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LO EFÍMERO Y EL EFECTO-MADRE:

TRANSMISIONES DE LO FEMENINO

Dominique GUYOMARD

(Traducido del francés por Silvia Hernández y Roberto Aceituno)

1
Introducción

En este libro he intentado reflexionar acerca de los vínculos entre el narcisismo


femenino y lo pulsional. Tanto en la pasión amorosa como en el riesgo de desaparición
vinculado a una situación de rivalidad, los puntos de enraizamiento de la pulsión
participan de una memoria que hace eco a lo materno y a su creación.

Emprendo estas reflexiones con la hipótesis de una especificidad pulsional que actúa en
lo materno como registro particular de una transmisión de lo femenino.

He querido abrir estas interrogantes a partir de lo que la clínica psicoanalítica me


enseña, siempre en relación a un trabajo con la transferencia, en la conducción de una
cura. Sus variaciones propondrán un recorrido que interrogue la hipótesis señalada
anteriormente. Hipótesis o enigma, en el momento en que me encuentro, se trata para mí
de clarificar lo que se ha puesto bajo la égida de una experiencia fragmentaria –la mía-.
Me siento en deuda con quienes quieran acompañarme con su lectura en esta
aproximación1.

Tanto en el campo institucional como en la intimidad del diván, hace más de treinta
años que los temas del vínculo precoz y sus consecuencias psíquicas han despertado mi
interés. La clínica de la transferencia y su elaboración permiten reflexionar sobre lo que
actúa en la memoria inconsciente que organiza la realidad psíquica en el transcurso de
un análisis. A lo largo de la escucha de historias atravesadas por dificultades vinculadas
a heridas narcisistas, identitarias, y a fracasos de la transmisión, han aparecido las
siguientes preguntas:

¿Qué es una madre? ¿Cómo llegar a serlo? ¿Cómo entrar en este vínculo que es lo
materno? ¿Qué diferencias de registros psíquicos implican estas preguntas
aparentemente simples? ¿Qué consecuencias de identificación para una niña y su
narcisismo de mujer provocan las distintas modalidades de vínculo con la madre?

Me ha parecido importante diferenciar la madre de lo materno, y dar al encuentro de una


madre y un hijo toda su amplitud, tanto en la alegría como en las dificultades de ese real
que es el alumbramiento. En efecto, lo materno no es solamente una madre y un hijo:
¡remite a toda una historia! Historia de deseos, conscientes e inconscientes, y de
identificaciones. Ahí toda una genealogía es convocada: con sus memorias, sus heridas,
sus tiempos de alegría y una esperanza de futuro. Lo materno es un registro psíquico

1
Quiero agradecer particularmente a uno de mis primeros lectores: Jacques André, cuya atención vigilante
y amistosa permitió la publicación de este libro.

2
que es necesario considerar en su consistencia específica, diferenciándolo de lo que es
una madre.

He querido interrogar el trabajo de la pulsión que opera en este registro para captar en
este punto de intensidad vital la fragilidad del vínculo de lo femenino con lo materno, y
la necesidad para una mujer de subjetivar lo pulsional que es esencial para la vida, para
el dar a luz. Esta necesidad también puede, en la violencia de la efracción que
caracteriza la pulsión, arrastrar y deshacer las identificaciones que acompañan la
creación del vínculo madre-hijo. Es así como me he visto obligada a pensar de otro
modo el narcisismo que participa del encuentro de una madre con su hijo. Ha sido
necesario entonces distinguirla madre y lo materno, distinción que las sitúa en la
diferencia de registro entre vínculo y relación. Lo materno es el registro del vínculo, del
narcisismo del vínculo. Esta modalidad narcísica debe diferenciarse de un narcisismo
que se constituye a partir de una relación con el objeto, con el objeto en la relación. En
efecto, se trata de diferenciar lo materno, como registro específico de este vínculo, de la
madre-objeto en la relación ligada al proceso de identificación. Así, el narcisismo del
vínculo no puede ser un narcisismo del objeto.

Es necesario destacar, para que no exista equívoco alguno, que, para existir, ¡este campo
materno no implica la ausencia de los demás registros psíquicos del sujeto!

Les es subyacente al tiempo psíquico particular de la llegada al mundo de un pequeño


ser humano.

Situarse del lado de la madre me ha llevado a cuestionar del lado del hijo la relación con
el objeto, con el objeto-madre, y a diferenciar sus diversos aspectos. En esta
perspectiva, el narcisismo es también narcisismo del vínculo y no sólo del objeto.
Asimismo, la necesidad narcisística pasa, en el campo materno, por evadir el objeto. Es
un modo de protección.

Esta distinción impone explicitar el estatuto del objeto en el registro materno. El


concepto de objeto no puede dar cuenta de la acogida específica propia a la envoltura
maternante, en un espacio que, para consistir, supone la ausencia de objeto en ese
campo investido pulsionalmente. ¡No hay objeto para la pulsión!

Las metáforas de envoltura, de tejido, que muchas veces expresan lo que se vive en este
vínculo, evocan lo que sólo puede aprehenderse espacialmente y no en una relación de
objeto. Este espacio materno, geografía del vínculo, es tierra de acogida para el
encuentro madre-hijo.

La relación madre-hijo, vinculada al registro materno, es creadora de un femenino


posible de ser transmitido. Así, el narcisismo de una mujer no está sometido en la
inmediatez del vínculo a la problemática del objeto. Este rasgo específico de lo
femenino me ha permitido volver a interrogar la noción freudiana de cambio de objeto.
Lo femenino vinculado a lo materno sostiene la identidad de mujer, sin que por ello esta
relación sea su única detentora. La erotización del vínculo garantiza su transmisión. En
efecto, es necesario que este placer del vínculo tenga lugar para constituirse como
vínculo narcisisante, y su destete debe ser la garantía de una transmisión posible, pues
su ausencia produce un goce que lo anula. Estas diferentes constataciones y su
elaboración me han parecido evidentes para aprehender aquello que el recorrido de una

3
mujer despliega para conquistar su identidad y que le permite franquear las resistencias
del discurso social para hacer escuchar su voz y producir su reconocimiento. La
condena a las madres, tanto como su adulación, me parece que clausuran todo
cuestionamiento sobre la especificidad de lo materno en su vínculo con lo femenino. La
represión de la voz de lo femenino, en tanto resulta demasiado peligrosa, se asocia a la
fascinación por el canto de las sirenas, porque es extrañamente inquietante. ¿Cómo
escuchar de otro modo a las mujeres, a las madres y a las hijas? Para mí no se trataría –
¡y esto es siempre actual!- de actuar en la repetición de lo ya comprendido y cerrado,
sino de intentar abrir un camino para esta escucha. Y ahí donde las cosas parecían
demasiado evidentes, intentar otorgarles un nuevo estatuto. Puesto que no se trata de
una simple reivindicación, me ha sido necesario proponer el testimonio de una
búsqueda: aquella que proveniente de la clínica y de la necesidad de pensarla, se ha
elaborado en el a posteriori1 de las curas y en la singularidad de cada historia. Este
tiempo de elaboración supone también una posición transferencial lo más cercana a la
sorpresa frente a la palabra y a la creatividad de un sujeto. La responsabilidad del
analista oscila entre la protección necesaria para la causa de un sujeto (aquello que para
Winnicott constituía el tiempo de psicoterapia que hace posible el análisis y su
continuidad) y el compromiso de interrogar a los demonios, lo que puede a veces rozar
la persecución para nuestros pacientes. Así fui convocada por problemáticas diferentes
en múltiples direcciones. Y siempre volvieron las preguntas por el objeto y el
narcisismo, la alteridad y la castración. Estas preguntas de voces plurales cruzaron mis
propios cuestionamientos relacionados con lo femenino de una mujer y sus
representaciones.

¿Qué es ser una hija para una madre y de qué mujer en devenir este vínculo puede ser
promesa?

Mi trabajo, solitario pero en compañía, encontró en la amistad la pasión compartida por


el análisis2.

Espero aportar con este ensayo mi humilde contribución a lo femenino y a su invención.

1
(Nota de la trad.): aquí, y en diversos momentos del texto, se traducirá la expresión francesa “après-
coup” como “a posteriori”, a falta de una expresión en castellano más precisa.
2
Es necesario destacar aquí la amistad de mis colegas Sylvie Sesé-Léger y Liliane Gherchanoc, con
quienes compartir y contrastar nuestras diferentes vías de investigación animaron siempre nuestro
seminario en común, Le féminin en question (Lo femenino en cuestión).

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Capítulo I

Baby-blues:
el encuentro y la creación del vínculo

¿Por qué baby blues? Esta expresión familiar podría parecer una broma. Sin embargo,
en ningún caso su significado puede entenderse así. ¿De qué se trata? ¿A qué tiempo
específico de la maternidad se refiere?

Se trata de un tiempo equivalente al de un duelo psíquico: duelo de lo que habría que


dejar ir para que exista el encuentro de una madre con su hijo.

Mi propósito se refiere a ese tiempo psíquico, particular y necesario, que no se vive


obligatoriamente de forma consciente pero que es emblemático de la creación del
vínculo madre-hijo. Tiempo que interroga la transmisión de lo materno tomado en el
cuerpo de lo femenino.

Para dar a esta indagación todo su despliegue, quisiera explorar lo que se relaciona con
el trabajo psíquico inconsciente denominado baby-blues, antes de proponer algunos
fragmentos de una cura con un hijo y sus padres.

El camino a seguir, para el futuro del hijo y su relación con su madre, es este paso, este
salto de un registro a otro que puede entenderse como pasaje – y transformación - del
vínculo a la relación. Pero todavía es necesario, para una madre y un hijo, poder acceder
a este vínculo para después abandonarlo, manteniendo al mismo tiempo la huella
narcísica que lo caracteriza. Huella, pues es memoria de un narcisismo del vínculo.

Vamos entonces a interrogar este tiempo llamado baby-blues como un tiempo que
circunscribe esta entrada en el vínculo materno, vínculo que preside la creación y el
encuentro de una madre y un hijo.

Me remito aquí, para una descripción sólida y precisa de este tiempo particular, a un
texto de Kathy Saada, Le baby-blues, donde describe lo que siente una parturienta
después de haber dado a luz1: «Inquietante extrañeza. Percepción sin representaciones.
Un momento de desamparo, al borde de la subjetividad. Llora sin saber por qué… No se
siente capaz de ocuparse de su hijo. Tiene ganas de apartar a su hijo de ella, de retirarse
en su cama.»

1
Kathy Saasa, “Le baby-blues”, conferencia realizada durante un encuentro en Túnez en mayo de 1999
entre el grupo Réciproques y un servicio de psiquiatría pediátrica.

5
¿Podríamos escuchar en esta retirada los ecos de una memoria de la burbuja madre-hijo
donde la parturienta era el bebé de su madre? Esta hipótesis concierne también al
vínculo madre-hijo y las memorias que lo constituyen.

Dar nacimiento no es sólo transmitir la vida; es traer al mundo, estar ya en el vínculo


con la comunidad humana que acoge al hijo y lo presenta a su madre: comunidad que
enraíza al padre en este tiempo del nacimiento como aquél que reconoce al hijo como
suyo y que restituye también a su compañera su estatuto de mujer deseada. Es al menos
lo deseable … y no siempre evidente.

Este tiempo así llamado baby-blues no hay que confundirlo con una depresión post
partum, que sería más bien su fracaso. No es un acontecimiento patológico. Es un
tiempo psíquico, vivido conscientemente o no, necesario para volver a apropiarse del
deseo como marca por la castración de la alteridad, la nuestra y la de cualquier otro,
tanto el más próximo como el más lejano. Paradójicamente, podríamos pensar el baby-
blues como fuera del tiempo de esta comunidad humana, un tiempo de soledad radical.
El efecto traumático del parto, por definición, cualquiera sean los discursos y el
imaginario que lo rodean, provoca una separación respecto al hijo imaginario. Este
efecto traumático del nacimiento tiene un efecto «vaciante», de vacío –y no solamente
del vientre, del cuerpo de la mujer, sino del vacío en relación al fantasma. La actividad
fantasmática está saturada de la realidad apabullante de estos dos cuerpos: de una mujer
genitora y de un pequeño ser humano. Acontecimiento que puede ser traumático para el
psiquismo de la madre. Traumático en el sentido de una realidad nueva, irreversible e
irrepresentable para la imagen inconsciente del cuerpo de la mujer que da a luz,
cualquiera sean las realidades objetivamente conocidas por ella en relación a su
embarazo.

Lo imaginario del deseo está atravesado en cierto modo por lo pulsional en acto,
necesario y vital para el parto mismo. Allí donde la pulsión barrería el espacio
fantasmático del deseo, ella encuentra el objeto, a la vez, en una especie de choque en
cadena con la derrota de lo imaginario del deseo inconsciente, y en el cara a cara mujer-
bebé. La violencia pulsional va al encuentro del trayecto del deseo, puesto que éste se
encuentra detenido, paralizado por una representación traumatizante: este cara a cara al
cual será necesario confrontar y arrancar palabras para transformarlo en vínculo. Se
trata de un tiempo suspendido, antes de sumergirse en el vínculo de maternaje.

En cierto modo, la pulsión borra el deseo hallándolo como objeto, es decir desprendido
de su adorno imaginario; como si el exceso pulsional, vital para el momento de la
llegada al mundo, desposeyera al deseo inconsciente del imaginario fantasmático que lo
sostenía: imaginario inconsciente en tanto modalidad que teje la relación humanizando
al otro. La pérdida no se inscribe de entrada como firma del deseo. Es la huella de la
pérdida la que concurre para crear el objeto de deseo.

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Ambos registros, de la pulsión y del deseo, se confunden en este suspenso psíquico,
vivido conscientemente o no, en este espacio sin límites y fuera del tiempo.

La identidad del sujeto inconsciente, organizado por el deseo que estructura el fantasma,
se «realiza», «se reifica»; como si se tratase aquí de una escapatoria imposible.

A partir de ahí diversos destinos, en la entrada de este vínculo materno, son posibles.
Destinos que tejen toda vida, tanto las nuestras como las de nuestras y de nuestros
pacientes. Esta escapatoria imposible es también una manera de hablar de este paso, este
salto a otra cosa; es decir, una manera de hablar de lo irreversible y de lo que enfrenta a
toda mujer que trae al mundo un hijo con su mortalidad y la de su hijo. Culpabilidad
indecible, monstruosa, que a veces se manifiesta en el miedo de hacerle daño al bebé, de
tener impulsos violentos: lo imaginario convoca representaciones conscientes que
muchas veces son necesarias para el tejido del vínculo, y paradojalmente
tranquilizadoras, aún si son dolorosas, de esta culpabilidad inherente al hecho mismo de
dar la vida.

El baby-blues es entonces este necesario tiempo de elaboración psíquica que muchas


veces se materializa cronológicamente en una depresión pasajera –vinculada en el
discurso médico a la disminución hormonal y racionalizada como tal.

Se trata también, paradojalmente, de un fuera-del-tiempo, pues rompe la continuidad


psíquica y corporal. Y es debido a que se trata de un tiempo vacío, vacío de identidad,
de identificaciones y de deseos a los cuales está vinculado de manera significativa el
sujeto, que existe esta vacilación (fluctuación).

Esta fluctuación expresa la vacilación que tiene lugar antes de entrar en el vínculo
maternante, antes del encuentro con una madre, la madre de este hijo y el hijo de esta
madre. Ser madre o ser hijo para esta madre no son condiciones dadas de antemano. Las
representaciones «legadas» o no, posibles o no de ser figuradas, no eximen de esta
modalidad particular de creación del vínculo madre-hijo. Hay que ir ahí como
lanzándose al vacío, pues muchas veces es en representaciones de absorción de sí como
se expresa la representación vivida del vínculo. En este vínculo, uno no se encuentra a
medias. No obligatoriamente, pero si se constituye es en esta captura psíquica.
Ocupación, preocupación materna primaria, como se dice. Reconocer a su hijo y
adoptarlo supone una disponibilidad, no solamente del deseo de hijo, que es un
requisito, sino del deseo del vínculo. Y es allí donde una mujer se encuentra
confrontada a una – al menos una - identificación inconsciente que pasa por el terror de
un goce olvidado, pero cuya memoria es reactivada por el momento de su confrontación
con el bebé que ha traído al mundo, y a lo que de ella está vinculado a la memoria del
lactante que ella fue para su madre.

Volvamos un instante sobre dos términos: «terror y goce». Me parece que permiten
nombrar el a posteriori de la represión. Estos son a la vez su marca y lo que, de la

7
represión, da paso a la nostalgia del vínculo e impide su acceso. El placer del vínculo
narcisisante de la díada madre-hijo - placer de la seducción compartida, entregada y
recibida - debe ser efímero para cumplir su función estructurante. Este efecto de madre
es estructurante en tanto efímero1 y en tanto designa lo que está guardado
nostálgicamente como perdido. Desde este punto de vista es también una condición para
hacer huella de lo materno y de lo femenino en una mujer: es decir, es condición de las
identificaciones posibles.

Me parece que esto requiere el desarrollo de dos temas:

1/ la madre, primer objeto de amor;


2/ la transmisión de lo femenino. El poder de las madres.

LA MADRE, PRIMER OBJETO DE AMOR

Si la madre sigue siendo el primer objeto de amor, es esta permanencia de la que se trata
aquí, recubierta por la represión necesaria a la asunción de la relación (de objeto).
Permanencia que está fuera del tiempo fálico, es decir del lado de una constitución
cualquiera del objeto. La homoerotización del vínculo narcisisante, como lugar del
encuentro madre-hijo supone, en el vínculo madre-hija, el feliz reconocimiento de lo
femenino de la hija por parte de la madre. Es en este placer vivido donde una hija
enraíza su propio placer de ser mujer: lo femenino de ella debe ser amado por su madre
para convertirse en feminidad. Feminidad como declinación de un femenino
narcisisado.

Esto equivale a decir que para una hija la huella de lo materno, que sostiene la
transmisión de lo femenino llevado por su madre, tiene un origen y un destino
particulares. Esta especificidad es fuente de metáforas producidas en una resistencia al
discurso falocéntrico, pero que también es organizado por él: es lo que podríamos
llamar, como destino, la metáfora obligada.

Algunas mujeres ¿«tocan» más lo real de su sexo, de su ser femenino, en el parto como
paso sexuado? Paso que supone este tiempo al cual nos hemos referido, tiempo vivido a
destiempo. El parto puede ser vivido como una ruptura de todas las continuidades de
ser, en el sentido que da acceso a un vivir sin metáfora. Es entonces cuando el baby-
blues viene a nombrar y metaforizar el tiempo posible de investidura de lo vivido con
palabras y un discurso que se puede compartir. Lo real, por definición sin metáfora, deja
estupefacta a una mujer en la vivencia a veces traumática del parto, porque cualquiera
sea su acompañamiento descubre un cuerpo que no conocía. No hay «imagen
inconsciente del cuerpo» que la prepare para tal acontecimiento. Lo traumático aquí no

1
[Nota de la Trad.: El efecto de madre (l´effet de mère o, más adelante, effet-mère) permite un juego de
palabras con la homofonía del término l´éphémère: lo efímero. El juego verbal con estos términos está
presente a lo largo de todo este libro y no puede traducirse al castellano.

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es del orden de la destrucción, sino de lo simbólico sin representaciones que une a toda
“parturienta” con su propia madre – y sin duda con todas las madres posibles - en ese
cuerpo: cuerpo que puede dar a luz. A lo real de un cuerpo que es también el de su
madre que la dio a luz: eso no se sabe de antemano, no se dice; se vive y produce lo
simbolizable materno, a condición de que se encuentren las metáforas necesarias para
ello. Metáforas que son su soporte imaginario.

La represión de este paso, en el sentido de «sobre todo, no sentir nada» (por ejemplo,
ser dormida o realizarse una cesárea) da lugar a representaciones de rapto del hijo que
no se ha visto nacer, de extrañeza, o bien de discontinuidad entre el hijo
imaginariamente vivido in utero y aquel que pareciera venir del mundo exterior. Estas
son otras tantas soluciones que metaforizan la ruptura del registro imaginario, necesarias
para acoger a un hijo. Es al precio de estos hallazgos inconscientes, que recubren lo que
llamamos real de ese momento, que se realiza el encuentro de una mujer con su hijo, así
como con la madre en ella que debe inventar para él. Lo que ha encontrado en ese
momento de estupefacción la vuelve a ligar a ese cuerpo de madre que es también el de
su propia madre trayéndola al mundo.1

LA TRANSMISIÓN DE LO FEMENINO Y EL «PODER» DE LAS MADRES

La transmisión de lo femenino entre madre e hija se enfrenta a la dificultad de


elaboración de las identificaciones. La elaboración de un proceso identificatorio
supondría que se constituya la identidad de lo mismo durante esta primera narcisisación
“transitiva” del vínculo madre-hija: de lo idéntico en tanto subyace a la necesaria
ruptura del vínculo. En efecto, es necesario que el vínculo se borre y se inscriba como
nostalgia, para elaborar y constituir el otro materno como objeto. La mismidad de estar
en lo femenino en una y otra debe producir, para no ser peligrosa, la alteridad de una
diferenciación de los cuerpos.

La paradoja del narcisismo inherente al encuentro madre-hijo, que llamo narcisismo del
vínculo, es indisociable en la relación madre-hija de una especie de transitivismo que da
cuenta de la dificultad de la elaboración identificatoria. François Perrier escribía: «algo
específico de la angustia femenina es de origen partenogenético»2.

El poder puede hacer fracasar la transmisión. A veces retiene lo femenino entre madre e
hija, para evitar una rivalidad asesina de lo materno. El poder es en este caso poder de
La Madre, función mítica del poder materno que sólo puede entenderse como función y
no como figura lista para encarnarse. Función que debe respetarse, quedar inalcanzable
para toda hija, para toda mujer y toda madre que va a enraizar ahí su ser madre, pero
también para separarla de este poder mítico. Se trata de designar este poder como

1
Se podría escribir «dando a luz»: lapsus de escritura que dice esta ranura, sexo femenino abriendo(se) a
la vida y al placer del goce sexual.
2
F. Perrier, «L’Amatride», en La Chaussée d’Antin, nueva edición, París, Albin Michel, «Idées». p. 441.

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nostalgia y terror del vínculo, al cual todas y todos han estado sometidos: madre e hijo.
Poder del vínculo entonces. En el parto, lo decíamos anteriormente, para algunas
mujeres y quizá para todas de modo diferente, existe acceso a ello de manera fulgurante.
Una mujer es atravesada entonces por algo que no le pide permiso para existir y que ahí
la engancha. Convocatoria necesaria, muchas veces regocijo, exaltación y (o) dolor
extremo.

Una madre, una mujer que llega a ser madre, ¿no está en la necesidad de repetir lo que
François Perrier llama «la toma a cargo para un sujeto del deseo faltante en el otro»1, es
decir, en este caso, la castración de su madre? Encontrar a esa mujer como una madre –
y no como «la Madre»- para poder a su vez ser madre. «La Madre» está del lado de una
función simbólica, que garantiza la posibilidad para una mujer de ser madre. Toda
madre es para su hijo-hija portadora de esa garantía, pero sólo la encarna como una
madre en la singularidad de una historia. El baby-blues confronta a una mujer – en el
tiempo que circunscribe - con la memoria inconsciente del narcisismo del vínculo. Esta
memoria del vínculo está presente, bajo el modo de una pérdida, allí donde a posteriori
el vínculo arriesga resolverse como goce. Es la memoria que recupera y experimenta
esta mujer cuando llega a ser madre a su vez. El baby-blues repite esta separación, este
desgarro que es también el saber inconsciente tomado en el cuerpo del efímero «goce»
del vínculo que es necesario abandonar, habiendo recorrido su huella, marca fundadora
de identidad.

Esta mujer, al volverse madre, se encuentra con un goce prohibido. Es decir, ella está
impelida a prohibir nuevamente a su madre gozar de ella o, más bien, inhabilitada de
hacer gozar a su madre del bebé que ella fue. La prohibición de ese goce no es de
recordarlo, sino de repetirlo. Es renunciando a estar en el lugar de su origen matricial
que deja lugar al esposo en la habitación de la madre.2

El origen no es, desde luego, partenogenético, ¡aun cuando sabemos que,


fantasmáticamente, todo es posible! Hago intervenir esta simplificación para
comprender algo de la identificación, necesaria y difícil en la medida que está tomada
en lo mismo, pero que la excede a causa del «goce» del vínculo madre-hija en lo que
podría denominar transmisión de lo femenino-materno, inherente al narcisismo del
vínculo mismo.

Es necesario todavía haber reencontrado (o hallado…) la habitación de la madre,


constituida por una madre encarnada, la suya, y la memoria del vínculo. O bien incluso
aquella que se ha logrado inventar a partir de los encuentros de la vida. Es al hijo al que
ahora deja lugar, separado de ella, traído al mundo. Este tiempo del baby-blues es
entonces también el tiempo necesario para aceptar que el hijo la introduzca al vínculo
materno.

1
F. Perrier, ibid., p.456.
2
F. Perrier, «L’Amatride», en La Chaussée d’Antin, nueva edición, París, Albin Michel, «Idées». p. 437.

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A FLOR DE PIEL

En el análisis de niños, muchas veces nos encontramos transferencialmente


«arponeados» por la reproducción de nuestras propias nostalgias1, cuyas huellas
inscriben siempre una espera, o su posibilidad, para los analistas en relación con
nuestros pacientes. Es esta espera inconsciente la que se moviliza en ciertas historias y
con la cual debemos vérnoslas para escuchar a un sujeto. Escuchar, no comprender: el
analista no tiene una posición donde su escucha implicaría la captación comprensiva del
despliegue fantasmático del sujeto. La transferencia es el lugar y el tiempo donde el
acontecimiento psíquico se produce.

Es en la prueba de la transferencia que este saber propio a la experiencia analítica será


una de las condiciones para la invención, el surgimiento del sujeto en un tratamiento. Se
trata entonces de una ética de la transferencia: en efecto, lo que en un tratamiento
constituye al analista para un sujeto no es la omnipotencia de una interpretación. Es
desde el lugar del Otro, otra escena también, donde una palabra producirá, tanto para el
que la escucha como para quien la pronuncia, un saber inconsciente, y que nunca deja
de producir efectos. El psicoanalista nunca sabe a priori. Lo que en una cura lo
determina en su castración, en lo que ésta tiene de simbolígena, con respecto al
conocimiento inconsciente, conocimiento del sujeto dividido, es el a posteriori al cual
se encuentra sometido. ¿Por qué destiempo? Porque es también el tiempo de la
transferencia: el sujeto sufriente golpea nuestro imaginario, nuestros sueños, nuestros
propios significantes, sorprendiéndonos. Y nuestra responsabilidad es ciertamente el
compromiso y el anudamiento transferencial como poder de la cura y condición del
trabajo psíquico.

Flore viene acompañada por sus dos padres. Tiene 2 años y medio. Sufre de un eczema
en las articulaciones, en los pies, en las manos y en el cuello. Tiene la piel en carne viva.
Es una pequeña niña bastante precoz, que ya habla muy bien, tal vez demasiado bien. Es
una niñita viva y de mirada chispeante. Todo en ella hace pensar en la carne viva, en el
fuego fatuo, en una suerte de trepidación que deja poco lugar, en un primer tiempo,
tanto a sus padres como a mí.

Después de su paso, mi despacho queda totalmente caótico: juguetes, lápices, papeles


que estuvieron a su disposición durante la sesión se encuentran desparramados.

Yo misma estoy un poco cansada, pero sin ansiedad, con un fondo de diversión interior.
Le pido a los padres de Flore que la acompañen en forma separada a las sesiones, como
lo deseen, pero no los dos al mismo tiempo. Cada uno me hablará de su propia historia,
en presencia de Flore. Del padre conoceré la historia de su cambio en el momento de la
adolescencia: pérdida de uñas, pestañas y cejas. Muy atento a su hija, él me dirá, este

1
Heidegger: «La nostalgia es el dolor que nos causa la proximidad de lo lejano».

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papá cuya palabra ha sido la portadora de la urgencia en la cual estaba Flore cuando
vino, que ella tiene todavía, esta pequeña niña tan precoz, su expresión de bebé.

¿Es esto una memoria de un tiempo relacional, específico de lo materno? Esta pregunta
insistirá a lo largo de todo el trabajo, formulada como una urgencia que se encuentra
también en espera de sentido. Este padre hablará de la dificultad que ha planteado para
él y su mujer la cercanía de los nacimientos del hermano mayor y de Flora, llegando a
decir que, a su modo de ver como padres, lo masculino y lo femenino de sus hijos en su
diferenciación, hija e hijo, les parecía expresarse en términos de guerra.

Esto remitía a historias de fratrias para uno y otro, y de posiciones parentales en la


generación precedente.

La madre, más silenciosa – ella misma se encontraba, por lo demás, en análisis-,


observaba, con más ansiedad que su marido, el comportamiento de Flore durante la
sesión. En los juegos de Flore, primaba el vestir y desvestir a las pequeñas muñecas que
parecían constituir una familia. Yo pensaba en la piel y en su protección. Incluso a
veces Flore trataba de intercambiar los vestidos de papá, mamá, hermano y hermana.
Dibujaba rápido, contando historias de peces y cocodrilos a toda velocidad.

Después de un tiempo, Flore terminó por escoger y no abandonar más a la pequeña


familia, así como un cesto lleno de lápices que vació y donde instaló las cuatro
muñecas.

Tiempo después, la mamá de Flore, presente ese día en la sesión, se sienta en el diván,
cerca del cojín de la cabecera, muy cerca de mí que estoy sentada en mi sillón. Y
responde a preguntas que me surgen respecto a su hija, así como también en relación a
sus recuerdos de ella misma como niña. ¿Qué tipo de niña había sido cuando pequeña?
Fue entonces cuando, repentinamente, presentó un trastorno de locución. Flore por su
parte, durante ese tiempo en que su madre enfrentaba esa repentina ansiedad, había
tomado los cojines de mi diván para hacerse un rincón, un espacio para ella, instalando
ahí al hermano y la hermana de la familia de muñecas. También había tomado un
pañuelo de papel, que pongo en el cojín de cabeza, para hacer con él las camas del
hermano y de la hermana: camas separadas.

En la sesión siguiente es el padre quien acompaña a Flore. Me dice lo mal que su mujer
había soportado la última sesión, durante del encuentro conmigo. Me había encontrado
intrusiva. El padre era el portavoz de toda una agresividad con respecto a mí.
Paradojalmente, ¡yo había estado no sólo interesada, sino también contenta por lo que
había sucedido durante esa sesión! Había sentido como algo muy importante lo que
Flore había hecho por ella. Lo que por lo demás le expresé a su padre, ya que ¡eso no lo
quitaba para nada del asunto! Me daba cuenta en qué medida el exceso, la reacción viva,
la llamarada, la cólera que había en esa historia necesitaban ser habladas y en especial
enfrentadas.

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A partir de este acontecimiento, donde algo había tenido lugar, Flore retomó el espacio
que había constituido durante la sesión en que su madre había estado allí y cuando su
locución se había perturbado, volviendo a encontrarse con una angustia que se
manifestaba de ese modo en su infancia. La angustia de esta mujer y su agresividad
habían podido dirigirse a la mujer, a la madre, incluso a la abuela que yo podía ser: algo
intervenía que se relacionaba con la filiación y con tres generaciones de mujeres
presentes durante esta sesión.

Después de este encuentro, nunca más hubo caos en mi despacho. Algo se había
situado, calmado. Flore se encontraba y se reencontraba. (Pensemos en Winnicott y su
elaboración respecto a la capacidad de estar solo en presencia del otro). Flore ponía eso
en acción. La tranquilizaba también que pudiera ocuparme de su madre, a pesar de la
agresividad que esto había desencadenado.

Su padre, al acompañarla nuevamente, volvió a insistir sobre la carita de bebé de su hija,


en contraste con la precocidad de su palabra. La historia de Flore fue contada
nuevamente. Durante todo este tiempo y por varias sesiones esta pequeña niña se
comportó como «bebé», llegando incluso al balbuceo.

A lo largo de las sesiones, tomada en una transferencia, fui convocada por la manera
como se tejía la subjetividad de Flore, pero también como se tejía lo materno ahí. Fue el
espacio en que el trastorno de la mamá, síntoma que para ella volvió a surgir en la
sesión, daba cuenta sin duda de una discontinuidad angustiante. En esa aparición
intempestiva ella había recuperado hallazgos de su sufrimiento de niña. Y fueron, por
supuesto, mis preguntas relativas a su infancia las que experimentó de manera muy
intrusiva. Esto hizo surgir en ella una angustia quizás tomada por la mirada de su propia
madre. ¿De una madre vivida como insatisfecha respecto a lo que ella le proponía como
hija?

Me pareció que su pequeña Flore, exigida de tejer y volver a tejer el tejido materno – y
allí sin duda se encontraba la urgencia-, se había puesto a calmar a su mamá en su
capacidad de crecer. Este tejido maternante, que no es sólo el hecho de una madre, este
tiempo de la «maternancia», implica al padre y en particular aquí al papá de Flore. Con
este padre tuvo lugar una sesión, por así decirlo la última.

Hablando de su mujer (a quien protegía mucho también), el papá de Flore la cita: «¡Me
dan demasiadas ganas de besarla!», dice a menudo, hablando de su pequeña hija, «Me
dan demasiadas ganas de besar esa carita de bebé.» ¡Pequeño bebé que habla tan bien!
Este hombre me hace entender el excesivo desborde con el que su mujer expresa este
deseo. Flore, que en ese instante jugaba con la pequeña muñeca, la envuelve con el
pañuelo de papel que utilizo para el cojín de cabecera en el diván, y comienza a dar
besos voraces sobre el rostro de la muñeca: besos voraces al punto que eran
desgarradores, ¡rompiendo también el papel!

13
Besos quemantes, amenazantes sin duda por su carácter excesivo y que no sólo rompían
el papel, sino también el tejido maternante en el cual Flore y su madre se encontraban
tomadas. Esos besos dejaban en la piel de Flora una quemadura, marca de su síntoma y
sello de la angustia materna.

La mamá no se sentía totalmente segura de ser una «buena» madre. Su demanda ansiosa
convocaba un exceso pulsional que impedía su transformación en ternura. Ternura que
podría existir en ciertos momentos, pero que se rompían por el imperativo de acercarse
lo más posible a la imagen materna. Imagen que en un movimiento superyoico llama a
una perfección que anula la palabra. Yo había tenido sin duda para esta mujer una
mirada que, a pesar mío, la esperaba a la vuelta de la esquina. Es así como yo había
movilizado con mis preguntas la memoria de su narcisismo de niña en la mirada de su
madre. Y esto de un modo que ella había sentido como conminatorio, como una
invocación a decir, a nombrar una herida de la cual ella no quería hablar.

Fue en Flore en quien vino a parar la inscripción de esta herida, que era también herida
de la diferencia “guerrera” de los sexos (y que también era para el padre un tema de
piel). Pudo desprenderse de la obligación de tranquilizar a sus padres, y a su madre en
particular (que me había confiado en una sesión). Lo que estaba en el comienzo del
encuentro de esta mujer y su hija pudo sin duda volver a tejerse, sin la carne viva que
era su sello. Y la agresividad que esta mamá me dirigió, volviendo a dar su lugar a la
violencia de su herida de niña y al agresor supuesto, liberó el vínculo materno
narcisisante de la quemadura que la invadía. Poco tiempo después de esta sesión, Flore
pudo liberarse de su síntoma de la carne viva.

Este relato, que es también el relato de una transferencia, la del analista «sujeto-
supuesto- saber», confrontado a la memoria de ese tiempo real y lógico (en el sentido de
la lógica del inconsciente) llamado baby-blues, permite interrogar la repetición en un
síntoma de una modalidad metafórica del exceso del vínculo en el encuentro de la
construcción de lo materno.

14
Capítulo II

Las condiciones de acceso


para una mujer
a la posición edípica :
del vínculo a la relación

En la práctica del análisis, la escucha de un cierto discurso de mujer sobre sufrimientos


vividos durante un duelo, una separación o una ruptura amorosa, me ha conducido a
interrogar la posible huella, en el recorrido edípico femenino, de un acento melancólico.
Acento como huella dejada por el vínculo específico que el sujeto femenino ha
construido con el objeto amado y consigo mismo. Memoria también de una dificultad
particular de la relación de objeto cuando, en su constitución, identificación e identidad
podrían confundirse. Tal confusión, que tiene múltiples efectos sobre el sujeto, puede
surgir como la marca impuesta por la acentuación melancólica del vínculo al objeto e
interrogar lo que diferencia en una mujer y en un hombre la relación al cuerpo propio,
en tanto cuerpo sexuado. La necesidad del vínculo con el objeto puede transformarse en
obstáculo al proceso de identificación inherente a la constitución de la relación de
objeto.

Esta confusión invita a interrogar las relaciones y diferencias entre el deseo y la pulsión
en el registro de lo materno. Lo materno como vínculo y también como lugar – espacio-
tiempo - de un momento necesario y efímero. Lo efímero [ephèmere] de este efecto-
madre [effet-mère], cuya necesidad queda por precisar, caracteriza el tiempo psíquico de
lo materno y constituye el fundamento de un narcisismo que denomino «narcisismo del
vínculo». Tiempo psíquico del vínculo vivido en la temporalidad de un intercambio, de
un reencuentro necesario a la instauración de lo materno.

Este narcisismo subyace y es una condición previa, estructuralmente, a la relación de


objeto. Esta organiza la relación del sujeto con el mundo y con él mismo, pero sólo
puede establecerse sobre este basamento narcísico.

Esta problemática tiene implicaciones sobre el pensamiento de lo femenino; es


necesario comprender sus modalidades y su insistencia en la relación madre-hija, tal
como aparece en el análisis de pacientes en los recodos de la transferencia.

15
PENSAR EL NARCISISMO
DE LO FEMENINO EN UNA MUJER

¿Cómo pensar este narcisismo, no solamente en sus despliegues edípicos y en la mirada


estructurante de un padre, sino también sobre un basamento que, más acá de cualquier
herida, remite al efecto de corporización del vínculo madre-hijo?

Corporización que podrá ser constitutiva – o no - de la creación metafórica de lo


femenino para una mujer. Esta corporización sólo puede ser constituyente si se inscribe
como condición de posibilidad de una transmisión que supone una transformación del
vínculo en relación. Dicho de otro modo, ¿cómo pasar de un vínculo a una relación?
Esta pregunta interroga la dificultad que recorre el sujeto femenino para acceder a la
posición edípica. Es también uno de los aspectos de lo femenino que, para ocupar su
lugar específico, debe ser reconocido y pensado. A veces este vínculo puede
transformarse en resistencia a la relación de objeto, como lo dan a entender ciertos
sufrimientos vinculados a la adicción. A este respecto, las metáforas de tejido, de
envoltura y de todo lo que remite a lo matricial, metáforas encontradas recurrentemente
para nombrar una especificidad del vínculo madre-hijo, parecieran traducir la memoria
y el imaginario de este espacio materno que envuelve a la madre y al hijo. Metáforas
que aparecen muchas veces a posteriori, creadas por la memoria preciosa de este
espacio materno: envoltura y vínculo. Lo materno mismo es el registro específico del
vínculo narcisisante que lo circunscribe. Las metáforas de este primer vínculo unen el
espacio y el lugar en el centro y en el vacío de lo femenino. Inscriben a la vez las
condiciones de su huella y lo que ésta expresa: los efectos tanto de su carencia como de
sus transformaciones.

Con el fin de examinar las modalidades necesarias a la transformación y a la


metaforización de este vínculo, hay que seguir el camino de la clínica.

Para abordar y desplegar esta problemática, se imponen dos ejes que subyacen a esta
investigación y que nos permiten desplegarla.

- El primero se refiere a las dificultades para la constitución del narcisismo en lo


femenino de una mujer.

El despliegue de este narcisismo podría expresarse así: considerarse mujer y amarse. Se


trata aquí de las dificultades que encuentra una (cada) mujer al borde del acento
melancólico y que la dejan sumida en el peligro de una desaparición identitaria; y ello
en el vínculo a lo mismo de ese otro que es su madre. Sería preferible decir aquí: lo
mismo sin alteridad. Tal formulación expresaría más fielmente las dificultades que
supone, para una hija, el desgarramiento de su alteridad: la diferenciación de lo mismo
como otro. En efecto, se trata de diferenciarse de una madre y de instaurar una
mismidad – ser también una mujer - que no haga desaparecer la alteridad de la otra
mujer que es también una madre.

16
En el centro de este paso, de esta transformación-diferenciación, se encuentra la
creación del otro, del otro como objeto: lo que denomino la alteridad de lo mismo.

En esta perspectiva, es necesario retomar y discutir nuevamente las fórmulas lacanianas


de la sexuación femenina.

- El segundo eje es el de la dificultad inherente a la relación de objeto como proceso de


identificación.

Lo que se pone en juego en la instauración de la relación de objeto (en la construcción-


constitución de esta modalidad vincular madre-hija), es un movimiento de identificación
que, paradojalmente, se encuentra a veces obstaculizado por la «proximidad de lo
mismo». Sea cual sea el proceso de identificación para una hija, para desarrollarse debe
instaurar una primera separación: se trata de una identificación separadora en el centro
de una relación amenazada por esta proximidad. La identificación, para una mujer y por
lo tanto para la pequeña hija, pasa por una primera identificación a lo mismo de su
madre, a condición de que esta identificación sea también una diferenciación. Es desde
ahí que podrá efectuarse el encuentro de la alteridad del otro sexo: alteridad de lo mismo
antes de la alteridad del otro sexo. Este proceso, los desafíos y las preguntas que
implica, no puede desplegarse sin hacer referencia a la construcción del objeto. Tema
que aparece aquí bajo otro aspecto: el de la necesidad de la estructuración que supone la
pérdida para ser también hallazgo, encuentro del otro: del otro como objeto perdido.

¿Cómo pensar el encuentro del otro para que, desde ahí y en una estructuración
específica, se instaure como objeto perdido?

UN REQUISITO PREVIO
PARA EL CAMBIO DE OBJETO

Se trata aquí de otra forma de dar cuenta (y de percibir la proximidad) del borde
vertiginoso del abismo melancolizante de este proceso que remite a lo que denomino un
riesgo melancólico. En efecto, este proceso sólo puede desarrollarse y desplegarse en el
roce, en el borde (la peligrosa proximidad) de un abismo de efecto melancolizante.

El camino de la clínica me ha llevado a plantear la siguiente hipótesis: más que hablar


de entrada de cambio de objeto para una hija, en el vínculo a su madre, habría que
preguntarnos en un primer momento acerca de qué estatuto y de qué objeto en este
vínculo se trata. Para una hija, la constitución del objeto es un requisito al cambio de
objeto en el vínculo con su madre, a condición de situarse en un registro donde el objeto
implique al encuentro del otro y no a la satisfacción pulsional. De esta manera se podría
nombrar y aprehender mejor el paso del vínculo a la relación y comprender cómo una
identidad en este vínculo, demasiado o mal narcisisada, puede justamente obstaculizar o

17
poner en peligro el proceso de identificación (y por lo tanto el de la relación de objeto)
y, en consecuencia, el paso del vínculo a la relación; en condiciones donde, por lo
demás, este narcisismo es vitalmente necesario.

Existiría entonces un requisito previo que constituye narcísicamente al sujeto y su


identidad para que el cambio de objeto – que nunca se produce completamente - sea
también potencialmente estructurante.

Paso que transita desde lo irremediable de una pérdida a la posición deseante específica
de la relación al otro, otro sexo también. Así puede denominarse el paso del vínculo –
como modalidad y registro de lo materno - a la relación. Esto implica tanto al otro sexo
en el sentido del hombre para la mujer, como el sexo de la madre que, para la hija, es
también otro sexo. Esta relación con toda alteridad supone, para una mujer en particular,
comprender su necesaria relación a la decepción original fundadora1. Este paso conduce
también a una alteridad fundada por la prueba simbolígena de la castración: travesía
que tampoco está exenta de dificultades.

Para una mujer, el enigma de su dificultad para devenir mujer, para inscribir su
identidad, se lee en esta huella melancólica que indica a veces explícita y
recurrentemente el trayecto de ese devenir.

Trayecto que conduce desde una separación a la castración simbolígena: operación (o


prueba) de la cual esta separación específica sería su condición previa. Surge la
pregunta entonces de si en este recorrido las mujeres estarían, más que los hombres, y
de un modo diferente, amenazadas de «melancolización». Trayecto que dibuja un mapa
de la ternura donde la crueldad de su riesgo sería no sólo no encontrarse con la
castración, sino especialmente de quedar atrapada en una melancolización de la pérdida
y en una erotización de ésta que impide su simbolización2.

La «melancolización», con los riesgos y trampas que conlleva, ¿sería para una mujer un
paso obligado hacia la prueba de la castración?

Este recorrido cuestiona, en el desfiladero de la transferencia y siguiendo el camino de


la clínica, el odio, la separación y el duelo en la conducción de la cura. A partir de tales
condiciones será entonces posible interrogar de otro modo el vínculo madre-hija.

1
Decepción fundadora, si esta decepción es una de las modalidades del destete psíquico necesario para la
transformación del vínculo en relación.
2
S. Freud: “Estas elucidaciones plantean un interrogante: si una pérdida del yo sin miramiento por el
objeto (una afrenta del yo puramente narcisista) no basta para producir el cuadro de la melancolía…”
(“Deuil et mélancolie” en Métapsychologie, OCF, XIII, p. 272).

18
EL NARCISISMO DEL VÍNCULO
NO ES UN NARCISISMO DEL OBJETO

Escuchando a pacientes expresar su sufrimiento con ocasión de rupturas vividas durante


su análisis o rememoradas en la actualidad de la transferencia, me he preguntado sobre
las particularidades de los discursos con que ellas daban cuenta de su sufrimiento. Se
trataba en estos casos de un derrumbe cuyos ecos portaban la memoria inconsciente de
otro tiempo, de otro derrumbe1 y cuya reactivación sólo se expresaba bajo el modo de
una organización subjetiva que daba cuenta de una desgracia «irremediable».

«Irremediable»: este término expresa el deseo inconsciente de quedar atados a una


posición subjetiva que no podríamos abandonar, posición anterior a la constitución del
objeto materno. Dicho de otro modo, se trata de la pérdida de lo materno, registro de un
vínculo que no es la madre. Esta pérdida (que como veremos es pérdida de goce) es
condición necesaria a la constitución del objeto-madre, en el sentido que lo que
llamamos una madre, como objeto, sólo se constituye si se pierde. La madre es - como
objeto - garante de lo materno que constituye narcisísicamente el vínculo madre-hijo; es
memoria de lo materno como vínculo donde se juegan lo no-separable y la necesidad de
su pérdida (pérdida de lo materno): lo efímero es el nombre dado a esta necesidad
paradojal.

Si la madre permanece como primer objeto de amor, es efectivamente este permanecer


lo que nos interpela, pues da cuenta de lo que está más acá de la constitución del objeto
como elaboración psíquica para el sujeto de la pérdida: pérdida que inicia este primer
tiempo psíquico narcisísicamente fundador y que constituye la base del proceso de
identificación. Este seguir siendo, este permanecer, no concierne al objeto-madre, sino
a lo que denomino lo materno. Es lo que queda del vínculo. Es lo que da cuenta de la
intensidad pulsional del placer experimentado en ese espacio materno: registro del
placer que constituye el narcisismo del vínculo. Intensidad que crea el cimiento del
narcisismo del vínculo y del cual veremos sus consecuencias y sus riesgos. Decir que
«la madre sigue siendo el primer objeto de amor» 2 encierra dos tiempos psíquicos: el
tiempo de lo materno como tiempo primero fundador para una madre y su hijo del
vínculo narcisisante, específico a lo materno cuya existencia no está asegurada por el
acontecimiento que es el nacimiento; y otro tiempo, que es el de la constitución del
objeto-madre. Tal resto es la memoria, y cicatriz también, de lo que fue necesario
perder para que el objeto y la relación pudieran constituirse. Lo efímero, metáfora del

1
D.W. Winnicott. “La crainte de l’effondrement” (s.d.) La Crainte de l’effondrement et autres situations
cliniques, trad. J. Kalmanovitch, M. Gribinski, París, Gallimard, 2000.
2
S. Freud (1932), «La féminité», en Nouvelle suite des leçons d’introduction à la psychanalyse, OCF,
XIX, p.202 y 203; «Para la hija también, la madre – y las figuras que se fusionan con ella, la nodriza, la
dispensadora de cuidados - es necesariamente el primer objeto de amor»…«adquirimos la convicción de
que no puede comprenderse a la mujer si no se toma en cuenta esta fase de vínculo preedípico a la
madre». Para Freud, «la ligazón-madre acaba en odio» (p.205): no se trata, me parece, de una
desaparición de la fijación, sino de un fortalecimiento en su contrario; lo que recuerda la ambivalencia
vinculada a la melancolía.

19
vínculo primero narcisisante, manifiesta la necesidad de una transformación que
conlleva una pérdida: no del objeto, sino del placer. Esta negociación es a veces
imposible: puede hacer las separaciones difíciles y la seducción no destetable1 que le
está vinculada hace igualmente difíciles las rivalidades estructurantes de las
separaciones edípicas en el corazón de los procesos identificatorios.

Resto que, respecto al narcisismo de lo femenino en una mujer, está vinculado a lo que
no puede compartirse y a la dificultad para elaborar la separación. Se trata, a partir de la
pregunta planteada por el estatuto de lo que queda como memoria y cicatriz, del destino
de la parte fusional cuya huella será o no fuente metafórica de las posibles
identificaciones femeninas en una transmisión madre-hija. Huella donde se juega una
mismidad necesaria para esta transmisión de lo femenino entre madre e hija. Esta
pregunta debe pensarse a partir de sus condiciones: ¿se puede, en efecto, hablar de una
transmisión específica de lo femenino en la relación madre-hija?

En primer lugar, habría que insistir sobre la necesidad de diferenciar la melancolía como
forma patológica, como efecto de estructura, de este acento melancólico enunciado a
través de las quejas formuladas por pacientes que, sin embargo, no son melancólicas.
Este acento, en la conducción del análisis y a condición de tomarlo transferencialmente
en cuenta, permite aprehender otra elaboración del fantasma propio a la constitución de
la identidad del sujeto, en tanto supone la asunción del deseo. Pienso en una paciente
que, hablándome de «desnudos» - que no eran más que cadáveres -, pudo en el espacio
creador de la transferencia arrancar esos cuerpos de la muerte obligada y darles,
mediante una metáfora, el estatuto de un cuerpo amoroso en una sexualidad que le había
transmitido la vida2.

En otros términos, se trataría de la memoria inconsciente de lo que ya tuvo lugar. Esta


memoria amenaza a cualquier mujer de melancolizarse en el dolor de una separación
con un objeto cuyo estatuto – y el lugar que circunscribe - impediría la constitución de
una pérdida3: en el sentido que la pérdida permite inscribir la falta como lugar psíquico
de la castración. En un abordaje melancólico, la separación no crearía el objeto, sino
que paralizaría al sujeto en una identidad que, bajo la influencia del Superyó, otorga una
aparente figuración a una relación no negociable. El Superyó es aquí freudiano, aliado a
las potencias del Ello, que actúa en la necesidad «pulsionalmente» investida de la
creación del vínculo materno. La necesidad de lo pulsional comprometido en el vínculo
es también el riesgo de un destino trágicamente «melancólico» del vínculo. Es el placer
necesario para la creación del vínculo lo que es entonces objeto de la pulsión.

1
Que está en el centro de la problemática de la adicción.
2
Habría que interrogar la dificultad de los fines de análisis para los sujetos a los cuales el tema de lo
femenino es en sí mismo una amenaza: memoria de un derrumbe o, como Freud lo ha destacado, amenaza
de una sumisión que conlleva el riesgo de desaparecer. Este tema será abordado en el capítulo 6: Una
mujer desaparece: el riesgo femenino y el tema de la rivalidad.
3
En el sentido que ese objeto no tiene acceso a la simbolización, no es simbolígeno.

20
Encontremos a una de esas mujeres que revelan, en sus palabras y en su sufrimiento,
esta necesidad de inversión pulsional y el riesgo de desaparición que es su sello
melancólico.

Marie plantea de manera persecutoria para ella – y entrega al otro que soy yo, analista y
mujer - una pregunta sobre su feminidad. Es una pregunta más cerrada que abierta: «ni
hablar», para la otra mujer que yo soy, de acoger y aceptar sino como una constatación
este objeto «abyecto» que me da a escuchar, o a ver. Son tres o cuatro kilos de carne que
están de más: vientre, caderas, muslos. ¿Se trataría de las redondeces del recién nacido?
¿Las redondeces femeninas agradables - ¿demasiado? - al deseo de un hombre? Ella
grita la obscenidad de este peso, que hace de ella un objeto monstruoso del cual ninguna
mirada masculina amorosa podría liberarla. Se encuentra bajo la influencia de otra
mirada que la persigue y de la cual no puede ni quiere inconscientemente despegarse.
Esconde aquello como un secreto vergonzoso, humillante1. Agregaría que se trata de
una mujer bonita, femenina: en el sentido del placer que mostraba de querer agradar en
tanto mujer. Su sutileza e inteligencia se desarrollaban en una vida social y profesional
exitosa.

Otra, Nicole, igualmente femenina en apariencia, no cesa de quitarse este “de más” que
desfigura la imagen idealizada y conminatoriamente designada. Pero nunca lo logra. El
cuerpo, el rostro, no presentan siempre esa imagen que la reconciliaría con esta mujer
que cree desear ser y que conllevaría el derecho, para ella, de creer que es una mujer.
Una especie de ideolo, neologismo que amalgama ideal [idéal] e ídolo [idole]2.

Por último, Odile; quien, durante una ruptura que no alcanzaba a ser una pena de amor,
se derrumba, se deshace narcisísicamente de su ser-mujer. No es más que el resto de una
desaparición donde la separación con el otro amado no crea una falta, una pérdida que el
sufrimiento nombraría y que la pena volvería viva, sino un vacío. El vacío de lo que la
ha hecho mantenerse en el deseo de un otro. La desaparición se refiere tanto a su figura,
su identidad de mujer, como a la alteridad de otro posible de encontrar. Ya no hay, en
efecto, un otro que le permita considerarse mujer. Ningún otro si no es aquél que tiene
el estatuto tan particular, como para Marie, de identificarla narcisísicamente y del cual
su severidad y su exigencia la escuchamos haciendo eco a la decepción fundadora. No
es posible en absoluto abandonar a ese otro, huella de un Superyó feroz y cuyo dominio
garantiza una identidad como única protección frente a la separación que no es más que
destrucción de sí misma. La sombra del Superyó no es protectora, porque instaura un
otro que la obliga a evitar la separación simbolígena, puesto que en este registro separar
es homicida.

1
S. Freud, «Deuil et mélancolie», en Métapsychologie, OCF XIII, p.270: “Las ocasiones de la melancolía
rebasan las más de las veces el claro acontecimiento de la pérdida por causa de muerte y abarcan todas las
situaciones de afrenta, de menosprecio y de desengaño…”
2
D. Guyomard, «La confusion des sentiments», en La disposition perverse, París, Odile Jacob, 1999,
p.102. El término «ideolo» es un neologismo fabricado con ideal e ídolo para dar cuenta de cierto tipo de
narcisismo bajo la influencia de la exigencia de Otro, detentor en el espejo de la verdad de la identidad
del sujeto.

21
No está de más destacar que estas tres mujeres gozaban de un éxito indudable entre los
hombres, quienes parecían servir para verificar una cierta seguridad sobre su feminidad,
sobre su capacidad de seducción, sin que ello comprometiera su vida amorosa. Pero – y
esto tuvo lugar para estas tres mujeres - fue en el marco de una pasión infernal que
aquél que, aparentemente, era su objeto, pasó a ser la figura de un otro perseguidor.
Figura vinculada a la omnipotencia del vínculo madre-hijo y a la demanda de
satisfacción inherente a este vínculo cuando su destete «psíquico» no ha podido tener
lugar.

Para Odile, este derrumbe - crisis de identidad, estado melancólico pasajero- la remitió
en el trabajo analítico a la relación con su madre. Esta, que nunca pudo reconocerla allí
donde el vínculo se crea – lugar y tiempo de olvido - dejó amarrada a mi paciente a una
falta que se inscribió en el cuerpo, a falta de poder simbolizarse. Se produjo la
mutilación parcial de un sentido vinculado a la visión.

EL REGISTRO MATERNO
Y LA CAPACIDAD MATERNANTE

Se podría formular la siguiente pregunta: ¿cuál podría ser el vínculo entre lo materno,
reducido en ciertas historias a una exigencia pasional frustrada (la decepción es un
pobre intento de limitar sus daños) y lo maternante? Entiendo lo maternante como
aquello que, producido por el destete del vínculo, es también una memoria humanizada
de lo que este amor en lo materno como efímero tiene de fundador. Siempre a condición
de que el destete pueda inscribir la pérdida, la decepción, como condiciones de
emergencia de la alteridad: es decir, una castración de lo pulsional como goce. Vemos
bien cómo el destete del placer del vínculo, que se ha vuelto imposible por la
reivindicación de su satisfacción, no permite entonces que se despliegue la capacidad de
maternaje: es ahí donde una madre y su hijo están atrapados en lo pasional ilimitado del
vínculo.

A partir de la dificultad de la que da cuenta este acento melancólico podríamos proponer


la hipótesis de una confusión entre identidad e identificación, entre ser y tener. Tal
hipótesis conduciría a intentar pensar lo que hace transmisión de lo femenino entre una
madre y su hija. La transmisión puede ser un reconocimiento de lo mismo, a condición
de que a, partir de este reconocimiento, se pueda crear una identidad mediante una
diferenciación que se reorganizará eróticamente «de otro modo» en el complejo de
Edipo.

«Puede haber allí, en la relación de la madre con la hija, y de la hija con la madre, una
suerte de transitividad absolutamente indisociable.»1 La transitividad dice algo del

1
F. Perrier, «L’amatride», en La Chaussée d’Antin, nueva edición, París, Albin Michel, «Idées», p. 439.

22
vínculo madre-hijo. Y en particular, en el vínculo que nos interesa y que está ligado al
riesgo de melancolización, la transitividad señala la dificultad debida a este imaginario
que va de una a la otra; como un imaginario inmediato, es decir sin la mediación de
representaciones de la diferencia: no hay metaforización de lo mismo. No hay proceso
identificatorio entonces, proceso de elaboración de lo mismo en una separación. La
transitividad nombra lo indisociable. En la relación de una hija a su madre, el riesgo de
desaparecer es del orden de la confusión cuando la mismidad no produce identificación.
Pero coexiste, paradojalmente, con la necesidad vital de esta primera narcisisación. La
necesidad de esta identificación, en el feliz resultado de su proceso, se formularía así: la
narcisisación de lo mismo es “a dos yo”, produciendo sujetos diferenciados.

Escuchando a mis pacientes, me parecía evidente este dominio a la que estaban


inconcientemente consagradas. La fusión figuraría la relación a un espacio materno
cuya voz reclamaría sin descanso lo que se le debe. Allí donde faltarían
representaciones de este idéntico narcisisado surgiría, como figura del vínculo, la
fusión. Es entonces cuando lo pasional del vínculo materno se vierte en lo irreductible,
ligado a la omnipotencia pulsional.

Hay siempre en el fantasma la huella del objeto de la pulsión, rodeado por la evitación
que implica el trayecto del deseo. Si hay «objeto materno» - y no la madre como objeto
de deseo, objeto perdido – éste sería efectivamente la «cosa», como violencia de lo
pulsional materno y metáfora de esta violencia: lo indecible, lo innombrable, incluso el
vacío. De hecho, se trata de la única representación de un goce supuestamente recibido
y entregado. Michèle Montrelay en L’ombre et le nom1 (La sombra y el nombre),
reflexiona sobre la angustia de castración como momento límite del bloqueo de la
representación. La pérdida del goce es el precio a pagar para la posibilidad de
representación: es decir, la constitución del objeto como perdido, objeto de deseo y no
de satisfacción. Dicho de otro modo, es la madre como objeto para una hija lo que hay
que crear para desprenderse de él y arrancar al vínculo primero, narcisísicamente
constituido, lo que de sí mismo está atrapado en este goce y lo alimenta. Goce que sólo
puede nombrarse en el a posteriori de la pérdida, como emblema y nostalgia. Una hija
no podría entonces sino perder a su madre como primer objeto de amor, pues es en el
momento mismo en que el objeto «materno» se pierde, que se constituye. Nostalgia
fundadora obligada y dificultad del proceso donde mis pacientes estaban detenidas,
secuestradas por esta memoria inconsciente. ¿Estaríamos confrontados aquí al
aplastamiento del objeto a, causa del deseo, como lo define Lacan, en el objeto de la
pulsión? La problemática narcisista para una mujer: considerarse mujer y quererse, su
fragilización en la experiencia de la separación y de la pérdida, la amenazaría con caer
en el vértigo melancólico y estaría vinculada a una dificultad de su proceso
identificatorio.

1
M. Montrelay, «L’ombre et le vent», París, Minuit. 1977, p.63: «El desafío es este goce, cuya pérdida es
el precio de la representación.»

23
Reflexionemos por un instante acerca de la posición femenina tal como lo propone
Lacan en las fórmulas de la sexuación1: La Mujer. Su condición de “barrada” (La),
señala de qué modo la comunidad de mujeres no accede a lo universal de la posición
masculina. Le falta siempre “una” para constituir el concepto: La Mujer. Para el
hombre, la relación a la castración se basa en el deseo inconciente de la exclusión
homicida del padre. Según Lacan, para las mujeres la castración no cesa de no
inscribirse – y de no de escribirse, lo que despliega la función y la producción
fantasmática2 -; la mujer tendería hacia este universal, pero ya no está ahí en tanto ser
sexuado. Su narcisismo se constituye sobre una transmisión cuyo objeto, la mujer, no se
posee nunca verdaderamente. Lo hemos visto anteriormente: no hay inmediatez del
proceso identificatorio que permitiría esta identidad. ¿Habría una alteridad más
necesaria para la mujer que para el hombre? Una alteridad necesaria a la base misma de
su ser, y una alteridad como llamado a la necesidad estructurante de la castración. En la
lógica lacaniana, se trata de este segundo estatuto de la alteridad. Esta funciona como
representante de su castración: lo que le faltaría para serlo, La Mujer; aceptando remitir
este significante La Mujer a una organización fálica del discurso. ¿Cómo accedería la
mujer a este estatuto si la lógica utilizada se refiere a lo que permite definir al Hombre?
Lógica que si sólo da cuenta de la necesidad de lo universal para nombrarla expresa, a
pesar de todo, lo que una mujer encuentra como dificultad en la prueba de la rivalidad.
No puede ser sino una mujer, entre otras, en peligro de dejar de serlo. De allí deriva la
dificultad y la importancia de la rivalidad femenina. El estatuto de la alteridad de la otra
mujer es un punto de identificación importante, pero también implica una amenaza de
destrucción.

¿Qué es ser una hija para su madre y qué mujer por llegar a ser promete este vínculo?
No hay fundación conceptual de lo femenino para la mujer; concepto al cual ella podría
estar referida para saberse mujer. La mujer, en una problemática fálica, es un concepto
que no se simboliza. ¿Es ella la alteridad de la cual el discurso fálico no puede hablar?
No hay significante que dé cuenta de lo femenino en este discurso ordenado
fálicamente.

Sólo la identificación a la misma puede inscribir fantasmáticamente el deseo de


identidad de un sujeto; pero sólo en la medida que la misma sea esta otra, referida por
su parte al deseo y la inscripción de su alteridad. El «un-a-» de la mujer sitúa a cada
una en una problemática de la identificación como relación de objeto: ahí donde el amor
y el odio son producidos por la represión de un primer acceso a la imagen inconsciente
del cuerpo tomada en el vínculo materno narcisisante. Relación de objeto que sitúa a la
hija pequeña en el encuentro del otro como otro sexo, a condición de conocer la
alteridad de su madre producida por el destete de lo efímero, del efecto-madre. Lo
materno es fundador de un narcisismo bajo ciertas condiciones. Una primera condición

1
2
El tema de la escritura y de la escritura de las mujeres, de algunas, demuestra a quien quiera leerlas, la
diferencia entre la riqueza singular y poética de su escritura, y la lógica freudiana y lacaniana que tendería
a reducir la diferencia de sexos a más uno y menos uno.

24
es que haya tenido lugar; otra, es transformarse y dejar un resto que se inscriba como
huella.

Es esta alteridad la que fracasa en la clínica «melancólica», tal como lo he podido


observar en algunas de mis pacientes. Esta huella de una melancolización de la
experiencia de la separación, como paso obligado hacia la castración, sería la memoria
de la relación al objeto perdido. O más bien a una pérdida que no puede constituir el
objeto: el objeto en el sentido que, en el registro de la simbolización de la pérdida, el
sujeto y el otro se reconocen como siendo los mismos y diferentes. Relación que
entonces se encuentra obstaculizada, pues el vínculo, no destetado, no transformado,
paralizaría lo femenino de una mujer, impidiendo su erotización narcisisante, aquella
representable en el lugar del cuerpo fantaseado inconscientemente. Esto puede a veces
suceder en lo real del cuerpo, como en el caso de Odile, esta paciente para quien tuvo
lugar una mutilación parcial del sentido de la visión.

Una mujer conserva la huella de lo que la pérdida deja como resto, a condición de no
estar prisionera de este real sin representación. O más bien esta huella sólo puede ser
este femenino movilizable que la enraíza en el femenino de su madre a condición de que
la pérdida del goce pulsional deje lugar a representaciones, y deje huella al mismo
tiempo.

En algunas curas, la pregunta puede plantearse así: ¿qué hacer con lo abyecto, lo
innombrable? ¿Qué transformación requiere para que el sujeto mujer pueda vivir sin
miedo un femenino del que se ha apropiado? En las historias mencionadas, sólo hay
acceso a este femenino bajo el modo de una represión de este resto. Resto, «parte
preciosa»1 que, en su condición de innombrable, inmunda, tiene quizás que ver con la
«cosa» que encierra ese llamado “poder” de una madre en la sacralización de los
santuarios, «aún cuando estén vacíos»2.

El destino de esta parte es ser garante de este narcisismo que envuelve a la madre y al
hijo y que, en una hija, va a fundar y muchas veces también, paradojalmente, entrampar
la transmisión de lo femenino. Esta «parte preciosa», cuando una madre no puede
reconocerla (inconscientemente) como compartible, cuando no puede verla del lado de
la hija, sólo puede quedar como una parte fusional. Encontramos a veces sus signos en
lo que ese resto tiene de no transformable y que se formula como innombrable: destino
de la represión y no parte preciosa (enmascarada, prohibida). Parte que es el signo de un
destino más feliz. Para ambas protagonistas, esta no-transformación se expresa en la
repetición, que es reproducción de la misma reivindicación: madre e hija sometidas sin
desearlo al mismo e incesante combate.
1
M. Torok, «La signification de l’«envie du pénis» chez la femme», en La sexualité féminine. Recherches
psychanalitiques nouvelles, bajo la dirección de Janine Chasseguet-Smiergel, París, Payot, «Bibl.
scientifique», 1964.
2
W. Granoff, F. Perrier, Le désir et le féminin, París, Aubier, «La psychanalyse prise au mot», 1979
(postfacio de W. Granoff. 1991), p.103: «La cosa, das Ding, que oponemos a todo tipo de objetos (die
Sache), es lo que ponemos en el Vacío de los santuarios.»

25
Para permanecer en este vínculo conservando su goce y, por lo tanto, para que no se
transforme en relación, la guerra no debe detenerse. Y muchas veces es la historia de
toda una vida.

Esta modalidad del vínculo, como memoria y repetición, crea la escena de un inmutable,
depositario de un materno – no destetado del placer de la satisfacción pulsional
específica del vínculo - que nuestras dos combatientes, atrapadas en un imaginario
encarnado por una y otra, no pueden soltar. La separación no entra en este imaginario
inconsciente. Este resto, cuyo destino para mis pacientes es el de un pedazo de piel, de
un exceso de peso, de lo que haría falta liberarse para acceder a otro estatuto del
encuentro humano y humanizante, por ejemplo de la relación amorosa, este resto
imposible de transformar se convierte en el representante de lo materno como goce
«otro». En cambio, para que exista lo materno como función simbolizable (el objeto-
madre es su producción) y capacidad de maternaje, es necesario precisamente poner una
barrera a este goce.

La corriente sensual y la ternura se encuentran siempre en una frontera muy frágil,


debilitada por el riesgo de desborde pulsional. Desborde pulsional que se expresa de
manera pasional, sometiendo lo femenino a lo materno, que ya no es más que una figura
idealizada de manera superyoica – y no encarnada por una madre- que podría
denominarse: La Madre. Figura idealizada que somete al hijo, como a la mujer que es su
madre, a la pasión del vínculo.

Este riesgo – al cual dedicaremos dos capítulos - está ligado indefectiblemente al ser-
madre; bordea y circunscribe su posibilidad, viene a representarse como ese exceso de
la pulsión que a veces denominamos goce.

26
Capítulo III

La alteridad de lo femenino:
una doble alteridad

Para abordar las dificultades de una mujer para elaborar la pregunta por la alteridad de
lo femenino, es necesario que interroguemos ahora el estatuto del objeto en la
melancolía, diferenciándolo del que está en juego en la depresión. En este sentido,
podemos considerar cómo el acento melancólico de su posición subjetiva expresa una
resistencia al trabajo psíquico implicado en la posición depresiva. Resistencia que
encontramos nuevamente en las vicisitudes de la transferencia y su difícil desenlace en
ciertas curas. ¿Resistencia de lo materno a lo femenino de una mujer? Aquí la pregunta
por el fin del análisis para una mujer puede ser el correlato de la dificultad que
encuentra un hombre para abordar su parte femenina en una transferencia donde la
sumisión al padre lo conduce, por esa vía, a reencontrar el amor de objeto homosexual.

La melancolía es un estado pasional, pulsional. Pulsional, y me remito en este punto


tanto a Lacan como a Freud, porque el registro de lo imaginario en juego en la
melancolía participa del registro pulsional del vínculo al otro – aun cuando es
constituyente, por sí mismo, del otro como semejante - que instituye una relación dual,
homicida, en el cierre que supone. Es efectivamente un modo de relación con el objeto.
Pero ¿de qué objeto se trata?

DIFERENCIAS EN EL ESTATUTO DEL OBJETO


EN LA MELANCOLÍA Y EN LA DEPRESIÓN

Sabemos que en la melancolía el estatuto del objeto está constituido por una alianza con
el superyó, donde su dominio –su sombra –aplasta al sujeto, el yo freudiano: no hay en
el mundo posibilidad de relación que humanice al otro, al objeto en el sentido de la
relación de objeto (aquélla que está en el centro de todo proceso de identificación).
Posición de sujeción que se encuentra en ciertos vínculos de adicción, incluso de
maltrato.

En los avatares del destino femenino, dolorosos a veces – avatares donde el narcisismo
herido surge del derrumbe -, este desplome no es la «melancolía», sino aquello que la
pone en evidencia. En la melancolía, la separación no se juega en relación al mundo, a
los otros seres humanos; el estado melancólico separa a la persona misma del resto del
mundo. Ya no hay nada que valga. Aquí la identificación con el objeto perdido, muerto,
se efectúa bajo un modo primario1: el yo se «toma» como objeto en tanto perdido,
muerto, idealizado, incluso idolatrado. Bajo una modalidad primaria quiere decir que

1
S. Freud, «Deuil et mélancolie», en Métapsychologie, OCF, XIII, p.268.

27
una identidad de percepción se establece por las vías más cortas – puesto que se trata del
proceso inconsciente más radical: pulsional. Esta identidad reproduce de un modo
alucinatorio las representaciones a las cuales la experiencia de satisfacción originaria ha
conferido un valor privilegiado. Lo que permite comprender la fijación que resulta de
ello, a veces inscrita irreductiblemente bajo la forma homicida de una identificación que
inmoviliza la identidad bajo una ley superyoica que impide todo proceso metafórico 1.
Aceptar ser separado coexiste con la constitución del objeto «otro», otro que sí mismo
(y principio de toda identificación). Lo que crea el objeto para el deseo no corresponde
al registro de lo que se constituye como objeto para la pulsión. Para el deseo, la pérdida
crea al objeto. El deseo, como actividad psíquica para Freud y como proceso
simbolizante para Lacan, es lo que identifica al sujeto en su relación al fantasma y lo
designa en una alteridad fundadora de identidad en tanto alienante: identidad tomada del
otro, identidad «alterada»2. Es esto, evidentemente, lo que resulta inabordable – como
estructura - en la melancolía, salvo si se piensa el deseo bajo la influencia de la
erotización de la pulsión de muerte.

El objeto cuya pérdida hace sufrir al depresivo es el objeto «en la vida», en la relación:
lo que está erotizado, incluso en el dolor, está todavía del lado de la palabra y remite al
otro como semejante.

En la melancolía, el objeto es aquél cuya pérdida no solamente no deja huella que


inscriba el deseo en la alteridad de la castración, sino que es un objeto que ya no supone
otro viviente. ¿Ya no habría otro ser viviente? Ninguna posibilidad de que haya otro
«ser viviente» en ese lugar. Vacío vertiginoso, abismo que hace pensar en los suicidios
melancólicos, muchas veces vinculados al espacio al cual se precipitan. El objeto,
representante de otro «muerto», ha pasado al otro lado del fantasma. O más bien de un
fantasma que no puede contenerlo en tanto estaría representado por la ecuación del
deseo. En efecto, el objeto «muerto» puede invadir la organización fantasmática,
tomando entonces el lugar de su pérdida y que no puede, por lo tanto, ni inscribirse ni
escribirse. Como si el objeto muerto horadara traumáticamente el espacio fantasmático,
impidiendo toda elaboración de esta pérdida. El fantasma está tomado en esta fijación
que paraliza su porvenir, vuelve imposible la escritura como lógica del fantasma e
impide así toda creatividad metafórica.

Allí donde la palabra ya no supone otro viviente, el suicidio melancólico radicaliza y


redobla la ausencia del otro. Da cuenta incluso del rechazo de cualquier otro. «Si no

1
. J. Lacan, Le Séminaire, libro I, Les écritstechniquesde Freud, París, Le Seuil, 1975, p.119: «El superyó
es a la vez la ley y su destrucción», y Le Séminaire, libro XX, Encore, París, Le Seuil, 1975, p.10: «El
superyó, es el imperativo del goce. »
D. Guyomard, «Filiation et engendrement», en Topiques, 35-36; «Voiesd’entréesdans la psychose», EPI,
p.142: «La tercera hipótesis es aquella de esta figura superyoica pre-edípica…» «El enunciado de este
superyó, proferido como una ley monstruosa en el inconsciente…», en referencia a los textos citados de
Lacan.
2
J. André, Aux origines féminines de la sexualité, París, PUF, «Bibliothèque de psychanalyse», 1995, p.9:
«… lo que en el seno del estado amoroso protege contra él, contra la experiencia de la alteración…»

28
estoy allí para él, no lo estoy para nadie». La tentativa de suicidio en el sujeto deprimido
es un llamado al otro, una espera de otro. La identificación como vida posible está del
lado de la depresión como conservación de un lugar habitado, aún si se trata de un
descenso al infierno. Es un lugar que puede cicatrizarse y transformarse en vínculo
simbolizable: ahí donde la pérdida puede inscribir al otro en un proceso psíquico
humanizante. Para el melancólico, se trata de dejarse caer en esta ausencia, ausencia de
otro para limitar el deseo que erotiza el abismo en el que se precipita. Un goce, que es
negación del otro, triunfa. Negación del otro cuya palabra, via castración, no basta. El
melancólico des-erotiza y desautoriza a cualquier otro que no tenga la última palabra, el
otro que surge de la castración, el otro sexo también, aquel «que no se tiene»…, en
beneficio de otro cuyo goce le es reclamado. Encontramos la huella de lo imperativo de
este goce1 en toda modalidad adictiva; goce que amarra la adicción al vínculo primero
de lo pulsional, que no puede transformarse por el destete psíquico.

¿De qué omnipotencia mortífera, representada por la exigencia pulsional del imperativo
superyoico, no humanizado por la operación edípica de la castración, este Otro no
tachado sería el signo traumático? Traumático en el sentido que, al no ser representable
en el fantasma, bloquea su actividad en una resistencia radical a la escritura
fantasmática.

En el marco de un tratamiento de un sujeto que se encuentra atrapado en el sufrimiento


melancólico, conocemos, con todo el peso de la transferencia, la impotencia y la
desvalorización que caracterizan nuestra posición de analistas. Exactamente como
ocurre con algunos toxicómanos, que aceptan todo lo que queremos, ¡pero a condición
paradojalmente de que no se les pida nada! Para ellos no estamos a la altura como otro
de la transferencia frente al goce al cual están sometidos.2

Para el melancólico, sólo hay un Otro posible: lo que pone particularmente en cuestión
la repetición en la transferencia, haciéndola casi imposible, incluso inoperante; hay que
ser al menos dos para que eso tenga lugar… Todos los otros de cualquier relación
eventual están anulados. Nada resiste a esa omnipotencia en el reverso de la vida, a la
imagen de un ser único: suerte de Otro real3 que aniquila en la cadena significante la
creación metonímica y metafórica del deseo, inmutable como la muerte. Lo que
fantasmáticamente podría expresarse así: «Puesto que él debe (yo debo) ser el único, no
debe haber otro.» Aquí se sitúa la identificación a un «superyó» como imagen de una
omnipotencia narcisista: yo-ideal que aplasta como una piedra sepulcral al sujeto que
desea. Hay confusión entre la singularidad del sujeto del deseo (ser del deseo), tomado
en la castración - «Yo no soy más que ese, que esa» - y la unicidad de una posición de
omnipotencia donde la palabra ya no funciona como ley y lugar de la relación, sino
1
J. Lacan, Le Séminaire, libro XX, Encore, p.10: «El superyó es el imperativo del goce», Le Seuil, 1975.
2
El objeto de la pulsión hace creer en la omnipotencia del goce, mientras el objeto «perdido» del deseo
inscribe la alteridad, y el otro que es el sujeto en la castración.
3
Otro real: figuración de aquello a lo que, en el vínculo «efímero», una madre y su hijo pueden estar
sometidos; es decir a la exigencia de un goce del cual ni uno ni otro pueden librarse. Es un accidente en el
vínculo narcisisante cuyo futuro, por otro lado, asegura la repetición y la transmisión de lo femenino.

29
como palabra que profiere la condena, el veredicto, la verdad. Esta omnipotencia, que
encierra al ser en un goce devorador, concierne a una soledad donde origen y fin, todo y
nada se confunden. Para el melancólico, se trata de guardar el sufrimiento para
conservarse en el lugar mismo de este goce, y no «alterar» el vínculo. Vínculo que, al
no destetarse, funciona como garante de un goce a veces mortal.

LA MADRE COMO FIGURA DEL OTRO

En la depresión, en cambio, el sufrimiento da cuenta de un posible trabajo de


separación: la libertad de vivir o de morir se negocia desprendiéndose de lo que lo
amarra a «La Madre» (que no es ni la madre ni el hijo) como figura del Otro.1 Se
trataría de abandonar un vínculo que a falta de metaforizarse – a no ser como
innombrable y en eso consiste toda la paradoja de la identificación femenina atrapada en
lo materno y su huella – impide la función simbolizante de la castración. ¡Como si no
se tratara más que de «hacer durar el placer»! Y para una hija, puede tratarse de dejar
allí algo de sí misma que represente la parte de si misma sacrificada a este Otro.
Cuestión que nos remite al objeto fóbico. Parte sacrificable que encontramos también en
las experiencias precoces de aborto: como si hubiera que sacrificar un hijo (él mismo o
el que hay que dar a la madre) para ser libre de experimentar su sexualidad y su vida de
mujer.

¿Será la pulsión de muerte, lo irreductible de lo pulsional, aquello que hace de barrera a


la castración? La pulsión contra el deseo, el goce pulsional contra la castración. La
destrucción ilimitada puede ser un rechazo de la entrada a la castración, puesto que ésta
sentencia la renuncia a la omnipotencia del vínculo. Lo que conduce al melancólico a la
muerte es la identificación a un objeto erigido de manera superyoica en una
omnipotencia narcisista. Aquí la ley no es más que la ley del superyó, no humanizada
por el Edipo; ley insensata de una palabra conminatoria que no encuentra otra en una
creación de la polisemia del sentido.2

En la experiencia clínica, y pensando nuevamente en Odile3, esta mujer privada


parcialmente de un sentido, su derrumbe es un desplome de su identidad. No es la vida
la que pierde sentido para ella, es ella misma ese sentido perdido. La ruptura, la
separación no producen únicamente el dolor de la pérdida del otro, sino más aún el de
su propia desaparición. Ella es «dejada caer» completamente, como desecho. Ya no es
la mujer que creía ser. Es a partir de haber tomado en cuenta la inscripción en su cuerpo
de la mutilación parcial del sentido de la visión que pudo interrogar en una transferencia
a lo femenino de otra, conmigo, la imagen que como «yo-ideal» se encontraba derrotada
1
La Madre podría ser la figura de lo que vincula la exigencia de satisfacción con el objeto pulsional: un
goce obligado al cual convoca la omnipotencia pulsional.
2
J. Lacan, Le Séminaire, libro I: Les écrits techniques de Freud, París, Le Seuil, 1975, p.119: «La ley se
reduce por entero a alguna cosa que no se puede ni siquiera expresar, como el TU DEBES, que es una
palabra privada de todo sentido.»
3
Odile, supra, cap. II, p.46.

30
y destruida. El trabajo de análisis le permitió descubrir al otro como imperfecto en su
desfallecimiento y, sobre todo, reencontrarlo. Tanto ella como yo. Escribiendo “ella
como yo”, quisiera insistir sobre la necesidad en la transferencia de una posición no
superyoica del analista – inconsciente o no -, en tanto garantía de un encuentro posible
que permita la identificación al otro en su castración de ser sexuado.

En otras pacientes, la queja melancólica opera en la transferencia como la memoria y la


reedición– muchas veces a partir de un presente doloroso - de una primera relación, de
un vínculo atrapado en una identificación bajo un modo primario (el funcionamiento del
deseo no se desprende aquí de su modalidad alucinatoria). Esta queja puede estar
vinculada al hecho de haber sido para su madre un objeto fóbico; manifestándose la
realidad de una insatisfacción primera. Una insatisfacción que no ha podido inscribirse
de manera estructurante. La culpabilidad de no haber podido satisfacer a la madre en su
espera narcisista, ocupa el lugar del vínculo y opera como referencia para toda
demanda: es porque está marcada por una falla que ella ha sido rechazada. Suerte de
justificación construida a posteriori para sostener a la madre en el registro del vínculo
materno1. Esta herida del vínculo está presente como un intento de castración que
fracasa en su simbolización. Aquello tiene lugar, sin duda, en la dificultad para la madre
de referir esta decepción al otro de su deseo, al padre del hijo por ejemplo; incluso –en
la repetición- a la mirada aterradora de su propia madre o a una historia incestuosa
mantenida en secreto. Esta herida orienta el narcisismo de mi paciente, repitiendo en su
vida amorosa esta desgracia de origen.

LA ALTERIDAD DE LA MUJER EN LA MADRE

«Habrá forzosamente otra mujer»: la alteridad de la mujer en la madre es uno de los


puntos fundamentales de lo que hace posible la identificación de una hija a la mujer que
es su madre. Esta expresión, que puede ser la de un deseo de triunfo de la madre en el
paso edípico, puede expresarse como miedo de no poder resistir frente el otro, sellando
un sentimiento de derrota, pero también como impotencia en cuanto a encontrar a la
mujer en la madre. «Es porque no soy amable, que no soy amada.» Estas dos frases,
escuchadas a menudo, nos plantean la pregunta sobre la transmisión del narcisismo en
lo femenino de una mujer, entre madre e hija, y sobre el reconocimiento que debiera
producirse para que tenga lugar la transmisión, es decir para que pueda operar un
desapego de la influencia primordial. Esta es convocada en LUGAR del VINCULO
materno, necesariamente narcísico y a veces peligroso, cuando las modalidades de este
registro del vínculo no permiten su transformación.

El resurgimiento de estas problemáticas en la cura, a menudo formuladas a partir de la


pasión de una historia amorosa, me recuerdan a una mujer muy joven que me decía,

1
Ver. Cap. 1, Baby-blues: las dificultades para una mujer de entrar en el vínculo llamado «materno», para
volver a encontrar al hijo y encontrarse allí como madre.

31
refiriéndose a su amante: «soy toxicómana de él». Pensando en voz alta decía: «Una
palabra bastaría para que me despegara de él.» Se trata de la palabra de un otro u otra
que permite la separación, pero que también queda encerrada para ella en : “una más,
sólo una más”, « sólo una palabra más para que pueda dejarte». Este «una más», que
concierne a la pulsión en su modalidad adictiva, impide situar el límite que puede
tranquilizarla: límite que encuentra al otro en la castración y que detiene el goce.

En estas historias aparece a menudo una mirada materna, asustada, horrorizada; o


incluso una mirada ausente: que no ve, que olvida al hijo. Curiosamente, para esas
madres no se trata de rechazo sino más bien de una imposibilidad de nombrar lo que
experimentan en el momento del parto. En ese momento no pueden descubrir que
realmente han traído al mundo a un ser viviente, una pequeña hija en este caso, más que
en una negación de lo que sienten. Esta negación puede tomar tanto la forma del horror
como de la inquietante extrañeza1: ¿qué es lo que las «mira» ahí, en ese punto de ellas
mismas que no pueden reconocer? Lo que es muy diferente a las palabras de negación
que vienen a destacar y nombrar la decepción: «Es una niña pequeña, pero es muy
amorosa»…, palabras escuchadas al nacer y referidas «amablemente» a una de mis
pacientes.

Podemos imaginar la dificultad -y la obligación- que encuentran estos hijos para asirse a
una palabra que falta; palabra que se le supone a una madre sin voz: ¡anonada por lo que
no puede reconocer! Obligación también de reparar el vínculo, que puede expresarse
metafóricamente como envoltura, como tejido, envolviendo este efímero efecto de
madre, para una y otra: para la madre y para la hija. La obligación de reparar sitúa el
vínculo en un narcisismo donde todas las formas de exigencia tienen lugar, así como
una especie de condena a la imposible superación de una culpabilidad de origen.
Culpabilidad inconsciente de la cual veremos que a veces está allí sólo para acompañar
y aliviar la culpabilidad de la madre. Se trata de una modalidad de identificación cuyo
gran compañero es el odio.

Allí donde a menudo la rivalidad edípica fracasa en su objetivo de identificación


estructurante –hay muchas variantes a: ¡«habrá forzosamente otra mujer»! –, un tiempo
de homosexualidad dará lugar a una identificación que no dejaría de no realizarse,
constituyendo al sujeto femenino en la demanda de un reconocimiento que no se ha
alcanzado nunca - salvo al constituirse en una mirada-otra, mirada deseosa de «otra»
mujer. La homosexualidad viene a paliar la falta de sensualidad narcisisante de la
mirada de una madre.

1
(Nota del ed.): la expresión “inquietante extrañeza” alude a la traducción al francés de la expresión
freudiana “lo ominoso”, que sería preferible traducir como “inquietante familiaridad”, para conservar el
carácter familiar y extraño a la vez que el término supone.

32
MELANCOLIZACIÓN DE LA ECONOMÍA NARCISISTA

Diversos destinos femeninos parecen estructurarse en torno a un punto que llamaría


melancolización de la economía narcisista, cuya huella resurge en el dolor de una
separación, de una ruptura amorosa con acentos pasionales. Este punto vincula y
desvincula a la vez al sujeto del fantasma inconsciente, ahí donde el otro no sería más
que una figura superyoica, sometida ella misma a una conminación ya y para siempre
insatisfecha e insatisfactoria. ¿Podríamos pensar que en la mujer su falta de universal
la amenazaría de una melancolización en la experiencia de la pérdida y de la separación
y, al mismo tiempo, le sería necesaria para abordar la castración? Incluso cuando la
castración, para la teoría freudiana, está inscrita de entrada en el destino anatómico de la
mujer, bajo forma de un real vivido a menudo como innombrable. No nombrar es,
también, una manera de no encontrar a qué está referida la pequeña hija en la
exploración de su cuerpo. Por otro lado, disimular lo que no debe ser revelado es una
manera de protegerlo. Protección que entrampa, pues este innombrable se expresa en lo
fálico de un discurso donde lo oculto tiene estatuto de desconocido para el sexo
femenino. El sexo de la mujer, su identidad sexuada, sólo puede expresarse mediante las
metáforas donde lo reprimido de la angustia de castración masculina encuentra su
contabilidad: ¡más uno, menos uno!. Habría que decir que en todas las mujeres la
melancolización opera como economía erotizante de la relación con una madre
«imposible» para una hija «imposible» (de satisfacer) y como un proceso, vivido
consciente o inconscientemente, que conduce a la castración edípica. La pregunta
fundamental de este proceso se refiere a la constitución de «la» madre como objeto que
permita la separación y la diferenciación; pero es también, bajo esta forma dolorosa de
melancolización, la pregunta que circunscribe el enigma del estatuto de lo femenino de
una mujer. ¿Sería ésta una manera de resistir, sintomáticamente, al borramiento o a la
reducción de este estatuto en el orden fálico?

EL OTRO DE LO MATERNO PUEDE SER UN PADRE

Uno de los destinos del vínculo materno es del orden del desgarramiento para
constituirse como objeto: es la apertura estructurante de la lógica fálica. Veremos más
adelante cómo, a la luz de esta hipótesis, puede interpretarse la expresión: «La madre se
mantiene como el primer objeto de amor». Para ello hay que diferenciar entre función
materna (que garantiza en la filiación un proceso identificatorio y una posición materna)
y capacidad maternante (que vuelve el narcisismo del vínculo posible en el reencuentro
que supone).

En la mayoría de las mujeres el encuentro con el otro las hace desprenderse de una
identificación mortífera (¡como el canto de sirena!). En determinadas condiciones, el
reencuentro puede permitirles desprenderse del imposible yo-ideal demandado por el
Otro. Otro que puede igualmente tomar la figura de un padre, tanto más peligroso en

33
cuanto su identificación inconsciente a la imagen de una madre omnipotente le abrirá un
camino hacia una posición perversa, incluso incestuosa1.

Habría que diferenciar un proceso «melancolizante», que permite al sujeto constituirse


en la humanización de la castración (pues se trata de un acento melancólico donde el
odio no ha destruido al sujeto), de una melancolía patológica, donde la imagen femenina
persecutoria lo obliga a la perfección de su destrucción, no dejando de él más que un
fantasma, especie de muerto-viviente en un escenario acabado.

La melancolización a la que nos referimos supone una temporalidad, un proceso


psíquico que conduce a la castración. Proceso que no impide siempre el estancamiento
en una melancolía. La melancolía no se resuelve edípicamente, pues no accede a la
alteridad, a un estatuto de la relación de objeto donde la castración humanizante produce
un narcisismo «relativo» -y no absoluto- vinculado a la pérdida de goce, separado de la
potencia pulsional.

Es por esta razón que a una mujer le es necesario aquello que he llamado una doble
alteridad: la madre Y la mujer deben encontrarse. Este encuentro es el punto de apoyo
de una identificación donde la rivalidad amenazante estructura el encuentro con el otro,
el otro del otro sexo, en la elaboración del complejo de Edipo.

La apuesta de un análisis – confrontado a esos sufrimientos que se experimentan y


surgen en una transferencia, lugar de sorpresa y de creación para el sujeto - es que allí
puede haber lugar para un reencuentro del otro en el proceso de la cura. El odio es
muchas veces su condición de posibilidad. Este reencuentro no puede tener lugar sin
que se acepte y acoja, en el espacio de la transferencia, el dolor depresivo enmascarado
por el odio. Esta es la condición para que se produzca, en un trabajo de duelo, una
separación con respecto a la identidad infalible establecida bajo la égida del superyó.
Esta identidad mantiene al sujeto como rehén de la seducción mortífera de una imagen
de «ideolo»2, obstaculizando todo proceso identificatorio que no sea el impuesto por la
ley imperativa del superyó.

El odio, que puede ser el callejón sin salida de un tratamiento, puede entonces ser
también la oportunidad, que no hay que dejar pasar, de una identificación donde el yo y
el otro pueden odiarse, identificados a un imaginario que puede dar lugar a un rechazo.
Rechazo que es el precio a pagar para volver el «resto» simbolizable. Rechazo que es
también la condición del paso a un mundo humanizado por la castración como
reencuentro con el otro.

1
D. Guyomard, «La confusion des sentiments», La disposition perverse, París, Odile Jacob, 1999, p.100:
«Puede haber también en un hombre en posición incestuosa una identificación inconsciente con una
madre omnipotente.»
2
El término «ideolo» es un neologismo que he «fabricado» con las palabras ideal e ídolo, para dar cuenta
de un cierto tipo de narcisismo bajo la influencia de la exigencia de Otro detentor, en el espejo de la
verdad, de la identidad del sujeto.

34
Con la historia de Fátima quisiera terminar este primer abordaje de la problemática
odio-amor en la relación madre-hija, así como su implicación transferencial en la cura
analítica. Con esta joven mujer, la dificultad para elaborar su ambivalencia odio-amor se
manifestó en tiempos transferenciales específicos, mostrando el vínculo de esta
dificultad a una sumisión a la ley del superyó, en tanto «figura feroz»1 que es necesario
diferenciar de la ley del deseo.

Cuando la encuentro, Fátima es una mujer joven de 35 años. Es egipcia, copta, y


pertenece a una familia acomodada de la burguesía francófona de su país. Algunos
elementos de su historia nos ocuparán por algún tiempo, previo al inicio del análisis.
Ella es la última de tres hijos y un acontecimiento particular marca su nacimiento:
después del parto, ella llega a su casa antes que su madre, pues necesitaba cuidados
especiales en el hospital. Su madre se reúne con ella después de haber sido atendida - a
la inversa de lo que a veces puede ocurrir cuando el hijo, retenido en la maternidad por
razones médicas, se ve privado del vínculo con su madre o con sus padres-; ambas se
encuentran entonces con posterioridad a ese momento.

Acogida por un padre cuyo amor autoritario y posesivo marcará su historia, es ella
entonces quien ha esperado a su madreen su casa (¡en doble sentido!2). Un cuarto hijo
que será esperado más tarde, muere in utero. A partir de este acontecimiento, mi
paciente hace referencia a un ciclo infernal de reproches que le son dirigidos por su
madre: sería ella, mi paciente, la que le habría dañado el interior, la matriz, en el
momento de su nacimiento, impidiendo otros nacimientos. Fátima se encontró atrapada
en un desafío implícito que ella creía escuchar en los reproches de su madre y que
podría formularse así: una madre pide a su hija seducirla en una insatisfacción
proclamada.

El giro de este análisis de varios años se produjo en torno a tres sueños: otros tantos
momentos transferenciales que participan en el cambio de posición subjetiva.

Este es el primer sueño enunciado por Fátima: « Bailo en un camino; es un baile


folklórico… , eso interrumpe el camino… Es un camino mal mantenido, en mal estado.
Mis pasos son torpes, ¡un fracaso! Mi vestido puede ser bello, pero me molesta. Mi
madre me mira… ¡algo no anda! No le agrado.»

Después de contar este sueño, en la sesión siguiente, surgen quejas y reivindicaciones


(no pude dejar de pensar, al escucharla, en las que su madre le dirigía): «¡Usted no me
ayuda! Sufro demasiado sin que usted pueda hacer algo. No es lo que esperaba del
análisis.» (¿Piensa ella que tiene derecho a sufrir? Esta reflexión me atraviesa cuando
1
J. Lacan, Le Séminaire, libro I, Les écritstechniques de Freud, París, Le Seuil, p.119: «El superyó es a la
vez la ley y su destrucción… La ley se reduce en su totalidad a algo que no se puede incluso expresar,
como el Tú debes, que es una palabra privada de todos sus sentidos… Termina por identificarse con lo
que llamo la figura feroz…»
2
(Nota trad.: en francés, “chez elle” significa “en su casa”, pero literalmente puede leerse también como
“en ella”.)

35
me dirige sus reproches.) Este sufrimiento sigue siendo enigmático para ella. No parece
en absoluto poder atribuirle conscientemente un sentido descifrable a partir de las
relaciones tan difíciles y decepcionantes con su madre. No llega a asociarlo a un
acontecimiento cualquiera de su vida o de su historia familiar. En cambio, vive la
neutralidad del analista como indiferencia, incluso como sadismo.

Ocurre entonces un acontecimiento particular en su vida: en el momento en que espera


un hijo, encuentra a un hombre y vive intensamente con él una suerte de breve pasión.
Este hombre, me dirá ella, es un verdadero padre. La ruptura y el fin del episodio
pasional provocan un derrumbe «melancólico» muy doloroso. La pérdida no es sólo
pérdida del vínculo y del objeto, sino un verdadero un desgarramiento de su identidad.

El verano siguiente, cuando ve a su madre, ya no se siente tan herida por lo que


denomina su crueldad: «Me tiene sin cuidado», dice. Un desapego que puede hacernos
pensar, tanto a ella como a mí, que ya no está en una complicidad inconsciente,
sometida al odio de una madre. Desapego que me parece, en el a posteriori de esta cura,
hacer eco a mi neutralidad, vivida en la transferencia como un sadismo de mi parte.

En algunas sesiones posteriores a su regreso de vacaciones trae el sueño siguiente:


«Estoy con un hombre, estamos enamorados. Olvido cerrar la puerta de la casa al salir,
que queda entreabierta.» Escuchándola, pensaba: ¿para volver? Continúa narrando su
sueño: «Por culpa mía pueden entrar ladrones y robar muebles y objetos preciosos. Los
encuentro y hablo con ellos. No tengo miedo. Están en la sala de arriba, donde tenían
lugar los juegos de niños. Una habitación donde se podían inventar historias.» Al
escucharla, yo pensaba en las teorías sexuales infantiles.

En ese sueño se interrogan tanto una imagen de su feminidad como su culpabilidad de


ser mujer, atrapada en la rivalidad. Esta culpabilidad (Fátima es también esos ladrones
que vienen a saquear las joyas… de la habitación de la madre) parece mediatizarse al
elaborarse en un vínculo a la sexualidad infantil reprimida, allí donde puede encontrarse
edípicamente, para crecer. ¡Y sin embargo eso no aportó calma y serenidad!

Al finalizar la siguiente sesión, Fátima parte violentamente (¡de mi casa!) golpeando la


puerta. ¡Una verdadera furia! Mi primera reacción, respondiendo interiormente a esta
violenta salida, fue: «Bueno, que se vaya…”. Yo experimentaba lo insoportable de su
demanda voraz, pulsional, de consumirme: ella quería algo de mí, algo que se le debía.
«Lo que es tuyo es mío y tú me lo debes», decía su moción pulsional inconsciente. Y
experimentaba también un movimiento violento de rechazo: arrojarla fuera de mí, fuera
del lugar transferencial, casa materna de la que había salido dando un portazo. En el
tiempo que precedió a su regreso, experimenté una gran dificultad para reencontrar en
mí el lugar de escucha, lugar de transferencia como espacio de acogida. Allí donde el
poder de la transferencia no nos desliga de nuestra responsabilidad de sostenerlo.

36
¿Qué lugar de elaboración debía darle a tal exigencia de satisfacción… en espejo con
respecto a la que su madre le dirigía desde su más temprana edad? Ya se había quejado
de la falta de reciprocidad de los lugares entre ella y yo, de la posición desigual de
paciente y analista. Someterse, pensaba ella, le era imposible. Su padre autoritario,
frente a una madre insatisfecha, le imponía una constante rebelión, un decir NO
obligado. Ella había querido partir desde muy pequeña, manteniéndose siempre envuelta
en una relación de fuerza y desafío. Decir NO a su padre, abandonar a su madre siendo
al mismo tiempo quien intentaba reparar a esa madre herida y desdichada. En ella,
dispuesta a desplazar montañas, su padre encontraba las cualidades que hubiese deseado
encontrar en un hijo varón.

Durante la siguiente sesión, los reproches surgieron nuevamente. Yo pensaba: ¿por qué
es necesario que la relación sea una relación de fuerza, con un vencedor y un vencido,
una batalla donde el otro decepciona forzosamente? Aceptar al otro, es dejarse derrotar.
Está descalificado de antemano. Sólo puede engañar, aprovecharse. La decepción es
esta relación obligada con este otro engañador. Le dije algo sobre mis
pensamientos:«¿Entonces, la confianza es imposible?», concluí. Sordamente declaró:
«De hecho, es de mí misma de quien estoy decepcionada” (¿de no haber podido reparar,
consolar, satisfacer a su madre?). Se manifestó entonces un cambio, una especie de
flexibilización. Yo pasaba a ser menos peligrosa y tuvo lugar un paso: ella se autorizaba
a pasar de la exigencia a la demanda.

Un tercer sueño vino a expresar el trabajo inconsciente implicado en la elaboración de


este paso. Es el siguiente: «Llego a la casa de usted al mismo tiempo que una niña
grande sale rápidamente (ella recuerda su salida violenta). De ella sólo veo su cabello
negro, más corto que el mío», y agrega, en una especie de negación: « ¡No soy yo! Es su
hija. Me tiendo en el diván, me siento muy triste, lloro como un niño. Usted se acerca a
mi, me toma la mano y me consuela.». (Lo que intentaba hacer por su madre). Este
sueño, donde ella se da la posibilidad de estar en un vínculo distinto al vínculo pasional
materno que no había dejado más huella que el odio, dio origen a modificaciones y
apaciguamientos en su relación con ella misma, y con los demás.

Esta historia da cuenta, en una transferencia, del paso de un vínculo a la relación con el
otro – rehén de lo pasional –de un modo en que la reivindicación pulsional sometía a mi
paciente a una imagen superyoica de sí misma. Es la historia de un sujeto sometido a la
exigencia de un yo-ideal investido narcísicamente por el superyó. Esta rigidez
inflexible, obligada, volvía imposible toda relación con otro, más humano, aquel de una
confianza vinculada a la falla. Es a este yo-ideal1 que se consagra el odio que el sujeto
mantiene con su imagen, consigo mismo. Sostiene la figura feroz de las reprimendas de
las que se hace objeto. Esta investidura odiosa del yo, casi melancólico, impide a
cualquiera acceder a una relación satisfactoria. Este odio es separador, quedando al

1
Y no idealizable: esto sobreentendería una cadena identificatoria, un lugar para el proceso de la
identificación, es decir, de las mediaciones de representaciones que sostienen el movimiento psíquico de
la relación de objeto.

37
mismo tiempo atrapado en la exigencia insaciable del superyó. Dicho de otro modo: el
odio del superyó contra el objeto que es el yo, figura posible del semejante como otro,
debe encontrar en la transferencia no solamente su reedición, sino también encontrar en
el analista su propio odio, para que la desesperación y (o) la cólera que provoca pueda
conducir la negociación y la inscripción de la castración humanizante. En esta esta cura,
lo que no cesaba de repetirse era lo pulsional, para conservar, para no perder esta
identidad superyoica y, de esta manera, hacer imposible cualquier intento de crear una
relación diferente con el otro. El odio, en una repetición conservadora, erigía de manera
superyoica el narcisismo de mi paciente y protegía inconscientemente la investidura
libidinal de la memoria de un primer vínculo. Perder este odio provocó en Fatima, en un
primer tiempo de la cura, un derrumbe narcísico. Derrumbe necesario y previo al paso a
otro registro. Paso del vínculo a una relación; ahí donde el objeto ya no es el de la
pulsión sino el objeto de deseo que se abre al encuentro del otro, al otro de la palabra.
Palabra cuya fiabilidad se acompaña necesariamente de la falta que la humaniza.

38
Capítulo IV

Seducida y abandonada: la melancolía y el odio a sí mismo

Este título, «Seducida y abandonada», propone una variación en torno a la fórmula de lo


efímero e implica diversos destinos. Lo efímero expresa lo que, de este efecto-de-
madre, resulta necesariamente narcisisante para cada uno y cada una, hombre y mujer
en la relación madre-hijo. Esta condición efímera y estructurante de la relación materna
da cuenta en sus diferentes avatares de esta necesidad vitalmente narcísica, pero
también de los riesgos mortíferos a los que se expone el vínculo materno cuando no es
«destetado». ¿Cómo comprometen esos destinos, para una hija, su futuro de mujer? Ese
primer vínculo, a condición de que sea también un encuentro, inscribe para una hija la
memoria de un femenino reconocido y narcisisante. La ausencia de ese vínculo, así
como la dificultad de crearlo para una madre con su hija muy pequeña, implica otros
obstáculos que ponen en riesgo la identidad y el futuro de mujer para la niña.

¿A qué identificaciones está «sujeta» una mujer para poder ser mujer y quererse, y
eventualmente ser madre en su momento? Esta pregunta, la de una transmisión de un
femenino específico a la relación madre-hija, requiere desplegar algunas hipótesis; una
de ellas se relaciona con la melancolización del proceso psíquico de la elaboración de la
castración. Melancolización como paso obligado hacia la castración para una mujer.

LA ALTERIDAD DE LO MISMO

Me parece que la clínica analítica plantea recurrentemente una pregunta, vinculada a la


escucha – en transferencia – de palabras de mujeres: ¿hay una alteridad más necesaria
para la mujer que para el hombre?¿Es esta doble alteridad una necesidad que estructura
su proceso identificatorio de mujer, en el vínculo a la mujer que es su madre? Una
alteridad que, antes de estar inscrita por la diferencia de los sexos, es necesaria, en el
vínculo materno, para la diferenciación: alteridad de lo mismo antes de ser alteridad del
otro sexo.

A partir de este punto se plantea nuevamente la pregunta por la alteridad y lo femenino


en el vínculo que produce transmisión, o no, de una madre a su hija. Se trata entonces
de confrontar esta pregunta por la alteridad con la de la rivalidad femenina.

Es necesario interrogar este primer encuentro con el otro que es la madre para su hija-
niña, retomando la pregunta por el exceso vinculado a la creación del vínculo materno y
mostrando cómo lo inevitable de la pulsión puede poner en peligro esa alteridad
primera. Para ello, y en las historias que conciernen a la relación madre-hija, el lugar

39
emblemático del vínculo que es la experiencia de satisfacción alucinatoria debe volver a
interrogarse.

DIFERENCIACION DE LOS ODIOS

La madre odiada puede ser una configuración posible del objeto materno: los diferentes
rostros del odio son otras tantas soluciones para la diferenciación. La madre se vuelve el
objeto odiado o que debe odiarse al no ser más que madre, al no ser más que «su»
madre.

Es necesario entonces abrir la pregunta acerca de la figura de la madre odiada. ¿De qué
odio se trata? En el análisis y en las memorias que convoca, el odio que surge en la
transferencia se produce como reedición inconsciente del reencuentro con esta figura.
Este odio, a condición de ser un efecto de lo que llamo una melancolización
estructurante – es la hipótesis del proceso – permite al sujeto constituirse en la
humanización de la castración edípica. Aquí se trata de un odio que no ha destruido al
sujeto ni al objeto. Odio que hay que diferenciar de aquél que interviene cuando la
melancolía es el único destino de la relación de objeto. Melancolía donde una imagen
materna perseguidora, resultante ella misma de un superyó perseguidor y destructor del
vínculo, obligaría al sujeto a la perfección de su destrucción, no dejando de él más que
un fantasma: especie de muerto-viviente sacrificado al imperativo superyoico de la
figura materna1 y que vendría aquí a absorber a una madre encarnada y a un hijo.

DEL ODIO A LA SEDUCCIÓN

La seducción que entreteje el vínculo que envuelve a la madre y al hijo es vitalizante


para el vínculo materno por su propia especificidad pulsional. No obstante, esta
seducción puede hacer fracasar la creación de lo materno como vínculo tranquilizador y
protector. Seducción que, en su exceso, puede hacer bascular el vínculo hacia la nada o
lo pasional, impidiendo la creación de la relación de objeto. El goce del vínculo borra
tanto a la madre como al hijo, impidiéndoles reencontrarse en la creación del registro
materno. El odio es entonces la única huella de una erotización del vínculo materno,
dando cuenta del hecho que eso tuvo lugar. Viene a expresar e inscribir a la vez la
memoria de ese vínculo, pero también la derrota de lo materno que constituye ese
primer narcisismo dual: narcisismo del vínculo. La derrota de lo materno no es creación
de la madre: es la nostalgia que se desprende de esta derrota la que participa allí,
nostalgia que es entonces un matiz de la huella producida por la pérdida de la
satisfacción referida a lo materno como único registro de placer. Lo materno se

1
Esta figura investida por la exigencia superyoica es la que se reencuentra cuando no ha podido tener
lugar la transmisión de lo materno que envuelve y detenta la admiración del reencuentro madre-hijo: en
este lugar vacante viene a alojarse la idealización inaccesible a la cual el superyó presta ayuda.

40
constituye a partir de este ser de una mujer con un hijo que denomino narcisismo del
vínculo o vínculo narcisisante: encuentro que preside la creación del vínculo madre-
hijo. Se trata de vínculo y no de relación; ésta última se establece secundariamente a
partir de constitución del objeto, en tanto supone la inscripción simbolizante de la
alteridad. Es este vínculo la condición de efectuación de la función materna y de la
capacidad maternante que, aún efímera, deja de todos modos su huella, condición
misma de una inscripción inconsciente, transmisión de una memoria de ese vínculo.
Vínculo que es también huella del lugar que constituye. Este vínculo narcisisante,
constitutivo del campo de lo materno que envuelve a la madre y al hijo, permite, más
que una identificación primera, un enraizamiento del vínculo. Este vínculo es entonces
lugar de residencia de lo femenino como cavidad matricial que favorece una transmisión
de lo específicamente femenino entre una madre y una hija, donde no reside la pulsión
como registro de la relación: el lactante no es un objeto para la madre en el vínculo
narcisisante.

Es necesario que aquello tome a la madre en el cuerpo, en la piel, para que se produzca
el encuentro de una madre y de un hijo y para que se cree ese campo particular propio a
lo materno. Es necesario que esa erotización no sucumba a lo pulsional devastador. En
efecto, éste no permite representación de mociones tiernas transmitidas por figuras
maternantes encarnadas: aquellas que inscriben y portan las memorias movilizables en
el registro del encuentro entre madre e hijo. En los destinos de lo materno puede suceder
que la represión de la pulsión de devorar a los bebés conduzca hasta la repugnancia del
objeto de la pulsión (que puede ser el bebé). La repugnancia protege al objeto… es la
expresión de la represión de lo pulsional investido en el vínculo, una suerte de barrera
contra el exceso.

EL ODIO COMO RABIA


DE HABER SIDO SEDUCIDA Y ABANDONADA

«Seducida y abandonada» parece ser una formulación de este grito escuchado muchas
veces cuando, en historias incestuosas, el padre es perdonado y la madre odiada. Es a
ella a quien se culpa siempre, en el sentido de que se espera de ella lo que no ha dado.
En esas historias particulares lo «materno» se encuentra envenenado por el exceso
pulsional; pulsión con la que toda madre, sea como sea, tiene que vérselas y que le es
necesaria para acceder a este vínculo. Pero aquí la pulsión es indomable, no se puede
civilizar. Deja a una mujer que se vuelve madre enfrentada con lo salvaje, vivido bajo el
modo de una culpabilidad tal que puede ser llevada a someterse a una autoridad (a veces
encarnada de manera superyoica) y eventualmente a dejarse derrotar, renunciar a su
función materna y a su capacidad maternante. La función materna compromete y
supone una posición simbólica de filiación. La capacidad maternante supone esta
ternura producida por el vínculo, cuya transmisión puede efectuarse encontrando en sí
misma la memoria del vínculo a una madre. El encuentro de figuras maternantes puede

41
suplir la ausencia de esa capacidad. Esta capacidad es, por ejemplo, la que se expresa en
la «mamá»: madre encarnada de lo cotidiano.

La culpabilidad, vinculada a lo salvaje de la pulsión materna, es sin duda inherente al


proceso que pone en marcha la creación del vínculo narcisisante: producción de lo
materno que envuelve a la madre y al hijo en el placer de su encuentro, seducción que
para algunas es experimentada como demasiado amor o demasiado placer. Culpabilidad
de mostrar lo obsceno del placer que, aquí, se encuentra bajo la influencia ilimitada de
la pulsión. La imposibilidad de transformación del vínculo obliga a las pequeñas hijas
de esas madres a vivir inconscientemente el vínculo materno de un modo imaginario y
homosensualmente incestuoso, del cual sólo las separa, mal, un odio pasional, pues
aquí el odio pasional no puede ser mermado. Otra manifestación de lo pasional no
elaborado en una relación: la repugnancia. « ¡No me gusta la piel de mi madre, ni su
olor! », me decía una paciente al descubrir la importancia de su apego…¡reprimido!

A partir del odio1, siempre vinculado a la pulsión – y allí está el enraizamiento pasional
del odio – es necesario tratar de comprender lo que este odio dice de la huella pulsional
y fusional en la relación madre-hijo; tanto en la necesidad de éste como en el posible
fracaso de su transformación. Fracaso en la imposibilidad de pasar de la fusión primera
(que es una de las figuraciones de lo materno con la carga imaginaria que conlleva) a
una alteridad que humaniza el vínculo cuando éste pasa a ser peligroso si persiste bajo
la forma de goce. Se trata entonces de un vínculo pasional que puede ser de un dominio
cuerpo a cuerpo. Pasión que es evitación del «destete» psíquico de la satisfacción que
aporta el placer del vínculo. Se trata de destete, en efecto, pues no concierne a la pérdida
de objeto. El destete es el límite impuesto a una modalidad adictiva del vínculo, es decir
a un exceso de placer. La pregunta que se plantea es: ¿de qué modo, por el hecho de no
poder soportar el destete y el límite que le impone tanto a la madre como al hijo, el
vínculo puede transformarse en adicción pasional y no en relación, en el sentido de la
relación de objeto? El objeto de la pulsión, en el centro de la modalidad adictiva, está
sacrificado al goce de la pulsión. Esta adicción pasional se encuentra en diferentes
destinos del vínculo, y el odio puede ser uno de sus registros. En cuanto a lo que
interesa específicamente de la relación madre-hija – y que concierne a las condiciones
de una transmisión de lo femenino vinculado a esta huella del vínculo narcisisante -,
¿cuáles serán las consecuencias, para la construcción identitaria de una hija y su futuro
de mujer, de la dificultad de un destete, obstaculizando el proceso de transformación del
vínculo en relación?

1
Françoise Dolto, Solitude, París, Gallimard, «F. Dolto», 1994, p.319: «En efecto, es el sentimiento de
separación que vuelve culpable de la necesidad (caníbal) de mutilar, de matar. Falta original o malestar de
civilización, ¿no será este el deseo que no se cura de su violencia prematura para la madre canibalizada lo
que nos destetó…?»

42
¿QUE SENTIDO DARLE AL ODIO
EXPERIMENTADO POR EL NIÑO, LA HIJA?

¿Qué sentido darle al odio que contiene la memoria inconsciente, reprimida, de una
satisfacción maravillada; satisfacción que se convertirá en un tiempo ulterior, bajo el
efecto de la represión, en el horror de la seducción materna? El odio de la hija sería
entonces a la vez memoria de la satisfacción maravillada de la díada madre-hijo y,
también, una protección contra lo que podría ser un goce incestuoso. Este odio que se
opone –¡pasionalmente! – a un exceso vivido incestuosa e inconscientemente, tiene para
una hija varios destinos posibles. En un intento de resolución del vínculo en relación, el
odio del hijo supone una transformación «edípica», para abandonar el goce del vínculo
con el fin de que no caiga en lo que sería una perversión de este vínculo y a veces de la
posición materna misma. Posición donde lo ya-ahí de una madre es la repetición de un
goce del cual su hijo no puede separarse ni separarla. Goce que no es entonces más que
la conservación a veces mortífera de un vínculo sin futuro.

La solución del odio en la hija puede ser radicalmente infranqueable. Especialmente


cuando ella participa en espejo de esta seducción que requiere, como condición de su
función estructurante, ser abandonada por la imposición de un destete recíproco. Es en
este tiempo, que no sólo es tentativa – y fracaso – de separación, que el odio ayuda a la
constitución del objeto, en el sentido que puede encontrarlo: lo conoce y lo reconoce
para odiarlo. No se opone al amor, pues éste es uno de los destinos de la relación de
objeto – y pertenece por tanto al proceso de identificación –: es un momento de
construcción del objeto y una memoria de lo pulsional. Si de amor se trata, sería
entonces un amor «despiadado»1 y totalitario. Esta solución rencorosa puede impedir el
tiempo de la preocupación por el objeto en la depresión constitutiva de la persona
humana. Impide lo que conduce a un sujeto a aprehender al otro como objeto total. Es
entonces también la pregunta por la alteridad la que se encuentra planteada por el odio
resultante de un destete, difícil e incluso a veces imposible, del placer de la seducción.
Esta forma de odio sirve, entonces, tanto para nombrar la decepción como para
separarse y salir de una mismidad que impide la diferenciación. Lo materno debe
constituir al objeto-madre en la pérdida que se produce con el destete del placer del
vínculo. El destete debe efectuarse para convertirse en marca. El objeto está, entonces,
del lado de la nostalgia. Esta nostalgia, que recubre el objeto perdido -perdido por ser
deseable- protege al objeto de la destrucción pulsional y permite el paso del objeto de la
pulsión al objeto del deseo.

1
D.W. Winnicott, «Hate in the counter-transference» (1947), in Through Paediatrics to Psycho-Analysis,
trad. franc. «La haine dans le contre-transfert» en De la pédiatrie à la psychanalyse, París, Payot, p.55:
«… Hay un estadio teórico más precoz en el cual todo lo que hace el hijo pequeño cuando hace daño no
es producto del odio. He utilizado la expresión «amor despiadado» (ruthless love) para describir este
estadio.» Laura Dethiville, en su libro Donald W. Winnicott., Une nouvelle approche (Campagne
Première, 2009), retoma con agudeza diferentes nociones, muchas veces empobrecidas en su traducción
al francés.

43
EL ODIO DE SI MISMO

Esto nos lleva a pensar en otro odio; aquél que surge de un superyó no humanizado por
la elaboración edípica, un odio que cierra un futuro al sujeto.

Un ejemplo de esta reedición superyoica (pura cultura de la pulsión de muerte) reside en


la pasión. La pasión como regresión a un momento fusional: «soy yo o el otro». Se trata
de una falsa dualidad, pues la alteridad es abolida en tanto límite impuesto a la pulsión.
El peligro de ese movimiento es la desaparición del sujeto en el estado de satisfacción
pulsional («goce» de la pulsión podría ser el término más apropiado). Se trata de no ser
más que uno en la posesión recíprocamente devoradora, ahí donde la alteridad de cada
uno se deshace. Alteridad que la pulsión desdeña, puesto que no ama ni odia1: el objeto
que busca constituir para su satisfacción no es el objeto de la identificación, que entra
por lo tanto en el proceso de la relación de objeto, sino el objeto que hay que devorar
para satisfacerse.

Lo pulsional sería entonces resistencia a la potencia simbolígena de la castración, como


un inconsciente (el Ello) traumático para el fantasma, y por lo tanto resistente a la
organización psíquica de las representaciones que éste elabora. Habría que diferenciar
aquí el fantasma y la excitación; ¿con qué representaciones se constituye y se organiza
el primero, y de qué lugar somático surge la excitación?

Es necesario diferenciar entonces un odio ligado a la castración en la organización


psíquica del fantasma, de otro, pervertido en un discurso de destrucción, como en la
perversión y la melancolía. ¿Podríamos hablar entonces de un odio que concierne al
objeto, rúbrica y huella de la pérdida, vinculado a la castración y de otro odio,
melancolizante, que ataca al sujeto?

Está también el odio que se puede decir, leer, como aquél que, escondido e inconsciente,
anima los buenos sentimientos y cuyo surgimiento pulsional no llega a manifestarse.

En la cura analítica, esta imposibilidad de nombrar el odio inconsciente – vinculada a la


potencia de la pulsión – se expresa en detrimento del sujeto y de la relación en una
transferencia llamada negativa; pero que es de hecho positiva, puesto que es la
condición de manifestación de un odio que busca poder decirse, dirigirse.

1
S. Freud, «Pulsions et destins des pulsions», in Métapsychologie, OCF, vol. XIII, p.182: “De vernos
precisados, podríamos decir que una pulsión ‘ama’ al objeto al cual aspira para su satisfacción. Pero que
una pulsión ‘odie’ a un objeto nos suena bastante extraño, y caemos en cuenta que los vínculos de amor y
de odio no son aplicables a las relaciones de las pulsiones con sus objetos, sino que están reservados a la
relación del yo–total con los suyos”. “…si no solemos decir que la pulsión singular sexual ama a un
objeto, y en cambio hallamos que el uso más adecuado de la palabra ‘amar’ se aplica al vínculo del yo
con su objeto sexual, esta observación nos enseña que su aplicabilidad a tal relación sólo empieza con la
síntesis de todas las pulsiones parciales de la sexualidad…”.

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En las curas, el odio es entonces a veces la condición y la posibilidad de un encuentro
del otro. Y esto particularmente en las historias de madres y de hijas donde el odio
constituye al objeto y es la solución sintomática para su reencuentro. Para este
reencuentro, el odio convertido en objeto entre las dos protagonistas garantiza una
separación protectora y les permite no matarse entre sí. Se trata de un odio como único
hallazgo que permite proteger la alteridad, tanto de una como de otra. En la
transferencia que compromete a analizante y analista, lo femenino vinculado a lo más
pulsional de cada uno(a) –y probablemente más aún cuando el analista es una mujer –,
así como la memoria de lo materno puesto en juego, hacen del fin del análisis un desafío
al destete y a la alteridad que hace de la separación un proyecto de vida.

Lo pulsional ronda la seducción materna y puede oponerse al límite impuesto por el


destete que transforma el vínculo en relación. En ciertos casos esta seducción, memoria
de una satisfacción plenamente consentida por ambos, madre e hijo, puede facilitar la
seducción incestuosa del lado del padre. Esto puede ocurrir cuando el “no” no puede
decirse, no encuentra enraizamiento en el vínculo materno, y cuando la madre se vive
como cómplice de un padre identificado, inconscientemente, con una madre
imaginariamente omnipotente: un padre que no sería nunca él mismo, sino una madre
más1. Esta madre cómplice puede ser una madre en la incapacidad de destetarse de ese
estado de omnipotencia de la satisfacción pero, igualmente, una madre ausente en el
vínculo materno. Esta complicidad no es obligatoriamente subjetiva, deseada y
consciente; muchas veces es de alguna manera objetiva, consecuencia de una falla en la
capacidad de una mujer de subjetivizar su vínculo a su hijo, de apropiárselo.

¿Sobre qué o sobre quién se apoya un hijo para decir “no”? En efecto, la culpabilidad de
lo obsceno (de sentir como tal la fuerza del vínculo), así como la pasión del vínculo,
impide a una madre simbolizar el límite, proteger a su hijo de lo salvaje de sus propias
pulsiones y así garantizarle su posición de hijo. El objeto, que es entonces objeto de la
pulsión, permanece sin transformación. La madre, al igual que su hijo, vienen a ocupar
en esta serie pulsional el lugar de objetos; en el sentido de que uno y otro son objetos de
satisfacción pulsional. Esta satisfacción puede también sentirse en lugar de otro,
atrapado en el poder de la pulsión de lo materno; por ejemplo, en un padre «demasiado»
maternante.

El lugar de la castración materna no es un lugar vacío; por el contrario, es el lugar donde


se inscribe el límite. La expresión «suficiente», que podríamos escuchar en good
enough mother2, en tanto marca y alteridad de la madre, es la mujer. Es ella quien

1
D. Guyomard, «La confusion des sentiments», ie La disposition perverse, París, O. Jacob, 1999, p.100.
2
D.W. Winnicott, «La mère ordinaire normalement dévouée», en Le bébé et sa mère (1966), trad. franc.
de Madeleine Michelin y Lynn Rosaz, París, Payot, 1977. Es en L’esprit et ses relations avec le psyché-
soma (1949) que aparece por primera vez claramente ese concepto de good enough mother, con
traducciones francesas variadas de las cuales la más justa es sin duda la de Michel Gribinski «mère toute
juste acceptable» (madre apenas aceptable) que coincide con la de Laura Dethiville, op.cit.

45
debe encontrar en particular a la hija para constituirse en mujer. Es entonces – al no
quedar espacio para dos, en la confusión del goce de los cuerpos – cuando una ruptura
de registro y la represión de una primera erotización del vínculo inscriben su marca;
fuente, podríamos pensar, de la emergencia constitutiva de lo femenino específico en la
relación madre-hija. La relación madre-hijo es creadora de un femenino transmisible,
vinculado al registro materno. Este femenino sostiene la identidad de ser mujer, sin que
la relación madre-hijo sea por ello detentora de esa identidad. Es la capacidad erógena
del vínculo lo que garantiza su transmisión. Dicho de otro modo: es necesario que el
placer constitutivo del vínculo se produzca, para constituirlo «narcísicamente» como
vínculo narcisisante, y que su destete sea la garantía de una transmisión posible y no de
un goce que la anula.

La homoerotización del vínculo narcisisante es el registro psíquico irrevocable del


reconocimiento de lo femenino de una hija por su madre. La hija utiliza este
reconocimiento que funda su narcisismo y su feminidad para enraizar allí su placer de
ser mujer. Su feminidad -su capacidad de seducir, aquí en primer lugar a su madre, y ser
seducida por ella en lo materno-, no fuera del sexo sino fuera de la sexualidad (¡tanto su
identidad sexuada como la de su madre se encuentran presentes!), debe ser amada por
su madre.

LA CONSTITUCION DEL VINCULO COMO LUGAR


Y SU DESTINO EN LA NIÑA
EN LO REAL ANATOMICO DEL CUERPO.
LA INFLUENCIA DE LO MATERNO
Y LA HUELLA DEL VINCULO

A partir de las preguntas que despliega la idea de la alteridad de la madre, en tanto


mujer, ¿cómo pensar el cuerpo femenino cuando se es mujer? ¿Qué figuración
fantasmática inconsciente elabora una imagen inconsciente del cuerpo, parcializado por
las pulsiones en la identificación con lo femenino de una madre? ¿Con qué
representaciones se constituye esta figuración fantasmática?

Para una hija pequeña, antes (en una anterioridad de registro y no de temporalidad) de
poder privilegiar la mirada del padre, y a condición de que éste se encuentre en posición
paterna y no de devoración materna, ¿cuáles son para ella las condiciones de una marca,
de una huella de lo materno, que van a permitirle saberse mujer? La mirada de su
madre, que es reconocimiento del vínculo de filiación en el sentido de la creación de lo
materno como campo de encuentro madre-hijo, es también la mirada de una madre que
ama suficientemente su feminidad como para reconocerla en su hija y sentir con ello el
placer que ésta le otorga. Este placer no es aquí contradictorio – es decir, no es obsceno
– respecto al placer sensual del ser-madre. Para interrogar este tiempo psíquico, hay que

(Nota de la trad.: la expresión aludida de Winnicott ha sido traducida generalmente al castellano como
“madre suficientemente buena”).

46
recurrir de manera ejemplar, quizás mítica en sus consecuencias, a la experiencia de
satisfacción alucinatoria. La experiencia de satisfacción me parece que da cuenta de este
registro del vínculo materno y del narcisismo inherente a éste, en el sentido de un
narcisismo del vínculo, de un vínculo narcisisante: es decir, lo materno como tal. Este
registro participa en la creación de la madre como instancia maternante, lugar físico del
encuentro del hijo en el placer del vínculo. Ese campo narcísico fundamental es aquél
donde el hijo va a encontrar, en el placer del vínculo y en el alivio de sus propias
tensiones debido a los cuidados entregados por la madre o por un «entorno
suficientemente bueno»1, la vitalidad de su constitución, de su construcción, de su
narcisismo.

Esta experiencia hay que pensarla nuevamente como vectorizada por dos polos: la
madre y el hijo. La bipolarización de la experiencia de satisfacción alucinatoria es una
bipolarización del registro del vínculo-placer que participa del narcisismo madre-hijo.
Es el tiempo psíquicamente necesario de una relación subjetivizada de manera dual. En
efecto, se trata aquí para una madre de entrar en la función materna y para ello le es
necesario poder aceptar – sin olvidar (es uno de los riesgos) que es una mujer – estar
«fascinada» por lo que podría denominarse la maravilla de lo materno. Este tiempo
psíquico es anobjetal2.

¿Por qué me parece que lo alucinatorio es el modelo emblemático de ese tiempo de


satisfacción? Porque se trata de un modo de estar en el placer, garante del placer
emblemático del vínculo y huella de lo que puede ser su exceso. En efecto, cuando lo
pulsional investido en el vínculo lo excede, lo desborda, el desapego, que es una
reorganización del vínculo en relación, debe producirse a través de un mecanismo
psíquico que yo denomino destete, una suerte de renuncia o incluso de duelo de esa
satisfacción vivida al modo de lo alucinatorio. En la experiencia alucinatoria de
satisfacción, la satisfacción entrega la medida de ese placer compartido del cual Freud
nos dice que, para el pequeño ser humano, constituye la primera relación sexual, la más
importante de todas3: aquella donde la satisfacción de la necesidad y el placer están
unidos. ¡Es cuando aquello se separa que aparece lo sexual como goce! Cuando lo
sexual es deseo de repetir la satisfacción, y la pulsión es la búsqueda de la repetición en
tanto placer a través de un objeto que no es entonces más que objeto parcial.

«Mi bebé», así me hablaba una paciente refiriéndose a su hijo de 18 años. Esta
expresión - «mi bebé»- contiene la memoria de ese tiempo, sin que fuese por ello, en el
momento en que esa mujer lo utilizaba, la expresión de una infantilización de la relación
con su hijo. Modelo emblemático de un tiempo en que la madre es tanto seductora en su
amor y en los cuidados que entrega como seducida por el placer recibido, entregado por
su hijo. Ella está constituida en su capacidad maternante por ese placer tierno. El exceso

1
D.W. Winnicott. «La préocupation maternelle primaire», en De la pédiatrie à la psychanalyse, op.cit.,
p.173: «un entorno suficientemente de buena calidad…».
2
Esta pregunta se retomará posteriormente.
3
S. Freud, Trois essais sur la théorie sexuelle, OCF, VI, III, «Les configurations de la puberté», p.161.

47
de amor de ese tiempo, en tanto escandido por lo «suficientemente bueno» de
Winnicott, ejerce su carácter regulador bajo la forma de una nostalgia por un lugar sin
ambivalencia, desprovisto de amenaza, lugar ofrecido como destino para una
sublimación obligada. Lugar también donde cada uno es convocado más allá y más acá
de su castración, por una satisfacción plenamente consentida. El que no haya suficiente
madre impide la construcción narcísica del ser, tanto en lo femenino como en lo
masculino: demasiada madre mata a la mujer. Mujer que es la madre y cuya figura
femenina porta y promete una posibilidad de identificación para su hija.

¿EXISTE UN ESPACIO
DE NARCISISACION DE LO FEMENINO
EN LO MATERNO?
EL TEMA DE LA HUELLA

¿La incorporación en la hija del placer entregado y recibido (el seno, la leche son las
metáforas que representan ese placer), podría engendrar un imaginario del interior del
cuerpo? Interior que estaría horadado fantasmáticamente por ese placer recíproco. Una
suerte de «cavidad matricial»1 que habrá de apropiarse, en tanto fuente y representación
inconsciente de la identidad de lo femenino vinculado a la satisfacción entregada y
recibida. En una niña pequeña, este espacio de representación sería previo al fantasma
de lo femenino y de su feminidad. Lugar que se enraíza, durante ese tiempo primero, en
el placer constituyente de un narcisismo que las compromete a ambas: madre e hija. La
memoria de esta «cavidad materna», que acoge y envuelve lo femenino de una niña, se
investirá como huella. Huella cuya experiencia de satisfacción alucinatoria es
emblemática, pues allí se inscribe como placer el narcisismo de una, la madre, y de otra,
la hija. Admiración para una madre, apaciguamiento de las pulsiones para el hijo2. Es
emblemática también, esta experiencia alucinatoria de satisfacción, en la medida que
anuncia la necesidad del destete, condición para que la inscripción de una transmisión
pueda tener lugar y para que las representaciones que produce se organicen
fantasmáticamente en la pequeña hija del lado de lo interior, de lo interno y de los
destinos metafóricamente expresados de su feminidad.

¿Gozará la mujer, más que el hombre, de las representaciones fantasmáticas que la ligan
a lo reprimido de ese espacio, estructurándola en su sexo?

Esas representaciones se organizan al precio de metáforas de lo femenino, siempre bajo


la modalidad de una represión de lo sexual materno, entregado aquí a lo pulsional más

1
Del cual el espacio hueco, el «hohlraum» freudiano no da cuenta, salvo que se entienda, como lo escribe
con tanta sutileza Monique Schneider, como la forclusión de lo materno que escapa al dominio masculino
directo: «De esta manera la insistencia en el orificio puede revestir un valor conjuratorio para que se
mantenga en lo «no descubierto» la relación posible con un espacio hueco», en Le paradigme féminin,
París, Aubier, 2004, p.103.
2
L. Balestriere, Freud et la question des origines, 2ª ed. De Boeck, parte Primera: «L’esquisse et
l’origine maternelle: l’apaisement et le rythme».

48
arcaico; como si lo más peligroso no fuese lo salvaje de la pulsión, sino el placer que, al
no destetarse, caería en lo pasional, incluso en un goce sin fin.

La represión de este espacio permite distinguir la fobia femenina de la fobia masculina,


en memoria de la alucinación como modalidad del vínculo narcisisante que es lo
materno. La fobia es también en este caso preciso un mecanismo inconsciente de
separación que manifiesta la dificultad de la transformación del vínculo en relación; es
decir, de la constitución del objeto, ya no como objeto de la pulsión sino como objeto
«otro», objeto causa de deseo. Es este paso, este salto de un registro objetal a otro, lo
que es a la vez la salvaguardia del vínculo y lo que establece su necesaria
transformación.

Podríamos decir que el vínculo se destruye inscribiendo el objeto-madre, que sólo se


crea en tanto objeto perdido1.

El destete obligado del placer del vínculo salvaría este objeto «otro», tanto para el hijo
como para la madre, permitiendo entrar a uno y otro en la relación. Me parece
importante destacar aquí que la madre, como objeto perdido y creado a la vez por la
separación, no debe confundirse con la Madre, que estaría en parte vinculada a lo que
Lacan ha denominado la Cosa, representando la violencia de un pulsional vinculado a la
existencia misma de lo materno no destetado. La Cosa sería entonces la metáfora de
todo objeto posible de la pulsión materna insaciable, en un registro donde el placer del
vínculo no se ha destetado.

No olvidemos que la fobia, en el funcionamiento que supone, remite a dos registros que
debemos diferenciar. Uno, se manifiesta como un espacio de potencialidad, de
separación, de diferenciación creadora. Este espacio tiene un vínculo evidente con la
organización fantasmática inconsciente del sujeto en su capacidad deseante y en su
vínculo al objeto de deseo. El otro remite a la relación del yo con el objeto «narcísico»2,
al objeto incestuoso y a sus diferentes destinos.

Este espacio de diferenciación creadora podría ser la condición «figurativa» de la


continuidad de existencia del sujeto: allí donde falta la representación. En un borde
protector, sería también el espacio del objeto «narcísico» (constitutivo de la unidad
yoica), que separa al sujeto de lo que de manera superyoica, y del lado del objeto
fóbico, lo amenazaría.

1
Freud. Trois essais sur la théorie sexuelle, VI, III, p.164-165: “…la pulsión sexual tenía un objeto fuera
del cuerpo propio: el pecho materno- Lo perdió sólo más tarde, quizá justo en la época en que el niño
pudo formarse la representación global de la persona a quien pertenecía el órgano que le dispensaba
satisfacción.”
2
A. Birraux, Eloge de la phobie, París, PUF, «Le Fil rouge. Psychanalyse et psychiatrie de l’enfant»,
1994. Annie Birraux retoma con agudeza esta noción a propósito del aspecto traumático de las
transformaciones pubertarias en un adolescente. La realidad del cuerpo sexuado viene a dar una
representación traumática al fantasma incestuoso.
Irène Diamantis en Les phobies ou l’impossible séparation (Aubier, Flammarion, 2003), destaca con
insistencia la enfermedad de la separación que puede ser la fobia.

49
Dicho de otro modo, la representación bajo el modo de una metáfora espacial de la
coexistencia en el síntoma fóbico de la persona y de esta amenaza, protegería al sujeto,
como una separación de espacios, contra un goce peligroso, aniquilador. Al protegerlo
de lo que le compete más específicamente desde este punto de vista (constituido arcaica,
fóbicamente), el espacio del sujeto queda también protegido, pero al precio del síntoma
fóbico. La coexistencia es aquí un intento de separación, lograda por el síntoma fóbico
(¡y a la vez fallida, por el hecho mismo de ser un síntoma!) El sujeto y el objeto fóbico
no se encuentran y no cesan de vigilarse en el fantasma del sujeto.

¿Sería entonces el espacio fóbico el resto de una modalidad del proceso primario de la
representación, en el sentido primero de la experiencia de satisfacción alucinatoria? Es
importante distinguir el objeto fóbico del espacio, fóbico también, en el cual este objeto
surge.

El objeto fóbico ha experimentado las modificaciones del proceso primario


(desplazamiento, condensación). El espacio que constituye es una memoria de lo
alucinatorio como modo de satisfacción. Aquí no se trata ni de objeto ni de falta de
objeto, sino de un espacio vectorizado por un objeto, el objeto fóbico. Lo que es sin
duda de extrema importancia para la constitución de lo femenino en una hija pequeña.
Lo femenino se metaforiza doblemente. En efecto, a falta de ser aprehendido
visualmente por su sexuación anatómica, es representado como espacio hueco, y su
represión produce la representación de vacío, de nada, incluso de lo que no puede sino
ocultarse o ser visto «a escondidas». ¿A quién pertenece ese sexo, para que sólo pueda
ser robado y ocultado? Ya no estamos aquí en el apaciguamiento propuesto por lo
materno como vínculo, sino en el cuestionamiento de una madre que, a la vez, hay que
proteger y de la cual hay que protegerse. Lo que lo materno supone de enraizamiento
pulsional es lo que tanto del «lado madre» como del «lado hija» puede hacer «estrago»
en su relación. El estrago no es la marca de la relación madre-hija, sino el sello de lo
pulsional específico de lo materno cuando no está sometido al destete del vínculo: es
entonces uno de los destinos posibles de esta relación y uno de sus riesgos.

La represión del espacio fobígeno permitiría distinguir la fobia femenina de la fobia


masculina, cuando la represión no alcanza a ayudar a la hija pequeña a separarse del
antro materno absorbente y peligroso: peligroso respecto a ese goce aspirante y
aniquilador. Debe entonces volverse hacia otra parte, hacia la alteridad del otro sexo
esta vez, cuando su madre no puede ser esta otra, una mujer que para amar la feminidad
de su hija debe poder amar la suya. La hija no puede abandonar este lugar íntimo de
goce donde ambas podrían abolirse. El duelo ha de realizarse; la nostalgia o el odio
cicatrizan ese espacio y organizan el proceso «alterador» de la falta, del límite, del
cierre.

En la fobia, hay separación y conservación: el odio es un tiempo obligado (y a veces un


fracaso de la sublimación) para salir de ese lugar y expulsar de allí a la madre, para que

50
no se quede sola y omnipotente; expulsarla hacia su falla, su impotencia entonces.
Paradojalmente, una madre puede ser odiada por esta impotencia, pues ella también es
deseada como guardiana del lugar del goce.

Exigencia entonces de encontrar a la mujer en la madre: pero hace falta todavía para eso
que exista la madre que se pueda encontrar, y esto con anterioridad al registro del
vínculo. Este encuentro manifiesta la necesidad vital del narcisismo del vínculo, que es
específico al registro de lo materno. Lo materno es el registro de la creación del vínculo
madre-hijo, como también el del encuentro de una madre y de un hijo. Para encontrarse
es necesario que la experiencia de satisfacción alucinatoria selle emblemáticamente la
expresión del placer de ser seducidos. Paradojalmente, tanto para una como para el otro,
el destete es la condición de la eficacia de su inscripción.

TODOS LOS DESTINOS SON POSIBLES,


ORQUESTADOS POR EL PROCESO EDIPICO

Los destinos de rivalidad y de culpabilidad están vinculados a las dificultades de


identificación con la mujer que es la madre. Un ejemplo evocado por una cura:
sentimiento de traicionar a su Madre, abandonándola; lo que concierne también a la
madre, que «traiciona» a su hijo por el simple hecho de ser una mujer, es decir, por el
hecho de no ser toda madre: ¡toda suya, para ella y solamente para ella!

Se trata de hacer el duelo de una madre, sólo madre, toda madre, para encontrar a la
otra: mujer, a la vez traidora y estructurante.

¿Cómo experimentaría la hija pequeña el vínculo como lugar de deslumbramiento, del


cual la experiencia de satisfacción alucinatoria sería su figuración y su origen más
emblemáticos? Experiencia que habría que pensarla bipolarizada, madre e hija, y
satisfaciendo a una y otra. Respecto a ese vínculo que se metaforiza como lugar para
una hija en cuanto le permitirá reconocerse como mujer, se plantea la pregunta por la
transmisión de lo femenino específico a la relación madre-hija, y la necesidad de su
huella para la constitución identitaria de la feminidad de la hija.

Otro destino es posible: se trata del exceso de satisfacción, cuando el destete no se


realiza y que para la madre vuelve al proceso de sublimación inoperante. Sublimación
obligada, pero sobre todo aceptación de su propia ambivalencia de madre, que puede a
veces vivirse como una derrota de la imagen «demasiado» idealizada (el exceso reside
aquí en la forma conminatoria de la idealización), a la cual algunas mujeres están
obligadas para sentirse madres. Esto plantea el problema de la transmisión y de la
creación de la figura materna; por ejemplo, cuando la conminación idealizante viene a
ocupar el lugar de una creación llevada por las figuras femeninas de las genealogías
parentales, la figura femenina portadora del deseo de ser madre, al no encarnarse en una
transmisión, se encuentra bajo la influencia de una figura superyoica. En efecto, la

51
creación de una figura materna vinculada a la creación de lo materno como registro y
posibilidad de encuentro de una madre y de un hijo, requiere de condiciones históricas
donde las figuras de mujer y de madre sean llevadas por el deseo en clave femenina,
tanto de mujeres como de hombres. Las identificaciones inconscientes que vinculan y
sitúan genealógicamente a cada uno y a cada una pueden ser prisioneras de mandatos
inconscientes, transmitidos por discursos que no dejan lugar a la invención y a la
libertad. ¿Cómo inventarse mujer y crearse madre, en el vacío del deseo inconsciente
que anima los encuentros? La ausencia de todo encuentro, si no es la que está bajo la
influencia de un imperativo – cuando ningún lugar es ocupado de manera viva por
identificaciones –, sentencia a veces de manera difícil de transformar el destino de una
mujer. No olvidemos que los discursos que idealizan el lado mujer y el lado madre
someten a una y a otra a destinos obligados: ¡posiciones aplastantes para su libertad
como sujeto!

52
Capítulo V
Seducida y abandonada:
otro destino

Volvamos a un destino que se hace posible a partir de una madre que se puede
reencontrar en un espacio materno, en tanto registro del vínculo narcisisante que
envuelve a la díada madre-hijo. En relación a ese registro y a sus implicaciones en el
destino del vínculo, la fórmula “seducida y abandonada” expresa la huella de un
abandono. Abandono provocado por lo que es vivido como una traición, que se
experimenta al perder una madre “toda”: toda buena, toda para-sí. Surge entonces una
modalidad de la dificultad implicada en la separación. Separación benéfica y
estructurante cuando permite inscribir la pérdida ysu huella en el Edipo. La
organización edípica, como paso a la alteridad significante de la diferencia sexual, es
decir, paso a la alteridad erotizada del otro sexo, va a reelaborar como pérdida la
inscripción de esta primera separación. La erotización de lo idéntico y de la
indiferenciación, en el exceso de placer del vínculo madre-hijo, puede hacer fracasar el
destete que sostiene esta estructuración edípica.

EL DESTINO DE LA PARTE FUSIONAL

Para Freud, “El trato del niño con la persona que lo cuida es para él una fuente continua
de excitación sexual y de satisfacción, partiendo de las zonas erógenas.” 1 Esta persona
“que, en definitiva, es por regla general la madre”2, es seductora en la medida que posee
el poder de otorgar placer a través de los cuidados corporales; dicho de otro modo,
según Freud, es en su condición de madre fálica que ella es seductora3. El estatuto del
placer vinculado a lo materno está por lo tanto referido a una erotización situada de
entrada en un dominio sexual, incluso en una sexualidad vinculada a la diferencia de
sexos y que reprime este placer de la seducción materna, específico de un registro
“otro”, subyacente a la organización fálica de la sexualidad, en provecho de esta
organización.

“La pregunta de Freud no deja de ser pertinente. Concierne al vínculo libidinal de una
hija a su madre: ¿cómo logra la hija despegarse de su madre e integrar su profundo
vínculo erótico con ella? ¿Dónde depositará este componente homoerótico, vital para su
futuro como mujer?”4 Hay que interrogar los destinos diversos de esta parte fusional.

1
S. Freud, Trois essais sur la théorie sexuelle, « Folio-Essais », p. 166, traducidodelalemánpor Philippe
Koeppel, 1987, prefacio de Michel Gribinski.
2
Ibid.
3
S. Freud, Nouvelle suite des leçonsd’introduction à la pshychanalyse, OCF, XIX, p. 204: « Y he aquí
que se encuentra, en la prehistoria pre-edípica de las niñas, la fantasía de seducción, pero la seductora es
regularmente la madre” y p. 210: “Su amor se había dirigido a una madre fálica...”
4
J. McDougall, Éros aux mille et un visages, Paris, NRF-Gallimard, « Connaissance de l’inconscient »,
1996, p. 34.

53
¿Cómo es posible considerarse mujer y amarse? ¿Cómo atravesar las dificultades
identificatorias, en las cuales la rivalidad y la alteridad van a tener estatutos diferentes?

Para una madre, la homo-erotización del vínculo narcisisante como medio de


reconocimiento de lo femenino de su hija pasa primero por el reconocimiento del placer
vivido, dado y recibido, placer de ser seducida. Es en ese reconocimiento que una hija
enraíza su propio placer de ser mujer. Pero este terreno de encuentro: el cuerpo, la piel,
lo interno y lo externo, cuerpo acariciado y constituido como envoltura receptiva de
vida, puede llegar a ser, fantasmáticamente, el campo de un combate despiadado.
Combate contra aquello que se vive como una actividad sexual de dominio que hay que
vencer, pero cuyo exceso de placer y su represión se manifiestan bajo una modalidad
“guerrera”.

El deseo de poseer a la madre, es decir el placer erotizado de ser su tesoro, es ya para


uno y otro sexo el resultado de una transformación, bajo el filo edípico, de la necesidad
de separarse. Para una hija, el dolor de tener que separarse de la madre, de dejarla ir, le
permite también identificarse con la mujer que es esta madre. Es ahí donde interviene el
mecanismo del reconocimiento del mismo sexo. Pero para ello es necesario que exista
allí apropiación del sexo femenino de la madre; es necesario, en cierto sentido, que haya
“goce” del sexo de la madre. Madre que, al poder encontrarse como sexuada, se
desprende de un maternaje que lo satisface todo.

Dicho en otras palabras, la sexualidad femenina, a condición de diferenciarla del placer


del vínculo materno, es en primer lugar un “goce” del cuerpo de la madre. Condiciona
la identificación de una hija con su madre. Sexualidad doblemente reprimida: para
acceder al Edipo y transformar el vínculo tierno en vínculo erótico necesario para la
identificación femenina ulterior. El goce del cual se trata aquí es a la vez el tiempo
psíquico de la apropiación y el de la creación erotizante del objeto mujer. La identidad
femenina de la hija se constituye a la vez en un enraizamiento específico al vínculo
materno y también en la apropiación de un femenino que une a una madre y su hija en el
reconocimiento de su mismidad sexual. Este reconocimiento permite el narcisismo de
un femenino compartido, vinculado a la huella del tiempo psíquico del primer
narcisismo del vínculo, transformado por el destete. La dificultad de este mecanismo
que denomino destete nos permite indagar sobre diferentes estatutos de la rivalidad que
estructura los destinos femeninos, ahí donde la repetición inconsciente de una dificultad
identificatoria va a ligar a algunas mujeres a una homosexualidad, pasajera o no. Esta
homosexualidad es estructurante para la construcción de una imagen de sí como mujer
cuando el proceso de la identificación ha sido difícil o incluso imposible.

54
La homosexualidad primaria de la niña pequeña le permite llegar a ser mujer,
identificarse con la mujer sexuada que es también su madre. Los fracasos de esta
identificación se expresan en destinos diferentes. La desaparición, la rivalidad sin
alteridad, como en la anorexia – que puede ser una tentativa sintomática de resolver la
separación – son otros tantos destinos de la parte femenina fusionada, erotizada.

Esta parte fusionada, “parte preciosa” escribe M. Torok1, está vinculada en la relación
madre-hija a las condiciones de erotización de esta relación. El placer otorgado y
recibido es una homoerotización del vínculo, narcisisando el cuerpo del niño. Debe
permanecer fuera del goce sexual, fuera del objeto en cierto modo, para escapar a una
destrucción pulsional e inscribir así el narcisismo específico del vínculo primero. La
necesidad del destete y su cumplimiento estructuran este vínculo; al deshacerse,
transformándose, marca la relación y el cuerpo de la niña con una huella. La huella se
produce por el destete y convierte a la madre en inaccesible como objeto de
satisfacción. La inhibición de la pulsión puede llegar hasta el desagrado por el objeto
(tanto objeto-madre como objeto-hijo). La madre, constituida en objeto perdido, pasa a
ser nostalgia y condición de una de las transmisiones de lo femenino en la relación
madre-hija. “¿Cómo comer a su madre y conservar su sonrisa?”. ¿Cómo protegerla (tal
como ha sido protegido uno mismo como hijo) de las pulsiones destructoras y mantener
una garantía de amor y de reconocimiento? Esta huella, esta traza del ser de la madre
con el hijo (el bebé tampoco es un objeto para la madre), va a tejer el vínculo de la
función materna; este registro del vínculo no es el de la relación, porque ésta es
secundaria y necesita el registro del objeto, el de la alteridad edípica.

LA INSCRIPCION INCONSCIENTE,
HUELLA Y MEMORIA DEL VINCULO

La capacidad maternante que, aún efímera, deja su huella, es también la condición de


una inscripción inconsciente. Inscripción que facilita la transmisión de una memoria de
este vínculo. El vínculo, que circunscribe la cavidad matricial, permite una especie de
identificación primera donde no reside el objeto de la pulsión. Es necesario que aquello
tome a la madre en el cuerpo, en la piel (erotización), para que haya encuentro de una
mujer y un hijo. La inhibición de la pulsión expresada en el desagrado por el objeto,
sirve para proteger al hijo de los ataques pulsionales o vividos de manera compulsiva
por su madre. Es cuando el destete falla y el vínculo se vuelca a un goce que destruye lo
que lo constituye como narcisisante, que el narcisismo va a pasar a ser objeto de la
voracidad pulsional, tanto de la madre como del hijo. La omnipotencia del hijo es
respuesta a su dependencia de lactante al entorno materno, y va a experimentarse en
particular en el registro anal como control del mundo. La derrota de lo que puede ser
una tiranía y que se consuma en los destetes de la oralidad y en la educación para la
limpieza, permitirá al niño constituir objetos sobre un modo donde la pulsión,

1
M. Torok, La signification de l’ “envie du pénis » chez la femme, en La sexualité féminine, Paris, Payot,
« Bibl. scientifique », 1964, 1982, 1991. « La envidia del pene firma un juramento de fidelidad... es una
máscara que permite figurar lo inaccesible”... ¡y proteger la alteridad femenina de la madre!

55
domesticada por la alteridad (encontrada a veces en el enfrentamiento), se mantiene al
servicio del erotismo oral y anal.

Pensando en una paciente que vivía momentos de pánico muy invalidantes, recuerdo lo
que ella comprendió respecto al surgimiento de sus crisis. Éstas se presentaban en el
momento de la separación de un entorno, equivalente para ella a una envoltura
narcísica. Ella estaba atrapada en esa envoltura, pero también enfrentada con la madre
fantaseada como un cuerpo no separado y protector. La comprensión del surgimiento
fóbico, que le permitió también ser madre a ella misma, fue la de una separación
necesaria para que otro placer tomara lugar. La crisis de angustia venía a ser el signo de
lo que era necesario a la vez abandonar y no dejar caer de ese primer núcleo, cuerpo
narcísico madre-hijo que la constituía en una historia donde reparar a la madre de un
duelo había sido su lugar designado de entrada.

En un vínculo madre-hija, cuando no hay relación posible, dado que el exceso de placer
no puede sino ser objeto de la violencia de lo pulsional materno, la rivalidad es ante
todo un modo de desprenderse de la omnipotencia, del poder de posesión de la madre,
de su goce. Esta primera rivalidad no es la que estructura el “dos” en el dolor de la
pérdida de lo mismo. Se trataría más bien de una rivalidad que, al no estar tramitada en
el proceso identificatorio, es un intento de separación con respecto a aquello que podría
ser una amenaza de ser tragada. Es una rivalidad, para la hija mujer, que subyace a la
que permite encontrar a la madre edípica; rivalidad necesaria para el nacimiento del
sujeto femenino y equivalente a un destete. Tentativa de destete que encontramos en el
sufrimiento anoréxico de algunas mujeres jóvenes, cuando se trata de destetar la avidez
de la madre interna y fantaseada (una especie de madre que sólo podría continuar siendo
madre alimentando este vínculo del efecto-madre). Se trata de vaciarse para que ella, la
madre, no tenga nada más que llevarse a la boca: ¡nada más para su goce! Vaciarla,
destetarla de este placer que ha pasado a ser exceso y goce de no tener límite, aquél que
impone la diferencia. Pero vaciarla vaciándose del placer recibido y entregado,
conservando al mismo tiempo el placer erotizado del vínculo. Lo que no se abandona
aquí no es una madre (o el fracaso de la separación): es la modalidad del vínculo.

Puede ocurrir por lo demás que una madre, al rechazar su ambivalencia, aquélla que
permite instaurar un límite al exceso, rechace también la alteridad de su hija; una
alteridad que la amenaza con hacerle perder su posición de madre idealizada en un ser
todo para el hijo... ¡y recíprocamente! Esta omnipotencia, ligada a una posición
sacralizada de la madre – modelo idealizado –, se declina bajo diferentes aspectos. El
aceptar y admitirlo todo pueden ser la expresión de la represión del dominio totalitario
que es propio al goce inconsciente de esta posición materna. La relación con el
alimento, con el peso – del bebé, del cual hay que destetar a la madre -, son maneras de
resolver, de regular esta pulsión por devorar que invade la relación a lo femenino de
algunas mujeres, a través de la huella que allí encuentran de ese exceso de placer no
transformado.

56
“¿COMO COMER A SU MADRE
Y MANTENER SU SONRISA?”

Esta expresión de Joyce MacDougall, utilizada en el primer capítulo de su libro Éros


aux mille et un visages (Eros en mil y un rostros), surge en su reflexión acerca de las
dificultades de una hija para conquistar su propia sexualidad. Dificultades que hay que
poner en relación al modo por el cual una madre inviste, libidinal y narcisísticamente,
tanto a su hija como a sí misma. Lo que una niña pequeña siente de sus sensaciones
vaginales y del clítoris, sólo puede representárselas visualmente si las sabe reconocer
como signos de su sexuación encarnados también en esa otra mujer que es su madre.
Accede al sentido de esta identidad sexual sólo a condición de ser nombrada, mirada y
ante todo reconocida por otra mujer. ¿Por qué saberse mujer es tan precario, si no es por
esta difícil apropiación que requiere a veces una diferenciación cercana al desgarro?

La organización del imaginario corporal, en tanto concierne a la sexuación de una niña,


resulta enigmática y se transforma, vía represión, en lo desconocido. En ello participa el
vínculo de mirada y de nominación propio la relación madre-hija. Las niñas pequeñas, a
diferencia de los niños pequeños, no juegan con su sexo; ellas lo exploran, verificando
lo que hay que descubrir para sí y esconder al mismo tiempo. Su sexo no es de entrada
el objeto narcísico y narcisisante de su identidad. De aquello, la vergüenza – signo de
represión de lo sexual – puede a veces ser el velo.

La precariedad de saberse mujer, de este saber sobre la mujer, está en relación con el
peligro de desaparición que encontramos en ciertas rivalidades femeninas. En toda
rivalidad femenina la otra mujer es peligrosa, pero en algunos casos lo es de manera
particular: su alteridad no es constituyente, como ocurre a menudo, sino destructora de
la identidad de mujer de quien la encuentra. Lo que la otra mujer representa, como otra
y como mujer, es una amenaza de desaparición. Aquí, curiosamente, son los cimientos
identificatorios los que se encuentran amenazados. En lugar de sostener y estructurar
una identidad, la rivalidad revela y escenifica su “fracaso”.

La alteridad de la otra mujer puede, por lo tanto, resultar inoperante para estructurar el
proceso identificatorio. Cuando es la reedición de una falla en las identificaciones
maternas, se trata de una alteridad que pone en peligro la identidad de la mujer y puede
a veces amenazarla de desaparición.

Esa otra mujer es el emblema de una feminidad seductora con la cual no hay rivalidad
posible. No puede imaginar parecérsele, ella contiene todo lo femenino deseable e
inaccesible; ella redobla y recapitula el triunfo de la madre. Madre que,
imaginariamente, ha conservado el saber (¡y por lo tanto el poder!) de la seducción,
tanto más en la medida que esta seducción se ha ejercido sobre su hija. Desaparecer no
es entonces dejar de ser, sino ya no ser allí como mujer, en ese lugar compartible de lo
femenino. Una de sus variantes, del lado de las madres, en una filiación que deja en
falta estas identificaciones, es no poder serlo tampoco como madre a su vez.

57
La mirada ausente o demasiado presente de una madre, evocada en un momento de
transferencia, puede llevarnos a pensar que para la antigua niña pequeña que
escuchamos su cuerpo pertenece imaginariamente a su madre, ya sea en una seducción
no destetada o bien como objeto de un superyó materno. Se trata entonces de un objeto
narcísico en el sentido que será garante del narcisismo de una madre, que está a su vez
ella misma bajo la influencia de este superyó que cumple un papel de “figura” materna,
a falta de identificaciones encarnadas en las generaciones precedentes o en encuentros
capaces de realizar la transmisión humanizada de esta relación.

Una mujer joven me decía: “Mi propio descubrimiento de mi cuerpo...”, para luego
corregirse: “No, el descubrimiento de mi propio cuerpo.” La verdad subjetiva de lo que
se anunciaba como un lapsus y su nueva enunciación formulaban de manera
esclarecedora este paso de una verdad a otra.

La rivalidad puede fracasar en la creación de la diferencia cuando es un rechazo de la


alteridad. El exceso del vínculo madre-hijo está atrapado en un lo mismo que no deja
lugar a la diferenciación, sino a la confusión. El exceso en cuestión es el de lo pasional
en juego, debido a la ausencia de destete. Destete que interviene como primera
transformación del vínculo para que tenga lugar el encuentro de una madre y su hija. Si
no se produce, el exceso absorbe la alteridad de una y otra.

EL TRIUNFO
DE LA SEDUCCION MATERNA
Y EL ODIO PASIONAL

Al triunfo de la madre, es decir, a lo que de su posición como tal es vivido


fantasmáticamente, se opone, como una necesidad de existir para la hija, su propio
triunfo. Triunfo vinculado a la necesidad vital de impedir lo que es vivido
imaginariamente como un “goce” impuesto a la hija por la madre: sin embargo, no se
trata de una seducción perversa materna, aun cuando este “goce” fantasmático puede
tender a ello1. Las dificultades para constituir este límite y la necesidad de ese triunfo
sobre la madre remiten, en la historia de algunas mujeres, a un trayecto homosexual que
le permiten esta victoria secreta. Al vincularse homosexualmente a otra mujer, estas
mujeres tratar de liberarse de una madre que fantasmáticamente es vivida como
poseyendo su cuerpo y su feminidad. En esos casos, el destino de la parte “fusional”,
“parte preciosa”, es llegar a ser -o seguir siendo- un femenino no compartible, no
separable de una y de otra. Un femenino a veces secuestrado por un exceso de madre, o
bien situado en un lugar donde no puede ser reconocido.

1
Volveremos a ello más adelante. La perversión de una madre está vinculada con el hecho de considerar
al hijo como objeto de goce: el hijo es entonces objeto de la pulsión “materna”.

58
Otra joven mujer me decía: “Mi madre no tiene cuerpo.” ¿Cómo conocer su propio
cuerpo negado por su madre, cuando ésta se encuentra en una relación de negación de
su cuerpo de mujer? Toda identificación femenina para una mujer está enraizada en un
vínculo homosensual con la madre y, cuando éste no se presenta, en el encuentro con
“otra”.

No hay rivalidad estructurante con su madre cuando ésta se rehúsa a ello por temor a
perder ahí tanto su posición materna como este “goce” que marca el placer de un
vínculo no transformado por el destete. El rechazo de esta separación, de una separación
que debe elaborarse como destete para producir lo mismo como otro, es un rechazo a la
diferenciación que la deja adherida a: “Ella y yo, somos lo mismo.”Se trata de un “lo
mismo”que anula la diferencia entre una madre y su hija, impidiendo esta primera
alteridad. El destete ha fracasado en la transformacióndel vínculo en relación de objeto,
paso del narcisismo del vínculo a un narcisismo cuya sujeción inscribe la pérdida como
condición de dicho paso. Este rechazo por parte de madres que sufren en su propia
historia el vínculo materno, va a empujar a algunas mujeres – sus hijas – a la
agresividad, al odio, a los celos pasionales. El odio es aquí memoria del exceso de
erotización del vínculo; y en las historias amorosas, sean hetero u homosexuales, los
celos pasionales pueden ser una reedición de la violencia del placer del vínculo no
destetado. El odio y la violencia de una guerra inmisericorde son las únicas modalidades
que permiten marcar el límite a la omnipotencia de este destino del vínculo materno
vivido como triunfo de la madre. Para esas mujeres jóvenes, enfrentadas con este
vínculo pasional, la omnipotencia debe ser reducida, conservando al mismo tiempo la
pasión del vínculo, para que ellas puedan triunfar por su parte, en un juego sin fin de
espejos. Esta modalidad incesante habla no sólo de la pasión del vínculo, sino también
de que no hay posibilidad de terminar con esta pasión, de destetarla, de una ni otra
parte: cada una está segura de encontrar allí a la otra.

El asesinato imaginario, que es una posibilidad que se encuentra a menudo presente en


el odio pasional, no tiene aquí nada de simbolígeno, no es la inscripción fundacional de
un espacio simbólico materno. No es fantaseado, consciente o inconscientemente, más
que como solución a esta erotización insensata, inconsciente, destino enloquecido del
vínculo primordial. Vínculo vitalmente narcisisante, pero donde el riesgo para una
madre es mantenerse en este vínculo y conservar allí a su hijo. El vínculo “efímero”, no
negociado por el límite estructurante que es el destete del placer, impide la creación del
objeto-madre como un otro y, por lo tanto, la transformación del vínculo en relación.
Esta madre insaciable obliga a su hija a destituirla. Su hija porta entonces el odio del
que su madre no quiere saber nada. Es por lo tanto una madre que no se puede encontrar
como madre que otorga seguridad: ella no puede, efectivamente, limitar la influencia de
sus propias pulsiones, por ejemplo transformándolas en “moción tierna”. Sus dones la
vuelven peligrosa, porque ya no puede dirigirlos a su hija: el encuentro de una y otra no
puede tener lugar, el dos no tiene representación diferenciada en una y otra; el exceso
que puede denominarse goce pulsional la absorbe. El no destete ha convertido en exceso
aquello de la pulsión que ya no puede estar contenido en el vínculo. El exceso puede ser

59
un exceso de ausencia, de amabilidad, también de tolerancia extrema, para evitar el
enfrentamiento, y permanecer así inalcanzable. La mujer que es la madre es una madre
que se puede encontrar en la rivalidad edípica, y sin embargo esta rivalidad conserva la
huella de ese “poder” materno que hace tan problemática la separación con el vínculo
materno narcisisante, y otorga a la rivalidad femenina el riesgo de la desaparición.

RIVALIDAD, DESPOSESION
E IDENTIFICACION

En la relación madre-hija, la rivalidad es por lo tanto en primer lugar una desposesión, a


veces un desgarramiento respecto al goce de lo que es vivido como una omnipotencia
del vínculo. Esta omnipotencia es vivida como un poder atribuido a la madre. Es el
poder del placer del vínculo, de la sensualidad dada y recibida que, al no transformarse
en ternura o ser vivida como tal, pasa a ser el poder de una posesión, de una pertenencia.

Esta rivalidad, de la cual ya hemos visto que facilitaría una primera diferenciación, no
es sin embargo una identificación como la que surge para un hijo varón en la rivalidad
con el padre, en tanto identificación primordial. Esta rivalidad es ante todo
diferenciación, evitando la confusión en un “lo mismo”. Para una hija, esta
diferenciación es necesaria para la emergencia de su sexuación femenina. La
identificación se enraíza en lo que la “parte preciosa”, la cavidad matricial, deja como
marca y que se encuentra en aquello que se puede compartir de lo femenino tomado del
cuerpo fantaseado de la madre; a condición de que el placer del vínculo haya sido
narcisisante, erotizante.

La huella de lo alucinatorio, emblemática del vínculo narcisisante, se encuentra presente


aquí, como lo será en toda la sexualidad, en tanto memoria de un placer fundador del
narcisismo femenino. La dificultad para conservar el placer de lo femenino, que
pertenece en primer lugar fantasmáticamente a la madre, obliga a una hija a apropiarse
imaginariamente de la cavidad materna que contiene todos los bebés posibles (fantasía
que se encuentra, en particular, cuando una mujer se encuentra enfrentada a dificultades
de amamantamiento o de fecundación). Para separarse de esta madre, es necesario que
la convierta en un objeto, que la sitúe al exterior de sí, lo que la vuelve amenazante y
rival. En los celos edípicos existe la huella de esta amenaza y de la culpabilidad que la
acompaña, cuya consecuencia es el miedo a ser destruida.

El objeto, si no participa de la alteridad y permanece en la serie de objetos de la pulsión,


es el objeto indefectible del vínculo. La diferenciación no se inscribe ni permite el
acceso al registro del proceso identificatorio y de las dificultades vinculadas con la
represión en la relación de objeto, en una dinámica de sujeto. Intervienen entonces los
encuentros con la adicción (la adicción es la repetición del placer no destetado del
vínculo) como destino de la satisfacción sobre el modo de aquello que fue la experiencia
de satisfacción alucinatoria. En tanto modalidad pulsional y figura mítica de un modo
de satisfacción que no ha podido dejarse, lo alucinatorio es garante aquí del exceso de

60
placer como una memoria del vínculo. El exceso que puede señalar la amenaza de la
destrucción del vínculo, es también su guardián. Es la huella organizada sobre un modo
adictivo.

Esta modalidad vincular se encuentra en todas las expresiones pasionales, sean


amorosas o adictivas.

LA MODALIDAD ADICTIVA DEL VINCULO


Y SUS CONSECUENCIAS

Ya se ha mencionado el sufrimiento anoréxico. La bulimia, y cualquier adicción,


incluidas algunas formas de toxicomanía y de alcoholismo, deben situarse como modos
de satisfacción que dependen del vínculo no destetado. Vínculo que he denominado lo
efímero, este efecto-madre vital y estructurante que caracteriza lo materno. Lo efímero,
cuando no ha sido destetado, es sin duda la primera inscripción de toda modalidad
adictiva, independientemente de sus avatares, tanto para mujeres como para hombres.

Cuando una mujer se rehúsa, para no ceder en su posición materna, a la pérdida de este
placer del vínculo, y reivindica inconscientemente mantenerse en este lugar efímero,
uno de los destinos del vínculo es volverse goce, en el sentido de un dominio sobre el
cuerpo del hijo. Esta madre puede al mismo tiempo, inconscientemente, invertir la
transmisión generacional y pasar a ser la hija de su propia hija. Esta inversión
generacional es un rechazo de la filiación, una especie de negación de la muerte, donde
la anulación de la diferencia generacional conduce a una posición incestuosa.

Una paciente me decía: “No quiero tener hijos, tengo miedo de matarlos.”

La elaboración de la separación que incumbe a mi paciente, al no haber sido ayudada


por la castración de su propia madre, pasa por una fantasía consciente de asesinar a sus
hijos imaginarios, para poder separarse del hijo-madre (en tanto objeto de goce) y ser
madre a su vez. Destetar a la madre del bebé que ha sido para ella, matándola, puede
significar también matar a la madre. Como se ha evocado antes, el asesinato imaginario
de la madre no es la inscripción de un simbólico materno. Allí donde ha fracasado la
separación que permite la diferencia, ligada a la capacidad de poder comprometerse que
es propia al proceso identificatorio, es necesario elaborar el mecanismo de destete que
no pudo tener lugar, y es allí donde se instala la fantasía homicida. En la anorexia, que
es una de las formulaciones de este asesinato de la madre, la joven hija (más rara vez los
jóvenes hijos varones) acepta el riesgo de su propia desaparición. Se trata en efecto de
agotar el goce materno, de “destetar” a la madre fantaseada, conservando al mismo
tiempo su supuesta omnipotencia, emblema de un poder sin límites sobre su propio
cuerpo en particular. Y sabemos hasta qué punto en la anorexia este control es un modo
de gozar.

61
La suposición del poder vinculado a la madre, garante de esta repetición que no
encuentra límite en su avidez, paradoja de la anorexia, parece ser también, en
determinadas historias donde la pasión barre brutalmente la relación amorosa, la huella
de la erotización que vincula a madre e hija, bajo la forma de una necesidad: ¡todo al
mismo tiempo! Habría que conservar la parte fusional y separarse de la devoración
(goce insaciable) que aquí secuestra lo femenino de una hija en la erotización del
vínculo.

La asunción identificatoria de la parte fusional no ha tenido lugar. No ha permitido una


identificación con lo femenino de la madre. No ha podido ser garante del espacio cuya
huella enraíza las identificaciones de lo femenino en el vínculo materno.

INSCRIPCION DEL VINCULO


E IDENTIFICACION FEMENINA

Esta parte fusional, “parte preciosa”, no se puede transformar; se vuelve a poner en


juego como lugar mítico de la inscripción del vínculo. Es la condición misma de un
proceso identificatorio. Pero puede también, a través de la repetición pulsional, exigir la
reproducción de un inmutable. En efecto, sean cuales sean los objetos, tienen el mismo
estatuto: se encuentran siempre en el mismo lugar, es decir, en la serie pasional,
adictiva. Son objetos pulsionales. Una joven me decía que se daba cuenta que incluso
sus novios no le servían más que para no dejar ir su infancia como bebé.

Este lugar, del objeto de la pulsión, garantiza el exceso del vínculo, su carácter
atemporal, su eternidad. La puesta en escena de esta modalidad adictiva constituye a
veces inconscientemente, en los restos que marcan un trayecto femenino, la certeza de
no perder lo que es el precio de lo materno: el placer reprimido produce el odio, la
guerra, como únicos vestigios de un paraíso perdido y, sobre todo, su erotización
deslumbrante. El odio es efectivamente la cara visible de la excitación erótica reprimida,
tomada en el cuerpo de cada una, ahí donde la rabia, la cólera, pueden ser efectos ajenos
a la voluntad de las protagonistas, asustadas por la fuerza de lo que las sumerge y que
no pueden canalizar. El goce reprimido de la desmesura del placer en el vínculo madre-
hijo no puede servir a la función materna: la aplasta. Es un aplastamiento de la función,
en lo que tiene de simbólico, debido aun materno no destetado.

Esta posición erotizante al extremo de lo idéntico, que no quiere saber nada de la


diferencia y que expresa el dominio de lo pulsional en el campo de lo materno, resulta
un obstáculo, un fracaso de este primer registro de rivalidad.No admite alteridad: es un
rechazo de la alteridad. El goce implicado en esta posición es siempre un poder, una
posesión, ahí donde el sujeto, sea quien sea, se deshace y no accede al registro del deseo
y de la castración. La pulsión hace de barrera al registro del deseo.

62
Dicho en otras palabras, cuando no hay límites impuestos por la alteridad de una madre
y de una hija, el estrago de la pulsión desborda el campo de lo materno, volviéndolo
inoperante, y puede teñir la relación madre-hija. El “estrago”1 no es un destino
obligado: es un riesgo.

A este riesgo, ligado en la proximidad necesaria de lo femenino de una mujer a la


pulsión de muerte, está vinculado otro riesgo: el de la desaparición de la figura materna.

Esta desaparición de la figura materna subyace, sin duda, a toda rivalidad femenina que
implique la amenaza de desaparición vinculada a la figura de la otra mujer. Esta
alteridad es un recordatorio del peligro y del miedo de que la madre se retire para dejar
lugar, por ejemplo e imaginariamente, a la pareja padre-hija. La madre, al no dejar a su
hija todo el lugar de mujer, le garantiza su filiación; no hay que confundir aquí
partenogénesis y genealogía. La función simbolizante del vínculo materno es también
protección del lugar de hijo, en relación al incesto imaginario. Es la protección de lo
íntimo, nunca accesible psíquicamente más que a través de sus transformaciones
metafóricas, tanto más para una niña que para un niño varón. En el peligro provocado
por el temor (¡enteramente edípico!) de la desaparición de la figura materna, existe la
amenaza de que el origen, ligado al enraizamiento en una madre y a la genealogía que
ella transmite, ya no se encuentre garantizado2. La madre como figura materna es
garante de una filiación y de una posición simbólica: aquélla que permite la protección
de la transmisión y representa la garantía del origen.

¡Lo que debe fallar en la relación madre-hija para que no haga estrago, es la
permanencia de lo efímero!

1
J. Lacan, “L’étourdit”, Scilicet, nº4, París, Le Seuil, 1973, p. 21.
2
D. Guyomard, “La confusion des sentiments”, en La disposition perverse, París, O. Jacob, 1999.

63
Capítulo VI

Una mujer desaparece:


el riesgo femenino
y la rivalidad

Para poder pensar el tema de la rivalidad se requiere interrogar “el riesgo femenino”
como configuración particular del destino identificatorio de una mujer. Esta expresión,
tomada de Françoise Dolto, ella la emplea en varias ocasiones1 para reflexionar sobre la
prevalencia liminar de las pulsiones de muerte para la mujer.

La proximidad particular que mantiene el sujeto femenino con el trayecto inconsciente


de la pulsión de muerte y su manifestación en la vida psíquica, me parece que hace eco
al trabajo anterior, relativo al riesgo de “melancolización” para una mujer en su acceso
al Edipo. Riesgo que a veces puede ser una necesidad.

Este riesgo de “melancolización”, modalidad del “riesgo femenino”, está ligado a la


dificultad que experimenta una mujer para constituir el objeto-madre como objeto-otro
en el curso del proceso identificatorio. Este proceso se enfrenta con la mismidad de su
ser femenino que la une a su madre, a lo femenino de su madre. Proceso que, para
convocar la alteridad de la madre, debe permitir experimentar antes el enraizamiento de
lo mismo en el reconocimiento de la mirada que se posa sobre el cuerpo de su hijo.

NECESIDAD DE UN PROCESO

Este proceso puede ser designado como “melancolización” con el fin de diferenciarlo de
una estructura melancólica. Melancolización en tanto proceso necesariamente ligado a
la precariedad para una niña pequeña de saberse mujer. Precariedad que obedece a la
incertidumbre del reconocimiento de lo mismo en el otro: otro-femenino de la madre,
otro-femenino del padre en los juegos de miradas y de amor dirigidas de uno al otro y
de uno a través del otro, y a la hija: esperada, deseada, o no. Es esta precariedad la que
está en juego en la rivalidad femenina y en el riesgo femenino de desaparición.

La prevalencia liminar de las pulsiones de muerte en la mujer parece también estar


referida al tema de lo materno y a la ambivalencia, que es casi siempre inherente a este

1
F. Dolto, Sexualitéféminine, París, Gallimard, 1996 (prefacio de MurielleDjéribi-Valentin, p. 26), y
p.240: “Le risque féminin et la dialectiquephallique », p.252: “Se sentir devenir rien », y p. 272-273: « La
mujer genital, más todavía que el hombre, está por naturaleza sometida al peligro de las pulsiones de
muerte...” y, más adelante: “... la prevalencia liminar potencial de las pulsiones de muerte, a las cuales
pueden estar sometidas las mujeres...”

64
registro. Ambivalencia de la madre, cuyo rechazo es aquí una fortificación inconsciente
contra la culpabilidad de la rivalidad.

¿Cuáles son las situaciones de vida en las cuales se manifiesta este “riesgo femenino”?

Por excelencia, dice Francoise Dolto, son las que se presentan en el encuentro amoroso,
ya que existe para la mujer en su vida sexual el riesgo de sentir que pasa a ser “nada”.
Una nada deshumanizante en el peligro de su desaparición. Para una mujer, según F.
Dolto, lo que no se nombra no existe. ¿De qué femenino innombrable se trata aquí?
¿Qué es lo que en la identidad de una mujer se encuentra en riesgo de no sostenerse, de
deshacerse en la relación de amor1?

Es importante diferenciar esa nada, ese riesgo de desaparecer, de lo ignorado en el


sentido de lo reprimido; riesgo que debe ser interrogado desde el ángulo de las
representaciones de lo femenino como sexo, sexuación - como “imposible”en tanto
fuera del discurso, salvo que se creen metáforas para expresarlo.

El hombre debe aprender que “con una mujer las cosas no andan sin hablar”, ¡y ellos lo
saben! F. Dolto añade: “en cuanto a su sexo, una mujer no se conoce nunca.” 2 ¿A qué
saber imposible se refiere aquí? ¿De qué conocimiento nunca del todo adquirido se
trata, si se sigue la perspectiva teórica de Freud y Lacan sobre lo femenino? No
olvidemos que la nostalgia del objeto materno3, así como la fascinación que ese objeto
produce en la hija, van a actuar para transmitir lo femenino; mientras que en un hijo
varón la represión del deseo de lo femenino y la prohibición edípica que supone se
apoyan en un miedo a la muerte (una de las representaciones de la castración).

Detengámonos un momento sobre esta constatación referida a la mujer que ama, que
desea. Para la mujer, en la contradicción reside la condición de su goce. La condición de
su goce es “el abandono total de su narcisismo”4 y es allí donde arriesga esta amenaza
de desaparición; de des-realización, podría añadirse. Lo que no deja de evocar aquello
que Jones describió como “afánisis”5, en el sentido de una abolición de la sexualidad,
una neutralización de las pulsiones sexuales. Este miedo, bautizado por él como
“afánisis”, es anterior al de la pérdida del pene. Sería para ambos sexos el temor
fundamental. Para una niña pequeña, la afánisis puede ser el miedo a la separación y al

1
Interrogaremos las modalidades de esta nominación, en particular lo que supone expresar sobre las
especificidades de lo femenino a nivel de las representaciones inconscientes del cuerpo, del cuerpo
sexuado.
2
F. Dolto, Sexualité féminine, París, Gallimard, 1996, p. 266 y 269.
3
Es decir, una madre a la vez deudora de la memoria del placer del vínculo y objeto perdido.
4
F. Dolto, op.cit., p. 272: “... el abandono total de su narcisismo, condición de su goce...”
5
E. Jones, “Early development of female sexuality”, en Papers on Psycho-Analysis, Londres, Bailliere,
1927, 5ª ed., 1950; trad. francesa: “Le développement précoce de la sexualité féminine », p. 410. « Por el
daño principal que representaría una abolición total, sería mejor utilizar otro término, como la palabra
griega aphanisis”, en Théorie et pratique de la psychanalyse, París, Payot, 1969. Marcianne Blévis en La
jalousie. Délices et tourments, París, Le Seuil, 2006, interroga el enigma para una hija de su propia
sexuación, en la relación con su madre.

65
abandono (imposible de elaborar y cercana a un derrumbe identitario), cuyos destinos
hemos intentado especificar en la economía psíquica del paso “edípico”: paso del
vínculo a la relación que supone la inscripción simbólica de la diferencia sexual.

¿Qué cuestionamiento nos propone Dolto respecto a esta relación entre goce y
narcisismo? Trataremos de pensar este narcisismo en clave femenina de una mujer
sabiendo que tendremos que evitar por el momento, con el fin de hacer más clara la
exposición, el tema de la bisexualidad psíquica. Bisexualidad que puede también servir
a veces como defensa a una búsqueda sobre lo femenino, ¡ahogando el pez de lo
femenino en beneficio de su “enigma”!Bisexualidad que no es más que la figura
silenciosa impuesta por esta mezcla de fascinación y de prohibición que suscita.

La pulsión de vida de lo femenino en la mujer la empujaría entonces a encontrar


palabras, a decir, a nombrar, en el sentido que la ignorancia y el silencio están
vinculados en ella no sólo a la cuestión de las pulsiones de muerte, sino a la del vínculo
de éstas con su narcisismo. Hablar, decir, nombrar es desprenderse de las pulsiones de
muerte en cuanto éstas son el “sin sujeto”, el “sin deseo” de la pulsión en su
radicalización extrema1. Volvamos al texto de Dolto: por supuesto, el goce de la mujer
está vinculado a lo pulsional. Pero ahí donde la libido cederá paso a las pulsiones de
muerte, allí extrañamente surgirá el deseo de hijo. Antes de ir más lejos en el texto que
nos ocupa, hay que insistir en la paradoja, para Dolto, del vínculo entre el empuje de la
vida y la pulsión de muerte. En efecto, para ella la pulsión de muerte no está del lado
mortífero, del deseo inconsciente o la amenaza de muerte – aquello que implica al
sujeto “falicizado” -; hay que pensarla en plural, un plural que habla de su radicalidad.
Dolto habla de las pulsiones de muerte en el sentido de lo que empuja al ser más allá del
sujeto. Da cuenta de aquello la cita siguiente, donde la pulsión de muerte está ligada al
deseo de hijo: “Como señal, en el acmé del goce en el coito, prevalecen en la mujer las
pulsiones de muerte del sujeto. ¿No es ésta la prueba de la presencia, más allá del
sujeto, del espécimen anónimo e indiferenciado de la especie que, a través de cada
mujer, en la intensidad de su gozar, vuelve a encontrar su conformidad con los
imperativos de la sobrevivencia de la especie, en el momento en que pierde el control de
su ser histórico e indiferenciado? Para los oídos de su pareja, ¿no ha pasado ella a ser
ese objeto hembra insensato que toda lógica del sujeto ha abandonado?”2. La mujer se
encuentra entonces más allá de la lógica propia al sujeto de deseo inconsciente,
ordenado fálicamente. Ella se encuentra más allá, en su responsabilidad encarnada de
transmitir la especie.

En un hombre, las pulsiones de muerte son insoportables para el narcisismo y la


cohesión masculina. En este punto, en lo que se refiere a la pulsión y al deseo – son dos
registros indisociables de la vida psíquica que es necesario distinguir -, habría que

1
S. Freud, “… los términos ´amor´y ´odio´ no pueden utilizarse para designar las relaciones de las
pulsiones a sus objetos, sino que se reservan a la relación del yo total a los objetos”, en: Métapsychologie,
OCF, XIII, p. 182).
2
F. Dolto, Sexualitéféminine, Pºaris, Gallimard, 1996, p. 273.

66
añadir que la pulsión de muerte es efectivamente aquí lo pulsional radical, lo que no
necesita del sujeto para existir (el sujeto en tanto estructura lógica). Se trata de la
pulsión en tanto inconsciente en lo “real”;es decir, de un saber sin sujeto, como lo
postula Lacan: un “saber real, que no necesita de un sujeto que lo sepa”. Si pensamos en
el postulado que sostiene nuestra posición como psicoanalistas: “Allí donde el ello
estaba, el yo debe advenir” - fórmula que concierne al desarraigo del deseo, sometido en
su división al orden pulsional- podríamos continuar esta gramática del inconsciente: la
pulsión es lo vivo, límite entre lo somático y lo psíquico, que no tiene necesidad del
sujeto para existir. Contrariamente al deseo, la pulsión no se conjuga. El deseo apela al
sujeto; en cambio, la pulsión apela al objeto, objeto para su satisfacción. ¿El deseo,
protegería al sujeto de la pulsión, que en este punto de encuentro con el sujeto es
pulsión de muerte, pero pulsión de muerte del sujeto? En efecto, el estatuto del sujeto es
ser objeto de la pulsión en ese punto de encuentro. Sujeto sacrificado a un goce
pulsional, como lo vimos en las modalidades relacionales adictivas. Podemos añadir en
este punto que el goce no es del orden del sujeto:¿podría decirse que, a lo más, ahí él es
gozado? F. Dolto no habla directamente de las dificultades que tiene una mujer para
acceder a su encarnación sexuada, a este femenino que puede desvanecerse al no ser
“dicho”, en el sentido de una palabra dirigida y transmitida. Ella insiste en cambio, a
propósito de esta radicalidad pulsional, sobre aquello que en la mujer se encontraría
vinculado a lo irrepresentable, a lo ignorado. Se trata aquí de un estatuto del
inconsciente donde lo desconocido y lo femenino se encuentran. ¿Quid entonces de este
narcisismo animado pulsionalmente? F. Dolto responde: ésta es la tentación narcísica de
las pulsiones de muerte a las cuales la mujer se encuentra, mucho más que el hombre,
sometida; y que tenemos que diferenciar de su narcisismo “fálico”.

Dos narcisismos se encuentran ligados en lo íntimo del ser de una mujer: uno, en la
posibilidad del don de sí misma, que es don de lo vivo de la especie en ella y por lo
tanto de su fecundidad; el otro, en la asunción fálica de su persona como mujer, sujeto
femenino a crear.

“Este abandono de sí que la hace darse”: esta expresión de Dolto nos incita a interrogar
lo que expresa de una posición “mujer” y del paso de ésta a la posición de “madre”,
junto a lo que esto podría suponer de una posible función materna. ¿Qué sentido podría
tener este abandono que inscribe un don que no soportaría ambivalencia? Para una
mujer se trata del don de sí misma a la Madre, a toda madre: esta figura no encarnada
viene a representar el orden de lo materno como modalidad de vínculo; figura que viene
a ordenar lo que puede encarnarse en las transmisiones. Este don se vuelvela
abnegaciónque expresan todos los discursos que idealizan lo materno a través de esta
figura: La Madre. Figura que proviene de un discurso al cual toda madre se enfrenta y
del cual puede volverse rehén. ¿Cómo entender esta idealización, que puede ser
aterrorizadora en su inaccesibilidad? ¿Qué describe, sin quererlo y a pesar de todo,
sobre una verdad del vínculo; es decir, de la representación inconsciente para lo
femenino y lo maternal de toda mujer, sean cuales sean sus destinos?

67
LA SUBLIMACION OBLIGADA

La sublimación, como transformación de lo pulsional al servicio de lo materno, puede


también apoyar el imperativo superyoico, cuyo terrorismo deshace los esbozos de una
capacidad maternante. ¡Esto muestra hasta qué punto el trayecto entre función materna
y capacidad maternante está sembrado de obstáculos! Una no puede ir sin la otra. La
función materna, para ser humanizante y simbólica, no puede sino estar tomada en las
palabras de transmisiones formuladas en clave femenina, tanto de hombres como de
mujeres. Esta transmisión permite que el enraizamiento de lo materno no sea la
exigencia de un discurso donde la moral le ha ganado la delantera al don de la palabra.

¿Qué nos dice esta modalidad que tiene una mujer para referirse consciente e
inconscientemente a la idealización de las madres? Está La Madre, glorificada,
sacralizada; pero está también la de la ternura y del amor llamado materno sobre la cual
cada uno, cada una, tiene una “idea”, independientemente de la experiencia vivida. Esta
referencia obligada nos habla de la necesidad de una protección: la de la imagen que
soporta y hace posible la identificación con el ideal materno y su eventual transmisión.
Eventual, porque a veces ya no hay lugar más que para esta idealización, sin vínculo a la
otra encarnada, que representaría la posibilidad de un mensaje posible en el corazón del
ser femenino de cada una, y vinculada a la transmisión del deseo de madre y memoria
de ese deseo. En este lugar el ideal, al no poder encarnarse, da lugar a la orden
terminante que cumplirá el papel de identificación a través del superyó que instala. La
identificación del superyó responde a la demanda que exige este “orden” materno,
registro de los lugares simbólicos de transmisión de las representaciones de la figura
materna. Pero para que haya transmisión, es necesario que la identificación se encarne
en madres “genealógicas” y posibles de ser encontradas.

Para una niña pequeña y su devenir como mujer es por lo tanto esencial destetarse del
placer del vínculo, de modo que la huella de la incorporación de ese placer se inscriba
como lugar y memoria del vínculo. Más que cambiar de objeto se trata de constituir el
vínculo-placer como objeto, en un registro de lo materno que no está estructurado por la
alteridad edípica, porque le es subyacente.

Esta pregunta por la constitución del objeto se plantea para una mujer en el proceso a
veces melancolizante del trayecto edípico, donde identidad e identificación pueden
llegar a confundirse.

Para que se realice la separación y la pérdida es necesario que el tejido – la envoltura


del vínculo – se desgarre, con el fin de que el espacio maternante se constituya como
objeto por perder, en el sentido de que es al constituirse como objeto por perderse que
se realiza la separación, se nombra, y que la madre como objeto es nombrada. No hay
objeto perdido, hay una pérdida que constituye el objeto como función significante del
deseo. La pérdida erotiza el objeto y lo enraíza como objeto de deseo en el corazón del

68
proceso identificatorio de la relación de objeto. Es lo que diferencia al vínculo de la
relación.

La separación constituyente se realiza inexorablemente, conservando las huellas de esta


pérdida: memoria y condición de una transmisión posible. Es necesario por lo tanto que
tenga lugar la seducción materna, maravillosa tanto para la madre como para el hijo.
Esta memoria es la nostalgia de una seducción vivida1 de acuerdo a un estatuto
fantasmático; es decir, el lugar psíquico que esta seducción ocupa para el narcisismo del
vínculo.

La pérdida, su huella y su memoria pueden también ceder su lugar – por necesidad


debida a la represión de un exceso de placer – a una revancha pulsional vinculada al
exceso. Esto puede llegar incluso a impulsar, de manera superyoica, la severidad
normativa de una figura que aplasta la posibilidad de una madre, la “mamá” singular y
viva, la de todos los días, la que asegura la permanencia del vínculo.

En el encuentro con el hijo, tiempo de la maternidad, este paso real y fantaseado de la


mujer a la madre es el eco de la transmisión de lo femenino y de lo materno entre madre
e hija: entre esta mujer que pasa a ser madre y la memoria inscrita en ella de la
capacidad maternante de su propia madre (u otra que ha cumplido esa función). En
efecto, la potencialidad femenina y materna de una mujer se plantea también a partir de
la alteridad en el corazón de lo femenino de su madre.

AMBIVALENCIA Y RIVALIDAD

Para una mujer que espera un hijo, la ambivalencia se encuentra en el corazón de lo que
constituye a la madre. Las dificultades vinculadas a la ambivalencia van a encontrarse
allí donde surge el deseo de llegar a ser madre. Sabemos que en ese proceso de
identificación la idealización es constituyente de lo materno, porque comenzó vinculada
a la sublimación obligada de lo pulsional que actúa en este tiempo psíquico que
constituye narcísicamente el vínculo madre-hijo.

La dificultad es negociar la ambivalencia y resolverla en un registro particular de la


relación.

Lo que aparece como un rechazo obligado de la ambivalencia está ligado, me parece, a


las condiciones de existencia del vínculo que una mujer crea con su hijo; condiciones
propias a aquello que se denomina amor materno. Las condiciones necesarias para que
se constituya el vínculo maternante suponen en una madre la no-aceptación consciente
de lo que se presentará como un límite a su capacidad de protección. Hay allí una suerte
de negociación inconsciente con la castración “primaria”; se trata de proteger al otro de
cualquier desgracia, incluida la muerte. ¡Pero eso fracasa!, ¡como en el caso del talón de

1
Heidegger, “La nostalgia es el dolor que nos causa la proximidad de lo lejano”.

69
Aquiles! ¡Y eso lo saben todas las madres! Este fracaso no es el de una supuesta
omnipotencia del deseo materno. ¡Es el que inscribe todo deseo! Un lugar queda
entonces vacío; precisamente lugar de la alteridad, de ese sujeto “otro” que se le escapa,
que no le pertenece. La libertad para el hijo de nacer puede ser también la de morir. Me
parece importante no confundir este más allá de la ambivalencia con la omnipotencia de
una posición materna que se sitúa en otro registro del vínculo. Aquí no se trata entonces
de omnipotencia sino de lo que está en el fundamento de la posición materna. Una
madre sabe muy bien que no puede invertir el destino como ser mortal del hijo que ella
trae al mundo; sabe que no tiene ese poder, pero no puede dejar de desear protegerlo
contra todos los peligros, incluidas sus propias pulsiones sentidas como peligrosas. Es
al no dejar de desear que se constituye también la continuidad del vínculo. Podríamos
encontrar aquí una diferencia particular entre pulsión y deseo. Se trata de dos registros
del destino humano que coexisten y se cruzan: el de la relación al objeto para la
satisfacción de la pulsión y el de la relación al objeto causa de deseo, ¡en su alteridad
“frustrante” y desilusionante al no ser plenamente satisfactoria!

En Freud, el tema de la ambivalencia se formula ensu conceptualización de los pares de


opuestos, a partir de su artículo “Pulsiones y destinos de pulsión” (1915). Este tema ya
había sido abordado en “La dinámica de la transferencia”, retomando lo que había
observado clínicamente en el “análisis” del pequeño Hans, así como en el Hombre de
las ratas. En el texto de 1915, el par de opuestos definido más específicamente es el del
amor y del odio. La importancia de esta oposición está vinculada a la constitución del
objeto. Se apunta a un solo y mismo objeto.

Más tarde, en Melanie Klein, la ambivalencia es un proceso psíquico vinculado a la


posición depresiva: la preocupación por el objeto es constitutiva de la relación, donde
separación y pérdida son la asunción de otro registro de esta relación. Podemos pensar
que se trata aquí del paso del vínculo a la relación; ¡incluso cuando, para Melanie Klein,
en la relación de objeto lo pulsional vinculado con los mecanismos de introyección y de
proyección es muy activo!

El tema de lo pulsional no implica, sin embargo, que esté ausente o presente: es el


centro mismo de nuestra vida; es su asunción (sublimación) a través del problema del
deseo en tanto humanizante y civilizador (protector del sujeto), el paso que todo ser
humano debe franquear.

Esto permite una pregunta: ¿cuál es la parte del proceso civilizador del cual las mujeres
son portadoras y responsables en la transmisión de un materno y de un femenino que les
incumbe1?

1
Si las mujeres han enseñado a los hombres el amor ¿qué es lo que les permite escapar del salvajismo de
lo pulsional investido en lo materno, o más bien transformarlo? ... En este sentido pienso en los trabajos y
conferencias de LilianeGherchanoc, en particular durante el coloquio de la Sociedad de Psicoanálisis
Freudiana, en octubre de 2008, “Notre intime barbarie” (Nuestra íntima barbarie).

70
Para una mujer, en su relación de hija con su madre, las interrogantes vinculadas a
nuestra experiencia clínica nos han llevado a plantear la cuestión del odio: odio
estructurante de este paso hacia el objeto-mujer deseable y hacia el sujeto-mujer que
desea. Y ello tiene lugar en un desgarro de lo materno como lugar que, para no
“producir confusión”, constituye en su horizonte la nostalgia del vínculo. Lugar
perdido, porque para ser memoria, es decir, objeto que traza el movimiento del deseo, es
necesario que el vínculo sea un lugar perdido cuya existencia, nostálgicamente
resentida, se inscriba como huella. La huella es la modalidad de inscripción de una
memoria y la condición de un femenino movilizable y apropiable por el hijo. En un hijo
varón, se tratará más bien de desprenderse de esta marca de lo materno, mientras que
para una niña es el ser marcada, y que esta marca deje huella, lo que le permitirá
encontrar los signos de su identidad de mujer. Signos por encontrar y reencontrar en el
vínculo con su madre y a experimentar en la mirada del padre.

La ambivalencia es por lo tanto, para el amor materno, difícil de admitir. El odio,


incluso inconsciente, se encuentra presente en el corazón de toda relación, y la
economía psíquica que supone es a veces una protección del sujeto, incluso una
resistencia para no caer por entero en el amor que lo disuelve. El peligro que representa
la menor parcela de odio sería impedir este vínculo materno, difuminarlo: una mujer con
fuerza de “madre” no podría más que “sumergirse” por entera en el vértigo de este
vínculo para hacerlo existir. Un vínculo que no toleraría ninguna ambivalencia. Esta
aceptación nos vuelve a poner en presencia del “riesgo femenino”: ¡Una mujer
desaparece...!, en beneficio de una madre que en esta modalidad de lo materno está bajo
la influencia del “todo-madre”... o corre el riesgo de desaparecer. Sabemos clínica y
humanamente cuán justa y efímera debe ser esta disposición psíquica, necesaria al
vínculo, para ser buena, incluso si las huellas que deja son huellas esenciales y
constituyentes de la relación por venir. Encontramos de manera emblemática a esta
organización actuando en lo que se denomina de manera familiar el “baby blues”,
situación a la que me referí al comenzar este libro.

Lo que parece muy importante, una vez más, al interrogar las condiciones del encuentro
madre-hijo, es la inversión pulsional obligada en la creación del vínculo materno;
inversión que puede a veces derivar hacia un destino en el cual la pasión del vínculo
impide la transformación en relación.

DESTINOS DE LA AMBIVALENCIA

¿Existe para Freud una relación desprovista de ambivalencia? ¿En qué relación existiría
aquello que parecería ser rechazo o ausencia de ambivalencia? Respecto a la
ambivalencia de una madre con su hijo varón, Freud señala: “...sólo la relación con el
hijo varón brinda a la madre una satisfacción irrestricta; es en general la más perfecta, la

71
más exenta de ambivalencia de todas las relaciones humanas…”1. Podríamos revisar
también otra cita a propósito de la relación madre-hija y de la desaparición de la fijación
que esta relación representa: “... no se trata... de un simple cambio de objeto, sino
justamente de una verdadera transformación que se realiza bajo el signo de la hostilidad:
el apego a la madre que se transforma en odio.” Mantengámonos del lado de la madre
para interrogar el estatuto de esta ambivalencia insoportable de pensar en el vínculo
materno. Insoportable de pensar en el sentido que ella interviene en el proceso de
simbolización que diferencia los lugares del sujeto y del objeto. Volvemos a encontrar
la cuestión del deseo como relación con un objeto que se constituye sólo si se pierde: o
más bien como relación a la huella de la pérdida y que convoca al deseo.

Si la elaboración de la ambivalencia no produce ese paso a otro registro – porque es


insoportable para el amor materno – el objeto sigue amenazado por el amor totalitario:
¡Esa es la paradoja! La madre, que no quiere saber nada de su odio para “conservarse”
como madre intocable, cae en el todo o nada del amor, y su odio es proyectado como si
fuera sólo el de su hijo, a menudo su hija. Recuerdo una mujer que me hablaba de su
exasperación al escuchar el placer de su madre leyendo sus trabajos escolares como si le
pertenecieran, como si fueran escritos con su propia voz. Placer que ella interpretaba en
términos de rivalidad odiosa.

Lo que se presenta aquí como una apropiación, que es también desposesión, es más bien
el signo de la ambivalencia que una mujer no puede aceptar para seguir sintiéndose
madre. La madre – de mi paciente, en este caso – no podía saber su vínculo con su hija
más que en una identificación tomada en la “mismidad”. Pero aquí se trata de una
mismidad que no soporta la alteridad. Una especie de “clonación” psíquica. No hay
separación que, fuera de ella, constituya la alteridad de su hija. Ella la conserva,
conservándose. Se trata efectivamente de evitar la rivalidad fundadora de una
transmisión de lo femenino, como filiación y como reconocimiento. Y sabemos que, en
determinadas historias, desaparecer no es dejar de ser, sino más bien “no ser ahí”, no ser
reconocida femenina, ya no ser en la mirada de su madre como hija que tiene un
porvenir de mujer. ¿Se trataría aquí de una especie de homo-erotización de la relación,
en el sentido de la memoria de un amor no “alterado”? Vínculo donde se trata de
conservar lo infantil y a la madre del niño para evitar el daño de la hostilidad. El cuerpo
de la niña pequeña pertenece en determinados casos al superyó materno. Se trataría
entonces de ser el objeto narcísico de la madre en el sentido que este objeto sería
garante del narcisismo de la madre como madre. Por lo tanto, objeto de la pulsión y no
del deseo, puesto que la alteridad del hijo no es reconocida. La insistencia de la no
ambivalencia en un amor total es también insistencia en un odio total, reprimido o
escindido por su excesivo peligro. En efecto, de ningún modo

1
S. Freud, “Nouvelle suite des leçons d’introduction à la psychanalyse », en La féminité, OCF, XIX,
p. 217.

72
esa madre sabrá de su odio. Dos destinos la conciernen y se diferencian: divergencia o
rechazo. Estamos lejos de la madre “suficientemente buena” de Winnicott, que de su
odio sabe algo – lo suficiente – como para permitirle estar lo más cerca posible de su
hijo sin confusión, y consolarlo del odio primordial. Se trataría aquí de estar lo más
cerca posible de ese regalo de sí – recordemos a Dolto –, de esta abnegación obligada,
pero a través de una demanda (inconsciente) dirigida al niño: que él sostenga el vínculo.
Se trata de acallar esta agresividad vitalizante. Pensemos en la mala imagen de sí
mismas que expresan algunas de nuestras pacientes obligatoriamente: “No sirvo, soy
nula, soy nada.”Y esto ya no como formulación edípica de una rivalidad culpabilizante,
sino como otra formulación de lo que está en juego en la relación con la madre. Para
Freud, “…su actitud hostil hacia la madre no es una consecuencia de la rivalidad del
complejo de Edipo, sino que proviene de la fase anterior y halla sólo refuerzo y empleo
en la situación edípica”.1

Escuchando estas quejas, que son también reivindicaciones: “nada, mala, nula”,
podríamos pensar que se trata de proteger y conservar a una madre toda buena, es decir,
no afectada por esta ambivalencia. Ambivalencia sentida entonces por la hija que, a su
vez, será mala, ella, por odiar a su madre.

La hija toma sobre sí lo “malo” que no puede atribuir a su madre sin destruirla, porque
ésta sería entonces toda mala, y correría el peligro de desaparecer como madre. Esta
actitud psíquica inconsciente es una tentativa de salvaguarda de la madre en una
culpabilidad no humanizada por la rivalidad edípica. ¿De qué madre se trata?

De aquella no destetada del idilio maravilloso. De aquella que, al no poder ocupar ese
lugar, es decir, al no encontrar la renuncia que libera el porvenir de la ternura, puede
quedar atrapada en un vínculo que sólo es dominio sobre el objeto, pulsión de dominio
justamente, y que constituye el terreno de una violencia que se encuentra a veces en
forma de odio consciente o inconsciente de ambas partes. ¡Se trata del mismo odio
pasional que ha tenido dificultades para encontrar un sujeto! La reformulación edípica
de esta dificultad, cuya prueba melancolizante de separación será una etapa obligada y
que facilita el proceso simbólico de la castración, muestra bien cómo para la hija el
desgarro de lo femenino a lo materno es también desgarro con respecto a un lugar en el
cual el sujeto – como el otro- podría ser absorbido por este amor devorador. Hemos
visto que la fobia podría poner un límite, una especie de solución “sintomática” y
protectora del sujeto en cuestión (en el sentido literal del término: en el de sentido de
cuestionar la identidad sexual).

Un exceso de madre podría así matar a la mujer. La que es esa madre, y la que llegará a
ser su hija, en el sentido que una madre que no soporta la ambivalencia para su “ser
madre” impide a su hija arrancar lo femenino a lo materno, aquel encontrado y tomado
en la rivalidad humanizada y negociada por el Edipo. Y fantasmáticamente, la hija

1
S. Freud, “Sur la sexualité féminine », en La vie sexuelle, París, PUF, « Bibl. de psychanalyse », p. 144.

73
matará el ser madre de su madre y su propio futuro de madre en el vínculo materno. Una
identificación entonces se hace difícil, incluso imposible, salvo si se erige de manera
superyoica (lo que por lo demás establece el terreno para las repeticiones inconscientes).
Podemos darnos cuenta delo que supone, para ser transmitido, este femenino específico
al ser-mujer en un vínculo descrito a menudo como estrago. Específico, por lo que dice
de necesariamente escandido en la relación madre-hija, pero cuyas dificultades se
encuentran ligadas a la violencia pulsional del vínculo. No es la relación madre-hija la
que hace estrago; es la pulsión inherente al vínculo materno la que puede producirlo.

La transmisión es aquí tanto más complicada en la medida que se encuentra sometida a


la paradoja que acabamos de señalar. Paradoja que hace coexistir la creación de un
vínculo esencialmente atento hacia el hijo y el peligro inherente a la carga pulsional
contenida en este vínculo. Todo hijo pequeño reivindica fantasmáticamente poseer a su
madre, ella le debe estar consagrada: es el orden de lo “materno” que no puede ser
liberado de toda la carga pulsional inherente a la creación del vínculo. Pero el peligro de
este movimiento pulsional radica en que puede, como exceso, arrasarlo todo, incluido el
ser deseante que es esta mujer, sometida a veces al imperativo más cruel: el desprecio
por su ser.

LO MATERNO DE LA MADRE

Esta distancia, en la posible separación que permite la asunción del objeto, tercero
vinculado a la prueba de la castración, es a veces infranqueable; como si para
mantenerse madre de este hijo, sexuado niña, hubiese que rehusarle a ella un futuro de
mujer, mantenerla “pequeña”. La alteridad de lo femenino para cada una pone en
peligro lo materno de la madre. ¿Cómo seguir siendo madre y renunciar a ser la toda-
buena de ese tiempo psíquico esencial, que no está dado de entrada? Esta ausencia de
ambivalencia, que Freud supone como particular a la relación madre - hijo varón, ¿no
está vinculada fundamentalmente a la incondicionalidad, supuesta también, de la
posición materna y de la función maternante? En efecto, ¿no entran ambas en el proceso
obligado de la sublimación de la imagen de la madre, de toda madre, para separarla de
la crueldad de las pulsiones? Y esto independientemente de los destinos de las
identificaciones de una mujer con esta imagen, encarnada o no en la historia de cada
cual. La sublimación funciona entonces como protección contra la “crueldad” pulsional.
El amor materno, fuera de la “crueldad” de una posición de omnipotencia, permite a una
mujer que deviene madre identificarse con esta imagen idealizada, esperando que una
memoria en ella consiga unirla. Porque es también esta imagen la que sostiene a la
madre suficientemente buena de Winnicott.

La sublimación que se encuentra en estas imágenes portadoras de seguridad y de amor


incondicional halla su fuente en la supuesta no ambivalencia del vínculo madre-hijo, y
ella puede servir para separar ese vínculo de lo que podría hacerla bascular de un
“puedo soportar todo” a “nada me hace nada”. Se puede efectivamente pasar de la

74
incondicionalidad “pasivizante”, necesariamente “masoquista”, a una indiferencia que
hace estrago.

LA SUBLIMACION MATERNA:
¿DESTINO OBLIGADO DE LA PULSION?

La sublimación inherente a lo materno, como destino de este dualismo pulsional propio


a la relación ambivalente con el objeto, rechazada inconscientemente, sería una
condición fundacional de la posición materna en su capacidad maternante: capacidad
para llevar, para soportar, para proteger. Es ahí donde la madre se apoya, poniendo a
distancia las garras de lo pulsional para conservar este lugar para ella y el hijo. Es
también lo que – en la relación madre-hija – va a hacerle difícil, y a veces imposible, a
su narcisismo de madre transmitir lo femenino de su deseo de mujer. La mujer que ella
es pone en peligro a la madre deseable. La rivalidad estará para ella demasiado atrapada
en la imposibilidad de elaborar la ambivalencia. En efecto, la ambivalencia se encuentra
en este caso bajo la égida de su culpabilidad de madre para dar al mismo tiempo la vida
y la muerte como destinos. Como hemos visto, para el hijo las imágenes odiosas de sí
mismo son siempre captadas en la imposibilidad y en el deseo de satisfacer a una madre
que no quiere saber nada de su propio odio inconsciente. La madre suficientemente
buena es, sin duda, la que puede consolar el odio primordial, porque no deja a su hijo
solo en el enfrentamiento con éste, porque de su propio odio ella algo sabe.

El narcisismo de la especie, que remite para una mujer al riesgo de desaparecer, en tanto
vinculado a las pulsiones de muerte, es también aquél que en el proceso de sublimación1
funda a la mujer como madre; la posición materna está tomada en la transmisión
inconsciente de un narcisismo no vinculado al sujeto.

Todo lo que sabemos, desde nuestra experiencia clínica – siempre en transferencia –


sobre síntomas, sufrimientos, sobre lo que es descrito como estrago de la relación
madre-hija, todo aquello puede enmascarar de manera pasional o falsamente enigmática
– en todo caso para un discurso que, al estar ordenado “fálicamente”, de ello no puede
decir nada -, lo que es constitutivo de lo femenino y de la conquista para una mujer de
su identidad. Esta máscara es quizás una resistencia a otro tipo de saber, un saber que
está tomado en lo vivido de la imagen del cuerpo de una mujer, allí donde su sexuación
se juega en un registro que no la inscribe como significante. ¿Se deberá esto más bien al
hecho de que ningún significante puede dar cuenta de su sexo, salvo diferenciándolo
negativamente, y a que una mujer se ve empujada a crear metafóricamente lo que da
cuenta de su identidad sexual?

1
Proceso que debe diferenciarse, en una madre, del rechazo de la ambivalencia o del rechazo de su propio
odio. Odio que sólo puede vivir de manera desesperante y como asesino del vínculo cuando éste está
sometido a la orden terminante de idealización.

75
Capítulo VII
Lo arcaico del vínculo
y la memoria del cuerpo

1. LO ARCAICO DEL VINCULO

Después de discutir la proximidad del narcisismo femenino con el exceso pulsional,


tanto del lado de la relación amorosa como del riesgo de desaparición relacionado con
una rivalidad no sometida a la asunción del complejo de Edipo, quisiera ahora abordar
de manera más precisa los puntos de enraizamiento que supone la transmisión de lo
femenino; y, más específicamente, interrogar lo que compromete esta transmisión
respecto al vínculo con el régimen pulsional que opera en lo materno.

Tanto la constitución como el cambio de objeto nos sitúan de entrada en la organización


fálica del significante. Esta organización reprime un tiempo psíquico específico, una
configuración narcisística también específica en tanto distinta al narcisismo constituido
en la relación de objeto. A esta modalidad la he denominado vínculo, para diferenciarla
de toda relación de objeto; le es subyacente y polariza el tiempo psíquico materno,
tiempo primordial del efecto-madre. ¡Tiempo de lo efímero! Su inexistencia es
destructiva, y su derrota es la condición de su marca. Esta marca estructura en la
filiación la posibilidad de una transmisión de lo femenino, tanto para las mujeres como
para los hombres. Por lo tanto, se trata de abandonar esta modalidad nacísica para que
su marca permita recuperarla como memoria.

Se trata por lo tanto de un vínculo narcisisante, que es esencial a la creación de lo


materno; ahí donde van a encontrarse una madre y un hijo, y cuya marca está ligada a su
condición de haber sido borrada para poder ser inscrita, para ser memoria transmisible.

Es importante subrayar la fragilidad del vínculo de lo femenino con lo materno y la


necesidad, para una mujer, de subjetivar lo pulsional necesario a la vida, al
alumbramiento, y que puede, en la violencia de efracción que lo caracteriza, arrastrar las
identificaciones portadoras del vínculo madre-hijo. Para una mujer se trata,
efectivamente, de subjetivar la pulsión que la porta – y no de reprimir las
representaciones fantasmáticas que la invaden – porque el régimen pulsional es garante
de la constitución de lo materno. Mientras que para un hombre en posición paterna se
trata precisamente de represión, con el fin de que ésta garantice que lo pulsional no le
arrebate incestuosamente su posición simbólica de padre. Una mujer, en cambio, está
amarrada inconscientemente a la organización pulsional de una memoria que condiciona
su enraizamiento femenino en el seno de su madre.

76
Winnicott, en un artículo1 donde estudia los elementos masculinos y femeninos en el
contexto de la relación de objeto, escribe lo siguiente: “El modo de relación objetal del
elemento puramente femenino establece lo que es quizás la más simple de todas las
experiencias: la experiencia de ser. Lo que aquí está en juego es una continuidad real de
generaciones, a saber, lo que se transmite de una generación a otra por intermedio del
elemento femenino, en el hombre y en la mujer, en el recién nacido, varón o niña.”

Cuerpo sexuado y real del cuerpo

La fragilidad del vínculo entre lo femenino y lo materno se juega, para una mujer, a
través de sus diferentes destinos identitarios, pero también en las diferencias que
caracterizan lo imaginario del cuerpo sexuado y lo real de éste. Entre virgen “loca” y
mujer “sensata” reside un saber al cual la mujer sólo tiene acceso bajo la modalidad de
un exceso, del cual ya presenté algunos destinos.

Una mujer que busca reconocer su identidad sexuada y deseante no queda inmersa de
entrada en un proceso donde la búsqueda del objeto es la metáfora de su deseo. La
metáfora de lo femenino que no puede asignarse fálicamente redobla su estatuto de
inefable: la falta-en-ser pasa a ser la falta-en-ser-mujer. Una mujer falta en ser, en el
ser... ¿No es acaso por esto también que la alteridad de la mujer (aquélla que es su
madre para una hija) se encuentra en el corazón mismo de toda primera separación y
diferenciación, fuente de identificación?

Las mujeres, por razones de estructura identitaria, tienen una relación compleja con la
constitución del objeto, objeto de deseo en la ruptura de registro con el objeto de la
pulsión. Se encuentran con esta complejidad al momento de la maternidad, cuando su
narcisismo vuelve a encontrarse con el riesgo pulsional. Las identificaciones que están
en juego en la transmisión identitaria presentan, desde luego, trayectos diferentes según
los discursos que los vehiculizan: hay aquéllas que anticipan las imágenes femeninas y
maternas generadas por los discursos cuyas representaciones de lo femenino oscilan
entre la bruja y la virgen, sin olvidar la puta cariñosa y de cuerpo generoso. Oscilación
desde un saber sagrado a un saber secreto, misterioso, cuyos ritos se pierden en la noche
de los tiempos.

Lo que hay de salvaje e intocable en un saber de lo femenino de las mujeres, ligado a


los mitos fecundadores y arcaicos, se instala a veces en las rupturas del idioma, donde la
virgen-madre reúne, tal como en la Pietà de Miguel Angel, la locura de las madres-
pasión para las cuales se confunden amar y morir2. Aquí, madre e hijo caen en el abismo
de un amor melancólico que marca el fracaso de una inscripción vital de la alteridad
(tanto de la madre como del hijo).

1
D.W. Winnicott, “La créativité et ses origines”, Jeu et réalité, París, Gallimard, « Connaissance de
l’inconscient », 1975, p. 112.
2
Véase, en este sentido : Hélène David, “Les mères qui tuent », La féminité autrement, bajo la dirección
de Jacques André, París, PUF, 1999.

77
Hembra y mujer fatal: lo femenino es el paradigma de la belleza que inspira a los poetas
cuando la feminidad y su seducción se encarna en las musas. Por el contrario, el bello
sexo es también el de la impureza, otra figura de lo intocable. Dualidad simbólica:
pureza y mancha. La mujer es por una parte tentadora y por otra salvadora en estos dos
tiempos donde, paradójicamente, es la figura materna la que va a redimirla. Como si ser
madre consistiera entonces en hacerse perdonar por ser mujer perturbadora: seductora,
la que embruja. Dicho de otro modo: ¡la madre redimiría a la mujer!

Lo salvaje: modalidad de lo arcaico

¿Por qué optar por ir a buscar lo arcaico del lado de lo salvaje? Lo salvaje sería el
vínculo entre lo pulsional y el saber en clave femenina. Lo salvaje expresaría el espacio
donde se aloja parte de un inconsciente como “saber real”, según una fórmula de Lacan.
¿Proximidad de lo femenino a este saber?

Por lo tanto, habría que interrogar lo salvaje como una modalidad de lo arcaico. Es allí
donde en el orden de lo humano surge lo pulsional y, sin duda, de lo cual una mujer
como lo hemos visto se encuentra tomada de manera específica; tanto en su identidad
como en su aproximación a lo femenino y a lo materno.

La interpretación salvaje expresa además, más allá de condenarla por su ineficacia


(consecuencia de la resistencia que provoca), la crueldad del proceso analítico en los
avatares de la transferencia: lo que podríamos denominar su salvajismo. Este salvajismo
es propio al conflicto psíquico, a lo sexual en su ferocidad pulsional, ahí donde actúa a
veces el estandarte del superyó.

La historia del psicoanálisis – historia de transferencias y de sus teorías- despliega este


salvajismo en las repeticiones que atraviesan las filiaciones.

¿Pero qué dice lo salvaje de esta fuente pulsional a la cual el sujeto no puede rehusarse,
que lo hace vivir y lo agota, lo adormece para luego reanimarlo y lo hace morir
también?

Lo salvaje, como el niño del mismo nombre – Victor -, es aquello que, de la pulsión, no
ha podido ni puede ser educado, lo que resiste, enraizamiento de la compulsión de
repetición, y que otorga al proceso analítico su ritmo particular en lo singular de cada
cura.

Recordemos el “continente negro”, metáfora de un femenino y de un origen que se


sustraería del desgarramiento propio al deseo de saber en lo masculino de cada uno.

¿Qué expresa entonces lo salvaje de lo arcaico ligado a lo materno en sus modalidades


menos objetales? Lo arcaico como una memoria secreta.

78
Recordemos que Lévi-Strauss rechaza la expresión de “mentalidad arcaica”, prefiriendo
la de “pensamiento salvaje”, para expresar la continuidad y la característica de un
pensamiento guiado por nuestra misma lógica. El arcaísmo revelado por las estructuras
de parentesco participa de las estructuras inconscientes en la colectividad que las pone
en juego. Lo arcaico no es sin embargo una noción conceptualizada por Freud.

En Lacan encontramos este término en el ambiguo homenaje que rinde a Melanie Klein,
a quien califica como “la tripera genial” que habría desplazado los límites de la
investigación psicoanalítica hasta “el extremo arcaísmo de la subjetivación de un
Kakon”1, considerado como “el primordial recinto imaginario formado por la imago del
cuerpo materno” y su “cartografía” interna – recordemos que la crítica de Lacan es
contra la ilusión genética.

El arcaísmo fascina, tal como los mitos: memoria de un origen y marca a la vez
indeleble e indescifrable. ¿Se trataría de un inconsciente bajo la modalidad de una
lengua “materna” cuyo borramiento no cesa de producir efectos?

“Arché” como comienzo absoluto: estamos tomados por la fascinación del fantasma de
los orígenes y de su vínculo con la renuncia edípica como clausura de la sexualidad
infantil en sus deseos de omnipotencia. Omnipotencia cuyo imaginario se organiza de
acuerdo al orden fálico. Lo arcaico expresa otro tiempo, una organización de las
pulsiones del Ello, de lo cual nada sabemos pero que ejerce su dominio.

¿Cómo puede este lugar mítico, lo salvaje ordenado por lo pulsional, transformarse en
salvajismo, en particular en la relación madre-hijo? O mejor aún: ¿cuáles son los
mecanismos inconscientes que actúan para crear el amor materno?

La pulsión en lo materno

Tres fuentes me han llevado a una pregunta que podría formularse así: ¿por qué las
madres no devoran a sus bebés? ¿Es ésta una provocación inútil? Espero demostrar lo
contrario. La metáfora de un amor devorador puede estar referido al amor de una madre.
Pero aquí se trata de diferenciar la maravilla del amor y de la ternura en los cuidados
maternales de lo que sería una pedofilia (pédofolie...2) materna. Cuántas
transformaciones supone este destino pulsional del cual ya hemos interrogado algunos
destinos.

1
J. Lacan, L’agressivité en psychanalyse, Écrits, París, Le Seuil, 1966.
2
(N. De la trad.) La traducción literal de este neologismo : Pédofolie, locura de niño, anula el juego de
palabras con la expresión “pédophilie”: pedofilia, en castellano.

79
La primera es un texto de Lacan1 que ha quedado en mi memoria, así como un pasaje
del libro de Wladimir Granoff y François Perrier Le désir et le féminin (El deseo y lo
femenino) donde reflexionan acerca del paso de la hembra a la mujer2.

La segunda fuente reside de manera emblemática en la escucha de una mujer, que me


decía: “Falta, entre mi generación y la que me precede, un vínculo civilizador para que
yo pueda considerarme mujer y amarme.” Esta historia clínica de una mujer cuya
identidad femenina no estaba sujeta a una transmisión, se encontraba atrapada, como
ocurre a menudo, por las problemáticas del dominio y de la humillación.

La tercera fuente proviene del trabajo anterior, titulado “El riesgo femenino”. Entre
pulsión de vida y pulsión de muerte, la problemática de la ambivalencia me ha
permitido retomar la idea de un narcisismo de la especie y de un narcisismo fálico
(expresiones caras a Françoise Dolto), para situar la encarnación del deseo femenino en
lo materno. El riesgo para la mujer es entonces estar, más que el hombre, ligada a un
pulsional enraizado en el narcisismo de la especie, al cual la confrontan el goce sexual y
la maternidad.

Sería inútilmente provocador plantear que no hay objeto para la madre, y sin embargo
es desde esta perspectiva que quisiera abordar el tema del objeto.

El concepto de objeto – y hay que destacar que en el registro materno se trata del objeto
de la pulsión – no puede dar cuenta de la acogida específica propia a la envoltura
maternante para la madre y el hijo, ambos nimbados por este espacio, suerte de
expresión geográfica del lugar.

Es bajo esta condición – que no exista objeto en este campo investido pulsionalmente –
que lo materno, registro del vínculo narcisisante de la díada madre-hijo, existe y toma
consistencia.

¿Cómo se constituye el vínculo materno? Es aquí donde interviene el deseo de


protección, esa capacidad maternante, acogedora y contenedora. Deseo de protección
contra los movimientos pulsionales de la madre y del hijo. Protección contra lo que
habría de exceso en lo pulsional. Lo pulsional es tanto garante de la vitalización del
vínculo como peligroso es su exceso.

Contener, acoger, no es gozar ni devorar; es en la investidura de esta acogida, así como


en el placer dado y recibido, que una madre circunscribe y contiene lo pulsional
inherente a la vida, a la vitalidad del pequeño ser humano. En efecto, se trata para ella

1
J. Lacan, Les écrits techniques de Freud, libro I, París, Le Seuil, 1975, p. 235 : « ...se es todo a él, él es
todo a ti. La absorción forma parte de las relaciones interanimales, de las relaciones de objeto... Cuando la
madre no puede actuar de otra manera, ella se lo mete entre pecho y espalda.”
2
W. Granoff, F. Perrier, Le désir et le féminin, París, Aubier, 1979. p. 59 y 60.

80
no sólo de apaciguar sus propias pulsiones y las de su hijo, sino también de ponerlas al
servicio del narcisismo del vínculo materno.

Es necesario que el desvío, la deriva pulsional trace el movimiento de la sublimación en


tanto destino obligado de la pulsión devoradora, dando lugar a las metáforas amorosas
que otorgan a la oralidad toda su intensidad: ¡”estar para comérselo” no es más que un
pequeño ejemplo!

Parece necesario entonces diferenciar la seducción madre-hijo, narcisisante en el


corazón del registro materno y creadora de un narcisismo del vínculo, del goce de esta
seducción, la que aboliría en un “más allá” de la pulsión toda posibilidad de
transformación del vínculo. La necesidad narcísica pasa, en el campo de lo materno,
por evitar el objeto. En efecto, la madre o el niño, considerados como objetos, serían
objetos de goce.

El exceso, eminentemente observado por Freud en la relación padres-hijo, parece ser


heredero de lo materno no destetado1. Exceso que se encuentra en las curas cuando
surge, insaciable, de la repetición transferencial. Resurgimiento de una memoria,
avatares del vínculo llevados al exceso. La pasión es de ello un eco posible y la relación
adictiva al mundo, al otro, una de sus modalidades.

Paradoja pulsional y destinos de lo materno

La pregunta que participa de esta paradoja concierne al vínculo madre-hijo: ¿por qué la
madre y el hijo no pueden ser objetos de la pulsión que actúa en el campo de lo
materno? Pregunta a la cual espero haber respondido en parte. Pero, tanto como el
exceso, la ausencia de tensión propia al placer entregado y recibido deja caer el vínculo
en lo amorfo, sin tonalidad. La pulsión está entonces en el exceso de lo negativo: la
nada y la indiferencia son sus signos.

Sean cuales sean sus razones – duelos no elaborados, depresión silenciosa-, hay mujeres
que nos hablan de su desasosiego al momento de nacer un hijo: “Tenía la impresión de
asistir a lo que estaba pasando, sin sentir nada.”

Basta un fracaso, un desgarramiento de la red tejida por la protección materna para que
el vínculo se rompa. Fracaso que concierne también a las identificaciones portadoras de
esta capacidad maternante, y a veces a su ausencia2.

1
S. Freud, Trois essais sur la vie sexuelle, OCP, VI, p.162: “… un exceso de ternura de parte de los
padres resultará dañino, pues apresurará su maduración sexual; y también “malcriará” al niño, lo hará
incapaz de renunciar temporariamente al amor en su vida posterior, o contentarse con un grado menor de
este.”
2
El termino de “capacidad” puede ser pensado en relación con el que utiliza Freud en un primer tiempo,
en 1908, para hablar de la sublimación, en “La morale sexuelle civilisée et la maladie des temps
modernes”, en La vie sexuelle, París, PUF, p. 33.

81
En este lugar que falta puede surgir el imperativo ligado a la idealización materna sin
soporte identificatorio y prohibir la seguridad de una transmisión. La Madre, figura
superyoica feroz, impide a una madre llegar a ser, “nacer”.

Lo sublime impuesto por la idealización de la imagen materna viene a apoyar este


imperativo y a entrampar el movimiento necesario de la sublimación.

¡Basta pensar en los discursos relativos a la constitución de la madre como todo amor,
todo refugio y consuelo, generada por imágenes a menudo transgeneracionales, para
entender la fuerza a menudo muy culpabilizante de esta conformidad obligada!

De un extremo a otro, el discurso social impera por sobre lo materno, transmitido de


acuerdo a modalidades de lo sublime para no caer en el salvajismo, siempre
amenazante. Me parece que a esta amenaza responde el rechazo de la ambivalencia –
como posición inconsciente.

Los ejemplos de fracaso en la transmisión del vínculo madre-hijo aparecen en la locura


pasional de la cual nos hablan mujeres, hijas, hijos, cuando evocan una relación vivida
con un compañero o compañera, incluso con un padre. Esta locura pasional porta la
huella de un goce del vínculo que no ha encontrado su límite. Supone también la
memoria de una satisfacción cuya repetición impide la nostalgia y cuya excitación
incesante, tanto en el odio como en el amor, expresa más erotización que
apaciguamiento.

Para hablar de esta memoria no faltan las metáforas orales y anales. ¿Quién por lo
demás se ha resistido a utilizarlas para expresar el vínculo de amor o de cólera? Forman
parte de todas las historias de amor, partiendo por la del amor materno. Pero donde se
juega el drama es cuando – y sin metáfora esta vez – el dominio se anuda en lo real del
cuerpo del hijo. Pienso en las humillaciones sufridas: “Mi madre nos hacía tragar lo que
había vomitado”; “Tenía que llevar sobre la cabeza sus calzones mojados”... ¡Qué decir
sobre el futuro de la feminidad para estas niñas pequeñas! El exceso pulsional, del cual
el destete psíquico no ha podido garantizar su derrota ni su transformación, puede ser el
resto de un vínculo narcisisante o el sello de su inexistencia. Es el resto cuya erotización
excede toda posibilidad de diferenciación, ¡toda separación de cuerpos!

En los ejemplos anteriores, lo que vuelve al vínculo maltratador – la posesión y la


omnipotencia – está ligado a la exigencia pulsional investida en el vínculo. Una madre
atrapada por esta conminación no puede resistirse. Se encuentra bajo el dominio de una
pulsión inconsciente, en el sentido de que es a través de tal dominio que se satisface la
pulsión. Es objeto de la pulsión, destruida entonces como madre singular. El superyó
hace fracasar la sublimación. Es un imperativo de ser la Madre perfecta, haciendo
imposible que una mujer pueda ser una madre para su hijo. La identificación superyoica
actúa en contra e impidiendo la posibilidad subjetivante del vínculo. El ideal materno no
se enraíza en un vínculo que habita la memoria de una experiencia materna.

82
El amor “totalitario” de una madre puede también traducirse por el no decir nunca “no”,
querer satisfacerlo todo, invadirlo todo; de manera que el otro, el hijo, no tenga ni
espacio ni un cuerpo propio. «Mi madre entra en la sala de baño y me dice: “¿quién te
dio permiso para lavarte el pelo?” Soy yo quien decide.»

El amarre a lo pulsional, que no cede en sus excesos, puede también expresarse a través
de posiciones de certeza, de saber por el otro y en su lugar.

Es siempre el discurso proferido desde un lugar materno cuya omnipotencia se ejerce


bajo la forma de un imperativo para sostener una imagen sin fallas, lo que se distingue
de un amor maternante, de una capacidad maternante. Las huellas de este dominio
pulsional se encuentran en el imaginario inconsciente de toda madre, de todo
progenitor; pero lo que interroga nuestra clínica de analistas es el vínculo específico de
lo materno, en su constitución misma, con la potencia de la pulsión. Potencia cuyos
destinos, de acuerdo a las cadenas identificatorias de una mujer, pueden llevarla a pasar
al acto, a lo salvaje.

En la evocación de una vivencia materna, humanizada por las transmisiones y la


alteridad, una madre, sintiendo la irresistible necesidad de proteger a su hijo, puede ser
traumatizada por la realidad (accidentes, enfermedades), pero también por el hecho de
descubrir que ella posee esa fuerza devoradora en un imaginario inconsciente del que
sus sueños a veces son testigos: “Le saco un trozo de la parte tierna, al interior del
muslo…”; como la carne de su último bebé, contaba una paciente, asustada por su
sueño. Igualmente evocadores son los relatos sobre la compulsión de lanzar al hijo por
la ventana, de agarrar un cuchillo y de golpearlo; fantasmas conscientes en mamás
tiernas y atentas, horrorizadas de descubrir en ellas esa violencia.

La obligación de proteger la imagen de madre se encuentra presente en el discurso


social y familiar que propone los esquemas de una identificación a un ideal materno.
Aquello asegura la promoción de una imagen que puede participar en la destrucción del
movimiento sublimatorio e inventivo que sólo puede jugarse en lo singular de cada una.

Estos discursos idealizantes entregan también el mensaje de lo que es posible en el


corazón de lo femenino de cada mujer, vinculado a la transmisión del deseo de madre y
a la memoria de ese deseo. Será esto también lo que hará difícil para una mujer, en un
narcisismo materno, transmitir lo femenino de su deseo de ser una mujer: en el sentido
de que la mujer que ella es podría poner en peligro a la madre que quisiera ser. El
destino femenino y su creatividad, para cumplirse, no se acompañan obligatoriamente
del destino materno, pero de una manera u otra el pensamiento de éste acompaña su
compromiso.

La sacralización del amor materno es el espejo metafórico del empuje a lo sublime al


cual una mujer se somete; como si al decirlo, al “decir”, ella se constituiría.

83
El cuerpo en lo femenino de una mujer, su feminidad por conquistar, se despliega en la
capacidad creadora de la palabra como metáfora. A condición de que el exceso no
ponga en peligro esta posibilidad metafórica de la lengua.

2. ... Y LA MEMORIA DEL CUERPO:


ENTRE DOS MADRES

Este título es una invitación a intentar entender cómo el proceso analítico hace surgir,
desde el lugar mismo de la transferencia, la memoria de un vínculo; memoria cuyo
porvenir se realizaría metafóricamente.

¿Qué deseo inconsciente sostiene al ser-madre? ¿Qué es lo que constituye


psíquicamente el hecho que una madre sea posible para una mujer?

Deseo de la(s) madre(s). Vasto mundo. ¿Qué quieren las madres? No dejar de serlo
nunca, sin duda, ¿pero qué más? ¿A que sucesión interminable tendríamos que
consagrarnos para captar sus hitos?

Aquí reside la dificultad de lo que nunca puede delimitarse del todo: interesante
dificultad que hace viviente a la vida en la multiplicidad de los deseos.

El deseo de maternidad y querer tener un hijo no siempre coinciden. Lo que implica


plantearse algunas preguntas: ¿Qué pasa en la imagen inconsciente del cuerpo de una
mujer cuando está encinta? ¿Qué representan para ella sus cambios fisiológicos y
visuales, táctiles, sensuales, eróticos? ¿Qué es esa cavidad (la mayor parte del tiempo
irrepresentable y no representada), esta parte de si misma desconocida salvo al
expresarla metafóricamente, y que viene a animarse con una vida en potencia?

El cuerpo “materno”, en “lo real” de una gestación, viene a romper una continuidad del
ser en lo femenino de su cuerpo de mujer. Habría mucho que decir sobre las diferentes
vivencias - felices, desdichadas o angustiadas- de ese período (pensemos en las técnicas
actuales, absolutamente esenciales para el seguimiento de un embarazo: las ecografías,
que pueden ser vividas como un algo visualmente traumático, en particular si están
acompañadas de expresiones “médicas” a veces cargadas de un destino amenazante).

Al escuchar a pacientes embarazadas, siempre me sorprenden (para mí, en todo caso,


esto representa una constante) las escasas evocaciones a un imaginario de este lugar del
cuerpo y del hijo en gestación. Como si existiera una necesidad bastante radical de
proteger de toda intrusión este lugar y esta intimidad que contiene una vida.

En efecto, no se trata de entregar a las imágenes médicas la diferencia entre el hijo


imaginario del deseo, querer un hijo – que se enraíza en el deseo inconsciente de la

84
madre y del padre, remitiéndolos a su historia – y el hijo traído al mundo en su realidad
encarnada, sexuada.

Ser madre requiere que la función materna sea simbolizada. Función ligada a su vez, en
las identificaciones inconscientes, a imágenes femeninas portadoras de este deseo de
madre; pero también a aquellas que no pueden más que conquistarse, incluso inventarse.
Es así como lo materno puede encontrarse a través de un hijo, produciéndose en el a
posteriori de una transmisión.

Ser madre requiere también, en el vínculo con el hijo, de la creación de aquello que me
parece es conducido por la seducción bipolarizada, recíproca, de madre-hijo y que
sostiene la posibilidad de una capacidad maternante. ¿Cómo se ve facilitada por una
función materna esta capacidad maternante? Esta pregunta nos lleva a otra: ¿es siempre
el deseo de ser madre un deseo de hijo? Me parece que se trata aquí de registros
diferentes: el deseo de quedar embarazada, el deseo de ser madre, el deseo de hijo (de
tener un hijo).

El ser-madre está ligado a una posición simbólica cuya necesidad puede estar tomada a
veces en la omnipotencia de una identificación que no deja lugar al hijo. Se podría decir
que el ser-madre lo sacrifica todo: el hijo serviría para sostener este lugar, esta
identidad.

El estar-encinta se situaría más bien del lado de lo que se arranca, inconscientemente, a


su propia madre en el hueco fantasmático de su cuerpo (cuerpo que fantasmáticamente
contiene a los bebés) para poder ser una madre a su vez: y ello concierne a lo imaginario
del cuerpo durante el embarazo.

Tener un hijo supondría sin duda que las dos identificaciones inconscientes anteriores -
a una función materna como posición simbólica, patrimonio de la transmisión
generacional, y a su madre en la filiación - se cumplan en el deseo de hijo con otro, en
el encuentro amoroso.

La problemática de las identificaciones inconscientes a cada madre y a La Madre (la que


ocupa el lugar de los ideales que sostienen el deseo en la organización fantasmática),
implica dificultades y callejones sin salida que son inherentes a la transmisión y a la
rivalidad.

En nuestro trabajo como analistas los ecos de este tema nos conducen a veces a
escuchar en una cura a un lactante, aquél que un adulto trae para que lo conozcamos,
¡para que escuchemos su voz! Voz y memoria de algo inacabado, incluso de un no-lugar
que pide ser escuchado.

En la historia que sigue, el adulto es una mujer joven cuyo deseo de madre es ante todo
el deseo de que haya madre.

85
Una parte de su historia es la de una memoria inscrita en un síntoma.

Se trata de una mujer joven que llega por razones diferentes a las referidas en el síntoma
al que me referiré más más adelante. Pero es éste el que será descrito, teniendo en
cuenta que fue lo que permitió movilizar la cura.

Este síntoma surge siempre en una relación muy angustiosa para ella: cuando el otro la
invade. Se ahoga -pero no es asma-: es la piel la que sufre. Se rasca entonces
compulsivamente. Dirá más adelante, después de haber establecido la relación entre la
intrusión y este tic: “Se me pega a la piel.” ¿Cómo protegerse de un ataque cuando se
encuentra indefensa frente a sus propias pulsiones? ¿Gesto de cólera, de desesperación,
de congoja? En mis asociaciones surge la imagen de las pequeñas manitas a veces
engarfiadas de los lactantes, a quienes se les colocan guantes minúsculos para que no se
hieran. Le comunico esta imagen. Ella misma se pregunta si este gesto le habrá ocurrido
cuando bebé. Esta pregunta la hace pensar en su madre genitora. Se imagina entonces
que ha podido sentir como desesperación la separación “primera” (antes de tres meses)
con esta madre. Se trata de una ficción: lo imaginario de un vínculo donde ella se
representa abandonada y sin recursos. Una madre falta. Esto la va a remitir a su madre
adoptiva, mamá del día a día, que no pudo protegerla de una agresión pedófila,
incestuosa.

¿Podría el gesto de autoagresión hacer resonar inconscientemente en ella una memoria


muy antigua y reeditar, en la adolescencia (tiempo de paso y de reactualización edípica),
un gesto que se imprime en su piel? Pero ese otro gesto, designa para ella la marca
indeleble de una suciedad, a veces la vergüenza de un placer impuesto por la agresión
incestuosa que su madre no fue capaz de impedir, que no vio. Una madre que
nuevamente se ausenta.

Una interesante hipótesis para esta joven mujer no es tanto la credibilidad o veracidad
de la historia de un vínculo con su madre genitora, cuya modalidad es elaborada durante
el proceso de la cura, sino la creación de un imaginario – el suyo – que la une a aquello
que bajo la forma de una memoria de su cuerpo, inscrita en su piel, le pertenece y cuyo
desciframiento implica creación.

La historia no ha terminado. Rascado compulsivo. Piel de bebé arañada y castigo en otra


parte por una automutilación compulsiva. ¿Cómo entonces recuperar una sensualidad
para sí, hacer de eso “algo bueno” y lograr placer en el encuentro sexual? Para ella, es
la pregunta que ha motivado su llegada al análisis.

Una aventura homosexual había tenido lugar, tomada en el fantasma inconsciente de los
reencuentros con una madre fusional y también en el deseo de interrumpir esta fusión.
Para dejar a esta madre, es necesario primero encontrarla. Destetar finalmente a la
madre de esta demanda invasora, “pegajosa”, excesiva, “asfixiante”. Terminar así con

86
este vínculo, repitiéndolo; es decir volver a encontrarlo, re-encontrando a la madre ahí.
En este encuentro homosexual se produce la constitución de un vínculo identificatorio
que falta: considerarse mujer y amarse. Esto se realiza desde el lugar de otra, de una
mujer. En el acontecimiento psíquico, que surge en la cura – es ahí que se encuentra su
estatuto interpretativo, transferencial –, se trata de reconciliar al hijo muy pequeño,
lactante amado y acariciado por una madre (adoptiva y genitora: es ese el vínculo
maternal creado, constituido, tejido) en una sensualidad narcisisante.

Reconciliar por lo tanto al bebé -la piel del bebé, receptor erogenizado- con la pequeña
hija “incestuada” y la joven que ella llegó a ser en una vida sexual difícil. La piel del
lactante vino a cicatrizar la llaga viva del hijo agredido. Una piel narcisisada por una
ternura maternante “encontrada” en la historia transferencial de su análisis.

Le era necesario diferenciar lo sensual narcisisante de lo sexual traumático, y reparar


este cuerpo lastimado por una agresión incestuosa.

El síntoma compulsivo de rascarse, hablado e interrogado en el análisis, había dado


lugar a una serie asociativa: el bebé que se araña el rostro (memoria de un vínculo e
inscripción de una privación de éste), expedición punitiva fallida contra el adulto (no es
él a quien pudo arañar y detener), pero exitosa contra sí misma: arrancarse la piel. El
trabajo analítico consistió, por una parte, en buscar esta otra piel: que no estuviese
dañada y ensuciada por el adulto incestuoso. Había que volverla a tejer, encontrar de
nuevo esa piel acariciada o más bien esa piel que nace de las caricias otorgadas en una
vitalización contenedora, narcisisante de una madre “suficientemente buena”. Otro
abandono tuvo lugar, incluso una traición (y no en el sentido edípico, por lo tanto
estructurante, del término), porque en la situación incestuosa, la madre es vivida
siempre como culpable de no haber protegido a su hijo, incluso como cómplice del
adulto incestuoso. El síntoma – como todo síntoma – ha detenido la búsqueda y la
resolución en su fracaso. Un síntoma es siempre un intento de solucionar un conflicto
psíquico inconsciente, porque se trata de no perder nada, de conservarlo todo; es la
eficiencia misma de la repetición.

Esta piel acariciada, que se encuentra bajo de una piel arañada y maltratada, es la
memoria de un vínculo, de un lugar psíquico guardián, garante metafóricamente de un
narcisismo que enraíza al sujeto. Ficción, mito, pero como creación del sujeto en el
trabajo analítico. Mi paciente pudo reconciliar al lactante narcisisado por las caricias de
los cuidados maternales con el hijo agredido. Un lactante sanó al hijo “incestuado”.

Se requiere una madre para constituir este narcisismo tomado en la interpelación del
vínculo, en una convocatoria a este deseo de madre en el sentido de crear el ser de la
madre en el hijo: es lo que denomino el narcisismo del vínculo.

87
Capítulo VIII

Las fuentes metafóricas


de las representaciones de lo femenino

MUJER, FEMINIDAD, FEMENINO:


EL ABORDAJE DEL “CONTINENTE NEGRO”1

En el artículo “La feminidad”, Freud se pregunta por el enigma de lo femenino desde un


punto de vista masculino: “Tampoco ustedes, si son varones estarán a salvo de tales
quebraderos de cabeza; de las mujeres presentes, no se espera que sean tal enigma para
sí mismas…” 2.

Este enigma no está lejos de rozar la desgracia para la mujer: “Este influjo es sin duda
muy vasto, pero no perdamos de vista que la mujer individual ha de ser además un ser
humano…” 3. Así concluye Freud ese artículo.

“Es femenino el huevo y el organismo que lo aloja.” ¿Se eximirá Freud de interrogar
más allá de “la ciencia anatómica”4, quedando las mujeres reducidas a no ser más que
un objeto de estudio? ¿O más bien hay que entender su dificultad como explorador,
aventurero, que podría ser perfectamente la de todo hombre, para resolver el enigma que
se extiende entre un “organismo” llamado femenino y un individuo (tomado en su
singularidad) denominado mujer? No estamos lejos aquí de la pregunta lacaniana: la
mujer no está toda en el recuento fálico del concepto. ¿Cuánto será necesario para
resolver con un rasgo de significante el “no-toda en la función fálica”?

LA MIRADA Y EL RECONOCIMIENTO

Para abordar la pregunta enigmática sobre lo femenino que una mujer porta, Freud
afirma: “Masculino o femenino es la primera diferenciación que ustedes hacen cuando
encuentran otro ser humano…”5. La noción de inmediatez que se agrega a la de
individualidad y de organismo aporta a la mirada una seguridad y una convicción. La
mirada confiere una identidad al sujeto. Es efectivamente al otro, que con su mirada
valida la diferencia de los sexos, a quien se le pide un reconocimiento identificante. La
inmediatez de una mirada que puede expresar la diferencia entre un hombre y una mujer
está por lo tanto vinculada a una alteridad ya definida. A la mirada le es confiada la
distinción segurizante encarnada en los ojos de aquel, o de aquella, que mira a otro u
otra. Inmediatez tranquilizante si no deja lugar ni tiempo a la vacilación de la
1
S. Freud, “… la vida sexual de la mujer adulta sigue siendo un dark continent (continente negro) para la
psicología…”, en La question de l’analyse profane, OCF, XVIII, p. 36.
2
S. Freud, “La féminité”, en Nouvelle suite des leçons, OCF, XIX, p. 196.
3
Ibid., p. 219
4
Ibid., p. 196.
5
Ibid.

88
interrogación sobre la identidad sexuada. Inmediatez que supone, en la feminidad
encontrada, un carácter inquietante para una mirada que queda así estupefacta por el
enigma que se le impone.

¿Qué peligro implicaría lo femenino, encarnado por las mujeres en una misteriosa
certeza-incertidumbre, en el silencio y lo desconocido de su sexuación? ¿Implicaría el
enigma de lo femenino para un hombre el peligro de la incertidumbre de su sexo? Del
mismo modo, para una mujer la certeza respecto a su sexo no supone su apropiación,
porque se le impone hablar de ello bajo el modo de un saber ordenado fálicamente. Y
aún más: ¿qué decir de esta mirada como prueba aportada al otro, hombre o mujer,
espejo alienante de su identidad, que nos conduce más fácilmente del lado del
encuentro, tal vez amoroso o deseante? Deseo que es también el deseo de saber más y
que nos conduciría al lado de las mujeres, allí donde la inquietante extrañeza se invierte:
desde lo más próximo y familiar hasta lo más extraño, extranjero, incluso hostil.

En 1913, en Tótem y tabú, Freud fundamentará lo sagrado y lo peligroso del tabú en “el
intenso placer de tocar”1, del cual cabe preguntarse si, antes incluso de que se trate de
sus propios órganos genitales, no se trata para el hijo de los de su madre; en este
sentido, parece interesante que Freud establezca un vínculo entre la fobia de tocar y la
fobia del incesto. Madre que se descubre no sólo como dispensadora de los placeres de
esta “relación sexual, la primera y la más importante de todas”2, pero también como
sexuada, es decir otra, otra que madre y no sólo erotizada en un “todo madre” destinado
al hijo... Madre descubierta como mujer en brazos del padre. Mujer que puede a veces
matar lo materno de la madre que ella es para su hijo. El hijo – niña o varón – ya no ve
lo que es su madre, aquella que lo mira y lo asegura en su lugar de hijo. El
descubrimiento más traumático de todos es el descubrimiento de la diferencia de los
sexos: es la escena llamada primitiva u originaria, que provoca la formación de las
teorías sexuales infantiles. El deslizamiento desde el incesto, enraizado en una fobia de
los órganos genitales maternos, hacia aquél enraizado en el conflicto edípico con
respecto al padre, tanto para el pequeño Hans como para el pequeño Arpad (caso
tomado de Ferenczi), hace del tótem un elemento fóbico que resuelve la ambivalencia
de los sentimientos hacia el padre y que protege al hijo de la amenaza de castración. El
soporte materno deja la huella del pensamiento mágico, memoria de ese registro de la
actividad psíquica cuando el hijo cree en lo reversible de la vida y de la muerte, en
espejo de la omnipotencia del vínculo materno, narcisisante, y por lo tanto en su propia
omnipotencia. Omnipotencia que lo hace, no lo olvidemos, inconscientemente
responsable de todos sus fantasmas.

1
S. Freud, Totem et tabou, OCF, XI, p. 231: “En el comienzo de todo, en el inicio de la primera infancia,
se manifestará un fuerte placer-deseo de tocar...”
2
S. Freud, Trois essais sur la vie sexuelle, OCF, VI, p. 161.

89
EL PODER MATRIARCAL,
TIEMPO MITICO

Dicho de otro modo, y volveremos sobre esto, el poder matriarcal que se supone como
tiempo mítico, no sería más que una recuperación del fantasma inconsciente de que es
difícil, para un hombre, rivalizar con la Madre1, la suya, y con la figura materna que él
encuentra como rival en toda mujer que quiere conquistar. Para un hijo o una hija,
crecer y llegar a ser adulto no pasa por el hombre ni por la mujer, por la madre ni por el
padre; o más bien lo es a condición de que sean portadores de la inscripción
simbolígena de la diferencia de los sexos y de la diferencia generacional: es la garantía
que los adultos padres transmiten a su hijo, la promesa de un futuro.

Esta diferencia en Freud y en Lacan se enuncia en nombre de un significante, el falo,


garante de la alteridad; pero una alteridad bajo el dominio significante de un discurso
que, en clave masculina, manifiesta la omnipotencia de un solo sexo: el del hombre.
Que las mujeres no tengan pene porque son mujeres - ¡perogrullada! – es interpretado
como una castración ya realizada: no hay más que un sexo. Suerte de tautología: las
mujeres no tienen pene y por lo tanto no tienen sexo. El discurso fálico “obliga” a lo
femenino de una mujer a dar cuenta de la castración del hombre, por cuanto, para una
mujer, aquélla es proyectada sobre la ausencia de sexo masculino. Esta ausencia, que es
de entrada una interpretación de lo que está escondido a la mirada, cuestiona al hijo niña
o niño. Para la niña pequeña, devenir mujer se construirá con las representaciones y
metáforas de lo escondido, de lo velado, de lo interior, de lo explorable. Para el pequeño
varón, esta representación está vinculada en primer lugar la amenaza – paradojalmente
protectora - de la castración. La angustia de lo escondido, de lo velado, le exige
responder que, detrás de ese velo, no hay nada. Para él, esa nada, más que algo, resuelve
la angustia de una inquietante extrañeza para su identidad viril.

LO INDECIBLE Y LO INNOMBRABLE:
LA METAFORA “OBLIGADA”

Allí donde para el pequeño varón hay una respuesta, el temor a la castración, para la
pequeña niña comienzan las preguntas. Estas la empujan a someterse a las metáforas
impuestas por la obligación de nombrar su sexo. Este sexo, que no se deja ver más que a
escondidas, tiene también el estatuto de una terra incognita por explorar. Su sexuación
se plantea de entrada como un acertijo a resolver, un mapa por descifrar. El sexo
femenino, velado por las miradas que le prohíben su acceso, es sustraído al placer de la
exploración2. Estas miradas que son integradas de manera superyoica designan su
sexuación, su sexo como prohibido, imposible de conocer o, en todo caso, difícil de
1
Figura que encarna para todo hijo una omnipotencia con la cual se ha identificado y desprendido.
2
Incluso hoy el estatuto del placer de la niña pequeña que descubre su sexo y el placer de tocar resulta
inquietante para la mayoría de los adultos, como un exceso, un salvajismo que debe ser separado desde
“arriba”. Se trata de plantear el tema de la huella, aquí para las mujeres en su vida de niña y en su
memoria de adulta, de esta extrañeza de lo sexual infantil que en una niña pequeña sólo puede tener la
condición de inquietante.

90
nombrar. Es para ella también el comienzo de su historia de mujer que la une a otras
mujeres, a las miradas de su madre y de su padre, destinándole uno y otra, de manera
diferente, la promesa de un futuro en una humanización narcisisada del reconocimiento
de su sexo. Este tema de lo no-dicho o de lo demasiado-dicho bajo el modo de la falta,
de la nada, del vacío y que reduce a la mujer, como lo escribe Cathie Silvestre, “a no ser
más que la castración del hombre”1, otorga al tema del reconocimiento su fuerza y su
peso de dependencia. “¿Y si, de pronto, en el instante en que ella alcanzaría su rostro, su
madre no fuera su madre?”2. Para una mujer, la pregunta por la identidad la une a la
nominación y al reconocimiento, es decir, a una alteridad fundadora. Para el hombre,
esta identidad, tomada en la alienación fundamental, está marcada por un narcisismo
centrado en el objeto. Y todas las metáforas que lo designan como ser hablante son
polarizadas por ese centramiento. “El ser hablante se esfuerza por significar que el sexo
es una metáfora”3, escribe Serge André comentando a Lacan. Efectivamente, salvo que
para una mujer esta metáfora se enraíza en una negación a la que estará sometida. Para
ella, saberse mujer implica desprenderse de una paradoja: allí donde la metáfora es
creadora, poética, para ella se presenta primero bajo la forma de un encierro. Este
desdoblamiento metafórico que me parece da cuenta del enraizamiento de lo femenino,
hace de la mujer rehén de la alteridad del hombre, a expensas de él, y otorga a la
exploración creadora de la niña pequeña una condición de reconocimiento, como si se
hablara de reconocimiento de lugares. Veremos más adelante dónde se anudan de
manera identitaria este reconocimiento (vinculado a una memoria) y esta metáfora del
espacio interno de lo femenino sexuado.

Sabemos que para Freud toda fantasía es fantasía de deseo, Wundschphantasie4, lo que
lo obliga a interrogar lo pre-edípico sólo en la medida en que se reorganiza en función
de esta configuración estructurante que es el complejo de Edipo. La primacía del falo
estructura vitalmente la cuestión del saber, ¡pero el precio a pagar es la represión y el
rechazo de lo femenino! En esa perspectiva, la mujer debe contentarse – por su
condición de ser hablante – con ser la metáfora de la falta cuyo significante es el falo.

¿De qué forma la noción de bisexualidad psíquica


redobla el doble interno en lo femenino de una mujer?

Al inicio de la Quinta Conferencia de 1932, La feminidad, Freud propone5: “Responde a


la especificidad del psicoanálisis no pretender describir lo que es la mujer – tarea de la
cual ella tampoco podría encargarse -, sino examinar cómo ella llega a serlo, cómo la
mujer se desarrolla a partir del niño con predisposición bisexual.” En el artículo de
1931 titulado “De la sexualidad femenina”, escribía: “En primer lugar, no se puede

1
C. Silvestre, “Quels idéaux pour un continent noir ?”, Topique, 2003, p. 14.
2
H. Cixous, “Savoirs” en H. Cixous, J. Derrida, Voiles, París, Galilée, 1998, p. 14.
3
S. André, Que veut une femme?, París, Le Seuil, « Essais », p.13.
4
S. Freud, “Complément métapsychologique à la doctrine du rève », en Méthapsychologie, OCF, XIII,
p. 250 : aquí la nueva traducción propone « fantasía que cumple el deseo ».
5
S. Freud, “Nouvelle suite des leçons d’introduction à la psychanalyse », en La féminité, OCF, XIX, p.
199.

91
desconocer que la bisexualidad, la cual afirmamos que es propia a la predisposición
humana, aparece mucho más claramente en la mujer que en el hombre.”1

¿Por qué? Porque la mujer estaría provista de dos órganos: “La vagina, propiamente
femenina, y el clítoris, análogo al miembro viril.” Monique Schneider, en el artículo
“Feminidad” del Dictionnaire international de la psychanalyse, describe la óptica
freudiana de la feminidad dibujando “una línea quebrada”2. La génesis de esta
feminidad indescriptible e indescifrable debe buscarse, está claro en los dos artículos
mencionados, en todo lo que corresponde al ámbito del primer vínculo a la madre :
“…todo me parece tan difícil de asir analíticamente, tan antiguo, vagoroso, apenas
reanimable, como si hubiera sucumbido a una represión particularmente despiadada”3.
Se trata efectivamente de un primer vínculo, durante la fase pre-edípica4, vínculo
exclusivo que otorga un tono particular a la hostilidad hacia la madre en el caso de las
hijas. Esta hostilidad específica no está ligada a una rivalidad edípica, que estructura el
encuentro de la otra como mujer, sino que sigue enfrentada a una reivindicación que no
ha encontrado su límite. Esta hostilidad, que un hijo puede a veces también adivinar en
su madre, es el lugar de una seducción no destetada y transformada en posesión. En este
caso, el vínculo, del cual decía en otro lugar que es necesariamente narcisisante en el
registro de lo materno, si no se borra en provecho de la relación de objeto, si no se
reprime para inscribirse, es entonces una resistencia pulsional a la relación de objeto.
Pasa a ser el lugar de un encuentro encarnizado, ahí donde madre e hijo-hija se
destrozan a falta de poder encontrarse de otro modo. El vínculo y el tejido metafórico de
una transmisión entre madre e hija se deshacen, no teniendo más futuro que este
desgarramiento pasional. Aquí el vínculo no admite el porvenir de una relación en tanto
relación de objeto. A condición de que este vínculo se mantenga enfrentado al
“narcisismo original” y no aborde el “amor de objeto”5.

1
S. Freud, De la sexualité féminine, OCF, XIX, p.12.
2
M. Schneider, “Féminité”, en Dictionnaire international de la psychanalyse (bajo la dir. de A. de
Mijolla), 202, p. 598.
3
S. Freud, De la sexualité féminine, op. cit, p. 10.
4
Ibid., p. 22.
5
S. Freud, “Le tabou de la virginité » (Contributions à la psychologie de la vie amoureuse, III), OCF,
XV, p. 93: « La fase masculina de la mujer, en la que ella envidia el pene al varón, es en todo caso la fase
anterior en lo que se refiere a la historia de (su) desarrollo, y está más cerca del narcisismo original que
del amor de objeto.” En otras palabras, un narcisismo “fálico”. Sería interesante interrogar a este
narcisismo original (u originario) a la luz de este pensamiento de Freud que inicia “Malaise dans la
culture”, OCF, XVIII, p. 258: “No se podría indicar en la infancia una necesidad de fuerza equivalente a
la de recibir protección del padre. De este modo, el papel del sentimiento oceánico, que –cabe conjeturar–
aspiraría a restablecer el narcisismo irrestricto, es esforzado a salirse del primer plano.” Lo fálico
supuesto de la madre, en este tiempo “narcisisante” del vínculo que funda lo materno, es la máscara de
una omnipotencia pulsional inherente y específica de este vínculo. La función paterna como registro de la
relación de objeto no es el padre como objeto de amor.

92
El “sin objeto” de la prehistoria

Es a propósito del nacimiento del ideal del yo1 que Freud enuncia la noción de padre de
la prehistoria: “Esto nos conduce a la génesis del ideal del yo, pues tras éste se esconde
la identificación primera, y de mayor valencia, del individuo. La identificación con el
padre de la prehistoria personal.” Aquí Freud introduce una nota: “Quizás sería más
prudente decir “identificación a los padres.”2 Luego retoma: “Esta (la identificación
primordial) no parece el resultado ni el desenlace de una investidura de objeto: es una
identificación directa e inmediata {no mediada}, y más temprana que cualquier
investidura de objeto.”

En ese tiempo psíquico mítico del proceso humanizante, los padres no estarían
diferenciados en su sexuación y el mismo valor se le atribuiría a los dos sexos. Dicho de
otro modo, el hijo no conoce la diferencia de sexos. Para los padres esta diferencia a
veces se reprime como aquello que pondría en peligro lo materno (en tanto entorno y no
sólo la persona de la madre), convirtiéndose entonces en una especie de “peluches”
consagrados al hijo. Padre y madre ya no son hombre y mujer sexuados en su vínculo
con el hijo, con el fin de preservar “lo materno” que constituye el vínculo narcisisante
para el hijo... y su madre. El padre, entrampado a veces en lo materno, registro de ese
tiempo, puede sentirse ahí amenazado de desaparición, de “afanisis”3. Una de las
soluciones posibles para recuperar su identidad viril en riesgo de perderse, ¡es ir a
verificar su existencia en otro lugar! Otro destino posible es una “mamaización”
(término apreciado por Dolto) excesivamente fuerte, que arrastra al padre al ámbito de
la identificación materna, cuyos peligros ya hemos considerado.

La “afanisis” que amenaza a todo hombre en sus aventuras con las memorias
reactivadas por la vida amorosa y paternal, lo ubica en posición inconsciente de tener
que protegerse del temor de un retorno al seno materno. Esta prehistoria es testimonio
de la parte arrancada a lo materno para poder entrar en la historia.

Lo que testimonia el asesinato simbólico del padre es una entrada en la historia que,
también, es separación con el cuerpo de la madre. Se trata del padre muerto, arrancado
por el asesinato a su encarnación pulsional sin fe ni ley. El “padre de la horda” ¿será
ultimado en su encarnación pulsional de la omnipotencia parental indiferenciada? Este
jefe será ultimado y fundado como padre para que se produzca la transmisión
intergeneracional. La fundación pondrá así un límite a la repetición del modelo de una
omnipotencia gozosa, sin freno, en la cual los

1
S. Freud, “Le moi et le ça”, en Essais de psychanalyse, cap. 3 : « Le moi et le surmoi (idéal du moi) »,
París, Payot, « Petite Bibliothèque », p. 243.
2
Ibid., n. 6, p. 243.
3
E. Jones, Le développement précoce de la sexualité féminin, Paris, Payot, 1969. Para Jones, esta noción
de afanisis no es la castración sino una amenaza más radical para el sujeto. En el temor por la separación
con el objeto amado, la abolición total de la sexualidad amenaza al sujeto con su propia desaparición.

93
hijos son para siempre sólo hermanos y hermanas, machos y hembras sin filiación.

¿Es así cómo el padre, en su función simbólica, protege contra el sentimiento oceánico
“que tiende de alguna manera al restablecimiento del narcisismo ilimitado”? ¡La
salvación a través del padre! ¡Sí, si efectivamente lo materno puede matar la virilidad
del hombre y llevar a sus hijos al placer de un narcisismo de poderes ilimitados! El
orden fálico vendría a significar el encuentro de los dos sexos, donde ninguno es
abandonado, a condición de que nadie posea el falo... Es simbólicamente garante de la
alteridad, pero de una alteridad bajo el dominio significante de un discurso en clave
masculina: en efecto, el pene es, en el orden fálico, lo que representa la omnipotencia de
un solo sexo, el sexo masculino, cuyo valor significante se opondría a una omnipotencia
materna. Como si la diferenciación, que separa de esta omnipotencia, estuviera más
asegurada por una alteridad significada del lado del hombre y del padre.

¿De qué da cuenta el “sin objeto” si no es este peligro para uno y otro sexo de quedar
atrapados en un narcisismo caracterizado por el exceso de investidura pulsional? Ese
peligro, sentido como vestigio de un registro necesario a condición de abandonarse,
estampa la huella de ese registro anobjetal que he denominado narcisismo del vínculo.

El “vuelco” y el nacimiento de una madre:


objeto perdido

Freud insiste en el deseo, tanto de la hija como del hijo varón, de satisfacer a la madre y
de desplazar al padre. En L’homme Moïse (El hombre Moisés), Freud describe el paso
de la madre al padre con el término de “viraje”1; la tarea femenina es realizar este viraje:
“es más que un cambio de objeto”, retoma Freud en el artículo “Sobre la sexualidad
femenina”. En efecto, es cuando la madre pasa a ser “objeto” de la relación – y no
objeto de la pulsión, porque entonces ¡es el “seno” como objeto parcial el que posee tal
estatuto2! – que el cambio se hace posible; es decir, cuando la madre se inscribe como
objeto por el hecho de haberse perdido. Es la inscripción de una pérdida lo que crea a la
madre como objeto “nostálgico”, garante de un placer que se puede reencontrar y
recuperar. Esta pérdida crea la separación y el encuentro sobre un fondo de nostalgia.

He intentado interrogar este vínculo y su necesidad narcísica, así como su desaparición,


en función de la represión que provoca la marca. Esta marca, tan vitalmente necesaria
para la construcción de una memoria de ese lugar de placer – registro de lo materno -,
marca el imaginario del cuerpo femenino, tesoro de las representaciones, con una
homoerotización del vínculo. Marca que permite a una mujer “encontrarse allí”. Se trata
para ella, efectivamente, de encontrarse en esa cavidad materna, horadada para el placer

1
Viraje es la traducción de Wendung, que propone Monique Schneider en el artículo “feminidad” del
Dictionnaire international de la psychanalyse, op. cit., para designar el paso de la madre al padre. En Le
paradigme féminin, París, Flammarion, “Aubier Psychanalyse”, 2004, p. 294, M. Schneider retoma el
término y lo traduce como « orientación”.
2
S. Freud, Trois essais sur la vie sexuelle, OCF, VI, p. 160-161 : « La trouvaille de l’objet ».

94
que colma y creado también por la derrota de la investidura pulsional de satisfacción.
En efecto, es así como ella puede apropiarse de esa cavidad 1. Se trata para una hija de
un “enganche” identificatorio que no pertenece al registro de la relación de objeto. La
condición de la identificación es que esta apropiación se realice sobre la huella de una
pérdida; pérdida de lo que tuvo lugar, pérdida de lo que de no ser perdido sería exceso
de satisfacción, de goce. Es cuando el vínculo es llevado al exceso – de lo cual la
experiencia de satisfacción alucinatoria es su emblema –, que tiene que deshacerse para
no caer en la pasión devastadora. En efecto, aquí lo devastador es la pulsión. El destete
mutuo permite producir secundariamente el vínculo como relación. Es la versión
optimista del destino madre-hijo. En una hija, esta transformación del vínculo en
relación va acompañada de la necesidad de encontrar la alteridad de lo mismo. Le es
necesario encontrar esta alteridad en el registro del vínculo, incluso antes de encontrar a
la mujer que es su madre en los ojos de su padre (o de cualquier otro para quien la
madre del niño es una mujer deseable).

El placer del vínculo materno y la erotización de lo femenino

El placer del vínculo materno erotiza, sin sexualizarlo, lo femenino del hijo-hija para la
madre. Esta investidura del placer compartido sitúa narcísicamente a la hija en su ser
para su madre. Es la huella de ser de la madre-con-el-hijo2 que va a dejar marca, traza,
tejido, en una metáfora portadora de identidad (y no relación de objeto, que abriría la
alteridad en una relación con el objeto perdido, con la diferencia de sexos). Este vínculo
es la condición de efectuación de la función materna y de la capacidad maternante, la
cual, por su condición de efímera, sin embargo deja su huella, condición misma de una
inscripción inconsciente y de la transmisión de una memoria del vínculo. Vínculo que
permite una identificación primera donde no reside la pulsión como registro de la
relación.

La represión de este período pre-edípico es inexorable, según el texto freudiano. Lo


inexorable – los textos de Freud imprimen una intensidad dramática al acontecimiento
psíquico – habla de la evidencia y de la dificultad para una hija pequeña, como para su
madre, de separarse de esta modalidad del vínculo. Es necesario todavía que esta
modalidad se haya producido, que sea un encuentro3. La represión, en su tarea esencial
de desprendimiento de una modalidad del vínculo, se vuelve necesaria a partir del
encuentro del otro, la madre, como mujer para el otro del otro sexo. El padre, objeto de
deseo, también interviene para Freud en el vuelco que debe tener lugar para realizar el
paso de la madre al padre. El clítoris cede su sensibilidad a la vagina. El clítoris,

1
Recordemos el “Hohlraum” freudiano, figuración del espacio hueco femenino del cual Monique
Schneider habla tan justamente en Le paradigme féminin, op. cit., p. 102-103 y 200, entre otras.
2
Recordemos que el bebé tampoco es objeto pulsional para la madre: el placer es el objeto de la pulsión
cuando no es destetado y en espera de serlo. El bebé objeto de la pulsión orientará el vínculo del lado de
la perversión, haciéndolo objeto de goce.
3
Sería más justo hablar aquí de transformación y no de separación. Este es el desafío de la relación de
objeto. La transformación es previa, en el sentido en que el vínculo narcisisante sólo puede dejar lugar a
otra modalidad narcísica, la de la relación, si es modificado, mermado.

95
considerado una pálida copia del pene, desaparece en una especie de mutilación
psíquica para tranquilizar al hombre que asigna a la mujer (su hija) su feminidad, su
identidad de mujer. Esta partición del sexo femenino en viril y femenino muestra hasta
qué punto el devenir mujer sólo puede considerarse, para Freud, a partir de una
bisexualidad originaria. ¡Todo el placer no es para la madre y la hija!1... ¡y la vagina
sólo se descubrirá en su sensibilidad erótica a partir de una envidia de pene (¿cuál?, ¿el
del padre?, ¿el de una madre llamada fálica que tendría “todo” como madre para gustar
a su hija y satisfacerla!). La dimensión defensiva de la envidia del pene ha sido
explicitada por Janine Chasseguet-Smirgel2, quien la considera como reacción a la
decepción obligada de encontrar a la madre como rival, como mujer. Al amor sigue el
odio, igualmente pasional, que con un poco de suerte puede transformarse en rivalidad
estructurante. La condición es que el cambio de objeto – que instaura la relación de
objeto – pueda poner término al destete, operación inconsciente, y permita la represión
de la efímera pasión. El odio ya no es entonces el guardián de una idealización
imposible de abandonar. La idealización no es sólo una poderosa aliada de la represión,
sino también de la seducción enteramente superyoica. El superyó es entonces una figura
seductora para reprimir mejor la violencia asesina de la rivalidad. El odio, en este
registro pasional, impide el proceso simbolígeno que permite la rivalidad y la
separación.

La pregunta de Freud a propósito del vínculo con la madre sigue siendo pertinente:
¿cómo consigue la hija despegarse de su madre e integrar su profundo vínculo erótico
con ella? ¿Dónde investirá este componente homoerótico vital en su vida adulta? Es lo
que he denominado “considerarse mujer y amarse”.

Narcisismo en lo femenino de una mujer.


Objeto pulsional y sujeto de deseo

No olvidemos que en 1914, en “Introducción del narcisisimo”, al discutir el problema


del narcisismo primario (fundado en las primeras relaciones de satisfacción...), Freud
habla de la mujer narcisista “que se basta a sí misma”, ligada a través de “un aumento
del narcisismo originario” a una “sobreestimación sexual” (...) que la compensa de la
libertad de objeto que le discute la sociedad”. He aquí uno de los destinos posibles del
devenir mujer. No hay que engañarse respecto a este narcisismo discutido por Freud. No
debe confundirse con el narcisismo enfrentado a ese imperativo superyoico de
satisfacer, más que a una madre, a La Madre; figura atemorizante que exige que se le
sacrifique el “ideolo”3, ídolo e ideal, sarcófago de la figura melancólica de una
feminidad muda. En esta configuración, ninguna otra puede considerarse en su

1
Formulación que es un guiño cómplice al hermoso libro de Monique David-Ménard, Tout le plaisir est
pour moi, París, Hachette, 2000.
2
J. Chasseguet-Smirgel, “Le complexe de castration féminin et l’envie du pénis », en La sexualité
féminine (Recherches psychanalytiques nouvelles), París, Payot, « Bibl. scientifique », 1965, p. 162.
3
D. Guyomard, “La confusion des sentiments”, en La disposition polymorphe, París, O. Jacob, 1999.

96
humanidad, es decir, en un narcisismo mermado por el límite y la diferencia, aquella
que hace el encuentro posible porque supone el reconocimiento de la otra como sujeto.
Otro destino, que Freud explicará más tarde1, citando a Ruth Mack Brunswick - y
siempre en relación con la fuerza de atracción de los primeros tiempos de amor de la
madre –, es el de la hostilidad rabiosa, enraizada en una seducción impuesta por una
madre demasiado interesada por las zonas anales de su hija. Seducción “orgásmica”: es
así como R. Mack Brunswick transmite a Freud su observación clínica. La hostilidad
descrita aquí está del lado del odio pasional que habla claramente del vínculo de
dominio, no desecho y atribuido a una madre triunfante en el imaginario de la hija
pequeña y de la mujer que ella llega a ser; triunfante por haber sometido a su hija a un
placer indigno. Aquello no tiene que ver necesariamente con la perversión de una madre
que se apropia del cuerpo de su hijo para gozar, incluso si las mociones inconscientes
pueden traslaparse. Ya hemos visto qué vínculos mantiene ese triunfo,
fantasmáticamente atribuido a la madre, con las dificultades de acceso a una rivalidad
estructurante. En esa configuración, el efecto-madre parece pervertido por la marca de
un goce que impide la transformación del vínculo. El destete no puede más que fracasar,
así como la transformación del vínculo en relación de objeto; objeto como no-todo en
este goce que retiene lo femenino y lo infantil en lo materno, aquí indisolublemente
ligados. Ligados a lo que del vínculo retiene al sujeto como rehén de una posesión que
aplasta la dimensión del deseo.

Lo inexorable, marca de la separación con respecto a lo efímero, no lo es tanto. Los


destinos divergen y cada uno a su manera conserva en su narcisismo las marcas de esos
tiempos fundacionales. El precio a pagar – que es el de una renuncia – produce una
nostalgia beneficiosa, fuente de ternura. Es de todos modos otra relación a esta
modalidad de ser en el mundo y por lo tanto de estar en relación al otro. Esto nos
permite considerar la relación con el objeto, desplegando un poco el movimiento de esta
relación.

¿Se podría pensar en un primer tiempo que, frente a la heterosexualidad vectorizada por
la mirada del padre sobre su hija, la homosexualidad de ésta desaparezca? ¿O, más bien,
que la homoerotización del vínculo materno (que teje los vínculos madre-hijo) pase a
ser homosexualidad al no ceder su lugar? La amenaza fantasmática inconsciente sería
que el clítoris no sea capaz frente al pene de satisfacer a la madre, y que la vagina lleve
las sensaciones eróticas hacia el hombre. Esa es la interpretación freudiana de un
vínculo consentido pasionalmente por una hija a la madre, impedida por ello de llegar a
ser objeto-madre, objeto perdido y causa de deseo. Es un “juego de a dos”: dos sujetos
consienten esta relación con un objeto, pulsional, que los arrastra a aquello que Marie-
Magdeleine Lessana denomina, a partir de Lacan, un estrago.2 Estrago del terreno

1
Freud, De la sexualité féminine, OCF, XIX, pp. 22 y 23 : « ... Ella (Ruth Mack Brunswick) gustaba
comparar la explosión de rabia después del lavado con el orgasmo después del estímulo genital”.
2
M.-M. Lessana, Entre mère et fille: un ravage (“La expresión « estrago » que encontré bajo la pluma de
Lacan para calificar la relación de una mujer con su madre...”), París, Hachette-Fayard, 2000.

97
entregado a la pulsión y que puede arrebatar a una niña su porvenir de mujer en un
“arrebato” que la hace desaparecer.

Como ya hemos dicho, el objeto-madre se encuentra cuando el vínculo se transforma en


relación de objeto, en función de la inscripción de las diferenciaciones, de los regímenes
de la alteridad. La madre se encuentra como objeto cuando ella misma ya no está en lo
efímero del vínculo, cuando se pierde como madre-toda. No se trata de un tiempo
cronológico, sino de una lógica de registro que se borra ante una modalidad de la
alteridad que hace que el otro, sea quien sea, deba ser encontrado en la desilusión, en la
insatisfacción, en los fracasos beneficiosos de la inadecuación entre la expectativa y el
placer. Placer que remite entonces a la memoria alucinatoria de satisfacción: lo
alucinatorio garantiza la posibilidad de saber que aquello ha ocurrido y pasa a ser la
memoria mítica de un placer perdido y conservado de ese modo. Se podría decir que lo
alucinatorio como registro de la experiencia escapa a lo que la represión va a alcanzar
necesariamente. En una alteridad de lo mismo, para una niña se deshace, reprimiéndose,
la efímera exultación; placer de ese tiempo de lo materno que se inscribe bajo este modo
de represión y que se abre a otras vías (voces)1 de la alteridad.

No hay “objeto-madre” para la hija ni para el hijo en el primer registro de “lo materno”,
ni para la madre ni para el hijo. En este primer tiempo, no hay objeto como fundador del
registro del vínculo. El vínculo es el tiempo psíquico de un narcisismo vitalizante de la
relación madre-hijo como entidad narcisisada. El objeto-madre se constituye a partir de
la represión del primer vínculo. Es la sexualización de esta erotización originaria lo que
marca el descubrimiento de la diferencia de sexos y provoca una reorganización
identificatoria para la hija y para el hijo varón. Pero la hija ha obtenido una muestra de
“lo mismo” de su madre, en una homosensualidad del vínculo que le permite reconocer
su “mismidad” antes de su alteridad. Alteridad de lo mismo antes que alteridad del otro
sexo. Esta inscripción, que denomino marca, teje lo femenino de la mujer (enganche
identificatorio) y la une a la “cavidad matricial”, es necesaria para la creación de la
posibilidad de llegar a ser madre a su vez. Lo materno es aquí, por lo tanto, el registro
de un encuentro cuya modalidad es ser “envolvente”, tanto para la madre como para el
hijo.

Esta envoltura, metáfora del vínculo narcisisante, funda el vínculo como lugar. Este
lugar, que es vínculo, es el hecho materno. Este espacio, este interior vectorizado por lo
femenino de una madre, dejará o no marca en un hijo y en una hija, siendo para esta
última la condición para la transmisión de un femenino específico de la relación entre
madre e hija. Veremos más adelante bajo qué desdoblamiento metafórico se inscribe
esta problemática de la envoltura maternante y su destino. En efecto, para una mujer, la
identidad transmitida vuelve a ligar lo materno y lo femenino, metafóricamente, con lo
real de su cuerpo.

1
Nota de la trad.: la autora juega con la homofonía de los términos :“voix” (voces) y voies (vías), que se
pierde en su traducción al castellano.

98
Capítulo IX

La protección de la matriz

REPRESION DEL VINCULO


Y TRANSMISION DE LO FEMENINO

Abordaremos aquí un último momento, provisoriamente, de esta interrogante: ¿cabe


preguntarse si para una mujer la represión de lo que sabe sobre su sexo, planteado como
desconocimiento de la vagina, es una condición necesaria al encuentro del otro en el
registro fálico de la diferencia de los sexos? Esta represión se pagará, por una parte, con
una no-elaboración de su narcisismo vinculado al primer vínculo, enraizado en el
registro materno y, por otra, con una dificultad de decirse mujer en el registro simbólico
de su identidad. Esa parte de su identidad no puede escucharse más que tomada en la
transmisión de lo femenino vinculado a lo femenino de su madre.

Dicho de otro modo, lo que, en tanto necesidad vital, se pierde para una y para otra (y
hemos visto cómo para algunas madres el apego a lo efímero – efecto-madre – dificulta
a su hija encontrarlo en una rivalidad identificante de mujer), es esta satisfacción del
vínculo atrapada en el registro de lo materno: es eso lo que se pierde, y es esta pérdida
la que viene a dar cuenta, como testimonio ambiguo, del objeto-madre. La castración
de la pulsión – la pérdida de la satisfacción, es decir, del goce del vínculo – es la
condición para el nacimiento del deseo en su relación con el otro. Relación que es,
fundamentalmente, relación al objeto perdido.

Al ser-de-la-madre con el ser-del-hijo sucede la creación de una madre. Madre que tiene
dos destinos. Uno, destino del objeto, que puede confundirse con el objeto de la pulsión:
todo será entonces sacrificado al goce de lo materno como único registro del vínculo,
ahí donde madre e hijo se sacrifican en este goceen el movimiento pasional. Toda
conducta adictiva, como destino también de este callejón sin salida, es una memoria
activa y reactivada de la modalidad pasional de lo materno no destetado.

Otro destino – deseado … y deseable – es el de ser el objeto-madre de la relación, es


decir, objeto perdido para siempre y del cual la mujer, no-toda-madre, da cuenta en la
moción tierna dirigida a su hijo. Ternura que conserva y garantiza la protección de la
infancia del hijo contra las propias pulsiones sexuales: tanto las del hijo como las del
adulto. Esta ternura es la herencia benéfica y fundadora del vínculo narcisisante,
específico de lo materno. El otro puede ser traumático: es aquél o aquélla que, como
adulto, no garantiza esta continuidad ni esta confiabilidad1. Es en este sentido que

1
P. Guyomard, “Il n’y a que les mots qui différent. Ferenczi y Lacan, la confusion de langues », en La
sexualité infantile de la psychanalyse, París, PUF, « Petite Bibliotèque de psychanalyse », 2007.

99
pedirle al otro, en cuanto madre, lo que ella no tiene ni puede dar, para verificar que no
puede ser sino insatisfactoria, es encontrarla en su castración. Castración que, al ser
interpretada apresuradamente como ausencia de pene, bloquea y reduce lo femenino de
una madre encerrándola en esta interpretación en cierto modo simplificadora y parcial.
¡Cabría preguntarse si esta parcialidad no constituye acaso una interpretación partidaria!
Si la falta es considerada sólo en su condición negativa – y no como límite a la
omnipotencia de una madre para la cual su castración de madre es también su alteridad
de mujer -, esta interpretación de la ausencia hace desaparecer al mismo tiempo lo
efímero como narcisisación de lo femenino de una hija y la exploración del cuerpo
femenino como sexuado.

Podríamos preguntarnos de qué modo este miedo a la “nada”, en la mirada del hijo, lo
hace perder toda posibilidad de identificación con su madre y tiene como objetivo
separarla de él para permitirle su identificación con el padre, antes incluso de verse
amenazado por su rivalidad con éste. Detrás del reproche aparece una reafirmación
inconsciente, y la pérdida de la satisfacción ilimitada garantiza entonces el vínculo fuera
de lo “sexual”. La primera cualidad de lo materno es ser efímero... a condición de tener
lugar. Este encuentro, este efecto-madre, compromete una organización psíquica porque
inscribe el narcisismo de un sujeto, suponiendo en ello la repetición. ¿Por qué la
diferencia de los sexos se formula únicamente en términos de un “más-Uno” o de un
“menos-Uno” – “cifra del narcisismo” 1 - y no un reconocimiento de la diferencia de lo
masculino y de lo femenino en tanto sexuados? Para Freud, esta realidad del sexo
reconoce un solo órgano, el pene. Como si lo sexual sirviera para reprimir en este
registro materno una seducción peligrosa en tanto sería demasiado colmante: la
diferencia de los sexos, que en el orden fálico no llega a contar hasta dos, ¡“no implica
jerarquía alguna”!, como lo hace notar Francoise Héritier2. La cifra tres inscribe por su
parte la diferencia generacional.

Paradójicamente, la feminidad es una figura fundamental de aquello que escapa al saber,


más allá de la lógica fálica de la castración: no hay significante que dé cuenta de lo
femenino sexual. Un niño varón se apoya en lo real de la anatomía para fundar la
realidad de su sexo en tanto éste se encuentra amenazado. Cuando se trata de una niña
pequeña, el enigma de su feminidad se “acompaña” de lo desconocido, reduciendo a la
mujer a tener que interpretarlo como nada. Nada más que lo que no se puede decir. ¿Por
qué el vínculo de la mujer con lo real – lo que no puede significarse en el discurso – la
separaría de un enraizamiento metafórico en el lugar de su sexuación?

1
J. André, Aux origines féminines de la sexualité, París, PUF, 1995.
2
F. Héritier, Masculin/Feminin, II: Dissoudre la hiérarchie, París, O. Jacob, 2002.

100
PELIGROSIDAD DE LO FEMENINO
Y DE LO MATERNO

Habiendo recurrido, al inicio del capítulo anterior, a la mirada masculina – nada menos
que a la de Freud, atrapada entre el tabú de la virginidad y el horror de la castración -,
debo también atreverme a considerar algo que se presenta un poco antes, del lado de la
hostilidad. Ya no sólo de la hostilidad de madres e hijas sino de los hombres, tanto
frente a lo femenino como a lo materno, a la mujer y a la madre. Dicho de otro modo:
interrogar lo que habría de peligroso en una y otra.

En el artículo “El tabú de la virginidad”, Freud nos recuerda, refiriéndose a Tótem y


tabú, publicado en 1913, “…que la muchacha menstruante (es) tabú como propiedad de
ese espíritu ancestral.”1

Podríamos suponer que el ancestro en cuestión (¡como el mito del antiguo poder
matriarcal!) representa a la madre como ocupando el lugar del vínculo materno de
posesión. “Casi podría decirse que la mujer es en un todo tabú”2. El tabú indica el
carácter fóbico de la relación: no puede haber contacto con el objeto tabú. Señala la
preocupación de un peligro que proviene de ese ser: la mujer; en tanto, dice Freud, “..
eternamente incomprensible y misteriosa, extranjera y hostil”3. Recordemos el primer
tiempo de cualquier identificación, donde el otro como objeto es ante todo el extranjero,
el enemigo4. “El varón teme ser debilitado por la mujer, contagiarse de su feminidad”5,
ser debilitado, volverse impotente. E incluso la distensión que resulta del coito es
temible, porque entrega poder a la mujer: “Ella manda entonces.” Peligro de
feminización y de debilitamiento; no olvidemos que para Freud la libido es en esencia
masculina porque la actividad caracteriza lo masculino, incluso si cualquier movimiento
pulsional es en rigor un trozo de actividad (con meta pasiva o activa). No olvidemos
tampoco que para Freud la ternura es profundamente seductora, en particular la ternura
materna. Para Freud, lo sexual pertenece en primer lugar al orden materno. Lo que me
permitiría añadir que una mujer se sexualiza eróticamente en este primer vínculo a su
madre y que un hombre, al hacerle un hijo a una mujer, la hace su madre. Se trata
entonces de una memoria reactivada, para el hijo niña o varón, de la seducción materna:
“esta primera relación sexual” de la cual nos habla Freud. Lo que la reorganización y la
represión, implicadas en el complejo de Edipo, verifican fantasmáticamente. En efecto,
es a posteriori que el edipo interpreta el tiempo lógico del vínculo materno, obligando
al movimiento de represión.

1
S. Freud, “Le tabou de la virginité » (Contribution à la psychologie de la vie amoureuse, III), OCF, XV,
p. 84.
2
Ibid., p. 85.
3
Ibid., p. 86; SylvieSesé-Léger en L’Autreféminin (CampagnePremiére 2008), cruza ambos textos
interrogando el vínculo entre el enigma de lo femenino y el de la paternidad..
4
S. Freud, “Pulsions et destins des pulsions”, en Métapsychologie, OCF, XIII, p. 181 : “Lo exterior, el
objeto, lo odiado, habrían sido idénticos al principio.”
5
S. Freud, Le tabou de la virginité, en op.cit., p. 86

101
El padre “seductor”, cuando está diferenciado de la madre, aparece en el registro de la
diferencia de los sexos; lo masculino y lo femenino resultan entonces vectorizados.
Freud piensa que los hijos deben desprenderse de esta ternura temible, que parece
colmarlo todo, para alcanzar una vida sexual potencialmente satisfactoria. En Tres
ensayos sobre la teoría sexual, Freud escribe que la diferencia entre las generaciones es
la condición misma del repudio de las fantasías incestuosas: “Al mismo tiempo que se
sobrepasan y rechazan estas fantasías netamente incestuosas, se efectúa una de las
operaciones psíquicas más significativas, pero también más dolorosas del período de la
pubertad: la separación con respecto a la autoridad paterna”1

Autoridad del padre que hay que matar: no hay sitio para la ternura. Para Freud, la
ternura no hace más que mantener a la mujer o al hombre en lo infantil de las relaciones
parentales. No olvidemos tampoco que esta ternura, memoria de una primera seducción
materna, contiene la amenaza de feminización para un hombre, incluso en la relación
con su padre. Freud vio aquí, en este rechazo de lo femenino, un obstáculo para el fin
del análisis; este rechazo es, finalmente, un último obstáculo contra la amenaza de
castración. Lo que en la concepción freudiana de la ternura resulta amenazante pasa a
ser en Ferenczi una garantía que inscribe un sentimiento de continuidad del hijo hacia el
adulto, en la continuidad de la confianza que el hijo tiene hacia él. “La ternura del hijo
guarda siempre algo de la memoria de lo que ha hecho que él se haya sentido protegido
por el adulto.”2 Es lo que yo llamo lo materno, y no la madre. Es esta memoria la que
atestigua del vínculo “narcisisante”, específico del registro materno. Yo diría incluso:
para que lo sexual (se) sostenga, tanto para los hombres como para las mujeres, es
necesario que esté garantizado por una satisfacción primera, una confiabilidad. Esta
confiabilidad sólo se fundamenta en la renuncia del adulto a gozar del niño. Lo sexual
que inscribe el reconocimiento de una identidad sexuada es la reorganización del placer
de la experiencia de satisfacción alucinatoria como experiencia del placer en la
confiabilidad de ser reencontrado. Es la repetición que inscribe ese placer y esa
confiabilidad.

Ambas concepciones de la ternura se desprenden de la experiencia princeps: una es ya


sexual, mientras que la otra situará lo sexual del lado de lo traumático. Esta segunda
concepción me parece que da cuenta de manera creativa de esta diferencia de registro
entre el vínculo materno narcisisante y la sexualización secundaria propia a la relación
de objeto. Lo que, respetando la amenaza sentida por el hombre Freud frente a la
ternura, permite reencontrar el tema de la pasividad propia a la posición maternante.

1
S. Freud, Trois essais sur la vie sexuelle, OCF, VI, p. 165.
2
P. Guyomard, “Il n’y a que les mots qui different. Ferenczi et Lacan, la confusion de langues », en
Lasexualité infantile de la psychanalyse, París, PUF, 2007.

102
¿Qué es lo que necesita ser “pasivizado”, incluso pacificado? Sin duda, las pulsiones
“destructivas” de la madre y del hijo. La ternura de este tiempo psíquico (que debe
poder reencontrarse bajo la forma de una memoria movilizable) es una protección del
niño contra sus propias pulsiones, que corresponderían únicamente a lo sexual sin
transformación si no fuera por esta “moción tierna”. La madre tierna (¡una modalidad de
madre!) transmite a su hijo una herencia humanizante: ¡ya no estamos en la horda
salvaje! La “madre suficientemente buena” de Winnicott es una madre que puede
soportar tanto su propio odio, su cólera, su agresividad, como la de su hijo, sin por ello
negarlas. Dicho de otro modo, diferenciar la ternura de lo sexual – para una madre y un
padre – permite separar en el registro de lo materno lo que es estructurante
narcísicamente de lo que sería traumático, incluso perverso. Una madre sometida a lo
pulsional no destetado, lo hemos visto, puede llegar a ser perversa en su vínculo con su
hijo si no renuncia al goce de este vínculo: lo sexual puede manifestarse por la vía de
una perversión del vínculo. La “creatividad” narcisisante del vínculo materno obedece a
una exigencia: la pulsión no interviene en la inmediatez del vínculo.

Sería peligroso por lo tanto para un hombre amar a una mujer: sólo podría poseerla,
vencerla, como se vence el miedo. El tema de los tres cofres recuerda la proximidad del
silencio y de la muerte, de lo que es secreto, “sagrado” y oculto. La mujer elegida,
amada, recuerda al hombre que su deseo de inmortalidad no puede cumplirse y que su
pulsión sexual, vital, está tanto al servicio de la transmisión de la vida como de su fin: la
inexorable ley del destino humano. El deseo amoroso es la rúbrica del destino humano,
de su sumisión a la inmutable ley de la muerte.¡En su potencia supuesta de ser mujer, la
mujer condena al hombre a su mortalidad! En esta perspectiva, para el hombre la mujer
cede rápidamente su lugar de mujer al de madre, quien, en “una aprehensión fúnebre de
su lugar en la transmisión de la vida...”, “viene a encarnar una feminidad que es dueña
del destino en su conjunto”1. La mujer pasa a ser metáfora del origen y de la muerte. Si
las representaciones de la mujer la sitúan como lugar natal o fúnebre, el lugar de la
fecundidad y de la maternidad es de entrada sacrificado a (y mediante) su
representación de lo fúnebre. Pensemos “en los santuarios vacíos” de los cuales nos
hablan Granoff y Perrier en Le désir et le féminin (El deseo y lo femenino)2. La paradoja
aquí es que el vacío que santifica la omnipotencia de la Madre como La Cosa, resulta
estéril. El término mismo de “vacío” lo expresa. Expresión de lo pulsional respecto a lo
que el objeto tiene de abierto, en el centro de nuestro deseo.

PROTECCION DE LA MATRIZ

Hemos visto cómo una madre puede quedar rehén de este “abuso” de poder conferido
por la obligación de rendir cuentas a la figura de La Madre, figura de un
imperativosuperyoico inapelable. Hay entonces confusión entre la fuerza del vínculo
propio a lo materno y un abuso de poder conferido a la posición materna: es decir, una

1
M. Schneider, “féminité”, en Le Dictionnaire international de psychanalyse, 2002, p. 599.
2
W. Granoff, F. Perrier (1979), Le désir et le féminin, París, Aubier, 1991, p. 103.

103
posición perversa. En un discurso fálico, el hombre y la mujer sólo pueden pensar la
abertura genital femenina como ausencia de sexo, falta, lugar vacío. La cavidad
materna, marca necesaria para la identificación de una hija a su madre, no se diferencia
de la abertura sexuada que es la vagina. Esta “nada”, nombrada así para confortar el
valor masculino de un solo sexo, lleva la marca de la represión de la matriz como lugar
de lo materno corporal y cavidad del dar a luz. El espacio corporal femenino está
caracterizado por su interioridad – el cofre – y por su espacialidad situada “bajo el signo
de la desorientación”, como en un sentimiento de inquietante extrañeza. La mujer
aparece entonces, para Freud, no como una forma definible de lo exterior, sino como
“espacio socavado” para recibir lo que penetra: espacio vectorizado entonces
sexualmente, en tanto fálicamente. Un sexual que sólo tiene estatuto en tanto recuento
centrado fálicamente. Se produce una amalgama entre lo matricial y lo sexual,
confundiendo uno y otro, vagina y matriz, para anularlas mejor.

La represión provocada por esta confusión de lo sexual y lo matricial crea metáforas que
“inundan” el discurso y que se difuminan en el lenguaje. Parece ser la condición de una
protección – que es también una trampa – de la matriz. La matriz, metáfora que evoca el
origen, la creación, la fecundidad, tomada de la representación de la sexuación
femenina, le es sustraída bajo la forma de una represión que garantiza su protección,
separándola de lo sexual vaginal. En lo materno, el registro de la erotización no es el
registro de lo sexual. A la necesidad de la prueba edípica y de la amenaza de castración
correspondería en el hombre y la mujer la ausencia fantasmática de sexo -¡pero del sexo
en una mujer! Esta ausencia viene a responder en ella, en su organización fantasmática,
a la necesidad de lo desconocido. Este desconocido, metáfora de lo indecible de su sexo,
protege la matriz y sanciona la represión necesaria para su poder de creación. Este
desconocido arrastra con él, en una contaminación metonímica, a la vagina. Hay
confusión entre el desconocimiento supuesto de la vagina y el desconocimiento de la
cavidad uterina. La matriz no es investida pulsionalmente, debido a la obligación de
proteger el lugar de la procreación. No accede al registro de la representación: no es
conocida ni reconocida como lugar erógeno. No es erotizada como tal. Lugar en sí
mismo ignorado para protegerlo de las contracciones del goce que dañarían al huevo, al
embrión, al hijo. Esta ignorancia es protección, salvaguarda de la matriz en su
diferenciación con el sexo de la mujer, que en una mujer viene a aportar “agua” (!) al
molino masculino; la mujer no puede bastarse a sí misma y sin embargo es
precisamente de este peligro de lo que nos hablaba Freud, peligro que la acecha, como
al hombre, en un deseo de omnipotencia heredado de lo infantil.

¿Esta autosuficiencia narcisista no es acaso la huella para algunos de una memoria no


negociada por un destete? Destete humanizante que participa a la vez de la estructura de
la diferencia (de sexos, de generaciones) y de la mismidad. Destete de este vínculo que
es necesariamente narcisisante en el registro materno. Este registro, donde la erotización
no se encuentra bajo el dominio pulsional para ser narcisisante, no pertenece al orden de
lo sexual. Dicho de otro modo, lo sexual participaría de la represión de un narcisismo en
el corazón de la feminidad de las madres, en el vinculo precoz madre-hijo. Legitimaría,

104
gracias a la represión de lo femenino materno (tomado en el vínculo que es lo materno),
un narcisismo fálico también absolutamente esencial – porque es garante de la
diferencia de sexos –, pero cuyo precio es esta reducción de lo femenino a la nada, a lo
desconocido. Y es por esto que este narcisismo es aliado indefectible de un narcisismo
masculino. Este discurso fálico desvaloriza al otro sexo como peligroso; lo escondido
pasa a ser “insignificante” por el hecho de no estar representado por un significante. Lo
desconocido, que representa lo secreto, lo oculto del sexo femenino, tiene el estatuto de
metáfora. La mujer en su sexuación pasa a ser ella misma la metáfora de la falta, cuyo
significante es el falo. “La mujer no es toda” en el campo del significante para su
narcisismo sexuado, eróticamente, no toda en el goce sexual.

LA CAVIDAD-DE-MADRE, LA ENVOLTURA
Y EL SEXO FEMENINO: EL “SAQUEO”

La mujer “no está toda” en el goce sexual: esta feminidad, esta parte de sombra, no
puede estar referida a la problemática fálica ni a su modalidad narcisista. Para el
hombre, su narcisismo lo precipita al rechazo de su componente femenino, inherente a
la bisexualidad originaria. Esta lo concierne tanto como a la mujer, aun cuando para
Freud esta noción esté referida más explícitamente a ésta, cuyas fantasías de
bisexualidad la hace preferible para ilustrar su teoría. Feminidad que Freud compara,
como explorador fascinado y paralizado, en su difícil comprensión y en su
inaccesibilidad, a un continente negro. Lo oscuro y lo desconocido no son equivalentes.
¿Lo impenetrable de la selva virgen no es acaso metáfora de lo que debe mantenerse
separado, en otra parte, del goce del retorno al lugar “matricial”? Esta necesidad de
pasar la prueba de la castración, que en un hombre se juega en el registro de lo
prohibido, de lo tabú, se acompaña para una mujer de otra necesidad: la de lo
desconocido, que desempeña un papel de protección, de salvaguarda. Lo secreto, lo
escondido, lo ignorado, designan tanto la represión del conocimiento del sexo femenino
como la necesidad de otorgar a la cavidad uterina solamente un estatuto metafórico. Lo
matricial, que contamina por necesidad metonímica a la vagina, no tiene existencia
inconsciente más que metafóricamente y fuera del cuerpo femenino. Aquello no puede
ser un saber del cuerpo del que la mujer puede apropiarse, sino un saber sobre el
cuerpo-objeto de la mujer. El saber anatómico no tiene nada que ver con el saber
inconsciente que moviliza a la vez una transmisión identificatoria y, en este caso
preciso, una protección fuera de la lógica fálica. La metáfora matricial no puede
entonces más que sustraer el cuerpo de la mujer de una apropiación en su nombre. En
cierto modo, la metáfora somete aún más a la mujer a la palabra que al hombre. La
matriz pasa a ser el término más utilizado para designar la capacidad creadora de
cualquier producción fantasmática o intelectual.

Podríamos preguntarnos si no se produce aquí una inversión: lo desconocido se ha


apoderado del lugar de lo demasiado-conocido, es decir, de lo demasiado conocido de
los riesgos que corre una mujer en su sexualidad. Que ella resuelva o no esta dificultad,
no puede saberlo, pero ha de tenerlo en cuenta. El estatuto de la metáfora tiene de

105
particular, para ella, lo siguiente: separa del cuerpo de la mujer lo que la define en su
ser sexuado, para universalizarlo en una metáfora de la creación.

Esta doble interioridad, donde vagina y matriz se encuentran ligadas y confundidas,


¡nos recuerda que confundir es ocultar! El sello que protege el secreto de la fecundidad,
velándolo por una obligación de desconocimiento, desprende la representación
metafórica de su enraizamiento corporal. La ignorancia pasa a ser la protección de una
mujer: ¡“a espaldas de su voluntad”! “Es porque la abertura genital femenina es
aprehendida como lugar de ausencia que el vello púbico alcanza una función de velo, de
modo que pueda insertarse en una fantasmática de fecundidad....”1.La interpretación
significante, adosada a la angustia masculina, inscribe el otro femenino2como un
imposible de decirse “de otro modo” que no sea como desconocido. El saber al que una
mujer tiene acceso bajo el modo del secreto puede aspirarla por completo, dejándola a
merced de una búsqueda ilimitada de metáforas que ella crea incesantemente para poder
encontrarse.

PARA CONCLUIR PROVISORIAMENTE...

Baste esto para indicar el vínculo privilegiado que tiene una mujer con lo poético, en la
audacia de la búsqueda de lo femenino, del suyo y de todo ser humano. Su creación y la
feminidad tienen una relación construida de múltiples horizontes que no impiden nunca
la invención: siempre allí, y siempre también en otra parte. La proximidad del origen y
de lo sexual, que le tiende a veces una trampa en la sacralización de uno y la prohibición
del otro, la obligan a inventar la libertad de su identidad.

La oscuridad, la sombra no son sino las máscaras colocadas por el miedo de una mirada.

Estos son los nombres de lo íntimo, aquello que le es propio a este femenino de la mujer
que necesita de su integridad encarnada. El espacio femenino en su dualidad interna,
donde la represión de lo sexual es la condición de protección de la matriz, requiere ser
pensado en dos registros de erotización: registro de lo materno, que no es sexual, y
registro de la sexualidad erógena vinculada a la alteridad, sea hetero u homosexual. La
insatisfacción, vinculada a menudo a una problemática histérica, puede leerse también
como una exigencia al otro para que interprete esa insatisfacción. Como si la única
forma que pueden tener algunas mujeres para conservar su identidad fuese proteger este
lugar, esta cavidad, bajo el modo de una insatisfacción esencial. La identidad está
entonces referida radicalmente a ese espacio que no se puede llenar. La satisfacción no
se alcanzará en la relación con un amante-que-ama ni con una madre “fusional” en su

1
M. Schneider, “Féminité”, artículo aparecido en el Dictionnaireinternational de la psychanalyse, 2002.
Y La part de l’ombre : approched’un trauma féminin, op. cit., p. 148-150: « El vello en su relación con el
espacio originario. »
2
Esta expresión hace eco al libro de SylvieSesé-Léger, L’Autre féminin, op. cit.

106
fantasma; debe permanecer como imposible, y todos los partenaires quedan atrapados
en un desafío adictivo.

El espacio corporal, sexual, femenino, caracterizado por una doble interioridad es, del
lado matricial, la envoltura protectora de vida, garante de la fecundidad poseída y
transmitida (independientemente de cuál sea su destino). La oscuridad y lo materno se
alían como sombra benéfica1 cuando se trata de proteger al hijo de un exceso de luz.
Pensemos al respecto en el progreso absolutamente necesario de las técnicas médicas,
pero que a veces vuelven demasiado visible lo que debe mantenerse en la oscuridad para
protegerlo. Esta oscuridad no es ignorancia, es la condición misma de la existencia de la
vida antes de su llegada al mundo. Es también una de las funciones de lo materno y de
aquello que lo fundamenta. En japonés, madre se dice “Ofukuro”, que también quiere
decir saco 2...

Esta envoltura, otra manera metafórica de nombrar lo materno, puede, si su capacidad


de apertura no se produce, provocar un cierre asfixiante -incluso mortífero- en registros
muy diferentes: desde su expresión orgánica a su desplazamiento en la esfera psíquica.

Este espacio envolvente y benéfico puede ser a veces dañino y retener al hijo y a la
madre en una pasión irremediable, enraizamiento de devastadoras relaciones adictivas al
mundo, al otro.

Esta interioridad doblemente inscrita en el cuerpo de las mujeres puede también


pervertir el paso a la exterioridad, a la alteridad: es el tiempo de un monólogo insensato,
ya que entonces la madre no sería nunca otra, ni su hijo otro. Tiempo de un monólogo
interior donde una madre habla con su hijo como si siguiera formando parte de ella. No
hay tampoco, por lo tanto, paso a otro tiempo. Ni la anterioridad ni la interioridad
llegarán a simbolizarse para inscribir un paso hacia la alteridad.

Para que esta envoltura constituya y simbolice el vínculo, permitiéndole fragmentarse


en facetas de representación a través de un mecanismo – el destete psíquico -, es
necesario que ese vínculo deje una marca como lugar. Es a partir de esa huella
memorizable que una transmisión podrá tener efecto metaforizante. Es allí donde se
inscribe la fuente de toda capacidad de representación inconsciente de lo femenino.

Es también lo que hace historia. E historias que se repiten en el espacio de una


transferencia.

El psicoanálisis forma parte de la historia del pensamiento humano; pero es, como
práctica y primordialmente, el pensamiento de una historia: la historia singular de un
sujeto hombre o mujer en una palabra dirigida a otro.

1
H. Arendt, “La crise de l’éducation », en La crise de la culture, París, Gallimard, 1972 (para la
traducciónfrancesa).
2
I. Matsumoto, en Hélène Cixous, Croisées d’une oeuvre, París, Galilée, 2000, p. 255-263.

107
Esta transmisión de lo femenino será lo que asegure su permanencia a lo efímero.

108
Conclusión

Es bajo la égida de las brujas que quisiera concluir provisoriamente la indagación


propuesta en este ensayo. Brujas que, convocadas para resolver el enigma que resiste al
saber teórico, llenas de solicitud y de humor se inclinan a veces sobre el destino humano
entregando su respuesta con un dedo sabio sobre la boca. Lo femenino convocado aquí
representa, de manera mítica, un secreto que otorga su carta de nobleza al así llamado
de la “buena mujer”.

Bruja, mujer: ¿será ésta una equivalencia peligrosa y que incluye un imaginario
vinculado al secreto y a un poder demoníaco, lejos del “daimon” socrático? Hemos visto
la relación significante y paradojal que mantendría la noción de salvajismo con lo
femenino, enraizado en lo materno; allí radica su relación específica con el registro
pulsional. Esta especificidad puede llegar incluso a confiscar lo femenino de una mujer
para encerrarla entre lo salvaje y lo sagrado. Bárbaro podría ser entonces el adjetivo
metafórico asignado al vínculo que lo femenino mantiene con el registro pulsional, y
bruja el nombre de un saber tanto más temible dado que se presenta como enigma.

¿Cuál sería la parte del proceso civilizador del cual las mujeres serían paradójicamente
portadoras y actrices, por cuanto parecen vinculadas a lo que la naturaleza les impone
de bárbaro? En este libro he intentado abrir esta pregunta, que concierne a la relación
entre lo femenino y lo materno.

¿Deberíamos hablar más bien de lo femenino como metáfora de un deseo inconsciente


que no puede ser patrimonio único de las mujeres? El riesgo radicaría entonces en
desapropiarlas, en borrarles su identidad, como ocurre por ejemplo en la perspectiva de
género. En ese sentido, el rechazo de lo femenino puede implicar el rechazo de la
diferencia de los sexos. Asimismo, renunciar a interrogar esta diferencia, encerrándola
en el enigma de lo femenino, podría participar de su clausura.

La bruja de Michelet nos aportó en su momento un imaginario femenino vinculado a


« la savia nueva y rejuvenecedora »1. En ese libro, el salvajismo de la mujer remite a lo
pulsional como portador de representaciones de vida, de vitalidad y de reproducción.
Esta bruja representa lo femenino enigmático que debe mantenerse como tal para
proteger un mundo donde las mujeres, eternas “menores”, no han conquistado su
palabra dentro de una “mayoría” reconocida. Es también un femenino que representa la
parte viva, rejuvenecedora (¡habría dicho Michelet!) pero inquietante de una potencia
que debe civilizarse. Si lo femenino no está “domeñado”, ¿es acaso siempre bárbaro?
Bárbaro sería entonces la denominación de lo femenino no domesticado - ... ¡como la
pulsión! -; lo femenino concebido en su relación particular con lo materno, con el
misterio del origen indefectiblemente vinculado a lo pulsional y a sus avatares.

1
Jules Michelet, La sorcière (1ª ed., 1862, Hetzel), París, Flammarion, « GF », 1966.

109
Si las mujeres han enseñado el amor a los hombres, ¿qué es lo que les permite escapar
del salvajismo de lo pulsional investido en lo materno, y transformarlo? Este
salvajismo, que actúa en toda expresión de la pasión, conserva la huella de la memoria
pulsional del vínculo primero. Pero entonces ¿cuál es la parte civilizadora de la cual las
mujeres son portadoras y responsables en la transmisión de lo materno y lo femenino
que les incumbe? El presente ensayo ha tratado también de responder parcialmente esa
pregunta.

El estatuto de la mujer es siempre tributario de un saber-otro, aquél que interroga su


transmisión y su capacidad de compartirse. El estatuto de ese saber incluye una amenaza
de encierro impuesta por la necesidad de traducción, como una lengua extranjera que no
encuentra su identidad, una lengua “materna” olvidada en el centro mismo de la
organización fálica del lenguaje.

Me he volcado a cuestiones relativas al psicoanálisis y a su relación con la feminidad


para interrogar la transferencia y la transmisión en su vínculo con lo femenino. Con este
fin, he aportado mi experiencia como analista y algún tiempo de mi clínica
transferencial.

Después de haber evocado La bruja de Michelet, quisiera proponer dos representaciones


de brujas ligadas al secreto y al poder de la adivinación. Se trata, con Freud, de la “bruja
metapsicología” y, con Lacan, del personaje de Diotima tomado del diálogo platónico
El Banquete1.

En su artículo de 1937, “Análisis terminable e interminable”, Freud se pregunta: ¿cómo


“domeñar la pulsión” en el curso del análisis? Sin duda, nosotros podríamos añadir:
“civilizar”. Freud escribe: “esto quiere decir que la pulsión es admitida en su totalidad
dentro de la armonía del yo, es asequible a todas clase de influjos por otras aspiraciones
que hay en el interior del yo, y ya no sigue más su camino propio hacia la satisfacción.
Si se pregunta por qué derroteros y con qué medios acontece ello, no es fácil responder.
Uno no puede menos que decirse: ´Entonces es preciso que intervenga la bruja.´ La
bruja metapsicología, quiere decir. Sin especular ni teorizar metapsicológicos – a punto
estuve de decir: fantasear –, no se da aquí un solo paso adelante. Por desgracia, los
informes de la bruja tampoco esta vez son muy claros ni muy detallados”2. La pregunta
sigue sin respuesta, salvo que se evoque un punto de referencia: la oposición entre el
proceso primario y el secundario. La respuesta de la bruja es incierta o, más aún, ¡no
revela su secreto! Recurrir a ella, a principios metapsicológicos, no nos permite salir del
problema.

La caída al final del artículo es particular, como también su última nota: “En efecto, la
desautorización de la feminidad no puede ser más que un hecho biológico, una pieza de

1
Lacan, Le Séminaire, libro VIII, Le transfert, 1060-1961, París, Le Seuil, « Champ freudien ».
2
S. Freud, “L’analyse avec fin et l’analyse sans fin”, en Résultats, idées, problèmes, París, PUF, « Bibl.
de psychanalyse », p. 240.

110
aquel gran enigma de la sexualidad.” La nota subraya la equivalencia entre protesta viril
y angustia de castración1. La transferencia de amor homosexual elaborada en el texto,
vinculada a una sumisión al padre, desaparece en provecho de una respuesta que
encierra la feminidad y su capacidad de curación (aceptar la curación del médico) en la
organización secundaria del complejo de castración. Después de haberse abierto a algo
“no muy claro ni muy explícito”, Freud cierra el asunto, desplazándolo. Me parece que
este término: “abertura”, expresa una parte de la posición “femenina” de Freud en su
relación con el saber como enigma2. ¡Posición que sabemos él no podía tolerar por
mucho tiempo!

No estamos lejos aquí de las preguntas de Freud sobre la prehistoria y la comparación


entre el período pre-edípico y la civilización mino-micénica: ¡se trata efectivamente de
otra civilización3! Aquella donde las organizaciones primaria y secundaria de las
pulsiones se establecen en otro registro. Un registro diferente al que abre la resolución
del complejo de Edipo. Otro registro que yo he querido “abrir” en este texto.

Amor... de transferencia, poder... de curación: el poder vinculado a la transferencia


podría estar del lado del brujo, de la bruja - no sólo guardiana de las pulsiones sino
también de un saber enigmático.

Para continuar este camino escuchemos, con Lacan, a otra mujer: Diotima, la extranjera
de Mantinea, sacerdotisa y maga, sabia en brujería. Es a ella a quien se le confía la
pesada tarea de hablar del amor4. Diotima se expresará, convocada por Sócrates en el
diálogo de El Banquete, a través del mito para decir que el amor escapa al saber: el mito
del nacimiento del amor. El amor está del lado de lo que es “verdad sin que el sujeto
pueda saberlo” – como lo dice tan bien Lacan5 -, escapando entonces al dominio de lo
masculino ordenado fálicamente. Diotima es la figura femenina de Sócrates, a la vez
voz y vía6 femenina que él utiliza para hablar del amor y de su poder. Sócrates no deja
de repetir que no sabe nada, que no tiene nada que enseñar y que su arte de parir los
espíritus, su mayéutica, proviene de su madre, que oficiaba de comadrona. La
transmisión se encuentra por lo tanto presente y el arte del cual se trata es el de
mantener la apertura del diálogo. Este término, “apertura”, se encuentra a lo largo de lo
que puede también denominarse transferencia. Y el “daimon” que convoca a Sócrates es
el genio, la voz que habla en él. También aquí el abandono de un saber teórico cuyo
estatuto, para acceder al saber “real”, “pragma”7, supone una posición femenina. Pero es

1
Op. cit., p. 268.
2
C. Müller, en L’énigme, une passion freudienne (Érès, 2004), trata con delicadeza el tema de la
transferencia, vinculándolo con el imperativo freudiano: la transferencia debe ser adivinada.
3
S. Freud, De la sexualité féminine, OCF.P, vol. XIX, p. 10.
4
Lacan, Le Séminaire, libro VIII, Le transfert, París, Le Seuil, 1991, p. 79.
5
Op. cit., p. 148.
6
(Nota de la trad.: el juego con la homofonía en francés de los términos “voix” (voz) y voie (vía) se
pierde en su traducción al castellano.
7
Ibid.

111
un saber, repitámoslo, que el sujeto no puede saber…, ¡y sobre un modo de transmisión
donde se da lo que no se tiene! Este saber no es una posesión.

Las mujeres no enseñan: ellas transmiten, dice Sócrates, citado por Lacan. ¿Será la
transmisión pregunta femenina, en el sentido de que es planteada por lo femenino de los
dos sexos?

¿Habrá que pensar lo femenino no sólo como resistencia en el fin de un análisis, roca
“biológica” del origen, sino también como roca vivaz en el sentido de lo que subsiste a
una elaboración psíquica? Lo vivaz de lo pulsional “indomeñable” del cual las mujeres
serían portadoras, tal como son portadoras de la vida. ¡A condición de que lo vivaz de la
pulsión no destruya la posibilidad de transmitirla!

Lo femenino de una mujer analista, de un hombre analista ¿participa en el trabajo de


elaboración del fin de un análisis? Los “demonios” interrogados durante la cura nos
convocan finalmente para dar cuenta de la elaboración del fin de una transferencia y
responder en parte a esta pregunta. Con este propósito “quemante” resulta útil recordar
el caldero del Ello, de donde provienen las voces demoníacas de las pulsiones y otras
figuras del inconsciente que es necesario interrogar, sin renunciar al compromiso
transferencial bajo pena de infligir una humillación al paciente1.

Y es a una mujer, durante las últimas sesiones de su trabajo de análisis conmigo, que es
también el fin de una transferencia, a quien dejo las palabras finales.

Con ella, el trabajo y los interrogantes que tejieron la transferencia, su compromiso y su


capacidad creadora, me permiten hablar de otra figura de la bruja. Se trata esta vez de
una bruja más próxima a las pesadillas de la infancia. Bruja que, en un vínculo madre-
hijo, sería la figura maltratadora de lo pasional y de su destructividad, anudadas a un
sexual traumático. Es así como en uno de nuestros últimos encuentros me dirigió esta
frase: “Entre yo y la generación que me precede falta un vínculo civilizador.” Vínculo,
entendido en el sentido de la transmisión; y civilizador, porque no se había producido
un trabajo de cultura2 subjetivable. Expresaba así la idea de que, para ella, lo que
civiliza humaniza.

Más allá de los diferentes traumatismos, todos vinculados al maltrato, faltaba en esta
mujer la transmisión que humaniza la relación madre-hijo.

Lo que me interrogó mucho tiempo después y que trajo a mi memoria de manera


privilegiada la historia de esa mujer, historia transferencial también para mí, fue la
ausencia de una transmisión simbolizable.

1
S. Freud, “Remarques sur l’amour de transfert”, OCF, XII, p. 204: “... la paciente (se trata de hecho de
una mujer...) no sólo resentirá el ultraje, sino que no dejará de vengarse.”
2
Pienso aquí con emoción en el admirable trabajo de Nathalie Zaltzman, De la guérison psychanalytique,
París, PUF, 1998.

112
La cura de esta paciente me resultó entonces emblemática cuando pensé en la
destructividad que actuaba en la vida. ¿Por qué surgió esta historia en mi memoria? Sin
duda, porque la expresión “Entre yo y la generación que me precede, falta un vínculo
civilizador” pertenece a esa mujer, y porque me impactó en el cruce de la transferencia
y de las preguntas que la acompañaban. Expresión que surgió después de un largo
trabajo y que marcó su culminación en una especie de franqueamiento inaugural, un
paso para ella a otro mundo de lo humano. Y en otro tiempo ulterior – tiempo
obligatorio de elaboración– los términos de “vínculo” y de “civilizador” me parecieron
variaciones del tema de la transmisión.

Tuve que admitir la radicalidad de la destructividad: “Ya ve, no queda nada por salvar”.
Pero a pesar de todo pensé que sí valía la pena el golpe (!) y escuchar al otro: yo con
ella, ella conmigo.

Domesticar ya no el “daimon” socrático sino lo que ella vivía como una posesión que
podría transformarla en demonio, fue una modalidad de transferencia donde lo que yo
podía pensar al escucharla oscilaba entre el horror (que podría llevarme a la
fascinación), la admiración frente a su inteligencia combatiente y a veces la impresión
de estar yo misma anonadada por su furiosa necesidad de tener razón de todo (yo
incluida).

Hubo que mantenerse frente y contra todo y sostener la posición, la suposición de una
alteridad referida a un sujeto.

La efectuación de una transmisión se produjo para esta mujer bajo el modo de una
creación que hacía intervenir a su generación, un trabajo psíquico de movilización de las
memorias parentales confiscadas.

¡El poder de la transferencia no debe confundirse con la responsabilidad que nos


confiere! Esta responsabilidad requiere comprometerse en los desfiladeros a los que nos
conduce. Es también la responsabilidad de someterse, en una presencia al otro, donde la
utilización de ese poder está en provecho del surgimiento del sujeto y de su invención.

En esta invención, la acogida de lo femenino participa arrancando algo de luz a la


sombra de un destino.

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