LA GRAN GUERRA (1914-1918) – MARC FERRO
arraigada en lo más profundo de la conciencia de los pueblos. Tras las
Ferro analiza cuatro dimensiones, que de forma conjunta lograrían explicar
la guerra. Advierte que es posible considerarla como una guerra liberadora,
patriótica y emancipadora, así como inevitable e imaginaria.
La guerra liberadora
Para la mayoría de jóvenes ir a la guerra suponía no esperar más a que su país
fuera víctima de una agresión, de modo que habrían de ser los
contrarrevolucionarios-soldados y demás combatientes los que establecieran
con ella la paz. Ello les hacía partir a ella con un gran entusiasmo.
En cuanto a la dimensión liberadora de la guerra, señala que mientras en la
escuela se enseñaba el porvenir de la ciencia y la fe en el progreso, la
mayoría de los ciudadanos no participaba en los asuntos públicos, por
consiguiente, la democracia y la democratización de las instituciones no
eran más que una ilusión.
No solo se trataba de una exclusión en términos políticos sino también
económicos. Una porción importante de europeos había quedado lejos del
alcance del progreso material ofrecido por la modernidad, ante lo cual, las
salidas eran para algunos la revolución y para otros la emigración.
Esta no era la situación de los países más industrializados donde los
antagonismos internos se habían suavizado y las posibilidades de
revolución social se habían alejado cada vez más, no así los antagonismos
imperialistas que se habían incrementado ante el conflicto inminente.
Para los combatientes franceses, ingleses o alemanes, la guerra tenía por
objetivo la salvaguardia de los intereses reales de la nación. Pero tenía
además otro significado: al marchar a la guerra los soldados hallaban un
ideal de cambio que sustituía las aspiraciones revolucionarias. La guerra
representaba la oportunidad de una acción inmediata para la transformación
de la existencia, para la integración social.
La guerra patriótica y emancipadora
Los pueblos juzgaban de legítima la defensa de sus respectivas naciones,
cumpliendo así también con su deber. Su unanimidad patriótica era en parte
consecuencia de una reacción frente a la unificación económica del mundo.
La guerra patriótica y emancipadora se comprende a partir de una tradición
rivalidades imperialistas aparecía la amenaza del enemigo hereditario que
ponía en entredicho la existencia misma de la nación, por tanto para todos
el conflicto obedecía a una especie de rito fatal, lo que explica el carácter de
lucha “a vida o muerte”, rasgo éste que la naturaleza imperialista de esta
guerra no bastaría a explicar.
Así, el sentimiento patriótico se convertía en una de las formas de la
reacción colectiva de la sociedad frente a los fenómenos nacidos de la
configuración del capitalismo mundial en el siglo XIX. Potenciado por los
Estados europeos a través de diversos dispositivos tales como la
instrucción, la prensa y el deporte, que contribuyeron a exaltar la fe en el
país propio y a resucitar el sentimiento del deber y de una obediencia a la
autoridad superior, en este caso, la patria.
La guerra inevitable
Tanto en la clase política como el resto de la población se consideraba la
guerra como un trámite inevitable, pero también corto al prevalecer la idea de
guerra moderna que no podía durar más de una estación. Así los estados
mayores inician la carrera de armamentos y los pueblos se dejan llevar por su
sentimiento nacionalista.
Por otra parte, la guerra aparecía como inevitable para sus
contemporáneos. Esta percepción se posaba sobre la composición del
sistema de alianzas, que revelaba tanto el carácter imperialista de esta
guerra como el desarrollo desigual de las naciones y la rivalidad entre estas,
que era su consecuencia.
En la segunda mitad del siglo XIX, “la distancia que separaba a Gran
Bretaña de las otras potencias industriales iba reduciéndose decenio tras
decenio; nacían otras naciones industriales que lograron crecer, prosperar
y no dejarse dominar por Inglaterra”.
Sin duda, el caso más paradigmático de ascenso económico fue Alemania
(una de las últimas naciones en unificarse), teniendo que adaptar su
desarrollo a las necesidades de un mundo que se había organizado sin ella
y donde cada uno tenía ya su lugar y su papel definido. Frente a este
escenario, Gran Bretaña era la nación que más se sentía amenazada por
esta voluntad de desafío de Alemania.
La guerra imaginaria
Periódicos y semanarios ilustrados en Gran Bretaña durante la década de los
ochenta comenzaron a imaginar una serie de conflictos en los que pudiera ser
mezclado el país. Los ingleses imaginan su propia invasión y posterior
derrota, mientras que los franceses sueñan con un revanchismo. Sin
embargo, los alemanes no imaginan su situación porque hasta muy tarde no
se dan cuenta de la posibilidad que existe de que Gran Bretaña entre en la
guerra. Con la publicación del “Made in Germany” con lo que aumenta la
rivalidad entre Inglaterra y Alemania, siendo causados los enojos de dichas
potencias por rivalidades de tipo económico y no ya político.
La última dimensión que explora Ferro es la guerra imaginaria. Resulta
interesante y vigente esta perspectiva en la actualidad para abordar el
ámbito de la producción literaria con relación a cómo fue pensada e
imaginada la guerra en las décadas previas a la conflagración.
El autor se refiere a la guerra-ficción para denominar a los artículos de
prensa y libros sobre la guerra futura, los cuales abundaban ya a partir de
1880, particularmente en Gran Bretaña y Francia. Fue un rasgo
característico de este tipo de obras la descripción de los combates del
mañana de una forma muy distante a cómo iban a suceder en la realidad,
puesto que no asociaron la guerra a los progresos de la revolución industrial
y, por ende, no imaginaron que esta causaría millones de muertos y que
movilizaría a las naciones enteras.
Otro elemento común en estos relatos, fue que imaginaron una guerra que
no podría durar más de una estación, “porque con el servicio militar
obligatorio, la vida del país quedaría totalmente perturbada y la situación no
podría durar mucho” . Prevalecía así la idea de una guerra moderna que
tenía que ser necesariamente corta. Es importante señalar, asimismo, que
esta literatura permite acceder a aquellas representaciones que las
potencias tenían de sí mismas, así como de sus rivales en cuanto a lo
netamente estratégico-militar y, por otra parte, a los ideales nacionales en
términos de valoraciones, temores, tradiciones, prácticas y a la atmósfera
época en general.
“Guerra a la guerra”
Jurada en el Congreso de Sttugart, consiste en la oposición a la guerra; sin
embargo, la II Internacional, que pretende la paz no es consciente de que la
había rechazado antes de que la guerra estallara.
GENOCIDIO ARMENIO – ANDRÉS VARTABEDIAN
A comienzos del siglo XX, los territorios de Armenia estaban divididos entre
el Imperio Otomano (Armenia occidental) y el Imperio Ruso (Armenia
oriental).
El Imperio Otomano había surgido alrededor del año 1300, y la dominación
sobre los territorios ancestrales armenios se inició en el siglo XVI. Es así
como, al momento de iniciarse el genocidio, los armenios llevaban casi 400
años bajo su autoridad.
Al igual que otros pueblos no musulmanes, los armenios fueron
considerados ciudadanos de segunda categoría, por lo que sufrieron
discriminación y abusos de índole económica, social y administrativa.
En el último cuarto del siglo XIX, algunos de estos grupos lograron que sus
demandas tuvieran eco más allá de las fronteras imperiales. A ese conjunto
de reclamos, derivados de conflictos internos producto de la opresión
otomana, se lo conoció como Cuestión de Oriente y, particularmente,
Cuestión Armenia cuando pasaron al plano de la diplomacia internacional.
Esto llevó a varias potencias a solicitar reformas que mejorasen la vida de
dichos pueblos.
Indudablemente, la idea de generar una presencia importante dentro del
Imperio Otomano, debido a las posibilidades económicas y estratégicas que
este representaba, reforzó la “solidaridad” demostrada por esos grandes
poderes europeos. De allí que, terminar con la Cuestión Armenia terminando
con los armenios comenzó a instalarse entre los dirigentes otomanos como
una opción a considerar.
Los armenios ya habían comenzado a organizarse políticamente, por lo que,
ante la falta de respuesta de las autoridades imperiales, enviaron
delegaciones a recorrer Europa para que intercedieran ante ellas. El
malestar del gobierno fue cada vez mayor, ya que consideró la actitud
armenia como la búsqueda de la intromisión extranjera en los asuntos
internos de Estado.
Entre 1894 y 1896 se produjo la matanza de unos 300.000 armenios por
orden del Sultán Abdul Hamid II. No solo se buscó castigar a los armenios
y su politización, sino que también sirvió para analizar hasta dónde estaban
dispuestas a llegar las potencias que se mostraban solidarias con estos. La
comprobación fue que no intervendrían más que con discursos.
Para ese entonces, el Imperio Otomano se encontraba en decadencia. En
ese marco, es que se constituyó el grupo revolucionario que llevó adelante
el genocidio: los Jóvenes Turcos, y particularmente el Comité Unión y
Progreso. Estos tomaron el poder en 1908 bajo la consigna de la Revolución
Francesa: “Libertad, Igualdad, Fraternidad.
El nacionalismo extremo comenzó a tomar cada vez más fuerza y el
Panturquismo (“todos turcos”) se transformó en la ideología de los Jóvenes
Turcos. “Turquía para los turcos” se convirtió en el lema dominante. La idea
separatista de algunos grupos armenios llevó al temor a la pérdida de las
llamadas “provincias armenias”. Aun sin fundamento sólido, ello se convirtió
en un factor decisorio del futuro plan de exterminio; más aún si se toma en
cuenta la idea de construir hacia el este una extensión del Imperio Otomano
con las poblaciones de habla turca del Imperio Ruso, Irán y el Asia Central.
La derrota del Imperio Otomano en las guerras balcánicas de 1912 y 1913,
a manos de la Liga de los Balcanes, la violencia sufrida y la expulsión de
sus hogares de miles y miles de musulmanes, hicieron crecer la antipatía
hacia los cristianos en general. Luego de iniciada la Primera Guerra Mundial,
a todos los elementos mencionados se le incorporaron acusaciones de
traición al Imperio de parte de los armenios en favor de las fuerzas rusas,
sus enemigas.
Alrededor de 1.500.000 personas asesinadas fue el resultado de la creciente
radicalización que vivió el régimen turco-otomano de la época. A partir del
año 1915, el gobierno liderado por los denominados Jóvenes Turcos,
especialmente por el ala radical del Partido Unión y Progreso -luego de un
nuevo golpe de Estado dado en 1913 a la interna de su propia fuerza-, llevó
adelante la ejecución de un plan de exterminio de toda la población armenia
que habitaba el Imperio Otomano.
A partir de la madrugada del 24 de abril de 1915 -fecha tomada
simbólicamente para la recordación anual del Genocidio Armenio-, en
Constantinopla y otras ciudades importantes del Imperio, se arrestó, para
luego asesinar, a cientos de personalidades
influyentes en el ámbito armenio -tanto laicos como religiosos-,
representantes de todos los aspectos de la vida pública: políticos, artistas,
empresarios, sacerdotes...
La mayoría de los hombres armenios aptos físicamente, que habían sido
enrolados en el ejército, fueron desarmados y derivados a trabajos forzosos,
como mano de obra. Luego de ello, habitualmente, se los separó en
pequeños grupos y se los fusiló.
El resto de la población, mayoritariamente niños, mujeres y ancianos, fue
deportada. Con la excusa de la guerra, se los obligó a abandonar sus
hogares y se les asignó un destino ficticio al que debieron marchar. En
general, simplemente se los condujo hacia los desiertos mesopotámicos en
largas caravanas. Las víctimas que no fueron atacadas y asesinadas
durante el trayecto, murieron producto del calor, el frío, la inanición, la falta
de higiene y de cuidados básicos.
La guerra se presentó como la mejor forma de camuflar el crimen. Como
sucede habitualmente, a la destrucción física y psíquica del pueblo víctima,
acompañada del ataque a sus bases biológicas de reproducción como
grupo, se le suma el avasallamiento de todas sus manifestaciones
culturales. Es así que el arte armenio, su religión, idioma, arquitectura,
fueron -y siguen siendo aun hoy- objeto del atropello genocida.
Luego de finalizada la Primera Guerra Mundial, organizaciones
humanitarias armenias y de diversos países se ocuparon de salvaguardar a
los sobrevivientes.
En los años posteriores al genocidio, una serie de circunstancias
determinaron la imposibilidad del retorno de los armenios a su hogar
nacional. Una nueva represión y persecución recayó sobre quienes
intentaron el retorno a sus antiguos poblados, por parte del nuevo líder turco,
Mustafá Kemal (fundador de la “República de Turquía”). El Tratado de
Sévres de 1920, que reconocía la existencia de una Armenia con fronteras
propias en territorio turco, nunca entró en vigencia, y negociaciones de la
nueva Turquía tanto con la Unión Soviética como con las potencias
occidentales, hicieron que se firmara un nuevo acuerdo -el Tratado de
Lausana- que desconoció el de Sévres y destruyó las esperanzas de
recomposición de la vida armenia en sus territorios históricos.
Todo ello, generó una gran dispersión de armenios por todo el mundo, lo
que devino en el desarrollo de una nueva diáspora. Ella ha sido una pieza
clave del sostenimiento de la identidad armenia junto con el trabajo de
mantenimiento de la cultura que lograron realizar los habitantes de la ex
Armenia soviética. Ese territorio obtuvo su independencia en 1991
convirtiéndose en la actual República de Armenia, un pequeño territorio de
alrededor de 30.000 km2.
La negación del genocidio es casi un componente del propio crimen.
Avanzado ya este nuevo siglo, el gobierno y diferentes sectores de poder
turcos continúan ejerciendo diversas presiones para que no se conozca lo
sucedido en torno al Genocidio Armenio: niegan los hechos, los modifican,
reescriben la Historia; sostienen financieramente la nueva versión desde
ámbitos académicos en varios lugares del mundo; realizan los lobbies
correspondientes para que los restantes gobiernos no utilicen el término
“genocidio” en leyes o resoluciones gubernamentales referidas al tema;
intentan por distintos medios impedir o demorar la publicación de obras que
lo refieran, o la producción, distribución y difusión de filmes en los que se
mencione el caso...
En 1944, el jurista judeopolaco Raphael Lemkin acuñó el concepto
“genocidio”, teniendo como referencia la experiencia armenia y lo que
estaba aconteciendo con los judíos en Europa. Completar el vacío legal que
el Derecho Internacional presentaba sobre crímenes de esa índole le llevó
buena parte de su vida profesional y personal.
A más de 100 años de lo atroz acontecido en el Imperio Otomano, los
armenios, o descendientes de, en todo el mundo, aun reivindican un hecho
históricamente probado pero que no ha tenido la ratificación
correspondiente en el ámbito de la jurisprudencia internacional ni ha
provocado que el Estado turco, perpetrador de este genocidio, reciba las
penas que le cabrían.
Uruguay ha sido el primer país en el mundo en reconocer el Genocidio
Armenio. Lo realizó a través de la Ley N°13.326 el 22 de abril de 1965.
LAS REVOLUCIONES RUSAS
Cuando hablamos de “Revolución Rusa” se hace referencia a la toma de
poder de los bolcheviques en 1917, pero en Rusia hubo otras revoluciones.
Siendo el Imperio de los zares Romanov un país enorme y diverso,
precisaba un gobierno enérgico y poderoso, y de vez en cuando surgían
revolucionarios que trataban de cambiar la vida del país. Durante el siglo XX
se dieron tres grandes revoluciones:
1. 1905: la revolución que fracasó
El “Domingo Sangriento”: San Petersburgo, enero de 1905.
Un crudo domingo, los obreros de las fábricas de la capital marcharon junto
a sus familias hasta el Palacio de Invierno del Emperador en huelga contra
sus empresarios. Pero este no estaba allí, y se encontraron en cambio con
un montón de soldados que se lanzaron con sus caballos contra la multitud
blandiendo sus sables. En el revuelo murieron o resultaron heridos un millar
de hombres, mujeres y niños.
La industria y los trabajadores
Los levantamientos revolucionarios de 1905 dieron comienzo a una serie de
huelgas, manifestaciones y batallas callejeras. En octubre, las huelgas se
habían extendido por todo el país: ferrocarriles, fábricas e incluso ciudades
enteras paralizadas.
En los últimos años las huelgas de los obreros se habían hecho cada vez
más frecuente, debido en gran medida a los agotadores esfuerzos de Rusia
por ponerse al nivel de las naciones industrializadas occidentales. El
crecimiento acelerado se dio hacia 1890, y en el representó un papel
fundamental Sergei Witte, ministro de Economía de Alejandro III.
Witte estaba decidido a modernizar el país utilizando el poder autocrático
del Zar. Quería que Rusia dejara de ser solamente un mercado para las
manufacturas de los países más ricos, por lo que fundó universidades
técnicas para formar trabajadores especializados, creó bancos que
financiaran el crecimiento industrial y protegió la manufactura nacional
mediante altos impuestos a las importaciones. Era un revolucionario como
Pedro el Grande o Stalin, pero nunca llegó a detentar el poder supremo.
Durante el tiempo que Witte permaneció en su cargo, Rusia consiguió unirse
a la media docena de naciones industriales a la cabeza, y parecía que
conseguiría sobrepasar a las demás. Pero la expansión del cambio trajo
consigo problemas:
 algunas de las nuevas industrias se hundieron con la depresión de
principios de siglo, y los impuestos a los productos importados
hicieron imposible comprar maquinaria que mejorara la producción.
 El gobierno pagaba subvenciones a muchas firmas, y gastaba
mucho dinero en universidades y en la devolución de los créditos de
los bancos.
 Para hacer frente a estos gastos se subieron los impuestos, afectado
a los más necesitados. Witte decía que ese sacrificio temporal traería
consigo la prosperidad universal.
La vida en las aldeas era aún más difícil:
 La agricultura era muy primitiva y su producción no llegaba ni a
la mitad de la de los países occidentales.
 La población aumentaba rápidamente y las condiciones de vida
eran inhumanas.
 Cada vez obtenían menos dinero por su producción, ya que el
trigo norteamericano inundó los mercados mundiales bajando los
precios.
Algunos de los medios para mejorar la condición de los aldeanos era
enlistarse en el ejército ruso, del cual 2/5 procedían del campesinado. Otros
se unían a las fuerzas policiales o probaban suerte en la Iglesia, ya que
ofrecía seguridad e intereses bastante amplios. Otra vía era la amplísima
administración civil, la cual suponía respetabilidad y riqueza.
Revolucionarios y reformistas
Para convertir el descontento, las huelgas y los desórdenes en una
revolución hacía falta un liderazgo fuerte, y desde la época de Alejandro II
habían estado apareciendo posibles líderes que trataban de mostrar al
pueblo ruso los errores del zarismo.
La educación elemental iba llegando poco a poco a las capas más bajas de
la sociedad. A finales de siglo más o menos la mitad del campesinado
recibía algún tipo de escolarización. Pero los nuevos líderes procedían de
las universidades, y de familias acomodadas. Muchos de ellos se dedicaban
a criticar el gobierno zarista, y ni siquiera la represión policial a parir de 1881
logró evitar que los estudiantes siguieran conspirando.
Bajo el gobierno de Nicolás II resurgió el movimiento Narodmik, que en 1901
se reformó para convertirse en el Partido Socialista Revolucionario. Estaban
convencidos de que si se consiguiera terminar con la autocracia zarista
entonces la gente sencilla despertaría para volverse hacia el socialismo
campesino.
Los liberales representaban otro tipo de peligro: confiaban en terminar con
el absolutismo de manera pacífica. Eran más numerosos que los
revolucionarios, y en 1903 formaron un partido político clandestino, la “Unión
de Liberación”, que exigía una constitución en la que el Zar dejara de ser el
autócrata para gobernar con un parlamento.
Los marxistas
Otro grupo anti-zarista, tan pequeño y remoto que no le preocupaba al
gobierno eran los socialdemócratas, que aceptaban las ideas de Karl Marx.
Afirmaban que el país estaba por fin saliendo de su etapa feudal y que
pronto pasaría a estar gobernado por capitalistas industriales. Para Marx, el
capitalismo por naturaleza da lugar a la creación del proletariado que, con
el tiempo, llegaría a ser lo suficientemente fuerte para suplantar a los
capitalistas y crear un sistema socialista donde nadie obtendría beneficio de
la explotación de los demás.
Hacia 1895, dos jóvenes marxistas decidieron acelerar el cambio
organizando actividades sindicalistas. Se trataba de Martov y Lenin.
Querían preparar a los obreros para la revolución que se aproximaba, pero
fueron arrestados y enviados a Siberia. Cuando Lenin regresa, los
socialdemócratas lanzan su propio periódico: “la Chispa”, donde él publica
sus propias ideas.
En 1903 celebran un congreso fuera de Rusia, donde Lenin destaca por su
determinación, exigiendo que el Partido aprovechara cualquier oportunidad
de acelerar la historia. Así fue como el recién creado partido se dividió en
dos: los seguidores de Lenin se llamaron a sí mismos bolcheviques y los
seguidores de Martov, mencheviques.
La Guerra Japonesa, 1904-1905
La expansión de Rusia hacia las costas del Pacífico la había hecho chocar
con el cada vez más poderoso imperio japonés. La guerra se venía venir,
pero cuando por fin llegó, los japoneses tomaron a Rusia por sorpresa en el
lejano Oriente. Los liberales se reunieron, y exigieron reformas
democráticas que dieran a Rusia una constitución. Sus demandas pronto se
extendieron por las ciudades, fábricas y aldeas. Cuando en enero de 1905
los obreros de San Petersburgo dieron comienzo a la huelga, las
autoridades se asustaron temiendo una revolución. Sin embargo, su intento
de dispersar lo que les pareció una multitud peligrosa tuvo justo el efecto
que más temía el gobierno.
El Manifiesto de Octubre
A medida que avanzaba 1905, se hacía más evidente que el gobierno del
Zar se hundía sin remedio. Los socialdemócratas, liderados por Trotski,
exigían un gobierno de los trabajadores. Hubo huelgas y desórdenes
rurales, la gente esperaba aquellos cambios que traerían felicidad a su vida.
El Zar fue cediendo terreno poco a poco, hasta que en octubre entregó el
Manifiesto según el cual Rusia estaría gobernada por una asamblea electa,
un primer ministro y un gabinete. El Zar nombró a Witte primer ministro, y
este creó las llamadas Centurias Negras: bandas de voluntarios
(terratenientes y sacerdotes) que atacaban estudiantes, intelectuales,
líderes huelguistas y judíos, recuperando el control de los puntos conflictivos
y arrestando a los revolucionarios.
Los socialdemócratas y los SR convocaron una huelga general en Moscú
que acabó transformándose en un levantamiento armado de 2000
trabajadores, pero, tras 10 días de lucha, el alzamiento fue aplastado.
2. Marzo de 1917: el fin del zarismo
Doce años después del Domingo Sangriento, en marzo de 1917, Nicolás II
abdicó y el Imperio Ruso tuvo un fin dramático. Aunque entre 1905 y 1917
la violencia permaneció en el ambiente, las esperanzas revolucionarias se
fueron desvaneciendo poco a poco.
La Duma y sus problemas
Los representantes de todo el Imperio que se reunieron en la primera Duma
estaban llenos de entusiasmo. Esperaban crear una nueva era, trabajando
para dar a Rusia las nuevas leyes que necesitaba. Entre los representantes
de la Duma había campesinos, obreros industriales, abogados y
terratenientes, cuyas ideas variaban enormemente. Además de la
multiplicidad de partidos y grupos, la Duma no podía dictar ninguna ley sin
el consentimiento del Zar, pero este si podía dictarlas sin la Duma. Era el
Zar quien elegía los ministros, y estos solo aparecían para anunciar los
deseos del Zar. A este la parecía que todo aquello no tenía ningún futuro y
tan solo dos meses después, disolvió la Duma.
Desde 1905 la censura se había debilitado muchísimo, y a la policía le
resultaba más difícil controlar la libertad de expresión. Los estudiantes
universitarios disfrutaban leyendo periódicos políticos con fuertes críticas al
zar, y en 1912 incluso los bolcheviques pusieron en circulación su propio
periódico.
Stolypin
En 1906 ocupó el lugar de primer ministro Pedro A. Stolypin. Este, decidió
a hacer funcionar el gobierno del Zar, cambió las leyes electorales para
asegurar una Duma que colaborara: tenían derecho al voto todos aquellos
que pagasen impuestos, pero los terratenientes y grandes propietarios
tenían una proporción mayor de votos que los campesinos o los obreros.
La primera tarea de Stolypin consistió en terminar con la violencia
revolucionaria, condenando a muerte a más de 2000 alborotadores en tan
solo dos años.
Para evitar otro desastre, comenzó muchas reformas: aumentó el número
de escuelas. Ahora la mayoría de los niños rusos aprendían a leer, así que
se empezaron a publicar libros y periódicos dirigidos a ellos. Creó una
seguridad social para los trabajadores y legalizó los sindicatos, aunque no
las huelgas.
Pero sobre todo, Stolypin confiaba en conseguir un campesinado contento,
que buscara sus propias mejoras, no la revolución. Entregó a cada
campesino una granja bajo el lema “el pequeño propietario es la piedra
angular de cualquier estructura política duradera”.
Quería llevar a cabo grandes cambios en muy poco tiempo: en tan solo 10
años, más de ¼ de los campesinos poseía sus propias granjas, y muchos
otros se habían independizado. Los préstamos del gobierno ayudaban a
mejorar sus tierras con nuevos sistemas y maquinaria, y los agricultores más
ambiciosos consiguieron hacerse con grandes propiedades y emplear
peones que las trabajaran.
La mayoría del pueblo ruso aprobaba los cambios, y solo los SR y los
bolcheviques temían que las reformas de Stolypin disminuyeran sus
oportunidades de una auténtica revolución rural. Así es que en 1911 un SR
asesinó a Stolypin de un disparo.
¿Hacia la revolución?
Durante el gobierno de Stolypin, la posibilidad de revolución parecía cada
vez más remota, pero en los años siguientes a su muerte, esa posibilidad
comenzó a aproximarse: la expansión industrial traía consigo el
descontento, pues los obreros exigían mejores salarios.
En 1912, los empleados de las minas de oro del río Lena, en Siberia, se
pusieron en huelga para conseguir mejores condiciones de vida. Las tropas
abrieron fuego contra la masa de huelguistas matando e hiriendo a más de
100. El tiroteo de Lena pareció despertar a los obreros en todo el país: en
1912, más de 700 mil se pusieron en huelga, y a comienzos de 1914 la cifra
se había duplicado.
La expansión del malestar industrial dio a los agentes socialdemócratas la
oportunidad que estaban esperando. La mayoría de los líderes del partido
se encontraban lejos, sin lograr ponerse de acuerdo por los continuos
choques de Lenin con Martov o Trotski.
Lenin era muy consciente de la necesidad de mantenerse en contacto con
los obreros de Rusia, y se dedicaba a enviar agentes que contactaran con
los grupos clandestinos y los incitaran a desequilibrar la industria y acelerar
la bancarrota del zarismo.
Koba seguía robando bancos para los fondos del partido y organizando a
los trabajadores del petróleo en Georgia, hasta que en 1912 Lenin lo
convoca para que se una al comité central de su partido. En 1913 Koba
regresó a Rusia, pero poco después fue arrestado y enviado a Siberia. Para
entonces ya había empezado a utilizar el nombre de Stalin, “el Hombre de
Acero”.
El gobierno vigilaba de cerca las actividades bolcheviques, y algunos de los
seguidores cercanos de Lenin eran en realidad agentes de la policía secreta.
Aun así, el desorden solo parecía ir en aumento, y la muerte de Stolypin
había dado fin a la cooperación. Nicolás II parecía incapaz de hallar
ministros eficaces, y en vez de escuchar los consejos de la Duma,
escuchaba los de sus amigos y sus favoritos, entre ellos Rasputín “el
inmoral”. Se trataba de un campesino que, afirmando poseer misteriosos
poderes, convenció a la emperatriz de que solo él podía curar la enfermedad
de su hijo, heredero al trono. De alguna forma consiguió aliviar su malestar
por lo que Alejandra creyó que se trataba de un enviado de Dios e insistió
al Zar que siguiera los consejos del “santo”.
La Primera Guerra Mundial: 1914-18
La guerra fue recibida con entusiasmo por todos los sectores de la
población. Rusia había recibido demasiadas humillaciones en el pasado y
estaban decididos a prestar ayuda a Serbia. Contaban con aliados
poderosos: el Reino Unido y Francia.
Así, el Zar, la Duna y el pueblo se unieron para hacer frente al enemigo, y
decidieron cambiar el nombre de su capital, San Petersburgo, por el de
Petrogrado, mucho más ruso. Se reclutó un gran ejército y millones de
ciudadanos se unieron a las filas para servir al Zar. Lenin temía que esa
oleada de lealtad borrara cualquier esperanza de revolución.
Como al principio de cualquier guerra, había un desorden generalizado que
en el caso de Rusia la llevó al desastre. Dos de sus ejércitos que avanzaban
por Alemania fueron destruidos, y aunque de vez en cuando se apuntaban
victorias importantes, la mayoría de las veces tenían que retirarse, con
enormes pérdidas de vidas y armas.
A finales de 1916 había muerto más de un millón de rusos, tres millones
habían sido capturados y cuatro millones habían resultado heridos. Sin
embargo, el ejército seguía creciendo a medida que reclutaba más
campesinos, y contaba en sus filas con 14 millones de hombres decididos a
aplastar a Alemania.
Los generales, la Duma, los Comités de Industria de Guerra, ofrecían sus
consejos al Zar, el cual se limitaba a darles las gracias e ignorarlos, ya que
pensaba que era su deber dirigir la guerra personalmente. Esto llevó a que,
cuando las cosas empezaron a ir mal en el frente, y cuando falló la
producción de armas o el abastecimiento de comida, todos le echaron la
culpa al Zar.
constitución. Kerenski ocupó el cargo de ministro de Justicia, y había sido
elegido también para el comité del soviet, sirviendo de puente entre los dos
organismos. Millones de rusos se sintieron de repente liberados de una
opresión centenaria, la antigua Rusia de los zares había desaparecido para
siempre.

Los desastres militares, el desorden industrial, la inflación y las riquezas

excesivas de algunos, la constante escasez de alimentos y la desconfianza
hacia la emperatriz y su favorito llevaron a un grupo de parientes y
seguidores del Zar a tomar acciones desesperadas y asesinar a Rasputín
para liberar al Zar de su influencia.

La Revolución de Febrero

El asesinato de Rasputín llegó demasiado tarde para salvar al Zar: para

entonces, otros ya estaban planeando derrocarle a la primera oportunidad.
Esta llegó a principios de marzo, con los sucesos de Petrogrado. La nieve y
el hielo no permitían la llegada de alimentos, y al mismo tiempo muchos
obreros industriales querían un aumento salarial del 50%, formando una
multitud furiosa que empezó a rugir por las calles exigiendo un nuevo
gobierno.

Esta vez los soldados no se comportaron como en 1905. Al principio

dispersaron a la multitud, pero luego muchos de ellos se negaron a disparar,
y algunos incluso se unieron a la turba, exigiendo el derrocamiento del Zar.
Los ministros, sin un ejército en que confiar, se quedaron indefensos, y los
líderes de la Duma aprovecharon la oportunidad. El 12 de marzo (27 de
febrero del calendario antiguo) se reunieron en el Palacio de Táuride y se
apresuraron a formar un comité que restaurara el orden. Pero ese mismo
día, los obreros industriales votaron la elección de un soviet, que se reunió
esa misma tarde también en el Palacio, y a el se unieron unos 20 soldados
de los regimientos amotinados, dando lugar al primer “Soviet de Obreros y
Soldados”.

La Revolución de Febrero concluyó en menos de una semana, con un

balance de unos 1200 policías, soldados y obreros muertos o heridos. El
Zar abandonó el cuartel general para restaurar el orden, pero su tren se vio
detenido por un montón de obreros del ferrocarril en huelga. El comité de la
Duma exigió su abdicación, convirtiéndose en el “Gobierno Provisional”
hasta que se pudieran celebrar elecciones y se redactara una nueva