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Pedro Langa Aguilar, O.S.A.

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BEATO JUAN E. NEWMAN
El Cardenal del Movimiento
de Oxford

EDIBESA
Madre de Dios, 35 bis. - 28016 MADRID
Tel.: 91 345 19 92 - Fax: 91 350 50 99
E-mail: edibesa@planalfa.es
www.edibesa.com

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Colección «SANTOS. AMIGOS DE DIOS», n.º 15 (21015)

© EDIBESA
Madre de Dios, 35 bis. 28016 Madrid
Tel.: 91 345 19 92
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ISBN: 978-84-8407-965-1
Ref: 21015
Depósito legal: M. 30.967-2010

Impreso por: Impresos y Revistas, S. A. (Grupo IMPRESA)

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ÍNDICE

NOTA PRELIMINAR

GLOSARIO DE SIGLAS Y ABREVIATURAS

I. INTRODUCCIÓN

II. EL HOMBRE
1. Raíces familiares
2. Infancia y juventud
3. Madurez
4. Su personalidad
5. Adagio final

III. EL CONVERTIDO
1. En la escuela de los Santos Padres
2. «San Agustín redivivo» (Augustinus redivivus)
3. «El mundo entero juzga seguro» (Securus iudicat orbis terrarum)
4. La conversión en Newman y en San Agustín
5. Peregrinos hacia Dios

IV. EL CARDENAL
1. Nombramiento
2. Discurso oficial de aceptación del cardenalato: «Biglietto Speech»
3. El corazón habla al corazón: «Cor ad cor loquitur»
4. Diaconía cardenalicia de San Jorge en Velabro
5. Consoladoras audiencias del Papa

V. EL ECLESIÓLOGO
1. Su eclesiología
2. El «sentido de los fieles»: «Sensus fidelium»
3. Newman en el concilio Vaticano II
4. Newman y el ecumenismo
5. La Iglesia en unidad de comunión

VI. EL PENSADOR
1. «La Segunda Primavera»
2. Líder del Movimiento de Oxford

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3. La fe y la razón
4. Apóstol de la Verdad
5. Maestro en obras y palabras

VII. NEWMANISMO
1. El fenómeno newmanista
2. Hacia el Newman esencial
3. La irregular difusión de sus obras en Europa
4. Newman y el florecimiento patrístico
5. Newman y España

VIII. EL MOVIMIENTO DE OXFORD


1. Su origen, sus personajes y sus Tracts
2. El lenguaje de los tracts
3. El Tract 90
4. La tesis de fondo del Movimiento de Oxford
5. La Vía Media en el anglicanismo

IX. FE Y RAZÓN
1. Ideas para el siglo XXI
2. Haciendo camino con fe y razón
3. El drama de la separación entre fe y razón
4. Fe y razón en los Sermones Universitarios
5. Hacia un humanismo verdadero

X. EN LOS ALTARES
1. Su camino de santidad
2. Dificultades y lentitud en el proceso
3. Santidad forjada en el dolor de Cristo
4. La santidad, ese don por antonomasia del cristianismo
5. Una santidad de sabor mariano

XI. COLOFÓN

XII. IRRADIAR A CRISTO

BIBLIOGRAFÍA

Notas

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NOTA PRELIMINAR

La beatificación del cardenal John Henry Newman por el Papa Benedicto XVI durante
una Misa multitudinaria en el Cofton Park de Birmingham el 19 de septiembre de 2010,
como último acto de su viaje apostólico a Inglaterra y Gales, me depara la oportunidad
de salir nuevamente a las librerías con el Cardenal Newman, en una segunda edición (la
primera fue del Cardenal Newman, en compañía de los Convertidos del siglo XIX.
Edibesa, 2009), corregida y aumentada. Corregida, porque ahora el personaje boga a
mar abierta él solo con el título de Beato Juan E. Newman. Y aumentada, al haberme
decidido a incluir tres capítulos más, los últimos de la obra, dedicados respectivamente al
Movimiento de Oxford con sus anejos asuntos del Tractarianismo y de la Vía Media; al
incitante argumento de las relaciones entre fe y razón con lo que ambas representan para
los desafíos del hombre posmoderno; y, en fin, al tipo de santidad que nuestro
protagonista practicó, y que hoy puede antojarse particularmente oportuno y saludable y
andadero dentro de la sociedad de este adolescente siglo XXI.
Tiempo habrá de que los hechos todavía próximos en el tiempo se consoliden y las
ideas vertidas durante el viaje apostólico y la beatificación como broche de oro del
mismo vayan cobrando sedimento reflexivo y configuración fija. Siempre fiel a sus
lectores, EDIBESA, no obstante, ha querido estar al pie de la noticia con esta nueva
monografía que ahora ve la luz, cuyo propósito no es sino contribuir al mejor
conocimiento y difusión –también culto–, del nuevo beato. Es muy posible que dentro de
unos años, la figura que ahora sube a los altares corone las más altas cumbres de la
canonización e incluso de un posterior doctorado en la Iglesia católica. Habrá mientras
tanto un paréntesis de espera más o menos largo y laborioso del que se puede presumir
que reporte copiosos frutos en el orden de las ideas, de la eclesiología –comprendido aquí
el ecumenismo–, y de la Religión.
Abrigo la esperanza de que los lectores, ojalá sean muchos, puedan saciarse de
newmanismo, ahora que el fundador del movimiento ya es beato, en las páginas de esta
segunda edición, que ve la luz precisamente con ese propósito de estímulo y alegre al
emprender nueva singladura. Reciban ellos y los promotores de la Editorial que lo hacen
posible el testimonio de mi gratitud.
Pedro Langa Aguilar, OSA
Madrid, a 29 de junio del 2010
Solemnidad de San Pedro y San Pablo, apóstoles

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GLOSARIO DE SIGLAS Y ABREVIATURAS

A = Apología «pro vita sua»


AAS =Acta Apostolicae Sedis
AugR = LANGA, Pedro, «John Henry Newman o el Augustinus redivivus»
BAC = Biblioteca de Autores Cristianos
BOIX = NEWMAN, John Henry, La fe y la razón. Intr., trad. y notas de Aureli Boix BOS =
Bibliotheca Oecumenica Salmanticensis C = Concilium
CCN = LANGA, Pedro, «El Vaticano II, concilio del Cardenal Newman»
CD = NEWMAN, John Henry, Cartas y Diarios C. Ep. Parm. = S. AGUSTÍN, Réplica a la
carta de Parmeniano CEOE = Centro de Estudios Orientales y Ecuménicos «Juan
XXIII»
CJHN = Cátedra «John Henry Newman» de la UPSA CNBN = LANGA, Pedro, «El
cardenal Newman en el bicentenario de su nacimiento»
Conf. = S. AGUSTÍN, Confesiones De praed. sanct. = S. AGUSTÍN, La predestinación de
los santos DSp = Dictionnaire de spiritualité (Beauchesne, Paris) DTC =
Dictionnaire de théologie catholique (Paris) E = Ecclesia
ICNF = The International Centre of Newman Friends In Io. tr. = S. AGUSTÍN, Tratados
sobre el Evangelio de San Juan LG = CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen
gentium OCSA = Obras completas de San Agustín, en la Biblioteca de Autores
Cristianos OR = L’Osservatore Romano
PE = Pastoral Ecuménica
RA = Revista Agustiniana
RC = Religión y Cultura
RE = Revista de Espiritualidad
SA = NEWMAN, John Henry, Suyo con afecto. Madrid 2002
STROLZ = NEWMAN, Card. John Henry, El Misterio de la Iglesia. Ed. de M. K. Strolz
UPS = Universidad Pontificia de Salamanca
VIS = Vatican Information Service

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I
INTRODUCCIÓN

John Henry Newman es la personalidad eclesiástica más eminente de la Inglaterra


victoriana. En su magna obra, epicentro de una de las más intensas conmociones
ideológicas y ecuménicas de su patria y de su tiempo, hay respuestas a un buen número
de las más abrumadoras interrogaciones que la mente humana se ha hecho y, dada su
condición de convertido, a una de las gestas expresivas de mayor calado en la
espiritualidad cristiana de todos los siglos. Estamos, pues, ante uno de los grandes
vértices geodésicos de la planimetría espiritual inglesa y, para el intelectual británico, ante
un punto de referencia capital.

Esta condición catalizadora que para su ámbito cultural y religioso tiene la figura que
presento, junto a su condición de incansable buscador de la verdad que vio cómo al final
de su vida su esfuerzo era premiado con el capelo cardenalicio en la Iglesia católica, le
imprime ante la crítica un carácter complejo a la vez que profético de estas fechas
posmodernas. De ahí la no leve dificultad inicial de juzgarla sin incurrir en esa censurable
desfiguración a la que suelen dar lugar, bien los epígonos extremistas, bien los
empecinados detractores. Si a este primer obstáculo añadimos el de la creciente
bibliografía monográfica y documental, lo polifacético de su persona y lo enciclopédico
de su obra, en parte ya publicada y para determinadas piezas literarias todavía inédita, se
comprenderá que el empeño de apresar a Newman en la parva red de bajura que es un
breve libre dentro de la Editorial «Edibesa», tenga algo de intrépido maratón
universitario, de osadía casi, cuando no de complejo entretenimiento profesoral. Pero
entiendo que la empresa, intentada con mayor o menor aliento, no sólo es lícita, sino
también obligada para cualquier espíritu me dianamente sensibilizado con la vida eclesial
de nuestros días.

El mayor tributo de admiración que puede prestarse a un eclesiástico intelectual de la


talla de Newman no es elogiarle por inercia psíquica, ni siquiera deleitarse como un
desentendido espectador en la frívola y ocasional lectura de sus ensayos. Cumple, más
bien, meditar sistemática y esforzadamente sobre su obra toda, repensar su pensamiento
y declarar con voluntad de verdad, de comprensión y de rigor, las reacciones mentales
que ha desencadenado el vigoroso y pluridimensional estímulo del hombre, su estilo y su
doctrina. Esto es lo que, de modo exploratorio y divulgativo, y con modesto alcance por
mi parte, claro es, he tratado de hacer en las páginas que siguen. Estoy seguro de que los
parásitos escoliastas del purpurado escritor se rasgarán las vestiduras por tal o cual
apreciación, y de que sus tozudos antagonistas, que los tiene, se indignarán ante algunos
elogios míos, que juzgarán desorbitados. La hipérbole puede a veces resultar no menos
oportuna que un frecuente recurso a la sobriedad. Declaro que no he pensado ni en los

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unos ni en los otros mientras redactaba los capítulos de este libro y procuraba condensar
el pensamiento de una figura señera de finales del XIX anglosajón. El carácter extenso y
monumental de los escritos newmanianos en su doble vertiente, primero anglicana y más
tarde católica, junto a las técnicas propias de la investigación científica, me han impuesto
la disciplina, en ocasiones espartana, de citar siempre literalmente. Quede en claro que
cuanto es de Newman va entre comillas y responde al sucinto auxilio bibliográfico que al
final adjunto, como un tímido exhorto a más dilatadas y ambiciosas singladuras
bibliográficas, y que todo lo demás es juicio e interpretación. Pese a las precauciones
exegéticas tomadas, sé que en materia tan vasta y movediza como la de este ensayo es
imposible acertar siempre. Por eso, allí donde mi glosa sea infiel, o mi juicio infundado, o
mi alabanza excesiva, confío en que el generoso lector, el newmanista sobre todo, me
ayude a rectificar.

He procurado acercarme a Newman con no menos devoción y rigor que admiración y


simpatía. Él fue, sin duda, un inglés excepcional, un doctor sutil y un eclesiástico de los
pies a la cabeza; pero con las imperfecciones y yerros de todo mortal que no ha sido
desterrado por la pereza cerebral de sus críticos o por la terca mediocridad de sus
explotadores a la lunar paramera del mito. Y si algún pensador dicta con especial
pesadumbre el deber de no deshumanizarle, ése es Newman. Su trayectoria anecdótica,
doctrinal e idiomática está impulsada, como es habitual en la biografía de los egregios, de
un ilustre y sobresaliente Príncipe de la Iglesia esta vez, por una sola gran intuición
primaria, en esta circunstancia: la de la vida en clave de búsqueda. Porque el mote
newmaniano no es otro que la sabia sentencia agustiniana que dice: «Aquel a quien hay
que encontrar está oculto para que le sigamos buscando» 1, principio de honda teología
que para nuestro pensador inglés adquirió al final de sus años la bipolar dimensión del
lema cardenalicio –Cor ad cor loquitur2–, y del epitafio sobre su tumba, en la que,
curiosamente, nunca llegó a estar: Ex umbris et imaginibus in veritatem3. En su copioso
epistolario, el Águila de Edgbaston no cesa de batir las alas alrededor de este vitalismo
bifronte. Y por eso, en fin, cabe intentar la reducción a esquema coherente de sus ideas,
desparramadas en sueltas y andariegas guerrillas, a lo ancho de centenares de artículos
que se suceden durante un siglo largo después de su muerte. Y que arrecian ahora, con el
añadido que supone su solemne beatificación.

Lo que Newman reclama para sus textos es, ante todo, sistematización y
concentración. Todo lo que no sea discurrir por esas vías exigentes y austeras del análisis
científico y de la inteligencia rigurosa, todo lo que se resuelva en abordarlos con métodos
masoréticos y mentalidad de glosador equivale a elevar al cuadrado su complejidad
analítica. Ni el personaje ni sus escritos, que son copiosísimos tanto en la época de
anglicano como en la de católico, requieren, como los aristotélicos, el comentario y el
desarrollo multiplicador, sino la quinta esencia y la extracción de raíces y el leve y suave
roce de la síntesis. Lo que exigen no es la acumulación de farragosos volúmenes para
disolver todavía más su claro y copioso caudal, sino denodado esfuerzo simplificador

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para destilar centenares de páginas en una cuartilla esencial. Por eso considero de medio
a medio equivocado, y hasta pedagógicamente contraproducente, y por ende inoportuno,
cualquier estudio de estos temas que, como tantas veces ocurre en la república literario-
biográfica, amenace con alcanzar una superficie de letra impresa casi tan vasta como la
obra del maestro, que éste tiene para dar y tomar. La cultura, salvo la del arroz, y quizá
también la de los bancos de coral, no ha consistido nunca en anegar.

Fiel a esta consigna de suma, he procurado constreñirme a la enjundia, depurar las


nociones, suprimir lo superfluo, no aportar más citas que las medulares, reducir la
exégesis al mínimo y evitar la enojosa repetición, las variaciones y el escolio, sacrificando
así a la concisión, con pena muchas veces por supuesto, cuanto no fuese imprescindible
para el trazado de las grandes líneas estructurales. De ahí que la única virtud que en
modo alguno se le puede negar a un pequeño libro como este, sobre una personalidad tan
ilustre y grande como Newman, sea la que ha requerido por mi parte mayor esfuerzo, a
saber: la brevedad. Séame consentido por ello pedir para sus páginas la más difícil gracia
literaria que cabe pretender de nuestra angustiada época: una lectura sin demasiada prisa.

Exponer, siquiera sea reducidamente, la enciclopédica personalidad del purpurado


inglés, supone dar por sabido argumentos que a él apuntan o de él mismo dependen y
que, en cualquier caso, constituyen su necesario contexto biográfico. El primero, la
conversión, principal causa para que nuestro ilustre oratoriano de San Felipe Neri
presidiera un puesto de honor en la colección «El Camino de Damasco», donde apareció
la primera edición en contexto del Año Paulino, tan determinante con la gesta de un
perseguidor de la Iglesia convertido a la entrada de Damasco en Apóstol de las Gentes. Y
junto a la conversión, la biografía de nuestro protagonista no puede fluir para el
estudioso, ni tampoco ser en modo alguno entendida, sin los préstamos del Movimiento
de Oxford4, de la Vía Media5, del Tractarianismo6, de las ordenaciones anglicanas, del
liberalismo finisecular, de la infalibilidad pontificia, del moderno ecumenismo, del
consensus fidelium y del laicado. Yo he pretendido condensar tan desbordante y
abarcador material en seis capítulos, que, al menos en mi ánimo, quieren ser como otros
tantos enfoques de una misma personalidad a través de sus más representativas y
variadas facetas: el hombre, el convertido, el cardenal, el eclesiólogo, el pensador, y el
movimiento que le sobrevive, o sea el newmanismo. Leyendo a Newman, aprende uno a
convertirse y, al socaire de tan exigente aventura espiritual, también a pensar, a rezar, a
sufrir y a evangelizar.

Dicen sus biógrafos que las principales cualidades de su carácter eran la osadía en los
proyectos y la energía para llevarlos a la práctica. Fue Newman, sin duda, un espíritu
fuertemente realista y personal que, llevado de su natural optimismo, se vio afectado en
los últimos años por la oposición encontrada. Con sus amigos íntimos, y a veces en las
controversias, manifestaba un humor que hasta podía derivar en mordaz. De ahí que,
navegando en el océano de su prosa, termine uno por encontrar razonable frases

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aparentemente contradictorias, como ésta de 1860: «No son los católicos quienes nos
han hecho católicos. Es Oxford el que nos ha hecho católicos» 7. Curioso y nada
sorprendente si se piensa que, hasta 1845, una de las más grandes dificultades fue que
había encontrado la santidad en la Iglesia anglicana, mas no había tenido la ocasión de
descubrirla en la Iglesia católica. Cierto es asimismo que, echando una mirada
retrospectiva hacia su vida anglicana, afirmaba lo siguiente: «Sentía mi religión triste,
pero no mi vida»; y a renglón seguido, a propósito de la etapa católica: «Sentía mi vida
triste, pero no mi religión» 8. Claro es que éstas y otras parecidas frases datan de una
época sombría (1863), antes de acometer él la Apología. Y mucho antes también, desde
luego, de que León XIII le concediese la púrpura. En Newman, por eso, se nota junto a
oscuras horas de persecución y de sufrimiento, de corazón sangrante y soledad causada
por algunos anglicanos y católicos al alimón, largos y compensadores capítulos también
de abierta y despejada inteligencia, de profunda y tierna piedad, de bíblica y patrística
raíz, de incansable y saludable práctica sacramental, de renovadora y sugestiva
eclesiología, de penetrante y oportuna teología, de filial y tierna mariología, de adelantado
en el ecumenismo, adalid para los tiempos modernos e intrépido paladín del binomio fe y
razón, de pundonoroso cardenal de la Santa Romana Iglesia y, en fin, de aristócrata del
espíritu. Me daré por contento, pues, si con estas páginas logro que mis lectores acudan
directamente a él y, saciados en las cristalinas aguas de su alegre prosa, consiguen dar
con la fuente misma del Salvador.

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II
EL HOMBRE

1. RAÍCES FAMILIARES

El 21 de febrero de 1801 nacía en la calle Old Broad, de Londres, John Henry


Newman, ese gran profeta de los tiempos modernos, anglicano insigne primero y católico
convertido después, famoso cardenal del siglo XIX, beatificado en el Cofton Park de
Birmingham por Benedicto XVI el 19 de septiembre de 2010 y puede que no tardando,
según adelantó Pío XII a Jean Guitton, hasta doctor de la Iglesia9. Primogénito de una
familia hondamente anglicana, su homónimo padre, empleado de banca primero y socio
luego de una entidad bancaria, profesaba un anglicanismo de arraigada fe con tendencias
más bien liberales, y su madre, Jemima Fourdrinier (1772-1836), también anglicana ella,
pertenecía a una familia hugonote de fabricantes de papel bien acomodada entre cuyos
ancestros del XVI había un almirante francés llegado a vizconde. Piadosa, muy culta
para la época y de natural equilibrada pese a cierta fragilidad nerviosa, murió en 1836 a
los 63 años. Poseía notables cualidades musicales, que John Henry heredó, y de
sociabilidad. No era especialmente religiosa, y siempre mantuvo relaciones de total
confianza hacia el hijo mayor, aunque sin compartir del todo su celo espiritual. Sus restos
reposan en la iglesia de Littlemore, construida por Newman. Su padre, que se había
casado con Jemima en 1799, declarado en bancarrota corriendo 1816, trató de explotar
hasta 1820 una fábrica de cerveza que también acabó en fracaso. Su prematura
desaparición, en 1824, dejó a John Henry al frente de la familia.

Cabe señalar entre sus hermanos al segundo, Charles Robert (1802-1884), desde muy
pronto apartado del cristianismo y seguidor de la filosofía socialista de Robert Owen.
Llevó vida errabunda y algo bohemia, lejos de su familia y sin lograr establecerse en sitio
alguno. Harriet (1803-1852), en cambio, la mayor de las tres hermanas, era inteligente y
de carácter fuerte; en 1836 contrajo matrimonio con el tractariano Thomas Mozley y
poco a poco se fue alejando del hermano mayor a medida que éste proseguía rumbo
hacia la religión católica, hasta que acabó en fechas ya próximas a la conversión. Su
antipatía hacia el catolicismo y los tractarianos creció hasta sentirse muy herida por la
conversión del hermano, y no menos agredida también por el Papa y por Wiseman
cuando fue restaurada la Jerarquía católica en 1850 con el breve Universalis Ecclesiae.
Tenía una hija, Grace, nacida en 1839. Murió poco después del famoso Juicio Achilli10:
Newman pensaba que probablemente por su causa y a resultas del escondido cariño que,
pese a todo, le profesaba.

Francis William (1805-1897), tercero de los varones y cuarto en la familia, fue un


librepensador. Estudiante en Worcester College, entre 1830-33 se embarcó en una

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desastrosa expedición misionera a Persia y Siria, donde terminaría por familiarizarse con
las lenguas, siendo desde 1846 hasta 1863 profesor de Lenguas Clásicas en el University
College de Londres, primera universidad no confesional y liberal de Inglaterra, donde sus
extravagancias, de las que ni los atuendos se vieron exentos, causaron sensación. De él
había escrito John Henry a su madre el 22 de enero de 1822: «Es muy rápido con las
cosas y muy lento con las personas. Se le da mejor la evidencia matemática que la
evidencia moral» 11. Entre sus muy variadas obras está la primera biografía de su
hermano, Early History of the late Cardinal Newman [«La primera historia del último
Cardenal Newman»] (1891), de breves dimensiones y de lamentable efecto, aunque
seguramente escrita con buena intención, conjugando «la primera» –por ser la más
antigua biografía–, con «el último Newman», por tratar de los últimos años de su
hermano cardenal.

Jemima (1808-79), segunda de las hermanas y quinta en el orden general de la familia,


se casó –presidiendo el enlace su hermano John Henry– en 1836 con John Mozley y fue
madre de seis hijos. Aunque jamás aprobaría la conversión del hermano, mantuvo con él
amistosas relaciones fraternas y asidua correspondencia. Cuidó, eso sí, de que sus seis
hijos se formaran lejos de la influencia del tío. Tocaba el piano a dúo con el violín de
John Henry. Era callada y de carácter desde luego más tranquilo que Harriet, la cual
pensaba que Jemima era, la pobre, una mártir de su devoción por el hermano.

María (1809-1828), en fin, la pequeña de los Newman, tenía un carácter sencillo. Era
sobre todo alegre y cariñosa, mas enfermó pronto y murió en cosa de horas, casi de
forma repentina. Duro para John Henry, de extraordinaria importancia en su evolución
intelectual y religiosa. «Algunas veces –escribe éste a su madre– tuve el presentimiento
más o menos fuerte de que Mary se nos iría; su carácter tan cariñosísimo y el afecto tan
enorme que yo sentía por ella me lo hacían temer» 12.

El riquísimo epistolario de Newman –sus escritos alcanzan los 31 volúmenes nada


menos: se calcula que llegó a escribir más de veinte mil cartas–, va dando cumplida
referencia de personajes, hechos y dichos, entre los que figuran, como es natural, los que
la correspondencia con los suyos suministra. Permiten dichas fuentes que lleguen hasta
nosotros el ambiente, las circunstancias, los primeros síntomas crepusculares de una
Inglaterra victoriana; además, por supuesto, de la altura moral del personaje, tan
diferente a sus padres y hermanos, bien ajenos muchas veces a su peculiar sensibilidad,
la propia de un singularísimo espíritu. El 28 de septiembre de 1820 escribe a su padre en
tono confidencial: «Estoy estudiando una media –es un gran secreto que te susurro– de
13 a 14 horas al día» 13.

2. INFANCIA Y JUVENTUD

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Educado desde niño en el gusto por la lectura de la Biblia, sin que hasta los quince
años tuviera convicciones religiosas definidas, vivió de interno en una escuela privada
desde los siete, donde, pese a todo, se encontró muy a gusto, pues el reglamento no era
severo. Claro que ninguna influencia se antoja espiritualmente comparable a la de su
primera conversión con quince años y en un clima «evangélico», ya que hasta 1924 se
definió como calvinista. En realidad, este primer anuncio conversional fue un retorno a la
Biblia y al cristianismo de su infancia, determinado por autores protestantes influyentes
como Thomas Scott, Philip Doddridge, William Beveridge, y el excelente varón,
reverendo Walter Mayers, del oxoniense Pembroke College.

El 8 de junio de 1817, fija su residencia en Oxford, Trinity College, donde, sin


honorífica distinción, alcanza sus grados académicos en diciembre de 1820. Orientado al
principio por el Derecho, cambia pronto de rumbo. El 12 de abril siguiente, fue elegido
«fellow» 14 de Oriel, situación que le aseguró ayuda financiera y en la que se mantuvo
hasta el 3 de octubre de 1845. Más importantes, desde luego, fueron sus actividades
oxonienses. Ordenado diácono anglicano el 13 de junio de 1824, devino inmediatamente
en vicario de la iglesia San Clemente de Oxford. Sus Diarios dejan constancia del celo
apostólico y de la actividad desbordante allí desplegados.

La ordenación sacerdotal en el anglicanismo llega el 29 de mayo de 1825. Resigna,


pues, su cargo en San Clemente el 21 de febrero de 1826 para subir a «tutor» en Oriel,
función ejercida durante aproximadamente cinco años y por él abrazada de buen grado,
sobre todo a causa de las actividades pastorales que ésta le ofrecía, aunque hubo de
abandonarla poco a poco, no bien el preboste de Oriel, Edward Hawkins, rechazó el plan
para reorganizar los cursos que Newman entendía necesarios para mejor conocer a sus
alumnos. Más habría podido esperarse de por esas fechas en cuanto guía espiritual de los
estudiantes, dada su personalidad. Hay, sin embargo, quienes achacan tan limitado éxito a
la práctica inexistencia de confesión sacramental y de principios ascéticos en la Iglesia
anglicana.

Del 14 de marzo de 1828 al 19 de septiembre de 1843, fue cura de Santa María la


Virgen, iglesia de la Universidad de Oxford. Él se ocupaba principalmente de la
parroquia, que incluía Littlemore, donde levantó una iglesia en 1836, pero adonde
numerosos miembros de la Universidad venían a escuchar sus prédicas. Pragmático en
todo, el sermón, a su juicio, lejos de agradar a los oyentes, debía incidir más bien en la
santidad. Su visión de conjunto, de una profundidad teológica sorprendente, sobre los
misterios de la Redención, la presencia de Cristo en la Iglesia y la eucaristía, la acción del
Espíritu Santo; todo en el cuadro del año litúrgico, por él asiduamente meditado. El
misterio pascual debía ser, era de hecho, central.

Desde 1830, mucho antes de que fuese redescubierta por los teólogos católicos,
predicó la doctrina de la gracia increada: sus cartas y notas espirituales reflejan indicios
de que consideraba casi un deber el decirle al mundo quanta fecit animae meae (cuánto

16
hizo a mi alma) (Salmo 65 [66]16). Tan humilde era la idea que de su predicación tenía
que, «pues el orden divinamente establecido, es demasiado pobremente desarrollado
entre nosotros, nada tiene de extraño –confiesa– que yo parezca frío y sin influencia» 15.
Se ha dicho que no fue orador. Ciertas e indudables fueron, en todo caso, sus cualidades
retóricas: rápida elocución, largos silencios, bello lenguaje. En cuanto al pensamiento,
resultan menos densos los sermones católicos, porque él sabía aquello que podía tener de
admisible. Pero en ellos se ve también clara la huella de la humildad. De anglicano, leía
según costumbre los sermones. Como católico, en cambio, solía decir: «Leer no es
predicar» 16. Así que su contacto con los oyentes era entonces directo, aunque su manera
no fuese más austera.

Como anglicano Newman publicó: Parochial and plain sermon, 8 vols., 1834-1843;
Sermons on subjects of the day, 1843; y Fifteen sermons preached before the university
of Oxford, 1843. Los sermones universitarios anticipan su Gramática del Asentimiento
(1870), donde prueba que la razón puede ser no sólo explícita sino también implícita17.
Basa toda su apologética en un realismo práctico, sobre la manera en que el espíritu
humano trabaja de facto, considerando ello como un aspecto de la providencia divina con
respecto al hombre. Esta aproximación de sentido común le había tocado en el artículo
de Wiseman sobre el donatismo, sugiriéndole la idea de que la Via Media era una religión
artificial.

Invitado en 1832 por el amigo Richard Hurrell Fraude (1803-1836)18 y el padre de


éste, archidiácono Fraude, a un viaje por el Mediterráneo (diciembre 1832 - julio 1833),
protagonizó aquellos días un importante episodio para la marcha de su espíritu según
revela esta frase suya: «Porque eres tú quien apaciguas el corazón, tú, Iglesia de
Roma» 19. No hubiera podido escribir esta frase de no haber visto antes Roma20, porque
su imaginación había estado marcada por la imagen tradicional, según la Reforma, del
papa como «anticristo» 21 y de Roma como «corrompida». Newman no contactó más
que con un pequeño número de católicos, sea en el curso de este viaje, sea más tarde. La
complejidad de las impresiones que la ciudad le produjo entonces nos puede servir, en
todo caso, para comprender la continua complejidad de su interior22.

3. MADUREZ

Autor de unos veintiocho de los noventa Tracts for the Times, muy breves los
primeros y reveladores de su índole católica –se les reprocha de «papismo» (popery) y él
mismo alerta en ellos contra esta falsa interpretación–, Newman aborda en ellos la
sucesión apostólica, el bautismo y la eucaristía, el pecado de cisma, la independencia de
la Iglesia de un parlamento semi-cristiano y de obispos serviles, su liturgia, dogmas,
disciplina y gobierno, la penitencia y el ayuno y la continuidad de la fe. En resumen, la

17
Via Media, teoría que dominó su pensamiento hasta 1839, en que, a raíz del artículo de
Wiseman sobre los donatistas en la Dublin Review, hubo de reemplazarla por la de las
ramas (branch theory), que Oxford descartó en redondo al rechazar el Tract 90, donde
Newman había procurado «desprotestantizar» los Treinta y nueve Artículos.

Durante estos años oró mañana y tarde sobre la lectio divina y el Book of Common
Prayer anglicano, y corriendo 1830 introdujo en su iglesia de Santa María oficios para las
fiestas de lo santos y la celebración hebdomadaria de la eucaristía. «Tengo una verdadera
devoción hacia la Bienaventurada Virgen, vivo en su Colegio, sirvo en su altar y he
concedido una gran importancia a su Pureza inmaculada en uno de mis primeros
sermones» 23. En 1836 descubrió el Breviario romano y, al año siguiente, probó a
recitarlo en parte, omitiendo la invocación de los santos, por no autorizada para un
anglicano. Ocurrió lo propio en 1843 con los Ejercicios espirituales de San Ignacio, que
hizo al principio sin la práctica de la confesión general.

Ya católico, durante seis meses cursa teología en Roma, donde el 30 de mayo de 1847
es ordenado sacerdote por el cardenal Fransoni: como entonces considera válidas las
ordenaciones anglicanas, se le asegura que su reordenación es hecha bajo condición. Más
tarde dudará de ellas por entender insuficiente el respeto de la Iglesia de Inglaterra hacia
la eucaristía. Tras madura deliberación, elige entrar en la congregación del Oratorio y
recibe un breve papal para instaurarlo en Inglaterra, cosa que hace el 1 de febrero de
1848, tras un corto noviciado en los oratorianos de Roma. Al año siguiente, su
comunidad de dieciocho miembros, incluido el grupo de Faber, se divide: la mitad, a
Londres con Faber como rector de un Oratorio independiente. Será él así fundador
jurídico del Oratorio londinense, y Faber el real.

Durante el asunto Jacinto Achilli (1851-53), dominico pasado al protestantismo, vivió


un período de extrema ansiedad coincidente con los principios de su acción por la
Universidad de Irlanda. Dominó la situación repitiendo sin cesar que sólo la oración
podía salvarle. Le salvó, en efecto: al día siguiente de la sentencia (una multa por la
forma), el Times y la mayoría de los ingleses se pusieron de su parte. Newman halló su
más grande consuelo, durante éste y otros duros trances, en el Santísimo Sacramento.

Desde el punto de vista religioso, estaba resueltamente preparado a vivir en la Iglesia


católica. No tanto para soportar el alud de insidias, acusaciones y amenazas de procesos
que se le vendrían encima: del hombre más eminente en la Iglesia anglicana, a no tener
en la católica sino un pequeño rincón y muy pocos amigos en puestos clave. Deplorada la
pasividad de los obispos anglicanos, ahora tenía enfrente a otros obispos que, por
razones humanas, ejercían su poder con autoritarismo. Newman era portado, según
expresión, a «preferir la excelencia intelectual a la excelencia moral» 24. En 1859 fue
denunciado a Roma como hereje por su artículo del Rambler (julio 1859)25. Pero la
respuesta silenciosa de la duquesa de Norfolk a los «infundios» (whisperings) de Faber

18
en el West End (barrio aristocrático de Londres) es tal, que los laicos ingleses, como en
tiempos de Manning –cuando en abril de 1867 su ortodoxia es atacada en el Weekly
Register–, firman y publican un alegato de plena confianza en su persona.

A finales de 1863, tras la lectura de algunas líneas de Charles Kingsley (le acusaba de
enseñar que la veracidad no es una virtud necesaria al clero católico), decide escribir
Apología pro vita sua (1864). No sólo la mayoría de los católicos, sino gran parte de los
protestantes de Inglaterra, la acogen con favor y no es exagerado decir que hacen a
Newman un sitio en su corazón. Contribuyen a ello también los versos de 1833, Lead,
kindly Light, convertidos mientras tanto en un himno protestante popular. Con Newman
entonces reanudaron lazos viejos amigos anglicanos como Keble, W. J. Copeland,
Richard Church, Frederic Rogers, extremo este que exasperó a los ultramontanos de
Roma influidos por Manning26, que se opuso a su presencia en Oxford en 1864 y 1866.
Ni el concilio Vaticano I ni la infalibilidad pontificia supusieron para él, desde el punto de
vista doctrinal, dificultad de ningún género, pero nuestro maduro Newman prefirió
colocarse con los «no-oportunistas» por las razones de otros teólogos y debido también
al malestar que la definición en sí causaría a ciertos católicos amigos suyos. Pensó que la
definición, lejos de subir el poder del papa, serviría más bien para disminuirlo; igual que
la de la Inmaculada Concepción con la devoción mariana. De todos modos, en 1874,
para tranquilizar a católicos y protestantes ingleses sobre la infalibilidad, tiró de pluma
escribiendo la Carta al Duque de Norfolk. Antes, en 1870 lo había hecho ya con la
Gramática del Asentimiento, cuya primera parte muestra que se puede creer aquello que
no se consigue comprender enteramente; y en la segunda, que se puede tener por cierto
aquello que no se consigue probar de manera absoluta.

4. SU PERSONALIDAD

Recuerda un poco a la de San Pablo. Algunos rasgos también a Wellington; incluso a


Julio César, sin desmerecer San Agustín. Después de su primera conversión a los quince
años, pautaron su vida estos tres principios: fe en lo sobrenatural y amor de Dios,
profundidad de intuición, y fuerza de voluntad. Hay asimismo en él un fondo de
inspiración católica que se desarrolla con bastante rapidez para tomar estos rasgos
singulares: importancia del bautismo y de la eucaristía, incluyendo la idea de sacrificio y
de presencia real, aunque sin admitir todavía la transusbstanciación; amor por la Iglesia
y odio al cisma, voluntad de no hacer nada sin su obispo, celo por las almas, profundo
respeto a Dios y las cosas santas, amor a la pureza, y tirón por los Padres de la Iglesia27.

Carácter resplandeciente el suyo por la osadía en los proyectos y la energía en sus


realizaciones. Hombre de acción, aplicó a menudo esta inquietud a iniciativas eficaces.
Simple sacerdote de parroquia, anglicano o católico, fundó una universidad y una public
school. Edificó o ayudó a construir cinco iglesias y proyectó una sexta. Publicó 33 obras

19
y dejó inéditos 300 sermones, cartas y Diarios llamados a llenar 31 volúmenes. Como
líder del Movimiento de Oxford28, modeló su país entre 1833 y 1841. Trató de atribuir el
mérito a Keble (1792-1866), pero no se le puede tomar en serio. Ya católico, triunfó de
la hostilidad de sus compatriotas entre 1845 y 1864: la Apología, ya digo, determinó que
Inglaterra se rindiese a sus pies.

Pragmático y directo y sencillo y optimista, la oposición encontrada, no obstante, llegó


a ensombrecer por algunos años su existencia. Nada tenía de autoritario y, una vez
devenido «fellow» de Oriel (1822), y célibe de vocación, jamás volvió a nutrir ambición
alguna. En los asuntos públicos, pedía de buen grado consejos y los seguía. En
cuestiones más personales, careció las más de las veces de buenos consejeros. Con sus
amigos íntimos, y a veces en las controversias, manifestaba un humor que podía resultar
incisivo: se nota sobre todo en sus conferencias sobre La posición actual de los
católicos en Inglaterra (1851)29 y en los preliminares –más tarde suprimidos– de la
Apología. Su dominio de las lenguas clásicas era sólido; estaba bien dotado para las
matemáticas y algo en música: a veces se entretenía con Beethoven al violín, Caballero
experto y andador infatigable, era bien proporcionado pese a sus estrechas espaldas.

Ni «sensitividad» (sensitivity) ni el calificativo «casi femenino» (almost feminine) le


cuadran: el solo rasgo cuasi-femenino en él posible sería una atención excesiva a los
detalles, especialmente cuando habla de sí. Para comprender sus diferencias con
Wiseman (1802-1865), cardenal arzobispo de Westminster en 1850, cumple saber que
aquél era un hombre de evidente buena voluntad, bien que, dominado por una sola idea –
la Iglesia–, fuese poco sensible a las personas; además, desde 1859, su salud se había
alterado. La oposición de los ultramontanos –Manning (1808-1892), Ward (1812-1882) y
Vaughan (1832-1903), cardenal arzobispo de Westminster después de Manning–, era
ideológica. Corría Newman así riesgo de ceder al pánico y hasta pudo faltarle prudencia
en la elección de sus corresponsales. De hecho, algunos severos juicios suyos sobre
Faber y varios cardenales, con términos como «injustice…, cruelty», llevan a concluir
que, puesto en el cantil de la prueba, pudo alguna vez haberse propasado.

Ciertos comportamientos que se le reprochaban, en cambio, responden al clima de la


época y son perfectamente defendibles. Sería el caso, por ejemplo, de su manera de
tratar a Ch. Kingsley en los preliminares de la Apología. Ahora bien, que Newman
viviese sin tomar conciencia de este defecto nada tiene que sorprender en el siglo XIX.
Para corregirlo, habría tenido que recurrir ya a la sicoterapia, ya a la dirección espiritual,
pero jamás tuvo a su lado, en cuanto confesores o amigos íntimos, hombres de
autoridad, de competencia y de suficiente discernimiento, excepto el duque de Norfolk,
pero éste era demasiado joven y Newman anciano ya.

Aislado por sus talentos y la amplitud de sus conocimientos, apreciaba, no obstante, a


sus amigos en razón del estímulo y de la colaboración que éstos le aportaban, y también

20
por los cambios espirituales y ocasiones de una influencia pastoral. Tales fueron en los
primeros tiempos J. W. Bowden, Frederic Rogers (más tarde Lord Blachford), Hurrell
Froude, Henry Wilberforce, y de otros menos íntimos. En los últimos años J. R. Hope
(más tarde Hope-Scott), Edward Bellasis, y sobre todo Ambrosio St John. Como «tutor»
de Oriel, deseó hacer de los estudiantes sus íntimos, incluso sus hijos espirituales. En esta
época y más tarde, hombres juiciosos reconocieron su genio y su personalidad seductora,
Keble y Pusey entre otros, mas su matrimonio los alejaba algo de él.

Las palabras «no busqué yo a mis amigos, sino que ellos me buscan» 30, plantean
biográficamente cuestiones a la vez sicológicas y concretas. La mayor parte de sus
amigos lo fueron a distancia: R. W. Church, Hope-Scott, Lord Coleridge, el obispo
Clifford, Miss Holmes, Emily Bowles, Lord Blachford, Lord Emly (William Monsell), el
duque de Norfolk (al principio su alumno en el Oratory School), Mr y Mrs William
Froude, y muchos otros de condición modesta. Newman era afectuoso, sí, y tenía
buenos amigos, hombres y mujeres. La publicación de sus cartas, en todo caso, con una
buena edición crítica, derribará la gratuita suposición en ciertos medios de que habría
sido demasiado afectuoso.

5. ADAGIO FINAL

Newman comenzó a redactar en 1874 sus Escritos autobiográficos destinados al


amigo Ambrosio St John para el caso de que fuera su biógrafo, pero éste murió en 1875
y fue Anne Mozley (1809-1891) quien los utilizó, revistos en 1876, para una selección de
cartas del período anglicano31. Sólo van hasta 1833 y su valor histórico es muy reducido.
Su popularidad llegó hasta decirle «más inglés que los ingleses». En 1875, un anglicano le
escribía: «No conozco en la historia inglesa a nadie comparable en el cambio profundo
que se produjo en la opinión pública en Inglaterra a vuestro respecto. En una recepción
en la que me encontré presente algunos días después de la aparición de Carta al Duque
de Norfolk, un ultramontano expresó el deseo de que vuestro folleto fuese metido en el
Índice de Libros Prohibidos; sobre lo cual un protestante resueltamente convencido
replicó que “Roma no osaría infligir tal afrenta a Inglaterra”» 32.

Once años pudo lucir la púrpura, pues el 11 de agosto de 1890, en efecto, oscura la
tarde ya, fallecía en Birmingham a consecuencia de una neumonía. Por la capilla ardiente
empezaron a pasar centenares de amigos, y a los periódicos desde donde a veces se le
había acusado y ridiculizado llegaron a la mañana siguiente condolencias y respetuosos
elogios. El cortejo fúnebre hasta el cementerio de Rednal constituyó una sentida
manifestación de duelo: unas 20.000 personas. Fue enterrado, según propia voluntad, en
la misma sepultura que el amigo de juventud Ambrosio Saint John. Sobre su lápida se
había grabado el epitafio por él mismo elegido: Ex umbris et imaginibus in veritatem
(Desde las sombras y las apariencias hacia la verdad). Ésta, sin embargo, nunca llegó a

21
estar sobre la sepultura, como cabría suponer, sino adosada a la pared en el patio de la
iglesia del Oratorio de Birmingham, junto a las de otras personas ilustres. En el
cementerio de Rednal quedó rodeada de todos los miembros difuntos del Oratorio de
Birmingham33.

Y su fama siguió creciendo sin tregua, no con igual intensidad en todos los sitios y
lenguas y corrientes, desde luego, pero sí hasta cuajar en newmanismo que acabaría
consolidado con el Vaticano II. Los primeros trámites del proceso de canonización
arrancan de 1958. El 22 de enero de 1991 era aprobada por Roma la heroicidad de sus
virtudes. El diario Birmingham Mail informó en 2008 de la curación milagrosa de Jack
Sullivan, un diácono de Boston, Massachusetts. Aquejado de una dolencia en la columna
vertebral que le impedía caminar, se encomendó al Siervo de Dios y, poco después de la
plegaria, pudo ponerse de pie y de nuevo andar: era el 15 de agosto de 2001. La
comisión de médicos aprobó el milagro. Luego siguió el veredicto de la comisión de
teólogos de la Congregación vaticana para las Causas de los Santos. Y, el 3 de julio de
2009, el Papa Benedicto XVI aprobó oficialmente el milagro, paso previo a su
beatificación. El postulador de la Causa y superior del Oratorio birminghense, Paul
Chavasse, elevó una solicitud para que la beatificación pudiera llevarse acabo en Roma,
dada la universalidad del Siervo de Dios, cardenal de la Santa Romana Iglesia.

El lobby gay se cebó con la Iglesia católica a la hora de la exhumación de los restos.
Ian Ker, experto biógrafo, tuvo que salir al paso y aclarar que su enterramiento en la
tumba del sacerdote Ambrose St. John fue según propia voluntad y por haber sido
buenos amigos, matizando, de pasada, que la «protesta gay» tenía una torcida intención,
pues difundía la insinuación de que «Newman habría querido ser enterrado con su amigo
porque habría estado ligado a él por algo más que una simple amistad» 34. Tampoco la
Iglesia católica inglesa se fue por las ramas. A través de Austin Ivereigh, ex consejero del
cardenal Cormac Murphy O’Connor, primado católico de Inglaterra, desmintió las torpes
conclusiones adelantadas por el colectivo homosexual aduciendo que la exhumación y
traslado de los restos era para que se le pudiese venerar en un lugar especial. La
cuidadosa exhumación tuvo lugar en Rednal el jueves 2 de octubre de 2008 y no se
encontró resto humano alguno. En vista de ello, el Oratorio de Birmingham decidió que
el sarcófago de mármol preparado al efecto no fuera colocado en la iglesia como al
principio se había planeado. Colocadas en un relicario, que tiene el frontis de cristal, las
pocas reliquias comprenden mechones de cabello de Newman, que ya obraban en
posesión de los padres del Oratorio, una pequeña cruz que éste usaba colgada alrededor
de su cuello, fragmentos de la ropa con que fue sepultado y de madera del ataúd original,
hecho de roble. Lo demás que se recobró de la tumba, incluyendo la insignia cardenalicia
en bronce que adornó la tapa del ataúd, está hoy bajo el cuidado de York Archaeological
Trust, uno de los mejores centros de preservación del país. Uno piensa que las mejores
reliquias van a ser, son ya, sus escritos.

22
A las 11 horas del 2 de noviembre de 2008, monseñor Vincent Nichols, arzobispo de
Birmingham35, presidió una solemne misa pontifical en la capilla de la Inmaculada
Concepción del Oratorio de Birmingham, corriendo la homilía a cargo del antedicho
monseñor Chavasse. Durante la misa, la pequeña urna con las reliquias fue colocada
solemnemente en la capilla de San Carlos Borromeo, amigo de San Felipe de Neri. Se
dispuso que permaneciese allí, a la derecha del altar mayor, hasta la beatificación.

Y esa fausta fecha ha sido, por fin, oficialmente anunciada por el Vaticano y
jubilosamente acogida por la Iglesia católica y la misma Comunión Anglicana. Los pasos
se han ido sucediendo con puntual precisión. Primero fue Benedicto XVI al recibir el 1
de febrero de 2010 a los prelados de la Conferencia de Obispos de Inglaterra y Gales.
Reconociendo al término de aquella visita «ad limina» que «también existen muchos
signos de fe viva y de devoción entre los católicos de Inglaterra y Gales», se refirió «al
interés por la futura beatificación del cardenal Newman» 36. El 16 de marzo un
comunicado del Buckingham Palace anunciaba que el Papa Benedicto XVI había
aceptado la invitación a visitar Gran Bretaña del 16 al 19 de septiembre de 2010. La
embajada de Gran Bretaña ante la Santa Sede indicó luego, entre otras cosas, que el
Papa visitaría las West Midlands para beatificar al «teólogo y educador del siglo XIX, el
cardenal John Henry Newman, durante una Misa pública en Coventry» 37. Se da la
circunstancia de ser ésta la primera beatificación que preside personalmente el Papa
Benedicto XVI, ya que hasta la fecha las demás han sido delegadas. El dato, después de
todo, prueba la gran estima que siente hacia Newman el Papa actual38.

23
III
EL CONVERTIDO

1. EN LA ESCUELA DE LOS SANTOS PADRES

Desarraigar a Newman de los Padres de la Iglesia es casi como exponerse a


desconocer su obra, donde existen, enriqueciéndola, evidentes huellas que obligan a
reconocer su influjo nada circunstancial ni periférico, pues en ellos y de ellos vivió desde
el otoño de 1816, es decir cuando sólo contaba 15 años, y se produjo su llamada primera
conversión del retorno a la Biblia y al cristianismo de su infancia. Asoman a menudo los
Padres en su vida mediante un ideario que hoy se perfila a todas luces genial y
aleccionador. Él mismo asegura que «le convirtieron» 39, y su protagonismo patrístico –
podemos añadir nosotros– arranca, en efecto, de la controversia que el entonces
pensador anglicano mantuvo contra la Iglesia de Roma, y en concreto de 1830, cuando
Mr. Hugh Rose le propone escribir una historia de los principales concilios, que acepta
sin titubeos empezando por Nicea. Lo que más le impresiona del período anteniceno es la
gran Iglesia de Alejandría. A ella y a la Iglesia primitiva en general atribuye la solución de
algunas verdades dudosas, como la de los ángeles, que perfila y zanja en 1837.

Ya a su regreso de Italia en 1833 le había asaltado un pensamiento, obsesivo luego en


Sicilia: «Tengo que hacer una obra en Inglaterra» 40. Escribe a la vuelta los famosos
versos sobre la luz, reveladores del estado interior: «Guíame, luz amable» 41, una de sus
más espléndidas páginas biográficas. Del 13 de junio al 30 de agosto de 1839 somete a
riguroso estudio la historia de los monofisitas, de la que le «absorbía la cuestión
doctrinal», y añade: «Fue durante este curso de lectura cuando por vez primera me vino
la duda de que el anglicanismo fuera sostenible» 42. El 30 de julio confía a un amigo lo
interesante que encuentra dicha historia, «pero a fines de agosto yo estaba seriamente
alarmado… Mi fuerte era la antigüedad, y ahora, a mediados del siglo V, me parecía ver
reflejada la cristiandad de los siglos XVI y XIX. Vi mi cara en ese espejo. ¡Yo era un
monofisita!» 43. Aquí y ahora, por lo menos es el momento más tangible del que tenemos
noticia, es cuando se le cruza por el camino el Obispo de Hipona desde un artículo del
cardenal Wiseman en la revista Dublin Review. Intentó neutralizar esa fortísima
impresión agustiniana en su alma recurriendo a las inconsistencias, ambición, intrigas y
sofisterías de Roma, es cierto, y aunque escribe en 1840, desde el British Critic, que el
punto fuerte del anglicanismo «es la conformidad con la Iglesia primitiva» 44, él mismo
tiene que reconocer implícitamente que el de Hipona había dado en el blanco. Así lo
insinúan estas frases como: «Es un hecho, sea cual fuere la forma de justificarnos a
nosotros mismos, que somos extraños al gran cuerpo de cristianos esparcidos por todo el

24
mundo» 45. Y también: «A partir de 1841 yo estaba en mi lecho de muerte por lo que
atañe a mi pertenencia a la Iglesia anglicana, aunque, por entonces, sólo gradualmente me
percaté de ello» 46.

Los Padres aquí volvieron a servir de sensibilísima ayuda para esta toma de
conciencia. En el verano de 1841, ya en Littlemore, ajeno a cualquier inquietud, resuelve
traducir a San Atanasio. Pero entre julio y noviembre, recibe «tres nuevos golpes –dice–
que me destrozaron» 47. El primero fue de los arrianos, que venían a patentizarle el
mismo fenómeno que tiempo atrás los monofisitas. El segundo llegó con la pertinaz lluvia
de intrigas y acusaciones de obispos y amigos contrarios a su proceder, lluvia, por cierto,
que se prolongaría por tres años. La trama, en fin, de una interconfesión entre el
anglicanismo y la Prusia protestante, a propósito del Obispo de Jerusalén, es el tercero, el
que acabó sacudiendo su fe en la Iglesia anglicana y le llevó «al principio del fin» 48.
«Entonces sentí de todo en todo la fuerza de la máxima de San Ambrosio: Non in
dialectica complacuit Deo salvum facere populum suum (Dios no quiere salvar a su
pueblo con la dialéctica)49. Sentía gran disgusto por la lógica del papel» 50. El 14 de julio
de 1844 se descuelga en carta a una amiga: «Yo estoy mucho más cierto (según los
Padres) de que estamos en estado de separación culpable que de que no se den
desenvolvimientos bajo el Evangelio y de que los desenvolvimientos romanos no sean
verdaderos» 51.

La conversión, como dichoso amanecer, asoma por el horizonte. Corren los últimos
meses de 1844 y decide escribir el clásico tratado sobre la evolución del dogma: Ensayo
sobre el desarrollo de la doctrina cristiana. Resuelve además que, si al terminarlo
persisten sus convicciones a favor de la Iglesia Romana, dará «los pasos necesarios para
ser recibido en su seno» 52. La dulce y amable Luz, suspirada y cantada cuando el barco
abandonaba las costas de Palermo, ilumina su alma con súbito resplandor. Desde ahora
hasta la tarde del 8 de octubre de 1845, los Santos Padres disipan las últimas dudas y
ponen al fatigado luchador John Henry en las manos del pasionista Domenico Barbieri,
hoy beato, que recuesta al neoconverso en el regazo maternal de la Iglesia católica. El
pasionista fue llamado a Littlemore en la tarde del 8 de octubre de 1845. Por la noche,
Newman empezó su confesión, acabada al día siguiente, y fue recibido en la Iglesia
católica. Fueron los Santos Padres, pues, los principales maestros en la conversión del
genio de Oxford, al que hablaron desde el principio de manera suave y cordial, de
corazón a corazón, haciendo vida el lema que más tarde habría de lucir en el escudo
cardenalicio: «Cor ad cor loquitur» (el corazón habla al corazón)53.

2. «SAN AGUSTÍN REDIVIVO» (AUGUSTINUS REDIVIVUS)

Si la del Vaticano II es hora de los Padres de la Iglesia, resulta fácil entender que lo sea

25
también del Obispo de Hipona y del mismo cardenal Newman, dado el aire teológico y
eclesial de los tiempos que corren. Un clima conciliar, aquél, de apertura, liberalidad,
comprensión del mundo y de sus problemas. En vez de condenar e imponer, el Vaticano
II miró al mundo con simpatía, con estilo cristianizante y abierto al diálogo, que es, por
grata coincidencia, el de San Agustín cuando, con fines siempre pastorales, cristianizó el
platonismo y escribió de Roma y de su imperio agónico y convulso frases en las que
cualquier asomo pesimista está en función del renovador optimismo a que impulsa la
Ciudad de Dios. Newmanismo y agustinianismo, siendo así, resultan, desde esta
perspectiva, sinónimos a los que subyace un mundo de afinidades que no sólo permiten,
sino que obligan a reconocer en sus fundadores dos almas gemelas, dos genios abriendo
en la Iglesia la escotilla de la comunión.

Corría 1930 cuando Przywara definió a Newman como «el verdadero y único
Augustinus redivivus (San Agustín redivivo) de los tiempos modernos, y ello porque su
mirada está serenamente fija en el Dios del fin» 54. No pretendo ahora descender a
comparaciones, siempre odiosas, sobre si San Agustín ejerció más o menos influjo que
los otros Padres, o más o menos que uno u otro en concreto. Las muchas páginas
dedicadas a San Atanasio, por ejemplo, harían desistir. Pero no es el número de páginas
lo que importa, sino su peso ideológico. Su familiaridad del gentleman de Oxford con el
Hiponense fue más honda de lo que a veces se reconoce.

A su paso por Milán en 1846 evoca sobre el terreno la conversión, el bautismo y hasta
la dulzura de la madre Mónica, aunque aquí haya más que una simple cuestión
evocadora. Escritos newmanianos hay donde el Africano comparece a la llamada de una
cita puntual o de un testimonio implícito. He aquí, por ejemplo, la opinión que, a
propósito del papel que los Santos Padres juegan en la investigación teológica, merece a
Newman el hijo de santa Mónica: «La gran luminaria del mundo occidental –dice– es,
notoriamente, San Agustín, quien, sin ser maestro infalible, modeló el pensamiento de la
Europa cristiana; de hecho, a la Iglesia de Africa en general hemos de volver los ojos
para hallar la mejor exposición de las ideas latinas» 55. Que para él no es lo mismo un
Padre de la Iglesia que un santo cualquiera lo insinúa esta frase: «Cuando yo leo a San
Agustín o San Basilio, yo converso con un alma hermosa iluminada por la gracia» 56.
Cuando yo leo, converso. Sutil indicio de lo que en Newman era el estudio de los Padres:
una lectura, una conversación, un diálogo inteligente y cordial a la vez; una vivencia.

En Agustín de Hipona ve al «fundador del sistema monástico en Africa, sistema que, a


despecho de sus posibles perversiones y sus fortunas históricas, ocupa un puesto
doctrinal aparte en la dispensación evangélica» 57. Del «gran Agustín, obispo de Hipona,
en Africa» 58, y de la desolación que allí sembraron los vándalos cuando su muerte,
comenta: «El viajero contempla las sombras rocosas que bordean su costa y no descubre
rastro alguno de cristianismo para consolarse de esta tristeza. Hipona ha dejado de ser
villa episcopal, pero su gran doctor, aunque muerto, habla todavía; su voz se ha

26
difundido por toda la tierra y sus palabras hasta el extremo del orbe. No tiene necesidad
de residencia fija aquel cuyo hogar es la Iglesia católica, ni teme la desolación llevada por
los bárbaros y los herejes aquel cuyo credo está destinado a durar siempre» 59. Y con el
dramático final de Hipona todavía como telón de fondo: «No era seguramente un
hombre ordinario aquel cuyo final es en todos sus detalles tan sorprendente» 60. Muerte,
silencio, desolación y abandono frente a vida, difusión universal de un magisterio, alegría
y fe: pinceladas de colorido y contraste al servicio de una idea central, la del genio de San
Agustín, aquí después de todo autobiográficas también de Newman.

Desde un pulcro estudio de las Confesiones, nuestro protagonista parangona entre lord
Byron (1788-1824) y el Obispo de Hipona con esta riqueza de matices: «En el caso de
San Agustín no existen trazas del terrible espíritu altivo, de carácter lóbrego, del amor
propio, de la vanidad, de la irritabilidad y de la misantropía que, muy ciertamente,
caracterizan al poeta compatriota nuestro» 61. «Tal como le muestra su primera historia –
prosigue con notas positivas– Agustín era un hombre de sentimientos afectuosos y
tiernos, de temperamento abierto y amable, apuntando por encima de todo a una especie
de perfección exterior a él en lugar de vivir únicamente concentrado en sí mismo» 62.
Hermosas dotes que, en buena medida, tampoco desentonan, insisto, aplicadas al propio
Newman. Dice mucho, por último, que fuera suya y no de Pusey, la idea de abrir la
Biblioteca de los Padres con las Confesiones. Y más que mucho que, al bajar a detalles
sobre la mentira, no sólo discrepe del magisterio de San Alfonso M. Ligorio al respecto,
declaración, por cierto, que sorprende a sus íntimos, sino que se proclame discípulo de
San Agustín, del que inclusive cita una fuerte y conocida sentencia.

Newman profesó hacia la «gran luminaria del Occidente» y «modelador de la Europa


cristiana» 63 profunda simpatía intelectual y religiosa, las dos polares dimensiones del
quehacer newmaniano. Lo hizo así después de rigurosas y prolongadas lecturas, o sea
después de compenetrarse con él, quehacer en gran medida facilitado por una acusada
semejanza temperamental.

3. «EL MUNDO ENTERO JUZGA SEGURO» (SECURUS IUDICAT ORBIS TERRARUM)

Apenas acabada la lectura de los monofisitas mediado septiembre de 1839, unos


amigos de John Henry, más abiertos a la causa de Roma, ponen en sus manos la Dublin
Review de agosto, en cuyo número el ya obispo Wiseman firma un trabajo sobre la
Pretensión anglicana. Trataba éste del anglicanismo y de los donatistas, controversia
«conocida desde hacía algunos años» 64. Nada especial le dijeron aquellas páginas. Pero
fue entonces –lo recuerda él mismo– cuando un amigo «escrupulosamente religioso» –a
buen seguro Robert Williams– «me apuntó unas palabras impresionantes de San Agustín,
mentadas en uno de los extractos de la revista, que habían escapado a mi observación:

27
Securus iudicat orbis terrarum. Mi amigo repitió una y otra vez estas palabras, y cuando
se fue seguían resonando en mis oídos: Securus iudicat orbis terrarum65.

El estudio de los monofisitas había puesto a Newman al borde de la turbación y del


asombro, presa de abatimiento y con buen número de razones tambaleándose. Y ahora el
Obispo de Hipona irrumpía de forma inusitada merced a una tesis antidonatista que, sin
esperarlo, abría un horizonte de interpretación y de sentido eclesial completamente
nuevo. «Las palabras iban más allá de la ocasión de los donatistas y se aplicaban también
a los monofisitas. Ellas daban al artículo una fuerza que se me había escapado de pronto.
Decidían las cuestiones eclesiásticas por una regla más sencilla que la de la antigüedad; es
más, San Agustín fue uno de los oráculos de la antigüedad; aquí, por ende, la antigüedad
decidía contra sí misma» 66. Era una avalancha de claridad, y él lo reconoce: «¡Qué luz
se proyectaba así sobre toda controversia en la Iglesia!» 67.

«Por esta sencilla frase, las palabras de San Agustín me hirieron con una fuerza cual
no sentí antes nunca de cualesquiera otras palabras. Para poner un ejemplo que nos es
familiar, fueron como las palabras «retorna, Whittington», de la campana; o, por poner
otro más serio, como las del «Tolle lege – Tolle lege» del niño que convirtió al mismo
San Agustín. ¡Securus iudicat orbis terrarum!» (que podríamos traducir: El mundo
entero juzga seguro)68. Claro que, además de llegar al corazón, sacudieron antes el difícil
campo de la inteligencia. Newman fue un sensitivo, un poeta, un hombre de cordialidad y
ternura y, a la vez, un intelectual grandilocuente. A golpe silogístico de tracts, había
ideado con otros amigos insignes la teoría de la Vía Media, es decir, el sistema religioso
más integral y positivo de cara a la formación de una reconocida teología anglicana que
ahora, «por estas grandes palabras del antiguo Padre, que interpreta y resume el largo y
variado curso de la historia de la Iglesia, quedaba completamente hecha polvo» 69.
Newman describe también su estado de ánimo tras la lectura: «Yo quedé muy excitado
ante el horizonte que se me había abierto» 70.

No cabe duda, de la mano de Agustín, el Doctor de la Gracia, el Doctor de Oxford


llegaba tras largo camino de voluntariosa lucha a un mediodía estallante de luz. Lo que
resta hasta dar el paso pertenece ya al área de la serenidad y del reposo que todos los
convertidos necesitan antes o después del momento definitivo. Era el securus iudicat, en
fin, un rayo luminoso de la esperada Luz amable, la misma que «deslumbró» al de Tarso
en Damasco, o en Montmartre a don Manuel García Morente cuando la experiencia
mística aquella de la «percepción sin sensaciones».

Es muy grande el agustinianismo que destila esta sublime página. Así y todo, el
securus iudicat desborda en la biografía de nuestro personaje los precisos gloriosos
límites de un «sobrenatural incidente» biográfico en el proceso de conversión. San
Agustín socorrió a Newman con esta frase muchos años después, y de forma por de
pronto más reiterativa. También con significado distinto. Pues el de 1839 era sociológico

28
y, por ende, doctrinal. Dicho en otros términos, porque la Iglesia no puede por menos de
tener razón frente a los herejes, por eso Ella posee la infalibilidad: securus iudicat orbis
terrarum. Durante 1870 el sentido es inverso, designa en concreto la infalibilidad. No es
que olvide la dimensión eclesial, sino que sólo la supone.

El 6 de marzo de 1870 los conciliares del Vaticano I reciben el proyecto de la


definición dogmática en términos, se decía, poco mesurados. Reacios jóvenes y viejos a
tal definición, acuden a Newman en busca de ayuda. Con el apoyo del genio de Hipona
éste les pide que se calmen. Acude una vez más al securus iudicat, lo glosa y lo propone
como saludable remedio. El carteo es intenso y conmovedor durante los doce meses de
aquel año largo y difícil. El 30 de marzo John Henry escribe a Robert E. Froude: «Así
como las leyes de los parlamentarios son explicables por los juristas, las declaraciones de
los papas y de los concilios las explicaron desde siempre los teólogos. Cuando esta
explicación es recibida universalmente, constituye la verdadera doctrina católica. Por mi
parte, me resisto a comprender que el juicio último pertenezca a otro que no sea el de la
inteligencia católica universal. Así lo veo incluido en el securus iudicat orbis
terrarum»71. Reafirma el sentido de la frase el 24 de julio y el 27 en carta al amigo
Ambrose Saint John. El 3 de agosto le asegura a Frederick Rymer estar de acuerdo con
su interpretación del securus iudicat. El deber de sumisión al Obispo de Roma lo
recuerda y subraya el 15 de agosto, y el mismo día Emile Perceval recibe como
respuesta suya este sencillo y sabio consejo: «En general los concilios han sido
subseguidos de numerosas luchas y conatos de cismas. Pero el tiempo arregla las cosas
–securus iudicat orbis terrarum–, es la regla» 72.

4. LA CONVERSIÓN EN NEWMAN Y EN SAN AGUSTÍN

Dotados uno y otro de carisma profético, sus geniales intuiciones tienen hoy el mismo
lustre, la misma frescura y atractivo que ayer. Sus problemas parecen los nuestros. De
ahí su presencia y su «actividad» en el Vaticano II73. Newman, es cierto, manejó más a
menudo los Padres griegos. Como anglosajón, era propenso a la sicología oriental. Pero
sería injusto silenciar que algunos críticos descubren en él, hasta por el físico, semejanzas
con César, latino por los cuatro costados. Pretender entonces delinear en el Cardenal
inglés algunos rasgos agustinianos, que los tiene por cierto, y acusados según acabamos
de exponer, no es ningún abuso. El título de Przywara guarda, por tanto, su lógica. Igual
que la guardan uno y otro con San Pablo (cf. Hch 9, 1-29).

Conversos uno y otro, dejaron descrito con minuciosidad el itinerario recorrido hasta el
encuentro con la Gracia. El uno, en las Confesiones. El otro, en la Apología. Dos libros
admirables, con estilo propio, con garra, en los que palpitan la unción religiosa, el hondo
calor humano y la tensión emocional. Ya se sabe que las conversiones guardan un fondo
común. El epicentro de esas profundas conmociones interiores del alma es, siempre,

29
Cristo. Y junto a Cristo –nunca puede faltar– María, la Reina de los convertidos.
Después, secundarias aunque a menudo próximas, existen causas diversas, que pueden
ser de todos los colores, según cada caso. Porque la Gracia se vale de los elementos más
vulgares a veces, más intrascendentes y extraños para llamar a la puerta llegada su hora.
Esto es comprobable en el P. Liebermann, en Chesterton, Claudel, Papini, Morente,
Newman, y hasta San Pablo y San Agustín, por citar nombres.

Pero existen ejemplos donde la similitud es mayor. Si tuviéramos que limitar éstos a
San Pablo, San Agustín, Newman y Morente, y sirvan sólo para botón de muestra, las
semejanzas repartirían a los protagonistas por este orden: Morente con San Pablo y
Newman con San Agustín. Las conversiones de Morente y de San Pablo son de tipo que
podríamos denominar cristológico, en cambio las de San Agustín y Newman parecen,
más bien, ec1esiológicas, con el discreto matiz que esta palabra exige en el de Hipona.
Desde el punto de vista de la modalidad, las dos primeras sobrevienen por un golpe
súbito de luz, de esa Luz dichosa, que lo es del mundo y de las almas, de esa Luz que,
de puro cegadora, transforma el espíritu en luz participada. En cuanto a las segundas,
asoman primero con un orto balbuciente que va desperezándose, creciendo esplendoroso
hasta que la propia fuerza lumínica impone, al fin, un mediodía radiante, de plenitud
transformadora. La andadura de conversión de Newman y San Agustín discurrió
intelectualmente, lentamente, diríase casi trabajosamente, pero a la vez, y pese a ello,
con prodigiosa eficacia. Cristo se fue revelando a uno y otro poco a poco; a fuerza de
provocar en ellos el ansia de Luz –o de Verdad–, como en la Samaritana había
despertado junto al pozo el deseo de agua viva (cf. Jn 4,1-42).

La importancia que para el mundo todo revistió la conversión agustiniana la pone de


relieve Newman cuando escribe: «Este acontecimiento memorable, su conversión, ha
sido celebrado en la Iglesia de Occidente, después de los primeros tiempos, como un
acontecimiento único en su género, dejada aparte la conversión de San Pablo» 74. La
repercusión que obtuvo la de Newman fue objeto de cálidos elogios por parte de Pablo
VI el día de la beatificación del P. Domenico Barbieri. Pablo VI, tan agustiniano él, pero
al mismo tiempo tan newmaniano, dispensó al convertido de Oxford, tanto aquel día
como en otras audiencias más o menos solemnes, frases de reconocida estima y de
profunda veneración discipular75.

Se podrá objetar que Newman fue muy paulino, que dedicó al Apóstol obras
meritorias que así lo indican, que entre uno y otro abundan las semejanzas. No hay por
qué dudarlo. Claro que, así las cosas, tampoco admite duda la estrecha relación entre San
Agustín y San Pablo76. Pero aquí me refiero ante todo al curso de los acontecimientos,
desde cuya modalidad sale a la diáfana superficie que el gran converso del anglicanismo
queda mucho más cerca de San Agustín que de San Pablo, sin que esto implique decir
que la newmaniana y la agustiniana fueran idénticas. Detecto nada más el parecido de un
hecho prodigioso, que si, como Pablo VI dijo, en Newman fue «formidabile conversione,

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maturata, come si sa, dopo laboriosissime e drammatiche meditazioni» 77, en San Agustín
constituye, asimismo, un fatigoso itinerario que los críticos explican como expresión del
gemitus cordis (gemido del corazón) o del agonismo humano.

Los dos arribaron al deseado puerto tras largas luchas y fatigosos vaivenes. Uno y otro
sometieron la inteligencia a prolongado y duro ejercicio, hasta que, unida ésta al corazón,
acabó rindiéndose a la Gracia. El agustiniano y antidonatista Securus iudicat orbis
terrarum viene a ser, diríase, como el tolle lege (toma y lee) de propio John Henry
Newman. Porque donde nuestro genial converso anglicano aparece, de nuevo, como
Augustinus redivivus es, precisamente, aquí, o sea en el hecho mismo de haber sido los
Padres de la Iglesia protagonistas inmediatos de su conversión; y en el de lucir, si es
admisible el inciso, con especial intensidad y esplendor el propio Pastor de almas de
Hipona desde la imprevista y luminosa frase antidonatista dirigida a Parmeniano. La
coincidencia de Newman y de San Agustín por lo que atañe al protagonismo patrístico en
sus respectivas conversiones resulta, pues, clara y objetiva una vez más78.

5. PEREGRINOS HACIA DIOS

A las razones expuestas en torno a la definición de Newman como Augustinus


redivivus conviene añadir la del propio Przywara: «Porque su mirada está serenamente
fija en el Dios del fin.» Tal vez en ésta se engloben las demás. Porque desde un resumen
en el que se aplicara el método de la historia crítica del espíritu –Geistesgeschichte–, el
resultado habría de ser que ambos a dos abundan en lo que desde agustinología
denominamos principio de la interioridad y de la trascendencia.

En efecto, las semejanzas que relacionan a Newman con San Agustín no sólo
provienen de ser conversos los dos y haber recorrido, cada uno en su época, caminos
tortuosos y ásperos. Todo eso es verdad. Como lo es también que fueron hombres de
Iglesia a la que consagraron sus vidas de palabra y con la pluma. Y que la esfera literaria
presenta, de igual modo, puntos comunes: así las Confesiones y la Apología, la Ciudad
de Dios y el Ensayo sobre el desarrollo, el De gracia y la Iglesia de los Padres.

Pero donde las semejanzas corren más ágiles, pese a ser el uno afrolatino y el otro
anglosajón, es precisamente, en lo tocante a la interioridad. El término «conciencia», por
ejemplo, alcanza en Newman hondas resonancias de la fórmula agustiniana «Dios y
alma», en la que el alma, ganada por lo divino, se rinde serenamente a Dios para, de este
modo, perderse toda en Él. Sobre los postulados de esta fórmula, Newman supera el
interno e irreconciliable antagonismo de la Edad Moderna, que polarizan de una parte el
optimismo objetivo e histórico de Hegel y Descartes y, de otra, el pesimismo objetivo e
histórico de Pascal y Kierkegaard. Por lo que a teoría de la «Idea en la Historia»
concierne registramos, de igual modo, rasgos similares.

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San Agustín y el cardenal Newman fueron maestros de la vida interior porque
experimentaron en sí mismos la inefable dulzura del misterioso mundo de la gracia. Los
dos hicieron de la suya una vida en tensión hacia lo eterno. El uno resumió este
admirable hacer con la expresión de «irrequietud» mundialmente famosa: Nos hiciste,
Señor, para ti79. El otro, procurando revivir en el corazón su célebre poema The Pillar
of the Cloud (=La columna de nube) con el propósito de ser peregrinación viviente hacia
la Luz: ex umbris et imaginibus in veritatem (= de la sombras y de las imágenes a la
verdad)80. Ambos, como pendientes siempre de la bellísima plegaria del salmo 118:
«Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero». En cualquier caso, siempre
la misma meta, igual fin, Dios bajo el nombre de Verdad o de Luz, y en el fondo del alma
una aspiración idéntica, la que Muñoz Alonso sintetizó en más de una ocasión al referirse
a las ansias de verdad verdadera. O lo que Zubiri quería expresar cuando decía que la
verdad verdadea.

Por ahí apuntó el agustinólogo Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, dictando el 28
de abril de 1990 en Roma su conferencia con motivo del centenario de la muerte de
Newman, al reconocer que, en cuanto hombre de la conciencia, Newman había llegado a
ser un convertido. Fue su conciencia la que lo condujo de los antiguos vínculos y de las
antiguas certezas al mundo para él difícil y desacostumbrado del catolicismo. Pero
entiéndase bien, vía de la conciencia, no vía de la subjetividad que se afirma a sí misma.
Vía, dicho sea en resumen, de la obediencia a la verdad objetiva. La del purpurado
inglés, como la de San Agustín, es conversión que dura toda la vida. «Newman –
precisaba el cardenal Ratzinger– fue durante su vida toda uno que se convirtió, que se
transformó, y que siempre permaneció de tal suerte el mismo, y siempre convertido más
en sí mismo» 81.

«Me viene aquí a la mente –insistió Ratzinger– la figura de San Agustín, tan afín a la
figura de Newman. Cuando se convirtió en el jardín junto a Casiciaco. Había
comprendido la conversión todavía según el esquema del venerado maestro Plotino y de
los filósofos neoplatónicos. Pensaba que la pasada vida de pecado era ahora
definitivamente superada; el convertido sería de ahora en adelante una persona
completamente nueva y diversa, y su camino sucesivo habría de consistir en una subida
constante hacia las alturas siempre más puras de la cercanía de Dios. La real experiencia
de Agustín, sin embargo, fue otra: él debió aprender que ser cristianos significa más bien
recorrer un camino siempre más fatigoso con todos sus altos y bajos. La imagen de la
ascensión viene sustituida con la de un camino, de cuyas fatigosas asperezas nos
consuelan y sostienen los momentos de luz, que nosotros podemos recibir de tanto en
tanto. La conversión es un camino» 82.

Newman expuso en la idea del desarrollo la propia experiencia personal de una


conversión jamás concluida, y así ofreció la interpretación no sólo del camino de la
doctrina cristiana, sino también de la vida cristiana. De igual modo, pues, que Agustín

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convertido nos enseñó a seguir convirtiéndonos, magnífica idea que el Siervo de Dios
Juan Pablo II expone en su Carta Apostólica Augustinum Hipponensem, así Newman
deviene un ejemplo admirable y nos enseña –con la Carta al Duque de Norfolk, por
ejemplo– el papel de la Revelación a la hora de nuestra continua conversión, lo mismo
que en el desarrollo sucesivo de la Iglesia y del mundo. Providencial protagonismo el de
los Padres de la Iglesia, sin duda, y sobremanera cercano y cordial podríamos añadir, el
de San Agustín, en la conversión del célebre inglés, cuyo mensaje sigue teniendo vigencia
en esta Iglesia del ultramoderno siglo XXI.

33
IV
EL CARDENAL

1. NOMBRAMIENTO

El 12 de mayo de 1879 León XIII creaba cardenal a John Henry Newman, de cuyo
correspondiente centenario dieron cuenta en 1979 numerosos congresos y publicaciones
evocando la efeméride que en su día había trascendido lo puramente histórico. La
celebración, en efecto, permitió sumarse a los actos con protocolaria carta al arzobispo
de Birmingham al mismo Juan Pablo II, que exaltó al «gran maestro de fe y guía
espiritual», al «siervo bueno y fiel (Mt 25,21) de Cristo y de la Iglesia» 83. Otro tanto es
posible decir del mundo anglicano, que lo hizo en breve nota firmada por su primado, Dr.
Donald Coggan en el Lambeth Palace y remitida a los Centros de Birmingham y Roma.
Era como la resonancia de aquel abrazo anglolatino de cien años atrás.

El nombramiento cardenalicio de Newman significó un punto de inflexión en la


trayectoria de las relaciones entre Iglesia y cultura. Fue señal premonitoria de actitudes
nuevas. León XIII quería revelarse desde su primer consistorio como el gran Papa de
una Iglesia abierta definitivamente al mundo moderno. La prueba es que durante su
fecundo y largo pontificado llegó a nombrar un total de 147 cardenales en veintisiete
consistorios. Los nombres de aquella primera hornada de eminentísimos lo dice todo.
Eran, en concreto, los arzobispos de Olomouc, Toulouse, Colocsa; obispos de Poitiers,
Porto, y Albenga; eclesiásticos Giuseppe Pecci, jesuita hermano del Papa y viceprefecto
de la Biblioteca Vaticana; Joseph Hergenrother, prelado doméstico y doctor de la
Academia de Würzburg; el dominico Thommaso Zigliara, rector del Ateneo Pontificio de
Santo Tomás de Aquino, (hoy Universidad Angelicum) en Roma; y nuestro benemérito
John Henry Newman.

Recibir la púrpura representó para Newman su rehabilitación, el reconocimiento


público de una ortodoxia en cuarentena, el ocaso apoteósico de una vida maltratada.
Porque los primeros treinta años de converso, salvo raros paréntesis como el de la
Apología, habían sido, en efecto, cadena de frecuentes decepciones. Tantas que en
1876, presintiendo cercano el fin y envejecido ya, cerraba el Diario con honda
pesadumbre. Pero tres años más tarde tiene que abrirlo de nuevo para confiar este
desahogo: «Después de escribir lo que precede, he sido hecho ¡Cardenal!» 84. Y ante la
noticia, la confidencia reveladora: «Esta vez la nube negra se ha alejado para siempre» 85.
El propio Newman reveló en su discurso cardenalicio –«Biglietto Speech»– en el palacio
del cardenal Howard el 12 de mayo de 1879: «He atravesado muchas dificultades,
pertenecen ya al pasado, de modo que ahora domina mis días una intensa paz» 86.

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Las intrigas clericales, la incomprensión jerárquica y hasta la hostilidad profesoral y
discipular habían vuelto intransitable un camino por tantos conceptos escabroso. Pero
nunca pudieron abatir la fe del que llegó a escribir esta lapidaria frase: «El tiempo es el
gran remedio y el gran vengador de todas las injusticias. Si somos pacientes, Dios trabaja
para nosotros. El obra a favor de los que no trabajan para sí mismos» 87. Palabras, éstas,
que engrandecen al hombre que supo sufrir en silencio, defenderse cuando no tuvo más
alternativas, esperar sin perder la calma y recibir con dignidad.

Su conversión había sido algunos años antes todo un acontecimiento, aunque algunos,
influenciados por el Tractarianismo, fenómeno imposible de entender sin él, se le habían
adelantado. Después de 1845, a raíz de su conversión a la Iglesia católica, en Oxford,
Cambridge y todo el país cundió la impresión hubiera detrás una muchedumbre de
seguidores. La realidad, sin embargo, fue muy otra: Keble, Pusey, los obispos, los
profesores permanecieron firmes en su fe anglicana. Su conversión, no obstante y
después de todo, alcanzó considerable resonancia internacional propiciada por su enorme
prestigio, que levantaba pasiones y a nadie dejaba indiferente. Cierto es que el verse
incomprendido de unos y otros no se había hecho esperar a raíz de su desconcertante
iniciativa de abrazar la fe católica: los anglicanos, porque había dejado su Comunión; los
católicos, porque en la Curia romana tenía los suficientes enemigos como para amargarle
la existencia. El camarero participante de Pío IX y uno de sus más implacables
antagonistas, monseñor Talbot, un suponer, ponía en guardia a Manning frente a la
peligrosidad del neoconverso. ¡Y no había llegado aún el modernismo!

Ya es curioso que decidiese abrazar el Oratorio de San Felipe Neri. Él mismo fundó
uno en Birmingham, donde empezó nueva vida entregado a los estudios y a la oración.
De allí salió un día para dirigir la palabra a la Jerarquía católica de Inglaterra, congregada
por Wisseman en Oscott. El discurso –La Segunda Primavera– pasó a los anales de la
literatura clásica, comparable por efectos y resonancias al Genio del cristianismo, de
Chateaubriand. Dado el cúmulo de admiradores, diríase que Inglaterra entera le hubiera
hecho cardenal. León XIII, interesado por él desde que lo había conocido en la
nunciatura de Bruselas, acogió favorablemente al duque de Norfolk a finales de 1878 y
vino a saber así que su eventual elevación al cardenalato suscitaría el unánime aplauso
inglés. Posteriormente a los hechos, llegó a ofrecer en audiencia privada esta perla: «¡Ah,
mi cardenal! No fue fácil, no fue fácil. Se decía que fuese demasiado liberal. Pero yo
estaba decidido a honrar a la Iglesia honrando a Newman. Siempre he venerado y estoy
contento de haber podido honrar a un hombre tan valeroso» 88.

2. DISCURSO OFICIAL DE ACEPTACIÓN DEL CARDENALATO: «BIGLIETTO SPEECH»

El lunes 12 de mayo de 1879, Newman acudió al Palazzo della Pigna, residencia del
cardenal Howard, a recibir del Secretario de Estado el nombramiento cardenalicio. Allí

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pronunció su Biglietto Speech, o sea el discurso oficial de aceptación, un texto, por
cierto, de notable importancia donde resume lo que a su entender había sido el afán de su
vida toda: la causa de la religión revelada. El martes 13, recibe de León XIII la birreta en
el Vaticano. El miércoles 14, hubo discursos y presentación de vestes por parte de los
católicos angloparlantes de Roma. Y el jueves 15, consistorio público con entrega del
capelo y abrazo del Papa a los nuevos cardenales.

En este discurso de Newman en Roma el 12 de mayo de 1879 al serle notificada


oficialmente su concesión de la púrpura –Biglietto Speech–, hallamos referidos por el
orador detalles de primera mano sobre los móviles papales y demás circunstancias del
nombramiento. El interesado adelanta, por de pronto, que un hecho así nunca había
entrado en sus planes y no parecía concordar con lo que su vida había sido hasta ese
instante. Después, desvelando las razones por las que el Papa se había decidido a dar
semejante paso, indicaba que se había tratado de «un reconocimiento de mi celo y
servicios durante muchos años a la causa Católica», añadiendo además que, en opinión
del Papa, «agradaría a los católicos ingleses e incluso a la Inglaterra protestante, la
recepción por mi parte de un signo de su favor» 89.

Ceñido ya de lleno a su persona, incorporaba este largo texto, digno del bronce y
valioso, entiendo yo, para los teólogos encargados de examinar sus virtudes y sus escritos
con vistas a una canonización y declaración de doctor: «En mi larga vida he cometido
equivocaciones. No puedo mostrar esa alta perfección que pertenece a los escritos de los
santos, exentos de todo error; pero creo sinceramente que en todo lo que he publicado ha
existido intención recta, ausencia de fines personales, actitud obediente, buena
disposición para ser corregido, odio al error, afán de servir a la Iglesia Santa y, por divina
bondad, una razonable medida de éxito» 90.

Luego la emprendía contra el espíritu del liberalismo en religión, al que definió esa vez
como «la doctrina según la cual no existe una verdad positiva en el ámbito religioso sino
que cualquier credo es tan bueno como otro cualquiera. Es una opinión –decía– que gana
acometividad y fuerza día tras día. Se manifiesta incompatible con el reconocimiento de
una religión como verdadera, y enseña que todas han de ser toleradas como asuntos de
simple opinión. La religión revelada –proseguía– no es una verdad sino un sentimiento o
inclinación; no obedece a un hecho objetivo o milagroso. Todo individuo, por lo tanto,
tiene el derecho de interpretarla a su gusto. La devoción no se basa necesariamente en la
fe. Una persona puede ir a iglesias protestantes y a iglesias católicas, obtener provecho de
ambas y no pertenecer a ninguna» 91. Este breve discurso, en suma, podría ser buena
prueba de por qué Newman le resultó un personaje atractivo al Siervo de Dios Juan
Pablo II, el de las encíclicas Fides et Ratio y Veritatis Splendor, y por qué sigue
fascinando a Benedicto XVI, tan sensible también a dichos temas, aparte naturalmente de
constituir un argumento básico para inscribir a su autor en el ecumenismo moderno,
comprendido el diálogo interreligioso.

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Pero volvamos al Biglietto Speech del neopurpurado en el palacio del cardenal
Howard. Tras haberse referido al mal del liberalismo en religión, descendió con fino
análisis de la situación inglesa a un matizado excursus del fenómeno de las sectas, a las
que no le dolieron prensas en responsabilizar de los grandes males que entonces
aquejaban a su país, por ser ellas instrumento del espíritu liberal, que «presiona así sobre
notros [los ingleses] por la fuerza misma de las cosas» 92. Su aguda inteligencia, sin
embargo, le impidió recebarse con lo negativo del fenómeno. «Hemos de tener en cuenta
finalmente que hay algunos aspectos buenos en este planteamiento liberal; por ejemplo,
los preceptos de justicia, veracidad, sobriedad y benevolencia, que al menos se
encuentran entre los principios que profesa. Pero –dijo volviendo al rumbo anterior– en
cuanto advertimos que este conjunto de principios pretende suplantar y bloquear a la
religión, hemos de calificarlos como malos» 93.

En la parte conclusiva de tan austero parlamento el neocardenal inglés abandonaba el


sombrío panorama para diseñar, como contrapartida, un horizonte de esperanza. «Esta
es la situación en Inglaterra, y es bueno que todos la conozcan. Pero no debe pensarse ni
por un momento que me asusta. Me apena profundamente, porque veo en ella la ruina
de muchas almas. No temo, sin embargo, que llegue a perjudicar seriamente a la tarea de
difundir la Verdad, la Santa Iglesia, nuestro Rey Todopoderoso, fiel y veraz, o a su
Vicario en la tierra» 94. ¡Tantas otras situaciones de fatal peligro para el cristianismo
habían surgido en el pasado! También ahora acabaría por escampar. El broche final lo
ponían su ciega fe en las «imprevisibles vías por las que la Providencia rescata y salva a
sus elegidos» 95, y su firme esperanzado en la Iglesia, la cual «no hace otra cosa que
perseverar, con paz y confianza, en el cumplimiento de sus tareas, permanecer serena y
esperar de Dios la salvación» 96. El mismo pudo comprobarlo esos días en propia carne,
pues se pilló un fuerte catarro que no le privó, sin embargo, de cumplir con los
compromisos ante el Papa.

3. EL CORAZÓN HABLA AL CORAZÓN: «COR AD COR LOQUITUR»

Newman no quiso diseñar para escudo cardenalicio un blasón propio. Prefirió adoptar,
con leves retoques, uno del siglo XVII, herencia de su padre. Ni siquiera formuló un
emblema extraído, por ejemplo, de sus numerosos escritos, sino que eligió el dicho cor
ad cor loquitur (el corazón habla al corazón) que a él se la hacía tan suave y tan familiar
de puro entenderlo como cosecha bíblica o de la Imitación de Cristo. En realidad la frase
figura en una carta de San Francisco de Sales y había sido ya citada por el mismo
Newman en el 1855 durante una conferencia sobre la pastoral universitaria.
Personalmente nunca se detuvo a explicarlo con detenimiento y al detalle. Juntamente
con el escudo, dichas palabras expresan, a pesar de todo, un principio fundamental de la
vocación cristiana que, por lo demás, pautó de lleno el curso de su vida, su pensamiento

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teológico y sus fatigas pastorales97. Los newmanistas han querido interpretar ese cor ad
cor loquitur, basados obviamente en los escritos del Cardenal, por estas cuatro
dimensiones: Dios habla al hombre, el hombre habla al hombre, el hombre habla a Dios y
Dios habla al hombre sobre todo en la Eucaristía98.

Dios habla al hombre. En el escudo figuran representados tres corazones rojos


referidos, pudiera ser, a la Santísima Trinidad, dado que las tres divinas Personas
mantienen un amoroso diálogo de cor ad cor, en el que Dios quiere incluir también a los
hombres. De hecho, la segunda Persona, el Hijo, asumió la naturaleza humana en el seno
de la Virgen María. Él precisamente, que «habita en una luz inaccesible» (1Tim 6,16) y
que es una cosa sola con el Padre y el Espíritu Santo (los dos corazones en el campo
superior) bajó a este mundo (el corazón en el campo inferior) y se hizo semejante a
nosotros, excepto en el pecado. Habla Dios al hombre como Trinidad, y le habla en su
Hijo Jesucristo, el cual, muerto y resucitado, volvió al Padre y envió el Espíritu Santo
mediante el cual permanece presente en la Iglesia y en el corazón de los fieles de modo
misterioso pero real. No es Dios, siendo así, fuerza o energía impersonal. Tampoco
demiurgo que hubiera creado el mundo retirándose de él a sus ultracelestes mansiones.
Antes que nada es un Dios personal que en Jesucristo no cesa de comunicar
personalmente, es decir cor ad cor, con los hombres, y hasta el fin de los tiempos. De
ahí que dicha comunicación sea, en el fondo, la consecuencia de una llamada que de
Dios partió primero en el bautismo; y en el sacramentos de la reconciliación continúa.
Una llamada de cor ad cor, de gracia en gracia, de santidad en santidad, mientras aliente
nuestra vida, y nuestro existir discurra a la espera siempre de una respuesta.

El hombre habla al hombre. Los tres corazones del escudo admitirían también esta
otra explicación: el del campo inferior indicaría al hombre nuevo; y los dos en alto, a
Cristo y al Espíritu Santo. Ellos conducen al cristiano a la comunión con el Padre en el
cielo, que con el escudo en forma de corazón dorado viene indicado como fundamento y
origen de todo. La comunión del hombre nuevo con la Santísima Trinidad se extiende
necesariamente a la comunión con los otros cristianos en comunión con la Iglesia, donde
los hombres pueden de modo nuevo hablar entre ellos cor ad cor. El del campo inferior,
por ello, podría significar también la Iglesia, patria interior del hombre nuevo. Nosotros
en la Iglesia somos, en realidad, «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32) con todos
los que pertenecen a Cristo, sea vivos aquí en la tierra, sea muertos/vivos en el cielo, sea
que contemplen ya la gloria del Dios uno y trino. Como los apóstoles, aquellos que son
iluminados por la luz de Cristo se convierten en portadores de luz en medio de un mundo
oscuro y tenebroso, deviniendo en ardientes antorchas capaces de poner a los otros en
contacto con el fuego de Jesucristo. Estos cristianos ardientes –los santos– a juicio de
Newman un influjo irresistible.

El hombre habla a Dios. La vida cristiana es aspiración, sostenida por la gracia, a una
profunda unión con Dios. Repite a menudo Newman que lo importante es la relación

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personal con Dios cor ad cor, de corazón a corazón. Y en la Apología pro vita sua
confiesa que después de su «primera conversión» a los quince años, concentró sus
pensamientos «en dos seres y sólo dos seres absoluta y luminosamente evidentes: yo
mismo y mi Creador» 99. Por el camino de su vida, también por su conversión, supo
reconocer que la Iglesia católica no permite a ninguna imagen, material o inmaterial,
ningún símbolo dogmático, ningún rito, ningún sacramento, ningún santo, ni siquiera a la
Bienaventurada Virgen, interponerse entre el alma y su Creador. En toda situación, entre
el hombre y su Dios, él se encuentra cara a cara, solus cum solo100. La relación personal
del hombre con Dios aquí se revela sobre todo en aceptar por fe de la revelación. La
unión íntima del hombre con Dios debe darse a través del verdadero y sincero amor a él.
Con la común participación en el Cuerpo de Cristo nos unimos los unos a los otros cor
ad cor como miembros del cuerpo de la Iglesia dispuestos a transmitir cor ad cor la
buena nueva. En la comunión con Jesús eucarístico, podemos de modo especial hablar
cor ad cor con Dios. El mote cardenalicio de Newman, por eso, viene a traslucir así, con
su densidad conceptual y desde su elevada mística, el sesgo que el nuevo purpurado
quería imprimir a su vida. Su beatificación prueba que tan noble aspiración fue
cumplidamente conseguida. Y ya se ve también hacia dónde apuntó la Santa Sede
cuando eligió cor ad cor loquitur como lema del viaje de Benedicto XVI a Inglaterra y
Gales101.

4. DIACONÍA CARDENALICIA DE SAN JORGE EN VELABRO

El Papa León XIII asignó a Newman el título cardenalicio de la iglesia diaconal de San
Jorge en Velabro, que llevó durante sus últimos once años de vida, es decir, durante todo
su cardenalato (1879-90). No recibió Newman, pues, la consagración episcopal, pero sí
lució la púrpura con la elegancia de los elegidos, haciéndola brillar hasta durante los días
húmedos y neblinosos de Inglaterra y Gales. De sobra es sabido que hay púrpuras
carentes de brillo incluso en días radiantes de sol. Y las hay también, por contra, como la
de Newman, que lucen hasta en los días opacos y de penumbra. Tal vez sea esta, entre
otras que se dieron, la razón que mejor explique por qué sus especialistas reconocen en él
al más ilustre y conocido cardenal diácono de San Jorge en Velabro, la mencionada
iglesia-basílica romana de título cardenalicio diaconal en Roma, hoy, por cierto, vacante,
desde la muerte del último titular, el nonagenario cardenal salesiano Alfonso María
Stickler, quien, al optar por el orden de los cardenales presbíteros, recibió de Juan Pablo
II el 29 de enero de 1996 la posibilidad de seguir manteniéndola unida a su persona, por
cuyo motivo la susodicha diaconía cardenalicia fue elevada, pro hac vice, a presbiteral.

El más ilustre y conocido cardenal diácono de San Jorge en Velabro es, por tanto,
repito, John Henry Newman. Al cumplirse el centenario de los fastos que en este capítulo
menciono, o sea en 1979, fue colocada dentro de los muros basilicales una placa
conmemorativa en honor del distinguido titular de un siglo atrás. El contenido de la

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misma, en versión libre, dice lo siguiente: «Su Eminencia el Cardenal John Henry
Newman, teólogo –ecumenista– oratoriano de San Felipe Neri, pero sobre todo cristiano,
presidió esta Iglesia diaconal como su sede de honor, 1879-1890» 102.

Entre otros ilustres eminentísimos cumple nombrar a Odo Colonna, que más tarde
subiría a la Cátedra de San Pedro con el nombre de Martín V, a Rafael Riario, a Santiago
Stefaneschi, y a muchos más. Tiempos hubo en que permaneció vacante. Por ejemplo,
desde la muerte de Newman en 1890 hasta 1914, en que vino a ocuparla, también por el
corto espacio de un año, el cardenal benedictino Gasquet. Los últimos del siglo XX han
sido Mercati, Jullien, Gut, y Sergio Pignedoli, para cerrar con el ya citado Stickler, que
falleció en 2007.

Dos cuestiones atingentes al tema de marras cumple recordar aquí. La primera guarda
relación con el personaje. León XIII dejó entrever la trascendencia del nombramiento
con estas palabras que para sí hubieran querido entonces no pocos purpurados: «Pero yo
estaba decidido a honrar a la Iglesia honrando a Newman» 103. Se habían conocido
siendo monseñor Vincenzo Gioacchino Pecci nuncio en Bruselas durante un encuentro
que, por lo que después ocurrió con esto de la púrpura, ya se comprende cuánto dio de
sí. Porque la frase completa empieza con un repetido «No fue fácil, no fue fácil». Todo
ello, pues, nos lleva al oscuro capítulo de las intrigas, de las calumnias y de los
impedimentos. Y aquí es donde procede incorporar la segunda razón, a la que acuden
por distintos motivos León XIII, Newman, el cardenal Manning, sucesor de Wiseman en
Westminster, el benedictino Ullathorne, desde 1850 obispo de Birmingham, o sea el
ordinario de lugar de Newman, y algunos más.

El 31 de enero de 1879 recibe Newman, a través de Ullathorne y Manning, la primera


noticia de que le ofrecen el nombramiento de cardenal. El 3 de febrero el célebre
oratoriano va a ver a su obispo, quien contesta oficialmente a Manning que la única
dificultad para el nombramiento es el ir a vivir en Roma, cosa que el Papa seguramente
no le exigirá. Ullathorne le remite también a Manning la carta de Newman a su obispo
solicitando no ser trasladado de Birmingham. Pero un día después Manning expide al
Cardenal Secretario de Estado, Nina, la carta de Newman y retiene la del obispo
Ullathorne, de modo que el 10 de febrero escribe desde París al Duque de Norfolk que
Newman ha rechazado el cardenalato. Las cosas se pudieron aclarar enviando el 11 de
febrero Ullathorne al Cardenal Secretario de Estado copia de la carta suya a Manning que
éste no había enviado a Roma. A todo esto, el 18 de febrero el rotativo The Times
publica que Newman ha rechazado su nombramiento, lo que no deja a Newman otra
opción que escribir el 20 al Duque de Norfolk, quien viajará a Roma para deshacer el
entuerto. Newman es clarísimo y terminante con el Duque: «En cuanto a esa afirmación
que ha salido en los periódicos de que rechazo el capelo cardenalicio, no debes creerla
[…]. Esa afirmación no ha salido de mí. Tampoco de Roma puesto que se hizo público
antes de que mi respuesta llegara a Roma. Sólo puede haber salido de alguno que, no

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sólo leyó mi carta sino que, en vez de dejar que el Papa la interpretara, se tomó la
molestia de interpretarla él mismo e hizo pública su interpretación al mundo entero. Una
carta privada, dirigida a las autoridades romanas, es interceptada y sale publicada en los
periódicos de Inglaterra. ¿Cómo es posible que alguien haya hecho semejante cosa?
Además, estoy completamente seguro de que si me ofrecieran un honor de esa categoría,
mi respuesta no sería un rechazo terminante» 104. El 18 de marzo de 1879 llega, por fin,
la carta oficial del Secretario de Estado con el nombramiento de Newman como cardenal.
El Papa había accedido a que Newman se quedase en Birmigham. Manning, el pobre,
quedó así en pésimo lugar, y con él otros eclesiásticos ultraconservadores.

5. CONSOLADORAS AUDIENCIAS DEL PAPA

Del 16 al 24 de abril de 1879 viaja a Roma para recibir el capelo cardenalicio. El


domingo 27 tiene la primera audiencia con León XIII. La segunda, el 2 de junio. Y el 4
sale hacia Livorno para reponerse de un resfriado romano. Durante las seis semanas allí
transcurridas apenas había podido celebrar Misa tres veces, y acudió a media docena de
iglesias nada más. Su balance al respecto es elocuente: «¡Qué decepción!» 105. Su
descripción de la primera audiencia papal refleja en él finas dotes de observador
detallando las preguntas que el Papa le había hecho, interesado por la iglesia del Oratorio
en Birmingham, cuántos eran, de qué edades, dónde había estudiado él, Newman, la
teología en Roma, ¿Propaganda? El boceto del Papa es conmovedor: «Ya al irnos –
escribe detallista–, aceptó un ejemplar de mis cuatro Disertaciones Latinas, en edición
romana. No me pareció que tuviera la boca grande hasta que sonrió y las comisuras se le
plegaron hacia arriba, pero no de forma desagradable; es de piel clara y los ojos un poco
enrojecidos –puede que fuera sólo ese día–. Habla muy claro y despacio, y con acento
italiano» 106. Salió también lo de seguir en Birmingham: «Me preguntó “¿Tiene intención
de seguir como Superior de la casa de Birmingham?”. Le contesté “Eso depende del
Santo Padre”. Entonces dijo “Bueno, entonces deseo que siga como Superior”, y siguió
un buen rato hablando de este tema y me dijo que había un precedente [de un cardenal
no residente en Roma] de uno de los cardenales de Gregorio XVI» 107.

Nada nos ha llegado, en cambio, de cómo transcurrió el 2 de junio. Afortunadamente,


por el contrario, contamos también con sus impresiones de los días cardenalicios de
Roma. En carta dirigida a su sobrino Harry (tercer hijo de su hermana Jemima), ya desde
Birmingham el 25 de julio, deja estas deliciosas confidencias: «Aunque lo que más
ansiedad me causaba en todo el asunto del cardenalato era la posibilidad de tener que
vivir en Roma, lo que de manera inmediata me causaba malestar eran la dignidad, la
publicidad y toda la ceremonia» 108. Puntualiza luego que ya se lo esperaba, ya sabía él
que iba a ser todo como una nueva vida, pero que tampoco era cuestión de oponerse a la
decisión del Papa, que lo estaba deseando. «De hecho –prosigue–, según he sabido, ha

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sido cosa suya y se ha servido de las peticiones procedentes de Inglaterra como un punto
de apoyo muy oportuno para lo que él quería hacer. Después me envió una carta en que
me comunicaba su deseo de ofrecerme un “solemne y público testimonio” de su alta
opinión de mí, con palabras emocionantes. Al presentarme a él, se mostró conmigo tan
extraordinariamente atento que todos se quedaron pasmados. Ha sido esta actitud del
Papa lo que me ha hecho poner a un lado mis propios sentimientos» 109.

Y todavía se le hace a uno más explícito, si cabe, con las vivencias del calvario sufrido
desde su conversión hasta el momento de la púrpura. «Durante 20 ó 30 años católicos
ignorantes o fanáticos han dicho que yo era prácticamente un hereje; yo sabía que la
teología de Roma y los teólogos de Roma estaban de mi parte, bien sea porque me
apoyaban, bien porque me aceptaban». Y de nuevo, desde la otra orilla: «Durante años
me ha sacado de quicio que los protestantes dijeran, condescendiendo, que yo no era
más que católico a medias, y que demasiado bien que se portaban conmigo en Roma. Así
que me he sentido obligado a aceptar [el cardenalato]. En cuanto a lo del Döllinger de
que el Papa no sabía lo que hacía, como chiste no está mal» 110.

Que las intrigas le seguían mortificando años después lo prueba su carta a John Waugh
desde Birmingham el 24 de marzo de 1885: «Es sencillamente falsa la afirmación de que
haya deseado volver a la Iglesia Inglesa: jamás, ni por un momento. La Iglesia Católica
Romana es el único Oráculo de la Verdad y Arca de Salvación. Ninguna otra comunión
tiene las promesas, ninguna otra tiene la Gracia del Redentor» 111. Testimonios así
abundan en aras de idéntico diseño: un hombre de Dios, un sabio y un santo haciendo
brillar la púrpura lleno de compostura y decoro hasta el fin de sus días. Se explica, pues,
que Newman fuera santo y seña del cardenal De Lubac112.

Quisiera, pese a todo, traer como epílogo aquí el testimonio del ordinario del lugar en
Birmingham, amable obispo Ullathorne, recordando su visita del 18 de agosto de 1887,
apenas tres años antes de caer el telón de aquella intensa biografía: «Hoy –dice
Ullathorne– he visitado al Cardenal Newman. Está muy gastado, pero muy contento
[…]. Fue una conversación larga y muy animada pero cuando ya me levantaba para
irme, hizo algo que nunca olvidaré porque supuso una lección sublime para mí. En voz
baja y humilde me dijo: “Señor obispo, ¿me haría usted un gran favor?” “¿De qué se
trata?”, le dije. Se dejó caer de rodillas, inclinó su cabeza venerable y dijo: “Deme su
bendición”. “¿Qué iba a hacer yo teniéndolo delante de esa manera? No podía negarme
sin causarle un gran apuro. Así que le puse la mano en la cabeza y dije:”Mi querido
Cardenal Eminentísimo, a pesar de todas las leyes en contra [un Cardenal es ‘más’ que
un obispo], que Dios le bendiga y que su Santo Espíritu le llene el corazón”. Al ir ya
hacia la puerta, y sin querer ponerse la birreta ante mí, me dijo: “Yo me he pasado la
vida metido en casa mientras usted peleaba por la Iglesia en el mundo”. Me sentí
anonadado en su presencia, ¡este hombre es un santo!» 113. Sobran comentarios.

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V
EL ECLESIÓLOGO

1. SU ECLESIOLOGÍA

Más que simple escuela o academia, la Iglesia es para Newman realidad histórica,
misterio y comunión, y ejerce en nombre de Cristo tres funciones: real, sacerdotal y
profética, esta última la herencia del Papa, si bien las tres del cuerpo místico, ya que es el
pueblo todo entero el que vive la fe y la transmite. Newman es consciente de que la
interpretación de la Escritura fue durante los tiempos arrianos preservada de la
corrupción gracias al juicio del orbis terrarum (el mundo entero). De ahí que subraye,
acordes y respetuosas, dos infalibilidades: la activa o de la jerarquía, y la pasiva o de los
fieles. Si los actos jerárquicos no regulan el orbis terrarum, podría éste degenerar en
opiniones dispares, pues el poder de discernir es de la Iglesia docente –Ecclesia docens–,
aunque la doctrina sobre la cual se discierne pertenece a la Iglesia entera. Al cabo no sólo
los pastores, sino inclusive los fieles, gozan de una infalibilidad guiados siempre por el
Espíritu Santo. Tal infalibilidad es en ellos pasiva, por cuanto para ejercerla necesitan en
todo caso que intervenga reguladora la infalibilidad activa.

Mucha eclesiología newmaniana puso el Vaticano II en boga: equilibrio papal y


episcopal, los miembros todos de la Iglesia en cuanto celosos guardianes de la Tradición,
la conciencia vista como voz de Dios y fundamento de la fe, los factores subjetivos en fe
y razón, la necesidad de predicar un Cristo atrayente, la dimensión histórica de la teología
o retorno a sus fuentes (Biblia, Tradición y Padres), el respeto a las personas, el suave
ejercicio de la autoridad, la irreductibilidad del Pueblo de Dios a la Iglesia y a sólo los
bautizados. Acercarse a Newman es como dar con la eclesiología del siglo XIX. Buscó a
la Iglesia primero con sostenida inquietud de ilustre orador anglicano, se unió a ella con
filial afecto de accesible convertido católico después. La sirvió siempre con amorosa
dedicación. Los Padres de la Iglesia, y en particular San Agustín desde su enfrentamiento
a los donatistas, le suministraron la sapientia cordis (sabiduría del corazón) necesaria
para compaginar sensibilidad religiosa con inteligencia crítica. «La lucidez de sus
intuiciones y de sus enseñanzas –dijo Pablo VI en 1970– proyecta sobre los problemas
de la Iglesia de hoy una preciosa luz» 114.

Acerca de la colegialidad episcopal distingue entre enseñanza del Papa y de los


obispos, por un lado, y teología profética de las escuelas, por otro, lo que apunta no sólo
a una experiencia de la Iglesia en conjunto, sino también a ese elemento dinámico suyo
que es el laicado. Newman atribuye el servicio de interpretación a la mediación entre los
enunciados de la Escritura o del Magisterio, de una parte; y de otra, la inmensa masa de
los fieles. Evocar a Newman es, por eso mismo, como brindar con la Iglesia por uno de

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sus hijos más ilustres, torrentera todo él de locuacidad y elegancia, de ponderación y
señorío, de gracia y sencillez. Leer sus obras viene a ser como percibir la fragancia de
Cristo flotando siempre en su cuerpo todo que es la Iglesia.

Cobran los escritos newmanianos con la Iglesia función vertebral y unificadora,


claridad interpretativa y plenitud de sentido. Y es que la Iglesia fue siempre el centro de
su quehacer y vivir. La amó entregándose de lleno primero a la anglicana y con igual
entusiasmo, una vez convertido, a la católica. Aunque el suyo fuese un amor a menudo
lacerado por la incomprensión y el recelo de quienes, alicortos de pura envidia, no podían
comprender ni la altura de su pensamiento ni la bondad de su corazón. Se abrió a Cristo
con entrega de contemplativo, igual que los Padres, a quienes leía con frecuencia y citaba
con simpatía, como a grandes maestros y patrimonio del cristianismo. De ahí lo
genuinamente patrístico de su eclesiología. El análisis de sus escritos arroja, de hecho, un
abultado balance de temas eclesiológicos: el justo equilibrio entre Papa y obispos, la
totalidad de la Iglesia incluidos los laicos como guardianes de la Tradición, la conciencia
en cuanto voz de Dios y fundamento de la fe, el papel de los factores subjetivos en la fe
y el conocimiento (fe y razón), la prioridad de existencias sobre esencias, y de la
vivificante palabra sobre las fórmulas arquetípicas. «Aplicada al cuerpo de cristianos en
este mundo, la palabra Iglesia significa sólo una cosa en la Escritura: un cuerpo visible
investido con privilegios invisibles» 115.

Le costó poco a Newman comprender, ya en su tiempo, que insistir en los siglos IV y


V sobre la inmovilidad de la Tradición apostólica había supuesto para la Iglesia de los
primeros tiempos un hecho involutivo y paralizador. Con ayuda patrística cayó pronto en
la cuenta de que el concepto dinámico de Tradición, es decir la Tradición entendida como
proceso histórico, «debía ser el llamado a imponerse».116 Semejante planteamiento
recibiría gran considerable impulso del Vaticano II. Según vaya tomando cuerpo –decía–,
«veremos cómo la función del papado consistirá menos en imponer y pronunciar unas
formulaciones y más en atestiguar, significar y encarnar, en sentido sacramental y
simbólico, la unidad implícita en la creciente diversidad […]. La forma capital del
ministerio papal en el futuro, por consiguiente, consistirá en encarnar la unidad, pero no
sólo de los católicos, ni aún siquiera de sólo los cristianos, sino de todos los hombres, ya
que su función se orientará a intensificar la unidad en todo el mundo, de forma que todos
sean una sola cosa en Cristo» 117. El lector dirá si acertó.

2. EL «SENTIDO DE LOS FIELES»: «SENSUS FIDELIUM»

Lo entendía Newman como la presencia de una gracia que sensibiliza a los fieles ante
la realidad de la tradición sagrada. Es éste, a su entender, como una especie de instituto
profético o «phronema» presente en lo hondo del cuerpo místico. En otros términos: se
trataría de la cooperación de obispos y fieles ejercida con el espíritu paulino del veritatem

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facientes in caritate (realizando la verdad en el amor: Ef 4,15) y de acuerdo a la
función profética del Pueblo de Dios por la que se inclinó el Vaticano II en el número 12
de la constitución Lumen gentium, donde se puede leer: «La totalidad de los fieles, que
tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta
prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo
el pueblo, cuando desde los obispos hasta los últimos fieles laicos118 presta su
consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» 119. El sensus fidelium
(sentido de los fieles), de venerable tradición teológica que a él se refiere asimismo con
los equivalentes sintagmas consensus fidelium, sensus fidei, sensus catholicus y sensus
Ecclesiae (consenso de los fieles, sentido de los fieles, sentido católico, sentido de la
Iglesia), arraiga en el magisterio de la Magna Iglesia de los grandes Padres.

De ahí que Newman, bien asido a la gran patrística, de puro llevarla en el corazón,
supiera matizar al escribir pastorum et fidelium conspiratio (cooperación de los obispos
y los fieles), y se complaciera en citar el phronema ekkesiastikon (sentido profético de
las Iglesias) de Hipólito y la ecclesiae intelligentiae auctoritas (la autoridad de la
inteligencia de la Iglesia, o también la autoridad del entendimiento eclesiástico) de
Vicente de Lerins120. «Ambas, la Iglesia que enseña y la Iglesia enseñada –afirma
clarificador y experto nuestro autor–, deben estar juntas, como un doble testimonio;
deben mutuamente ilustrarse, y nunca dividirse» 121. Sensus y consensus fidelium, por
tanto, constituyen una rama de evidencia que será necesario y natural a la Iglesia
considerar y consultar antes de proceder a definiciones. Antes, pues, que Dibelius,
Guardini, de Lubac y otros primeros espadas de la teología moderna pusieran al XX la
etiqueta de Siglo de la Iglesia, ya Newman había dejado en el XIX su impronta de
eclesiólogo genial.

Por eso mismo también, y contrariamente a cuanto cabría suponer de cara a la tarea
investigadora, Newman distinguía elocuente y matizaba diciendo que dicha conspiratio,
lejos de limitar, estimula y abre a una mayor libertad investigadora. Nuestro especialista
inglés atribuye el servicio de interpretación –en el que también van incluidas las
declaraciones del Magisterio– a lo que él de nomina schola theologorum (escuela de los
teólogos), la cual viene a consistir en una mediación entre los enunciados de la Escritura
o del Magisterio y la masa de los fieles o de la Iglesia. Su función no es sino explicar o
interpretar tales enunciados precisando sentido, alcance y límites. Así definida, la schola
theologorum sería ni más ni menos que «el principio regulador de la Iglesia» 122. Se
comprende por eso que fuese partidario de la libre discusión dentro de la Iglesia, la cual
no es sino comunión donde la verdad hay que alcanzarla por todos, entre muchas
personas juntas arrimando el hombro. En materias de fe, siendo así, debe otorgarse la
suficiente libertad para que cada cual pueda expresar su pensamiento. Por otra parte, él
estaba convencido de que la verdad no puede entrar nunca en conflicto con la verdad, y
de que la libertad de discusión ha de abarcar también el campo de la teología. Su
conclusión, por ende, resonaba con timbre paulino: cumple hacer siempre la verdad en la

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caridad (cf. Ef 4,15). El lector puede hallar un estudio a fondo de este asunto en el
capítulo V de la Apología.

«La Iglesia –llegó a escribir– es la madre de los grandes y de los pequeños, de los que
dirigen y de los que obedecen» 123. Su profunda adhesión eclesial, por otra parte, estuvo
acompañada en él de un exigente respeto hacia la incomparable dignidad del ser humano,
del carácter único e irreemplazable de su vocación y de la responsabilidad inmediata ante
Dios. Así se explica que acertase a magnificar tanto el papel de la conciencia, «principio
y refrendo esencial de la religión en la mente humana […] cuya obligación implica el
actuar de una manera concreta con preferencia a todas las demás» 124.

El Concilio Vaticano II restauró la unidad de cultura en la Iglesia y en el Magisterio al


poner de relieve su marcado carácter dialéctico. Lo hizo como tiempo atrás el oxoniense:
afirmando la triple realidad de los oficios de Cristo, de una parte, y los derechos y
libertad de conciencia en los fieles, de otra. Por algo el dominico y cardenal Congar dejó
escrito que Newman es el gran adalid de la conciencia. La inspiración del Espíritu Santo,
pues, ya no va ligada exclusivamente al oficio papal, sino que se sitúa en el consensus
fidelium de todo el Pueblo de Dios, el cual –según matiza la Lumen gentium en el
número 13–, «sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos
los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios» 125.

Corría el año 1867. El corresponsal del Weekley Register en Roma publicó la especie
de que el Papa había prohibido a Newman visitar Oxford y que en Roma ya no gozaba
de confianza como en tiempos. La noticia provocó un gran revuelo entre los seglares
ingleses fieles al egregio compatriota, y Mansell recogió inmediatamente 500 firmas
apoyando un documento de adhesión a su paisano en apuros, al que pertenece esta frase
del 13 de abril de 1867, en el número de la semana siguiente: «Experimentamos como
una herida a la Iglesia católica de este país, cada golpe que le infligen a usted». Con
Newman, los seglares ingleses seguidores de su doctrina, además de sentir con la Iglesia,
sabían sentirse ellos mismos Iglesia.

3. NEWMAN EN EL CONCILIO VATICANO II

La directa o indirecta influencia del pensamiento newmaniano sobre el concilio


Vaticano II es innegable, aunque resulte luego difícil de precisar en sus justos términos.
Las debilidades de la Iglesia, sobre todo en el siglo XIX, estuvieron a la orden del día en
lo psicológico y social, y la renovación del XX en estos campos puso en evidencia que se
hacía indispensable una reforma. Pero es verdad y muy verdad que las directrices de
Newman fueron moneda común en el trabajo de los Padres conciliares y de manera
especial en asuntos como la santidad de la Iglesia, la Tradición y la Escritura, la función
del laicado como guardián de la misma Tradición, la evolución de los dogmas, las

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relaciones con el mundo y la cultura, la libertad de conciencia, el ecumenismo, la
dimensión histórica en teología, el retorno a la Biblia, el respeto de las personas, el
ejercicio más flexible de la autoridad –in dubiis libertas126–, la irreductibilidad del
Pueblo de Dios a la Iglesia y a sólo los bautizados. De Newman, en fin, cabe decir que
fue el inspirador del Vaticano II, como Santo Tomás lo había sido de Trento.

Que tanto el arzobispo rebelde Marcel Lefebvre como Hans Küng hubieran estado de
acuerdo en lo revolucionario del Vaticano II no habría sorprendido a Newman. Al inicio
del Concilio, existían nítidas dos tendencias, la de los reformistas y la de sus oponentes
los conservadores. Cada uno quería reformar a su manera, por supuesto que distinta.
Pero mucho antes de la clausura conciliar, los reformistas –también los conservadores,
claro– ya se habían dividido en dos grupos: los extremistas a ultranza como Küng, y los
moderados dentro de los reformistas, cuyo teólogo más representativo sería Henri de
Lubac, y entre los que se cuenta Pablo VI y sus sucesores Karol Wojtyla y Joseph
Ratzinger, si bien para ecumenismo habría que colocar delante de todos al cardenal Bea.
Sin ninguna duda a este grupo de reformistas moderados, de vivir, habría pertenecido
Newman, el hombre capaz de unir la más grande independencia de pensamiento y de
vida con la más perfecta humildad y obediencia, el gran adelantado de la fe y la cultura
en armónica convivencia.

No faltaron autores a raíz de aquella magna cumbre con buena orientación analítica,
desde luego, que sintieron el tirón del argumento. La directa o indirecta influencia de
Newman, insisto, había sido tan marcada que un trabajo en tal sentido se imponía, no
porque pudiera redundar en provecho del célebre purpurado inglés y del newmanismo,
sino para mejor comprender el Vaticano II. Lo difícil, hoy como entonces, sigue siendo
evaluarla con precisión, o lo que sería equivalente: con sano espíritu de sindéresis.

Los estudiosos que a ello se aprestaron no podían disponer entonces de la perspectiva


cronológica con la que hoy contamos, a medio siglo ya del acontecimiento, ni tampoco,
por supuesto, de todas las fuentes, puesto que los diversos archivos conciliares fueron
abiertos al público más tarde. Porque para trabajos de tal envergadura no basta con tener
entre las manos los documentos y hasta los esquemas sometidos a discusión. Es preciso
además contar, dentro de lo posible, con las enmiendas, proposiciones, objeciones y
oportunas añadiduras; sencillamente, con las intervenciones orales y escritas de los
Padres dentro del Aula, un quehacer éste donde semejante material resulta indispensable
para que el análisis sea riguroso y los juicios de valor equilibrados.

El balance canta solo. Newman «acude» al Aula no menos de veinte veces, unas por
la viva voz de los oradores, otras en la revisada prosa de las relaciones o de los informes
escritos. Sin contabilizar la primera comparecencia, por ser anterior a las sesiones
propiamente dichas, Newman fue llamado hasta siete veces en el esquema de Ecclesia y
tres, respectivamente, en los de Ecclesia in mundo huius temporis, revelación y
ecumenismo. Por el contrario, sólo una en los de liturgia –fue para solicitar la

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canonización–, obispos, misiones y laicos. Estos datos dejan entrever el rumbo que iba
tomando entonces la doctrina newmaniana y, después de todo, justifican cumplidamente
la proposición de estudios doctorales en tal sentido127.

La nacionalidad y el idioma de quienes intervinieron tampoco se quedan en cosa


baladí. Y menos aún, por supuesto, el contenido de los discursos, tan revelador y
sugerente. La mayoría fueron obispos angloamericanos y asiáticos, de habla inglesa casi
todos, también francesa. Destaca monseñor Simón Hoa Nguyen van Hien, obispo de
Dalat, que lo hizo tres veces, y de modo especial –siete nada menos– el cardenal
arzobispo de Bombay, monseñor Valeriano Gracias, a quien le parecía incomprensible el
que se citase dentro del Concilio sólo antiguos Padres y documentos pontificios, y no
autores modernos, razón por la cual él acudía tan frecuentemente a Newman. También,
según pude saber yo mismo bastantes años después, debido a su familiaridad y frecuente
trato, siendo él todavía joven estudioso, con el Centro degli Amici Newman, de Roma,
que fue donde me suministraron el dato. Más revelador aún, si cabe, resultó el entonces
cardenal arzobispo de Bombay en el esquema de misiones: dejada en pie su concordancia
con la necesidad de que se impartiese al clero autóctono doctrina sólida en filosofía y
teología tradicional, agregó que la ofrecida en categorías exclusivamente escolástico–
tomistas no era de ningún modo apta para la mentalidad india y pedía, por eso, que los
clérigos de su país fueran también formados en mentalidad agustiniana y newmaniana128.

4. NEWMAN Y EL ECUMENISMO

El proverbial humanismo de nuestro Beato, su probada fidelidad a la Iglesia, su


apasionado amor por la verdad, despertaron en su generoso y limpio corazón una actitud
de respeto y una facultad receptiva fuera de lo común, capaces de hacerle sensible a los
problemas de quienes no pensaban como él. «Su vida y su testimonio –escribió Juan
Pablo II al arzobispo de Birmingham cuando el centenario de la muerte– nos facilitan hoy
un recurso vital para comprender y hacer que progrese el movimiento ecuménico que se
ha desarrollado tan fuertemente en el siglo posterior a su muerte» 129. De alguna manera,
en sus escritos se advierte ya la denuncia del Vaticano II contra el escándalo de la
división. «Aquel inmenso cuerpo católico, la santa Iglesia extendida por todo el mundo –
confiesa dolorido–, ha quedado roto en pedazos por el poder del diablo […]. Algunos
fragmentos del mismo se han perdido por completo, y los que permanecen están
separados entre sí» 130. Desde su conversión cuando los años juveniles, mucho antes en
todo caso de que tuviera clara creencia en lo que a la Iglesia concierne, la restauración de
la unidad fue una de sus preocupaciones más sentidas y de sus plegarias más fervorosas.
De 1834 a 1836 resolvió clarificar antiguas ideas eclesiológicas, dando al respecto una
serie de conferencias en Santa María. Basado en ellas, publicó en 1837 Conferencias
sobre la función profética de la Iglesia, considerada en relación con la comunión
romana y el protestantismo popular, un libro de forma polémica y contenido ecuménico

49
a cuya introducción llevó las siguientes palabras de John Bramhall, teólogo anglicano del
siglo XVII: «Si en algo he sido parcial, debe ser en mis deseos de aquella paz que nuestro
común Salvador dejó en herencia a su Iglesia, de que pueda ver en mis años de vida la
reunión de la cristiandad, para lo cual no dejaré nunca de doblar las rodillas de mi
corazón ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo» 131.

De sus Conferencias sobre la doctrina de la justificación, editadas en 1838,


comentará veinte años más tarde una autoridad como J. Döllinger: «Se trata, a mi modo
de ver, de uno de los mejores libros teológicos publicados en este siglo» 132. Estamos, de
nuevo, ante una obra escrita con el ecuménico fin de probar que la enseñanza de los
teólogos católicos sobre la gracia y la de los protestantes (excepción hecha de los
evangélicos extremistas) podían reconciliarse. Conciliador y ecuménico pretendió ser
también con el Tract 90, ocasión, pese a ello, de numerosos quebraderos de cabeza,
fuente de extrañas incomprensiones y, como él dice, verdadero experimentum crucis.
Hasta la suerte quiso volverle las espaldas con lo del movimento tractariano. Apenas
fallecido –con frecuencia ocurre–, el Deán Richard William Church hacía llegar al diario
The Guardian esta nota: «Difícilmente podemos adivinar lo que hubiese sido de la Iglesia
anglicana sin el movimiento tractariano, y Newman fue el alma viva y el genio inspirador
del movimiento tractariano. Por grandes que hayan sido sus servicios a la comunión en
que murió, no son nada comparados con los que prestó a la comunión dentro de la cual
transcurrieron los años más azarosos de su vida» 133. Había orado desde pequeño por la
restauración de la unidad cristiana y eso procuró siempre, pese a las incomprensiones,
con el movimiento tractariano.

Su envidiable visión ecuménica alcanzó también a lo que hoy denominamos


encuentros religiosos y cooperación interconfesional. Bien lo refleja su favorable actitud a
que los jóvenes católicos, frente a la intransigencia de Manning, pudieran acudir a
Oxford; o su consabida fórmula elevar el nivel, así entendida por él en 1863: «La Iglesia
debe estar preparada para los convertidos, tanto como los convertidos deben estar
preparados para la Iglesia» 134. «Como atrayente figura del Movimiento de Oxford y
promotor luego de una auténtica renovación en la Iglesia católica, Newman –recordó
Juan Pablo II– «parece tener una especial vocación ecuménica no sólo para el propio
país, sino la Iglesia entera (…). Con su vasta visión teológica anticipó, en cierta medida,
uno de los temas fundamentales y de las orientaciones del Concilio Vaticano II» 135.

Ecumenista lo fue por temperamento y legado biográfico y doctrinal. Con la pedagogía


ecuménica en el corazón de puro llevarla asimilada por la vida, estaba de recursos más
que sobrado para comprender y hacerse comprender. Pero llegó de igual modo a ser,
insisto, ecumenista que diríamos profesional, dispuesto siempre y disponible a propiciar
encuentros, abrir caminos y promover cualquier iniciativa que pudiese redundar en bien
de la unidad. Los contratiempos de la vida, por lo demás, tan crueles a menudo, le
ayudaron a confiar, esperar y amar, esos tres verbos típicamente ecuménicos de puro

50
teologales. Su ecumenismo, en resumen, resplandece por la transparente ejecutoria de su
vida, marcada de acontecimientos que todo buen manual debe señalar, y en el blando
regazo de su corazón. Sirva para corroborarlo esta bella frase suya del lejano 4 de junio
de 1846: «Mientras los cristianos no busquen la unidad y la paz interior en sus propios
corazones, la Iglesia jamás tendrá unidad y paz en el mundo que los rodea» 136 En el
histórico encuentro del Arzobispo Ramsey con Pablo VI, 23-24 de marzo de 1966, el
papa Montini aprovechó un momento para expresar a su egregio huésped su deseo de
que la obra de Newman fuese publicada en su totalidad, extremo éste que uno comparte
de medio a medio. El cardenal Newman era respetado por todos: por anglicanos y por
católico-romanos, y eso tanto el Papa como el Arzobispo lo sabían137.

5. LA IGLESIA EN UNIDAD DE COMUNIÓN

Dicho que la Iglesia es el centro de su vida y de su obra, bien vendrá puntualizar que
se trata de una Iglesia en clave de comunión, cimentada mayormente sobre la santa causa
de la unidad, sí, pero entendida sobremanera en koinonía, como unidad de comunión. La
controversia donatista había puesto de relieve un espíritu agustiniano de conciliación y
concordia difícilmente superables hoy: dialoguemos de sacramentos, discutamos, si lo
preferís, de rebautismo o de cualquier otro tema, pero hagámoslo siempre dentro de la
Iglesia una, hagámoslo unidos en caridad. Era el grito de Agustín a los cismáticos del
Partido que tanto impresionó al neoconverso inglés y Augustinus redivivus. Su intenso
despliegue intelectual, primero como jefe del Movimiento de Oxford, con los
tractarianos, cuando su conversión, y luego, ya católico, superando diatribas del
anglicanismo e insidias del catolicismo a base de sembrar siempre paz y de exhortos en
evitación de rupturas, como cuando irrumpieron las diferencias de algunos católicos
sobre la infalibilidad pontificia, representa un espléndido paradigma en el rico palmarés de
su ejecutoria ecuménica.

Él estuvo suficientemente interesado en la Iglesia oriental como para traducir en la


Carta a Pusey numerosos textos trasladados a los libros de oración (Euchologion,
Pentecostarion) utilizados en la Iglesia ortodoxa, y para editar a los 81 años la gruesa
obra de William Palmer, Notes on a visit to the Russian Church (1882): Notas sobre una
visita a la Iglesia Rusa. Si el modernismo u otros errores doctrinales han podido invocar
su patronazgo, ello es debido a la osadía propia de los ignorantes. La publicación de su
epistolario pone las cosas en su sitio, que para el Newman esencial no es otro que el de
una Iglesia entendida en cuanto comunidad de comunión, justamente a lo que hoy aspira
el ecumenismo, superadas las anteriores etapas de reunión y de diversidad reconciliada.

La primera propuesta de unión de plegarias unionistas llegó en 1840 de Ignacio


Spenser, un anglicano, como nuestro personaje, convertido más tarde al catolicismo, que
durante su visita a Oxford se le ocurrió nada menos que pedir a Newman y Pusey que

51
sacaran adelante el proyecto. Pusey opuso reparos. No así Newman, que aplaudió la idea
y llegó a barajar su viabilidad dentro de la misma Iglesia de Inglaterra. Sólo el desinterés
entonces mostrado por los obispos de la Comunión Anglicana a su plan hizo fracasar el
proyecto. No extrañe, por tanto, que Juan Pablo II recordase su «especial vocación
ecuménica» 138. «La Iglesia –decía Newman–, es una, y esto no sólo en fe y en moral,
pues los cismáticos pueden profesar lo mismo, sino una, dondequiera se encuentre, en
todo el mundo; y no sólo una, sino una y la misma, unida por el mismo régimen y
disciplina, que es uno solo, los mismos ritos, los mismos sacramentos, las mismas
costumbres, y el mismo único pastor» 139

Sencillo de alma, cordial de espíritu, profundo de ideas, abierto de carácter, sensible a


las ajenas inquietudes, con la pedagogía ecuménica en el corazón el cardenal John Henry
Newman alimentó una eclesiología cimentada en la unidad y la paz interior, principio que
fluye raudo por las serenas aguas del decreto Unitatis redintegratio, del Vaticano II
donde se puede leer: «El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior.
Porque es de la renovación interior, de la abnegación propia y de la libérrima efusión de
la caridad de donde brotan y maduran los deseos de la unidad» 140. Las relaciones Roma-
Canterbury, por eso, están aún menesterosas de serios estudios donde figuras como el
cardenal Newman, o movimientos como el de Oxford, reciban más luminoso tratamiento.
Algo que avanzó en su día el cardenal Willebrands. Porque la esencia del asunto será
siempre la unidad de la Iglesia.

El personalismo de Newman y su sentido de la Iglesia en cuanto cuerpo que existe en


la historia le llevaron a considerarla, sobre todo, como una comunión, lo que hoy
entendemos por koinonía. Son Iglesia los miembros todos que la integran. Éstos se hallan
divididos en comunidades, bajo los obispos que tienen sus tronos en la Iglesia por
derecho divino» y son sucesores de los apóstoles. Mantuvo ya él en su día, pues, la que
hoy denominamos colegialidad de los obispos, y se significó como un teólogo apostando
por la Iglesia en cuanto pueblo de Dios. Insistió en que la Iglesia cristiana es una reunión
o sociedad instituida por Cristo, simple y literalmente. Él nos ha reunido a todos por
igual. De ahí la exigencia de una verdadera fraternidad, donde vivan todos, obispos y
laicos, en comunidad de koinonía. Él siempre tiró por un laicado bien instruido, de suerte
que entendiese la fe que profesaba.

De ahí que apostase igualmente por la libertad de discusión dentro de la Iglesia, ya que
la comunión no ha de ser entendida en modo alguno como carencia de intercambio de
opiniones y debate. Antes al contrario, el inteligente y libre discutir debe desembocar en
un mancomunado enriquecimiento de las virtualidades comunitarias y comunionales de la
Iglesia. Esto, defendido en tiempos como los suyos, fuertemente condicionados por las
discusiones en torno a la infalibilidad papal y la definición de 1870, hacen de nuestro
personaje ese verdadero profeta de los tiempos modernos. Por aquellas fechas, y para
tranquilizar a espíritus turbados, escribía: «La Iglesia avanza como un todo; no es una

52
filosofía, sino una comunión; no sólo investiga, sino que enseña; ha de preocuparse de la
caridad igual que de la fe» 141.

53
VI
EL PENSADOR

1. «LA SEGUNDA PRIMAVERA»

De los sermones newmanianos éste es, sin duda, el mejor y el más famoso. En él por
de pronto está confirmación palmaria de la categoría intelectual de su autor. Predicado
durante el primer sínodo en Oscott, luego de restaurada la jerarquía católica en
Inglaterra, los obispos asistentes a esta pieza maestra pudieron oír, comentando el Ct
2,10-12: «El pasado ya ha caducado; el pasado está muerto». Y a continuación: «El
pasado ha vuelto, el muerto vive». Y en fin: Los católicos de Inglaterra han sobrevivido,
aunque «aislados del populoso mundo que los rodea, y apenas adivinados, como si los
envolviera una bruma o el crepúsculo, como fantasmas que saltaran de un lado a otro,
por los encumbrados protestantes, los señores de la Tierra» 142. Triunfalismo y cautela
terciaban seguidamente ante lo mucho que aún quedaba por hacer. La primavera
resultará «incierta, llena de ansiedad, de esperanza y de temor, de alegría y sufrimiento, –
de brillantes promesas y esperanzas en ciernes– pero, además, de intensas sacudidas,
fríos chaparrones y súbitas tormentas» 143. Así fue.

Afloró allí el gran doctor eclesiástico, o sea quien nos «enseña no sólo mediante su
pensamiento y su palabra, sino también con su vida, porque dentro de él, pensamiento y
vida se funden y se definen mutuamente. Si esto es así, Newman entonces pertenece a
los grandes maestros de la Iglesia, porque toca nuestros corazones y al mismo tiempo
ilumina nuestro pensamiento» 144. Dejó dicho Juan Pablo II que Newman había sido uno
de los católicos ingleses más influyentes del siglo XIX, un clásico en el sentido más
propio de la palabra. Desempeñó su labor como pastor anglicano durante catorce años
como vicario de la Iglesia de Santa María, anexa a la Universidad de Oxford, punto de
encuentro de intelectuales ingleses de la época. Su talla intelectual y su pasado anglicano
hicieron de él un puente para la comprensión del diálogo con la Iglesia y la sociedad de
Inglaterra, ofreciendo todavía hoy a través de sus numerosos escritos interesantes
sugerencias. Vivió cuando el racionalismo rechazaba la autoridad y la trascendencia,
mientras el fideísmo resolvía los desafíos de la historia y las tareas de este mundo con
una dependencia mal entendida de la autoridad y del gobierno, logrando, en un mundo
con estas trazas, una síntesis memorable entre fe y razón145. Se interesó en sus obras por
el saber teológico y humanista: filosofía, patrística, dogmática, moral, exégesis,
pedagogía, ecumenismo e historia. Y para transmitir con eficacia su pensamiento utilizó
varios géneros literarios: el discurso, el tratado, la novela, la poesía, y la autobiografía.

A nada que uno lo intente, comprobará que se anticipó describiendo el actual

54
fenómeno de las religiones cuando en muchas partes del mundo occidental, Europa sobre
todo, el mero hecho de sacar a relucir en una conversación el tema de la religión podía
ser motivo suficiente para olvidarse de un conocido e incluso romper una amistad.
Escribió unos treinta libros. Los de tema católico fueron, según él explicaba, «en su
mayoría oficiales, resultado de peticiones o invitaciones especiales, de necesidad o
emergencia» 146.

Le horrorizaban las palabras sin fuste, o el jugar con instrumentos cortantes, o el


enseñar sin práctica. Detestaba las abstracciones. Pronunció sus sermones para oyentes
que le eran familiares: porque rehuía dar consejos espirituales a quienes él no conociera
bien. Los de sus cartas al fin de sus años y para personas de condiciones muy variadas,
son, sin embargo, de todo punto admirables. Dejan aflorar la intensidad de su vida
interior y la profundidad de su oración, y no sólo por la conmovedora bondad del estilo,
sino también por los testimonios autobiográficos, explícitos o implícitos. Hay que buscar
su espiritualidad menos en el contenido de sus obras que en su forma, es decir, en el
empuje intelectual y en la fuerza afectiva que las caracteriza. Se le percibe original, ya
descubriendo lo nuevo, ya por la síntesis de lo antiguo. Ambos géneros hacen de él un
autor excelente, pese a que su espiritualidad eleve por el segundo.

Las universidades católicas y un buen número de centros superiores de origen


protestante de los Estados Unidos han utilizado las teorías newmanianas como cimiento
de sus programas de estudios. Su Apología, escrita de un tirón en no más de seis
semanas, para defenderse de las acusaciones de mentiroso, hipócrita y taimado147, le
reportó críticas universalmente favorables y las ventas del libro alcanzaron cifras
enormes. Con lo que no sólo su reputación se vio restaurada y acrecentada, sino que
incluso desaparecieron sus continuos apuros económicos. Con todo, ni al final de sus
años pudo verse libre de polémica. En Inglaterra, los anglicanos conversos como él,
arzobispo H. E. Manning (1808-1892) y su íntimo discípulo inglés W. G. Ward (1812-
1882), por dar nombres, eran entusiastas ultramontanos defensores de que se otorgara a
la definición dogmática de la infalibilidad papal del Vaticano I el mayor alcance posible.
Newman, en cambio, que creía firmemente en dicha infalibilidad, se consideró satisfecho
cuando vio restringido el argumento a cuestiones de fe y de moral. Y aún así, no las tenía
todas consigo ni estaba en absoluto seguro de que la declaración fuera oportuna, dado el
fervor revolucionario que dominaba Europa y el fuerte antipapismo de Inglaterra y otros
países. Se le antojaba nuevo y gravísimo precedente que un dogma fuera aprobado en la
Iglesia sin causa clara ni urgente148.

2. LÍDER DEL MOVIMIENTO DE OXFORD

El domingo 14 de julio de 1833 John Keble (1792-1866) predica desde el púlpito de


Santa María el «sermón de los jueces» sobre «Apostasía Nacional», considerado por

55
Newman como el comienzo del Movimiento de Oxford149. El pequeño grupo de
seguidores de la Iglesia Alta se movilizó sin demora. Su primer objetivo era defender la
libertad de la Iglesia respecto al Estado basando la defensa en el origen apostólico de la
autoridad eclesiástica. Newman propuso a Keble y a Froude, y estos aceptaron, publicar
«folletos de actualidad» (Tracts for the Times), o sea breves artículos en defensa de la
independencia de la Iglesia. Al cabo del año habían aparecido veinte, once de los cuales
escritos por Newman, y se había unido al Movimiento el prestigioso doctor Pusey. Los
tracts registraron pronto ventas masivas. Atraída de lleno por este quehacer, Newman
publicó en marzo de 1834 el primer volumen de «Sermones parroquiales» predicados en
Santa María. Su nombre comenzó pronto a rebasar Oxford. Entre 1834-43 vieron la luz
ocho volúmenes de estos «Sermones».

Los tres puntos básicos de sus ideas religiosas hacia 1833 eran: el principio del dogma,
una Iglesia visible con sacramentos y ritos que son los canales de la gracia invisible, y su
opinión negativa sobre la Iglesia de Roma. Mantuvo fidelidad de por vida a los dos
primeros. Del tercero, por el contrario, se fue distanciando hasta que en 1845 renunció a
él. Como quiera que al ir recuperando el ciclo completo de las verdades cristianas
empezó a dar la impresión de estar difundiendo la doctrina de la Iglesia de Roma, de ahí
que no se hiciese esperar el reproche de «papismo», acusación la más nociva de las
posibles en la Inglaterra de la época. Teniendo esto en cuenta, optó por dedicar tres
tracts a la cuestión de la Iglesia romana sosteniendo en ellos que la Iglesia anglicana
estaba situada en la Via Media entre los reformadores protestantes y los seguidores de
Roma, que la única Iglesia visible se había dividido en tres ramas –la griega, la romana y
la anglicana–, y que la verdad revelada debía hallarse íntegra antes de la división, en la
doctrina de la antigüedad. No se le ocultaba, claro es, la grave dificultad de su teoría:
hasta entonces la Via Media había existido sólo en el papel, nunca había pasado a
práctica.

Publicada en 1840 La Iglesia de los Padres, muchos tractarianos comenzaron


entonces el éxodo hacia Roma. Para retenerlos dentro de la Iglesia anglicana
mostrándoles que era genuinamente católica, Newman escribió el Tract 90, el último y
más famoso de los tracts: pretendía probar que los Treinta y nueve artículos anglicanos
podían ser compatibles con la doctrina católica. Pero la reacción protestante fue muy
dura. En Oxford la junta de directores de colegios condenó a Newman por desleal y éste
fue objeto de mucha maledicencia entre los liberales oxonienses y los de la tendencia
evangélica en general.

Durante el verano de 1841, traduciendo en Littlemore los tratados de San Atanasio


contra Arrio, la historia del arrianismo se le apareció bajo nueva luz: los arrianos eran
como los protestantes, los semiarrianos seguían la Via Media como los anglicanos, y de
nuevo Roma era lo que entonces había sido. El segundo golpe fue que, uno tras otro, los
obispos anglicanos comenzaron a rechazar el Tract 90. El tercer golpe fue en octubre de

56
1841, cuando la creación de un obispado anglicano en Jerusalén, con jurisdicción sobre
las congregaciones luteranas y calvinistas: redactó en noviembre una protesta solemne
contra dicha medida y se la envió al arzobispo de Canterbury y a su propio obispo. Por
último, la fidelidad a la causa de la religión revelada determinó su abandono del
anglicanismo cuando estaba en la cumbre de su prestigio, para iniciar nueva vida en el
seno de la Iglesia católica. Con todo su ser de intelectual y creyente testimonió sobre la
profunda compatibilidad entre las exigencias de la fe y las de la razón, anticipándose con
ello a muchos de los principales rasgos del Vaticano II. En esta fase de la historia de la
Iglesia, dominada por la puesta en práctica de las enseñanzas y directrices conciliares,
Newman aún puede ser guía fiable y una referencia adecuada, particularmente en el
combate de la fe contra el ateísmo y sus «preámbulos»: escepticismo, agnosticismo,
«liberalismo» o modernismo y protestantismo.

Tachados los anglicanos del Movimiento de Oxford de revolucionarios que pretendían


reintroducir principios, devociones y tradiciones católicas en una Low Church, ala
protestante del anglicanismo a ello tenazmente contraria, Newman renunció a su cargo
eclesiástico, concitó junto a sí a un grupo de discípulos oxonienses y se retiró a un
pequeño pueblo de las afueras, llamado Littlemore, a cultivar la oración y la inteligencia.
Durante los siguientes cuatro años, mientras llevaba una vida escondida, semimonástica,
escribió su libro fundamental de teología procurando probar que la Iglesia primitiva era
idéntica a la Iglesia católica contemporánea. Y en 1851 volvió a la carga con La posición
actual de los católicos en Inglaterra para defender a éstos de seculares prejuicios
protestantes, suscitados otra vez a causa de la reinstauración de una jerarquía inglesa por
parte de Pío IX. Sus páginas nos dan al Newman más agudo y festivo, y él mismo
consideraba éste como su mejor libro. Muchos de esos mismos prejuicios, aunque estén
más extendidos entre confesiones fundamentalistas que entre las mayoritarias, continúan
vivos a día de hoy en el mundo angloparlante.

3. LA FE Y LA RAZÓN

Presentando a la prensa la encíclica Fides et Ratio, en la que Newman figura


citado150, el cardenal Ratzinger abundó en ideas genuinamente newmanianas y vino a
decir, entre otras cosas, que el clima cultural y filosófico general niega hoy la capacidad
de la razón humana para conocer la verdad. Reduce la racionalidad a ser simplemente
instrumental, con lo que la filosofía pierde su dimensión metafísica y el modelo de las
ciencias humanas y empíricas se convierte en el parámetro y el criterio de la racionalidad.
Una de las consecuencias es que la razón científica no es ya un adversario para la fe,
porque ha renunciado a interesarse por las verdades últimas y definitivas de la existencia,
limitando su horizonte a los conocimientos parciales y experimentables. De ese modo, se
expulsa del ámbito racional todo lo que no entra en las capacidades de control de la razón
científica y, por tanto, se abre objetivamente el camino a una nueva forma de fideísmo.

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La encíclica reacciona contra dicha situación cultural y vuelve a proponer con fuerza y
convencimiento la capacidad de la razón para conocer a Dios y, de acuerdo con la
naturaleza limitada del hombre, las verdades fundamentales de la existencia.

Quien fuera llamado el perito invisible del Vaticano II sigue teniendo mucho que
decirnos hoy. El siglo XXI podría ser el que nos permita afirmar que el valor de las
batallas dadas por Newman y la originalidad de sus aportaciones a la Iglesia se han visto
plenamente reconocidas y han fructificado. Los creyentes tuvieron que enfrentarse, por
una parte, a la amenaza del racionalismo, y, por otra, a la del fideísmo. El racionalismo
acarreó un rechazo de la autoridad y de la trascendencia, mientras que el fideísmo dio la
espalda a los retos de la historia y a los asuntos de este mundo, entregándose a una
distorsionada dependencia de la autoridad y de lo sobrenatural. Los quince sermones
newmanianos ante la Universidad de Oxford entre 1826 y 1843, hasta dos años antes de
su conversión abordan el binomio ferazón, asunto central en la entera obra newmaniana,
presente ya en sus primeros escritos de 1826 en adelante y desarrollada de modo
sistemático en la Gramática del Asentimiento de 1870, donde el autor replantea y
resuelve en el siglo XIX el gran tema del conocimiento religioso, y argumenta
lúcidamente el principio de que la no-evidencia de la fe cristiana no implica
sentimentalismo y mucho menos irracionalidad. El creyente tiene siempre razones para
creer, aunque no sea capaz de formularlas discursivamente; y la fe implica verdadero
conocimiento, lo que permite considerarla razonable sin detrimento de su carácter
sobrenatural. El horizonte del misterio cristiano, que dista de ser creación de la
subjetividad creyente, confiere fundamento, sentido y dirección a la religiosidad
individual, receptiva y libre en su ámbito de experiencia. El creyente es un ser abierto a lo
absoluto. Su vida espiritual, como su conciencia, no posee luz propia, la recibe de lo alto.

La época moderna señala el progresivo enfrentamiento ferazón, con el consiguiente


cambio del papel desempeñado por la filosofía: de sabiduría y saber universal a una más
de las tantas parcelas del saber humano. No es exagerado por eso afirmar, según la Fides
et Ratio, «que buena parte del pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado
alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones
explícitas» 151. Es más, algunas de esas filosofías «desembocaron en sistemas totalitarios,
traumáticos para toda la humanidad» 152. Al comprobar los efectos producidos por
semejante separación, se puede constatar que «tanto la fe como la razón se han
empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la
Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de
vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la
experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal» 153.

Rodeado, como estaba, de secularización y descreimiento, John Henry Newman se


interesó vivamente por los problemas de la fe y de la apologética. La Gramática de
Asentimiento (1870) fue un intento de explicar los diferentes tipos de creencias y su

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relación con la razón. Ésta resultó ser su última obra –a excepción de la Carta al Duque
de Norfolk–, defendiendo la definición del Vaticano I acerca de la infalibilidad, contra las
críticas de Gladstone. Su nombramiento cardenalicio supuso el reconocimiento final, al
más alto nivel, de su ortodoxia, que había sido puesta en duda en ciertos ambientes
católicos desde su misma conversión. El arzobispo de Westminster y primado de
Inglaterra, cardenal Manning concretamente, veía a Newman como un avanzado en la
doctrina y le prohibió volver a Oxford. ¡Hasta por esto tuvo que pasar! Pero la púrpura
conferida por Roma probó que buena parte de los malentendidos entre Manning y él no
eran sino el resultado de un conflicto de personalidades: se ha visto a propósito del
cardenalato. Aunque el impacto de Newman en la Iglesia católica y en el anglicanismo no
fue pequeño en el XIX, su importancia hoy diríase que es mayor. Previó y trató materias
como la fe, la conciencia y su derecho a la libertad, el desarrollo del dogma, la
eclesiología, los laicos, y el retorno a las fuentes escriturísticas y patrísticas que están en
primer plano de la discusión teológica del siglo XXI. De ahí que muchos vean hoy en él
como un sólido pilar de la renovación teológica del siglo XIX y un feliz precursor del
Vaticano II. El binomio ferazón lo prueba con meridiana claridad.

4. APÓSTOL DE LA VERDAD

Dicen sus biógrafos que la vida de Newman fue un sacrificio por la Verdad. El hecho
mismo de su conversión permite atisbar el hondo mensaje que anida en el epígrafe154. Su
singladura conversional resultó larga y fatigosa peregrinación hasta recalar en el ansiado
puerto. Supo, en efecto, entregar la máxima confianza al poder de la verdad y a ella
enderezar los mejores esfuerzos de una vida, la suya, larga y generosa y consagrada sin
condiciones ni titubeos a la inmolación del sacrificio. En los Sermones Universitarios
adelanta lo que podríamos denominar el método teológico, herramienta clave de su
itinerario hacia la verdad, cuyo deseo, distintivo del teólogo, condujo a nuestro Beato,
por decirlo con San Agustín, a buscar incesantemente la voz de quien habla para que se
le busque, y de quien se deja buscar para que se le encuentre, o sea, Cristo. En lo
recóndito del corazón sentía la presencia amorosa del Maestro que enseña y que ama
para ser, a su vez, predicado y amado en los demás.

Como el de Hipona muchos siglos antes, el Agustín redivivo de Oxford ahora


encontraba porque buscaba y buscaba porque amaba. Ello supuso en él muchas horas
lóbregas, claro que sí, amén de no pocos tragos amargos, que también, incluso densos
escritos apologéticos como la Apología y, por supuesto, el tierno abandono a un
elocuente silencio interior. Le procuró asimismo, todo hay que decirlo, incomparables
compensaciones, como, sin ir más lejos, la de su conversión, o la del patrimonio de
tantas ideas que el Vaticano II acreditó con su autoridad hasta ser hoy universalmente
reconocidas.

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Afrontó los problemas del siglo XIX desde una visión teológica profunda del hombre y
de su historia. Su compromiso eclesiológico le obligó a proceder, como suele ocurrir a los
intelectuales convertidos, en medio de innumerables dificultades para la mente y de harto
dolor para el corazón. El Movimiento de Oxford155, que había empezado por la
autoridad de la Iglesia, derivó pronto hacia la verdad de su enseñanza. Aquel proceso
suyo de conversión deja traslucir hoy a quien se lo proponga la incondicional lealtad del
servus veritatis (siervo de la verdad). Buscó la verdad en sus escritos y en su vida toda,
ya de anglicano, ya de católico. La encontró, y la mimó, la cultivó y acabó elevándola
hasta constituirla en vértice de sus ilusiones y en referente supremo de su esperanza: fue
la verdad/Verdad en él, por qué no, lo que la dama para el caballero andante. A fuerza de
trabajar por su causa y de vivir a su servicio, acabó sintiendo el embeleso de su caricia
hasta en la solemne composición del epitafio.

«Sin que la vean ni la oigan masivamente –escribía en 1832–, la Verdad se acerca a


cada ser humano según su turno, en momentos distintos. Es entonces cuando los poderes
del mundo, sus criterios y sus esfuerzos (por vigorosos que parecieran durante la
carrera), pierden terreno, y la Verdad con su paso lento lo gana» 156. Sensato juicio de un
joven predicador universitario, ajeno cuando esto dice a la carga autobiográfica que tales
afirmaciones han de alcanzar en su ser y quehacer años después. El de Newman hoy es
generoso tributo a la Luz: «No he pecado contra la Luz» 157, llegó a repetir en los difíciles
momentos de Sicilia, sintiendo la muerte cercana. Es de igual modo constante aspiración
en el discípulo a secundar los pasos del Maestro: «Guíame tú, dulce Luz / guíame
siempre adelante» 158, estribillo del famoso poema. Ardiente deseo el suyo de irradiar a
Cristo, en suma, que habrá de cristalizar en sublime oración a la que pertenece un
desahogo como el que sigue: «Quédate conmigo. Así podré convertirme en luz para los
otros». En «luz de las gentes», diríamos hoy con el Vaticano II: «Déjame predicar tu
Nombre con palabras o sin ellas, con mi ejemplo, con la fuerza de atracción, con la
sobrenatural influencia evidentemente del amor que mi corazón siente por Ti» 159.

El deseo de verdad –distintivo del teólogo, según ya he dicho– condujo a Newman a


buscarla incesantemente con inquietud de profeta y pasión de enamorado. Si con la
encíclica Veritatis Splendor Juan Pablo II quiso llamar la atención sobre algunas
verdades de orden moral que habían sido mal interpretadas, con la Fides et Ratio
pretendió referirse a la «verdad misma» y su «fundamento» en relación con la fe. Así
pues, ciento veinte años después de la encíclica Aeterni Patris de León XIII (1879),
Fides et Ratio propuso nuevamente el tema de la relación entre fe y razón haciendo ver
las consecuencias negativas provocadas por la separación entre ambas. Que ahí radica el
drama religioso actual. Y esto es, sin vuelta de hoja, Newman clavado.

Tomando pie en esos principios, la encíclica analiza brevemente los límites de algunos
sistemas filosóficos contemporáneos que rechazan la instancia metafísica de una apertura
perenne a la verdad. Eclecticismo, historicismo, cientificismo, pragmatismo y nihilismo

60
son sistemas y formas de pensamiento que, al no estar abiertos a las exigencias
fundamentales de la verdad, tampoco pueden ser asumidos como filosofías aptas para
explicar la fe. «Una teología sin un horizonte metafísico no conseguirá ir más allá del
análisis de la experiencia religiosa y no permitiría al intellectus fidei expresar con
coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada» 160. Una de las
mayores amenazas actuales parece ser la tentación de la desesperación. Y el origen de
esa crisis está en el hecho de que se ha perdido la capacidad de pensar a lo grande.
Nunca podrá decirse del cardenal Newman que se contentó con pensar a la baja en el
apasionante ejercicio de evangelizar con la verdad.

5. MAESTRO EN OBRAS Y PALABRAS

El Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, de 1843, marca un punto


culminante en la trayectoria de adhesión del teólogo anglicano a Roma. Fruto de sus
averiguaciones sobre si la Iglesia romana podía ser la única y verdadera Iglesia de
Jesucristo, el libro representa un paso decisivo en la incorporación del sentido de la
historia a la metodología teológica. No se limitó su autor en él a describir la tradición
como sujeto, es decir, no habló sólo de la Iglesia como lectora del pasado, sino que
justificó además la tradición en cuanto conjunto de lecturas que forman un organismo
doctrinal en desarrollo histórico. Describe el clima religioso de Oxford, y narra mediante
personajes supuestos, episodios y situaciones que provocaron su abandono del
anglicanismo. La seriedad del relato no impide la presencia de un elemento satírico,
usado para resaltar las incongruencias de la visión religiosa anglicana.

Por su parte, las Cartas y Diarios constituyen una documentación interesante para el
conocimiento del autor, quien tendía con este principal medio para la comunicación a
expresar sus planes, ideas y sentimientos. Consideraba dicho género como el cauce más
seguro para influir de tú a tú. Si las extensas y variadas Cartas reflejan el carácter de su
autor y las circunstancias de su larga vida, los Diarios manifiestan admirablemente el
drama de su zarandeada y zurrada existencia y, ante todo, la heroicidad cristiana de un
hombre desde joven educado por Dios en la escuela de los santos. «Todos los disgustos
de mi vida –escribe en 1869-han venido de personas a las que yo había ayudado; y las
cosas buenas, de la gente que tenía en contra» 161.

La Apología, en 1864, no es propiamente autobiografía, pero sí un libro autobiográfico


centrado en la personalidad del autor y lleno de elementos perennes que desbordan la
ocasión histórica que determinó la obra. Pide justicia contra acusaciones que él juzga
insidiosas y falsas, aunque sin adornar su pasado con vistas a justificarse. Su historia se
desvincula más bien del destino de la sociedad circundante, y es considerada casi
únicamente como acción de Dios. Newman proclama indirectamente la grandeza divina,
la debilidad humana y el misterio de la vocación personal. Se vuelve hacia los hombres,

61
es decir, hacia su acusador, hacia sus jueces, que forman parte de la opinión pública
inglesa, hacia los amigos y adversarios de otro tiempo, y hacia lectores nuevos y
desconocidos que se han asomado a la discusión. Su indudable carga apologética
responde a su elocuente mensaje de credibilidad.

En cuanto a los Sermones parroquiales, probablemente sean la parte más importante


de toda su próvida cosecha literaria. Sobrepasan los cuatrocientos, y en ellos figuran el
pastor de almas, el teólogo dogmático, el creyente comprometido, el contemplativo del
más allá, el agudo crítico de una religión rutinaria y el pensador escatológico de alto
vuelo. En un mundo agitado por racionalismo o por el fideísmo Newman estableció la
memorable síntesis ferazón: una y otra venían a ser para él «como las dos alas con las
que el espíritu se eleva hacia la contemplación de la verdad» 162. Comprendió claramente
al final de su vida que Cristo era la verdad que había encontrado. Estas luchas libradas
durante su dilatada existencia, pues, en vez de rebajarle o destruirle, paradójicamente
reforzaron su fe en el Absoluto, que le llamaba, iluminaba y confirmaba en la convicción
de que «Dios no hace nada en vano» 163.

Sobre la Carta al Duque de Norfolk, en 1875, en realidad un libro de 150 páginas,


digamos que contiene la versión más extensa de su doctrina sobre la conciencia. Dirigida
a rebatir las acusaciones que el exprimer ministro británico Gladstone hacía de algunos
decretos promulgados por el Vaticano I, la autoridad significa para la conciencia del
hombre lo mismo que la Revelación para la naturaleza humana. Viene a consolidarla y a
procurarle plenitud. No la elimina, en absoluto. Tampoco la sustituye ni la ignora. La
autoridad que realmente lo es, fortalece la conciencia y no se afana simplemente en
someterla. Hace posible así una verdadera libertad, que no es la «Libertad de
Conciencia», sino la de tender hacía el único fin previsto por Dios creador, con la ayuda
y la sabia elección de los adecuados medios humanos y sobrenaturales. De ella tiró
Newman para explicar la posición católica moderada y reprender los excesos de los
ultramontanos. Defendió la enseñanza y las «reivindicaciones» del concilio Vaticano I,
afirmando que nunca las había rechazado, y declarando su intención de defenderlas con
el mismo fervor con el que reconocía su deber de lealtad a la constitución, las leyes y el
gobierno de Inglaterra. Prosiguió con su voluminosa correspondencia, sí, pero esta
polémica fue la última. Sin embargo, el hecho de que centenares de libros y artículos
acerca del autor y su obra sigan apareciendo doscientos años después del nacimiento es
un tributo a su importancia como figura religiosa y secular. Pocos hombres en la historia
han gozado de tan amplia variedad de talentos y dones, y menos aún que los hayan
empleado tan eficazmente durante una larga vida, alcanzando fama de doctor y de santo.
El 22 de enero de 1991, Juan Pablo II, reconociendo sus virtudes heroicas, daba luz
verde para su beatificación. El doctorado de la Iglesia vendrá, el día que toque, por su
propio pie. Leer a Newman exige ciertamente un esfuerzo intelectual, pero reporta gusto
refinado y enriquecedor que una vez adquirido nunca se pierde.

62
63
VII
NEWMANISMO

1. EL FENÓMENO NEWMANISTA

John Henry Newman despertó desde su juventud entusiasmos nacionales, consensos y


discrepancias, adhesiones y envidias; nunca desinterés; siempre admiración. Porque
podrá uno estar o no de acuerdo con algunos de sus juicios, pero ante el gentleman de
Oxford lo que ni cabía entonces, ni cabe ahora, es la indiferencia. Sumado a su
personalidad eminente y a lo enciclopédico de la obra, todo ello no hace sino imprimirle
ante la crítica, por de pronto, un carácter polémico y difícilmente asequible que explica
por qué su bibliografía tiene escaladas a fecha de hoy cotas impresionantes: basta
comprobarlo en los volúmenes de la Newman-Bibliographie de J. Artz.

Así como a mediados del XX se produjo un renacimiento kierkegaardiano y por


entonces, o algo después si se quiere, otro teilhardiano, en las décadas posconciliares
saltó a la palestra el incesante y glorioso recrecer newmanista. Cada uno con sus propios
estímulos. Los estudios sobre el melancólico pastor de Copenhague, Kierkegaard, fueron
promovidos mayormente por la teología protestante –K. Barth, E. Brunner, P. Tillich, E.
Hirsch, etc.–, deseosa de redescubrir aspectos positivos en el subjetivismo y en el
concepto de verdad del filósofo danés. El evangelista del Cristo cósmico, Teilhard de
Chardin, marcó también, desde sus investigaciones de la cosmogénesis y de la
antropogénesis, una época gloriosa, si bien no exenta de vivos debates y fuertes
polémicas. En efecto, mientras en sus intuiciones teológicas absolutamente extra-
escolásticas quieren algunos ver la síntesis entre cristología y cosmología; otros, por el
contrario, menos generosos tal vez, prefieren descubrir un gnosticismo metido de rondón
en pleno siglo XX, o cuando menos un sincretismo falseador del mensaje cristiano. De
cualquier forma, Teilhard ha pasado ya a la historia como un gran maestro espiritual de la
época moderna. Desde H. Urs von Balthasar y H. Riedlinger hasta P. Reginal Cren y
Schellenbaum supieron resaltar esto en su día. Que el newmanismo, en fin, se imponga a
estas alturas obedece a diversos factores. Por la importancia que revisten, me gustaría
destacar el que se considere a Newman como un adelantado de los tiempos modernos y
el descubrir en su primorosa doctrina profundas raíces de la posterior renovación
conciliar. Hacia dicha dirección apuntan los estudios de G. Velocci, B. C. Butler, Ch.
Stephen Dessain y P. Boyce.

No es casualidad que, con mayor o menor acierto, se le compare a Kierkegaard y


Chardin. Entre los antiguos lo hicieron G. Brandes, amigo de Nietzsche, y H. Hoffding.
Y desde los modernos, T. Haecker, E. Przywara, R. Guardini, J. Hohlenberg y otros
muchos puestos de relieve por H. Reinalter, O. de Berranger, y C. Fabro.

64
En el hombre de estudio y de continua reflexión que Newman fue se detecta
presidiendo de principio a fin un hacer incansable en numerosos campos de la vida. Las
ideas encumbraron pronto al hombre e hicieron de su legado una obra sumamente vasta
y compleja. De ahí la abundancia bibliográfica y el interés por persona y la obra. Da sin
embargo la impresión, después de un primer intento medianamente riguroso, de que
hasta la fecha hubiera primado en los análisis lo historiográfico sobre lo conceptual, lo
erudito más que lo crítico e ideológico. Y que a la postre hubiera recabado mayor
atención la figura del gran cristiano que la del pensador, la del hombre de Iglesia, que la
del humanista o teólogo. Por supuesto que, lejos de constituir desdoro alguno, semejante
desajuste viene a ser, más bien, el claro síntoma de que a la vista tenemos precisamente
una personalidad fuerte, arrolladora, enciclopédica, un pensador tan fecundo como
polifacético y, por tanto, de nada fácil análisis para la crítica.

En Newman, además, ocurre que junto a temas capitales muy recurrentes persisten
todavía lagunas menesterosas de investigación. Así lo autobiográfico, objeto de
numerosísimos estudios llevados a cabo desde y sobre la Apología: sólo de las últimas
décadas, destacan, entre otros especialistas M. Nédoncelle, S. Lawry, J. Gilbert, y H.
Epstein. Algo similar es posible decir del ecumenismo, con la profusa bibliografía en
torno a la Vía Media y acerca de los Tractarianos, cosecha lograda en buena medida por
D. Bowen, R. W. Church, P. Brendon, J. Morales y A. Heildelberger. Ocurre otro tanto
con la teología –dogmática, sobre todo–, debido mayormente a la doctrina newmaniana
de la evolución del dogma, un punto éste donde, si los trabajos monográficos abundan,
tampoco escasean las desfiguraciones, cuyo mal a mediados del XX fue superado poco a
poco desde sus matizados estudios del especialista Walgrave. La eclesiología, espina
dorsal del newmanismo a fin de cuentas, ofrece matices que supo destacar en su día el
célebre cardenal dominico Yves Congar, otro de los grandes expertos en el célebre
purpurado inglés164. Igual ocurre con la mariología, cuyos significativos argumentos están
ejemplarmente analizados en su tesis por la doctora Govaert y en los estudios de J. T.
Ford y de J. M. Alonso. Con todo, aún se resisten zonas de ulterior esclarecimiento en
este abanico temático, al que se le puede añadir el humanismo newmanista, su
espiritualidad, misticismo, doctrina universitaria, el traído y llevado asunto del laicado, su
liberalismo, sus ideas del hombre moderno y su personalismo165. Y el repertorio podría
seguir.

2. HACIA EL NEWMAN ESENCIAL

Forzoso es reconocer que el newmanismo es ya movimiento universalmente


reconocido. Pocos especialistas habrá que no admitan en su doctrina una ejemplar
lección eclesiológica, un espléndido paradigma de conducta ecuménica y un encendido
cántico a la verdad. La clave de tan prodigiosa difusión hemos de buscarla en la
incondicional fidelidad del benemérito fundador a los valores evangélicos y en su afectiva

65
y efectiva obediencia, a menudo forjada entre enormes sacrificios, los mismos que
hicieron de la suya una trayectoria «la más sublime, la más llena de sentido, la más
convincente que haya recorrido el pensamiento humano […] durante la edad moderna,
para llegar a la plenitud de la sabiduría y de la paz» 166. De esta manera lo destacaba
Pablo VI en la beatificación del P. Domenico Barberi.

Pero Newman, como antes decía, sigue siendo difícil de entender y así lo corrobora,
entre otros factores, el ramillete de calificativos que viene recibiendo, algunos bien
contradictorios por cierto: agnóstico anti-intelectualista, racionalista escondido, lógico
implacable y sofista sagaz, artista sensible, poeta romántico y clásico inglés, humanista
occidental, psicólogo y educador sentimental, gran solitario ante Dios, individualista
religioso y apologista del moderno catolicismo. De él se ha llegado a decir también que
fue el liberal católico por antonomasia, el hombre de la oposición al centralismo romano,
el cristiano peligroso de Inglaterra, el combatiente ultramontano. Y puestos a buscarle
parecido con figuras del pasado, tampoco nos quedamos cortos: Platón de Oxford,
Orígenes moderno, Agustín redivivo, Schleiermacher católico, Darwin de la teología,
verdadero intérprete del tomismo, Padre de la Iglesia de los nuevos tiempos, profeta
moderno, y un interminable y sugestivo etcétera.

La desazón de tanta comparación es patente. A uno le parece que lo de intérprete del


tomismo se aviene mal con Padre de la Iglesia de los nuevos tiempos, por lo menos si
entendemos por tal lo que la patrística enseña y los documentos vaticanos dicen acerca
de esta nueva disciplina. Como si quisiera suavizar los contrastes, Velocci se esfuerza por
explicar la cosa diciendo que «la disparidad de pareceres no debe sorprender porque
Newman era un misterio para sí mismo» 167. Cuesta trabajo, pese a tales matizaciones,
imaginarse a Newman desde algunos de los antedichos títulos. No creo que el ser un
misterio para sí mismo logre aclarar del todo por qué unos lo consideran tomista y otros
patrístico y pionero de la teología nueva, por ejemplo. Pablo VI despejó el horizonte al
afirmar que el día en que el Vaticano II sea bien estudiado advertiremos que su inspirador
indirecto, secreto pero profundo, fue el cardenal Newman. No seré yo quien lo niegue.
Más aún, lo suscribo de la cruz a la fecha, máxime teniendo en cuenta que hacia ese lado
había tirado yo mismo en mi artículo de 1979 bajo el epígrafe Newman y el
florecimiento patrístico. Y es, por lo demás, bien sintomático que el académico francés
y visceral newmanista Jean Guitton declare a San Agustín y Newman sus dos maestros
preferidos: «He tenido dos maestros y dos modelos: San Agustín y Newman. Los estudié
durante toda mi juventud confrontándolos entre sí» 168. De hecho, su conferencia en el
Congreso internacional agustiniano celebrado los días 21-24 de septiembre de 1954 en
París hacia esa dirección apunta169.

Que Newman es denominado profeta de los tiempos modernos es a todas luces


evidente, tanto por los menos como que tampoco falte una crítica empeñada en
descubrirle promotor de corrientes o tendencias con las que nada o bien poco tuvo que

66
ver, y en las que jamás encajará. Pocas cosas podrían entorpecer tanto la marcha hacia el
Newman esencial como ese desmedido afán de estar, en el delicado menester de la
interpretación, al sol que más calienta, sin advertir que de ese modo, y en este caso,
acaba traicionándose a quien, contra viento y marea, supo ser fiel a una doctrina que
entonces no se llevaba, pero que el paso del tiempo se ha encargado de canonizar. A
Newman le han sobrado siempre esa clase de estudiosos. Los newmanistas repartidos
por todo el mundo, en especial los Centros de Amigos Newman con su calor y su aliento
y sus bibliotecas y páginas web, y en España concretamente la misma Cátedra John
Henry Newman de la Universidad Pontificia de Salamanca mediante publicaciones sobre
todo, están consiguiendo en estos decenios estimables celebraciones de congresos,
centenarios, semanas y, sobre todo, el cultivo de una bibliografía internacional de
proporciones ya torrenciales. Algo digno de aplaudir, sin duda, porque la tarea no se
antoja fácil. A título de ejemplo, nótese que antes de ser introducida la causa de
beatificación el 17 de junio de 1958 en Birmingham, además de los 90 volúmenes de
Opera omnia, fueron consultados centenares de archivos y las 70.000 cartas del, o en
torno al, Cardenal. De las 200.000 páginas de documentación examinada, el P. Blehl, a la
sazón postulador de la causa, extrajo 6.483 dactilografiadas y recogidas en 19 volúmenes
entregados el año 1986 a la Congregación, la cual dio en 1989 el placet a la positio (2
volúmenes de respectivamente 493 y 460 páginas). El Centro degli Amici Newman, de
Roma –en un gesto que desde aquí agradezco–, me hizo saber hace unos años que para
la causa de beatificación se estaban examinando los escritos de católico. Más adelante, de
prosperar lo de doctor de la Iglesia, proyecto al parecer en firme, se haría otro tanto con
los de la etapa anglicana.

3. LA IRREGULAR DIFUSIÓN DE SUS OBRAS EN EUROPA

Lo que antecede se hace aún más comprensible conociendo la suerte del personaje tras
su desaparición. Sería inexacto afirmar que sus escritos murieron con él, pues ni la
categoría del autor, ni la relevancia ideológica autorizan un juicio así. Pero que unos
tuvieron la suerte de frente y otros de espaldas parece tan claro como la luz del día.
Mientras el Ensayo sobre el desarrollo, de 1878, conoce los cinco lustros siguientes una
docena de reediciones y la misma Apología, que data de 1864, visita en sucesivas
ocasiones las prensas, la Gramática del Asentimiento, que para ciertos críticos es a
Newman lo que a Santo Tomás de Aquino la Suma de Teología, obtiene, entonces,
discreta difusión. Ahí están los escritos de M. Nédoncelle y de R. Aubert para probarlo.

Dimnet y, con mayor razón todavía, Bremond, propagadores de Newman en el mundo


francés, son responsables de una imagen falsa del converso de Littlemore que durante
largo tiempo circuló por los cenáculos culturales franceses. Hasta que una sensata
reacción impuso distinguir bien entre Newman y los newmanistas, igual que sucede entre
San Agustín y los agustinólogos, Santo Tomás y los tomistas, cualquier maestro eminente

67
y sus discípulos. De esta manera, el Newman fideísta y sicologista, así desfigurado por
Bremond, dio paso pronto, gracias a estudios posteriores, al verdadero Newman. En
1933 Jean Guitton publicaba La philosophie de Newman, su tesis doctoral en la
Sorbona, prestando de esta suerte un gran servicio al redescubrimiento del personaje. A
pesar de tan notable aportación, hizo falta esperar a 1945 para que los teólogos,
preocupados ya por las corrientes personalistas y existencialistas, repararan a través del
excelente estudio La philosophie religieuse de J. H. Newman, de Maurice Nédoncelle,
en las geniales intuiciones del oxoniense170.

¿Influyeron estas deformaciones francesas en la interpretación del newmanismo en


Alemania? La pregunta, desde luego, dista mucho de ser descabellada. De manera
definitiva claro que no, pero sí condicionaron los primeros pasos. Sin apurar mucho, la
misma biografía que en 1920 editaba Mattias Laros se resiente bastante del tendencioso
desenfoque galo. Es mérito del newmanista y agustinólogo polacoalemán P. Erich
Przywara, virtuoso de los contrastes y de la philosophia perennis171, el haber acabado,
entre otros, con el defecto del anti-intelectualismo. Y costó lo suyo, pues los vientos
fenomenológicos de Max Scheler estremecían entonces las aulas germanas. Pero él
acertó a demostrar que numerosos principios de Scheler encontraban todavía mejor
exposición en Newman. Hay quien achaca al célebre jesuita un rostro de nuestro
personaje demasiado escolástico. Sea como fuere, lo cierto es que el auténtico Newman
llegó a orillas del Rhin con los análisis esclarecedores de Przywara. El fue quien
diferenció entre la doctrina newmaniana de la fe y la del inmanentismo modernista que
algunos discípulos de Maurice Blondel le habían atribuido.

Otra dificultad con la que Newman tropezó en Alemania fue indudablemente el


idioma. Como suele acontecer con los grandes maestros, el desconocimiento de su lengua
materna, el inglés, determinó que, durante un tiempo, fuera más citado que estudiado, y
más admirado que conocido. W. Schoell gen, F. Fries y Werner Becker iniciaron, al fin, la
traducción de las obras, y el influjo empezó a ganar pronto profundidad y extensión. Otto
Karrer lanza en 1945 una antología de textos newmanianos sobre la Iglesia, Karl Rahner
se inspira en él para superar la noción fundamental de Tradición. Y Urs von Balthasar,
discípulo de Przywara, acude al newmanismo para integrar el término de historicidad en
una teología durante mucho tiempo puramente nocional, o en otras palabras, demasiado
intemporal172.

Finalizan los años cincuenta y la fama de Newman alcanza el Benelux. El que más
tarde habría de llegar a cardenal presidente del Pontificio Consejo para la promoción de
la unidad de los cristianos, Johannes Willebrands, hubo de reaccionar en Holanda frente a
la interpretación modernista que de Newman hacía el P. Zeno. Por su parte, el famoso y
ya citado Walgrave había defendido en 1942 su tesis doctoral en torno a la evolución del
dogma. Luxemburgo ve nacer la primera Conferencia Internacional Newman, a la que
siguen con no menor entusiasmo y fortuna sucesivos encuentros en otros países, donde

68
los congresistas y estudiosos se estimulan a sí mismos para sentar las bases de libros que
hoy son imprescindibles de puro clásicos.

Corre 1966 y la Conferencia de Oxford abre de par en par las puertas de Inglaterra a
su ilustre hijo. Puede que lo que digo se antoje fuerte, pero nunca inexacta si se tiene en
cuenta que los únicos conocimientos que allí primaban hasta el Vaticano II eran los
biográficos, y ello a pesar de algunos estudios críticos salidos a la luz algunos años antes,
como el de O. Chadwick. El Oratorio de San Felipe Neri, de Birmingham, conoce la
callada y paciente labor del P. Dessain, hace años desaparecido, que desempolva los
manuscritos inéditos del Cardenal Newman, y los lleva, año tras año, a las prensas, con
lo que suministra a los estudiosos un valiosísimo material que enriquece y completa la
imagen anterior del personaje y de su obra ingente. El empuje que las distintas
efemérides centenarias del personaje –nacimiento, cardenalato y muerte– han supuesto
para el newmanismo a través de semanas, congresos y puntuales celebraciones
internacionales es de veras formidable, impresionante, extraordinario.

4. NEWMAN Y EL FLORECIMIENTO PATRÍSTICO

Un campo donde todavía no está dicha, ni de lejos, la última palabra es el que atañe a
las relaciones de Newman con los Padres de la Iglesia. Al newmanista superficial puede
parecerle un juego de azar que el auge actual del gran converso inglés coincida con el
florecimiento de los Padres. Para un conocedor perspicaz no. Y ésta puede ser, ya, una
de las claves ideales para dar con el enfoque que necesita el que fue nada menos que un
adelantado de la teología patrística de nuestros días. Es sintomático descubrir en el siglo
XIX a John Henry formando con Franzelin, Ceben y J. A. Möhler un grupo en el que las
disciplinas históricas y teológicas, tras largos silencios y recíprocos olvidos o, para ser
acaso más exactos, desarrollos paralelos, se reencuentran. El modernismo se interpuso
luego y amortiguó un poco la marcha todavía en sus inicios.

Sólo a partir de 1920 la teología de la historia da con buen aire los primeros pasos. Se
abre camino entonces también la historia de los dogmas, más tarde historia de la teología.
A los viejos métodos escolásticos llega, pues, la hora del cambio. La patrística empieza a
contar, a tomarse como algo serio, a presidir un puesto del que nunca debió ser
desplazada. Cierto es que las cosas no rodaron fáciles al principio. Las fuertes
represiones del modernismo afectaron, obstaculizándola, a esta ralentizada renovación.
Poco a poco, sin embargo, fueron abriendo marcha nombres que después quedarían
consagrados para siempre en los campos histórico, teológico y litúrgico: P. Batiffol, L.
Beauduin, K. Adam, B. Capelle, etc. Por los años treinta toca el turno a las liturgias
comparadas. Al estudio sistemático de la patrística en sí misma y en sus disciplinas
auxiliares, verbigracia la filología y la historia, hay que sumar el de la liturgia. Junto a
Baumstark, iniciador de las liturgias comparadas, tienen puesto también A. Vonier, A.

69
Stolz, O. Casel y los discípulos de Maria Laach. Al término de los años treinta inician su
brillante carrera el dominico Congar y el jesuita Henri de Lubac, newmanistas
insignes173.

De puramente deductiva, la teología cambia en el período de entreguerras a inductiva:


sencillamente, se trata ya de acudir primero a las fuentes, porque los misterios divinos, la
misma fe de la Biblia, se concretan a través de los autores eclesiásticos en realidades
históricas. Por eso la Biblia, la Liturgia y los Padres constituyen para la teología desde
entonces un triángulo referencial insustituible. Por esta vertiente discurren las
generaciones de los años 1940-1960, cada vez con más aplomo y dejándonos obras más
logradas, las mismas que predisponen a los conciliares del Vaticano II. Mientras se
afianzan como figuras teológicas Congar y de Lubac, llegan Daniélou, Marrou, Jungman,
Cerfaux, Losski, los hermanos Rahner, Von Balthasar, Orbe, Pellegrino y un largo
etcétera. Durante los primeros concilios ecuménicos ejer cieron un protagonismo
«presencializador». No es que en los posteriores carecieran de influencia, pero es lo
cierto que habrá que esperar al Vaticano II para escuchar otra vez, limpio y sin
interferencias, el timbre de su autorizada voz. Ahora bien, ¿a quién atribuir este
redescubrimiento patrístico? Sin ningún género de dudas a los componentes de ese
movimiento de retorno a las disciplinas históricas –en el que brilla con luz propia John
Henry Newman–, cuyos principios arrancan de la segunda mitad del siglo XIX.

Que el Vaticano II apostó por los Padres de la Iglesia lo revela, por de pronto, el
subido número de citas: unas 325, de las cuales 130 corresponden a los griegos, y unas
55 a San Agustín. Pero es que no se trata sólo de citas, con ser dato tan insinuante, o
cuando menos revelador. Es, ante todo, cuestión de estilo, de orientación, de rumbo.
Diferentes pasos de los mismos documentos indican, bien explícita, bien implícitamente,
los distintos motivos que indujeron al Vaticano II a sancionar esta nueva consagración
patrística. Renovación podría ser la palabra resumen. Porque el pasado Concilio fue
motivo de saludable catarsis para la Iglesia y –como puntualizó en su día el benemérito
cardenal de Lubac– «cada vez que en Occidente ha florecido una renovación, tanto en el
orden del pensamiento como en el de la vida (los dos órdenes están siempre unidos), ha
florecido bajo el signo de los Padres» 174.

Éstos son ciertamente no sólo transmisores leales de la teología, sino verdaderas


fuentes de teología, entusiastas propagadores y tenaces impulsores de la fe a la vez que
testigos cualificados de la Palabra de puro meditarla y desentrañarla con dedicación y
paciencia, sencillez y finura, hasta el extremo de convertirse ellos mismos en diáfanos
ejemplos del Credo hecho vida. Artífices imprescindibles de teología, el progreso
teológico fue con ellos entonces, y ha de serlo también hoy, notable. De su mano maestra
la catequesis, tan básica hoy en la pastoral, dio los primeros pasos. El mismo Pablo VI
aseguraba cuando inauguró el Instituto Patrístico Augustinianum, de Roma, fruto de esta
esplendorosa renovación conciliar, que sin ellos resulta muy difícil, por no decir

70
imposible, entender el Concilio. En ecumenismo serían de igual modo punto menos que
falsos, y por ende inútiles, los pasos que se dieran prescindiendo del valiosísimo apoyo
patrístico Ellos, los Padres, deben ayudar a la reconciliación entre Oriente y Occidente;
ellos deben poner entendimiento entre ortodoxos, protestantes y católicos; ellos, en fin,
quienes destierren para siempre el gran escándalo de la desunión. Precisamente aquí
también Newman, con las muchas circunstancias que en su biografía concurren, alcanza
singular relieve, y es paradigmático y tiene mucho que decir.

5. NEWMAN Y ESPAÑA

Evocando a Newman recordamos al hombre capaz de unir la más grande


independencia de pensamiento y de vida con la más perfecta humildad y obediencia, al
gran adalid de la fe y la cultura juntas, al patrístico convencido, al singularísimo espíritu
cuya personalidad ha crecido con el correr de los años hasta un punto tal que ya no sabe
uno qué admirar más, si la extraordinaria magnitud humana y religiosa del aristocratizante
pensador o la indiscutible actualidad de sus ideas luminosas. A Newman se le saluda hoy
como a un esclarecido precursor de los tiempos modernos. La espiritualidad, la teología
positiva, la apologética, y particularmente la filosofía religiosa son las principales
disciplinas donde su incidencia y su influjo cobran tonalidades más acusadas. El rigor
cada vez mayor de los análisis sistemáticos y la reciente publicación de algunos escritos
inéditos le han proporcionado inusitado relieve. Y eso no es todo, porque la dirección
hacia la que hoy vamos se adivina en bastantes textos de sus escritos. Por eso tiene tanto
que decir al hombre de nuestros días.

En este sentido cuesta mucho admitir la dura realidad de un deficiente conocimiento de


Newman en España. Es cierto que de unos lustros a esta parte algo positivo se empieza a
percibir. Pero no podemos contentarnos con lo que en el ruedo ibérico ha visto la luz.
España no debe permanecer ajena por más tiempo al newmanismo, aunque sólo fuere
por el beneficio que éste podría reportar a las generaciones venideras. Si tenemos en
cuenta el alcance que hoy está logrando el idioma español en el mundo, las universidades
de Estados Unidos que lo tienen como lengua, y el mismo fenómeno cultural que puede
propiciar en América Latina, se comprenderá que traducir las obras completas de
Newman al español deba ser tarea de rigurosa preferencia para los Centros de Amigos
Newman y directos responsables del newmanismo literario en el mundo, so pena, claro
es, de que éstas perduren desconocidas para cerca de quinientos millones de seres
humanos en el planeta.

Hace ahora casi veinte años, la Revista Agustiniana dedicó un número especial a John
Henry Newman con motivo del centenario de su muerte (1890-1990), donde pudimos
colaborar un grupo de estudiosos, algunos por cierto en francés175. Tirando de oficio
Rafael Lazcano arrimó la pluma con un largo y valioso informe sobre las publicaciones

71
aparecidas a lo largo de una centuria (1890-1990) en lengua castellana176. Allí se lamenta
del escaso relieve que los escritos newmanianos habían tenido hasta entonces en
castellano y de los pocos especialistas hispanoamericanos impuestos en el cardenal inglés.
Indudablemente que traducciones de newmanistas existen. Baste recordar a H. Bremond,
M. Trevor y C. S. Dessain y otros que facilitan la comprensión del personaje. Incluso es
posible añadir que desde entonces a hoy han visto la luz valiosas traducciones de
sermones y cartas y diarios. La Cátedra John Henry Newman de la Pontificia de
Salamanca tiene gran mérito al respecto. Y sería injusto silenciar aquí el buen hacer que
en tal sentido viene prestando Ediciones Encuentro, Rialp y la encomiable tarea de José
Morales, Ramón Mas Cassanelles, Aureli Boix, Víctor García Ruiz, y demás autores y
colaboradores de los Centros de Amigos Newman.

Entiende uno que para limar aristas hermenéuticas y depurar mejor el sentido de sus
frases sería, no obstante conveniente, por no hablar de perentorio y necesario más bien,
el análisis crítico. No es, por tanto, erudición lo que de Newman hace falta. Los
mencionados autores, y otros muchos, cuentan con estimables traducciones,
introducciones y notas a escritos puntuales del pensador inglés. Lo cual está mejor que
bien, desde luego. Pero no basta. Es fundamental sobre todo someter la literatura del
oxoniense a un estudio histórico-exegético-crítico que permita deducir lo fecundo,
duradero y valioso de su pensamiento para el mundo de nuestros azarosos días
posmodernos. No hay más remedio entonces que analizar el estilo de su obra, bastante
condicionado por el momento histórico en que fue escrita, y sobre todo su contenido.
Cumple averiguar las fuentes, cómo accedió a ellas, qué clase de elementos internos y
externos contribuyeron a su formación. Habría que recomponer, por así decir, como una
segunda apología que cubriera el espacio entre la Apología propiamente dicha y la
muerte de su autor, teniendo presente que las insidias y acusaciones ni siquiera después
de recibida la púrpura cardenalicia remitieron. En resumen, dentro del idioma en el que
más cristianos alaban hoy a Dios, o sea el español, someter la obra de Newman, igual
que se hace con cualquier clásico, a los procedimientos que utiliza la crítica moderna, y
descubrir de ese modo su pensamiento genial, su intuición sustantiva, el quid de una
doctrina con tanto poder de convocatoria. En España existen hasta filósofos y teólogos
simpatizantes del célebre Inglés. Juan Zaragüeta y Bengoechea, por ejemplo, merece
consideración al respecto, pues aunque se formó en un molde tomista, cuya impronta le
habría de acompañar hasta la tumba, supo introducir con acierto y buen temple dentro de
la síntesis escolástica numerosos elementos de franciscanismo, suarismo, balmesismo,
bergsonismo, orteguismo, espiritualismo y newmanismo177. Es de esperar que la
beatificación del gran cardenal dará pie, yo así lo espero, a un saludable newmanismo en
España. Conocer a tan eximia figura eclesiástica del XIX reportará copiosos frutos en la
sociedad española, algo siempre digno de aplauso y de gratitud.

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73
VIII
EL MOVIMIENTO DE OXFORD

1. SU ORIGEN, SUS PERSONAJES Y SUS TRACTS

El Movimiento de Oxford178 inició su andadura en 1833 en un deseo de sus


promotores por revisar a fondo las prácticas de la fe católica y combatir con denuedo la
influencia laicista en el anglicanismo. A la postre comportaba un acercamiento a la Iglesia
católica. Fue, en realidad, una corriente espiritual y teológica que alentó en la Iglesia de
Inglaterra entre 1830 y 1845 bajo el impulso mancomunado de Newman, Pusey, Keble,
Fraude, Wilberforce y otros nombres de sólido prestigio. Acentuó el legado de la antigua
Iglesia católica en Inglaterra antes de la Reforma y sus seguidores empezaron a ser
conocidos como tractarianos, de los famosos tracts o folletos de actualidad, unos
escritos breves e incisivos sobre moral, teología, historia y liturgia. De ahí lo de
Tractarianismo, a menudo también movimiento tractarianista.

Nacido en Oriel College, donde eran tutores Keble, Newman y Froude, relativamente
jóvenes entonces y poco conocidos, empezó pronto a ganar fama intelectual con
oportunas incorporaciones como la del profesor de hebreo y fellow de la Christ Church,
E. B. Rusey.

Aquel hombre de profundo sentido religioso y gran laboriosidad que fue Edward
Bouverie Pusey (1800-82) se encargó, una vez convertido Newman, de agrupar en su
entorno a los tractarianos. He ahí también lo de puseyistas con que sus miembros eran a
veces conocidos: Pusey, de hecho, llegó a firmar uno de los tracts (nunca iban firmados)
con la expresa intención de correr con la responsabilidad de lo escrito179. Lo de
tractarianos empezó después de 1840, pero antes ya era común puseyistas.

Todos coincidieron en hacer de Apostasía Nacional, célebre sermón de John Keble


(1792-1866) predicado el 14 de julio de 1833, el inicio del Movimiento, si bien la cosa
venía de atrás. En su Apología, el propio Newman lo considera, de manera muy elegante
por cierto, como «el punto de partida del movimiento de 1833» 180. Desde el punto de
vista crítico, estamos ante un alegato en toda regla contra la medida tomada por el
Gobierno en 1833 sobre la Iglesia irlandesa, cuya minoría anglicana estaba al cuidado de
veintidós arzobispados y obispados. Con tan «atroz medida» quedaban reducidos a doce.
Cierto es que hubiera podido tener sentido de compensación (al revertir los honorarios
sobrantes [suprimidas las diócesis a percibirlos] a favor de los obispados más pobres),
pero la disposición se antojó impopular desde el primer momento, más que por razones
crematísticas, debido a que había sido impuesta por el Parlamento. De ahí el revulsivo

74
que supuso el sermón de Keble. Aquel ilustre orador de la llamada alta Iglesia había
protestado así por entender como intolerable de medio a medio que el poder civil
determinara la suerte de la Iglesia anglicana. No había caído bien, no, la decisión de
Londres dictando reagrupar obispados irlandeses anglicanos que tenían que soportar
fiscalmente los súbditos católicos de Irlanda.

Pocos meses después del antedicho sermón se formó una Sociedad de Amigos de la
Iglesia y vio la luz el primero de los Tracts for the times (Tratados de los tiempos),
ampliamente distribuido entre los clérigos: nacía con ello el anglocatolicismo. Contrarios a
los evangélicos, los tractarianos empezaban formando desde el principio un partido.
Tenían un centro: Oxford; poseían un órgano central de opinión: los tracts; contaban con
dirigentes reconocidos: el más ilustre, sin duda, J. H. Newman, brillantísimo predicador
además. Porque, «si los “tracts” hicieron de Newman el cabecilla del partido en el país,
fueron sus sermones en la iglesia de Santa María los que pusieron a Oxford en el hueco
de su mano. Pocos predicadores anglicanos, acaso ninguno, han ejercido tan grande y
duradera influencia sobre tantos jóvenes. Cuando Newman predicaba, los hombres veían
visiones y soñaban sueños; sus corazones se encendían al ver al Cristo resucitado
morando en la Iglesia, que es su cuerpo. Incluso un conocimiento somero de la literatura
de aquel tiempo hace patente que los tractarianos estaban preocupados, más que de
ninguna otra cosa, por la santidad, un nuevo tipo de santidad, ascética, austera, exigente,
entregada a la devoción a Cristo hasta el máximo, a cualquier precio181».

Cuando Newman renunció a la Via Media, vio cómo era rechazada su interpretación
de treinta artículos y comprendió la inviabilidad del proyecto, suplicó al beato pasionista
Domingo Barberi ser admitido en la Iglesia católica. Los que no le siguieron por ese
camino se quedaron en el Movimiento con Pusey y otros de la cuerda, como Philippe
d’Isle y Lord Halifax. Newman influyó mucho en el ala «anglocatólica» de la Iglesia
anglicana, y de los noventa tracts publicados, catorce fueron suyos. Más allá de las
personas, el Movimiento «significó el reencuentro del anglicanismo con sus mejores
raíces patrísticas, medievales y teológicas» 182. Ahí justamente procedería ubicar a León
XIII y su iniciativa de reforma en los estudios teológicos con el neotomismo y los otros
movimientos que, andando el tiempo, habrían de fraguar en no pocos puntos de la
llamada Nouvelle théologie (Teología nueva) y hasta del mismo Vaticano II.

2. EL LENGUAJE DE LOS TRACTS

La vida de la Iglesia anglicana durante el siglo XIX conoce tres tendencias: la del
partido evangélico, o de la «iglesia baja» (surgido del despertar religioso del XVIII); la de
la «iglesia alta» (integrada por la aristocracia y el alto clero, con mentalidad de Iglesia
nacional), revitalizada religiosamente desde 1833 por el Movimiento de Oxford en sus
tres formas expresivas más comunes de tractarianismo, puseyismo y ritualismo; y la

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tendencia eclesial amplia, que intenta liberalizar la teología anglicana y desarrolla una
intensa actividad social.

El propio Bagot de Oxford, aquel obispo por cuya solicitud se acabaría poniendo fin a
la serie de tracts, dijo acerca de los principios tractarianos: «Están formando en este
momento el movimiento más notable que, por tres siglos como mínimo, ha tenido lugar
entre nosotros […]. El sistema en cuestión, en vez de ser una forma de religión fácil y
cómoda, adaptada a los hábitos modernos y a los gustos lujosos, es inflexiblemente rígido
y severo –poniendo el mayor énfasis en la disciplina y auto-negación– instando al ayuno,
a las limosnas y la oración, hasta un punto que la presente generación, por lo menos,
desconoce, e inculcando una diferencia por la autoridad que es totalmente opuesta al
espíritu de la época» 183.

Publicados anónimamente, los tracts eran una colección en extremo difícil y variada.
Consistían –algunos de ellos por lo menos–, en mera reedición de selecciones textuales
extraídas de aquellos teólogos del siglo XVII con quienes los tractarianos pretendían
tener afinidad. Los redactados por la pluma del doctor Pusey eran documentos teológicos
un tanto complejos. En todos, los clérigos recibían el exhorto a un sentido de Iglesia-
Esposa de Cristo y a ser fieles a su vocación entendida como don de Dios,
independientemente de ningún vínculo con la voluntad de ningún Estado. El
tractarianismo, según esto, venía a resultar un movimiento reformador de la Iglesia
anglicana de raíces muy antiguas que, en 1833 para ser precisos, estallaba de pronto
mediante el fenómeno surgido en Oxford, pese a que algunas raíces eran anteriores.

El mentor de la causa no fue otro que Newman con su devoción a los Padres de la
Iglesia. Propuso a Keble y a Froude la idea de los opúsculos, y ambos apoyaron con tal
entusiasmo la idea de una literatura empeñada en defender la independencia de la Iglesia
que al final del año habían aparecido veinte, once de ellos debidos a Newman. A últimos
de 1833 se unió a la causa Pusey y muy pronto los tracts empezaron a venderse en
grandes cantidades. Nuestro ilustre profesor de Oxford dedicó gran parte de sus energías
al Movimiento en marcha: asistiendo a reuniones, organizando asambleas de todo tipo,
haciéndose presente en cenas y veladas, incrementando la correspondencia,
multiplicando, en fin, sus quehaceres en pro de la causa.

El Movimiento de Oxford llegó a editar noventa tracts cuyas tesis representaban una
tendencia de abierto anglocatolicismo. De él brotó una renovación en toda regla de la
vida monástica, aparte de otras saludables consecuencias. En contraste con los
evangélicos, autoproclamados protestantes y, por ende, colaboradores de los evangélicos
fuera de la Comunión Anglicana, los anglocatólicos del Movimiento encontraron desde el
principio muy difícil la cooperación. Cosa tanto más de subrayar cuanto que estos
seguidores y promotores de tracts ganaron para la causa muchos adeptos: H. J. Rose, W.
Palmer, I. Williams, W. Ward y R. Wilberforce, entre otros tantos dignos de cita. Algunos
optaron por desgajarse del núcleo principal del Movimiento. Los hubo, en cambio, no

76
pocos, que siguieron a Newman en su posterior incorporación a la Iglesia católica. Éste
fue el último aldabonazo del Movimiento de Oxford, prácticamente extinguido a raíz de
la condena que el Claustro de la Universidad impuso a W. Ward en febrero de 1845. De
los cuatro fundadores originales, sólo Newman murió católico, lo que significa, puestos a
evaluar, que si bien su conversión arrastró a muchos al catolicismo, no fue ésta, sin
embargo, ni el primer objetivo ni el principal propósito de los tractarianos.

Nuestro Beato, profesó tierna devoción a la Iglesia de los Padres y todo su afán
consistió en averiguar dónde permanecía ésta. Hurrell Froude, por el contrario, admiraba
mucho la medieval, y también ejerció señalada influencia en sus colegas. El sistema
episcopal basado en las Epístolas de San Ignacio de Antioquía constituye otra
característica destacable. El Azor de Littlemore sostenía con este Padre apostólico y
santo mártir que el obispo es, en la tierra, el representante del «Obispo Invisible» para los
fieles. «Mi propio obispo era mi papa», escribe. Esta doctrina, claro es, atacaba de raíz el
erastianismo184 de la Comunión anglicana. El poder de la Iglesia está en manos de los
obispos185, de ahí que el primordial propósito de los tractarianos no fuese otro que
defender la libertad de la Iglesia respecto al Estado, basándose en el origen apostólico de
la autoridad eclesiástica.

3. EL TRACT 90

Que los Treinta y Nueve Artículos eran, en algunos puntos, difíciles de interpretar a
ningún historiador del anglicanismo le debe sorprender, sobre todo cuando tratan de
misterios como la predestinación. Por otra parte, el sentido rígidamente protestante se
había hecho común en la Iglesia. Nuestro autor se propuso tensar la cuerda cuando en
1841 probó a exponer en el Tract 90 hasta qué punto era posible leer tales Artículos de
modo que no contradijeran las doctrinas católicas por él entonces sostenidas.

Analizado desde el ecumenismo actual, esto no era sino un laudable quehacer de


concordia y de análisis de buena voluntad, y hasta pudiera haberse dado por bueno, visto
sólo como ejercicio académico. Pero Newman era más que un profesor, era nada menos
que el dirigente de un gran partido en la Iglesia. Y ocurrió, por desdicha, lo peor: ni
amigos ni enemigos comprendieron lo que el Tract 90 era y significaba en realidad, a
saber: «el intento desesperado de Newman –según Nelly– para asegurarse de que,
sosteniendo las doctrinas que él sostenía entonces, podía continuar siendo ministro de la
Iglesia de la cual los Treinta y Nueve Artículos eran la carta constitucional. Newman
amaba a Oxford y la Iglesia de Inglaterra; sabía que volverles la espalda significaría
ciertamente excluirse por siempre de la felicidad. Fue una esperanza baldía. El tremendo
tumulto ocasionado por el Tract le confirmó que la esperanza había fracasado» 186. El
Movimiento entraba así en crisis hacia su recta final

77
Newman entonces deja su parroquia universitaria y se retira para siempre a la soledad
de Littlemore, lugar cercano a Oxford, donde él había construido una iglesia para atender
a los feligreses de aquella zona rural. Allí el ambiente es idóneo para buscar la verdad en
soledad, estudio y oración187. Bien por Newman, bien por el beato Barberi sabemos que
aquel 20/22 de abril de 1842, le siguen sus discípulos predilectos Dalgairns y Lockhart, a
quienes no tardarán en sumarse otros. Juntos comienzan una vida de veras monástica:
rezan el breviario romano en común, en el adviento de 1842, incluso se levantan a
medianoche para el canto de maitines, practican la oración mental, frecuentan la
confesión y comunión y ayunan en cuaresma rigurosamente hasta las cinco de la tarde.
También dedican largas horas al estudio en un afán por encontrar juntos la verdad.
Newman da el paso definitivo de ingreso en la Iglesia católica durante la tarde-noche del
9 al 10 de octubre de 1845188. La sacudida causada a los anglicanos en todas partes fue
inmensa. Era tal su prestigio, tal su personalidad, que a muchos ingleses les asaltó la duda
de que la Iglesia de Inglaterra pudiera sobrevivir. «Pero esa Iglesia es un yunque que ha
gastado muchos martillos. Los elementos menos estables en el Movimiento de Oxford
siguieron a Newman y cambiaron la lealtad anglicana por la papal. Todos los grandes
jefes se mantuvieron firmes» 189.

«¡Oh, Pusey! Nos hemos apoyado en nuestros obispos y ellos se han desplomado
bajo nosotros, gritaba Newman en su angustia. El doctor Pusey –apostilla Stephen Neill–
no se había apoyado en ningún obispo; se había apoyado en la Palabra de Dios y en la
Iglesia. Él y John Keble y hombres más jóvenes, como R. W. Church (1815-1890), se
mantuvieron firmes y reanimaron a las fuerzas vacilantes. El anglocatolicismo se había
salvado para la Iglesia de Inglaterra» 190. La verdad es que apoyarse en los obispos en
modo alguno significa no poder hacerlo a la vez en la Palabra de Dios. Tanto como
Pusey, pudo también acudir a la divina Palabra –se apoyó en ella, de hecho–, Newman.
Tocamos, creo, el delicado ámbito de la conciencia, donde Dios puede hablar cuando
quiera, como quiera y lo que quiera.

La corriente de conversiones empezó a crecer. Dicen que incluso León XIII llegó a
estimar que se aproximaba con ello la realización de su dorado sueño: la unión de la
Iglesia anglicana, extendida por todo el mundo, con Roma. Tampoco faltan los que
sostienen que, por ser Newman el guía del Movimiento, habría decidido honrarle con la
púrpura cardenalicia. En este libro creo haber insinuado que pesaron más otras razones.
El Papa también animó a la Liga de la Oración del pasionista Spencer, y aprobó una
organización aún más amplia para la conversión de Inglaterra, manteniendo, no obstante,
para alejar del indiferentismo, la prohibición del ingreso de los católicos en la Unión de
Asociaciones Interconfesionales191. El Papa Pecci, eso sí, no perdió la oportunidad de
elogiar a los ingleses por el afecto a su persona y por su amor en pro de la unidad de la
fe, recordándoles inclusive la conversión de Inglaterra por San Gregorio Magno, la
purificación de las herejías por Celestino I, su permanente unión con el papado durante la
Edad Media, así como la «dolorosa escisión» en la fe y los intentos por superarla. Una

78
conferencia de predicadores en Grindewald tuvo la buena ocurrencia de dirigirle una
eligiosa nota, y el presidente de la Unión para la Oración se mostró resuelto a modificar
los estatutos, recibiendo por ello la gratitud y el ánimo –no su aceptación– del cardenal
Rampolla.

4. LA TESIS DE FONDO DEL MOVIMIENTO DE OXFORD

Para los tractarianos que tomaron el sermón de Keble como referencia programática
del naciente Movimiento, la apostasía de la Iglesia anglicana dimanaba de haber ésta
entregado históricamente al poder civil la propia autoridad apostólica. Aquella autoridad
por la que la Iglesia se mantiene idéntica consigo misma en el tiempo: la autoridad de
Cristo transmitida a su Iglesia por medio de los Apóstoles, cuyos legítimos sucesores son
los obispos. Semejante trasvase al poder civil así, de pronto, constituía un gravísimo
peligro porque implicaba el dar carta blanca a la intromisión del liberalismo político en los
asuntos de la Iglesia, sometida a las decisiones del Parlamento192.

De ahí que, ante los problemas ocasionados por lo de Keble, el Movimiento de Oxford
se abriese camino postulando la vertebración de la Iglesia, que, por ende, había de girar
sobre su propia autoridad apostólica. Según el tractarianismo, la Iglesia anglicana había
de entenderse a sí misma como una de las tres ramas que daban forma a la herencia y
plasmación histórica del catolicismo antiguo, fruto legítimo de la predicación apostólica.
En el fondo no era sino reivindicar la tesis central de la eclesiología católica, es decir, la
condición visible de la Iglesia, matriz de la tradición católica de fe, orgánicamente
articulada por el ministerio jerárquico de los obispos, como medio de salvación para los
hombres, llamados a adherirse a Cristo y a vivir de su vida. De modo que al margen de
ella y de su tradición de fe no es posible acceder a la verdad que guarda la Escritura,
garantía del poder de la Iglesia y promesa de su permanencia. Newman dejaba con ello
atrás su evangelismo protestante de militancia bíblica y, aconsejado por E. Hawkins,
párroco a la sazón de San Clemente, empezaba a dar importancia al significado de la
Tradición en la vida de la Iglesia.

Si el espíritu liberal de un hombre de Iglesia como el intelectual y escéptico R.


Whately, a quien Newman encontró en el Oriel College y que terminaría siendo hostil a
los tractarianos, le había ayudado a descubrir la conveniencia de la separación entre la
Iglesia y el Estado, el no menos enemigo del Movimiento, E. Hawkins, le apartó de sus
últimas convicciones calvinistas. El problema era que Whately nunca se había preguntado
qué es lo que constituye a la Iglesia como verdadera o como una rama de la verdadera,
cuestión vital, en cambio, para Newman y los tractarianos, quienes sí percibían algo que
a Whately se le escapaba. Y ese algo era, cabalmente, que la cuestión no residía en que
políticos no anglicanos, en adelante presentes en el Parlamento, pudieran ocuparse de los
asuntos de la Iglesia nacional. Era, más bien, que la Iglesia no podía tolerar su secuestro

79
por el poder civil: he ahí la que Keble llamaba «apostasía» de la Iglesia nacional.

El punto de partida de Newman y sus amigos era que la Iglesia anglicana siempre
había querido ser y entenderse a sí misma como una rama de la Iglesia católica de los
orígenes, y que ellos estaban sosteniendo aquel cristianismo primitivo enseñado para
todos los tiempos por los primeros doctores de la Iglesia. Ahora bien, esta antigua
religión, presente en los formularios anglicanos, resulta que había desaparecido, o poco
menos, del país a causa de los cambios políticos de los últimos ciento cincuenta años.
Urgía, por tanto, restaurarla cuanto antes. Whately, sin embargo, se limitaba a sostener
que era intolerable que la Iglesia anglicana debiera estar subordinada al control de los que
no eran anglicanos.

Newman iba más lejos, plenamente consciente de que la identidad de la Iglesia


anglicana era el catolicismo de la Iglesia antigua, y que la misión encomendada al
Movimiento de Oxford no podía ser otra, en su opinión, que la de velar por esa
identidad, iniciando la restauración de lo que de hecho había sido y quiso ser desde su
independencia de Roma: una rama del catolicismo de los tiempos primeros, prolongado
en las Iglesias del Oriente ortodoxo y en el mismo catolicismo romano, en este último a
pesar de la corrupción de la doctrina y de las pretensiones históricas del Papado. Si la
Iglesia nacional inglesa no se había plegado al principio protestante de la sola Scriptura,
era no más que por entender que este principio se destruye por sí mismo. Los
protestantes no se dan cuenta de que se comportan en su defensa como los católicos
romanos al adherirse a su propia fe. Creen lo que creen porque así se lo han enseñado:
unos que la Escritura tiene carácter divino, los otros que lo tiene la Iglesia. Sólo la
continuidad con la tradición de Iglesia surgida de la predicación apostólica nos puede
garantizar el medio de acceder a la verdad contenida en la Escritura; y libramos de caer
en el marasmo de las opiniones individuales de sus lectores, aunque todos acudan a ella
creyendo en su divina inspiración.

Los tractarianos con Newman a la cabeza propugnaban la independencia espiritual de


la Iglesia de Inglaterra frente al liberalismo y el Estado. El Movimiento procuraba eludir
la Reforma indagando en los valores espirituales y teológicos de la Iglesia de los primeros
siglos y recuperando así, para la Iglesia de Inglaterra, una doctrina del ministerio que
habría de provocar tensiones de puertas adentro y en las relaciones ecuménicas. De ahí
que el Movimiento fuese atacado por el ala liberal de la universidad, por la prensa y por
el gobierno, que nombró obispos de entre aquellos que se oponían a él. Pero el
argumento teológico subyacente a todo esto lo afrontó Newman en su célebre obra la Vía
Media.

5. LA VÍA MEDIA EN EL ANGLICANISMO

Valiéndose de las Escrituras, de los Padres y del Anglican Prayer Book, Newman

80
profundizó su visión de la Iglesia de la Vía Media especialmente en los tracts 11, 71 y 90
y en las conferencias sobre El oficio profético de la Iglesia. Era ésta un intermedio entre
el anglicanismo actual y la Iglesia de Roma, cuya posición había sido mantenida siempre
por los anglocatólicos. No era teoría nueva. La base de la Iglesia visible eran las
Escrituras, especialmente los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas.

Su obra la Vía Media es el paso previo indispensable para poder leer y comprender
otra de sus obras más renombradas, el Desarrollo de la Doctrina cristiana, respuesta
precisamente a la acusación anglicana –esgrimida en la Vía Media– de que la doctrina de
la Iglesia católica romana actual no coincide con la de la Iglesia católica antigua. En
cuanto a la Vía Media, la expone en su libro El oficio profético de la Iglesia (1837). El
canon llamado a servir de criterio era el lirinense quod ubique, quod semper et quod ab
ómnibus (lo que es siempre, lo que está en todas partes, lo que es a partir de todos).
Con su libro la Vía Media el autor pretende aclarar la relación de la doctrina anglicana
con el catolicismo romano, sus puntos de acuerdo y sus diferencias.

Al ir recuperando el ciclo completo de las verdades cristianas, nuestro Beato dio la


impresión de estar difundiendo la doctrina de la Iglesia de Roma. Por eso fue acusado de
papismo, el más nocivo reproche que se podía hacer en la Inglaterra de entonces. Y por
eso también dedicó él los antedichos tracts a probar que la Iglesia anglicana estaba
situada en la Vía Media entre los reformadores protestantes y los seguidores de Roma,
que la única Iglesia visible se había dividido en tres ramas, la griega, la romana y la
anglicana, y que la verdad revelada debía hallarse íntegra antes de la división, en la
doctrina de la antigüedad. Al propio Newman, claro, no se le escapaba el grave riesgo
que corría con su propuesta.

Tal planteamiento exigía dar razones de esta autoconciencia eclesial contra el


protestantismo y contra Roma, y no sólo ya contra los ataques al anglocatolicismo que
procedían de fuera, sino contra los que venían de las otras Iglesias cristianas. Esto es lo
que Newman pretendió con sus célebres lecciones sobre El oficio profético de la
Iglesia, publicadas en 1837 y después, ya católico, como primer volumen de la obra
definitoria de su propuesta eclesiológica diferenciadora de la identidad anglocatólica
frente a protestantes y romanistas, o sea la célebre Vía Media de la Iglesia Anglicana.

Responder a estas dos cuestiones llevará a Newman a elaborar las ideas fundamentales
que constituyen el entramado doctrinal del anglocatolicismo del Movimiento Oxford. En
el desarrollo de las mismas, termina él por ver la inviabilidad del anglocatolicismo y, en
consecuencia, del papel que el Movimiento quiere asignar al Estado: es decir, la
inviabilidad de una Iglesia que se quiere a sí misma como expresión legítima del
catolicismo antiguo. Por eso mismo Newman, al distanciarse de la Iglesia anglicana, lo
hará también de la forma histórica temporal que ésta había adquirido a partir del siglo
XVII como religión de Estado.

81
Lo que Newman pretendía defendiendo esta confesionalidad era salvaguardar la
soberanía de las decisiones de la Iglesia en los asuntos espirituales, justificándola en
razón de la autoridad divina de la Iglesia en su propio dominio. Se trataba de una
confesionalidad que pretendía liberar a la Iglesia del relativismo de la ideología liberal, a
base de negar al poder civil su competencia en asuntos espirituales. Estamos ante una
forma de confesionalidad que, en realidad, representa una manera de separar la Iglesia
del Estado, pero que se fundamenta en la obligatoriedad moral que todo poder humano
tiene de acatar la superior autoridad de la verdad revelada. Para sostener un pulso así con
el espíritu liberal de la época, el Movimiento de Oxford pretendía fortalecer en la
conciencia de los anglicanos la identidad de la Iglesia y el alcance de su misión.

Pero el principio del fin para el Movimiento de Oxford fue la publicación en 1841 del
Tract 90, considerado católico romano por gran número de personas de Oxford y
condenado por los obispos, uno tras otro. Sus adversarios pidieron a Newman que se
retractase, pero él siguió firme en sus convicciones. Por ello, intentaron obtener al menos
la promesa de que no continuase ni siguiese defendiendo el tractarianismo. A esto
Newman accedió y en una carta al Obispo de Oxford resignó su lugar en el movimiento
para retirarse a Littlemore. Su lugar como líder del Movimiento de Oxford fue asumido
por William Ward, por entonces tan romano como él. Después del Tract 90, los
tractarianos sufrieron claras desventajas en Oxford. Isaac Williams perdió la oposición
para la cátedra de Poesía, antes ocupada por Keble. El acceso a los fellowships (puestos
de tutores) les fue clausurado, y los documentos necesarios para ordenarse en el
anglicanismo empezaron a serles denegados a sus simpatizantes. El Movimiento así
estaba prácticamente muerto. Había terminado193.

82
IX
FE Y RAZÓN

1. IDEAS PARA EL SIGLO XXI

En Newman pensador adelanto algo, pero el tema me parece de la suficiente


envergadura como para dedicarle capítulo aparte. Newman llegó a este mundo cuando
las antiguas certezas se debilitaban y el racionalismo y fideísmo crecían hasta límites de
alarmante frenesí. El primero, rechazando la autoridad y la trascendencia. El segundo,
alejando, o retrayendo, de los retos de la historia y del quehacer secular, con lo que se
daba pie a una dependencia deformada de la autoridad y de lo sobrenatural. Así y todo,
nuestro flamante Beato consiguió dar en aquel mundo de entonces –he ahí su mérito–
con una síntesis admirable entre fe y razón, «las dos alas, según Juan Pablo II en su
encíclica Fides et Ratio, con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la
contemplación de la verdad» 194. Se comprende por eso que su ilustre figura brille hoy
con singular refulgencia en el firmamento de los analistas que afrontan este célebre
binomio teológico, de clara impronta bíblico-patrística por otra parte.

«La contemplación apasionada de la verdad lo llevó a una aceptación liberadora de la


autoridad, que tiene sus raíces en Cristo, y al sentido de lo sobrenatural que abre la
mente y el corazón humanos a toda la gama de posibilidades reveladas en Cristo» 195,
Guíame, luz amable va a ser su plegaria favorita, transida toda de amor, de luz y de
sometimiento. No debe, por tanto, extrañar que sus ideas sobre el binomio ferazón las
hiciera suyas el Vaticano II, ni que aquel aristócrata del espíritu y próvido autor del XIX
anglosajón sea hoy uno de los guías intelectuales de Benedicto XVI, por mucho que sus
planteamientos representen una línea bastante más liberal que los del entorno vaticano.

El siglo XXI va a evidenciar que el valor de los esfuerzos newmanistas y la


originalidad de sus aportaciones a la Iglesia son reconocidos por doquier, lo que induce a
concluir que han fructificado prodigiosamente. Declarado admirador suyo, Juan Pablo II
abordó en la citada encíclica Fides et Ratio la cuestión del liberalismo religioso y del
supuesto conflicto ferazón, así como la crisis de la verdad, otro de los temas a él afines.
Aunque tímido y comedido, Newman se había opuesto en redondo al relativismo
religioso, y hasta se puede añadir que rara vez había rechazado un reto que le pareciese
coyuntura ideal para exponer la verdad, independientemente, claro es, de que el desafío
proviniese de dentro o de fuera del catolicismo.

La idea medular de su más importante obra como teólogo, Ensayo sobre el desarrollo
de la doctrina cristiana, que vio la luz en 1845, es que en la Iglesia se ha dado un
desarrollo doctrinal bajo la guía del Espíritu Santo, cuya sobrenatural autoridad garantiza

83
su certeza. Deseaba probar así que la Iglesia de los primeros tiempos había sido idéntica
a la católica contemporánea. Su propósito, al publicar en 1851 La situación actual de los
católicos en Inglaterra, no fue sino defender al catolicismo de seculares prejuicios
protestantes, suscitados de nuevo a causa de la reinstauración de la jerarquía católica en
Inglaterra. La tesis de tales páginas era que cuanto más atractivo le resultaba el
catolicismo a la gente, más necesario se hacía también que el protestantismo lo atacase
como algo diabólico. Newman critica estos prejuicios, faltaría más, sobre todo a causa de
su incoherencia interna. Al mes de julio de 1852, en fin, responde La Segunda
Primavera, el resonante sermón predicado, según he dicho, ante el primer sínodo
celebrado en Oscott después de restaurada la jerarquía católica en Inglaterra.

«La recta razón, es decir, la razón rectamente ejercitada –viene a sostener nuestro
pensador–, lleva a la mente hasta la fe católica, y siembra ésta en todas sus reflexiones
religiosas para que actúen bajo su guía. Pero la razón, considerada como un agente real
en el mundo, y como un principio operativo en la naturaleza del hombre, está muy lejos
de tomar una dirección tan recta y satisfactoria» 196. Por supuesto que no faltan quienes
acentúan la importancia de sus estudios a la armonía entre fe y razón, tan torcidamente
malentendida en aquel crepúsculo finisecular del XIX. Armonía, por lo demás, que a
fecha de hoy continúa saludable. Porque la práctica totalidad de las universidades
católicas y un buen número de pequeños centros superiores seculares y de impronta
protestante en los Estados Unidos han utilizado las teorías de nuestro purpurado como
cimiento de sus programas académicos. No importa que algunos se obstinen en recelar de
su doctrina en este sector. Es el sino de los grandes. Lo que aquí más vale y resulta más
de aplaudir es que el siglo XXI viene asumiendo solidario sus ideas al respecto. A la
postre, y se quiera o no, siempre van a resultar controvertidas, sin duda, sobre todo para
quienes no consideran el conocimiento como un fin en sí mismo sino que más bien
conciben la educación simplemente como formación para una carrera profesional, o a lo
sumo como un medio, el más acertado que se conozca, de preparar a los jóvenes para
que sean ciudadanos útiles al Estado. El cardenal Newman fue más profundo y exigente
que todo eso.

2. HACIENDO CAMINO CON FE Y RAZÓN

Así discurre la más conocida de todas sus obras, Apología, en la actualidad un escrito
clásico tanto de la literatura como de la autobiografía, el que terminó por consolidar su
reputación de gran inglés y de ferviente católico. Había sido atacado de forma gratuita en
una revista por el clérigo y novelista Charles Kingsley, quien, a propósito de la reina
Isabel I, se había despachado en estos términos: «La verdad, por sí misma, nunca ha
constituido una virtud para el clero católico-romano. El padre Newman nos informa de
que no necesita serlo y que, en definitiva, no debe serlo; que la astucia es el arma que el
cielo ha dado a los santos para que resistan la fuerza bruta y viril del mundo malvado que

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toma y es dado en el matrimonio. Puede que su pensamiento no sea doctrinalmente
correcto, pero es un hecho que es así» 197. Escrita con inusitada rapidez, la réplica salió
en seis semanas. Recibió críticas universalmente favorables y las ventas alcanzaron cifras
enormes, con lo que no sólo le fue devuelta y acrecentada su reputación, sino que incluso
se acabaron sus constantes preocupaciones económicas198.

En noviembre de 1874 el político británico Gladstone escribió un opúsculo relativo al


Vaticano I, donde afirmaba que sus decretos muestran que «nadie puede convertirse [al
catolicismo] sin renunciar a su libertad moral y mental, y sin dejar su lealtad civil y su
deber a merced de otro». Esto era ya rozar la injuria. Newman tenía por aquel entonces
74 años pero se armó de valor para la empresa y, prefiriendo contestar de forma indirecta
al gran abanderado del liberalismo inglés, escribió al duque de Norfolk, prestigioso laico
católico que había sido alumno suyo en el Oratory School de Birmingham. Nuestro
incansable luchador utilizó la Carta al Duque de Norfolk, aquel libro de 150 páginas
publicado en 1875, para explicar la posición católica moderada y a la vez reprimir los
excesos de los ultramontanos. Se alineó con las reivindicaciones del Vaticano I
declarándose pronto a «defenderlas con el mismo fervor con el que reconozco mi deber
de lealtad a la constitución, las leyes y el gobierno de Inglaterra». Newman, pues,
responde punto por punto a las numerosas objeciones de Gladstone contra el catolicismo
recurriendo de nuevo al binomio ferazón199.

La fe es un don de Dios, una gracia. Si ésta es necesaria para hacer un acto de fe, no
lo es menos que creer es un acto auténticamente humano. Depositar la confianza en Dios
y adherirse a las verdades por Él reveladas es lo más lógico y natural. De ninguna manera
quedan con ello comprometidas ni la inteligencia ni la libertad del hombre, sino todo lo
contrario. El motivo de creer no depende de que las verdades reveladas sean
comprensibles por la luz de la simple razón, sino de que éstas provienen de la autoridad
divina, que no puede engañarse ni engañarnos. Es más, la fe nos da una certeza mayor a
todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios que no puede
mentir. De modo que si algunas verdades reveladas pueden parecer oscuras y extrañas a
la experiencia humana, «la certeza que da la luz divina, es mayor que la que da la luz de
la razón natural. Con palabras que hoy recoge el Catecismo de la Iglesia Católica, él
acertó a decirlo con frase maestra: «Diez mil dificultades no hacen una duda; dificultad y
duda son cantidades inconmensurables» 200.

Entre fe y razón jamás puede haber desacuerdo, ya que Dios es el autor tanto de la
Revelación como de la razón y no podría contradecirse a sí mismo, ni lo verdadero
contradecir jamás a lo verdadero. El acto de fe es cosa personal, respuesta libre del
hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero no es acto aislado. Así que nadie
puede creer solo, como tampoco nadie puede vivir solo. Recibimos la fe de otros y
debemos transmitirla a los demás. Es impresionante constatar cómo a través del tiempo y
del espacio, la Iglesia es fiel a sí misma y a su fundador Jesucristo. El cristiano puede con

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toda confianza investigar, leer, documentarse en la abundantísima literatura católica,
desde los escritos de San Justino, San Clemente o San Policarpo, en el siglo primero,
hasta los más recientes de Benedicto XVI, pasando por todos los grandes teólogos de
veintiún siglos, sin encontrar alguna traición al Credo original201.

En este ir haciendo camino a base del manejo armónico y ecuánime del binomio
ferazón, el Beato Juan E. Newman se reveló maestro insigne y un guía incomparable,
algo que la crítica, cierta crítica, ha tardado lo suyo en reconocer. Comprendió la
imperiosa necesidad de ambas, y sobremanera en lo relativo a la verdad, que es la
cuestión básica de la vida y de la historia de la humanidad, porque no todo puede
reducirse a opinión, ni la verdad puede limitarse tampoco a ser el simple resultado del
consenso. La razón humana tiene capacidad para conocer la verdad. De ahí que sea
necesario reflexionar sobre la verdad, un quehacer en el que Newman bregó mucho y se
reveló clarividente líder en análisis y planteamientos ya desde la época de los Sermones
Universitarios.

3. EL DRAMA DE LA SEPARACIÓN ENTRE FE Y RAZÓN

Si en la Veritatis Splendor Juan Pablo II quiso llamar la atención sobre algunas


verdades de orden moral que habían sido mal interpretadas, con Fides et Ratio optó por
la verdad misma y su fundamento en relación con la fe, haciendo ver las negativas
consecuencias que se siguen de separar ambas. Dice el Papa que, aunque parezca
paradójico, la razón encuentra su más precioso apoyo en la fe, mientras que la fe
cristiana, por su parte, necesita de una razón que se fundamente en la verdad para
justificar la plena libertad de sus actos. La llegada de la época moderna señala una
progresiva separación entre fe y razón, con el consiguiente deterioro del papel
desempeñado por la filosofía: de sabiduría y saber universal se ha ido empequeñeciendo
hasta ser considerada una más de las tantas parcelas del saber humano.

Juan Pablo II entiende que re-armonizar fe y razón, filosofía y teología, significa dar
con la clave ideal cuyo punto de partida debe ser siempre la palabra de Dios revelada en
la historia, y cuyo objetivo final no puede cifrarse sino en la inteligencia de ésta,
profundizada progresivamente a través de las generaciones. Sobre la gran fecundidad de
esta vía se han pronunciado distinguidos autores cristianos que han sabido combinar
búsqueda filosófica y datos de fe. El Papa cita nominalmente a John Henry Newman y
otros autores modernos202 como ejemplo de autores preocupados por llevar a los
hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad.

Con ellos de la mano, pues, el autor de Fides et Ratio vuelve a proponer con fuerza y
convicción la capacidad de la razón para conocer a Dios y, de acuerdo con la naturaleza
limitada del hombre, las verdades fundamentales de la existencia: espiritualidad e

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inmortalidad del alma, capacidad de hacer el bien y de seguir la ley moral natural,
posibilidad de formular juicios verdaderos, afirmación de la libertad del hombre, y así
seguido. Al mismo tiempo, reafirma que dicha capacidad metafísica de la razón es un
dato necesario para la fe, de modo que una concepción de fe que pretendiera
desarrollarse al margen o en alternativa a la razón sería deficiente incluso como fe. Es
incuestionable, pues, que para sostener la capacidad de la razón por conocer la verdad de
Dios, de nosotros mismos y del mundo es precisa una filosofía capaz de comprender
conceptualmente la dimensión metafísica de la realidad. Que Newman en esto es muy
actual salta a la vista.

El 9 de mayo de 2009, durante su discurso a los jefes religiosos musulmanes, cuerpo


diplomático y rectores de las universidades jordanas de Amman, en la mezquita Al-
Hussein Bin Talal, Benedicto XVI mencionó como tarea de cristianos y musulmanes «el
desafío de cultivar para el bien, en el contexto de la fe y de la verdad, el gran potencial
de la razón humana. Los cristianos, de hecho, describen a Dios, entre otras maneras,
como Razón creativa, que ordena y guía al mundo. Y Dios nos da la capacidad de
participar en esta Razón y, de este modo, actuar según el bien. Los musulmanes adoran a
Dios, Creador del Cielo y de la Tierra, que ha hablado a la humanidad. Y como creyentes
en el único Dios, sabemos que la razón humana es en sí misma don de Dios, y se eleva
al nivel más elevado cuando es iluminada por la luz de la verdad de Dios. En realidad,
cuando la razón humana consiente humildemente ser purificada por la fe no se debilita; al
contrario, se refuerza al resistir a la presunción de ir más allá de los propios límites» 203.
Un texto, por cierto, donde se certifica la célebre frase de nuestro flamante Beato:
«Llegará un tiempo en el que la Iglesia será la única en defender la razón» 204.

El reto que nos aguarda, por tanto, consiste en afirmar la razón humana, cultivarla en
sintonía con la verdad, aquella que la razón puede por sí sola descubrir y aquella que
acoge humildemente como revelada por el Misterio. Por eso, la adhesión genuina a la
religión -lejos de restringir nuestras mentes-amplía los horizontes de la comprensión
humana. El reto papal en este discurso va dirigido a todos los hombres, en franca
dimensión del diálogo interreligioso. Resumiríamos su mensaje precisando que afirmar la
razón en su total grandeza es tarea de todos, ya que está en juego lo humano. Dicho con
los escritos newmanianos: «Hay que volver a unir las cosas que en el principio estaban
unidas y que han sido separadas por el hombre (se refiere a la razón y la fe). Deseo que
el intelecto se expanda con la mayor libertad, y que la religión disfrute de igual libertad,
pero lo que pongo como condición es que deben encontrarse en el mismo sitio: la
persona». Seguir separando, o lo que es peor aún, contraponiendo la razón y la fe es letal
para el hombre y la sociedad205. He ahí un drama de inmensas proporciones que
Newman intentó conjurar advirtiendo de sus demoledoras consecuencias. Análisis de
singular respiro y largo alcance.

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4. FE Y RAZÓN EN LOS SERMONES UNIVERSITARIOS

El 21 de octubre de 1861, Newman escribe al suave y pacífico Isaac Williams: «Llevo


veinte años queriendo escribir sobre fe y razón. Uno nunca sabe pero quizá esté ahora
más a punto de ponerme a ello que durante todos esos años. Desde luego, si me pusiera,
me llevaría muchísimo tiempo –y entonces se plantea uno si vivirá lo suficiente–» 206.
Repasando en Apología los escritos de la primera mitad de su vida, insiste retrospectivo:
«En mis Sermones Universitarios hay una serie de análisis sobre el tema de la fe y la
razón; se trataba de primeros tanteos de una tarea importante y necesaria: una
investigación de las bases definitivas de la fe religiosa, anterior a la diferenciación de
credos» 207. Tarea importante quiere decir aquí urgencia por ofrecer una respuesta lúcida
y relativamente sencilla a ciertos aspectos de la llamada crisis de fe que afecta al conjunto
de nuestra sociedad. Respuesta por vía de reflexiones asequibles y útiles en principio para
todo creyente antes de la distinción de credos o confesiones religiosas específicas. Se
trataba de primeros tanteos, es cierto, pero en esta forma de pensar –aquí expresada con
la espontaneidad de algo en proceso de elaboración– se mantuvo Newman toda la vida.
Son, en suma, ensayos, porque este tipo de sermones tiene, por lo común y lícitamente,
carácter de investigación en cuanto predicados ante un auditorio ilustrado. Versan además
sobre temas profundos, aún no plenamente estudiados, y son expuestos mediante
reflexiones hasta donde veía el predicador que podía llegar208.

Ya en 1826, había empezado con el primero a expresar públicamente su pensamiento


sobre la fe y la ciencia; y en 1843 culminó su reflexión con el esbozo de la teoría del
desarrollo doctrinal, último de estas piezas oratorias. Los expertos tienen constatado que
el pensamiento se forja en la primera época: la obra posterior no será más que el
desarrollo de sus líneas básicas, y tendrá un carácter de aclaración o plenitud de lo
avanzado al principio. En El asentimiento religioso (a.1870), preparado durante largos
años, profundiza - sin absorber ni arrinconar las piezas-temas de estos Sermones cuyo
contenido abarca buena parte de su pensamiento más íntimo. De hecho «volvió a
editarlos casi sin ningún retoque en 1871, al año siguiente de haber publicado sus
reflexiones maduras sobre el mismo problema. Sin dejar de defender la primacía de la
conciencia, pensaba que debía reconocerse a la razón su parte correspondiente y, a lo
largo de toda su vida fue elaborando la justificación razonable de la fe, con una
penetración psicológica y una comprensión imaginativa muy distante de las desabridas
abstracciones del racionalismo ateo o teológico» 209.

La realidad es que para mejor comprender el Ensayo sobre el desarrollo de la


doctrina cristiana (1845) conviene hacer primero lectura en Sermones Universitarios,
de los que él mismo, una vez convertido y tras su cotejo con la doctrina católica sobre la
fe, concluye resuelto: «Ahora, después de leer estos sermones, debo decir que pienso
que son en su conjunto lo mejor que he escrito, y no puedo creer que no sean católicos,

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ni que dejarán de ser útiles» 210.

Si en el prólogo de 1871 a tales Sermones parece limitarse a precisar los sentidos en


que había usado el término «razón», su propósito en el de 1847 fue tratar las relaciones
entre fe y razón de una manera más completa, desde sus raíces hasta sus consecuencias.
Basta citar el comienzo para caer uno en la cuenta: «¿Por qué motivo –se pregunta–, en
el juicio cotidiano de los hombres, la fe es contraria a la razón, o irracional? Es chocante
que se diga que la fe se opone a la razón; porque quien cree, en su misma profesión de
creer, se sirve de cierto instrumento racional». Newman, pues, trata brillantemente del
uso de la razón dentro de la fe: la teología, la sabiduría… e incluso del problema previo o
más hondo del sentido y valor del lenguaje religioso, bíblico y eclesiástico211.

A pesar de cuanto precede, y es curioso, su pensamiento tardó lo suyo en producir


efecto sugerente y renovador en la teología escolar católica. A Newman le debemos un
esfuerzo perseverante por dar a la reflexión sobre la fe una forma más sencilla y más
orgánica que en los escritos apologéticos de los últimos siglos. San Agustín, Santo Tomás
y otros grandes maestros del pensamiento cristiano habían ahondado ya en las relaciones
entre fe y razón sorteando los escollos del racionalismo y del irracionalismo, que a veces
amenazan simultáneamente, y otras de manera alternativa, por causas o pretextos muy
distintos. También el Vaticano I se había pronunciado magistralmente sobre esta cuestión
tantas veces replanteada con nuevos factores. Todo lo cual no anula el valor de la
búsqueda concreta hoy, realizada en circunstancias distintas. Tampoco, a su vez, la de
Newman desde sus distintos puntos de vista, comprendido el de estos Sermones
Universitarios, libro que tiene ya el valor de un clásico moderno y que, sin haber
agotado su capacidad de sugerencia creativa ante los nuevos problemas, puede ayudarnos
muchísimo para asimilar y recepcionar el Vaticano II.

5. HACIA UN HUMANISMO VERDADERO

«Tomás de Aquino mostró que entre la fe cristiana y la razón subsiste una armonía
natural. Y esta es la gran obra de Tomás, que en aquel momento de enfrentamiento entre
dos culturas –ese momento en que parecía que la fe tuviese que rendirse ante la razón–
mostró que ambas van juntas, que cuando aparecía la razón incompatible con la fe, no
era razón, y cuanto parecía fe no era fe, si se oponía a la verdadera racionalidad; así él
creó una nueva síntesis, que formó la cultura de los siglos sucesivos» 212. Ya antes,
repito, lo había expresado también con su habitual agudeza San Agustín. El
planteamiento de nuestro inmortal oxoniense en este reino de armonías seguirá idéntico
rumbo. De ahí su palpitante actualidad213. Recuérdense, verbigracia, los interrogantes de
las biotecnologías a la inteligencia de la fe o a las solicitaciones críticas dirigidas al
creyente por las llamadas ciencias exactas o por las ciencias sociales.

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La relación ferazón jamás fue pacífica ni se dio por descontada dentro del
cristianismo. Los convenios dedicados recientemente a Newman214 recuerdan que ha
habido un humanismo capaz de admirar y promover cuanto de verdadero, bello y justo
hay presente en toda cultura y de aprehender a través del alfabeto de las ciencias la
correspondencia entre razón y Logos. Pero la fe no puede traducirse en historia
desprovista de alianza con la razón. El cristianismo, con su fuerte apuesta por el
humanismo, se ha convertido en extraño a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. De
aquí que la negación de toda verdad objetiva haya llegado a ser la base dogmática del
nuevo pensamiento traducido en negación de la humanidad del hombre y de su misma
identidad. El rechazo sistemático del posible acceso a la verdad tiene, de hecho, recaídas
antropológicas negativas. La relación ferazón, en consecuencia, lejos de ser un problema
académico, constituye más bien una cuestión práctica de la esperanza anunciada por los
creyentes en y por este mundo.

Mas separar la racionalidad de la totalidad del sujeto, con la capacidad de juzgar y de


concluir, está, según Newman, contra la estructura misma de la mente humana.
Ciertamente nuestro Beato, con el apoyo de su inteligencia prodigiosa y el vuelo siempre
sublime de su iluminada fe, afronta el problema de fondo para un creyente cuando se
pregunta cómo dar razón de la esperanza a toda generación que nos pide cuentas. Y
sobre todo cómo mostrar que el acto de creer en cuanto efectuado por el mismo sujeto
que en su relacionarse con la realidad emplea una racionalidad implícita, es el mismo que
utiliza un procedimiento racional explícito semejante al proceder argumentativo de la
ciencia. Entrambos movimientos racionales son fruto de la mente humana, la cual no
puede estar ausente en el asentimiento que la fe pide.

La defensa de la fe no puede prescindir de ser acto intelectual del hombre abierto en


su integridad al mundo. Amparado en la Sagrada Escritura, Newman replica en el décimo
sermón universitario que la fe no tiene el mismo método de prueba que la razón, por
supuesto, ya que la fe es algo más elevado que la razón . Y sin embargo, desde otro
punto de vista no menos apasionante, cabe insistir en la manifiesta imposibilidad de que
la fe sea independiente de la razón, y un modo nuevo de llegar a la verdad» 215.

Bien asido luego a la racionalidad del acto de fe del creyente, reivindicará para el
cristianismo plena dignidad cultural y filosófica. Cuando en Apología escribe que «diez
mil dificultades no hacen una sola duda», no hace sino hablar de su experiencia como
creyente, de sus pasos hacia un humanismo verdadero, en el que la razón está
íntimamente ligada a la libertad y la persona, implicada de lleno, es interpelada a ofrecer
una respuesta concreta, existencial con toda su carga de riesgo. En los años de enseñanza
en Oxford ya había desmentido que el cristianismo fuera como un sistema que obstruye
el camino al progreso. En febrero de 1848 tiene que salir al paso de quien se ha permitido
sugerirle que no se deben correr riesgos en materias de fe: «Deseo ardientemente que
cuantas personas conozco se hagan católicas pero deseo antes que pidan fe, porque una

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conformidad meramente externa con la Iglesia sería muy penosa, lo mismo que la
rebeldía de la razón una vez en ella. Pero Dios no nos necesita, y siendo la fe algo difícil
y que supera la razón, Él, que ha hecho hablar a la Iglesia, nos dará el don de escuchar y
aceptar, si se lo pedimos con insistencia» 216.

Si la ciencia es búsqueda de verdad, sólo la arrogancia de la razón o la miopía de una


fe cerrada al diálogo pueden crear aquel terreno de hostilidad o de contraposición que no
pocas veces ha caracterizado, al menos después del iluminismo, las relaciones entre el
cristianismo y las ciencias. En este camino hacia un humanismo verdadero a base de
conducirse uno con el espíritu armónico y ecuánime de la fe y la razón, el cardenal
Newman elevado por Benedicto XVI a los altares en el Cofton Park de Birmingham
quedará para siempre para la historia de la religiosidad y del pensamiento como
paradigma de un diálogo fecundo y constructivo, beneficioso a todas luces, entre la
ciencia y la fe.

91
X
EN LOS ALTARES

1. SU CAMINO DE SANTIDAD

Se cuenta en algunas biografías la curiosa historia del pequeño resobrino preguntando


a su anciano tío quién es más grande, si un cardenal o un santo. Tal vez la respuesta nos
aclare por qué Newman admitió la púrpura a condición de conservar el Oratorio de sus
largos ratos de silencio, estudio y oración: «Pequeñín, un cardenal es de la tierra,
terrestre; un santo es del cielo, celeste». Eran los años crepusculares de una vida llena de
méritos, cuando el ilustre oratoriano de Littlemore, a menudo presa del cansancio,
transcurría horas y horas en la capilla o bien rezando el rosario por la estancia. El
pequeño había recibido de la mamá una cariñosa reconvención: no hacer muchas
preguntas al tío, porque podía fatigarse217.

Los estudiosos de tan atractiva faceta en la vida cristiana dicen y vuelven a decir que
practicó lo que hoy podríamos denominar santidad de la inteligencia. La suya, en efecto,
al menos por fuera, eso fue: una santidad alejada del estereotipo al uso; santidad,
digamos, no común al tradicional criterio popular. Escritor incansable, la verdad es que
no produjo libros expresamente orientados a los temas del espíritu, aunque sus obras y
cartas traspiren todas, de una u otra manera, cristianismo a raudales. Sólo por intuición
es posible deducir cómo eran su vida de oración y su experiencia íntima con Cristo. Por
lo demás, en fin, tampoco parece haber tenido gracias místicas extraordinarias ni nada
especialmente notable en su vida ascética, en su pobreza evangélica o en su generosa
entrega a los necesitados (aunque en el período de la «plaga irlandesa» hay quien
sostiene que más de una vez llegó a poner en peligro su vida por asistir a enfermos). Era
el suyo, más bien, quehacer apostólico básicamente intelectual y, en dicho sentido,
sobremanera fecundo, es cierto, pero ya se sabe que la santidad de los intelectuales, y
esto conviene recordarlo, suele pasar inadvertida al común de los mortales.

De modo que, puestos a clasificar su carisma, sería preciso decir que practicó con
maravillosa exuberancia, lo que podríamos denominar como santidad de la inteligencia,
que no deja de ser, después de todo, una de las más atractivas y sublimes facetas del
espíritu. El camino y la cruz de Cristo en su vida determinaron que él los compartiera a
tope en el proceso de incesante búsqueda de la verdad hasta dejarse crucificar por ella.
La transparencia ideológica fue el rasgo más distintivo de quien con su habitual sencillez
pudo escribir el citado y archiconocido «no he pecado contra la luz» 218. Su fidelísimo
seguimiento a la Luz amable que de modo gradual iba provocando en su tierno corazón
fe y ardimiento ejemplares, llegó hasta el heroísmo, hasta las mismas cumbres intactas y
azules de la beatitud. Apología pro vita sua es al respecto un fascinante testimonio de

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honradez y de pureza intelectual. Él mismo llegó a escribir que su conversión no había
significado mayor fervor, ni mayor fe, ni cambio de vida y costumbres, en fin. Y es que
la suya fue conversión de un pensador metódico, de un afanoso peregrino de la verdad
que acabó encontrándola en la Iglesia de Roma: «Decidí guiarme por mi razón, y no por
mi imaginación […]. De no haber sido por esta severa resolución, yo me hubiera hecho
católico antes» 219.

En otro orden cosas, su frecuente lectura patrística le ayudó lo suyo a comprender el


divino don de los santos, nota específica en los Padres de la Iglesia, y a procurar en sí
mismo la honestidad intelectual propia de aquellos colosos de la fe, que en su caso de
converso fue determinante para verificar incansable los hechos y enfrentarse resuelto a
los prejuicios. Devoción a la verdad, por otra parte, que se me antoja clave en su
esforzado estudio de la historia de la Iglesia. Dice mucho que sus ideas ecuménicas, el
desarrollo doctrinal de la Iglesia y las relaciones de ésta con el «mundo», sean hoy las de
un concilio Vaticano II que apostó fuerte por este singular carisma de los santos.

Los escritos de nuestro benemérito gentleman inglés irradian santidad y verdad, y


traslucen hasta qué punto la verdad es liberadora, y también hasta qué límite su búsqueda
exige de nosotros un amor ungido de libertad interior, ascética de la mente y de mística
en el corazón. Con su evolución religiosa llegó a seguro puerto precisamente porque
nunca ignoró la luz ni se mintió a sí mismo, por mucho que ello entrañase, en más de un
caso y de dos y de tres, quedar en minoría o verse convertido incluso en una figura
impopular. Newman es un testigo moderno –los hubo siempre y siempre los habrá– de la
unidad entre amor y verdad en todo proceso de liberación humana, según vocación del
hombre al goce deleitoso de la verdad y del amor eternos.

De la suya, por eso, cabe decir que fue santidad de la inteligencia forjada sobre el
yunque del paulino veritatem facientes in caritate (Ef 4,15): «siendo sinceros en el
amor». Su beatificación ha puesto de relieve la decisiva importancia de aquel esfuerzo, el
premio merecido por su fidelidad a la verdad en la vida humana, así como el puesto
central, también, de la verdad en la Iglesia católica, la cual no se satisface ni se llena sólo
con la pura buena voluntad o el simple y generoso desgaste. Deben éstas ser, además,
«verdaderas» en la caridad. Justamente lo que Newman pretendió con su vida y en sus
obras.

2. DIFICULTADES Y LENTITUD EN EL PROCESO

Juan Pablo II exhortaba en su carta de 2001 al arzobispo de Birmingham: «Oremos


para que pronto la Iglesia pueda proclamar oficial y públicamente la santidad ejemplar del
cardenal John Henry Newman» 220. Antes, en abril de 1989, el cardenal Joseph
Ratzinger, prefecto entonces de la Congregación para la Doctrina de la Fe, había

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admitido el creciente número de santos y beatos en la última década matizando, de
pasada, que entre éstos se hallaban algunos que tal vez no signifiquen mucho para la
inmensa mayoría: él había propuesto entonces dar prioridad a aquellos cuyas vidas
encierren un mensaje más universal para los creyentes contemporáneos. El cariño de
Benedicto XVI por el cardenal Newman es evidente y que el 19 de septiembre de 2010,
haciendo una excepción en su pontificado, fuera quien personalmente lo proclamara
beato en Birmingham no deja de ser revelador.

Newman fue celebrado a su muerte como un sabio de la era victoriana, con


necrologías en mil quinientos periódicos del mundo entero. Entre diez y quince mil
personas –o veinte mil según algunos-se agolparon en las aceras de las calles de
Birmingham por donde pasaba el féretro camino de Rednal. Incluso el secular y
londinense The Times declaró en un editorial que, canonizado por Roma o no, lo sería en
los pensamientos de las personas piadosas de diversos credos en Inglaterra. Y el
protestante Evangelical Magazine afirmó que, de la multitud de santos del calendario
romano, pocos podrían considerarse más merecedores de un título semejante que el
cardenal Newman.

La causa, sin embargo, tardó en abrirse camino hacia Roma. Y cuando llegó, no
faltaron católicos liberales recelando del candidato por haber sido progresista. Todavía en
1987 conservadores de la Congregación para la Causa de los Santos insistían en que
podría haber sido canonizado antes si hubieran prestado un apoyo más vigoroso los
obispos católicos de Inglaterra. Tampoco faltaron, en fin, los amigos de rizar el rizo
achacando la deficiencia a unos obispos ingleses temeroso de provocar el resentimiento
de los anglicanos, cuando resulta que el arzobispo de Canterbury había declarado tiempo
atrás que nada tenía que objetar.

Obviamente no se canoniza a los santos por su brillante inteligencia, sino por la


excelsitud de su vida. La reina de las virtudes cristianas es la caridad, no la sabiduría, lo
que, aplicado al capítulo de canonizaciones, nos podría explicar que falten en ellas
destacados pensadores y escritores. Por qué la inteligencia parece crear aún obstáculos a
la santidad es pregunta para ciertos expertos no desprovista de razones221.

Una sería de carácter histórico: desde la Revolución Francesa, las principales


corrientes del pensamiento moderno se han desarrollado al margen de la Iglesia y, a
menudo, en oposición a ella. Roma en ese tiempo se mostró reacia con sus propios
intelectuales y eruditos. Otra podría ser cultural. Intelectuales y eruditos, por sólida que
su reputación de santos sea, no significan mucho para la gente que acude, invoca, pide
milagros. Los intelectuales católicos, se dice, podrán defender la idea de la santidad o
esforzarse incluso por vivir ellos mismos como santos, sin duda. Lo que pasa es que no
suelen ser muy dados a expresar devoción de tales.

Y por si fuera poco, Newman trataba los más controvertidos asuntos de su tiempo

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yendo a veces en contra de los vientos de Roma. Eminente hombre de letras, magistral
estilista en prosa y quizás el predicador inglés más fino del XIX anglosajón, tampoco le
dolían prendas en afirmar que no eran éstos los dones que la Iglesia aprecia en sus
santos. Buscaba la mutua integración de fe y conocimiento, historia y humana
experiencia, continuidad y cambio. Aspiraba, en suma, a dar cabida en su modus
operandi a la razón y la fe juntas. De ahí que, como pensador y escritor, procurase en
todo momento dirigirse a aquella zona de controversia y preocupación en donde la
religión y la cultura se funden y se entrelazan. Aun siendo plenamente hombre de su
época, fue, no obstante, el único católico en anticipar el rumbo que la Iglesia habría de
tomar con el Vaticano II. De ahí que entre sus títulos más rumbosos, predomine hoy el
de profeta.

Su reputación sobrevivió a través de sus escritos; es decir, por las cualidades de su


inteligencia y por la elegancia de su prosa, también debido a su integridad, mas no tanto,
no necesariamente al menos, por las virtudes heroicas que las practicó–, en las que basar
su santidad. Los intelectuales y artistas religiosos actúan como mediadores de Cristo de
una manera que sólo es accesible a un pensamiento y arte poderosos, y, por tanto, sirven
como modelos de santidad en los ámbitos más elevados de la cultura. El suyo no es
ascetismo del monje metido en la celda, ni tampoco del eremita penitente, ni sus
sufrimientos los de un mártir, quizás. Pero la santidad es ilimitada en cuanto a formas de
ser y de manifestarse. Él, por lo menos, así pareció entenderlo al escribir: «Muy diversos
son los santos. Esta misma variedad es una prueba de que se trata de un trabajo de Dios;
pero aunque sean tan diversos, y sean cuales fuesen las especiales líneas que han
seguido, todos han sido héroes» 222.

3. SANTIDAD FORJADA EN EL DOLOR DE CRISTO

«El drama interior que caracterizó la larga vida de Juan Enrique Newman giró en torno
al tema de la santidad y de la unión a Cristo. Su deseo más ardiente era conocer y
cumplir la voluntad de Dios» 223 siendo dócil a su conciencia. El Catecismo de la Iglesia
Católica lo corrobora con texto de cosecha newmaniana: «La conciencia es una ley de
nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y
deber, temor y esperanza […]. La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo
de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos
gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» 224.

Destaca en nuestro hombre de Dios sobre todo el misterio de la cruz del Señor: este
fue el centro de su misión, la verdad absoluta que no se cansó de contemplar, la luz
amable a la que nunca cesó de seguir. Quinceañero aún, descubrió a los Padres de la
Iglesia en la Historia de la Iglesia de Cristo, de Joseph Milner, y desde entonces tuvo el
profundo convencimiento de hallarse poseído y guiado por Dios, intuición luego

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poematizada en el celebérrimo verso «Guíame, dulce luz» (Lead, Kindly Light)225. Pero
fue también apasionado de la Sagrada Escritura, por él recomendada a familiares y
amigos como inestimable recurso de buenos y santos propósitos, sobremanera en los
momentos de soledad, en los viajes y en las noches de insomnio. Supo adiestrarse con
ella también para mejor conocer y vivir la Iglesia.

El dolor de Cristo se hizo presencia de amor en su propio dolor. Mucho le hicieron


sufrir algunos cardenales y conversos ultramontanos. Ser tachado de poco leal a Roma,
de hombre el más peligroso de Inglaterra, y hasta de un hereje por defender el papel
activo de los laicos en la Iglesia y su vocación a la santidad, tesis hoy, por cierto,
conciliares de la cruz a la fecha, lo dice todo. Luego resulta -¡ironías del destino!-, que la
santidad como camino a recorrer en el fiel seguimiento de Cristo, es una exigencia
perentoria, urgente en nuestro tiempo, según Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte.
Sí. La Iglesia tiene mucha necesidad de santos que, después de «haber visto» el rostro de
Cristo, den testimonio de Él (cf. Jn 19, 35)226. A juicio del filósofo Jacques Maritain, la
santidad de los cristianos es la vía para demostrar a los incrédulos la existencia de un
Dios amoroso y misericordioso, es el único Evangelio que el hombre contemporáneo
sabe leer, escuchar y comprender227. Newman así lo plasmó en su archiconocida oración
Irradiar a Cristo228. Sólo Dios hace santos, sin duda. Por eso mismo la historia de un
santo es siempre una historia de amor, la del Dios que ama y la de un ser por Él amado
que aprende a corresponder a su divino amor. Pero precisamente por ello es también, y
no estará de más destacarlo, historia que incluye malentendidos y desengaños, traiciones
y reticencias, persecuciones y cruz. Newman no fue una excepción a todo esto.

Durante largos períodos de su vida como católico romano, sintió que se le metía en el
alma el frío cuchillo de querellas mezquinas. Su mala suerte fue haberse hecho católico
en un momento en que la dirección de Roma estaba negada en redondo al pensamiento
moderno. La prueba es que, ante la continua desconfianza y los fracasos, nada volvió a
publicar en los siguientes cinco años. De esta interminable cadena de fracasos y
sospechas, de negaciones y decepciones, él mismo da cuenta en su Diario el 21 de enero
de 1863 con doloridas palabras: «Esta mañana –dice–, al levantarme, se ha apoderado de
mí con tal fuerza la idea de que soy una persona que molesta, que no pude ir a la ducha.
Me decía: ¿para qué intentar conservar o aumentar la salud, si no sirve para nada? ¿Por
qué vivir para nada? […]. Desde hace años, esta es una idea constante […]. ¡Qué triste,
qué deprimente ha sido mi vida desde que soy católico! […]. Todo empezó cuando me
puse a mirar hacia Roma e hice aquel gran sacrificio que me pidió Dios y por el que Él
me ha recompensado de diez mil formas. ¡Sí, Dios mío, de muchas formas me has
recompensado!; pero has sembrado mi camino de contrariedades casi sin interrupción
[…]. Desde que soy católico me parece que no he hecho nada; no he tenido más que
decepciones» 229.

Pero él nunca se arrepintió del paso dado. Nunca sintió el menor asomo de volverse

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atrás. Y así, en medio de este claroscuro de confianza y zozobra, de acatamiento y
queja, todavía el 30 de octubre de 1867, sin nada entonces de qué desahogarse, tiene que
dejar a la pluma que se despache con este sobrecogedor desahogo: «Nunca me he
encontrado en una situación de más sencillez y comodidad que ahora, y me cuesta creer
que siga así sin alguna cruz de un tipo u otro […]. Dios me ha dado todos los dones y
todas las bendiciones que cabe pensar. Nada tengo que pedir más que perdón, gracia de
Dios y una buena muerte» 230. Y Dios, no obstante, le esperaba todavía… ¡con la
púrpura!

4. LA SANTIDAD, ESE DON POR ANTONOMASIA DEL CRISTIANISMO

Dos frases de Walter Scott acompañarán a nuestro Beato durante toda su vida: «La
santidad antes que la paz» (Holiness rather than peace) y «El crecimiento es la única
prueba de la vida» (Growth the only evidence of life)231. Únicamente se le podrá
entender desde Dios y el alma, polos uno y otro alrededor de los cuales gira él, igual
exactamente que en su día San Agustín. Polos maravillosamente ilustrados por su mote
cardenalicio «El corazón habla al corazón» (cor ad cor loquitur), escogido precisamente
como lema de la visita papal a Gran Bretaña. Apropiada elección, si bien se analiza, ya
que, como en este mismo libro indico, dice mucho de la concepción que nuestro cardenal
inglés tenía del ser humano. Porque se le hacía proverbial, y así lo enseñaba, que la
verdadera comunicación entre personas va más allá de la inteligencia, se logra desde el
propio corazón al corazón de los demás232.

La santidad cristiana, en su opinión, empieza siendo, a la luz de la Escritura, un don de


lo alto, una importantísima verdad cuya diferencia de las virtudes de la naturaleza estriba
en que las del cristianismo son perfeccionadas «con la esperanza, la caridad y la
abnegación de sí mismo, que son los frutos específicos del espíritu, en cuanto distintos
de la virtud ordinaria» 233. «El Espíritu Santo reúne, alienta y sazona los elementos más
exquisitos de nuestra naturaleza moral; la virtud de los paganos difiere de ellos un poco a
la manera que el principio vital de un cuerpo enfermo y agotado difiere de la salud,
fuerza y belleza corporal que, sin embargo, está sujeta a la enfermedad y a la
corrupción» 234. Los frutos del Evangelio rebasan por todos lados la ética natural. El
cristianismo, pues, nos ofrece no sólo una renovación de nuestra naturaleza moral, sino
la armonización de todas sus capacidades y afectos en la unidad del hombre perfecto,
«según la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13). Llama la atención su
insistencia en que no debe haber cristianos «de segunda fila» por lo que se refiere a la
vocación a la santidad. Y la sugerente crítica que lanza desde el anglicanismo contra
ciertas formas católicas romanas de presentar la santidad como algo extraño, separado de
la vida diaria de los hijos de Dios; «la santidad cristiana pierde su frescor, su vigor y su
hermosura, al quedar congelada –por decirlo así– en determinadas actitudes que sólo

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tienen su gracia cuando están libres de afectación235. Todo cristiano, pues, debe
progresar en santidad

A raíz de lo del Tract 90 escribe al obispo de Oxford renunciando a su puesto en el


Movimiento de Oxford con palabras que podrían considerarse definitorias de su
disposición callada a la santidad: «Creo que puedo soportar –o por lo menos intentaré
soportar-cualquier humillación personal, de suerte que estoy a salvo de traicionar los
sagrados intereses que me ha confiado el Señor de la gracia y del poder» 236. Y en los
días previos a su conversión, afina desde una perspectiva más doctrinal que
autobiográfica todavía en el sermón sobre los divinos llamamientos: « ¡Ojalá pudiéramos
tener aquella sencilla visión de las cosas que nos hiciera sentir que lo único importante es
agradar a Dios! […] ¿Qué puede ofrecer el mundo que pueda parangonarse con esta
intuición de las cosas espirituales, con esta viva fe, con esta celeste paz, alta santidad,
eterna justicia y esperanza de gloria que poseen quienes sinceramente aman y siguen a
nuestro Señor Jesucristo?» 237.

Con todo, sus juicios sobre la santidad se hacen, si cabe, más íntimos, sugestivos,
intelectuales y cordiales a la vez en su Diario: a veces le hacen a uno recordar las
Confesiones de San Agustín. «La verdad, evocando al cardenal Newman, no se posee;
se es poseído por ella. No se impone, se propone. Requiere del hombre la actitud de la
docilidad, no la manipulación. Le exige contemplar el mundo, antes de pretender
transformarlo. Por ello mismo, esta visión cristiana de la realidad, inspirada en la
Escritura, es una apuesta por un mundo de sentido frente al absurdo de un devenir
irracional guiado por las solas fuerzas de la materia» 238. El enfoque newmanista de la
santidad, por eso, mueve y conmueve, crea belleza, despeja caminos, hace aflorar
propuestas, genera fuerzas interiores y proporciona esperanzadas razones. Leyendo su
Diario, saca uno la sensación de estar ante el santo que trabaja su virtud desde un gran
sentido común -eso que de puro fácil y simple se torna en ocasiones tan difícil e
infrecuente-, y a quien nada de lo que le hace sufrir empaña su alegría interior. Todavía
el 21 de enero de 1863 tiene que reconocer, en medio de tanto y dolor y tanta
incomprensión: «Sería yo un ingrato si no tuviera en cuenta lo que Dios se ha dignado
hacer a través de mí» 239.

5. UNA SANTIDAD DE SABOR MARIANO

Clérigo anglicano aún, predicó en el XV sermón universitario de Oxford, con motivo


de la fiesta de la Purificación: «Santa María es nuestro modelo de fe, tanto en la
aceptación como en el estudio de la verdad divina. No le basta con recibirla, sino que
profundiza en ella. No empieza, por cierto, razonando, como Zacarías, sino creyendo
primero; y luego, por amor y reverencia, usando la razón detrás de la fe. De este modo

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ella simboliza para nosotros no sólo la fe de los sencillos, sino también la fe de los
doctores de la Iglesia, los que tienen que investigar, profundizar y definir el sentido del
Evangelio, además de profesarlo» 240. He aquí un pensamiento sobre la mariología y la
santidad de porte altamente autobiográfico. En él emergen a la superficie sus consabidos
análisis del binomio fe-razón y la confirmación de mis anteriores reflexiones en torno a la
santidad de la inteligencia.

Entre las virtudes, el jesuita y en su día postulador de la causa, P. Blehl, no dejó de


subrayar la humildad del ahora nuevo beato ante las repetidas frustraciones que había
experimentado como católico, y de las que jamás se quejó a sus compañeros del
Oratorio, sorprendidos al conocerlas después de su muerte. Pero, por encima de todo, su
dedicación a los ideales espirituales del Oratorio: llevaba las cuentas de la escuela del
Oratorio, escribía cartas a los padres de los alumnos sobre la conducta de sus hijos,
dirigía obras de teatro en latín y hasta quitaba el polvo de los libros de la biblioteca.
Estaba al servicio de los parroquianos, en su mayoría pobres, escuchaba confesiones a
diario, predicaba y dirigía las diversas misiones que visitaban las cárceles, los hospicios y
los orfanatos. Como decía un viejo oratoriano: Newman llevó hasta la perfección el arte
de ser uno más. El juicio personal de Blehl es más generoso todavía: «Hay pruebas de
que Newman vivió siempre en la presencia de Dios» 241.

Un aluvión de cartas de católicos, anglicanos, metodistas, presbiterianos aseguran que


sus titulares deben a Newman su conversión al catolicismo, y junto a los que defienden
que habría que canonizarlo están los que afirman que debiéramos rezar no por Newman,
sino a Newman. Detestaba las fracciones dentro de la Iglesia, y, en materia de
controversia, se oponía a las condenas bruscas. Declinó la invitación a asistir en calidad
de consultor al concilio Vaticano I, a pesar de sus opiniones avanzadas. El trabajo en
gremios y comisiones nunca había sido su fuerte y pretextó no sentirse libre de hablar
con franqueza en presencia de obispos.

Fue el famoso teólogo Louis Bouyer242, un converso del luteranismo y sacerdote


católico del Oratorio francés, el que primero lanzó un libro sobre la espiritualidad de
Newman como hombre y no sólo como pensador. Examinar los escritos del oxoniense,
que abarcan noventa volúmenes, en cuanto a su significado teológico y espiritual, ha sido
un trabajo ímprobo de la comisión, ya que tuvo que investigar las cartas, memorias,
autobiografías y biografías de sus amigos, colaboradores y enemigos. Sólo las cartas a él
o acerca de él escritas mientras vivía componen una cifra que oscila entre cincuenta mil y
setenta mil.

La comisión coleccionó asimismo los materiales secundarios y ocasionales, tales como


artículos aparecidos en periódicos y revistas, biografías e incluso las recensiones de las
mismas. En 1980, la bibliografía de los estudios secundarios sobre el candidato incluía
cinco mil títulos, sin contar los artículos de prensa y las noticias breves. Por último, debió

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examinar entre setenta mil y noventa mil cartas más, que de él trataban y fueron escritas,
tras su muerte, a su albacea literario, el Oratorio, y a los vicepostuladores, en busca de la
santidad de aquel hombre de Dios y hombre de Iglesia. En mayo de 1986, la comisión,
concluido el trabajo, presentó al tribunal diocesano un texto de seis mil cuatrocientas
ochenta y tres páginas sobre la vida, las virtudes y la reputación de santidad del ahora
Beato.

Él mismo confiesa que disfrutaba leyendo las cartas de los antiguos Padres de la
Iglesia, como Basilio, Agustín o Juan Crisóstomo, porque, al leerlas, tenía la sensación de
encontrar la verdadera vida, oculta pero humana, de unos santos enfrentados a las
cuestiones controvertidas de su tiempo. Luego resulta que en lugar de escribir tratados
doctrinales formales, habían escrito controversias. Justo como él. Pensando así, sale a
relucir que estaba una vez más definiéndose a sí mismo. Hasta el último aliento de vida
permaneció dentro de sí la inefable experiencia de los dos seres perfectamente claros: él y
su conciencia y su creador. «Newman sintió acercarse al ángel de la muerte, y en ese
momento el moribundo envió al hermano que lo cuidaba hacia fuera, diciendo: Yo puedo
salir solo al encuentro de mi fin. Una típica frase suya, sin duda, la de quien había
estado siempre solo en la vida y también quiso estarlo en la muerte» 243. Corriendo el
otoño de 1848, deja en Cartas y Diarios este hermoso pensamie