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1. Hecho histórico
El hundimiento del Titanic
El 15 de abril del año 1912 tuvo lugar una de las mayores tragedias náuticas
de la historia; el hundimiento del Titanic.
Aquel viaje era el viaje inaugural del reluciente Titanic. El mismo debería
atravesar el océano Atlántico hasta arribar a las costas de América del Norte
en Estados Unidos.
Sin embargo, otro sería el destino del magnífico barco: la noche anterior, el
día 14 de abril de 1912, cerca de las 23:40 horas, el Titanic chocó contra un
gigantesco Iceberg que rasgó el casco de la embarcación de tal forma que,
luego de unas cuantas horas, el Titanic se hundió en el fondo del mar.
2. Un viaje
El micro partió a las 17 horas del día 20 de febrero de este año. Los próximos
10 días los pasaríamos en la cordillera, en la ciudad de Bariloche, provincia
de Neuquén, Argentina.
Al llegar a las 12 horas del día 21 de febrero, nos dispusimos a tomar la
habitación. Luego de una cálida ducha fuimos al centro comercial para
almorzar.
Más tarde visitamos el bosque que se encuentra de lado sobre el mismo cerro
Otto.
Cada noche, todo un mundo abre sus puertas ante la mirada acostumbrada
de los doctores. Óscar Romero, jefe de la unidad de emergencias, está de
turno. Sus ojos rojos revelan falta de sueño. Una mueca de incredulidad cubre
su rostro. El ir y venir de historias es constante. Y él despacha órdenes con
la misma seguridad con la que un matarife cercena a su presa. Con todo, este
rincón del hospital muestra siempre su propia inercia.
Los cubículos donde se atiende a los pacientes, cinco, son como pequeños
escenarios donde se condensan los instantes que dan vida a la unidad del
hospital, en continuo movimiento. Por momentos, ninguno está vacío. En el
primero, un borrachito duerme plácidamente con la ayuda de un suero que le
ha devuelto el color a sus mejillas. El segundo y el tercero, aún sin gente,
presentan cortinas descubiertas. En el cuarto, un señor de la provincia
Muñecas, con traumatismos, aguarda sumiso en una camilla a que le
coloquen la muñeca en su sitio. Y en el último espera un joven con la cara
inflamada. Se durmió con varias copas de más y fue atacado por guardias
privados en la zona de la Buenos Aires.
Pese a todo, los insumos no son caros. “Un suero cuesta entre 10 y 12
bolivianos. Una placa de tórax, 53”, comenta Gloria Gonzales, más conocida
como la “trica tranca”. “Cada vez que estoy de turno —explica— llegan tres
casos de intoxicación, tres de apuñalamiento, tres traumatismos… y así
sucesivamente. Atraigo ambulancias (ríe)”.
Tras el rojo sonido de la ambulancia, otra vez de salida, viene la calma, pero
apenas dura un cuarto de hora, tiempo suficiente para poner al día
expedientes en los que vidas anónimas quedan labradas a través de cifras,
letras y signos.
La eterna espera
Son las 00.10. Óscar Romero observa sin mucha atención una película en
uno de los canales locales y una bocanada de aire gélido anuncia la llegada
de una nueva urgencia. Se trata de un clefero que todavía está “volando”. Sus
rodillas lucen magulladas. Pese a su apariencia de adolescente, confiesa que
tiene 21 años. Y da su alias antes que su nombre, Marcos. Ha sido levemente
atropellado en la plaza Abaroa y un par de buenos samaritanos lo han
recogido, lo han traído y han pagado sus radiografías. Sin embargo, Marcos
se niega a ser atendido. Primero conversa con policías. Luego, con los
doctores. Y termina saliendo del hospital apenas sosteniéndose. “Va a
volver”, dice Óscar Romero, pero lo cierto es que se pierde en la gran maraña
negra de las calles.
Un trasiego constante
Ni por ser lunes hay tregua. Pasadas las dos de la mañana, un grupo de
cuatro policías, todos de negro, ingresa a la sala de emergencias. “Vinieron
por lo del caso de apuñalamiento —informa Gonzales—, pero a falta de la
paciente lo que están haciendo es tomar los datos de dos intoxicados, pues
se trata de claros intentos de suicidio”.
Su rostro es parte de los 72 latidos, de las 72 vidas, que cada día como media
se encomiendan a los doctores en el Hospital de Clínicas, a unos médicos
cuyas caras también cambian cada jornada.
4. Fidel y Raúl (Jorge Edwards escritor chileno)
Había que evitar a toda costa que los trescientos o cuatrocientos jóvenes
oficiales y grumetes en viaje de instrucción transmitieran una imagen negativa
de la Revolución Cubana a su regreso a Valparaíso. El presidente Allende en
persona había acudido a despedir el barco y se había comunicado por
teléfono con Fidel Castro para recomendarle la máxima atención al tema. Y
Fidel y Raúl estaban pendientes, con las pilas puestas, como decimos
nosotros, dispuestos a emplear todos sus poderes de seducción, que en
aquellos años no eran pocos, frente a los chilenos.
Llegué a una entrevista de trabajo con Raúl Castro, en vísperas del arribo del
buque escuela, y empecé a comprobar que el ministro de las Fuerzas
Armadas era el exacto reverso, casi la antípoda, de su famoso hermano. Tuve
la impresión, incluso, de que manipulaba el contraste en forma deliberada.
Ser hermano del Líder Máximo no debía de ser fácil, y el juego de las
oposiciones probablemente ayudaba a mantener el tipo.
Los marinos chilenos visitaron instalaciones militares guiados por Raúl Castro
y debo decir que hicieron comentarios sorprendidos y hasta elogiosos de la
eficacia defensiva de lo que habían visto. En esta etapa, la voz cantante en
el proceso de seducción de los oficiales de la Esmeralda, la sirena de turno,
era Raúl, no su hermano Fidel.
Me imagino que Raúl Castro, con buen olfato, previó estos problemas de
antemano. De todos los personajes importantes invitados a la fiesta del buque
escuela, fue el único que no asistió. A pesar de haber sido el organizador de
la gira. No quería provocar conflictos y prefirió, una vez más, asumir un perfil
bajo. No le gustaba, sin duda, estar en el mismo barco en compañía del
hermano mayor, sobre todo cuando el otro acaparaba todas las cámaras.
Alrededor de tres años más tarde, se supo que la Marina había sido la primera
en iniciar, con veinticuatro horas de anticipación, las operaciones que
condujeron al golpe de Estado contra Allende. Pensé en los tripulantes de la
Esmeralda y en la posibilidad de que alguno, más de alguno, estuviera
implicado en ese proceso. Era una historia terrible: un reflejo lateral, menor,
pero no por eso menos dramático, de un gran conflicto político del siglo XX.
En el episodio de la visita de los marinos, según mi balance final, Raúl había
sido prudente, además de ausente cuando convenía, y Fidel había sido
teatral, excesivo, palabrero, improvisador. Ninguno de los dos, en cualquier
caso, habría podido evitar nada, y temo que sus amigos chilenos tampoco.