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Era tarde. Y era temprano. Era todas las horas. Era el tiempo y no porque el tiempo se había perdido ya.

Como
tantas otras cosas. Solo quedaba el cariño. El hecho de que llegáramos a verla. Y ella nos saludara apenas.
Había café y magdalenas. Olía a olvido y recuerdos, a mañanas que eran días y días que eran ya toda una vida.
Y no comía. Apenas comía, rodeada de las fotos de sus hermanos e hijos. Miraba un segundo alrededor y
cortaba en pequeños trozos las magdalenas. Se hacía el silencio. Colocaba las magdalenas al lado de las fotos,
al lado de su familia, porque necesitaba alimentarlos. Cuidarlos seguía siendo su vida. Justo después, miraba
la foto de su marido y colocaba el café a su lado, pensando, tal vez, en tantas charlas de tarde y café en una
casa en la que ni siquiera estaba ya. No estaba. Y sí, porque ella era las magdalenas, el café y las fotos. Ella
era todos los rincones. Ella era la vida. Sonreía. Y la casa se llenaba de ella.

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