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ESTABILIDAD:

«Inquietudes no livianas ocasionaba al Fundador la trabazón interna del Instituto, minada en su raíz
por falta de lazos jurídicos permanentes que ataran a sus miembros. (...) Sólo el freno de los
votos podría engalgar la volubilidad humana; y los votos, si no solemnes, que hubieran requerido
trámites complicados y acaso entonces imposibles, por lo menos simples, que salvaran la condición
del estado religioso y vinculasen al Instituto las voluntades de sus miembros. Sin embargo, no
parecieron todavía maduras las circunstancisa para este paso. Alfonso entonces, y sus compañeros,
viendo que el P. Marocco no había retenido dentro del claustro el voto anual de obediencia que
privadamente renovaba al Rvmo. Falcoia, decidieron emitir juntos el voto de perseverancia en la
Congregación hasta la muerte, ratificando con él su voluntad de consagrarse -de por vida- al bien de
las almas y a la imitación de Jesucristo.
No era desconocido en la jurisprudencia práctica de aquel siglo ese voto de perseverancia o
de estabilidad. Más aún: constituía su emisión privada una tradición en los píos operarios de la
escuela del Ven. Luis Sabbatini y del Rvmo. Falcoia. Por lo mismo aprobó de lleno este prelado la
decisión de Alfonso y de los cuatro Padres y cuatro Hermanos coadjutores que pensaban pronunciarlo.
Escogieron para el acto la tarde del 21 de julio de ese año 1740. Pronunciaron la fórmula del voto
compuesta por Alfonso, que dice así:
«Eterno, omnipotente y amantísimo Señor y Dios mío: contándome yo N., aunque sin
merecerlo, en el número de los hermanos de esta Congregación del Santísimo Salvador, a fin de
serviros con todo mi ser imitando de cerca la vida adorable de vuestro divino Hijo y Salvador mío
Jesucristo, confiando por lo mismo en vuestra bondad infinita e impulsado del deseo de consagrarme
todo entero a vuestro santo amor y de serviros con todas mis fuerzas por la imitación de la vida y
virtudes de Jesucristo, único camino para agradaros y blanco principal de este santo Instituto,
después de muchos días de reflexión y oración postrado en vuestra divina presencia y ante mi tierna
Madre María, San Miguel, San José, Santos Apóstoles, Santa María Magdalena, Santa Teresa de Jesús,
santo ángel de mi guarda y ángel custodio de la Congregación y, finalmente, ante toda la corte
celestial, me obligo y hago voto, en manos de Mñr. Falcoia, obispo de Castellamare y director de esta
Congregación, de perseverar en ella hasta la muerte con el auxilio de la divina gracia y de la sangre
de Jesucristo. Este voto entiendo hacerlo con pacto y condición expresa de que solamente pueda ser
dispensado por el Superior Mayor que fuere o por el Sumo Pontífice, y no por otros...».
Una súplica implorando del cielo la gracia de ser fieles al compromiso servía de broche a la
fórmula. Al transmitírsela al Reverendísimo Falcoia, (...) estampó su firma en el documento, luego de
haber escrito: «Acepto y confirmo la ofrenda que de vuestra libertad habéis hecho a Dios..., y así han
de hacerlo, tras dos años de prueba, quienes pretendan ser admitidos en esta santa Congregación».»
(San Alfonso Mª de Ligorio. Raimundo Tellería. Tomo I; Parte 3ª, Cap. VII; Págs. 293-4).

«En los desertores le dolía más que nada el menosprecio de la vocación. «¡A cuántos -decía- veremos
un día condenados porque, renegando de su vocación, quebraron los eslabones de la cadena de
gracias que debía asegurarles la perseverancia!».
Como la falta de franqueza con sus guías espirituales y el orgullo del saber habían provocado
aquel mal paso, dio la voz de alerta a los que permanecieron fieles:
«Os recomiendo la sinceridad de conciencia. Si esos desgraciados se hubieran franqueado a
tiempo, no estarían ahora donde se encuentran. Hijos míos -añadía-, cuando la pasión os nuble los
ojos no os precipitéis: el demonio os pondrá entonces lentes verdes y os parecerá todo del color de la
pasión. Hay que estudiar -concluyó-, pero con discreción. No me apura que los ratos mermados al
estudio se den a la oración. Para cumplir nuestra consigna de evangelizadores del campo se requiere
más bien santidad que erudición. Si no somos santos quedará al descubierto la hilaza de nuestros
defectos e imperfecciones».» (San Alfonso Mª de Ligorio. Raimundo Tellería. Tomo I; Parte 3ª, Cap. XX;
Pág. 499).

«El Fundador se había servido del episodio de Múscari para poner en guardia a todos los misioneros
con una circular apremiante, primera de la serie precisa que reservó a sus congregados.
Reproducimos algunos párrafos:
«Hermanos míos muy queridos -les decía-. Tened por sabido que no me causa pesadumbre el
que alguno de mis hermanos sea llamado por Dios a mejor vida. Lo siento porque soy de carne, pero
me consuelo de que haya muerto en la Congregación, muriendo en cuyo regazo tengo por cierto que
se ha salvado. Tampoco me apena que alguno por sus faltas se vaya de la Congregación, sino más
bien me satisface que se vea ella libre de una oveja apestada que puede inficionar a las demás. Ni
siquiera me apuran las persecuciones, antes me alientan, dado que si nos portamos bien estoy
seguro de que el Señor no nos desampara. Lo que sí me aterra es el saber que hay algún
descomedido que obedece mal y tiene en poco aprecio la Regla. No ignoráis, hermanos míos, que
muchos que un día vivieron en nuestras filas se hallan hoy fuera de la Congregación. No sé cuál será
su paradero, pero no dudo que se arrastrarán infelizmente, viviendo inquietos y muriendo
desasosegados por haber desertado de su vocación. Se fueron para vivir con mayor holgura, pero no
gozarán un día de paz si reflexionan que dejaron a Dios para campar por sus respetos. Difícilmente
cultivarán la oración, pues en ella los fatigará el remordimiento de haber vuelto a Dios las espaldas;
por lo cual dejarán la oración y sin ella sabe Dios dónde irán a parar. Así, que os ruego evitéis las
faltas cometidas a ojos abiertos y, sobre todo, aquéllas de las que ya habéis sido amonestados.
Cuando uno se encomienda después de haber sido corregido, la cosa no tiene consecuencias; pero si
no se corrige, el demonio le zapa el terreno y le hará perder la vocación, como se la ha hecho
malograr a tantos».» (San Alfonso Mª de Ligorio. Raimundo Tellería
Tomo I; Parte 3ª, Cap. XX; Págs. 500-1).

«Para despedir a uno -escribía- después de haberle admitido al Noviciado se requieren causas graves;
después de la profesión, causas gravísimas; amén de la incorregi- bilidad; de lo contrario se comete
-licenciándolo- un pecado mortal».
Efectivamente, no obstante la escasez de trabas canónicas entonces vigentes, procedía en la
materia con suma cautela «y jamás -dice un testigo- dispensó de los votos y del juramento de
perseverancia sin pensar antes maduramente en la presencia de Dios las circunstancias de cada
caso». Y, sobre todo, sin agotar los medios de persuasión, pues de la subconciencia le afloraban
siempre a la mente, para retener a los transitoriamente obsecados, sus convicciones acerca del
llamamiento al estado religioso. Era de parecer, asegura Tannoia, que las dispensas forzadas
equivalían «a un pasaporte para la casa del diablo, y previendo tristes consecuencias del descarrío
lloraba la suerte de aquellos desgraciados». Por eso escribía en una circular:
«No daré nunca, ni en conciencia podría darla, la dispensa de los votos a quien me la pida sin
causa justa y necesaria; pero de tal justicia y necesidad no ha de ser árbitro el interesado, quien en el
hervor de la pasión decidiría según ella, no conforme a razón... Al que reclame sin justa causa la
dispensa le reitero las disposiciones tomadas, a saber: se le tratará primero con dulzura para
sosegarlo de su tentación; luego, si se enterca en su capricho, pasará un mes de cárcel o reclusión
estrecha, con tres ayunos a pan y agua cada semana. Y sepa cada cual que en el punto y hora que
sin motivo justificado y sólo por antojo y voluntariedad exige la dispensa de los votos, por el hecho
mismo se hace indigno de continuar en la Congregación y puede ser de ella justamente expulsado
aun contra su voluntad».
Cuando así escribía el 13 de agosto de 1758 revolvía en la mente, y ahí mismo lo recuerda, la
rebeldía del estudiante profeso Tamangi. Era un joven levantisco, con quien había ensayado el P.
Pablo Blasucci y Alfonso mismo los medios de traerle a buen carril.
«Si no se ha reportado -comunica Alfonso al P. Blasucci en las Navidades de 1757- y no viene a
pedirme perdón, dígale que no quiero verle en mi presencia. Puede escribirme, si quiere; mas si lo
hace para la dispensa, rompo la carta y no le contesto...; y si cometiere aposta infracciones de regla y
no estudiase para así merecer la expulsión, cárguenle la mano con ayunos y penitencias y prohíbanle
la comunión..., pues no sé qué bienes aportarán esas comuniones a un felón, traidor al Señor que le
llamó y aceptó por suyo».
Esperando que cambiara de sentimientos le trasladó a Caposele. Todo en vano. El alocado
mozo persistió en sus inobservancias y las agravó flanqueando la clausura y tomando las de
Villadiego. Además del escándalo, sentaba un precedente para cuantos creyeran poder sustraerse a
la disciplina con el atajo de la fuga. Alfonso no podía doblegarse y como entre los catedráticos de
Caposele no faltara alguno más osado que había absuelto al fugitivo bajo condición de que recabara
la dispensa, les escribió una carta dolorida:

«¡Cuánta pesadumbre me ha causado la noticia!... No comprendo con qué conciencia han


podido absolverle fuera del peligro de muerte... ¡Dispensa, dispensa! Jamás la otorgaré a quien
saliéndose sin mi licencia no regresa a la Congregación, y cuando hubiere vuelto y aceptado la
penitencia merecida me aconsejaré sobre la decisión que se ha de tomar. Y juzgo que así debe obrar
todo rector mayor que no quiere condenarse y provocar la ruina del Instituto. He prevenido en Roma
al Cardenal Penitenciario para que no expida semejantes dispensas, y si yo viera que él las concede
estoy resuelto a recurrir una y otra vez al Sumo Pontífice. ¡Y en tanto el claustro de Caposele ejecuta
lo mismo que no osa la Penitenciaría de Roma!».» (San Alfonso Mª de Ligorio. Raimundo Tellería Tomo
I; Parte 3ª, Cap. IX; Pág. 848-9).

«El 1 de julio de 1754 había profesado el joven Francisco Manfredonia, fámulo que había sido del
Rvmo. Lucci, de Bovino. A los tres meses de estancia en Caposele concibió tal ámago y náusea de la
vida religiosa, que decidió abandonarla a todo trance. El rector, P. Caione, le mandó a Pagani con la
esperanza de que el Fundador le reanimara.
«Le he hablado -escribía Alfonso-, pero está durillo. El haber encubierto la tentación le ha
perdido. En la dispensa que no piense... En fin de cuentas, si se obstina en perder la vocación y el
alma, peor para él; aquí le ayudaremos a salvarse en cuanto podamos».
Respondiendo luego a los sabihondos, que nunca faltaban entre los «rabinos» de Caposele,
añadió:
«No están en lo justo esos Padres. Si cobra vuelo la idea de que al primer viento de tentación
puede cualquiera con sólo empeñarse en ello alcanzar la dispensa, es inútil hacer el voto de
perseverancia hasta la muerte... Me reprochan el haber perjudicado a la Congregación relajando sus
votos a los que ya salieron, pero en ellos concurrían otras causas y tal vez ha mediado poca energía
de mi parte. Pero desde ahora, y dígaselo a todos, el que sin motivo pretenda marcharse habrá de
hacerlo cometiendo un pecado mortal, y nadie me apeará de esta decisión».» (San Alfonso Mª de
Ligorio. Raimundo Tellería. Tomo I; Parte 3ª, Cap. IX; Pág. 849-50).

«La gracia de la vocación al estado religioso no es una gracia ordinaria; es, por el contrario, muy rara,
y Dios la concede a pocas almas. «No ha hecho otro tanto con las demás naciones», dice el salmista
(Salmo 147, 20). Preferible es ser llamado por Dios a la vida religiosa y vivir en la casa del Señor,
como amigo y familiar suyo, que ser elegido rey de una de las naciones más poderosas de la tierra,
pues no hay comparación entre un reino temporal y el reino eterno de la gloria.
Cuanto mayor es la gracia del Señor, tanto más se indignará contra los que la menosprecian y
tanto más severo se manifestará en el día del juicio al exigir cuentas a los que no correspondan a ella.
Si un rey se dignase recibir en su real palacio a un pastorcito para que le sirviera entre los grandes de
su corte, ¿cuál no sería su indignación si rehusara tan señalado favor por no abandonar su pobre
cabaña y su reducido rebaño? Dios, que tiene cabal conocimiento de su gracia, castiga con severidad
al que le menosprecia. El es dueño y Señor, y cuando llama quiere que se responda a su voz y que se
le obedezca presto. Por lo cual, cuando con sus inspiraciones llama a un alma a vida más perfecta, si
no corresponde a su llamamiento, le retira sus luces y la hace caminar entre tinieblas. ¡Oh, a cuántas
almas sin ventura veremos condenadas en el día del juicio precisamente por esto, por no haber
querido corresponder a la voz de Dios!
Da, pues, gracias al Señor, que te invita a seguirle, pero teme si no correspondes a su
invitación. Mientras Dios te llama a seguirle más de cerca, es señal de que te quiere salvar; pero
querrá ponerte en salvo siguiendo el camino que El te ha escogido y señalado de antemano; si para
salvarte te empeñas en tomar la senda que se te antoje, corres gran riesgo de no lograr el fin que
pretendes; porque, queriendo permanecer en el siglo cuando Dios te quiere en la religión, te negará
en el siglo los auxilios eficaces, que te había preparado viviendo en su santa casa, y privado de ellos
no te salvarás.
«Mis ovejas -dice Jesucristo- oyen mi voz» (Jn 10, 27); y el que no quiere obedecer a la voz de
Dios, es señal manifiesta de que no es ni tampoco será del número de sus ovejas, sino que será
envuelto en la maldición que en el valle de Josafat caerá sobre los cabritos, que representan a los
réprobos. (...) Aun en el mundo, el que por su culpa ha perdido un gran bien, o voluntariamente se ha
causado algún grave daño, experimenta tan gran pesadumbre, que se le hace la vida insoportable.
Ahora bien, ¿qué tormentos no padecerá en el infierno aquel joven que, por favor señaladísimo de
Dios, fue llamado a la vida religiosa, y que por no haber seguido la vocación se condenó? En el
infierno conocerá que, si hubiera obedecido a la voz de Dios, alcanzara un trono de gloria, y entonces
se verá sepultado en aquella cárcel de tormentos, sin esperanza de poner remedio a su eterna ruina.
Este será aquel gusano que nunca muere y que, viviendo siempre, atormentará su corazón
con no interrumpidos remordimientos. ¡Loco de mí! -exclamará- ¡desventurado de mí! ¡Podía haber
sido un gran santo; ya lo hubiera logrado, de obedecer a la voz de Dios, y ahora estoy condenado sin
remedio!
Para colmo de desventura, sabrá entonces el muy desgraciado, y en el día del juicio final lo
entenderá mejor, que muchos estarán sentados a la diestra de Jesucristo, con la frente adornada con
la aureola de la santidad, por haber sido fieles a la voz de Dios y haber abandonado el mundo para
retirarse al claustro, adonde el Señor los había llamado. Entonces se verá también separado de la
compañía de los bienaventurados y envuelto en una turba innumerable de míseros condenados por
haber desobedecido a las inspiraciones de Dios. ¡Tan cierto es que el recuerdo de la gracia de la
vocación le doblará los suplicios del infierno!
Ya hemos visto cuán expuestos están a caer en lamentable estado los que, por seguir sus
antojos, desoyen la voz de Dios. Por eso, hermano mío, tú, que has sido llamado por el Señor a su
santa casa para santificarte, no olvides que te expones a gran peligro de condenarte si
voluntariamente pierdes la vocación. Esta gracia que Dios te ha dado, llevado de su infinita bondad, y
que, separándote de entre la generalidad de los cristianos, te coloca en el escogido número de los
príncipes de la gloria, si eres infiel a Dios se trocaría por tu culpa en un infierno para ti más
espantoso. Ahora pone el Señor la elección en tu mano; escoge, pues, lo que más tarde te agrade: o
ser un gran rey en el paraíso o un condenado del infierno más atormentado que los otros réprobos.»
(La Vocación Religiosa. San Alfonso Mª de Ligorio. Capítulo III, Consideraciones III y IV. Ed. Perpetuo
Socorro - 1962. Págs. 107 a 110).

«Quizá dirán algunas que para ellas no hay tranquilidad posible, porque las han hecho momjas a la
fuerza sus padres, en contra de toda su voluntad. A eso respondo: Si cuando os hicisteis religiosas no
teníais vocación, no os hubiera aconsejado yo que tomarais tal estado; pero os hubiera rogado que,
antes de quedaros en el mundo, pensarais en los peligros de perdición que en el mundo os
esperaban. Pero ahora que estáis ya en la casa de Dios y hechas, por grado o por fuerza, esposas de
Jesucristo, yo no os puedo compadecer, como no compadecería a la persona que, aun en contra de su
voluntad, hubiera sido trasladada de un lugar apestado y rodeado de enemigos a un lugar donde
soplaran aires puros y adonde no llegaran las correrías del enemigo.
Esto supuesto, argumento así: El hecho es tal cual lo exponéis; pero habéis profesado y no
podéis salir del monasterio. ¿Qué queréis hacer? No os queda más remedio que aceptar ya con buena
voluntad lo que comenzasteis de mala gana.
De otro modo, si os dejáis llevar de la melancolía, arrastraréis una vida desesperada y
correréis peligro de tener un infierno ahora y otro infierno después. Es uno de esos casos en que se
impone hacer de la necesidad virtud; y si el demonio quiso hacer de vuestra profesión causa de ruina,
empeñaos vosotras, a despecho suyo, en que os sirva para vuestro bien y para haceros santas. Daos
de corazón a Dios y yo os aseguro que estaréis más contentas que todas las princesas y todas las
reinas del mundo.
A San Francisco de Sales se le consultó sobre el caso de una joven a quien se había hecho
monja a la fuerza, y respondió: «Es cierto que esa joven, si sus padres no la hubieran violentado, no
habría dejado el mundo; pero eso nada quita para que comprenda que la violencia de sus padres ha
sido para ella más provechosa que lo hubiera sido el uso de su libre albedrío, pues ahora es cuando
puede decir: si no hubiera perdido mi libertad, entonces verdaderamente la hubiera perdido». Con lo
cual quiere significar el santo que si aquella joven no se hubiera visto obligada a hacerse religiosa, su
libertad, que le hubiera permitido quedarse en el mundo, le hubiera hecho perder la verdadera
libertad de los hijos de Dios, que consiste en verse libres de las cadenas y de los peligros del mundo.
Pero ¿cómo voy a estar contenta, replicará alguna, si no fui llamada a este estado?
- ¿Qué importa que al principio no fueras llamada? Aunque no te hayas hecho religiosa por
llamamiento divino, es indudable, sin embargo, que Dios lo permitió para bien tuyo; y si entonces
no te llamaba, te llama ciertamente ahora, para que seas toda suya. San Pablo, primer ermitaño,
no se metió en el desierto con la idea de quedarse allí, sino para escapar del furor de la persecución
contra los cristianos; pero allí se sintió llamado por Dios a hacer vida eremítica, se quedó en el
desierto y se hizo santo. Cuando Santa Teresa entró en el monasterio, tampoco lo hizo por propia
voluntad: «Acuérdaseme -escribe la santa-, a todo mi parecer, y con verdad, que cuando salí de casa
de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera, porque me parece cada hueso se
apartaba de sí, que como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo
haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones
para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra». Y sin embargo, se
hizo santa, y fue la gran reformadora del Carmelo. (La Monja Santa. San Alfonso Mª de Ligorio. Cap.
XXIV; § 8; nº 696-697-698. Ed. El Perpetuo Socorro - 1963. Págs. 1242 a 1245).

«A Octavio Césari:
El 31 de mayo de 1556, escribía Octavio Césari al Santo pidiéndole salir de la Compañía. Se
sentía «inhábil e inútil» por su enfermedad.
San Ignacio, por medio de Polanco le responde el 7 de junio. Le anima a perseverar:
«Siempre gozaréis el mérito de la obediencia dondequiera que estéis, porque ésta os ordena
que atendáis a recuperar la salud, suspendiendo los ejercicios espirituales y corporales y otras reglas
que podrían impedir vuestra convalescencia, con tal de que os mantengáis en el temor y en el amor
de Dios».
Continuó Octavio ligado con sus votos. En esto murió el santo y el P. Laínez, como Vicario
General, continuó el asunto.
Insistió Octavio directamente y por medio de otros pidiendo la dimisión de la Compañía.
Laínez, el 29 de diciembre de 1556, responde a su padre diciéndole que en conciencia no puede
desligarle de los votos:
«Creo no poder hacerlo con buena conciencia, porque, aunque los votos son condicionados...,
sin embargo, la Compañía no puede sin causa conveniente rehusar, ni echar de sí aquel que por su
parte se ha obligado. Y en Octavio yo no veo causa ninguna, sino meramente su voluntad, que se ha
dejado vencer y ha querido volver atrás, y si esto fuese suficiente causa, se debería dejar libre a todo
hombre que quisiera ser malo, y dejarlo que vaya por la vía de la perdición».» (Obras Completas. San
Ignacio de Loyola. Epistolario. Cartas 95-97: A Octavio Césari. BAC - 1982. Pág. 879).

«A Enrique de la Cueva:
Ante reiteradas pretensiones que el sujeto exigía de tratamiento conforme a su rango,
cambios de residencia y titubeos en su vocación, el santo le escribe esta carta, en la que le dice que
se ha ligado con Dios en la Compañía por sus votos (*)1 y debe seguirle. Pero si quiere portarse como
verdadero religioso, debe dejar al superior el cuidado de la elección del sitio donde debe residir y todo
lo demás.
Y poniendo el dedo en la llaga del amor propio que manifestaba en todas sus resoluciones
Enrique, le asegura, con palabras bien graves, que no se puede admitir en la Compañía a ninguno
que no quiera humillarse y abajarse. No sólo no debe exigir consideraciones especiales, sino que
debe desear ser tratado peor que los demás:
« [...] Porque, además de lo que podéis pensar que la divina sapiencia se le comunicará más
por el cargo que le ha dado, a vos y a todo verdadero religioso conviene, habiendo hecho sacrificio de
su persona, ofreciéndose todo entero como holocausto a la divina y suma bondad, no retener cosa
alguna de sí, como la retienen los que todavía guardan sus propias voluntades, y quieren seguir sus
propios juicios, tornando a tomar en esto la principal parte de lo que habían ya entregado a Dios
Nuestro Señor por manos de sus superiores. Y porque tengo muy especial razón y obligación para
desearos toda la perfección que en el que más de mis hermanos deseo, holgaría que en esto del
lugar os pusiésedes en manos del P. Francisco (su Superior)... «Y porque no puedo sino abriros mis
entrañas, carísimo hermano, como a quien mucho amo en el Señor nuestro, sabed que deseo que no
hubiese entrado en nuestra Compañía hombre ninguno, que en humillarse y muy de veras abajarse
más que vos se señalase, y que hiciésedes cuenta que en todos esos reinos no hay ninguno en la
Compañía menor que vos, ni que menos estimásedes, o en menor reputación tuviésedes que a vos
mesmo; porque así delante de Dios Nuestro Señor y de los que según El sienten, seréis más estimado
y reputado, donde, si en modo contrario procediésedes, ni en vuestra ánima os ayudaríades, ni en el
cielo ni en la tierra daríades satisfacción de vuestro proceder.
«Pero yo espero en el que, con su ejemplo y palabras, tan encarecidamente nos encomendó
esta virtud de la humildad, convidándonos especialmente a le imitar en ella, que El os la comunicará,
y sobre el fundamento dello edificará en vuestra ánima muchos y muy grandes dones espirituales,
con los cuales mucho sirváis y glorifiquéis a su divina y suma bondad; a quien plega darnos a todos
su gracia cumplida para que su santísima voluntad siempre sintamos y enteramente cumplamos.
«En vuestras oraciones muy especialmente me encomiendo.
«De Roma, 28 de noviembre de 1555».
Aunque exhortaba a Enrique a seguir en la Compañía, en Roma dudaban seriamente de su
vocación. Pero para San Ignacio la obligación de los votos era muy grave y se resistía mucho a
desligar a cualquiera de ella. Por ello, a pesar de todo, se resiste a hacerlo. Escribe así el 9 de marzo
de 1556:
«Por escribir yo lo que siento, no me atrevería a relajarle los votos en que se ofreció y dedicó
todo al servicio y gloria divina, perpetua castidad, pobreza y obediencia, pues antes es razón
ayudarle a ir adelante que a tornar atrás, cuanto en nosotros fuera». (Obras Completas. San Ignacio
de Loyola. Epistolario. Cartas 121-123: A Enrique de la Cueva. BAC - 1982. Págs. 916 a 920).

«[48] 12. Sea demandado si en qualesquiera scrúpulos o difficultades spirituales, o de otras


qualesquiera que tenga, o por tiempo tuviese, se dexará juzgar, y seguirá el parecer de otros de la
Compañía, personas de letras y bondad [D].
[49] D. La elección de estas personas, de quienes se debe dexar juzgar quien tuviere
semejantes difficultades, será del superior, contentándose della el súbdito; o del mesmo súbdito con
approbación del superior; al qual si en algún caso y por algún justo respecto pareciese sería servido
Dios nuestro Señor, y más ayudado el que tiene tales difficultades, que alguno o algunos de los que
deben juzgar dellas sean de fuera de la Compañía, se podrá permitir; quedando la elección, o a lo
menos la approbación de los tales, en el Superior, como se ha dicho. Si las difficultades tocassen a la
persona del mesmo superior, la elección o aprobación dicha será de los Consultores. Aunque quien
fuese inferior al General o Provincial, sin licencia de alguno dellos, aunque sea Rector de Colegio o
1
(*) Son votos de devoción, no los de su profesión religiosa. Nótese, no obstante, la insistencia del
santo en ser fiel a esa obligación.
Prepósito de alguna Casa no podrá poner ni permitir se pongan semejantes dificultades que tocan a
su persona, en arbitrio de otros de fuera de la Compañía». (Obras Completas. San Ignacio de Loyola.
Constituciones: Examen. Cap. III. BAC - 1982).

«Día 14 de Marzo: Hoy fue uno a pedir permiso al Padre para salir de la Compañía, dando por excusa
que el Padre le había dicho que no valía para ella. El Padre le respondió:
«Yo me acuerdo que os dixe, que si no queríades obedecer, que no érades para la Compañía; y
agora os digo lo mismo, y íos a confesar luego, y después hablad con Polanco».
Esto sucedía al anochecer; después, enterado el Padre por Polanco que éste no le había
podido responder por estar ocupado, le ordenó al punto que hablase con él. Volvió Polanco diciendo
que el otro estaba totalmente decidico a irse, sin que hubieran hecho efecto ninguna clase de
razones. El Padre tuvo una pequeña consulta sobre cómo quería actuar, y en consecuencia mandó
llamarle; aunque estaba ya acostado, como la mayoría de la casa, y se puso a discutir con él. Yo
pensé que la cosa iba a durar toda la noche, poque el Padre le convenció de que se confesase
inmediatamente allí en su capilla; se levantó el confesor y estuvimos esperando mientras se
confesaba, para que el Padre volviera a discutir con él, si no venía arrepentido, de lo que yo no tenía
ninguna esperanza; pero él vino a ponerse de rodillas y a pedir perdón. El Padre le preguntó qué
penitencia quería hacer: él dijo que la que quisiera Su Reverencia. «La penitencia que será, que no
seáis más tentado -dijo el Padre (y así lo prometimos todos en su nombre y él también)-; yo haré
penitencia por vos todas las veces que tuviere mal del estómago».
Tengo que acordarme de la gran caridad que el Padre demostró en todos los detalles de este
caso. (...)
Día 20 de Marzo: Fulano, que había sido tentado el día 14, volvió a sentir la tentación y habló
hoy con Nuestro Padre; y después de una larga conversación, pedía ir a Loreto. El padre le dijo que
qué buscaba él en Loreto; que si quería el mérito de la peregrinación, que él pensaba ir allá por él (ya
desde antes estaba decidido el Padre a ir a Loreto esta Pascua) y darle todo su mérito; y con esto lo
contentó y aquietó, y logró que le diera un escrito nombrando como jueces a los que le parecía bien,
con el compromiso de atenerse a su sentencia. Así se hizo, y después de decir tres misas, nos
juntamos seis profesos, y todos dijeron que no estaba obligado a socorrer a sus hermanas y a su
madre, que era lo que a él le engañaba; y de ese modo quedó tranquilo y consolado. (...)
Día 4 de Abril: El que tenía la tentación, de quien ya se ha hablado, volvió otra vez a sentirse
tentado de pasar a otra orden religiosa. El Padre habló con él largamente, hasta que convino en esto:
volver a confiar este asunto a la decisión de los mismos a quienes había confiado lo primero,
pidiéndoles que, si juzgaban que le convenía la Compañía, le impusieran una disciplina cada día,
cuantas veces se sintiera tentado, hasta que se tranquilizase; y si le mandaban a la orden de San
Francisco, dieran la misma recomendación al guardián. Se hizo este juicio y permaneció en la
Compañía.» (Recuerdos Ignacianos, Memorial de Luis G. da Camara. Mensajero-Sal Terrae, nº 285;
297; 317).

«Día 3 de Abril: A uno de la Compañía (*), que, según él pensaba, había tenido una revelación, su
superior local le mandó a Roma al no poder disuadirlo; lo primero que dijo el Padre fue que se le
recibiera como huésped, y no como miembro de la Compañía; y entonces, después de entregar por
escrito su revelación y de señalarse los seis que la habíamos de examinar, descubrimos que la había
tenido estando en Ejercicios, hacia el fin de los mismos, y antes de que se decidiese a entrar en la
Compañía, en la cual le querían por tener buenas cualidades. Y entonces se fue enseguida a servir en
un hospital durante seis meses, después de los cuales entró en la Compañía. El Padre le mandó
también firmar de su mano que quería atenerse a la sentencia. Y así el Padre, en la sentencia que se
dictó, puso también, después de las firmas de todos, su propia sentencia con palabras que daban a
entender que, aun antes de haber visto la sentencia, le había parecido que aquello procedía de un
mal espíritu. Quiso Dios que con esto se rindiera aquella pobre alma, aunque todavía le quedan
dificultades; porque quiere fiarse de la obediencia, pero aún no puede apartar de sí el
convencimiento que tiene de que la revelación había sido verdadera. El Padre mandó darle la
sentencia con todas las ceremonias, diciendo que con el demonio hay que proceder así.
(*) Uno de la Compañía: Era éste un sacerdote flamenco de lengua francesa. El punto principal de su
revelación eran calamidades de Francia. Quiso Nuestro Señor darle luz para que conociera su engaño.
Una vez dictada la sentencia que aquí digo, aunque al principio tuvo algunas dificultades, después,
sometido, Nuestro Padre le mandó entrar a vivir con los Hermanos, pues hasta entonces había estado
como huésped; porque Nuestro Padre mostró siempre aversión a profecías que no fuesen aprobadas
por la Iglesia.
Estuvo algunos meses en Roma haciendo los oficios bajos con mucha obediencia y humildad.
Recuerdo concretamente que fue el mejor despensero que tuvimos en mi tiempo. Y tan satisfecho
quedó Nuestro Padre de la prueba, que poco después lo mandó a Francia como rector de un colegio,
muriendo en este cargo con mucha edificación y muestras de virtud; y yo le vi después en su mismo
colegio, con gran edificación de los de dentro y de los de fuera, siendo para mí un excelente ejemplo
de cuánto favorece Dios en la Compañía a los que practican la verdadera obediencia de juicio.
Porque, como yo era ministro y sabía el idioma francés, Nuestro Padre me confió a mí todos los
detalles de este asunto; y visitaba muchas veces al día a este Padre, tratando con él sobre esta
materia, y parecía que tocaba con la mano lo violento que le resultaba someter este asunto al juicio
de otro. Y así hubo que gastar en esta tarea algunos días, para persuadirle que debía y podía hacerlo
con buena conciencia. (Recuerdos Ignacianos, Memorial de Luis G. da Camara. Mensajero-Sal Terrae,
nº 309; 310).

«Así como la llamada a la vida religiosa es señal de elección para el cielo, así su abandono es indicio
de reprobación, pues quien se retira de la sociedad de los santos de la tierra, será fácilmente excluído
de la compañía de los del paraíso». (San Lorenzo Justiniano. Disciplina et perfet monumenti).

« (...) Me parece un error grave el decir que la vocación es difícil de conocer. El Señor nos pone en
tales circunstancias, que nosotros no tenemos más que ir adelante, solamente hay que
corresponderle. Es difícil conocerla cuando no se quiere seguir, cuando se rechazan las primeras
inspiraciones. Es ahí donde se embrolla la madeja.
«Uno comienza por descuidar la vocación, y después no sabe; le parece, no le parece...
«Si se sigue el primer impulso de la gracia, las cosas cambiarán de aspecto. Mirad, cuando
uno está indeciso sobre hacerse o no religioso, os digo abiertamente que éste ya tuvo vocación; no la
ha seguido inmediatamente y se encuentra ahora algo embrollado e indeciso. Decidle que rece, que
se aconseje; pero hasta que no da de mano a todo y se arroja únicamente en las manos de Dios,
estará siempre inquieto. Haced que se decida a hacerse religioso; entra y con aquel acto se terminan
todas las inquietudes. ¿Por qué? Porque ha terminado por seguir aquella voz del corazón que se lo
imponía. De modo que a mí me parece clarísimo y natural el consejo del Apóstol: Manete in
vocatione, qua vocati estis. Porque si el Señor os ha hecho desear y os ha conducido hasta este lugar,
es decir, os ha dado la gracia ya de encarnar el deseo que os ha dado, es esto señal evidente de que
El es quien os llama.
«Replicará alguno: "¿Pero estoy verdaderamente cierto de haber sido llamado para
permanecer en esta vocación?" Y ¿no está establecido el noviciado en todas las congregaciones de
intento para que el novicio, en el año de prueba, vea si verdaderamente está llamado por el Señor a
aquella vida y para dar tiempo a los superiores de poder conocerlo y después aconsejarle y decirle:
"Entra, conocemos que tienes vocación", o por el contrario: "Sal, nos hemos dado cuenta que tú no
tienes vocación"? Esto os lo digo sinceramente a cada uno en particular, y en general, a todos.
Ciertamente, vosotros habéis sido llamados a servir al Señor en la Congregación de San Francisco de
Sales, y quien no corresponde, pone en grave peligro su eterna salvación. Pero ¿cómo? por dos
motivos:
1º. Si yo o vuestros superiores hubiésemos tenido alguna duda, no os habríamos aceptado.
Casi todos los días hay quien viene a pedir la entrada, y los superiores ven que algunos no tienen las
condiciones necesarias, es decir, no tienen vocación, y no lo aceptan. Si vosotros habéis sido
recibidos, señal es de que vuestros superiores, que han sido puestos por Dios para dirigiros y que
reddere debent rationem pro animabus vestris, han conocido ser ésa la voluntad de Dios. Pero dirá
alguno: "¿Acaso el superior no obra a favor suyo?" ¿Y creéis vosotros que el superior quiera perder su
alma y entregar la vuestra por tener a uno más en la Congregación? Quien entra no siendo llamado
de Dios, no hará más que dar disgustos en casa. Aun vosotros veis que esta suposición sería muy
poco lógica.
2º. Si el Señor no os hubiese llamado a este estado, no os hubiese dado el deseo iluminado de
buscarlo ni la voluntad de abrazarlo; no os habría puesto en las circunstancias de poder seguir
vuestro deseo; no os habría hecho probar el placer y la paz que habéis sentido cuando supisteis que
habíais sido aceptados. No penséis que éstas sean razones de poca importancia; son razones
esenciales. Dios es dueño de todas las cosas, como de cada uno de nuestros pensamientos.
"¿Es, pues, del todo cierto que todos nosotros hemos sido llamados a este estado?" Es del todo
cierto. El poner en duda esto sería poner en duda lo que el Señor ha hecho o ha juzgado bien hecho.
Estad, pues, todos tranquilos y ciertos de que vuestra vocación es segura y de que, si observáis las
Reglas de la Congregación, tenéis por delante abierto el camino que os conduce al cielo.
Creo que cuando uno es guiado por buen espíritu, es decir, aconsejado en esto por el superior
y que no engaña a los superiores, sino que les abre sinceramente el corazón, éste, entrando en el
noviciado, tiene ya cierta su vocación.
Pero no basta tener vocación para hacer bien en una congregación; es necesario también
tener fuerzas suficientes para seguirla. Hay quien tuvo vocación y no la siguió inmediatamente; se
entregó a los vicios, se dejó llevar de sus malas inclinaciones y de este modo se hizo esclavo de sus
pasiones, las que le tiranizan y ya casi no se encuentra dueño de ellas. El noviciado fue establecido
para que el novicio mida sus fuerzas, es decir, si su debilidad no le hace inútil para esta santa vida;
está establecido para que el superior vea si el individuo tiene realmente la fuerza, la virtud y la
voluntad resuelta de seguir su vocación.
El noviciado está establecido para que cada uno se embeba bien de las reglas y después
pueda desempeñar sus deberes con facilidad y presteza. El noviciado está establecido para que cada
uno se fortifique en las virtudes, de modo que, después de haber con la profesión religiosa
reconquistado la inocencia bautismal, no la pierda de nuevo por la fuerza de las pasiones vivas e
inmortificadas todavía.
Pero ahora supongamos (lo que con frecuencia sucede en todas las religiones) que uno,
después de haber estado un poco tiempo en la religión tranquilo y contento, después no esté ya de
buena gana, que encuentre motivos de queja; que le moleste el calor, el frío, la comida, la
obediencia; que todo le cause disgusto: ¿Es esto señal de que éste no tenía vocación?
Tened en cuenta en primer lugar que es cierto que quien se decida a servir al Señor no ha de
caminar siempe sobre rosas, sino que encontrará también cardos y espinas. El Señor nunca nos ha
dicho: "El que me siga, caminará sobre rosas", sino que invitándonos a seguirle nos dice: Si quis vult
venire post me, abneget semetipsum, tollat crucem suam. El señor nos invita a renunciar a nosotros
mismos y a ponernos al hombro la cruz. Esto es, nosotros, al ponernos en camino de seguir a nuestro
Divino Maestro, debemos estar dispuestos a soportar toda pena por su amor. Y si hay que sufrir calor,
o frío, o disgusto; si no nos gusta bastante la comida o cualquier otra cosa, debemos estar muy
contentos de poder sufrir por aquel Jesús que padeció mucho más que nosotros. Pero Jesucristo
mismo, nuestro divino Maestro, nos hizo notorio que no nos faltarán tribulaciones y nos dijo: "Quien
quiere gozar con Cristo, debe estar crucificado con El".
Nosotros, por lo tanto, debemos padecer, y mucho; aún más, es necesario que estemos
crucificados con Jesús. La cruz es su bandera, su estandarte; quien no la quiere seguir no es digno
discípulo suyo. Pero dirá alguno: El frío en estos lugares, en esta estación; la comida y aquella bebida,
tan escasa y tan poco agradable al gusto; aquel cargo que me han puesto, aquel trabajo diario sin
descanso. Hay otros que tienen menos que hacer que yo. Y si sale algún trabajo nuevo, ¡encima me
lo cargan a mí!, todo esto acaba por cansar".
¡Eh!, pobrecillo, te compadezco; ¿pero qué quieres hacer tú en este mundo, si un poco de
calor o de frío es bastante a hacerte perder la paz? ¿Cómo serás tú seguidor de Cristo crucificado, si
te quejas y acongojas porque la comida no es de tu gusto o si la ocupación que te han dado te parece
algo gravosa?
¡Oh!, meditemos frecuentemente en Jesucristo crucificado, reflexionemos cuando nos vengan
estos pensamientos en los grandes sufrimientos que padeció Jesucristo por nosotros, y entonces no
encontraremos ya gravosa aquella obediencia viendo a Jesús obediente usque ad mortem; no nos
desagradará ya la pobreza observando que Jesús por amor a ella murió pobrísimo en la cruz, sin tener
siquiera con qué cubrirse.
A pesar de todo esto, sucede algunas veces que el demonio se pone a tentar a alguno y
parece como si se propusiera de propósito atribularlo. Comienza por decirle: "Podrías hacer bien
también en el mundo". Después pasa a hacerle ver dura la vida de religión. Después le pinta dulce
aquella que se lleva fuera. Así, poco a poco, le insinúa pensamientos de libertad, de desconfianza, y
llega al punto de hacerle dudar seriamente de la vocación. Entonces dice: "Tú ciertamente no estás
llamado a esta vida; si fueses llamado estarías más tramquilo. Si el Señor te hubiese llamado
realmente, no padecerías por tu parte tantas dificultades y por parte de Dios la gracia sería más
abundante". Tanto trabaja el demonio, que lo pone seriamente en peligro de perder no sólo la
vocación, sino también la gracia de Dios y quizá el alma.
Otras veces el demonio se transforma en ángel de luz:
"La vida contemplativa agradaría más quizá al Señor; aquí no se hacen penitencias; tengo
tantas malas inclinaciones, que, si no hago más penitencia, ¡pobre de mí!" También ésta es tentación:
Manete in vocatione qua vocatiestis.
En estas dudas, ¿qué hay que hacer, pues? ¡Oh!, tened bien presente que, si el demonio os
condujese hasta este punto, ya habría hecho mucho sobre vosotros; porque, si no estáis más que
atentos a seguir los medios oportunos, estáis en grave peligro de sucumbir. No haré otra cosa que
exponeros lo que San Alfonso, siguiendo a otros santos y doctores de la Iglesia, dice:
1. Primer gran consejo: Guardad secreto, esto es, no habléis con ninguno de esta vuestra
duda, o de esta tentación, o de esta ya casi victoria que el demonio ha obtenido sobre vosotros; por lo
que más querías, no promováis quejas con vuestros compañeros. Os decía hace poco que la vocación
es una perla preciosa; ahora, si vosotros habláis con otros, el demonio se mete en medio de los
susurros y os infiere un gran destrozo. ¿Y sabéis por qué os insisto en el secreto? Porque es ley
natural, y el papa San Gregorio Magno nos amonesta de este modo: Depraedari desiderat, qui
thesaurum publice portat in via. Siendo la vocación un gran tesoro, si se da a conocer en todas
partes, se pierde. Por lo tanto, secreta la vocación, secreta la duda.
2. Segundo gran consejo: Cuando estéis agitados, no toméis ninguna deliberación. Tened bien
presente lo que se lee en la Escritura: Non in commotione Dominus. El Señor no se encuentra jamás
al lado de las resoluciones que se toman cuando se está agitado.
Por el contrario, orad; orad mucho; pensad en la vanidad de las cosas de este mundo, cómo
pasa todo con la muerte, y tómense las deliberaciones poniéndose en el punto de la muerte. En aquel
momento, ¿estaría contento de haber abandonado la vocación? ¿De no haber sido capaz de soportar
aquel cargo, aquella obediencia, aquella mortificación?
Frecuéntense los sacramentos. Es con Jesús en el corazón con quien es necesario deliberar. Sí,
háblese con Jesús, dígase lo que uno quiere, o mejor, pídasele la fortaleza y la perseverancia, pero de
ningún modo se hable con los compañeros. El hablar de esto a mí me parece una insensatez
culpable. Arruinas tu alma y te expones a asesinar la de tu compañero.
Pero entonces, ¿qué he de hacer? No hablar con ninguno, no tomar deliberación estando
agitados, no hacer esto, no hacer lo otro, y mientras tanto nos "ahogamos" si no echamos fuera lo
que tenemos en el corazón. Y, por otra parte, ¿no se dice que ordinariamente lo que sirve más para
aliviar el corazón es manifestar a otro la causa de nuestro dolor?"
3. Si me habláis de este modo, oíd el tercer consejo. No hablar con ninguno quiere decir no
hablar con vuestros compañeros, no hablar con quien no sabe o no quiere aconsejar bien. ¿Pero
tenéis miedo de reventar? ¿Y no están ahí vuestros superiores, qui pro animabus vestris, rationem
sunt reddituri?.
¿Nace alguna duda? Ahí está el director de los novicios. A él podéis manifestaros, abrirle
enteramente el corazón; estoy yo, venid a mí, decid claramente y sin temor lo que os agita, y
encontraréis siempre un padre amoroso, un consejero fiel.
¿Y si se fuese a alguna persona de fuera? ¿Si se pidiese consejo al propio párroco, a algún
pariente sacerdote, canónigo o parecido? Si os aconsejase esto cometería un desatino. No os
aconsejéis con personas extrañas a la Congregación. Ellas, en primer lugar, no son las que Dios ha
establecido para aconsejaros; para esto están únicamente vuestros superiores, qui, lo repito, qui pro
animabus vestris, rationem sunt reddituri. En segundo lugar, dichas personas, aunque dotadas de
mucha ciencia teológica y de santidad, en general no están preparadas para daros un consejo, ya
porque no conocen lo interior de vuestra alma, ya porque no comprenden lo que es una
congregación, ya porque muchas veces también ellos son movidos por motivos terrenos, humanos,
de interés o de parentela.
4. Observad, pues, este importantísimo consejo: Cuando os sobrevenga alguna duda, id al
propio superior. El está iluminado por Dios en el consejo que os da, y no os equivocaréis.
Lo que, sin embargo, sí querría que se hiciese al venir a pedir consejo de tal género es esto: no
se exponga simplemente la duda o tentación, sino que se exponga también cándidamente la causa
de la duda, el motivo de la tentación. Por ejemplo, no es suficiente decir: "Me ha sobrevenido esta
duda porque me parece que en otro lugar puedo hacer más bien, o porque en otro sitio puedo más
fácilmente salvar el alma, o porque puedo vivir mejor todavía en el mundo".
Podrán ser verdaderas estas razones; mas ven aquí tú, que dices que en el mundo podrás vivir
mejor; dime, antes de venir con nosotros, mientras estabas en el mundo, ¿cómo vivías? ¡Oh! Ya...,
entonces..., pero ahora... ¿Pero ahora...? ¿Y crees tú que en el mundo no haya hoy más peligross que
había entonces? ¿O crees que has llegado a ser tan fuerte contra las seducciones del demonio, tú,
que no has sido capaz de tolerar por debilidad la vida religiosa?
¡Oh!, dime más bien el otro motivo, que es más verdadero. "Quiero salir porque me pesa la
vida regular; porque me pesa la obediencia, me pesa la pobreza; en una palabra, porque no me
agrada, y deseo marcharme". Dígase así, y la duda será pronto deshecha, es decir, es manifiesto que
no tienes duda de la vocación, sino que la vas perdiendo, la has traicionado.
Dirá alguno: "El único motivo del cual me ha nacido a mí la duda es la casi certeza de que el
Señor no me quiere aquí; es la necesidad en que se encuentran mis padres; yo les quiero mucho; veo
que podría socorrerlos estando a su lado y hacer de modo que puedan soportar menos
desagradablemente la poca vida que el Señor aún les conceda, y aún más, ellos mismos me
aconsejan que vaya con ellos".
5. Aquí no me queda otro consejo que darte que el de Santo Tomás, quien dice abiertamente:
In negotio vocationis, parentes amici non sunt sed inimici.
A la ternura que tienes hacia tus padres ya has renunciado pidiendo entrar en la
Congregación, en la cual has escogido a Dios como tu heredad, tu amor, tu todo. Dios es tu padre
antes de tu padre y tu madre; Dios es el que ha creado, y también a tus padres y a todas las cosas, y
por esto es dueño de todo; si El te llama, no hay padre ni madre que valga. ¿Os aconsejaría yo que
huyerais de casa, como se lee que han hecho algunos santos, ayudados aun milagrosamente en su
fuga por el Señor? No os lo aconsejo; pero desde el momento en que estáis aquí ya y querrían
haceros volver al mundo, dígoos sencillamente que no estáis obligados a obedecer, más bien estarías
obligado a no obedecer: Obedire magis oportet Deo quam hominibus.
Pero dirá alguno: "¿Quién pensará en ellos, pues están necesitados?" Pensará vuestro Padre,
que está en los cielos. Piensa en ellos Aquel que no deja perecer un lirio del campo o una hierba si así
no lo ha dispuesto.
"Además, yo mismo podría encontrarles algún bienhechor, alegrarlos algo, y aún trabajaría
más en el sagrado ministerio para hacer de modo que estén provistos de todo". Pero, dime, ¿has
venido tú a la Congregación para ganar dinero? ¿Quieres que se tenga en la Congregación alguno que
busca sólo ganancia material? Si alguno me quisiese aconsejar de este modo le diría: Vade retro,
satana; me he entregado al Señor, y debo buscar la salvación de las almas para el Señor". Salvar
almas: ésta debe ser nuestra única ganancia.
¡Oh, cuántas vocaciones ha hecho ya perder este desordenado amor a los padres! Muchas
veces se pierde la vocación en vacaciones, en aquellas casas donde parece no haber ni siquiera
sombra de peligro; sólo porque el afecto que los parientes nos demuestran hacen que nosotros, con
la esperanza de ayudarles, quedemos cerca de ellos o nos hagamos sacerdotes fuera de la religión.
Pero los sacerdotes hechos de este modo salen más comerciantes y negociantes que sacerdotes de
Nuestro Señor Jesucristo.
Ahora, vamos a otro punto, es decir, a cosas que, además de las ya indicadas, hacen perder
con frecuencia la vocación; seré breve.
Debiendo yo casi siempre encontrarme en medio del mundo y visitando con mucha frecuencia
monasterios y conventos, y siendo muy consultado por religiosos, me doy cuenta que los motivos que
más alejan de la vocación son: la gula, el poco deseo de trabajar y el descontento producido por la
murmuración.
1º. Por amor de Dios, no seáis golosos, estad siempre contentos de los manjares que os den;
no se desee más. ¡Oh!, cuando veo que uno, si puede tener un bocado especial, lo toma, y para
encontrarlo buscaría aun lejos de casa; cuando veo que, si puede tener una botella, se alegra y hace
fiesta, yo tiemblo enseguida, pensando en la perseverancia de éste, porque dicen maestros de
ascética que "gula y castidad" y, especialmente, "vino y castidad no pueden estar juntos jamás".
2º. Buena voluntad en el trabajo. Se dirá: "Pero algunos trabajos son enojosos, pesan". Y bien,
aquí es donde debemos ejercitarnos; son estas continuas ocupaciones las que nos conservan la
vocación y la virtud.
3º. No murmuréis. La murmuración es un viento helado que aridece el alma. Dice San
Francisco de Sales que de una acción de cien aspectos distintos, si noventa y nueve son
manifiestamente malos y uno solo se puede tomar en buen sentido, bajo este aspecto se debe tomar
la acción y jamás murmurar o criticar.
Procurad, mis queridos hijos, poner en práctica estas cosas, que en la lectura de esta mañana
me vinieron a la mente. Si así lo hacéis, tendréis la verdadera alegría, la verdadera paz del corazón.
Haréis también mucho bien a vosotros y a las almas del prójimo. Y ya que parece que el Señor nos
quiere bendecir de un modo especialísimo, procuremos no hacernos indignos de sus bendiciones,
haciendo todo aquello que podamos para adornar nuestro corazón de virtudes, trabajando
asiduamente siempre a la mayor gloria de Dios.» (Biografía y Escritos. San Juan Bosco. Charlas y
"Buenas noches": A unos novicios. BAC - 1967. Págs. 557 a 564).

«Sabéis muy bien, amados hijos, que os he aceptado en la Congregación, que constantemente he
usado todas las posibles solicitudes para vuestro bien , para aseguraros la eterna salvación; por eso,
si me ayudáis en esta gran empresa hacéis todo cuanto mi paterno corazón puede esperar de
vosotros. Las cosas especiales que habéis de poner en práctica a fin de triunfar en este empeño,
podéis adivinarlas sin más. Observad nuestras reglas, estas reglas que la Santa Madre Iglesia se
dignó aprobar para guía y bien de nuestra alma y para provecho espiritual y temporal de nuestros
amados alumnos. Hemos leído y estudiado estas reglas, y ahora forman el objeto de nuestras
promesas y de los votos con que nos hemos consagrado al Señor. Por tanto os recomiendo con toda
mi alma que nadie deje escapar palabras de queja, peor aún, de arrepentimiento de habernos
consagrado de esta manera al Señor. Sería éste un acto de negra ingratitud. Todo cuanto tenemos en
el orden espiritual y en el temporal pertenece a Dios; por eso cuando en la profesión religiosa nos
consagramos a El, no hacemos sino ofrecer a Dios lo que El mismo nos ha, por así decir, prestado,
pero que es de su absoluta propiedad.
«Por tanto al apartarnos de la observancia de nuestros votos, hacemos un hurto al Señor,
mientras ante sus ojos retomamos, pisamos, profanamos, lo que le ofrecimos y pusimos en sus
santas manos.
«Alguno podrá decir: pero la observancia de las reglas cuesta. La observancia de las reglas
cuesta al que las observa de mala gana o a quien las descuida. Pero a los diligentes, al que ama el
bien de su alma, esta observancia se convierte, como dice el Señor, en un yugo suave y un peso
ligero.
«Queridos míos, ¿queremos ir al Paraíso en carroza? Nos hemos hecho religiosos precisamente
no para gozar, sino para sufrir y conseguirnos méritos para la otra vida; nos hemos consagrado a Dios
no para mandar, sino para obedecer; no para apegarnos a las criaturas, sino para practicar la caridad
en favor del prójimo, por amor de Dios; no para llevar una vida cómoda, sino para ser pobres con
Jesucristo, padecer con Cristo sobre la tierra para hacernos dignos de su gloria en el cielo». (Escritos
Espirituales. San Juan Bosco. Publicaciones del Instituto Teológico Salesiano - 1980. Carta circular a los
Salesianos e HMA, 6-1-1884. Pág. 276).

«Así como los manjares alimentan y conservan el cuerpo, del mismo modo las prácticas de piedad
nutren el alma, fortaleciéndola contra las tentaciones. Mientras seamos observantes en las prácticas
de piedad, nuestro corazón estará en buena armonía con todos, y veremos al Salesiano alegre y
contento en su vocación. Por el contrario, comenzará a dudar de ella y a sufrir fuertes tentaciones en
cuanto la negligencia en las prácticas de piedad empiece a abrirse paso en su corazón. La historia
eclesiástica nos enseña que todas las órdenes y todas las congregaciones florecieron y promovieron
el bien de la religión, mientras la piedad estuvo en vigor entre ellas, al paso que no pocas decayeron
y algunas dejaron de existir, cuando decayendo el espíritu de piedad, cada uno empezó a "buscar sus
cosas propias, y no las que son de Jesucristo" (Fil 2, 21)». (Escritos Espirituales. San Juan Bosco.
Publicaciones del Instituto Teológico Salesiano - 1980. Constituciones Salesianas: 143 - La piedad
salesiana. Pág. 259).

«Os recomiemdo que no lloréis mi muerte. Esta es una deuda que todos hemos de pagar, pero
después nos será recompensada con largueza toda fatiga sostenida por amor a nuestro Maestro,
nuestro buen Jesús.
«En lugar de llorar haced firmes y eficaces propósitos de permanecer firmes en la vocación
hasta la muerte. Velad y haced que ni el amor del mundo, ni el afecto a los parientes, ni el deseo de
una vida más cómoda os lleven al gran despropósito de profanar los votos sagrados y así traicionar la
profesión religiosa con que nos hemos consagrado al Señor. nadie vuelva a tomar lo que hemos dado
a Dios». (Escritos Espirituales. San Juan Bosco. Publicaciones del Instituto Teológico Salesiano - 1980.
Carta-testamento: 190 - c. Págs. 323-4).

«De la estancia del P- Maximiliano en Roma tenemos una sola carta dirigida a su hermano menor
José, en religión Fr. Alfonso. Una triste noticia había comunicado su hermano a su madre, y ésta al P.
Maximiliano: la salida de la Orden del primogénito Francisco. Para consolarla le dice que la misma
suerte de habría tocado a él; a su hermano, en cambio, con sagaz prudencia, le indica la causa: falta
de sumisión.
«Querido hermano: la madre me ha girado la carta que le escribiste el 13 de febrero. Gracias
sean dadas a Dios, y sea glorificada la Inmaculada por todas las gracias que, aunque indignos, nos
concede. Me alegra muchísimo saber que sientes entusiasmo por acrecentar la gloria de Dios. En
nuestros días, el mayor veneno es la indiferencia, que hace víctimas, no solo entre seglares sino
también, entre religiosos, se comprende, en grado diverso. A Dios se debe la gloria infinita. Nosotros,
criaturas finitas, no podemos darle esta gloria, por ello procuremos disponernos, en cuanto podamos,
a procurarle la mayor gloria posible.
«Según sabes por la ética, la gloria de Dios consiste en la salvación de las almas. Por
consiguiente, nuestro noble ideal ha de ser la salvación de las almas y la perfecta santificación de las
mismas, redimidas ya, a elevado precio, por Jesús con su muerte en la Cruz, empezando
naturalmente por nuestra propia alma. Así podremos demostrar nuestra gratitud al Sacratísimo
Corazón de Jesús.
«Pero, ¿cómo podremos procurar la mayor gloria de Dios, cómo santificar el mayor número de
almas?
«Cierto, solamente Dios conoce plenamente cómo; El, que es infinitamente sabio y lo sabe
todo... El, y sólo El sabe qué podemos hacer para procurarle la mayor gloria.
«Sólo, pues, de Dios podemos y debemos aprender qué debemos hacer. Y ¿cómo lo sabremos?
Por medio de sus representantes en la tierra.
«La obediencia, por tanto, sólo la santa obediencia nos manifiesta con seguridad la voluntad
de Dios.
«Los Superiores pueden errar. Pero nosotros no, obedeciendo no erraremos nunca. Sólo hay
una excepción: Cuando el Superior mandase algo que claramente, evidenter, fuese pecado, aunque
pequeñísimo; lo cual en la práctica, no sucede. En tal caso el Superior no sería representante de Dios
y nosotros no estaríamos obligados a obedecerle. Fuera de los Superiores no podemos ni siquiera
fiarnos de nuestra razón, que puede errar. Sólo Dios, únicamente El, infalible, santísimo, amantísimo;
El, Señor nuestro, Padre, Crador, Fin, Razón, Fuerza, Amor... Todo.
«Todo lo que no sea El, tiene únicamente calor si se refiere a El, Creador del Universo, Salvador
de todos los mortales, fin último de la creación.
«El es, pues, quien por medio de sus representantes en la tierra, nos manifiesta su adorable
voluntad, nos atrae a Sí y quiere, valiéndose de nosotros, atraer a Sí el mayor número de almas.
«Querido hermano, piensa cuán grande puede ser nuestra colaboración con la Misericordia
divina. Obedeciendo nos elevamos por encima de nuestra nulidad y podemos actuar según una
sabiduría, sin exageración, infinita; según la sabiduría de Dios... Dios nos da su sabiduría infinita y su
prudencia para que nuestras acciones sean rectas y vayan bien dirigidas; ¡qué grandeza!...
«Más aún: por la obediencia nos hacemos infinitamente poderosos. ¿Quién puede oponerse a
la voluntad de Dios?
«He aquí, querido hermano, el único camino de la verdadera sabiduría y de la capacidad de
dar a Dios la mayor gloria.
«Si existiese un camino diverso, Jesús nos lo hubiera señalado. De sus treinta años de su vida
escondida la Sagrada Escritura dice claramente: Et erat obediens illis. Igual leemos de su vida entera,
es decir: que había venido para cumplir la voluntad del Padre celestial. Tú sabes muy bien todo esto;
pero cuanto más se medita, tanto más se descubre su grandeza.
«Amor, pues, amor sin límites a nuestro Padre celestial, amor que debe concretarse en la
obediencia, y que debe demostrarse especialmente en el cumplimiento de lo que no nos agrada.
«El más hermoso y seguro libro, para imitarle, es el Crucifijo. Y, luego, todo se podrá obtener
más fácilmente, implorándolo de la Madre Inmaculada, porque Dios le ha confiado la economía de su
misericordia, reservándose sólo la justicia, dice San Bernardo».» (Un Hombre fuera de serie: P.
Maximiliano Mª Kolbe. Antonio Ricciardi, o.f.m. - Págs. 31; 32).

«Niepokalanow se sostiene, desde el principio, sobre la obediencia. La razón del fracaso espiritual de
un religioso está en la falta de obediencia y de humildad. El mejor apostolado lo ejerce quien cumple
la voluntad de Dios. Toda la esencia de la santidad consiste en conformar nuestra voluntad a la de
Dios. En la Anunciación no se manifestó presonalmente Dios a la Inmaculada, sino por medio de un
ángel. También tenemos nosotros los enviados de Dios, que son los superiores. Pidamos que se nos
conceda saber responder siempre a todo enviado: Hágase en mí la voluntad de Dios». (Un Hombre
fuera de serie: P. Maximiliano Mª Kolbe. Antonio Ricciardi, o.f.m. - Pág. 182).

«Hay, sin duda, caminos más excelentes que el vuestro, pero no para vos; y la excelencia de los
caminos no hacen excelentes a los viajeros, sino su rapidez y agilidad. Todo lo que os quiera apartar
de ese camino tenedlo por tentación, tanto más peligrosa cuanto más atractiva.
«Nada es tan agradable a Dios como la perseverancia. ¡Cuántos caminos hay para el cielo!
Benditos sean los que andan por ellos; pero ya que éste es el mío, yo marcharé por él con paz».» (San
Francisco de Sales. Cartas, XXI, 38).

«(...) La verdadera vocación no es otra cosa que una voluntad firme y constante de servir a Dios en el
sitio en que la divina Majestad la quiere; y ésta es la mejor señal para conocer cuándo es buena una
vocación.
«Pero fijaos bien que digo una voluntad firme y constante de servir a Dios, y no digo que ya
desde los comienzos cumpla con todo lo que exige su vocación, y con firmeza y constancia tan
grandes que no sienta ninguna repugnancia, dificultad o disgusto en ello. No; yo no digo eso. Ni
menos que semejante firmeza y constancia haya de hacerla impecable; y que su firmeza sea tal que
jamás sufra una vacilación en la práctica de los medios que la han de llevar a la perfección. ¡Oh, no!
No es eso lo que yo digo. Porque todos estamos sujetos a pasiones, cambios y vicisitudes, y hoy
queremos una cosa y mañana la contraria; que no todos los días son iguales. No es, pues, por estos
sentimientos y mociones por donde hay que juzgar de la firmeza y constancia en el bien que se ha
abrazado, sino observar si entre la variedad de esas mociones la voluntad está firme en no
abandonar lo que comenzó, aunque sienta disgusto y se enfríe un poquito en el amor de la virtud,
pero que no deje por eso de usar de los medios que para aprovechar se le dieron. En una palabra,
que para tener señales de verdadera vocación no hace falta constancia sensible, sino efectiva, y en la
parte superior del alma.
«Por tanto, para averiguar si Dios quiere que uno sea religioso, no hay que esperar a que nos
hable sensiblemente o nos envíe un ángel del cielo para significarnos su voluntad, ni menos son
precisas revelaciones. Ni tampoco se requiere el examen de diez o doce doctores que vean si la
inspiración es buena o mala, si hay que seguirla o no. Lo que hace falta es corresponder y cultivar
aquel primer movimiento, y luego no preocuparse de los disgustos o hastíos que sobrevengan; que si
trabajamos por tener la voluntad bien firme en lo que Dios nos pide, El no faltará jamás, y
triunfaremos a gloria suya. (...)
«Unas veces se sirve de la predicación, otras de las buenas lecturas. Otros fueron llamados
por medio de disgustos, calamidades, aflicciones que les sobrevinieron en el mundo, que les dieron
ánimo para despreciarlo y abandonarlo. Nuestro Señor se sirvió de semejante medio para atraer a
muchos a su servicio. Y aunque éstos vienen a Dios como despechados del mundo que les enojó, no
dejan por eso de entregarse al Señor con entera voluntad. (...)
«Otros hubo que entraron religiosos por peores motivos: los que adolecen de algún defecto
natural, o los que son encaminados a la Religión por sus padres. Y Dios muestra a veces en esto su
nmensa bondad y misericordia, y se sirve de estos designios reprobables para formarse grandes
santos. (...)
«Y, en cambio, hay otros que son muy bien llamados, y con todo no perseveran, sino que
después de haber vivido algún tiempo en la religión, lo dejaron todo y se fueron. Y de esto tenemos
ejemplo en Judas, del que no podemos dudar que fuese en realidad llamado, pues que Cristo le
escogió y llamó con su propia boca para el apostolado. ¿De dónde nació que tal alta vocación no
perseverase? Pues de que abusó de su libertad y no quiso servirse de los medios que Dios le daba
para perseverar; que en lugar de tomarlos y aprovecharlos, abusaba de ellos, y los desperdiciaba, y
así se perdió. Pues es cosa cierta que cuando Dios llama a alguno para algún menester, se obliga en
su providencia y por el mismo caso a darle todos los medios necesarios para cumplir perfectamente
con su vocación.
«En tal manera, que cuando yo me hago religioso, nuestro Señor se obliga a darme cuanto sea
necesario para ser buen religioso, por su providencia y misericordia infinitas. Y para que lo creamos
bien, se obliga de manera que nadie jamás podrá decir que queda por El cuando sale mal el negocio.
Porque su liberalidad es tan grande, que da medios aun a los que no se los ha prometido y con
quienes no se ha obligado. Notad también, que cuando digo que Dios se obliga a dar a todos los que
llama las condiciones requeridas para ser perfectos en su vocación, no digo que se las dé a todos de
repente y en cuanto ingresan en la religión. Nadie piense que en entrando en religión va a ser
perfecto; para esto es que se necesita una voluntad firme y constante, de abrazarse con todos los
medios necesarios para ser perfectos, cada uno en la vocación en que ha sido llamado.
(Conversaciones Espirituales. San Francisco de Sales. Conversación decimoséptima, págs. 224 a 230.)

(...) «Habéis hecho voto de ir siempre hacia adelante: no retrocedáis ni miréis a diestra y siniestra,
que detrás están las bayonetas de la justicia de Dios y a derecha e izquierda los precipicios del
infierno. Obrad por principios, que es lo que dura, mientras que el sentimiento luce por un momento y
se acabó.
«No faltan algunos que vienen respirando felicidad ni hablan de otra cosa sino de la felicidad
de la vida religiosa y de su satisfacción por entrar en ella. Generalmente hablando, no contéis con
ellos, porque sólo tienen apego de corazón como los niños. Trátase de fuego de paja que carece de
sustento.
«Al contrario, quien se presente diciendo: Vengo para inmolarme por Dios todos los días,
renunciándome a mí mismo; hasta el presente he sido malo; por eso primeramente seré víctima de
propiciación por mis pecados, ese tal tiene verdadera vocación.
«Proceded, por tanto, por convicción, con la persuasión inconmovible y evidente de que tales
son vuestro deber y la voluntad de Dios. Tened entendido que vuestra felicidad está sólo en eso.
«Ya no es posible retroceder. En el mundo arrastraríais los votos como grillos de condenado, y
si queréis seguir siendo tibios en religión os encontraréis en un verdadero infierno. Haréis ni más ni
menos que los demás, pero todo en balde. Y no es aguantable obrar bien exteriormente, condenarse
a una vida de regla y de violencia, sin experimentar ninguna satisfacción interior, antes al contrario,
viéndose castigado a cada momento con remordimientos, angustias y temores de la conciencia. Por
lo menos hay que estar en paz con la conciencia.
«Si es costoso hacer el bien, lo es todavía parecer hacerlo y no hacerlo en la realidad. Es
imposible llevar una vida de santo, siendo interiormente un demonio.
«Así que haced una verdadera y completa entrega por razón y convicción. Si el cuerpo llega a
quejarse, mostradle que sólo ganancia hallará en ello, pues de otro modo no le quedaría tampoco
más remedio que llevar la misma vida que los demás, aunque no lo quisiese.
«En cuanto al espíritu, mostradle lo bueno, noble y hermoso que es servir a nuestro Señor.
Mostradle el bien en sí mismo y que se dé no por interés, sino por amor, obrando en consecuencia».»
(Obras Eucarísticas. San Pedro Julián Eymard. Estracto de los ejercicios espirituales dados a sus
religiosos, págs. 953-4. Ediciones «Eucaristía», 1963).

«Nuestro Señor dijo que tendremos que dar cuenta hasta de una palabra ociosa o inútil. Si una
inutilidad es motivo de juicio, imaginad, si podéis, los pecados de pereza, sensualidad y amor propio
que habéis cometido. ¡Preciso será, sin embargo, reconocerlos en el Purgatorio y expiarlos hasta el
último!
«Seamos, por tanto, muy delicados ante las menores faltas, sobre todas las cosas que tocan a
la conciencia y a la regla. Tengamos sumo cuidado, que los que dejan la vocación por crímenes,
comienzan por cosas de nada. Cuando una piedra se desgaja del monte, no se sabe dónde parará,
pero sí que bajará tanto más cuanto de más alto caiga».» (Obras Eucarísticas. San Pedro Julián
Eymard. Estracto de los ejercicios espirituales dados a sus religiosos, pág. 966. Ediciones
«Eucaristía», 1963).

«Bien pudiera la regla quejarse cuando es violada y maldecir como Dios a los transgresores: Los que
me desprecian serán despreciables (1Rey 2, 30). Sí, nuestro Señor los despreciará.
«Tened presente que cuantos abandonaron su vocación no estimaban la regla, a la cual
querían añadir o quitar. Rechazólos Jesucristo, porque no quiere dos leyes ni voluntades contrarias a
la suya, indicada al fundador.
«No me toca a mí imponer sanciones ni recomendar la regla: no soy más que menguado
instrumento. Pero cuanto más débil es el instrumento, tanto más fuerte se muestra nuestro Señor en
defenderlo, y la severidad de Jesucristo crece según la bondad del instrumento. Nunca es uno
despachado ni sale por sí mismo, sino que le despacha el mismo nuestro Señor por haber sido infiel a
su regla.
«Si queréis glorificar a Jesucristo, practicad la regla. Desde que entrasteis en religión no os
pide El vuestra individualidad, por buena que sea, sino vuestra bondad como miembro de un cuerpo.
Ya no sois individuo independiente; nada podéis hacer sino es en unión con el alma y con el cuerpo
con que os habéis unido. Vuestras virtudes personales, no practicadas según el espíritu de vuestra
regla, no honran a nuestro Señor».» (Obras Eucarísticas. San Pedro Julián Eymard. Estracto de los
ejercicios espirituales dados a sus religiosos, pág. 1026-7. Ediciones «Eucaristía», 1963).
«El que ha perdido la vocación y abandonado la vida espiritual, comenzó por abandonar la oración.
Como le arremetieron tentaciones más violentas y le atacaron con más furia los enemigos, y como,
por otra parte, había arrojado las armas, no pudo por menos ser derrotado. ¡Ojo a esto, que es de
suma importancia! Por eso nos intima la Iglesia que nos guardemos de descuidarnos en la oración, y
nos exhorta a orar lo más a menudo que podamos. La oración nos guía: es nuestra vida espiritual; sin
ella tropezaríamos a cada paso». (Obras Eucarísticas. San Pedro Julián Eymard. Consideraciones y
normas eucarísticas de vida cristiana, pág. 373. Ediciones «Eucaristía», 1963).

«Deseáis, mi querida Hermana, que os diga yo lo que opino sobre la elección de vuestra vocación. No
os puedo decir otra cosa sino que sigáis el consejo del que dirige vuestras almas. Me decís que no os
conoce, lo cual me sorprende no poco, porque, debemos manifestarle la verdad de nuestros buenos
deseos más por las obras que por las palabras, que son siempre sospechosas, si no las hace
verdaderas nuestra conducta.
«Pensadlo bien. Cuando se trata de hacer votos va en ello la salvación; porque bien sabéis que
los votos dan un nuevo mérito o demérito a nuestras acciones. Pero si he de hablaros con franqueza,
no puedo concordar esas dos cosas en un alma que quiere ser toda de Dios: que pueda cometer con
fecuencia y voluntariamente faltas de sinceridad y verdadera sencillez, y que no caiga en la cuenta,
buscando ciertos rodeos y disimulos en sus palabras y acciones, no yendo por el camino derecho de
los que no miran más que a Dios en todo lo que hacen. (...)
«Esto es incompatible con el espíritu de Dios y su amor, que no solamente no podrá un alma
progresar en la perfección ni adquirir ninguna virtud verdadera, sino que también por esta falta de
sencillez dará entero poder al enemigo para hacer de ella un juguete suyo y engañarla como quisiere.
El es muy fuerte cuando le guardamos secreto, pues que nada le confunde tanto ni le hace más
impotente respecto de nosotras, como la sincera acusación de nuestras faltas, manifestando
ingenuamente lo bueno y lo malo que tenemos a aquellos que nos dirigen, sin exagerar ni disimular,
a fin de que nos conozcan y nos hagan llegar a la perfección que Dios pide de nosotros, escuchando
con humildad y sumisión sea lo que fuere que nos dicen, para cumplirlo con secillez».» (Vida y Obras
Completas de Santa Margarita Mª de Alacoque. José Mª Sáenz de Tejada - Ed. Mensajero 1858.
Epistolario. Carta XXV. Págs. 257-8).

«Hay en la vida del monje un momento que reviste una gravedad y solemnidad excepcionales: el
momento en que se compromete a vivir hasta la muerte conforme a las exigencias del estado
monástico, el acto en el que renuncia explícita y públicamente al mundo y a cuanto no sea servir a
Dios como monje, y en el que se expresa, de algún modo la aceptación de su don personal por parte
de Dios. La tradición ha dado diversos nombres a este acto simbólico; la denominación más constante
y la que aún hoy se le designa es la de «profesión».
La mentalidad occidental, sobre todo en los últimos siglos, ha visto en la profesión monástica,
ante todo, aunque no únicamente, un contrato bilateral. De hecho, constituye un acto esencialmente
religioso, de riquísimo contenido espiritual. Así la consideró unánimemente el monacato primitivo.
A fines del siglo V, el Pseudo-Dionisio enumeraba la «consagración monástica» entre los ritos
sacramentales que describe su Jerarquía eclesiástica. Es un texto muy conocido:
«El sacerdote está de pie ante el altar, recitando la invocación santa por el monje. En cuanto a éste,
se mantiene en pié detrás del sacerdote, sin doblar las dos rodillas, ni una sola; sin que se le
impongan sobre la cabeza las Escrituras que vienen de Dios, sino simplemente está cerca del
sacerdote que recita para él la invocación que le consagra. Terminada esta invocación, el
sacerdote se acerca al que acaba de consagrar y le pregunta en primer lugar si está decidido a
rechazar toda suerte de división, no sólo de su conducta, sino también de sus pensamientos. A
continuación le recuerda su compromiso de llevar vida más perfecta, dando testimonio así de
su obligación de permanecer inconmovible en un estado de vida supeior al ordinario. El que ha
sido consagrado ratifica en seguida todos estos compromisos, y el sacerdote lo signa con la
señal de la cruz, le corta los cabellos invocando a las tres personas de la divina Beatitud, le
quita todos los vestidos para ponerle otro vestido nuevo, con los otros santos personajes de la
asistencia le da el ósculo de paz y le confiere en perfección la comunión de los misterios
teárquicos».
Pese a su extrema sobriedad, este texto constituye la descripción más completa de la
consagración monástica que nos haya legado la antigüedad. De él y del comentario que sigue se
desprende que dicha ceremonia constaba fundamentalmente de una epiclesis, una profesión oral, la
tonsura y la imposición del hábito. Era una verdadera consagración en el sentido religioso del
vocablo, esto es, una donación a Dios con acptación significada ritualmente. (...)
Otro aspecto importante ofrece la doctrina sobre la profesión en el monacato primitivo.
Nuestros escritores la comparan con frecuencia al sacramento de la iniciación cristiana; afirman
incluso que es un segundo bautismo. (...) La renuncia monástica que implícita o explícitamente tenía
lugar en el acto de la vestición o profesión se parecía mucho a la renuncia bautismal. Mas aún, no
faltan autores que afirman que la profesión del monje o de la virgen cristiana no es otra cosa que una
solemne ratificación de la apótaxis bautismal. Escuchemos, por ejemplo, a San Jerónimo exhortando
a Demetríada:
«Ahora que has abandonado el mundo, y has dado el segundo paso después del bautismo, y has
hecho pacto con tu adversario, diciéndole: "Renuncio a ti, diablo, y a tu mundo, y a tu pompa y
a tus obras", has de conservar la alianza que concluiste, has de estar de acuerdo y has de
guardar el pacto con tu adversario».
Esta ratificación de la renuncia bautismal lleva consigo una obligación inviolable, pues el
mismo San Jerónimo dice en otro lugar:
«Yo que hoy soy considerado como monje, si abandonara mi profesión, negaría a Cristo».
Como el cristiano infiel a la renuncia que prometió en el bautismo, el monje transgresor de su
profesión es considerado un apóstata.
Notemos, finalmente, con alguna detención, que la profesión monástica, como la renuncia
bautismal, era tenida por irrevocable. Ya hemos oído la rotunda frase de San Jerónimo:
«Ego hodie qui videor esse monachus, si reliquero propositum meum, Christum negavi».
No es menos explícito el Papa San León Magno al resumir la doctrina común:
«La vida monástica, aceptada libre y voluntaria- mente, no puede abandonarse sin pecado, pues lo
que uno prometió a Dios debe satisfacerlo».
Su amigo Casiano, al describir las costumbres de los cenobitas de Egipto, señala que el
postulante «no es admitido sin haber dado pruebas de su perseverancia y de su deseo, al mismo
tiempo que de humildad y paciencia, permaneciendo a la puerta durante diez días o más»; y no sólo
eso, sino que tiene que arrojarse a los pies de los monjes que pasan, quienes le rechazan y le
desprecian sistemáticamente y le llenan de reproches e injurias, «como si deseara ingresar al
monasterio no por razón de piedad, sino por necesidad». Más adelante explica Pinufio al joven a
quien acaba de imponer el hábito las razones de tan extraña conducta:
«Según la sentencia de la Sagrada Escritura, "vale más no hacer votos que hacerlos y no cumplirlos"
(Ecl 5, 4), y "maldito sea quien hace la obra de Dios con negligencia" (Jer 48, 10). Por esta
razón te hemos rechazado durante tanto tiempo. No porque no deseemos ardientemente
contribuir a tu salvación y a la de todos los hombres, pues incluso desearíamos salir al
encuentro de los que quieran convertirse a Cristo. Pero temíamos, si te recibíamos enseguida,
ser culpables de ligereza delante de Dios y atraer sobre ti un suplicio mayor si, admitido con
demasiada facilidad y sin comprender la importancia de la vida que deseas abrazar,
abandonabas más tarde esta vida o caías en la tibieza».
Tan importante es esta doctrina, que Pinufio se siente obligado a insistir en ella más adelante:
«Según palabras del apóstol (cf. Gál 2, 18), si vuelves a construir lo que habías destruido, te haces a ti
mismo prevaricador. Mejor persevera hasta el fin en la desnudez que has profesado en
presencia de Dios y de sus ángeles. Y no te contentes en permanecer simplemente en este
espíritu de humildad y paciencia que te ha hecho implorar con tantas lágrimas, durante diez
días, a la puerta del monasterio a fin de ser admitido. Progresa en esta virtud y hazla crecer
más y más. pues sería una gran desgracia si, en vez de progresar cada día más y tender a la
perfección como debes, volvieras atrás y cayeras en un estado inferior al primero. Ya que "será
salvo" no quien hubiere empezado a vivir en la renuncia, sino "el que perseverare hasta el
fin"».
La profesión no sólo no permite al monje volver atrás y desistir, sino que le obliga, conforme a
la doctrina de nuestros maestros, a progresar siempre más y más en el camino de perfección. Como
Casiano, y en general, todos los padres y maestros del monacato antiguo, el Pseudo-Aeropagita
subraya fuertemente esta idea al afirmar que, si la consagración monástica confiere una dignidad y
un grado de jerarquía espiritual superiores a los de los otros bautizados, esto mismo impone al monje
la obligación de enfocar su vida «de otro modo», «de un modo más perfecto» que el común de los
cristianos.» (El Monacato Primitivo. Tomo II: La Espiritualidad. García M. Colombás. BAC 1975. Cap. IV,
§ La Profesión. Págs. 133 a 141).

«Quien se dedicó a Dios y luego pasó a otro género de vida, se hizo un sacrílego; es ladrón de sí
mismo y arrebató un don consagrado a Dios. A éste no se le abrirá más la puerta». (San Basilio.
Regula Fusius, C. 15).

«(...) también preguntaron (las Hermanas al P. Vicente en el transcurso de la conferencia) si, cuando
estaban descontentas, bien sea de su superiora, bien del trabajo que tenían con los enfermos o en la
Casa, o bien cuando tenían alguna tentación o tristeza y cuando todas estas penas les hacían pensar
en salirse de la Caridad, hacían bien las hermanas consolándose entre sí, y si, cuando el superior o la
superiora eran avisados de sus faltas, podían dirigir sus sospechas sobre ésta o aquélla, enfadarse o
murmurar de ella.
Sobre el primer punto, el Padre Vicente, nuestro veneradísimo Superior, nos hizo ver que estos
desahogos son contagiosos y que las hermanas que se consuelan de esta forma comunican su mal a
las demás y quizás las hieren de muerte. Si éstas murmuran y salen de la Caridad, las que les han
desedificado con sus malas conversaciones tendrán que responder ante Dios de toda la gloria que
ellas le hubieran dado, de todo el servicio que ellas hubieran podido hacer a los pobres y de todo el
bien que hubieran hecho en la Compañía. De esta forma hemos visto cuán grande era ese mal y con
qué cuidado teníamos que evitarlo.
A propósito de los avisos de las faltas, el Padre Vicente dijo:
«Hijas mías, no solamente no tenéis que enfadaros cuando sabéis que algunas de vuestras
acciones han sido manifestadas a vuestros superiores, sino que tenéis que desearlo. ¿Por qué creéis
que todas las órdenes religiosas y todas las comunidades lo hacen así?. Sin ese bien no podrían
susbsistir. ¿Cómo podría un superior guiar a los suyos si están a cien leguas, poco más o menos, sin
esta ayuda? ¿Cómo podríamos nosotros, en nuestras casas, y en las parroquias, guiaros sin estas
advertencias? ¡Oh! Creed que es totalmente necesario y una de las mejores prácticas de las
comunidades. Un superior o una superiora encargada de muchos asuntos no podría saber lo que
sucede en la casa sin ese medio. Pues bien, hijas mías ¿no creéis que esto es necesario?»
(Conferencias Espirituales a las Hijas de la Caridad. San Vicente de Paul. Editorial CEME, 1983.
Conferencia nº 2, 40-42).

«El tema de la presente conferencia, mis queridas hijas, es sobre la perseverancia en la vocación. El
primer punto es sobre las razones que tenemos cada uno de perseverar en la vocación hasta la
muerte, mediante la gracia de Dios; y el segundo, sobre lo que hay que hacer cuando una se siente
vacilar. (...)
«Bien, ha aquí dos razones que nuestra hermana indica sobre el primer punto. La primera,
acordarse de cuál es el fundador del género de vida que hemos abrazado, que no es otro sino Dios.
Es verdad, hijas mías, esta razón es muy buena. Porque cuando la Hija de la Caridad que se vea
tentada de abandonar su vocación llegue a considerar que ha sido Dios su autor, ¿no se dará cuenta
de que es el diablo el que, con sus malas tretas, quiere sacarla de allí?
«La segunda razón que propone para mantenerse firme es el temor de que nos suceda lo
mismo que a aquel joven que fue a buscar a Nuestro Señor para preguntarle lo que había que hacer
para ganar el reino de los cielos; y, como Nuestro Señor le respondiese que vendiera lo que tenía y le
siguiese, nos dice el evangelio que se retiró lleno de tristeza, y luego ya no se hace ninguna mención
de él ni se nos dice lo que le pasó. Pues bien, la hermana quiere decir que lo mismo pasa con la
persona que deja su vocación; al apartarse del lugar en donde Dios la había colocado, cae en el
olvido de Dios y de los hombres.
«Sobre el segundo punto, nuestra hermana hace también dos observaciones: la primera es
que recordemos los motivos que nos han traído a elegir esta vocación. ¡Oh! ¡qué gran medio es éste,
hijas mías, para renovarse! Porque ordinariamente, cuando uno es tentado, se olvida de todo, y
solamente nos parece razonable lo que nos presenta la tentación.
«¡Oh, pero yo no sé si fue Dios el que me trajo a este género de vida! ¿Quién os pudo sacar de
donde estábais, sino Dios? ¿fue la sangre? ¿fue la carne? ¡Ay! Por la mosericordia de Dios, ni la carne
ni la sangre pueden encontrar su satisfacción en la Compañía.
«Pero, dirá alguna, ¿puede una verse tentada de abandonar su vocación cuando viene de
Dios? Y le respondo: Sí, hijas mías, puede ser. Pero, aunque la tentación durase un día entero, ocho
días, un mes, aunque seis meses, aunque durase años enteros, hijas mías, eso no sería un argumento
para creer que vuestra vocación no es de Dios.
¿Fueron tentados los santos? Algunos, durante toda su vida. Y Dios lo permitió así para
manifestar su gloria y su poder, para demostrar que, aunque el diablo ponga todo su interés en tentar
a sus siervos, ellos no faltan a la fidelidad que le deben. (...)
«El diablo tienta a los siervos de Dios por envidia del bien que se hacen a sí mismos y al
prójimo; desea que caigan para impedirles continuar. (...) Empezará poco a poco: en primer lugar,
haciendo que se canse de sus ejercicios; luego, procurándole pequeños pesares que la pondrán de
mal humor; más tarde, inclinándola a que actúe con pereza y por dejarse llevar. Más tarde hará que
se canse de las prácticas de la Regla, después sentirá disgusto y acabará dejándolo todo. ¿Y cómo ha
llegado hasta ahí? ¡Oh!, es que no estuvo firme a la hora de creer que su Instituto viene de Dios y que
fue Dios el que la llamó para conseguir su salvación. Y por no haber tenido suficiente estima de lo
que era, ahora se ve miserablemente caída.
«Pero ¿qué pasará luego? Sucederá que aquella pobre hermana, por haberse hecha indigna de
la elección de Dios, se verá despojada de la gracia que le había concedido, gracia suficiente para
santificarse. (...)
«- Hija mía, ¿qué tiene que hacer una hermana que se sienta tentada y le entren deseos de
dejarlo todo?
- Pienso que hay que abrirse a nuestros superiores, como a las personas que Dios nos ha dado
como guías en nuestra vocación.
«- ¿Cree Vd, hija mía, que es éste un medio para vencer la tentación? Sí, ciertamente. Es un
medio, y muy infalible, con tal que esto se haga sencillamente y con el deseo de seguir los avisos que
se nos den; porque no hay nada que estropee tanto los golpes del diablo como manifestarlos; cuando
él se ve descubierto, abandona la partida.
«Por eso es conveniente, hijas mías, que las que se sientan tentadas se dirijan al superior y le
digan con franqueza y verdad las cosas tal como son: «Padre, me siento tentada por tal y tal motivo;
esto me da tales pensamientos y le ruego que me diga lo que tengo que hacer». Creed, hijas mías lo
que el superior os diga; pues, si le pedís consejo, hay que seguirlo. Cuando un enfermo manda llamar
al médico para saber qué régimen tiene que seguir, si en vez de escucharle, hace lo contrario, se
pondrá peor. Lo mismo sucede con las penas del espíritu, si no os conformáis con los consejos que
Dios os da por vuestros superiores, y si, en vez de seguirlos, hacéis lo contrario: «¡Oh! me ha dicho
esto; pero no sabe lo que ha dicho», entonces, estad seguras de que vuestro mal, en vez de
corregirse, empeorará». (...)
«¿Otro medio, hija mía? ¿no lo sabe Vd.?»
Entonces la hermana respondió que había que resistir a las tentaciones tan pronto como se
presenten, sin darles entrada en nuestro corazón.
«Este es el remedio más grande e importante, porque, si cerramos nuestro corazón y nuestros
oídos a la tentación, entonces difícilmente se saldrá el diablo con sus planes. (...) Y sería conveniente
que aquellas a las que Dios les ha dado la gracia de entregarse más perfectamente a El, y que le
prometieron servirle en la Compañía, renovasen sus votos. Eso da nuevas fuerzas y atrae nuevas
gracias. Las que puedan hacerlo y estén en ese estado, que tomen este medio con humildad y con
confianza en la asistencia de Dios».
«Hermana mía, ¿quiere indicarnos sus pensamientos?»
- Una razón particular que me obliga a permanecer en mi vocación es que he visto que la
primera vocación viene ordinariamente de Dios, y que las siguientes son más bien tentación que
vocación. (...)
«Esto es, hijas mías, vuestra vocación. La elección de Dios, que os llama algunas veces por
unos medios que os son desconocidos, y ordinariamente por el deseo que os da y por la
perseverancia que procuráis tener. Después de esto, hijas mías, no hay que preguntarse: «¿Pero es
Dios quien lo ha querido?». Porque, cuando razonáis así, muchas veces es porque vuestro espíritu
encuentra alguna dificultad en la práctica de la humildad, de la sumisión y de la obediencia, que os
son necesarias y que el diablo intenta haceros imposibles. Dios se ha detenido en sus juicios, hijas
mías. La salvación de las almas le es tan querida que toma todos los cuidados necesarios para
ponerlas en el camino más fácil para llegar al cielo. Pero hay que procurar no salirse de él; pues,
cuando un hombre al emprender un gran viaje abandona el camino principal o se aparte de él, corre
el peligro de no encontrar más que senderos que lo aparten del lugar adonde iba.
«Judas, al que Dios había llamado al apostolado y al que había concedido tantas gracias, creyó
que sería mejor obrar de otra manera. Ya conocéis su historia y cómo se perdió». (...)
«- ¿Y Vd., hermana, por qué razón estamos obligados a perseverar en nuestra vocación?»
- Porque Dios nos ha puesto en ella.
«- ¿Habría algún peligro al salirnos del lugar en donde sabemos que Dios nos ha querido
poner?»
- Creo que eso sería irritar a Dios contra nosotros y obligarle a abandonarnos.
«- Dios mío, ¡qué gran idea acaba de decir! Hijas mías, observadlo bien, por favor, ha dicho:
«Porque Dios nos ha puesto en ella». ¿Habéis oído decir alguna vez que un soldado colocado en algún
lugar por su capitán se haya apartado jamás? Un soldado colocado como centinela por su capitán, se
queda allí, aunque caiga la lluvia, el viento, el granizo, aunque hiele de frío, aunque los cañones
descarguen sobre él; no le está permitido retirarse, aunque tenga que morir. Y si es tan cobarde que
se retira, no se tiene ninguna misericordia con él; es pasado por las armas, porque no se quedó en el
lugar en que su capitán lo había puesto».» (Conferencias Espirituales a las Hijas de la Caridad. San
Vicente de Paul. Editorial CEME, 1983. Conferencia nº 33, 575 a 593).

«(...) Nos ponemos en peligro de perder nuestra vocación. Es preciso que sepáis, hijas mías, que la
hermana que abandona su vocación es como un pez fuera del agua. Fuera del agua el pez no puede
vivir mucho tiempo; muere inmediatamente. ¿Por qué? Porque el agua es su elemento y está fuera de
ella. De la misma forma, la Comunidad es el elemento de las Hijas de la Caridad que han sido
llamadas a ella; mientras estén allí, podrán vivir, y tendrán la gracia de conseguir su salvación; pero
si salen fuera, no sabrán ya qué hacer, y la mayor parte de las que dejan su vocación se condenarán,
si Dios no las protege con una misericordia muy extraordinaria; no hablo solamente de las que se
salgan de aquí, sino en general de todos aquellos que abandonan su vocación, en cualquier parte
adonde hayan sido llamados; porque todos son infieles a Dios y le injurian al despreciar las gracias
que les ha conferido y al no hacer de ellas el uso que deberían.
«A propósito de esto, es menester que os refiera un hecho, aunque con dolor, porque se trata
de uno que ha sido de los nuestros; pero no importa, esto os hará ver qué peligroso es perder la
vocación. Un joven de buena familia, que se había entregado a los devaneos y vanidades del mundo,
fue enviado a nuestra casa por su padre, que tenía miedo de sus malas inclinaciones. Al finalizar el
año se vió tocado por Dios y se sintió con un gran deseo, no sólo de no volver más a sus malos pasos,
sino de hacer penitencia de ellos, de retirarse del mundo y de servir a Dios dentro de la Misión.
Después de haber perseverado algún tiempo dentro de estos deseos, lo recibimos. Se portaba muy
bien, y todo el mundo se sentía edificado. Se le veía siempre haciendo humillaciones, buscando las
cosas bajas y despreciables. Cuando repetía su oración, creíamos que oíamos hablar a un ángel. No
se vio nunca fervor y devoción semejantes.
«Esto duró unos dos años. Luego, empezó a relajarse, a hacer las cosas con negligencia y a
tropezar. El trato de algunos malos espíritus que no eran muy aficcionados a la casa, acabó por
perderle. Salió con el pretexto de ser mejor en otra parte. Conservó la sotana y parecía seguir en su
voluntad de hacerse sacerdote, pero pronto empezó a tomar los aires del mundo. Iba a caballo y se
portaba de una manera muy diferente de la que conviene a un eclesiástico. Era un eclesiástico
cortesano. Volvió a tropezar, porque ayer lo vi sin el hábito eclesiástico; vestía como caballero e iba a
marcharse al ejército.
«-Pues bien, decidme: ¿no es verdad que su salvación está en mucho peligro? Quizás lo
maten, y Dios sabe en qué estado, porque ya no tiene los sentimientos ni la piedad que antes
demostraba. Ahora habla como un libertino y un ateo; no sale de dudas; no cree en nada, según dice.
Esta es la situación de un hombre que ha perdido su vocación y que parecía un ángel.
«Lo peor que puede pasar a un alma que ha sido llamada por Dios para servirle en un género
de vida, es salirse de él; y uno no cae en ese estado cuando continúa las buenas prácticas que nos
enseñan las reglas y los superiores. He observado que, desde que tuve el honor de empezar a servir a
la Compañía hace diez o doce años, la mayor parte de las hermanas que han salido, lo han hecho por
no haber sabido comunicar sus penas. Unas deseaban otra ocupación, otras querían otra compañera
distinta. Se tienen antipatías y no se manifiestan. Todo esto va anidando en el corazón. Empieza a
resultar costosa una regla, y por no ver claras las cosas se cae en el abuso y en el cansancio. Se
confiesa una, pero no dice nada de ello. Entretanto, el espíritu se va sintiendo más herido. Viene
entonces alguna ocasión imprevista y se dejan caer las armas». (Conferencias espirituales a las Hijas
de la Caridad. San Vicente de Paul. Editorial CEME, 1983. Conferencia nº 43, 832-833-834).

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