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Forrest Gump PDF
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Forrest Gump
ePUB r1.0
Perseo 23.02.13
Título original: Forrest Gump
Winston Groom, 1986
Traducción: Camila Batlles
Retoque de portada: Perseo
Bones, el encargado de la
ametralladora, estaba muy nervioso,
porque se olía que los disparos venían
de un punto frente a nosotros, lo cual
significaba que los del Vietcong estaban
situados entre nosotros y nuestra
compañía. Dicho de otro modo,
estábamos más solos que la una. Antes o
después, según dijo Bones, si los del
Vietcong no conseguían eliminar a la
compañía de Charlie, regresarían a este
lugar, y no les iba a hacer ninguna gracia
vernos aquí. O sea, que teníamos que
largarnos cuanto antes. Conque
recogimos los trastos y echamos a andar
hacia el risco, pero de pronto Doyle
miró hacia el fondo de la garganta y vio
a un montón de soldados del Vietcong,
armados hasta los dientes, subiendo la
cuesta hacia donde estaban los nuestros.
En vista de la situación, lo mejor que
podíamos hacer era tratar de hacernos
amigos de ellos y olvidarnos de la
guerra, pero eso era imposible. Así
pues, nos ocultamos detrás de unos
arbustos y esperamos a que los del
Vietcong hubieran llegado la cima.
Luego, Bones empezó a dispararles con
la ametralladora y calculo que se cargó
a unos quince. Doyle, los otros dos tipos
y yo lanzamos unas cuantas granadas. La
suerte parecía estar de nuestra parte
hasta que Bones se quedó sin
municiones y me pidió que le diera más.
Yo se las di, pero cuando Bones se
disponía a apretar el gatillo, una bala
del Vietcong le alcanzó en la cabeza y le
voló la tapa de los sesos. Se quedó
tendido en el suelo, sujetando la
metralleta como si su vida dependiera
de ello, aunque ya estaba muerto.
Todo aquello era horroroso y aún
iba a peor. Nadie sabía lo que sería de
nosotros si nos pillaban los del
Vietcong. Grité a Doyle que se apartara,
pero no me contestó. Entonces cogí la
metralleta de las manos del pobre Bones
y me arrastré hacia donde se encontraba
Doyle, pero al llegar vi que tanto él
como los otros dos tíos estaban en el
suelo. Estaban muertos, pero Doyle
todavía respiraba, de modo que lo
cargué sobre mis hombros como un saco
de harina y eché a correr a través de la
espesura hacia la compañía de Charlie,
muerto de miedo. Corrí unos treinta
metros, mientras las balas silbaban a mi
alrededor, temiendo que me metieran
una bala en el culo. De pronto pasé por
unas cañas y llegué a un claro que estaba
repleto de soldados del Vietcong
tumbados en el suelo, de espaldas a mí,
disparando contra la compañía de
Charlie.
¿Qué podía hacer? Tenía al enemigo
a mis espaldas, enfrente de mí y casi
bajo mis pies. Como no sabía qué hacer,
eché a correr a toda velocidad gritando
como un loco. Creo que debí perder la
cabeza, porque no recuerdo lo que pasó.
Estaba confuso, aturdido. Seguí
corriendo hasta que de repente me topé
con la compañía de Charlie. Todos me
dieron unas palmadas en la espalda y me
felicitaron, como si hubiera marcado un
gol.
Por lo visto había conseguido
asustar a los vietnamitas, que habían
salido huyendo. Dejé a Doyle en el
suelo y unos asistentes sanitarios se
apresuraron a atenderlo. Al cabo de
unos minutos el comandante de la
compañía de Charlie se acercó para
darme la mano y felicitarme. Luego me
preguntó:
—¿Cómo demonios lo ha
conseguido, Gump?
El comandante me miró fijamente,
esperando mi respuesta, pero ni yo
mismo sabía cómo lo había hecho.
—Tengo ganas de orinar —contesté.
Y era cierto.
El comandante de la compañía me
miró asombrado y luego miró al
sargento Kranz, que me agarró del brazo
y dijo:
—Acompáñeme, Gump.
Y me llevaron detrás de unos
arbustos.
Por la noche, Bubba y yo nos
metimos en una madriguera y nos
comimos nuestras raciones de comida.
Más tarde saqué la armónica que me
había regalado Bubba y tocamos unas
canciones. Me parecía raro estar allí, en
medio de la selva, tocando Oh,
Suzanna, Home on the Range. Bubba
sacó una caja de golosinas que le había
enviado su madre —unos pralinés y
unos pastelitos de crema—, y nos
zampamos casi toda la caja. Los
pastelitos de crema me recordaron el
episodio con la señorita French.
Al cabo de un rato se acercó el
sargento Kranz y me preguntó dónde
estaba el bidón de agua potable. Le
contesté que tuve que dejarlo en la selva
para transportar a Doyle y la
ametralladora. El sargento Kranz me
miró en silencio durante unos minutos y
temí que me enviara a buscarlo, pero al
final dijo que puesto que Doyle estaba
malherido y Bones había muerto, a partir
de ahora sería yo quien se encargaría de
manejar la ametralladora. Le pregunté
quién iba a transportar el trípode y las
municiones, y contestó que también
tendría que hacerlo yo, porque no
quedaba nadie más. Bubba dijo que lo
haría él, si lo trasladaban a nuestra
compañía. Tras pensárselo unos
minutos, el sargento Kranz respondió
que puede que fuera una buena idea, ya
que no quedaban suficientes soldados en
la compañía de Charlie para limpiar las
letrinas. Y así fue como Bubba y yo
volvimos a estar juntos.
Las semanas pasan tan lentamente
que parece como si el tiempo
retrocediera en lugar de avanzar. Nos
pasamos la vida subiendo por una colina
y bajando por otra. A veces, cuando
llegamos a la cima nos encontramos con
un pelotón del Vietcong, y otras veces no
nos lo encontramos. El sargento Kranz
nos ha asegurado que pronto volveremos
a casa. Dice que después de marchar a
través de Vietnam pasaremos por Laos,
China y Rusia, que subiremos hasta el
Polo Norte y que luego pasaremos por
una zona helada hasta llegar a Alaska,
donde irán a recogernos nuestras
madres. Bubba me dice que no le haga
caso, que es un idiota.
Las cosas son muy primitivas en la
selva. No hay un sitio donde cagar,
tenemos que dormir en el suelo, como
los animales, comer de unas latas, no
podemos bañarnos y la ropa se nos cae a
pedazos. Una vez a la semana recibo
carta de mi madre diciéndome que todo
va bien en Alabama, aunque la escuela
secundaria no ha vuelto a ganar otro
campeonato desde que dejé el equipo.
Yo también le escribo a menudo, cuando
tengo tiempo. ¿Pero qué puedo decirle
para que no se eche a llorar? Le digo
que lo pasamos muy bien y que todo el
mundo se porta muy bien con nosotros.
Le he enviado también una carta para
Jenny Curran, pidiéndole que diga a los
padres de Jenny que se la den. Pero no
he tenido respuesta. Entretanto, Bubba y
yo hemos hecho planes para cuando
abandonemos el Ejército. Hemos
decidido que cuando regresemos a casa
compraremos un barco para pescar
gambas y nos dedicaremos al negocio de
las gambas. Bubba es de Bayou La
Batre, y ha trabajado en barcos de
gambas toda la vida. Dice que
pediremos un crédito y que nos
turnaremos en las obligaciones de
capitán, y que viviremos a bordo del
barco y así tendremos algo que hacer.
Bubba lo tiene todo previsto. Tantos
kilos de gambas para pagar el préstamo,
tanto para pagar el gasóleo, tanto para
comida y lo que sobre para irnos de
juerga. A veces me imagino de pie ante
el timón del barco, o mejor aún, sentado
en popa, poniéndome morado de
gambas. Pero cuando se lo digo, Bubba
dice que de eso nada:
—No seas burro, Forrest, ¿quieres
que nos arruinemos? No podemos
alimentarnos a base de gambas antes de
obtener unas ganancias.
—De acuerdo —digo.
Un día cayeron unas gotas y luego no
paró de llover en tres meses. Excepto
granizo, ha caído de todo. A veces cae
una suave llovizna, otras un chaparrón.
En ocasiones la lluvia cae de lado, y a
veces parece salir de la tierra. Pero
continuamos con nuestras tareas, más
que nada subir y bajar por las colinas en
busca de soldados del Vietcong.
Un día dimos con ellos. Supongo que
debían de haber celebrado una
convención de vietnamitas, porque fue
como cuando pisas un nido de hormigas
y salen millones de bichos. Dadas las
condiciones meteorológicas nuestros
aviones con el tiempo que hace no
pueden volar, de modo que al cabo de
unos minutos nos encontramos de nuevo
en un serio aprieto.
Esta vez nos han cogido por
sorpresa. De pronto, al atravesar un
arrozal, empezaron a atacarnos por
todas partes. Se armó un lío de mil
demonios hasta que por fin alguien gritó:
«¡Atrás!». Yo cogí la ametralladora y
eché a correr detrás de los demás en
busca de una palmera donde refugiarme
de la lluvia.
Formamos una especie de perímetro
y cuando ya nos disponíamos a afrontar
otra larga noche, me doy cuenta de que
Bubba ha desaparecido.
Uno dice que Bubba ha caído
malherido en el arrozal.
—¡Mierda! ¡Iré a por él! —exclamo
yo.
Al oírme, el sargento Kranz
contesta:
—Mierda, no puedes volver ahí,
Gump.
Pero me tiene sin cuidado lo que
diga el sargento. Después de dejar la
ametralladora en el suelo, para no ir
demasiado cargado, vuelvo a todo
correr al lugar donde he visto a Bubba
por última vez. Al cabo de un rato me
topo con un soldado del segundo pelotón
que está en el suelo, malherido, de modo
que lo cargo sobre mis hombros y
regreso a toda velocidad junto a mis
compañeros, mientras las balas y otros
proyectiles vuelan a mi alrededor.
Mierda, no entiendo por qué hacemos
estas cosas. Lo de jugar al fútbol lo
comprendo. Pero esto es absurdo.
Mierda.
Tras dejar al chico herido, salgo otra
vez en busca de Bubba y me tropiezo
con otro soldado tendido en el suelo. Al
agacharme para recogerlo se le
desparraman los sesos por el arrozal,
porque le han volado el cogote. Mierda.
Lo dejo de nuevo en el suelo y al
volverme veo a Bubba, que ha recibido
dos balazos en el pecho.
—No te preocupes, Bubba, todo irá
bien —le digo—. Tenemos que montar
el negocio de las gambas.
Después de transportarlo hasta el
lugar donde está nuestra compañía y
dejarlo en el suelo, veo que tengo la
camisa manchada de sangre y de un
líquido viscoso y amarillento, debido a
las heridas de Bubba. Éste me mira y
dice:
—Maldita sea, Forrest. ¿Qué coño
hacemos aquí?
¿Y yo qué le contesto?
Luego, Bubba me pide que toque una
canción con la armónica. Conque saco la
armónica y me pongo a tocar una
canción, no recuerdo cuál.
—¿Por qué no tocas Way down upon
the Swanee River? —me pregunta
Bubba al cabo de un rato.
Después de limpiar la boquilla de la
armónica, sigo tocando mientras siguen
los disparos y las explosiones. Sé que
debería estar con la metralleta en lugar
de tocar la armónica, pero es lo menos
que puedo hacer por Bubba.
De pronto me doy cuenta que ha
dejado de llover y que el cielo se ha
puesto de un horrible color rosado que
hace que todo el mundo tenga cara de
muerto. Los del Vietcong dejan de
disparar, y nosotros también. Yo
permanezco arrodillado junto a Bubba,
tocando una y otra vez la canción que me
ha pedido, mientras un técnico sanitario
le pone una inyección y le atiende como
puede. Al cabo de un rato Bubba me
agarra el brazo mientras los ojos se le
nublan y se pone pálido como la cera.
Intenta decirme algo y me inclino
sobre él, pero no consigo entender sus
palabras.
—¿Qué dice? —pregunto al técnico
sanitario.
—Ha dicho algo sobre su casa —
contesta.
Al cabo de unos segundos murió
Bubba. No puedo decir nada más.
Querido Forrest:
Tu amigo, Dan.
Jenny
Dan me entregó la nota, pero yo la
dejé caer al suelo y me quedé
mirándola. Por primera vez en mi vida
comprendí lo que significaba ser idiota.
21
FIN
WINSTON GROOM (Washington, 23 de
marzo de 1944) es un escritor americano
conocido por su novela Forrest Gump,
que resultó un gran éxito internacional
tras la adaptación cinematográfica que
realizó Robert Zemeckis.
Groom fue soldado en Vietnam y
luego trabajó como periodista antes de
comenzar su carrera como escritor, con
la que llegó a ser finalista del Pulitzer
en 1983.