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Crónica (Definición)

Crónica es la denominación de un género literario incluido en la historiografía, que consiste en


la recopilación de hechos históricos narrados en orden cronológico. La palabra viene
del latín cronica, que a su vez se deriva del griego cronos, es decir, ‘tiempo’.

1. Hecho histórico
El hundimiento del Titanic

El 15 de abril del año 1912 tuvo lugar una de las mayores tragedias náuticas
de la historia; el hundimiento del Titanic.

Aquel viaje era el viaje inaugural del reluciente Titanic. El mismo debería
atravesar el océano Atlántico hasta arribar a las costas de América del Norte
en Estados Unidos.

Sin embargo, otro sería el destino del magnífico barco: la noche anterior, el
día 14 de abril de 1912, cerca de las 23:40 horas, el Titanic chocó contra un
gigantesco Iceberg que rasgó el casco de la embarcación de tal forma que,
luego de unas cuantas horas, el Titanic se hundió en el fondo del mar.

A pesar de los intentos de la tripulación por solicitar ayuda mediante radio,


ningún barco acudió a ellos. Así sin poder ver la madrugada (exactamente a
las 02:20 AM) del 15 de abril el Titanic se encontraba ya sepultado en el fondo
del mar.

La tragedia se llevó a más de la mitad de la población (1.600 personas se


hundieron con la embarcación cuando el total de pasajeros para ese viaje era
de 2.207 personas).

2. Un viaje

El primer día de nuestro viaje de vacaciones

El micro partió a las 17 horas del día 20 de febrero de este año. Los próximos
10 días los pasaríamos en la cordillera, en la ciudad de Bariloche, provincia
de Neuquén, Argentina.
Al llegar a las 12 horas del día 21 de febrero, nos dispusimos a tomar la
habitación. Luego de una cálida ducha fuimos al centro comercial para
almorzar.

Finalmente encontramos un restaurante que nos gustó a todos. Allí comimos


y cerca de las 14 horas regresamos al hotel para emprender la primera salida
de nuestras vacaciones: la visita al cerro Otto.

Allí llegamos a las 15 horas y, luego del ascenso, visitamos el museo y la


confitería giratoria. Por supuesto no pudimos evitar tomar un café en la
confitería y observar el magnífico Cerro Tronador (siempre nevado, siempre
espléndido de admirar) a lo lejos.

Más tarde visitamos el bosque que se encuentra de lado sobre el mismo cerro
Otto.

Logramos sacar muchas fotografías y, siendo las 19 horas decidimos


emprender el regreso.

Luego, en el hotel, cambiamos nuestra ropa y partimos para visitar el centro


comercial, realizar algunas compras y cenar mariscos.

Ya cerca de las 23 horas regresamos al hotel, cansados y con deseos de


dormir para al día siguiente comenzar otra aventura en familia.

Ejemplo de Crónicas Largas

3. Emergencias, una noche de guardia en el Hospital


Clínicas (Autor: Álex Ayala Ugarte)
Lunes. Diez de la noche. Las paredes amarillas y verdes del Hospital de
Clínicas reflejan el trasiego de varios pares de batas blancas. Un grifo que
gotea marca con un compás casi fúnebre los silencios. Una ambulancia de la
Red 118 de la Alcaldía espera en el parqueo para salir ante cualquier
urgencia. Las máquinas de escribir bailan al son del mar de dedos que se les
viene encima. La ciudad ya duerme, pero la sala de emergencias está
despierta.

Cada noche, todo un mundo abre sus puertas ante la mirada acostumbrada
de los doctores. Óscar Romero, jefe de la unidad de emergencias, está de
turno. Sus ojos rojos revelan falta de sueño. Una mueca de incredulidad cubre
su rostro. El ir y venir de historias es constante. Y él despacha órdenes con
la misma seguridad con la que un matarife cercena a su presa. Con todo, este
rincón del hospital muestra siempre su propia inercia.

Tres médicos dirigen al equipo cada día: “un cirujano, un internista y un


traumatólogo”, explica Romero. El grupo lo completan los médicos
residentes, un neurocirujano, que igual hace guardia aunque desde su casa,
y los internos. Estos últimos trabajan hasta 17 días seguidos y se deslizan
por la sala, repleta, como si fueran “zombies”.

Instantes de una noche

Los cubículos donde se atiende a los pacientes, cinco, son como pequeños
escenarios donde se condensan los instantes que dan vida a la unidad del
hospital, en continuo movimiento. Por momentos, ninguno está vacío. En el
primero, un borrachito duerme plácidamente con la ayuda de un suero que le
ha devuelto el color a sus mejillas. El segundo y el tercero, aún sin gente,
presentan cortinas descubiertas. En el cuarto, un señor de la provincia
Muñecas, con traumatismos, aguarda sumiso en una camilla a que le
coloquen la muñeca en su sitio. Y en el último espera un joven con la cara
inflamada. Se durmió con varias copas de más y fue atacado por guardias
privados en la zona de la Buenos Aires.

El primero en desfilar hacia la calle es el muchacho. No tiene dinero y promete


volver al día siguiente. “La mayor parte no regresa”, lamenta el doctor
Romero. Ese es el particular infierno de la sala de emergencias, pues los
médicos se sienten impotentes cuando los pacientes no tienen con qué
cancelar los gastos y sólo pueden autorizar pagos diferidos en los casos más
graves, los que se debaten entre la vida y la muerte.

Pese a todo, los insumos no son caros. “Un suero cuesta entre 10 y 12
bolivianos. Una placa de tórax, 53”, comenta Gloria Gonzales, más conocida
como la “trica tranca”. “Cada vez que estoy de turno —explica— llegan tres
casos de intoxicación, tres de apuñalamiento, tres traumatismos… y así
sucesivamente. Atraigo ambulancias (ríe)”.

Dicho y hecho. A las 23.20 se asoma por la puerta el segundo apuñalado de


la noche. Es una mujer y los doctores le rodean de inmediato. Tiene en el
vientre, adolorido, sangre todavía fresca, y luego de un examen de unos
minutos la derivan a otro hospital, pues dispone de un seguro que le cubre en
otro centro. “De todos estos casos, así como de los intentos de suicidio,
emitimos el parte correspondiente para las fuerzas del orden”, dice la doctora
Gonzales.

Tras el rojo sonido de la ambulancia, otra vez de salida, viene la calma, pero
apenas dura un cuarto de hora, tiempo suficiente para poner al día
expedientes en los que vidas anónimas quedan labradas a través de cifras,
letras y signos.

La eterna espera

Afuera, el frío vela armas. Familiares de los accidentados, a veces


semidescalzos, mujeres de pollera con el bebé cargado en las espaldas y
niños con la piel curtida por el duro sol del altiplano, caliente y frío, tratan de
descansar en un par de largos bancos verdes. Sobre sus cabezas, un buzón
de sugerencias se alza vacío. A su vera, en la sala de espera, un trasnochado
policía trata de dar una pequeña cabezadita. La desvelada acaba de
comenzar. Y las frazadas son el único consuelo para personas cuyas
esperanzas, a menudo, se congelan.

Dentro de la sala de emergencias, mientras, el ronroneo de la máquina de


escribir es el marcapasos que mantiene despiertos a los internos. “Yo como
únicamente cuando me acuerdo”, reconoce una de ellas, que se ve arrastrada
por las rutinas del centro”. Cuando no hay nada que hacer, una taza de café
ayuda a retrasar el sueño. Una televisión está encendida, aunque parece que
nadie le presta mucha atención. Y varios cuartos con camas aguardan el
descanso, por turno, de los médicos. Los enfermos más graves, entre tanto,
duermen en salas aparte, siempre vigilados.

Son las 00.10. Óscar Romero observa sin mucha atención una película en
uno de los canales locales y una bocanada de aire gélido anuncia la llegada
de una nueva urgencia. Se trata de un clefero que todavía está “volando”. Sus
rodillas lucen magulladas. Pese a su apariencia de adolescente, confiesa que
tiene 21 años. Y da su alias antes que su nombre, Marcos. Ha sido levemente
atropellado en la plaza Abaroa y un par de buenos samaritanos lo han
recogido, lo han traído y han pagado sus radiografías. Sin embargo, Marcos
se niega a ser atendido. Primero conversa con policías. Luego, con los
doctores. Y termina saliendo del hospital apenas sosteniéndose. “Va a
volver”, dice Óscar Romero, pero lo cierto es que se pierde en la gran maraña
negra de las calles.
Un trasiego constante

Tras su escapada, el vaivén de gente no termina. En el primer cubículo el


borrachito retoza unos segundos y sigue durmiendo. En el tres acaban de
internar a una mujer con el brazo cortado a causa de una farra. Le acompaña
toda una comitiva de jóvenes, a quienes el efecto del alcohol pareciera que
les ha pasado de repente. En el dos, un quejido sordo ahoga el resto de las
conversaciones y lamentos. Es una mujer de las laderas que vino con un mal
en la vesícula, y se marcha porque no le alcanza para las pruebas. En el
cuarto, yace una mujer a la que un muro de adobe se le cayó encima en el
altiplano. Y en el quinto, un muchacho escuálido, con tos tosca y cerrada,
estira su cuerpo en una camilla con síntomas de padecer una bronquitis.

Cada uno llega al Hospital de Clínicas como puede. Unos lo hacen en


ambulancia. Otros, en taxi. Y también hay los que aterrizan en minibús. Y en
sólo instantes puede producirse el milagro de la vuelta a la vida o el
peregrinaje eterno hacia la muerte. “Todo depende de las condiciones en las
que uno se encuentre. A veces, son apenas unos minutos los que marcan la
diferencia entre la vida y la muerte”, reconoce Romero. “Los días que mayor
número de pacientes recibimos —continúa— son los viernes, los sábados y
los domingos”.

Cuando el reloj marca la una de la mañana, un señor de traje y corbata


abandona el hospital. Le sigue el que parece su asistente, enfundado en unos
guantes negros y en un traje de buena percha. “Antes, el centro se
caracterizaba por ser el hospital de la gente pobre, pero ahora, con la crisis,
vienen personas de toda condición”.

Ni por ser lunes hay tregua. Pasadas las dos de la mañana, un grupo de
cuatro policías, todos de negro, ingresa a la sala de emergencias. “Vinieron
por lo del caso de apuñalamiento —informa Gonzales—, pero a falta de la
paciente lo que están haciendo es tomar los datos de dos intoxicados, pues
se trata de claros intentos de suicidio”.

Tras la inesperada visita, el silencio se adueña casi completamente de la sala.


Son casi las 4.00. La mayor parte de los médicos duerme. El borrachito,
indigente, despierta de su letargo, pide permiso, se acomoda en una camilla
en el suelo, se cubre con una frazada y dormita.

Su rostro es parte de los 72 latidos, de las 72 vidas, que cada día como media
se encomiendan a los doctores en el Hospital de Clínicas, a unos médicos
cuyas caras también cambian cada jornada.
4. Fidel y Raúl (Jorge Edwards escritor chileno)

A mediados de febrero de 1971, cuando llevaba casi tres meses en Cuba


como representante diplomático de Chile, me tocó entrar en contacto con
Raúl Castro para organizar la visita del buque escuela Esmeralda a La
Habana. Era la primera visita oficial de un barco de la escuadra chilena,
después de largos años de ruptura de relaciones, y el Gobierno revolucionario
le daba gran importancia al asunto.

Había que evitar a toda costa que los trescientos o cuatrocientos jóvenes
oficiales y grumetes en viaje de instrucción transmitieran una imagen negativa
de la Revolución Cubana a su regreso a Valparaíso. El presidente Allende en
persona había acudido a despedir el barco y se había comunicado por
teléfono con Fidel Castro para recomendarle la máxima atención al tema. Y
Fidel y Raúl estaban pendientes, con las pilas puestas, como decimos
nosotros, dispuestos a emplear todos sus poderes de seducción, que en
aquellos años no eran pocos, frente a los chilenos.

Yo había conversado largamente con Fidel en la primera noche de mi llegada


a La Habana y había podido sacar conclusiones diversas acerca del
personaje. A uno lo citaban en un lugar y a una hora determinada y el
encuentro terminaba por producirse en otro y varias horas más tarde. Los
ayudantes, los funcionarios, la gente de protocolo, le decían a uno al oído que
todo esto obedecía a normas de seguridad, pero también se podía concluir
que era una cuestión de temperamento, de gusto, de afición a lo repentino y
a lo secreto.

Después, durante la reunión misma, nunca faltaba algún elemento de


sorpresa, un golpe de teatro. Yo, recién llegado a mi hotel al final de un largo
viaje, cerca de la medianoche, seguía un discurso del Comandante por la
televisión cuando el director de Protocolo me llamó para llevarme a cenar en
la ciudad. Era una hora extravagante y había viajado desde Lima con escala
en México, pero no quise poner dificultades.

Cruzamos La Habana a una velocidad vertiginosa, en el escarabajo VW del


director, y en vez de llegar a un restaurante me hicieron entrar a las
bambalinas de un gran teatro. Al otro lado de las pesadas cortinas de
terciopelo granate se escuchaba la misma voz que había escuchado en el
televisor de mi hotel. Terminó el discurso, hubo nutridos aplausos y el
Comandante en Jefe apareció detrás de las cortinas. Si hubiera sabido que
había llegado, me dijo, habría roto el protocolo y lo habría llevado a la tribuna.
Habló con otras personas, entre ellas con el político chileno Baltazar Castro,
y desapareció seguido de su séquito por una portezuela que daba a la calle.

“Ahora te voy a llevar a una entrevista en el diario Granma”, me dijo entonces


Meléndez, el de Protocolo. ¿No es un poco tarde para entrevistas?, tuve la
ingenuidad de preguntar, mirando mi reloj. Pero la hora, en las revoluciones,
tenía otro sentido. Y un rato más tarde me encontraba sentado en la dirección
del Granma, frente a un grupo de periodistas que sonreía y me hacía
preguntas vagas sobre mi viaje. Hasta que se abrió una puerta lateral, entró
Fidel Castro y se sentó en una silla que estaba al lado de la mía. De las
bambalinas del teatro anterior pasábamos a un escenario más privilegiado y
exclusivo.

En medio de la conversación, Fidel de repente dio un salto. ¿Cómo era


posible que no hubiera vino chileno en la mesa? Se abrieron otras puertas,
como si el guión estuviera bien estudiado, y entraron botellas de un vinillo que
producía Baltazar Castro, el político que acababa de conversar con Fidel. La
conversación, a todo esto, ya había adquirido otro tono. Dije que podía
encargarme de que se exportaran vinos chilenos de mejor calidad a la isla y
Fidel replicó: “Tú eres encargado de negocios, pero de negocios no sabes
nada, porque eres escritor´. Me reí bastante, ya que Baltazar Castro, don
Balta, también era escritor, novelista prolífico, aunque, en honor a la verdad,
más bien mediocre en su manejo de la escritura. ´¡Estos escritores chilenos
son unos diablos!´, exclamó entonces Fidel, de humor excelente, y la
conversación se prolongó hasta altas horas de la madrugada.

Llegué a una entrevista de trabajo con Raúl Castro, en vísperas del arribo del
buque escuela, y empecé a comprobar que el ministro de las Fuerzas
Armadas era el exacto reverso, casi la antípoda, de su famoso hermano. Tuve
la impresión, incluso, de que manipulaba el contraste en forma deliberada.
Ser hermano del Líder Máximo no debía de ser fácil, y el juego de las
oposiciones probablemente ayudaba a mantener el tipo.

Sonó la hora precisa de la cita y la puerta del despacho ministerial se abrió.


Raúl, mucho más bajo que Fidel, más pálido, lampiño, en contraste con la
barba guerrillera, frondosa y famosa, del otro, era un hombre amable,que
hasta podía resultar simpático, pero de una cordialidad evidentemente fría.
Estaba sentado detrás de una mesa de escritorio pulcra, impecablemente
ordenada, y supe que ahí no cabía esperar sorpresas ni golpes de efecto de
ninguna especie.
Sus servicios, entretanto, lo habían previsto todo: la entrada del barco al
muelle, el transporte por tierra de la tripulación, el programa oficial hasta en
sus menores detalles. Habría que asistir a tales y cuales ceremonias y
pronunciar tales y cuales discursos de tantos minutos de duración cada uno.
El personal a cargo tendría las respectivas ofrendas florales preparadas.

Y el ministro procedió a entregarme carpetas cuidadosamente preparadas


con el programa, mapas de acceso, credenciales, contraseñas. Convenía,
dijo, antes de la despedida, que se produjo al cabo de media hora justa de
reunión, que visitara los recintos de la Marina de Cuba, donde los radares
registraban minuto a minuto la navegación del barco nuestro. Lo hice, desde
luego, y debido, quizá, a mi total ignorancia, me quedé asombrado por el
control perfecto de la situación del buque en los mares caribeños.

Los marinos chilenos visitaron instalaciones militares guiados por Raúl Castro
y debo decir que hicieron comentarios sorprendidos y hasta elogiosos de la
eficacia defensiva de lo que habían visto. En esta etapa, la voz cantante en
el proceso de seducción de los oficiales de la Esmeralda, la sirena de turno,
era Raúl, no su hermano Fidel.

Pero hubo más tarde un detalle revelador. Ernesto Jobet, el comandante de


nuestro barco, ofreció una recepción a todo el Gobierno y el cuerpo
diplomático. Ahí hubo roces y tropiezos de toda clase y a cada rato. Protocolo
me pedía permiso para hacer una completa inspección del buque por motivos
de seguridad. El comandante Jobet contestaba que por ningún motivo: él, en
su calidad de anfitrión, respondía por la seguridad de sus invitados. Y jamás,
por razones de principio, admitiría el ingreso a su barco de gente armada.

El día de la recepción, Fidel Castro apareció en el muelle de repente y subió


en compañía de una escolta provista de grueso armamento. Fue un momento
de tensión extraordinaria. Media hora más tarde ingresó con toda su escolta
a la sala privada del comandante chileno. Se produjo ahí una situación
notable: el comandante Jobet, con un gesto, le pidió a Castro que expulsara
a los intrusos, y éste, con un dedo, les ordenó retirarse. La reunión no podía
partir en un ambiente peor. Pero Fidel, al poco rato, tuvo una idea brillante:
invitó a Ernesto Jobet a jugar una partida de golf a la mañana siguiente y
todos los tropiezos del día quedaron aparentemente superados.

Me imagino que Raúl Castro, con buen olfato, previó estos problemas de
antemano. De todos los personajes importantes invitados a la fiesta del buque
escuela, fue el único que no asistió. A pesar de haber sido el organizador de
la gira. No quería provocar conflictos y prefirió, una vez más, asumir un perfil
bajo. No le gustaba, sin duda, estar en el mismo barco en compañía del
hermano mayor, sobre todo cuando el otro acaparaba todas las cámaras.

En buenas cuentas, la actitud de Raúl fue prudente y astuta, además de


organizada. Fidel y su escolta, en cambio, metieron la pata a cada rato. Pero
Fidel, con su chispa, con su sorprendente invitación a un deporte británico y
tradicional, ganó la partida. Al menos en el primer momento. Dos días
después, cuando el buque se preparaba para zarpar, Ernesto Jobet impartía
terminantes instrucciones a sus subordinados para que escribieran cartas,
todas las cartas que pudieran, a sus familiares y amigos. Era una operación
discreta y eficaz de contrapropaganda. Algunos grumetes habían sido
invitados en la calle a la casa de un médico cubano y habían comprobado
con extrañeza que no estaba en condiciones de ofrecerles una modesta
cerveza o una taza de café. ¡Cuéntenlo todo!, exclamaba Jobet, con una
sonrisa socarrona.

Alrededor de tres años más tarde, se supo que la Marina había sido la primera
en iniciar, con veinticuatro horas de anticipación, las operaciones que
condujeron al golpe de Estado contra Allende. Pensé en los tripulantes de la
Esmeralda y en la posibilidad de que alguno, más de alguno, estuviera
implicado en ese proceso. Era una historia terrible: un reflejo lateral, menor,
pero no por eso menos dramático, de un gran conflicto político del siglo XX.
En el episodio de la visita de los marinos, según mi balance final, Raúl había
sido prudente, además de ausente cuando convenía, y Fidel había sido
teatral, excesivo, palabrero, improvisador. Ninguno de los dos, en cualquier
caso, habría podido evitar nada, y temo que sus amigos chilenos tampoco.

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