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Fuentes Papado Imperio 2016
Fuentes Papado Imperio 2016
Dos son [las potestades], Augusto Emperador, por las cuales este mundo es principalmente
regido: la sagrada autoridad de los pontífices y el poder regio. En las cuales la carga de los
1 sacerdotes es tanto más grave cuanto que en el juicio divino de los hombres también habrán
de dar cuenta por los mismos reyes. Vos, clementísimo hijo, harto lo sabéis: sobrepasáis a
todos los hombres en dignidad; con todo, doblegáis humildemente vuestra cerviz ante los
ministros de los Divinos Misterios y de ellos recibís los medios que os conducirán a la
salvación eterna. Asimismo reconocéis que cuando los santos sacramentos son
administrados cual corresponde, debéis ser contado entre los que participan humildemente
de ellos y no entre los Ministros: en tales cosas, Vos dependéis de los sacerdotes y no os es
lícito esclavizarlos a vuestra voluntad. Porque si en el campo de la organización jurídica
civil, los mismos superiores eclesiásticos reconocen que el Poder Imperial os ha sido
concedido por la Divina Providencia y que, en consecuencia, deben obediencia a vuestras
leyes y procuran no ofenderos en lo mínimo en este orden en que Vos sois el que manda,
¿con cuánta mayor disposición y alegría habrá que prestar obediencia a aquellos que son
puestos por Dios para la administración de los grandes Misterios? En conclusión: así como
sobre la conciencia de los obispos recae una grave responsabilidad cuando, debiendo
hablar, callan en asuntos de orden sobrenatural, también para los que deben escuchar existe
un grave peligro si se muestran orgullosos (lo que Dios no permita), en lo que deberían ser
sumisos y obedientes. Y si los corazones de los fieles deben rendirse humildemente ante los
sacerdotes en general, ¿cuánto mayor no habrá de ser la reverencia y el acatamiento que se
deba al obispo que ocupa aquella sede elegida por la Soberana Majestad de Dios como lugar
de Primacía sobre todos los demás obispos y que, en todo tiempo, fue objeto de la más
tierna devoción por parte de la Iglesia entera? Porque, mi amado hijo, como ciudadano
romano respeto y venero al emperador romano; y como cristiano me urge el anhelo de
hallarme en correspondencia y comunión real y verdadera con Vos, puesto que sois dechado
de celo por la gloria del Señor. Pero como pontífice que ocupa la sede apostólica, a pesar de
mi indignidad y mis pocas fuerzas, no puedo menos que intervenir con prudencia, pero
también con prontitud allí donde se ofende la integridad de la fe católica. Por algo me ha
sido confiada la custodia y dirección de la Palabra divina, y ¡pobre de mí si no anunciare la
Buena Nueva. De todo lo que antecede, como no puede menos de apreciar vuestra Majestad,
se desprende una conclusión: que nadie, jamás y por ninguna razón terrena, debe
orgullosamente revelarse contra el Ministerio de aquel hombre singular, puesto por Cristo
como Cabeza de todos y al que la Santa Iglesia, en todo momento, ha reconocido y reconoce
aún hoy como su Pastor Supremo. Lo que Dios ha establecido jamás podrá ser atropellado
por la arrogancia de los hombres; pero jamás podrá prevalecer potestad alguna, cualquiera
que sea, sobre las disposiciones divinas. ¡Ojalá que la audacia y torpeza de los perseguidores
de la Iglesia no fuese para ellos causa de su condenación eterna, a imitación de la Iglesia a la
que no pueden doblegarla las más furiosas tormentas! La Obra que Dios ha fundado con
tanta firmeza permanecerá en pie. ¿Pudo jamás ser vencida la fe, cuando alguien se propuso
combatirla? ¿No triunfó más bien y se robusteció precisamente allí donde se creyó
habérsela arrastrado? Es tiempo, pues, de que cesen en vuestro Imperio los mercenarios de
cargos que no les corresponden, los cuales abusan precisamente de los momentos de
confusión introducidos por ellos en la Iglesia. No debe permitirse por más tiempo que
logren lo que inicuamente persiguen, olvidándose de que Dios y los hombres les han
señalado el último lugar.
2 2) Donación de Constantino
I. Profesión de fe
II. Larga exposición en la que el emperador cuenta cómo llegó a convertirse al cristianismo.
Se encontraba enfermo de lepra. Los sacerdotes paganos le recomendaron, para librarse del
mal, bañarse en la sangre de niñitos. En el curso de la noche, que precede a la inmolación de
éstos, Constantino recibe en sueños la visita de dos personajes misteriosos, en los que
reconocerá, al día siguiente, a los apótoles Pedro y Pablo, que le aconsejan dirigirse, para
curarse, al obispo de Roma, Silvestre, que se mantenía oculto, debido a las persecuciones. El
emperador se dirige al Papa, quien le confiere el bautismo: Constantino sale del agua, libre
de la lepra y también del paganismo que abjura en términos solemnes
III. Disposiciones
Concedemos a nuestro santo padre Silvestre, sumo pontífice y Papa universal de Roma, y a
todos los pontífices sucesores suyos que hasta el fin del mundo reinarán en la sede de San
Pedro, nuestro palacio imperial de Letrán (el primero de todos los palacios del mundo).
Después la diadema, esto es, nuestra corona, y al mismo tiempo el gorro frigio, es decir, la
tiara y el manto que suelen usar los emperadores y además el manto purpúreo y la túnica
escarlata y todo el vestido imperial, y además también la dignidad de caballeros imperiales,
otorgándoles también los cetros imperiales y todas las insignias y estandartes y diversos
ornamentos y todas las prerrogativas de la excelencia imperial y la gloria de nuestro poder.
Queremos que todos los reverendísimos sacerdotes que sirven a la Santísima Iglesia
Romana en los distintos grados, tengan la distinción, potestad y preeminencia de que
gloriosamente se adorna nuestro ilustre Senado, es decir, que se conviertan en patricios y
cónsules y sean revestidos de todas las demás dignidades imperiales. Decretamos que el
clero de la Santa Iglesia Romana tenga los mismos atributos de honor que el ejército
imperial. Y como el poder imperial se rodea de oficiales, chambelanes, servidores y guardias
de todas clases, queremos que también la Santa Iglesia Romana se adorne del mismo modo.
Y para que el honor del pontífice brille en toda magnificencia, decretamos también que el
clero de la Santa Iglesia Romana adorne sus cabellos con arreos y gualdrapas de
blanquísimo lino. Y del mismo modo que nuestros senadores llevan el calzado adornado con
lino muy blanco (de pelo de cabra blanco), ordenamos que de este mismo modo los lleven
también los sacerdotes, a fin de que las cosas terrenas se adornen como celestiales para la
gloria de Dios...
Hemos decidido también que nuestro venerable padre el sumo pontífice Silvestre y
sus sucesores lleven la diadema, es decir, la corona de oro purísimo y preciosas perlas, que a
semejanza con la que llevamos en nuestra cabeza le habíamos concedido, diadema que
deben llevar en la cabeza para honor de Dios y de la sede de San Pedro. Pero, ya que el
propio beatísimo Papa no quiere llevar una corona de oro sobre la corona del sacerdocio,
que lleva para gloria de San Pedro, con nuestras manos hemos colocado sobre su santa
cabeza una tiara brillante de blanco fulgor, símbolo de la resurrección del Señor y por
reverencia a San Pedro sostenemos la brida del caballo cumpliendo así para él el oficio de
mozo de espuelas: estableciendo que todos sus sucesores lleven en procesión la tiara, como
3 los emperadores, para imitar la dignidad de nuestro Imperio. Y para que la dignidad
pontificia no sea inferior, sino que sea tomada con una dignidad y gloria mayores que las del
Imperio terrenal, concedemos al susodicho pontífice Silvestre, Papa universal, y dejamos y
establecemos en su poder, por decreto imperial, como posesiones de derecho de la Santa
Iglesia Romana, no sólo nuestro palacio como se ha dicho, sino también la ciudad de Roma
y todas las provincias, distritos y ciudades de Italia y de Occidente.
Por ello, hemos considerado oportuno transferir nuestro Imperio y el poder del reino a
Oriente y fundar en la provincia de Bizancio, lugar óptimo, una ciudad con nuestro nombre
y establecer allí nuestro gobierno, porque no es justo que el emperador terreno reine donde
el emperador celeste ha establecido el principado del sacerdocio y la cabeza de la religión
cristiana.
Ordenamos que todas estas decisiones que hemos sancionado mediante decreto
imperial y otros decretos divinos permanezcan invioladas e íntegras hasta el fin del mundo.
Por tanto, ante la presencia del Dios vivo que nos ordenó gobernar y ante su tremendo
tribunal, decretamos solemnemente, mediante esta constitución imperial, que ninguno de
nuestros sucesores, patricios, magistrados, senadores y súbditos que ahora y en el futuro
estén sujetos al Imperio, se atreva a infringir o alterar esto en cualquier manera. Si alguno,
cosa que no creemos, despreciara o violara esto, sea reo de condenación eterna y Pedro y
Pablo, príncipes de los apóstoles, le sean adversos ahora y en la vida futura, y con el diablo y
todos los impíos sea precipitado para que se queme en lo profundo del infierno.
Ponemos este decreto, con nuestra firma, sobre el venerable cuerpo de San Pedro,
príncipe de los apóstoles, prometiendo al apóstol de Dios respetar estas decisiones y dejar
ordenado a nuestros sucesores que las respeten. Con el consentimiento de nuestro Dios y
Salvador Jesucristo entregamos este decreto a nuestro padre el sumo pontífice Silvestre y a
sus sucesores para que lo posean para siempre y felizmente.
Enrique, no por usurpación, sino por ordenación de Dios rey, a Hildebrando, que ya no es
Papa, sino falso monje.
Este saludo es el que tú has merecido para tu confusión, porque no has honrado
ningún orden en la Iglesia, sino que has llevado la injuria en vez del honor; la maldición, en
vez de la bendición. Pues para no decir sino pocas e importantes cosas de las muchas que
has hecho, no sólo no has vacilado en avasallar a los rectores de la Santa Iglesia, como son
los arzobispos, los obispos, los presbíteros, ungidos del Señor, sino que los has pisoteado
como siervos que no saben lo que su señor haga de ellos.
Al pisotearlos te has proporcionado el aplauso del vulgo. Has creído que ninguno de
esos sabe nada y que sólo tú lo sabes todo, pero has procurado usar esa ciencia no para
edificación, sino para destrucción; de suerte que lo que dice aquel beato Gregorio, cuyo
nombre has usurpado, creemos que lo profetizó sobre ti: “La afluencia de súbditos exalta el
ánimo de los prepuestos, que estiman saber más que todos, cuando ven que pueden más
que todos”. Y nosotros hemos aguantado todo esto intentando mantener el honor de la sede
apostólica. Pero tú entendiste que nuestra humildad era temor y no vacilaste en alzarte
contra la misma potestad regia concedida por Dios a nosotros y te has atrevido a
amenazarnos con quitárnosla; como si nosotros hubiésemos recibido de ti el reino, como si
5 el reino y el imperio estuviesen en tu mano y no en la mano de Dios.
El cual Señor nuestro Jesucristo nos ha llamado al reino, pero no te ha llamado a ti al
sacerdocio. Tú, en efecto, has ascendido por los grados siguientes: por la astucia, aun
cuando es contraria a la profesión monacal, has obtenido dinero; por dinero has obtenido
merced; por merced, hierro; por hierro, la sede de la paz, y desde la sede de la paz has
perturbado la paz armando a los súbditos contra los prepuestos; enseñándoles a despreciar
a los obispos nuestros, llamados por Dios, tú que no has sido llamado por Dios; tú has
arrebatado a los sacerdotes su ministerio y lo has puesto en manos de los laicos para que
depongan o condenen a aquellos que ellos mismos habían recibido de la mano de Dios por
imposición de manos episcopales para enseñarles. A mí mismo, que aunque indigno he sido
ungido entre los cristianos para reinar, me has acometido; a mí, que según la tradición de
los Santos Padres sólo puedo ser juzgado por Dios y no puedo ser depuesto por otro crimen
que por el de apartarme de la fe, lo que está muy lejos de mí. Pues ni a Juliano el Apóstata la
prudencia de los Santos Padres se atrevió a deponerlo, sino que dejó a Dios sólo esta misión.
El verdadero Papa, el beato Pedro, exclama: “Temed a Dios y honrad al rey”. Pero tú,
que no temes a Dios, me deshonras a mí, que he sido constituido por Dios. Por eso el beato
Pablo, en donde no exceptúa al ángel 3 del cielo si predicase otra cosa, no te ha exceptuado
a ti, que en la tierra predicas otra cosa. Pues dice: “Si alguien, yo, o un ángel del cielo, os
predicase otra cosa de la que os ha sido predicada, sea anatema”.
Pero tú, condenado por este anatema y por el juicio de todos nuestros obispos y por
el nuestro también, desciende y abandona la sede apostólica que te has apropiado; sólo debe
ascender a la sede de San Pedro quien no oculte violencia de guerra tras la religión y sólo
enseñe la sana doctrina del beato Pedro. Yo, Enrique, por la gracia de Dios rey, con todos
nuestros obispos te decimos: desciende, desciende, tú que estás condenado por los siglos de
los siglos.
Estamos obligados por nuestra fe a creer y a sostener –y lo creemos con firmeza y los
confesamos con simplicidad- que hay una Iglesia, santa, católica y apostólica, fuera de la
cual no existe ni salvación ni remisión de los pecados; su Esposo lo proclama en los
cánticos: “Mi paloma, mi inmaculada es sólo una, es la elegida de quien le dio vida”; que
representa un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo; pero de Cristo Dios. En esta Iglesia hay
un único Señor, una fe y un bautismo. Por cierto, en la época del diluvio, hubo una única
arca de Noé, símbolo de la Iglesia única; y ésta, una vez finalizada en un solo codo, tenía, a
saber, un Noé que era timonel y comandante; y, como se le (en la Biblia), todas las cosas que
existían sobre la tierra fueron destruidas. Aun más, esta Iglesia que veneramos es la única
pues el señor dijo por intermedio de su profeta: “Libra mi alma de la espada, y a mi amada
del poder del mastín”. Al mismo tiempo oraba por Su alma; a saber, por Sí mismo, Cabeza, y
por Su cuerpo, al cual denominaba, a saber, la única y Santa Iglesia en cumplimiento de la
unidad de la fe prometida, de los sacramentos y del amor a la Iglesia. Ella es la impecable
vestidura del Señor que no fue dividida sino que se la otorgó echando suertes. Por
consiguiente, así como hay una única Iglesia, también hay un cuerpo y una cabeza –no dos
7 cabezas como si fuera un monstruo-; a saber, Cristo y el vicario de Cristo, San Pedro y el
sucesor de Pedro. Pues el Señor mismo dijo a Pedro: “Apacienta mi rebaño”. Mi rebaño,
dijo, utilizando un término general, sin designar ésta o aquella oveja en especial; de donde
se pone de manifiesto que El encomendó a Pedro todo su rebaño. Por lo tanto, si los griegos
u otros dicen que ellos no fueron confiados al cuidado de Pedro y de sus sucesores, admiten,
necesariamente, que no pertenecen al rebaño de Cristo; pues el Señor dice, en San Juan,
que hay un pueblo y un solo pastor, sólo uno. Se nos dice, por intermedio del evangelio, que
en ésa su grey hay dos espadas: una espiritual y una temporal. Pues cuando el apóstol dijo:
“Observa que aquí hay dos espadas” –en la ocasión en que el apóstol estaba hablando en la
Iglesia- el Señor no respondió que eso era demasiado sino suficiente. Por cierto, quien
niegue que la espada temporal está en poder de Pedro, interpreta erróneamente la palabra
del Señor cuando afirma: “Coloca tu espada en su vaina”. Ambas espadas, la espiritual y la
material, en consecuencia, están en poder de la Iglesia; por cierto, una debe ser esgrimida
en nombre de la Iglesia, la otra por la Iglesia; una, por la mano de un sacerdote, la otra debe
ser esgrimida por las manos de reyes y caballeros, pero con la voluntad y consentimiento del
sacerdote. Aún más, una espada debe estar sometida a la otra y la autoridad temporal debe
estar sujeta a la espiritual. Pues cuando el apóstol dice: “no hay otro poder que el de Dios” y
que los poderes que son de Dios se hallan consagrados, éstos no hubieran sido consagrados
a menos que la espada estuviera sometida a la espada y que la inferior, por así decirlo, fuera
conducida por la superior hacia las grandes empresas.
Pues, según San Dionisio, la ley de la divinidad es guiar lo que está más bajo a través de la
mediación de lo que está más elevado. Por consiguiente, no de acuerdo con la ley del
universo, todas las cosas son sometidas al orden de manera similar e inmediata sino que las
inferiores lo son directamente a través de las superiores. Pero que el poder espiritual supere
en dignidad y en nobleza a cualquier poder terrenal debemos confesarlo con mayor
franqueza cuando más las cosas espirituales sobrepasan a las temporales. Esto también se
pone de manifiesto ante nosotros por el otorgamiento de diezmos y por la bendición y la
satisfacción, por la admisión de ese mismo poder, y por el control ejercido sobre esas
mismas cosas. Pues, según la verdad lo atestigua, el poder espiritual debe fundar el poder
terrenal y juzgarlo en el caso de que no sea bueno. Así, lo que concierne a la Iglesia y al
poder eclesiástico está confirmado por la profecía de Jeremías: “Ten en cuenta que en este
día te he colocado por encima de las naciones y por encima de los reinos” y otras cosas que
siguen a continuación. En consecuencia, si el poder terrenal yerra, será juzgado por el
poder espiritual; pero si el poder espiritual menor yerra será juzgado por el mayor. En
cambio, si se trata del mayor, sólo puede ser juzgado por Dios, no por el hombre, y el
apóstol es testigo. Un hombre espiritual juzga todas las cosas, pero él mismo no es juzgado
por nadie. Aún más, esta autoridad, aunque ha sido dada al hombre y se ejerce por medio
del hombre, no es humana sino divina., pues fue dada por los labios divinos a Pedro y
fundada sobre una roca para él y para sus sucesores por ese mismo Cristo a quién confesó,
diciéndole a Pedro: “Todo lo que atares”, etcétera. En consecuencia, todo aquel que resista
el poder así consagrado por Dios resiste la consagración de Dios, a menos que crea, como
los maniqueos, que hay dos principios. Por esto lo consideramos falso y herético, puesto
que, según el testimonio de Moisés, Dios creó los cielos y la tierra no en “los principios” sino
en “el principio”. Por cierto, declaramos, anunciamos y definimos que toda criatura
8 humana, para alcanzar la salvación, tiene que estar sometida al Romano Pontífice.
Palacio de Letrán, noviembre 14, en el 8ª año de nuestro pontificado, Como testimonio
perpetuo de esta cuestión.