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Carlos Fernández Líria: “En ausencia del hombre”

22 Marzo 2010 por tonyoolive

carlos fernández liria: Dado que se trata de un autor español y joven (colaborador del
Taller, por cierto), hemos puesto su nombre en minúsculas. En ausencia del hombre
pertenece a un capítulo de un libro inacabado. Lo seleccionamos por su relación con una
de las Propuestas de ejercicios de crítica. De hecho, Carlos se basó en este texto y el
manual de Lapidus y Ostrovitianov para intentar enseñar marxismo a los/las
chavales/las del instituto donde daba clase. ¿Por qué hay que abandonar el mito de “el
hombre” para pensar la historia, tal como hace Marx por primera vez?.

En ausencia del hombre

El hombre produce. Trabaja, gasta energía, pero la mayor parte de su trabajo es


precisamente trabajo productivo. Trabaja de esta manera, se supone, es él quien lo
supone, porque eso le ahorra trabajo en general. Trabaja menos si produce un arco que
si tiene que correr detrás de los conejos para alimentarse. De la producción, cada vez
más profusa, surge la división del trabajo y el intercambio, el mercado. No se ve cómo
podría partirse de otra hipótesis para explicar la producción y, siendo ésta una decisión,
ya consciente, ya instintiva o como quiera entenderse, humana, si un día ha devenido a
convertirse en una insensata tarea, no se ve cómo podría tratarse de otra insensatez que
de una insensatez humana.

Sin embargo, la historia no parece que demuestre que el desarrollo científico-técnico


cada vez más potente de la producción haya ahorrado en general trabajo a los hombres.
Se apuntan entonces dos tipos de explicación: puede remitirse ésta a un instinto
humano, a una especie de ambición por producir siempre más y, por tanto, trabajar
siempre más. E l hombre tendría necesidad de producir. El mismo punto de partida
apuntado nos sugería, empero, algo bien distinto: el hombre es un trozo de carne con
unas necesidades más que habituales en la biosfera. Si produce no es por necesitar que
la producción por si misma, sino con vistas a una más pronta y segura satisfacción de
sus necesidades. Si además de necesitar comer, protegerse de la naturaleza,
reproducirse, el hombre necesitara de algún otro alimento, como el saber o el arte, eso
no explicaría en modo alguno su empeño por hacer de la producción una necesidad. Sus
habilidades técnico-artísticas, si primaran sobre la producción, siendo ésta una
necesidad suya, estarían sujetas a su voluntas y cesarían al saciarse; y puede darse por
seguro que este afán productivo del hombre se sacia mucho antes de ocho horas de
jornada laboral. Para la mayor parte de los hombres, en efecto, la producción es un
trabajo, y un trabajo productivo sólo tiene sentido si ahorra trabajo en general. Explicar
la producción y su progreso por una necesidad humana de producir por producir es
propio de una mentalidad infantil QUE TOMA por contenidos conceptuales los que
sólo son nombres otorgados a la ignorancia.

Cabe entonces otra posibilidad, no menos desencaminada, pero, inexplicablemente,


bastante profusamente abonada entre muchos que se han llamado marxistas. Lo que
ocurre, se dice, es que la sociedad es una sociedad de clases, circunstancia que impide
aludir a una hipotética “sociedad” en abstracto que produciría como un solo hombre. La
división de la sociedad en clases significa que unos trabajen por otros, trabajan más para
que otros trabajen menos o simplemente no trabajen. Se produce, en efecto, para ahorrar
trabajo, pero para ahorrar trabajo a los demás, a la clase poseedora (de los medios de
producción). No obstante, si bien todos estamos acostumbrados a ver al señor feudal
gordo y rollizo comiendo manjares como un cerdo, entre orgías, guerras, torneos,
cruzadas y cacerías, mientras su pueblo se mata trabajar en una completa indigencia, l a
cosa se asemeja mucho menos a este argumento de Hollywood tan trasparente cuando,
en una época de mucha mayor productividad, en la que para obtener mucha más riqueza
habría que trabajar mucho menos que antaño, vemos a un pueblo más numeroso trabajar
tanto como siempre y a un capitalista envejecido por preocupaciones, con el estómago
más lleno de úlceras que de manjares, gimiendo en una comprensible hipocresía por no
poder gozar n i tan siquiera de la tranquilidad que la pobreza proporciona a sus
empleados. Es más, contemplamos desastres económicos inexplicables desde una
perspectiva meramente humana: en una sociedad en la que todos han trabajado con una
perfección de medios capaces crear mil veces más riqueza que antaño, de pronto,
aquellos que supuestamente se habían quedado con todo el gran tesoro producido –
precisamente era esto lo necesario para explicar porqué, a pesar de trabajarse más y con
mayor productividad, la sociedad no era por eso más rica, o por lo menos no lo era en la
misma proporción del aumento de la productividad-, aquellos que no hacían
supuestamente sino dilapidar el beneficio, se arrojan por las ventanas o se levantan la
tapa de los sesos por haber quedado “arruinados”. Todo esto es muy trivial, por
supuesto, pero es la trivialidad misma del mito del hombre en la historia. La trivialidad
de lo inexplicable se convierte en norma cuando se parte de la hipótesis de que la
producción simplemente “origina” beneficio –beneficio para ciertas clases
privilegiadas- y se procura explicar ésta en su desarrollo por dicha sed de ganancias tan
perturbadoramente interferida entre el hombre y su reto con la naturaleza.

Las crisis de sobreproducción son otro de esos fenómenos chocantes para una
mentalidad antropocéntrica: sobran productos. Y en verdad es raro que para el hombre
pueda alguna vez sobrar riqueza. Que esos productos no sobran para el hombre es por
añadidura claro cuando precisamente en los tiempos de crisis, una gran parte de la
población –que ha trabajado “demasiado”- comienza a sufrir penalidades. Pero sin
llegar al caso de las crisis, muchos han apuntado la evidencia de que vivimos en una
constante sobreproducción. Producimos lo superfluo e incluso lo perjudicial. Hay
muchos obreros trabajando ocho horas al día para producir aquello que no debe durar lo
más posible, sino lo menos posible. La mayor parte de los productos del sector consumo
no resisten ya la menor prueba objetiva sobre su utilidad, sobre su capacidad de ahorrar
esfuerzo a este pobre ser desvalido de la naturaleza –el hombre. Véase el milagroso
hallazgo de Ivan Illich, pero medítese un poco sobre qué es lo que podía sorprender
tanto a este bienintencionado “sociólogo” en esta perogrullada:

“(Las velocidades), actualmente, crean más distancia de la que suprimen. El conjunto


de la sociedad consagra a la circulación cada vez más tiempo del que se supone que
ésta le hace ganar. Por su parte, el norteamericano medio dedica más de 1500 horas al
año a su automóvil: sentado en él, en movimiento o aparcado, trabajando para
pagarlo, para pagar la gasolina y los neumáticos, los pasajes, el seguro, los impuestos.
De manera que emplea en suma cuatro horas diarias a su automóvil, sea usándolo,
cuidando de él o trabajando en sus gastos. Que conste que aquí no se han tomado en
cuenta otras actividades determinados por el transporte: el tiempo pasado en el
hospital, en los tribunales o en el garaje, el tiempo pasado en ver por la TV la
publicidad automovilística, etc…y este norteamericano medio necesita esas 2500 horas
para hacer apenas 10.000 kilómetros de ruta al año; en suma: 6 kilómetros le toman
una hora”.

También es bastante absurdo para el hombre que si hay falta de trabajo, no se pueda
repartir éste. El paro es algo inexplicable para quien ve en el hombre el origen, el fin y
la razón de la producción. En primer lugar es casi una contradicción en los términos que
“falte trabajo” pues solo (hace) falta trabajo si falta riqueza; si ya tenemos riqueza es
absurdo pedir trabajo, y si falta riqueza no se ve cómo podría “faltar trabajo” en lugar de
“hacer falta trabajo”. El que unos se maten a trabajar mientras otros se matan por no
tener trabajo es, sin duda, absurdo.

Y es de esta manera que, en apoyo de ese misterioso afán del hombre por trabajar, tiene
que venir el instinto de propiedad con vistas a explicar todos estos absurdos. De nuevo,
el quid de la cuestión está en que todos aquellos absurdos que tiene que sufrir la clase
trabajadora encuentran su razón en el disfrute de las clases que viven sin trabajar. La
historia sería así un trágico cuento de buenos y malos. Es la voluntad y las razones del
capitalista las que explican todas las sinrazones y miserias de la clase trabajadora.

La realidad es muy distinta según la vio Marx y toda su obra se ocupa de hacer ver
cómo esa voluntad y esas razones de la clase capitalista no son tampoco la voluntad y
las razones de unos determinados hombres, de tal manera que un instinto de robo, un
instinto o facultad humana de propiedad que llevara a apropiarse del trabajo ajeno no
explica absolutamente nada. Si esto no ha sido algo tan claro como el día para cualquier
marxista de cualquier tiempo sólo puede explicarse por el hecho de que los que así se
llamaran no hubieran leído jamás El Capital o –como ha mostrado Althusser- lo
hubieran leído bien mal a través de problemáticas “marxistas” de juventud. No hace
falta recurrir a la autoridad de esta conocida advertencia del prólogo a la primera
edición:

“Dos palabras para evitar posibles equívocos. No pinto de color de rosa, por cierto, las
figuras del capitalista y el terrateniente. Pero aquí sólo se trata de personas en la
medida en que son la personificación de categorías económicas, portadores de
determinadas relaciones e intereses de clase. Mi punto de vista, con arreglo al cual
concibo como proceso de historia natural el desarrollo de la formación económico-
social, menos que ningún otro podría responsabilizar al individuo por relaciones de las
cuales él sigue siendo socialmente una creatura por más que subjetivamente pueda
elevarse sobre las mismas”[1]

Basta desafiar a que alguien muestre una sola línea de El Capital que aluda a la
naturaleza humana de lo allí descrito a propósito del discurso propio de la sociedad
capitalista. Con magistral seguridad Marx progresa párrafo a párrafo en hacer ver cómo
el capitalista no dirige la producción ni puede dirigirla. Todo en El Capital nos lleva a
concluir que no hay gobierno en la sociedad capitalista, es decir, que “la política de los
hombres” por muy poderosa que quiera no puede resistirse a las leyes, las razones y los
objetivos de la producción, como las intenciones de una piedra por resistirse a su caída
en modo alguno perturban la ley de la gravedad. El análisis de Marx es de tal rigor y
minuciosa seguridad que vano sería procurar aquí por una reproducción que ilustrara en
cuatro páginas lo dicho en varios tomos; sólo puede recomendarse la lectura misma de
El Capital.

Si Marx no estudia al capitalista y al terrateniente como personas no es por una cuestión


de método ni por un empeño por situarse en un cierto nivel teórico ideal al que luego
habría que reincorporar toda la verdadera riqueza de lo real. Marx analiza un discurso,
aquel que rige la producción en la sociedad moderna, en el que el hombre, las personas,
no intervienen, así sean “miembros” de la “clase dominante”. En modo alguno se ve que
el capitalista intervenga como persona en la dirección de la producción, a no ser que la
producción le requiera como tal. Su mismo disfrute personal existe sólo como una
necesidad de la producción en lugar de ser ésta por entero una exigencia para el lucro
del capitalista. Podría pensarse, en efecto, que siendo el capitalista el propietario del
plusvalor, podría a su gusto y voluntad dividir éste en distintas cantidades de rédito,
destinado a su disfrute, y capital destinado a la acumulación (reproducción a escala
ampliada del capital). Pero si nos aferramos tozudamente a esta hipótesis tan evidente
no vemos sino a un capitalista neuróticamente empeñado en un inexplicable fanatismo
por la acumulación, es decir, por la producción por la producción, ya que tampoco él se
atreve a obtener un rédito de ella como si razonara, en efecto, “mi disfrute es un robo a
mi función”:

“(…) Su propio consumo privado se le presenta como un robo perpetrado contra la


acumulación de su capital”

Y si es cierto que ya llegado a una etapa más desahogada en el ejercicio de esta función,
el capitalista comienza ya a razonar: “mi alma caritativa renuncia al disfrute en cierta
medida, para permitir la acumulación del capital”, comenzando entonces a ostentar
riqueza sin remordimiento ni vergüenza, esto no es sino porque, una vez más, unas
razones que no son suyas, sino de la producción y sólo de ella, le constriñen a ello: es
preciso que el capitalista muestre su riqueza además de ser rico, tanto más cuanto más lo
es, es preciso incluso “un cierto grado convencional de despilfarro”; la ostentación y el
derroche son garantías de crédito y carta de presentación en un sistema bancario del que
ya tiene necesidad ese círculo tan tautológico y enigmático para el hombre: “la
producción por la producción”.

No es otra cosa que esa tautología estudia El Capital. Busca en la aparente vaciedad de
esa fórmula; vaciedad antropológica que demuestra sólo la existencia de un férreo
discurso que nada tiene de antropomorfo, así sea el corazón mismo de esa historia que el
hombre se empeña en decir que es “la suya”. Ni “producción para el hombre”, ni
“producción para algunos hombres, los privilegiados, los poderosos”. “Producción por
la producción”.

“La diferencia específica de la producción capitalista. La fuerza de trabajo no se


compra aquí para satisfacer, mediante sus servicios o su producto, las necesidades
personales del comprador. El objetivo perseguido por éste es la valorización de su
capital, la producción de mercancías que contengan más trabajo que el pagado por él,
o sea, que contengan una parte de valor que nada le cuesta al comprador y que sin
embargo se realiza mediante la venta de las mercancías. La producción de plusvalor, el
fabricar un excedente, es la ley absoluta de este modo de producción”.
Producción por la producción. En efecto, sólo resta entonces preguntar producción ¿de
qué?. Y aquí está precisamente la respuesta que tanto ha de desilusionar al hombre
como tal: no se producen alimentos para saciar el hambre, ni sillas para proporcionar
comodidad, ni máquinas para ahorrar esfuerzo, ni vinos para satisfacer los más
exigentes paladares. O si algo de eso se produce, nada de esto se ve que intervenga en la
obra de Marx. No, porque de nuevo, otras necesidades, que remiten todas ellas al
desquiciante vacío de la fórmula “la producción por la producción” deciden cuando esos
vinos, así hayan sido producidos ya, siendo por tanto riqueza fáctica dispuesta a ser
consumida, deben como por milagro, ser mero stock destinado a avinagrarse, y esas
máquinas destinadas al ahorro de esfuerzo, convertirse en una fuente del más agotador
de los trabajos. Producción, entonces, ¿de qué?.

Aquello que más ha confundido a los intérpretes de Marx es que no se ha sabido ver que
la producción capitalista no es producción para el beneficio (plusvalía) sino producción
de plusvalía. Justamente, no se producen ni telas, ni alimentos, ni electrodomésticos, ni
máquinas…para obtener plusvalía, sino que se produce plusvalía que en principio es lo
mismo que sea físicamente trigo o sean misiles. De esta “sutil” diferencia surge toda la
enorme confusión que ha de convertir a las relaciones de producción en relaciones
humanas, que va a empeñarse en no ver el análisis del modo de producción sino
soportado por un determinado concepto de hombre, siendo así las necesidades humanas
-tan “materialistas”, tan denigrantes…- el motor y el explicativo más básico de ésta y de
toda producción. El Capital mismo sería, de este modo, en el fondo, una antropología –
histórica, se añadirá con orgullo-, antropología que por no atender –ya por malicia del
autor, ya por malicia del propio hombre, o sea, porque la malicia del objeto de estudio
lo exigiera- o no admitir otra eficacia que la realidad económica del hombre, sería por
eso mismo, tildada de “materialista”. Es el mejor modo de no entender nada de nada.
Una vez más, el remedio es muy sencillo y está en la mano de cualquiera desde hace ya
un siglo: no hay más que molestarse en “Lire Le Capital”.

El modo de producción capitalista produce plusvalía. Es decir, que el capitalista no


obtiene su beneficio en el mercado, al modo del comerciante, sino que antes de llegar a
éste su ganancia ha sido ya producida. El plusvalor es, en efecto, valor, es decir, un
producto trabajado, un objeto en el que se ha “cristalizado” una determinada cantidad de
trabajo. Es en el mercado donde el capitalista transforma su ganancia, el plusvalor, en
capital, siendo así que una sobreproducción no supone no haber “obtenido” o no poder
“obtener” el beneficio, sino simplemente el n o poder transformarlo en dinero: lo que
supondrá no poder reproducir el capital preciso para la inversión que haría continuar el
proceso. Producción, pues, de plusvalía. Producción de una diferencia, la existente entre
el valor del producto y el valor de la fuerza de trabajo que en su producción ha
intervenido[2]. Lo primordial es que el trabajo invertido en el producto sea mayor que el
que es socialmente necesario para mantener vivo y con salud al obrero. Es decir, que el
valor del producto sea mayor que el de los medios de subsistencia necesarios para que
los obreros que en él intervienen puedan producirlo. Esta diferencia es lo único que
produce el modo de producción capitalista. Si no da completamente igual que lo
producido sean alimentos, máquinas, armamento, venenos o televisores es porque no
sólo es preciso producir esta diferencia una vez, sino, en cada caso, poder seguir
produciéndola, o sea, lograr que el capital pueda reproducirse. Para ello es preciso saber
qué va a poderse vender y qué no en cada momento y lugar; detalle primordial para
obtener el capital en una forma susceptible de ser reinvertida ya sea en escala simple o
ampliada. Desde el momento en que el trabajo es trabajo asalariado –lo que presupone
que los medios de producción, es decir, las condiciones sociales de trabajo y no sólo
“unos” medios de producción- siendo así que misteriosamente el obrero acude al
mercado a vender algo que difícilmente podría tener precio al no poder tener valor,
siendo como es la fuente de todo valor –el trabajo-, aquello que se comienza a producir
en adelante es estrictamente plusvalía; es, agotando toda su definición, es citada
“diferencia” y no eso “además de otras cosas” (pan, peines, ropa…etc.). Se producen
“objetos” no porque sean “objetos” de tal o cual tipo, ni porque esos objetos “permitan
obtener plusvalía”, sino porque ellos son “plusvalía”, del mismo modo que el zapatero
sólo produce zapatos, por mucho que produzca también cuero cortado, goma cosida,
hilo trenzado. Si al obrero se le paga algo que él ofrece es porque ese algo es una
mercancía, pues mercancía es precisamente aquello que aparece en el mercado para ser
cambiado por otra mercancía (el dinero, en este caso). Que la mercancía en cuestión no
es el trabajo lo muestra muy bien el hecho de que ningún obrero puede irse a mitad de
jornada diciendo que le descuenten de su sueldo las horas perdidas, estando en cambio
muy claro que no le obligan a trabajar un poco más todos los años porque le paguen a su
vez un poco más, siendo evidente para todo el mundo que si suben los sueldos de enero
a enero es porque sube el coste de la vida; la mercancía que vende el obrero es, pues,
pagada en referencia a “ese coste de la vida”, y se le paga, en realidad, aquello que él
consume para poder trabajar. Que no podría, además, ser el trabajo, es claro porque lo
que tiene un valor (de cambio) lo tiene por que se ha trabajado, y el trabajo no es nada
“trabajado”; precisamente por ser lo que confiere valor (no siendo el valor sino “trabajo
cristalizado en un objeto”), el trabajo no podría tener valor a su vez. El obrero, sin
embargo, puesto que es pagado, vende, y consiguientemente debe vender algo
“trabajado”: su capacidad de trabajo. Y el valor de ésta, como el de cualquier otra
mercancía, es medido por la cantidad de trabajo precisa para producirla. La pregunta es
¿cuánto es socialmente necesario trabajar para que el obrero subsista?. Lo que ha de
entenderse por “subsistencia” es muy variable, pero en verdad significa en cada caso:
para que sea capaz de trabajar satisfactoriamente en la producción de una diferencia
entre su trabajo prestado y el trabajo necesario para que lo preste. En absoluto significa
otra cosa por el hecho de que esta “subsistencia” incluya el televisor, la dentadura
postiza o incluso un chalet en la sierra si se da el caso.

CONTINUARÁ…

[1] “Après de moi le déluge! (¡Después de mí el diluvio!), es la divisa de todo


capitalista y de toda nación de capitalistas. El capital, por consiguiente, no tiene en
cuenta la salud y la duración de la vida del obrero, salvo cuando la sociedad lo obliga a
tomarlas en consideración. Al reclamo contra la atrofia física y espiritual contra la
muerte prematura y el tormento del trabajo excesivo, responde el capital: ¿Habría de
atormentarnos ese tormento, cuando acrecienta nuestro placer (la ganancia)?. Pero en
líneas generales esto tampoco depende de la buena o mala voluntad del capitalista
individual. La libre competencia impone las leyes inmanentes de la producción
capitalista, frente al capitalista individual, como ley exterior coercitiva

[2] inútil sería reproducir aquí la teoría del valor ni siquiera en sus primeros pasos. Nos
remitimos para ello, aparte de a El Capital, por ejemplo, a la brillante exposición
contenida en los capítulos II, III y IV de La filosofía de El Capital de F.M. Marzoa. Por
lo mismo, vamos a contar aquí solo un cuento: explicitar aquello que presuponemos y
aquellos elementos teóricos de los que prescindimos por razones de comodidad nos
llevaría tanto tiempo como no prescindir de ninguno.

Carlos Fernández Líria: “En ausencia del hombre” (II)


7 Mayo 2010 por tonyoolive

Por fin. Ya tenemos la segunda parte de este trabajo tan interesante de Carlos Fernández
Líria.

En ausencia del hombre (II)

Para que la producción de tal diferencia sea preservada, es preciso contar con multitud
de factores que huelga describir aquí cuando ya están endiabladamente descritos fuera
de estas páginas. Pero no por ellos la producción es producción de otra cosa. Se produce
plusvalía aunque para ello sea necesario producir pan o juguetes para los Reyes Magos.

La producción capitalista, que sólo encuentra sus razones en diferencias de valor y si


desciende a preguntarse por valores de uso y caracteres físicos o naturales (utilidad,
conveniencia…) es únicamente es la medida en que tales razones de la producción de
plusvalía lo exigen, es, por tanto, ajena a todas las cuestiones que el hombre pudiera
preguntarse al producir: qué necesidades humanas hay que satisfacer, que cantidad hay
que producir, con qué calidad, si tal maquinaria ahorraría o no esfuerzo, etc. … Todos
estos temas – y muchos otros- no son requeridos en la producción sino a propósito, sí,
de unas necesidades, si no incluso qué necesidades habrá de tener el hombre –ocioso
sería ya aludir aquí a la publicidad. Llegados hasta el absurdo –antropológico- claro es
que no porque la sociedad necesite de los productos almacenados como stock va a dejar
de ser preferible que estos sean devorados por las polillas antes que consumidos; si una
empresa ha producido “demasiado” y el capitalista no encuentra cómo transformar sus
productos –y por tanto, su plusvalor- en capital, en modo alguno depende del
propietario de tal riqueza la decisión de qué hacer con ella. Está claro que para nada
quiere éste un stock de un millar de frigoríficos. Pero si un repentino arranque de
filantrópica debilidad por el género humano –y el capitalista también podrá ser buena
persona, parece probable- le empujara a regalárselos a los trabajadores, sobrevendría la
desgracia de que, sin darse cuenta, en lugar de entregar los productos sobrantes estaría
regalando aquellos que tenían mercado asegurado. Al fin de cuentas, tendría el mismo
stock habiendo regalado en lugar de vendido el resto de la producción. Y si la bondad
obliga a la sensatez, ni siquiera habría ganado el cielo con eso. La empresa quebraría y
su buena voluntad habría realizado el caritativo milagro de dejar en paro a cientos de
familias a cambio de una nevera; eso sin contar su quizás más triste destino personal –
hay épocas en que los capitalistas tienen gran propensión al suicidio, perdiendo así su
alma además de su fortuna-. Las cosas son desde luego algo más complejas pero las
crisis económicas no resultan –para el hombre-, finalmente, menos, sin o más
chocantes. La sociedad mantiene con sus impuestos empresas que no sólo no sirven
para que nadie obtenga beneficios de ellas, sino que tampoco sirven ellas mismas sino
para dificultar la labor competitiva a las que todavía no han quebrado. Los obreros
aceptan de buen grado restricciones de salario para que no quiebre su empresa y si no
las aceptan oímos a los propietarios quejarse de que los sindicatos son precisamente los
que llevando a la empresa a la ruina, arruinarán a los trabajadores cuando estos queden
en paro. Se trata, pues, de que no se pierdan puestos de trabajo. Cosa completamente
lógica para todos menos para los que habían intentado ver en la producción un
fenómeno humano; pues ¿a cuenta de qué ha acabado el hombre por pedir trabajo y no
riqueza?, ¿a cuenta de qué es preciso que trabaje en lo que sea y cuando menos
productivo sea su trabajo tanto mejor pues el mal ya no es que falta sino más bien que
sobra riqueza, razón por la cual las empresas han entrado en crisis?. Se multiplica el
área de los servicios para proporcionar nuevos puestos de trabajo y proliferan los
uniformes así no valgan para nada, porque de lo que se trata ya no es de buscar riqueza
aún si para ello es preciso trabajar, sino de buscar trabajo con tal de que ello no haga
aumentar una riqueza que sobra ya por todas partes –hasta el punto de que las empresas
han tenido que dejar de producir y los obreros, al perder el trabajo, no tienen ya los
medios para consumirla-.

Y las cosas son desde luego mucho más complejas. Pero todos los tópicos hippies,
como los signos de admiración de Iván Illich, no se equivocan por lo que describen. Es
absurdo, quien lo duda, que el hombre se ocupe ocho horas al día en un trabajo tedioso
y ya no pueda utilizar su tiempo libre –que es “libre” precisamente porque el trabajo es
tedioso, inhumano- sino en reponerse para poder proseguir con lo mismo a la mañana
siguiente, cuando tan unánimemente se había acordado que el hombre no trabaja sino
para ahorrar esfuerzo, es decir, trabajo. Es absurdo que los que producen no puedan
decidir producir sólo en la medida en que la producción ahorre más esfuerzo del que es
preciso invertir en ella. El único problema estriba en el vacío teórico que representa
sencillamente denunciar un absurdo, en lugar de conocer el discurso que él encierra; en
la completa ociosidad de decir que el hombre está loco, cuando está claro que ni tú ni yo
lo estamos (¿quién está loco en ese sentido?) y mucho menos esos supuestamente
malintencionados “tecnócratas”, obsesos de la producción por la producción, que claro
está que en ningún sitio existen sino en obras tan tristemente célebres como la de
Theodore Roszak. Y mucho menos estará la locura y el absurdo en esos pobres
capitalistas que ya sólo miran –cuenta les trae en ello- por cómo no llevar la empresa a
la ruina reduciendo el ritmo de la producción cuando sólo en la producción está la
ganancia que impide la ruina. Empeñarse en que la evidencia de que “la producción
produce para la producción”, primando sólo las necesidades de ésta, no es sino efecto de
la insensatez del hombre por producir por producir, es ya más ridículo que hacer de la
ignorancia una causa, es convertir la ciencia en un manicomio.

Y así, las quejas ante un desarrollo técnico disparatado, que no parece nunca
conformarse con nada y al que ya nada le preocupa -¿no? todos lo hacemos, todos nos
preocupamos, hasta el presidente de los EEUU lo hace hasta el punto de construir
refugios nucleares- han alimentado a muchos literatos entre los cuales los sociólogos y
estudiosos del crecimiento son sin duda los menos ingeniosos. No hace falta “estudiar”
un absurdo que se denuncia por sí solo; mucho más difícil es explicarlo, aunque, mal
que pese, está ya perfectamente explicado en Das Kapital. Producción de plusvalía
relativa. Plusvalía relativa que explica también otros “misterios” que han dado tanta
propaganda a supuestos “innovadores”, “críticos” de Marx sencillamente por limitarse a
describir efectos ahí donde éste había mostrado las causas: el “imprevisto” aumento del
nivel de vida de las clases trabajadoras, por ejemplo.
Habiendo de entrada que el aumento de la plusvalía absoluta tenía límites
infranqueables (por de pronto no se puede ni idealmente aumentar la jornada laboral por
encima de 24 horas), Marx pasa al estudio de la plusvalía relativa. Es sólo desde este
punto de vista que queda claro cómo el hombre se plantea unas preguntas y apela y
sopesa unas razones que justamente en nada intervienen en la producción, cayendo sus
preocupaciones muy allá o muy acá del discurso que verdaderamente opera en el
mecanismo productivo –y esto atañe exactamente igual a las preocupaciones del
capitalista. El hombre sólo puede ver que una máquina, si ha de ser productiva, ha de
ahorrar trabajo, por lo que habría de poder esperar que en la producción de la riqueza
precisa se invirtiera en los sucesivos menos horas de trabajo que antes del hallazgo. No
obstante, desde el mismo momento que un aumento de la productividad es anunciado,
todas las razones que comienzan a operar apuntan en el sentido precisamente inverso,
hasta el punto de que –ni mucho menos por necesidad técnica o humana- es preciso
comenzar a producir artículos de peor calidad, de

más pronto desgaste, para asegurar la renovación del mercado que pueda hacer frente al
nuevo ritmo productivo. Así, al hombre no dejará de sorprenderle que la máquina, un
amasijo de tuercas y tornillos pueda imponer una ley tanto al obrero como al capitalista;
precisamente se suponía a todas luces que la maquinaria “considerada en sí, abrevia el
tiempo de trabajo”, precisamente se suponía evidente a todas luces que la maquinaria
“considerada en sí, abrevia el tiempo de trabajo”, siendo ya más difícil de preveer cómo
es que “utilizada por los capitalistas lo prolonga”. O bien, cómo es que “considerada en
sí es una victoria del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, pero empleada por los
capitalistas impone al hombre el yugo de las fuerzas naturales”. Si esos efectos inversos
a todo lo previsible no dependen de la maquinaria sino de su empleo capitalista,
entonces, se apresura a responder siempre nuestro pésimo “lector” de Marx, tal cosa
tendrá su explicación en el empleo que los capitalistas imponen a la maquinaria. De
nuevo una sutil diferencia: Marx hablaba del “empleo capitalista” y ahora hablamos ya
del empleo al que unos determinados hombres (los capitalistas) destinan y constriñen la
maquinaria. Un tenue matiz que, como Althusser mostró, da al traste con todo el objeto
teórico de El Capital. Como mi condición de profesor de instituto me ha acostumbrado
ya a simplificar sin remordimientos, vamos a contar un cuento algo ridículo.

Imaginemos (preenciendo del concepto de capital constante, composición orgánica del


capital y otros tantos) que una empresa X da con un hallazgo técnico capaz de aumentar
su productividad al doble. Comienza entonces un proceso que tiene dos etapas bien
diferenciadas: antes y después de que tal hallazgo se haya generalizado a la
competencia. Claro es que antes de que eso ocurra el capitalista produce el doble de
productos en el mismo tiempo de trabajo, por lo que, habida cuenta de que es el trabajo
la base del valor, podría esperarse que el valor de la suma de los productos fuera el
mismo y el valor sólo se impone a través del mercado y está claro que nadie pregunta al
comprar, ante dos productos iguales, si se ha trabajado en uno más que en otro, la
realidad será que el valor de cada producto, aunque individualmente tuviera que ser la
mitad, es para la sociedad el mismo de siempre. El capitalista X venderá, pues, sus
productos muy por encima de su valor individual y obtendrá, gracias al subdesarrollo
técnico de su competencia, un plusvalor extra. El efecto es el mismo que si la fuerza de
trabajo se hubiera desvalorizado enormemente para la empresa X: si antes el obrero
ocupaba la mitad de su jornada laboral en producir un valor igual a su salario[1], ahora
tarda sólo la cuarta parte[2]. Pero esta edad de oro, lo sabe muy bien el señor X, sólo
perdurará mientras la maquinaria en cuestión no se haya extendido a la competencia.
Después, cuando esto ocurra, sus problemas habrán aumentado más bien, pues,
obteniendo la misma plusvalía que antes de descubrir el hallazgo[3], tendrá ahora que
vender el doble de productos que antes si quiere transformar su beneficio en dinero –lo
que es sin duda preciso para posibilitar la reproducción de su capital. Además, todas las
empresas de la competencia habrán aumentado entonces su productividad al doble, con
lo que en el mercado habrá una saturación de productos que pueden superar con mucho
la demanda, por mucho que tales mercancías tengan, lógicamente, cada una, la mitad
del valor que antaño. ¿Qué se supone que habrá podido hacer el sr. X en el período
inmediatamente subsiguiente al de su particular innovación?. Habrá puesto, por
supuesto, los medios oportunos para alargar al máximo el período en que la
competencia no alcanza aún el mismo nivel de productividad. Habrá escondido,
lógicamente, un hallazgo que ya sensatamente debería ser patrimonio de toda la
humanidad. Pero, sobre todo, puesto que sabe limitado el espacio temporal en que la
competencia permanece ignorante, habrá procurado ampliar esos límites no hacia el
exterior solamente, sino también hacia el interior; tenderá a aumentar la jornada laboral,
o si esto le es inviable, pondrá más turnos de trabajo, tres, por ejemplo (8 X 3 = 24
horas), lo que se traducirá en efecto muy similar al producido en el hipotético caso de
que su competencia tardara tres veces más tiempo en conquistar su nivel particular de
productividad. Mientras, su competencia, se estará viendo en no pocas dificultades para
transformar su plusvalía en capital: encontrará dificultades en vender sus productos “sin
comprender” cómo su ilustre colega puede permitirse el lujo de vender sin pérdidas más
barato que ellos. Por la mente de muchos de ellos pasará como por milagro una solución
que, por mucho que resulte algo simplista, responde muy bien al problema así
simplificado: “si el sr. X produce el doble en el mismo tiempo Dios sabrá porqué,
nosotros podemos producir el doble también aumentando el rendimiento ya que no
podemos aumentar la productividad; pondremos a trabajar a los obreros al doble de
velocidad”. En uno y otro caso, así, el aumento de plusvalía relativa exige y solicita
también un aumento de la plusvalía absoluta. Para quien esté empeñado en ver al
hombre como respaldando toda esta serie de exigencias, no dejará de chocar eso de que
sea el misterioso ente de “la plusvalía relativa” el que pueda “exigir” una cosa u otra. Es
más bien, se dirá, el capitalista el que, en su afán de no ver un detrimento en su fortuna,
exige a sus compañeros de especie, los “humanos” obreros, el producir plusvalía
absoluta. Pero si bien no deja de chocar que no se den excepciones más que por
incompetencia o descuido –es decir, precisamente por algo que escapa a la voluntad del
capitalista- es preciso además advertir qué pasaría si uno de estos capitalistas
repentinamente convertido a la más justa causa renunciara a esas “sus”, tan personales y
egoístas, exigencias. Si un firme principio moral impide a los capitalistas competidores
acelerar la producción, verán agotado su mercado por el sr. X, y sus empresas
sucumbirán al ahogarse en su propia plusvalía, ya incapaz de reproducir el capital
necesario para dar continuidad a la producción. Y ya que un almacén no necesita
contratar fuerza de trabajo, resultará que el benevolente paternalismo habrá hundido en
la miseria del paro a todos sus agradecidos hijitos. ¿Y qué podrá hacer el sr. X que ha
tenido la desgracia moral de descubrir una máquina más productiva? ¿Renunciar a su
utilización en espera de que sea otro sr. X quien la descubra y lleve su empresa –al fin y
al cabo su “gran familia”- a la ruina? ¿Renunciar a intentar alargar al máximo ese breve
plazo que la suerte le proporciona para obtener el máximo de ganancia con el que
asegurar la vida de su empresa cuando, fatalmente, la situación haya empeorado para él
como para todos[4]? No; mejor para todos y no sólo para los ambiciosos planes del
capitalista es que éste se deje de problemas de conciencia, olvide incluso el hacer un
plan de su ambición, deje por completo de tratarse como persona y no sea sino el brazo
ejecutor de una Providencia que le viene impuesta a él como a todos, así sea ésta tan
amable de enriquecer su hacienda haciendo trabajar más a los demás. Cuando su invento
se haya generalizado existirá en el mercado el doble de masa de productos –sino más-
que antes de que la humanidad tuviera la suerte de beneficiarse con la nueva maravilla
técnica, doble número de productos que tendrá en total, no obstante, el mismo valor.
Habrán bajado los precios a la mitad. Si el producto en cuestión eran mecheros de
bolsillo, los obreros tendrán la prueba de cómo la plusvalía relativa permite aumentar el
nivel de vida en el hecho de que cuando antes sólo podían consumir uno de estos
mecheros al mes, ahora podrán consumir dos sin reservar a este fin una porción mayor
de su salario. El aumento del “nivel” de vida es también una necesidad no del hombre,
sino de la propia producción. Esa porción de su salario debe comprar los dos mecheros,
así el obrero se haya encariñado con el primero de ellos: y si no está dispuesto a ceder,
cederá; la publicidad, o el método más sencillo de suprimir la válvula para recargarlos,
le obligará a ello. Puede que a él le parezca absurdo e insensato tener que buscar
métodos para que haya que tirar mecheros perfectamente en uso todavía por la mera
razón de que una maquinaria, en lugar de reducirle la jornada laboral a la mitad sin
menoscabo de que él produzca la misma riqueza (los mismos valores de uso), le haya
hecho trabajar más o lo mismo con el misterioso fin de que luego sobre riqueza de
forma tan flagrante. Pero que ningún hombre encuentre razón para ello no impide, en
efecto, que haya razones muy rígidas y coherentes para que tal cosa ocurra. Y estas
razones se ha visto que no son ni la insensata locura ni la loca ambición de ningún
hombre. Además, de alguna manera, la maquinaria sí habrá “ahorrado” trabajo a la
humanidad. La sobreproducción habrá arruinado muchas empresas y, así, el paro, será
prueba de ello. De nuevo esa misteriosa “insensatez” impedirá repartir el trabajo
excesivo de los que aún tienen trabajo con los que no pueden trabajar, cuando no se ve
cómo nadie pudiera salir perjudicado con ello, siendo tan evidente que la humanidad no
produciría de esta forma menos sino probablemente mucha más riqueza. La calidad de
vida, tanto para quien tiene que agradecer el paro a la máquina, como para el que tiene
que agradecer el paro a la máquina, como para el que tiene que ceñirse tediosamente a
ella en su trabajo el mismo número de horas que antes de que apareciera, no parece
haber mejorado. Tal categoría no es ni tema ni razón de un discurso que sólo necesita
un aumento del nivel de vida para poder reproducir la misma situación[5]. La
posibilidad de reinvertir capital en la empresa, en escala simple o ampliada, depende, en
este caso, justamente, de que el trabajador, el pueblo en general, goce de dos mecheros
en lugar de uno. Por otro lado, es claro que al abaratar los artículos de consumo no se ha
hecho sino desvalorizar la fuerza de trabajo, ya que ésta tenía su valor en el de sus
medios de subsistencia. Y ésta es, precisamente la definición misma de la plusvalía
relativa. El aumento del nivel de vida es sólo una de las formas que toma una necesidad
de la producción (y no del hombre): desvalorizar la fuerza de trabajo para poder seguir
reproduciendo las condiciones de producción. Una vez más, no hemos salido de un
discurso que no va sino de la producción a la producción, sin que necesite del concepto
de hombre para poder ser pronunciado.

[1] Tasa de plusvalía = plusvalía / capital variable = 100%

[2] Tasa de plusvalía = 300%

[3] En efecto, el valor social coincidirá ahora con el individual


[4] La situación habrá empeorado en muchos más sentidos del aquí aludido. Estamos
jugando, por simplificación, sólo con la tasa de plusvalía y no con la tasa de ganancia y
consiguientemente con el factor primordial: la composición orgánica del capital. El
tema de la tendencia descendente de la tasa de ganancia, que sin duda resultaría mucho
menos ingenuo para nuestros propósitos, no está aún aludido, como tampoco,
consiguientemente, al no distinguir entre el Sector I y II de la producción, es posible
vislumbrar la verdadera naturaleza de las crisis de sobreproducción.

[5] El problema es, en efecto, que, para poder reproducir el capital, es necesario
transforma mucha mayor masa de productos en dinero, es decir, vender mucho más y,
de suyo, que el obrero consuma mucho más.

Escrito en Textos "Filosóficos" | 1 comentario

Una respuesta

1. en 25 Mayo 2010 a 15:56 | Responder

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