La Calle de La Guardia Prusiana (Pere Gimferrer)

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En la cubierta, La bella Rosine (1847), de Antoine Wiertz.

Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 1

PERE GIMFERRER

LA CALLE DE LA
GUARDIA PRUSIANA

EDICIONES DEL BRONCE

COLECCIÓN
CUADERNOS DEL BRONCE

PRIMERA EDICIÓN: MARZO DEL 2001


PROYECTO GRÁFICO: COLUMNA COMUNICACIÓ, S.A.
© PERE GIMFERRER, 2001

EDICIONES DEL BRONCE, 2001

ISBN: 84-8453-043-4
DEPÓSITO LEGAL: B. 3.629-2001
IMPRESIÓN: HUROPE, S.L.
CALLE LIMA, 3 BIS - 08030 BARCELONA

© EDITORIAL PLANETA, S.A., 2001


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LA CALLE DE LA GUARDIA PRUSIANA


PERE GIMFERRER
EDITORIAL PLANETA, S.A., 2001, BARCELONA
EDICIONES DEL BRONCE
ISBN: 84-8453-043-4
91 páginas

En el verano de 1969, mientras cumplía el servicio militar, Pere Gimferrer


escribió esta breve novela erótica, a medio camino entre la narrativa y la poesía.
De un cuaderno de hule negro, que aún conserva, rescatamos estas páginas,
hasta ahora inéditas.
Como en un juego de seducción, al que el autor ya nos tiene acostumbrados,
los personajes nos presentan su naturaleza mostrando, y escondiendo a la vez,
sus deseos, sus sueños, sus debilidades y sus fantasías más transgresoras. Los
recuerdos, incluso «la memoria de lo no vivido», participan en la construcción de
una trama en la que la imposibilidad del amor se presenta como el último
sentimiento verdadero. A través de unas imágenes que por deslumbrantes en su
belleza nos confunden, podemos ir desvelando la esencia de unas reflexiones que,
en su universalidad y carga nostálgica, nos obligan a cuestionarnos con el autor
si este libro lo publica el escritor joven que era entonces o el que es hoy.

«...sorprende por el finísimo entramado del tejido narrativo, expresivo. Hay


una sensibilización continua del cuento, diríamos, una red estremecida, una
malla sutil que vibra con gran unidad en el fino análisis lírico de lo que narra»
(VICENTE ALEIXANDRE).
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PERE GIMFERRER
(Barcelona, 1945) es escritor,
ensayista y traductor. Dentro de
su obra poética destacan Arde el
mar (1966), La muerte en Beverly
Hills (1968), El espacio desierto (L'
espai desert, 1977), El vendaval
(1989), La luz (La llum, 1991) y
Mascarada (1996); en prosa,
Dietario (Seix Barral) (Dietari,
1981-1982), la novela Fortuny
(Planeta, 1983, Premio Ramon
Llull) y El agente provocador (L'agent
provocador, 1998); en ensayo, La poesía
de J. V. Foix (1974), Max Ernst o la
disolución de la identidad (Max Ernst o la
dissolució de la identitat, 1977),
Radicalidades (1978), Lecturas de Octavio
Paz (1980), Los raros (1985), Cine y literatura (Planeta, 1985; Seix Barral, 1999),
Las raíces de Miró (Les arrels de Miró, 1993). En 1985 ingresó en la Real
Academia Española, en 1998 recibió el Premio Nacional de las Letras
Españolas por el conjunto de su obra y en el 2000 el Premio Reina Sofía de
Poesía Iberoamericana.
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NOTA

Fons sense temps deis anys, versos inerts, mirall...

CARLES RIBA,

«Versos meus d'altre temps»*

En mayo o junio de 1969, durante el período de instrucción de


mi servicio militar en Mallorca, escribí el poema «Dido y
Eneas», que cierra la recopilación de mi poesía en castellano;
he escrito cierto número de poemas en castellano
posteriormente, pero siempre con carácter ocasional, desti-
nados a una persona o a una circunstancia que así lo requerían.
Más genéricamente, tampoco he escrito, desde 1970, literatura
de creación original en castellano, salvo que quieran
considerarse tal las piezas que componen hoy mi libro Los
raros, concebidas como ensayos breves.
Sin embargo, mi etapa literaria de creación en castellano no
terminó con «Dido y Eneas», sino con La calle de la Guardia
Prusiana, novela breve, escrita en unos cuadernos con tapas de
hule negro que aún creo conservar, en los ratos libres de mi
servicio militar, después de «Dido y Eneas», a lo largo de los
meses de julio y agosto de 1969. En setiembre, poco después
de jurar bandera, se me declaró inútil para el servicio de las
armas. Regresé de Mallorca en noviembre con el texto en parte
mecanografiado allí; terminé la tarea y lo di a conocer a
diversos amigos; recuerdo que Sergio Pitol lo apreció
particularmente entonces. Sólo de Vicente Aleixandre, con
todo, he sido capaz de hallar hoy un testimonio escrito al
respecto, que adjunto, extractado de dos cartas inéditas, tras la
presente nota.
Manifiestamente, el texto no podía publicarse en España en
1969; otra persona que lo leyó entonces, Esther Tusquets,
mandó una copia al editor argentino Jorge Álvarez, con una
carta en la que le encarecía su publicación. No me consta que
hubiera respuesta por parte de Jorge Álvarez y no sé si atribuir
*
Fondo sin tiempo de los años, versos inertes, espejo... (Carles Riba, «Versos míos
de otro tiempo»).
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tal circunstancia a que el original no le interesó o a que en la


época en que pudo recibirlo (a fines de 1969) su editorial
empezaba a conocer las dificultades que no mucho más tarde
(1970) la llevaron a la quiebra. En todo caso, a partir de 1976 o
1977 yo podía haber publicado en España el original; para
entonces, con todo, ya lo tenía traspapelado. Y, por añadidura,
hacia 1976 y 1977 el centro de mi dedicación no era la
narrativa, sino la poesía en catalán.
Buscando otra cosa, que por lo demás no encontré entonces
—cartas de Octavio Paz de 1969—, hallé la presente copia.
Sólo he corregido en ella algún lapsus mínimo. He respetado
las particularidades de su puntuación y de sus criterios de
grafía. No me creo en el caso de valorar el texto ni siquiera de
describirlo; pienso que cualquier descripción correría el riesgo
de superponer a mis propósitos de entonces la percepción que
hoy el espejismo del recuerdo puede inducirme a creer que de
ellos tengo. Sólo dos cosas, ahora y en 1969, de este texto me
parecen indudables: que, por su naturaleza y por las
circunstancias de su escritura, participa del divertimento, aunque
no de modo exclusivo, y que su estética es, en parte no
desdeñable, si bien tampoco exclusiva, la del pastiche. Por lo
demás, y aunque aparezca después de tales títulos, en modo
alguno representa este texto la etapa siguiente a Mascarada y El
agente provocador, mi última palabra; les precedió en casi 30 años,
y documenta mi pasado literario, no mi presente. Es un adiós
al escritor joven que era en 1969 —¿es él, o soy yo, quien
publica este libro?— y un adiós a mi etapa de entonces.

P. G.
Barcelona, marzo de 1999
(Revisado en octubre del 2000)
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DE DOS CARTAS DE VICENTE ALEIXANDRE

Madrid, 2-11-69

Tu novela sorprende por el finísimo entramado del tejido narrativo,


expresivo. Hay una sensibilización continua del cuento, diríamos, una red
estremecida, una malla sutil que vibra con gran unidad en el fino análisis
lírico de lo que narra. En este sentido tiene poesía, y está próximo al
poema. Aunque no pierda su carácter de relato en el que se sostiene. Esta
mezcla le da un carácter único en tu narrativa futura; así lo presiento yo.
Me alegra que «La calle...», por lo que me dices, vaya a salir en América,
ya que aquí sería imposible, por los trozos eróticos, tan connaturales al
relato.
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 7

Madrid, 19-11-69

Lo que yo prefiero en tu novela no es su relato y disposición, sino


propiamente el tratamiento de su tejido expositor. Como relato está quizá
más cerca del desinterés (u otro interés) del poema, pero su vitalidad
vibrantísima reside en la fina red tratada con estremecimiento de sus
partes integradoras. Es decir, en el discurso analítico, en el pormenor
sucesivo y atrayente.
Creo, como tú, que aquí no se puede publicar, por los toques eróticos,
que estimo necesarios y connaturales al relato; pero creo que su indudable
encanto hará fácil su aparición en América.
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L a casa donde pasé los primeros quince años de mi vida —


en el camino del Talerno (lejano, rumoroso, azul)— y las
glicinas que se inclinaban sobre los tapiales del jardín donde el
boticario enterró a su mujer y a su perro —por una extraña
afinidad de dudoso gusto, proveniente quizá de que ambos
murieron a causa del mismo veneno, por vía dé ensayo el can,
en venganza de adulterio la dueña, Violante, que solía pasear
por la Ronda hacia las seis de la tarde, con seguridad los
domingos y festivos y muy a menudo los jueves y sábados:
coqueta como una princesa india bajo el palanquín: miriñaque,
polisón, tilburí, velocípedo, calcetines blancos de sportwoman,
calesa. La casa donde viví a los quince años y los ojos de
Violeta y Verónica: oscuros o azules o verdes o rosa o violeta,
como las escenas de caza en Baviera que inventaban su
orografía desleída y dulzona en la pared empapelada de mi
cuarto (papel rugoso al tacto, quebradizo; y también había una
escena de elefantes y flamencos en un lago africano). El relevo
de la guardia se hacía a las ocho y media tras las verjas doradas
de Palacio (húmedo, con calidad de pergamino, el día en los
surtidores: el brillo de los sables y las charreteras, la polvareda
de los caballos al tascar el freno). Yo solía verlo tras los estores
del balcón que daba a la calle de la Guardia Prusiana. La
maestrita, tan parecida a María Schell en sus años jóvenes
(rubia, ojos azules, sonriendo muy frágil, dulce con su chal
sobre los hombros), se llamaba María Bauer. En la cervecería,
por la tarde, Bárbara, la prostituta de ojos negros, con sus
encajes y su mantón de Manila y su cigarro puro y su leontina
dorada —los hombros desnudos, el nacimiento de los pechos,
las medias negras, el liguero; porque había corrido los visillos
(el papel caza-moscas, velando a franjas el cielo gris sobre la
piazza, los pórticos como en Turín, el musgo en las columnas)
y, en combinación, volvió hacia mí el silencio de sus ojos
verdes. Yo me arrodillaba para besar sus medias, el nacimiento
del sexo bajo el organdí —al trasluz, el pubis oscuro, húmedo
y fragante— y deslizaba la ropa hasta descubrir el vello, aquel
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olor suyo a alcanfor quemado, pegajoso y dulce. No sólo esto:


hundiendo la boca entre sus nalgas, separándolas (blancas,
temblorosas) con los dedos podía aún sentir aquel ligero olor
fecal que ha sido siempre —por evocar algo prohibido desde la
infancia, una intimidad vergonzosa que se ofrece en presente
de humillación al ser amado o deseado— un éxtasis que a
nadie confesaría, como a nadie podría confiar aquel sueño,
realizado tantas veces en la furtiva adolescencia, de ocultarme
para espiar a Violeta en el excusado —y nada me ponía tan
fuera de mí como verla evacuar en cuclillas, movidos los bucles
rubios por el viento salino que venía de la playa a acariciar sus
nalgas de porcelana. —¿Qué, sino el amor, magnetizaba la
sonrisa de Suzy la pelirroja en el Moon Stone de Tánger?
Rodolfo entró en el café con el sombrero en la mano, la
cabeza rapada como un oficial nazi, el paso rígido y marcial, la
perla en la corbata. Los cristales de luces rojas y amarillas
giraban en el techo como una cajita de música o la escenografía
de una gruta de feria. Marino llevaba un frac azul y daba las
cartas mirando a la Madam. De aquella escapada a Tánger, de
aquel croupier borracho y mujeriego, de la pólvora, de las
lanchas motoras, de los tricornios azules de la guardia civil, de
los impermeables relucientes en el puente metálico una noche
de tempestad, cuando esperábamos la llegada del Costa de Oro
—de todo ello, qué poco queda: algunas fotos, un amarillento
expediente policial, un fez rojo en el armario, la sonrisa de
Suzy y un número de teléfono en mi agenda. Los policías la
encontraron estrangulada en un bosque de coníferas: desnuda,
sólo un collar de perlas rodeaba su garganta. Recordar todo
esto, mientras el viento mueve las hojas de los chopos junto al
Talerno. Húmeda persistencia de la memoria, como leyendo
un álbum ilustrado de aventuras y exploradores bajo los verdes
banianos.
Hoy, el día amaneció frío; me levanté, descorrí los estores.
Un sol inerte daba en los pórticos de la piazza. Me asomé al
balcón a tiempo de ver pasar a María Bauer bajo la enseña de
la cervecería.
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II

L a primera vez que trabé conversación con María Bauer yo


trabajaba de lava-coches en una estación de servicio. Muy
a menudo venían por allí Joan y su pandilla: aquellos chicos
con sombrero flexible y americana cruzada que organizaban
saraos en lo de Maud o en la destilería clandestina del viejo
John. El viejo John solía decir: «Algo tiene Dios, algo sabe el
buen Dios», y ya era una broma convenida entre los mujiks y
judíos polacos de la región preguntarle: «¿Crees en Dios,
padrecito?», para que él respondiera: «Algo tiene Dios, algo
sabe el buen Dios», salmodiando con los ojos juvenilmente
azules fijos en algún punto de la lejanía —diríase que en el
viejo cobertizo donde Gus el cuáquero guardaba su
escopeta—, caídos los bigotes de morsa, soplando bocanadas
de su vieja pipa como el caballo de hierro de la Western
Union. Joan era morena, con algunas pecas artificiales en el
rostro y escote —y decían también algunos que en más íntimas
y suaves zonas de su cuerpo de sirena. Se pintaba los labios
con un lápiz muy fino y apenas se daba cold cream. Como la
mayoría de las judías, usaba diafragma. Dio un escándalo
cuando apareció semidesnuda junto al gramófono —un disco
de Nelson Eddy— en casa de Gavin, el hijo del federal,
borracha de amor y tequila («Porque la vida vale veinte dóla-
res», solía decir). Yo trabajaba en overall y a veces le llenaba el
depósito. Luego me cambiaba y volvía a casa dando un paseo,
con un traje de mezclilla y sombrero de jipijapa. María Bauer
salía de la escuela del Condado. Yo la crucé y, como todas las
tardes, la saludé con una sonrisa y un esbozado ademán de
descubrirme. Pero en aquella ocasión ella me detuvo —para
preguntarme, justamente, por Joan. Yo podía decir poco de
aquella chica de la buena sociedad, una flapper como tantas,
probablemente asidua de los mítines de izquierda tanto como
de los tés danzantes, los salones literarios y los bailes de
húsares. Pero no era esto lo que quería saber María Bauer.
Tardé bastante —algunas horas, porque primero nos fuimos a
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un café y luego cenamos en una pizzeria y no nos separamos


hasta la madrugada, hablando sin parar, contándolo todo— en
saber de qué se trataba: affaire de coeur, como suele decirse, un
asunto amoroso. Y ni siquiera suyo, no, sino de una de sus
alumnas: Berta Brentano, Berthe como la llamaba, una chica
rubia, con profundos ojos bajo el fino arco de las cejas, la voz
muy suave y cálida, que reía confusa cuando era feliz. Aquella
chica quería a un chico, Hans, que —en una ciudad pequeña
todo se sabe—salía con Joan (se les había visto paseando bajo
los chopos que orillan el Talerno) y, quién sabe, era quizá
incluso su amante, lo que no le había impedido aceptar el ca-
riño de Berthe —sin engañarla, bien es verdad, pues, aunque
no era posible saber cuanto le había dicho, quedaba fuera de
duda que le habló de Joan. Más aún: había otra chica de por
medio, Anne-Marie, una morenita de dulces ojos oscuros, la
índole de cuyas relaciones con Hans no aparecía tampoco muy
clara —por más que ella misma hubiera ya dado que hablar, y
mucho, en otro sentido (punto sobre el que la maestrita
prefirió, de momento al menos, no extenderse). Ciertamente,
todo ello rebasaba en mucho el marco de sus deberes
pedagógicos, fuera cual fuese el criterio que al respecto quisiera
—modernista o no— adoptarse. Pero ¿hacía falta decir —con
seguridad que no— que era la amiga y, más aún, la mujer sola
necesitada de querer y ayudar a los seres más débiles, y no la
maestra, quien hablaba? Al refrescar la noche se echó el chal
sobre los hombros y seguía diciendo muy bajo en tono de
súplica: «Dígame la verdad, doctor: ¿qué haría usted?» (Porque
yo ya tenía mi título, aunque, recién desmovilizado, no me era
fácil encontrar trabajo como profesor de Arte). Tuve que
prometerle ocuparme —a saber en qué forma— del asunto.
Lo que más recordé en los días siguientes fueron sus ojos y su
chal. Cuando unos meses más tarde volvimos a encontrarnos
patinando en el Palacio de Hielo, fueron también sus ojos y —
esta vez— sus mitones lo que me impresionó mayormente.
Hablamos, claro está, de Berthe, y debí reconocer que nada
había hecho aún al respecto. Por lo demás, la cuestión estaba
lejos de ser agua pasada: Berthe rompía los lápices, derramaba
los tinteros, volcaba los pupitres, sollozaba en un espléndido
desorden de tirabuzones dorados, y se hablaba de someterla a
tratamiento nervioso. María Bauer había venido con unas
amigas, profesoras en la Normal, y al parecer como ella
jóvenes independientes y solteras, con los labios sin pintar,
probablemente vírgenes muy en contra de sus teorías aunque
quizá no tanto —pensaba yo— de su verdadera naturaleza:
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chicas serias, modernas, deportivas, amantes de todo lo que la


vida a un alma joven ofrece. Yo estaba con los de siempre:
amigos del Politécnico o camaradas de Dien Bien Phu, gente
con la que tomar un gin fizz para recordar los labios resecos
bajo el falso rouge y las mejillas ajadas de alguna mujer que
conocimos en una esquina de alguna ciudad ocupada, a la hora
en que las sirenas de la alarma aérea dejaban vacías las calles
como un plató cinematográfico a una consigna del jefe de
producción. María Bauer, sonriendo siempre, me ofreció su
brazo.
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III

E ra de noche en la plaza del Canciller y los faroles de


hierro forjado inventaban su arabesco en la sombra
cuando te besé por primera vez, María Bauer, rosa de treinta
años espectral y azulada como los recuerdos de la infancia o
una tarde de felicidad en un parador solitario donde nadie,
salvo su amor, ve a los amantes. ¿Se siente siempre uno
impostor la primera vez que besa a una mujer? Diríase que
representamos —no siempre inhábilmente— un papel antiguo,
que por sabido perdió hace tiempo toda posibilidad de ser
auténtico: leído en las novelas, visto en el teatro, transmitido
por tradición oral —pero siempre como algo que, tal el juicio
de Dios o la orden de caballería, se refiere a otras gentes y
otros tiempos— diríase que no pertenece ya a nuestro mundo,
y, si bien debemos afectar sus apariencias, lo cierto es que el
amor, el amour courtois, el amour fou —lo que sentía yo por María
Bauer— no es sino la póliza o resguardo de autenticidad
establecida por convenio sobre un sentimiento bastante más
banal —que nadie, por lo demás, aspira a transformar (sería
extemporáneo y quizá peligroso) en otra cosa. Yo lo había
creído así —salvo, naturalmente, a una edad como por ejemplo
los diecisiete años, en que la confusa intuición de la
sensualidad iba pareja con la del sentimiento, y ambas parecían
referirse a un ultramundo celestial: a esa actitud, de hecho,
volví cuando me enamoré de María Bauer. Poco podía pensar
aquella noche —la luna era de plata melancólica sobre la vieja
arquitectura sajona de los tejados— que todo, a nuestro
alrededor, estaba viviendo sus últimas jornadas, de suerte que
algo tan efímero y evanescente como el amor resultaría, con
mucho, más duradero que el mundo que le vio nacer: la
cervecería, los soportales de la Koenigsmarkstrasse, los faroles
de hierro forjado en las esquinas, los tejados de la vieja ciudad;
el disco helado de la luna, el kiosco de música donde los
domingos se servían helados y refrescos y tocaba la banda de
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los granaderos, aquella escuela sobre cuyo encerado inscribía


María Bauer los grafismos —destinados a servir de irrisión en
un plazo harto breve— que daban fe de la seguridad en sí
mismo de un país a punto de desaparecer —cuán
rápidamente— como un castillo de naipes o una hilera de
fichas de dominó. Pero dejémoslo. Oh, sí, María Bauer me
escribió, me escribió mucho, primero al frente y después a
Tánger, e incluso —pero no hablaré de ello ahora—hubo una
carta, una sola, cuando regresé. Y sin embargo le hubiera
bastado con telefonearme. Yo tenía en los ojos —no en la
mente, no en el recuerdo, sino en los mismos ojos— la imagen
de Suzy, desnuda sobre el barro húmedo, con el solitario e
indefenso fulgor del collar de perlas en su garganta amoratada.
La cubrieron con un impermeable y, bajo la luz rotatoria y
desvalida del faro, emprendimos el regreso a la ciudad. Yo no
decía nada; fue Rodolfo quien, dirigiéndose a la mesa donde
Marino daba las cartas, echó mano enérgicamente —y quizá
sólo yo, de entre los que llenaban el casino, sabía realmente lo
que esto significaba— de la empuñadura de su bastón de
contera. Le vi hablar con Marino y ya en el gesto de Marino al
retirarse de la mesa —aunque aparentemente no fuera más allá
de la rutina profesional de un jugador concienzudo que quiere
dejar en orden las cosas durante su ausencia— comprendí que
sabía de qué se trataba. Luego acudí como un sonámbulo a la
llamada discreta de un steward y ayudé a retirar el cuerpo de
Marino, clavado a la hoja de una puerta por el estilete que
ocultaba el bastón de Rodolfo. En una ocasión, en el bar del
África Palace, Suzy y yo habíamos visto actuar —por primera y
única vez, que nosotros supiéramos— aquel bastón de
Rodolfo, que con su sombrero ladeado, su perla en la corbata,
sus guantes de cabritilla y el pelo cortado como un oficial nazi
le hacía parecer un villano de película americana. Pero era,
como suele decirse, un hombre con pasado: un pasado de
redadas en las calles de la ciudad portuaria, a la luz verdosa de
los faroles de acetileno. Y cuanto amó, lo amó él solo.
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IV

U stedes, los jóvenes, no pueden saber lo que era el chalet


de Valentino. Había seis piscinas de agua de mar y una
cuadra con los más hermosos caballos árabes: incansables
bereberes de piel negra, hechos a largos y monorrítmicos
galopes y al reposo —azules, azules ojos de las hijas del
desierto— del aduar donde cimbrean su talle las palmeras del
caíd. Son of the sheik, Valentino; y en realidad el señor no era lo
que se dice un hombre verdaderamente distinguido, no, no
vayan a creer esto, aunque eso sí, los del servicio no teníamos
ninguna queja de su trato, todo un caballero, y también con las
señoritas que venían invitadas a visitarle y para las que
organizaba aquellas cenas con Buster Keaton y Norma
Talmadge, y con Lylah Clare, oh, por supuesto, también con
Lylah Clare, el fin de Valentino fue triste, fue incluso sórdido,
pero no como el de Lylah Clare, qué brutal es a veces la
muerte y cuán duro el destino, Lylah tenía un busto tan
hermoso y aquellos ojos verdes como el mar!
Violante me hablaba en voz muy baja. Era rubia, nerviosa,
vehemente, de generoso busto e insatisfecha: perdió un hijo y
soñaba con un gran amor. No, no supe, no pude —tal vez no
quise— ofrecérselo; pero al menos descubrimos juntos —y a
ellas, creo que no sin amor, la asociaré siempre— zonas de
nuestra sensualidad que hasta entonces habíamos, no diré
reprimido o ignorado, pero sí relegado a la región de lo
irrealizable. Yo escuchaba a Agatha Muller —la señorita
Agatha, lady Agatha como algunos con ironía no muy piadosa
la llamaban; profesora de piano unas veces, modista o asistenta
o enfermera a domicilio otras; sin oficio ni beneficio en suma,
dando clases de lo que buenamente podía o aceptando trabajos
subalternos; sola, y es duro estar sola después de los cincuenta
años; horquillas en el pelo teñido de rubio, pintada como la
figurilla de cera de un pastel de cumpleaños, aquella fregatriz
había sido ama de llaves en Los Ángeles y ocasionalmente
descendía a celestina para facilitar por un módico estipendio
mis encuentros con Violante: siempre era menos impersonal,
menos frío, más acogedor e íntimo que un meublé; si bien la
habitación, con ser de Agatha, en poco delataba las
peculiaridades de quien la habitase: sólo una lámina en colores
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 16

en un marco oval sobre el dosel del lecho mostraba la sonrisa


congelada de Valentino, dando a la estancia un aire fúnebre de
velatorio barroco, de otro siglo —goteaban los álamos medio
deshojados del paseo: había sido una tarde muy desapacible, y
el viento arremolinaba las hojas como el beso ya sin aroma de
una náyade muerta— y veía el rostro de Violante, como esa
aparición en el cristal de una ventana que cuenta Henry James
en The turn of the screw: exhalación del aire vespertino, del
silencio dormido en los jazmines, de la tierra que callada y
húmeda aguarda la venida de la noche. En cuanto había
cerrado la puerta y corrido el cerrojo a sus espaldas, yo me
volvía hacia ella —que, agitada pero feliz, permanecía en
suspenso hasta que nos besábamos. Con la punta de los dedos
muy suavemente oprimir sus pezones —tan blancos, sus
pechos!
La primera vez que me pidió que la azotara tardé un poco
en hacerme cargo de la situación, es decir, en comprender que
el masoquismo no pertenecía únicamente al dominio de los
conocimientos teóricos o las hipótesis de estudio, sino que
podía ser algo, no sólo real, sino perteneciente como todo a la
naturaleza humana y capaz de procurarnos el placer y la
felicidad que experimenté aquellos meses junto a Violante.
Ella, que al principio rehuía mirarse en los espejos, más tarde
los buscaba con aquellos ojos grandes y como asustados. El
placer más intenso para ella se producía en la flagelación; para
mí, cuando su índice —pintada de laca roja la uña— se
introducía en mi ano. ¡Tardes de la rubia Violante! En la calle,
a última hora, sonaban los tambores que anunciaban el relevo
de la guardia tras la verja solemne de estilo neoclásico.
La dama de corazones y el as de pic. Escalera de color. Los
naipes pueden dibujar el mapa de una batalla. Marino, con la
boca entreabierta, vidriados los ojos, cayendo en cámara lenta
mientras una mancha de sangre se extiende sobre el frac azul.
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V olví a ver a María Bauer el jueves por la tarde, en su


escuela. Era día de fiesta para los alumnos —se trataba de
un colegio mixto— y ella, que iba a quedarse un par de horas
corrigiendo ejercicios, me dijo que pasara a buscarla a media
tarde. No había nadie en el jardincillo de la escuela. Por el
camino, a la altura de la destilería del viejo John, me había
cruzado con Joan, en su Ford T: insolente como Natalie Wood
en Esplendor en la yerba, Diana en bicicleta, sin aljaba ni carcaj;
iba con Hans a la fiesta de cumpleaños de Temple Drake; me
saludó —Bye Bye— ladeando la boina como en un paso de
charlestón. Un halo dorado, como una claridad submarina,
flotaba en el aire. Hora de recordar nuestras vidas. María Bauer
trabajaba en silencio. Levantó la cabeza cuando yo entré en el
aula. Sonreía. ¿Había amado alguna vez María Bauer? Se habló
en tiempos de un joven profesor del Liceo, que
posteriormente ganó oposiciones y se fue a un Instituto de
provincias; o tal vez fuese otro, un llamado Alfredo: alto, más
bien seco de modales —aunque el menos psicólogo no podía
tardar mucho en comprender que se trataba de un anticipado
reflejo defensivo dictado por la timidez—; atezado, con gafas
de concha que cuando se las quitaba para limpiarlas con una
gamuza que emergía de cierto recóndito bolsillo interior de la
americana de cheviot dejaban ver un leve tic en el ojo
izquierdo; nervioso y retraído; y por las mañanas, a la hora del
primer relevo de la guardia, cruzaba la plaza del Canciller con
una cartera de cuero bajo el brazo, a paso rápido, como a buen
seguro lo venía haciendo desde que de niño empezó a ir solo a
la escuela —y sería bastante tarde, porque resultaba obvio que
había sido un niño frágil, mimado con exceso, temeroso de la
vida. Á la salida del Liceo solía ir a veces a la cervecería con
Franti, el profesor de Lógica, un cincuentón huesudo, con el
pelo lleno de caspa que blanqueaba las raídas hombreras de su
traje cruzado —invariablemente el mismo, o lo parecía; y se le
podía ver cepillándolo vigorosa y rítmicamente, como si le
hubieran dado cuerda, al fondo del guardarropa de la sala de
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 18

profesores, casi escondido en un ángulo, tarareando un aire de


zarzuela entre dientes, con un sonido semejante al rechinar de
un émbolo mal engrasado. Porque era un hombre muy
paradójico, que los domingos vestía cazadora de cuero y
sombrero tirolés y se iba a tirar al plato, mientras Alfredo, con
pantalones de golf y camiseta de lana termógena, daba vueltas
al campo de tiro montado en un triciclo verde; y los días
lluviosos, un tute o un tresillo en los sofás de cuero rojo del
café del Real Círculo Artístico, oyendo al coronel Pauwels
relatos de cacerías africanas y elefantes de largos y blancos
colmillos. (¿O más bien era en la India donde estuvo
destacado? Porque lo cierto era que, si bien aludió con alguna
frecuencia a legionarios y spahis, e incluso habló de cierta
mujer conocida en la Kasbah (por lo demás, se parecía un
poco a Charles Boyer), también menudeaban en sus relatos
alusiones a derviches y cipayos). La cervecería —iluminada por
grandes globos de gas semejantes a senos femeninos— era un
edificio pesado y barroco, de otro siglo. Las molduras y
cuadros de ninfas... (y las prostitutas —tan distintas de las que
parpadeaban, deslumbradas luciérnagas con vestidos de moda,
bajo las luces cambiantes del Moon Stone— llevaban
lentejuelas en los pezones y se dejaban acariciar las nalgas en
los reservados del fumadero por viejos rentistas o discretas
lesbianas. Esto en la barra y los fumaderos, sí; pero en la
marquesina, tras los cristales casi siempre empañados por el
humo, Alfredo y Franti tenían su tertulia, y ante aquellos
cristales pasaba a diario, yendo de la escuela a su casa, María
Bauer. Y seguía pasando en el siguiente otoño, cuando de su
idilio con Alfredo sólo quedaban unas iniciales en un pañuelo
de batista y un triciclo verde, roto y con manchas de sangre
reseca, en el viejo cementerio de automóviles a orillas del
Talerno: un paisaje luciferino, bajo un cielo en llamas y en
signo de destrucción, con el seco crepitar de los automóviles a
los que se prendía fuego y consumían su carcasa entre un
resplandor evanescente que se confundía con la claridad del
crepúsculo —por donde María Bauer y yo paseábamos cogidos
de la mano).
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 19

VI

L os albatros gritaban sobre el puente colgante. El


crepúsculo se irisaba, con una luz de perla enferma, en los
ojos de Anne-Marie. Extraño momento, aquella tarde —como
en una película cinematográfica proyectada en sentido inverso
o un sueño que se recuerda confusamente al despertar—,
detenidos todos en el camino orillado de setos que, tras la valla
de madera pintada de rojo, daba entrada a la escuela: María
Bauer y el profesor Lex, Berthe y Anne-Marie. «María Bauer
llevaba un pañuelo anudado a la cabeza; su cabello rubio
pajizo, sus ojos azules, y aquella rama de espino cogida en su
paseo por el bosque que conservaba aún en la mano, como
una mártir cristiana —la boca entreabierta y la mirada perdida
en su propia y estéril beatitud— ante el anfiteatro de sus
sacrificadores en una estampa piadosa de la Roma imperial.
Por aquel mismo sendero —si dábamos crédito a Berthe—
había venido, aureolada por la Corona de las Doce Estrellas —
envuelta en un manto azul celeste— la Virgen de la Buena
Muerte. A la vez nuncio del cielo y ángel exterminador, aquella
Madonna —salida, por un fenómeno de levitación, del insípido
camarín sansulpiciano con exvotos pintados a la aguada y
manos, brazos, cabezas y piernas de cera que le daban un
aspecto de Museo de los Horrores de Madame Tussaud—
había venido, entre suaves músicas, a la hora en que la
naturaleza y los hombres se detienen en el gran silencio del
mediodía. De pronto, aquel rostro inexpresivo y asexuado, que
desde su camarín remedaba el abotargado ensimismamiento de
una pupila de hospicio atónita ante sus propios feligreses, se
había transfigurado por una sonrisa radiante: la luz, la luz
residía en su mirada y (por más que la comparación no podía
ocurrírsele a Berthe; o, mejor dicho, sí podía, pero nosotros no
lo sabíamos entonces) ni la mirada —ávida, ilusionada,
revelando de pronto su otra naturaleza, donde tiene su imperio
el deseo— que —incorporada en el lecho, apoyada en los
codos, extrañamente seria o sonriendo de pronto como si
fuera a hablar— nos dirige una mujer cuando por primera vez
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 20

vamos a amarla; ni esta mirada, decíamos, atesoraría tal


revelación. No, ni con mucho; porque la Virgen —cada vez
más parecida, en las palabras de Berthe como en nuestros
pensamientos, a una abnegada campesina bretona— era toda
dulzura y toda amor; y no una Virgen extraña, sino la de
siempre, la nuestra, la de Klausenbergstrasse. Visión celeste, sí;
pero también ángel exterminador, porque —ni más ni menos
que Carmilla, el seductor vampiro bajo las cándidas especies de
una doncella— la Virgen de la Buena Muerte se aparecía
únicamente para anunciar a un alma pura la próxima muerte de
algún pecador. Y en esta ocasión la amenaza concernía a
todos, excepto a Berthe. ¿Era, pues, creíble, no ya que todos
murieran en breve, sino que todos tuvieran culpa?
Desgraciadamente, yo los conocía lo bastante bien para saber
más de una cosa al respecto. Pecadores, sí, y de qué manera; a
mí me lo van a contar. Porque una sabe lo que sabe y ve lo que
ve, pero se calla. Y me van a salir a mí con Berthe, esa
mosquita muerta, vaya con la mojigata y marisabidilla que
nunca ha roto un plato y hasta se le aparece la Virgen, ya le
daría yo, buena virgen está hecha, vaya putilla, como si una
estuviera ciega, con estos tirabuzones y estos hoyuelos rosados
y este culito tan lindo, si parece que era ayer mismo cuando
jugaba con una pala y un cubo en la playa, pero ya iba para la
buena pieza que está hecha, ya lo creo que iba. Porque ellos
creían que yo no estaba allí, cómo podían figurárselo, yo me
había quedado en la cocina con el asunto de la heladera. De
modo que salí y bajé por los pinos y les vi, ella y el profesor
Lex, bueno, entonces le llamaban Fernando, Fernando a secas,
éste es su nombre, iba con un slip, ella con aquellas braguitas
amarillas con tirantes en la espalda, en un recodo, hacía mucho
sol y les vi por casualidad, se me ocurrió pasar por allí para que
no me diera tanto el sol, el cubo y la pala estaban en la arena a
su lado, mejor dicho, a su espalda, y él le bajaba el tirante,
primero uno y luego otro con la mano derecha y luego con
mucha suavidad las braguitas y se inclinaba como para hacerle
cosquillas, se las hacía un poco en el ombliguito y en seguida le
acariciaba el vientre y lo besaba y allí teníamos ya el dedito y
luego todo el asunto, lo que tiene que ver una, vivir para ver, o
mejor dicho, para no ver. Aunque tal vez todo fuese falso, la
obsoleta habladuría de una vieja criada medio sorda y el
pretexto inventado en los años de la adolescencia por una
muchacha poseída por su neurosis para justificar de algún
modo —e incluso ante sí misma, pues llegó a creerse la
fábula— unas inclinaciones que de no ser así le hubieran
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 21

valido, cuando no la hostilidad de quienes la rodeaban, sí la


que es quizá la peor de todas las angustias: la de sentirse
diferente. Por aquellos años Lex había terminado su
licenciatura y era, aparente y quizá realmente, un joven
profesor —nominal, pues de hecho no daba clase alguna—:
tímido, correcto, sin ninguna particularidad en suma, y hasta
diríase que voluntariamente retenido, como no queriendo
pasarse nunca de la raya. La vida que llevó luego... sí, la vida
que llevó luego parece un rotundo mentís a esa actitud juvenil,
como si se tratara del negativo de una fotografía brusca y
brutalmente expuesto a los ácidos y sales que darán de pronto,
en el silencio de la habitación del revelado a oscuras, la otra
imagen, donde las sombras plateadas y grises virarán de pronto
y —sobre los mismos volúmenes—invertirán la proporción de
luminosidad, de suerte que lo que antes parecía el cuerpo astral
evocado por un médium será ahora, perdido su misterio, el
rostro banal de este o aquel conocido. Aunque tal vez la
comparación no sea exacta, porque más bien, en el caso de
Lex, el rostro indefinido y ominoso era el de antes —aquel
jovenzoto de buena familia, recién licenciado: ni chicha ni
limoná— y no el de después, el de Tánger, el que casó con
María Bauer, envuelto en su oscuro y melodramático destino.
O quizás no, porque su vida anterior también ofrece —y ahí es
donde la vieja podría tener razón— episodios mal conocidos o
de interpretación más que dudosa. (Y así se explica el
desengaño de la mujer que lo amara en aquel tiempo y lo
perdió; porque era a otro hombre a quien amaba.) Lex gustaba
mucho del esquí acuático, aunque no era ningún as ni mucho
menos; y sin duda fueron estas salidas, casi siempre solitarias,
lo que motivó la historia —que, por lo demás, ni siquiera se
refiere a Berthe, sino a Anne-Marie. Pero sí era curioso, y
resulta notable que no haya dado más que hablar, el hecho de
que a los dieciocho o incluso a los veinte años —para decirlo
de una vez: hasta que conoció a Verónica—, no sólo le
complacía, sino que buscaba la compañía de chicos menores
que él, y mucho: de los ocho a los catorce o quince años, sin
especial preferencia; cuadrilla un tanto heterogénea que con
vagos pretextos deportivos solía salir en hilera, montados en
bicicletas niqueladas con sillín rojo, y perderse por el bosque.
Lo que allí ocurriese y con qué clase de juegos a punto fijo
entretuviera Lex a su cohorte, es difícil saberlo. Esto no se lo
he contado a nadie. La cosa consistía en esconder en el cuerpo
o los vestidos un objeto determinado —por lo común, un
bolígrafo— y pagar prenda si no se poseía la habilidad
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 22

suficiente para que Lex no lo encontrara. Al principio era


sencillo y divertido; pero progresivamente —y fue cosa de
pocos días— Lex reveló una voluntad fría, una energía
retenida capaz de instaurar un régimen policíaco que al mismo
tiempo ejercía una extraña fascinación sobre los sometidos a
este canallesco pupilaje; y así cuando —con la helada brutali-
dad propia del adulto— anunció que en lo sucesivo, por vía de
escarmiento —como si se tratara de un batallón disciplinario o
un campo de entrenamiento de fuerzas de choque— se
pagarían prendas humillantes, la menor de las cuales sería la de
mostrarse desnudo ante los compañeros, se aceptó tal medida
con .1a misma docilidad —no exenta de cierta obtusa
complacencia en la propia abyección— que acogió luego al
principal de tales castigos; porque castigo tenía que ser y no —
como sería al cabo de unos años— ejercicio erótico a fin de
cuentas; no porque ello resultara ajeno a la percepción infantil,
sino porque como es sabido el erotismo de esta edad se centra
en otras —por otro lado, no menos aberrantes— prácticas; de
modo que, cuando me tocó en suerte (y mi cuerpo, desnudo
por primera vez ante ojos capaces de mirarlo con deseo, estaba
extrañamente cálido y suave; toda la piel esperando ser rozada
—porque es tocar el cielo poner el dedo sobre un cuerpo
humano—) el miembro erguido de Lex —nunca había
observado antes otro sexo que el mío propio en esta posición y
verlo entonces me produjo un inesperado estupor, una cierta
extrañeza que no hubiera sabido razonar— se introdujo en mi
boca más como una violenta irrupción del mundo exterior
(cuán distinto luego yo, aquel día en que Verónica cerró la
puerta de su despacho y se arrodilló, sin oír el teléfono ni el
rumor de la máquina de escribir en la oficina, para recoger mi
sexo en su boca y apurarlo hasta que sentí que el alma se me
iba); y, como en alguna forma, aquello era parte de un código
de castigos y sanciones como el aprendido en los álbumes
ilustrados de aventuras, no dejaba de complacemos en la
medida en que parecía indicado para curtirnos al modo de los
agentes del FBI o los combatientes de Guadalcanal
entronizados por aquellos años en la mitología de los noti-
ciarios cinematográficos y los cromos coleccionables. Pero he
hablado de Verónica, y cómo olvidar aquellos ojos tras las
gafas —no temía llevarlas, y se las quitaba para hacer el amor,
sonriendo con esa mirada dulce, perdida y lejana de miope, los
ojos más bellos del mundo— y aquellos grandes y dulces
senos... (Porque a las dos les gustaba acariciárselos, vaya si les
gustaba, y tan finos como los tenía Anne-Marie, cuando
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 23

Verónica se ponía encima y al suspirar llamándola amor mío...


Y ellas creían que yo no sabía nada, porque tenía buen cuidado
de apagar todas las luces y bajar la escalera a oscuras y en
seguida me quedaba quieta en el rellano y escuchaba tras la
puerta —solían dejarla entornada, de modo que casi nunca
tenía necesidad de mirar por el ojo de la cerradura.)
Habían corrido los visillos y, en la falsa luz del atardecer, el
cuarto tenía una calidad de sueño o reminiscencia: lentos en la
penumbra, sus cuerpos desnudos flotaban como una visión
ambarina, y los movimientos de la sensualidad, el goce o el
deseo —como las súbitas risas, estas risas que, ni más ni
menos que la melancolía que queda después del amor, no
traicionan un estado de ánimo al modo usual, sino que
constituyen el lenguaje cifrado de lo inexpresable: la fragilidad,
el temor, la nostalgia, la ternura: todo lo que en nosotros
despierta el amor— quedaban neutralizados en aquella fijación
de diapositiva donde aquellas dos mujeres a quienes tanto amé
se amaban entre ellas.
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 24

VII

C omo las últimas rosas dejan caer sus pétalos —silencioso,


silencioso frufrú: el roce de una lágrima— así yo,
Fernando Lex, de treinta y tres años, casado, licenciado en
Bellas Artes, asisto a la disolución de mi vida, y no me parece
que sea algo que deba evitarse o no entre en el orden natural
de las cosas. He vuelto aquí como ese actor en decadencia que
tras interpretar a Macbeth y Otelo se ve reducido, para ganar
unos pesos, a actuar de telonero en uno de esos music-halls
que recorren los pueblos y donde figura a veces algún
desastrado número de circo: augustos salidos de Freaks,
arlequines enharinados y fúnebres, alguna trapecista de ojos
enrojecidos, consumida por la tuberculosis... Llegaron en un
Chrysler amarillo y negro: un coche que había sido signo de su
esplendor y ahora lo era de su decadencia —y su carrocería
parecía un derelicto devuelto por el oleaje tras una sorda y
oscura tempestad, cubierto aún de extraña floración marina y
pólipos abisales. Ella conducía, con gafas de sol; Lex, a su lado,
la rodeaba con el brazo, en mangas de camisa —se había
quitado la corbata.
Geneviève miraba hacia un inexistente y nulo decorado,
hacia unos abolidos reflectores invisibles: a ningún panel, a
ningún lienzo pintado representando un bosque o una
mansión señorial podían mirar ya aquellos ojos: las últimas
apariciones en el plateado cerco de la pantalla, la sonrisa al pie
de la escalera, el fogonazo de los flashes —Magnus, de
smoking, le ofrecía su brazo. Avanzaba como un hipnotizador
ante la mirada convergente del teatro, en el esplendor indeciso
de la noche de gala —los gestos irresolutos, como en un ensa-
yo general donde no se ha advertido debidamente a los
comparsas; las acciones interrumpidas; las palabras dichas a la
dorada y núbil oscuridad— y con su pelo blanco y el frío
fulgor de los ojos azules no recordaba menos a Mandrake —y
se adelantaba entre los periodistas como el conde Drácula
saliendo de su ataúd.
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 25

Era un hotel de estilo colonial, y se diría una escena de la


Guayana: la mesa desvencijada donde un sudoroso encargado
en mangas de camisa se abanicaba con un paypay; las llaves en
su casillero, como espectros metálicos; los sofás de raído
peluche rojo, la iguana disecada y las anticuadas litografías en
colores que representaban escenas alegóricas alusivas a la
recolección del café. Geneviève, en combinación —toda su
ropa interior era negra—, se volvió (había caminado hasta la
altura del dintel que marcaba la divisoria entre las dos mitades
de la suite nupcial y reía —como sosteniendo (pero no la
sostenía), igual que tantas veces, una copa de cristal tallado
llena de champaña—, y sus hombros desnudos se agitaban con
el mismo movimiento de su risa). Echaba la cabeza atrás y
entrecerraba los ojos como Greta Garbo; no que la imitara,
nuestros estilos siempre fueron distintos, ¿comprendes,
Charlie? (porque a Lex le llamaba Charlie, y nadie supo nunca
la razón: si provenía de un tácito acuerdo o era el nom de guerre
que Lex adoptara para aquella ominosa y ambigua carrera
iniciada una tarde de Todos los Santos —carbón y zafiros en el
cielo donde se aparecían resplandecientes las cabezas rodeadas
por un halo de los bienaventurados— cuando, perdido todo
—no sólo el amor, no sólo el honor, no sólo el trabajo, no
sólo la esperanza, sino también lo que queda después de la
esperanza (porque queda algo después de la esperanza: una
naturaleza obcecada y sorda que con fijeza hipnótica se adhiere
a la nada)—, convertido de la noche a la mañana en este
personaje de marido de vodevil que apaleado y escarnecido
corre en calzones y gorro de dormir con borla encarnada —o
en este posadero, lacayo del poder establecido, para quien
reserva Dick Turpin las más merecidas humillaciones (¿y quién
no ha tenido ocasión de asistir, en su propia vida, a este súbito
eclipse, como si se pulsara de pronto el conmutador de la luz,
dictando la sentencia, no de muerte, sino de olvido e
irrisión?)—, defraudado, solo, sin fe ni abrigo, Lex abandonó
el pueblo con las luces sucias y sórdidas del amanecer, a cuyo
helado resplandor su rostro inexpresivo y pétreo parecía una
lámina de estaño). Porque Greta y yo éramos muy buenas
amigas, ya lo creo, y solíamos vernos en los parties con
Clarence Brown —un hombre encantador, y yo nunca fui de
los que le llamaban el Garbo's man friday; y venían George
Fitzmaurice y Paul con sus raquetas de tenis, entonces estaba
de moda, qué vacaciones, querido, no te puedes imaginar, el
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 26

agua estaba di-vi-na, me refiero al lago artificial de Greta —


sellando con un beso sus labios— y George solía cantar
cuando se ponía nostálgico Yes we have no bananas / we have no
bananas today.
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VIII

S e habían separado; las cortinas de gasa —era una especie de


tul, y la habitación, adamasquinada, de un falso estilo
oriental de bazar, como el cuarto moruno de una casa de
citas— opalizaban en una luz espesa y sólida —diríase—
(parecida a la que, caído el telón, llega de la sala a la
embocadura del escenario) los contornos de la estancia.
Mírame, sí, mírame, Charlie; úsame y hazme tuya; tras el
maquillaje corrido, el rimmel que se deslíe como la consunción
al calor del fuego de una máscara maligna e irrisoria —la otra,
la otra, yo, Joan, la hija de un cosechero enriquecido en los
años inmediatamente anteriores a la prohibición —con su traje
sastre, muy deportiva; y en las soirées, sofisticada como
Marion Davies (los caballeros las prefieren rubias)— que se
arrojó del Empire State una noche de 1929; y yo venía
corriendo en bicicleta desde la granja, Daddy, Daddy, my heart
belongs to Daddy, como tomo ahora tus manos, Charlie, como
tomo en mis manos tu rostro —y esta habitación, con todas
las persianas echadas, como una caja de resonancia donde
sonara un fúnebre piano; y mi rostro ajado, enjoyada y lívida
como la mascarilla de Nefertiti: porque los cosméticos pueden
dar vida a un cadáver y yo soy un cadáver, Charlie, te estoy
hablando desde más allá de la muerte, disociada y nula —
enamorada, el pelo muy corto, una peca artificial en la mejilla y
otra en el hombro, todos conocían a Joan, ¿quién no conoce a
Joan? —«porque la vida vale veinte dólares»—, que huyó, una
noche innominada —no en aquella funesta bicicleta de los
picnics con música de Nelson Eddy, sino en un descapotable,
un Packard rojo, que conducía Gavin, el hijo del federal,
solemne y lúgubre como si (uniformado de negro, el rostro
inexpresivo, la mirada en aberrante congelación, el cuerpo
rígido) gobernara el atelaje de una carroza mortuoria— y la ca-
rrera duró poco; terminó en un motel con el aroma penetrante
del whisky y el tabaco (como el que llena esta habitación donde
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estoy ahora con Charlie), pero no terminó allí, no terminó allí,


no terminó allí.

No la escuchaba; sentado, los codos apoyados en las rodillas,


mirando el suelo —había apagado el cigarrillo— parecía un
actor instruido por Stanislavski ensayando en la soledad de su
estudio una escena ¿de abatimiento?; no, sino más bien de
apatía —las comisuras de los labios prietas, hablando con una
especie de sordo rencor, como escupiendo las palabras. Se
levantó para descorrer las cortinas —y cómo la dulzura puede
convertirse en aborrecimiento y el aborrecimiento en odio y el
odio informar toda una vida; y no es que, según la usual y fútil
expresión convenida, el amor haya devenido odio —
mostrando un envés que en cierto modo no le desmiente,
como no desmiente al tapiz la trama de su dibujo—, sino que
una lenta labor de usura ha hecho degenerar el amor en su
sombría parodia; y, como aquella trapecista que, en un fracaso
de cristales y lentejuelas, sume su bulto áureo en el sordo
bloque de la pista —con un solo y seco golpe cuyo significado
a nadie escapa... María Bauer llegaba todas las mañanas con un
pañuelo rosa anudado en torno a la cabeza; pero qué lenta e
insidiosa degradación no debió sufrir aquella imagen hasta
descender, en aquella habitación alquilada de un hotel
ostentoso e inane, al último nivel de la caída del profesor Lex
—que la veía aún como el punto de referencia en que se
obstina la mirada del francotirador que avanza en zig-zag,
cuerpo a tierra, buscando un abrigo— y las luces se ausentaban
ya del exterior, con cierta misericordiosa austeridad, como en
un ritual melancólico, abandonando al mismo unánime silencio
—los movimientos, en aquella desmayada luz grisácea, se
espiritualizaban extrañamente— el fracaso matrimonial del
profesor Lex, su carrera de actor segundón y playboy de una
estrella declinante —y, finalmente, lo que resumía su vida, la
última baza del juego y la única verdadera: el sentimiento de la
imposibilidad del amor.
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IX

¿P or qué soporta el hombre la vida? No hay una


respuesta universal a esta universal pregunta. Cada
hombre tiene la suya: se vive porque así lo dicta el
azar, porque así lo quiso: que nos retuviera la sonrisa
de una mujer en una calle mal iluminada o sus hombros
desnudos entre el humo de los cigarrillos y la música de una
pianola, o una pelota de colores vivos rodando por el césped
del parque un día soleado de nuestra infancia; o más aún: los
recuerdos más dulces, los que no sospecha nadie: porque
¿quién podría —muchas veces— imaginar la secreta clave de la
vida de este o aquel hombre —al cual, sin embargo, vemos tal
vez casi a diario, y del cual creemos saberlo todo porque
conocemos sus actos, cuando éstos nada son sin el motivo que
los rige; el motivo y no los motivos, porque no importa aquí la
causa concreta que, ante determinada circunstancia dada, nos
ha llevado a tomar —por decisiva que fuere— esta o aquella
resolución, sino lo otro, lo más hondo —lo que informa una
vida? Nos lleva cogidos de la mano aquel lejano titilar: en la
noche de luna llena —noche de san Juan— había salido
anhelante: a lo lejos, al otro extremo del jardín, la música, los
farolillos japoneses, las voces de los invitados —discretos, de
levita y volantes de organdí—, la verja, solemne en la
oscuridad, y aquel resplandor dorado más allá de las cortinas:
todos somos alguna vez aquel niño que se escapó de noche al
amparo de la penumbra —por los pasillos y la galería
cubierta— y corría, porque Beatriz quizá le había visto (en
aquel cuarto de los estropajos, y se apretaba, la cabeza entre
sus muslos, contra aquel vello denso, mojado y pegajoso como
la cabellera de la Gorgona, con el inconfundible olor acre del
pubis femenino —no tan distinto del olor húmedo de las
bayetas que llenaba aquella habitación cerrada). Había
empezado a espiarla mientras ella fregaba; arrodillada, inclinaba
el cuerpo hacia adelante y se veían sus muslos —cubiertos de
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 30

un ligero vello parecido al de las axilas; porque era más bien


una mujer hombruna y en absoluto cuidaba su apariencia;
provenía de una familia de braceros, era casi analfabeta y se
expresaba con dificultad; bella, en modo alguno: los ojos
hundidos, la frente angosta bajo una abundante mata de pelo
castaño; y miraba con obtusa fijeza; aunque tal vez sabía y
comprendía más de lo que aparentaba; pero, por lo demás, no
había que suponerla capaz de sentimientos evolucionados; y
nunca se supo en virtud de qué impulso favorecía los deseos
de Mauricio. Porque al principio se produjo una escisión, un
corte transversal de personalidad. Mauricio se levantaba como
todas las mañanas —y tenía que ponerse la chaquetilla de ante
con botones dorados, el corbatín azul marino, las botas de
hebillas plateadas, la gorra de plato con la divisa de la
Academia en sinople y gules; todo el ajuar y los arreos de aquel
colegio militar rancio y siniestro, como uno de estos cromos
con una formación de regulares desfilando ante la bandera —
con un brillo de charreteras y correajes que la imaginación del
espectador debía suplir donde nada entregaba la glauca
opacidad del icono— que venían antaño, con escenas alusivas
al Transvaal y a la guerra de los boers, en las tabletas del
chocolate, para estimular el sentimiento patriótico de los
muchachos que luego darían vivas a Charles Maurras o a José
Antonio Primo de Rivera. Se quedaba inmóvil ante el espejo,
alisando con la mano los pliegues de la camisa de sarga azul
celeste, remetiendo la abotonadura del cuello duro —que debía
estar siempre blanco y rígido, y era lavado y planchado
semanalmente por Beatriz; cuyos senos olían entonces a
almidón— y el cristal le devolvía la imagen —tenía catorce
años—de un adolescente, enlevitado como un maniquí, salido
de la aureola de un camafeo de tocador que representase —
como sagrario de los recuerdos de algún lejano tío abuelo
románticamente muerto en plena juventud— la estampa
abolida de un húsar cuya sonrisa se fijara, como en una
fotografía defectuosa, en un rictus borroso y mecánico, falto
de espontaneidad y de vida —mientras la mirada, perdida
como en éxtasis, se congelaba en las aguas azules del espejo.
Había, entonces, como un código de los modos y expresiones
rituales que debían presidir las relaciones —parcas y
estrictamente consignadas en las cláusulas de un no escrito
pacto de servidumbre semejante al que, con los sórdidos
recursos que a la fuerza dicta la astucia, una nación poderosa
impone a otra que necesita su ayuda para hipotecar su dignidad
por unas prebendas— entre el señorito (como le llamaban) y la
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 31

doncella. Porque Mauricio en absoluto los transgredía, y diríase


que —especialmente puntilloso— ni por la imaginación le
pasaba tutearla o hacer derivar la conversación —si
conversación podía llamarse a aquel intercambio impersonal de
datos prácticos relativos al servicio— hacia una zona de mayor
intimidad. Porque por las noches se masturbaba lentamente
ante el espejo, y, a la luz de alfanje de la luna sobre su cuerpo
desnudo —que a veces, por un détour imaginativo parecido al
que presidía la instalación de ciertos prostíbulos de lujo, cubría
parcialmente con alguna prenda militar (pues Mauricio sentía la
característica atracción del homosexual pasivo por el uni-
forme)— su imaginación se nutría —y para qué enumerarlas:
son comunes— de las fantasías más diversas, siendo
especialmente recurrente la que operaba en su cuerpo la elipsis
—tanto visual como mental—que, sin privarle de la frágil y
ambigua condición del adolescente, metamorfoseaba —por
separado: supliendo el todo por inducción y extensión— en
partes de un cuerpo femenino (Dánae, desnuda y nacarada
como en un cuadro de Tiépolo) aquellas partes de su propio
cuerpo —y, a su edad y con su imaginación e inexperiencia del
sexo contrario, eran aún bastantes—, susceptibles de ello por
su suavidad o más bien por cierta vaga e indefinible calidez
sensorial —aquellos tonos bronceados oscuros —y la súbita
revelación de la blancura o el brusco y brutal chafarrinón
negro del pubis. (Y de ahí, con la puerta del cuarto de baño
cerrada, aquellas dilatadas y delicadas toilettes ante el espejo —
desnudo como el gladiador que con tridente dorado adornase
una caja de música: por más que sus fantasías eróticas adultas
fueron después de otra índole— y esto prueba que su
homosexualidad, por lo demás tardíamente manifestada, no
ofrecía los caracteres regresivos de adherencia al mundo
infantil que otras veces delatan en el homosexual al hombre
manqué, al que es homosexual por incapacidad de entrar en el
mundo adulto.) Pues bien: educado en un colegio religioso e
incapaz por consiguiente de asociar a ciertas escenas, a ciertas
degradaciones, a las mujeres de su familia (puesto que él
ignoraba aquellas conversaciones en la veranda, bajo el
encañizado, entre la prima Susana y la primita Mercedes, la de
los ojos azules, cuando la primita Mercedes venía a pasar unos
días —desapacibles casi siempre, con llovizna y un viento
racheado que expulsaba del paseo a los turistas de leontina y
canotier en sus landós amarillos— a fines del verano: y las dos,
sorbiendo un helado, un granizado de café o una horchata...), a
menudo la imaginación, por contrapartida, le presentaba a las
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 32

domésticas (en quienes concurrían, como en las noveles de


Sade, caracteres de sumisión y pasividad que las hacían objetos
idóneos de sus fantasías) implicadas en estas escenas eróticas
que al principio se habían reducido al desdoblamiento operado
por la hipóstasis del narcisismo entre sus dos mitades —el yo
masculino y el femenino, como si un hermafrodita se amase a
sí mismo en las escenas ante el espejo. De suerte que, ante
Beatriz, pronto acabó por dividirse —en una suerte de
respuesta a la antigua división erótica ante el espejo— en dos
Mauricios: el William Wilson-Mauricio que la deseaba y (la
situación es trivial, qué duda cabe, y por sabida pudiera
omitirse) el que mantenía las formas. Pero esta escisión hizo
crisis una tarde en el lavadero. Mauricio —el calor que
aserraban las chicharras en el emparrado, la quietud del brocal
y el pozo cubierto de un musgo verdinoso, secular, donde la
caída de una piedra en las mansas aguas del fondo quebraría,
tal vez, la imagen del rostro de una doncella ahogada cien años
antes— se había quitado las charreteras y el corbatín, y,
desnudo de cintura para arriba, la gorra en una mano y el sable
de gala al cinto, se acercaba al pozo para refrescarse. Beatriz,
apoyada en el pretil....
Los pupitres de la Academia tenían en el centro una carpeta
negra, rectangular, con un cartabón, una escuadra, un compás,
la escribanía dorada con un emblema, el tintero y la plumilla.
Las pizarras —verdes, lisas— entregaban con el hieratismo de
su encerado los difusos ángeles de tiza que desfilan al fondo de
los sueños adolescentes: en el recuerdo, los guarismos se han
animado. Tendida en la hierba, en el cegador y lóbrego
mediodía, las piernas abiertas como en crucifixión y la falda
verde subida hasta la cintura —porque hubiérase dicho que un
extraño vendaval la derribó en este trance: inmolada, no
vencida—, Jane se mordía los labios y sus uñas pintadas de
rojo oprimían a intervalos regulares las puntas de sus pezones.
Tengo esta imagen y no sé de dónde la tengo: un fogonazo se
produce en la memoria, y volvemos a vivir una escena que no
recordamos haber vivido. Las escenas vividas —es curioso—
rara vez se fijan en la memoria con esa precisión que
caracteriza a las que desde el sueño y sus bosques de olmos
inmemoriales nos asaltan. Fue a la salida de la fiesta de
cumpleaños que daba el hijo del federal. Warren llevaba
abierto el cuello de la camisa; y la corbata, floja y torcida... le
veo aún.
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C omo Lex para Mauricio —que sabía confusamente algo de


su padre: un hombre raro de la ciudad, con rostro de
actor, y que de hecho había actuado en algunos music-halls de
poca monta; y de su madre: María Bauer, que algunas tardes de
su infancia había venido a verle, en el crepúsculo malva, con
un cestillo de fresas—había sido su padre, el mayor Lex, para
Lex. Más que el recuerdo, era la tradición oral lo que
alimentaba su memoria de una época y unas gentes abolidas:
toda aquella confusa dinastía —como los naipes revueltos de
una baraja— de damas y caballeros, señores y señoritas,
generales y mayores, capataces y contramaestres: las barcazas,
como figuras de un complicado y vistoso juguete mecánico,
surcando el río espeso y sigiloso, cuyo lecho, cubierto de un
denso limo bíblico, daba abrigo a los caimanes; y, en las barcas,
el mundo de los fulleros y de las damas errantes del Talerno:
aquellas mujeres misteriosas, pelirrojas teñidas bajo sus
sombrillas, de quienes se decía que —al igual que las sirenas—
perdían a los navegantes (aquellos bateleros desaparecidos para
siempre en el río que no dejaban tras sí más rastro que una piel
de oso flotando sobre las aguas chapoteantes como el em-
blema de la condenación) y que estaban destinadas
(eternamente, pues eran inmortales; y vivían en los claros de
los bosques ribereños) a errar por el azul y lúgubre Talerno.
Como ellas, como ellas mi destino y el destino del mayor Lex;
que van y vienen con el viento que desflora los chopos del
Talerno; como ellas este viento que me lleva hacia la muerte —
y en el viento va todo: atención, timoneles. Así esta historia,
historia como de un niño que juega con los dados —y, una
tarde ominosa, Mauricio (escapado del colegio militar; las
botas al pie de la cama y el espadín depuesto, apoyado en la
pared —como el cadete de una novela de Mérimée—) pudo
comentarla —borracho de cerveza—, con Bárbara, la
prostituta de los grandes senos (los globos de luz de la
cervecería)—, termina, no en el fuego ni la apocalipsis, no con
el recuerdo de la pólvora y las bayonetas del mayor, no en la
soledad estupefacta y rencorosa de Mauricio— ni siquiera en la
Pere Gimferrer L A C A L L E D E L A G U A R D I A P R U S I A N A 34

pasión y muerte de María Bauer, sino en el silencio, el silencio


azul y el viento sobre los chopos —en el Talerno— con toda
la memoria y las voces de los vivos y los muertos —lo que
queda después del olvido (porque se ha escrito mucho del
recuerdo; pero falta escribir del olvido, y yo os digo que el
olvido es hermoso). Calla, calla el Talerno.

Palma de Mallorca, julio-agosto 1969

Esta edición de LA CALLE DE LA GUARDIA


PRUSIANA se terminó de imprimir en los
talleres de Hurope S.L. el
2 de marzo del 2001

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