Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Mujeres y Locura
Mujeres y Locura
Mujeres y Locura
Ebook656 pages16 hours

Mujeres y Locura

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Mujeres y locura fue un estudio pionero en abordar cuestiones críticas sobre mujeres y salud mental. Combina entrevistas a pacientes con diferentes análisis de los roles de las mujeres en la historia, la sociedad y la mitología, para concluir que existe un doble y opresor estándar respecto a la psicología de las mujeres. A lo largo de sus diez capítulos, Chesler convoca las voces de Sylvia Plath, Emma Goldman, Anaïs Nin o Michel Foucault. La autora indaga sobre los trastornos alimenticios, las adicciones, la sexualidad, la depresión posparto y todas aquellas patologías asociadas histórica y socialmente con las mujeres. Un título imprescindible para desmontar el estigma de la mujer loca. Con traducción de Matilde Pérez.
LanguageEspañol
Release dateMay 10, 2019
ISBN9788419323033
Mujeres y Locura

Related to Mujeres y Locura

Titles in the series (16)

View More

Related ebooks

Social Science For You

View More

Related articles

Reviews for Mujeres y Locura

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Mujeres y Locura - Phyllis Chesler

    portada mujeres-y-locura

    PHYLLIS CHESLER

    MUJERES Y LOCURA

    Traducción de MATILDE PÉREZ

    Phyllis Chesler, Mujeres y locura, Editorial Continta Me Tienes, Madrid.

    Primera edición: mayo de 2019

    Edición a cargo de Sandra Cendal y Marina Beloki

    544 pp., 21,5 x 14,5 cm.

    Depósito legal: NA 422-2019

    ISBN: 978-84-949345-5-1

    IBIC: JFFK : Feminismo y teoría feminista

    © Phyllis Chesler, 1972, 2005

    © de esta edición: Continta Me Tienes

    © de la traducción: Matilde Pérez

    Diseño de colección y cubierta: Marta Azparren

    LOGOTIPO CONTINTA ME TIENES

    Continta Me Tienes

    C/ Belmonte de Tajo 55, 3º C

    28019, Madrid

    91 469 35 12

    www.contintametienes.com

    info@contintametienes.com

    www.facebook.com/ContintaMeTienes

    @Continta_mt

    Colección La pasión de Mary Read, 16

    Lan honek Nafarroako Gobernuaren dirulaguntza bat izan du, Kultura, Kirol eta Gazteria Departamentuak egiten duen Argitalpenetarako Laguntzen deialdiaren bidez emana.

    Esta obra ha contado con una subvención del Gobierno de Navarra concedida a través de la convocatoria de Ayudas a la Edición del Departamento de Cultura, Deporte y Juventud.


    Índice

    Agradecimientos

    Introducción a la edición de 2005

    Sección 1: Locura

    Revisión de Deméter y Clitemnestra

    1. ¿Por qué locura?

    Las mujeres en los psiquiátricos: cuatro vidas

    Madres e hijas: una crónica mitológica sobre sus vidas

    Las heroínas y la demencia: Juana de Arco y la virgen María

    2. Los manicomios

    El manicomio

    El rol social de la mujer y los síntomas psiquiátricos: depresión, frigidez e intentos de suicidio

    La depresión

    La frigidez

    Los intentos de suicidio

    La esquizofrenia en tres estudios

    Una propuesta teórica

    3. Las clínicas

    ¿Cuántos especialistas hay en EE. UU.?

    Ideología clínica contemporánea

    Ideología clínica tradicional

    La naturaleza institucional de la terapia privada

    4. La mujer como paciente psiquiátrica

    Las entrevistas

    Sección 2: Mujeres

    5. Sexo entre pacientes y terapeutas

    6. Mujeres institucionalizadas psiquiátricamente

    7. Lesbianas

    Las entrevistas

    8. Mujeres y raza

    Las entrevistas

    9. Feministas

    Las entrevistas

    10. Psicología de la mujer: pasado, presente y futuro

    La psicología de las mujeres en nuestra cultura: mujeres solas

    La psicología de las mujeres en nuestra cultura: mujeres en el contexto grupal

    Las sociedades amazónicas: perspectivas y posibilidades

    El problema de la supervivencia: poder y violencia

    Algunas propuestas psicológicas para el futuro

    13 preguntas

    Notas

    Índice onomátisco

    Bibliografía


    Todos parecían semidrogados o adormecidos, aletargados, como si los hubiesen hipnotizado o envenenado. Caminaban por calles fétidas y repugnantes llenas de excrementos y porquería y papeles como si no fuesen conscientes de su existencia en aquel lugar, como si estuviesen en otra parte: y de hecho lo estaban… todos y cada uno estaban enfrascados imaginando cómo él, ella, aquello, salía vencedor en una discusión con el casero o con el tendero o con un colega, o cómo hacía el amor… Nunca antes había sentido un dolor así, como si la pena y la vergüenza la embargaran al caminar por allí, entre seres de su misma especie, y observarlos tal y como eran, viéndolos a ellos, a nosotros, la raza humana, como un visitante los vería desde una nave espacial…

    Pero lo que más aterraba de ellos era lo siguiente: que caminaban, se movían y pasaban la vida en un estado permanente de sonambulismo: no eran conscientes de sí mismos, ni de los demás, ni de lo que sucedía a su alrededor… estaban básicamente aislados, encerrados, confinados en el interior de sus horrendos y defectuosos cuerpos, tras sus ojos adormecidos por las drogas, y sobre todo, atrapados en una red de deseos y necesidades que les impedía pensar en nada más.

    Doris Lessing

    La ciudad de las cuatro puertas

    Agradecimientos 2005

    Esta obra no existiría como tal sin el ardiente deseo de mi editora, Airié Stuart, por que viera la luz de forma actualizada. Estoy a sus órdenes. También estoy profundamente agradecida a Melissa Nosal, a mi asistenta Robin Eldridge y a la investigadora y escritora Courtney Martin por la investigación sumamente exhaustiva y eficaz que han llevado a cabo, así como a todo el equipo de Palgrave Macmillan. A mi agente, Joelle Delbourgo, le resultó sencillo hacer que esto ocurriera. Como siempre, estoy en deuda con mi familia y con todo el personal sanitario y de apoyo que me mantiene en forma para que siga escribiendo.

    En esta ocasión, me han servido de referencia muchas Hijas e Hijos cuyo trabajo continuado en los campos en los que fui pionera con Mujeres y locura encontraréis en la bibliografía actualizada. Les debo mucho por esa gran labor.

    Agradecimientos 1972

    Doy gracias a Lillian, mi madre, por traerme al mundo y por cuidar de mí mucho antes de que pudiera escribir un libro como este y por todos los sueños y la sabiduría que tanto ella como Leon, mi padre, me susurraron o me cantaron al oído mientras dormía.

    Quiero agradecer a mis amigas su amor y su apoyo, y también las noches, los fines de semana y las conversaciones: especialmente a Vivian Gornick, Ruth Jody, Judy Kuppersmith y Marjorie Portnow.

    Doy gracias a las mujeres que «entrevisté» por haber sobrevivido y por compartir conmigo sus experiencias.

    Quiero mostrar también mi agradecimiento a las integrantes de la Association for Women in Psychology, especialmente al colectivo de Chicago, y a aquellas feministas sin cuya existencia, valor y ejemplo este libro no podría haberse escrito en este preciso momento.

    Gracias a Natalie Bravermen, Louise Brown, Lillian Chesler, Catherine Clowery, Bici Forbes, Mary Shartle, Martha Hicks y Angie Waltermath por su ayuda con todas las tareas administrativas.

    Agradezco a mis alumnos y alumnas su interés y su ayuda en diversas fases de la recogida de datos y del análisis estadístico: Elizabeth Friedman, Doris Fielding, Delsinea Jamison, George Sideris, Marina Rivas y Roland Watts. Y gracias especialmente a mis colegas del Departamento de Psicología de la Universidad de Richmond y a George Fischer y Larry Mitchell por su lealtad y su apoyo durante el invierno de 1971.

    Asimismo, quiero mostrar mi agradecimiento a Betty Prashker y a Diane Matthews Reverand, de Doubleday, por su inestimable ayuda para hacer posible la edición en tapa dura de este libro en 1972.

    Debo una gratitud inmensa a la Colonia MacDowell, que me acogió y me alimentó durante casi todo el verano de 1971; a Shirley Willner, de la Sección de Biométrica del Instituto Nacional de Salud Mental, por responder a mis preguntas sin demora y con esmero y por enviarme todos los datos necesarios; a Laura Murra, de la Biblioteca de la Women’s History Research Library de Berkeley, California, por compartir sus archivos conmigo; a Sylvia Price, de la Nueva Escuela de Investigación Social, que me proporcionó muchos de los libros que he necesitado y me ayudó cuando precisé conservarlos aún más tiempo; a Stuart Kahan, del Downstate Medical Center, de Brooklyn, por la revisión de los análisis estadísticos; y a Sara Whitworth, del Museo Whitney, por sus sugerencias sobre las amazonas y las diosas en el arte griego.

    Introducción a la edición de 2005

    Gran parte de lo que hoy damos por hecho era impensable hace unos 50 o 60 años. Durante las décadas de 1950 y 1960, a los médicos aún les enseñaban que las mujeres padecen envidia del pene, son inferiores a los hombres desde el punto de vista moral y, de forma innata, son también masoquistas, dependientes, pasivas, heterosexuales y monógamas. También aprendimos que eran las madres las causantes de las neurosis y psicosis, y no los padres ni la predisposición genética, ni los accidentes ni la pobreza.

    Ninguno de mis profesores dijo nunca que las mujeres (o los hombres) sufrieran opresión o que la opresión provoca traumas, especialmente cuando se culpa a las personas que la sufren de su propia desgracia y esta se diagnostica como una patología. Nunca me enseñaron a aplicar un test de salud mental, solo de enfermedad mental.

    Yo sigo pensando que todo esto es imperialismo psiquiátrico.

    Durante mi residencia médica en la escuela de posgrado y en el instituto de psicoanálisis en el que me formé en los 60 y principios de los 70, me enseñaron que era útil, e incluso científico, emitir un diagnóstico patológico de lo que podía ser una respuesta absolutamente normal ante un trauma.

    Por ejemplo, nos enseñaban a ver la respuesta habitual de la mujer (y del ser humano) a la violencia sexual, incluido el incesto, como una enfermedad psiquiátrica. A culpar a la víctima por lo que le había sucedido. Y, basándonos en un conocimiento superficial de la teoría psicoanalítica, la culpamos por ser una «seductora» o estar «enferma». Pensábamos que las mujeres gritaban las palabras «incesto» o «violación» para despertar compasión o por venganza.

    En mi época, nos enseñaban que las mujeres, en cierto modo, eran desequilibradas por naturaleza. Eran histéricas (hysteros, el útero), cuentistas, infantiles, manipuladoras, madres frías o asfixiantes y llevadas al límite por las hormonas.

    Asumimos que los hombres gozaban de buena salud mental. No nos enseñaron a diagnosticar patológicamente o a criminalizar a los hombres drogadictos o alcohólicos, a los que maltrataban físicamente, violaban o incluso asesinaban a las mujeres o a otros hombres. No teníamos categorías diagnósticas para los hombres depredadores sexuales o pedófilos. De hecho, la literatura psiquiátrica culpaba a las madres de esos hombres, no a sus padres, de haberlos vuelto locos. Pero, sobre todo, nos prepararon para entender y perdonar a esos hombres supermasculinos («al fin y al cabo, son hombres»).

    Dicho de otro modo, nuestra supuesta formación profesional se limitaba a repetir y profesionalizar de forma errónea nuestra educación cultural previa.

    Sabía que lo que me enseñaban no era útil ni cierto. A esas alturas, llevaba dos años asistiendo ininterrumpidamente a encuentros feministas, donde me rodeaba de otras mujeres que eran igual de vehementes, firmes, francas y formadas. Siguiendo la tendencia de la época, me convertí en psicóloga de la liberación y en activista legal (y aún sigo siéndolo). Era una investigadora multidisciplinar enamorada de los mitos y de las notas al pie de página, y rechacé escribir en un idioma complicado que sonara a chino. La mía era una orientación psicoanalítica y espiritual, pero también firmemente política.

    En 1969 fui cofundadora de la Association for Women in Psychology (AWP). En aquella época se fundaban organizaciones de mujeres todos los meses; a veces, incluso, a diario. Alentadas por el feminismo, creamos nuestras propias organizaciones, donde tanto nosotras como nuestras ideas éramos bienvenidas y donde podíamos enseñarnos a nosotras mismas y a las demás lo que necesitábamos saber. Lo que no habíamos aprendido en ningún otro sitio.

    Por ejemplo, yo tenía un doctorado recién estrenado, había terminado una residencia médica y seguía matriculada en un instituto de formación psicoanalítica, pero no sabía prácticamente nada sobre cómo ayudar a otras mujeres (u hombres) a comprender sus propias vidas.

    Al margen de todo eso, yo estudiaba en secreto lo que las mujeres esperaban realmente de la psicoterapia y tenía previsto presentar mis resultados en la convención anual de la American Psychological Association (APA) en 1970. Asistí a la convención, pero no presenté ese artículo. En lugar de eso, en representación de la AWP, pedí a los miembros de la APA un millón de dólares en concepto de indemnización para aquellas mujeres que nunca habían recibido ayuda por parte de los profesionales de la salud mental, sino que, al contrario, habían sido maltratadas aún más: etiquetadas y castigadas, sedadas en exceso, seducidas sexualmente durante el tratamiento, hospitalizadas contra su voluntad, sometidas a terapia de choque, a lobotomías, y sobre todo, descritas gratuitamente como muy agresivas, promiscuas, depresivas, feas, viejas, enfadadas, gordas o incurables. «Tal vez la AWP pueda fundar una alternativa a los hospitales psiquiátricos con ese dinero», dije, «o crear un refugio para esposas que huyen».

    El público, con más de dos mil asistentes (la mayoría hombres), se rio de mí. Con una carcajada sonora. Nerviosa. Algunos parecían avergonzados, otros aliviados. Obviamente, estaba loca. Algunos colegas me contaron más tarde que hubo chistes sobre mi «envidia del pene».

    Empecé a escribir Mujeres y locura en el avión de vuelta a Nueva York. Me sumergí en la literatura psicoanalítica, busqué biografías y autobiografías de mujeres que habían recibido tratamiento psiquiátrico o que habían sido hospitalizadas, de mujeres que se negaron a comer o a casarse, que fueron incapaces de abandonar su hogar, o que llevaron vidas paralelas fuera de la familia. Leí novelas y poemas de mujeres tristes, locas y malvadas y devoré la mitología y la antropología, especialmente sobre diosas, matriarcados y guerreras amazonas.

    No es casual que escribiera sobre diosas en Mujeres y locura: Madres Tierra grandiosas como Deméter, que rescató a su hija Perséfone del rapto, la violación y el incesto; o amazonas como Diana, que protegió a las mujeres en el parto y que, literalmente, andaba en compañía de las bestias. Esas deidades constituyen nuestros modelos humanos colectivos, y nosotras las reprimimos por nuestra cuenta y riesgo. Mujeres y hombres se ven reforzados por ejemplos de mujeres que representan todas las posibilidades humanas (no solo las femeninas o las biológicamente maternas).

    Tampoco es casual que no examinara en profundidad el lado «oscuro» de la relación entre Deméter y Perséfone u otros mitos sobre relaciones primarias como el de la reina Clitemnestra y su matriarcal hija Electra. Lo hice de manera superficial en Mujeres y locura y también de forma más relevante a lo largo del tiempo, y hablaré de ello más adelante en esta nueva Introducción.

    Pero, volviendo a la década de los 70, también comencé a analizar las estadísticas sobre enfermedad mental y leí todos los estudios académicos al respecto. Además, leí relatos históricos sobre vidas de mujeres y localicé las historias de las mujeres europeas que habían sido condenadas por brujería (incluida Juana de Arco) y confinadas psiquiátricamente desde el siglo xvi. Durante los siglos xix y xx, tanto en Europa como en Norteamérica, el hombre tenía derecho por ley a encerrar a su esposa o a su hija en un psiquiátrico aunque estuvieran perfectamente cuerdas. Y algunos lo hicieron. Maridos autoritarios, violentos, borrachos y/o dementes hicieron que sus esposas fuesen recluidas en psiquiátricos, a veces para siempre, como castigo por ser demasiado arrogantes… y para casarse con otras mujeres.

    Algunas norteamericanas escribieron relatos lúcidos, excepcionales y sobrecogedores sobre su reclusión. Aunque resulte increíble, las largas temporadas que pasaron en el Infierno no lograron destrozar ni silenciar a estas heroicas mujeres. Dieron testimonio de lo que les hacían a ellas y también a otras mujeres que corrieron peor suerte, que no sobrevivieron a las palizas brutales, a los casi ahogamientos y a la alimentación forzada, a las inmovilizaciones físicas, a los largos periodos en aislamiento rodeadas de su propias inmundicias y a la ausencia de amabilidad y de razón, que se disfrazaba de «tratamiento».

    Estos relatos históricos me hicieron llorar.

    Encontré un relato extraordinario en primera persona de Elizabeth Packard, cuyo único delito fue atreverse a pensar por sí misma en contra de los deseos de su marido. Insistió en enseñar a su clase dominical que las personas nacen siendo buenas, no malvadas. El castigo para Packard fue pasar tres años en un hospital psiquiátrico. Más tarde se convirtió en defensora de los derechos de los pacientes psiquiátricos y de las mujeres casadas. En sus escritos, relató lo que les hacían a las mujeres en los psiquiátricos.

    Años después de escribir Mujeres y locura, los doctores Jeffrey L. Geller y Maxine Harris me pidieron que hiciera la introducción de una obra muy relevante titulada Women of the Asylum: Voices from Behind the Walls, 1840-1945 (1994). Yo había leído y escrito acerca de algunos de estos relatos, pero no tenía ni idea de que hubiese tantos testimonios magníficos de primera mano.

    Por ejemplo, Elizabeth T. Stone (1842), de Massachusetts, describió el psiquiátrico como «un sistema que es peor que la esclavitud»; Adriana Brinckle (1875), de Pennsylvania, lo describió como la «muerte en vida», lleno de «grilletes», «oscuridad», «esposas, camisas de fuerza, bolas y cadenas, argollas y… otras reliquias semejantes de la barbarie»; Tirzah Shedd (1862) escribió: «Esto es un matadero en toda regla… un lugar de castigo, más que de cura»; Clarissa Caldwell Lathrop (1880), de Nueva York, escribió: «No podíamos leer la inscripción invisible que había sobre la entrada, escrita con la sangre del corazón de las desgraciadas internas: Aquel que entre aquí debe dejar atrás toda esperanza».

    Según estos relatos autobiográficos norteamericanos, las pacientes eran golpeadas, privadas de sueño, de comida, de ejercicio, de luz solar y de todo contacto con el mundo exterior de manera rutinaria, y a veces fueron incluso asesinadas. A menudo su resistencia a la enfermedad física (y mental) se hacía añicos y en ocasiones intentaban suicidarse para acabar con la tortura.

    Ha quedado claro que, independientemente de que la paciente del siglo xix y principios del xx estuviese en su sano juicio o hubiese experimentado la depresión posparto o de cualquier otro tipo, escuchara voces o estuviese paralizada por la «histeria»; hubiese recibido una buena educación o fuese rica, o pobre y analfabeta; hubiese llevado una vida relativamente privilegiada o hubiese sido golpeada, violada o agredida de cualquier otra manera en repetidas ocasiones; hubiese aceptado su restringido rol social o no pudiese soportarlo más; hubiese permanecido ociosa durante demasiado tiempo o trabajado de más durante mucho tiempo, hasta la extenuación… rara vez se la trataba con amabilidad o con profesionalidad médica.

    También había descubierto que algunas mujeres de éxito, como la escultora Camille Claudel, las escritoras Zelda Fitzgerald, Virginia Woolf, Lara Jefferson y Sylvia Plath, la actriz Frances Farmer y la mujer cuyo nombre ficticio era Ellen West pasaron «momentos duros» desde el punto de vista psiquiátrico. A pesar de su belleza, su inteligencia y su posición privilegiada por cuestión de clase/color de piel, ninguna de ellas recibió ayuda y todas sufrieron un gran perjuicio por parte de la psiquiatría institucional, los terapeutas patriarcales y unas familias tremendamente abusivas.

    En una era supuestamente posfeminista, las mujeres comenzaron a relatar por escrito sus hospitalizaciones psiquiátricas y su descenso a la «locura» en lo que casi se podría considerar un nuevo género literario.

    Por ejemplo, las feministas Jill Johnston en Paper Daughter (1985), Kate Millett en Viaje al manicomio* (1990) y Shulie Firestone en Airless Spaces (1998), y la psiquiatra Kay Redfield Jamison en An Unquiet Mind: A Memoir of Moods and Madness (1995) escribieron sobre los síntomas psiquiátricos, la medicación y la institucionalización. Algunas insistían en que, a pesar de oír voces, querer morir, intentar suicidarse, sufrir ansiedad extrema y no poder llevar una vida normal, no eran «enfermas mentales» ni lo habían sido nunca. Otras se sentían avergonzadas por lo ocurrido y reconocían que algo había salido terriblemente mal. Las hay que rechazaban la medicación psiquiátrica, mientras que algunas defendían que esta les había salvado la vida.

    Millet, Johnston, Firestone y Jamison crecieron en una época prefeminista. Curiosamente, en la década de 1990, y aun en el siglo xxi, un gran número de mujeres jóvenes, nacidas en su mayoría después de 1970, comenzaron a publicar su experiencia con respecto a las «enfermedades mentales» como la esquizofrenia, la depresión, la ansiedad y el desequilibrio emocional en general. Me vienen a la mente Mari Nana-Ama Danquah, en Willow Weep for Me: A Black Woman’s Journey Through Depression (1999); Carol Hebald, con The Heart Too Long Suppressed (2001); Ruth Kline, con It Coulda Been Worse: Surviving a Lifetime of Abuse and Mental Illness (2003); Welcome, Silence: My Triumph Over Schizophrenia, de la psiquiatra Carol North (1987); Sickened: The Memoir of a Munchausen by Proxy Childhood, de Julie Gregory (2003); y Get Me Out of Here: My Recovery from Borderline Personality Disorder, de Rachel Reiland (2004).

    Pero hay muchos más testimonios de mujeres jóvenes que hablan de intentos de suicidio, alcoholismo, drogadicción y autolesiones. Me refiero especialmente a las siguientes obras: Girl, Interrupted, de Susannah Kaysen (1993); A Bright Red Scream: Self-Mutilation and the Language of Pain, de Marilee Strong (1998); Skin Game. A Memoir, de Carolyn Kettlewell (2000); y Nación Prozac (1994)* y More, Now, Again: A Memoir of Addiction, de Elizabeth Wurtzel (2001).

    Las narraciones sobre trastornos posfeministas de la conducta alimentaria también podrían constituir un nuevo género literario en la actualidad. No cabe duda de que Suzy Orbach escribió Fat is a Feminist Issue (1978) con voz feminista y en una era feminista, al igual que hizo Kim Chernin en The Obsession: Reflections on the Tyranny of Slenderness (1982) y The Hungry Self: Women, Eating, and Identity (1986), que revisé para el suplemento New York Times Book Review. The Hungry Self es una acertada reflexión psicoanalítica sobre los trastornos alimenticios. Tanto Orbach como Chernin describieron esencialmente batallas con la anorexia, sin embargo, las suyas fueron voces relativamente aisladas.

    Este tema ganó mucha popularidad en la década de 1990. Por ejemplo, en 1991, Naomi Wolf publicó el superventas El mito de la belleza*. También le interesaban la anorexia y la necesidad, generada culturalmente, que sienten mujeres y chicas de estar demasiado delgadas.

    En 1995, la doctora Mary Pipher publicó Reviving Ophelia: Saving the Selves of Adolescent Girls, que giraba en torno a las adolescentes y su obsesión con el hecho de ganar y perder peso. Pipher considera que la nuestra es una cultura «que envenena a las chicas», que plantea exigencias imposibles y contradictorias a las mujeres jóvenes, a las cuales estas responden convirtiéndose en «imitadoras» y obsesionándose con su peso.

    A comienzos del siglo xxi, Sara Shandler publicó, siendo muy joven, Ellas hablan solas*, una colección de respuestas adolescentes al trabajo de Pipher. Además, Marya Hornbacher publicó Wasted: A Memoir of Anorexia and Bulimia (1999), Carolyn Knapp publicó Appetites (2003) y Kathryn Harrison, The Mother Knot (2004).

    Caroline Knapp escribe sobre su propia experiencia con la anorexia, pero amplía el debate para incluir muchos otros tipos de apetitos y compulsiones desplazadas hacia el sexo, el robo o el juego. Knapp trata de explicar la razón por la cual es posible que las jóvenes que han crecido en una era posfeminista sigan paralizadas. En realidad, siguen viviendo en una era patriarcal y aún no han sido educadas a conciencia para oponerse a las elecciones autodegradantes y contradictorias a las que se enfrentan. Con tantas opciones a su disposición, las jóvenes se sienten también desconcertadas. Knapp sugiere que se informan sobre sus «apetitos», y escribe lo siguiente:

    La relación de una mujer con el hambre y la satisfacción actúa como un espejo que refleja su percepción de sí misma y de su lugar en un mundo más amplio. ¿Hasta qué punto se permite una mujer estar hambrienta, en todos los sentidos de la palabra? ¿Hasta qué punto saciada? ¿Hasta qué punto se siente libre, o refrenada?… Tiene que ver con el choque entre el yo y la cultura, con el deseo femenino desatado en un mundo que sigue siendo profundamente ambivalente acerca del poder de la mujer y que logra estimular el apetito y la vergüenza a partes iguales Las mujeres se hacen psíquicamente más grandes y les dicen que tienen que hacerse físicamente más pequeñas.

    Algunos expertos en salud mental creen que las chicas y las mujeres que se niegan a comer (o que comen compulsivamente y después vomitan) se ven inmersas en una protesta autodestructiva en contra de las contradictorias exigencias culturales que dicen que han de estar extremadamente delgadas, como las modelos de alta costura, y, al mismo tiempo, ser sexis y seductoras. Algunos dicen que controlar lo que uno pesa es un intento de hacerse con el control cuando, por el contrario, la propia vida parece estar descontrolada.

    En 2004, en la segunda edición de Feminist Theories and Feminist Psychotherapies: Origins, Themes, and Diversity, la Dra. Carolyn Zerbe Ennes repasa parte de la literatura que sugiere que «los trastornos alimentarios pueden ser técnicas de supervivencia para gestionar ciertas ansiedades relacionadas con la autorrealización. Lograr el cuerpo perfecto puede ser una forma de evitar estereotipos negativos asociados a las mujeres que llegan muy lejos y las definen como solitarias, implacables, poco femeninas o poco atractivas». Algunos teóricos sugieren también que centrar la atención en la «identidad física» puede ser un intento de «compensar una identidad psicológica poco desarrollada».

    También hay expertos en salud mental que creen que cuando las chicas y las mujeres están más obsesionadas con perder el más mínimo peso que con cambiar la historia lo más mínimo, viven una era (posfeminista) apolítica y, como individuos aislados, no tienen la «fuerza del yo» suficiente para oponerse a ser reducidas culturalmente y sexualizadas pornográficamente.

    Estoy de acuerdo con todas esas perspectivas teóricas, pero qué puede funcionar, desde el punto de vista terapéutico, para un determinado individuo es un asunto totalmente distinto.

    No obstante, volvamos a lo que yo hice para realizar Mujeres y locura. En primer lugar, entrevisté a las verdaderas expertas: las mujeres que habían sido pacientes psiquiátricas y de psicoterapia. Entrevisté a mujeres blancas y negras, heterosexuales y lesbianas, mujeres de clase media y mujeres que reciben asistencia social, mujeres cuyas edades oscilaban entre los 17 y los 70 años y cuya experiencia en psiquiátricos y en terapia, de una costa a otra de Estados Unidos, se extendía a lo largo de un cuarto de siglo.

    Y así empecé a documentar cómo la cultura y la conciencia patriarcales han dado forma a la psicología humana durante miles de años. Reflejaba la psicología de las mujeres que, como una casta, no controlaban los medios de producción ni reproducción y que, además, eran rutinariamente avergonzadas, no solo sexualmente sino de otras formas. Intentaba comprender lo que podía implicar, psicológicamente, la lucha por la libertad cuando el grupo colonizado era femenino.

    Mujeres y locura se publicó por primera vez en octubre de 1972 y tuvo una gran acogida desde el primer momento por parte de otras feministas y de las mujeres en general. Recibió cientos de críticas favorables, incluida una de Adrienne Rich en la portada del New York Times Book Review. Con los años, llegó a vender casi tres millones de copias y fue traducido a muchos idiomas, incluidos el japonés y el hebreo. Me entrevistaron por todo el mundo y recibí innumerables cartas y solicitudes.

    A pesar de la gran acogida por parte de otras feministas y, en general, de muchas mujeres, mi análisis sobre la manera en que las etiquetas diagnósticas se usaban para estigmatizar a las mujeres y por qué muchas más mujeres que hombres se veían inmersas en una «carrera» como pacientes psiquiátricas fue ignorado, se trató como si simplemente fuese una sensación o bien recibió duras críticas por aquellos que ocupaban puestos de poder dentro de los distintos ámbitos profesionales.

    Mis estadísticas y teorías eran «erróneas», había «exagerado» mi argumentación con respecto a las instituciones del matrimonio y la psiquiatría y había ofrecido una visión excesivamente «romántica» de los arquetipos, especialmente los del tipo Diosa y amazona. Como muchas feministas antes que yo, me convertí en una marioneta en el efímero teatro del circuito académico y profesional feminista. Por suerte, estaba a punto de conseguir una plaza en una universidad y, también por suerte, no había ningún padre, hermano o marido que quisiera internarme en un psiquiátrico por considerar que mis ideas eran ofensivas.

    Es inconcebible, e indignante, pero eso es lo único que Elizabeth T. Stone (1842), de Massachusetts, y Elizabeth Packard (1860), de Illinois, hicieron: expresar opiniones que enfadaron a sus hermanos o maridos. El delito de Phoebe B. Davis (1865) fue atreverse a pensar por sí misma en el estado de Nueva York. Davis escribió: «Hace ahora 21 años que la gente descubrió que estaba loca, y todo porque era incapaz de aceptar cualquier creencia vulgar que estuviese de moda. Nunca pude dejarme llevar por cualquier cosa o por cualquier persona». Adeline T. P. Lunt (1981), de Massachusetts, escribió que en el psiquiátrico «la paciente debe abstenerse de pensar o pronunciar ninguna expresión original». Debe «estudiar el arte de desprenderse de (su) verdadera naturaleza… hasta que te adaptes al patrón (institucional), abandona toda esperanza». La protesta enérgica, o la desobediencia de cualquier tipo, tendría como único resultado un castigo más severo.

    En su trabajo por los enfermos mentales y las mujeres casadas, Elizabeth Packard propuso como primera reforma que «ninguna persona deberá ser considerada o tratada como Demente, u Obsesiva, por la mera expresión de sus ideas, independientemente de lo absurdas que estas puedan parecer a los demás». ¡En realidad, Packard intentaba hacer cumplir la Primera Enmienda en favor de las mujeres! Además, señaló lo siguiente: «Es un crimen contra el progreso humano permitir que los Reformistas sean tratados como Obsesivos, si los Pioneros de la verdad corren de este modo el riesgo de perder su libertad individual: ¿quién se atreverá a ser fiel a las aspiraciones de la divinidad que alberga en su interior?». Phoebe B. Davis (1865) fue más realista. Escribió que: «las personas verdaderamente nobles son muy poco valoradas en este mundo; no se las respeta hasta que llevan muertas dos o tres siglos».

    Así pues, más de un siglo después de que Packard viviera, escribiera y emprendiera su cruzada, aquellos que ostentaban el poder institucional ignoraron el reto que planteaba mi libro o bien dijeron que, por definición, cualquier trabajo feminista era parcial, neurótico e histérico (sí, nuestros críticos diagnosticaron una patología psiquiátrica a todo un movimiento y el trabajo que este inspiró, tal y como hicieron con las mujeres de manera individual). Algunos dijeron que mis ideas feministas eran «estridentes» (¡cómo les gustaba esa palabra!), misándricas y demasiado «coléricas», un auténtico despropósito.

    Chorradas.

    A lo largo de los años he recibido más de 10.000 cartas sobre Mujeres y locura, escritas principalmente por mujeres. Aún las conservo. La mayoría confirman lo que he escrito (tenéis toda mi admiración, queridas lectoras, por haber sobrevivido a vuestros sufrimientos y mi agradecimiento por vuestra confianza).

    ¿Qué ha cambiado realmente desde que escribí este libro? La respuestas es: demasiado poco, y a la vez muchísimo.

    A pesar de existir un visionario movimiento feminista vivo en el mundo, o precisamente por eso, la misoginia o una misoginia en jaque continuó, irreductible. Recibimos el supuesto contraataque desde el mismo momento en que contuvimos nuestro primer aliento feminista de la Segunda Ola. Y sí, también entre los y las profesionales de la salud mental.

    Mediados de los 70

    La psicóloga Paula Caplan, autora de The Myth of Female Masochism y de muchos otros libros maravillosos, incluidos They Say You’re Crazy: How the World’s Most Powerful Psychiatrists Decide Who’s Normal y Bias in Psychiatric Diagnosis, fue alumna de postgrado en la Universidad de Duke. En uno de sus trabajos académicos, donde «criticó sutilmente a Freud», Caplan escribió: «Mi profesor me devolvió el artículo. En la cubierta había garabateado lo siguiente: ¿Cuántas veces en este siglo se va a atacar a Freud por sus ideas sobre las mujeres?». Poco después, Caplan fue «expulsada del programa doctoral médico».

    A la psicoterapeuta Miriam Greenspan, autora de A New Approach to Women and Therapy (1983) y de la extraordinaria obra Healing Through the Dark Emotions: The Wisdom of Grief, Fear, and Despair (2003), sus supervisores le dijeron que «los profesionales (si son mujeres) deben llevar sujetador, que la ira excesiva en una mujer era un signo de desequilibrio mental, que un interés desmesurado por asuntos espirituales es síntoma de esquizofrenia, que el exceso de empatía es una grave falta de profesionalidad, que el exceso de compasión supone un impedimento para la pericia de un psicoterapeuta».

    En Harvard, la psicóloga Carol Gilligan comenzó a «conectar su trabajo y su vida» en la investigación que conduciría a In a Different Voice (1982). Gilligan escribió que, «al principio, Lawrence Kohlberg despreciaba mi trabajo con las mujeres y, básicamente, ridiculizó mi estudio sobre la decisión de abortar, haciendo que su clase opinara que el aborto no era un problema moral y diciendo a mi seminario de investigación que yo confundía el cotilleo con la investigación. Sabía que el estudio que defendía Kohlberg no incluía a ninguna mujer. Siempre y cuando ellos (Kohlberg y Erik Erickson) pudieran incorporar mi trabajo a sus teorías o considerarlo, como solía decir Larry, como un tipo de investigación intercultural interesante ­–el estudio de esa otra cultura, la de las mujeres–, no pasaba nada. Pero si escuchar implicaba cambiar sus teorías, entonces sí había un problema».

    Los años 80

    La psiquiatra Nanette Gartrell finalizó en Harvard sus tres años de residencia en Psiquiatría en 1979. Después, formó parte del grupo de trabajo de la American Psychiatric Association que desarrollaba un currículum sobre la psicología de las mujeres para los programas de residencia psiquiátrica. Gartrell escribió:

    Cuando dos años más tarde entregamos una detallada propuesta de 200 páginas, los portavoces de la APA montaron en cólera por una única frase que yo escribí: La homosexualidad es una variación normal de la expresión sexual. Me sorprendió la magnitud de aquella reacción contraria. Daba igual que la homosexualidad hubiese sido eliminada del DSM [Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales] seis años antes. Destacadas psiquiatras me presionaron para que retirara la frase y me advirtieron de que mi carrera profesional podía verse arruinada si no accedía a hacerlo. También me vi sometida a una larga campaña de difamación. A pesar de estas tácticas, me negué a claudicar. Dimití como miembro del grupo de trabajo, retiré mis contribuciones al currículum y eliminé mi nombre de entre los autores. Muchos colegas siguieron mi ejemplo. Por desgracia para las mujeres psiquiatras, el currículum no llegó a publicarse nunca. Y yo perdí toda ilusión sobre la posibilidad de llevar a cabo cambios dentro de la institución psiquiátrica sin [tropezar con] una resistencia enorme.

    La psiquiatra Jean Shinoda Bolen, autora de La diosa de cada mujer: una nueva psicología femenina* (1984) y fundadora del Committee of Asian-American Psychiatrists, lideró la lucha contra la decisión de la American Psychiatric Association de oponerse a la Enmienda de Igualdad de Derechos. Al respecto, escribió: «En aquella época, la APA estaba formada en un 89% por hombres y dos tercios de nuestros pacientes eran mujeres. La desigualdad, la discriminación y los estereotipos afectan a la autoestima y restringen las posibilidades de las mujeres. Que los psiquiatras que las tratan no apoyaran la Enmienda era desastroso».

    La psiquiatra Teresa Bernardez tuvo problemas en su propio Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de la Universidad Estatal de Michigan. El nuevo director sostenía que Bernardez no era una «psiquiatra convencional» porque, como ella relata, «yo no trataba a las mujeres deprimidas con medicación y porque estaba en contra de la hospitalización forzada. Tuve que defender mi puesto mediante una querella, y la gané. Mi determinación de proteger a pacientes que habían sido víctimas de abuso por parte de los terapeutas ya había acabado en algunos enfrentamientos con unos cuantos miembros de la facultad». Bernardez abandonó el Departamento de Psiquiatría, «con sus ideas arcanas y su reduccionismo biológico», que resultaba «tóxico para mí».

    ¿Sorprendida? Nosotras también lo estábamos.

    La década de los 90

    La psicóloga clínica Helen Bolderston escribió: «En dos años de estudios de posgrado solo me habían impartido dos horas de clase sobre cuestiones de género y no hubo formación alguna sobre los efectos que tiene en las mujeres el hecho de haber sido víctimas de abuso sexual durante la infancia. El programa de formación en psicología clínica no había logrado prepararme ante la naturaleza de buena parte del trabajo clínico que realizaría con las mujeres».

    La psicóloga Jane Ussher, autora de Women’s Madness: Misogyny or Mental Illness, escribió: «En Gran Bretaña, las mujeres siguen teniendo más probabilidades que los hombres de ser diagnosticadas y tratadas como locas. El abuso sexual de las mujeres continúa siendo abundante, tanto dentro como fuera de las instituciones psiquiátricas. Puede que hoy haya más mujeres que trabajan como psicólogas clínicas, pero el discurso profesional (aún) cosifica las taxonomías psiquiátricas a través del diagnóstico y la categorización de los síntomas femeninos».

    En 1993-94, una alumna de una conocida universidad de la Costa Este dirigió una campaña en el campus contra el director de los Servicios Psicológicos, que al final prefirió dimitir a que la Universidad le sometiera a revisión. La alumna escribe que, concretamente, el director «o ha ignorado trastornos alimentarios o bien ha recomendado hacer dieta a alumnas normopeso o anoréxicas. Cuando los novios de las alumnas les han pegado, las ha culpado a ellas; en ocasiones, las ha animado a continuar con relaciones violentas. Ha hecho que algunas alumnas que atravesaban una crisis abandonaran la facultad contra su voluntad basándose en su interpretación de la responsabilidad legal de la universidad». En una ocasión, trató vehementemente de echar a una víctima de incesto que estaba experimentando flashbacks, lo que casi la obliga a volver a la casa donde tuvo lugar el incesto.

    Aunque no era médico, emitía con firmeza juicios, en ocasiones incorrectos, sobre medicación y a pesar de oponerse a la medicación psiquiátrica, fomentaba el uso de píldoras anticonceptivas por parte de alumnas deprimidas. Además, ni diagnosticaba adecuadamente importantes trastornos psiquiátricos ni atendía adecuadamente a los alumnos y alumnas que precisaban hospitalización psiquiátrica urgente.

    Los primeros estudios sobre el sesgo terapéutico que cité en Mujeres y locura se han visto confirmados, desgraciadamente, en muchas ocasiones. Por ejemplo, en 1993, los doctores Kenneth Pope y Barbara Tabachnik publicaron sus conclusiones sobre el hecho de que los terapeutas distan mucho de ser «neutrales». De 285 psicólogos clínicos seleccionados aleatoriamente, el 87% admitió sentir «atracción sexual por un/a cliente», y el 58% admitió experimentar «excitación sexual en presencia de un/a cliente». Entre el 64% y el 78% reconoció «enfadarse» con sus pacientes por diversos motivos; casi un tercio declaró «odiar» a algún cliente, y el 46% de los encuestados dijo haberse enfadado hasta el punto de haber hecho algo a un paciente de lo que más tarde se había arrepentido.

    A pocos terapeutas les enseñan que pueden experimentar emociones intensas hacia sus clientes, ni cómo gestionar dichas emociones.

    El siglo xxi

    En 2005, las doctoras Paula J. Caplan y Lisa Cosgrove publicaron una antología estupenda titulada Bias in Psychiatric Diagnosis que confirma que muchas de las áreas de sesgo que mencioné por primera vez en Mujeres y locura, incluidos el sexismo, el racismo, el clasismo y la homofobia, aún existen. Sin embargo, este libro amplía la lista de sesgos e incluye aquellos contra la edad, la discapacidad intelectual, las personas con dificultades de aprendizaje y contra aquellas que padecen trastornos alimenticios. Además, desafía diversas categorías diagnósticas muy destacadas desde el punto de vista legal y también clínico, como el «trastorno de estrés postraumático», el «síndrome del falso recuerdo», y el «síndrome de alienación parental». El debate que plantea en torno al Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM) es magistral.

    En un artículo de la misma obra, los doctores Jeffrey Poland y Paula J. Caplan presentan la manera en que el sesgo sigue estando presente en el diagnóstico psiquiátrico. Debaten prejuicios reales como tener que patologizar o diagnosticar a una paciente para recibir la devolución de un seguro. Además, cuando los médicos están saturados de trabajo y el tiempo del que disponen para ver y diagnosticar a un paciente es limitado, pueden precipitarse para llegar a una conclusión [errónea]. Los médicos pueden tender a buscar y dejar constancia de datos que confirmen sus convicciones y expectativas previas al tiempo que ignoran o minimizan la información que no encaja y [también] tienden a dar prioridad a la información que han recibido al inicio frente a la recabada posteriormente.

    En 2005, en el mismo volumen, Autumn Wiley revisó diez libros de texto universitarios de uso extendido en psicología anormal. Sorprendentemente, halló que ninguno de ellos incluía la crítica feminista a la psiquiatría y a las prácticas diagnósticas institucionales. En siete de los diez libros no figuraba mención alguna al sesgo por razón de sexo o género, como tampoco se citaba a ninguna de las 14 críticas feministas más relevantes, entre las que destacan Laura Brown, Paula J. Caplan, Beverly Greene, Rachel Hare-Mustin, Hannah Lerman, Lynn Rosewater, Lenore Walker y yo misma.

    Así pues, Wiley llega a la conclusión de que «las décadas de crítica feminista han tenido un impacto muy pequeño en la manera en que los autores de los libros de texto de psicología anormal presentan el DSM. La ausencia de dicha crítica en los libros no se debe a una falta de disponibilidad o a que esta no sea de gran calidad».

    Por lo tanto, aunque se ha experimentado un progreso enorme –incluso radical, podríamos decir–, los sesgos clínicos de los que escribí por primera vez en 1972 siguen existiendo hoy en día. El clasismo, el racismo, la homofobia, la discriminación por edad, el sexismo y los prejuicios culturales y antiinmigración siguen empañando muchos juicios clínicos. He revisado cientos, tal vez miles, de evaluaciones psiquiátricas y psicológicas en demandas matrimoniales, penales y civiles. La desconfianza clínica en las madres por el mero hecho de ser mujeres y la predisposición a estar a toda costa de parte de los padres por el mero hecho de ser hombres es apabullante. La culpa materna y el odio a la mujer hierven en cada página clínica. Desde el punto de vista psiquiátrico, a menudo se acusa a la madre de apartar a su hijo/a del padre si aquel no siente resentimiento u odio hacia la madre o si no prefiere al padre.

    Increíble, ¿verdad?

    Incluso los médicos que tienen menos probabilidades de estereotipar por razón de género muestran una preferencia (a menudo inconsciente) por el hombre frente a la mujer. Puede que su sexismo sea sofisticado, sutil. A veces, las médicas son mucho más duras con las mujeres que sus homólogos masculinos, y tal vez se vean en la obligación de serlo como forma de distanciarse de un grupo despreciado.

    Por ejemplo, un estudio de 1990 confirmó que existía menor estereotipación de género entre los psiquiatras en 1990 que en 1970. Sin embargo, eran más las psiquiatras que consideraban óptimos los rasgos masculinos para las pacientes, mientras que un mayor número de psiquiatras de sexo masculino escogían rasgos menos diferenciados y andróginos para calificarlos como óptimos, tanto para los pacientes como para las pacientes.

    Así pues, las profesionales de la salud mental no tienen por qué ser más objetivas o neutrales con respecto a otras mujeres que sus colegas masculinos. Las mujeres, al igual que los hombres, tienen opiniones sexistas. Tal vez sea parecido, desde el punto de vista psicológico, a la gente negra que prefiere las pieles claras y que ha interiorizado opiniones racistas. La negativa a reconocer dichas ideas hace que sea imposible resistirse a ellas.

    En general, las mujeres se importan tanto entre sí, psicológica y socialmente, que tienden a esperar demasiado unas de otras. A menudo, el error más minúsculo o la más mínima decepción entre mujeres se magnifican y provocan resentimiento. Una mujer puede pasar de ser un Hada Madrina a convertirse en una Malvada Madrastra en un instante. Además, a las mujeres les da miedo culpar a los hombres, pero no a otras de su mismo sexo.

    Por ejemplo, muchas mujeres declaran estar más enfadadas con sus madres que con los padres que las violaron, esto es, sienten más ira hacia las mujeres que se negaron a creer que habían sido violadas que hacia sus violadores. Y, precisamente porque la afinidad y la solidaridad entre mujeres son importantísimas para ellas, resulta muy doloroso que las mujeres más cercanas no estén «ahí» para apoyar a una superviviente de violación o incesto.

    Según las psicoanalistas Judith Lewis Herman y su madre, Helen Block Lewis, ya fallecida, las hijas que crecen en el seno de familias incestuosas se sienten «profundamente traicionadas» por sus madres. Sienten que han sido «ofrecidas en sacrificio para apaciguar a un macho poderoso y desprecian a sus madres». Y también aprenden a no esperar ayuda alguna de otras mujeres. Algunas hijas tomas represalias o se vengan, pero mayoritariamente contra sus madres.

    Por lo tanto, el sesgo clínico continuado afecta a las pacientes en, al menos, cinco áreas

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1