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Tula, el espejo celestial

1 noviembre, 1989 https://www.nexos.com.mx/?p=5624

Alberto Davidoff ( )

“…hoy estamos rodeados de ruinas y raíces cortadas. ¿Cómo reconciliarnos con nuestro pasado?”

O. Paz.(1)

“Las sucesivas imágenes de Quetzalcóatl ilustran las etapas que llevan a la materia a la luminosidad más
pura.”

Laurette Séjoumé.(2)

En Tula de Allende ocurre un fenómeno de ocultamiento y desvelación de la cabeza de un monte. Esto, que
en un principio parece aleatorio tiene, una vez leído, cierta sistematicidad y precisión que coincide punto a
punto con el complejo andar de Venus por cielo. Aparición y ausencia del monte Xicuco ocurren
deleitándose en lo simétrico y en lo único; dibujan una geometría de ejes, centros, cambios de lugar, con
una ligereza de bailarina que, para ser escenificada, necesitó un trabajo de excavación y acarreo de rocas y
de tierras, que duró varias generaciones y que sólo un sentido poderoso de la forma podría sostener.

Las cuatro fases de Venus se representan en Tula como una experiencia óptica y no como un mero símbolo.

Estamos frente a un complejo juego visual.

¿Qué sentido podría tener esta enorme concentración del paisaje? En su tratamiento de las fases de Venus,
el Códice Borgia nos muestra cómo estos puntos en el cielo sirven de referencia para un recorrido por las
fuerzas de la vida y de la muerte, de lo divino y de lo humano. Es cierto que Tula podría tratarse de la
edificación de lo que en el Códice está pintado, como si fuera un almacén de la memoria o un “teatro de la
memoria”, pero haríamos mal en no considerar que ambos pertenecen quizás a un sistema vivo de
conocimiento.(3)

La correspondencia entre esta sección del Códice y el sitio arqueológico queda establecida en tanto que la
disposición y tipo de edificios que aparecen en el Códice reproducen casi con la exactitud de un plano el
trazo de Tula. El que ambos tengan como lenguaje subyacente al movimiento de Venus, nos guiará en esta
breve apertura de una vertiente duramente castigada de la religiosidad antigua.

Su mundo ha sido destruido y enterrado cuando menos dos veces. La primera vez por la cultura militarista
que culminó con la quema de códices por orden de Ixcóatl a mediados del siglo quince; la segunda en la
Conquista española. En la Conquista el sistema religioso al que alude Tula, aunque todavía presente, ya
estaba sumido en la religión del sacrificio. Intentaré primero reconstruir algunos de los rasgos generales de
aquel sistema que sugieren las ruinas y el Códice para luego mostrar cómo se le ha ido ocultando.

Los mitos que hay sobre Tula transmiten también este problema, sobre todo cuando narran la caída de
Quetzalcóatl. Estos mitos reflejan una tensión religiosa, de la cual sólo conocemos bien el polo triunfante,
que es la religión del sacrificio. El otro polo no está descrito más que negativamente.

Dicen que Quetzalcóatl se opone al sacrificio de cualquier ser vivo, salvo de mariposas y serpientes
(símbolos de él mismo), como forma de devoción a los dioses, y que practica el autosacrificio en sus casas
de plumas, de oro, de conchas.
En el tiempo de su sacerdocio, florecen las artes, los oficios, la tierra. Es una Edad de Oro.(4)

La caída viene cuando Quetzalcóatl se niega a instaurar el sacrificio humano y de animales. La trampa que
le pone el embustero Tezcatlipoca es la de su propio nombre que significa espejo ahumado, raíz cercana a
la de “humanidad”. Tezcatlipoca le dice a sus demonios: “Yo digo que vayamos a darle su cuerpo”.

Pues bien, Quetzalcóatl se mira en el espejo doble que le tienden y pregunta, “¿qué es eso?”. Cuando se
reconoce, le afecta su propia fealdad y preocupado por cómo le miran sus súbditos, pide adornos para
embellecerse y sigue cayendo en la bebida, en el incesto, en la vergüenza de haber pecado hasta que se va,
en un peregrinaje que culmina quemándose en una pira que lo convierte en estrella de la mañana.

Así pues, al mirar su rostro humano el sacerdote pierde algo. ¿Qué estaría viendo antes? ¿Cuál es la otra
cara del espejo doble?

Otro mito(5) que narra la misma caída describe de otra manera la trampa de Tezcatlipoca. Esta vez el
embustero entra en un templo en el que hay una efigie de Quetzalcóatl y un espejo mágico. Aquí, en el
ámbito de lo sagrado, Tezcatlipoca entierra el espejo y destruye la efigie. Como vemos, en esta ocasión se
destruye el rostro divinizado del sacerdote y se oculta un espejo mágico. Se trata de la misma idea que la
primera pero invertida. Hay dos rostros y dos espejos. El espejo enterrado no es sino el espejo celestial.

De este espejo ya sabemos que es una reproducción de los movimientos del cielo, pero la existencia de dos
rostros en un sólo sacerdote nos obliga a pensar más allá de esa superficie de por si misteriosa. La imagen
remite a dos momentos: al cielo y al hecho de verse en el cielo. El autosacrificio se refiere entonces al
abandono del propio rostro. Esto, que nos pudiera parecer extraño, recorre en la antigüedad a muy diversas
culturas. Si recurro a Platón como intérprete de estas cosas del cielo es con el mismo afán arqueológico de
este ensayo, pues este papel de intérprete de mitos lo tuvo ya en la muy particular absorción de sus
planteamientos por el cristianismo. Entonces se formó algo del cristal con el que los cronistas miraron a las
culturas precolombinas. Allí se estableció una tradición interpretativa en la que seguimos inmersos. La
versión oficial del pasado sigue siendo la cristiana.

Para Platón(6) la importancia de la ciencia astronómica (los cuerpos sólidos en movimiento) en la


formación de los gobernantes consiste en introducir al que observa en la contemplación estética del cielo,
llevarlo a descubrir las relaciones, los ritmos para mirar allí “la verdadera igualdad o la esencia de lo
doblen, y poco a poco ascender hasta mirar los arquetipos del bien, de la justicia, de la virtud. Además de
su contenido positivo, para Platón la astronomía tiene una propiedad formadora del ser de los gobernantes.
Recordemos que el mito de Quetzalcóatl alía la función de sacerdote a la de gobernante.

Hay que tener en cuenta que la noción que podemos tener del “espacio” varía históricamente. Para la
percepción moderna el modelo dominante lo dan los ejes cartesianos. Esta eficiente abstracción del espacio
nos mantiene trabajando con niveles mínimos de realidad. Frente a ella podemos pensar a Tula como una
retícula de lo venusino que incluye a lo temporal como una dimensión más, a la aparición y desaparición de
objetos, pero sobre todo al círculo que vuelve al origen. Nuestra retícula cartesiana surge de un
distanciamiento de Dios. Quiero dejar claro que Dios aquí significa aquella creación, el cielo, en la cual
Dios, un ser idéntico a sí mismo, se hace visible o descubre con materia, espacio y tiempo lo que en su
primer modelo es sólo Alma eterna, invisible, que no nace jamás.

Mientras el espacio cosmológico dirige nuestra atención hacia lo no cambiante y eterno, el subespacio de
los ejes cartesianos dirige nuestra atención hacia el reino de la necesidad, de la materia. A la inversa de la
meditación cartesiana del no soy, el espejo celestial nos ofrece un soy que habitualmente despreciamos y
que por sí mismo niega a los asideros habituales de la persona.

Si hemos llamado a esta retícula hallada en Tula una retícula venusina, es por la importancia de este planeta
en ella. Primeramente el ciclo de Venus envuelve al del sol y al de la luna, dándole al mecanismo celeste
una armonía y una perfección descubiertas en el mundo mesoamericano. Pero además Venus ya fue elegido
entonces para simbolizar el acceso de los hombres al movimiento cíclico del cosmos. Esto también se
aglutina en la figura de Quetzalcóatl. Por una parte él es el inventor mítico del calendario; por la otra, es el
sacerdote que se convierte en estrella matutina o Venus, pero detrás del acontecimiento hay una fuerza. El
mito nos la señala como lo que el sacerdote descubre en el espejo. En la primera fase ésta se corporeiza o
desciende; en la segunda se purifica y asciende.

Una vez que le “regresan el cuerpo” al sacerdote, él de inmediato busca la belleza; después viene la
embriaguez y la procreación con su hermana. Esta es la primera fase del ciclo. En un principio no es fácil
descubrir que la fuerza que está guiando al sacerdote es el amor. Platón lo define como la búsqueda de lo
bello, pero adentrándose en el porqué de esa búsqueda descubre el deseo de la inmortalidad.

Esta fuerza puesta en el cuerpo se vuelve ganas de procrear y sostener a lo idéntico “para dejar un ser
nuevo en el lugar del viejo”.

Al procrear con su hermana Quetzalcóatl toca el extremo de este deseo de conservar la identidad del
cuerpo. Esta es la fecundidad según el cuerpo; en cambio, la fecundidad según el alma “culmina con una
contemplación de la belleza en sí… De ahí viene un contacto con la verdad… (ya que al que lo alimenta) le
es posible hacerse amigo de los dioses y también inmortal…”

Para lograr la inmortalidad es necesario purificar esta fuerza, cosa que hace Quetzalcóatl mediante el fuego
hasta convertirse en inmortal, no así en dios. Los cronistas son exactos al llamar a Quetzalcóatl demonio o
daimon, pues el Amor es intermedio entre lo mortal y lo inmortal. Sahagún nos habla de esa fuerza que
surge al inmolarse Xólotl, el doble de Quetzalcóatl. Esta misma fuerza es un atributo de Quetzalcóatl
aunque no siempre lo porta. Se trata de Ehécatl, el viento que pone en movimiento a los astros. Ehécatl
correspondería en el cosmos platónico a la corriente de lo Mismo que envuelve a la de lo Otro para guiar al
movimiento de los astros. El amor sería la manera en la que la corriente de lo Mismo, que proviene del
Alma, se encuentra entre los hombres.(7)

Este doble trayecto por el cuerpo y por el alma, trayecto único para el Amor, es el recorrido por
Quetzalcóatl en este mito. Sabemos que para Platón Venus-Afrodita está detrás de las transformaciones que
recorren lo esencial de la vida humana. Resulta casi una comprobación de lo que puede la astronomía el
hecho de que el mismo punto físico en el cielo sea el punto en el que ambas tradiciones concentran tal
simbolismo. En su versión romana, Venus concentra rasgos coherentes con las dos posiciones anteriores,
incluso nos ayuda a entender mejor las dificultades de Quetzalcóatl con los espejos.

Cuando Quetzalcóatl se asusta al ver su rostro, se preocupa por el lado estético del culto pues aquí la
belleza, y no el sacrificio, es la llave a los espíritus de los creyentes. Pero la trampa lo hace confundir la
belleza corporal con la espiritual, la divina con la humana. Su caída, sin embargo, no es más que la excusa
para narrar la amplitud del mito. Este amor que precisamente “rellena el hueco de manera que el todo quede
ligado consigo mismo”,(8) incluye la atracción física y la reproducción de las especies, y Quetzalcóatl
recorre en la oscuridad los intersticios del proceso que garantiza la sobrevivencia de animales y de
vegetales. El dios-sacerdote se ve envuelto ahora en su naturaleza física y su participación con las fuerzas
generativas permitirá conocer y mantener en buen estado el orden natural.

En el Códice Borgia, en la sección que Seler denomina “el Viaje de Quetzalcóatl por el Inframundo, hay un
compendio de imágenes que sitúa día por día un momento del ciclo del trabajo sacerdotal. Este ciclo tiene
su escenario en Tula. Se trata de una transformación de fuerzas que se da en un juego de espejos. El códice
es el contrapunto simbólico a las lineas depuradas de la arquitectura, y ambas no son más que
transcripciones de un ciclo celestial. Se trataría pues en términos neoplatónicos de una manera de lograr la
correspondencia entre el micro y el macrocosmos.

Códice, arquitectura y actividad del sacerdote ponen a Venus en el timón de la sociedad: dirigiendo el flujo
vital, por ejemplo, a las artes y no a la guerra. Esta “integración del tiempo” implica una transformación
anímica. El sitio ceremonial, la calca del cielo, sería el escenario utilizado para experimentar y transmitir
estos valores, posibilitando él mismo el acceso a los tesoros dispuestos ya en el cielo.

La traducción cristiana de lo demoniaco será lo pecaminoso. San Agustín elabora teóricamente este enorme
trabajo que realiza la Iglesia. Su crítica elaborará una nueva versión del mito venusino. El instrumental
teórico que San Agustín utiliza fue recogido por los primeros evangelizadores para luchar con el paganismo
mesoamericano como en su día él lo hizo con el paganismo greco-romano. Pero esta crítica también ha sido
eficaz. Toda una vertiente ha desaparecido y cuando resurge de las ruinas la volvemos a ocultar. Pensemos
si no en el famoso “cuarto secreto” del INAH en el que los pocos que logran introducirse pueden mirar las
“antigüedades eróticas”.

San Agustín critica el “culto de las estrellas” indicando que en el cielo visible no se encuentra la verdadera
divinidad sino más bien los demonios y otros espíritus ligados al mal y al engaño. Este “ya no encontrar en
el cielo visible a la divinidad” culminará con la pérdida efectiva de una dimensión en nuestra forma de
conocimiento. San Agustín narra el porqué de este sacrificio de lo visible para alcanzar el amor divino. Este
es el mismo corte que hará surgir al mal en su teología.

Lucifer ha dejado de estar unido a Dios por quererse parecer a Dios. Estamos otra vez en el terreno de los
espejos; en el vaivén que se da entre lo individuado y lo divino; sigue siendo el problema de qué le sucede
al deseo cuando escoge una imagen u otra para reconocerse. A Lucifer se le castiga desterrándolo del cielo
más alto al cielo “turbulento” que vemos. “De allí (Lucifer) se dedica a engañar a los hombres, haciéndolos
creer que Dios es otro, quizás un ídolo o una estrella”. No debe extrañarnos que a este Lucifer muchos la
identifiquen con Venus en su fase de Estrella de la Mañana.

En lugar de la vergüenza de Quetzalcóatl queda la soberbia. Y es que probablemente Quetzalcóatl se


percata de que ha dejado de estar unido a Dios al ver su propio rostro. Sin embargo en el mito
mesoamericano se muestra este acontecimiento como una fase que el sacerdote deberá superar. El propósito
es el ascenso. A diferencia de Lucifer, Quetzalcóatl logra redimirse para volverse estrella de la mañana.
Pero quizá San Agustín estaría de acuerdo con esto y señalaría es cierto, allí está Lucifer. Lo que se prohibe
y se culpabiliza es el acceso a través de lo venusino a la divinidad.

Tal es el abismo que se pradujo desde entonces que todavía hoy acusamos de soberbia al bienaventurado
Narciso. Quizá necesitamos que se nos tranquilice sabiendo que lo que se ve en el espejo “es al mundo en
lugar de si mismo”,(9) como el niño Dionisio; y aunque éste muera despedazado por los titanes, estamos
seguros de que su juego fue inocente. En el fondo nos reconcilia el que no se haya mirado. Burkert señala
cómo no puede pasarse por alto la similitud entre la fiesta de Dionisio y la secuencia del Viernes Santo y de
la Pascua.(10) El que Narciso se autosacrifique para alcanzar su visión no lo acerca a nosotros. Hubiéramos
necesitado su despedazamiento físico. Pero este temor a la soberbia de quien se mira no esconde más que a
la soberbia. El proceso en el cual San Agustín también está inmerso desembocará en nuestro mundo laico
en que lo Divino ya no es reconocido como Causa. Aquella acusación que se le hace a Lucifer es el signo
de nuestros tiempos.

Que a Dios se le alcanza por el sacrificio es también la opinión de Tezcatlipoca. Para esto engañó a
Quetzalcóatl invirtiendo el espejo hacia su humanidad. Pero frente al paganismo, San Agustín ofrece “la
forma superior del sacrificio”. “Los demás sacrificios no son más que formas o figuras de éste que es el
verdadero”. “Por este sacrificio viene a ser Dios sacerdote, siendo El mismo El que ofrece, y El mismo la
oblación, la víctima y el sacrificio”.(11)

Esta reducción, o canalización precisa de lo divino, desembocó en la construcción de un Imperio. El


pensamiento se homogeneiza y se vuelve universal; se destruyen los pequeños cotos de los pueblos y las
particularidades apartando los obstáculos que impiden una explotación plena de los recursos. Es evidente
que el sacrificio resulta el signo de este movimiento.
Pero en Europa está viva, y con nueva fuerza desde el Renacimiento, otra comprensión de las posibilidades
de síntesis dentro del cristianismo. Pensemos en el movimiento neoplatónico y en la influencia de Erasmo
en España.(12) Los primeros cronistas y misioneros provienen de conventos franciscanos reformados en los
que no es letra muerta la apertura erasmiana hacia la cultura clásica. Erasmo señala la cercanía de los
platónicos y pitagóricos “a nuestra religión cristiana” y advierte cómo su manera de decir es figurativa,
llena de alegorías que requieren “buscar el espíritu bajo la letra”.

Además el Pseudo Dionisio ha tenido impacto en el cristianismo español de esa época. Su Dios no es más
bajo que el de San Agustín y, sin embargo, está presente en todas sus creaciones. No es necesaria la
mediación de un ritual único, mucho menos de un sacrificio. También acepta el lugar del contacto directo
con lo divino como forma de conocimiento. Para el Pseudo Dionisio todavía no está rota la delicada
hilación entre las emanaciones divinas que tienen como propósito guiar al alma de regreso al “que está
oculto en lo escondido”.

Gente formada así en los caminos abiertos hacia Dios debatía en la España del siglo XVI los temas que se
plantean en este ensayo. Y si se eligió a la élite franciscana de la Custodia de San Gabriel para llevar a cabo
la evangelización es porque los franciscanos son profundos conocedores de su especificidad espiritual y son
capaces de trazar una ruta por las múltiples corrientes que se están abriendo. Ellos trajeron ese rico río
revuelto para formar un Nuevo Mundo al que ellos mismos no podrán entender más que desde las mismas
ideas con las que luchaban en España.

Ya mencionamos que en los pueblos mesoamericanos, después de la caída mítica de Quetzalcóatl, los
métodos sacerdotales se ligaron otra vez al sacrificio. En Tenochtitlan quedó rota la iconología clásica de
los grandes centros ceremoniales. El meticuloso entramado de fuerzas cósmicas se redujo a la lucha del sol.
A este conflicto no sólo se le ha deformado en su magnitud dramática, pues existía como parte de un todo,
sino que se le añaden actores. Resulta que este sol ya no tiene la fuerza para seguir andando y ya no es el
papel de Ehécatl (simbolizado por el contacto que cada noche tiene el sol con Venus y de la periódica
quema de Venus en el sol), sino que son los hombres quienes pretenden participar en este drama cósmico.
El signo de la destrucción campea; la guerra y el sacrificio masivos son las únicas salidas para aplazar el
final de los tiempos y funcionan como salida organizativa: el Imperio, que así queda bien fundado. Estamos
en una época de soberbia.

Los aztecas no han olvidado a Ehécatl. Lo que cambió fue el método principal de acceso a lo divino. Pero
esta forma define al todo. Sobrevive una plática en la que Tlacaélel le recuerda a Moctezuma que ha que
renovar la efigie de Quetzalcóatl que se ha deteriorado “tanto que ya no queda memoria de ella y tiene que
ser renovada para volverse el dios al que tenemos que esperar, el que se fue al mar y al cielo”. Y quizás el
eco más evidente de que los principios de Quetzalcóatl siguen vivos es la interpretación de la llegada de los
conquistadores como el regreso del Dios al que se ha traicionado. Sólo se puede renovar lo que se recuerda.
Es más, uno de los presagios que surgieron en esta espera fina de Quetzalcóatl que llegaba con el final del
Imperio Azteca fue la aparición de un pájaro que lleva en la cresta un espejo celestial.

Pero el polo cristiano también trae al nuevo mundo su propia preocupación es catológica. Esta vez se trata
de terminar el Reino de Dios para traer el Final de los Tiempos. También aquí los hombres tienen una tarea
cósmica que justifica un Imperio. Ambos están construidos sobre una temporalidad nueva y se angustian
por el curso del tiempo.

Los misioneros se encuentran con una tradición compleja. Pareciera natural que las impresiones recogidas
por personas que alternan la función de cronista con la de inquisidor, que rompen los ídolos pero salvan a
las lenguas indígenas, hayan escogido como alter ego a la religiosidad más ligada al sacrificio. Su rostro
sangriento les dio la razón para eliminarla mientras que la estricta moral azteca, propia de las culturas del
sacrificio, les aportó la continuidad necesaria para construir el Reino de Dios. Las crónicas se fueron
volviendo la memoria de nosotros mismos. Pero por nuestro pasado también se recogió con multiplicidad
de voces que quieren decir, que necesitan callar, que exigen, que se someten quizá sólo en parte. Algunas
veces será la misma diosa Venus, o cualquiera de sus temidos atributos, quien se haga cargo de salvar del
olvido o de la incomprensión a partes de la realidad.

Cuando en el bellísimo Libro de los Coloquios se narra este contacto, los frailes les hablan a los nobles
indios de lo que es la nueva religión, no pueden sino decir para hacerse entender: “Jesucristo aquí en la
tierra, estableció su reino… el que se llama reino de los cielos y… tiene como nombre Sancta Iglesia
Católica… Por eso se llama reino de los cielos, porque nadie entrará en el cielo si no pertenece a la Santa
Iglesia”.(13)

“Y allí en su casa real hay muchas diferentes formas de bienes, riquezas; se guarda lo celestial, en su cofre,
su petaca”.

Este ocultamiento del cielo en su cofre simbólico no sólo se queda en la plática de los frailes: a los Señores
principales se les anuncia que deberán entrar a la Iglesia con todo y pueblo después de separarse de los que
han tenido como dioses, porque “…es necesario que sea lavado, que quede limpio lo que está oscuro, lo
que es vuestra suciedad, por medio del agua preciosa del Dador de Vida”.

Los gobernantes aztecas -cuyo oficio aquí también concierne a esta agua que limpia o a lo que ellos llaman
“agua divina”, y que no es otro que la guerra pues se trata de obtener sangre para el sacrificio- piden
consultar con sus sacerdotes, los quequetzalcóah (forma plural de Quetzalcóatl). A estos sacerdotes los
describen desligados de la sangre, como “sabios de palabra, su oficio, con el que se afanan dura la noche y
el día… los que miran, los que se afanan con el curso y el proceder ordenado del cielo, cómo se divide la
noche. Los que están mirando, los que cuentan, los que despliegan los libros, la tinta negra, la tinta roja, los
que tienen a su cargo las pinturas. Ellos nos llevan, nos guían, dicen el camino. Los que ordenan cómo cae
el año, cómo sigue su camino la cuenta de los destinos y de los días, y cada una de las veintenas. De esto se
ocupan, de ellos es el encargo, la encomienda, su carga: la palabra divina”.

Cuando los quequetzalcóah les explican lo que está sucediendo, ellos dicen, recogiendo con suave ironía la
imagen del reino celestial que han dado los franciscanos: “…romperemos un poquito ahora, un poquito
abriremos, el cofre, la petaca del Nuestro Señor”. Y a continuación hablan verdaderamente poco de su
religiosidad, pero lo suficiente como para que sepamos que su Dios es el mismo Dios único en nombre del
cual actúan los franciscanos. Los quequetzalcóah saben que no habrá diálogo, sólo se están definiendo los
términos de la capitulación. Todavía hoy podemos leer la enormidad de su silencio y entre líneas sabemos
que no son ellos los que se rinden sino los gobernantes dedicados al agua divina que quizá sinceramente se
convencen con esta forma superior del sacrificio. El reino celestial de unos es una práctica viva; el de los
otros ya sólo una promesa que se alcanza por un rito de sustitución.

Sahagún nos dejó en su Historia cómo dicen que eran las habitaciones de Quetzalcóatl: “Y tenía unas casas
hechas de piedras verdes preciosas, que se llaman chalchihuites, y otras casas hechas de plata y más otras
casas hechas de concha colorada y blanca, y más otras casas hechas todas de tablas, y más otras casas
hechas de turquesas, y más otras casas hechas de plumas ricas…”

De los Coloquios se desprende que los cofres de tesoros, las riquezas, son un primer nivel de la metáfora
celestial. Es difícil creer que el fino oído de Sahagún no percibiera en ellas “algunos de los divinos
secretos”.

Pero no cabe duda de que en el deber estaba primero la extirpación de las prácticas idolátricas. En estos
mismos Coloquios se les describe, a los nobles y sacerdotes, la naturaleza y el verdadero origen de sus
dioses en la batalla del hermoso Lucifer insubordinado tal como la narra San Agustín. Concluyen diciendo:
“Fueron hechos diablos horribles y espantables. Estos son los que llamais tzitzitzimi, culetleti, tzuntemuc,
piyoche, tzumpádepul; no se puede dezir su fealdad y suziedad; son soberbios, espantables, crueles,
insidiosos”.
No hay que olvidar que para los misioneros la investigación de las prácticas religiosas está inscrita en un
proyecto es- catológico. No sólo están creando una nueva conciencia entre los indios de lo que han sido sus
vidas, sus cuerpos, sus costumbres; a veces, incluso, tienen que convencer a la corona española de la
espiritualidad de la Conquista, y aún a veces, incluso, tienen que convencerse a sí mismos. Fray Toribio de
Benavente de Motolinía le escribe a Carlos V: “Lo que yo le suplico a V. M. es el quinto reino de Jesucristo
que ha de henchir y ocupar toda la tierra…” Y también le dice que “se ha de predicar el Santo Evangelio de
Jesu-Cristo sea por fuerza”. En uno de los trozos de sus Memoriales, el mismo Motolinía dice al terminar
con su “descripción del Universo”: “en la nueva esperia o España está México casi en medio… al norte…
pone a Pánuco y la Florida y dize llamar a aquella tierra Nueva Esperia porque sobre ella aparesce y rreyna
la estrella y planeta llamada Esper, y Lucifer, que por esta rrazón nuestra España se llamó en otro tiempo
Esperia…”(14) Estas tierras del Norte eran de las más reacias a la evangelización. Así, al último territorio
para el ansiado milenio, se le bautiza en un extraño y jubiloso juego de palabras con el mismo nombre de la
tierra de origen y del enemigo.

Hoy todavía podemos visitar las casas de Quetzalcóatl en Tula y usar su espejo. Allí el Xicuco aparece
como Esper en la tierra del Norte. Y por si tuviéramos algún reparo en mirar lo que en verdad son apenas
ruinas, recordemos las palabras del Pseudo Dionisio:

“Y el mismo Hermoso supraesencial se llama también hermosura, por aquella hermosura que comunica a
todas las cosas según la capacidad de éstas, en cuanto es causa de toda hermosura y belleza, al transmitir a
todas las cosas las distribuciones hermosísimas de su rayo original, a manera de luz y llama – atrae-, a todas
las cosas a sí… atrayendo todas las cosas a su seno, todo en el todo”.(15)

Este texto de Alberto Davidoff es la versión sucinta de un texto más amplio que incluye una guía de visita,
acompañada de una serie de códices y fotografías que próximamente serán publicados por Monastir
Editores.

(1) Octavio Paz, “Entre Orfandad y Legitimidad”, Prefacio a Quetzalcóatl y Guadalupe de J. Lafaye, FCE
1983.

(2) Laurette Séjoumé, El Universo de Quetzalcóatl, Fondo de Cultura Económica, 1962.

(3) Francis Yates, El Arte de la Memoria, Taurus, Madrid, 1974.

(4) Códice Chiamalpopoca.

(5) Hystoire du Mexique.

(6) Platón, La República, Libro VII, Aguilar, Ed., 1981.

(7) Sahagún nos transmite la costumbre de representar a los astros como montes pero también nos indica
la preocupación porque estos cobraran movimiento. “A cada uno de estos dioses (colo y luna) se les
edificó una torre como monte, pero después de que hubieran salido sobre la tierra estuvieron quedos, sin
moverse de lugar el sol y la luna… hasta que el viento comenzó a ventear reciamente”. Si bien Sahagún se
refiere explícitamente a Teotihuacan, estas dos pirámides son un icono reconocible por su posición y
volumen relativos. En Tula se representa visualmente la metáfora, es decir, aquellos montes plantados en
la tierra cobran movimiento, el movimiento primigenio se escenifica.

(8) Platón, Banquete.

(9) Giorgio Colli, El nacimiento de la filosofía, Tusquets, 1977. p. 28.

(10) Walter Burkert, Greek Religion, Basil Blackwel, 1985. p. 241.


(11) San Agustín, op. cit., Lib. X, Cap. 20.

(12) Marcel Bataillon, Erasmo y España, Fondo de Cultura Económica, 1982.

(13) “Los Diálogos de 1524 según el Texto de Fray Bernardino de Sahagún y sus colaboraciones
indígenas”, editado y traducido del náhuatl por Miguel León Portilla, UNAM, 1986.

(14) Georges Baudot, Utopía e Historia en México, Espasa- Calpe, 1983. p. 382.

(15) Pseudo Dionisio, op. cit., p. 142.

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