Está en la página 1de 16
El discurso de los otros: Las feministas y el posmodernismo Craig Owens El conocimiento posmoderno no es un simple instrumento de poder. Refina nuestra sensibilidad a las diferencias e incrementa nuestra tolerancia de la inconmensurabilidad. J.F. Lyotard, La condition postmoderne Descentrado, alegérico, esquizofrénico... Al margen de cémo decidamos diagnosticar sus sintomas, el posmodernis- mo suele ser tratado, tanto por sus protagonistas como por sus antagonistas, en tanto que crisis de la autoridad cultural, concretamente de la autoridad conferida a la cultura de Europa occidental y sus instituciones. Que la hegemonia de la civilizacién europea se acerca a su final no es una per- cepcidn reciente; por lo menos desde mediados de los afios 1950 hemos reconocido la necesidad de salir al encuentro de diferentes culturas por medios distintos a la sacudida de la dominacion y la conquista. Entre los textos pertinentes figura el comentario de Amold Toynbee, en el octavo vo- lumen de su monumental Estudio de la historia, del fin de la era modema (una era que se inicid, afirma Toynbee, @ fines del siglo XV, cuando Europa empezo a ejercer su i fluencia sobre vastos territorios y poblaciones que no eran suyos) y el inicio de una nueva era propiamente posmoder- na caracterizada por la coexistencia de culturas diferentes. También podriamos citar en este contexto la critice del etnocentrismo occidental realizada por Claude Lévi-Strauss, 93 asi como la critica de esta critica que hizo Jacques Derrida en De la gramatologia. Pero quiza el testimonio mas elo- cuente del fin de la soberania occidental haya sido el de Paul Ricoeur, el cual, en 1962, escribié que «el descubri- miento de la pluralidad de culturas nunca es una experiencia inocua» Cuando descubrimos que hay varias culturas en vez de tuna sola y, en consecuencia, en el momento que recono- ccemos el fin de una especie de monopolio cultural, sea éste ilusorio o real, estamos amenazados con la destruccién de nuestro propio descubrimiento. De subito resulta posible que haya o1ros, que nosotros mismos seamos un «otro» entre otros. Habiendo desaparecido todo significado y todo objetivo, se hace posible deambular entre civilizaciones co- ‘mo si fueran vestigios y ruinas. El conjunto de la humanidad se convierte en un museo imaginario, {A dénde iremos este fin de semana? iA visitar las ruinas de Angkor o a dar una vwoelta por el Tivoli de Copenhague? Es facil imaginar un tiempo cercano en el que una persona bastante acomodada podra abandonar su pais indefinidamente para saborear su propia muerte nacional en un interminable viaje sin ob- jetivo.! Ultimamente hemos Hlegado a considerar esta condicién como posmodema. En realidad, el recuento que hace Ri- coeur de los efectos mas descorazonadores de Ia reciente pérdida del dominio de nuestra cultura anticipa la melan- colia y el eclecticismo que inundan la produceién cultural de nuestro tiempo, por no mencionar el tan pregonado plu- talismo. Sin embargo, el pluralismo nos reduce a ser otro entre otros. No es un reconocimiento, sino una reduccién a la indiferencia, la equivalencia y la intercambiabilidad ab- solutas (lo que Jean Baudrillard denomina «implosién»). Lo que esta en juego, pues, no es solo la hegemonia de la cultura occidental, sino también nuestra identidad cultural, nuestro sentido de pertenencia a una cultura, Sin embargo, estos dos elementos en juego estan entrelazados de un modo tan inextricable (como nos ensefié Foucault, la postulacion de un Otro es un momento necesario en la consolidacion y 94 Ja incorporacion de cualquier cuerpo cultural) que cabe especular con que aquello que ha dado al traste con nuestros derechos de soberania es en realidad la percepcion de que nuestra cultura no es ni tan homogénea ni tan monolitica como en otro tiempo creiamos que era. En otras palabras, las causas de la desaparicién de la modernidad —a! menos tal como Ricoeur describe sus efectos— radican tanto den- tro como fuera. Pero Ricoeur se ocupa sélo de la diferencia exterior. {Qué podemos decir de la interior? En el periodo moderno, la autoridad de la obra de arte, su aspiracion a representar alguna vision auténtica del mundo, no residia en su cardcter Unico o singularidad, como se ha dicho a menudo, sino que aquella autoridad se basaba mas bien en la universalidad de la estética modema atribuida a las formas utilizadas para la representacion visual, por encima de las diferencias de contenido debidas a la produc- cidn de obras en circunstancias historicas concretas. (Por ejemplo, la exigencia kantiana de que el juicio del gusto sea universal, es decir, universalmente comunicable, que se deriva de «fundamentos profundos y compartidos por todos los hombres y que subyacen en su acuerdo de valorar las formas bajo ias cuales se les dan los objetos».) La obra posmodernista no sdlo no exige tal autoridad, sino que también trata activamente de socavar tales exigencias, y de ahi su impulso en general deconstructivo. Como confirman recientes andlisis del «aparato enunciativo» de la repre- sentacién visual —sus polos de emisién y recepcién—, los sistemas representacionales de Occidente slo admiten una vision, la del sujeto esencial masculino, o més bien postulan el sujeto de representacién como absolutamente centrado, unitario, masculino. La obra posmodernista intenta alterar la estabilidad tran- quilizadora 0 de esa posicién de dominio. Naturalmente, este mismo proyecto ha sido atribuido —por autores como Julia Kristeva y Roland Barthes— a la vanguardia moder- nnista, la cual, a través de la introduccion de la heteroge- neidad, la discontinuidad, la glosolalia, etc., supuestamente caus la crisis del sujeto de representacidn, Pero la van- guardia trataba de trascender la representacion en favor de 95 la presencia y la inmediatez, proclamaba la autonomia del significante, su liberacion de la «tirania de lo significado». En cambio, los posmodernistas exponen la tirania del sig- nificante, la violencia de su ley.? (Lacan hablaba de la necesidad de someterse a las «mancillas» de! significante; {no deberiamos mas bien preguntamos quién en nuestra cultura es mancillado por el significante?) Recientemente, Derrida ha advertido contra una condena en masa de la representacion, no sélo porque tal condena puede dar la impresion de que aboga por una rehabilitacion de la pre- sencia y la inmediataz y, en consecuencia, sirve a los inte- reses de las tendencias politicas mas reaccionarias, sino, lo que quiza sea mas importante, porque aquello que excede, {que «transgrede la figura de toda posible representacion” no puede ser, en ultima instancia mas que... la ley, lo cual nos obliga, concluye Derrida, «a pensar de un modo por com- pleto diferente.’ Es precisamente en la frontera legislativa entre lo ge puede representarse y lo que no donde tiene lugar la mani- pulacién posmodemnista, no a fin de trascender Ia represen- tacién, sino para exponer ese sistema de poder que autoriza ciertas representaciones mientras bloquea, prohibe o invali da otras. Entre las prohibidas de la representacion occi: dental, a cuyas representaciones se les niega toda legit midad, estan las mujeres. Excluidas de la representacion por su misma estructura, regresan a ella como una figura, tuna representacion de lo irrepresentable (la naturaleza, la verdad, lo sublime, etc,). Esta prohibicién se refiere prin- cipalmente a la mujer como el sujeto y rara vez como el ‘objeto de representacion, pues, desde luego, no faltan ima- genes de mujeres. No obstante, al representar a las mujeres se las ha convertido en una ausencia dentro de Ia cultura dominante, como propone Michéle Montrelay cuando pre~ gunta «si el psicoandlisis no se articulé precisamente a fin de reprimir la femineidad (en el sentido de producir su representacion simbolica).» A fin de hablar, de representar- se a si misma, una mujer asume una posicién masculina; quiza esta sea la razon de que suela asociarse a la femi- neidad con la mascarada, la falsa representacion, la simu- 96 lacion y la seduccién. De hecho, Montrelay identifica a las mujeres como la «ruina de la representacion»: no solo no tienen nada que perder, sino que su exterioridad a la repre- sentacion occidental expone sus limites. Llegamos aqui a un cruce aparente de la critica feminista del patriarcado y la critica posmodernista de la represen- tacion, Este ensayo es un intento provisional de explorar ‘as implicaciones de esa interseccion. Mi intencidn no es pos- tular la identidad entre esas dos criticas, ni tampoco colo: carlas en una relacion de antagonism u oposicion. Mas bien, si he decidido seguir el rumbo traicionero entre pos- modernismo y feminismo, es a fin de introducir el problema de la diferencia sexual en el debate sobre el modernismo y el posmodernismo, un debate que hasta ahora ha sido escan- dalosamente indiferente.* «Un notable descuido»s Hace varios aos di comienzo al segundo de dos ensayos dedicados a un impulso alegorico en el arte contemporaneo, un impulso que identifique como posmodernista, con un comentario de la representacion «multimedia» de Laurie ‘Anderson Americans on the Move. Referido al transporte como una metafora de la comunicacion —Ia transferercia de significado de un lugar a otro—, Americans on the Move procedia principalmente como un comentario verbal sobre imagenes visuales proyectadas en una pantalla detras de los actores, Cerca del comienzo Anderson introducia la imagen esquematica de un hombre y una mujer desnudos, el brazo derecho del primero alzado en actitud de saludo, decorado con el emblema de la nave espacial Pioneer. He aqut lo que la autora dijo acerca de esta imagen; es significativo que la ‘oz fuese claramente masculina (la propia de Anderson modificada por un armonizador que la rebajo una octava, una especie de travestismo vocal electrénico):

También podría gustarte