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Mirada de Jesús

DJN

SUMARIO: 1. Jesús, la mirada de Dios -2. La mirada al


"Joven» rico: Una mirada de cariño perdida. - 3. La mirada a
Zaqueo: Una mirada aceptada. - 4. La mirada a la naturaleza:
Una mirada sapiencia) y festiva. - 5. Mirada airada. - 6. La
mirada a Pedro. - 7. La mirada a Judas. - 8. La mirada a la
mujer - 9. La mirada desde la cruz.

Las posibilidades de acercarse al Evangelio y de acercar el


Evangelio a nuestras vidas son insospechadas; en buena parte
dependen de la sensibilidad del lector/oyente. Frecuentemente
hacemos una lectura/escucha reducida del Evangelio porque
nos acercamos a él desde una perspectiva limitada -intelectual
o moralizante-, olvidando otras vías de acceso como la del
sentimiento, la estética. En el Evangelio hay que prestar
atención a todo: a las palabras y a los silencios (Mc 15,5; Mt
26,23); a las obras y a los gestos. Porque el hombre no sólo se
expresa verbalmente; tiene otros medios y modos, entre ellos
la mirada. ¡Qué mirada tan expresiva!, solemos decir.

Hay miradas indiferentes y de indiferencia, concupiscentes,


irrespetuosas; hay también miradas de ternura, confidenciales,
alentadoras...

¿Cómo era la mirada de Jesús? A Jesús no sólo no hay que


perderle de vista (Hb 12, 1-2), sino que tampoco hay que
perder de vista su mirada ni su punto de mira, el corazón. Los
evangelios conservan diferentes «miradas» de Jesús; si los
ojos son el reflejo del alma, a través de ellas podremos llegar a
conocer los «sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,6), para
interiorizarlos y hacerlos propios. Y todos necesitamos ese
cruce de miradas clarificador, pues en la mirada de Cristo se
percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las
raíces más profundas del ser.
Contemplar la mirada de Jesús nos servirá, también, para
aprender a mirar cristianamente la realidad. Te aconsejo colirio
para ungir tus ojos y poder ver, advirtió el Testigo fiel al ángel
de la Iglesia de Laodicea (Apo 3, 18). Contemplar la mirada de
Jesús puede surtir en nosotros los efectos de ese colirio
clarificador.

1. Jesús, la mirada de Dios. «De muchos modos habló Dios en


el pasado a nuestros Padres; hoy nos ha hablado en su Hijo»
(Hb 1, 1-2). Sin apartarnos del espíritu de esta afirmación,
podemos decir: «De muchos modos miró Dios en el pasado al
mundo y al hombre; hoy nos ha mirado en el Hijo». Miró a su
obra creadora: «Vio Dios todo cuanto había hecho, y he aquí
que estaba muy bien» (Gn 1, 31). Miró al hombre y a su obra
demoledora: «Viendo Dios que la maldad del hombre cundía en
la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón
eran puro mal de continuo, le pesó a Dios de haber hecho al
hombre, y se indignó en su corazón» (Gn 6, 5-6; ef Sal 14, 2).
Miró a su pueblo en Egipto: «Bien vista tengo la aflicción de mi
pueblo en Egipto... conozco sus sufrimientos. He bajado para
librarle» (Ex 3, 7-8). Dios no sólo ha hablado al mundo y al
hombre, también los ha mirado, y Jesús es esa mirada plena,
definitiva y exhaustiva de Dios. Cristo no es sólo la Palabra de
Dios encarnada; encarna también su mirada: entrañable,
benevolente, misericordiosa, paterna. «Tanto amó Dios al
mundo que le envió a su Hijo único, para que todo el que crea
en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Y si a
Jesús, en cuanto encarnación de la Palabra de Dios, hemos de
escucharle (cf Mc 9,7); en cuanto encarnación de su mirada,
hemos de contemplarte con atención (cf Lc 4, 20), porque el
modo de ser y de hacer de Jesús nos traducen la mirada de
Dios. Descubrir esa mirada profunda, personal y cordial
manifestada en Jesús nos ayudará a superar los miedos, a
deshacer las dudas y a iluminar las oscuridades de nuestro
caminar en la vida, sabiendo que «Tú me sondeas y me
conoces... y que todas mis sendas te son manifiestas» (Sal
139, 1-3).

2. La mirada al «Joven» rico: Una mirada de cariño perdida. A


pesar de que el relato lo transmitan los tres evangelios
sinópticos, la mirada la conserva sólo el de san Marcos (10,21).
Un hombre rico busca caminos de salvación. Su pregunta -
¿Qué he de hacer para conseguir la vida eterna? (Mc 10, 17)-
deja entrever el desconcierto de la gente piadosa de aquel
tiempo ante las variadas interpretaciones de la Ley. Se acerca
a Jesús, llamándole Maestro bueno, porque sabemos que eres
veraz..., y que enseñas con sinceridad el camino de Dios (Mc
12,14). Pero Dios ya había hablado; por eso Jesús le remite a
la palabra de Dios: los mandamientos (Mc 10, 19).
Expresamente recuerda los mandamientos de la «segunda
tabla», los llamados mandamientos sociales. Y es que a Dios
no hay que buscarle por sendas ocultas: El nos sale
permanentemente al encuentro en el prójimo. La reacción del
hombre -Todas esas cosas las he observado desde la
adolescencia (Mc 10, 20)- parecía poner fin a la cuestión: podía
estar tranquilo, estaba en el buen camino. Sin embargo todo
comienza a partir de ahí. Conmovido y cautivado por la
honestidad y sinceridad de aquel hombre, Jesús, mirándole,
sintió cariño por él y le dijo: «Una cosa te falta. Vende cuanto
tienes y dalo a los pobres... y luego sígueme» (Mc 10, 21). Al
mero cumplimiento de la Ley, Jesús ofrece la plenitud de la Ley
(cf Mt 5, 17). La propuesta, exigente sin duda, va envuelta en
una mirada de cariño, que, si reconoce y celebra el bien hecho,
es, sobre todo, estímulo para nuevas conquistas: liberarse para
seguirle. El v. 22 es sombrío, la luz que se había encendido en
la mirada y con la mirada de Jesús, se apagó inmediatamente.
Quien se acercó corriendo (Mc 10, 17), se retiró entristecido y
disgustado (Mc 10, 22). Si Jesús le hubiera pedido un aumento
sustancial de sus limosnas, probablemente no se habría
echado atrás; pero le pidió... ¡hacerse limosna! Aquel hombre
cumplía «los» mandamientos sin cumplir «el» mandamiento:
amar a Dios sobre todas las cosas (Ex 20, 3-4). El final del
encuentro es decepcionante, ¿por qué? Quizá porque aquel
hombre oyó sólo las palabras radicales de Jesús, pero no le
miró a los ojos. De haberlo hecho, habría descubierto que esa
tarea imposible para los hombres, no lo es para Dios. Pues
Dios lo puede todo (Mc 10,27). Y Jesús es esa mano tendida
por Dios para hacer posible lo imposible.

3. La mirada a Zaqueo: Una mirada aceptada. Los elementos a


destacar en este relato, exclusivo del evangelio de san Lucas
(19, 1-10) son múltiples y significativos. Entre esos elementos
quisiera subrayar uno: la mirada, o mejor, las miradas, porque
hay dos: la de Zaqueo, curiosa, y la de Jesús, salvadora.
Zaqueo, jefe de publicanos, intentaba ver quién era Jesús (19,
2.3). Quería conocer al hombre que, a diferencia de los
escribas y fariseos, no condenaba, sin más, a los publicanos;
pero no quería ser visto, porque tenía mucho dinero (19, 2) y
no era conveniente mezclarse con aquella gente desclasada
que acompañaba al rabbí de Nazaret. Por eso se subió a un
sicómoro para verlo, pues debía pasar por allí (19, 4). Quería
ver sin ser visto; pero no consiguió su propósito, o lo consiguió
sólo a medias. Al pasar Jesús, con su atenta mirada, le
descubre, camuflado entre el tupido ramaje del sicómoro, y,
sobre todo, le descubre el futuro. La mirada de Jesús se
traduce en deseo: Quiero hospedarme en tu casa (19, 5).
Zaqueo aceptó ser descubierto y aceptó el descubrimiento que
aquella mirada le ofrecía. No se lo pensó dos veces, bajó
deprisa y lo recibió con gozo (19, 6). Y ya no apartó sus ojos de
los de Jesús. Era verdad aquel rumor-crítica de que el profeta
de Nazaret era amigo de publicanos y pecadores (Lc 7, 34) y
que no tenía reparos en compartir con ellos la mesa (Mc 2, 15).
¡El lo estaba experimentando ahora! En aquella mirada,
Zaqueo se sintió llamado y amado. Jesús no juzgó su vida ni la
moralizó, sencillamente la visitó. Y esa visita cordial, abierta y
desprogramada fue suficiente para que Zaqueo comprendiera
el alcance del gesto. Ninguna reconvención, ningún reproche...
Jesús le miró. Y en aquella mirada Zaqueo descubrió
esperanza, futuro, amor...; y aquella mirada le convirtió: Señor,
voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y en caso de que
haya defraudado a alguien, le devolveré el cuádruplo (19, 8).
Todo terminó en fiesta, con un cambio trascendente: el
publicano Zaqueo es reconocido como hijo de Abrahán (19, 9).
Y es que saber mirar puede ser el estímulo para iniciar nuevos
caminos.

4. La mirada a la naturaleza: Una mirada sapiencial y festiva.


En esta hipersensibilización ecológica en que estamos
inmersos, la presente reflexión podría parecer una concesión a
la moda en curso, pero no es así. La naturaleza fue objeto de
una atención particular de Jesús. El fuerte ritmo que en los
últimos años impuso a su vida, no le impidió admirar la belleza
de los lirios (Mt 6,28), la libertad de las aves (Mt 6,26), el
secreto germinar de las plantas (Mt 13, 26), el explosivo brotar
de los árboles (Mt 24, 32) el sentido de la dirección de los
vientos (Lc 12, 55) o la variedad cromática de los cielos (Mt 16,
2-3)... Si no pareciera un anacronismo, podría decirse que en
Jesús se daba ya lo que más tarde se ha llamado «visión
franciscana» de la creación. Para él la creación no era una
cosa, sino una obra de Dios, providentemente cuidada y
portadora de un profundo mensaje. La mirada de Jesús a la
creación es doble: estética, cautivada por su belleza y armonía,
y sapiencial, capaz de escuchar el «sentido» y la «voz»»
depositados por Dios en ella. Jesús conocía y en él resonaban
las palabras del salmo 19: Los cielos cuentan la gloria de Dios,
la obra de sus manos anuncia el firmamento..., y las del canto
de Daniel (Dn 3, 57-88 donde toda la creación es invitada a
unirse a la aclamación universal de la gloria de Dios, preludios
ambos del canto franciscano del Hermano Sol. Y es que la
creación no es una realidad afónica, muda, sino elocuente.
Escuchar la voz de la creación ayuda a escuchar la voz de
Dios; y contemplar la creación desde esa expectativa supone
adoptar un ángulo de visión, una perspectiva lúcida y luminosa.
Frente a la mirada egoísta y explotadora, la mirada de Jesús
revalida y reivindica la gratuidad y la belleza de la creación,
surgida de las manos amorosas de Dios.

5. Mirada airada. No es una mirada fácil de asimilar, quizá por


eso los evangelios de Mateo (19, 9-14) y Lucas (6, 6-11) la han
omitido; sin embargo es una mirada real y evangélica (Mc 3, 1-
6). Les invito a leer el texto del evangelio de Marcos apenas
citado. La actitud hipócrita, inhumana e impía de aquellos
legalistas fariseos apenó profundamente a Jesús, que «les
miró con ira» (Mc 3,5). Nos resulta difícil encajar esta mirada
en quien se manifiesta «manso de corazón» (Mt 11,29) y
declara «bienaventurados a los mansos» (Mt 5, 4). Nos resulta
difícil encajar esta mirada en quien prohíbe airarse contra su
hermano (Mt 5, 22)... Nos resulta difícil encajar esta mirada..., y
sin embargo es una mirada de Jesús. No es la ira del arrebato
pasional e irracional, sino la del dolor por la ausencia de
compasión; expresión de una humanidad dolorida por la falta
de humanidad, sofocada con el pretexto de observancias
religiosas. La ira de Jesús prolonga y evoca la ira de Dios en el
Antiguo Testamento, que no es sino un antropomorfismo (un
modo humano de hablar) para expresar el dolor de Dios y su
no indiferencia ante el deterioro del hombre por el pecado. La
mirada airada de Jesús expresa la decepción por unos guías
ciegos, que no sólo confunden a Dios sino que lo deforman y
no comprenden que la gloria de Dios es que el hombre viva. La
mirada airada de Jesús es una mirada revulsiva, para sacar a
aquellos hombres de una religiosidad ritual, que se nutría de
observancias, y colocarlos en el camino de la fe, que «se actúa
en la caridad» (Gal 5, 6). También nosotros necesitamos
contemplar esta mirada airada, porque puede que aún
participemos de aquella dureza de corazón que Jesús,
apenado, descubrió en sus contemporáneos.

5. La mirada a Pedro. Seguramente que las miradas de Jesús


y de Pedro se cruzaron muchas veces (Jn 1, 42; Mt 16, 17-18.
23- 17, 25ss; 26, 33-35; Jn 13, 6-10), pero hay una del todo
particular, porque es la última y en una situación límite; la
transmite sólo el evangelio de san Lucas. Pedro acababa de
negar y renegar de Jesús... «En aquel momento, estando aún
hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y
recordó Pedro las palabras del Señor... Y, saliendo fuera,
rompió a llorar amargamente» (Lc 22, 60-62). ¡Imposible entrar
en el misterio de ese cruce de miradas! ¡Cuánta comprensión y
esperanza debió percibir Pedro en ella! Se sintió descubierto,
sí, pero no condenado. Más que de reproche, la mirada de
Jesús fue una propuesta renovada de amistad. Una mirada
dolorida, porque el amor nunca es indiferente ante la
infidelidad, pero sobre todo fue una mirada acogedora y
compasiva, porque «el amor no lleva cuentas del mal» (1 Cor
13, 5). A la luz de esa mirada, Pedro, en un instante, releyó
toda su vida, no sólo aquel momento y lloró, pero no
desesperó. Aquella mirada le hizo renacer; se dejó mirar así y
esto le salvó. A diferencia de Judas, quien rechazándola, «fue y
se ahorcó» (Mt 27, 5). La mirada de Jesús es siempre una
oportunidad. Como en la parábola de la higuera estéril, cual
viñador celoso, él está siempre dispuesto a pedir otra
oportunidad al dueño de la viña para aquella higuera
infructuosa, antes de proceder a su arrancamiento. Mientras
tanto, se encargará de cavar en su derredor y abonarla
convenientemente a ver si logra que dé frutos (Lc 13,6-9).

Este es siempre el tono de la mirada de Jesús: propuesta


misericordiosa de salvación.
7. La mirada a Judas. Se ha escrito mucho sobre el beso de
Judas; no tanto sobre la mirada a Judas. Y debió ser muy
elocuente. El seguimiento de Jesús por parte de Judas
transcurrió entre el entusiasmo y la decepción; y ésta acabó
imponiéndose. Su traición es el resultado de una ilusión
frustrada. Como los discípulos de Emaús, Judas esperaba que
Jesús «sería el que iba a librar a Israel» (Lc 24, 21) y, como el
resto de los «diez», se sintió molesto ante las pretensiones
hegemónicas de Juan y Santiago (Mc 10, 41). ¿Amaba Judas a
Jesús? ¿Lo seguía sólo interesadamente? Nunca lo sabremos
con certeza. Lo que sí sabemos con seguridad es que Jesús
amaba a Judas y se fiaba de él; por eso le eligió para formar
parte de los Doce (Mc 3, 13ss) y le confió la administración de
los bienes Jn 12,6; 13, 19). La traición, pues, no era sólo el
fracaso de Judas, también para Jesús suponía un fracaso.
¡Tanto tiempo, tanta intimidad..., perdidos! Hasta el último
momento Jesús intentó recuperarlo. Por eso lavó los pies que
ya habían hecho parte del camino de la traición. En Getsemaní,
en el momento del beso, en los Ojos de Jesús debió aflorar
una tristeza infinita, no tanto por El, que ya había asumido
beber el cáliz (Mc 14, 36), cuanto por la pérdida de un amigo.
Así le afrontó Jesús al acercarse: ¡Amigo! (Mt 26, 50). No le
retira la amistad; se la recuerda y se la ofrece de nuevo. Es el
encuentro de dos libertades: la de Judas, que se vende y
vende, y la de Jesús, que se entrega y perdona, ofreciendo la
mejilla, agredida por el beso traidor de un amigo equivocado.
Era una nueva oportunidad. Desgraciadamente, al parecer,
Judas no lo entendió.

8. La mirada a la mujer. En una cultura como la judía, en la que


la mujer era considerada una realidad devaluada. «Bendito
seas, tú, Señor, porque no me has hecho gentil, mujer o
esclavo», rezaba tres veces al día todo varón israelita, la
actitud de Jesús resultó llamativa: no rehuyó su encuentro; mas
aún, no dudó en dejarse acompañar en su ministerio público
por un grupo de mujeres, que le fueron fieles hasta la muerte
(Lc 8, 1-3; Mc 15, 40-41) y aún después (Mc 16, 1-8). Desde su
celibato por el Reino, Jesús no dudó en acercarse a la mujer y
mirarla con buenos ojos y sentimientos de profunda
humanidad. De hecho, el mundo femenino ocupa un puesto
relevante en el Evangelio. Buena parte de los milagros tienen
como destinatarios a mujeres: la suegra de Pedro (Mc 1, 29-
31), la hemorroisa (Mc 5, 25-34), la hija de Jairo (Mc 5, 21-
24.35-43), la hija de la sirofenicia (Mt 15, 22-28 la mujer
encorvada (Lc 13, 11-13)...; y el «lenguaje femenino» inspira no
pocas parábolas: la de la levadura (Mt 13, 33), la de la dracma
perdida (Lc 15, 8-9), la de los dolores y alegrías del parto (Jn
16, 21), la de las diez doncellas (Mt 25,1ss); la de la viuda
insistente Lc 18, 1-8)... Jesús miró con compasión a la mujer
cananea (Mt 15, 28) y la viuda de Naín (Lc 7, 13) con dignidad
y misericordia a la pecadora pública (Lc 7, 13) y a la adúltera
(Jn 8, 1-11); con confianza a la samaritana (Jn 4, 1ss); con
amor a las hermanas de Lázaro (Jn 11, 5); con ternura a María
Magdalena (Jn 20,11-17); con generosidad a la pobre viuda
(Mc 12, 41-44)... ¡Y cómo miraría a su madre! Los evangelios
son parcos al respecto. Pero sabemos algo significativo: para
ella, para María, fue su última mirada, desde la cruz (Jn 19,26-
27). La mirada de Jesús hacia la mujer fue una mirada surgida
de un «corazón limpio» (Mt 5, 8): libre y liberadora, adulta y
madura (no dura), dignificadora, estimulante,
responsabilizadora, afectiva y sin prejuicios..., que ama,
enseña a amar y genera amor. Una mirada de la que todos
tenemos que aprender.

9. La mirada desde la cruz. En este acercamiento a las miradas


más significativas de Jesús resulta inevitable contemplar su
mirada desde la cruz. Lugar difícil para adoptar posturas
artificiales; lugar inhumano y cruel, atalaya de vigías
marginados; lugar, sin embargo, privilegiado para contemplar la
vida y probar la autenticidad de los valores en los que uno
cree. La cruz es un lugar alto, elevado, «Cuando sea elevado
sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32), y un lugar
obligado para muchos; desde el que surgen miradas muy
diferentes: miradas turbadas y enturbiadas por el dolor y la
desesperación, miradas que cuestionan la bondad de Dios y le
interpelan; miradas de resignación impotente; miradas de
iluminada esperanza... ¿Y la mirada de Jesús? Se me antoja
tridimensional:

- Hacia arriba: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»


(Lc 23, 45
- Hacia los lados: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,
43)

- Hacia abajo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo...» (Jn 19, 26-27).


«Perdónalos, no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

Hasta el final, la mirada de Jesús fue pro-existencial, como fue


toda su vida. Murió como vivió: mirando por los otros y hacia el
Padre. Su última mirada fue una mirada libre, no cegada por el
dolor, sino iluminada por el amor, poniendo en práctica lo que
siempre proclamó: el amor y el perdón incondicional de Dios y
su entrega a la causa del Padre, al cumplimiento de su
voluntad.

Hay miradas que definen y resumen una vida. --> psicología.

Domingo Montero
6. El reconocimiento de Dios, primer paso de conversión (vers. 61b)
«Pedro se acordó de las palabras que le había dicho el Señor».
Pedro ha visto la mirada de Jesús y le ha penetrado dentro, muy dentro de su ser.
Aunque el texto no lo dice, seguro que se estremeció todo él. Y que ardió por el
dolor de sus negaciones: ¿cómo pudo suceder?, ¿por qué lo hice?… ¡Dios mío, ¿qué
he hecho?! Pedro comprende súbitamente su error, su inconsistencia, su pecado.
Pedro, el hombre destrozado y deshecho por su abandono de Dios, se reconstruye;
se siente invadido por el amor que desprende la mirada de Jesús. Se sabe culpable
y, al mismo tiempo, comprende que ha sido perdonado.
Esto es lo más terrible e incomprensible: ¿cómo puedo ser perdonado de mi pecado
sin haber hecho nada para merecerlo? Es algo que Pedro no alcanza a comprender,
que le supera: ¡no es posible que haya perdonado mi vileza! Y, sin embargo, se sabe
perdonado. Un perdón que genera una deuda de gratitud imposible de pagar.
Pedro sufrirá por el perdón de Jesús toda su vida; la pena de su pecado no le
abandonará nunca.

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