puntos de vista acerca de la metodología
filosófica, incluyendo la metodología de la C rític a. Presentaré
los puntos de vista de Kant en otros cuatro pasos.
1) El prim er paso en el examen de los puntos de vista de
Kant sobre metodología es hacer notar algunos aspectos de su
evaluación de las pruebas en filosofía. Al evaluar el papel de los
silogismos en la filosofía, Kant sigue a Descartes y a la escuela de
Rüdiger: los silogismos son secundarios, meros ordenamientos
subsecuentes del conocimiento ya adquirido. Lo que más im­
porta en filosofía es asegurar la confiabilidad de las premisas
(de los Beweisgründe, es decir, de las nociones y las razones en
que las pruebas pueden apoyarse).
Kant también creía que el conocimiento filosófico no podía
basarse en posibilidades lógicas. Necesita encontrar lo que Kant
llama “verdaderas razones” (rationes verae). Haciendo uso de
ellas, necesita mostrar de qué manera el conocimiento brota de
sus verdaderas fuentes. En este sentido, la filosofía tiene que
proporcionar explicaciones “genéticas”. (Esto corresponde a lo
que la deducción proporciona —fuentes u orígenes.)
Para Kant, semejantes explicaciones jamás podrían conver­
tirse en “demostraciones”. Son “pruebas” (probationes). Las de­
mostraciones sólo son posibles en matemáticas. Las demos­
traciones matemáticas proporcionan conocimiento ostensivo,
pero el conocimiento filosófico no puede llegar a ser tan se­
guro. Siempre es posible que en el curso de un razonamiento
filosófico se pase por alto un aspecto importante del problema.
Por esta razón, la argumentación filosófica tiene que ser holis-
ta, en el siguiente sentido: cualquier resultado que alcancemos
tiene que ser revisado mediante confrontación con los resulta­
dos obtenidos en otros campos de la filosofía. No es posible
presentar ideas filosóficas libres de toda vacilación e indepen­
dientemente de otras pruebas que tendamos a aceptar (véase,
por ejemplo, R2513, 16: 400). Esta situación explica por qué
Kant sostiene que la Crítica resulta convincente sólo en virtud
de la totalidad de sus teoremas y pruebas. También explica por
qué la deducción no se encuentra al comienzo de la obra (como
sería de esperarse). E incluso explica por qué Kant no trata de
alcanzar en la deducción la claridad y el rigor distintivos de la
clase de conocimiento que trata de justificar. La justificación,
como método, no puede sobresalir en las formas de discurso
por las cuales se em prende la justificación, y no puede competir
con la claridad de las disciplinas de fundamentación, tal como
fueron con frecuencia concebidas en la tradición fundada por
Leibniz. Pero estas disciplinas no pueden, en realidad, resolver
—ni pueden siquiera ocuparse de—problemas filosóficos bási­
cos, y por esta razón son en cierto sentido afilosóficas.
2) Pero estos tres teoremas, tomados en conjunto, no pueden
por sí mismos esclarecer la plataforma epistémica en la cual tie­
ne que apoyarse una deducción. Para ello, tenemos que dar
un segundo paso y tomar en consideración una distinción bási­
ca y central que Kant frecuentemente hace en sus lecciones de
comienzos de la década de 1780 (véase 24: 161 (“Logik Blom-
berg”), 424, 547, 641) y que está presente también en la prim era
Crítica (a pesar de que aquí puede resultar difícil captar su im­
portancia metodológica). Esta distinción es entre “reflexión”
(Überlegen, reflexio) e “investigación” (Untersuchen, examinatió).
La Critica es un examen o una investigación. Ya que Kant
sostiene que la reflexión precede a la investigación, es plau­
sible suponer que la reflexión es la fuente a través de la cual
puede emprenderse una investigación. La teoría de Kant acer­
ca de la reflexión (que es totalmente distinta del significado de
“reflexión” que se hizo común en la filosofía post-kantiana) es la
siguiente, a) Nuestras capacidades cognoscitivas son un “tejido
mixto”. No pueden reducirse a una única forma de operación
intelectual básica, b) Cada una de estas capacidades entra en
acción espontáneamente y en relación con su propio dominio,
c) Para alcanzar conocimientos legítimos es necesario contro­
lar y estabilizar estas operaciones, así como mantenerlas en los
límites del dominio que les corresponde. Nuestra mente tiene
que regular cuándo una actividad particular entra en juego y
asegurarse que sólo ella permanezca activa. Para ello, la mente
tiene que saber tácitamente lo que le es característico a cada una
de sus actividades particulares. Esto implica, además, que los
principios en los que una actividad se funda tienen que ser co­
nocidos en contraste con los de otras actividades. La reflexión
consiste precisamente en este conocimiento. Sin ella confundi­
ríamos, por ejemplo, el contar con el calcular, el analizar con el
componer, etc. Kant dice explícitamente que sin reflexión sólo
podríamos proferir secuencias de palabras sin sentido, d) Por lo
tanto, la reflexión siempre se lleva a cabo. Sin ningún esfuerzo
de nuestra parte, siempre sabemos espontáneamente (aunque
informalmente y sin articulación explícita) acerca de nuestras
actividades cognoscitivas y acerca de los principios y reglas de
las que dependen. La reflexión es, en ese sentido, una precon-
dición de la racionalidad.
La reflexión no es introspección. Acompaña internamente a
las operaciones. No es el logro de un filósofo que, mediante
un esfuerzo deliberado y en una intentio obliqua, se vuelca ha­
cia adentro para examinar las operaciones de la razón. Por lo
tanto, es una fuente, no un logro, de la comprensión filosófica.
Nótese, ahora, la semejanza y la conexión entre la “reflexión”,
por un lado, y el program a de una “deducción”, por el otro:
Las deducciones se fundan en un conocimiento parcial de rasgos
significativos del origen del cual surge nuestro conocimiento.
La reflexión no es un conocimiento descriptivo, mucho menos
exhaustivo, de los procesos y operaciones del conocimiento.
Es sólo tener conciencia [awareness] de lo que es específico
suyo, presuntamente los principios generales y las reglas en
los que se apoyan.

Parece, pues, que las deducciones pueden construirse a partir


de un conocimiento reflexivo precisamente de este tipo.
3) Damos un tercer paso al hacer notar que la Crítica —y con
ella sus deducciones—es una investigación mediante la cual se
examinan pretensiones relativas al conocimiento. Kant define la
investigación y el examen como correlatos de la reflexión. Siem­
pre reflexionamos, pero la investigación es una actividad deli­
berada. Sólo se lleva a cabo cuando se duda o se cuestionan las
pretensiones del conocimiento. Entonces, tenemos que indagar
el fundamento sobre el cual se basa nuestro conocimiento (real
o sólo presunto) —eventualmente debemos intentar elaborar
una “deducción”. Pero la investigación no puede salirse del do­
minio dentro del cual opera la reflexión: detecta conexiones de
las cuales la reflexión misma no está explícitamente consciente.
Y pone en relación los principios que orientan un discurso con
los hechos y operaciones fundamentales que lo constituyen y
que, sin embargo, pueden además interpretarlo y validarlo.
Éstos son precisamente los hechos a los que nos referíamos
cuando explicábamos el correlato filosófico de la deducción
jurídica —especialmente, la unidad de la apercepción, espacio
y tiempo, y el hecho de la razón. En casos excepcionales las
deducciones podrían tener que rebasar los límites del dominio
abierto a la reflexión: por ejemplo, en el caso de la deduc­
ción de la realidad de la libertad. Pero, incluso en semejantes
casos, las deducciones se apoyan en principios y hechos funda­
mentales de los cuales sabemos ya por reflexión, si bien sólo
mediante una investigación los entendemos y comprendemos
su posición central en el discurso en cuestión. La interconexión
sistemática de las distintas formas de discurso puede también
comprenderse mediante la investigación. Pero la investigación
está precedida y es posible por la reflexión, a través de la cual
tenemos acceso, persistente y pre-filosóficamente, al sistema
multidimensional de nuestras capacidades cognoscitivas.3
Dos corolarios pueden añadirse a este tercer paso:
a) Ya que la deducción, en tanto investigación, siempre de­
pende internamente de lo que le proporciona la reflexión, po­
demos contar con que ninguna deducción puede ponerse en
marcha, a menos que se apoye primariamente en argumentos
que se refieran directamente a lo que se revela mediante la
reflexión. Estos argumentos constituyen el núcleo de toda de­
ducción trascendental. Y su rasgo formal es una elucidación del
percatarse [awareness] que una operación particular no puede
realizarse a menos que otra operación más fundamental entre
enjuego. Éste es el rasgo distintivo de los argumentos que apa­
recen en la Crítica con la forma gramatical “no sin”. A esta clase
pertenece el argumento, en la deducción de la segunda edición,
según el cual el análisis no es fundamental, sino que siempre
lo acompaña intrínsecamente una síntesis en un nivel más pro­
fundo; y el argumento, en la deducción de la prim era edición,
según el cual la síntesis, a su vez, requiere principios de unidad
que no pueden tener su origen en la experiencia. Kant parece
creer que el argumento clave de la deducción, aquel que conec­
ta la unidad de la apercepción con los principios de unidad que
guían toda síntesis, también pertenece en su integridad a esta
clase. En mi opinión esto es cierto sólo con ciertas limitaciones
y tiene que ser examinado más ampliamente. Pero semejante
examen presupone que se ha comprendido la metodología de
una deducción basada en la reflexión.
b) Podemos señalar una razón de la renuencia de Kant a
presentar explícitamente su metodología filosófica. (Casi todo
lo anterior ha sido tomado de transcripciones de las lecciones
de Kant; muy poco de ello se encuentra en sus textos publi­
cados. Debió haber tenido razones para guardar silencio al
respecto.) Puesto que la reflexión es un saber permanente, aun­
que implícito, y la investigación es una empresa deliberada del

5 Puede mostrarse que hay una clara conexión entre la pretensión kan­
tiana de que la filosofía está basada en la reflexión natural y su adhesión a
Rousseau, para quien el hombre común conoce todo, en algún sentido, desde
sus inicios.
filósofo, sigue habiendo un vacío entre estas dos actividades
cognoscitivas, independientemente de la correlación esencial
entre ambas. Se presenta, pues, la cuestión de cómo un conoci­
miento implícito puede transformarse en uno explícito. Tiene
que haber una estrategia por la cual la transición pueda llevarse
a cabo de manera respetable y segura desde el punto de vista
metodológico. Kant se percató de esto y se inclinaba a aplicar,
precisamente en este lugar, la teoría de los “juicios prelimina­
res” (judicia praevia): en la reflexión surge de alguna manera
una tendencia a conceptualizar en una forma particular nues­
tras facultades cognoscitivas. Estos “juicios preliminares” son el
punto de partida de la investigación filosófica. La investigación
no tiene que aceptarlos, pero arranca de ellos. En sus lecciones
de lógica, sobre todo en la transcripción de Viena, Kant reco­
noce que sólo contamos con un conocimiento rudim entario de
este mecanismo y que, por esta razón, una metodología satis­
factoria del razonamiento filosófico se enfrenta a dificultades
hasta ahora insuperables.
4) En un cuarto y último paso nos dirigimos a una im por­
tante y sorprendente aplicación de la doctrina de Kant acerca
del papel de la reflexión en la filosofía. La noción clave de
la deducción en la prim era Crítica es, sin duda, la unidad de la
apercepción. Mucho puede decirse en favor de la opinión según
la cual en este principio tienen que apoyarse, al menos indirec­
tamente, también las otras deducciones trascendentales. A hora
bien, cuando Kant discute este principio se refiere a él constan­
temente como “el yo pienso”. Es de suponer que ciertas razones
son responsables del persistente uso de esta peculiar frase. Pe­
ro, entre ellas, hay una que puede derivarse directamente de
la teoría kantiana de la reflexión: la conciencia [awareness] “yo
pienso” es precisamente la autoconciencia que puede vincular­
se a la reflexión natural y espontánea. Y, además, es la auto-
conciencia que puede acompañar cualquier tipo de reflexión,
independientemente del campo de su empleo. Esto puede verse
si consideramos que: a) No es ni un concepto ni una intuición y
no pertenece a ninguna de las varias actividades cognoscitivas.
b) Se establece con anterioridad a cualquier tipo de teorización.
c) Surge de una operación. Pero esta operación no es, ella mis­
ma, un acto de reflexión, y tampoco define a la reflexión como
tal. d) Sin embargo, acompaña potencialmente a cualquier ca­
so de reflexión y no está restringida a un área específica de la
conciencia [awareness] reflexiva o a un discurso particular cuyos
principios se revelan en virtud de la reflexión. Tiene la misma
generalidad y alcance que la reflexión y puede, por lo tanto,
ser pensada junto con cualquier acto de reflexión. Es, como
dice Kant, “el yo en cuanto sujeto del pensar, es decir, la pura
apercepción, el yo de la reflexión” (Anthr. § 4, 7: 134 n .).6
Es imposible entender estos pasajes sin la ayuda de la noción
kantiana de reflexión en su sentido distintivo. Pero una vez que
la noción de reflexión ha sido aclarada, podemos también com­
prender el papel fundamental que desempeña la unidad de la
apercepción en el sistema de Kant como un todo. La justifi­
cación última de los principios de nuestro conocimiento debe
depender de un origen que ocupa una posición central en nues­
tro sistema cognoscitivo, tal como tenemos acceso a él en virtud
del conocimiento implícito de la reflexión. Esto sugiere que el
principio por el cual puede llevarse a cabo la deducción más
fundamental, tendrá la generalidad y la aplicabilidad irrestricta
que constituye el rasgo distintivo del proceso de reflexión so­
bre el cual se apoya constantemente el método de justificación
o investigación filosófica.7 De esta manera, la noción clave de la
deducción en la prim era Critica y el principio metodológico de
todas las deducciones filosóficas, la correlación de la reflexión
y la investigación, resultan estar relacionados enue sí.
Esto nos conduce a un último punto. La unidad de la apercep­
ción ha aparecido desempeñando dos papeles muy diferentes:
por un lado, es una conciencia [awareness] que puede acompa­
ñar cualquier conocimiento reflexivamente accesible. Pero este
conocimiento es múltiple y en apariencia le falta unidad siste­
mática. Por el otro lado, la unidad de la apercepción es el origen
del sistema de categorías y el punto de partida de la deducción

6 Unas cuantas páginas más adelante se refiere a él como el “yo de la


reflexión”.
7 La deducción de la categorías aún tiene que llevarse a cabo con respecto
a algunos aspectos del “yo pienso” que no se tratan cuando la idea general de
reflexión está en consideración: su status cuasi-cartesiano y su relación con la
verdad y con la forma de una proposición como tal.
que justifica la legitimidad de su uso. Es fácil sentir la tensión
que hay entre la vaga generalidad de la reflexión, por un lado, y
la inf lexibilidad de la pretensión que surge del program a de la
deducción, por el otro. La Crítica sostiene que la razón, como
tal, es un sistema y, además, que la filosofía tiene que dar razón
en forma exhaustiva de sus principios y de sus diversos usos.
Esta tensión desaparece si consideramos la reflexión desde
una perspectiva ligeramente distinta: la teoría kantiana de la
reflexión está fundada en la siguiente observación: nuestros
diversos discursos se volverían confusos e inconsistentes si no
estuvieran acompañados y supervisados por un proceso per­
manente de control reflexivo. Pero podríamos preguntarnos
si semejante confusión podría ocurrir si los discursos no es­
tuvieran sistemáticamente relacionados entre sí, de suerte que
propiciaran transiciones erróneas. En una razón que no fuera
más que un haz de actividades independientes, el constante pe­
ligro de confusión difícilmente podría ocurrir. Semejante razón
podría funcionar, propiamente, como un conjunto coordinado
de máquinas cognoscitivas.
Pero la reflexión es omnipresente porque la razón es una, a
pesar de sus operaciones relativamente independientes. La uni­
dad de la razón, en lo que concierne a la estructura sistemática
de sus principios, está representada de la m anera más funda­
mental por las implicaciones del pensamiento “yo pienso", a
saber: el sistema de las categorías. Pero exactamente el mismo
pensamiento está íntima y universalmente vinculado al proceso
de reflexión sobre el cual tiene que fundarse la metodología de
la justificación filosófica.
Las deducciones no pueden adoptar la forma de un razona­
miento riguroso y exhaustivo. Sin embargo, la teoría filosófica
de la razón, cuyo núcleo argumentativo lo proporcionan ellas,
tiene que ser sistemática y exhaustiva. Pero la discrepancia entre
una vaga argumentación, por un lado, y una elevada pretensión
de sistematicídad, por el otro, resulta ilusoria. La diferencia en­
tre los dos programas debe entenderse como la diferencia entre
dos tareas dentro de un solo programa, que Kant concibió y di­
señó de manera perfectamente consistente.

[Traducción de Pedro Stepanenko]


SENSIBILIDAD Y ENTENDIMIENTO:
COMENTARIOS A HENRICH *

P. F. STRAWSON

El profesor Henrich nos ha ofrecido una explicación muy ilu­


minadora e instructiva de la metodología de la deducción tras­
cendental y, en general, de la estrategia trascendental de Kant.
Comienza con la analogía jurídica y muestra tener razones con­
cluyentes para pensar que Kant la tuvo en mente. Una deduc­
ción, en este sentido específico, tiene por propósito justificar un
título adquirido, o una pretensión de derecho, rastreando sus
orígenes, hasta llegar a aquellos orígenes que le confieren legiti­
midad. Aplicando esto a la C rític a habría que elucidar los hechos
básicos claves en virtud de los cuales justificamos nuestras pre­
tensiones de conocimiento, y de los cuales depende que poseamos
conocimiento. Estos hechos básicos se relacionan con capacida­
des cognoscitivas específicas de las cuales tenemos, en la reflexión,
una conciencia o un conocimiento im p lícito . Se dice entonces
que la deducción procede, no por una demostración lineal, si­
no por medio de una variedad de estrategias argumentativas
que hacen sistemático y vuelven explícito el funcionamiento de
nuestras capacidades cognoscitivas, y se espera que con ello ha­

* Originalmente la primera parte de “Sensibility, Understanding, and the


Doctrine o f Synthesis: Comments on Henrich and Guyer”, en Eckart Fórs-
ter (ed.), Kant’s Transcendental Deductions. Stanford University Press, 1989,
pp. 69-77. Traducido con el permiso del autor y de Stanford University Press.
Copyright © 1989 by the Board o f Trustees o f the Leland Stanford Júnior
University. All rights reserved.
gan manifiesta la necesaria “validez de las categorías para todos
los objetos de la experiencia”.
Dado este programa, con su acento en hechos básicos cla­
ves relativos a nuestras capacidades o facultades cognoscitivas
específicas, es obviamente importante tener claridad acerca de
cuáles son exactamente estos hechos. Es clave aquí la distinción
entre sensibilidad y entendimiento: por una parte, la facultad
(intuitiva) de receptividad a través de la cual nos son dados los
materiales del conocimiento; y, por la otra, la facultad (discursi­
va) de pensamiento a través de la cual son conceptualizados, y
gracias a la cual es posible el juicio —siendo ambas facultades in­
dispensables para seres como nosotros que carecen del poder
de la intuición intelectual. A ellas debe seguramente añadir­
se, como destaca el profesor Henrich, la autoconciencia (el “yo
pienso”) que puede acompañar todas nuestras operaciones cog­
noscitivas, pero que no es meramente un acompañamiento o un
correlato de otros pensamientos, sino más bien algo perm anen­
temente indispensable para la elaboración del argumento que
se espera que conduzca a la conclusión de que las categorías
son necesariamente válidas para los objetos.
Sin embargo, en estos breves comentarios no me propongo
intentar un análisis de las etapas del argumento. Me gustaría,
más bien, plantear lo que puede llamarse una cuestión metacrí-
tica: una cuestión que concierne a esos “hechos básicos claves”
relativos a nuestras dos facultades de sensibilidad y entendi­
miento; específicamente, relativos a las formas a p rio ri de la
sensibilidad y relativos a las formas o funciones, y por ende los
conceptos puros, del entendimiento.
En una oración muy conocida de B 145-146, Kant escribe:
“Pero el fundamento de esa peculiaridad de nuestro entendi­
miento, que consiste en llevar a cabo la unidad de la apercepción
a p rio ri, sólo mediante las categorías y con esa precisa especie
y ese preciso número de categorías, es ta n im posible de exp licar
como e lfundam ento de p o r qué tenemos precisam ente éstas y no otras
funciones delju ic io , o de p o r qué e l espacio y el tiempo son las únicas
form as posibles de nuestra in tu ic ió n .”
La evidente implicación de este pasaje parece ser que debe­
mos tom ar como un hecho básico relativo a las facultades cog­
noscitivas humanas —como algo fundamentalmente contingente,
dado e inexplicable— que nosotros tenemos sólo las formas y
funciones de juicio, y sólo las formas (espacio-temporales) de
la sensibilidad, que de hecho tenemos. Si ello es así respecto
de las formas del juicio, entonces sin duda se seguirá que no
puede darse ninguna explicación a d ic io n a l acerca de por qué
tenemos sólo los conceptos de un objeto en general, las cate­
gorías, que de hecho tenemos; ya que precisamente se sostiene
que lo último se deriva de lo primero. Más aún, el inexplicable
carácter de dado o de mera contingencia, de nuestra posesión
de justamente estas y no otras funciones del juicio y formas de
la intuición, no constituye ninguna objeción, desde el punto de
vista crítico, para concederles el título de “a p rio ri" tanto a los
conceptos puros como a las formas espacio-temporales de la
sensibilidad. Porque, como condiciones de posibilidad del co­
nocimiento empírico de objetos —como definiciones virtuales
de lo que p ara nosotros y para nuestros propósitos cuenta co­
mo objetos—, ciertamente no serán ellas mismas empíricas, es
decir, derivadas dentro de la experiencia. Nuevamente, podría
no im p o rta r, desde el punto de vista crítico, que se conciba la
posibilidad del conocimiento sintético a p rio ri como algo que
descansa en un fundamento contingente, una “peculiaridad”
(E ig en tüm lich keit) humana, para usar la palabra de Kant; aun­
que el hecho de que lo que es a p rio ri se presente como algo
que posee un fundamento contingente, resulta al menos digno
de señalarse (y quizá, para algunos, resulte perturbador).
Pero si cambiamos nuestra perspectiva, si nos situamos un
poco fuera del punto de vista crítico, podemos legítimamen­
te preguntarnos si es realmente tan inexplicable que tengamos
justam ente las funciones de juicio (las formas lógicas) y justa­
mente las formas espacio-temporales de la intuición que tene­
mos. Tomemos primero las formas lógicas. Las operaciones
lógicas fundamentales, o las formas de juicio reconocidas en
la tabla de Kant, son tales que son reconocidas, y deben ser­
lo, en cualquier lógica general que se precie de su nombre.
Por “operaciones lógicas fundamentales” quiero decir: predica­
ción (sujeto y predicado), generalización (formas particulares y
universales), composición de oraciones (incluyendo negación,
disyunción, condicionalidad, etc.). Ahora bien, no es ningún
misterio, sino una verdad analítica, que el juicio incluye concep­
tos, que los conceptos son tales que son aplicables o no, a una
o más instancias, que los juicios o las proposiciones son suscep­
tibles de verdad o falsedad. A partir de consideraciones de esta
índole no es demasiado difícil mostrar que la posibilidad de las
operaciones lógicas fundamentales es inherente a la naturaleza
misma del juicio o de la proposición. Wittgenstein expresó esto
con su característica oscuridad epigramática cuando escribió
en el Tractatur. “Cabría decir: la única constante lógica es lo
que todas las proposiciones tienen, por su naturaleza, en común
unas con otras. Pero esto es la forma general de la proposi­
ción”.1 Por supuesto que hay diferencias entre los recursos de
la notación y las formas reconocidas por los diferentes sistemas
de lógica general, especialmente entre las formas que Kant lista
y aquellas que encontramos en la lógica clásica m oderna (es­
tándar). Pero a pesar de sus diferencias en claridad y poder, en
ambos sistemas se reconocen las mismas operaciones lógicas
fundamentales. Parece ciertamente claro, entonces, que el pro­
pio Kant concebía las verdades de la lógica y los principios de la
inferencia formal como analíticos. Pero entonces, uno podría
preguntar, ¿porqué no concibió también las formas de la lógica,
las operaciones fundamentales de la lógica, como analíticamen­
te implícitas ellas mismas en la noción misma de juicio? Si lo
hubiera hecho así, difícilmente habría dicho que estaba más allá
de toda explicación por qué tenemos “justamente éstas y no otras
funciones del juicio". La única respuesta que puedo pensar pa­
ra mi pregunta —la pregunta de por qué no lo concibió así—me
lleva a la idea de un intelecto que no es en absoluto discursivo, si­
no puramente intuitivo: a la idea de una “intuición intelectual”.
Pero ésta no es realmente una respuesta. Porque un intelecto
intuitivo, no discursivo, que no requiriera de intuición sensible,
que, por así decirlo, fuera capaz de crear sus propios objetos de
conocimiento, presumiblemente tampoco tendría necesidad de
juicio. (Sin embargo, digo esto tentativamente ya que no tengo
más noción que Kant de lo que sería la intuición intelectual.)

1 Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, trad. de D. F. Pears


y B. F. McGuinness (Londres, 1961), 5.47. H e argumentado la misma tesis en
forma más extensa y compleja en “Logical Form and Logical Constants” en
Pranab Kumar Sen (ed.), Logical Form, Predication and Chitology, (India, 1982),
pp. 1-17.
¿Qué podríamos decir ahora acerca de la doctrina de que
es un hecho bruto inexplicable de la sensibilidad humana que
tengamos justamente las formas espaciales y temporales de la
intuición que de hecho tenemos? ¿Es realmente inexplicable?
¿Simplemente sucede de manera inexplicable que lo espacial y lo
temporal son los modos en los que nosotros somos sensiblemente
afectados por objetos? Pues bien, una explicación, o un funda­
mento de explicación, muy simple, podría ser éste: los objetos,
incluidos nosotros mismos, son objetos espacio-temporales, es­
tán en el espacio y el tiempo —donde por “objetos” no sólo
entendemos “objetos de conocimiento posible” (aunque tam­
bién), sino los objetos —incluyéndonos a nosotros mismos—tal
como realmente son, o como son en sí mismos. La razón por
la cual ésta sería una explicación adecuada es bastante direc­
ta, concediendo tan sólo que ciertamente somos criaturas cuyo
intelecto es discursivo y cuya intuición es sensible. Pues tales
criaturas tienen que emplear y aplicar en el juicio conceptos
generales a los objetos de la intuición sensible; la noción misma
de la generalidad de un concepto implica la posibilidad de ob­
jetos individuales numéricamente distinguibles que caen bajo
uno y el mismo concepto; y, una vez concedido que los obje­
tos son ellos mismos espacio-temporales, entonces el espacio
y el tiempo ofrecen el único ámbito necesario de la realiza­
ción de esta posibilidad en la intuición sensible de objetos.
Digo “único ámbito necesario” porque, a pesar de que los ob­
jetos espacio-temporales distinguibles que caen bajo el mismo
concepto general, podrían ciertamente ser distinguibles de mu­
chas otras maneras, la única m anera en que no pueden dejar de
ser distinguibles —la única m anera en que son necesariamente
distinguibles—es respecto a su ubicación espacial y /o tempo­
ral. (Repito aquí un argumento que usé en otro lado,2 pero dada
su importancia parece pertinente repetirlo aquí.)
He argumentado que tanto nuestra posesión de justamente
las funciones lógicas del juicio (y por tanto, presumiblemente,
justam ente los conceptos puros) que de hecho poseemos, como

2 En las conferencias introductorias regularmen te dadas en la Universidad


de Oxford; ver también P. F. Strawson Analyse et Métaphysique (París, 1985),
p. 66.
nuestra posesión de justamente las formas espacio-temporales
de la intuición que de hecho poseemos, admiten bajo ciertos su­
puestos una explicación perfectamente adecuada. Dos de estos
supuestos —a saber, que nuestro intelecto es discursivo y nuestra
intuición sensible—son admitidos e incluso proclamados por el
propio Kant. O tercer supuesto —a saber, que los objetos, inclu­
yéndonos a nosotros mismos, tal como son en sí mismos, son
cosas espacio-temporales—es un supuesto que aparentemente
Kant rechazaría, aunque tal vez no está enteramente clara la
significación de este rechazo.
Pero hay una cuestión más importante que destacar, y es la
siguiente. Nada de lo que he dicho es, por sí mismo, suficiente
para desafiar por un momento el status del espacio y el tiem­
po como formas a p rio ri de la intuición. Pues, sean cuales sean
las modalidades sensoriales que medien empíricamente la in­
tuición espacio-temporal de los objetos, ésta parece ser, incluso
con más fuerza que antes, la única condición fundamental de
cualquier conocimiento empírico de objetos. De m anera simi­
lar, dado el status que he reclamado para las funciones lógicas
del juicio, si la derivación de las categorías a partir de las formas
del juicio y su subsecuente deducción son correctas, se segui­
rá que ellas también tienen un status paralelo al de las formas
de la intuición sensible como condiciones a p rio ri del conoci­
miento empírico. Por consiguiente, nada de lo que he estado
diciendo amenaza este aspecto del trascendentalismo kantiano.
Igualmente, y de m anera más obvia, nada amenaza su realismo
empírico.
Pero, ¿qué hay respecto de su versión del idealismo, la apa­
rentemente tajante distinción entre cosas en sí y apariencias,
siendo sólo estas últimas objetos de conocimiento empírico?
La pregunta aquí es cómo interpretar esto. S i, de acuerdo con
el concepto puramente negativo de noúmeno, el pensamiento
de las cosas en sí ha de entenderse simple y solamente como el
pensamiento de las mismas cosas de las que es posible el conoci­
miento humano, pero el pensamiento de ellas en to ta l abstracción
de lo que se ha mostrado (o al menos argumentado) que son las
condiciones de la p o sib ilid ad misma de cualquier conocimiento
semejante, entonces seguramente se tiene que concluir que tal
pensamiento es vacío; porque la doctrina de que no podemos
tener conocimiento alguno acerca de las cosas como son en s í
mismas se reduce a la tautología de que no es posible ningún
conocimiento de las cosas excepto bajo las condiciones que lo ha­
cen posible, o: que sólo podemos conocer de las cosas lo que
podemos conocer de ellas. En tal caso, aunque el realismo em­
pírico está seguro, el “idealismo” del “idealismo trascendental”
de Kant sería poco más que una etiqueta [token ñame], o sería,
a lo sumo, el reconocimiento de que aunque ciertamente pode­
mos tener conocimiento de las cosas, puede haber algo más en
la naturaleza de esas cosas que lo que nosotros podemos saber
de ellas —un reconocimiento que la mayoría de nosotros estaría
felizmente dispuesto a hacer.
Sin embargo, creo que tiene que admitirse que está lejos de
ser claro que ésta sea la interpretación originalmente pretendi­
da, o al menos la interpretación consistentemente pretendida,
de la distinción entre apariencia y cosa en sí. Y si no lo es, nos
enfrentamos con un m ontón de dificultades que ya nos son fa­
miliares (acerca de las relaciones entre un mundo suprasensible
y un mundo sensible), que no sería pertinente traer ahora a co­
lación.

[Traducción de Isab el Cabrera ]


ECHANDO OTRA OJEADA A LA EPISTEMOLOGÍA DE
KANT: ESCEPTICISMO, APRIORICIDAD Y
PSICOLOGISMO *

PATRICIA KITCHER

I
Immanuel Kant es quizá la figura más importante en la historia
de la epistemología. Sin embargo, por lo general, los epistemó-
logos contemporáneos han ignorado su obra. No es un misterio
por qué ha sucedido esto. Según la metodología filosófica del
momento y las lecturas actuales de Kant, sus clasificaciones
epistemológicas o bien estaban equivocadas o bien eran muy
confusas.
Como todos sabemos, Kant formuló su investigación episte­
mológica en términos de reivindicar la posibilidad del conoci­
miento sintético a priori. Los epistemólogos actuales se dividen,
básicamente, en dos grupos: los que aceptan el desdén de Qui­
ne por la distinción entre lo analítico y lo sintético, y los que
creen que la analiticidad es todavía una noción filosófica útil.
Ambos grupos rechazan lo sintético a priori. Los seguidores de
Quine consideran la noción de aprioricidad como opaca o co­
mo inextricablemente vinculada con la noción de analiticidad.1

* Originalmente “Revisiting Kant’s Epistemology: Skepticism and Psycho-


logism", en Noús, 1995, Vol. 29, pp. 285-315. Traducido con el permiso de la
autora y de Noús.
1 Quine (1953) ofrece también otro argumento contra la posibilidad de
un conocim iento a priori. Para él, una tesis a priori nunca puede ser revisada.
Sostiene que, puesto que todas nuestras tesis son puestas a prueba simultánea-
Los filósofos analíticos, que surgieron de la misma tradición
del positivismo lógico, concuerdan con Quine en que la única
fuente seria de conocimiento a priori sería el análisis concep­
tual. Consideran, por lo tanto, que Kant estaba confundido al
creer que las afirmaciones a priori podían ser sintéticas. En rea-
lidad, en la medida en que son filosóficamente defendibles, las
proposiciones que Kant sostenía como sintéticas a priori son
solapadamente analíticas.
Más allá de los contrastes que existen entre las proposiciones
analíticas y sintéticas y las proposiciones a priori y a posteriori,
Kant también recurrió a una tercera clasificación epistemológi­
ca: la del conocimiento “trascendental” en oposición al “empí­
rico”. A pesar de que los estudiosos de Kant todavía escriben se­
riamente sobre la filosofía “trascendental”, parece que la mayo­
ría de los filósofos del siglo XX han simpatizado con la idea que
Gilbert y Sullivan tenían de lo “trascendental”: “El sentido no
importa, pues es sólo una plática ociosa de tipo trascendental”.2
Si “sintético a priori" da la impresión de encerrar una contra­
dicción y “trascendental” es irremediablemente obscura, enton­
ces la epistemología kantiana parece estar condenada al fracaso.
El objetivo de este ensayo es tratar de lograr una resurrección.
Mi propósito es argumentar que la opinión tan pobre que existe
en la actualidad sobre la obra de Kant es consecuencia de una
incapacidad de com prender sus categorías epistemológicas bá­
sicas y, por tanto, su giro trascendental en la epistemología.3

mente por la experiencia recalcitrante, podríamos rehusarnos a revisar alguna


sólo en la medida en que estemos dispuestos a renunciar a otras. Podría con­
siderarse entonces que no toda tesis es revisable, y por lo tanto la noción de
una clase privilegiada de tesis a priori se derrumba.
Aunque este argumento ataca directamente lo apriori, se apoya en la misma
idea que el argumento contra la analiticidad. En ambos casos, la postura de
Quine es que las definiciones que estipulamos o las tesis que nos negamos
a revisar son tan arbitrarias que no permiten establecer una distinción de
principio. (Abordo el criterio de no revisabilidad de lo apriori en relación con
la defensa que Kant hizo del conocimiento a priori más adelante.)
2 “If You’re Anxious for to Shine”, en Patience.
a La mayoría de los estudios contemporáneos sobre Kant no intentan pro­
porcionar descripciones sistemáticas de sus categorías epistemológicas. Así,
por ejemplo, Bennett ofrece una discusión bastante larga de las distinciones
analítico/sintético y a priori/a posteriori. Pero su objetivo es argumentar que
“Trascendental” es su concepto crucial, y también su concep­
to más original. En la próxima sección echo mano de ciertas
ideas que he desarrollado anteriormente, así como de un nue­
vo y significativo estudio realizado por Dieter Henrich, con el
fin de ofrecer lo que en mi opinión es un recuento claro y
directo del método trascendental de Kant. En virtud de que
están íntimamente relacionadas, la interpretación de la prueba
trascendental conduce, de manera natural, a una comprensión
igualmente clara de la noción de Kant de conocimiento a priori.
La sección 3 ilustrará el método trascendental de Kant, al
m ostrar de qué manera se le puede usar en contra de varios
desafíos escépticos. Sin embargo, el resultado será que su mé-

Quine tenía razón en que lo analítico y lo a priori deben ir juntos (1966, 4-10).
N o se ocupa para nada de lo “trascendental". Guyer (1987) no discute lo “a
priori" en detalle sino hasta el capítulo 16 y cuando lo hace no lo relaciona
con lo “trascendental”. En cambio, Allison (1983) comienza por considerar el
enfoque trascendental de Kant, pero no aclara la relación de éste con el proble­
ma del conocim iento a priori que la Critica tenía que resolver. (Una excepción
a esta tendencia es la de Pereboom, 1990, que ofrece un minucioso análisis de
lo “trascendental" y lo “a priori”. Discuto brevemente esta descripción en la
página 458 y en la nota 12.)
Supuestamente, el hecho de que los intérpretes contemporáneos hayan
guardado un silencio casi total sobre estos temas significa que consideran que
las nociones de Kant del “conocim iento trascendental”, el “conocim iento a
priori” y el “juicio analítico” ya no suscitan problemas de comprensión. Sin
embargo, la fuente de este consenso no está tan clara. Entre los epistemólogos
contemporáneos, la cuestión del “conocimiento a priori” (Moser, 1987) y la de
la “proposición analítica” (Quine, 1953; Strawson y Grice, 1956; Burge, 1992)
son muy debatidas, además de que, como ya se m encionó, casi nunca abordan
el tema del conocimiento trascendental.
Si consideramos los estudios kantianos más antiguos, Kemp Smith ofreció
una breve historia de los términos “trascendente” y “trascendental”. Smith sos­
tenía que la noción de “trascendental” propuesta por Kant era ambigua entre
una “teoría de lo a priori”, el “a priori” mismo, y las “facultades a priori” (1923,
73-76), aunque no hizo ningún esfuerzo por resolver estas supuestas tensio­
nes. Por tanto, no logró proporcionar una descripción clara y atractiva de la
relación entre lo “trascendental” y lo “a priori”. (Véase la nota 13 para una so­
lución de la supuesta ambigüedad y las páginas 436-438 para una descripción
de la relación entre “trascendental” y “a priori".) H. J. Patón argumentó que la
raíz del significado de “trascendental” tenía que ver con “orígenes”, pero no
intentó relacionar ese significado con el problema de lo a priori, aunque en el
párrafo siguiente hizo una suave transición al tema del conocim iento a priori
(1936, vol. I., 228-229; véase también 226-227).
todo trascendental no es sólo un medio eficaz para combatir el
escepticismo, sino que también conduce a un nuevo e ilumina­
dor modelo de la situación epistémica humana. En la sección
4 defenderé la proposición central, y por demás sorprendente,
de este ensayo: tanto el método trascendental de Kant como
el modelo epistémico que éste incorpora ofrecen una m anera
verosímil para establecer las proposiciones sintéticas a priori.
La sección 4 también establecerá los fundamentos para el argu­
mento de la sección 5, según el cual el modelo de la epistemo­
logía de Kant puede aclarar la cuestión relativa al papel propio
de la psicología dentro de la epistemología y, de esta manera,
anticipar el debate contemporáneo sobre la naturalización de
la epistemología.
El escepticismo, la aprioricidad y el psicologismo no ago­
tan la epistemología kantiana, pero sí desempeñan un papel
decisivo en cualquier evaluación de ella. Para Kant, su contri­
bución característica consistía en un nuevo método para esta­
blecer las proposiciones sintéticas a priori-, las primeras críticas
de la filosofía trascendental se concentraban en su aparente
dependencia de la psicología, aunque ésta no haya sido suficien­
temente explicada ni defendida;4 y los intérpretes más recientes
han intentado rescatar la reputación de Kant presentándolo
como opositor del escepticismo.3 Al argumentar —contra las
opiniones predominantes—que el uso que Kant hace de la psi­
cología era completamente apropiado, incluso para defender la
posibilidad de un conocimiento a priori, y que sus argumentos
antiescépticos eran muy sólidos, espero mostrar que revisar su
epistemología bien vale el esfuerzo interpretativo.

II
Kant introdujo el térm ino “trascendental” para indicar la nove­
dad de su filosofía. En varios pasajes intentó explicar con exac­

4 Bona Meyer (1870) ofrece un panorama de las primeras críticas psico­


lógicas, incluyendo las poderosas discusiones de Jacob Friedric Fries y Karl
Leonhard Reinhold. Según Bona Meyer, estas primeras exposiciones, sobre
todo la de Fries, formaron la base de los posteriores y bien conocidos juicios
de Fichte y Schopenhauer.
5 Por ejemplo, Bennett, 1966; Strawson, 1966; WaJker, 1978; Guyer, 1987.
titud lo que el conocimiento trascendental suponía, y ofreció
también una clave muy importante para com prender bien este
término crítico. En un pasaje famoso, hizo una analogía entre
la deducción trascendental de las categorías y lo que los juris­
tas contemporáneos llamaban “deducción” (A 84/B 116). Estos
pasajes y esta clave nos proporcionan dos firmes anclas para la
interpretación de la epistemología “trascendental” de Kant.
Norman Kemp Smith pone en su índice tres pasajes que ofre­
cen definiciones de “trascendental”, A 1 1 /B 2 5 , A 296/B 252
y A 720/B 748, y uno que define “deducción trascendental”,
A86-87/B 118-119.6 Sin embargo, el segundo pasaje sólo pro­
porciona un contraste, confuso, con el térm ino “trascendente”,
y el tercero un contraste con las poco usuales opiniones de Kant
acerca de la construcción intuitiva en las matemáticas.7 Además
de estos pasajes que Kemp Smith toma como elucidaciones, yo
agregaría los siguientes: A 56/B 80-81, que tiene la intención
manifiesta de aclarar el uso que Kant hace de conocimiento
“trascendental”, y A 64-66/B 89-91, que introduce la Analíti­
ca Trascendental, y A 783/B811, que describe el ámbito del
conocimiento trascendental. Tenemos entonces cinco pasajes
decisivos (en orden de aparición en la Crítica [el subrayado es
mío; indico las cursivas de Kant mediante el uso de versalitas]):

[1] Llamo trascendental todo conocimiento que se ocupa, no tan­


to de los objetos, cuanto de nuestro modo de conocerlos, en cuanto
que tal modo ha de ser posible a p rio ri (A 11/B 25, traducción
modificada.)8

5 Kemp Smith enlista otros pasajes que pertenecen a los otros usos que
Kant hizo de “trascendental”, com o, por ejemplo, “idealidad e idealismo tras­
cendental” y “facultad trascendental”. Me ocupo de algunas de las relaciones
entre estos usos en la nota 13.
7 Según Kant, los conceptos matemáticos siempre pueden ser construidos
y por tanto exhibidos por la intuición. En cambio, las proposiciones tras­
cendentales de la razón no pueden construirse por la intuición; sólo ofrecen
principios para la síntesis de intuiciones empíricas posibles. Es decir, las ca­
tegorías están comprendidas en la construcción, pero sólo sobre la base de
los datos sensoriales dados, mientras que en matemáticas, Kant creía que las
intuiciones podían ser construidas en intuición “pura” (A 7 2 0 /B 748).
8 Todas las citas de la Critique o/Pure Reascn emplean la paginación común
A y B. Yo indicaré cuándo me alejo de la traducción de Kemp Smith de 1929.
[2] No todo conocimiento a p rio ri debe llamarse trascendental,
sino sólo aquel mediante el cual conocemos que determinadas
representaciones (intuiciones o conceptos) son posibles o son em­
pleadas puramente a p rio ri y cómo lo son. El término “trascenden­
tal” se refiere a aquel conocimiento que se ocupa de la posibilidad
a p rio ri de conocimiento o de su uso a p rio ri. Por ello, ni el espacio
ni ninguna determinación geométrica a p rio ri del mismo consti­
tuye una representación trascendental. Sólo puede llamarse repre
sentación trascendental el conocimiento de que tales representaciones no
poseen origen em p írico . .. (A56/B 80-81, traducción modificada)
[3] La analítica trascendental consiste en descomponer todo nues­
tro conocimiento a p rio ri en los elementos del conocimiento puro
del entendimiento. Con tal objeto hay que destacar los siguiente
puntos acerca de los conceptos: (1) que los conceptos sean puros y no
empíricos; (2) que pertenezcan, no a la intuición y a la sensibilidad,
sino al pensar y a l en ten d im ien to ...
Por analítica de los conceptos no entiendo el análisis de los mis­
mos o el procedimiento corriente en las investigaciones filosóficas
consistente en descomponer, según su contenido, los conceptos
que se presentan y en clarificarlos. Entiendo, por el contrario,
la descom posición —poco practicada todavía—d e l a ca p a c id a d misma
d e l en ten d im ie n to , a fin de investigar la posibilidad de los concep­
tos a p rio ri a base de buscarlos sólo en el entendim iento como su lugar
de procedencia y a base de analizar el uso puro de esta facultad. Tal
es la tarea propia de un a filosofía trascendental. (A64-66/B 89-91)
[4] [Una deducción empírica de los conceptos a p rio ri es una ta­
rea completamente inútil] por lo tanto, una deducción de estos
conceptos... debe ser trascendental.
... [De nuevo] una deducción de los conceptos puros a p rio ri
jamás se produce de esta manera [empíricamente],.. Pues en vis­
ta de su empleo subsecuente..., estos conceptos han de exhibir una
p a rtid a de nacim iento enteramente d istin ta a la de un a procedencia
em pírica. (A 86-87/B 118-119)
[5] En el conocimiento trascendental, siempre que se refiera úni­
camente a conceptos del entendimiento,9 es la p o sibilidad de la
experiencia la que desempeña este p a p el de g u í a . .. La pru eba [trascen­
dental] procede mostrando que la experiencia misma, y por tanto, el

A l re fe rirm e a o tro s escrito s d e K ant, cito la p a g in a c ió n d e la tra d u c c ió n q u e


e m p le o m ás la u b ica ció n d e l p asaje en la Academy Edition d e las o b ra s d e K ant
(K ant, 1902-).
9 El c o n tra ste im plícito es c o n las o p in io n e s d e K ant ace rca d e la p ru e b a
m ate m á tic a. V éase la n o ta 7.
objeto de la experiencia, seria imposible sin dicha conexión [entre
conceptos]. (A 783/B 811)

A pesar de la notoria oscuridad de la prosa de Kant, es­


tos fragmentos aclaran varias cuestiones. En el primero, Kant
nos dice que el propósito central de la epistemología trascen­
dental no son las tesis del conocimiento individual sobre los
objetos, sino el modo mismo en que podemos conocer los ob­
jetos. El segundo, tercero y cuarto pasajes son particularmente
claros y consistentes acerca de otra cuestión: la epistemología
trascendental trata de los orígenes no empíricos de nuestras
representaciones mentales de los objetos. La última frase del
segundo pasaje dice eso precisamente. Tanto el tercero como
el cuarto pasajes se refieren al “lugar de nacimiento” de varios
conceptos, que es sólo una forma metafórica de referirse a los
orígenes. En el prim er párrafo de la tercera cita, Kant se refiere
a ciertos conceptos como “puros”, en el sentido de que no tie­
nen un origen empírico, y menciona también que pertenecen
al entendimiento y no a la sensibilidad. Es decir, su origen no
se encuentra en la experiencia ni en nuestra sensibilidad, sino
en el entendimiento mismo, una idea que repite en el segundo
párrafo: estos conceptos provienen sólo del entendimiento.
La última cita introduce la nueva noción de que el conoci­
miento trascendental se refiere a la posibilidad de la experien­
cia. Resalta dos veces la misma idea: las pruebas trascendentales
proceden considerando la posibilidad de la experiencia. A pe­
sar de que sólo cito un pasaje, que aparece casi al final de la
Crítica, Kant menciona muchas veces que su intención es abrir
un nuevo territorio filosófico al explorar las condiciones nece­
sarias de la posibilidad de la experiencia.10 A pesar de que hay
muchas controversias sobre las opiniones de Kant, nadie pone
en duda la importancia de este proyecto para la epistemología
trascendental.
Resumiendo: la epistemología trascendental se ocupa de
nuestro modo de conocer los objetos; de manera más específica,

10 Por ejemplo, A 9 3 /B 1 2 6 , A 95, A 111, A 1 5 6 -1 5 7 /B 195-196, A 185,/


B 228, A 2 1 7 /B 264, A 2 2 2 /B 269 ss„ B 289, A 6 3 5 /B 663, A 7 3 7 /B 765, A 7 6 6 /
B 794, A 7 8 8 /B 816.
está inextricablemente vinculada a la investigación de la posi­
bilidad de que algunos conceptos o representaciones mentales
tengan un origen no empírico y está también estrechamente
ligada a la exploración de las condiciones necesarias de la posi­
bilidad de la experiencia. ¿Cómo están interrelacionados los dos
proyec tos más específicos? La Crítica tiene como propósito jus­
tificar nuestro derecho a expresar juicios de conocimiento sinté­
tico apriori, por ejemplo, la famosa expresión de que “todos los
acontecimientos tienen causas”. Sin embargo, el argumento de
Kant procede mostrando que tenemos el derecho de usar cier­
tos conceptos, por ejemplo, un concepto de causa que incluye
la idea de universalidad y necesidad. Y, como nunca se cansa
de repetir, esa defensa procede argumentando que el uso de di­
chos conceptos es absolutamente necesario para la posibilidad
de la experiencia.11 De aquí que los dos proyectos definitivos
de la “epistemología trascendental” se combinen de la siguiente
manera: investigando la posibilidad de la experiencia, se des­
cubre que ciertas representaciones que no tienezi un origen
empírico, pero se derivan de nuestras facultades mentales, son
necesarias para la experiencia. Alternativamente, la m anera de
dem ostrar que poseemos ciertas representaciones que no tie­
nen origen empírico, pero que de todas formas podemos usar
legítimamente, es mostrar que son condiciones necesarias de la
posibilidad de la experiencia misma.12,13

11 Véase la nota anterior.


12 Pereboom ofrece una explicación diferente de la relación entre los as­
pectos genéticos y los justificativos de las pruebas trascendentales: debido a
que la mente aporta una característica, éste siempre está presente en la ex­
periencia y, por lo tanto, puede ser descubierta. Es decir, puesto que una
estructura tiene su origen en la mente, es universal y puede ser descubierta
com o tal por una prueba trascendental (1990, 41). N o veo cóm o la presencia
universal de una característica nos ayudará a saber siempre que es universal.
Como sostengo más adelante, es necesario recurrir a la psicología para deter­
minar qué características de las representaciones se derivan de los sentidos y
cuáles se derivan de la mente. Véase, también, B 2. Aunque ninguno de los
dos establece una conexión explícita con elementos no empíricos, mi análisis
de lo “trascendental” se acerca más al de Stroud, 1968 y 1977 (véanse pp. 252
y 113, respectivamente) y al de Hintikka, 1972 (véase 274-275).
13 Kant también empleó “trascendental” en otros contextos. Así, por ejem­
plo, afirmaba que la imaginación era una facultad “trascendental” (A 123,
Antes de abordar la analogía jurídica, permítaseme aclarar
un poco las dos nociones clave: “la posibilidad de la experien­
cia” y “los orígenes no empíricos". Casi todos los comentaristas
señalan que Kant parece usar tanto el sentido más fuerte como
el más débil de “experiencia”. Como ya he argumentado en otro
artículo, hay una forma muy simple de resolver esta dificultad
(Kitcher, 1990, pp. 16-17). A Kant le interesaba la experiencia
cognoscitiva, y no la atlética o sexual. Sin embargo, existe una
variedad de tipos o niveles de experiencia cognoscitiva que de­
ben investigarse, como percibir, clasificar, razonar, etc. Cuando
Kant hacía referencia a la posibilidad de la experiencia en ge­
neral, creo que se refería a las varias tareas cognoscitivas que
constituyen todo nuestro repertorio cognoscitivo. Para evitar la
posibilidad de una ambigüedad viciosa, diré que Kant explora-

B 151-152) y que la representación del espacio era “trascendentalmente ideal”


(A 28, B44). Sin embargo, al menos en la Crítica, los sentidos psicológico y
metafísico de “trascendental” presuponen el sentido epistemológico [véase
Prolegomena, 1786, 41, donde Kant sugiere que “la palabra ‘trascendental’, con
la cual nunca nos referimos al conocimiento de los objetos, sino sólo al de
la facultad cognoscitiva’’]. Esto se debe a que los fundamentos para nombrar
una facultad o una representación “trascendental” son precisamente que una
prueba trascendental ha demostrado que dicha facultad o dicha representa­
ción (1) no está impulsada por datos sensoriales o no se deriva de éstos y (2)
es, sin embargo, necesaria para la posibilidad de la experiencia. Por ejemplo,
concluyó que tenemos una facultad “trascendental” de la imaginación (A Í23),
al argumentar que toda apariencia incluye “una multiplicidad, es decir, son va­
rias las percepciones que intervienen separada e individualmente en la mente,
les hace falta una cohesión que no pueden tener en el sentido m ism o”, de aquí
que la imaginación “sea un ingrediente necesario de la misma percepción”
(A 120 y A 120n, traducción modificada), En el caso del espacio, argumentó
que su representación “no era un concepto empírico que ha sido derivado de
la experiencia externa... [sino que] la experiencia externa era ella misma po­
sible sólo a través de dicha representación” (A 2 3 /B 38, véase A 3 0 /B 46; véase
también A 3 0 /B 46 que hace las mismas observaciones acerca del tiempo).
Aunque Kant relaciona firmemente la idea de la prueba trascendental con la
posibilidad de la experiencia, a fin de cuentas su em pleo se torna algo ambiguo,
pues también denomina a ciertas ideas de la razón como “trascendentales”,
aunque se sitúan más allá de los límites de la experiencia (A 4 0 9 /B 4 3 6 ). Aun
así, estas ideas “tienen un uso regulativo, indispensablemente necesario”. Son
indispensablemente necesarias para extender lo más posible el alcance del
conocimiento empírico. Agradezo a Henri Allison el haberme hecho recordar
el status un tanto extraño de las ideas trascendentales.
ba las condiciones necesarias para tal o cual tarea cognoscitiva
en particular.
Aunque no se puede evitar en los textos, el papel clave de
“las representaciones de origen no empírico” genera una difi­
cultad aparente. En su respuesta a Eberhard, Kant afirmó que
“la Crítica en absoluto admite ninguna representación innata o
divinamente implantada” (Kant, 1790, p. 135. Énfasis del origi­
nal, AA VIII: 221). A pesar de que esta negativa parece tener un
carácter decisivo, Kant agregó una salvedad importante. Aun­
que todas las representaciones fueran adquiridas, había algunas
—incluyendo el espacio, el tiempo y las categorías— que eran
“adquisiciones originales”.14
La enigmática expresión, “adquisición original”, es, a su vez,
un préstamo explícito de la terminología legal. Significa, bá­
sicamente, que los propietarios no pueden adquirir un título
sobre algo ni comprándolo ni por medio de una cesión de los
propietarios anteriores, sino por sus propias acciones. Según lo
explicó Kant en la Doctrina del Derecho, esas acciones incluyen
el reconocimiento de que un objeto no tiene un propietario an­
terior, la declaración de que la personas opta por apropiarse el
objeto, y la defensa de la apropiación al apelar a una ley con
la que todos los involucrados puedan estar de acuerdo (1797,
80-81, AAVI: 258-259).
A pesar de que Kant por lo general se esmeraba en distinguir
entre la razón práctica, que podía crear sus objetos propios (en
este caso, la propiedad de algo que anteriormente no se poseía),
y la razón teórica, que no podía hacerlo (por ejemplo, Bix-x,
A 550/B578), el motivo central de la analogía era, supuesta­
mente, que en el caso del espacio, el tiempo y las categorías, las
acciones de la mente en la adquisición del conocimiento eran
creativas. Debido a que la analogía era poco usual para Kant,
y crucial para com prender su postura sobre el innatismo, pre­
sento aquí una larga cita de sus reflexiones:

14 En sus comentarios sobre un borrador anterior, tanto I.orne Falkens-


tein como Derk Pereboom señalaron que la negación del innatismo por parte
de Kant en su respuesta a Eberhard se basa en un sentido idiosincrático de
“innato". Falkenstein sugirió que el empleo de Kant debe ser comprendido a
la luz de la noción de “adquisición original”. Lo que analizaré a continuación
está basado en las útiles observaciones de estos dos autores.
Hay, no obstante, una adquisición original (como la llaman los
profesores de derecho natural), consecuentemente también de
aquello que antes no existía ni, por lo tanto, pertenecía a otra
cosa antes del acto. Esto es, como muestra la C ritica, antes que
nada la forma de las cosas en el espacio y el tiempo, y en segundo
lugar, la unidad sintética de la multipicidad bajo conceptos; pues
ninguna de ellas es puesta por nuestra facultad de conocimiento
a partir de los objetos que le son dados..., más bien surge a p rio ri
de sí misma. Debe haber un fundamento en el sujeto que haga
posible que dichas representaciones se originen de ésta y no de
otra manera, y que sea capaz de referir a aquelos objetos que aún
no han sido dados. Este fundamento al menos es innato...
El fundamento de la posibilidad de la intuición sensible es
la mera receptividad particular de la mente, en tanto, cuando es
afectado por algo (a través de la sensación), recibe representacio­
nes que están de acuerdo con su constitución subjetiva. Sólo este
primer fundamento formal es innato, por ejemplo: es innata la
posibilidad de una representación en el espacio, pero no la repre­
sentación espacial misma. Porque para la representación de un
objeto, siempre se requieren impresiones que despierten la capa­
cidad de conocimiento. (AAV1I: 221-222)15

En estos pasajes, parece que Kant hace una elaboración de


sus observaciones crípticas de B 2, que dicen que aunque to­
do conocimiento empieza con la experiencia, no por eso todo
conocimiento surge de la experiencia. Algunos aspectos de las
representaciones son adquiridos por la manera original que
la mente tiene de reaccionar a los datos sensoriales produci­
dos por la experiencia, de tal forma que estas características de
las representaciones son creados por la mente a partir de sus
propios recursos y no se derivan de los datos sensoriales de la

15 “On a Discovery” [“Sobre un descubrimiento según el cual toda nueva


crítica resulta superflua ante otra anterior"] es varios años posterior a la Cri­
tica. Sin embargo, la doctrina de que ciertos aspectos de las representaciones
reflejaban las formas que la mente tenía de reaccionar a los datos sensoriales
que recibía, quedó claramente articulada en la Inaugural Dissertation [De mun-
di sensibilis atque intelligibilis forma et principas]: “Porque las cosas no pueden
aparecerse a los sentidos bajo ningún otro aspecto, sino mediante una facultad
del alma que coordine todas las sensaciones según una ley estable e ínsita en
su naturaleza”. (Kant, 1770, 71, AAII: 404)
experiencia, a pesar de que sería imposible tener las represen­
taciones sin estos datos sensoriales.16
Después de estas dos aclaraciones, el giro “trascendental”
de Kant en cuanto a la explicación y la justificación del cono­
cimiento puede resumirse así: la epistemología trascendental
investiga las condiciones necesarias de la posibilidad de llevar
a cabo varias tareas cognoscitivas con el fin de dem ostrar que
esas condiciones necesarias son ciertas características de las re­
presentaciones, que no se derivan de los sentidos pero sí de la
constitución misma de la mente. El contraste se establece con el
conocimiento empírico. En este caso, la tarea de la epistemolo­
gía es justificar las pretensiones de conocimiento, m ostrando de
qué manera varias percepciones e inferencias apoyan determi­
nados juicios —sin preguntarse cómo es posible que los sujetos
cognoscentes perciban, infieran o juzguen.
Aunque Kant le dio una gran prominencia a su analogía con
las deducciones jurídicas en la Crítica, no fue sino hasta 1989,
con el artículo de Dieter Henrich, “Kant’s Notion of a Deduc-
tion and the Methodological Background of the First Critique”,
cuando se le consideró en más detalle. Según Henrich, las de­
ducciones legales fueron escritas con el propósito de dirimir
disputas sobre derechos de propiedad o privilegios. Las deduc­
ciones sólo eran apropiadas para los derechos adquiridos y no
para los innatos. Aunque las deducciones empleaban hechos,
existía una distinción crucial entre cuestiones de hecho y cues­
tiones de derecho. Henrich resume el fundamento y el modus
operandi de las deducciones legales de la siguiente manera:

Para decidir si un derecho adquirido es real o es sólo una pre­


sunción, es necesario rastrear legalmente hasta sus orígenes la
posesión que alguien redama. El proceso por el cual se da razón
de una posesión o un uso mediante la exposición de su origen,
de tal manera que la legitimidad de la posesión resulte clara, es lo
que define una deducción. (...) Esto implica que, por definición,
una deducción tiene que remitir a un origen. (1989, 35. Ver supra,
p. 402.)

16 Aunque enriquece la explicación, este punto de vista es compatible con


el enfoque que tom é en torno a las observaciones innatistas de Kant, en Kit­
cher. 1990, 31.
Como señala Henrich, una vez que se aclara el significado ori­
ginal de “deducción”, no existe ningún misterio acerca de por
qué la noción metodológica de una deducción y la cuestión epis­
temológica del origen del conocimiento están completamente
interrelacionadas en la Critica. Concluye diciendo que ya es­
tamos en una buena posición para com prender la pregunta
distintiva de Kant: ¿cómo es posible tal o cual fragmento de
conocimiento?

La pregunta no inquiere por una u otra condición suficiente de


nuestra posesión de conocimiento. Al poner en cuestión la legiti­
midad de nuestra pretensión de poseer un conocimiento genuino,
busca descubrir y examinar el verdadero origen de nuestra pretensión
y, con ello, la p íe n te de su legitim idad. (Henrich, 1989, 35. Ver sapra,
p. 403. El subrayado es mío.)

Aquí me separo un poco de Henrich. Como ya lo mencioné,


resulta claro en el texto que Kant tenía la intención de defender
el uso legítimo de las categorías al revelar que éste era indis­
pensablemente necesario para la posibilidad de realizar varias
tareas cognoscitivas. Por lo tanto, no estoy de acuerdo con H en­
rich en que Kant estableció o pudo establecer la legitimidad del
principio de la causalidad universal, digamos, sólo dem ostran­
do que algunas características de la representación de causa
tienen su origen en el entendimiento (Henrich, 1989, p. 36.
Ver supra, pp. 403-404). Esto se debe a que una característica
podría tener dicho origen, y aun así no constituir una base ade­
cuada para la cognición.17 La situación es más compleja. A Kant
le interesaba tanto la posibilidad de reivindicar el conocimiento
sintético a priori como la de la cognición misma; le interesaba el
origen de las características del concepto causal, pero también

17 Kant consideraba a las facultades de manera teleológica (por ejemplo,


1785, 11, AA IV: 395). Sin embargo, no creía que un juicio podía defenderse
sólo rastreando su origen en la función natural de una facultad. Obviamente,
la búsqueda natural de la razón por alcanzar la integridad no justificaba de
ninguna manera las tesis metafísicas que él consideraba como la consecuencia
directa de esta propensión (por ejemplo, A 3 3 8 /B 3 9 6 ss.). En la sección IV
presento lo que considero que es el criterio de Kant para distinguir cuáles de
las aportaciones de la mente a los juicios constituían bases legítimas para el
conocimiento (pp. 455-456).
el origen de la experiencia cognoscitiva a un nivel más general.
Así, la deducción trascendental procede m ostrando que ciertos
tipos de tareas cognoscitivas sólo pueden ser posibles porque
empleamos, por ejemplo, un concepto de causa que incluye ca­
racterísticas que no tienen un origen empírico, sino que son
proporcionadas por el entendimiento mismo.
Así es como, en mi opinión, se debe establecer la legitimi­
dad de nuestro derecho a usar el concepto.18 En la siguiente
sección, consideraré esas pruebas trascendentales y evaluaré
su efectividad como respuestas al escepticismo. En la sección 4
consideraré posibles críticas, incluyendo la afirmación de que
no pueden reivindicar el conocimiento apriori. En el resto de es­
ta sección, mostraré cómo esta comprensión del conocimiento
“trascendental” puede iluminar las otras dos distinciones epis­
temológicas de Kant, a saber, lo a priori frente a lo a posteriori y
lo analítico frente a lo sintético.
Kant empleó “a priori” en relación con cuatro ideas dife­
rentes.19 Su argumento original sugiere que la aprioricidad es
primordialmente una propiedad del conocimiento y que dicho
conocimiento es completamente independiente de la experien­
cia (B 2). Poco después de introducir el conocimiento a priori,
ofreció dos criterios formales por medio de los cuales es posible
distinguir las proposiciones a priori: son universales y necesa­
rias (B 3). Estos dos usos no han ocasionado muchas dificulta­
des de interpretación, pues existe un claro vínculo entre ellos.
Las proposiciones apriori, en el sentido de que son universales
y necesarias, sólo podían ser establecidas independientemente
de la experiencia, puesto que la experiencia no puede enseñar
ni ía universalidad ni la necesidad. De acuerdo con estas ca­
racterísticas —la independiencia de la experiencia, así como la
universalidad y la necesidad—, muchos comentaristas han su­
puesto que Kant estaba involucrado en el análisis conceptual
(por ejemplo, Bennett, 1966, p. 17; Strawson, 1966, p. 88; Alli-
son, 1983, p. 162), pues dicho análisis es independiente de la

18 Discuto con m ás detalle este tema en la sección IV, pp. 4 5 5 -4 5 6 .


19 La exposición que sigue aquí es una extensión de la interpretación de
"apriori” ofrecida originalmente en 1990, pp. 15-18.
experiencia y los filósofos analíticos han considerado que es
capaz de proporcionar conclusiones que conllevan necesidad.
No obstante, esta lectura ignora dos importantes usos de a
priori que tienen igual importancia. A menudo Kant relaciona­
ba la aprioricidad con la cuestión del origen:

A h o r a b ie n , n o s en co n tr a m o s c o n a lg o m uy singular: in c lu so e n ­
tre n u estras ex p er ie n c ia s se m ezclan c o n o c im ie n to s q u e han d e
ten er su o r ig e n a p rio ri y q u e tal v ez só lo sirven para dar c o h e ­
sió n a n u estra s rep resen ta cio n es d e los sen tid o s. ( A 2 , tra d u cció n
m od ificad a ; cf. B 5)

Además, relacionó directamente la aprioricidad con la no­


ción de “trascendental” y explicó que el conocimiento a priori
se adquiere realizando pruebas matemáticas y trascendentales
(A 782-783/B 810-811).
Considerando esta explicación de “trascendental”, incluyen­
do la analogía jurídica, es posible comprender con exactitud
por qué Kant empleó “a priori” en estos cuatro contextos y
establecer las relaciones que existen entre ellos. Así como los
demandantes declaraban que tenían ciertos derechos, que en­
tonces tienen que ser establecidos por medio de una deducción,
ciertas proposiciones anunciaban, por su misma forma lógica
(son universales o necesarias), que eran independientes de la
experiencia. Para que este status tan poco usual se pudiera sos­
tener en el caso de las proposiciones sintéticas, éstas también
requerían de una deducción que m ostrara que eran, de hecho,
completamente independientes de la experiencia. El error de
las interpretaciones más comunes radica, creo yo, en el hecho
de que se detienen en este criterio negativo y después ponde­
ran qué puede querer decir la independiencia de la experiencia,
sólo para situarse, por lo general, en algún tipo de análisis con­
ceptual o quizá en proposiciones auto-verificables.20 Como ya
se mencionó, sin embargo, Kant ofreció una explicación po­
sitiva: una proposición sintética que es independiente de la
experiencia se establece mediante pruebas matemáticas o tras­

20 Por ejemplo, Stroud (1968, p. 253)y Kitcher (1980, p. 16-17) se deciden


por las proposiciones auto-verificables.
cendentales.21 Y una prueba trascendental procede mostrando
que un concepto determinado incluye representaciones que se
originan en nuestras propias facultades mentales y que sin em­
bargo son condiciones necesarias de la posibilidad de las tareas
cognoscitivas.
Por ende, el problema del a priori tiene que ver con una for­
ma especial de conocimiento que conlleva independencia de
la experiencia (aunque no independencia de la posibilidad de
la experiencia en general), es decir, conocimiento por medio
de una prueba trascendental. Tiene que ver, además, con pro­
posiciones que son necesarias y universales en forma, y tiene
que ver con los orígenes de las representaciones. Kant carac­
terizó la filosofía trascendental como la “ciencia” del a priori
(A 12-13/B 26-27), porque creía que tenía una forma especial
de mostrar que ciertas proposiciones eran universales y nece­
sarias. Según esta interpretación, el a priori kantiano no puede
rechazarse junto con las afirmaciones, basadas en la lingüísti­
ca, de filósofos analíticos del siglo XX, o junto con su propia
y oscura teoría de la prueba matemática. Como veremos en la
sección 4, las objeciones verdaderas al distintivo método tras­
cendental de Kant para establecer afirmaciones a priori, son de
un carácter muy diferente.
Kant ofreció una explicación muy simple de la distinción
entre proposiciones sintéticas y proposiciones analíticas:

Los juicios analíticos... son por consiguiente aquellos en que se


piensa el lazo entre predicado y sujeto mediante la identidad;
aquellos en que se piensa dicho lazo sin identidad se llamarán
sintéticos. (A 7 /B 11)

También dejó bien claro que el objetivo de sus esfuerzos serían


las proposiciones a priori que son sintéticas. A pesar de estas
indicaciones textuales, muchos intérpretes contemporáneos no
han sido capaces de resistir la idea de que las proposiciones
que Kant intentó establecer eran analíticas y que sus pruebas

21 En un pasaje anterior, Kant sugirió que mediante el análisis conceptual


podía saberse si las afirmaciones analíticas a priori eran verdaderas ( B 1 2 ).
procedían por medio de algún tipo de análisis conceptual pro­
fundo.22
En dos artículos, Lewis White Beck intentó señalar los se­
rios errores que hay detrás de esta estrategia interpretativa tan
popular (1967). Ofreció tres argumentos que parecían ser con­
cluyentes. En prim er lugar, señaló que el uso que Kant hacía
de “analítico” es algo ambiguo, y se mueve entre un criterio
psicológico —si el concepto predicado es en realidad “pensa­
do” en el concepto de sujeto (A 7/B 11)—y un criterio lógico,
que conlleva algún tipo [no explicado] de análisis conceptual
(Beck, 1967, pp. 8-9). Sin embargo, la cuestión fundamental es
que ninguno de estos usos se relaciona con la idea m oderna de
que las afirmaciones analíticas son verdaderas por definición.23
En segundo lugar, los puntos de vista que Kant tenía sobre la
definición, claramente indican que no aceptaría la noción de
‘Verdadero por definición”. Kant sostenía que una verdadera
definición debe estar basada en un juicio sintético, porque de­
be indicar las características que se asocian con el concepto en
instancias reales. Como definición, era analítica. Pero debía su
status como definición a esta verdad sintética subyacente. Por
tanto, para Kant las afirmaciones analíticas no eran verdaderas
por definición; las definiciones fundaban afirmaciones analí­
ticas en virtud de verdades sintéticas (Beck, 1967, pp. 16-17).
Finalmente, Beck advirtió que hubo ya seguidores contemporá­
neos de Kant que intentaron reconstruir, en forma analítica, sus
afirmaciones sintéticas: una postura que Kant rechazó como un
mero truco barato (Beck 1967, pp. 13-14, 34-36).
A pesar de la fuerza de los argumentos textuales de Beck,
el punto de vista de que las llamadas afirmaciones sintéticas
de Kant eran solapadamente analíticas ha persistido hasta la ac­
tualidad. Parece que existen dos razones para este consenso tan
extendido, aunque insólito. La prim era es que muchos filósofos

-’- Por ejemplo, B ennett( 1966, p. 17), Strawson (1966,p. 8 8 ), Walker (1978,
p. 20), Allison (1983, pp. 148, 162), Bencivenga (1987, p. 5). Una excepción
notable es el “Epílogo” a Guyer, 1987. Ver supra.
23 Aunque Burge (1992) distingue tres diferentes nociones actuales de ana-
liticidad, cree que Kant las combinó. Por razones que expongo en el texto, no
creo que Kant sostuviera que ciertos enunciados fueran ciertos meramente
por definición.
consideran que el análisis conceptual es la actividad distintiva
de la filosofía. La segunda es que resulta bastante claro que,
independientemente del modo como se suponga que operan
los argumentos de la deducción trascendental y del capítulo de
los Principios, no constituyen pruebas lógicas (o, de serlo, son
todas y cada una inválidas). Por lo tanto, parece que el análisis
conceptual ha sido la última posibilidad para establecer conclu­
siones a priori.
Sin embargo, si consideramos las anteriores interpretaciones
de “trascendental” y de “a priori", esta segunda razón pierde
fuerza. Kant no se ocupaba de las pruebas lógicas de propo­
siciones a priori, o de nada parecido a una prueba lógica. Más
bien intentaba revelar la legitimidad de ciertas características de
nuestras formas de representar el mundo, llevándolas a sus orí­
genes y demostrando que eran indispensables. Como lo apunta
Henrich, esta nueva interpretación permite tener una flexibi­
lidad mucho mayor al tratar de imaginar cómo se supone que
operan los argumentos de Kant (1989, p. 39. Ver supra, pp. 407-
408). Además, para algunos filósofos, el ataque de Quine a la
analiticidad ha debilitado la fuerza de la prim era razón.

III
Incluso dentro de los criterios kantianos, hasta aquí mi argu­
mentación ha resultado excesivamente abstracta y metodológi­
ca. Intentaré ahora llevar mi interpretación a un nivel más con­
creto, al mostrar cómo funciona la epistemología trascendental.
En esta sección, describiré con brevedad cómo el método tras­
cendental de Kant puede defender el uso legítimo de algunos
conceptos muy cuestionados. En la siguiente, me concentra­
ré en la capacidad del método para establecer la aprioricidad.
Aunque no creo que a Kant le interesara combatir al escepticis­
mo en general, ésta ha sido una lectura muy popular y ofrece
un mecanismo adecuado para relacionar sus investigaciones
trascendentales con ciertos problemas filosóficos tradiciona­
les. Investigar las condiciones necesarias para ejecutar algunas
tareas cognoscitivas resulta ser un método bastante efectivo pa­
ra combatir algunas preocupaciones escépticas.
Kant fue explícito acerca de su intención de defender un con­
cepto de causa necesaria (B 5) y fue también muy directo en su
argumentación a favor de una unidad necesaria de la identidad
del yo (A 116/B 131-132). Además fue muy claro en cuanto a
que deseaba demostrar la falsedad del escepticismo cartesiano
y berkeleyano, que Kant denominó “idealismo” (B 274 ss.). No
obstante, creo que algunas de sus expresiones antiescépticas
más efectivas no tienen lugar en obras específicas, sino en la
forma en que establece sus propias posturas positivas.
Tanto en la edición A del Cuarto Paralogismo como en la
Refutación del Idealismo, Kant planteó el problema del escep­
ticismo cartesiano en términos de la asimetría entre lo interior
y lo exterior. Para Descartes, la experiencia interna era “indu­
bitable” (B 275), porque se “percibía inmediatamente” (A 367).
En cambio, la experiencia externa era “simplemente dudosa”
porque “sólo puede ser inferida como causa de percepciones
dadas” (A 367, véase B 274). En la Refutación, Kant adoptó una
estrategia ambigua, que consistía en tratar de m ostrar que la
experiencia interna sólo es posible si también experimentamos
objetos externos. Como Paul Guyer ha argumentado detallada­
mente, la prueba procede entonces en varios pasos intermedios
cuestionables, tales como la suposición de que no hay leyes psi­
cológicas (1987, Parte IV passim).
Hay que notar, sin embargo, que las opiniones positivas de
Kant proporcionan un material muy vasto para criticar las ob­
jeciones que Descartes y Berkeley hacían al conocimiento de
los “objetos externos”. De nuevo, la clave radica en las supues­
tas diferencias entre nuestro acceso a las realidades interna y
externa, y por ende entre nuestro conocimiento de ellas. Di­
chos escépticos cuestionan nuestra capacidad para conocer la
existencia del mundo externo con el argumento de que todos
estamos directamente conscientes de nuestras propias ideas. En
cambio, se considera que la experiencia interna —la conciencia
de nuestros propios estados—no es problemática. No obstan­
te, como Kant comentaba a menudo, una de las repercusiones
más sorprendentes de su teoría de las formas de las intuiciones
y la sintetización necesaria de los estados cognoscitivos es que
la experiencia interna es también una “apariencia” (y también
se construye a partir de datos dados): “[el sentido interno] nos
presenta, incluso a nosotros mismos, a la conciencia sólo tal
como nosotros nos manifestamos a nosotros mismos, no tal co­
mo somos en nosotros mismos" (B 152-153). “No me conozco tal
como soy, sino sólo como me manifiesto a mí mismo” (B 158).
Este 'material nos ofrece la base para la mucho menos con­
trovertida respuesta que sigue al escepticismo sobre los obje­
tos externos. Descartes y Berkeley cuestionan la legitimidad de
nuestras referencias a los “objetos externos” porque existe una
brecha entre los datos proporcionados a la conciencia y los obje­
tos que se infieren de dichos datos. Sin embargo, de hecho, los
datos que se han descrito equivocadamente como “dados” a la
conciencia, son ellos mismos construidos por la forma del sen­
tido interno y la síntesis del entendimiento. De aquí que exista
también una brecha entre lo que consideramos conscientemen­
te como “dado” a la conciencia (incluso suponiendo, como no
lo hizo Kant, que la introspección es infalible) y la materia pri­
ma reunida por el sentido interno. Sin embargo, de existir dicha
brecha, un Genio Maligno podría manipular nuestros poderes
de intuición y síntesis para crear apariencias que difieren mu­
cho de la realidad interna subyacente. Por supuesto, con los
objetos externos habría dos brechas, una entre la realidad in­
terna y la apariencia interna, y otra entre la apariencia interna
y la realidad externa —pero no parece que un doble engaño sea
de clase diferente que un engaño simple. Para ser consistentes,
entonces, los escépticos tendrían que dudar de todo, incluso de
la conciencia de nuestros propios estados, o bien renunciar a
sus objeciones a las afirmaciones acerca de los “objetos exter­
nos”. Alternativamente, un kantiano puede señalar que el ideal
escéptico de la “percepción directa” es un mito, de tal manera
que el hecho de que dichos objetos no puedan ser “percibidos
directamente” no constituye una objeción específica a las refe­
rencias a los “objetos externos”.
Para acercarnos al problema del a priori, me ocuparé aho­
ra del análisis escéptico realizado por Hume sobre la creen­
cia común en los objetos independientes y continuos (1739,
p. 187 ss.). Puesto que esta discusión es muy conocida, trataré di­
rectamente la perturbadora conclusión de Hume.24 Llegamos a

24 Aquí estoy de acuerdo con Rosenberg, 1975 (p. 613 ss.) en que una ma-
creer en la existencia continua (y por ende independiente) de los
objetos debido a los efectos de dos mecanismos: un sentimien­
to de invariancia que surge en las excepcionales ocasiones en
que observamos ininterrumpidamente a los objetos y una ten­
dencia a confundir sentimientos similares (1739, pp, 202-203,
199). Como apuntó Hume, dichos mecanismos son demasia­
do “triviales” y no conducen a un razonamiento firm e (1739,
p. 217).
Sin duda alguna, Kant conocía el problema de Hume.25 Ade­
más, la afirmación de que no tenemos un acceso directo a los
objetos era absolutamente central para la filosofía trascenden­
tal y Kant comprendió plenamente que tema que explicar cómo
nos formamos creencias sobre objetos perdurables con base en
estados cognoscitivos cambiantes. A pesar de ello, no se ocu­
pó explícitamente del escepticismo de Hume sobre los objetos
independientes y continuos. Sin embargo, como en el caso ante­
rior, sus investigaciones trascendentales acerca de la posibilidad
de la cognición ofrecen una defensa efectiva del concepto de
objetos independientes y continuos.
Kant aceptó la doctrina empirista básica que propone que
la cognición requiere que adquiramos información sobre el
mundo mediante la percepción sensorial (A 120, B 60). Sin em­
bargo, no dio por supuesta simplemente a la percepción, sino
que se embarcó en una investigación trascendental sobre esta
capacidad. ¿Cómo es posible la percepción misma? O, más es­
pecíficamente, ¿cómo podemos formar imágenes perceptuales
estables sobre la base de lo que Hume describió adecuadamen­
te como el flujo constante de percepciones que “se suceden la
una a la otra con inconcebible rapidez” (1739, p. 252).

ñera fructífera de entender los esfuerzos trascendentales de Kant es considerar


que ofrecen nuevas formas de resolver los problemas de Hum e acerca de la
legitimidad de diversos conceptos.
También discuto este ejemplo en Kitcher, 1991, y algo de lo que diré en
seguida se deriva de esa exposición. Allí mi propósito era ilustrar lo que con­
sideré que eran las diferencias esenciales entre las maneras de abordar la
epistemología de Kant y de Hume.
25 Kant poseía una traducción alemana de la Inquiry [Warda, 1922, p. 50],
en donde Hume ofrecía una breve pero convincente formulación de la dificul­
tad de inferir desde las percepciones hacia los objetos (1758, pp. 160-162).
El análisis de Kant es directo: dado que la información llega a
través de los sentidos en momentos diferentes (A 99), podemos
formar una imagen estable de un objeto completo sólo si la in­
formación que cambia con rapidez y es temporalmente distinta
se combina de alguna manera (A 120). Además, los medios de
combinación no pueden ser a través de la ley de asociación,
pues estos trozos de información deben unirse en una combi­
nación “que no pueden tener en el sentido m ism o... ” (A 120).
Así, por ejemplo, la imagen perceptual tiene que representar
la parte superior de un objeto, por ejemplo de una casa, como
algo que se encuentra encima de sus otras partes, independien­
temente del orden de la visión.
¿Cómo es posible que este análisis de las condiciones necesa­
rias para la percepción se ocupe de las preocupaciones planteadas
por Hume acerca de nuestras creencias en los objetos indepen­
dientes? Cuando Kant examinó la tarea cognoscitiva de repre­
sentar objetos (A 104) y de hacer juicios acerca de ellos (B 142),
llegó a la misma conclusión que Hume. Para representar los ob­
jetos como independientes de nuestros estados cognoscitivos,
es necesario combinar los datos captados a través de los senti­
dos de una manera distinta a la ley empirista de la asociación
(A 104-105). Además, para hacer cualquier juicio sobre obje­
tos, es necesario combinar datos de acuerdo con principios no
empíricos que garanticen que el contenido de los juicios resul­
tantes serán sobre objetos, entendidos como independientes de
nuestros estados cognoscitivos particulares (B 142). Estos descu­
brimientos no llevaron a Kant al escepticismo porque ya había
mostrado que la mera percepción de imágenes estables requie­
re también que alguna facultad ordene y combine los datos de
los sentidos. Y puesto que una síntesis no asociativa es necesa­
ria incluso para la percepción, la presencia de otra (o la misma)
síntesis no asociativa en formas de cognición más sofisticadas
no debería generar dudas.26
Permítaseme ahora dar un paso atrás y considerar con exac­
titud cómo funciona la estrategia argumentativa de Kant. Hay
algo que está en duda: la legitimidad de referirse a los “objetos

26 Kant sugiere en B 105 que las síntesis comprendidas en la percepción y


el juicio son idénticas y argumenta a favor de esta tesis en B 160.
externos” o de emplear un concepto de “objeto” que implique
una existencia independiente y continua. Kant analizó las condi­
ciones necesarias de la posibilidad de llevar a cabo dichas tareas
cognoscitivas y estuvo de acuerdo con sus opositores (por lo ge­
neral Hume) en sus propios resultados: la referencia a “objetos
externos” supone rebasar los datos recogidos por los sentidos;
(de hecho) emplear el concepto de un objeto requiere de una
combinación de impresiones sensoriales que no tiene una base
empírica.
Sin embargo, a diferencia de Descartes y Hume, Kant no
dejó las cosas así. Su estrategia consistió en cambio en conside­
rar otra tarea cognoscitiva cuyo status no estuviera en duda y
m ostrar que ésta también se encontraba en la misma situación
epistémica que la tarea cuestionada. Así, la experiencia interna
es como la experiencia externa en que ambas son construidas.
El argumento en contra de Hume era más específico: la tarea
no cuestionada requería de la mente una aportación no empí­
rica igual o similar a la que originalmente había hecho que se
pusiera en duda la tarea cognoscitiva cuestionada. En el ejem­
plo que examinamos, Kant mostró que también simplemente
para la percepción se necesitan las síntesis no asociativas que
producen en nuestras creencias sobre los objetos un orden y
coherencia mayor que la que se presenta en los datos senso­
riales. En el caso de la causalidad, creo que se ha reconocido
ampliamente que el argumento procede mostrando que la mis­
ma conexión necesaria entre causas y efectos que se requiere
para el uso del concepto causal, se requiere también ya mera­
mente para determinar la ocurrencia de un acontecimiento en
el tiempo.2' Ya he argumentado en otros ensayos que Kant de­
mostró que la conexión necesaria entre los estados mentales,
requerida para el uso del concepto de “persona”, se requiere
también para que seamos capaces de efectuar la más mínima
tarea cognoscitiva de tener representaciones que tienen conte­
nido (Kitcher, 1982).
Así pues, al investigar las condiciones necesarias de la po­
sibilidad de otras tareas cognoscitivas no cuestionadas, Kant

27 Véase, por ejemplo, Beck, 1978, p. 135; Melnick, 1973, p. 80; Allison,
1983, p. 217, y Guyer, 1987, p. 258.
defendió tanto la legitimidad de ciertos conceptos como las
tareas cognoscitivas en las que éstos funcionan. En tanto que
su defensa estaba dirigida en contra de ciertos oponentes es­
cépticos en particular, tuvo éxito cuando pudo mostrar que
las características no empíricas requeridas por las tareas cues­
tionadas constituían también características que no se podían
eliminar de tareas admitidas por los escépticos. En este respec­
to, las deducciones de Kant eran como las deducciones jurídicas
del siglo XVIII, en tanto que se ocupaban de antagonistas es­
pecíficos y de circunstancias de legitimación que variaban de
caso en caso.
No obstante, la investigación de Kant se concentraba me­
nos en el escepticismo que en la aprioricidad, y por tanto sus
argumentos también tenían la intención de establecer dos tesis
generales pal a un público más amplio: no rechacen un concep­
to sólo porque incluye características que no pueden atribuirse
a la experiencia, pues algunos conceptos a priori son legítimos;
además, esto se debe a que la mente desempeña, y tiene que
desempeñar, un papel mucho más activo en todos los niveles
de cognición de lo que antes se había aceptado. Para lograr
estos dos propósitos relacionados entre sí, Kant argumentó que
incluso las tareas cognoscitivas más simples y básicas requerían
de ciertas características no empíricas que eran aportación de
la mente.
Si es así como operan los argumentos antiescépticos de Kant,
¿qué tan efectivos son? Puede ser tentador contestar, como lo hi­
zo Jonathan Bennett hace muchos años (1966, p. 101), que ese
argumento no reivindica ninguna pretensión de conocimien­
to, sino que sólo muestra que nuestra situación epistémica es
mucho peor de lo que los mismos escépticos habían pensado.
Pues ahora parece que no existe nada semejante a la percepción
directa y que incluso los logros cognoscitivos simples, como el
de percibir y reconocer la ocurrencia de acontecimientos en
el tiempo, tienen que depender de dudosos mecanismos men­
tales. En cierto nivel, esta réplica no puede ser refutada. Si
el escéptico quiere argumentar que cualquier presunto cono­
cimiento que conlleve la integración de la información por la
mente está irremediablemente contaminado, entonces no hay
nada más que decir. Sin embargo, esta postura es muy poco
atractiva, por dos razones. La más obvia es que los argumen­
tos escépticos ganan su fuerza al mostrar que un fragmento de
conocimiento que se creía seguro carece de dicho status. Pero
lo que significa dicha seguridad queda establecido al recurrir
a casos contrastantes. Si no hay casos seguros, luego entonces
no queda claro qué es lo que se ha perdido.28 No obstante, lo
que es más significativo es que si el escéptico concede que to­
dos los aspectos de la cognición, desde el más simple hasta el
más complejo, están impregnados por las aportaciones de la
mente, entonces habrá aceptado precisamente lo que Kant que­
ría probar. Esto se debe a que, a pesar de que dio respuestas
a una variedad de desafíos escépticos, consideraba que el es­
cepticismo universal era algo así como un tigre de papel (Aix,
B 128). En cambio, el propósito central de la epistemología tras­
cendental consistía, como dijo, en explorar la sensibilidad y el
entendimiento con miras a descubrir sus aportaciones esencia­
les a la cognición.
Una mejor forma de atacar a Kant sería la de cuestionar
las suposiciones que le permitían generar sus resultados. ¿Có­
mo podía establecer que las tareas cognoscitivas requieren de
aportaciones particulares de nuestras facultades sin hacer supo­
siciones psicológicas falibles e incluso dudosas sobre la forma
en que llevamos a cabo nuestras tareas cognoscitivas? Peor aún,
¿cómo es posible que este tipo de investigación ofrezca una jus­
tificación para alguna pretensión de conocimiento a priori? Esta
es la objeción crítica a la epistemología trascendental, y la con­
sideraré con algún detalle en la próxima sección.

IV
Antes de ocuparme de la objeción, quiero situar, brevemente,
el problema de la dependencia de Kant de la psicología en su
contexto histórico, así como en el contexto de la epistemolo­
gía contemporánea. Como ya lo mencioné con anterioridad,
las lecturas psicológicas de Kant predominaban tanto desde un
principio, que Kuno Fischer declaró:

- 8 Creo que Richard Rorty ha caracterizado la carga de los escépticos en


términos similares, pero no he podido encontrar la referencia.
La cuestión de si la crítica de la razón es metafísica o antropológica
[es decir, psicológica] constituye un auténtico problema, que no
puede evitarse en la historia del desarrollo de la filosofía alemana
a partir de Kant.29

Esta tradición interpretativa llegó a su fin con la ola de antipsi-


cologismo que siguió a los trabajos de Frege en el campo de la
lógica. La pregunta de Fischer de cómo reconciliar los objeti­
vos epistemológicos de Kant con las constantes referencias que
éste hacía a las facultades y representaciones psicológicas obtu­
vo una respuesta muy breve: descarten la psicología porque es
inapropiada al tema (Kitcher, 1990, pp. 6-9).
No obstante, en fechas recientes, un gran número de filóso­
fos han puesto en duda la sabiduría de aislar a la filosofía del
resto de la investigación. En particular, el nuevo movimiento de
la “epistemología naturalizada” ha afirmado que la epistemolo­
gía debería estar al tanto del trabajo que se hace en psicología,
con lo cual vuelve a plantear la pregunta de Kuno Fischer —una
pregunta que ha sido ignorada durante mucho tiempo—acerca
de la epistemología kantiana y poskantiana: ¿cómo es posible
que la teoría del conocimiento se relacione con la psicología
sin convertirse en psicología? Después de defender a Kant en
esta sección en contra del ataque de que éste dependía excesi­
vamente de la psicología, explicaré en la sección final cómo su
modelo de la situación epistémica puede iluminar y justificar la
atracción contemporánea por la psicología.
¿Qué función desempeñan las afirmaciones psicológicas en
las investigaciones trascendentales de Kant? El segundo ejem­
plo de la sección anterior sugiere que existen dos funciones,
aunque puede ser que una no resulte esencial. En prim er lugar,
la psicología puede ofrecer lúcidas descripciones de las tareas
cognoscitivas que efectuamos: distingue la percepción de la
concepción. En algunos casos, esta función también puede ser
llevada a cabo por el sentido común o por la epistemología, que
también distingue entre percibir, concebir, razonar, etcétera. La
segunda función consiste en explicar de qué datos dispone la
mente sólo a partir de los sentidos. Esta información psicológi­
ca tiene una parte crucial en la explicación que Kant ofreció de
29 Citado en Bona Meyer, 1870, p. 5.
la percepción, pues él consideró como algo dado que los datos
de la retina son fugaces y están en flujo constante.
Esto es sólo un ejemplo, pero el mismo patrón se repite en
muchas discusiones. Al considerar el problema de la identidad
personal, Kant estuvo de acuerdo con Hume en que el senti­
do interno no ofrecía una representación de un yo continuo
(A 107, B 134); en la Segunda Analogía, partió de la premisa de
que el tiempo mismo no podía ser percibido (B 233). A pesar
de los intentos por despsicologizar los argumentos de Kant (por
ejemplo, Guyer, 1989, p. 67), estas afirmaciones son esenciales
para el argumento y, al mismo tiempo, claramente psicológicas.
Para darse cuenta de esto último, sólo es necesario reconocer
que cualquiera de ellas podría ser refutada por descubrimien­
tos psicológicos futuros. Por ejemplo, a pesar de que parece
cierta la afirmación de que el sentido interno no ofrece un yo
continuo, un estudio diseñado con sumo cuidado podría reve­
lar una representación del yo que hasta entonces hubiera sido
ignorada. Durante los siglos XVIII y XIX, los críticos de H u­
me y de Kant afirmaban que habían hecho precisamente ese
descubrimiento.30
Por lo tanto, hay que perm itir que un escéptico responda que
los argumentos de Kant sólo operan al apelar a suposiciones psi­
cológicas falibles. Y aquí la respuesta parece ser completamente
directa. Los argumentos de Kant carecen de la certeza que él
pretendía que tenían, y no pueden entonces justificar ninguna
pretensión de conocimiento apriori —o quizá de ningún tipo de
conocimiento en absoluto. En el prefacio de la Prim era Edición,
Kant anunció sus intenciones a este respecto:

Por lo que se refiere a la certeza, me he impuesto el criterio de


que no es en absoluto permisible el opinar en este tipo de con­
sideraciones y de que todo cuanto se parezca a una hipótesis es
mercancía prohibida... Todo conocimiento que quiera sostener­
se a p rio ri proclama por sí mismo su voluntad de ser tenido por
absolutamente necesario; ello es más aplicable todavía a la deter­
minación de todos los conocimientos puros a p rio ri, la cual ha de
servir de medida y, por tanto, incluso de ejemplo de toda certeza
apodíctica (filosófica). (A xv, énfasis de Kant)

30 Por ejemplo, Tetens, 1777, p. 393.


Las observaciones introductorias de Kant acerca de la cer­
teza prestan apoyo a la idea de que su ocupación consistía en
analizar conceptos, pues parece que sólo el análisis conceptual
tiene la capacidad de brindar necesidad. Sin embargo, como
argumenta Beck, la sugerencia de que las afirmaciones sintéti­
cas de Kant pueden convertirse en proposiciones analíticas y,
de esa forma, ser “probadas” por el análisis conceptual, no pue­
de defenderse en los textos. Hay entonces, como lo vio Kuno
Fischer, un serio problema interpretativo para com prender có­
mo el Kant que escribió este anuncio para su obra pudo haber
recurrido constantemente a la psicología. Para resolver esta di­
ficultad, necesitamos considerar cómo entendía dos frases cru­
ciales: “completamente a priori” y “absolutamente necesario”.
Aunque Kant insistía en que se concentraría en el conoci­
miento completamente a priori, es decir, en el conocimiento
que era “es absolutamente \ganzlich\ independiente de toda
experiencia” (B 2-3), se ha reconocido universalmente que su
práctica contradecía esta intención —o por lo menos la refina-
ba en forma significativa. Como ya se ha señalado, las pruebas
trascendentales proceden por referencia a la posibilidad de la
experiencia. O, para decirlo más bruscamente, todas las prue­
bas trascendentales son condicionales: si algunas tareas cog­
noscitivas muy básicas son posibles, luego entonces...
Además, aunque Kant hace referencia en el pasaje citado a
la “necesidad absoluta”, no empleó la noción leibniziana en sus
discusiones sustantivas. No sostenía que las verdades a priori, y
por tanto necesarias, que él creía haber establecido, fueran ver­
daderas en todos los mundos posibles. Más bien, como intentó
explicar, esas afirmaciones serían verdaderas sólo acerca de los
objetos que pudieran ser conocidos por criaturas con nuestras
constituciones cognoscitivas (A 27/B 43, B 138).31 Por lo tanto,
el énfasis en “absolutamente" es muy engañoso. En todas sus
discusiones sustantivas, Kant empleó una noción de a priori re­
lativa al hecho de que ocurren al menos algunos tipos básicos
de cogniciones, así como una noción de necesidad relativa a
nuestras constituciones cognoscitivas.

31 Para un punto de vista opuesto sobre la cuestión de la necesidad según


Kant, vease Brook (1993).
Nada de esto va a satisfacer a los escépticos que exigen una
certeza absoluta. Quizá Kant sólo intentaba alcanzar una noción
de necesidad relativa a la constitución cognoscitiva humana.
Quizá se dio cuenta de que sus resultados eran ciertos, si lo
eran, sólo relativamente al hecho o los hechos de la cognición,
es decir, las suposiciones que hizo y que tomó prestadas sobre
las tareas cognoscitivas que efectuamos y lo que nos reportan
nuestros órganos sensoriales. Además, incluso si se aceptaran
dichas suposiciones, no está claro cómo Kant podría argumen­
tar infaliblemente a partir de ellas hasta llegar a afirmaciones
sobre las características no empíricas de la cognición. Cuando
estos escépticos dicen que apuntan a la certeza, lo dicen en se­
rio. Así, aunque Kant puede tener un tu quoque efectivo contra
los escépticos moderados, los más radicales tienen una réplica
perfectamente adecuada. Con el objeto de revelar que la cog­
nición de los objetos no depende, más que la percepción, de
mecanismos mentales dudosos, Kant tuvo que comenzar a par­
tir de suposiciones falibles y proceder por medio de inferencias
falibles; de ahí que fracase su argumento antiescéptico.
Cómo ya se mencionó, Kant no tenía mucho interés en com­
batir a los escépticos universales. Su postura acerca de los escép­
ticos que exigen una certeza absoluta es menos clara (Kitcher,
1990, p. 24; Pereboom, 1990, p. 47). No obstante, puesto que la
certeza ha sido rechazada en gran medida como criterio de co­
nocimiento, la cuestión más importante para la epistemología
contemporánea es saber si puede defenderse el uso que Kant
hizo de la psicología, de acuerdo con criterios más razonables
de argumentación filosófica. Surge aquí, en mi opinión, un ar­
gumento más fuerte e interesante. Kant tenía un nuevo modelo
de la situación epistémica. Aunque reconocía que la cognición
requería datos sensoriales, creía que no se trataba simplemente
de recibir datos sensoriales, sino que todos los aspectos de este
complejo proceso requerían aportaciones esenciales de la men­
te. Ahora bien, si Kant tuviera razón, ello sería extremadamente
importante para la epistemología, pues la cuestión de justificar
nuestras pretensiones de conocer no sería solo cosa de rastrear
nuestras creencias hasta la evidencia sensorial, o de determinar
qué logros cognoscitivos presuponen otros, sino de examinar
los procesos involucrados en varios aspectos de la cognición.
En particular, sería necesario considerar si algunas tareas cog­
noscitivas, consideradas normalmente como el fundamento de
otras, empleaban en realidad mecanismos similares a los em­
pleados en las tareas que supuestamente fundamentaban. De
aquí que, una vez que Kant presentó este modelo, resultaba im­
portante investigar su verdad. Sin embargo, es muy difícil ver
cómo se podría hacer esto, excepto si se toma la mejor informa­
ción disponible acerca de las tareas cognoscitivas que podemos
llevar a cabo, así como las mejores pruebas posibles acerca de
los reportes de nuestros sentidos, y se intenta determ inar si son
necesarias algunas características no empíricas y, de ser así,
si esta aportación podía defenderse en alguna forma. Por lo
tanto, lo que legitimaba el método trascendental de Kant era
la misma suposición sustantiva que el método intentaba esta­
blecer. No obstante, Kant no cometía petición de principio,
sino que intentaba, simplemente, plantear lo que él considera­
ba, correctamente, como un tema absolutamente central para
la epistemología.
Aunque en el contexto de la epistemología general el enfoque
trascendental de Kant resultó razonable, existe una dificultad
más, que parece insuperable, con el uso que hizo de la psicolo­
gía. A pesar de que podía derrotar a los escépticos moderados
que cuestionaban nuestro conocimiento de objetos externos o
continuos, su objetivo era mucho más ambicioso. Kant quería
explicar la posibilidad del conocimiento sintético a priori. Así,
en este caso, la prueba trascendental necesitaba establecer no
sólo que la construcción mental que forma parte de la cogni­
ción de los objetos no socava nuestras pretensiones de conocer
objetos, sino que tenía que establecer el status a priori de la pre­
tensión de que existen objetos continuos e independientes.32
Para empezar a entender cómo podía una prueba trascendental
establecer dicho status, necesitamos aclarar prim ero la relación
entre psicología y filosofía.

Aunque “objeto” no se encuentra entre la lista oficial que tenía Kant


de conceptos a priori, es obvio que lo consideraba com o tal. Véase A 104,
B 142 y especialmente A 11-12: “Llamo trascendental todo conocim iento que
se ocupa, no tanto de los objetos, sino de nuestros conceptos a priori de objetos
en general”.
¿Qué papel desempeñan las consideraciones epistemológi­
cas normativas en los argumentos trascendentales de Kant?
Aunque resulte extraño, es más fácil percibir la dimensión nor­
mativa en las discusiones de Hume que en las de Kant, porque
los resultados del primero eran negativos. Las consideraciones
normativas penetran la explicación de Hume de los orígenes
de nuestras creencias en dos lugares cruciales. En prim er lu­
gar, cuando considera nuestras creencias sobre los objetos, por
ejemplo, Hume argumentaba que éstas estaban justificadas sólo
si teníamos una manera satisfactoria de derivar la continuidad y
la existencia independiente a partir de percepciones interrum ­
pidas. Como ya se mencionó con anterioridad, Kant estaba
de acuerdo con la mayoría de los análisis de Hume sobre las
condiciones necesarias que deben quedar cubiertas para que
seamos capaces de tener conocimiento de objetos, de perso­
nas o de relaciones causales. Aunque el escéptico radical tenía
razón al quejarse en un principio sobre el hecho de que este
proceso es falible, descubrir dichas condiciones constituye una
tarea central de la epistemología, así que no debería ponerse
en cuestión en general la práctica de Hume o la de Kant. Si
puede considerarse, en forma razonable, que dichas investiga­
ciones epistemológicas conducen a un conocimiento a priori, es
un asunto sobre el que regresaré más adelante.
Si la prim era indagación sobre las condiciones necesarias
para llevar a cabo la cognición de objetos dejó al descubier­
to características que no derivaban de las impresiones de los
sentidos, había que plantear, entonces, una segunda pregunta
de carácter normativo: ¿eran las aportaciones de la mente de
tal índole que legitimaban o limitaban la creencia resultante?
En los casos de la cognición de objetos, de la causación y de
la identidad personal, Hume llegó a las mismas conclusiones
negativas. Ciertos mecanismos, como el sentimiento de inva-
riancia y la necesidad sentida de la mente al moverse de una
idea a otra, eran demasiado triviales y poco pertinentes para
suscribir las creencias que parecían producir.
El método trascendental de Kant le permitía abordar esta
segunda pregunta normativa desde un ángulo muy diferente y
más fructífero. Para determinar qué actividades constructivas
de la mente eran legítimas, consideró el papel de esa actividad
en la cognición en general. Esto le permitió contestar de mane­
ra efectiva a los escépticos moderados, al atraparlos en incon­
sistencias. El enfoque más amplio de Kant también le permitió
desarrollar un criterio positivo y potencialmente refinable: una
actividad constructiva sería legítima sólo en caso de que la carac­
terística que aportaba fuera una condición necesaria para llevar
a cabo las tareas cognoscitivas más básicas (A 28-29).33 ¿Qué
tareas cognoscitivas eran las más básicas? Kant inició su inves­
tigación a partir de las suposiciones más comunes de su época:
la habilidad para representar era la capacidad mental más bási­
ca;34 la percepción sensorial constituía una fuente esencial de
evidencias para las pretensiones de conocimiento; la habilidad
para reconocer acontecimientos era más básica que la habilidad
para discernir relaciones causales, etc. Sus propias investigacio­
nes cambiaron las posiciones de algunos elementos en la lista
normal y nuevos estudios epistemológicos y psicológicos pudie­
ron proporcionar nuevos refinamientos.
Kant también ofreció dos pruebas negativas para la legiti­
midad de una actividad constructiva: si un mecanismo cog­
noscitivo variaba de un individuo a otro, como sucedía con la
percepción del color, entonces no podría constituir una base sa­
tisfactoria para la cognición, pues las pretensiones que produce
no logran alcanzar la más mínima prueba de validez intersub­
jetiva (B 45). En segundo lugar, si un mecanismo cognoscitivo
conducía a creencias inconsistentes, entonces debería quedar se­
ñalado como una fuente de ilusión (A 424/B 452). Sin embargo,
estos hitos negativos eran sólo pruebas convenientes para eli­
minar pretendientes. El trabajo serio de legitimar una actividad
constructiva vino a mostrar que esta última era indispensable

31 Kant expresó esto alguna vez diciendo que la aportación era “objetiva­
mente válida':

Las condiciones a priori de la experiencia posible en general son, a la vez,


condiciones de posibilidad de los objetos de experiencia... las categorías
son conceptos básicos para pensar objetos en general en relación con los
fenóm enos y poseen validez objetiva a priori. ( A l l í )

34 Por ejemplo, la presentación sistemática de Leibniz que hace W olff ca­


racteriza la vis representiva (poder de representación) com o la fuerza más básica
del alma. Para un tratamiento más amplio, véase Kitcher, 1990, p. 67.
para las tareas cognoscitivas básicas. No obstante, ¿ofrece este
criterio una prueba apropiada de legitimidad? A pesar de toda
la confusión y controversia sobre su método trascendental, el
señalamiento de Kant era simple y directo: cognoscitivamen­
te no podemos hacer nada mejor que emplear, por ejemplo, la
regla (o reglas) no asociativa de combinar la información senso­
rial que nos perm ita alcanzar perceptos estables de los objetos
y hacer juicios sobre los objetos, porque, de no usar dichas re­
glas, no tendríamos entonces vida cognoscitiva de ningún tipo.
Esas reglas son legítimas porque son indispensables. Así como
para los que se dedican a la ética no tiene sentido afirm ar que
la gente está obligada a hacer algo que no puede hacer o que no
puede hacer sin renunciar a ser un agente moral, tampoco tiene
sentido para los epistemólogos pedir a la gente que renuncie a
esas actividades constructivas (si de hecho pudieran renunciar
a ellas), sin las cuales no serían agentes epistémicos.
De aquí que tanto la defensa que Kant hace de la apriorici-
dad de ciertas afirmaciones como su giro trascendental en la
epistemología, se mantengan en pie o se derrum ben junto con
sus argumentos de que ciertos elementos no empíricos parti­
culares deben ser aportados por la mente para que las tareas
cognoscitivas básicas sean posibles. Otros intérpretes han evita­
do esta lectura directa, ya sea porque creen que no es asunto de
los filósofos reflexionar sobre los mecanismos mentales (Stra-
wson, 1966, p. 88; Rorty, 1970, p. 240-243), o bien porque creen
que es muy poco probable que existan mecanismos indispen­
sables para la cognición humana (Korner, 1969, pp. 233 ss.), o
por ambas razones. Sin embargo, en los escritos psicológicos
actuales, los autores están de acuerdo, por lo general, en que
la mente hace aportaciones considerables a la percepción y a
la creencia (por ejemplo, Spelke, 1988, p. 172; Goldman, 1986,
p. 187), aunque, a un nivel convenientemente abstracto (respec­
to de los mecanismos físicos particulares) de descripción, siga
abierta la cuestión de si alguna de estas aportaciones resulta
esencial (Marr, 1982, pp. 17, 23, 27).35

35 Ya he argumentado en otras obras (Kitcher, 1990, capítulo 8 ) que las


relaciones de apoyo entre la psicología cognoscitiva contemporánea y la epis­
temología kantiana son recíprocas: las tendencias contemporáneas en la psi-
La misma prueba trascendental que establece la indispen­
sabilidad, provee los fundamentos “por medio de los cuales
sabemos que determinadas representaciones (intuiciones y con­
ceptos) son posibles o son empleadas puram ente a priori y cómo
lo son” (A 56/B 80-81). Esto se debe a que la prueba revela
(1) que estas reglas no asociativas no se derivan de los datos
sensoriales en sí y (2) que serán operativas en todas las cogni­
ciones posibles en el futuro. La opinión de que existen objetos
independientes y continuos será una característica universal de
la cognición humana. Por esta razón, esta opinión será cognos­
cible "a priori” en el sentido especial en que Kant emplea esa
expresión; puesto que conlleva representaciones que no se de­
rivan de los datos sensoriales, es verdad en todos los mundos
en los que podamos ocuparnos en la tarea cognoscitiva básica
de juzgar (y por tanto necesaria),36 y queda establecida por una
prueba trascendental.
Para terminar, voy a ocuparme de la objeción obvia de que
independientemente de cómo definía Kant el “conocimiento
a priori", ésta no es, en absoluto, una forma de establecer el
conocimiento a priori. Sin tratar de hacer plena justicia al gran
tema de la aprioricidad, creo que la objeción puede ser refutada.
Para la mayoría de los filósofos y para Kant, el conocimiento a
priori está ligado a cinco criterios diferentes:37
(1) Los juicios a priori son necesarios y universales.
(2) Los casos paradigmáticos de juicios manifiestamente a priori
son la lógica y las matemáticas.

cología hacen que la imagen kantiana parezca más convincente; los análisis de
Kant de los requisitos para la cognición pueden dar dirección a los trabajos
contem poráneos.
36 Sin llegar a profundizar en este complejo tema, señalaré que Kant te­
nía una concepción idealista muy refinada de la verdad. Véase A 5 8 /B 8 3 ,
A 191 /B 236, A 6 4 7 /B 675.
37 Chisholm (1966, pp. 73, 75) se refiere a la necesidad e independencia de
percepciones particulares; Putnam (1979, pp. 8 6 , 94, 108) lo hace a la necesi­
dad, at carácter paradigmático de la lógica y las matemáticas, y a la infalibilidad.
Otras dos características del a priori que se mencionan con frecuencia son la
analiticidad (Ayer, 1946, p. 16) y la autoevidencia. Sin embargo, este último
criterio ha caído en desuso (Kornblith, 1987, p. 11) y la mayoría de los filósofos
están conscientes de que se debe presentar el caso para la coextensividad de
“a priori” y “analítico” recurriendo a criterios menos controvertidos.
(3) Los juicios apriori son establecidos independientemente de
la experiencia sensorial.
(4) Los juicios a priori no se pueden corregir.
(5) Los juicios a priori son ciertos o infalibles.
Aunque algunos filósofos podrían no estar totalmente de
acuerdo con la forma en que Kant elaboró el concepto de “nece­
sidad”, éste invocó la prim era característica normal de la noción
de aprioricidad. Además, considerando sus opiniones sobre la
relación entre las formas de intuición y las matemáticas, así
como entre las categorías y las formas lógicas de los juicios, es­
peraba descubrir algo como que las leyes de las matemáticas y
la lógica fueran a priori.
Pero, ¿qué sucedía con el tercero, el cuarto y el quinto cri­
terio? De acuerdo con mi lectura, la forma en que Kant llegó
al tercer requisito puede parecer casi perversa, pues recurrió
a lo que se conocía sobre los materiales que proporcionaban
los sentidos —es decir, a teorías empíricas, si bien ampliamente
aceptadas—con el objeto de argumentar que algunas caracterís­
ticas de las representaciones eran completamente independien­
tes de la experiencia sensorial (B 2-3). En este punto, es crucial
distinguir entre las pruebas trascendentales de Kant y las tesis
que ellas intentaban establecer como tesis a priori. Para la inter­
minable frustración de sus intérpretes (por ejemplo, Bennett,
1966, pp. 16 ss.), Kant no expresó casi nada sobre el status de
las proposiciones empleadas en sus argumentos trascendenta­
les. En tanto que la deducción de las categorías se considerara
como una deducción lógica, la respuesta a esta pregunta pa­
recía forzada: las proposiciones sintéticas a priori sólo podían
ser deducidas a partir de proposiciones con el mismo status.
Sin embargo, ahora tenemos claro que el modelo de Kant no
era la deducción lógica, sino algo muy diferente: la deducción
jurídica. Por esta razón, la cuestión de si las proposiciones em­
pleadas en establecer una pretensión de aprioricidad deben ser
ellas mismas a priori tiene que ser discutida.38
Aun así, con el criterio de la independencia respecto de la ex­
periencia sensorial, puede parecer fácil defender el caso, pues

38 En este párrafo, amplío la intelección de Putnam, 1979, que exploro


más adelante, en las pp. 460-461.
¿cómo podría conocerse la conclusión de forma completamente
independiente de la experiencia sensorial, si las premisas de las
que se deriva están basadas en la experiencia? Como ya apunté
con anterioridad, ninguna interpretación razonable puede leer
a Kant como si afirmara que los juicios a priori se establecen
de forma completamente independiente de toda experiencia
(supra, p. 452). De acuerdo con Kant, la vida cognoscitiva no
puede empezar sin la experiencia; así, el problema interpreta­
tivo consiste en resolver cuál es la noción de “independiente
de la experiencia” que opera en las discusiones reales. Una su­
gerencia es que el conocimiento a priori podría ser adquirido
independientemente de cuáles sean las experiencias sensoriales
particulares que se tienen, con tal que éstas sean suficientes para
que el cognoscente obtenga los conceptos pertinentes (Kitcher,
1980, pp. 5-6; Pereboom, 1990, pp. 41, 45-46). Sin embargo,
esta lectura no toma en consideración el objetivo planteado por
Kant de descubrir las “adiciones” a la cognición hechas por la
sensibilidad y el entendimiento (A 1 -2 /B 1 -2 , véase también
A 22/B 36, A 65-66/B 90-91).
Si se lee con atención la declaración inicial de este objetivo,
se descubre la verdadera postura de Kant:
podría ocurrir que nuestro mismo conocimiento empírico fuera
una composición de lo que recibimos mediante las impresiones
y d e lo que nuestra propia facultad d e conocer produce (simple­
mente motivada por las impresiones) a p a rtir de n misma. En tal
supuesto, no distinguiríamos esta adición [Zusolz] respecto de di­
cha materia fundamental hasta tanto q u e un prolongado ejercicio
nos hubiese h e c h o fijar en ella y nos hubiese adiestrado para sepa­
rarla. Consiguientemente, al menos una de las cuestiones que se
hayan más necesitadas de un detenido examen y que no pueden
despacharse de un plumazo es la de saber si existe de esta fo rm a [der-
gleichen] conocimiento independiente de la experiencia e, incluso,
de las impresiones de los sentidos. T al conocimiento se llama a
prio ri y se distingue del empírico, que tiene sus fuentes aposteriori,
es decir, en la experiencia. (B 1 -2 , traducción modificada, enfásis
míos)

El “de esta forma" subrayado indica claramente que lo que Kant


quería decir con “independiente de la experiencia” era que al­
guna característica de la cognición o de Jas representaciones
se derivaba de la propia actividad constructiva de la mente.
Esta lectura se confirma además por el contraste subsecuen­
te con el conocimiento a posteriori, que tiene su origen en la
experiencia [sensorial], ¿Qué otra cosa quiso decir Kant si no
que el conocimiento a priori era independiente de la experien­
cia en el sentido de que tiene su origen en nuestras facultades
mentales? Por esta razón, lo que él consideraba como “com­
pletamente independiente” de la experiencia sensorial no era
la prueba trascendental, sino la característica de las representa­
ciones anotada en la conclusión de esta prueba. Y realmente eso
sería completamente independiente de la experiencia sensorial,
pues eso es justo lo que supuestamente las pruebas trascen­
dentales muestran —que la característica no se derivaba de los
sentidos.
Un crítico todavía puede objetar que, aunque esto sea lo que
Kant quería decir por “a priori”, la noción m oderna incluye la
idea de que dichos juicios son establecidos de alguna mane­
ra que, en sí misma, es independiente de la experiencia. Hay,
sin embargo, dos claras respuestas a esta cuestión. La prim era
es que la noción filosófica de aprioricidad se deriva, en gran
medida, de la obra de Kant. Por ello, hay razones para creer
que la inclusión de esta característica en las discusiones actua­
les simplemente refleja una lectura inadecuada, plausible y muy
extendida, de Kant.39 Además, como sucede en el caso del libre
albedrío, el problema del “¿t priori" consiste en encontrar un
sentido interesante en el que podría haber un conocimiento a
priori. Y a pesar de que esto de alguna manera puede depender
del gusto, parece que Kant ofreció un candidato creíble.
Se puede emplear exactamente la misma estrategia para tra­
tar la cuarta propiedad, es decir, la no revisabilidad: distinguir
el status del juicio respecto del del argumento empleado pa­
ra demostrarlo. Hace algunos años, Hilary Putnam señaló que
las proposiciones empleadas para establecer una tesis de aprio­
ricidad no necesitan ser infalibles. Su argumento fue que la

39 Quizá sería más exacto decir que interpretar la aprioricidad kantiana en


el sentido de que comprende un proceso que es él mismo independiente de
la experiencia refleja una mirad del pensamiento de Kant: la opinión que este
status puede establecerse por medio de pruebas matemáticas. En cambio, mi
interpretación hace hincapié en el m élodo de la prueba trascendental.
metateoría empleada en la prueba (en este caso, la teoría de la
racionalidad) podía ser falible sin afectar el status a priori de la
tesis en cuestión (1979, pp. 108-109).
El razonamiento de Putnam se aplica igualmente bien a las
pruebas trascendentales de Kant. El prim er punto que hay que
resaltar con respecto a la explicación anterior, es que Kant te­
nía dos metateorías: la epistemología y la psicología. Así que
la dificultad no se circunscribe a la psicología. Kant puede ha­
ber creído que sus empeños epistemológicos (y quizá algunos
de los de Hume) eran no revisables, ciertos e infalibles, pe­
ro no tenía argumentos para sostenerlo. Sin embargo, hay que
observar que incluso si las afirmaciones epistemológicas y psico­
lógicas empleadas en su prueba trascendental no se conocieran
independientemente de la experiencia, ni fueran no revisables,
ni infalibles, sino simplemente verdaderas, entonces el juicio
en cuestión —hay objetos continuos e independientes—sería no
revisable a la vez que universal, necesario y no derivado de la ex­
periencia sensorial. Pues si el argumento trascendental de Kant
era correcto, entonces las síntesis no empíricas que producen
las creencias sobre objetos independientes operarían siempre y
cuando el agente fuera capaz de juicios sobre objetos; si, como
Kant creía, las mismas síntesis se contienen en el juicio y en la
percepción (B 105), entonces estarían en operación en la medi­
da en que el agente fuera capaz de percibir. Así pues, las únicas
circunstancias en las que habría que renunciar a esta proposi-
cion serían que el agente fuera incapaz de llevar a cabo tareas
cognoscitivas básicas.40 Por lo tanto, relativamenete a la suposi­
ción de que las criaturas con nuestras capacidades cognoscitivas
son capaces de cognición básica, la tesis es no revisable.
Resulta obvio que no se puede aplicar la misma estrategia al
quinto criterio, el de la certeza. Si las afirmaciones empleadas
en los argumentos trascendentales de Kant no son ciertas, si­

40 Como Putnam argumenta en otro artículo (1978, p. 98), resulta poco


razonable dar lo que él llama una “interpretación conductista” al criterio de
irrevisabilidad propuesto por Quine. Es decir, no es probable que Quine [o
quien sea] afirmara que una tesis era no revisable sólo si se tratara de un puro
hecho conductista propio de nosotros al cual nunca renunciaríamos. Como
señala Putnam, la interpretación más caritativa es que una tesis no revisable
es una tesis a la que no renunciaríamos de manera racional.
no falibles, luego entonces ese status debe trasmitirse a las tesis
establecidas por ellos. Si los críticos del conocimiento a priori
insisten en la certeza como criterio, se termina el debate. Pero
vencer así sería demasiado fácil, ya que en la filosofía aceptar la
falibilidad es casi universal. Incluso los que creen en la verdad
analítica no tienen pretensiones con respecto a la infalibilidad
de sus análisis conceptuales (Strawson y Grice, 1956), así que
no parece razonable hacer que el rechazo del a priori sea una
consecuencia directa ele la falibilidad, en particular después de
la demostración de Putnam (1979, p. 136) de que lo que deno­
minó “un falibilismo modesto y sano” es consistente con otras
características normales de la aprioricidad.
Es necesario decir mucho más sobre las discusiones de Kant
en torno a la construcción cognoscitiva y sobre las lecciones
que sacó de ellas. Sin embargo, creo que hasta aquí he ofrecido
cuatro respuestas parciales a la importante pregunta de Kuno
Fischer.
En prim er lugar, el uso que Kant hizo del material psicológi­
co era esencial y justificado. Sin suposiciones sobre las tareas
cognoscitivas que efectuamos y sobre la información propor­
cionada por los sentidos, su epistemología no se habría puesto
en marcha. Literalmente, Kant no podría empezar a esforzarse
por descubrir las características no empíricas, pero necesarias,
de diversas tareas cognoscitivas.
En segundo lugar, la epistemología trascendental no era sim­
plemente psicología. Contenía esencialmente cuestiones episte­
mológicas normativas. Kant se ocupaba, en particular, de las
condiciones bajo las cuales ciertas pretensiones de conocimien­
to controvertidas serían legítimas, y se preocupaba p o r legitimar
algunas de las actividades constructivas que subyacían en la cog­
nición.
En tercer lugar, a pesar de que han pasado casi doscientos
años de quejas que indican lo contrario (provocadas, en parte,
por sus exageradas pretensiones de certeza), el uso que Kant
hizo de la psicología fue el adecuado para establecer la posibili­
dad del conocimiento a priori. Investigar las capacidades básicas
requeridas para el conocimiento constituye un método plausi­
ble para establecer que algunas pretensions pueden tener un
status epistémico poco usual. Específicamente, sería un méto­
do razonable para mostrar que algunas afirmaciones son no
revisables, estrictamente universales y verdaderas en cualquier
mundo que podamos conocer, pues están vinculadas, en for­
ma directa, a las estructuras cognoscitivas que hacen posible el
conocimiento.
En cuarto lugar, Kant empleó a la psicología con mucha mo­
deración. No ofreció hipótesis psicológicas sobre mecanismos
particulares (Kitcher, 1990, pp. 13-14) y las únicas suposiciones
que tomó prestadas de la psicología fueron las que necesitó pa­
ra probar su hipótesis sobre la importancia de las aportaciones
de la mente a la cognición. Además, esas suposiciones tenían
gran aceptación en esa época y la psicología contemporánea
todavía las considera como verdaderas.41
A hora sabemos mucho más que Kant sobre las estructuras
que hacen posible la cognición. En la sección final, recurriré
tanto a su ejemplo como a su modelo epistémico para ilumi­
nar las controversias actuales sobre el uso de las suposiciones
psicológicas en la epistemología naturalizada.

V
No es pequeña ironía que se tenga que recurrir a Kant para
apoyar las afirmaciones de la epistemología naturalizada. El
argumento original de Quine (1969, p. 19-21) para la naturali­
zación se basaba en su rechazo de la posibilidad de una filosofía
apriori. Además, para Quine, naturalizar significaba renunciar
al proyecto normativo de la epistemología (1969, pp. 23-24).42
Y en la historia de la filosofía resulta difícil pensar en alguien
más consagrado a la aprioricidad y a la normatividad en la epis­
temología que Kant. No obstante, la epistemología naturalizada
es como una casa con muchas moradas y pocos seguidores de
Quine han querido seguir los pasos de éste en el abandono de
la normatividad. De hecho, una de las cuestiones centrales del

41 Por ejemplo, tanto los empiristas (Hume, 1739, p. 252), com o los racio­
nalistas (Leibniz, 1704, p. 54) creían que la información en la retina cambiaba
constantemente. En Marr, 1982, se encuentra una formulación de una opinión
similar y actual.
42 Véase también Kornblith, 1987, p. 4.
movimiento ha sido la de encontrar la forma de reconciliar los
intereses naturalistas con los normativos.
De manera más general, debates recientes sobre la naturaliza­
ción de la epistemología se han concentrado en tres cuestiones
claves (Kornblith 1987, pp. 1-11):
1. ¿Puede un enfoque psicológico contribuir a la solución de
problemas filosóficos tradicionales?
2. ¿Es posible combinar exitosamente las tesis normativas
con las naturales en una teoría epistemológica?
3. ¿Debe la epistemología involucrarse con la psicología, o
constituye la naturalización de la epistemología sólo un
enfoque?
En la actualidad, quienes abogan por vincular la epistemolo­
gía a la psicología han ofrecido respuestas positivas a estas tres
preguntas. Sin embargo, resulta bastante sorprendente que la
obra de Kant pueda fortalecer de m anera significativa esta posi­
ción. Considerando a Alvin Goldman y a Quine como represen­
tantes de este movimiento contemporáneo, mostraré cómo las
consideraciones kantianas pueden reforzar algunos de sus ar­
gumentos en favor de la epistemología naturalizada, así como
complementar otros, mientras que al mismo tiempo propor­
cionan un marco general para toda el debate. Aunque Quine
rechazaría una alianza de este tipo, Goldman se muestra feliz
de reconocer en Kant a un precursor (1986, pp. 227, 228).
He presentado estos temas en orden de dificultad creciente
y comenzaré aquí con la cuestión más fácil sobre la capacidad
potencial de la psicología para ayudar a resolver problemas fi­
losóficos tradicionales. En Epistemology and Cognition (1986),
Goldman argumenta que la psicología puede contribuir signifi­
cativamente en la batalla contra el escepticismo. La psicología
puede aplacar los ataques de los escépticos al revelar que un me­
canismo como la percepción es altamente confiable. Un escépti­
co puede dudar sobre la veracidad de la percepción, relatando
las ilusiones perceptuales conocidas o advirtiendo la posibili­
dad de las alucinaciones o de las confusiones entre los estados
de sueño y de vigilia. El paso siguiente es sugerir que puesto que
los sentidos pueden engañar en ocasiones, no se puede confiar
en ellos. Como observa Goldman, la psicología puede debilitar
la fuerza de dichos argumentos, al explicar cómo se constru­
ye el sistema perceptual, de tal forma que normalmente extrae
información exacta, y también al explicar por qué fracasa en
circunstancias especiales. Es decir, la psicología puede dar tes­
timonio de la confiabilidad general de la percepción, al mismo
tiempo que reconoce su falibilidad, reduciendo así el problema
a la cuestión de si la infalibilidad o la simple confiabilidad es
suficiente para la justificación (Goldman, 1986, pp. 191-196).
Como hemos visto, Kant empleó consideraciones psicológi­
cas para abordar dos problemas tradicionales de la epistemolo­
gía, el escepticismo y la aprioricidad. Al igual que Goldman, no
pudo hacer nada con los escépticos universales o con los escép­
ticos que exigían certeza, salvo rehusarse a seguirles el juego.
Sin embargo, Kant tenía un método capaz de generar contraar­
gumentos contra determinadas tesis escépticas: m ostrar que la
actividad constructiva que lleva a los escépticos a dudar de un
logro particular también se requiere (o se requiere también algo
muy parecido) para tareas que ellos aceptan como paradigmas
de cognición exitosa. Resulta incluso más sorprendente que
Kant haya recurrido a hechos ampliamente reconocidos relati­
vos a la percepción y la asociación para establecer la posibilidad
del conocimiento a priori.
La objeción de que las consideraciones naturales y norm a­
tivas no pueden combinarse en la epistemología puede expre­
sarse en tres versiones gradualmente más complicadas: dichas
teorías no serán normativas; o, de serlo, lo serán en virtud de
que cometen la falacia del psicologismo; o, si éste se evita, en­
tonces la porción psicológica no hará una contribución esencial
a la epistemología. Me ocuparé al mismo tiempo de las dos pri­
meras formas de la objeción y después consideraré la tercera
con más detalle.
El ejemplo de Kant establece que una teoría puede incluir
esencialmente a la psicología y ser pese a ello normativa. Ade­
más, es obvio que Kant evitó la falacia naturalista. No creía que
el hecho de que una actividad constructiva se lleve a cabo sig­
nifique que sea una base legítima para el conocimiento.43 Para

4S Véase la nota 17.


alcanzar ese status, la actividad debe ser necesaria para las ta­
reas cognoscitivas más básicas o reivindicarse por referencia a
tareas cognoscitivas básicas como la percepción.
La tercera versión de la objeción norm ativo/natural plantea
el desafío más difícil para la epistemología naturalizada, pues
al intentar defender el carácter normativo de la teoría, resulta
tentador recurrir a sus elementos puram ente filosóficos. Así,
por ejemplo, Goldman propone una división del trabajo entre
la filosofía y la psicología. La psicología descubre los mecanis­
mos entrañados en diversos logros cognitivos, mientras que la
filosofía, empleando su propios criterios de confiabilidad, deci­
de sí dichos mecanismos constituyen una base adecuada para el
conocimiento (Goldman, 1978, pp. 226-27). De aquí que surja
la sospecha de que la psicología puede resultar central para una
teoría epistemológica, pero de todas formas no participar en lo
que se denomina “epistemología esencial”, es decir, el estable­
cimiento de normas de justificación.41
En ciertos lugares, mi propia presentación del método de
Kant puede sugerir que existe una división del trabajo igual­
mente dispareja. La psicología nos informa sobre las tareas que
se pueden realizar y la información sensorial disponible; la filo­
sofía, entonces, ofrece la dimensión normativa, al determ inar
las condiciones que deben cumplirse para que ciertas preten­
siones de conocimiento sean posibles y al legitimar las aporta­
ciones de las construcciones cognoscitivas. Sin embargo, esta
impresión está equivocada, pues la intelección epistemológica
más profunda de Kant surgió directamente de la psicología: to­
dos los logros cognoscitivos son resultado, en parte, de los datos
que recibimos, y en parte de nuestras propias actividades cons­
tructivas. Darse cuenta de esto llevó a Kant a proponer cambios
importantes en los proyectos de justificación de la epistemolo­
gía. De ahí en adelante, los epistemólogos tienen que investigar
si alguna de las actividades constructivas de la mente son tan
esenciales para la cognición como para que sus aportaciones

44 En “Epistemic Folkways and Scientific Epistemology” (1992), Goldman


sugiere Ja forma en que la psicología puede contribuir al establecimiento de
normas justificativas. Al refinar las maneras en que los procesos cognoscitivos
se individulizan, la psicología nos permite alcanzar una medida más sofisticada
de la confiabilidad de varios procesos.
a las representaciones de objetos penetraran todos los aspec­
tos de la vida cognoscitiva. Anteriormente, la cuestión central
en torno a la justificación era cómo las representaciones po­
drían conformarse a los objetos; ahora era necesario considerar
cómo las cogniciones de objetos [podrían] inevitablemente con­
formarse a las actividades constructivas que hacen posibles las
representaciones, y a la vez reflejarlas. Esto se debe a que, si una
construcción mental es esencial, así sea para la cognición más
básica de objetos, entonces las únicas comparaciones significa­
tivas serían entre representaciones sofisticadas y teóricas de los
objetos y representaciones más básicas —aunque construidas.
Además, dado que toda cognición conlleva algo de construc­
ción, entonces quedaría disponible una nueva ruta para el des­
cubrimiento de afirmaciones que son universales y necesarias
para criaturas con nuestras capacidades cognitivas: no hay que
dirigirse ni a la experiencia, que es incapaz de ofrecer necesidad
o verdadera universalidad, ni a la deducción de conceptos, que
no puede probar nada sobre el mundo que percibimos con nues­
tros sentidos, sino a las condiciones necesarias para la cognición
misma. Kant puede haber sido culpable de excesos retóricos al
com parar la situación en la epistemología con la revolución co-
pernicana, pero sus investigaciones sobre las actividades cons­
tructivas de la mente sí representaron cambios fundamentales
en el proyecto de la epistemología. De aquí que la filosofía tras­
cendental proporcione un ejemplo claro e impresionante de la
influencia de la psicología sobre la epistemología esencial.
Concluiré el ensayo considerando el tema más tendencioso
en la epistemología naturalizada: ¿debe la epistemología adop­
tar el giro —o, como sugiere Goldman (1986, p. 6), el regreso—*
naturalista a la psicología? Como ya sé observó, el argumen­
to original para la naturalización surgió del rechazo de Quine
de la posibilidad de la filosofía a priori. Si no existe una filo­
sofía primera, si no existe un método para alcanzar verdades
necesarias, entonces, argumentó Quine, la epistemología po­
dría seguir siendo una disciplina respetable sólo convirtiéndose
en una ram a de la psicología (1969, pp. 23-24). Aunque su

Juego de palabras entre “turn” (= giro), y “return" { - regreso). [iV. de los


TT.]
opinión ha atraído a muchos seguidores, un gran número de
epistemólogos rechazan los ataques de Quine a la analiticidad,
la aprioricidad y /o la normatividad y, por tanto, declinan su
invitación a unirse a la psicología.
Más allá de que favoreció la normatividad y la aprioricidad,
Kant basó su epistemología en lo que Quine estigmatiza como
un “mentalismo acrítico” (Quine, 1969, p. 22). Es decir, como
ya lo he mencionado, la noción de Kant de lo a priori, así como
la importancia de ésta para la epistemología, refleja su opinión
sobre las aportaciones de las facultades mentales a la cognición.
Sin embargo, Quine difícilmente encontraría un más poderoso
campeón para un matrimonio entre la epistemología y la psi­
cología, pues si, como se observó, el modelo de Kant sobre la
condición epistémica humana es correcto, entonces la epistemo­
logía tiene que comprender a la psicología. Si incluso los actos
más básicos de cognición requieren una construcción mental,
entonces la psicología cambia el program a de la epistemología
y proporciona información esencial para la determinación de
las aportaciones de la mente al conocimiento.
Supongamos ahora que Kant está equivocado y los empi-
ristas están en lo correcto. La mente no crea activamente la
cognición, sino que refleja más o menos el input sensorial. La
epistemología recibiría todavía una influencia importante de
la psicología —poique ésta desempeñaría un papel central en la
determinación del caracter meramente reflejante de los estados
mentales. Al plantear la cuestión de las posibles aportaciones
de la mente a la cognición, Kant aclaró en gran medida el papel
de las suposiciones psicológicas en la epistemología, pues una
vez que se plantea la cuestión, queda claro que el enfoque “no
psicológico” también presupone una premisa psicológica: “las
estructuras mentales no influyen mayormente en las represen­
taciones de objetos en un nivel básico”. De aquí que la filosofía
trascendental introdujera un marco para la epistemología que
revela que, en cierto nivel, toda epistemología tiene que hacer
suposiciones psicológicas.
Si inevitablemente la epistemología hace suposiciones sobre
la influencia relativa de las estructuras mentales sobre la cogni­
ción, entonces debería aprovechar la mejor información actual.
En años recientes, la psicología se ha alejado de la posición
empirista extrema del conducdsmo y ha adoptado un enfoque
computacional que pone un énfasis mucho mayor en los pro­
cesos mentales. Aunque no es unánime, el consenso general es
que las aportaciones de la mente a la percepción y la creencia
son mucho más importantes que lo que reconocían los conduc-
tistas. En estas circunstancias, Kant argumentaría que es muy
importante examinar dichas aportaciones. Una razón por la que
los epistemólogos se han interesado de nuevo en la psicología
es que en la actualidad la psicología cognitiva promete expli­
car los procesos subyacentes en la cognición. Sin embargo, la
línea kantiana es mucho más fuerte: no sólo resulta interesante
conocer cómo sucede la cognición, sino que tenemos que en­
tender cómo sucede para cumplir el proyecto justificativo de la
epistemología. Pues si la mente activamente crea percepciones
y creencias, entonces determinar que nuestras creencias están
bien fundadas tiene que ser cosa de com parar representacio­
nes complejas con representaciones más básicas. Y mientras no
comprendamos cómo se construyen las diferentes representa­
ciones, no estará claro qué representaciones son las más básicas
—o siquiera qué criterio debería emplearse para distinguir y de­
term inar la complejidad relativa de una representación.45
Aunque los escrúpulos conductistas de Quine no le permi­
tirían tomarlos como aliados, la epistemología kantiana y la
psicología cognitiva constituyen juntas una defensa formida­
ble de la naturalización de la epistemología. Después de Kant,
queda claro que las suposiciones psicológicas son críticamente
importantes para determinar la dirección de la epistemología.
Pero dadas las concepciones actuales en la psicología, la direc­
ción de la epistemología debería consisdr en un regreso a sus
raíces, como una disciplina profundamente informada por la
psicología.46

45 Según Kant, el nivel más básico de representación sólo comprendería


construcciones mentales requeridas absolutamente para toda representación
(o la aproximación más cercana a este estado).
Agradezco los muy útiles comentarios de Henry Allison, Lorne Fal-
kenstein, Alvin Goldman, Philip Kitcher y Derk Pereboom sobre los primeros
borradores. Lo que pienso sobre estos temas se aclaró mucho durante discu­
siones sostenidas en A m ona, Colorado, Iowa State, Stanford y Washington.
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dental Argument” en Stern (ed.), TAPPP. (Comentario de Mark
Sacks.)
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(ed.), TAPPP. (Comentario de Christopher Hookway.)
V o g e l , J o n a t h a n , “A Kantian Argument Reconstructed?” en Stern
(ed.), TAPPP. (Comentario de Davil Bell.)
W a i.k e r, R a lp h , “Induction and Transcendental Argument” en Stern
(ed.), TAPPP. (Comentario de Graham Bird.)
ÍNDICE GENERAL

Agradecimientos
I s a b e l C a b r e r a : Argumentos trascendentales. O Cómo
no perderse en un laberinto de modalidades

I. LA UNICIDAD DEL ESQUEMA CONCEPTUAL


Steph a n K ó rn er: La imposibilidad de las deducciones
trascendentales
E va S c h a p e r : ¿Son imposibles las deducciones trascen­
dentales?
D o n a l d D a v id s o n : De la idea misma de un esquema con­
ceptual
R o d e r i c k C h i s h o l m : ¿Qué es un argumento trascenden­
tal?

II. VERIFICACIONISMO Y CREENCIAS


INDISPENSABLES
B a rry St r o u d : Argumentos trascendentales
P eter H acker: ¿Son los argumentos trascendentales una
versión del veriíicacionismo?
P e t e r F. S t r a w s o n : Escepticismo, naturalismo y argu­
mentos trascendentales

III. POSIBILIDAD Y ANÁLISIS CONCEPTUAL


M anfred B a u m : Pruebas trascendentales en la Crítica de
la razón pura
J onathan B e n n e t i: Argumentos trascendentales analí­
ticos
R a lph C. S. W a l k e r : Argumentos trascendentales y es­
cepticismo

IV. IDEALISMO TRASCENDENTAL: FENÓMENOS Y


COSAS EN SÍ
R ic h a r d A q u il a : D os clases de argumentos trascenden­
tales en Kant 255
J aakko H in t ik k a : La paradoja del conocimiento tras­
cendental 283

V. EXPERIENCIA INTERNA, OBJETOS EXTERNOS Y


RELACIONES TEMPORALES
A n th on y B rueckner: Argumentos trascendentales I 303
A n t h o n y B r u e c k n e r : Argumentos trascendentales II 333
P a u l G u y e r : Epílogo a Kant y las pretensiones de conoci­
miento 371

VI. CONDICIONES NORMATIVAS Y PSICOLÓGICAS


D ie t e r H e n r i c h : La noción kantiana de deducción y los
antecedentes metodológicos de la prim era Crítica 395
P e t e r F. S t r a w s o n : Sensibilidad y entendimientos. Co­
mentarios a Henrich 417
P a t r i c i a K i t c h e r : Echando otra ojeada a la epistemo­
logía de Kant: escepticismo, aprioridady psicologis-
mo 425

Bibliografía especializada 475


Indice general 493
Argumentos trascendentales se terminó
de imprimir el 10 de septiembre de
1999 en los talleres de Impresiones in­
tegrales del sur (Calle Amatl no. 20,
Col. Santo Domingo, Coyoacán), en pa­
pel cultural de 90 gramos. La edición
estuvo al cuidado de Am onio Zirión.
Et tiraje consta de 500 ejemplares.

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