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El Centro Cívico Gubernamental: monumento erigido a costa de la miseria de los

hondureños
Horacio Villegas
“Pero ¿son las oficinas en verdad el castillo? Y aunque haya
oficinas que pertenecen al castillo, ¿son, por ventura,
aquellas a las cuales Barnabás tiene acceso? Él llega a
ciertas oficinas; pero ésas no son más que una parte de su
totalidad; pues luego hay unas barreras, y tras éstas aún
hay más oficinas todavía… Por lo demás, allá en el castillo
siempre lo observan a uno, al menos ésta es la creencia que
se tiene.”

Franz Kafka, El Castillo

El anuncio de la construcción de un edificio que aguardará la presencia del total de


funcionarios estatales, remite prontamente al laberinto burocrático que Franz Kafka
despliega en su obra El castillo. Los hondureños ahora estaremos más cerca de los
sobresaltos de personajes como “K”, quiénes avizoran con terror y asombro, toda una
sociedad atrapada en el control que proyectan edificios repletos de oficinas y papeles,
personajes que tienen que enfrentarse a su vez, a la obstinación de funcionarios que
persiguen a toda costa, el equilibrio de semejante sociedad adiestrada en el culto a
jerarquías numerosas.
Nunca fue tan grato para un hondureño, el hecho de visitar instituciones con
interminables requisitos para poder llegar a exigir un derecho, o denunciar un abuso
de tal o cual funcionario. Si las instituciones son un tedio separadas, juntas
provocarán mucha más repulsión de la que ya existe: ¿qué importancia tiene si el
ministro de salud y el de finanzas comparten la misma sección de un edificio? ¿Qué
cambio, sustancialmente benéfico para la sociedad hondureña, le atribuye el
gobierno a este engendro de bloques y cemento? ¡Pareciera una burla entregada en
la forma más vil de un escupitajo en pleno rostro! Se trata de un embuste, que intenta
ubicar preocupaciones estériles allí donde existen verdaderos problemas sociales de
enunciación incómoda para los que gobiernan: pobreza, desigualdad, injusticia,
etcétera. Lo cierto es que, a pesar de las burdas declaraciones vertidas en los medios
oficiales ―en donde nos quieren hacer pasar el Centro Cívico Gubernamental (CCG)
como una obra que garantizará la eficiencia de las instituciones públicas―, será la
inoperancia, la desgana y la desidia, el manual rudimentario de los caudillos que
dirigen y deforman las dependencias del Estado.
Es un asunto de conocimiento público el ambiente en el que se han desenvuelto, en
estas últimas administraciones, los funcionarios gubernamentales de amplios y
jugosos salarios: en oficinas acondicionadas para el buen uso de lámparas costosas
y muebles de primer mundo que rechinan en cueros de animales exóticos. Pese a la
elegancia que expresan cada una de las habitaciones dispuestas para nuestros
sabiondos presidentes-secretarios-ministros, era necesario ubicarlos a todos en una
jaula de tan elevado presupuesto, que la miseria en todas sus expresiones posibles –
hecho notable para los organismos internacionales–, pasaría a un segundo plano.
Es cierto que las débiles instituciones hondureñas, la mayoría, tienen que arrendar
edificios a un alto costo; quizá se deba a nuestra corta vida institucional, guiada
mayoritariamente por grupos militares que estuvieron ansiosos por los golpes de
estado y las reformas sociales a medias, y no precisamente en adecuar instituciones
democráticas fuertes. Pero el presente catastrófico que heredamos, no puede ser la
justificación que permita arrancar las verdaderas prioridades, que no tienen nada
que ver con edificar palacios ostentosos.
Este nuevo siglo nos ha demostrado que los muros y pasillos de lo que antes fuera
un modesto edificio de administración, ejemplo de ello es la Universidad Nacional
Autónoma de Honduras, pueda ancharse tanto, que parezca toda una edificación
marítima, una moderna carabela llena de papeles y un sinfín de personal que le sirve
de ancla. Pliegos petitorios, elaborados por jóvenes universitarios críticos, que se
remiten a realidades cotidianas, como la inexistencia de aulas y falta de secciones
que suplan más cátedras, son gritos que no tienen eco en la minoría que dirige las
riendas de un barco sin aguas.
Si de justificaciones de inexacto rescate a la memoria se trata, no faltan nunca los
ancianos y jóvenes incluso, que se remitan a un pasado glorioso con Carías Andino
como presidente reelecto (prócer de un panteón de dictadores centroamericanos de
los años treinta del siglo pasado). Cierto es que erigió montones de caminos
empedrados y construyó lo que hoy son raquíticos e insuficientes hospitales, pero, lo
que no se menciona en las arengas de estos exaltados defensores, es que fulminó a
sus opositores con la misma saña de un Calígula romano; lo que, consecuentemente,
definió una paradisiaca escena en donde llovía aceptación de las políticas
urbanísticas por todos los rincones del país. Hoy, la represión opera como el camino
trazado por los continuistas, para conseguir aplausos a la fuerza.
¿Acaso necesitamos un Centro Cívico Gubernamental? ¿Un edificio que albergue a
una multitud de gentes apretujadas y hacinadas en un mismo espacio, todos juntos,
haciendo gala –una gran mayoría– del mejor vestido o corbata, y presumiendo
cuanto auto de agencia les parezca? Provoca terror en las mentes libres, en los que
creen en la austeridad como un gran paso al gobierno equilibrado y honesto
―inexistente aun―, el hecho de ver consumado un templo que sirve de recinto para
un psicótico gobernante: quien encuentra exquisito el eco de sus gruñidos entre
interminables pasillos adornados con su rostro.
El Centro Cívico Gubernamental será un adefesio validado por probos y virtuosos
ingenieros y arquitectos, será la maravilla del siglo en un país que produce pobres al
mismo ritmo de aquellas máquinas de coser telas, que reemplazan con un grabado
sanguinolento de manos hondureñas, el viscoso colorante de las marcas
estadunidenses y europeas. La opulencia debería ser una condición desplazada de
nuestras instituciones; no una añoranza cumplida a costa del frágil presupuesto de
la república: dinero derrochado en el sueño de un maniático que ha destinado 18
millones de dólares (440 millones de lempiras), quizá más que eso, ―el Heraldo
afirma esta cifra―, en un innecesario ornamento, que no resolverá ninguno de los
tantos malestares sociales que nos aquejan.
V

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