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SACRAMENTOS CAMINO A UNA VIDA EN COMUNIDAD.

Reconociendo que los sacramentos son signos por medio de los cuales Dios
establece una pedagogía1 con la que se da a conocer a los hombres; entonces, debemos
también reconocer que en Jesús no solo se encuentra la plenitud de la revelación2, sino
que también en Él se encuentra presente la vivencia sacramental de la Iglesia que ve en
Jesús la imagen viva de Dios, por tanto Jesús es el sacramento del Padre y sabiendo que
la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, entonces así se ha de entender también la
necesidad de la vivencia sacramental dentro de la Iglesia universal. "En Cristo, el Dios
invisible e inaccesible se hace cercano "El que me ve a mí, está viendo al Padre3"; es la
única realidad que expresa cabalmente lo que Dios es4 y la que asume en plenitud la
experiencia que de Dios puede tener el hombre. De ahí que podamos afirmar que
Jesucristo es el sacramento por excelencia, el sacramento primordial, del que beben todas
las demás realidades sacramentales"

Cristo es considerado con todo derecho como el sacramento primero de Dios, pues
él es Dios de una manera humana y es hombre de una manera divina. Ver a Jesús es ver
a Dios; oír y palpar a Jesús es oír y palpar a Dios5; experimentar a Jesús es experimentar
a Dios mismo. Por eso Jesús puede ser considerado verdaderamente como el sacramento
por excelencia, puesto que él es la realidad única que puede expresar con verdad lo que
es Dios, y porque sólo él puede asumir totalmente lo que en el hombre hay o puede haber
de la experiencia misma de Dios. Jesús es el sacramento vivo de Dios, que contiene,
significa y comunica el amor de Dios para con todos los hombres y mujeres.

Sus gestos, sus acciones, sus palabras, son sacramentos que concretizan el misterio
de la divinidad. Jesús hace visible a Dios a través de su inagotable capacidad de amor, su
renuncia a toda voluntad de poder y de venganza, su identificación con todos los
marginados. "Porque no hay más que un Dios y no hay más que un mediador entre Dios
y los hombres, un hombre, el Mesías Jesús"6. Si los sacramentos son camino y encuentro
de los hombres y mujeres con Dios, es lógico concluir que Cristo, el Hijo de Dios, es el
sacramento original, la fuente, la raíz misma de todo sacramento. Y cada sacramento tiene

1
Práctica educativa o método de enseñanza en un terreno determinado.
2
Conc. Vat. II. Constitución dogmática DV 7.
3
San Juan 14,9
4
San Juan 1,18
5
1 Juan 1,1
6
1 Timoteo 2,5
que ser revelación de Dios, el Dios que se nos ha revelado en Jesús. Por consiguiente, la
celebración de un sacramento tiene que ser siempre manifestación de la presencia y la
cercanía de Jesús a los hombres y mujeres, porque sólo a través de él sabemos quién es
Dios y cómo es Dios.

Todos los signos de la liturgia hacen referencia a Jesús. ¿Por qué? Porque Jesús es
el gran signo de Dios, es el sacramento del padre. A través de Jesús se nos ha manifestado
Dios. A Dios nadie le había visto jamás, pero el hijo nos lo ha revelado. Jesús es la palabra
hecha carne, el camino, la verdad y la vida y quien lo ve, ve al Padre. Era este el
pensamiento de santo Tomás de Aquino, y nos equivocaríamos ciertamente de no
seguirlo. La misión de Cristo se cumple sacramentalmente en la Encarnación, que es
palabra y presencia en el mundo, -en la Pasión, que es revelación, renuncia al mundo -,
en la Resurrección, que es revelación y superación del mundo de Dios.

Lo que la Iglesia recibe de Cristo es la misión misma del Señor, ya lo hemos dicho.
Ahora bien, ésta es sacramental. La comunidad apostólica recibe pues el encargo de
aplicar la Redención adquirida en Jesucristo, significándola por sus palabras y sus actos,
por los vocablos que pronuncia y los gestos que hace. Los actos y las palabras de la misión
serán las mismas palabras y los mismos actos de Cristo, puesto que la Iglesia es su
Cuerpo, que vive de la propia vida del Hijo de Dios, impregnando de su santidad,
irradiando el Espíritu santificador. El Cuerpo de Cristo «obra» Cristo, es acción
sacramental, transmite el Cristo Salvador.

La Tradición cristiana ha conservado todas estas enseñanzas. Para no citar sino una
voz en la cual escuchamos todas las demás, limitémonos a esta frase de Santo Tomás de
Aquino: «Del costado de Cristo dormido en la Cruz han manado todos los sacramentos
de que está constituida la Iglesia (quibus fabricatur Eclesial)». En efecto, es en el Misterio
de Jesucristo donde tiene sus raíces el poder santificador de la Iglesia; es en este
acontecimiento, doloroso y glorioso a la vez, donde la Ekklesia primitiva se convirtió en
comunidad sacramental.

Por los sacramentos de la iniciación cristiana, los hombres, «libres del poder de las
tinieblas, muertos, sepultados y resucitados con Cristo, reciben el Espíritu de los hijos de
adopción y celebran con todo el pueblo de Dios el memorial de la Muerte y Resurrección
del Señor»7.

En efecto, incorporados a Cristo por el Bautismo, constituyen el pueblo de Dios,


reciben el perdón de todos sus pecados, y pasan de la condición humana en que nacen
como hijos del primer Adán al estado de hijos adoptivos8, convertidos en una nueva
criatura por el agua y el Espíritu Santo. Por esto se llaman y son hijos de Dios. Marcados
luego en la Confirmación por el don del Espíritu, son más perfectamente configurados al
Señor y llenos del Espíritu Santo, a fin de que, dando testimonio de él ante el mundo,
«cooperen a la expansión y dilatación del Cuerpo de Cristo para llevarlo cuanto antes a
su plenitud»9.

Finalmente, participando en la asamblea eucarística, comen la carne del hijo del


hombre y beben su sangre, a fin de recibir la vida eterna y expresar la unidad del pueblo
de Dios; y ofreciéndose a sí mismos con Cristo, contribuyen al sacrificio universal en el
cual se ofrece a Dios, a través del Sumo Sacerdote, toda la Ciudad misma redimida10; y
piden que, por una efusión más plena del Espíritu Santo, «llegue todo el género humano
a la unidad de la familia de Dios»11. Por tanto, los tres sacramentos de la iniciación
cristiana se ordenan entre sí para llevar a su pleno desarrollo a los fieles, que ejercen la
misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo»12.

Al proponernos vivir la vida cristiana junto con muchas realidades profundas y


entusiasmantes también experimentamos nuestra fragilidad, experimentamos que solos
no podemos, que necesitamos de la fuerza de la familia, de la comunidad o de un grupo
de amigos en el Señor que en comunión de ideales recorran con nosotros el mismo
camino, hermanos en la fe en quienes puedo apoyarme confiadamente, que sean capaces
de sostenerme cuando parece que voy a caer o de ayudarme a levantarme si caigo, a
quienes yo mismo sea capaz de sostener o ayudar a levantarse si son frágiles. La amistad
y comunión con personas con las que podemos compartir y vivir nuestra vida cristiana es
una enorme bendición, firme apoyo para poder perseverar en nuestros empeños por ser

7
Conc. Vat. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, Ad gentes, n. 14.
8
Rom. 8,15; Gál. 4,5; cfr. Conc. Trid., Sesión VI, Decreto sobre la justificación, cap. 4; Dez. 796 (1524).
9
Cfr. Conc. Vat.II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, Ad gentes, n. 36.
10
S. Agustín, De Civitate Dei, X, 6: PL. 41, 284; Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia,
Lumen gentium, n. 11; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, Presbyterorum ordinis, n. 2.
11
Cfr. Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 28.
12
Cfr. ibid., n. 31.
santos y en nuestros afanes apostólicos. Pero aún esto sería insuficiente si no me nutro de
la fuerza que viene de lo Alto. En este sentido cada uno de nosotros es -usando la
comparación del Señor Jesús-como un sarmiento de la vid, que es Él.

Separado de la vid, el sarmiento se priva de la savia vivificante que impulsa su


crecimiento y despliegue, y con el tiempo se seca y se marchita. No son pocas las veces
que, al pensar en el fondo, aunque con mis labios diga otra cosa, que mi santidad es fruto
de mí solo esfuerzo me siento descorazonado ante mis propias debilidades. Tampoco son
escasas las veces que al pensar que el producir frutos de apostolado sólo depende de mi
empeño, de mis habilidades, de mis talentos, al confiar sólo en mis propias fuerzas y
capacidades, por los fracasos que experimenté no tardé en caer en la frustración, en
desánimo, en desaliento. Acabo "convenciéndome" de que la santidad, "si bien es un ideal
muy bonito, para mí es imposible alcanzarlo". ¡Cuántas veces, al apartarnos del Señor,
nos hemos experimentado así: secándonos y marchitándonos interiormente, vacíos, tristes
y solos!

De estas experiencias de debilidad y fragilidad debemos aprender a ser humildes y


a confiar más en Él que en nuestras propias fuerzas. También a nosotros el Señor nos dice
como a San Pablo: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza».
Quien permanece en Cristo se nutre de esa gracia y así se hace fuerte. Desde ese don y
desde la propia cooperación libre con la gracia, que es indispensable, cada uno se
despliega y -a pesar de su fragilidad y pequeñez- da fruto abundante de conversión, de
santidad y de apostolado. Junto con ello experimenta una alegría desbordante en su
corazón.

El Señor Jesús es, pues, la fuente de una fuerza sobrenatural que en el camino de la
vida cristiana nos sostiene y fortalece, nos nutre y vivifica, nos transforma interiormente
-siempre contando con nuestra libre e indispensable cooperación- y nos ayuda a
"amorizarnos" por el sendero de la piedad filial. Esta fuerza del Señor, que es derramada
en nosotros por su Espíritu, la llamamos gracia. La gracia es como esa savia vital que se
nos comunica tanto por medios ordinarios como también por medios extraordinarios. Los
medios ordinarios son los sacramentos que, instituidos por el Señor mismo y confiados a
su Iglesia para su administración, nos comunican indefectiblemente la gracia que
significan.

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