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2
BEATO JUAN E. NEWMAN
El Cardenal del Movimiento
de Oxford
EDIBESA
Madre de Dios, 35 bis. - 28016 MADRID
Tel.: 91 345 19 92 - Fax: 91 350 50 99
E-mail: edibesa@planalfa.es
www.edibesa.com
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Colección «SANTOS. AMIGOS DE DIOS», n.º 15 (21015)
© EDIBESA
Madre de Dios, 35 bis. 28016 Madrid
Tel.: 91 345 19 92
Fax: 91 350 50 99
E-mail: edibesa@planalfa.es
www.edibesa.com
ISBN: 978-84-8407-965-1
Ref: 21015
Depósito legal: M. 30.967-2010
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ÍNDICE
NOTA PRELIMINAR
I. INTRODUCCIÓN
II. EL HOMBRE
1. Raíces familiares
2. Infancia y juventud
3. Madurez
4. Su personalidad
5. Adagio final
III. EL CONVERTIDO
1. En la escuela de los Santos Padres
2. «San Agustín redivivo» (Augustinus redivivus)
3. «El mundo entero juzga seguro» (Securus iudicat orbis terrarum)
4. La conversión en Newman y en San Agustín
5. Peregrinos hacia Dios
IV. EL CARDENAL
1. Nombramiento
2. Discurso oficial de aceptación del cardenalato: «Biglietto Speech»
3. El corazón habla al corazón: «Cor ad cor loquitur»
4. Diaconía cardenalicia de San Jorge en Velabro
5. Consoladoras audiencias del Papa
V. EL ECLESIÓLOGO
1. Su eclesiología
2. El «sentido de los fieles»: «Sensus fidelium»
3. Newman en el concilio Vaticano II
4. Newman y el ecumenismo
5. La Iglesia en unidad de comunión
VI. EL PENSADOR
1. «La Segunda Primavera»
2. Líder del Movimiento de Oxford
5
3. La fe y la razón
4. Apóstol de la Verdad
5. Maestro en obras y palabras
VII. NEWMANISMO
1. El fenómeno newmanista
2. Hacia el Newman esencial
3. La irregular difusión de sus obras en Europa
4. Newman y el florecimiento patrístico
5. Newman y España
IX. FE Y RAZÓN
1. Ideas para el siglo XXI
2. Haciendo camino con fe y razón
3. El drama de la separación entre fe y razón
4. Fe y razón en los Sermones Universitarios
5. Hacia un humanismo verdadero
X. EN LOS ALTARES
1. Su camino de santidad
2. Dificultades y lentitud en el proceso
3. Santidad forjada en el dolor de Cristo
4. La santidad, ese don por antonomasia del cristianismo
5. Una santidad de sabor mariano
XI. COLOFÓN
BIBLIOGRAFÍA
Notas
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7
NOTA PRELIMINAR
La beatificación del cardenal John Henry Newman por el Papa Benedicto XVI durante
una Misa multitudinaria en el Cofton Park de Birmingham el 19 de septiembre de 2010,
como último acto de su viaje apostólico a Inglaterra y Gales, me depara la oportunidad
de salir nuevamente a las librerías con el Cardenal Newman, en una segunda edición (la
primera fue del Cardenal Newman, en compañía de los Convertidos del siglo XIX.
Edibesa, 2009), corregida y aumentada. Corregida, porque ahora el personaje boga a
mar abierta él solo con el título de Beato Juan E. Newman. Y aumentada, al haberme
decidido a incluir tres capítulos más, los últimos de la obra, dedicados respectivamente al
Movimiento de Oxford con sus anejos asuntos del Tractarianismo y de la Vía Media; al
incitante argumento de las relaciones entre fe y razón con lo que ambas representan para
los desafíos del hombre posmoderno; y, en fin, al tipo de santidad que nuestro
protagonista practicó, y que hoy puede antojarse particularmente oportuno y saludable y
andadero dentro de la sociedad de este adolescente siglo XXI.
Tiempo habrá de que los hechos todavía próximos en el tiempo se consoliden y las
ideas vertidas durante el viaje apostólico y la beatificación como broche de oro del
mismo vayan cobrando sedimento reflexivo y configuración fija. Siempre fiel a sus
lectores, EDIBESA, no obstante, ha querido estar al pie de la noticia con esta nueva
monografía que ahora ve la luz, cuyo propósito no es sino contribuir al mejor
conocimiento y difusión –también culto–, del nuevo beato. Es muy posible que dentro de
unos años, la figura que ahora sube a los altares corone las más altas cumbres de la
canonización e incluso de un posterior doctorado en la Iglesia católica. Habrá mientras
tanto un paréntesis de espera más o menos largo y laborioso del que se puede presumir
que reporte copiosos frutos en el orden de las ideas, de la eclesiología –comprendido aquí
el ecumenismo–, y de la Religión.
Abrigo la esperanza de que los lectores, ojalá sean muchos, puedan saciarse de
newmanismo, ahora que el fundador del movimiento ya es beato, en las páginas de esta
segunda edición, que ve la luz precisamente con ese propósito de estímulo y alegre al
emprender nueva singladura. Reciban ellos y los promotores de la Editorial que lo hacen
posible el testimonio de mi gratitud.
Pedro Langa Aguilar, OSA
Madrid, a 29 de junio del 2010
Solemnidad de San Pedro y San Pablo, apóstoles
8
GLOSARIO DE SIGLAS Y ABREVIATURAS
9
I
INTRODUCCIÓN
Esta condición catalizadora que para su ámbito cultural y religioso tiene la figura que
presento, junto a su condición de incansable buscador de la verdad que vio cómo al final
de su vida su esfuerzo era premiado con el capelo cardenalicio en la Iglesia católica, le
imprime ante la crítica un carácter complejo a la vez que profético de estas fechas
posmodernas. De ahí la no leve dificultad inicial de juzgarla sin incurrir en esa censurable
desfiguración a la que suelen dar lugar, bien los epígonos extremistas, bien los
empecinados detractores. Si a este primer obstáculo añadimos el de la creciente
bibliografía monográfica y documental, lo polifacético de su persona y lo enciclopédico
de su obra, en parte ya publicada y para determinadas piezas literarias todavía inédita, se
comprenderá que el empeño de apresar a Newman en la parva red de bajura que es un
breve libre dentro de la Editorial «Edibesa», tenga algo de intrépido maratón
universitario, de osadía casi, cuando no de complejo entretenimiento profesoral. Pero
entiendo que la empresa, intentada con mayor o menor aliento, no sólo es lícita, sino
también obligada para cualquier espíritu me dianamente sensibilizado con la vida eclesial
de nuestros días.
10
unos ni en los otros mientras redactaba los capítulos de este libro y procuraba condensar
el pensamiento de una figura señera de finales del XIX anglosajón. El carácter extenso y
monumental de los escritos newmanianos en su doble vertiente, primero anglicana y más
tarde católica, junto a las técnicas propias de la investigación científica, me han impuesto
la disciplina, en ocasiones espartana, de citar siempre literalmente. Quede en claro que
cuanto es de Newman va entre comillas y responde al sucinto auxilio bibliográfico que al
final adjunto, como un tímido exhorto a más dilatadas y ambiciosas singladuras
bibliográficas, y que todo lo demás es juicio e interpretación. Pese a las precauciones
exegéticas tomadas, sé que en materia tan vasta y movediza como la de este ensayo es
imposible acertar siempre. Por eso, allí donde mi glosa sea infiel, o mi juicio infundado, o
mi alabanza excesiva, confío en que el generoso lector, el newmanista sobre todo, me
ayude a rectificar.
Lo que Newman reclama para sus textos es, ante todo, sistematización y
concentración. Todo lo que no sea discurrir por esas vías exigentes y austeras del análisis
científico y de la inteligencia rigurosa, todo lo que se resuelva en abordarlos con métodos
masoréticos y mentalidad de glosador equivale a elevar al cuadrado su complejidad
analítica. Ni el personaje ni sus escritos, que son copiosísimos tanto en la época de
anglicano como en la de católico, requieren, como los aristotélicos, el comentario y el
desarrollo multiplicador, sino la quinta esencia y la extracción de raíces y el leve y suave
roce de la síntesis. Lo que exigen no es la acumulación de farragosos volúmenes para
disolver todavía más su claro y copioso caudal, sino denodado esfuerzo simplificador
11
para destilar centenares de páginas en una cuartilla esencial. Por eso considero de medio
a medio equivocado, y hasta pedagógicamente contraproducente, y por ende inoportuno,
cualquier estudio de estos temas que, como tantas veces ocurre en la república literario-
biográfica, amenace con alcanzar una superficie de letra impresa casi tan vasta como la
obra del maestro, que éste tiene para dar y tomar. La cultura, salvo la del arroz, y quizá
también la de los bancos de coral, no ha consistido nunca en anegar.
Dicen sus biógrafos que las principales cualidades de su carácter eran la osadía en los
proyectos y la energía para llevarlos a la práctica. Fue Newman, sin duda, un espíritu
fuertemente realista y personal que, llevado de su natural optimismo, se vio afectado en
los últimos años por la oposición encontrada. Con sus amigos íntimos, y a veces en las
controversias, manifestaba un humor que hasta podía derivar en mordaz. De ahí que,
navegando en el océano de su prosa, termine uno por encontrar razonable frases
12
aparentemente contradictorias, como ésta de 1860: «No son los católicos quienes nos
han hecho católicos. Es Oxford el que nos ha hecho católicos» 7. Curioso y nada
sorprendente si se piensa que, hasta 1845, una de las más grandes dificultades fue que
había encontrado la santidad en la Iglesia anglicana, mas no había tenido la ocasión de
descubrirla en la Iglesia católica. Cierto es asimismo que, echando una mirada
retrospectiva hacia su vida anglicana, afirmaba lo siguiente: «Sentía mi religión triste,
pero no mi vida»; y a renglón seguido, a propósito de la etapa católica: «Sentía mi vida
triste, pero no mi religión» 8. Claro es que éstas y otras parecidas frases datan de una
época sombría (1863), antes de acometer él la Apología. Y mucho antes también, desde
luego, de que León XIII le concediese la púrpura. En Newman, por eso, se nota junto a
oscuras horas de persecución y de sufrimiento, de corazón sangrante y soledad causada
por algunos anglicanos y católicos al alimón, largos y compensadores capítulos también
de abierta y despejada inteligencia, de profunda y tierna piedad, de bíblica y patrística
raíz, de incansable y saludable práctica sacramental, de renovadora y sugestiva
eclesiología, de penetrante y oportuna teología, de filial y tierna mariología, de adelantado
en el ecumenismo, adalid para los tiempos modernos e intrépido paladín del binomio fe y
razón, de pundonoroso cardenal de la Santa Romana Iglesia y, en fin, de aristócrata del
espíritu. Me daré por contento, pues, si con estas páginas logro que mis lectores acudan
directamente a él y, saciados en las cristalinas aguas de su alegre prosa, consiguen dar
con la fuente misma del Salvador.
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II
EL HOMBRE
1. RAÍCES FAMILIARES
Cabe señalar entre sus hermanos al segundo, Charles Robert (1802-1884), desde muy
pronto apartado del cristianismo y seguidor de la filosofía socialista de Robert Owen.
Llevó vida errabunda y algo bohemia, lejos de su familia y sin lograr establecerse en sitio
alguno. Harriet (1803-1852), en cambio, la mayor de las tres hermanas, era inteligente y
de carácter fuerte; en 1836 contrajo matrimonio con el tractariano Thomas Mozley y
poco a poco se fue alejando del hermano mayor a medida que éste proseguía rumbo
hacia la religión católica, hasta que acabó en fechas ya próximas a la conversión. Su
antipatía hacia el catolicismo y los tractarianos creció hasta sentirse muy herida por la
conversión del hermano, y no menos agredida también por el Papa y por Wiseman
cuando fue restaurada la Jerarquía católica en 1850 con el breve Universalis Ecclesiae.
Tenía una hija, Grace, nacida en 1839. Murió poco después del famoso Juicio Achilli10:
Newman pensaba que probablemente por su causa y a resultas del escondido cariño que,
pese a todo, le profesaba.
14
desastrosa expedición misionera a Persia y Siria, donde terminaría por familiarizarse con
las lenguas, siendo desde 1846 hasta 1863 profesor de Lenguas Clásicas en el University
College de Londres, primera universidad no confesional y liberal de Inglaterra, donde sus
extravagancias, de las que ni los atuendos se vieron exentos, causaron sensación. De él
había escrito John Henry a su madre el 22 de enero de 1822: «Es muy rápido con las
cosas y muy lento con las personas. Se le da mejor la evidencia matemática que la
evidencia moral» 11. Entre sus muy variadas obras está la primera biografía de su
hermano, Early History of the late Cardinal Newman [«La primera historia del último
Cardenal Newman»] (1891), de breves dimensiones y de lamentable efecto, aunque
seguramente escrita con buena intención, conjugando «la primera» –por ser la más
antigua biografía–, con «el último Newman», por tratar de los últimos años de su
hermano cardenal.
María (1809-1828), en fin, la pequeña de los Newman, tenía un carácter sencillo. Era
sobre todo alegre y cariñosa, mas enfermó pronto y murió en cosa de horas, casi de
forma repentina. Duro para John Henry, de extraordinaria importancia en su evolución
intelectual y religiosa. «Algunas veces –escribe éste a su madre– tuve el presentimiento
más o menos fuerte de que Mary se nos iría; su carácter tan cariñosísimo y el afecto tan
enorme que yo sentía por ella me lo hacían temer» 12.
2. INFANCIA Y JUVENTUD
15
Educado desde niño en el gusto por la lectura de la Biblia, sin que hasta los quince
años tuviera convicciones religiosas definidas, vivió de interno en una escuela privada
desde los siete, donde, pese a todo, se encontró muy a gusto, pues el reglamento no era
severo. Claro que ninguna influencia se antoja espiritualmente comparable a la de su
primera conversión con quince años y en un clima «evangélico», ya que hasta 1924 se
definió como calvinista. En realidad, este primer anuncio conversional fue un retorno a la
Biblia y al cristianismo de su infancia, determinado por autores protestantes influyentes
como Thomas Scott, Philip Doddridge, William Beveridge, y el excelente varón,
reverendo Walter Mayers, del oxoniense Pembroke College.
Desde 1830, mucho antes de que fuese redescubierta por los teólogos católicos,
predicó la doctrina de la gracia increada: sus cartas y notas espirituales reflejan indicios
de que consideraba casi un deber el decirle al mundo quanta fecit animae meae (cuánto
16
hizo a mi alma) (Salmo 65 [66]16). Tan humilde era la idea que de su predicación tenía
que, «pues el orden divinamente establecido, es demasiado pobremente desarrollado
entre nosotros, nada tiene de extraño –confiesa– que yo parezca frío y sin influencia» 15.
Se ha dicho que no fue orador. Ciertas e indudables fueron, en todo caso, sus cualidades
retóricas: rápida elocución, largos silencios, bello lenguaje. En cuanto al pensamiento,
resultan menos densos los sermones católicos, porque él sabía aquello que podía tener de
admisible. Pero en ellos se ve también clara la huella de la humildad. De anglicano, leía
según costumbre los sermones. Como católico, en cambio, solía decir: «Leer no es
predicar» 16. Así que su contacto con los oyentes era entonces directo, aunque su manera
no fuese más austera.
Como anglicano Newman publicó: Parochial and plain sermon, 8 vols., 1834-1843;
Sermons on subjects of the day, 1843; y Fifteen sermons preached before the university
of Oxford, 1843. Los sermones universitarios anticipan su Gramática del Asentimiento
(1870), donde prueba que la razón puede ser no sólo explícita sino también implícita17.
Basa toda su apologética en un realismo práctico, sobre la manera en que el espíritu
humano trabaja de facto, considerando ello como un aspecto de la providencia divina con
respecto al hombre. Esta aproximación de sentido común le había tocado en el artículo
de Wiseman sobre el donatismo, sugiriéndole la idea de que la Via Media era una religión
artificial.
3. MADUREZ
Autor de unos veintiocho de los noventa Tracts for the Times, muy breves los
primeros y reveladores de su índole católica –se les reprocha de «papismo» (popery) y él
mismo alerta en ellos contra esta falsa interpretación–, Newman aborda en ellos la
sucesión apostólica, el bautismo y la eucaristía, el pecado de cisma, la independencia de
la Iglesia de un parlamento semi-cristiano y de obispos serviles, su liturgia, dogmas,
disciplina y gobierno, la penitencia y el ayuno y la continuidad de la fe. En resumen, la
17
Via Media, teoría que dominó su pensamiento hasta 1839, en que, a raíz del artículo de
Wiseman sobre los donatistas en la Dublin Review, hubo de reemplazarla por la de las
ramas (branch theory), que Oxford descartó en redondo al rechazar el Tract 90, donde
Newman había procurado «desprotestantizar» los Treinta y nueve Artículos.
Durante estos años oró mañana y tarde sobre la lectio divina y el Book of Common
Prayer anglicano, y corriendo 1830 introdujo en su iglesia de Santa María oficios para las
fiestas de lo santos y la celebración hebdomadaria de la eucaristía. «Tengo una verdadera
devoción hacia la Bienaventurada Virgen, vivo en su Colegio, sirvo en su altar y he
concedido una gran importancia a su Pureza inmaculada en uno de mis primeros
sermones» 23. En 1836 descubrió el Breviario romano y, al año siguiente, probó a
recitarlo en parte, omitiendo la invocación de los santos, por no autorizada para un
anglicano. Ocurrió lo propio en 1843 con los Ejercicios espirituales de San Ignacio, que
hizo al principio sin la práctica de la confesión general.
Ya católico, durante seis meses cursa teología en Roma, donde el 30 de mayo de 1847
es ordenado sacerdote por el cardenal Fransoni: como entonces considera válidas las
ordenaciones anglicanas, se le asegura que su reordenación es hecha bajo condición. Más
tarde dudará de ellas por entender insuficiente el respeto de la Iglesia de Inglaterra hacia
la eucaristía. Tras madura deliberación, elige entrar en la congregación del Oratorio y
recibe un breve papal para instaurarlo en Inglaterra, cosa que hace el 1 de febrero de
1848, tras un corto noviciado en los oratorianos de Roma. Al año siguiente, su
comunidad de dieciocho miembros, incluido el grupo de Faber, se divide: la mitad, a
Londres con Faber como rector de un Oratorio independiente. Será él así fundador
jurídico del Oratorio londinense, y Faber el real.
18
en el West End (barrio aristocrático de Londres) es tal, que los laicos ingleses, como en
tiempos de Manning –cuando en abril de 1867 su ortodoxia es atacada en el Weekly
Register–, firman y publican un alegato de plena confianza en su persona.
A finales de 1863, tras la lectura de algunas líneas de Charles Kingsley (le acusaba de
enseñar que la veracidad no es una virtud necesaria al clero católico), decide escribir
Apología pro vita sua (1864). No sólo la mayoría de los católicos, sino gran parte de los
protestantes de Inglaterra, la acogen con favor y no es exagerado decir que hacen a
Newman un sitio en su corazón. Contribuyen a ello también los versos de 1833, Lead,
kindly Light, convertidos mientras tanto en un himno protestante popular. Con Newman
entonces reanudaron lazos viejos amigos anglicanos como Keble, W. J. Copeland,
Richard Church, Frederic Rogers, extremo este que exasperó a los ultramontanos de
Roma influidos por Manning26, que se opuso a su presencia en Oxford en 1864 y 1866.
Ni el concilio Vaticano I ni la infalibilidad pontificia supusieron para él, desde el punto de
vista doctrinal, dificultad de ningún género, pero nuestro maduro Newman prefirió
colocarse con los «no-oportunistas» por las razones de otros teólogos y debido también
al malestar que la definición en sí causaría a ciertos católicos amigos suyos. Pensó que la
definición, lejos de subir el poder del papa, serviría más bien para disminuirlo; igual que
la de la Inmaculada Concepción con la devoción mariana. De todos modos, en 1874,
para tranquilizar a católicos y protestantes ingleses sobre la infalibilidad, tiró de pluma
escribiendo la Carta al Duque de Norfolk. Antes, en 1870 lo había hecho ya con la
Gramática del Asentimiento, cuya primera parte muestra que se puede creer aquello que
no se consigue comprender enteramente; y en la segunda, que se puede tener por cierto
aquello que no se consigue probar de manera absoluta.
4. SU PERSONALIDAD
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y dejó inéditos 300 sermones, cartas y Diarios llamados a llenar 31 volúmenes. Como
líder del Movimiento de Oxford28, modeló su país entre 1833 y 1841. Trató de atribuir el
mérito a Keble (1792-1866), pero no se le puede tomar en serio. Ya católico, triunfó de
la hostilidad de sus compatriotas entre 1845 y 1864: la Apología, ya digo, determinó que
Inglaterra se rindiese a sus pies.
20
por los cambios espirituales y ocasiones de una influencia pastoral. Tales fueron en los
primeros tiempos J. W. Bowden, Frederic Rogers (más tarde Lord Blachford), Hurrell
Froude, Henry Wilberforce, y de otros menos íntimos. En los últimos años J. R. Hope
(más tarde Hope-Scott), Edward Bellasis, y sobre todo Ambrosio St John. Como «tutor»
de Oriel, deseó hacer de los estudiantes sus íntimos, incluso sus hijos espirituales. En esta
época y más tarde, hombres juiciosos reconocieron su genio y su personalidad seductora,
Keble y Pusey entre otros, mas su matrimonio los alejaba algo de él.
Las palabras «no busqué yo a mis amigos, sino que ellos me buscan» 30, plantean
biográficamente cuestiones a la vez sicológicas y concretas. La mayor parte de sus
amigos lo fueron a distancia: R. W. Church, Hope-Scott, Lord Coleridge, el obispo
Clifford, Miss Holmes, Emily Bowles, Lord Blachford, Lord Emly (William Monsell), el
duque de Norfolk (al principio su alumno en el Oratory School), Mr y Mrs William
Froude, y muchos otros de condición modesta. Newman era afectuoso, sí, y tenía
buenos amigos, hombres y mujeres. La publicación de sus cartas, en todo caso, con una
buena edición crítica, derribará la gratuita suposición en ciertos medios de que habría
sido demasiado afectuoso.
5. ADAGIO FINAL
Once años pudo lucir la púrpura, pues el 11 de agosto de 1890, en efecto, oscura la
tarde ya, fallecía en Birmingham a consecuencia de una neumonía. Por la capilla ardiente
empezaron a pasar centenares de amigos, y a los periódicos desde donde a veces se le
había acusado y ridiculizado llegaron a la mañana siguiente condolencias y respetuosos
elogios. El cortejo fúnebre hasta el cementerio de Rednal constituyó una sentida
manifestación de duelo: unas 20.000 personas. Fue enterrado, según propia voluntad, en
la misma sepultura que el amigo de juventud Ambrosio Saint John. Sobre su lápida se
había grabado el epitafio por él mismo elegido: Ex umbris et imaginibus in veritatem
(Desde las sombras y las apariencias hacia la verdad). Ésta, sin embargo, nunca llegó a
21
estar sobre la sepultura, como cabría suponer, sino adosada a la pared en el patio de la
iglesia del Oratorio de Birmingham, junto a las de otras personas ilustres. En el
cementerio de Rednal quedó rodeada de todos los miembros difuntos del Oratorio de
Birmingham33.
Y su fama siguió creciendo sin tregua, no con igual intensidad en todos los sitios y
lenguas y corrientes, desde luego, pero sí hasta cuajar en newmanismo que acabaría
consolidado con el Vaticano II. Los primeros trámites del proceso de canonización
arrancan de 1958. El 22 de enero de 1991 era aprobada por Roma la heroicidad de sus
virtudes. El diario Birmingham Mail informó en 2008 de la curación milagrosa de Jack
Sullivan, un diácono de Boston, Massachusetts. Aquejado de una dolencia en la columna
vertebral que le impedía caminar, se encomendó al Siervo de Dios y, poco después de la
plegaria, pudo ponerse de pie y de nuevo andar: era el 15 de agosto de 2001. La
comisión de médicos aprobó el milagro. Luego siguió el veredicto de la comisión de
teólogos de la Congregación vaticana para las Causas de los Santos. Y, el 3 de julio de
2009, el Papa Benedicto XVI aprobó oficialmente el milagro, paso previo a su
beatificación. El postulador de la Causa y superior del Oratorio birminghense, Paul
Chavasse, elevó una solicitud para que la beatificación pudiera llevarse acabo en Roma,
dada la universalidad del Siervo de Dios, cardenal de la Santa Romana Iglesia.
El lobby gay se cebó con la Iglesia católica a la hora de la exhumación de los restos.
Ian Ker, experto biógrafo, tuvo que salir al paso y aclarar que su enterramiento en la
tumba del sacerdote Ambrose St. John fue según propia voluntad y por haber sido
buenos amigos, matizando, de pasada, que la «protesta gay» tenía una torcida intención,
pues difundía la insinuación de que «Newman habría querido ser enterrado con su amigo
porque habría estado ligado a él por algo más que una simple amistad» 34. Tampoco la
Iglesia católica inglesa se fue por las ramas. A través de Austin Ivereigh, ex consejero del
cardenal Cormac Murphy O’Connor, primado católico de Inglaterra, desmintió las torpes
conclusiones adelantadas por el colectivo homosexual aduciendo que la exhumación y
traslado de los restos era para que se le pudiese venerar en un lugar especial. La
cuidadosa exhumación tuvo lugar en Rednal el jueves 2 de octubre de 2008 y no se
encontró resto humano alguno. En vista de ello, el Oratorio de Birmingham decidió que
el sarcófago de mármol preparado al efecto no fuera colocado en la iglesia como al
principio se había planeado. Colocadas en un relicario, que tiene el frontis de cristal, las
pocas reliquias comprenden mechones de cabello de Newman, que ya obraban en
posesión de los padres del Oratorio, una pequeña cruz que éste usaba colgada alrededor
de su cuello, fragmentos de la ropa con que fue sepultado y de madera del ataúd original,
hecho de roble. Lo demás que se recobró de la tumba, incluyendo la insignia cardenalicia
en bronce que adornó la tapa del ataúd, está hoy bajo el cuidado de York Archaeological
Trust, uno de los mejores centros de preservación del país. Uno piensa que las mejores
reliquias van a ser, son ya, sus escritos.
22
A las 11 horas del 2 de noviembre de 2008, monseñor Vincent Nichols, arzobispo de
Birmingham35, presidió una solemne misa pontifical en la capilla de la Inmaculada
Concepción del Oratorio de Birmingham, corriendo la homilía a cargo del antedicho
monseñor Chavasse. Durante la misa, la pequeña urna con las reliquias fue colocada
solemnemente en la capilla de San Carlos Borromeo, amigo de San Felipe de Neri. Se
dispuso que permaneciese allí, a la derecha del altar mayor, hasta la beatificación.
Y esa fausta fecha ha sido, por fin, oficialmente anunciada por el Vaticano y
jubilosamente acogida por la Iglesia católica y la misma Comunión Anglicana. Los pasos
se han ido sucediendo con puntual precisión. Primero fue Benedicto XVI al recibir el 1
de febrero de 2010 a los prelados de la Conferencia de Obispos de Inglaterra y Gales.
Reconociendo al término de aquella visita «ad limina» que «también existen muchos
signos de fe viva y de devoción entre los católicos de Inglaterra y Gales», se refirió «al
interés por la futura beatificación del cardenal Newman» 36. El 16 de marzo un
comunicado del Buckingham Palace anunciaba que el Papa Benedicto XVI había
aceptado la invitación a visitar Gran Bretaña del 16 al 19 de septiembre de 2010. La
embajada de Gran Bretaña ante la Santa Sede indicó luego, entre otras cosas, que el
Papa visitaría las West Midlands para beatificar al «teólogo y educador del siglo XIX, el
cardenal John Henry Newman, durante una Misa pública en Coventry» 37. Se da la
circunstancia de ser ésta la primera beatificación que preside personalmente el Papa
Benedicto XVI, ya que hasta la fecha las demás han sido delegadas. El dato, después de
todo, prueba la gran estima que siente hacia Newman el Papa actual38.
23
III
EL CONVERTIDO
24
mundo» 45. Y también: «A partir de 1841 yo estaba en mi lecho de muerte por lo que
atañe a mi pertenencia a la Iglesia anglicana, aunque, por entonces, sólo gradualmente me
percaté de ello» 46.
Los Padres aquí volvieron a servir de sensibilísima ayuda para esta toma de
conciencia. En el verano de 1841, ya en Littlemore, ajeno a cualquier inquietud, resuelve
traducir a San Atanasio. Pero entre julio y noviembre, recibe «tres nuevos golpes –dice–
que me destrozaron» 47. El primero fue de los arrianos, que venían a patentizarle el
mismo fenómeno que tiempo atrás los monofisitas. El segundo llegó con la pertinaz lluvia
de intrigas y acusaciones de obispos y amigos contrarios a su proceder, lluvia, por cierto,
que se prolongaría por tres años. La trama, en fin, de una interconfesión entre el
anglicanismo y la Prusia protestante, a propósito del Obispo de Jerusalén, es el tercero, el
que acabó sacudiendo su fe en la Iglesia anglicana y le llevó «al principio del fin» 48.
«Entonces sentí de todo en todo la fuerza de la máxima de San Ambrosio: Non in
dialectica complacuit Deo salvum facere populum suum (Dios no quiere salvar a su
pueblo con la dialéctica)49. Sentía gran disgusto por la lógica del papel» 50. El 14 de julio
de 1844 se descuelga en carta a una amiga: «Yo estoy mucho más cierto (según los
Padres) de que estamos en estado de separación culpable que de que no se den
desenvolvimientos bajo el Evangelio y de que los desenvolvimientos romanos no sean
verdaderos» 51.
La conversión, como dichoso amanecer, asoma por el horizonte. Corren los últimos
meses de 1844 y decide escribir el clásico tratado sobre la evolución del dogma: Ensayo
sobre el desarrollo de la doctrina cristiana. Resuelve además que, si al terminarlo
persisten sus convicciones a favor de la Iglesia Romana, dará «los pasos necesarios para
ser recibido en su seno» 52. La dulce y amable Luz, suspirada y cantada cuando el barco
abandonaba las costas de Palermo, ilumina su alma con súbito resplandor. Desde ahora
hasta la tarde del 8 de octubre de 1845, los Santos Padres disipan las últimas dudas y
ponen al fatigado luchador John Henry en las manos del pasionista Domenico Barbieri,
hoy beato, que recuesta al neoconverso en el regazo maternal de la Iglesia católica. El
pasionista fue llamado a Littlemore en la tarde del 8 de octubre de 1845. Por la noche,
Newman empezó su confesión, acabada al día siguiente, y fue recibido en la Iglesia
católica. Fueron los Santos Padres, pues, los principales maestros en la conversión del
genio de Oxford, al que hablaron desde el principio de manera suave y cordial, de
corazón a corazón, haciendo vida el lema que más tarde habría de lucir en el escudo
cardenalicio: «Cor ad cor loquitur» (el corazón habla al corazón)53.
Si la del Vaticano II es hora de los Padres de la Iglesia, resulta fácil entender que lo sea
25
también del Obispo de Hipona y del mismo cardenal Newman, dado el aire teológico y
eclesial de los tiempos que corren. Un clima conciliar, aquél, de apertura, liberalidad,
comprensión del mundo y de sus problemas. En vez de condenar e imponer, el Vaticano
II miró al mundo con simpatía, con estilo cristianizante y abierto al diálogo, que es, por
grata coincidencia, el de San Agustín cuando, con fines siempre pastorales, cristianizó el
platonismo y escribió de Roma y de su imperio agónico y convulso frases en las que
cualquier asomo pesimista está en función del renovador optimismo a que impulsa la
Ciudad de Dios. Newmanismo y agustinianismo, siendo así, resultan, desde esta
perspectiva, sinónimos a los que subyace un mundo de afinidades que no sólo permiten,
sino que obligan a reconocer en sus fundadores dos almas gemelas, dos genios abriendo
en la Iglesia la escotilla de la comunión.
Corría 1930 cuando Przywara definió a Newman como «el verdadero y único
Augustinus redivivus (San Agustín redivivo) de los tiempos modernos, y ello porque su
mirada está serenamente fija en el Dios del fin» 54. No pretendo ahora descender a
comparaciones, siempre odiosas, sobre si San Agustín ejerció más o menos influjo que
los otros Padres, o más o menos que uno u otro en concreto. Las muchas páginas
dedicadas a San Atanasio, por ejemplo, harían desistir. Pero no es el número de páginas
lo que importa, sino su peso ideológico. Su familiaridad del gentleman de Oxford con el
Hiponense fue más honda de lo que a veces se reconoce.
A su paso por Milán en 1846 evoca sobre el terreno la conversión, el bautismo y hasta
la dulzura de la madre Mónica, aunque aquí haya más que una simple cuestión
evocadora. Escritos newmanianos hay donde el Africano comparece a la llamada de una
cita puntual o de un testimonio implícito. He aquí, por ejemplo, la opinión que, a
propósito del papel que los Santos Padres juegan en la investigación teológica, merece a
Newman el hijo de santa Mónica: «La gran luminaria del mundo occidental –dice– es,
notoriamente, San Agustín, quien, sin ser maestro infalible, modeló el pensamiento de la
Europa cristiana; de hecho, a la Iglesia de Africa en general hemos de volver los ojos
para hallar la mejor exposición de las ideas latinas» 55. Que para él no es lo mismo un
Padre de la Iglesia que un santo cualquiera lo insinúa esta frase: «Cuando yo leo a San
Agustín o San Basilio, yo converso con un alma hermosa iluminada por la gracia» 56.
Cuando yo leo, converso. Sutil indicio de lo que en Newman era el estudio de los Padres:
una lectura, una conversación, un diálogo inteligente y cordial a la vez; una vivencia.
26
difundido por toda la tierra y sus palabras hasta el extremo del orbe. No tiene necesidad
de residencia fija aquel cuyo hogar es la Iglesia católica, ni teme la desolación llevada por
los bárbaros y los herejes aquel cuyo credo está destinado a durar siempre» 59. Y con el
dramático final de Hipona todavía como telón de fondo: «No era seguramente un
hombre ordinario aquel cuyo final es en todos sus detalles tan sorprendente» 60. Muerte,
silencio, desolación y abandono frente a vida, difusión universal de un magisterio, alegría
y fe: pinceladas de colorido y contraste al servicio de una idea central, la del genio de San
Agustín, aquí después de todo autobiográficas también de Newman.
Desde un pulcro estudio de las Confesiones, nuestro protagonista parangona entre lord
Byron (1788-1824) y el Obispo de Hipona con esta riqueza de matices: «En el caso de
San Agustín no existen trazas del terrible espíritu altivo, de carácter lóbrego, del amor
propio, de la vanidad, de la irritabilidad y de la misantropía que, muy ciertamente,
caracterizan al poeta compatriota nuestro» 61. «Tal como le muestra su primera historia –
prosigue con notas positivas– Agustín era un hombre de sentimientos afectuosos y
tiernos, de temperamento abierto y amable, apuntando por encima de todo a una especie
de perfección exterior a él en lugar de vivir únicamente concentrado en sí mismo» 62.
Hermosas dotes que, en buena medida, tampoco desentonan, insisto, aplicadas al propio
Newman. Dice mucho, por último, que fuera suya y no de Pusey, la idea de abrir la
Biblioteca de los Padres con las Confesiones. Y más que mucho que, al bajar a detalles
sobre la mentira, no sólo discrepe del magisterio de San Alfonso M. Ligorio al respecto,
declaración, por cierto, que sorprende a sus íntimos, sino que se proclame discípulo de
San Agustín, del que inclusive cita una fuerte y conocida sentencia.
27
Securus iudicat orbis terrarum. Mi amigo repitió una y otra vez estas palabras, y cuando
se fue seguían resonando en mis oídos: Securus iudicat orbis terrarum65.
«Por esta sencilla frase, las palabras de San Agustín me hirieron con una fuerza cual
no sentí antes nunca de cualesquiera otras palabras. Para poner un ejemplo que nos es
familiar, fueron como las palabras «retorna, Whittington», de la campana; o, por poner
otro más serio, como las del «Tolle lege – Tolle lege» del niño que convirtió al mismo
San Agustín. ¡Securus iudicat orbis terrarum!» (que podríamos traducir: El mundo
entero juzga seguro)68. Claro que, además de llegar al corazón, sacudieron antes el difícil
campo de la inteligencia. Newman fue un sensitivo, un poeta, un hombre de cordialidad y
ternura y, a la vez, un intelectual grandilocuente. A golpe silogístico de tracts, había
ideado con otros amigos insignes la teoría de la Vía Media, es decir, el sistema religioso
más integral y positivo de cara a la formación de una reconocida teología anglicana que
ahora, «por estas grandes palabras del antiguo Padre, que interpreta y resume el largo y
variado curso de la historia de la Iglesia, quedaba completamente hecha polvo» 69.
Newman describe también su estado de ánimo tras la lectura: «Yo quedé muy excitado
ante el horizonte que se me había abierto» 70.
Es muy grande el agustinianismo que destila esta sublime página. Así y todo, el
securus iudicat desborda en la biografía de nuestro personaje los precisos gloriosos
límites de un «sobrenatural incidente» biográfico en el proceso de conversión. San
Agustín socorrió a Newman con esta frase muchos años después, y de forma por de
pronto más reiterativa. También con significado distinto. Pues el de 1839 era sociológico
28
y, por ende, doctrinal. Dicho en otros términos, porque la Iglesia no puede por menos de
tener razón frente a los herejes, por eso Ella posee la infalibilidad: securus iudicat orbis
terrarum. Durante 1870 el sentido es inverso, designa en concreto la infalibilidad. No es
que olvide la dimensión eclesial, sino que sólo la supone.
Dotados uno y otro de carisma profético, sus geniales intuiciones tienen hoy el mismo
lustre, la misma frescura y atractivo que ayer. Sus problemas parecen los nuestros. De
ahí su presencia y su «actividad» en el Vaticano II73. Newman, es cierto, manejó más a
menudo los Padres griegos. Como anglosajón, era propenso a la sicología oriental. Pero
sería injusto silenciar que algunos críticos descubren en él, hasta por el físico, semejanzas
con César, latino por los cuatro costados. Pretender entonces delinear en el Cardenal
inglés algunos rasgos agustinianos, que los tiene por cierto, y acusados según acabamos
de exponer, no es ningún abuso. El título de Przywara guarda, por tanto, su lógica. Igual
que la guardan uno y otro con San Pablo (cf. Hch 9, 1-29).
Conversos uno y otro, dejaron descrito con minuciosidad el itinerario recorrido hasta el
encuentro con la Gracia. El uno, en las Confesiones. El otro, en la Apología. Dos libros
admirables, con estilo propio, con garra, en los que palpitan la unción religiosa, el hondo
calor humano y la tensión emocional. Ya se sabe que las conversiones guardan un fondo
común. El epicentro de esas profundas conmociones interiores del alma es, siempre,
29
Cristo. Y junto a Cristo –nunca puede faltar– María, la Reina de los convertidos.
Después, secundarias aunque a menudo próximas, existen causas diversas, que pueden
ser de todos los colores, según cada caso. Porque la Gracia se vale de los elementos más
vulgares a veces, más intrascendentes y extraños para llamar a la puerta llegada su hora.
Esto es comprobable en el P. Liebermann, en Chesterton, Claudel, Papini, Morente,
Newman, y hasta San Pablo y San Agustín, por citar nombres.
Pero existen ejemplos donde la similitud es mayor. Si tuviéramos que limitar éstos a
San Pablo, San Agustín, Newman y Morente, y sirvan sólo para botón de muestra, las
semejanzas repartirían a los protagonistas por este orden: Morente con San Pablo y
Newman con San Agustín. Las conversiones de Morente y de San Pablo son de tipo que
podríamos denominar cristológico, en cambio las de San Agustín y Newman parecen,
más bien, ec1esiológicas, con el discreto matiz que esta palabra exige en el de Hipona.
Desde el punto de vista de la modalidad, las dos primeras sobrevienen por un golpe
súbito de luz, de esa Luz dichosa, que lo es del mundo y de las almas, de esa Luz que,
de puro cegadora, transforma el espíritu en luz participada. En cuanto a las segundas,
asoman primero con un orto balbuciente que va desperezándose, creciendo esplendoroso
hasta que la propia fuerza lumínica impone, al fin, un mediodía radiante, de plenitud
transformadora. La andadura de conversión de Newman y San Agustín discurrió
intelectualmente, lentamente, diríase casi trabajosamente, pero a la vez, y pese a ello,
con prodigiosa eficacia. Cristo se fue revelando a uno y otro poco a poco; a fuerza de
provocar en ellos el ansia de Luz –o de Verdad–, como en la Samaritana había
despertado junto al pozo el deseo de agua viva (cf. Jn 4,1-42).
Se podrá objetar que Newman fue muy paulino, que dedicó al Apóstol obras
meritorias que así lo indican, que entre uno y otro abundan las semejanzas. No hay por
qué dudarlo. Claro que, así las cosas, tampoco admite duda la estrecha relación entre San
Agustín y San Pablo76. Pero aquí me refiero ante todo al curso de los acontecimientos,
desde cuya modalidad sale a la diáfana superficie que el gran converso del anglicanismo
queda mucho más cerca de San Agustín que de San Pablo, sin que esto implique decir
que la newmaniana y la agustiniana fueran idénticas. Detecto nada más el parecido de un
hecho prodigioso, que si, como Pablo VI dijo, en Newman fue «formidabile conversione,
30
maturata, come si sa, dopo laboriosissime e drammatiche meditazioni» 77, en San Agustín
constituye, asimismo, un fatigoso itinerario que los críticos explican como expresión del
gemitus cordis (gemido del corazón) o del agonismo humano.
Los dos arribaron al deseado puerto tras largas luchas y fatigosos vaivenes. Uno y otro
sometieron la inteligencia a prolongado y duro ejercicio, hasta que, unida ésta al corazón,
acabó rindiéndose a la Gracia. El agustiniano y antidonatista Securus iudicat orbis
terrarum viene a ser, diríase, como el tolle lege (toma y lee) de propio John Henry
Newman. Porque donde nuestro genial converso anglicano aparece, de nuevo, como
Augustinus redivivus es, precisamente, aquí, o sea en el hecho mismo de haber sido los
Padres de la Iglesia protagonistas inmediatos de su conversión; y en el de lucir, si es
admisible el inciso, con especial intensidad y esplendor el propio Pastor de almas de
Hipona desde la imprevista y luminosa frase antidonatista dirigida a Parmeniano. La
coincidencia de Newman y de San Agustín por lo que atañe al protagonismo patrístico en
sus respectivas conversiones resulta, pues, clara y objetiva una vez más78.
En efecto, las semejanzas que relacionan a Newman con San Agustín no sólo
provienen de ser conversos los dos y haber recorrido, cada uno en su época, caminos
tortuosos y ásperos. Todo eso es verdad. Como lo es también que fueron hombres de
Iglesia a la que consagraron sus vidas de palabra y con la pluma. Y que la esfera literaria
presenta, de igual modo, puntos comunes: así las Confesiones y la Apología, la Ciudad
de Dios y el Ensayo sobre el desarrollo, el De gracia y la Iglesia de los Padres.
Pero donde las semejanzas corren más ágiles, pese a ser el uno afrolatino y el otro
anglosajón, es precisamente, en lo tocante a la interioridad. El término «conciencia», por
ejemplo, alcanza en Newman hondas resonancias de la fórmula agustiniana «Dios y
alma», en la que el alma, ganada por lo divino, se rinde serenamente a Dios para, de este
modo, perderse toda en Él. Sobre los postulados de esta fórmula, Newman supera el
interno e irreconciliable antagonismo de la Edad Moderna, que polarizan de una parte el
optimismo objetivo e histórico de Hegel y Descartes y, de otra, el pesimismo objetivo e
histórico de Pascal y Kierkegaard. Por lo que a teoría de la «Idea en la Historia»
concierne registramos, de igual modo, rasgos similares.
31
San Agustín y el cardenal Newman fueron maestros de la vida interior porque
experimentaron en sí mismos la inefable dulzura del misterioso mundo de la gracia. Los
dos hicieron de la suya una vida en tensión hacia lo eterno. El uno resumió este
admirable hacer con la expresión de «irrequietud» mundialmente famosa: Nos hiciste,
Señor, para ti79. El otro, procurando revivir en el corazón su célebre poema The Pillar
of the Cloud (=La columna de nube) con el propósito de ser peregrinación viviente hacia
la Luz: ex umbris et imaginibus in veritatem (= de la sombras y de las imágenes a la
verdad)80. Ambos, como pendientes siempre de la bellísima plegaria del salmo 118:
«Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero». En cualquier caso, siempre
la misma meta, igual fin, Dios bajo el nombre de Verdad o de Luz, y en el fondo del alma
una aspiración idéntica, la que Muñoz Alonso sintetizó en más de una ocasión al referirse
a las ansias de verdad verdadera. O lo que Zubiri quería expresar cuando decía que la
verdad verdadea.
Por ahí apuntó el agustinólogo Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, dictando el 28
de abril de 1990 en Roma su conferencia con motivo del centenario de la muerte de
Newman, al reconocer que, en cuanto hombre de la conciencia, Newman había llegado a
ser un convertido. Fue su conciencia la que lo condujo de los antiguos vínculos y de las
antiguas certezas al mundo para él difícil y desacostumbrado del catolicismo. Pero
entiéndase bien, vía de la conciencia, no vía de la subjetividad que se afirma a sí misma.
Vía, dicho sea en resumen, de la obediencia a la verdad objetiva. La del purpurado
inglés, como la de San Agustín, es conversión que dura toda la vida. «Newman –
precisaba el cardenal Ratzinger– fue durante su vida toda uno que se convirtió, que se
transformó, y que siempre permaneció de tal suerte el mismo, y siempre convertido más
en sí mismo» 81.
«Me viene aquí a la mente –insistió Ratzinger– la figura de San Agustín, tan afín a la
figura de Newman. Cuando se convirtió en el jardín junto a Casiciaco. Había
comprendido la conversión todavía según el esquema del venerado maestro Plotino y de
los filósofos neoplatónicos. Pensaba que la pasada vida de pecado era ahora
definitivamente superada; el convertido sería de ahora en adelante una persona
completamente nueva y diversa, y su camino sucesivo habría de consistir en una subida
constante hacia las alturas siempre más puras de la cercanía de Dios. La real experiencia
de Agustín, sin embargo, fue otra: él debió aprender que ser cristianos significa más bien
recorrer un camino siempre más fatigoso con todos sus altos y bajos. La imagen de la
ascensión viene sustituida con la de un camino, de cuyas fatigosas asperezas nos
consuelan y sostienen los momentos de luz, que nosotros podemos recibir de tanto en
tanto. La conversión es un camino» 82.
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convertido nos enseñó a seguir convirtiéndonos, magnífica idea que el Siervo de Dios
Juan Pablo II expone en su Carta Apostólica Augustinum Hipponensem, así Newman
deviene un ejemplo admirable y nos enseña –con la Carta al Duque de Norfolk, por
ejemplo– el papel de la Revelación a la hora de nuestra continua conversión, lo mismo
que en el desarrollo sucesivo de la Iglesia y del mundo. Providencial protagonismo el de
los Padres de la Iglesia, sin duda, y sobremanera cercano y cordial podríamos añadir, el
de San Agustín, en la conversión del célebre inglés, cuyo mensaje sigue teniendo vigencia
en esta Iglesia del ultramoderno siglo XXI.
33
IV
EL CARDENAL
1. NOMBRAMIENTO
El 12 de mayo de 1879 León XIII creaba cardenal a John Henry Newman, de cuyo
correspondiente centenario dieron cuenta en 1979 numerosos congresos y publicaciones
evocando la efeméride que en su día había trascendido lo puramente histórico. La
celebración, en efecto, permitió sumarse a los actos con protocolaria carta al arzobispo
de Birmingham al mismo Juan Pablo II, que exaltó al «gran maestro de fe y guía
espiritual», al «siervo bueno y fiel (Mt 25,21) de Cristo y de la Iglesia» 83. Otro tanto es
posible decir del mundo anglicano, que lo hizo en breve nota firmada por su primado, Dr.
Donald Coggan en el Lambeth Palace y remitida a los Centros de Birmingham y Roma.
Era como la resonancia de aquel abrazo anglolatino de cien años atrás.
34
Las intrigas clericales, la incomprensión jerárquica y hasta la hostilidad profesoral y
discipular habían vuelto intransitable un camino por tantos conceptos escabroso. Pero
nunca pudieron abatir la fe del que llegó a escribir esta lapidaria frase: «El tiempo es el
gran remedio y el gran vengador de todas las injusticias. Si somos pacientes, Dios trabaja
para nosotros. El obra a favor de los que no trabajan para sí mismos» 87. Palabras, éstas,
que engrandecen al hombre que supo sufrir en silencio, defenderse cuando no tuvo más
alternativas, esperar sin perder la calma y recibir con dignidad.
Su conversión había sido algunos años antes todo un acontecimiento, aunque algunos,
influenciados por el Tractarianismo, fenómeno imposible de entender sin él, se le habían
adelantado. Después de 1845, a raíz de su conversión a la Iglesia católica, en Oxford,
Cambridge y todo el país cundió la impresión hubiera detrás una muchedumbre de
seguidores. La realidad, sin embargo, fue muy otra: Keble, Pusey, los obispos, los
profesores permanecieron firmes en su fe anglicana. Su conversión, no obstante y
después de todo, alcanzó considerable resonancia internacional propiciada por su enorme
prestigio, que levantaba pasiones y a nadie dejaba indiferente. Cierto es que el verse
incomprendido de unos y otros no se había hecho esperar a raíz de su desconcertante
iniciativa de abrazar la fe católica: los anglicanos, porque había dejado su Comunión; los
católicos, porque en la Curia romana tenía los suficientes enemigos como para amargarle
la existencia. El camarero participante de Pío IX y uno de sus más implacables
antagonistas, monseñor Talbot, un suponer, ponía en guardia a Manning frente a la
peligrosidad del neoconverso. ¡Y no había llegado aún el modernismo!
Ya es curioso que decidiese abrazar el Oratorio de San Felipe Neri. Él mismo fundó
uno en Birmingham, donde empezó nueva vida entregado a los estudios y a la oración.
De allí salió un día para dirigir la palabra a la Jerarquía católica de Inglaterra, congregada
por Wisseman en Oscott. El discurso –La Segunda Primavera– pasó a los anales de la
literatura clásica, comparable por efectos y resonancias al Genio del cristianismo, de
Chateaubriand. Dado el cúmulo de admiradores, diríase que Inglaterra entera le hubiera
hecho cardenal. León XIII, interesado por él desde que lo había conocido en la
nunciatura de Bruselas, acogió favorablemente al duque de Norfolk a finales de 1878 y
vino a saber así que su eventual elevación al cardenalato suscitaría el unánime aplauso
inglés. Posteriormente a los hechos, llegó a ofrecer en audiencia privada esta perla: «¡Ah,
mi cardenal! No fue fácil, no fue fácil. Se decía que fuese demasiado liberal. Pero yo
estaba decidido a honrar a la Iglesia honrando a Newman. Siempre he venerado y estoy
contento de haber podido honrar a un hombre tan valeroso» 88.
El lunes 12 de mayo de 1879, Newman acudió al Palazzo della Pigna, residencia del
cardenal Howard, a recibir del Secretario de Estado el nombramiento cardenalicio. Allí
35
pronunció su Biglietto Speech, o sea el discurso oficial de aceptación, un texto, por
cierto, de notable importancia donde resume lo que a su entender había sido el afán de su
vida toda: la causa de la religión revelada. El martes 13, recibe de León XIII la birreta en
el Vaticano. El miércoles 14, hubo discursos y presentación de vestes por parte de los
católicos angloparlantes de Roma. Y el jueves 15, consistorio público con entrega del
capelo y abrazo del Papa a los nuevos cardenales.
Ceñido ya de lleno a su persona, incorporaba este largo texto, digno del bronce y
valioso, entiendo yo, para los teólogos encargados de examinar sus virtudes y sus escritos
con vistas a una canonización y declaración de doctor: «En mi larga vida he cometido
equivocaciones. No puedo mostrar esa alta perfección que pertenece a los escritos de los
santos, exentos de todo error; pero creo sinceramente que en todo lo que he publicado ha
existido intención recta, ausencia de fines personales, actitud obediente, buena
disposición para ser corregido, odio al error, afán de servir a la Iglesia Santa y, por divina
bondad, una razonable medida de éxito» 90.
Luego la emprendía contra el espíritu del liberalismo en religión, al que definió esa vez
como «la doctrina según la cual no existe una verdad positiva en el ámbito religioso sino
que cualquier credo es tan bueno como otro cualquiera. Es una opinión –decía– que gana
acometividad y fuerza día tras día. Se manifiesta incompatible con el reconocimiento de
una religión como verdadera, y enseña que todas han de ser toleradas como asuntos de
simple opinión. La religión revelada –proseguía– no es una verdad sino un sentimiento o
inclinación; no obedece a un hecho objetivo o milagroso. Todo individuo, por lo tanto,
tiene el derecho de interpretarla a su gusto. La devoción no se basa necesariamente en la
fe. Una persona puede ir a iglesias protestantes y a iglesias católicas, obtener provecho de
ambas y no pertenecer a ninguna» 91. Este breve discurso, en suma, podría ser buena
prueba de por qué Newman le resultó un personaje atractivo al Siervo de Dios Juan
Pablo II, el de las encíclicas Fides et Ratio y Veritatis Splendor, y por qué sigue
fascinando a Benedicto XVI, tan sensible también a dichos temas, aparte naturalmente de
constituir un argumento básico para inscribir a su autor en el ecumenismo moderno,
comprendido el diálogo interreligioso.
36
Pero volvamos al Biglietto Speech del neopurpurado en el palacio del cardenal
Howard. Tras haberse referido al mal del liberalismo en religión, descendió con fino
análisis de la situación inglesa a un matizado excursus del fenómeno de las sectas, a las
que no le dolieron prensas en responsabilizar de los grandes males que entonces
aquejaban a su país, por ser ellas instrumento del espíritu liberal, que «presiona así sobre
notros [los ingleses] por la fuerza misma de las cosas» 92. Su aguda inteligencia, sin
embargo, le impidió recebarse con lo negativo del fenómeno. «Hemos de tener en cuenta
finalmente que hay algunos aspectos buenos en este planteamiento liberal; por ejemplo,
los preceptos de justicia, veracidad, sobriedad y benevolencia, que al menos se
encuentran entre los principios que profesa. Pero –dijo volviendo al rumbo anterior– en
cuanto advertimos que este conjunto de principios pretende suplantar y bloquear a la
religión, hemos de calificarlos como malos» 93.
Newman no quiso diseñar para escudo cardenalicio un blasón propio. Prefirió adoptar,
con leves retoques, uno del siglo XVII, herencia de su padre. Ni siquiera formuló un
emblema extraído, por ejemplo, de sus numerosos escritos, sino que eligió el dicho cor
ad cor loquitur (el corazón habla al corazón) que a él se la hacía tan suave y tan familiar
de puro entenderlo como cosecha bíblica o de la Imitación de Cristo. En realidad la frase
figura en una carta de San Francisco de Sales y había sido ya citada por el mismo
Newman en el 1855 durante una conferencia sobre la pastoral universitaria.
Personalmente nunca se detuvo a explicarlo con detenimiento y al detalle. Juntamente
con el escudo, dichas palabras expresan, a pesar de todo, un principio fundamental de la
vocación cristiana que, por lo demás, pautó de lleno el curso de su vida, su pensamiento
37
teológico y sus fatigas pastorales97. Los newmanistas han querido interpretar ese cor ad
cor loquitur, basados obviamente en los escritos del Cardenal, por estas cuatro
dimensiones: Dios habla al hombre, el hombre habla al hombre, el hombre habla a Dios y
Dios habla al hombre sobre todo en la Eucaristía98.
El hombre habla al hombre. Los tres corazones del escudo admitirían también esta
otra explicación: el del campo inferior indicaría al hombre nuevo; y los dos en alto, a
Cristo y al Espíritu Santo. Ellos conducen al cristiano a la comunión con el Padre en el
cielo, que con el escudo en forma de corazón dorado viene indicado como fundamento y
origen de todo. La comunión del hombre nuevo con la Santísima Trinidad se extiende
necesariamente a la comunión con los otros cristianos en comunión con la Iglesia, donde
los hombres pueden de modo nuevo hablar entre ellos cor ad cor. El del campo inferior,
por ello, podría significar también la Iglesia, patria interior del hombre nuevo. Nosotros
en la Iglesia somos, en realidad, «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32) con todos
los que pertenecen a Cristo, sea vivos aquí en la tierra, sea muertos/vivos en el cielo, sea
que contemplen ya la gloria del Dios uno y trino. Como los apóstoles, aquellos que son
iluminados por la luz de Cristo se convierten en portadores de luz en medio de un mundo
oscuro y tenebroso, deviniendo en ardientes antorchas capaces de poner a los otros en
contacto con el fuego de Jesucristo. Estos cristianos ardientes –los santos– a juicio de
Newman un influjo irresistible.
El hombre habla a Dios. La vida cristiana es aspiración, sostenida por la gracia, a una
profunda unión con Dios. Repite a menudo Newman que lo importante es la relación
38
personal con Dios cor ad cor, de corazón a corazón. Y en la Apología pro vita sua
confiesa que después de su «primera conversión» a los quince años, concentró sus
pensamientos «en dos seres y sólo dos seres absoluta y luminosamente evidentes: yo
mismo y mi Creador» 99. Por el camino de su vida, también por su conversión, supo
reconocer que la Iglesia católica no permite a ninguna imagen, material o inmaterial,
ningún símbolo dogmático, ningún rito, ningún sacramento, ningún santo, ni siquiera a la
Bienaventurada Virgen, interponerse entre el alma y su Creador. En toda situación, entre
el hombre y su Dios, él se encuentra cara a cara, solus cum solo100. La relación personal
del hombre con Dios aquí se revela sobre todo en aceptar por fe de la revelación. La
unión íntima del hombre con Dios debe darse a través del verdadero y sincero amor a él.
Con la común participación en el Cuerpo de Cristo nos unimos los unos a los otros cor
ad cor como miembros del cuerpo de la Iglesia dispuestos a transmitir cor ad cor la
buena nueva. En la comunión con Jesús eucarístico, podemos de modo especial hablar
cor ad cor con Dios. El mote cardenalicio de Newman, por eso, viene a traslucir así, con
su densidad conceptual y desde su elevada mística, el sesgo que el nuevo purpurado
quería imprimir a su vida. Su beatificación prueba que tan noble aspiración fue
cumplidamente conseguida. Y ya se ve también hacia dónde apuntó la Santa Sede
cuando eligió cor ad cor loquitur como lema del viaje de Benedicto XVI a Inglaterra y
Gales101.
El Papa León XIII asignó a Newman el título cardenalicio de la iglesia diaconal de San
Jorge en Velabro, que llevó durante sus últimos once años de vida, es decir, durante todo
su cardenalato (1879-90). No recibió Newman, pues, la consagración episcopal, pero sí
lució la púrpura con la elegancia de los elegidos, haciéndola brillar hasta durante los días
húmedos y neblinosos de Inglaterra y Gales. De sobra es sabido que hay púrpuras
carentes de brillo incluso en días radiantes de sol. Y las hay también, por contra, como la
de Newman, que lucen hasta en los días opacos y de penumbra. Tal vez sea esta, entre
otras que se dieron, la razón que mejor explique por qué sus especialistas reconocen en él
al más ilustre y conocido cardenal diácono de San Jorge en Velabro, la mencionada
iglesia-basílica romana de título cardenalicio diaconal en Roma, hoy, por cierto, vacante,
desde la muerte del último titular, el nonagenario cardenal salesiano Alfonso María
Stickler, quien, al optar por el orden de los cardenales presbíteros, recibió de Juan Pablo
II el 29 de enero de 1996 la posibilidad de seguir manteniéndola unida a su persona, por
cuyo motivo la susodicha diaconía cardenalicia fue elevada, pro hac vice, a presbiteral.
El más ilustre y conocido cardenal diácono de San Jorge en Velabro es, por tanto,
repito, John Henry Newman. Al cumplirse el centenario de los fastos que en este capítulo
menciono, o sea en 1979, fue colocada dentro de los muros basilicales una placa
conmemorativa en honor del distinguido titular de un siglo atrás. El contenido de la
39
misma, en versión libre, dice lo siguiente: «Su Eminencia el Cardenal John Henry
Newman, teólogo –ecumenista– oratoriano de San Felipe Neri, pero sobre todo cristiano,
presidió esta Iglesia diaconal como su sede de honor, 1879-1890» 102.
Entre otros ilustres eminentísimos cumple nombrar a Odo Colonna, que más tarde
subiría a la Cátedra de San Pedro con el nombre de Martín V, a Rafael Riario, a Santiago
Stefaneschi, y a muchos más. Tiempos hubo en que permaneció vacante. Por ejemplo,
desde la muerte de Newman en 1890 hasta 1914, en que vino a ocuparla, también por el
corto espacio de un año, el cardenal benedictino Gasquet. Los últimos del siglo XX han
sido Mercati, Jullien, Gut, y Sergio Pignedoli, para cerrar con el ya citado Stickler, que
falleció en 2007.
Dos cuestiones atingentes al tema de marras cumple recordar aquí. La primera guarda
relación con el personaje. León XIII dejó entrever la trascendencia del nombramiento
con estas palabras que para sí hubieran querido entonces no pocos purpurados: «Pero yo
estaba decidido a honrar a la Iglesia honrando a Newman» 103. Se habían conocido
siendo monseñor Vincenzo Gioacchino Pecci nuncio en Bruselas durante un encuentro
que, por lo que después ocurrió con esto de la púrpura, ya se comprende cuánto dio de
sí. Porque la frase completa empieza con un repetido «No fue fácil, no fue fácil». Todo
ello, pues, nos lleva al oscuro capítulo de las intrigas, de las calumnias y de los
impedimentos. Y aquí es donde procede incorporar la segunda razón, a la que acuden
por distintos motivos León XIII, Newman, el cardenal Manning, sucesor de Wiseman en
Westminster, el benedictino Ullathorne, desde 1850 obispo de Birmingham, o sea el
ordinario de lugar de Newman, y algunos más.
40
sólo leyó mi carta sino que, en vez de dejar que el Papa la interpretara, se tomó la
molestia de interpretarla él mismo e hizo pública su interpretación al mundo entero. Una
carta privada, dirigida a las autoridades romanas, es interceptada y sale publicada en los
periódicos de Inglaterra. ¿Cómo es posible que alguien haya hecho semejante cosa?
Además, estoy completamente seguro de que si me ofrecieran un honor de esa categoría,
mi respuesta no sería un rechazo terminante» 104. El 18 de marzo de 1879 llega, por fin,
la carta oficial del Secretario de Estado con el nombramiento de Newman como cardenal.
El Papa había accedido a que Newman se quedase en Birmigham. Manning, el pobre,
quedó así en pésimo lugar, y con él otros eclesiásticos ultraconservadores.
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sido cosa suya y se ha servido de las peticiones procedentes de Inglaterra como un punto
de apoyo muy oportuno para lo que él quería hacer. Después me envió una carta en que
me comunicaba su deseo de ofrecerme un “solemne y público testimonio” de su alta
opinión de mí, con palabras emocionantes. Al presentarme a él, se mostró conmigo tan
extraordinariamente atento que todos se quedaron pasmados. Ha sido esta actitud del
Papa lo que me ha hecho poner a un lado mis propios sentimientos» 109.
Y todavía se le hace a uno más explícito, si cabe, con las vivencias del calvario sufrido
desde su conversión hasta el momento de la púrpura. «Durante 20 ó 30 años católicos
ignorantes o fanáticos han dicho que yo era prácticamente un hereje; yo sabía que la
teología de Roma y los teólogos de Roma estaban de mi parte, bien sea porque me
apoyaban, bien porque me aceptaban». Y de nuevo, desde la otra orilla: «Durante años
me ha sacado de quicio que los protestantes dijeran, condescendiendo, que yo no era
más que católico a medias, y que demasiado bien que se portaban conmigo en Roma. Así
que me he sentido obligado a aceptar [el cardenalato]. En cuanto a lo del Döllinger de
que el Papa no sabía lo que hacía, como chiste no está mal» 110.
Que las intrigas le seguían mortificando años después lo prueba su carta a John Waugh
desde Birmingham el 24 de marzo de 1885: «Es sencillamente falsa la afirmación de que
haya deseado volver a la Iglesia Inglesa: jamás, ni por un momento. La Iglesia Católica
Romana es el único Oráculo de la Verdad y Arca de Salvación. Ninguna otra comunión
tiene las promesas, ninguna otra tiene la Gracia del Redentor» 111. Testimonios así
abundan en aras de idéntico diseño: un hombre de Dios, un sabio y un santo haciendo
brillar la púrpura lleno de compostura y decoro hasta el fin de sus días. Se explica, pues,
que Newman fuera santo y seña del cardenal De Lubac112.
Quisiera, pese a todo, traer como epílogo aquí el testimonio del ordinario del lugar en
Birmingham, amable obispo Ullathorne, recordando su visita del 18 de agosto de 1887,
apenas tres años antes de caer el telón de aquella intensa biografía: «Hoy –dice
Ullathorne– he visitado al Cardenal Newman. Está muy gastado, pero muy contento
[…]. Fue una conversación larga y muy animada pero cuando ya me levantaba para
irme, hizo algo que nunca olvidaré porque supuso una lección sublime para mí. En voz
baja y humilde me dijo: “Señor obispo, ¿me haría usted un gran favor?” “¿De qué se
trata?”, le dije. Se dejó caer de rodillas, inclinó su cabeza venerable y dijo: “Deme su
bendición”. “¿Qué iba a hacer yo teniéndolo delante de esa manera? No podía negarme
sin causarle un gran apuro. Así que le puse la mano en la cabeza y dije:”Mi querido
Cardenal Eminentísimo, a pesar de todas las leyes en contra [un Cardenal es ‘más’ que
un obispo], que Dios le bendiga y que su Santo Espíritu le llene el corazón”. Al ir ya
hacia la puerta, y sin querer ponerse la birreta ante mí, me dijo: “Yo me he pasado la
vida metido en casa mientras usted peleaba por la Iglesia en el mundo”. Me sentí
anonadado en su presencia, ¡este hombre es un santo!» 113. Sobran comentarios.
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43
V
EL ECLESIÓLOGO
1. SU ECLESIOLOGÍA
Más que simple escuela o academia, la Iglesia es para Newman realidad histórica,
misterio y comunión, y ejerce en nombre de Cristo tres funciones: real, sacerdotal y
profética, esta última la herencia del Papa, si bien las tres del cuerpo místico, ya que es el
pueblo todo entero el que vive la fe y la transmite. Newman es consciente de que la
interpretación de la Escritura fue durante los tiempos arrianos preservada de la
corrupción gracias al juicio del orbis terrarum (el mundo entero). De ahí que subraye,
acordes y respetuosas, dos infalibilidades: la activa o de la jerarquía, y la pasiva o de los
fieles. Si los actos jerárquicos no regulan el orbis terrarum, podría éste degenerar en
opiniones dispares, pues el poder de discernir es de la Iglesia docente –Ecclesia docens–,
aunque la doctrina sobre la cual se discierne pertenece a la Iglesia entera. Al cabo no sólo
los pastores, sino inclusive los fieles, gozan de una infalibilidad guiados siempre por el
Espíritu Santo. Tal infalibilidad es en ellos pasiva, por cuanto para ejercerla necesitan en
todo caso que intervenga reguladora la infalibilidad activa.
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sus hijos más ilustres, torrentera todo él de locuacidad y elegancia, de ponderación y
señorío, de gracia y sencillez. Leer sus obras viene a ser como percibir la fragancia de
Cristo flotando siempre en su cuerpo todo que es la Iglesia.
Lo entendía Newman como la presencia de una gracia que sensibiliza a los fieles ante
la realidad de la tradición sagrada. Es éste, a su entender, como una especie de instituto
profético o «phronema» presente en lo hondo del cuerpo místico. En otros términos: se
trataría de la cooperación de obispos y fieles ejercida con el espíritu paulino del veritatem
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facientes in caritate (realizando la verdad en el amor: Ef 4,15) y de acuerdo a la
función profética del Pueblo de Dios por la que se inclinó el Vaticano II en el número 12
de la constitución Lumen gentium, donde se puede leer: «La totalidad de los fieles, que
tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta
prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo
el pueblo, cuando desde los obispos hasta los últimos fieles laicos118 presta su
consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» 119. El sensus fidelium
(sentido de los fieles), de venerable tradición teológica que a él se refiere asimismo con
los equivalentes sintagmas consensus fidelium, sensus fidei, sensus catholicus y sensus
Ecclesiae (consenso de los fieles, sentido de los fieles, sentido católico, sentido de la
Iglesia), arraiga en el magisterio de la Magna Iglesia de los grandes Padres.
De ahí que Newman, bien asido a la gran patrística, de puro llevarla en el corazón,
supiera matizar al escribir pastorum et fidelium conspiratio (cooperación de los obispos
y los fieles), y se complaciera en citar el phronema ekkesiastikon (sentido profético de
las Iglesias) de Hipólito y la ecclesiae intelligentiae auctoritas (la autoridad de la
inteligencia de la Iglesia, o también la autoridad del entendimiento eclesiástico) de
Vicente de Lerins120. «Ambas, la Iglesia que enseña y la Iglesia enseñada –afirma
clarificador y experto nuestro autor–, deben estar juntas, como un doble testimonio;
deben mutuamente ilustrarse, y nunca dividirse» 121. Sensus y consensus fidelium, por
tanto, constituyen una rama de evidencia que será necesario y natural a la Iglesia
considerar y consultar antes de proceder a definiciones. Antes, pues, que Dibelius,
Guardini, de Lubac y otros primeros espadas de la teología moderna pusieran al XX la
etiqueta de Siglo de la Iglesia, ya Newman había dejado en el XIX su impronta de
eclesiólogo genial.
Por eso mismo también, y contrariamente a cuanto cabría suponer de cara a la tarea
investigadora, Newman distinguía elocuente y matizaba diciendo que dicha conspiratio,
lejos de limitar, estimula y abre a una mayor libertad investigadora. Nuestro especialista
inglés atribuye el servicio de interpretación –en el que también van incluidas las
declaraciones del Magisterio– a lo que él de nomina schola theologorum (escuela de los
teólogos), la cual viene a consistir en una mediación entre los enunciados de la Escritura
o del Magisterio y la masa de los fieles o de la Iglesia. Su función no es sino explicar o
interpretar tales enunciados precisando sentido, alcance y límites. Así definida, la schola
theologorum sería ni más ni menos que «el principio regulador de la Iglesia» 122. Se
comprende por eso que fuese partidario de la libre discusión dentro de la Iglesia, la cual
no es sino comunión donde la verdad hay que alcanzarla por todos, entre muchas
personas juntas arrimando el hombro. En materias de fe, siendo así, debe otorgarse la
suficiente libertad para que cada cual pueda expresar su pensamiento. Por otra parte, él
estaba convencido de que la verdad no puede entrar nunca en conflicto con la verdad, y
de que la libertad de discusión ha de abarcar también el campo de la teología. Su
conclusión, por ende, resonaba con timbre paulino: cumple hacer siempre la verdad en la
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caridad (cf. Ef 4,15). El lector puede hallar un estudio a fondo de este asunto en el
capítulo V de la Apología.
«La Iglesia –llegó a escribir– es la madre de los grandes y de los pequeños, de los que
dirigen y de los que obedecen» 123. Su profunda adhesión eclesial, por otra parte, estuvo
acompañada en él de un exigente respeto hacia la incomparable dignidad del ser humano,
del carácter único e irreemplazable de su vocación y de la responsabilidad inmediata ante
Dios. Así se explica que acertase a magnificar tanto el papel de la conciencia, «principio
y refrendo esencial de la religión en la mente humana […] cuya obligación implica el
actuar de una manera concreta con preferencia a todas las demás» 124.
Corría el año 1867. El corresponsal del Weekley Register en Roma publicó la especie
de que el Papa había prohibido a Newman visitar Oxford y que en Roma ya no gozaba
de confianza como en tiempos. La noticia provocó un gran revuelo entre los seglares
ingleses fieles al egregio compatriota, y Mansell recogió inmediatamente 500 firmas
apoyando un documento de adhesión a su paisano en apuros, al que pertenece esta frase
del 13 de abril de 1867, en el número de la semana siguiente: «Experimentamos como
una herida a la Iglesia católica de este país, cada golpe que le infligen a usted». Con
Newman, los seglares ingleses seguidores de su doctrina, además de sentir con la Iglesia,
sabían sentirse ellos mismos Iglesia.
47
relaciones con el mundo y la cultura, la libertad de conciencia, el ecumenismo, la
dimensión histórica en teología, el retorno a la Biblia, el respeto de las personas, el
ejercicio más flexible de la autoridad –in dubiis libertas126–, la irreductibilidad del
Pueblo de Dios a la Iglesia y a sólo los bautizados. De Newman, en fin, cabe decir que
fue el inspirador del Vaticano II, como Santo Tomás lo había sido de Trento.
Que tanto el arzobispo rebelde Marcel Lefebvre como Hans Küng hubieran estado de
acuerdo en lo revolucionario del Vaticano II no habría sorprendido a Newman. Al inicio
del Concilio, existían nítidas dos tendencias, la de los reformistas y la de sus oponentes
los conservadores. Cada uno quería reformar a su manera, por supuesto que distinta.
Pero mucho antes de la clausura conciliar, los reformistas –también los conservadores,
claro– ya se habían dividido en dos grupos: los extremistas a ultranza como Küng, y los
moderados dentro de los reformistas, cuyo teólogo más representativo sería Henri de
Lubac, y entre los que se cuenta Pablo VI y sus sucesores Karol Wojtyla y Joseph
Ratzinger, si bien para ecumenismo habría que colocar delante de todos al cardenal Bea.
Sin ninguna duda a este grupo de reformistas moderados, de vivir, habría pertenecido
Newman, el hombre capaz de unir la más grande independencia de pensamiento y de
vida con la más perfecta humildad y obediencia, el gran adelantado de la fe y la cultura
en armónica convivencia.
No faltaron autores a raíz de aquella magna cumbre con buena orientación analítica,
desde luego, que sintieron el tirón del argumento. La directa o indirecta influencia de
Newman, insisto, había sido tan marcada que un trabajo en tal sentido se imponía, no
porque pudiera redundar en provecho del célebre purpurado inglés y del newmanismo,
sino para mejor comprender el Vaticano II. Lo difícil, hoy como entonces, sigue siendo
evaluarla con precisión, o lo que sería equivalente: con sano espíritu de sindéresis.
El balance canta solo. Newman «acude» al Aula no menos de veinte veces, unas por
la viva voz de los oradores, otras en la revisada prosa de las relaciones o de los informes
escritos. Sin contabilizar la primera comparecencia, por ser anterior a las sesiones
propiamente dichas, Newman fue llamado hasta siete veces en el esquema de Ecclesia y
tres, respectivamente, en los de Ecclesia in mundo huius temporis, revelación y
ecumenismo. Por el contrario, sólo una en los de liturgia –fue para solicitar la
48
canonización–, obispos, misiones y laicos. Estos datos dejan entrever el rumbo que iba
tomando entonces la doctrina newmaniana y, después de todo, justifican cumplidamente
la proposición de estudios doctorales en tal sentido127.
4. NEWMAN Y EL ECUMENISMO
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a cuya introducción llevó las siguientes palabras de John Bramhall, teólogo anglicano del
siglo XVII: «Si en algo he sido parcial, debe ser en mis deseos de aquella paz que nuestro
común Salvador dejó en herencia a su Iglesia, de que pueda ver en mis años de vida la
reunión de la cristiandad, para lo cual no dejaré nunca de doblar las rodillas de mi
corazón ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo» 131.
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teologales. Su ecumenismo, en resumen, resplandece por la transparente ejecutoria de su
vida, marcada de acontecimientos que todo buen manual debe señalar, y en el blando
regazo de su corazón. Sirva para corroborarlo esta bella frase suya del lejano 4 de junio
de 1846: «Mientras los cristianos no busquen la unidad y la paz interior en sus propios
corazones, la Iglesia jamás tendrá unidad y paz en el mundo que los rodea» 136 En el
histórico encuentro del Arzobispo Ramsey con Pablo VI, 23-24 de marzo de 1966, el
papa Montini aprovechó un momento para expresar a su egregio huésped su deseo de
que la obra de Newman fuese publicada en su totalidad, extremo éste que uno comparte
de medio a medio. El cardenal Newman era respetado por todos: por anglicanos y por
católico-romanos, y eso tanto el Papa como el Arzobispo lo sabían137.
Dicho que la Iglesia es el centro de su vida y de su obra, bien vendrá puntualizar que
se trata de una Iglesia en clave de comunión, cimentada mayormente sobre la santa causa
de la unidad, sí, pero entendida sobremanera en koinonía, como unidad de comunión. La
controversia donatista había puesto de relieve un espíritu agustiniano de conciliación y
concordia difícilmente superables hoy: dialoguemos de sacramentos, discutamos, si lo
preferís, de rebautismo o de cualquier otro tema, pero hagámoslo siempre dentro de la
Iglesia una, hagámoslo unidos en caridad. Era el grito de Agustín a los cismáticos del
Partido que tanto impresionó al neoconverso inglés y Augustinus redivivus. Su intenso
despliegue intelectual, primero como jefe del Movimiento de Oxford, con los
tractarianos, cuando su conversión, y luego, ya católico, superando diatribas del
anglicanismo e insidias del catolicismo a base de sembrar siempre paz y de exhortos en
evitación de rupturas, como cuando irrumpieron las diferencias de algunos católicos
sobre la infalibilidad pontificia, representa un espléndido paradigma en el rico palmarés de
su ejecutoria ecuménica.
51
sacaran adelante el proyecto. Pusey opuso reparos. No así Newman, que aplaudió la idea
y llegó a barajar su viabilidad dentro de la misma Iglesia de Inglaterra. Sólo el desinterés
entonces mostrado por los obispos de la Comunión Anglicana a su plan hizo fracasar el
proyecto. No extrañe, por tanto, que Juan Pablo II recordase su «especial vocación
ecuménica» 138. «La Iglesia –decía Newman–, es una, y esto no sólo en fe y en moral,
pues los cismáticos pueden profesar lo mismo, sino una, dondequiera se encuentre, en
todo el mundo; y no sólo una, sino una y la misma, unida por el mismo régimen y
disciplina, que es uno solo, los mismos ritos, los mismos sacramentos, las mismas
costumbres, y el mismo único pastor» 139
De ahí que apostase igualmente por la libertad de discusión dentro de la Iglesia, ya que
la comunión no ha de ser entendida en modo alguno como carencia de intercambio de
opiniones y debate. Antes al contrario, el inteligente y libre discutir debe desembocar en
un mancomunado enriquecimiento de las virtualidades comunitarias y comunionales de la
Iglesia. Esto, defendido en tiempos como los suyos, fuertemente condicionados por las
discusiones en torno a la infalibilidad papal y la definición de 1870, hacen de nuestro
personaje ese verdadero profeta de los tiempos modernos. Por aquellas fechas, y para
tranquilizar a espíritus turbados, escribía: «La Iglesia avanza como un todo; no es una
52
filosofía, sino una comunión; no sólo investiga, sino que enseña; ha de preocuparse de la
caridad igual que de la fe» 141.
53
VI
EL PENSADOR
De los sermones newmanianos éste es, sin duda, el mejor y el más famoso. En él por
de pronto está confirmación palmaria de la categoría intelectual de su autor. Predicado
durante el primer sínodo en Oscott, luego de restaurada la jerarquía católica en
Inglaterra, los obispos asistentes a esta pieza maestra pudieron oír, comentando el Ct
2,10-12: «El pasado ya ha caducado; el pasado está muerto». Y a continuación: «El
pasado ha vuelto, el muerto vive». Y en fin: Los católicos de Inglaterra han sobrevivido,
aunque «aislados del populoso mundo que los rodea, y apenas adivinados, como si los
envolviera una bruma o el crepúsculo, como fantasmas que saltaran de un lado a otro,
por los encumbrados protestantes, los señores de la Tierra» 142. Triunfalismo y cautela
terciaban seguidamente ante lo mucho que aún quedaba por hacer. La primavera
resultará «incierta, llena de ansiedad, de esperanza y de temor, de alegría y sufrimiento, –
de brillantes promesas y esperanzas en ciernes– pero, además, de intensas sacudidas,
fríos chaparrones y súbitas tormentas» 143. Así fue.
Afloró allí el gran doctor eclesiástico, o sea quien nos «enseña no sólo mediante su
pensamiento y su palabra, sino también con su vida, porque dentro de él, pensamiento y
vida se funden y se definen mutuamente. Si esto es así, Newman entonces pertenece a
los grandes maestros de la Iglesia, porque toca nuestros corazones y al mismo tiempo
ilumina nuestro pensamiento» 144. Dejó dicho Juan Pablo II que Newman había sido uno
de los católicos ingleses más influyentes del siglo XIX, un clásico en el sentido más
propio de la palabra. Desempeñó su labor como pastor anglicano durante catorce años
como vicario de la Iglesia de Santa María, anexa a la Universidad de Oxford, punto de
encuentro de intelectuales ingleses de la época. Su talla intelectual y su pasado anglicano
hicieron de él un puente para la comprensión del diálogo con la Iglesia y la sociedad de
Inglaterra, ofreciendo todavía hoy a través de sus numerosos escritos interesantes
sugerencias. Vivió cuando el racionalismo rechazaba la autoridad y la trascendencia,
mientras el fideísmo resolvía los desafíos de la historia y las tareas de este mundo con
una dependencia mal entendida de la autoridad y del gobierno, logrando, en un mundo
con estas trazas, una síntesis memorable entre fe y razón145. Se interesó en sus obras por
el saber teológico y humanista: filosofía, patrística, dogmática, moral, exégesis,
pedagogía, ecumenismo e historia. Y para transmitir con eficacia su pensamiento utilizó
varios géneros literarios: el discurso, el tratado, la novela, la poesía, y la autobiografía.
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fenómeno de las religiones cuando en muchas partes del mundo occidental, Europa sobre
todo, el mero hecho de sacar a relucir en una conversación el tema de la religión podía
ser motivo suficiente para olvidarse de un conocido e incluso romper una amistad.
Escribió unos treinta libros. Los de tema católico fueron, según él explicaba, «en su
mayoría oficiales, resultado de peticiones o invitaciones especiales, de necesidad o
emergencia» 146.
55
Newman como el comienzo del Movimiento de Oxford149. El pequeño grupo de
seguidores de la Iglesia Alta se movilizó sin demora. Su primer objetivo era defender la
libertad de la Iglesia respecto al Estado basando la defensa en el origen apostólico de la
autoridad eclesiástica. Newman propuso a Keble y a Froude, y estos aceptaron, publicar
«folletos de actualidad» (Tracts for the Times), o sea breves artículos en defensa de la
independencia de la Iglesia. Al cabo del año habían aparecido veinte, once de los cuales
escritos por Newman, y se había unido al Movimiento el prestigioso doctor Pusey. Los
tracts registraron pronto ventas masivas. Atraída de lleno por este quehacer, Newman
publicó en marzo de 1834 el primer volumen de «Sermones parroquiales» predicados en
Santa María. Su nombre comenzó pronto a rebasar Oxford. Entre 1834-43 vieron la luz
ocho volúmenes de estos «Sermones».
Los tres puntos básicos de sus ideas religiosas hacia 1833 eran: el principio del dogma,
una Iglesia visible con sacramentos y ritos que son los canales de la gracia invisible, y su
opinión negativa sobre la Iglesia de Roma. Mantuvo fidelidad de por vida a los dos
primeros. Del tercero, por el contrario, se fue distanciando hasta que en 1845 renunció a
él. Como quiera que al ir recuperando el ciclo completo de las verdades cristianas
empezó a dar la impresión de estar difundiendo la doctrina de la Iglesia de Roma, de ahí
que no se hiciese esperar el reproche de «papismo», acusación la más nociva de las
posibles en la Inglaterra de la época. Teniendo esto en cuenta, optó por dedicar tres
tracts a la cuestión de la Iglesia romana sosteniendo en ellos que la Iglesia anglicana
estaba situada en la Via Media entre los reformadores protestantes y los seguidores de
Roma, que la única Iglesia visible se había dividido en tres ramas –la griega, la romana y
la anglicana–, y que la verdad revelada debía hallarse íntegra antes de la división, en la
doctrina de la antigüedad. No se le ocultaba, claro es, la grave dificultad de su teoría:
hasta entonces la Via Media había existido sólo en el papel, nunca había pasado a
práctica.
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1841, cuando la creación de un obispado anglicano en Jerusalén, con jurisdicción sobre
las congregaciones luteranas y calvinistas: redactó en noviembre una protesta solemne
contra dicha medida y se la envió al arzobispo de Canterbury y a su propio obispo. Por
último, la fidelidad a la causa de la religión revelada determinó su abandono del
anglicanismo cuando estaba en la cumbre de su prestigio, para iniciar nueva vida en el
seno de la Iglesia católica. Con todo su ser de intelectual y creyente testimonió sobre la
profunda compatibilidad entre las exigencias de la fe y las de la razón, anticipándose con
ello a muchos de los principales rasgos del Vaticano II. En esta fase de la historia de la
Iglesia, dominada por la puesta en práctica de las enseñanzas y directrices conciliares,
Newman aún puede ser guía fiable y una referencia adecuada, particularmente en el
combate de la fe contra el ateísmo y sus «preámbulos»: escepticismo, agnosticismo,
«liberalismo» o modernismo y protestantismo.
3. LA FE Y LA RAZÓN
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La encíclica reacciona contra dicha situación cultural y vuelve a proponer con fuerza y
convencimiento la capacidad de la razón para conocer a Dios y, de acuerdo con la
naturaleza limitada del hombre, las verdades fundamentales de la existencia.
Quien fuera llamado el perito invisible del Vaticano II sigue teniendo mucho que
decirnos hoy. El siglo XXI podría ser el que nos permita afirmar que el valor de las
batallas dadas por Newman y la originalidad de sus aportaciones a la Iglesia se han visto
plenamente reconocidas y han fructificado. Los creyentes tuvieron que enfrentarse, por
una parte, a la amenaza del racionalismo, y, por otra, a la del fideísmo. El racionalismo
acarreó un rechazo de la autoridad y de la trascendencia, mientras que el fideísmo dio la
espalda a los retos de la historia y a los asuntos de este mundo, entregándose a una
distorsionada dependencia de la autoridad y de lo sobrenatural. Los quince sermones
newmanianos ante la Universidad de Oxford entre 1826 y 1843, hasta dos años antes de
su conversión abordan el binomio ferazón, asunto central en la entera obra newmaniana,
presente ya en sus primeros escritos de 1826 en adelante y desarrollada de modo
sistemático en la Gramática del Asentimiento de 1870, donde el autor replantea y
resuelve en el siglo XIX el gran tema del conocimiento religioso, y argumenta
lúcidamente el principio de que la no-evidencia de la fe cristiana no implica
sentimentalismo y mucho menos irracionalidad. El creyente tiene siempre razones para
creer, aunque no sea capaz de formularlas discursivamente; y la fe implica verdadero
conocimiento, lo que permite considerarla razonable sin detrimento de su carácter
sobrenatural. El horizonte del misterio cristiano, que dista de ser creación de la
subjetividad creyente, confiere fundamento, sentido y dirección a la religiosidad
individual, receptiva y libre en su ámbito de experiencia. El creyente es un ser abierto a lo
absoluto. Su vida espiritual, como su conciencia, no posee luz propia, la recibe de lo alto.
58
relación con la razón. Ésta resultó ser su última obra –a excepción de la Carta al Duque
de Norfolk–, defendiendo la definición del Vaticano I acerca de la infalibilidad, contra las
críticas de Gladstone. Su nombramiento cardenalicio supuso el reconocimiento final, al
más alto nivel, de su ortodoxia, que había sido puesta en duda en ciertos ambientes
católicos desde su misma conversión. El arzobispo de Westminster y primado de
Inglaterra, cardenal Manning concretamente, veía a Newman como un avanzado en la
doctrina y le prohibió volver a Oxford. ¡Hasta por esto tuvo que pasar! Pero la púrpura
conferida por Roma probó que buena parte de los malentendidos entre Manning y él no
eran sino el resultado de un conflicto de personalidades: se ha visto a propósito del
cardenalato. Aunque el impacto de Newman en la Iglesia católica y en el anglicanismo no
fue pequeño en el XIX, su importancia hoy diríase que es mayor. Previó y trató materias
como la fe, la conciencia y su derecho a la libertad, el desarrollo del dogma, la
eclesiología, los laicos, y el retorno a las fuentes escriturísticas y patrísticas que están en
primer plano de la discusión teológica del siglo XXI. De ahí que muchos vean hoy en él
como un sólido pilar de la renovación teológica del siglo XIX y un feliz precursor del
Vaticano II. El binomio ferazón lo prueba con meridiana claridad.
4. APÓSTOL DE LA VERDAD
Dicen sus biógrafos que la vida de Newman fue un sacrificio por la Verdad. El hecho
mismo de su conversión permite atisbar el hondo mensaje que anida en el epígrafe154. Su
singladura conversional resultó larga y fatigosa peregrinación hasta recalar en el ansiado
puerto. Supo, en efecto, entregar la máxima confianza al poder de la verdad y a ella
enderezar los mejores esfuerzos de una vida, la suya, larga y generosa y consagrada sin
condiciones ni titubeos a la inmolación del sacrificio. En los Sermones Universitarios
adelanta lo que podríamos denominar el método teológico, herramienta clave de su
itinerario hacia la verdad, cuyo deseo, distintivo del teólogo, condujo a nuestro Beato,
por decirlo con San Agustín, a buscar incesantemente la voz de quien habla para que se
le busque, y de quien se deja buscar para que se le encuentre, o sea, Cristo. En lo
recóndito del corazón sentía la presencia amorosa del Maestro que enseña y que ama
para ser, a su vez, predicado y amado en los demás.
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Afrontó los problemas del siglo XIX desde una visión teológica profunda del hombre y
de su historia. Su compromiso eclesiológico le obligó a proceder, como suele ocurrir a los
intelectuales convertidos, en medio de innumerables dificultades para la mente y de harto
dolor para el corazón. El Movimiento de Oxford155, que había empezado por la
autoridad de la Iglesia, derivó pronto hacia la verdad de su enseñanza. Aquel proceso
suyo de conversión deja traslucir hoy a quien se lo proponga la incondicional lealtad del
servus veritatis (siervo de la verdad). Buscó la verdad en sus escritos y en su vida toda,
ya de anglicano, ya de católico. La encontró, y la mimó, la cultivó y acabó elevándola
hasta constituirla en vértice de sus ilusiones y en referente supremo de su esperanza: fue
la verdad/Verdad en él, por qué no, lo que la dama para el caballero andante. A fuerza de
trabajar por su causa y de vivir a su servicio, acabó sintiendo el embeleso de su caricia
hasta en la solemne composición del epitafio.
Tomando pie en esos principios, la encíclica analiza brevemente los límites de algunos
sistemas filosóficos contemporáneos que rechazan la instancia metafísica de una apertura
perenne a la verdad. Eclecticismo, historicismo, cientificismo, pragmatismo y nihilismo
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son sistemas y formas de pensamiento que, al no estar abiertos a las exigencias
fundamentales de la verdad, tampoco pueden ser asumidos como filosofías aptas para
explicar la fe. «Una teología sin un horizonte metafísico no conseguirá ir más allá del
análisis de la experiencia religiosa y no permitiría al intellectus fidei expresar con
coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada» 160. Una de las
mayores amenazas actuales parece ser la tentación de la desesperación. Y el origen de
esa crisis está en el hecho de que se ha perdido la capacidad de pensar a lo grande.
Nunca podrá decirse del cardenal Newman que se contentó con pensar a la baja en el
apasionante ejercicio de evangelizar con la verdad.
Por su parte, las Cartas y Diarios constituyen una documentación interesante para el
conocimiento del autor, quien tendía con este principal medio para la comunicación a
expresar sus planes, ideas y sentimientos. Consideraba dicho género como el cauce más
seguro para influir de tú a tú. Si las extensas y variadas Cartas reflejan el carácter de su
autor y las circunstancias de su larga vida, los Diarios manifiestan admirablemente el
drama de su zarandeada y zurrada existencia y, ante todo, la heroicidad cristiana de un
hombre desde joven educado por Dios en la escuela de los santos. «Todos los disgustos
de mi vida –escribe en 1869-han venido de personas a las que yo había ayudado; y las
cosas buenas, de la gente que tenía en contra» 161.
61
es decir, hacia su acusador, hacia sus jueces, que forman parte de la opinión pública
inglesa, hacia los amigos y adversarios de otro tiempo, y hacia lectores nuevos y
desconocidos que se han asomado a la discusión. Su indudable carga apologética
responde a su elocuente mensaje de credibilidad.
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63
VII
NEWMANISMO
1. EL FENÓMENO NEWMANISTA
64
En el hombre de estudio y de continua reflexión que Newman fue se detecta
presidiendo de principio a fin un hacer incansable en numerosos campos de la vida. Las
ideas encumbraron pronto al hombre e hicieron de su legado una obra sumamente vasta
y compleja. De ahí la abundancia bibliográfica y el interés por persona y la obra. Da sin
embargo la impresión, después de un primer intento medianamente riguroso, de que
hasta la fecha hubiera primado en los análisis lo historiográfico sobre lo conceptual, lo
erudito más que lo crítico e ideológico. Y que a la postre hubiera recabado mayor
atención la figura del gran cristiano que la del pensador, la del hombre de Iglesia, que la
del humanista o teólogo. Por supuesto que, lejos de constituir desdoro alguno, semejante
desajuste viene a ser, más bien, el claro síntoma de que a la vista tenemos precisamente
una personalidad fuerte, arrolladora, enciclopédica, un pensador tan fecundo como
polifacético y, por tanto, de nada fácil análisis para la crítica.
En Newman, además, ocurre que junto a temas capitales muy recurrentes persisten
todavía lagunas menesterosas de investigación. Así lo autobiográfico, objeto de
numerosísimos estudios llevados a cabo desde y sobre la Apología: sólo de las últimas
décadas, destacan, entre otros especialistas M. Nédoncelle, S. Lawry, J. Gilbert, y H.
Epstein. Algo similar es posible decir del ecumenismo, con la profusa bibliografía en
torno a la Vía Media y acerca de los Tractarianos, cosecha lograda en buena medida por
D. Bowen, R. W. Church, P. Brendon, J. Morales y A. Heildelberger. Ocurre otro tanto
con la teología –dogmática, sobre todo–, debido mayormente a la doctrina newmaniana
de la evolución del dogma, un punto éste donde, si los trabajos monográficos abundan,
tampoco escasean las desfiguraciones, cuyo mal a mediados del XX fue superado poco a
poco desde sus matizados estudios del especialista Walgrave. La eclesiología, espina
dorsal del newmanismo a fin de cuentas, ofrece matices que supo destacar en su día el
célebre cardenal dominico Yves Congar, otro de los grandes expertos en el célebre
purpurado inglés164. Igual ocurre con la mariología, cuyos significativos argumentos están
ejemplarmente analizados en su tesis por la doctora Govaert y en los estudios de J. T.
Ford y de J. M. Alonso. Con todo, aún se resisten zonas de ulterior esclarecimiento en
este abanico temático, al que se le puede añadir el humanismo newmanista, su
espiritualidad, misticismo, doctrina universitaria, el traído y llevado asunto del laicado, su
liberalismo, sus ideas del hombre moderno y su personalismo165. Y el repertorio podría
seguir.
65
y efectiva obediencia, a menudo forjada entre enormes sacrificios, los mismos que
hicieron de la suya una trayectoria «la más sublime, la más llena de sentido, la más
convincente que haya recorrido el pensamiento humano […] durante la edad moderna,
para llegar a la plenitud de la sabiduría y de la paz» 166. De esta manera lo destacaba
Pablo VI en la beatificación del P. Domenico Barberi.
Pero Newman, como antes decía, sigue siendo difícil de entender y así lo corrobora,
entre otros factores, el ramillete de calificativos que viene recibiendo, algunos bien
contradictorios por cierto: agnóstico anti-intelectualista, racionalista escondido, lógico
implacable y sofista sagaz, artista sensible, poeta romántico y clásico inglés, humanista
occidental, psicólogo y educador sentimental, gran solitario ante Dios, individualista
religioso y apologista del moderno catolicismo. De él se ha llegado a decir también que
fue el liberal católico por antonomasia, el hombre de la oposición al centralismo romano,
el cristiano peligroso de Inglaterra, el combatiente ultramontano. Y puestos a buscarle
parecido con figuras del pasado, tampoco nos quedamos cortos: Platón de Oxford,
Orígenes moderno, Agustín redivivo, Schleiermacher católico, Darwin de la teología,
verdadero intérprete del tomismo, Padre de la Iglesia de los nuevos tiempos, profeta
moderno, y un interminable y sugestivo etcétera.
66
ver, y en las que jamás encajará. Pocas cosas podrían entorpecer tanto la marcha hacia el
Newman esencial como ese desmedido afán de estar, en el delicado menester de la
interpretación, al sol que más calienta, sin advertir que de ese modo, y en este caso,
acaba traicionándose a quien, contra viento y marea, supo ser fiel a una doctrina que
entonces no se llevaba, pero que el paso del tiempo se ha encargado de canonizar. A
Newman le han sobrado siempre esa clase de estudiosos. Los newmanistas repartidos
por todo el mundo, en especial los Centros de Amigos Newman con su calor y su aliento
y sus bibliotecas y páginas web, y en España concretamente la misma Cátedra John
Henry Newman de la Universidad Pontificia de Salamanca mediante publicaciones sobre
todo, están consiguiendo en estos decenios estimables celebraciones de congresos,
centenarios, semanas y, sobre todo, el cultivo de una bibliografía internacional de
proporciones ya torrenciales. Algo digno de aplaudir, sin duda, porque la tarea no se
antoja fácil. A título de ejemplo, nótese que antes de ser introducida la causa de
beatificación el 17 de junio de 1958 en Birmingham, además de los 90 volúmenes de
Opera omnia, fueron consultados centenares de archivos y las 70.000 cartas del, o en
torno al, Cardenal. De las 200.000 páginas de documentación examinada, el P. Blehl, a la
sazón postulador de la causa, extrajo 6.483 dactilografiadas y recogidas en 19 volúmenes
entregados el año 1986 a la Congregación, la cual dio en 1989 el placet a la positio (2
volúmenes de respectivamente 493 y 460 páginas). El Centro degli Amici Newman, de
Roma –en un gesto que desde aquí agradezco–, me hizo saber hace unos años que para
la causa de beatificación se estaban examinando los escritos de católico. Más adelante, de
prosperar lo de doctor de la Iglesia, proyecto al parecer en firme, se haría otro tanto con
los de la etapa anglicana.
Lo que antecede se hace aún más comprensible conociendo la suerte del personaje tras
su desaparición. Sería inexacto afirmar que sus escritos murieron con él, pues ni la
categoría del autor, ni la relevancia ideológica autorizan un juicio así. Pero que unos
tuvieron la suerte de frente y otros de espaldas parece tan claro como la luz del día.
Mientras el Ensayo sobre el desarrollo, de 1878, conoce los cinco lustros siguientes una
docena de reediciones y la misma Apología, que data de 1864, visita en sucesivas
ocasiones las prensas, la Gramática del Asentimiento, que para ciertos críticos es a
Newman lo que a Santo Tomás de Aquino la Suma de Teología, obtiene, entonces,
discreta difusión. Ahí están los escritos de M. Nédoncelle y de R. Aubert para probarlo.
67
y sus discípulos. De esta manera, el Newman fideísta y sicologista, así desfigurado por
Bremond, dio paso pronto, gracias a estudios posteriores, al verdadero Newman. En
1933 Jean Guitton publicaba La philosophie de Newman, su tesis doctoral en la
Sorbona, prestando de esta suerte un gran servicio al redescubrimiento del personaje. A
pesar de tan notable aportación, hizo falta esperar a 1945 para que los teólogos,
preocupados ya por las corrientes personalistas y existencialistas, repararan a través del
excelente estudio La philosophie religieuse de J. H. Newman, de Maurice Nédoncelle,
en las geniales intuiciones del oxoniense170.
Finalizan los años cincuenta y la fama de Newman alcanza el Benelux. El que más
tarde habría de llegar a cardenal presidente del Pontificio Consejo para la promoción de
la unidad de los cristianos, Johannes Willebrands, hubo de reaccionar en Holanda frente a
la interpretación modernista que de Newman hacía el P. Zeno. Por su parte, el famoso y
ya citado Walgrave había defendido en 1942 su tesis doctoral en torno a la evolución del
dogma. Luxemburgo ve nacer la primera Conferencia Internacional Newman, a la que
siguen con no menor entusiasmo y fortuna sucesivos encuentros en otros países, donde
68
los congresistas y estudiosos se estimulan a sí mismos para sentar las bases de libros que
hoy son imprescindibles de puro clásicos.
Corre 1966 y la Conferencia de Oxford abre de par en par las puertas de Inglaterra a
su ilustre hijo. Puede que lo que digo se antoje fuerte, pero nunca inexacta si se tiene en
cuenta que los únicos conocimientos que allí primaban hasta el Vaticano II eran los
biográficos, y ello a pesar de algunos estudios críticos salidos a la luz algunos años antes,
como el de O. Chadwick. El Oratorio de San Felipe Neri, de Birmingham, conoce la
callada y paciente labor del P. Dessain, hace años desaparecido, que desempolva los
manuscritos inéditos del Cardenal Newman, y los lleva, año tras año, a las prensas, con
lo que suministra a los estudiosos un valiosísimo material que enriquece y completa la
imagen anterior del personaje y de su obra ingente. El empuje que las distintas
efemérides centenarias del personaje –nacimiento, cardenalato y muerte– han supuesto
para el newmanismo a través de semanas, congresos y puntuales celebraciones
internacionales es de veras formidable, impresionante, extraordinario.
Un campo donde todavía no está dicha, ni de lejos, la última palabra es el que atañe a
las relaciones de Newman con los Padres de la Iglesia. Al newmanista superficial puede
parecerle un juego de azar que el auge actual del gran converso inglés coincida con el
florecimiento de los Padres. Para un conocedor perspicaz no. Y ésta puede ser, ya, una
de las claves ideales para dar con el enfoque que necesita el que fue nada menos que un
adelantado de la teología patrística de nuestros días. Es sintomático descubrir en el siglo
XIX a John Henry formando con Franzelin, Ceben y J. A. Möhler un grupo en el que las
disciplinas históricas y teológicas, tras largos silencios y recíprocos olvidos o, para ser
acaso más exactos, desarrollos paralelos, se reencuentran. El modernismo se interpuso
luego y amortiguó un poco la marcha todavía en sus inicios.
Sólo a partir de 1920 la teología de la historia da con buen aire los primeros pasos. Se
abre camino entonces también la historia de los dogmas, más tarde historia de la teología.
A los viejos métodos escolásticos llega, pues, la hora del cambio. La patrística empieza a
contar, a tomarse como algo serio, a presidir un puesto del que nunca debió ser
desplazada. Cierto es que las cosas no rodaron fáciles al principio. Las fuertes
represiones del modernismo afectaron, obstaculizándola, a esta ralentizada renovación.
Poco a poco, sin embargo, fueron abriendo marcha nombres que después quedarían
consagrados para siempre en los campos histórico, teológico y litúrgico: P. Batiffol, L.
Beauduin, K. Adam, B. Capelle, etc. Por los años treinta toca el turno a las liturgias
comparadas. Al estudio sistemático de la patrística en sí misma y en sus disciplinas
auxiliares, verbigracia la filología y la historia, hay que sumar el de la liturgia. Junto a
Baumstark, iniciador de las liturgias comparadas, tienen puesto también A. Vonier, A.
69
Stolz, O. Casel y los discípulos de Maria Laach. Al término de los años treinta inician su
brillante carrera el dominico Congar y el jesuita Henri de Lubac, newmanistas
insignes173.
Que el Vaticano II apostó por los Padres de la Iglesia lo revela, por de pronto, el
subido número de citas: unas 325, de las cuales 130 corresponden a los griegos, y unas
55 a San Agustín. Pero es que no se trata sólo de citas, con ser dato tan insinuante, o
cuando menos revelador. Es, ante todo, cuestión de estilo, de orientación, de rumbo.
Diferentes pasos de los mismos documentos indican, bien explícita, bien implícitamente,
los distintos motivos que indujeron al Vaticano II a sancionar esta nueva consagración
patrística. Renovación podría ser la palabra resumen. Porque el pasado Concilio fue
motivo de saludable catarsis para la Iglesia y –como puntualizó en su día el benemérito
cardenal de Lubac– «cada vez que en Occidente ha florecido una renovación, tanto en el
orden del pensamiento como en el de la vida (los dos órdenes están siempre unidos), ha
florecido bajo el signo de los Padres» 174.
70
imposible, entender el Concilio. En ecumenismo serían de igual modo punto menos que
falsos, y por ende inútiles, los pasos que se dieran prescindiendo del valiosísimo apoyo
patrístico Ellos, los Padres, deben ayudar a la reconciliación entre Oriente y Occidente;
ellos deben poner entendimiento entre ortodoxos, protestantes y católicos; ellos, en fin,
quienes destierren para siempre el gran escándalo de la desunión. Precisamente aquí
también Newman, con las muchas circunstancias que en su biografía concurren, alcanza
singular relieve, y es paradigmático y tiene mucho que decir.
5. NEWMAN Y ESPAÑA
Hace ahora casi veinte años, la Revista Agustiniana dedicó un número especial a John
Henry Newman con motivo del centenario de su muerte (1890-1990), donde pudimos
colaborar un grupo de estudiosos, algunos por cierto en francés175. Tirando de oficio
Rafael Lazcano arrimó la pluma con un largo y valioso informe sobre las publicaciones
71
aparecidas a lo largo de una centuria (1890-1990) en lengua castellana176. Allí se lamenta
del escaso relieve que los escritos newmanianos habían tenido hasta entonces en
castellano y de los pocos especialistas hispanoamericanos impuestos en el cardenal inglés.
Indudablemente que traducciones de newmanistas existen. Baste recordar a H. Bremond,
M. Trevor y C. S. Dessain y otros que facilitan la comprensión del personaje. Incluso es
posible añadir que desde entonces a hoy han visto la luz valiosas traducciones de
sermones y cartas y diarios. La Cátedra John Henry Newman de la Pontificia de
Salamanca tiene gran mérito al respecto. Y sería injusto silenciar aquí el buen hacer que
en tal sentido viene prestando Ediciones Encuentro, Rialp y la encomiable tarea de José
Morales, Ramón Mas Cassanelles, Aureli Boix, Víctor García Ruiz, y demás autores y
colaboradores de los Centros de Amigos Newman.
Entiende uno que para limar aristas hermenéuticas y depurar mejor el sentido de sus
frases sería, no obstante conveniente, por no hablar de perentorio y necesario más bien,
el análisis crítico. No es, por tanto, erudición lo que de Newman hace falta. Los
mencionados autores, y otros muchos, cuentan con estimables traducciones,
introducciones y notas a escritos puntuales del pensador inglés. Lo cual está mejor que
bien, desde luego. Pero no basta. Es fundamental sobre todo someter la literatura del
oxoniense a un estudio histórico-exegético-crítico que permita deducir lo fecundo,
duradero y valioso de su pensamiento para el mundo de nuestros azarosos días
posmodernos. No hay más remedio entonces que analizar el estilo de su obra, bastante
condicionado por el momento histórico en que fue escrita, y sobre todo su contenido.
Cumple averiguar las fuentes, cómo accedió a ellas, qué clase de elementos internos y
externos contribuyeron a su formación. Habría que recomponer, por así decir, como una
segunda apología que cubriera el espacio entre la Apología propiamente dicha y la
muerte de su autor, teniendo presente que las insidias y acusaciones ni siquiera después
de recibida la púrpura cardenalicia remitieron. En resumen, dentro del idioma en el que
más cristianos alaban hoy a Dios, o sea el español, someter la obra de Newman, igual
que se hace con cualquier clásico, a los procedimientos que utiliza la crítica moderna, y
descubrir de ese modo su pensamiento genial, su intuición sustantiva, el quid de una
doctrina con tanto poder de convocatoria. En España existen hasta filósofos y teólogos
simpatizantes del célebre Inglés. Juan Zaragüeta y Bengoechea, por ejemplo, merece
consideración al respecto, pues aunque se formó en un molde tomista, cuya impronta le
habría de acompañar hasta la tumba, supo introducir con acierto y buen temple dentro de
la síntesis escolástica numerosos elementos de franciscanismo, suarismo, balmesismo,
bergsonismo, orteguismo, espiritualismo y newmanismo177. Es de esperar que la
beatificación del gran cardenal dará pie, yo así lo espero, a un saludable newmanismo en
España. Conocer a tan eximia figura eclesiástica del XIX reportará copiosos frutos en la
sociedad española, algo siempre digno de aplauso y de gratitud.
72
73
VIII
EL MOVIMIENTO DE OXFORD
Nacido en Oriel College, donde eran tutores Keble, Newman y Froude, relativamente
jóvenes entonces y poco conocidos, empezó pronto a ganar fama intelectual con
oportunas incorporaciones como la del profesor de hebreo y fellow de la Christ Church,
E. B. Rusey.
Aquel hombre de profundo sentido religioso y gran laboriosidad que fue Edward
Bouverie Pusey (1800-82) se encargó, una vez convertido Newman, de agrupar en su
entorno a los tractarianos. He ahí también lo de puseyistas con que sus miembros eran a
veces conocidos: Pusey, de hecho, llegó a firmar uno de los tracts (nunca iban firmados)
con la expresa intención de correr con la responsabilidad de lo escrito179. Lo de
tractarianos empezó después de 1840, pero antes ya era común puseyistas.
74
que supuso el sermón de Keble. Aquel ilustre orador de la llamada alta Iglesia había
protestado así por entender como intolerable de medio a medio que el poder civil
determinara la suerte de la Iglesia anglicana. No había caído bien, no, la decisión de
Londres dictando reagrupar obispados irlandeses anglicanos que tenían que soportar
fiscalmente los súbditos católicos de Irlanda.
Pocos meses después del antedicho sermón se formó una Sociedad de Amigos de la
Iglesia y vio la luz el primero de los Tracts for the times (Tratados de los tiempos),
ampliamente distribuido entre los clérigos: nacía con ello el anglocatolicismo. Contrarios a
los evangélicos, los tractarianos empezaban formando desde el principio un partido.
Tenían un centro: Oxford; poseían un órgano central de opinión: los tracts; contaban con
dirigentes reconocidos: el más ilustre, sin duda, J. H. Newman, brillantísimo predicador
además. Porque, «si los “tracts” hicieron de Newman el cabecilla del partido en el país,
fueron sus sermones en la iglesia de Santa María los que pusieron a Oxford en el hueco
de su mano. Pocos predicadores anglicanos, acaso ninguno, han ejercido tan grande y
duradera influencia sobre tantos jóvenes. Cuando Newman predicaba, los hombres veían
visiones y soñaban sueños; sus corazones se encendían al ver al Cristo resucitado
morando en la Iglesia, que es su cuerpo. Incluso un conocimiento somero de la literatura
de aquel tiempo hace patente que los tractarianos estaban preocupados, más que de
ninguna otra cosa, por la santidad, un nuevo tipo de santidad, ascética, austera, exigente,
entregada a la devoción a Cristo hasta el máximo, a cualquier precio181».
Cuando Newman renunció a la Via Media, vio cómo era rechazada su interpretación
de treinta artículos y comprendió la inviabilidad del proyecto, suplicó al beato pasionista
Domingo Barberi ser admitido en la Iglesia católica. Los que no le siguieron por ese
camino se quedaron en el Movimiento con Pusey y otros de la cuerda, como Philippe
d’Isle y Lord Halifax. Newman influyó mucho en el ala «anglocatólica» de la Iglesia
anglicana, y de los noventa tracts publicados, catorce fueron suyos. Más allá de las
personas, el Movimiento «significó el reencuentro del anglicanismo con sus mejores
raíces patrísticas, medievales y teológicas» 182. Ahí justamente procedería ubicar a León
XIII y su iniciativa de reforma en los estudios teológicos con el neotomismo y los otros
movimientos que, andando el tiempo, habrían de fraguar en no pocos puntos de la
llamada Nouvelle théologie (Teología nueva) y hasta del mismo Vaticano II.
La vida de la Iglesia anglicana durante el siglo XIX conoce tres tendencias: la del
partido evangélico, o de la «iglesia baja» (surgido del despertar religioso del XVIII); la de
la «iglesia alta» (integrada por la aristocracia y el alto clero, con mentalidad de Iglesia
nacional), revitalizada religiosamente desde 1833 por el Movimiento de Oxford en sus
tres formas expresivas más comunes de tractarianismo, puseyismo y ritualismo; y la
75
tendencia eclesial amplia, que intenta liberalizar la teología anglicana y desarrolla una
intensa actividad social.
El propio Bagot de Oxford, aquel obispo por cuya solicitud se acabaría poniendo fin a
la serie de tracts, dijo acerca de los principios tractarianos: «Están formando en este
momento el movimiento más notable que, por tres siglos como mínimo, ha tenido lugar
entre nosotros […]. El sistema en cuestión, en vez de ser una forma de religión fácil y
cómoda, adaptada a los hábitos modernos y a los gustos lujosos, es inflexiblemente rígido
y severo –poniendo el mayor énfasis en la disciplina y auto-negación– instando al ayuno,
a las limosnas y la oración, hasta un punto que la presente generación, por lo menos,
desconoce, e inculcando una diferencia por la autoridad que es totalmente opuesta al
espíritu de la época» 183.
Publicados anónimamente, los tracts eran una colección en extremo difícil y variada.
Consistían –algunos de ellos por lo menos–, en mera reedición de selecciones textuales
extraídas de aquellos teólogos del siglo XVII con quienes los tractarianos pretendían
tener afinidad. Los redactados por la pluma del doctor Pusey eran documentos teológicos
un tanto complejos. En todos, los clérigos recibían el exhorto a un sentido de Iglesia-
Esposa de Cristo y a ser fieles a su vocación entendida como don de Dios,
independientemente de ningún vínculo con la voluntad de ningún Estado. El
tractarianismo, según esto, venía a resultar un movimiento reformador de la Iglesia
anglicana de raíces muy antiguas que, en 1833 para ser precisos, estallaba de pronto
mediante el fenómeno surgido en Oxford, pese a que algunas raíces eran anteriores.
El mentor de la causa no fue otro que Newman con su devoción a los Padres de la
Iglesia. Propuso a Keble y a Froude la idea de los opúsculos, y ambos apoyaron con tal
entusiasmo la idea de una literatura empeñada en defender la independencia de la Iglesia
que al final del año habían aparecido veinte, once de ellos debidos a Newman. A últimos
de 1833 se unió a la causa Pusey y muy pronto los tracts empezaron a venderse en
grandes cantidades. Nuestro ilustre profesor de Oxford dedicó gran parte de sus energías
al Movimiento en marcha: asistiendo a reuniones, organizando asambleas de todo tipo,
haciéndose presente en cenas y veladas, incrementando la correspondencia,
multiplicando, en fin, sus quehaceres en pro de la causa.
El Movimiento de Oxford llegó a editar noventa tracts cuyas tesis representaban una
tendencia de abierto anglocatolicismo. De él brotó una renovación en toda regla de la
vida monástica, aparte de otras saludables consecuencias. En contraste con los
evangélicos, autoproclamados protestantes y, por ende, colaboradores de los evangélicos
fuera de la Comunión Anglicana, los anglocatólicos del Movimiento encontraron desde el
principio muy difícil la cooperación. Cosa tanto más de subrayar cuanto que estos
seguidores y promotores de tracts ganaron para la causa muchos adeptos: H. J. Rose, W.
Palmer, I. Williams, W. Ward y R. Wilberforce, entre otros tantos dignos de cita. Algunos
optaron por desgajarse del núcleo principal del Movimiento. Los hubo, en cambio, no
76
pocos, que siguieron a Newman en su posterior incorporación a la Iglesia católica. Éste
fue el último aldabonazo del Movimiento de Oxford, prácticamente extinguido a raíz de
la condena que el Claustro de la Universidad impuso a W. Ward en febrero de 1845. De
los cuatro fundadores originales, sólo Newman murió católico, lo que significa, puestos a
evaluar, que si bien su conversión arrastró a muchos al catolicismo, no fue ésta, sin
embargo, ni el primer objetivo ni el principal propósito de los tractarianos.
Nuestro Beato, profesó tierna devoción a la Iglesia de los Padres y todo su afán
consistió en averiguar dónde permanecía ésta. Hurrell Froude, por el contrario, admiraba
mucho la medieval, y también ejerció señalada influencia en sus colegas. El sistema
episcopal basado en las Epístolas de San Ignacio de Antioquía constituye otra
característica destacable. El Azor de Littlemore sostenía con este Padre apostólico y
santo mártir que el obispo es, en la tierra, el representante del «Obispo Invisible» para los
fieles. «Mi propio obispo era mi papa», escribe. Esta doctrina, claro es, atacaba de raíz el
erastianismo184 de la Comunión anglicana. El poder de la Iglesia está en manos de los
obispos185, de ahí que el primordial propósito de los tractarianos no fuese otro que
defender la libertad de la Iglesia respecto al Estado, basándose en el origen apostólico de
la autoridad eclesiástica.
3. EL TRACT 90
Que los Treinta y Nueve Artículos eran, en algunos puntos, difíciles de interpretar a
ningún historiador del anglicanismo le debe sorprender, sobre todo cuando tratan de
misterios como la predestinación. Por otra parte, el sentido rígidamente protestante se
había hecho común en la Iglesia. Nuestro autor se propuso tensar la cuerda cuando en
1841 probó a exponer en el Tract 90 hasta qué punto era posible leer tales Artículos de
modo que no contradijeran las doctrinas católicas por él entonces sostenidas.
77
Newman entonces deja su parroquia universitaria y se retira para siempre a la soledad
de Littlemore, lugar cercano a Oxford, donde él había construido una iglesia para atender
a los feligreses de aquella zona rural. Allí el ambiente es idóneo para buscar la verdad en
soledad, estudio y oración187. Bien por Newman, bien por el beato Barberi sabemos que
aquel 20/22 de abril de 1842, le siguen sus discípulos predilectos Dalgairns y Lockhart, a
quienes no tardarán en sumarse otros. Juntos comienzan una vida de veras monástica:
rezan el breviario romano en común, en el adviento de 1842, incluso se levantan a
medianoche para el canto de maitines, practican la oración mental, frecuentan la
confesión y comunión y ayunan en cuaresma rigurosamente hasta las cinco de la tarde.
También dedican largas horas al estudio en un afán por encontrar juntos la verdad.
Newman da el paso definitivo de ingreso en la Iglesia católica durante la tarde-noche del
9 al 10 de octubre de 1845188. La sacudida causada a los anglicanos en todas partes fue
inmensa. Era tal su prestigio, tal su personalidad, que a muchos ingleses les asaltó la duda
de que la Iglesia de Inglaterra pudiera sobrevivir. «Pero esa Iglesia es un yunque que ha
gastado muchos martillos. Los elementos menos estables en el Movimiento de Oxford
siguieron a Newman y cambiaron la lealtad anglicana por la papal. Todos los grandes
jefes se mantuvieron firmes» 189.
«¡Oh, Pusey! Nos hemos apoyado en nuestros obispos y ellos se han desplomado
bajo nosotros, gritaba Newman en su angustia. El doctor Pusey –apostilla Stephen Neill–
no se había apoyado en ningún obispo; se había apoyado en la Palabra de Dios y en la
Iglesia. Él y John Keble y hombres más jóvenes, como R. W. Church (1815-1890), se
mantuvieron firmes y reanimaron a las fuerzas vacilantes. El anglocatolicismo se había
salvado para la Iglesia de Inglaterra» 190. La verdad es que apoyarse en los obispos en
modo alguno significa no poder hacerlo a la vez en la Palabra de Dios. Tanto como
Pusey, pudo también acudir a la divina Palabra –se apoyó en ella, de hecho–, Newman.
Tocamos, creo, el delicado ámbito de la conciencia, donde Dios puede hablar cuando
quiera, como quiera y lo que quiera.
La corriente de conversiones empezó a crecer. Dicen que incluso León XIII llegó a
estimar que se aproximaba con ello la realización de su dorado sueño: la unión de la
Iglesia anglicana, extendida por todo el mundo, con Roma. Tampoco faltan los que
sostienen que, por ser Newman el guía del Movimiento, habría decidido honrarle con la
púrpura cardenalicia. En este libro creo haber insinuado que pesaron más otras razones.
El Papa también animó a la Liga de la Oración del pasionista Spencer, y aprobó una
organización aún más amplia para la conversión de Inglaterra, manteniendo, no obstante,
para alejar del indiferentismo, la prohibición del ingreso de los católicos en la Unión de
Asociaciones Interconfesionales191. El Papa Pecci, eso sí, no perdió la oportunidad de
elogiar a los ingleses por el afecto a su persona y por su amor en pro de la unidad de la
fe, recordándoles inclusive la conversión de Inglaterra por San Gregorio Magno, la
purificación de las herejías por Celestino I, su permanente unión con el papado durante la
Edad Media, así como la «dolorosa escisión» en la fe y los intentos por superarla. Una
78
conferencia de predicadores en Grindewald tuvo la buena ocurrencia de dirigirle una
eligiosa nota, y el presidente de la Unión para la Oración se mostró resuelto a modificar
los estatutos, recibiendo por ello la gratitud y el ánimo –no su aceptación– del cardenal
Rampolla.
Para los tractarianos que tomaron el sermón de Keble como referencia programática
del naciente Movimiento, la apostasía de la Iglesia anglicana dimanaba de haber ésta
entregado históricamente al poder civil la propia autoridad apostólica. Aquella autoridad
por la que la Iglesia se mantiene idéntica consigo misma en el tiempo: la autoridad de
Cristo transmitida a su Iglesia por medio de los Apóstoles, cuyos legítimos sucesores son
los obispos. Semejante trasvase al poder civil así, de pronto, constituía un gravísimo
peligro porque implicaba el dar carta blanca a la intromisión del liberalismo político en los
asuntos de la Iglesia, sometida a las decisiones del Parlamento192.
De ahí que, ante los problemas ocasionados por lo de Keble, el Movimiento de Oxford
se abriese camino postulando la vertebración de la Iglesia, que, por ende, había de girar
sobre su propia autoridad apostólica. Según el tractarianismo, la Iglesia anglicana había
de entenderse a sí misma como una de las tres ramas que daban forma a la herencia y
plasmación histórica del catolicismo antiguo, fruto legítimo de la predicación apostólica.
En el fondo no era sino reivindicar la tesis central de la eclesiología católica, es decir, la
condición visible de la Iglesia, matriz de la tradición católica de fe, orgánicamente
articulada por el ministerio jerárquico de los obispos, como medio de salvación para los
hombres, llamados a adherirse a Cristo y a vivir de su vida. De modo que al margen de
ella y de su tradición de fe no es posible acceder a la verdad que guarda la Escritura,
garantía del poder de la Iglesia y promesa de su permanencia. Newman dejaba con ello
atrás su evangelismo protestante de militancia bíblica y, aconsejado por E. Hawkins,
párroco a la sazón de San Clemente, empezaba a dar importancia al significado de la
Tradición en la vida de la Iglesia.
79
por el poder civil: he ahí la que Keble llamaba «apostasía» de la Iglesia nacional.
El punto de partida de Newman y sus amigos era que la Iglesia anglicana siempre
había querido ser y entenderse a sí misma como una rama de la Iglesia católica de los
orígenes, y que ellos estaban sosteniendo aquel cristianismo primitivo enseñado para
todos los tiempos por los primeros doctores de la Iglesia. Ahora bien, esta antigua
religión, presente en los formularios anglicanos, resulta que había desaparecido, o poco
menos, del país a causa de los cambios políticos de los últimos ciento cincuenta años.
Urgía, por tanto, restaurarla cuanto antes. Whately, sin embargo, se limitaba a sostener
que era intolerable que la Iglesia anglicana debiera estar subordinada al control de los que
no eran anglicanos.
Valiéndose de las Escrituras, de los Padres y del Anglican Prayer Book, Newman
80
profundizó su visión de la Iglesia de la Vía Media especialmente en los tracts 11, 71 y 90
y en las conferencias sobre El oficio profético de la Iglesia. Era ésta un intermedio entre
el anglicanismo actual y la Iglesia de Roma, cuya posición había sido mantenida siempre
por los anglocatólicos. No era teoría nueva. La base de la Iglesia visible eran las
Escrituras, especialmente los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas.
Su obra la Vía Media es el paso previo indispensable para poder leer y comprender
otra de sus obras más renombradas, el Desarrollo de la Doctrina cristiana, respuesta
precisamente a la acusación anglicana –esgrimida en la Vía Media– de que la doctrina de
la Iglesia católica romana actual no coincide con la de la Iglesia católica antigua. En
cuanto a la Vía Media, la expone en su libro El oficio profético de la Iglesia (1837). El
canon llamado a servir de criterio era el lirinense quod ubique, quod semper et quod ab
ómnibus (lo que es siempre, lo que está en todas partes, lo que es a partir de todos).
Con su libro la Vía Media el autor pretende aclarar la relación de la doctrina anglicana
con el catolicismo romano, sus puntos de acuerdo y sus diferencias.
Responder a estas dos cuestiones llevará a Newman a elaborar las ideas fundamentales
que constituyen el entramado doctrinal del anglocatolicismo del Movimiento Oxford. En
el desarrollo de las mismas, termina él por ver la inviabilidad del anglocatolicismo y, en
consecuencia, del papel que el Movimiento quiere asignar al Estado: es decir, la
inviabilidad de una Iglesia que se quiere a sí misma como expresión legítima del
catolicismo antiguo. Por eso mismo Newman, al distanciarse de la Iglesia anglicana, lo
hará también de la forma histórica temporal que ésta había adquirido a partir del siglo
XVII como religión de Estado.
81
Lo que Newman pretendía defendiendo esta confesionalidad era salvaguardar la
soberanía de las decisiones de la Iglesia en los asuntos espirituales, justificándola en
razón de la autoridad divina de la Iglesia en su propio dominio. Se trataba de una
confesionalidad que pretendía liberar a la Iglesia del relativismo de la ideología liberal, a
base de negar al poder civil su competencia en asuntos espirituales. Estamos ante una
forma de confesionalidad que, en realidad, representa una manera de separar la Iglesia
del Estado, pero que se fundamenta en la obligatoriedad moral que todo poder humano
tiene de acatar la superior autoridad de la verdad revelada. Para sostener un pulso así con
el espíritu liberal de la época, el Movimiento de Oxford pretendía fortalecer en la
conciencia de los anglicanos la identidad de la Iglesia y el alcance de su misión.
Pero el principio del fin para el Movimiento de Oxford fue la publicación en 1841 del
Tract 90, considerado católico romano por gran número de personas de Oxford y
condenado por los obispos, uno tras otro. Sus adversarios pidieron a Newman que se
retractase, pero él siguió firme en sus convicciones. Por ello, intentaron obtener al menos
la promesa de que no continuase ni siguiese defendiendo el tractarianismo. A esto
Newman accedió y en una carta al Obispo de Oxford resignó su lugar en el movimiento
para retirarse a Littlemore. Su lugar como líder del Movimiento de Oxford fue asumido
por William Ward, por entonces tan romano como él. Después del Tract 90, los
tractarianos sufrieron claras desventajas en Oxford. Isaac Williams perdió la oposición
para la cátedra de Poesía, antes ocupada por Keble. El acceso a los fellowships (puestos
de tutores) les fue clausurado, y los documentos necesarios para ordenarse en el
anglicanismo empezaron a serles denegados a sus simpatizantes. El Movimiento así
estaba prácticamente muerto. Había terminado193.
82
IX
FE Y RAZÓN
La idea medular de su más importante obra como teólogo, Ensayo sobre el desarrollo
de la doctrina cristiana, que vio la luz en 1845, es que en la Iglesia se ha dado un
desarrollo doctrinal bajo la guía del Espíritu Santo, cuya sobrenatural autoridad garantiza
83
su certeza. Deseaba probar así que la Iglesia de los primeros tiempos había sido idéntica
a la católica contemporánea. Su propósito, al publicar en 1851 La situación actual de los
católicos en Inglaterra, no fue sino defender al catolicismo de seculares prejuicios
protestantes, suscitados de nuevo a causa de la reinstauración de la jerarquía católica en
Inglaterra. La tesis de tales páginas era que cuanto más atractivo le resultaba el
catolicismo a la gente, más necesario se hacía también que el protestantismo lo atacase
como algo diabólico. Newman critica estos prejuicios, faltaría más, sobre todo a causa de
su incoherencia interna. Al mes de julio de 1852, en fin, responde La Segunda
Primavera, el resonante sermón predicado, según he dicho, ante el primer sínodo
celebrado en Oscott después de restaurada la jerarquía católica en Inglaterra.
«La recta razón, es decir, la razón rectamente ejercitada –viene a sostener nuestro
pensador–, lleva a la mente hasta la fe católica, y siembra ésta en todas sus reflexiones
religiosas para que actúen bajo su guía. Pero la razón, considerada como un agente real
en el mundo, y como un principio operativo en la naturaleza del hombre, está muy lejos
de tomar una dirección tan recta y satisfactoria» 196. Por supuesto que no faltan quienes
acentúan la importancia de sus estudios a la armonía entre fe y razón, tan torcidamente
malentendida en aquel crepúsculo finisecular del XIX. Armonía, por lo demás, que a
fecha de hoy continúa saludable. Porque la práctica totalidad de las universidades
católicas y un buen número de pequeños centros superiores seculares y de impronta
protestante en los Estados Unidos han utilizado las teorías de nuestro purpurado como
cimiento de sus programas académicos. No importa que algunos se obstinen en recelar de
su doctrina en este sector. Es el sino de los grandes. Lo que aquí más vale y resulta más
de aplaudir es que el siglo XXI viene asumiendo solidario sus ideas al respecto. A la
postre, y se quiera o no, siempre van a resultar controvertidas, sin duda, sobre todo para
quienes no consideran el conocimiento como un fin en sí mismo sino que más bien
conciben la educación simplemente como formación para una carrera profesional, o a lo
sumo como un medio, el más acertado que se conozca, de preparar a los jóvenes para
que sean ciudadanos útiles al Estado. El cardenal Newman fue más profundo y exigente
que todo eso.
Así discurre la más conocida de todas sus obras, Apología, en la actualidad un escrito
clásico tanto de la literatura como de la autobiografía, el que terminó por consolidar su
reputación de gran inglés y de ferviente católico. Había sido atacado de forma gratuita en
una revista por el clérigo y novelista Charles Kingsley, quien, a propósito de la reina
Isabel I, se había despachado en estos términos: «La verdad, por sí misma, nunca ha
constituido una virtud para el clero católico-romano. El padre Newman nos informa de
que no necesita serlo y que, en definitiva, no debe serlo; que la astucia es el arma que el
cielo ha dado a los santos para que resistan la fuerza bruta y viril del mundo malvado que
84
toma y es dado en el matrimonio. Puede que su pensamiento no sea doctrinalmente
correcto, pero es un hecho que es así» 197. Escrita con inusitada rapidez, la réplica salió
en seis semanas. Recibió críticas universalmente favorables y las ventas alcanzaron cifras
enormes, con lo que no sólo le fue devuelta y acrecentada su reputación, sino que incluso
se acabaron sus constantes preocupaciones económicas198.
La fe es un don de Dios, una gracia. Si ésta es necesaria para hacer un acto de fe, no
lo es menos que creer es un acto auténticamente humano. Depositar la confianza en Dios
y adherirse a las verdades por Él reveladas es lo más lógico y natural. De ninguna manera
quedan con ello comprometidas ni la inteligencia ni la libertad del hombre, sino todo lo
contrario. El motivo de creer no depende de que las verdades reveladas sean
comprensibles por la luz de la simple razón, sino de que éstas provienen de la autoridad
divina, que no puede engañarse ni engañarnos. Es más, la fe nos da una certeza mayor a
todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios que no puede
mentir. De modo que si algunas verdades reveladas pueden parecer oscuras y extrañas a
la experiencia humana, «la certeza que da la luz divina, es mayor que la que da la luz de
la razón natural. Con palabras que hoy recoge el Catecismo de la Iglesia Católica, él
acertó a decirlo con frase maestra: «Diez mil dificultades no hacen una duda; dificultad y
duda son cantidades inconmensurables» 200.
Entre fe y razón jamás puede haber desacuerdo, ya que Dios es el autor tanto de la
Revelación como de la razón y no podría contradecirse a sí mismo, ni lo verdadero
contradecir jamás a lo verdadero. El acto de fe es cosa personal, respuesta libre del
hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero no es acto aislado. Así que nadie
puede creer solo, como tampoco nadie puede vivir solo. Recibimos la fe de otros y
debemos transmitirla a los demás. Es impresionante constatar cómo a través del tiempo y
del espacio, la Iglesia es fiel a sí misma y a su fundador Jesucristo. El cristiano puede con
85
toda confianza investigar, leer, documentarse en la abundantísima literatura católica,
desde los escritos de San Justino, San Clemente o San Policarpo, en el siglo primero,
hasta los más recientes de Benedicto XVI, pasando por todos los grandes teólogos de
veintiún siglos, sin encontrar alguna traición al Credo original201.
En este ir haciendo camino a base del manejo armónico y ecuánime del binomio
ferazón, el Beato Juan E. Newman se reveló maestro insigne y un guía incomparable,
algo que la crítica, cierta crítica, ha tardado lo suyo en reconocer. Comprendió la
imperiosa necesidad de ambas, y sobremanera en lo relativo a la verdad, que es la
cuestión básica de la vida y de la historia de la humanidad, porque no todo puede
reducirse a opinión, ni la verdad puede limitarse tampoco a ser el simple resultado del
consenso. La razón humana tiene capacidad para conocer la verdad. De ahí que sea
necesario reflexionar sobre la verdad, un quehacer en el que Newman bregó mucho y se
reveló clarividente líder en análisis y planteamientos ya desde la época de los Sermones
Universitarios.
Juan Pablo II entiende que re-armonizar fe y razón, filosofía y teología, significa dar
con la clave ideal cuyo punto de partida debe ser siempre la palabra de Dios revelada en
la historia, y cuyo objetivo final no puede cifrarse sino en la inteligencia de ésta,
profundizada progresivamente a través de las generaciones. Sobre la gran fecundidad de
esta vía se han pronunciado distinguidos autores cristianos que han sabido combinar
búsqueda filosófica y datos de fe. El Papa cita nominalmente a John Henry Newman y
otros autores modernos202 como ejemplo de autores preocupados por llevar a los
hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad.
Con ellos de la mano, pues, el autor de Fides et Ratio vuelve a proponer con fuerza y
convicción la capacidad de la razón para conocer a Dios y, de acuerdo con la naturaleza
limitada del hombre, las verdades fundamentales de la existencia: espiritualidad e
86
inmortalidad del alma, capacidad de hacer el bien y de seguir la ley moral natural,
posibilidad de formular juicios verdaderos, afirmación de la libertad del hombre, y así
seguido. Al mismo tiempo, reafirma que dicha capacidad metafísica de la razón es un
dato necesario para la fe, de modo que una concepción de fe que pretendiera
desarrollarse al margen o en alternativa a la razón sería deficiente incluso como fe. Es
incuestionable, pues, que para sostener la capacidad de la razón por conocer la verdad de
Dios, de nosotros mismos y del mundo es precisa una filosofía capaz de comprender
conceptualmente la dimensión metafísica de la realidad. Que Newman en esto es muy
actual salta a la vista.
El reto que nos aguarda, por tanto, consiste en afirmar la razón humana, cultivarla en
sintonía con la verdad, aquella que la razón puede por sí sola descubrir y aquella que
acoge humildemente como revelada por el Misterio. Por eso, la adhesión genuina a la
religión -lejos de restringir nuestras mentes-amplía los horizontes de la comprensión
humana. El reto papal en este discurso va dirigido a todos los hombres, en franca
dimensión del diálogo interreligioso. Resumiríamos su mensaje precisando que afirmar la
razón en su total grandeza es tarea de todos, ya que está en juego lo humano. Dicho con
los escritos newmanianos: «Hay que volver a unir las cosas que en el principio estaban
unidas y que han sido separadas por el hombre (se refiere a la razón y la fe). Deseo que
el intelecto se expanda con la mayor libertad, y que la religión disfrute de igual libertad,
pero lo que pongo como condición es que deben encontrarse en el mismo sitio: la
persona». Seguir separando, o lo que es peor aún, contraponiendo la razón y la fe es letal
para el hombre y la sociedad205. He ahí un drama de inmensas proporciones que
Newman intentó conjurar advirtiendo de sus demoledoras consecuencias. Análisis de
singular respiro y largo alcance.
87
4. FE Y RAZÓN EN LOS SERMONES UNIVERSITARIOS
88
ni que dejarán de ser útiles» 210.
«Tomás de Aquino mostró que entre la fe cristiana y la razón subsiste una armonía
natural. Y esta es la gran obra de Tomás, que en aquel momento de enfrentamiento entre
dos culturas –ese momento en que parecía que la fe tuviese que rendirse ante la razón–
mostró que ambas van juntas, que cuando aparecía la razón incompatible con la fe, no
era razón, y cuanto parecía fe no era fe, si se oponía a la verdadera racionalidad; así él
creó una nueva síntesis, que formó la cultura de los siglos sucesivos» 212. Ya antes,
repito, lo había expresado también con su habitual agudeza San Agustín. El
planteamiento de nuestro inmortal oxoniense en este reino de armonías seguirá idéntico
rumbo. De ahí su palpitante actualidad213. Recuérdense, verbigracia, los interrogantes de
las biotecnologías a la inteligencia de la fe o a las solicitaciones críticas dirigidas al
creyente por las llamadas ciencias exactas o por las ciencias sociales.
89
La relación ferazón jamás fue pacífica ni se dio por descontada dentro del
cristianismo. Los convenios dedicados recientemente a Newman214 recuerdan que ha
habido un humanismo capaz de admirar y promover cuanto de verdadero, bello y justo
hay presente en toda cultura y de aprehender a través del alfabeto de las ciencias la
correspondencia entre razón y Logos. Pero la fe no puede traducirse en historia
desprovista de alianza con la razón. El cristianismo, con su fuerte apuesta por el
humanismo, se ha convertido en extraño a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. De
aquí que la negación de toda verdad objetiva haya llegado a ser la base dogmática del
nuevo pensamiento traducido en negación de la humanidad del hombre y de su misma
identidad. El rechazo sistemático del posible acceso a la verdad tiene, de hecho, recaídas
antropológicas negativas. La relación ferazón, en consecuencia, lejos de ser un problema
académico, constituye más bien una cuestión práctica de la esperanza anunciada por los
creyentes en y por este mundo.
Bien asido luego a la racionalidad del acto de fe del creyente, reivindicará para el
cristianismo plena dignidad cultural y filosófica. Cuando en Apología escribe que «diez
mil dificultades no hacen una sola duda», no hace sino hablar de su experiencia como
creyente, de sus pasos hacia un humanismo verdadero, en el que la razón está
íntimamente ligada a la libertad y la persona, implicada de lleno, es interpelada a ofrecer
una respuesta concreta, existencial con toda su carga de riesgo. En los años de enseñanza
en Oxford ya había desmentido que el cristianismo fuera como un sistema que obstruye
el camino al progreso. En febrero de 1848 tiene que salir al paso de quien se ha permitido
sugerirle que no se deben correr riesgos en materias de fe: «Deseo ardientemente que
cuantas personas conozco se hagan católicas pero deseo antes que pidan fe, porque una
90
conformidad meramente externa con la Iglesia sería muy penosa, lo mismo que la
rebeldía de la razón una vez en ella. Pero Dios no nos necesita, y siendo la fe algo difícil
y que supera la razón, Él, que ha hecho hablar a la Iglesia, nos dará el don de escuchar y
aceptar, si se lo pedimos con insistencia» 216.
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X
EN LOS ALTARES
1. SU CAMINO DE SANTIDAD
Los estudiosos de tan atractiva faceta en la vida cristiana dicen y vuelven a decir que
practicó lo que hoy podríamos denominar santidad de la inteligencia. La suya, en efecto,
al menos por fuera, eso fue: una santidad alejada del estereotipo al uso; santidad,
digamos, no común al tradicional criterio popular. Escritor incansable, la verdad es que
no produjo libros expresamente orientados a los temas del espíritu, aunque sus obras y
cartas traspiren todas, de una u otra manera, cristianismo a raudales. Sólo por intuición
es posible deducir cómo eran su vida de oración y su experiencia íntima con Cristo. Por
lo demás, en fin, tampoco parece haber tenido gracias místicas extraordinarias ni nada
especialmente notable en su vida ascética, en su pobreza evangélica o en su generosa
entrega a los necesitados (aunque en el período de la «plaga irlandesa» hay quien
sostiene que más de una vez llegó a poner en peligro su vida por asistir a enfermos). Era
el suyo, más bien, quehacer apostólico básicamente intelectual y, en dicho sentido,
sobremanera fecundo, es cierto, pero ya se sabe que la santidad de los intelectuales, y
esto conviene recordarlo, suele pasar inadvertida al común de los mortales.
De modo que, puestos a clasificar su carisma, sería preciso decir que practicó con
maravillosa exuberancia, lo que podríamos denominar como santidad de la inteligencia,
que no deja de ser, después de todo, una de las más atractivas y sublimes facetas del
espíritu. El camino y la cruz de Cristo en su vida determinaron que él los compartiera a
tope en el proceso de incesante búsqueda de la verdad hasta dejarse crucificar por ella.
La transparencia ideológica fue el rasgo más distintivo de quien con su habitual sencillez
pudo escribir el citado y archiconocido «no he pecado contra la luz» 218. Su fidelísimo
seguimiento a la Luz amable que de modo gradual iba provocando en su tierno corazón
fe y ardimiento ejemplares, llegó hasta el heroísmo, hasta las mismas cumbres intactas y
azules de la beatitud. Apología pro vita sua es al respecto un fascinante testimonio de
92
honradez y de pureza intelectual. Él mismo llegó a escribir que su conversión no había
significado mayor fervor, ni mayor fe, ni cambio de vida y costumbres, en fin. Y es que
la suya fue conversión de un pensador metódico, de un afanoso peregrino de la verdad
que acabó encontrándola en la Iglesia de Roma: «Decidí guiarme por mi razón, y no por
mi imaginación […]. De no haber sido por esta severa resolución, yo me hubiera hecho
católico antes» 219.
De la suya, por eso, cabe decir que fue santidad de la inteligencia forjada sobre el
yunque del paulino veritatem facientes in caritate (Ef 4,15): «siendo sinceros en el
amor». Su beatificación ha puesto de relieve la decisiva importancia de aquel esfuerzo, el
premio merecido por su fidelidad a la verdad en la vida humana, así como el puesto
central, también, de la verdad en la Iglesia católica, la cual no se satisface ni se llena sólo
con la pura buena voluntad o el simple y generoso desgaste. Deben éstas ser, además,
«verdaderas» en la caridad. Justamente lo que Newman pretendió con su vida y en sus
obras.
93
admitido el creciente número de santos y beatos en la última década matizando, de
pasada, que entre éstos se hallaban algunos que tal vez no signifiquen mucho para la
inmensa mayoría: él había propuesto entonces dar prioridad a aquellos cuyas vidas
encierren un mensaje más universal para los creyentes contemporáneos. El cariño de
Benedicto XVI por el cardenal Newman es evidente y que el 19 de septiembre de 2010,
haciendo una excepción en su pontificado, fuera quien personalmente lo proclamara
beato en Birmingham no deja de ser revelador.
La causa, sin embargo, tardó en abrirse camino hacia Roma. Y cuando llegó, no
faltaron católicos liberales recelando del candidato por haber sido progresista. Todavía en
1987 conservadores de la Congregación para la Causa de los Santos insistían en que
podría haber sido canonizado antes si hubieran prestado un apoyo más vigoroso los
obispos católicos de Inglaterra. Tampoco faltaron, en fin, los amigos de rizar el rizo
achacando la deficiencia a unos obispos ingleses temeroso de provocar el resentimiento
de los anglicanos, cuando resulta que el arzobispo de Canterbury había declarado tiempo
atrás que nada tenía que objetar.
Y por si fuera poco, Newman trataba los más controvertidos asuntos de su tiempo
94
yendo a veces en contra de los vientos de Roma. Eminente hombre de letras, magistral
estilista en prosa y quizás el predicador inglés más fino del XIX anglosajón, tampoco le
dolían prendas en afirmar que no eran éstos los dones que la Iglesia aprecia en sus
santos. Buscaba la mutua integración de fe y conocimiento, historia y humana
experiencia, continuidad y cambio. Aspiraba, en suma, a dar cabida en su modus
operandi a la razón y la fe juntas. De ahí que, como pensador y escritor, procurase en
todo momento dirigirse a aquella zona de controversia y preocupación en donde la
religión y la cultura se funden y se entrelazan. Aun siendo plenamente hombre de su
época, fue, no obstante, el único católico en anticipar el rumbo que la Iglesia habría de
tomar con el Vaticano II. De ahí que entre sus títulos más rumbosos, predomine hoy el
de profeta.
«El drama interior que caracterizó la larga vida de Juan Enrique Newman giró en torno
al tema de la santidad y de la unión a Cristo. Su deseo más ardiente era conocer y
cumplir la voluntad de Dios» 223 siendo dócil a su conciencia. El Catecismo de la Iglesia
Católica lo corrobora con texto de cosecha newmaniana: «La conciencia es una ley de
nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y
deber, temor y esperanza […]. La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo
de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos
gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» 224.
Destaca en nuestro hombre de Dios sobre todo el misterio de la cruz del Señor: este
fue el centro de su misión, la verdad absoluta que no se cansó de contemplar, la luz
amable a la que nunca cesó de seguir. Quinceañero aún, descubrió a los Padres de la
Iglesia en la Historia de la Iglesia de Cristo, de Joseph Milner, y desde entonces tuvo el
profundo convencimiento de hallarse poseído y guiado por Dios, intuición luego
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poematizada en el celebérrimo verso «Guíame, dulce luz» (Lead, Kindly Light)225. Pero
fue también apasionado de la Sagrada Escritura, por él recomendada a familiares y
amigos como inestimable recurso de buenos y santos propósitos, sobremanera en los
momentos de soledad, en los viajes y en las noches de insomnio. Supo adiestrarse con
ella también para mejor conocer y vivir la Iglesia.
Durante largos períodos de su vida como católico romano, sintió que se le metía en el
alma el frío cuchillo de querellas mezquinas. Su mala suerte fue haberse hecho católico
en un momento en que la dirección de Roma estaba negada en redondo al pensamiento
moderno. La prueba es que, ante la continua desconfianza y los fracasos, nada volvió a
publicar en los siguientes cinco años. De esta interminable cadena de fracasos y
sospechas, de negaciones y decepciones, él mismo da cuenta en su Diario el 21 de enero
de 1863 con doloridas palabras: «Esta mañana –dice–, al levantarme, se ha apoderado de
mí con tal fuerza la idea de que soy una persona que molesta, que no pude ir a la ducha.
Me decía: ¿para qué intentar conservar o aumentar la salud, si no sirve para nada? ¿Por
qué vivir para nada? […]. Desde hace años, esta es una idea constante […]. ¡Qué triste,
qué deprimente ha sido mi vida desde que soy católico! […]. Todo empezó cuando me
puse a mirar hacia Roma e hice aquel gran sacrificio que me pidió Dios y por el que Él
me ha recompensado de diez mil formas. ¡Sí, Dios mío, de muchas formas me has
recompensado!; pero has sembrado mi camino de contrariedades casi sin interrupción
[…]. Desde que soy católico me parece que no he hecho nada; no he tenido más que
decepciones» 229.
Pero él nunca se arrepintió del paso dado. Nunca sintió el menor asomo de volverse
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atrás. Y así, en medio de este claroscuro de confianza y zozobra, de acatamiento y
queja, todavía el 30 de octubre de 1867, sin nada entonces de qué desahogarse, tiene que
dejar a la pluma que se despache con este sobrecogedor desahogo: «Nunca me he
encontrado en una situación de más sencillez y comodidad que ahora, y me cuesta creer
que siga así sin alguna cruz de un tipo u otro […]. Dios me ha dado todos los dones y
todas las bendiciones que cabe pensar. Nada tengo que pedir más que perdón, gracia de
Dios y una buena muerte» 230. Y Dios, no obstante, le esperaba todavía… ¡con la
púrpura!
Dos frases de Walter Scott acompañarán a nuestro Beato durante toda su vida: «La
santidad antes que la paz» (Holiness rather than peace) y «El crecimiento es la única
prueba de la vida» (Growth the only evidence of life)231. Únicamente se le podrá
entender desde Dios y el alma, polos uno y otro alrededor de los cuales gira él, igual
exactamente que en su día San Agustín. Polos maravillosamente ilustrados por su mote
cardenalicio «El corazón habla al corazón» (cor ad cor loquitur), escogido precisamente
como lema de la visita papal a Gran Bretaña. Apropiada elección, si bien se analiza, ya
que, como en este mismo libro indico, dice mucho de la concepción que nuestro cardenal
inglés tenía del ser humano. Porque se le hacía proverbial, y así lo enseñaba, que la
verdadera comunicación entre personas va más allá de la inteligencia, se logra desde el
propio corazón al corazón de los demás232.
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tienen su gracia cuando están libres de afectación235. Todo cristiano, pues, debe
progresar en santidad
Con todo, sus juicios sobre la santidad se hacen, si cabe, más íntimos, sugestivos,
intelectuales y cordiales a la vez en su Diario: a veces le hacen a uno recordar las
Confesiones de San Agustín. «La verdad, evocando al cardenal Newman, no se posee;
se es poseído por ella. No se impone, se propone. Requiere del hombre la actitud de la
docilidad, no la manipulación. Le exige contemplar el mundo, antes de pretender
transformarlo. Por ello mismo, esta visión cristiana de la realidad, inspirada en la
Escritura, es una apuesta por un mundo de sentido frente al absurdo de un devenir
irracional guiado por las solas fuerzas de la materia» 238. El enfoque newmanista de la
santidad, por eso, mueve y conmueve, crea belleza, despeja caminos, hace aflorar
propuestas, genera fuerzas interiores y proporciona esperanzadas razones. Leyendo su
Diario, saca uno la sensación de estar ante el santo que trabaja su virtud desde un gran
sentido común -eso que de puro fácil y simple se torna en ocasiones tan difícil e
infrecuente-, y a quien nada de lo que le hace sufrir empaña su alegría interior. Todavía
el 21 de enero de 1863 tiene que reconocer, en medio de tanto y dolor y tanta
incomprensión: «Sería yo un ingrato si no tuviera en cuenta lo que Dios se ha dignado
hacer a través de mí» 239.
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ella simboliza para nosotros no sólo la fe de los sencillos, sino también la fe de los
doctores de la Iglesia, los que tienen que investigar, profundizar y definir el sentido del
Evangelio, además de profesarlo» 240. He aquí un pensamiento sobre la mariología y la
santidad de porte altamente autobiográfico. En él emergen a la superficie sus consabidos
análisis del binomio fe-razón y la confirmación de mis anteriores reflexiones en torno a la
santidad de la inteligencia.
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examinar entre setenta mil y noventa mil cartas más, que de él trataban y fueron escritas,
tras su muerte, a su albacea literario, el Oratorio, y a los vicepostuladores, en busca de la
santidad de aquel hombre de Dios y hombre de Iglesia. En mayo de 1986, la comisión,
concluido el trabajo, presentó al tribunal diocesano un texto de seis mil cuatrocientas
ochenta y tres páginas sobre la vida, las virtudes y la reputación de santidad del ahora
Beato.
Él mismo confiesa que disfrutaba leyendo las cartas de los antiguos Padres de la
Iglesia, como Basilio, Agustín o Juan Crisóstomo, porque, al leerlas, tenía la sensación de
encontrar la verdadera vida, oculta pero humana, de unos santos enfrentados a las
cuestiones controvertidas de su tiempo. Luego resulta que en lugar de escribir tratados
doctrinales formales, habían escrito controversias. Justo como él. Pensando así, sale a
relucir que estaba una vez más definiéndose a sí mismo. Hasta el último aliento de vida
permaneció dentro de sí la inefable experiencia de los dos seres perfectamente claros: él y
su conciencia y su creador. «Newman sintió acercarse al ángel de la muerte, y en ese
momento el moribundo envió al hermano que lo cuidaba hacia fuera, diciendo: Yo puedo
salir solo al encuentro de mi fin. Una típica frase suya, sin duda, la de quien había
estado siempre solo en la vida y también quiso estarlo en la muerte» 243. Corriendo el
otoño de 1848, deja en Cartas y Diarios este hermoso pensamie