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HANS URS VON BALTASAR

TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD
Theologie und Spiritualität, Gregorianum, 50 (1969) 571-586

La Alianza como síntesis

Desde el punto de vista bíblico, no se puede decir qué es anterior: si lo que más tarde se
llamó Teología o lo que, aún más tarde, se llamará Espiritualidad. Lo original y lo
constante en la Biblia es ese doble compromiso -de Dios por el hombre y del hombre
por Dios- que llamamos Alianza, y que se apoya en la iniciativa unilateral de Dios
(llamada y promesa). Por problemática que sea la categoría de la Alianza nos
proporciona lo que aquí buscamos: la posibilidad de hablar de una relación amorosa, de
un conocimiento mutuo; un concepto total, como son en la Biblia los de emet, sedek,
hesed (verdad, justicia, misericordia). El conocimiento que posibilita la Alianza entre
Dios y el hombre, es comparado al pacto matrimonial perfecto: un conocimiento que
abarca y embellece la totalidad del "tú" corporal y que está posibilitado por el espacio
de fidelidad que abre el compromiso. Dios, como esposo, deposita el germen de la
promesa en el seno del pueblo, y este germen será dado a luz un día y recibirá el nombre
de "Dios-con-nosotros", "Hijo de Dios e Hijo de hombre". La tragedia de Israel será no
reconocer en ese fruto el cumplimiento de la promesa. Y así como en el niño crecen,
unificadas y sin posibilidad de separarlas, la participación del hombre y de la mujer, así
en el fruto de la Alianza se mezclan en inseparable unidad la participación del hombre y
la de Dios (que es quien lleva la iniciativa). En el AT, la palabra de Dios quedaba
siempre por encima del pueblo y, por eso, la palabra de Israel nunca fue la respuesta
plena de la obediencia existencial, sino solo la "alabanza", que el Espíritu incorporaba a
la palabra de Dios. Pero en Jesucristo la Palabra se ha hecho carne, y uno mismo
representa a las dos partes del Pacto. La justicia de Dios es plena en ambas partes,
porque la Palabra de Dios se realiza totalmente en el hombre, y el hombre es total
obediencia amorosa a Dios. En el AT quedaba un "espacio intermedio" que había de ser
cubierto por un mediador, el cual "bajaba" desde Dios con los mandamientos, o "subía"
cargado con los pecados del pueblo. En el NT la idea del mediador queda superada:
"cuando se trata de uno solo no hace falta mediador" (Ga 3,20) y una es la justicia de
Dios, plena por ambas partes.

Por eso, en Jesucristo no pueden distinguirse Teología y Espiritualidad: su


conocimiento de Dios (Jn 3,11, etc) es uno con su servicio y su testimonio desinteresado
(Jn 7, 18; 8,55). Y en esa Alianza plena están incluidos todos los seguidores de Cristo:
María con la plenitud de su sí que tiene carácter modélico y fundador para la
Comunidad de Cristo; y los restantes santos, que se dejan desposeer de sí por la justicia
de Dios para quedar como enviados por encargo de Cristo en servicio de la
reconciliación (2 Co 5,18ss). Por diversos que sean los carismas de estos enviados,
ninguno podrá separar la unidad entre Teología y Espiritualidad, entre conocimiento de
Dios y reconocimiento actuante. Ninguno podrá convertirse en especialista de uno de
los dos lados.
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La multitud de carismas y la unidad entre Espiritualidad y Teología

Es verdad que entre los carismas que enumera Pablo hay algunos que parecen ocuparse
más del aspecto del conocimiento. Partiendo de Ef 4,11 podríamos hablar de apóstoles,
profetas y maestros (los pastores y evangelistas son sólo representantes de los apóstoles
en los diversos distritos), los cuales serían una continuación de los sacerdotes, profetas y
sabios del AT (cfr Jr 18,18; Ez 7,56) abarcando así la totalidad de la antigua Alianza:
Ley, Profetas, Sapienciales. En la lista de Rm 12 pertenecerían al primer grupo la
"presidencia" y quizás también la diakonía, al segundo la "profecía", y la didascalia al
tercero. Lo mismo puede hacerse en 1 Co 12,8ss. También 1 Co 12,28 comienza la lista
con una clara división primera: "unos apóstoles, otros profetas, otros maestros", a la que
sigue una serie de subdivisiones como en las otras listas.

Frente a estos tres grupos, estarían los carismas "prácticos" que no parecen reducibles a
ellos (limosna, hospitalidad, misericordia, don de curaciones... ). Pero la diferencia que
aquí se insinúa es una diferencia entre doctrina y praxis, no una diferencia entre
Teología y Espiritualidad. Los carismas del primer grupo se entremezclan entre sí, sin
que su división sea tajante (cfr 1 Co 14, 18; 1 Tm 2,7; 2 Tm 1,11; Ef 4, 12). Y además:
tanto a los apóstoles como a los profetas y maestros se les exige la misma entrega de sí
mismos a Dios en la cruz de Cris to, que a los portadores de carismas prácticos. De lo
contrario, no podrían anunciar la sabiduría escondida de Dios, que los jerarcas del
mundo no conocen (1 Co 2,6ss ), y que se identifica con el Crucificado, locura para
unos y escándalo para otros (1 Co 1,23ss). Esta simplificación nos lleva otra vez al
misterio de Cristo, porque se corresponde tanto con la inexplicable simplicidad de Dios
(Mt 6,22; 2 Co 11,3; Ef 6,5) como con la sencillez y aparente debilidad del Dios hecho
hombre (Mt 11,25; 1 Co 1,26ss).

Y, en resumen, la tensión que hay en el concepto paulino de sabiduría (que sólo puede
ser una sabiduría de la cruz) pone de manifiesto que tampoco en los carismas
"teológicos" cabe la más mínima separación entre Teología y Espiritualidad.

El interior y el exterior de la fe

Hemos partido de la Alianza como unidad indisociada. Para el israelita, ella constituye
el círculo de la verdad sin más. Y todo lo que queda fuera de ese círculo ha de medirse y
valorarse a partir de él: aquí entraban para el israelita las relaciones de otros pueblos con
sus dioses y la relación de Israel con esos pueblos. Esta norma de valoración provoca la
pregunta especulativa: ¿en qué relación está el "exterior" con ese círculo de la verdad?
Así se descubre que dicho círculo, sin perder su imagen concreta, tiende a extenderse en
una universalidad. Este descubrimiento aparece sobre todo en el tercero de los sectores
citados antes: la literatura sapiencial. El que Dios eligiera a Israel libremente, muestra
que Él es señor de todos los pueblos (Dt 7,7). Por ello, es también señor de sus dioses
(Sal 95,4; 96,4) que ante Él se convierten en nada, o se convierten (en el libro de
Daniel) en los medios de que se vale Dios para regir a otros pueblos. Así queda Dios
como Señor del pasado más le jano (creador: Gn 1) y del futuro más remoto (Is 46,8ss ).
Alguna vez se mostrará que lo que ahora aparece como un círculo estrecho, abarca la
totalidad. Y con esta convicción, el autor del Códice Sacerdotal se atreve a anteponer al
pacto con Abraham, otro pacto universal con Noé.
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Así se prepara una universalidad que pasa a ser realidad con la "encarnación" de Dios.
Por su Resurrección, Jesús es constituido Señor de toda la creación y ante él se dobla
toda rodilla. El creyente es enviado a trabajar por la realización de esa exigencia que se
apoya en una universalidad fáctica (Mt 28, 18-20; Hch 1,8) : su predicación y su
ejemplo han de llevar a todo el mundo la verdad de la nueva Alianza. Esto coloca a la
predicación ante una triple tarea: dar forma visible (en conceptos y palabras) a la verdad
total de la Alianza; traducir ese kerigma en los lenguajes de las diversas gentes que
están fuera; conocer el punto de mira y las perspectivas de esos oyentes. El predicador
no solo ha de pensar de dentro hacia fuera: también ha de ser capaz de acompañar a los
oyentes desde fuera a dentro. La primera de estas tareas es la Teología en el sentido más
propio del término (el Theós legón: la palabra de Dios en lenguaje humano), la segunda
viene a ser apologética o teología fundamental; la tercera podría llamarse teología
dialógica (fronteriza).

Pero queda un cuarto punto que aún no hemos tocado y que ha jugado un papel decisivo
en la construcción de la teología cristiana: la necesidad de distinguirse de las
falsificaciones y, con ello, la toma de conciencia de la auténtica verdad y la auténtica
palabra propia. La infalible verdad de la Alianza (de Dios en el mundo y del hombre
para Dios) es Cristo, La garantía de que la Iglesia pronuncia esa verdad en su
predicación radica en al meditación de esa Iglesia que guarda todas las palabras de
Cristo en su corazón (Lc 2,20.51) para ponerlas en práctica (Lc 11,27ss ). En la Iglesia
de los pecadores, no hay nada que corresponda plenamente a esa norma única: sólo la
garantía que se le ha dado de salvaguardar, en cosas de fe, el camino recto. La autoridad
decide, separándose de doctrinas erróneas; y como esa fijación de fronteras difícilmente
se da sin dureza, la Teología se encuentra siempre en el peligro de apartarse de la praxis
(que cristianamente hablando siempre es el amor), teorizándose así. Aquí es donde
empieza a aparecer un dualismo entre una teología polémica (no siempre evitable) que
amenaza perderse en sutilezas, y una teología tranquila e intraeclesiástica que se
despliega a partir de la plenitud de la idea de la Alianza. Y este dualismo comienza a
insinuarse ya en los santos Padres.

Bosquejo histórico

¡Qué ironías en Ireneo y qué tonos mordaces en Tertuliano!, ¡qué diferencias entre los
escritos polémicos de Gregorio de Nisa sobre la Trinidad, y sus escritos místicos! Solo
Orígenes da aquí un ejemplo auténtico y perdurable, porque desarrolla su teología
universal desde el único centro de la Escritura, al que de antemano considera como
pluridimensional: con un sentido literal (histórico), un sentido espiritual, un sentido
tropológico (actuar en este mundo) y un sentido anagógico (hacia el otro mundo). Con
la particularidad de que esta pluridimensionalidad constituye la dinámica más íntima de
la Escritura, no se le sobreañade desde fuera -como hace la Edad Moderna añadiendo
unos "corolarios prácticos" de teología espiritual a una verdad teórica de teología
dogmática. El binomio literal-espiritual coincide con el paso del Antiguo al Nuevo
Testamento, de la Ley, Profetas y Sabiduría a Cristo que es el sentido espiritual de la
Escritura. Y como este sentido espiritual no es un estático comprender, él genera el
binomio tropología-anagogía: un conocer que se realiza en el obrar, y en la superación
de sí mismo hacia la plenitud futura. Si ésta es la estructura de la revelación cristiana,
queda claro que es imposible toda disociación entre una teología teórica y una teología
espiritual. Y nótese el paralelismo entre esos cuatro sentidos y lo que, en la moderna
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teología protestante, se llama una lectura histórico-crítica de la Biblia, una lectura


kerigmática, una lectura existencial y una escatología (para Bultmann, igual que para
Orígenes, el sentido existencial y el escatológico no son más que una caracterización
más precisa del sentido kerigmático).

Tras Orígenes, sí que asistimos a una disociación entre una teología polémico-abstracta
que lleva a las definiciones conciliares y una teología intrabíblica. Compárense las
Enarrationes in Psalmos de Agustín, con su tratado De Trinitate. Muchas veces hay
transfusiones de un campo al otro, pero es claro que ya no estamos en Orígenes. Éste,
desde el centro de la Alianza había sabido salir, por círculos concéntricos, al encuentro
de la sabiduría del mundo: culturas y religiones eran llevadas a su verdad en el hombre
Cristo, única Palabra de Dios. Y esto se hacía sin ninguna disociación entre la homilía
edificante para el pueblo y el comentario erudito. Ambos géneros no pueden separarse
en Orígenes. Con Agustín, se introduce otro período: por un lado, se endurece el frente
contra el mundo viejo; por otro, el alma se refugia en los solaces del "sentido espiritual"
que dará mucho más paso al místico que al escatológico. Esta evolución se plasma en el
paso de Orígenes a Macario, a Casiano y al monacato.

Y sin embargo, el monacato logrará tender el puente otra vez, aunque sólo a nivel de la
existencia del monje. Desde Beda hasta los Victorinos, la síntesis origenista es traducida
a ese nivel y alcanza su cumbre en Bernardo. Los monjes salvan la literatura antigua, y
la cima de su teología reside en el Cantar de los Cantares, como misterio central de
creación y Alianza, de la Iglesia y el alma, en el que eras se sublima en caritas. A su
nivel contemplativo, la síntesis es plena. Pero los contemplativos se vue lven duros y
polémicos contra un tipo de pensamiento ya no vinculado al claustro: el de Francisco y
Domingo.

Sus discípulos, no obstante, saltan los muros del claustro, entran en las universidades y
renace el contacto (polémico o dialógico) con los de fuera: Judaísmo e Islam. Se crea
una n u e v a situación ecuménica (Llull, Nicolás de Cusa) hasta que la adopción de los
sistemas científicos de pensamiento (Aristóteles), acaba por "cientificar" completamente
a la teología. Esta tensión aumenta, tras Tomás, con la caída en el Nominalismo, que
origina una separación irreconciliable entre Teología y Espiritualidad (Devotio
moderna, Erasmo) para la cual buscará una salida la Reforma.

Entre franciscanos y dominicos, hay intentos de superar esa disociación (por ejemplo,
cuando Buenaventura incorpora a su síntesis última la espiritualidad antiescolástica de
Joaquin de Fiore; o cuando Taulero, Eckhart o Juan de la Cruz tratan de abrir la puerta
abierta a la mística por Tomás). No obstante, los rieles se han separado demasiado para
que ambas ruedas puedan deslizarse por ellos; y de hecho, la Neoescolástica y la
Contrarreforma quedan como la época clásica de la disociación entre teología teorética
y afectiva: por un lado, unas distinciones secas que ya han perdido toda referencia a
algún objeto; por otro, una teología espiritual que ya no se alimenta del centro de la
Revelación. No vale la pena entretenerse en el Barroco: su debilidad radica en que ya no
es meditación central de la revelación bíblica, sino que parte de una "doctrina
eclesiástica" fixista, y con ello ignora la dimensión espiritual, existencial, que traspasa
todo lo bíblico. Incluso la llamada "teología afectiva" del Barroco, que equivale ya a lo
que en el XIX se llamará teología espiritual, ignora ese centro bíblico y unilateraliza la
ya unilateral teología de los frailes y monjas de la Edad Media: mística en vez de
escatológica, introvertida en vez de abierta al mundo, antropocéntrica en vez de
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soteriológica. Ni los grandes (Francisco de Sales, Bérulle), con todos sus méritos,
escapan de eso, y H. Bremond ha podido llamar a la historia de esta época con el título
terrible (que suena a Schleiermacher) de Historia del sentimiento religioso. Hay
excepciones que apuntan de nuevo a la síntesis, como Pascal, María de la Encarnación o
Ignacio de Loyola. Pero, ¡cuán significativo es que un auténtico intento de una "teología
de los Ejercicios" (más allá de Escolástica y Espiritualidad) no se haya hecho hasta el
siglo XX! Y así, la obra que contiene la fundamentación teológica de la Compañía de
Jesús queda estéril y sin fructificar teológicamente: la teología y la espiritualidad de la
Orden no realizan una apertura a la Iglesia y al mundo paralela a la de su actividad, y la
vuelta de Ignacio a la Biblia no tiene los profundos efectos que tuvo en los
Reformadores.

El Protestantismo

La vuelta de la Reforma a la Biblia fue un intento de superar, en la base, la división


entre teología escolástica y teología espiritual. A la larga ha terminado por influir en la
teología católica, obligándola a una aceptación crítica de muchos problemas y de
muchas adquisiciones fundadas. Una sola cosa queremos poner de relieve: para Lutero,
el auténtico sujeto de la Alianza con Dios no fue el pueblo, sino el "yo", y su pregunta
clave no fue la que había sido en Ignacio: ¿cómo respondo a la gracia de Dios?, sino:
¿cómo puedo conseguir que Dios me haga gracia? Este doble desenfoque tuvo
consecuencias durante siglos: por un lado, desapareció la instancia eclesiástica entre la
Palabra de Dios y el yo que obedece; y, por otro, el "yo" no preguntó
incondicionalmente a la Palabra, sino que la aplicó, como medio de salvación, a su
propia situación desesperanzada. El pro me paulino sufre un corrimiento, inadvertido al
principio, pero fatal después. Lo importante es el efecto reconciliador que la Palabra
produce en el yo: con ello la realidad histórica se separa de su importancia existencial;
sobre todo, luego que Kant haga la diástasis entre razón teórica y la razón práctica. Por
pasos, se va hacia el Pietismo, a Schleiermacher y al pensamiento "valoral" de Ritschl.
En Bultmann, resucita violentamente la separación entre Teología y Espiritualidad: los
hechos objetivos salvíficos no tienen importancia para la fe; solo importan la relación
existencial entre el "yo" y la Palabra que se le dirige y que le juzga; la teología se
disuelve, por un lado, en el método histórico-crítico y, por otro, en la "espiritualidad" de
las relaciones entre Palabra y existencia.

Esta teología se aparta del núcleo bíblico auténtico en el que nunca se trata del yo
aislado, sino del nosotros, el pueblo, la Iglesia; y nunca se trata de referir la palabra a
uno mismo, sino de referirse uno mismo a la palabra ("ya no vivo yo"... Ga 2,20). Pero
algo se debe aprender de ella: que la reve lación no es primariamente una doctrina, sino
un acontecimiento y, por tanto, no se le puede responder con un "saber", sino con una
vida. Los católicos deberían dejarse afectar por los ataques de un Herrmann, o de Barth,
que pone en un mismo saco catolicis mo y "schleiermacherismo". Si no se les ha oído en
serio, no se les podrá responder. Y conste que no se trata de separar al Cristo de la fe de
un Jesús histórico innecesario: tal separación es absurda y ha sido abandonada ya por
muchos discípulos de Bultmann (Fuchs y Bonhoeffer hablan del "seguimiento"... ¡como
Ignacio!). Ahí se dan inicios para una nueva unidad entre Teología y Espiritualidad.
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El momento actual y la teología política

A la generación joven ya no se le puede hablar con el planteamiento luterano: ¿cómo


consigo yo que Dios me haga gracia? No interesa la justificación personal aislada, sino
la solidaridad en la esperanza de los hombres, y la realización de esta esperanza. Si por
lo primero es antiindividualista, por lo segundo sale al encuentro de la espiritualidad
bíblica: el cristianismo no es para predicar ni para recibir, sino para realizar. Y no sólo
para individuos (como Bartolomé Las Casas, o Vicente de Paúl), ni tampoco por
minorías pronto aplastadas (como en las Reducciones del Paraguay), sino por la entrega
de toda la Iglesia al mundo. Por eso, nace una teología política, que ya no tiene el
sentido de la era constantiniana, donde la Iglesia coincidía con el Imperio y con sus
sistemas de expansión, ni el de la era moderna, donde la Iglesia coincidía con el
Occidente y su expansión colonial, sino donde la Iglesia tiene que coincidir con el
mundo y, desde este postulado, mirar al punto central de la existencia cristiana en el que
el ser y el deber coinciden. No nos precipitemos en descalificar este fenómeno como
pelagiano. La pasión de Jesús fue la coronación de un esfuerzo por realizar la polis de
Dios sobre la tierra y, en este sentido, la vida del que fue treinta años obrero es toda ella
teología política. No cortemos las alas a una generación que ha tenido sensibilidad para
descubrir como insoportable la separación entre Teología y Espiritualidad, entre
contemplación y acción, entre Iglesia y mundo. Procuremos, más bien, que aprenda que
la acción de Jesús le compromete más que a ninguno de los otros a quienes Dios ha
tomado la palabra, y que la manera de realizar la voluntad del Padre es cargar con el
pecado del mundo en la pasión, y descender al infierno del abandono de Dios. El que no
esté de antemano al lado del Hijo en la obediencia total a los caminos del Padre, que se
deje de teologías políticas. Pues ese último sí al Padre es el que da sentido a toda
realización cristiana. Esto supone, evidentemente, que el Cristo de la fe coincide con el
Jesús de la historia y, por tanto, que toda espiritualidad política se alimenta de una fe
eclesiástica en Jesucristo y en las implicaciones de esa fe (Trinidad, Eclesiología,
teología de la Creación y Escatología).

Conclusión

Hemos partido de la idea de la Alianza: Dios se manifiesta a los hombres en hechos que
se convierten en palabras comprensibles; el hombre responde a esa manifestación
tratando de hacer de sí mismo una respuesta a la llamada de Dios. Así se le revela no
solo la esencia de Dios, sino su propia esencia: es como un espejo (2 Co 3,18) de Dios
en el mundo, igual que Jesús era, modélicamente, Imagen, destello o impronta del
Padre. Si el espejo estuviera limpio, toda la praxis o espiritualidad cristiana sería reflejo
de la teoría o teología dogmática. Éste es el esquema de las cartas paulinas: en ellas, la
parte exhortativa nos permitiría reconstruir en lo esencial la parte teológica, si la
perdiéramos.

Esto nos lleva a preguntar qué sentido tiene la distinción entre Teología y
Espiritualidad. Solo se hace necesaria, como solución de emergencia, allí donde la
Dogmática ha perdido el jugo característico de la Palabra de Dios (quizás por
conceptualizarse en controversias polémicas). Pero la historia prueba que ese jugo, en
otra bandeja, pierde su sabor original. La vida no se produce combinando carne y
sangre, sino que éstas han de estar unidas ya de antemano para que haya vida. Y la
historia de la teología prueba esta afirmación: en ella, solo han tenido eficacia viviente
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aquellas teologías que no solamente coexistían con su espiritualidad, sino que la


llevaban en sí mismas, incorporada a lo más íntimo de su ser.

Terminemos diciendo que solo una teología de este género tendrá oportunidades en el
diálogo ecuménico: las diferencias no pueden tratarse a nivel de dogmáticas abstractas,
tan abstractas que resultan incapaces de decisión. Se han de tratar a nivel de organismos
vivos, que pueden encontrarse y entenderse porque ambos viven la misma única vida: la
de Dios en Cristo.

Tradujo y condensó: MARCIAL PEÑA

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