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Desde el verano de 2003 su presencia pública jamás había sido tan manifiesta.
No solamente ha firmado usted numerosas obras, sino también recorrido el
mundo para participar en numerosos coloquios internacionales organizados en
torno a su trabajo –de Londres a Coimbra pasando por Paris y, en estos días,
Río de Janeiro.
Aún se trata sobre todo de la cuestión de una “nueva internacional”, subtítulo y motivo
central del libro, Más allá del “cosmopolitismo” y más allá del “ciudadano del mundo”,
así como de un nuevo Estado-nación mundial. Este libro anticipa todas las urgencias
“altermundialistas” en las que yo creo y que aparecen mejor en la actualidad. Con eso
que yo llamaba una “nueva internacional” se nos imponía, dije en 1993, un gran
número de mutaciones en el derecho internacional y en las organizaciones que
regulan el orden del mundo (FMI, OMC; G8, etc., y sobre todo en la ONU, donde como
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Entrevista a Jacques Derrida A Parte Rei 37
En cuanto a la fórmula que usted citaba (“aprender a vivir por fin”), me vino una vez el
libro estuvo terminado. Juega desde el principio, pero con seriedad, con su sentido
común. Aprender a vivir es madurar, educar también. Apostrofar a alguien para decirle
“voy a enseñarte a vivir”, esto significa en ocasiones, bajo el tono de la amenaza, voy
a formarte, te voy a encauzar. Luego el equívoco de este juego es lo que me importa
en un principio. Este suspiro se abre también a una interrogación aún más difícil: ¿vivir
es algo que puede aprenderse, enseñarse? ¿Se puede aprender, por disciplina o
aprendizaje, por experiencia o experimentación, a aceptar, o mejor, a afirmar la vida?
A través de todo el libro resuena esta inquietud de la herencia y de la muerte. Ella
atormenta igualmente a los padres y a sus hijos: ¿cuándo te volverás responsable?
¿Cómo responderás en definitiva de tu vida y de tu nombre?
Bien, vale, pues para responder, yo, sin más rodeos, a su pregunta, no, nunca he
aprendido a vivir. ¡Pero ahora, en absoluto! Aprender a vivir debería significar aprender
a morir, a tener en cuenta, para aceptarla, la mortalidad absoluta (sin salutación, ni
resurrección, ni redención) –ni para uno mismo ni para el otro. Después de Platón se
trata de la gran interpelación (injonction) filosófica (1): filosofar es aprender a morir.
Yo creo en esa verdad sin rendirme. Cada vez menos. No he aprendido a aceptarla, la
muerte. Todos nosotros somos supervivientes en ciernes (y desde el punto de vista
geopolítico de Espectros de Marx, la insistencia se dirige sobre todo, en un mundo
más desigualitario que nunca, hacia los miles de millones de seres vivientes -humanos
o no- a los que les son rehusados, no solamente los elementales “derechos del
hombre”, que datan de dos siglos y que se enriquecen sin cesar, sino de entrada el
derecho a una vida digna de ser vivida). Por eso yo me quedo ineducable respecto a la
sabiduría de saber morir. Yo aún no he aprendido nada o adquirido nada a ese
respecto. El tiempo de la demora se estrecha de manera acelerada. No solamente
porque yo soy, junto a otros, heredero de tantas cosas, buenas o terribles: cada vez
más a menudo, la mayor parte de los pensadores a los que me encontraba ligado
están muertos, se me trata de superviviente: el último representante de una
generación, aquella, en sentido amplio, de los años 1960; algo que, sin ser
rigurosamente cierto, no me inspira solamente objeciones sino sentimientos de
rebeldía un poco melancólicos. Como, en aumento, ciertos problemas de salud se
hacen presentes, la cuestión de la supervivencia o de la demora, que siempre me ha
atormentado, literalmente, a cada instante de mi vida, de manera concreta e
infatigable, se colorea de otro modo a día de hoy.
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Ante esta predilección queda también una exigencia que vincula no solamente a
aquellos y aquellas que he evocado un poco arbitrariamente, es decir, injustamente,
sino a todo el medio que los rodeaba y que los sostenía. Se trataba de una suerte de
época provisionalmente cumplida, y no simplemente de esta o aquella persona. Hace
falta salvar o hacer renacer todo eso, entonces, a cualquier precio. Y la
responsabilidad hoy es urgente: exige una guerra inflexible a la doxa, a aquellos a los
que se denomina a menudo como “Intelectuales mediáticos”, a ese discurso general
formateado por los poderes mediáticos, ellos mismos en las manos de lobbies político-
económicos, a menudo editoriales y académicos también. Siempre tanto europeos
como mundiales, por supuesto. Resistencia no significa que se deba evitar los medios
de comunicación. Hace falta, cuando ello es posible, desarrollarlos y ayudarlos a
diversificarse, llamándolos a hacerse cargo de esa misma responsabilidad.
Al mismo tiempo no hay que olvidar que en aquella época “feliz” de poco tiempo atrás
nada era irenista, ciertamente. Las diferencias y los diferendos hacían estragos en ese
medio que era mucho menos homogéneo de cómo hoy lo podemos reagrupar, por
ejemplo, mediante un calificativo débil del género “pensamiento del 68” en el cual la
palabra principal como jefe de la acusación domina a menudo hoy en la prensa y en la
universidad. Incluso si aquella fidelidad toma alguna vez la forma de la infidelidad y del
distanciamiento, hace falta ser fiel a esas diferencias, es decir, continuar la discusión.
Yo continúo la discusión con Bourdieu, Lacan, Deleuze, Foucault, por ejemplo, que
continúan interesándome enormemente, mucho más que esos autores alrededor de
los cuales se prensa la prensa de hoy (salvo excepciones, por supuesto). Yo
mantengo ese debate vivo para que no se aplane ni se degrade en denigraciones.
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antedicha hay una suerte de instinto de conservación. Renunciar, por ejemplo, a una
dificultad en la formulación, a un pliegue, a una paradoja, a una contradicción
suplementaria, porque ello no va a ser comprendido, o más bien, porque algún
periodista que no sabe leerla, ni siquiera el título de un libro, cree saber de antemano
que el lector o el oyente no comprenderá y que su audiencia o su gana-pan sufrirán,
es para mí una obscenidad inaceptable. Es como si se me pidiese que me inclinase
servilmente o que me muriese de imbecilidad.
Cada libro es una pedagogía destinada a formar su lector. Las producciones en masa
que inundan la prensa y el mundo editorial no forman a los lectores, sino que
presuponen de manera fantasmática un lector ya programado. Si bien acaban por
formatear a ese destinatario mediocre que habían postulado de antemano. Por el
contrario, al preocuparme de la fidelidad, como usted dice, en el momento de dejar un
trazo sólo puedo hacerlo disponible para cualquiera: no puedo ni siquiera dirigirlo de
manera singular a nadie.
Cada vez, con todo lo fiel que se quiera ser, se está traicionando la singularidad del
otro al que se interpela. A fortiori cuando se escriben libros de una gran generalidad:
no se sabe a quien se habla, se inventan y se crean siluetas, pero que en el fondo,
esto ya no nos pertenece. Orales o escritos todos esos gestos nos dejan, se ponen a
actuar independientemente de nosotros. Como máquinas, o mejor como marionetas –
me explico mejor en Papier Machine (Galilée, 2001). A partir del momento en que yo
dejo (publicar) “mi” libro (nadie me obliga), devengo aparición-desaparición, como ese
espectro ineducable que no habrá aprendido a vivir jamás. El trazo que dejo significa
mi muerte, por venir o ya advenida, y la esperanza de que me sobreviva. Esto no
implica una ambición de inmortalidad, es estructural. Dejo aquí un fragmento de papel,
me voy, muero: imposible salir de esta estructura, ella es la forma constante de mi
vida. Cada vez que dejo partir algo veo mi muerte en la escritura. Experiencia extrema:
uno se expropia sin saber a quien propiamente queda confiada la cosa que se deja.
¿Quién va a heredar, y cómo? ¿Habrá incluso herederos? Esta es una pregunta que
hoy nos podemos plantear más que nunca. Una pregunta que me ocupa sin cesar.
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A mi edad estoy preparado para las hipótesis más contradictorias con relación a este
asunto: tengo simultáneamente, le ruego que me crea, un doble sentimiento que, de
un lado, por decirlo sonriendo e inmodestamente, aún no se ha comenzado a leerme,
ya que si acaso hay, ciertamente, un buen número de buenos lectores (algunas
decenas en el mundo, quizás) en el fondo, será más tarde que todo eso tendrá una
oportunidad de aparecer; pero también por otro lado, tengo la sensación de que quince
días o menos después de mi muerte ya no quedará nada. Excepto aquello que ha sido
guardado mediante depósito legal en la biblioteca. Se lo juro, creo sincera y
simultáneamente en esas dos hipótesis.
Que no me pertenece, aunque sea la única que “yo tenga” a mi disposición (¡y aún
así!). La experiencia de la lengua, por supuesto, es vital. Mortal, entonces, nada de
original hay en eso. Las contingencias han hecho de mí un judío francés de Argelia de
la generación nacida antes de la “guerra de independencia”: demasiadas
singularidades, incluso entre los judíos y entre los judíos de Argelia. Yo he asistido a
una extraordinaria transformación del judaísmo francés de Argelia: mis bisabuelos
estaban aún muy próximos a los árabes, por la lengua, las costumbres, etc.
Tras el decreto Crémieux (1870), a finales del siglo XIX, la generación siguiente se
aburguesó: y eso que se tuvieron que casar prácticamente de manera clandestina en
la trastienda de una alcaldía de Argelia a causa de los pogroms (en pleno affaire
Dreyfus), mi abuela educaba ya a sus hijas como burguesas parisinas (buenas
maneras del distrito 16, lecciones de piano...). Después vino la generación de mis
padres: pocos intelectuales, sobre todo comerciantes, modestos o no, en la que
algunos explotaban ya una situación colonial al convertirse en los representantes
exclusivos de las grandes marcas metropolitanas: con una pequeña oficina de 10
metros cuadrados y sin secretaria, era posible representar todo el “jabón de Marsella”
en África del Norte –aunque simplifico un poco.
He aquí el motivo de que en mi escritura exista una manera, no diría que perversa,
pero si un poco violenta, de tratar esta lengua. Por amor. El amor en general pasa por
el amor a la lengua, que no es ni nacionalista ni conservador, sino que exige pruebas.
Y experimentos. No se puede hacer cualquier cosa con la lengua, ella nos preexiste y
ella nos sobrevive. Si se quiere afectar a la lengua de algún modo es necesario
hacerlo de manera refinada, respetando en la irrespetuosidad su ley secreta. Es eso,
la fidelidad infiel: cuando violento la lengua francesa, lo hago en el refinado respecto
de lo que considero un requerimiento (injonction) de esa lengua, en su vida, en su
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evolución. No leo sin sonreír, a veces con desprecio, a aquellos que creen violar, sin
amor, justamente, la ortografía o la sintaxis “clásicas” de una lengua francesa, con
pequeños aires de vírgenes con eyaculación precoz, cuando la gran lengua francesa,
más intocable que nunca, les mira hacer esperando al siguiente. Describo esta escena
ridícula de forma un poco cruel en La Carte Postale (Flammarion, 1980).
Todos los franceses de Argelia comparten eso conmigo, judíos o no. Aquellos que
venían de la metrópoli eran todos ellos extranjeros: opresores y normativos,
normalizadores y moralizadores. Eran un modelo, un hábito o un habitus, al que hacía
falta plegarse. ¡Cuándo un profesor venía de la metrópoli con su acento francés le
encontrábamos ridículo! El sobrepujamiento viene de esto: de que no tengo más que
una lengua y, al mismo tiempo, esa lengua no me pertenece. Una historia singular ha
exacerbado en mí esta ley universal: una lengua, no pertenece a nadie. Ni
naturalmente ni por esencia. De ahí los fantasmas de la propiedad, de la apropiación y
de la imposición colonialista.
Diré dos cosas: en efecto me cuesta decir “nosotros” pero a menudo lo digo. A pesar
de todos los problemas que me torturan a ese respecto, comenzando por la política
desastrosa y suicida de Israel -y de un cierto sionismo (para el que Israel ya no
representa, a mis ojos, el judaísmo, que no representa a la diáspora ni tampoco al
sionismo mundial u originario, que fue múltiple y contradictorio; hay incluso
fundamentalistas cristianos que se dicen sionistas auténticos en los EEUU. El poder
de su lobby es mayor que el de la comunidad judía americana, sin hablar de la saudita
en la conjunción de la política americano-israelí)- y bien, pese a todo esto y tantos
otros inconvenientes que tengo con respecto a mi “judeidad”, no la negaré jamás.
Diré siempre, en ciertas situaciones “nosotros los judíos”. Este “nosotros” si bien
atormentado está en el corazón de lo más inquietante que hay en mi pensamiento,
aquello a lo que he denominado apenas sonriendo “lo último de los judíos”. Esto sería
en mi pensamiento como lo que Aristóteles dice profundamente de la oración (eukhé):
que no es verdadera ni falsa. Además es literalmente una oración. En ciertas
situaciones, por lo tanto, no dudaré en decir “nosotros los judíos”, así como “nosotros
los franceses”.
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“nosotros los europeos”, es de manera coyuntural y muy diferente: todo aquello que
puede ser deconstruido de la tradición europea no impide que, precisamente a causa
de todo lo que ha pasado en Europa, a causa de la Ilustración, a causa del
estrechamiento de este pequeño continente y de la enorme culpabilidad que transita
desde entonces su cultura (totalitarismo, nazismo, genocidios, Shoah, colonización y
descolonización, etc.), hoy, en la situación geopolítica que es la nuestra, Europa, una
otra Europa, pero con la misma memoria, podría (es en todo caso mi deseo)
reagruparse a la vez contra la política hegemónica de los Estados Unidos (con relación
a Wolfowitz, Cheney, Rumsfeld, etc.) y contra un teocratismo árabo-islámico sin
Ilustración y sin porvenir político (pero sin desdeñar las contradicciones y las
heterogeneidades que entrañan esos dos conjuntos, sino aliándonos con los que
resisten desde el interior de esos dos bloques).
Esa fuerza está en marcha. Incluso si sus objetivos son aún confusos pienso que nada
la podrá detener. Cuando digo Europa es eso: una Europa altermundialista, que
transforme el concepto y las prácticas de la soberanía y del derecho internacional. Y
que disponga de una verdadera fuerza militar, independiente de la OTAN y de los
EEUU, una potencia militar que, ni ofensiva ni defensiva, ni preventiva, interviniera sin
tardanza al servicio de las resoluciones de una nueva ONU (por ejemplo, con toda
urgencia, en Israel, pero también en otras partes). También es el lugar a partir del cual
podemos pensar mejor ciertas figuras de la laicidad, por ejemplo, o de la justicia social,
en tanto que herencias europeas.
Acabo de decir “laicidad”. Permítame hacer aquí un largo paréntesis. A tal laicidad no
concierne el tema del velo en la escuela sino el del velo del “matrimonio”. He apoyado
sin dudarlo con mi firma la iniciativa valiente y bienvenida de Noël Mamère, incluso si
el matrimonio entre homosexuales constituye un ejemplo de aquella hermosa tradición
que los americanos inauguraron en el siglo pasado con el nombre de “desobediencia
civil”: no desafiar la ley, sino desobedecer a una disposición legislativa en nombre de
una ley mejor –por venir o ya inscrita en el espíritu o en la letra de la Constitución.
Pues bien, he “firmado” contra el contexto legislativo actual porque me parece injusto -
para los derechos de los homosexuales-, hipócrita y equívoco, tanto en su espíritu
como en su letra.
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judío) ni, eso se sabe muy bien, musulmán. Suprimiendo la palabra y el concepto de
“matrimonio”, aquel equívoco o aquella hipocresía religiosa y sacral, que no tiene lugar
alguno en una constitución laica, sería sustituido por una “unión civil” contractual, una
suerte de pacto generalizado, mejorado, refinado, flexible y ajustado entre dos
compañeros de un sexo o de número no impuesto.
Respecto a aquellos que quieran, en sentido estricto, ligarse por el “matrimonio” -para
los que mi respeto permanece, además, intacto-, podrían hacerlo ante la autoridad
religiosa de su elección –así ocurre por otro lado en algunos países que aceptan
consagrar religiosamente los matrimonios entre homosexuales. Algunos podrían unirse
bajo un modelo u otro, otros de ambos modos, y otros no unirse ni según la ley laica ni
según la ley religiosa. Acabo aquí con el paréntesis conyugal. (Es una utopía pero
señalo la fecha).
Eso que yo llamo “deconstrucción” incluso cuando se dirige contra alguna cosa de
Europa es algo europeo, es un producto, una relación consigo misma de Europa como
experiencia de la alteridad radical. Desde la época de la Ilustración Europa se ha
autocriticado permanentemente y en esta herencia perfectible reside una oportunidad
para el porvenir. Al menos así quisiera esperarlo y es lo que alimenta mi indignación
frente a los discursos que condenan Europa definitivamente, como si ésta no fuese
otra cosa más que el lugar de sus crímenes.
En cuanto a Europa ¿no está usted en guerra consigo mismo? De un lado usted
ha remarcado que los atentados del 11 de septiembre arruinaron la vieja
gramática geopolítica de las potencias soberanas, firmando así la crisis de un
cierto concepto de política, que usted definía como propiamente europeo. Por
otro lado usted se mantiene ligado a ese espíritu europeo y de entrada al ideal
cosmopolita de un derecho internacional que sin embargo usted describe
declinante. O la supervivencia...
Pero yo no creo que sea necesario encolerizarse contra la política, al igual que
respecto a la soberanía, de la que pienso que puede hacer bien en determinadas
situaciones, como por ejemplo, para luchar contra ciertas fuerzas mundiales del
mercado. Aquí aún de lo que se trata es de una herencia europea que hay que
conservar y transformar a la vez. Es lo mismo que digo en Voyous (Galilée, 2003),
sobre la democracia como idea europea, que al mismo tiempo nunca ha existido de
manera satisfactoria y que está por venir. Y en efecto usted siempre reencontrará ese
gesto en mi mismo, del cual no tengo justificación última, excepto que soy yo, es ahí
donde yo existo.
Estoy en guerra conmigo mismo, es verdad, usted no puede saber hasta que punto,
más allá de lo que usted adivina, digo cosas contradictorias, que están, digamos, en
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tensión real, que me construyen, me hacen vivir, y me harán morir. Algunas veces veo
esa guerra de forma terrible y penosa, pero al mismo tiempo sé que es la vida. Yo no
encontraré la paz más que en el reposo eterno. Sin embargo no puedo decir que
asuma tal contradicción, pero sé también que es eso lo que me mantiene con vida y
me lleva a plantearme la cuestión, precisamente, que usted recordaba: “¿cómo
aprender a vivir?”.
En dos libros recientes (Chaque fois unique, la fin du monde et Béliers, Galilée,
2003) ha recalado usted sobre el gran asunto de la salvación, del imposible
duelo, de la supervivencia en definitiva. Si la filosofía puede ser definida como
“la ansiosa anticipación de la muerte” (véase: Donner la mort, Galilée, 1999) ¿se
puede vislumbrar la “deconstrucción” como una interminable ética del
superviviente?
Todo lo que vengo diciendo -desde Pas al menos (en: Parages, Galilée, 1986)- de la
supervivencia como coimplicación de la oposición vida-muerte procede en mí de una
afirmación incondicional de la vida. La supervivencia es la vida más allá de la vida, la
vida más que la vida, y el discurso que sostengo no es mortífero, al contrario, es la
afirmación de un ser viviente que prefiere el vivir e incluso el sobrevivir a la muerte,
aunque la supervivencia no es simplemente lo que queda, sino la vida más intensa
posible. Nunca estoy tan obsesionado por la muerte como en los momentos de
felicidad y de goce. Disfrutar y llorar mientras la muerte ronda, para mí es la misma
cosa. Cuando me acuerdo de mi vida tengo la tendencia a pensar que he tenido la
ocasión de amar incluso los momentos infelices de mi vida, y de bendecirlos. Casi
todos excepto una excepción quizás. Cuando me acuerdo de los momentos felices, los
bendigo también, por supuesto, al tiempo que me precipitan sobre el pensamiento de
la muerte, hacia la muerte, porque ya pasaron, se acabaron...
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