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Vivimos en un mundo de miseria.

Claro está, la gran mayoría de las personas


no tiene las mínimas necesidades básicas satisfechas. Pero está también la
miseria del que consume desmesuradamente sin atender al daño ambiental
que contribuye a generar. Si fuera sólo eso…

Los lujos de nuestros padres son nuestras


necesidades.

Nunca como hoy el hombre ha tenido a su disposición medios materiales tan


eficaces, pero nunca como hoy el hombre se ha visto a sí mismo tan privado de
valores que le confieran sentido a su vida.

La funcionalización de la vida nos ha convertido en meros engranajes de un


sistema alocativo-productivo y nuestros sentidos de pertenencia y esencia se
ha limitado al lugar que nos corresponde en determinado segmento del
mercado. Tal como los muertos, somos parte de un nicho que las empresas
buscan conquistar.

Trabajamos en lo que odiamos para consumir lo que


no necesitamos.

La sociedad moderna se ha encargado de producir gente enferma para tener


una economía sana al servicio de la reproducción del consumismo.

Nos hemos convertido en productores, consumidores, estadísticas, horas de


trabajo y cifras, y en esa transformación los sueños de democracia real, liber-
tad, solidaridad y ciudadanía han dado paso a una vida cotidiana colmada de
agresividad, codicia y competencia que nos produce un sentimiento de depre-
sión, de soledad y pérdida de sentido, una vida que sólo se realiza al penetrar
los umbrales de los supermercados y los shopping centers.

El fomento y la expansión de las necesidades es la antítesis de la sabiduría y la


libertad, ya que incrementa la dependencia y el temor existencial. El modelo
productivista de pensamiento, que aún hoy pervive, ha servido al consumo
(como etapa final en el proceso de producción) y no al consumidor, que está
cada vez más inmerso en esa miseria que origina la ausencia de sentidos y
significados, la miseria de la indiferencia, la apatía, de la falta de solidaridad y
tolerancia entre las personas.

Peor aún, el actual modelo elefantiásico ha transformado en seres desechables


a todos aquellos que no posean acceso al crédito, es decir a los pobres, por
sus escasos niveles de ingreso; los ancianos y enfermos terminales, por la
esperanza de vida limitada que tienen y las minorías étnicas de muchos
pueblos originarios, por estar al margen de la marea consumista y desplazados
de la geografía. Es importante detenerse a pensar en esto por un instante…
Hay sociedades “pobres” que tienen demasiado
poco, pero me pregunto, ¿dónde está la sociedad
“rica” que diga: ¡¡Ya tenemos suficiente, ahora
queremos dar!!

Hemos llegado a una instancia en que debemos buscar como sociedad global
la forma de, cómo dijo Ernst Schumacher, “maximizar las satisfacciones
humanas por medio de un modelo óptimo de consumo y no maximizar el
consumo por medio de un modelo óptimo de producción” .

Vivimos en el mundo de la diversión, de la búsqueda


de la evasión.
Divertirse proviene del latín divertere, que significa
alejarse, ir más allá, evadirse.
Todo aparece de improviso y desaparece
velozmente.
Se busca la rapidez, la superficialidad del impacto
emotivo y toda la cultura se termina reduciendo al
aislamiento del “zapping”, a la búsqueda de lo
evanescente, de lo insustancial y, en ese proceso, la
miseria se extiende a todos los órdenes de la vida.

El hombre, cosificado en audiencia, desfallece ante la velocidad misma del


hombre y se hace incapaz de recordar las atrocidades ante el bombardeo
continuo de banalidades. Pasamos horas frente al televisor y así aprendemos
que la pasividad ilusoria es LA forma de relación con el mundo.

Los “reality shows” y los “talk shows” reflejan el esfuerzo por acercarse
brutalmente a las dimensiones de la vida privada.
Nos atraen porque desesperadamente queremos saber quiénes somos, obser-
vando lo que les sucede a otros, que a su vez no son. Por supuesto que hay
buenos programas de televisión que enseñan, informan y ayudan a pensar,
pero son aquellos que no vemos. Los mecanismos de producción cultural
proponen una identidad precaria, mutable, desintegrada y anómica.

Nos gratifica el éxito inmediato, se cultiva lo ilusorio y


lo esencialmente falso.

Por eso intentamos reflejar nuestro estatus en las marcas que consumimos
para reconocernos y ser reconocidos por los demás, sin atender al verdadero
encuentro entre los seres humanos, a la comunión espiritual más profunda.

En la sociedad occidental, la sociedad actual, poseer riqueza material y poder


de compra no es precisamente sinónimo de felicidad y, menos aún, de
plenitud.

Si una persona se esfuerza por alcanzar un cierto nivel de opulencia, creyendo


que la riqueza la hará más feliz, cuando lo logre proyectará escalar a otro nivel
y así sucesivamente.

La búsqueda de logros materiales tiene el límite de la situación de cada


persona, pero los deseos no; entonces, desde este patrón de comportamiento,
a pesar de lo que se posea, siempre habrá insatisfacción y vacío existencial.
Somos como hamsters, corremos y corremos hacia un horizonte que nunca
alcanzaremos con el consiguiente daño ecológico que ello implica.

La búsqueda desenfrenada de bienes materiales, lejos de proveernos plenitud,


desvía nuestras energías haciendo que nuestra sensibilidad hacia valores
como la amistad, el trabajo comunitario, la introspección, el arte, la literatura, la
filosofía, la religión, etc, decrezca. Como decía Tyler Durden (caracterizado por
Brad Pitt) en El Club de la Pelea:
¡¡¡No somos nuestro empleo, no somos el auto que
tengamos, no somos los viajes que hacemos, no
somos el dinero de nuestras billeteras… !!!

A diario, la gente toma píldoras para dormir, para despertarse, para adelgazar,
para la ansiedad, para la depresión, para estimularse, etc. Millones de
personas sufren de depresión.

El consumo de calmantes, antidepresivos, hipnóticos, sedantes, tranquilizantes,


psico-estimulantes, psicotrópicos, ansiolíticos y neurolépticos se incrementa
cada año. Muchos toman Viagra antes de acostarse y Lexotanil, Ritalin, Trapax
o Prozac antes de ir a trabajar.

La farmacoterapia, alimentada por un monstruoso complejo industrial, termina


produciendo dependencia psicológica. Mucho se ha dicho sobre las adicciones.
Adicciones al alcohol, al tabaco, a las drogas, a las comidas, al sexo,
ciberadictos, trabajólicos, adictos a la TV, etc.

La vida en los centros urbanos nos impone otras adicciones y nos ha habituado
a un estado de conciencia tan apático que nos hemos convertido en adictos a
la mediocridad, a la anomia, al desgano, la indiferencia y la insensibilidad frente
al sufrimiento ajeno.

Vivimos en una sociedad que desalienta la audacia, que pretende


encolumnarnos detrás de las expectativas hedonistas y consumistas que el
modelo productivista nos trata de imponer. Hedonistas, porque parecería que el
máximo objetivo a alcanzar es el placer. Un placer que, al buscar su
satisfacción donde no debe, ensancha la frustración.

No es en un desodorante donde hallaremos la


posibilidad de encontrar a un amigo o amiga, ni en
un automóvil la solución a nuestras inhibiciones ante
el otro sexo.

El éxito estaría en relación directa con el inventario de objetos suntuarios que


se poseen y en esa carrera ilusoria,

Las cosas dejan de servir a las personas, pasando


las personas a ser siervos de las cosas.

En la sociedad actual, la imagen está por encima del pensamiento, se privilegia


lo que se “ve” y no lo que se “es”. Así una 4X4 o una mansión son mucho más
visibles que la ternura, la solidaridad o la honestidad que emanan del buen
corazón.

La radiografía de muchas personas a las que “les va bien” se caracteriza por el


pensamiento moldeable, las convicciones sin firmeza, la pusilanimidad en sus
nulos compromisos, la indiferencia ante la necesidad ajena, el relativismo
moral, la ideología basada en el pragmatismo; suelen tener normas de
conducta basadas en lo que está de moda, en la idolatría de la imagen y tienen
como ideal mostrarse como emblema de la lógica consumista y ser amados por
ella; tienen una vida parecida a una desteñida publicidad televisiva.

link: http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=OhCtAfqJyJk

Hemos perdido de vista aquello que nos hace feliz. Nos gustaría ser más altos,
o más delgados, o más rubios (nunca en el sentido opuesto….). Jamás
estamos satisfechos con el dinero que ganamos y raramente con el trabajo que
hacemos.

La disconformidad no es, en sí misma, mala, ya que puede ser un estímulo


hacia la consecución de logros más positivos. El problema es que la sociedad
mercantil ha inoculado en nosotros un plus de insatisfacción para trans-
formarnos en los ávidos consumidores que el mercado requiere para su
funcionamiento.

La devastadora espiral del consumo que desvela a


la economía de mercado se basa en que nadie esté
conforme con lo que tiene

Dicha insatisfacción, por sutilísimos procedimientos, va en dirección del propio


beneficio de esta espiral. La fe ciega en el dinero y el consumo nos ha hecho
creer en el dogma de los mercados y suponemos que nuestra posición
competitiva en él nos brindará la felicidad que buscamos. El mercado es una
fuerza omnipresente en nuestras vidas. Estamos dominados por las
perecederas experiencias sensuales que nos producen los imperecederos
bienes materiales. El consumo es nuestra droga, nuestro calmante existencial.

Todo este diagnóstico hecho hasta aquí representa sólo síntomas de una
enfermedad esencial. El síndrome más profundo que padecemos es nuestra
apatía espiritual, una pasividad sin ambición ni creatividad, falta de
pensamientos intrépidos y mente clara. Vernos cómo un grupo de víctimas es
signo de ese vacío espiritual.

Es pertinente preguntarnos si la modernización de la


vida, sin ningún tipo de consideración por los valores
humanísticos y espirituales, ha producido resultados
positivos.

Es preciso emprender la fatigosa tarea de indagarnos a nosotros mismos,


entendiendo que somos arte y parte del escandaloso mundo que nos toca
transitar. La cuestión radica en encontrar un camino correcto de desarrollo
individual, que trascienda la negligencia del materialismo y la inmovilidad
tradicionalista que nos llama a aceptar la realidad porque es así.

De lo que se trata es de identificar senderos viables de solución a los colosales


problemas que aquejan a la humanidad, y de descubrir nuevos recorridos para
la vida humana, nuevos continentes en los cuales pueda expresarse la
creatividad individual y colectiva, nuevos espacios y nuevos tiempos para el
desarrollo y la expansión del espíritu humano. Confío en que, a pesar de todo,
en eso estamos.

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