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Un siglo de experimentos militares secretos

con humanos

El País
Miguel Ángel Criado hace 1 día

© Proporcionado por Prisa Noticias Como estos voluntarios para un ensayo con aerosoles
de 1956, otros 21.000 participaron en el programa de guerra química y bacteriológica
británico.

A finales de 1964, durante unas maniobras en los alrededores de Porton, en el condado de


Wiltshire (Reino Unido) y no muy lejos de las piedras de Stonehenge, 16 comandos de la
marina real británica empezaron a comportarse de forma extraña. Al segundo día de los
ejercicios, mientras unos soldados salían a campo abierto, exponiéndose al fuego enemigo,
otros alimentaban pájaros imaginarios y algunos correteaban por las colinas o se subían a
los árboles a hacer el mono. Hubo incluso quien empezó a apuntar a sus compañeros con su
arma. El informe secreto de aquel día recoge que "el grupo se desorganizó, cayendo en la
indisciplina y eran incapaces de cumplir cualquier orden". Su comandante, dio la unidad
por perdida. Lo que no sabían ni él ni sus hombres es que les habían dado 75 microgramos
de LSD.

La historia puede parecer hilarante vista desde el presente, incluso el sueño inconfeso de un
pacifista. Pero es solo uno de los miles de experimentos que los militares británicos y
estadounidenses hicieron con humanos dentro de sus programas de investigación para la
guerra química y bacteriológica. Desde la creación del complejo ultrasecreto de Porton
Down, en la I Guerra Mundial, más de 20.000 personas participaron en miles de ensayos
con gas mostaza, fosgeno, sarín y otros agentes nerviosos, ántrax, Yersinia pestis (la
bacteria de la peste), mescalina, ácido lisérgico y otras drogas.

Aunque las cobayas humanas, casi todos soldados y ningún oficial, eran voluntarios,
ninguno sabía realmente a qué se exponía. El historiador Ulf Schmidt, director del Centro
de Historia de la Medicina de la Universidad de Kent, cuenta la historia de los veteranos
portonianos en el libro Secret Science: A Century of Poison Warfare and Human
Experiments (Ciencia Secreta: Un siglo de guerra de venenos y experimentos humanos,
Oxford University Press). La obra relata la particular ética de la estrecha colaboración entre
científicos y militares para lograr sustancias cada vez más letales. Aunque se centra en
Porton Down y su homólogo estadounidense, Edgewood Arsenal, levantado por el
Chemical Corps del ejército de EEUU en 1916, también guarda algo para los alemanes.

De hecho, fueron los germanos los que iniciaron esta infamante relación entre ciencia y
guerra. A las cinco de la tarde del 22 de abril de 1915, en las trincheras de Ypres (Bélgica),
el ejército alemán liberó 160 toneladas de cloro presurizado a lo largo de seis kilómetros
del frente y el viento llevó la nube tóxica hasta las posiciones de franceses y canadienses.
Aunque los alemanes no supieron sacar tajada estratégica del terror provocado al otro lado,
aquel día fue el "el doloroso recordatorio de que la moderna guerra química había
comenzado", escribe Schmidt. El padre de la criatura fue el genial químico Fritz Haber, tan
genial que recibió el Nobel de Química solo tres años después.

Más de 20.ooo soldados participaron en pruebas del programa de guerra química y


bacteriológica británico

Al día siguiente del ataque alemán, sir John French, comandante en jefe de la fuerza
expedicionaria aliada pidió a Londres que hicieran todo lo posible para contar con ese tipo
de armas. En septiembre, los británicos ya tenían su propia versión de cloro, que usaron ese
mismo mes en el frente de Loos con resultados desastrosos. El viento cambió y centenares
de sus propios hombres fueron envenenados. Se iniciaba entonces una alocada carrera de
armamentos, primero químicos, y después también bacteriológicos y farmacológicos.

Porton Down fue el corazón del programa de armas químicas y bacteriológicas del Reino
Unido. En sus 2.500 hectáreas de terreno se levantaron laboratorios para una pléyade de
fisiólogos, patólogos, meteorólogos... venidos de las mejores universidades británicas como
Oxford, Cambridge o el University College de Londres. Se llamaba así mismo los
cognoscenti, la casta privilegiada que conocía los secretos de la guerra química británica.
Al principio, ensayaban las sustancias con ratones, gatos, perros, caballos o monos. Les
hicieron de todo, los gaseaban, les echaban polvo de cristal en la cara o concentrado de
pimienta de cayena, buscando nuevos agentes químicos.

Pero ya en 1917, tras un ataque alemán con el nuevo gas mostaza, crearon un laboratorio
específico para experimentos con humanos. El objetivo era comprender los efectos de los
agentes químicos en los órganos y tejidos humanos y, muchas veces, no se podían
extrapolar los resultados en los ensayos con los animales. El laboratorio lo dirigía por
entonces, el fisiólogo Joseph Barcroft, que había dejado a un lado las enseñanzas pacifistas
de sus padres, unos cuáqueros norirlandeses.

Tras el fin de la guerra que iba a acabar con todas las guerras, la investigación no se detuvo,
más bien se aceleró. Solo con animales, se realizaron 7.777 experimentos en los que
murieron más de 5.000 criaturas. A los voluntarios los reclutaban entre las tres armas del
ejército. Al principio, las investigaciones eran defensivas y, hasta cierto punto, lógicas:
querían saber el efecto de los agentes químicos en el rendimiento de la tropa y probar la
eficacia de las máscaras de gas. A los que se presentaban, les daban unos chelines de
sobresueldo y les eximían de las obligaciones normales de un soldado, teniendo incluso la
tarde libre. Solo en 1929 se realizaron experimentos con más de 500 militares. La cifra se
multiplicaría por 10 durante la II Guerra Mundial.

El mecánico de la RAF, Ronald Maddison, murió en 1953 tras ser expuesto al gas sarín. Su
caso no se reabrió hasta 2004. / Lillias Craik (Archivo personal)

Al entrar las tropas de Hitler en Polonia, en septiembre de 1939, tanto Alemania como
Estados Unidos y Reino Unido eran auténticas potencias en guerra química. Y los tres
usaron a humanos en sus experimentos. Los nazis recurrieron en muchas ocasiones a
prisioneros, en su mayoría judíos, rusos y polacos para sus ensayos. Pero también en Porton
Down usaron a extranjeros. A finales de la guerra, ante la escasez de soldados disponibles,
los científicos británicos utilizaron a ciudadanos de las potencias del eje que habían sido
confinados al comienzo de la contienda.

A pesar de que los aliados contaban con grandes cantidades de gas mostaza o fosgeno,
Alemania volvió a adelantarles. En 1936, el químico industrial Gerhard Schrader, creaba el
primer pesticida sintético, el tabún, un organofosforado que actúa sobre el sistema nervioso.
Además de su letalidad era incoloro e inodoro. En uno de los primeros ejemplos de
tecnología dual, los militares enseguida le vieron posibilidades para su uso como arma.
Junto al tabún, los alemanes desarrollaron otros agentes nerviosos como el sarín, el somán o
el cianuro de hidrógeno o zyklon b, que usaron para asesinar a millones de judíos. Los nazis
almacenaron hasta 44.000 toneladas de armas químicas. Sin embargo, ni con los aliados ya
en Alemania, las usaron. ¿Por qué?

"La razón principal es que ni los mandos militares aliados ni el alto mando alemán estaban
especialmente interesados en usar este tipo de armas por miedo a las represalias. Son
difíciles de usar, algo impredecibles y podrían ralentizar el avance de las tropas si la tierra
quedaba contaminada", sostiene Schmidt. Eso no impidió que ensayaran durante la guerra.
En EE UU, por ejemplo, Edgewood Arsenal pasó de disponer de un presupuesto de uno a
dos millones de dólares y unas 1.000 personas en el periodo de entreguerras a 1.000
millones de dólares y 46.000 empleados en 1942. Solo el proyecto Manhattan para crear la
bomba atómica recibió más recursos y personal.

Del cloro y el gas mostaza de la I Guerra Mundial, se pasó a ensayar con sarín, ántrax, la
bacteria de la peste o el LSD

Al acabar la guerra, Porton Down no rebajó su actividad; el inicio de la Guerra Fría les
ofreció la ocasión de investigar hasta lo inimaginable. Fue también el periodo en el que la
ética y las normas médicas se relajaron más y eso que, tras los juicios de Nuremberg, se
aprobó el Código Nuremberg que prohibía los ensayos con humanos potencialmente
dañinos que no tuvieran un fin terapéutico. La gran mayoría de los voluntarios, unos 16.000
en las décadas de los 50 y 60, no sabían nada de Porton Down. Muchos creían que iban a
participar en ensayos para encontrar la vacuna de la gripe y nadie les dijo lo contrario.
Eso pensaba Ronald Maddison, un mecánico de la RAF de 20 años destinado en Irlanda del
Norte, cuando se apuntó a los experimentos. Le pagaban el viaje, vivía una experiencia
nueva, se olvidaba unos días de la disciplina militar y, lo más importante, podría ver a su
novia Mary Pyle, que vivía cerca de Porton. Al llegar, a comienzos de mayo de 1953, un
científico les explicó que participarían en un ensayo con sustancias químicas sobre la ropa.
Del experimento en sí, solo les dijeron que podrían sentir "un ligero malestar" y que
estarían "supervisados" en todo momento.

A las 10 de la mañana del seis de mayo, Maddison y otros cinco voluntarios entraron en la
cámara de pruebas con máscaras de gas. No sabían que los iban a exponer a 200
miligramos de gas sarín puro. A los 20 minutos, Maddison empezó a decir que se
encontraba mal, cayendo al suelo sudando y entre espasmos. Aunque le inyectaron
atropina, el antídoto habitual contra agentes químicos, el mecánico iba a peor. Lo llevaron
al hospital que tenían en las instalaciones, pero Maddison murió a las 1:30 de la tarde. En
una maniobra de ocultación en la que participaron las altas esferas del Ministerio de la
Guerra, hicieron creer a la familia y amigos de Maddison que había muerto por una aguda
pulmonía agravada por el experimento. Habría que esperar 50 años para que el caso se
reabriese y enterrase la reputación ya cuestionada de Porton Down.

Entonces no se supo, pero hubo muchos otros experimentos que leídos hoy espeluznan.
Hasta 750 pruebas a campo abierto desarrollaron los científicos de Porton entre 1946 y
1976, muchas de ellas en sus colonias, como en Nigeria, Bahamas o Malasia. Cinco de esos
ensayos se hicieron en el mar, usando ántrax o la bacteria de la peste bubónica. Dentro de la
operación Cauldron, los militares liberaron Yersinia pestis en las cercanías de la isla Lewis,
en el mar del Norte sin percatarse de que un pesquero, el Carella, con 18 pescadores a
bordo, pasaba por esas aguas. En vez de recogerlos y tratarlos con estreptomicina, un
antibiótico, les dejaron seguir. Querían aprovechar el accidente para sus resultados. Eso sí,
estuvieron atentos a la radio del Carella por si lanzaban alguna alerta de socorro.

Pero uno de los ensayos más siniestros tuvo lugar el 26 de julio de 1963. Dentro de un
programa para establecer la vulnerabilidad de las infraestructuras en caso de ataque
químico o bacteriológico, los científicos de Porton Down idearon liberar una bacteria en el
metro de Londres. Bajo la cobertura de una rutinaria toma de muestras, liberaron 30 gramos
de esporas del Bacillus globigii. Era lo que ellos llamaban un simulador, la sustancia era
inocua, aunque hoy se sabe que, puede provocar septicemia. La bacteria se extendió por
varias estaciones, hasta 15 kilómetros por los conductos de la ventilación. Los londinenses
no supieron hasta hace unos años que habían experimentado con ellos.

Pero el final los años 60 también llegó a Porton Down. La crisis de legitimidad del sistema,
el pacifismo, el desengaño con la sociedad burguesa hicieron mella en el programa
científico militar. Muchos de los veteranos científicos de Porton dimitieron, otros lo dejaron
enganchados al LSD. A las puertas de Porton Down se sucedieron manifestaciones
pidiendo su desmantelamiento. Desde entonces, aunque la actividad no se ha detenido, sí
que se ha reducido. De los más de 6.000 voluntarios que participaron en sus pruebas en los
50, se pasó a apenas 2.000 desde 1979 y hasta 1989. Ya no se experimenta con humanos,
pero sí con miles de animales.
En paralelo, se inició un movimiento entre centenares de veteranos de Porton exigiendo la
verdad, reconocimiento y compensaciones por los efectos que les habían provocado los
ensayos. Aunque un estudio de Oxford patrocinado por el Gobierno y publicado ya en este
siglo encontró una mayor tasa de muerte entre los portonianos, la investigación no estudió
el impacto mental o psicológico. La presión de los portonianos llevó a la reapertura del caso
del soldado Maddison. Tras la investigación judicial más larga del Reino Unido tras la de la
muerte de Lady Di, el jurado consideró que había sido un homicidio provocado por "la
aplicación de un agente nervioso en un experimento no terapéutico". Aquel juicio,
celebrado en 2004, llevó al profesor Schmidt a empezar Secret Science. Más importante,
gracias a Maddison, en 2008, las autoridades británicas reconocieron el daño causado, se
disculparon públicamente y compensaron económicamente a otros 359 de los casi 22.000
jóvenes soldados que pasaron por Porton Down.

http://www.msn.com/es-xl/noticias/mundo/un-siglo-de-experimentos-militares-secretos-con-
humanos/ar-AAdKHCc?ocid=SK2MDHP

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