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carlos fernández liria: Dado que se trata de un autor español y joven (colaborador del
Taller, por cierto), hemos puesto su nombre en minúsculas. En ausencia del hombre
pertenece a un capítulo de un libro inacabado. Lo seleccionamos por su relación con una
de las Propuestas de ejercicios de crítica. De hecho, Carlos se basó en este texto y el
manual de Lapidus y Ostrovitianov para intentar enseñar marxismo a los/las
chavales/las del instituto donde daba clase. ¿Por qué hay que abandonar el mito de “el
hombre” para pensar la historia, tal como hace Marx por primera vez?.
Las crisis de sobreproducción son otro de esos fenómenos chocantes para una
mentalidad antropocéntrica: sobran productos. Y en verdad es raro que para el hombre
pueda alguna vez sobrar riqueza. Que esos productos no sobran para el hombre es por
añadidura claro cuando precisamente en los tiempos de crisis, una gran parte de la
población –que ha trabajado “demasiado”- comienza a sufrir penalidades. Pero sin
llegar al caso de las crisis, muchos han apuntado la evidencia de que vivimos en una
constante sobreproducción. Producimos lo superfluo e incluso lo perjudicial. Hay
muchos obreros trabajando ocho horas al día para producir aquello que no debe durar lo
más posible, sino lo menos posible. La mayor parte de los productos del sector consumo
no resisten ya la menor prueba objetiva sobre su utilidad, sobre su capacidad de ahorrar
esfuerzo a este pobre ser desvalido de la naturaleza –el hombre. Véase el milagroso
hallazgo de Ivan Illich, pero medítese un poco sobre qué es lo que podía sorprender
tanto a este bienintencionado “sociólogo” en esta perogrullada:
También es bastante absurdo para el hombre que si hay falta de trabajo, no se pueda
repartir éste. El paro es algo inexplicable para quien ve en el hombre el origen, el fin y
la razón de la producción. En primer lugar es casi una contradicción en los términos que
“falte trabajo” pues solo (hace) falta trabajo si falta riqueza; si ya tenemos riqueza es
absurdo pedir trabajo, y si falta riqueza no se ve cómo podría “faltar trabajo” en lugar de
“hacer falta trabajo”. El que unos se maten a trabajar mientras otros se matan por no
tener trabajo es, sin duda, absurdo.
Y es de esta manera que, en apoyo de ese misterioso afán del hombre por trabajar, tiene
que venir el instinto de propiedad con vistas a explicar todos estos absurdos. De nuevo,
el quid de la cuestión está en que todos aquellos absurdos que tiene que sufrir la clase
trabajadora encuentran su razón en el disfrute de las clases que viven sin trabajar. La
historia sería así un trágico cuento de buenos y malos. Es la voluntad y las razones del
capitalista las que explican todas las sinrazones y miserias de la clase trabajadora.
La realidad es muy distinta según la vio Marx y toda su obra se ocupa de hacer ver
cómo esa voluntad y esas razones de la clase capitalista no son tampoco la voluntad y
las razones de unos determinados hombres, de tal manera que un instinto de robo, un
instinto o facultad humana de propiedad que llevara a apropiarse del trabajo ajeno no
explica absolutamente nada. Si esto no ha sido algo tan claro como el día para cualquier
marxista de cualquier tiempo sólo puede explicarse por el hecho de que los que así se
llamaran no hubieran leído jamás El Capital o –como ha mostrado Althusser- lo
hubieran leído bien mal a través de problemáticas “marxistas” de juventud. No hace
falta recurrir a la autoridad de esta conocida advertencia del prólogo a la primera
edición:
“Dos palabras para evitar posibles equívocos. No pinto de color de rosa, por cierto, las
figuras del capitalista y el terrateniente. Pero aquí sólo se trata de personas en la
medida en que son la personificación de categorías económicas, portadores de
determinadas relaciones e intereses de clase. Mi punto de vista, con arreglo al cual
concibo como proceso de historia natural el desarrollo de la formación económico-
social, menos que ningún otro podría responsabilizar al individuo por relaciones de las
cuales él sigue siendo socialmente una creatura por más que subjetivamente pueda
elevarse sobre las mismas”[1]
Basta desafiar a que alguien muestre una sola línea de El Capital que aluda a la
naturaleza humana de lo allí descrito a propósito del discurso propio de la sociedad
capitalista. Con magistral seguridad Marx progresa párrafo a párrafo en hacer ver cómo
el capitalista no dirige la producción ni puede dirigirla. Todo en El Capital nos lleva a
concluir que no hay gobierno en la sociedad capitalista, es decir, que “la política de los
hombres” por muy poderosa que quiera no puede resistirse a las leyes, las razones y los
objetivos de la producción, como las intenciones de una piedra por resistirse a su caída
en modo alguno perturban la ley de la gravedad. El análisis de Marx es de tal rigor y
minuciosa seguridad que vano sería procurar aquí por una reproducción que ilustrara en
cuatro páginas lo dicho en varios tomos; sólo puede recomendarse la lectura misma de
El Capital.
Y si es cierto que ya llegado a una etapa más desahogada en el ejercicio de esta función,
el capitalista comienza ya a razonar: “mi alma caritativa renuncia al disfrute en cierta
medida, para permitir la acumulación del capital”, comenzando entonces a ostentar
riqueza sin remordimiento ni vergüenza, esto no es sino porque, una vez más, unas
razones que no son suyas, sino de la producción y sólo de ella, le constriñen a ello: es
preciso que el capitalista muestre su riqueza además de ser rico, tanto más cuanto más lo
es, es preciso incluso “un cierto grado convencional de despilfarro”; la ostentación y el
derroche son garantías de crédito y carta de presentación en un sistema bancario del que
ya tiene necesidad ese círculo tan tautológico y enigmático para el hombre: “la
producción por la producción”.
No es otra cosa que esa tautología estudia El Capital. Busca en la aparente vaciedad de
esa fórmula; vaciedad antropológica que demuestra sólo la existencia de un férreo
discurso que nada tiene de antropomorfo, así sea el corazón mismo de esa historia que el
hombre se empeña en decir que es “la suya”. Ni “producción para el hombre”, ni
“producción para algunos hombres, los privilegiados, los poderosos”. “Producción por
la producción”.
Aquello que más ha confundido a los intérpretes de Marx es que no se ha sabido ver que
la producción capitalista no es producción para el beneficio (plusvalía) sino producción
de plusvalía. Justamente, no se producen ni telas, ni alimentos, ni electrodomésticos, ni
máquinas…para obtener plusvalía, sino que se produce plusvalía que en principio es lo
mismo que sea físicamente trigo o sean misiles. De esta “sutil” diferencia surge toda la
enorme confusión que ha de convertir a las relaciones de producción en relaciones
humanas, que va a empeñarse en no ver el análisis del modo de producción sino
soportado por un determinado concepto de hombre, siendo así las necesidades humanas
-tan “materialistas”, tan denigrantes…- el motor y el explicativo más básico de ésta y de
toda producción. El Capital mismo sería, de este modo, en el fondo, una antropología –
histórica, se añadirá con orgullo-, antropología que por no atender –ya por malicia del
autor, ya por malicia del propio hombre, o sea, porque la malicia del objeto de estudio
lo exigiera- o no admitir otra eficacia que la realidad económica del hombre, sería por
eso mismo, tildada de “materialista”. Es el mejor modo de no entender nada de nada.
Una vez más, el remedio es muy sencillo y está en la mano de cualquiera desde hace ya
un siglo: no hay más que molestarse en “Lire Le Capital”.
CONTINUARÁ…
[2] inútil sería reproducir aquí la teoría del valor ni siquiera en sus primeros pasos. Nos
remitimos para ello, aparte de a El Capital, por ejemplo, a la brillante exposición
contenida en los capítulos II, III y IV de La filosofía de El Capital de F.M. Marzoa. Por
lo mismo, vamos a contar aquí solo un cuento: explicitar aquello que presuponemos y
aquellos elementos teóricos de los que prescindimos por razones de comodidad nos
llevaría tanto tiempo como no prescindir de ninguno.
Por fin. Ya tenemos la segunda parte de este trabajo tan interesante de Carlos Fernández
Líria.
Para que la producción de tal diferencia sea preservada, es preciso contar con multitud
de factores que huelga describir aquí cuando ya están endiabladamente descritos fuera
de estas páginas. Pero no por ellos la producción es producción de otra cosa. Se produce
plusvalía aunque para ello sea necesario producir pan o juguetes para los Reyes Magos.
Y las cosas son desde luego mucho más complejas. Pero todos los tópicos hippies,
como los signos de admiración de Iván Illich, no se equivocan por lo que describen. Es
absurdo, quien lo duda, que el hombre se ocupe ocho horas al día en un trabajo tedioso
y ya no pueda utilizar su tiempo libre –que es “libre” precisamente porque el trabajo es
tedioso, inhumano- sino en reponerse para poder proseguir con lo mismo a la mañana
siguiente, cuando tan unánimemente se había acordado que el hombre no trabaja sino
para ahorrar esfuerzo, es decir, trabajo. Es absurdo que los que producen no puedan
decidir producir sólo en la medida en que la producción ahorre más esfuerzo del que es
preciso invertir en ella. El único problema estriba en el vacío teórico que representa
sencillamente denunciar un absurdo, en lugar de conocer el discurso que él encierra; en
la completa ociosidad de decir que el hombre está loco, cuando está claro que ni tú ni yo
lo estamos (¿quién está loco en ese sentido?) y mucho menos esos supuestamente
malintencionados “tecnócratas”, obsesos de la producción por la producción, que claro
está que en ningún sitio existen sino en obras tan tristemente célebres como la de
Theodore Roszak. Y mucho menos estará la locura y el absurdo en esos pobres
capitalistas que ya sólo miran –cuenta les trae en ello- por cómo no llevar la empresa a
la ruina reduciendo el ritmo de la producción cuando sólo en la producción está la
ganancia que impide la ruina. Empeñarse en que la evidencia de que “la producción
produce para la producción”, primando sólo las necesidades de ésta, no es sino efecto de
la insensatez del hombre por producir por producir, es ya más ridículo que hacer de la
ignorancia una causa, es convertir la ciencia en un manicomio.
Y así, las quejas ante un desarrollo técnico disparatado, que no parece nunca
conformarse con nada y al que ya nada le preocupa -¿no? todos lo hacemos, todos nos
preocupamos, hasta el presidente de los EEUU lo hace hasta el punto de construir
refugios nucleares- han alimentado a muchos literatos entre los cuales los sociólogos y
estudiosos del crecimiento son sin duda los menos ingeniosos. No hace falta “estudiar”
un absurdo que se denuncia por sí solo; mucho más difícil es explicarlo, aunque, mal
que pese, está ya perfectamente explicado en Das Kapital. Producción de plusvalía
relativa. Plusvalía relativa que explica también otros “misterios” que han dado tanta
propaganda a supuestos “innovadores”, “críticos” de Marx sencillamente por limitarse a
describir efectos ahí donde éste había mostrado las causas: el “imprevisto” aumento del
nivel de vida de las clases trabajadoras, por ejemplo.
Habiendo de entrada que el aumento de la plusvalía absoluta tenía límites
infranqueables (por de pronto no se puede ni idealmente aumentar la jornada laboral por
encima de 24 horas), Marx pasa al estudio de la plusvalía relativa. Es sólo desde este
punto de vista que queda claro cómo el hombre se plantea unas preguntas y apela y
sopesa unas razones que justamente en nada intervienen en la producción, cayendo sus
preocupaciones muy allá o muy acá del discurso que verdaderamente opera en el
mecanismo productivo –y esto atañe exactamente igual a las preocupaciones del
capitalista. El hombre sólo puede ver que una máquina, si ha de ser productiva, ha de
ahorrar trabajo, por lo que habría de poder esperar que en la producción de la riqueza
precisa se invirtiera en los sucesivos menos horas de trabajo que antes del hallazgo. No
obstante, desde el mismo momento que un aumento de la productividad es anunciado,
todas las razones que comienzan a operar apuntan en el sentido precisamente inverso,
hasta el punto de que –ni mucho menos por necesidad técnica o humana- es preciso
comenzar a producir artículos de peor calidad, de
más pronto desgaste, para asegurar la renovación del mercado que pueda hacer frente al
nuevo ritmo productivo. Así, al hombre no dejará de sorprenderle que la máquina, un
amasijo de tuercas y tornillos pueda imponer una ley tanto al obrero como al capitalista;
precisamente se suponía a todas luces que la maquinaria “considerada en sí, abrevia el
tiempo de trabajo”, precisamente se suponía evidente a todas luces que la maquinaria
“considerada en sí, abrevia el tiempo de trabajo”, siendo ya más difícil de preveer cómo
es que “utilizada por los capitalistas lo prolonga”. O bien, cómo es que “considerada en
sí es una victoria del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, pero empleada por los
capitalistas impone al hombre el yugo de las fuerzas naturales”. Si esos efectos inversos
a todo lo previsible no dependen de la maquinaria sino de su empleo capitalista,
entonces, se apresura a responder siempre nuestro pésimo “lector” de Marx, tal cosa
tendrá su explicación en el empleo que los capitalistas imponen a la maquinaria. De
nuevo una sutil diferencia: Marx hablaba del “empleo capitalista” y ahora hablamos ya
del empleo al que unos determinados hombres (los capitalistas) destinan y constriñen la
maquinaria. Un tenue matiz que, como Althusser mostró, da al traste con todo el objeto
teórico de El Capital. Como mi condición de profesor de instituto me ha acostumbrado
ya a simplificar sin remordimientos, vamos a contar un cuento algo ridículo.
[5] El problema es, en efecto, que, para poder reproducir el capital, es necesario
transforma mucha mayor masa de productos en dinero, es decir, vender mucho más y,
de suyo, que el obrero consuma mucho más.
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