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Recreando el proyecto socialista: “Nuevo periodo, nuevo programa, nuevo partido”1

El relato de Daniel Bensaïd se detiene a fin de siglo, cuando apenas comenzaban a entreverse los
rasgos principales de una nueva época histórica. Desde aquel entonces, asistimos a un nuevo ciclo
de luchas y al surgimiento de una generación militante que no se identifica necesariamente con las
claves y las delimitaciones del pasado. Durante estos años, la Cuarta Internacional (CI) desarrolló
un conjunto de referencias programáticas, estratégicas y organizativas para enfrentar el nuevo
periodo e intentar constituir, en palabras de Bensaïd, «el nexo de unión entre el “ya no” y el
“todavía no”».

La desarticulación del “campo socialista” constituyó el epílogo de la derrota de alcance histórico


que sufrió la clase trabajadora en las postrimerías del siglo XX. Este episodio cerró una etapa
completa de la lucha de clases, aquella correspondiente al “corto siglo XX” iniciado con la guerra
mundial y la revolución de Octubre. No se trató de una adversidad parcial en la historia larga de la
lucha de clases, sino, en buena medida, de una derrota del propio proyecto emancipatorio. Los
pioneros del socialismo durante el siglo XX no sólo enfrentaron los problemas del asedio
imperialista, la guerra civil y la escasez material, sino también la imprevista dificultad de la
deformación burocrática surgida desde el seno mismo de las experiencias revolucionarias y los
“estados obreros”. El fenómeno burocrático, “hecho maldito” de las luchas de emancipación, no
fue advertido en su dimensión por ninguno de los pensadores clásicos del socialismo.

La fuerte ruptura entre las coordenadas sociales y políticas del siglo pasado y nuestra actualidad,
es visible. Puede percibirse esta nueva realidad en los cambios en la estructura geopolítica del
mundo con el fin de la oposición entre el Este y el Oeste; en la crisis de las direcciones históricas
del movimiento obrero, con el hundimiento de los partidos comunistas y el progresivo retroceso
de la socialdemocracia internacional de la mano de su conversión al social-liberalismo; en el fuerte
retroceso de la influencia del pensamiento marxista y en la ausencia de alternativas al capitalismo
reconocidas por las masas como socialmente viables.

1
Quisiera agradecer por la lectura de versiones preliminares de este texto y las devoluciones
correspondientes, a mis compañeros Eduardo Lucita, Andreu Coll, Jesús Rodríguez, Alex Merlo, Ariel
Feldman, Tomás Callegari y, especialmente, Florencia Urosevich.
Nuestra época es, indefectiblemente, el comienzo de una recomposición política, teórica y
programática del movimiento socialista. Como afirma Daniel Bensaïd:

Los grandes enunciados estratégicos de los que aún somos hacedores datan en gran parte de este
período de formación, anterior a la Primera Guerra Mundial: se trata del análisis del imperialismo
(Hilferding, Bauer, Rosa Luxemburgo, Lenin, Parvus, Trotsky, Bujarin), de la cuestión nacional (Rosa
Luxemburgo de nuevo, Lenin, Bauer, Ber Borokov, Pannekoek, Strasser), de las relaciones partidos-
sindicatos y del parlamentarismo (Rosa Luxemburgo, Sorel, Jaurés, Nieuwenhuis, Lenin), de la
estrategia y los caminos del poder (Bernstein, Kautsky, Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky). Estas
controversias son tan constitutivas de nuestra historia como las de la dinámica conflictiva entre
revolución y contrarrevolución inaugurada por la Guerra Mundial y la Revolución Rusa. Más allá
de las diferencias de orientación y de las opciones a menudo intensas, el movimiento obrero de
esta época presentaba una unidad relativa y compartía una cultura común. Se trata, hoy en día, de
saber qué queda de esta herencia, sin dueños ni manual de uso (Bensaïd, 2004).

No es frecuente que una organización sobreviva al contexto vital en el que cobró su sentido
original sin caer en el encierro sectario o la adaptación. Por ello, tal vez el mayor mérito que posee
la Cuarta Internacional radique en su capacidad para enfrentar con lucidez el cambio de época,
conservando la memoria y las lecciones acumuladas pero intentando también comprender las
claves de un periodo inédito. Intentaremos en las líneas que siguen realizar una reconstrucción de
los rasgos generales de la orientación y los cambios en la concepción del partido, la estrategia y el
programa que se desarrollaron en el seno de la Internacional frente a la constatación de que una
nueva época empezaba a dibujarse con el crepúsculo del siglo.

Su Trotsky y el nuestro

En su célebre Consideraciones sobre el marxismo occidental, Perry Anderson puso en el


movimiento trotskista su expectativa de reunificación de la teoría marxista y el movimiento obrero
que se había quebrado como consecuencia de la derrota de la izquierda revolucionaria de los años
treinta (fracaso de la revolución alemana, contra-revolución estalinista y extensión del fascismo en
Europa). En aquel texto, Anderson tomó como referencia positiva el protagonismo que el
trotskismo conquistó durante las jornadas de mayo y junio del 68 en Francia, en el primer
movimiento de masas después de décadas en un país desarrollado. Más precisamente, fue la
Juventud Comunista Revolucionaria (JCR) - fundada, entre otros, por el autor de este libro – la que
adquirió una relevancia decisiva durante este proceso, como parte co-dirigente del “movimiento
22 de marzo”. Los principales referentes de mayo del 68, principalmente Daniel Bensaïd y Alain
Krivine, fueron los mismos que fundaron posteriormente la Liga Comunista Revolucionaria (LCR)
francesa.

La expectativa que Anderson posara sobre el movimiento trotskista no le ahorraba un balance


muy crítico de sus limitaciones teóricas y políticas:

La reafirmación de la validez y la realidad de la revolución socialista y la democracia proletaria, contra tantos


hechos que las negaban, inclinó involuntariamente a esta tradición hacia el conservadurismo. La preservación
de las doctrinas clásicas tuvo prioridad sobre su desarrollo. El triunfalismo en la causa de la clase obrera y el
catastrofismo en el análisis del capitalismo, afirmados de manera más voluntarista que racional, iban a ser los
vicios típicos de esta tradición en sus formas rutinarias (Anderson, 1979).

Actualmente, un puñado de organizaciones políticas a nivel internacional defiende la herencia


programática de la Cuarta Internacional en su fundación - el Programa de Transición del ´38,
principalmente - como el fundamento estratégico imperturbable del marxismo revolucionario para
el actual periodo histórico. En continuidad con la afirmación de Trotsky de que “la crisis histórica
de la humanidad se reduce a la crisis de su dirección revolucionaria” (Trotsky, 1977), estas
organizaciones mantienen inalterable un diagnóstico donde sólo restaría resolver el “factor
subjetivo” en el cuadro de una inminente catástrofe económica que arrojaría a los trabajadores a
la lucha y hundiría la base social del poder burgués. Presumen, a su vez, que la cuestión de la
dirección revolucionaria se dirime en un contexto que pondría a prueba rápidamente a las
direcciones vacilantes y presionaría hacia una rápida experiencia política por parte de las masas.
La tarea de los revolucionarios se concentraría, entonces, en el combate a las burocracias obreras,
reformistas o estalinistas, que serían la última barricada que frenaría el enlace de las masas con su
dirección consecuente.

El diagnóstico histórico del Programa de Transición tenía una cierta vigencia en el periodo en el
que fue formulado: en el contexto de la depresión económica internacional, de la burocratización
del movimiento comunista y de la supervivencia de un movimiento obrero forjado por la fuerza
propulsora de la revolución rusa. Pero el crecimiento económico de posguerra y la estabilización
de las direcciones burocráticas al interior de la clase trabajadora, cambió cualitativamente el
paisaje. Y más aún, la derrota histórica de las clases subalternas durante las últimas décadas del
siglo. Ya no se trata, entonces, de consolidar una dirección política de relevo sino de contribuir a la
recomposición del movimiento obrero y social en su conjunto, de su cultura e instituciones
propias. El valor del Programa de Transición, al igual que del resto de los documentos o
manifiestos fundacionales de la tradición socialista en sus diferentes periodos, se desnaturalizó al
aplicarse indiscriminadamente, sin actualización crítica ni revisión de sus puntos ciegos. Este
planteo político, conservador en lo teórico y sectario en lo organizativo, es lo que habitualmente
se identifica con el trotskismo.

Por su parte, Daniel Bensaïd hizo esfuerzos por despejar de gestos de autoafirmación sectaria o
dogmática a la identificación trotskista de su corriente histórica. Ante la fundación del NPA,
afirmaba:

Nunca vimos la referencia al trotskismo como una manera de cerrarnos a los demás. Para nosotros, era más
como un reto en la discusión y la polémica. Nosotros aceptamos la etiqueta de trotskista en nuestro conflicto
con los estalinistas, pero sin construir una identidad neurótica a partir de ella. Tampoco minimizamos la
importancia de este patrimonio. Siempre hemos rechazado la simplificación que generalmente acompaña
este tipo de etiquetado. Nos opusimos a la ortodoxia reduccionista. Al mismo tiempo que siempre tuvimos las
contribuciones de Trotsky en la más alta consideración, nuestra formación política ha tratado de cultivar la
memoria y la cultura plural del movimiento obrero, incluyendo a Rosa Luxemburgo, Gramsci, Mariátegui y
Blanqui, pero también a Labriola, Sorel y la totalidad de lo que Ernst Bloch llama la “corriente cálida del
marxismo”. Por supuesto, el trotskismo tiene un lugar especial dentro de este patrimonio, que carece de
herederos y un manual de instrucciones. Gracias a la lucha de la Oposición de Izquierda y luego de la Cuarta
Internacional contra la reacción estalinista – que costó sus vidas a Trotsky, Nin, Pietro Tresso y muchos otros
– el proyecto comunista no pudo ser totalmente usurpado por su impostor burocrático (Bensaïd, 2010).

Las tradiciones de apertura anti-dogmática y originalidad teórica para afrontar los nuevos
problemas de la lucha de clases, propias de lo mejor de la herencia marxista, estuvieron también
presentes en franjas de la militancia proveniente del trotskismo. En un contexto histórico de
enormes retrocesos y defecciones, la brillante generación de marxistas que, con posterioridad a
Mandel, asumió la dirección de la Cuarta Internacional incluyó – con sus diferentes cualidades - a
dirigentes de la altura de Daniel Bensaïd, Charles-André Udry, Livio Maitán, Michael Lowy, Pierre
Rousset, Francois Vercammen, Alain Krivine, Francisco Louca, Miguel Romero, Catherine Samary,
Antoine Artous, Daniel Tanuro, Francois Sabado, entre muchos otros. De esta forma se consiguió
recomponer, aunque en una experiencia parcial y sin inserción estable de masas, la unidad
marxista entre la teoría y la práctica en el seno de las corrientes provenientes del 68, superando la
experiencia del “marxismo occidental”. Daniel Bensaïd, como muchos de los dirigentes de la
Internacional, fue un intelectual que pudo medirse con lo más alto del pensamiento de su tiempo,
pero también, y fundamentalmente, fue un “hombre de partido”, tal como las grandes figuras del
movimiento socialista del periodo “clásico” (Marx, Bernstein, Kautsky, Lenin, Trotsky, Pannekoek,
Rosa Luxemburgo). La dirección colectiva de la Internacional se propuso encarar un debate sin
tabúes sobre el “balance del siglo” y sacar las lecciones teóricas fundamentales de las experiencias
revolucionarias pasadas. Este ha sido el legado invaluable para las nuevas generaciones que la
Internacional ha cumplido a los fines de “pasar la página de las desilusiones”: ya no sólo salvar del
desastre estalinista a la herencia de la Revolución de Octubre, sino también tener la capacidad
para producir una renovación teórica y programática que constituye uno de los puntos de apoyo
fundamentales para el rearme teórico de la izquierda anticapitalista, lejos del dogmatismo que
caracteriza al grueso de las otras corrientes provenientes del trotskismo.

La Cuarta Internacional cuenta, como ninguna otra corriente marxista, con un conjunto sin
paralelo de referencias programáticas y experiencias políticas vinculadas a la lucha contra la
opresión de las mujeres y del colectivo LGTTB. También ha desarrollado un trabajo serio por
incorporar la dimensión ecológica como componente estratégico (eco-socialismo), desde una
perspectiva marxista y en debate con el pretendido “capitalismo verde”. Estas tareas de
“actualización programática” permiten reorientar la actividad de los anticapitalistas en un mundo
complejo, con una creciente heterogeneidad de la clase trabajadora, y con una multiplicación de
los puntos de ruptura y combate contra el capital.

Hipótesis estratégicas

Continuemos con la referencia a ese canónico balance de la situación histórica y teórica del
marxismo que realizó Anderson en los años setenta. Como conclusión de su investigación, el
historiador inglés pasó en limpio los puntos ciegos y las tareas que debía enfrentar el marxismo
revolucionario a nivel teórico.

¿Cómo son la naturaleza y las estructuras reales de la democracia burguesa como tipo de sistema estatal que
se ha convertido en la forma normal del poder capitalista en los países avanzados? ¿Qué tipo de estrategia
revolucionaria puede derrocar esa forma histórica del Estado, tan distinta a la de la Rusia zarista? ¿Cuáles
serían las formas institucionales de la democracia socialista en occidente? La teoría marxista apenas ha
abordado estos tres temas en sus interconexiones (Anderson, 1979).

Una reformulación de la estrategia socialista sólo puede partir de una constatación evidente que
desmiente el pronóstico del Programa de Transición: la consolidación de las democracias
capitalistas en el mundo, contra la previsión trotskista del avance del fascismo como única
alternativa al triunfo de la revolución socialista. Esto significa que los escenarios de la lucha
política actual son cualitativamente distintos a los que enfrentaron los bolcheviques y todas las
revoluciones triunfantes del siglo XX (China, Vietnam, Cuba, etc.). Esta característica de la etapa,
junto a la escasa maduración subjetiva de las masas y la complejidad que han desplegado los
Estados “hegemónicos” en casi todo el planeta, conduce a pensar que si se relanzaran procesos de
transición al socialismo en el futuro es poco probable que presenten analogías muy directas con
las experiencias que se desarrollaron en Rusia, China, Vietnam o Cuba.

Hacia mediados de la década pasada, se desarrolló en el seno de la LCR francesa un debate en


torno a la estrategia socialista en el que participaron un conjunto de referentes teóricos de la
Internacional (Bensaïd, Artous, Sabado, Sitel) y de otras corrientes, como el marxista inglés Alex
Callinicos. La polémica se suscitó por la afirmación, por parte de Artous, de que el marxismo
radical se encontraba ante cierta “orfandad” estratégica en base al reconocimiento de la
implausibilidad del modelo clásico de la “huelga general insurreccional” que orientó la militancia
trotskista desde la fundación de la CI. El debate no inició de cero la reflexión estratégica sino que
cumplió el rol de ayudar a formalizar y sistematizar las reflexiones que se venían dando en la LCR y
la CI desde fines de la década del setenta.

Para la mayoría de los referentes de la LCR, la actualización teórica debía situar su punto de
partida en los debates programáticos de la Internacional Comunista (IC) en sus III y IV congresos
cuando, tras el fracaso del Levantamiento Espartaquista en Alemania, se percibió una insuficiencia
estratégica fundamental en relación a las sociedades desarrolladas. Estos congresos fueron el
punto de inicio de una reelaboración política que emprendieron los mismos protagonistas de
Octubre, cuando tomaron conciencia de la necesidad de una reflexión particular sobre las
condiciones de la revolución en occidente. Lenin mismo se enfrentó en aquel momento al fracaso
de la revolución en Europa con significativas intuiciones, dimensionando las fuertes identidades de
sus clases trabajadoras y la complejidad de las sociedades occidentales, sus mecanismos de
integración, su resistencia a una confrontación rápida “a la rusa”. Allí surgieron las tesis del “frente
único” y el “ir a las masas”, el concepto de hegemonía y la táctica del “gobierno obrero”. Estos
debates expresan la percepción, por buena parte de la dirección de la IC, de que se cometió un
error enorme al intentar proyectar indiscriminadamente el modelo soviético a otras latitudes. En
el IV congreso de la IC, Lenin criticó las anteriores tesis programáticas por ser “rusas hasta la
médula”. Este es el suelo, sin ir más lejos, sobre el cual se asienta y desarrolla el pensamiento de
Gramsci y sus conceptos de hegemonía y “guerra de posiciones”.
El rearme teórico iniciado en estos congresos de la IC se ve abortado por la reacción estalinista a
través, primero, del izquierdismo del “tercer periodo” y su estrategia de “clase contra clase” y,
luego, de la estrategia de colaboración de clases de los frentes populares. Pero, a su vez, esta
orientación que empezaba a entreverse tampoco fue profundizada por las consideraciones
estratégicas de la CI en su fundación. De algún modo, la tesis del derrumbe económico inminente
convertía al planeta entero en escenario de una confrontación política a la manera de la sociedad
oriental de Octubre, lo cual inhibía la necesaria reformulación estratégica. La teoría económica
supuesta evade la necesidad de forjar una concepción marxista de la política en toda su amplitud:
una teoría del Estado, la representación, el poder, las instituciones, la ideología, imprescindible
para construir una caracterización compleja de las formaciones sociales occidentales y para forjar
las hipótesis estratégicas correspondientes.

Las intervenciones de Bensaïd y Artous en el debate expresaron la necesidad de constituir una


teoría emancipatoria que supere el déficit del marxismo en relación al tratamiento del poder y la
política (Bensaid, 2006; Artous, 2006). Recrear una estrategia socialista en las condiciones actuales
exige abandonar las presunciones ingenuas en relación a la cuestión del poder que descansan en
una improbable generalización espontanea de la democracia directa como forma de resolver
todos los problemas del Estado y la política. En base a las lecciones teóricas del siglo XX y de cara a
un nuevo ciclo de la lucha de clases, corresponde afrontar seriamente la tarea de alcance histórico
de concebir una democracia socialista que pueda enfrentar el fenómeno burocrático. Abandonar
una hipótesis consejista ingenua conduce a una conclusión en el plano estratégico: una futura
situación de dualidad de poderes no puede concebirse en total exterioridad respecto a las
instituciones pre-existentes. El Estado no es una realidad monolítica a la que podemos oponerle
en bloque el contra-Estado de los organismos soviéticos, como su exterior absoluto. Las nociones
de crisis revolucionaria y doble poder siguen siendo actuales, la ruptura revolucionaria necesita
desembarazarse de las viejas instituciones y construir otras nuevas, pero el proceso de
constitución de un nuevo poder no es completamente exterior a las instituciones de la democracia
burguesa, sobre todo en los países con consolidadas tradiciones parlamentarias. “Un proceso de
confrontación y de dualidad de poderes atraviesa también crisis y fracturas de las viejas
estructuras institucionales existentes. Los viejos cascarones incluso pueden convertirse en el
envoltorio de nuevos poderes” (Sabado, 2006). Estas conclusiones tienen un antecedente en el
concepto de Mandel de “democracia mixta” que aspiraba a articular formas de democracia directa
y representativa, consejista y “republicana”, con la existencia combinada de mecanismos de
participación directa en conjunto con asambleas legislativas, libertades civiles, sufragio universal,
estado de derecho.

El debate estratégico de la LCR se concentró también en torno de la espinosa reivindicación


transicional del “gobierno obrero” que había empezado a formular la Internacional Comunista (IC)
ante las experiencias gubernamentales de Turingia y Sajonia. La táctica consistía en promover la
participación de los revolucionarios en gobiernos parlamentarios encabezados por corrientes
obreras reformistas, en condiciones de fuerte crisis social y política pero donde las instituciones
burguesas no habían sido destruidas. “No se trataría de la « dictadura del proletariado », pero
tampoco de un funcionamiento normal de las instituciones liberales. Se trataría de un gobierno
intermedio en la lucha del proletariado por la conquista del poder” (Sabado, 2006). En el ya clásico
texto “El retorno de la cuestión político-estratégica”, Daniel Bensaïd establece algunas condiciones
que permitirían actualizar esta consigna transicional:

Sería irresponsable resolverla por un modo de empleo válido para toda situación; podemos sin embargo
despejar tres criterios combinados de modo variable de participación en una coalición gubernamental en una
perspectiva transitoria: a) que la cuestión de tal participación se plantea en una situación de crisis o al menos
de subida significativa de la movilización social, y no en frío; b) Qué el gobierno en cuestión se haya
empeñado en iniciar una dinámica de ruptura con el orden establecido (por ejemplo – más modestamente
que el armamento exigido por Zinoviev – reforma agraria radical, « incursiones despóticas » en el dominio de
la propiedad privada, la abolición de los privilegios fiscales, la ruptura con las instituciones – de la V República
en Francia, los tratados europeos, los pactos militares, etc.); c) finalmente que la relación de fuerza permita a
los revolucionarios si no de garantizar el cumplimiento de los compromisos al menos de hacer pagar un fuerte
precio frente a eventuales incumplimientos (Bensaïd, 2006).

El debate sobre el “gobierno obrero” pone de manifiesto la implausibilidad de la hipótesis de una


confrontación rápida y directa con el Estado burgués. Esto mismo comenzaban a evaluar los
revolucionarios de la IC ante los gobiernos municipales de Turingia-Sajonia: la posibilidad de que,
en condiciones muy precisas, una experiencia gubernamental en conjunto con corrientes
reformistas fuera una mediación necesaria que pudiera contribuir a desarmar la resistencia de la
burguesía y a facilitar la maduración de los organismos de doble poder. Como afirma el dirigente
marxista checo Bohumír Smeral ante los debates programático de la IC, citado por Bensaïd: “¿En
qué consiste la profunda lección de la experiencia sajona? Ante todo, en esto: no podemos saltar
de un solo golpe, a pies juntillas, sin tomar impulso” (Bensaïd, 2006).
No se trata de construir un nuevo “modelo estratégico” en torno a la consigna transicional del
“gobierno obrero”. Más en general, la reflexión estratégica, como señala Bensaïd, debe evitar
universalizar modelos y aspirar a formular, más modestamente, hipótesis estratégicas; es decir
“una guía para la acción, a partir de las experiencias del pasado pero abierta y modificable en
función de experiencias nuevas o de circunstancias inéditas”. Uno de los errores capitales del
trotskismo histórico fue intentar universalizar indiscriminadamente el modelo insurreccional ruso,
factible en circunstancias particulares, improbables para el mundo occidental, como el
desfondamiento total del Estado y de las fuerzas represivas.

Recuperar los debates programáticos de la IC en torno a la táctica del “gobierno obrero” nos
provee tanto de hipótesis procedentes para pensar varios de los procesos políticos actuales
(Venezuela, Bolivia, Grecia), como de criterios evaluativos para extraer las lecciones necesarias de
algunas de las experiencias dolorosas de la izquierda radical durante el último periodo, como la
capitulación y la evolución social-liberal del PT brasilero o la integración gubernamental de
Rifondazione Comunista en Italia. Especialmente dramático fue el primero de los casos, donde los
partidarios de la CI intervinieron con protagonismo en la construcción del PT desde sus inicios, y
donde la Internacional terminó rompiendo relaciones con la mayoría de su sección brasilera,
Democracia Socialista, luego de su indudable integración al gobierno lulista2.

El debate y la reflexión estratégica en el seno de la Internacional sigue en curso en múltiples


frentes: investigar la pluralidad de las contradicciones y puntos de antagonismo de la sociedad
burguesa, pensar la complementariedad de lo social y lo político, retomar la problemática de la
hegemonía y el frente único abierta por los debates de la Tercera Internacional y los Cuadernos de
la cárcel de Gramsci, profundizar en las relaciones entre emancipación política y emancipación
social. Programa de trabajo que sólo podrá avanzar acompañado por el aporte de nuevas
experiencias sociales que logren resituar sobre bases sólidas la reflexión estratégica que se está
desarrollando.

Partidos amplios

2
Esta ruptura acompañó a la disidencia del ala izquierda del PT que se opuso a las políticas neo-liberales de
su gobierno y terminó siendo expulsada del partido. Este sector se abocó, entonces, a la fundación del PSoL
(Partido Socialismo y Libertad), formación amplia a la izquierda del gobierno donde participan los actuales
militantes de la Cuarta Internacional.
El rearme teórico y estratégico naturalmente afecta los términos desde los que pensar la
organización política. La denominada “forma-partido” ha estado en el centro de numerosos
debates dentro de la teoría social y el activismo político durante los últimos años. En las nuevas
movilizaciones sociales persiste un fuerte rechazo a las organizaciones partidarias a las que
frecuentemente se responsabiliza del grueso de las deformaciones burocráticas del pasado. La
desconfianza con las forma-partido es comprensible si reparamos en la evolución autoritaria del
estalinismo y su régimen de “partido único”, pero también en los rasgos sectarios, aparatistas y
burocráticos de buena parte de la izquierda anti-capitalista. De hecho, las corrientes sectarias
provenientes del trotskismo tienen una concepción de la construcción organizativa que se ajusta
cabalmente a lo que Hal Draper llamaría “mini-partido”. Esto es, la creencia de que la vía hacia una
fuerza política de masas es el simple crecimiento lineal del propio núcleo político -por minoritario
y aislado que se encuentre frente al movimiento de masas- en la medida en que logre depurar
adecuadamente sus propias líneas ideológicas, delimitarse sistemáticamente de las corrientes
centristas y oportunistas, y organizarse prefigurativamente como un “pequeño partido de masas”.
La organización política podría, así, empalmar con las masas, por encima de los aparatos políticos
pre-existentes que no soportarían la presión y la dinámica de los acontecimientos, en un contexto
de crisis capitalista. Al respecto, Draper escribió:

Hay una falacia fundamental en la idea de que el camino de la miniaturización (imitando un partido de masas
en miniatura) es el camino al partido revolucionario de masas. La ciencia prueba que la escala en la que vive
un organismo vivo no puede cambiarse arbitrariamente: los seres humanos no pueden existir a la escala de
los liliputienses o los brobdingagenses, pues sus mecanismos vitales no podrían funcionar. Las hormigas
pueden cargar 200 veces su propio peso, pero una hormiga que midiese seis pies no podría levantar 20
toneladas, incluso aunque pudiera existir en algún monstruoso modo. En la vida organizativa, esto también es
cierto. Si se intenta crear una miniatura de un partido de masas, no se consigue un partido de masas
miniaturizado, sino un monstruo. La razón básica es la siguiente: el principio vital de un partido revolucionario
de masas no es simplemente su programa completo, que puede copiarse sin más que un activista
mecanógrafo y puede ser ampliado o reducido como un acordeón. Su principio vital es su involucramiento
integral como una parte del movimiento de la clase obrera, su inmersión en la lucha de clases no por la
decisión de un Comité Central, sino porque vive en ella. Este principio vital no puede imitarse o
miniaturizarse; no se reduce como un dibujo animado ni se encoge como una camisa de lana. Como una
reacción nuclear, este fenómeno se produce únicamente cuando existe una masa crítica, por debajo de la
cual el fenómeno no es menor, sino que desaparece (Hal Draper, 2001) .

La caracterización catastrofista de la crisis capitalista, tal como puede encontrarse en el mismo


Programa de Transición del ´38, oficia de fundamentación coherente para esta lógica de
construcción organizativa que Draper cuestiona. En la medida en que la gravedad de la crisis y la
madurez de las condiciones objetivas reducen la actividad política a la cuestión de la dirección, los
revolucionarios se concentran casi exclusivamente en la construcción de partidos que compiten
con brutalidad con el resto de las corrientes por ocupar ese lugar. Ese marco explica la
persistencia de una cultura política facciosa y divisionista por parte de las principales tradiciones
del trotskismo sectario. Sin embargo, esta lógica política no fue la que aplicó el mismo Trotsky en
el proceso de conformación de la Cuarta internacional desde el año 1933 hasta la fundación de
1938. Como muestra Bensaïd en el segundo capítulo de este libro3, en el paciente y abierto
comportamiento de Trotsky a los fines de establecer la pertinencia de una nueva Internacional y
para ganar sectores a esa experiencia, se muestran algunos métodos organizativos que podrían
ofrecer un camino para la construcción partidaria alternativo a la concepción sectaria del mini-
partido.

El antecedente de Trotsky en la conformación de una nueva internacional obrera en ruptura con el


estalinismo fueron los revolucionarios internacionalistas de la II internacional quienes, en palabras
de Bensaïd:

Necesitaron algo más que divergencias de congreso, por importante que fueran, y una acumulación de
síntomas alarmantes, para declarar a la Internacional como tal en quiebra irremediable. Era necesaria una
prueba indiscutible, un test histórico crucial. ¿Qué más probatorio, para una Internacional, que su posición
ante la guerra, cuando se ve obligada a optar entre el primer principio, “proletarios de todos los países,
uníos”, y su exacto contrario, “mataos entre vosotros’? Así pues, el 4 de agosto de 1914, la adhesión de los
grandes partidos socialdemócratas a la movilización general y a la ‘unión sagrada” confirma inapelablemente
la quiebra de la IIa Internacional y pone al orden del día la necesidad de una IIIa Internacional (Bensaïd, 1988).

La posición frente a la guerra y, posteriormente, en relación a la revolución de Octubre, fueron los


grandes eventos que permitieron abrir un nuevo surco organizativo al interior del movimiento
obrero. Por su parte, mientras que Trotsky fechó en 1924 el año de “comienzo del Thermidor”, es
decir, el proceso de degeneración burocrática de la URSS y de la IC, no obstante eso no alcanzó
para adoptar un juicio definitivo sobre la necesidad de una nueva internacional: se necesitaban
todavía test decisivos.

Trotsky intentó siempre mantenerse sensible a los cambios decisivos y a las inflexiones que
obligan a adoptar un nuevo curso político y organizativo. El proceso de formación de una nueva

3
Ver también: Bensaïd, Daniel, “Los años de fundación de la IV Internacional”, Imprecor, 1988.
internacional no consistió en forjar un programa completo y hacer la delimitación organizativa a
partir de este, sino en identificar "los eventos", los "grandes test históricos" que planteaban
alternativas divergentes. El “programa completo”, en la medida en que se convierte en línea de
delimitación absoluta (al estilo del "mini-partido"), se vuelve un instrumento de auto-afirmación
sectaria. Por el contrario, en Trotsky puede percibirse que su criterio para la construcción
partidaria pasa por organizarse en base a una comprensión común de los eventos decisivos y las
tareas del periodo. En este sentido, Trotsky concibió que la CI debía agrupar a fuerzas más amplias
que los marxistas revolucionarios, que, en ese caso, serían solo una tendencia en su seno. Si la CI
no lo consiguió se debió a una incapacidad producto de la marginación política y no a una virtuosa
delimitación.

Estas “cuestiones de método” para la construcción organizativa y partidaria son las que intenta
recoger el planteo de construcción de partidos amplios que formula la Internacional desde su XIII
Congreso Mundial, como respuesta a la crisis y a la necesaria reorganización del movimiento social
en su conjunto. Pero la actualidad de esta orientación no sólo responde a balances teóricos sobre
la naturaleza de la construcción partidaria sino también a las características del periodo en curso.
La desarticulación del “campo socialista” y el consiguiente derrumbe internacional del estalinismo,
junto al giro derechista de la social-democracia en el marco de su compromiso con la ofensiva neo-
liberal, abrieron a largo plazo un espacio político para la recomposición de la izquierda
revolucionaria. A su vez, la apertura de este espacio se desarrollaba en el contexto de un nuevo
periodo histórico que relativizaba muchas de las delimitaciones del pasado, como podía ser el
posicionamiento frente a la URSS. La posibilidad de ocupar, con una orientación anticapitalista y
de independencia de clase, ese campo inestable y en disputa a la izquierda de la socialdemocracia
exige dar lugar a “nuevas fuerzas” que no pretendan establecerse sobre una base ideológica
exhaustiva o sobre una concepción homogénea de la historia y la tradición revolucionaria. A
diferencia de lo que ocurría con las corrientes nacidas en los años sesenta, que se ordenaban en
torno a las crisis revolucionarias del siglo XX y sus sucesivas ramificaciones, las nuevos partidos se
basan en una “comprensión común de los eventos y las tareas” en relación a cuestiones
fundamentales para la intervención en la lucha de clases. Estas formaciones tienen delimitaciones
políticas y estratégicas, aunque no estén completas y dejen abiertos algunos aspectos a la
experiencia conjunta futura y al debate pluralista.
Recordemos que Lenin, incluso contra parte de la dirección del Partido Bolchevique, cambió o modificó
sustancialmente su marco estratégico en abril de 1917, en el medio de una crisis revolucionaria. Él pasó
de llamar a la “dictadura democrática de los trabajadores y campesinos” a la necesidad de una
revolución socialista y el poder de los soviets. Ciertamente Lenin había consolidado a través de los años
un partido basado en el objetivo de derrocar al zarismo, en la negativa de cualquier alianza con los
burgueses democráticos y en la independencia de las fuerzas de la clase trabajadora aliada con el
campesinado. Y esta fase preparatoria fue decisiva. Pero muchas cuestiones fueron decididas en la
misma marcha del proceso revolucionario (Sabado, 2009).

La construcción de “nuevas fuerzas” no supone necesariamente la disolución de las antiguas


secciones nacionales ni la renuncia a la constitución de tendencias políticas con referencias
ideológicas fuertes. Pero sí permite articular a múltiples tradiciones teórico-políticas y empalmar
con las nuevas camadas militantes para dar lugar a mediaciones organizativas necesarias en la
tarea de largo aliento por construir nuevos sujetos políticos emancipatorios.

Nuestro proyecto

El predominio de las experiencias de “Socialismo de Estado” durante el siglo pasado obliga a


profundizar una investigación teórico-práctica sobre los contornos de la sociedad por la que
luchamos. Es sabido que Marx rechazó por utopista la discusión sobre las características de la
sociedad futura y sólo ofreció referencias genéricas como la de “asociación de productores libres”,
o el pronóstico ambiguo de la extinción del Estado. Pero, a sabiendas de las dificultades de las
primeras experiencias revolucionarias, la discusión sobre los modelos de socialismo se vuelve
necesaria siempre y cuando evite la especulación abstracta y se asiente en tendencias reales de la
sociedad actual. La fisonomía de una democracia socialista, el rol de la auto-gestión, la dialéctica
entre la planificación democrática y ciertas relaciones mercantiles son parte de este debate.

Desde el documento aprobado en el XII Congreso Mundial de 1985 (“Democracia socialista y


dictadura del proletariado”), la Internacional intenta discutir en dos frentes simultáneos la
cuestión de la “forma política de la emancipación social”: en primer lugar, con las concepciones
burocráticas, no sólo estalinistas, que siempre conducen a algún tipo de “dictadura del partido” y,
por otro lado, contra ese doble ingenuo y funcional a las concepciones burocráticas que es el
“comunismo de consejos”. La suposición de que los consejos obreros y la democracia directa
pueden ser suficientes para resolver todos los problemas del poder y la política desarma
teóricamente a los revolucionarios para enfrentar los peligros vinculados a la inevitable
persistencia de relaciones de poder, instituciones y algún tipo de “poder público”. Más aun, la
pretensión de disolver lo político en lo social y la mitología de la extinción del Estado en provecho
de la “administración de las cosas” (en alguna medida, las suposiciones que guiaron a Lenin desde
El estado y la revolución), son funcionales a la burocratización en tanto conducen en los hechos a
una estatización generalizada de la sociedad.

La tentativa democracia socialista deberá extender el “igualitarismo democrático” más allá de los
límites del Estado “político” y llevar la ciudadanía al interior de lo que Marx denominaba
“despotismo de fábrica”, es decir, el núcleo de sociabilidad fundamental de la dominación de
clase. Como sabemos, producto del balance de las experiencias del “socialismo real”, la sola
modificación de las relaciones jurídicas de propiedad (la estatización de los principales medios de
producción) no basta para modificar las relaciones materiales de producción. Es necesario
transformar los términos de la organización del proceso productivo heredados de la vieja sociedad
y desarrollar formas concretas de apropiación colectiva que cuestionen la división del trabajo
capitalista. Caso contrario, la persistencia de las antiguas relaciones sociales al interior del proceso
de producción presionan hacia la burocratización del régimen en su conjunto. En este sentido, es
necesario entender la lucha histórica por la “socialización de los medios de producción” no sólo en
términos de su control a través de un poder público sino, también, por medio de formas de “poder
social” irreductibles y con cierta autonomía respecto al poder político4. Debemos recuperar las
experiencias de autogestión de la producción, sobre todo las desarrolladas en Yugoslavia antes de
la apertura mercantil o las más breves experiencias durante la guerra civil española. Lo que está en
juego aquí es la naturaleza misma de nuestro proyecto socialista. En ruptura radical con el
despotismo burocrático del estalinismo, nuestro proyecto debe ser el de un socialismo
democrático y autogestionario, que complemente la ciudadanía política y la ciudadanía social.

Superar la mitología idealista del comunismo como “sociedad transparente” y la pretensión


ingenua de que con la toma del poder se corta en lo fundamental con la sociedad burguesa
supone también descartar una eliminación súbita de las relaciones mercantiles y repensar
seriamente las formas de la transición en el plano “económico”. El clásico debate entre Nove y
Mandel en torno al “socialismo de mercado” es retomado por autores de la Internacional, como

4
Esta cuestión excede los marcos de este trabajo. Al respecto ver Antoine, Artous, Travail et émancipation
sociale. Marx et le travail. Syllepse, 2003.
Catherine Samary, como punto de partida para desarrollar la idea de una transicional
“socialización del mercado”, en el plano de la circulación de bienes y servicios.5

La actualización programática y estratégica en curso se da en relación a un conjunto de


investigaciones sobre los temas centrales de la teoría socialista. Por la calidad y los logros de estas
últimas, el esfuerzo intelectual parece más propio de grupos teóricos y académicos de vanguardia,
antes que de una corriente marxista militante, plenamente inserta en la lucha de clases. Los
desarrollos de Ernest Mandel sobre el “capitalismo tardío” que discuten las concepciones
“catastrofistas” propias de buena parte del marxismo revolucionario; la teoría del Estado y la
política, desarrollada por Antoine Artous intentando superar los rasgos instrumentalistas y
funcionalistas presentes en los autores clásicos; los debates sobre el fenómeno burocrático y el
carácter de las formaciones sociales de los países del “socialismo real” en los que participan
muchos de los referentes de la internacional (Bensaïd, Artous, Samary); la actualización de la
teoría del imperialismo y de la dinámica capitalista de pos-guerra que desarrollan Michel Husson o
Francisco Louca; el “eco-socialismo” de Michael Lowy y Daniel Tanuro; el feminismo anti-
capitalista de autoras como Josette Trat, Lidia Cirillo o Cinzia Arruzza; las contribuciones de Éric
Toussaint en torno a la deuda de los países periféricos y la crisis económica; los análisis de Gilbert
Achcar sobre los países árabes y las nuevas relaciones internacionales; son algunas de las
contribuciones fundamentales a la actualización de la teoría socialista que se desarrollaron desde
el seno de la Cuarta internacional y que establecen una dialéctica productiva con la cuestión
central de definir los contornos de la sociedad por la que luchamos y las vías por la que
pretendemos llegar a ella.

La Cuarta Internacional no es, ni nunca fue, una internacional obrera en sentido estricto. Pero aun
siendo una modesta red internacional de corrientes políticas, es el único agrupamiento de la
izquierda revolucionaria de su tipo a nivel internacional – a diferencia de la mayoría de las
“facciones” internacionales de las corrientes trotskistas, basadas en el dominio de un partido
nacional y pequeñas “sucursales” en un puñado de países. Este capital político y organizativo
constituye un recurso precioso para el actual periodo histórico en el que surgen nuevas
generaciones militantes y establece un marco propicio para empezar a proyectar un nuevo polo

5
La propuesta de un “mercado socializado” tiene su origen en los planteos de Diane Elson. Ver Diane Elson,
“Market Socialism or Socialization of the Market?, NLR 172, Noviembre/diciembre 1988.
internacional que continúe y recree la tradición de las cuatro internacionales históricas, en el
actual contexto de crisis sistémica del capitalismo. Lejos de toda auto-proclamación, para la CI una
nueva internacional anticapitalista de masas sólo puede surgir en base a nuevos eventos históricos
y procesos fundacionales de la lucha de clases que permitan reagrupar, sobre una compresión
común del periodo, a un conjunto de formaciones de diferentes orígenes: trotskistas de distinto
tipo, libertarios, nacionalistas radicales, sindicalistas revolucionarios, reformistas de izquierda. En
ausencia de estos hechos fundacionales, es necesario fortalecer la CI y contribuir a los procesos de
reagrupamientos sociales y políticos realmente existentes en distintas partes del mundo, más allá
de sus limitaciones, como son el Foro Social Mundial (FSM), la Conferencia europea de la Izquierda
Anticapitalista o el Alba de los movimientos sociales en América Latina.

La crisis de algunas de las principales secciones nacionales (fundamentalmente, los problemas en


la construcción del NPA francés, la cara más visible del proyecto de la Internacional) es
acompañada por un momento fértil en el desarrollo de la inserción internacional. En un periodo
donde la tarea prioritaria es la recomposición del proyecto emancipatorio, cobra particular
importancia la capacidad para contribuir a la actualización programática y teórica del movimiento
socialista. Los avances en el plano teórico y estratégico que antes describimos, permitieron que la
CI se coloque como una referencia ideológica atractiva para una porción no despreciable de la
militancia anti-capitalista de distintas procedencias. Eso le permitió sobrevivir al periodo negro de
1985-1995, donde reinó el escepticismo, la descomposición y la desmoralización en las filas de la
izquierda revolucionaria.

Otros aspectos que dinamizan la recomposición internacional son el tipo de funcionamiento


organizativo y la cultura política que caracterizan a la Internacional desde hace varias décadas: una
metodología democrática, pluralista y federativa. La CI decidió, hace ya muchos años, dejar de
concebirse como el "partido mundial de la revolución” tal como pretendiera Trotsky en su
fundación. Esto la diferencia de todos los otros agrupamientos provenientes del trotskismo que
pretenden aplicar un centralismo estricto a nivel internacional, absolutamente implausible e
indeseable en las condiciones actuales. La Internacional no impone decisiones o políticas a sus
secciones o partidarios, sobre todo cuando se trata de la cuestión de la orientación a nivel
nacional. Muy lejos de la cultura del monolitismo ideológico propio del estalinismo y de buena
parte de la izquierda revolucionaria, la CI promueve el derecho de tendencia y la capacidad de las
minorías de expresarse públicamente. Por esto resulta moneda corriente la existencia de debates
internos que se desarrollan de forma pública y abierta, como sucede actualmente, por ejemplo,
entre la mayoría de la Internacional y su sección griega en torno a la posición a adoptar frente a
SYRIZA. Esto le permite a la CI impulsar experiencias conjuntas sin imposiciones con
agrupamientos provenientes de diferentes tradiciones políticas pero que coinciden en una
caracterización común del periodo histórico y de las tareas centrales a llevar a cabo.

La fuerza de la Cuarta Internacional durante el último periodo reside en su capacidad para estar
estrechamente ligada a los nuevos fenómenos de radicalización y a los movimientos sociales
emergentes. Su papel central en el movimiento altermundialista, en los foros sociales mundiales,
en los indignados europeos, en el activismo de disidencia sexual y la lucha ecologista, es muestra
de ello. Esta capacidad se basa en una forma de intervención política en los movimientos alejada
del vanguardismo y el sectarismo, lo que le permite empalmar con fenómenos que ponen en el
centro de sus preocupaciones la cuestión democrática y la crítica al verticalismo burocrático. A su
vez, tal apertura hacia las jóvenes camadas militantes fue facilitada por la disposición a llevar a un
terreno teórico a las nuevas problemáticas que plantean los movimientos sociales y articularlas
con la tradición del marxismo crítico.

Es evidencia de la recomposición organizativa de la CI el importantísimo desarrollo alcanzado en


Asia, de un formidable valor en términos históricos considerando la relocalización del centro de
gravedad del capitalismo hacia la bahía del pacífico y la enorme clase obrera que se está
desarrollando en esa geografía. Durante los últimos dos congresos mundiales, el Partido
Revolucionario de los Trabajadores - Mindanao (GTR-M) de Filipinas, el Partido Comunista de
Bangladesh - Marxista Leninista (CPB-ML), el NSSP en Sri Lanka y el Partido de la Liberación del
Pueblo (PLP) en Indonesia se convirtieron en secciones oficiales o en observadores permanentes.
Luego de setenta años de existencia de la Internacional, en el último congreso mundial se
incorporó, por primera vez, una organización anticapitalista de Rusia como sección oficial
(Vperev). También los partidarios de la CI son un componente fundamental dentro del
recientemente conformado Partido de los Trabajadores Awami de Pakistan, de más de veinte mil
militantes. Estos ejemplos expresan la capacidad para interactuar y construir síntesis ideológicas y
organizativas con corrientes provenientes de diversos orígenes, más allá de los marcos estrechos
del trotskismo histórico. En Asia, por ejemplo, el grueso de las corrientes revolucionarias
provienen de alguna variante del maoísmo, así como en América Latina es fundamental el dialogo
con las tradiciones del nacionalismo revolucionario.
En Europa, América Latina y el mundo anglosajón están en proceso de acercamiento corrientes
provenientes de otras tradiciones del trotskismo, como algunos grupos que rompieron con la IST
(Tendencia Socialista Internacional, afectada por la enorme crisis del SWP británico, su sección
principal) o grupos del tronco “morenista” en Latinoamérica. En este último caso, es destacable la
incorporación como observador permanente de Marea Socialista de Venezuela, una de las
principales corrientes de la izquierda marxista inserta en el proceso bolivariano. También están en
proceso de incorporación a la Internacional la mayoría de las corrientes del ala izquierda del PSOL
de Brasil (Partido Socialismo y Libertad). Recientemente se conformó, al interior de este partido,
una nueva corriente política vinculada a la CI– Insurgencia –, fruto de la unificación de varias
tendencias y al calor de las fuertes movilizaciones sociales de 2013. La sección mexicana, por su
parte, tiene una participación destacada en la construcción de la OPT (Organización Política de los
Trabajadores), formación convocada por el histórico y combativo sindicato de electricistas y que
sienta las bases para una recomposición política en el complejo contexto mexicano. En Argentina y
Chile, por su lado, donde los últimos grupos con relaciones estables con la CI fueron el PRT y el
MIR en los años setenta, surgen actualmente nuevos y jóvenes núcleos militantes, provenientes
principalmente de los movimientos sociales, que encuentran en el patrimonio teórico y
programático de la Internacional una referencia ideológica decisiva para su evolución hacia la
“cuestión política”.

Volvemos a vivir tiempos interesantes. En el contexto de la mayor crisis capitalista que sufre el
planeta desde los años treinta, las rebeliones latinoamericanas y los gobiernos “anti-imperialistas”
de Venezuela y Bolivia; la “primavera árabe” y las revoluciones políticas que derriban viejos
regímenes autocráticos y autoritarios; la lenta emergencia de una “nueva izquierda radical”
europea al compás de las luchas contra la austeridad y la Troika (BM, FMI, CE), establecen
coordenadas propicias para la reconstrucción de un proyecto socialista, democrático, ecológico,
feminista y libertario, para nuestro siglo.

Sin embargo, las dificultades no son pocas. En Europa, pese a la crisis, la relación de fuerzas es
desfavorable para la izquierda revolucionaria. El retroceso de la socialdemocracia es capitalizado
por el momento por direcciones reformistas de izquierda, como Die Linke en Alemania, el Front de
Gauche de Jean-Luc Mélenchon en Francia o Izquierda Unida en el Estado español. La profundidad
de la crisis politiza a sectores sociales más amplios pero beneficia electoralmente a las corrientes
“reformistas de izquierda”, debido a la presión que ejercen los sectores populares hacia soluciones
rápidas y defensivas ante los daños sociales provocados por las políticas neoliberales. La coyuntura
y las posibilidades de relacionamiento entre las corrientes revolucionarias y estas formaciones
reformistas casi no dejan margen para un “camino recto”, entre el sectarismo y la adaptación. Un
ejemplo posible, aunque difícilmente generalizable, es el de SYRIZA en Grecia, donde importantes
corrientes anticapitalistas son parte protagonista de esta amplia coalición que disputa facciones
de masas, a la vez que da una dura lucha política a su interior contra los sectores reformistas y
vacilantes. Aun así, la experiencia de SYRIZA tiene sus fuertes dificultades. Preparándose para
recibir el gobierno, su dirección modera progresivamente el discurso y multiplica las garantías
hacia las clases dominantes, frente a la resistencia que le oponen las corrientes anticapitalistas
que intervienen en su interior y en el contexto de una fuerte presión social por mantener un
programa de ruptura con “la troika”. El resultado de esta lucha política va a impactar fuertemente
en el anhelo de los movimientos sociales europeos de enfrentar la crisis y los programas de
austeridad con alguna perspectiva de éxito. Más en general, los problemas en la construcción de
partidos amplios no son menores. Con ellos, se ensancha el campo de intervención para las
corrientes revolucionarias, pero en un marco organizativo de difícil estabilización. Las formaciones
políticas amplias no siempre son lo suficientemente valiosas como para sobrevivir ante algún error
táctico. En la percepción de las corrientes integrantes, el instrumento construido no
necesariamente es más importante que la posibilidad de poner a prueba en el corto plazo la
propia posición política.

En Latinoamérica, los procesos radicales de Venezuela y Bolivia impulsan la experiencia política de


las masas y se instituyen como el contexto inestable para una profunda radicalización social pero,
por otro lado, también reproducen muchas de las limitaciones características de los procesos
nacionalistas. En la medida en que no se concrete una ruptura más decisiva con el Estado burgués,
la ambivalencia frente a las clases dominantes y el imperialismo es inevitable. Y, a su vez, se agrava
la posibilidad siempre presente de invertir la dialéctica positiva con la movilización de masas en
beneficio de una relación de “participación pasiva”, característica de los fenómenos bonapartistas.
En Asia y Medio Oriente, las corrientes anticapitalistas se enfrentan simultáneamente al doble
peligro que representan la dominación imperialista y el fundamentalismo islámico, en el contexto
de procesos revolucionarios en los países árabes pero amenazados por enormes dificultades como
lo atestigua el golpe de estado en Egipto en 2013.
La construcción de las organizaciones revolucionarias del próximo periodo requiere del contacto y
la “fusión” de las corrientes marxistas radicales con la nueva vanguardia que surge en los procesos
sociales actuales: un activismo joven, huérfano de referentes teóricos definidos, intuitivamente
anti-capitalista, anti-burocrático y fuertemente implicado en los nuevos movimientos sociales. Los
militantes de la nueva generación que nos encontramos con el patrimonio programático,
estratégico y organizativo de “la Cuarta”, bien podríamos hacer propias las palabras con las que
Andreu Coll describió su “descubrimiento de Bensaïd”:

Ambos encuentros, con Bensaïd y con la corriente que tan bien representaba, fueron para mí y para un
reducidísimo grupo de camaradas poco menos que “salir del armario”. Lo que hasta entonces eran
intuiciones, sentimientos, ideas embrionarias, frustraciones, desconfianzas, deseos, recelos, esperanzas…
existía en forma de elaboración teórica, iniciativa política, continuidad militante, relevo generacional,
conciencia y experiencia. De mayo del 68 no sólo quedaban los beatniks arrepentidos y los partidos obreros
“realistas” que se habían vendido por un plato de lentejas: existía una corriente revolucionaria que había
sobrevivido a la debacle impulsando las nuevas luchas y resistencias a la vez que actualizaba su pensamiento
y transmitía sus sólidas raíces en la historia del movimiento obrero a una nueva generación militante (Andreu
Coll, 2010).

La grandeza del esfuerzo realizado por la dirección colectiva de la Internacional durante el último
periodo, no debe desconocer las dificultades y la magnitud de la tarea. Los compañeros de “la
Cuarta” han ayudado a la apertura de un nuevo comienzo. Ni más, ni menos. La nueva generación
todavía no ha enfrentado revoluciones sociales pero sí comienza a toparse con procesos intensos y
crecientes de confrontación de clase, en el marco del agotamiento de la onda larga neoliberal y de
la mayor crisis capitalista desde los treinta. Para reconstruirse en mejores condiciones, las actuales
hipótesis estratégicas y los nuevos formatos organizativos deberán “falsarse” en ese campo de
experimentación, de ensayo-y-error, que es la lucha de clases. En eso estamos.

Bibliografía

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