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En la Barri de mayo hablé sobre el patio de una escuela fundada por Sarmiento, y noté allí cómo
la división entre los conceptos de civilización/barbarie se ve materializada en algunos espacios
del edificio. Además de sus proyectos educativos, Sarmiento (junto con una larga lista de
letrados) esgrimió un relato de nación que permitía a determinados sectores sociales mantener
sus privilegios de clase. Este proyecto se sostuvo a través de diversos discursos (además del
educativo, el judicial y económico entre otros) y su efecto organizador consistía en separar
sectores sociales siguiendo la división mencionada anteriormente. El discurso literario no quedó
fuera de este proceso de segmentación, ya que fue fundado sobre la dicotomía campo/ciudad
(que ya sabemos para qué sirve). Y durante gran parte de nuestra historia, esa marca persistió en
el imaginario. Tanto en la interpretación como en la producción de literatura. Pero en algunos
momentos ⎼más aún con los tiempos que corren⎼ las dicotomías tienden a borrarse. Y la novela
que traigo a esta página puede bien dar cuenta de ese borramiento.
Los ariscos narra la historia de Varela, un docente recién llegado a una zona rural del norte de
Santa Fe para cubrir un puesto en un colegio primario. Lo curioso del relato es que no pone el
foco en la escuela, a pesar de que Varela viva ahí, ni tampoco en la figura presuntamente
irregular de un hombre dando clases en primaria (“un maestro varón” dice Rosa en tono
peyorativo cuando lo ve llegar por primera vez). El foco del relato se instala como una cámara,
desde las ventanas de la escuela hacia afuera: a la casa de Rosa y su huida programada a la
capital santafesina para evitar un matrimonio violento, al arroyo donde Varela escucha una
narración de exilio de la comunidad mocoví, o al pleno centro de Santa Fe en un bar cerca de la
terminal.
En la novela no hay guiones, comillas ni otros signos gráficos que permitan delimitar una frase
de la otra. Ni siquiera la lectura atenta permite saber en ocasiones qué personaje tiene la palabra
y si está hablando por otra persona o contando una anécdota. Y eso, antes que desorientar, pone
en juego lo que se dice, comunica e informa, y lo que está dicho, supuesto, dado a entender. Al
no diferenciar entre lo que se dice y lo que está dicho, se borran también otras divisiones que la
misma novela mostró como importantes al inicio del relato. En un punto ya no importa el campo
ni la ciudad como puntos geográficos, sino las migraciones y el movimiento que realizan los
cuerpos entre esos espacios. Así parecería que el escape es transversal a todos los personajes:
Varela se escapa de la ciudad, Rosa del campo y arrastra tras de sí la historia de un exilio
Enredaderas, una columna sobre patios de escuelas
cultural, histórico, todavía en proceso. Habría que leer esa novela para ver qué cuerpos
realmente se encuentra estáticos y por qué. En un momento Varela dice sobre la tranquilidad
que “sería lo mismo buscarla en una escuela perdida en el medio del campo o en el
enloquecedor bullicio de una gran ciudad. Y entonces, ¿cómo se llega a una conclusión, cómo
se explica una vida, cómo se logra un cambio?”.
De ese modo la novela de Germán Ulrich ingresa a una serie de relatos recientes (como los de
Selva Almada o Federico Falco) que juegan entre el campo y la ciudad, pero los escenarios
residen en los cuerpos que habitan esos espacios. Cuerpos que sobreviven a la violencia, la
relatan, la recuerdan y actúan en función de ella.
junio de 2019
Si querés leer Los ariscos de Germán Ulrich podés asociarte a la Biblioteca Comunitaria
“Esos otros mundos” de la Asociación Civil Barriletes. Vas a encontrar este título y
muchos otros más visitándola en la esquina de Courreges y Perú durante los horarios de
atención, los días jueves de 16 a 20 hs.