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Cuando la pérdida engendra vida

por José Luis Romera


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Mensaje central: Nuestra actitud determina si los golpes de la vida cosecharán amargura
o fortaleza en el corazón.

- Bosquejo compartido por: José Luis Romera (pastor de la Comunidad


Cristiana, San Juan, Argentina)
- Texto Bíblico base: 1 Samuel 30.1–6

Contexto:
Durante años David había estado huyendo de Saúl, quien buscaba la forma de atraparlo y darle
muerte. David y sus hombres moraban en el desierto y periódicamente realizaban incursiones en la
región para obtener provisiones para ellos y sus familias. Al regresar, de una de estas campañas, a su
campamento, en Ciclag descubrieron que los amalecitas lo habían atacado durante su ausencia.
Habían asolado el campamento y llevado cautivas a las mujeres y a todos los que habían quedado en
él. Encontrar este desastre provocó una crisis inmediata y profunda para David, rápidamente, sus
hombres le echaron la culpa de lo sucedido y hasta lo amenazaron con darle muerte.

Siempre resulta difícil buscar al Señor en medio de la tormenta si no era esta nuestra costumbre
cuando nos iba bien en la vida.Introducción:
El apóstol Pedro le escribió a los discípulos del primer siglo: «Amados, no se sorprendan del fuego de
prueba que en medio de ustedes ha venido para probarlos, como si alguna cosa extraña les estuviera
aconteciendo» (1Pe 4.12). Algunos, evidentemente, consideraban que caminar con Cristo
representaba la garantía de no sufrir las dificultades y los contratiempos que son comunes a todos los
hombres.

No obstante, Pedro quería que el pueblo de Dios tuviera en claro que el «fuego de prueba» sería
parte normal de la vida de ellos en Cristo. En lugar de motivarnos a buscar una vía que nos asegure
una vida sin dificultades, somos llamados a imitar el ejemplo que nos dejaron quienes nos han
precedido en la fe. Ellos nos indican cómo debemos conducirnos cuando somos golpeados
duramente por las desgracias que ocasionalmente nos tocan sufrir.

Desarrollo:

1. Las crisis están más allá de nuestro control (1Sa 30.1–2)


No ocurrió por un descuido de David, ni por alguna imprudencia que él hubiera cometido que su
campamento fue asolado. David era un hombre bueno, temeroso de Dios, sumiso a su Palabra. No
obstante, sufrió duros reveses. Nadie ejerce control sobre la totalidad de los eventos que sobrevienen
a su vida. A todos, tarde o temprano, nos toca ser golpeados duramente en algún aspecto: familia,
padres, hijos, relaciones, carrera profesional, pertenencias o salud personal. No se trata solamente de
que no podemos evitar estas desgracias, sino de que, al vivirlas, nos hacemos uno con una multitud
de siervos y siervas de Dios que sufrieron duramente el golpe de la adversidad. Así pasó con José, a
quien sus hermanos vendieron como esclavo; con Moisés, cuya gente más allegada lo cuestionó por
pura rivalidad; con David, al cual persiguió Saúl durante doce años; o con Jesús, que sufrió la
traición de sus más íntimos seguidores.
2. La crisis golpea nuestra humanidad (1Sa 30.3)
El texto indica que, frente a la desolación del campamento, «David y la gente que estaba con él
alzaron su voz y lloraron, hasta que no les quedaron fuerzas para llorar» (2). El llanto es una
emoción normal en situaciones de crisis; constituye la «válvula de escape» para el torbellino que
experimentan nuestras emociones. Aunque algunos asocian la madurez con no llorar, las lágrimas
son un regalo de Dios para aliviar tensiones y derramar, ante él, nuestras almas. No está mal que
lloremos ni tampoco que reconozcamos la fragilidad en la que nos hallamos. José lloró ante el
regreso de sus hermanos; David lloró ante la pérdida de Jonatan; Jesús lloró frente a la tumba de
Lázaro y los ancianos lloraron cuando despidieron a Pablo en Mileto. Reprimir las lágrimas produce
una tensión interior que se manifestará, más adelante, en ira o depresión.

3. La crisis prueba nuestras convicciones (1Sa 30.6)


El texto señala que «David estaba muy angustiado porque la gente hablaba de apedrearlo, pues todo
el pueblo estaba amargado, cada uno a causa de sus hijos y de sus hijas». La reacción más común en
situaciones de crisis es que el corazón se llene de amargura.

Pablo exhorta a los efesios: «Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis
lugar al diablo» (4.26–27). Cuando no logramos resolver rápidamente esos sentimientos, comienzan
a envenenar nuestro interior. «Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que
brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados» (He 12.15).
Cuando el enojo se instala en el corazón del hombre, el Señor encuentra la puerta cerrada y,
automáticamente, se abre otra que le da paso al diablo. Este último utilizará esa condición para
destruir por completo todo lo bueno en esa persona. La amargura lleva, también, a que ataquemos a
los que están más cerca de nosotros, echándoles la culpa por los eventos.

Debemos desarrollar la absoluta convicción de que la perspectiva del amargado nunca es espiritual.
La persona amargada adopta una postura airada hacia la vida, por la cual no acepta correcciones,
porque lo único que reconoce es el dolor de su propio corazón.

4. La crisis ofrece la mejor oportunidad para buscar a Dios (1Sa 30.6)


David conocía bien los peligros de dar campo a la amargura. Por esto, el texto relata que «David se
fortaleció en el Señor su Dios». Entendía, tal como él mismo lo expresó en el Salmo 51, que los hijos
de Dios no pueden vivir aplastados por la tristeza: «Restitúyeme el gozo de Tu salvación, Y sostenme
con un espíritu de poder» (12). Así como el enojo y la amargura convierten en infructuosa la obra, el
regocijo y la alabanza al Señor, también preparan el camino para producir buen fruto. David buscó al
Señor porque sabía que en él encontraría las fuerzas y la gracia que él no poseía en sí mismo. Del
mismo modo, en medio de la crisis, el lugar al que debe primeramente acudir el discípulo es la
presencia del Altísimo. Allí deberá entregar su angustia y esperar que el Señor lo ministre, que le
manifieste la perspectiva celestial de la situación.

Este proceso puede ser tan intenso como la misma lucha que sostuvo Jesús en Getsemaní. Tuvo que
volver tres veces a orar hasta que aseguró la óptica correcta de lo que venía por delante. Y así lo
afirma el autor de Hebreos, cuando comenta: «quien por el gozo puesto delante de El soportó la cruz,
despreciando la vergüenza, y se ha sentado a la diestra del trono de Dios» (12.2).

Conclusión:
A David le resultó natural entrar a la presencia de Dios, para fortalecerse, porque este proceso se
había convertido en un hábito en su vida. En el Salmo 25, declara: «A ti, OH Señor, elevo mi alma.
Dios mío, en ti confío; no sea yo avergonzado, que no se regocijen sobre mí mis enemigos.
Ciertamente ninguno de los que esperan en ti será avergonzado; sean avergonzados los que sin causa
se rebelan. Señor, muéstrame tus caminos, Enséñame tus sendas. Guíame en tu verdad y enséñame,
porque tú eres el Dios de mi salvación; en ti espero todo el día. Acuérdate, OH Señor, de tu
compasión y de tus misericordias, que son eternas» (1–5).
Siempre resulta difícil buscar al Señor en medio de la tormenta si no era esta nuestra costumbre
cuando nos iba bien en la vida. La amargura del momento nos seduce a mirar hacia adentro, a
concentrarnos en la intensidad del dolor que estamos padeciendo. Solamente aquellos que han
disfrutado en pleno de las delicias del Señor resistirán esta tentación y fijarán, sin titubear, los ojos
en Aquel que es la esperanza de los que enfrentan dificultades.

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