José Luis Astrada ... [et.al.]. - 1a ed. - San Fernando del Valle de Catamarca: Vivir del Aire, 2015.
112 p.: il.; 13x20 cm.
ISBN 978-987-45794-0-9
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Jardín se gestó desde el taller/laboratorio “Leer, escribir y comunicar el
arte”, que es a su vez la consecuencia –y confluencia– de una serie de búsquedas
surgidas desde las artes visuales y prácticas de comunicación, pero sobre todo es
una acción ante la necesidad compartida de proponer reflexiones sobre las posi-
bilidades –y sentidos– en torno a las prácticas artísticas contemporáneas.
En las últimas décadas ha cambiado definitivamente la forma de en-
tender el arte. Aunque el arte históricamente se reinventa y desafía –se desafían
a sí mismos sus creadores, y sus producciones desafían a sus espectadores– como
motor de su propia existencia. Cada vez los cambios son más veloces, como todo
parece ser más veloz en este presente que ya es futuro e inmediatamente es pa-
sado. Uno de los objetivos de este espacio de taller fue conocer y discutir algunas
de las prácticas artísticas cercanas, presentes; a fin de guardarlas (¿cómo testimo-
nio?) para el futuro antes de que se convierta en pasado.
Según el filósofo italiano Giorgio Agamben, es realmente “contemporáneo”
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aquel que no coincide perfectamente con su época ni se adecua a sus pre-
tensiones, entonces es –en este sentido– “inactual”, pero justamente, por este
alejamiento y anacronismo tiene una capacidad mayor que los otros de perci-
bir y aprehender su tiempo. En este libro tomamos lo contemporáneo como el
tiempo en el que estamos inmersos; no intentamos definir (ni en el taller ni
en esta publicación) qué es el arte contemporáneo, ni cuáles son las claves para
comprenderlo o evaluarlo. Quienes conformamos este grupo simplemente
nos dispusimos a “poner en foco” modos de hacer y sentir; sus consecuencias,
y sobre todo atender a nuestras respuestas ante ellas. Creemos que pueden
leerse estos textos como -algún tipo de- crítica de arte, aunque también como
un cuestionamiento a la forma que conocíamos de hacer crítica.
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No conocía Catamarca. La conocí recién en el dos mil catorce,
gracias a la gestión de Martín Germán Bormann (cstll569) y RUSIA/ga-
lería (de Tucumán) que me hicieron llegar a la ciudad de San Fernando del
Valle (...). Llegué aquí después de viajar por muchos lugares y recaudar un
cúmulo de experiencias diversas, que me dieron el impulso para emprender
esta propuesta por fuera del territorio -para mí- conocido; con el ánimo de
reforzar vínculos en nuestra región, y voces en/para el campo del arte.
Generé esta propuesta (de taller) como artista, con la intención de
realizar más una intervención artística y social, que un proyecto educativo.
Aunque, como un jardín vivo, ha encontrado su propia forma de crecer;
como una pequeña y bella intervención en el mundo, de autoría múltiple.
Me encontré en Catamarca, en una sala de OSDE, con un grupo
de asistentes sorprendente. En el primer encuentro (en agosto de dos mil
catorce) fueron alrededor de quince interesados/as en “leer, escribir y comu-
nicar el arte”, personas de entre treinta y cincuenta años aproximadamente;
artistas visuales, gestores culturales, directoras de museos, escritores, docen-
tes, bailarines, coreógrafos, actores, periodistas, fonoaudiólogas, fotógrafos,
antropólogos, arquitectos.
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No pudimos empezar a charlar de nada sin que antes me cuenten –y
discutan– La Fiesta Nacional del Poncho (en breve sabría que siempre que me
reúna con más de dos catamarqueños La Fiesta se haría presente).
Nos reunimos mensualmente durante ese segundo semestre, creando
un espacio de diálogo destinado a interesados en emprender la tarea de pensar en
artes para escribir con el objetivo de comunicar procesos de pensamiento, inter-
pretaciones y traducciones relacionados al hacer de artistas cercanos; atravesados
-por supuesto- de las políticas culturales, tradiciones y etcéteras.
En los escritos realizados evocamos, analizamos y compartimos expe-
riencias estéticas surgidas desde el arte. Nos dispusimos a leer, escuchar, y final-
mente: escribir, y revisar lo escrito; leerlo en voz alta, recibir una devolución, y
quizás volverlo a escribir. Lo que recogimos en este tiempo de trabajo son algu-
nos “síntomas”, apuntes que toman el pulso a este espacio/tiempo, que perpetuan
un puñado de experiencias dispuestas a ser compartidas en palabras, la mayoría
de las veces: desde la emoción.
Este grupo de personas que se acercaron a “leer, escribir y comunicar
(...)”, desde el primer encuentro mostraron que no dudaban en exponer clara-
mente sus críticas y deseos; personas muy receptivas y con predisposición para el
diálogo reflexivo. Con mucha atención me escucharon compartir ideas y observaciones
sobre los límites expansibles del arte, la posibilidad de la interpelación al espectador,
la necesidad de visibilizar las reflexiones y búsquedas detrás -o en el medio- de las
formas; el desafío de la construcción de una nueva crítica de arte, acorde a las
producciones del presente y las características de nuestro contexto “mutante”;
reflexionando sobre los vínculos socio-histórico-afectivos.
Solo algunas palabras y anécdotas fueron suficientes para “empoderar”
a los asistentes, que se lanzaron inmediatamente a escribir sobre las obras que
los habían “conmocionado” alguna vez, las que guardaban como un tesoro en sus
memorias. Más adelante entrevistaron a un artista cercano para conocerlo y re-
tratarlo con palabras. Escribieron sensible e incisivamente sobre una exposición
colectivísima realizada en el Museo de Bellas Artes, y finalmente se lanzaron a
escribir ensayando modos y formatos, hilvanando variadas producciones. Aun-
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que algunos de los -ahora- autores se confesaron distanciados de la práctica de
la escritura, no aparecieron mayores obstáculos para empezar decir un montón
de cosas que nunca habían sido dichas, escribiendo. Me animo a afirmar que
la que se tomó la palabra principalmente desde la sensibilidad, la sensi-
bilidad más profunda y compleja. Haciendo expandir así al territorio de
libertad del pensamiento.
*
Publicar este puñado de escritos sin certezas, es una forma de
manifestar que el arte puede ser lo que es y muchas otras cosas también;
y no necesariamente está a cargo exclusivamente de los artistas convidar
a más personas a ser parte –como espectadores activos, interlocutores– de
las experiencias estéticas que ofrece –o puede ofrecer– el arte.
Andrea Fernández
Perpetuada en mí
capítulo uno
Vívida espesura
Encuentro con Daniel Santoro
Dimas Melfi
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profundos, los tonos oscuros resultaban inquietantes y sombríos pero por la
misma razón, paradójicamente potenciaban lo esperanzador o en todo caso
lo tranquilizador de las siluetas reconocibles de los troncos de árboles.
Interpreto que si esta obra aún permanece en mi mente ha sido tan-
to por ese primer, tan fuerte impacto de aquel instante en que me encontré
frente a ella; tanto como por la sensación - que aún percibo- de haber estado
allí en algún sueño, o incluso en dibujos propios anteriores a mi encuentro
con esta obra. De hecho, me atrevo a decir que cada vez que voluntaria o in-
voluntariamente represento un bosque, esas impresiones aparecen de forma
-casi- recurrente.
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Física y psíquica
Sobre “Katarsis” del grupo Egocentic-us
Cierta noche invernal (entre el dos mil seis y el dos mil nueve) fui a
ver una obra de teatro. Sin saber nada de ella. Imaginé, vaya a saber por qué, la
representación de un texto clásico o que pretendía ser clásico, al menos eso me
sugería su nombre: “Katarsis”. En el teatro me informaron que no era una obra
clásica o de un autor reconocido, sino una creación colectiva del grupo Egocentic-
us.
Efectivamente, no era teatro clásico. Era algo que traspasaba temas,
tiempos, escena-rios. Los personajes ya eran uno, ya dejaban de serlo para trans-
formarse en alguien completamente distinto. Pasaban de la comedia al drama.
Eran actores actuando de actores que preparaban la obra “Katarsis”. No existía
el límite que separa usualmente a los que representan una obra de los especta-
dores. En cualquier momento, los actores se metían entre el público y tomaban
a alguien y lo introducían en la obra.
La intensidad recorría todo el texto, todo el discurso de los personajes.
A esa intensidad puesta en las palabras, en la voz, le sumaban el trabajo intenso
del cuerpo. Los actores corrían de un lado a otro, se interpelaban con brusque-
dad; el diálogo volaba entre ellos sin detenerse en silencios de cortesía, se toma-
ban con fuerza unos a otros, se sacudían, rodaban por el piso. En un momento
toda la obra detenía esa carrera hacia el abismo para dar paso a la escena de un
terapista que trataba, en grupo, de ayudar a resolver las neurosis de los perso-
najes. Se arrojaban reproches unos a otros como una forma de sanarse, de hacer
‘catarsis’ y liberarse del dolor. Los personajes, ficticios, simulaban una realidad en
la que los actores expresaban sus penas, sus traumas, como si fuera que a ellos les
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pasaba verdaderamente, creando una idea de cuasi realidad que el espectador
aceptaba, que nosotros aceptábamos, que yo aceptaba como real y ficcional a
la vez, confundiéndome en la maraña de voces, pero siguiendo, sin perderme,
la trama en la que se movían los personajes.
La obra duró casi dos horas, pero no me había dado cuenta de ello
hasta que se produjo el saludo final. Y esa pérdida de la noción del tiempo
sólo puedo adjudicársela a la intensidad que tenía lo que estaba viendo en
ese momento: no había cortes ni los actores salían de escena completamente.
Además, exponían sus cuerpos casi sin vestimentas y, sin embargo, lo que
decían en ese momento de desnudez invalidaba la mirada para prestar aten-
ción a lo que se oía. No era llamativo el vestuario ni la escenografía; ambos
eran simples, sencillos. El impacto estaba en la palabra y el movimiento, en la
intensa relación entre el cuerpo que hablaba y el cuerpo que se movía.
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El dibujo del dibujo de ella misma
Sobre Carolina Paradela y sus dibujos
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Atravesados por la violencia
Sobre “Operación Masacre” en la escuela
Carina Astrada
18
La revelación del lenguaje
Sobre el encuentro con la obra de Yayoi Kusama
Gabriela Morcos
19
Un bosque en la nieve
Sobre la obra de Claudia Martínez en Catamarca
Laura Maubecin
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Archivo de vida
Sobre “Universo Paradela”
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Sagrado y profano al mismo tiempo
Apuntes ante la Capella degli Scrovegni y El Giotto
Pablo Semán
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airados, sorprendidos, maravillados, rendidos, se traspone a las escenas en que
Jesús predica, o el pueblo se muestra extasiado, apenado, arrasado o lleno de ira.
Un azul que parecía el resultado de la fundición del cobalto y el hierro
al calor del sol del mediterráneo. Ese sol cuyos rayos inciden en ángulos tales
que todos los colores de la latitud parezcan mexicanos aun cuando se trate del
Líbano, Grecia o, como en este caso: Padua. Un azul que parecía contener en for-
ma de color la temperatura del aire caliente de las noches de primavera del año
en que visité la capilla por segunda vez a ejercer -entre otras cosas- el capricho
de ir por ir. Y porque no podía olvidar que en esas imágenes, aunque la crónica
retrospectiva reconoce [como] un momento de adquisición de la perspectiva; me
llamaba mucho más la atención la abnegación de una madre, la figura temblorosa
del hombre que es retratado al final de la obra, ingresando finalmente al paraíso,
luego de que su hijo pagase el rescate del infierno, justo con la edificación de
semejante capilla.
No sé si es universal y tampoco me interesa o valoro que lo sea: yo no
sé si sentí lo que otros, lo que los visitantes primeros de esa capilla. Sentí algo al
mismo tiempo sagrado y profano. Respeto supremo ante las formas y el color. Y
una especie de hilarante sensación de que más allá de sus límites históricos El
Giotto lo sabía todo acerca del arte y de las relaciones humanas. No podía dejar
de imaginar que, desde algún lugar de la historia, El Giotto sonreía y entre pa-
ternal y pícaramente decía: tranquilos, yo sé que no me podrán superar.
23
Un asombro
Sobre el mítico Ballet Folklórico Nacional
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La última parte ya, las mujeres “de punta en blanco” con finísimas telas
se reunían en el centro de la escena y en una suerte de ritual circular ondeaban
sus cuerpos siendo uno solo con esos ingrávidos pañuelos. Vino el desbande
con unas campanadas. Entraron ellos con lanzas, ellas como vestales los habían
anunciado. Nunca hubiera pensado que un ritmo como el de Las damas de las
Camelias, una marcha que sólo me remitía a los fastidiosos desfiles escolares,
pudiera ahora presentárseme como una obra de danza exquisita.
Un asombro: esa noche fue un desfile de imágenes y cuerpos perfectos
en obras tan dísimiles pero que me llevaron de un idilio a otro.
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Retrato a voz alzada
capítulo dos
Entre acuarelas, agujas, y fotos viejas
Retrato de Dimas Melfi
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lo cotidiano. Le resulta atrayente el misterio, quizás por eso durante mucho
tiempo le gustaba mantenerse en el anonimato, que no se supiera bien qué
edad tenía, ni su sexo, y tampoco su nacionalidad.
En sus obras hay cierta nostalgia por acontecimientos propios, pero
también por algunos no vividos. La añoranza también se refleja en la uti-
lización de técnicas artesanales y el tipo de materiales empleados para su
producción. Hay en sus obras una determinación por abordar temas a partir
de elementos o cosas que le gustan: las plantas, el té, los gatos, los mapas.
A Dimas lo inspiran los encuentros con amigos, con gente querida, la tele
–que reconoce como un miembro más de la familia– las películas, el clima…
frío. Sí, Dimas se siente especialmente inspirado en invierno. Lo libros de
cuentos, los cuentos de hadas, los libros de niños, algunas citas bíblicas o
rimas de poetas, son otras vertientes de inspiración para este artista.
Lo fragmentario está presente en las obras de Dimas. Además
de gatos, conejos, árboles y personas -o personajes-, aparecen retazos de
textos o simplemente palabras. Tras hojear un libro, Dimas suele quedarse
con una frase, y la descontextualiza para recontextualizarla dentro de una
escena fotográfica, un dibujo, un bordado o un collage. Incluso pueden apa-
recer frases propias, porque Dimas además: escribe. Para él es una necesidad
que aparezcan las palabras en su obra, porque les confieren un nuevo sentido
a las obras.
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La obsesión y la tinta
Sobre Fernando Cabrera
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novelas de Fernando hablan de los temas que siempre le preocuparon: la tra-
gedia de la soledad del ser humano, la imposibilidad de saber algo o de creer
en algo. Los personajes de las historias que imagina no son buenos, no es que
sean malos; no son buenos. Tratan de hacer cosas buenas, pero sabiendo que,
a la larga, no hay acción que no pueda ser vista, con el paso del tiempo, como
una aberración. Y, de esa manera, la narración va edificándose con la voz
de los personajes, con sus derrotas y sus miserias, con todo eso que es el ser
humano, con apenas unos cuantos destellos de felicidad o de simulacros de la
felicidad. Hablo, aquí, de Para matar a un ladrón de libros, su última novela.
Su protagonista se mueve por las calles catamarqueñas con una suerte de
cansancio, meditabundo, arrasado por un pasado que solo puede sospechar.
Fernando escribe obsesivamente, todos los días, con una habitualidad
casi fronteriza con la locura. Ha cambiado de soporte: de sus incontables libre-
tas de apuntes a su netbook. Pero su estado físico como escritor sigue siendo
muy bueno, practica la gimnasia de la escritura con la misma fuerza de los
primeros tiempos.
Su figura de cazador de libros está en el protagonista de su novela,
pero es posible advertir ese frenesí de escritura en el movimiento convulsivo de
los otros personajes. Con actitud de demiurgo va enlazando las historias hasta
compaginar una historia total de desesperanza, de dolor, de vitalidad. Porque
no se puede negar la vida de los personajes de “Para matar…”. Vida que está
dada por las palabras elegidas para construir la historia. Palabras que, puedo
imaginarlo como si lo estuviera viendo, Fernando elige sesudamente, buscando
de entre todo el paradigma hasta dar con el término justo que exprese lo que está
describiendo, o lo que está diciendo un personaje cualquiera en su parlamento.
Eso es Fernando: un escritor que trabaja su obra con puntillosa me-
ticulosidad, un individuo que dice no estar “tan seguro de ser un artista” y que
desconfía del autonombrarse como tal si para hacerlo tiene que apoyarse en
la ‘trayectoria’ y la ‘experiencia’ “como si la genialidad nunca hubiera sido po-
sible”. Tiene la esperanza de que siempre aparecerán genios, como Rimbaud,
para desestabilizar la ortodoxia. En esa fe y en esa obsesión, Fernando vive.
Y escribe.
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Dibujo, luego existo
Presentando a Marcelo Nieva
Dimas Melfi
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manera, explorando y encontrando recursos posibles en sí mismo.
Se siente precisamente en un estado de búsqueda de su identidad
como dibujante, en el cual sin embargo no reconoce la voluntad de hallar un
estilo reconocible, el que considera accesorio. Más bien pareciera situarse en
ese lugar donde ningún punto referencial se vuelve necesario, lo cual resulta
distinguible al relacionarse con su cambiante trabajo.
De temáticas aleatorias, su obra representa en parte ciertas expe-
riencias y sentimientos personales de su autor; a la vez que los de otros per-
sonajes ya sean ficticios o reales sacados de contexto. Justamente respecto a
la alternativa de introducir lo personal en sus creaciones y graficar lo que lo
rodea de una manera más literal; prefiere reflejar sus experiencias y su am-
biente propio de una manera simbólica.
La intuición, el capricho y el azar cobran gran preponderancia en
la elección de los temas y técnicas a emplear; también, y por supuesto, en la
improvisación a hora de trabajar.
Los formatos que adopta Marcelo para trabajar usualmente son pe-
queños, aunque ha incursionado en la práctica sobre superficies de dimensio-
nes más generosas, como murales.
Ante la hoja en blanco reconoce sentirse libre, aunque confiesa
la posibilidad de sentirse al mismo tiempo molesto o incómodo con esa
libertad; ya que implica esa tácita presión autoimpuesta por quien es lo
suficientemente exigente consigo mismo, de deber sacarle el máximo jugo
posible a la oportunidad.
Marcelo no boceta mucho, por lo general sus obras se van desarro-
llando y definiendo sobre los mismos esbozos originales.
A modo de conclusión, basta establecer que nada suena mejor que
dejar abierto un nuevo comienzo, o en todo caso una puerta que lleve a su
próxima obra, la cual lejos se halla de haber sido concluida –de hecho, apenas
ha sido iniciada-. Se trata del material que expondrá en ocasión de la muestra
colectiva del grupo Pupo en el contexto del Museo de Bellas Artes “Laureano
Brizuela” de Catamarca; donde el propio artista será “expuesto” como parte
integrante de la exhibición. Marcelo concurrirá a la muestra con regulari-
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dad, para poder ser encontrado inmerso en su mesa de trabajo, en ese estado de
completa compenetración que el dibujo le demanda a él, y viceversa. Este acto
de asunción de su compromiso propio consigo mismo y con el dibujo, no deja de
significar una traducción literal del estado de gracia en el que se encuentra; no
tanto en relación con sus implicancias virtuosas sino con el sentido de sentirse
como pez en el agua que más le place habitar.
En definitiva, el arte de Marcelo trata simultáneamente de esa dualidad
entre el placer y el drama de dibujar, de ponerle la piel en cuanto a sudar cada
dibujo pero sin quedar expuesto; de sentirlo a la vez un medio para comunicarse
con el mundo y consigo mismo.
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Una vorágine de ideas
Sobre Ariel “Oki”Obregón
Carina Astrada
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vesada de arte y refleja todo ese conocimiento artístico en la producción de sus
obras. Esta pintura es como una vorágine de ideas, que van apareciendo con una
necesidad urgente de salir, de expulsarse, de mostrarse y estar expuestas ante las
miradas de ojos, de ojos ansiosos de interpretarlas.
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Palabras despojadas
Apuntes sobre Martín G. Bormann
Gabriela Morcos
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y llevarla a Buenos Aires; esa flor es la Flor del aire (como nombró a la obra) y
de ella brotó una idea que se hizo proyecto y llevó su nombre: Vivir del aire. Así
ganó un lugar en el Barrio Joven de una importante feria y todos vivimos del
aire…como esa flor.
Una de las cosas que más me conmueven de Martín es que sabe decir-
me lo que siente con una obra de arte; introduciendo una frase de Cerati en un
tubo de luz lleno de rojo, que para leerlo tengo que encender una perilla que dice
te amo, y ahí aparece: “nunca fue fácil, pero creo en tus ojos”.
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Trasformar una idea en espacio
Sobre Gabriela Brouwer
Laura Maubecin
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Recursos secretos del mundo
Descubriendo a Jopito
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Los cisnes
Retrato de Emelina Fuster Castro y Daniela Salamanca
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Como en los grandes ballets, solamente el amor y la muerte están por encima
de todo. Y con Daniela ambas fueron contra ella. Renunció a una oportuni-
dad única en la vida de una bailarina por el amor a su primer marido, pero la
muerte se llevó al amor de su vida al poco tiempo de haberse casado. Apenas
veintiún años contaba este cisne herido en un ala. En la docencia encontró
este cisne blanco una nueva oportunidad: en la conjunción del amor y la dan-
za sus bailarines expresan un amor inusitado por Giselle, las Sílfides o Kitry
y Basilio, en El Quijote.
Emelina, desde Cuba este cisne negro, llega a Catamarca en el año
1995 a partir de una invitación que le hace el Ballet Juvenil de la Provincia.
Maestra egresada de la Escuela Nacional de Ballet de Cuba y bailaora de salsa
y sones nunca pudo olvidar sus playas, sus ocasos, sus parrandas cubanas y
entre estos cerros explotó un caudal de sensualidad y ritmo entre sus sones, y
una técnica de ballet cubana inédita hasta ese momento en Catamarca. Con
un niño en sus brazos y una familia en la lejanía, este cisne negro no sólo lo
es por la sensualidad de sus movimientos sino también por su tenacidad en
una tierra que la ha dado tanto como le ha quitado. Extraña su tierra y su
familia. Quiere volver pero reconoce una nueva familia en sus bailarines, una
nueva casa en el estudio de danza del Teatro Girardi, una nueva vida en sus
coreografías. Ha agradecido a su nueva tierra a través de un homenaje a uno
de los escritores más preciados de la provincia, Horacio Monayar, en Cantata
a la Tierra y ha reunido a las más diversas expresiones de la danza popular y
académica de la provincia anulando una distinción que todos, menos ella, ven.
El cuerpo delata. El cuerpo no permite mentiras obvias. Las veo
y las escucho hablar de sus vidas, de la danza y sus danzas, y no me quedan
dudas de que sus manos tocan el aire, que sus ojos lloran en el recuerdo y
anhelan en el futuro, que sus pechos laten sincopados sintiendo su próxima
función. Estos cisnes sólo respiran danza y sus ojos no mienten.
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Cuerpo a cuerpo, bendito sea el reencuentro
Siempre fui un tipo muy corporal, un poco mono; patiné, fui gimnasta,
y bastante mediocre para los juegos de pelota. Siempre tuve música en el cuerpo
y me las arreglo cantando. Desde Martincito atesoré eso de la corporalidad; aun-
que por momentos me construí un ejecutivo cordial y acartonado, hasta llegué a
usar zapatos de cuero marrón lustrado.
En 2008, viviendo en Catamarca y siguiendo una vez más la necesidad
de expresarme desde el cuerpo –esta vez para sumar a mi trabajo como can-
tante– me aventuré a inscribirme en el Profesorado de Expresión Corporal del
ISAC (Instituto Superior de Arte y Comunicación). Cursé durante un tiempo
la carrera y esa fue para mí una experiencia que saboreo como si mi boca fuera
todo mi cuerpo, y que añoro hasta el día de hoy, momento en el que me asumo
definitivamente como un sujeto de movimiento.
Recuerdo uno de los primeros días, cuando me asomé tímidamente
al viejo y polvoriento “costurero” del ex Hospital San Juan Bautista, donde se
dictan las clases de la carrera; invitado por una docente, terminé en medio de
una improvisación, rodeado de “minas” que me arrinconaron estimuladas por los
efectos de un hit de una cantante pop mexicana de afinación marciana. Entre
esas “amazonas arrinconadoras” de la primera visita al ISAC estaba Carla López
Berrondo, con quien me reencontré –felizmente- este año en su Taller de Entre-
namiento Corporal.
El taller que dirige Carla es para mí una experiencia completa e intensa,
conformada por una serie de elementos que me hacen vivirla como algo particu-
lar y único; uno de esos elementos es el espacio, en el que encontré una enorme
carga simbólica. El salón donde Carla dicta su taller está en pleno Villa Cubas, un
barrio centenario y de origen de obrero, frente a la plaza dónde se localizan ade-
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más la iglesia, la escuela y la biblioteca. Pero este lugar no es solo el salón de
clases de Carla, es “en realidad” Huellas Norteñas, una academia/santuario del
baile folklórico cuyo párroco es “Chichi” Berrondo, el tío de Carla. Para en-
trar -todas las semanas- tengo que pasar un portoncito de rejas color crema,
siempre abierto y sin candado, e ir por el pasillo “rosa Pantera Rosa” que me
lleva detrás de la casa de Doña Tita, la preciosa e inquieta abuela de Carla;
luego solo me resta divisar el panorama “villacubano” desde lo alto, bajar unas
escaleritas y abrir la puerta para ir a jugar o “bueno”: a bailar.
Al entrar a la sala, mosaicos calcáreos bicolores, algunos azulejos
blancos, espejos, cientos de trofeos, cuadritos con diplomas y fotos, me hacen
creer que estoy en la sede social de un club. La primera vez que entré confieso
que era algo abrumador. En un sector lateral hay una especie de gabinetes
con cortinas que hoy son depósitos, pero que fueron duchas de boxeadores;
el abuelo de Carla era entrenador de boxeadores. Bailar y boxear. Me cautiva
que esas dos acciones aparentemente antagónicas convivan en el ADN de ese
lugar que hoy habita en mí, y me hace entender algunas cosas de Carla.
Carla es bailarina, intérprete, docente, gestora y productora. Su ma-
nera de trabajar con el cuerpo me resulta amistosa, amorosa, cordial, abierta,
integradora, riquísima y estimulante. Si bien Carla conoce de códigos dan-
zarios, pues se formó primero como bailarina de folklore y estudió danza
clásica, danza contemporánea y expresión corporal, su taller no presenta li-
neamientos técnicos como estructuras que impongan algo que debe ser. Se
trata más bien de puntos de partida exploratorios y expresivos, al servicio del
propio movimiento, de lo que ya traigo, malo, bueno, bruto, poco o mucho,
según se mire. Siestas lluviosas, frescas y cálidas en las que casi llego a freírme
son el marco perfecto para crear y eso es para mí el gran valor del trabajo de
Carla, esa sensibilidad y esa generosidad para dejarte ir, para pensarte como
sujeto que expresa, como intérprete.
Apasionada e incansable; son las doce de la noche y Carla está man-
dándome algún mensajito para acordar alguna tarea de mañana. Esa es ella
también, la gestora cultural, la productora. Es que el reencuentro con Carla
no solo fue desde el movimiento, sino desde la inquietud por el hacer, por
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el producir hechos artísticos, por el arte de la inquietud. Yo venía de ese viaje
tan apasionante que fue trabajar en colaboración con otro gran artista y gestor
como Germán Bormann. Carla por su parte tenía una nutrida experiencia como
directora y productora de performances y obras de danza/teatro, con grupos de
bailarines, intérpretes físicos y actores, propuestas innovadoras que introdujo en
espacios y acontecimientos tradicionales como la Fiesta Nacional del Poncho.
En agosto de este año comenzamos a trabajar en la producción de
Barro Punto Cero, una obra de danza/teatro surgida de un espacio de experi-
mentación corporal, un laboratorio propiciado por la Profesora Silvia Bucari,
otra referente indudable del movimiento y la danza en Catamarca. Ese trabajo
generoso, amoroso, paciente y estimulante con el que Carla encara lo corporal
reaparece constantemente para sortear todo tipo de obstáculos en lo que refiere a
la producción independiente; incluso se hace presente para que puedas pensarte
arriba y abajo del escenario, quizás por eso al poco tiempo de trabajar juntos me
propuso subirme al escenario para poner voz y cuerpo. Tremendo compromiso.
Pero el accionar de Carla trasciende su taller, o la producción de pro-
yectos artísticos en los que ella esté involucrada o interesada; vivir desde adentro
y desde distintos roles esto de la actividad artística independiente la ha llevado a
trabajar activamente y en conjunto con otros espacios y gestores independientes
en el proyecto de ordenanza para espacios culturales y a prestar todo tipo de
apoyo en evento culturales y de formación. Lo vi con mis propios ojos y con
todo el cuerpo. Este año Carla abrió al menos en dos oportunidades su casa y su
espacio de clases para que otros artistas dictaran talleres y clases, en algunos casos
supliendo la ausencia o la mezquindad de las instituciones que debían contener
esas instancias.
Hablé de Carla, hablé de mí, recordé a algunas personas; inmediata-
mente se me ocurrió pensar en esos momentos de la vida en que te encontrás o
te reencontrás con gente, con lugares, con experiencias y te sentís pleno, porque
son esos encuentros reactivos, catalizadores, que llegan afortunadamente para
que sigas deseando hacer, creer y crear.
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La Maidana
Víctor Alejandro Aybar
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azar cuando entró al ISAC a estudiar. Quiso estudiar Teatro, su pasión adoles-
cente, pero no se pudo. Entonces, a Expresión Corporal se dijo. Entra en escena
Silvia Bucari. En ella Carolina encuentra una maestra y amiga que comparte
la misma visión: en escena no hay límites para el cuerpo. Las certezas e incer-
tidumbres de la presencia corporal del intérprete y el poder del espectador son
nuevas estrategias que Carolina lleva a Tucumán en un solo Remedios para no
morir en el 2003. Con el Grupo Rústico, dirigido por Silvia, llevan a cabo obras
como Sombras…, Viaje antiguo, donde Carolina es intérprete junto a alumnos
del profesorado como Natalia Barrionuevo, Javier Saracho, Cristina Uzqueda y
otros más; ya como colegas, Silvia y Carolina estrenan Las siempre vivas nunca
mueren. Ambas definen estas obras como Teatro/Danza. No es danza, tampoco
teatro. Los límites son difusos y a ellas les apasiona que no haya límites. Inves-
tigan y crean redes en el NOA sobre Teatro/Danza: surge el 1° Foro de Teatro/
Danza en Catamarca.
No voy a dejar pasar por alto el hecho de que en Catamarca hasta el
momento, allá en el 2005, surgía una nueva forma de hacer teatro. El teatro
avanzaba y dejaba atrás una tradición marcada por el telurismo. Grandes autores
como Sánchez Gardel, Exequiel Soria, Ponferrada, Monayar y Paolantonio esta-
ban asentados en la memoria de la gente, pero había que dar lugar a los jóvenes:
Claudio Soto, Fernando Uro, Gustavo Salcedo. Y Carolina, ¡Mujer y joven!, a la
batuta en esta nueva tendencia. No es teatro, es algo más: un arte escénico para
un nuevo cuerpo escénico.
En el 2009, crea la Compañía Cuerpo Escénico, y su obra más logra-
da hasta ahora Nácar. Imágenes de una mujer en una playa, debido al trabajo de
investigación que en ella ha volcado. Literatura, videoarte, improvisación, com-
posición, teatrodanza. Las primeras impresiones sobre el mar (algo tan lejano
para el catucho “encerrado”), la percepción tan propia sobre perlas de nácar, la
espuma de la costa rioplatense y las primeras líneas de Toco tu boca, de Cortázar,
fueron los primeros puntales de Nácar(…). Carolina ha investigado tanto que la
obra tuvo muchas formas, convirtiéndola en un work in progress que ha llevado
por muchas provincias: Catamarca, Tucumán, Buenos Aires (Capital y Bahía
Blanca), Santiago del Estero. La versión definitiva, según sus propias palabras,
49
la presentó en el 1° Encuentro de Danza Contemporánea y Teatro/Danza en
octubre de 2014.
Carolina, no es que sea vieja ahora a pesar de que pueda sonar así
por todo este tránsito. Para envidia de muchos es joven, madre y profesional.
La chinita sigue investigando. Obtuvo becas de Residencia en Buenos Aires
de Video/danza en el 2009 donde estudió y entabló relaciones con los gran-
des de “la Capi” –Edgardo Mercado, Margarita Balli, sólo por nombrar dos
de todos–. En 2011 fue becaria de Instituto Nacional del Teatro para hacer
videoaarte. Tiene un librito de poemas sin editar. Y mientras me cuenta todo
esto me muestra en su compu sus trabajos de videodanza, videoarte, perfor-
mances propias e impropias, todas dirigidas por ellas.
Ella le mete y sigue, sabe que siempre hay algo más.
50
Crónicas desde el Museo
capítulo tres
Gota a gota el río no se agota
Recorridos y crónicas de la exposición colectiva “Hijos de Pupo”,
del grupo PUPO en el Museo Provincial de Bellas Artes “Laureano Brizuela”
Septiembre de 2014
53
Llegaron a casa los Hijos, esos que hace tiempo querían entrar y no
eran invitados. Hicimos las paces y entre charlas y proyectos fueron acercán-
dose, habitando la casa primero desde el sueño y la fantasía de ser alguna vez
los dueños.
Llegaron todos juntos, cada uno con sus bártulos y deambularon si-
lenciosos por sus cuartos; allí se encontraron ellos, y fue instalándose en su
corazón el deseo de poseerla. Se colgaron de cada uno de los espacios, impreg-
nando de su esencia hasta el último centímetro de cada muro que encontraron,
dejando en cada rincón la marca de su espíritu, de su arte.
Y llegó el día de la fiesta, la bienvenida, los amigos y curiosos se pre-
sentaron. La casa se fue llenando. Entre risas y charlas nos fuimos conociendo
y reencontrando; primero, con los Hijos, y luego con el Arte.
Un espacio importante fue el patio central; allí, en el corazón de la
casa, cada uno dejó un fragmento, un elemento que representa su esencia o su
manera de vivir el arte; ese objeto “nos mira” y atraviesa y nos permite descu-
brir un poco a los Hijos.
Las salas atrapan; sutileza, dulzura, provocación, locura, pasión, perfec-
ción, transgresión, experimentación…todo está ahí: latiendo, proponiendo un
ritmo incansable que nos conduce una y otra vez por la muestra.
Como todos los Hijos, solo están unos días; nos alegran y seducen con
sus historias y proyectos y después siguen su viaje, pero habrán dejado para siem-
pre el recuerdo de su visita.
55
charlan en las entradas a las diferentes salas y adentro de las salas, también.
Me interno como si fuera que estoy participando de la socialización
de una maquinaria de la que puedo apenas intuir su funcionamiento, pero
de la que sospecho es imprescindible su existencia para quienes están ahí,
incluso para mí, aunque no pueda entender bien lo que sucede.
Las obras exhibidas, del grupo de artistas contemporáneos PUPO,
con la curaduría de Celina Galera, pertenecen a universos distintos, ejecuta-
das -qué duda cabe- bajo influjos distintos, por intereses diversos, por ganas
de decir completamente disímiles en cuanto a la forma, los soportes, pero
igualadas en el deseo de transmitir algo.
El recorrido lo hago casi en silencio, tratando de oír la leve voz de
las obras, que van forjando sinapsis entre lo que ellas me dicen y las cosas
que se revuelven en mi mente. Primero, el camisón bordado y las fotografías
intervenidas con el mismo bordado, gran sutileza y suavidad de colores y
texturas: las personas de las fotografías parecen esfumarse en la naturaleza
que las rodea, en los bordados de palabras traídas de contextos ajenos. Sigo
y me encuentro en la sala donde pinturas abstractas, ubicadas en un degradé
de tamaños pero unidas por un común de colores y formas, dialogan con una
mesa con dibujos y cuadernos con dibujos de cuerpos que se mueven en la
frontera del universo masculino-femenino y que son hechos con una suerte
de obsesión por el detalle minúsculo aunque significativo. En otra sala, con
el piso lleno de fragmentos secos de ramas, cuelgan del techo o se acomo-
dan en bases sobre el piso, crisálidas de chapa, de alambre, de hilos, de telas.
Las miro y pienso sobre qué estirpe de mariposas es la que deja su futuro
en esa sala. En la siguiente sala, césped en la pared, un jarrito rojo. Eso para
enmarcar unos dibujos hechos en papeles pequeños. Debo acercarme para
ver, para mirar, para observar. Hay algo siniestro en las miradas de los niños
dibujados, no es el Maligno del Medioevo quien se asoma por esas pupilas
infantiles, pero algo está ahí y los hace inolvidables. La última sala de mi
recorrido está completamente pintada de rojo y solo exhibe una obra, una
fotografía, que impresiona por su soledad en medio de tanto color uniforme.
Rita Lin, la artista, muestra una foto donde se ve, en primerísimo plano, una
56
mano tomando la zona genital desnuda. La toma hace que el cuerpo, la mano y la
zona ocultada por la mano sean de una ambigüedad tal que sospecho, en primera
instancia, de un cuerpo que no está en el parámetro exacto de lo femenino o de
lo masculino. Lo pienso, pero no es lo que importa; no es la existencia de una
circunstancia fronteriza en lo genérico lo que impacta, sino lo que puede llegar a
significar esa mano: es una toma violenta pero que, en lugar de converger hacia
un sentido único, diverge hacia distintas y enfrentadas posibilidades. Lo inme-
diato es suponer que la mano protege a la vagina de la vulnerabilidad ante las
miradas, pero también la protege de la violencia sexual, ya no visual solamente.
Paradójicamente, la mano protege de una manera dura, que domina y asfixia a
quien protege. En otro sentido, conecto a esta fotografía de Rita con el monó-
logo del personaje Julia Brandán, de la obra Rosas de Sal, de Jorge Paolantonio.
Julia, una mujer que, por diversas circunstancias deviene alcohólica, asusta a los
hombres que la asustan tomándose la vagina con las manos y diciendo que es un
bicho al que azuza para que los coma. La vagina-bicho del personaje amenaza
con devorar la virilidad de los hombres, pero desde lo simbólico: los amenaza
y los amedrenta. Ellos, en su miedo, no se acercarán más a esa mujer capaz de
destruirlos. La vagina protectora de Julia Brandán se me aparece en la fotografía
de Rita, acechante detrás de la mano que la protege y que, al mismo tiempo, es
protegida por esta, en un gesto de crispación, luminoso y fuerte, siempre desa-
fiante.
57
Sabía que a la hora de entrar al Museo iba a encontrar una varie-
dad de obras tan distintas como disímiles -una constante en las muestras de
PUPO- pero la nota que encontré, días después de pensar y repensar la expo-
sición curada por Celina Galera, fue la ambigüedad sexual imperante, hasta
diría intencional, de toda la muestra.
Cada artista tiene una sala para sus obras y en la sala principal se
reúnen trabajos de cada uno de los integrantes de PUPO. Es entonces que al
entrar a cada una de las salas es entrar a cada uno de los mundos que cada ar-
tista es. ¿Por qué refiero esta característica de ambigüedad? Porque particular-
mente me llamaron la atención cuatro salas donde cada una, sin saber quien
la habitaba, no encontraba la “voz” de un hombre o de una mujer, encontraba
una voz potente, una voz sin sexo que habla desde el cuerpo, por el cuerpo
y para el cuerpo.
Me encuentro, en la primera de las salas, con un gran espejo oval; un
camisón de seda, florido, en celeste y rosa pálidos, colgando de una percha,
bordado con letras rosadas y un esmero único que me llevaban a pensar en
una Penélope del siglo veintiuno que hace gala del tiempo de la espera, que
sangra pequeñas palabras y frases más cortas en los puños de ese camisón.
Dos pasos más y sobre las paredes fotografías intervenidas. Una mujer se mira
en un pequeño espejo. Esa misma mujer se pone, se saca, se viste y se desviste
ese camisón lleno de poesía. Su cuerpo está atravesado por la poesía de Béc-
quer y por puntadas finísimas de hilo más fino que se transforman en grietas
y dibujan palabras. Todo es poesía, no solo las palabras. La mujer, el paisaje, el
espejo, el camisón, las grietas.
La segunda sala, toda roja, una sola fotografía: una mano tomando el
sexo de una mujer. La fuerza que la mano imprime es de total posesión. Una
mujer se hace cargo de su sexo. Eso entiendo yo que trabajo con el cuerpo.
No me molesta, me genera preguntas. ¿Por qué la mano? ¿Hay posesión real-
mente? ¿O es violencia y no la veo? Violenta, de algún modo, mi perspectiva
en esta tierra ¿bendita? Sí, muchas preguntas. En Catamarca, en un Museo,
una mano en el sexo femenino me conmueve. La violencia sobre lo femenino
está “expuesta”.
58
Hasta aquí las dos salas me sorprenden: cuando pregunto por quienes
son los expositores se me cruzan los datos con mis expectativas. Expectativas
ávidas de respuestas y que solo y solitariamente se responden gracias a asociacio-
nes libres y muy personales. La mirada nostálgica y rosalinda del camisón, más
el bordado paciente de poemas, me llevaban a una mujer artista, pero no. Dimas
Melfi juega con los hilos y las puntadas sobre las fotografías, sobre el camisón de
seda. La violencia de la mano registrada no es la mirada de un hombre, es una
mujer; Rita Lin, es quien toma ese instante de posesión.
Dos salas más adelante en la muestra me llevan a “curiosiar”, a hurgar el
espacio de dos artistas: Marcelo Nieva y Gabriela Brouwer. Marcelo está presen-
te, con sus cuadernos, uno lleno de dibujos y otro semivacío, los cuales se dejan
hurgar. Hojeo un poco y veo cuerpos que a simple vista no se dejan atrapar en
géneros ni rótulos y a una vista más puntillosa no le hacen tampoco la tarea fácil
a uno. Los cuerpos dibujados desnudos tienen una sensualidad que no es feme-
nina pero tampoco masculina. También las esculturas de Gabriela, dentro de una
sala llena de palitos de paraíso, jugaron contra mi asociación facilista sobre ellas:
no es un hombre el forjador, sino una mujer quien forja nidos de chapa, nidos
de alambre, nidos de telas, y el gran nido que es la sala en su totalidad. Cuatro
artistas contemporáneos, jóvenes. Cuatro artistas jóvenes, contemporáneos. Una
mirada sobre el cuerpo que llevan a romper con los estereotipos de artista hom-
bre o artista mujer y que los museos tradicionales nos llevan reforzar. Un cruce
dislocador entre expectativas y obra, que aplaudo; y entre arte joven y museo, que
aplaudo de pie.
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Al evocar otra vez mi visita al museo voy cayendo en la cuenta de
que Pupo es sentimental y profundo, y que puede estar algo contrariado por
momentos; al menos esto es lo que intuyo tras haber visto un camisón escrito
de puño y aguja pendiendo de una percha en el medio de una sala, en el que
aparecen frases de corazón y descorazonadas, con las que quizás Pupo estalla
de amor, de dolor, o de risa. En el mismo espacio hay fotografías, en las que
veo otra vez el camisón solo o en una mujer; estas fotografías me presentan a
un Pupo, onírico, menos terrenal.
Siguiendo la travesía por la muestra y por la subjetividad de Pupo
me impacta su parte más visceral, que se asoma en una fotografía en primer
plano de una vagina que alguien se agarra con la mano, una mano que no aca-
ricia, si no que toma con fuerza, como si quisiera sacar por allí una abrumante
electricidad, que viene desde muy adentro. Allí está para mí la evidencia de
un Pupo más salvaje, que si pudiera rompería todo, que le diría a todos o a
muchos que se pueden ir a la mismísima… mitad del campo arado y dejarse
de joder. Es la parte escondida de Pupo. Me voy dando cuenta de que Pupo
tiene dolores, Pupo tiene penas; como nosotros.
Otra vuelta mental más por el museo y aparecen obras en las que
encuentro personajes con aires animé, texturas, y policromía, cosas completas
e inacabadas, inocencia e ironía, frescura y vehemencia, que trazan la parte
de Pupo que disfruta, que explora, que se abre a las posibilidades, que espera
y avanza, que se permite ser quien es. En el mismo sitio pinturas en varios
formatos, me muestran a Pupo fluyendo, un costado rítmico, musical, pero
me dejan ver algo de oscuridad detrás de tanto color, quizás alguna angustia
permanente y vital que habita en pupo.
Siguiendo mi tape mental recuerdo cromatismos, azules y negros
y ciertas texturas presentes en pinturas expuestas en otra de las salas de esta
casa-museo me avisan que pupo es intrigante y misterioso. También allí hay
ilustraciones de niños me ofrecen un costado inocente de Pupo, aunque sos-
pecho que hay algo de ambigüedad; si miro bien los ojos de esos “enanos”
veo que esa inocencia a veces no es tal, hay algo oscuro en esa mirada, en esos
cuerpos…tal vez Pupo no es tan inocente.
El safari parece interminable, ya parece que conozco mucho a Pupo,
60
pero emerge algo más de él, algo conflictivo, que no alcanzo a comprender total-
mente. Un altar, con fotos de un limpiavidrios, de esos que se te acercan en los se-
máforos, que están llenas de alfileres. Tal vez se trate de la expresión de conflictos
religiosos y morales de Pupo, de esas contrariedades que tenemos todos los que
somos capaces de sacralizar lo que antes demonizamos, y al revés también.
Me queda poco por andar, llego al sitio donde vuelvo a ver a un Pupo
fantasioso. Esa especie de sala/bosque encantado, en el que observo nidos como
colgando de lianas, parece ser una fantasía de Pupo; quizás se trate de una es-
cena petrificada de algún lugar que no existe pero en el que el quiso estar o
desaparecer.
Por fin decido terminar el recorrido, obligándome a frenar esas ganas
de seguir descubriendo un paisaje que me gusta. Podría decir que ya sé quién es
este personaje ficcional llamado Pupo pero sospecho que podría quedarme corto.
Como a nosotros a Pupo seguro le pasan los años, la vida y las cosas que ella lleva
y trae; Pupo es este ahora pero seguro cambiará. Creo que Pupo es más parecido
a mí -y a todos nosotros- de lo que podría imaginar.
Conocí el Museo de Bellas Artes de esta ciudad -que más tarde sabría
que se llama “Laureano Brizuela”- el día en que fue tomado, tomado por jóvenes
artistas locales. Era una fiesta, hace mucho no veía un museo “puesto” a dispo-
sición de la experimentación, la creatividad y las ocurrencias de artistas que no
exponen “puntos de llegada” sino caminos de búsquedas y sentires.
Cada sala era un planeta. Me sentí como El Principito, viajando por
parte del universo del arte catamarqueño, el del presente, el inquieto. Entre risas
y charlas ajenas, trataba de encontrar espacio para pasar y circular por las salas,
atiborradas de gente sorprendida, curiosa, incómoda, orgullosa. De a ratos una
cara sonriente me ofrecía dulces, gaseosa de naranja; me sentía parte de un acción
política, pero también en un cumpleaños infantil; donde a la vez eran visibles
fantasías y monstruos. El espacio del museo plagado de destrezas, hallazgos, poé-
ticas. Un altar, un nido, un espejo, una mesa, niños dibujados, más dibujos, fotos,
61
música. Mi primera sorpresa fue la nostalgia de otro tiempo que evocaban los
objetos de un sector del museo (el patio), en este presente tan orgulloso de su
presencia.
|La foto sola, en esa sala roja, con un papel autoadhesivo con una
cita manuscrita, con la agresividad y el dolor y el valor de esa acción toda; el
gesto de la imagen y el gesto de exponerla en El Museo de la ciudad; pero
además, esa habitación -la única- vacía, de a ratos con la mirada afectada de
quienes se transformaban en testigos de esa imagen, con ese silencio en el
espacio que era un grito. Ahí estaba La Fiesta, la de la libertad de decir.
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en mi pensamiento en torno a “Hijos de Pupo”.
La muestra, para mí, fue como si cada uno hubiera recogido los pedazos
de su vida y los hubiera llevado a habitar una sala del Museo, para dar cuenta de
lo que para cada uno/una había sido importante y quería enunciar. “Esto quiero
decir” parecía emerger como un susurro estrepitoso desde cada sala. El Museo se
transformó en espacio literalmente habitado por una gran diversidad de artistas.
Cuando vinieron los chicos de quinto y sexto año a realizar un taller
sobre la obra de PUPO, a diferencia de mí y de algunos de los artistas del grupo,
sintieron al ver la muestra, que los artistas tenían un punto en común entre ellos:
el cuerpo, lo que siente, lo que le pasa, lo que produce, las huellas que tiene
marcadas y el que genera vida. Desde el camisón de alguien cargado de poesía e
historias, el retrato explícito de la vagina de alguien que dice: “qué...”
Una habitación llena de nidos que albergan y contienen. Un joven he-
cho culto que trabaja fuera del sistema atravesado por agujas. Una sala llena de
dibujos con un artista dentro que habita el espacio con su cuerpo y con su obra y
su quehacer en pleno proceso.
El Museo de Bellas Artes, tal vez un espacio al cual es difícil llegar
(como expositor/a), fue habitado con fuerza por este colectivo de jóvenes artis-
tas, que tuvieron en común, desde la percepción de otros, la presencia del cuerpo
proyectado a través de la mirada, del olfato, de la escucha, de su rebelde y poética
actitud.
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Sigo mi recorrido, la escalera de pinturas de arte abstracto invita
a quedarse ahí no sólo por su armonía de colores y figuras sino porque a
su lado está una mesa con cuadernos, algunos inconclusos, con dibujos que
me traen reminiscencias personales: me recuerdan a Ludmila (mi retoño)
que tenía cuadernos de hojas lisas, que pedía a mi hermano con un “Tío, te
estaba esperando para que me hagas un cuaderno con las hojas blancas que
vos tenés”. Cuando ya pudo subirse a una silla, alcanzó las hojas blancas para
la impresora y comenzó dibujar sus damas antiguas con una mancha marrón
siempre bajo los pies porque la seño del jardín les enseñó que las personas
pisamos el suelo y no estamos flotando, y tantos otros dibujos con los que
llenaba sus cuadernos.
Continuando mi observación, veo una foto que detiene mi mirada:
muestra los genitales de una persona tapados con una mano. La ambigüedad
de la imagen es algo para destacar, ya que hombre o mujer no es lo que im-
porta, sino lo que nos indica esa mano protegiendo, defendiendo o delatando,
todo lo contrario a lo que contextualiza a la foto la soledad y el silencio; aun-
que, el color rojo de fondo es algo paradójico porque es un color que denota
furia, revolución, ruido. La foto, sin duda invita al grito que no solo se hace
con la boca, invita a romper cadenas de silencio.
Por último, cuadros con imágenes difusas son los que contemplo
ahora y sobre todo es uno el que más observo, porque muestra la imagen de
un jinete a caballo que viene cabalgando, como un jinete de la noche, esca-
pando de la oscuridad de sus miedos, buscando su salvación -quizás- en el
amor. En el mismo espacio unos dibujos casi retratos de niños duendes o án-
geles miran desde la pared donde están pegados, las imágenes me recuerdan
a esos seres. Seres inmortales y eternos que nunca envejecen. Y sin duda son
así las obras de esta muestra: eternas e infinitas.
En nuestros encuentros mensuales en el espacio de taller para leer y
escribir sobre arte, muchas veces nos sentimos excluidos de una distribución
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de prestigio, espacios y recursos que nos vuelven -con razón- reclamantes. Es
habitual que nos detengamos -y no sin razón- en el problema que suponen unas
políticas culturales que sólo tienen como referencia las versiones folklóricas de la
provincia o un dudoso sentido único de lo que es Arte. Lo que vi en la muestra de
PUPO en el Museo Laureano Brizuela, es una especie de evidencia de que -pese
a las quejas, o quizás gracias a lo que está detrás de ellas- hay un juego de escenas
que permite discernir un cambio, una especie de pluralización; incompleta, pero
capaz de apuntar un horizonte que luego de dos observaciones quisiera rescatar.
Primera observación: lo que fue evidente para mí de forma inmediata,
fue que el Museo de Bellas Artes -reducto de una concepción decimonónica,
creado en el siglo XX en un gesto típicamente colonial, como el que está en el
arte consagrado por el Estado en nuestro país-, estaba ocupado y dedicado a la
obra de jóvenes que practican estéticas y disciplinas que poco tienen que ver
con la tradición congelada en el siglo XIX que da nombre a esta Institución.
Instalaciones, juegos de texturas, color y sonido, colecciones heterogéneas que
dan cuenta de un recorrido vital. Una foto que traslada al espacio del arte las
interrogaciones de las militancias de género, de lo que prefiero llamar las obje-
ciones de género, de los combates a la heteronormatividad y a las violencias de
sexo. Una foto que, como El origen del mundo de Courbet, interroga nuestras
fobias, nuestras vergüenzas y nuestros tabúes, en una versión actualizada. Si la
vagina pintada por Courbet en el siglo XIX hacía ver, con escándalo, lo que la
cultura de su época quería ignorar, lo que el macho solo puede mostrar virginal,
reproductivo o poseído, la foto muestra lo que menos hemos querido ver en la
actualidad: el sexo agredido en nombre del sexo, el sexo temeroso de la agresión
sexual. Casualmente, o no tanto, era quizás la obra más presenciada y de las más
temidas, citadas e interpretadas en los diálogos del antes y el después de la mues-
tra.
Segunda observación: ¿Era esta la ocupación del espacio de una tradi-
ción declinante por parte de una tradición emergente? Esto se hace evidente si
se siguen con atención algunas esculturas/estatuas, que acompañan a las personas
presentes. La representación del hombre que da nombre al Museo, que se explica
a sí misma y ofrece una biografía interesantísima; a un hombre de la elite local
65
el Ministerio de Cultura le concedió un “puesto”, prestigio y recursos para
diseminar las Bellas Artes en una ciudad entonces más pequeña que hoy. En
esa ciudad serían destinatarios de la tarea del Museo seguramente las elites
blancas, las que imagino dueñas de la máquina estatal. Así, mi observación
del evento es sociológica: otras generaciones, otras pieles, otros sujetos están
presentes en el espacio que antes era de pura reproducción de las elites. Otras
aperturas estéticas y sociales no sólo son posibles sino que dejan marco. Jó-
venes de hogares más humildes, personas con profesiones vinculadas -pero
nuevas- muestran la renovación de las capas geológicas de la producción y la
recepción de arte.
En conclusión, me pregunto si tanto esa la transformación de la
lógica de la ocupación del espacio, como la del tipo de obras exhibidas -con
sus límites y sus posibilidades- no es una invitación para poder pensar mejor
nuestras posiciones en la discusión que casi siempre abre nuestros diálogos de
este taller; nuestra aversión, razonable, pero a la vez paralizante, con la Fiesta
Nacional del Poncho.
66
tes de estandartes, banderas y hasta atrapasueños que capturan las fantasías y
sueños añorados por esa multitud de rostros que se distinguen ocultos en la
corteza. Bien cerca, una araña teje con hilos esmerados sus telas para enredar
aquellos recuerdos que el viento sopla, los que se silban por dentro, y esas verda-
des que en susurros se perciben del otro lado de la madera.
En una grieta que es casi una herida abierta, una mariposa lastimada se
refugia y grita muda su furia, como gritan las mariposas, y hasta el aire se siente
más frágil que antes. Un ciempiés de cien viajes que no para de recorrer el viejo
tronco por dentro y fuera, pareciera llevar en cada pie la historia propia y la de
otros ciempiés, tal es el eco de sus pisadas. ¿Serán acaso las resonancias de pasos
futuros? En su recorrido se cruza hartas veces con la hormiga, que trabaja como
si no hubiera mañana y hace, hace y hace dibujos al andar, sin parar. El registro
de sus pasos deja puras huellas y rastros por doquier.
Se ve saltar desde la verde orilla un coatí muy vivaz que lleva una
taza acaso robada, que en el traslado va dejando una estela de color jovial y
vívida y a la vez, la reverberación de un drama, de llanto de niño perdido, de
espíritu afligido.
En tanto vacilan las gotas que lo arrastran, discutiendo unas con otras,
el viejo tronco se balancea, se inclina hacia un lado y otro, gira, se suelta y enton-
ces el recorrido prosigue, dándole besos a los márgenes cada tanto. Mientras el
río avanza inexorable en su antojo de creciente, se siguen revelando en su interior
y cáscara los pasajeros de este viaje de cabotaje.
El viento que no existe, lo inventa el tronco al chocar el aire en su curso
raudo. Al sacudirse entre crujidos de dolor y bostezos las ramas, dejan montones
de nidos escondidos. Más de uno pareciera estar aguardando a sus ocupantes,
otros son algo más que despojos y aun así son muestras patentes del afán con que
se tejen las esperanzas. De algún rincón surge una alegre avecilla de alas tornaso-
ladas que se ve ya asomando por un hueco, ya pellizcando un brote o echándose
al agua. Al surcar el aire hace aparecer una guirnalda colorida tras otra, cada
movimiento deja suspendido un rastro de visos animados de los que hasta el río
se contagia.
Escudriñando en el interior, a través de otro hueco en la corteza, aborda
67
la sorpresa de hallar una especie de altar de objetos encontrados, de figuras
cazadas en la luz ¿habrá sido acaso otro pájaro o quizás un ratón quien lo
amañó?
Los misterios no dejan de presentarse, lo mismo algunos secretos
que se revelan al recorrer al viajero, que encaramado en viajeras aguas no
detendrá su paso hasta nueva parada. Gota a gota corre y grita el río que no
se agota, lo mismo que las ganas de viajar.
68
Ensayos y etcéteras
capítulo cuatro
Apenas un hilván
Víctor Alejandro Aybar
71
una tesis contundente para el acto del encuentro con el hilo: el arte de la
paciencia esta entramado entre línea, color, movimiento y promesa, enten-
dida ésta última como una acción para el futuro. Mi mirada, desde esos días,
comenzaba a rastrear qué artistas se conectaban con el hilo, por el hilo y para
el hilo. Y con esto reafirmo la figura de Doña Aldacira como una verdadera
artista, más allá de la categoría de artesana con el que algunos buscan excusa
para pelear simplemente.
Entonces yendo de aquí para allá, hurgando en algunos espacios
como La Primitiva, veo los ponchos y las alfombras de Carolina Paradela,
una exploración entre la escultura blanda y los bordados. Según sus palabras,
el arte textil es una de sus más íntimas búsquedas como artista. Una de las
artistas más originales, joven e investigadora, que está todo el tiempo en ac-
ción, como cualquier matrona catucha. Carolina, además pinta, dibuja, y con
su Osera Casa Cultural su vida artística se expande mas allá de sus clases en el
ISAC o en la Escuela de Orfebrería, y como un pulpo activa el barrio y por
donde anda; anda con talleres sobre permacultura, las ferias de libros usados y
el reciclaje. Ella es activa, manda, sugiere, propone pero principalmente hace.
Luego, descubro los bastidores, las fotografías, los vestidos, las
puntillas y más puntillas, todo bordado por Dimas Melfi, un chango nos-
tálgico y melancólico que acude a la memoria, a la poesía y al ritual de la
espera. Conocía la fotografía de Dimas a través de las muestras del grupo
PUPO, pero en la última muestra, en el Laureano Brizuela, conocí este
mundo, uno de sus tantos mundos. El hilo de Dimas es poesía. Ya en su
muestra personal el universo creativo se expande por la fotografía, los obje-
tos, el dibujo y la instalación, pero su arte textil es exquisito y sin desperdicio.
Una vez dije que las Artes Visuales van a la vanguardia respecto
de las demás artes aquí en Catamarca. No me voy a detener en aclarar
algunos porqués pero algo de legitimación, como les gusta decir a los
críticos, alguito de eso hay. Desde las letras muchos le han escrito al hilo.
Hay mucha literatura. Buena, mala, para todos los gustos hay. Pero fresca,
72
para eso hay que esperar.
Cuando empecé a bailar, se sentía una fiebre por el poncho. Ardía, arde
y arderá. Escuchaba y veía un himno al poncho, zamba al poncho, danza del pon-
cho, rock al poncho, solo la falta un cuartetazo y ya estamos. El hilo y la danza
han mantenido una relación de romanticismo mutuo: gauchos enamorados de
mujeres hilanderas, donde los aplausos del público, y sus ojos también, quedaban
sobre los zapateadores y sus caras de “ahí viene un malón”. Las hilanderas, bien,
todavía siguen girando el huso.
El Grupo Pulsiones Danza, en el año 2013, ha visto en el hilo y las
flores una conjunción de elementos simbólicos sobre la actividad de la mujer
hilandera. Los colores de la lana vienen de las plantas y sus flores, y la mujer debe
cuidar su jardín. Ese jardín se bordará luego en el poncho, la manta o el camino.
En la puesta presentada en la Fiesta Nacional e Internacional del Poncho, se
mira a la mujer entre sus dos pasiones: su jardín y su telar. El grupo, integrado
en su mayoría por mujeres, muestra una escena contundente: un bailarín con
una sola mano levanta un manojo de hilos y en cada punta de ese manojo una
bailarina girando, otra sonriendo, otra pensando, todas bailando. El sueño de
cada hilandera -el bailarín- las lleva hacia el momento de la promesa de la nueva
prenda, y las lleva bailando.
En otro caso particular sobre el tratamiento del hilo, el Grupo de Ac-
tores y Bailarines Independientes, dirigido por Luciana Jerez y Silvia Bucari, en
el 2014 presentan una obra de teatro-danza para la apertura Oficial de Turismo
en la Fiesta del Poncho. En esta puesta los símbolos son la herencia y el hilo. Una
mujer camina contra el viento de la puna para llegar a su casa, luego de haber en-
contrado su material de trabajo: lana y colorantes. En su hogar, su hija, la shulka,
la espera con coplas. Ambas entran en un contrapunto de coplas y, mientras,
limpian, tizan y ovillan la lana. La acción, mínima pero concisa, unida al viaje de
cada copla nos muestra la picardía y la frescura de una escena que, alguna vez,
todos vivimos.
Este hilván apenas ha intentado unir un doblez muy particular sobre
73
el hilo: arte, artesanía, vanguardia, tradición. No se ha intentado teorizar;
siempre se cae en los mismos sitios pero unos mirando al Ambato y otros al
Ancasti, todos topándose la nuca. En fin. En este hilván apenas he tratado de
rescatar mis siestas de ovillado y destejido, y mis inviernos de chalecos recién
estrenaditos.
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Caricias y heridas
Dimas Melfi
75
y la convención regional; entre los que se destacan ponchos corpóreos, bor-
dados de distintos formatos y materiales, esculturas blandas, objetos inter-
venidos con bordado y collage; una obra tan variada y tan animada como su
propia creadora.
Habiendo asimilado las diferentes técnicas a temprana edad, Rita
Aybar ha ahondado en el bordado desde puntos de vista puramente expe-
rimentales. Además ha ahondando en el tejido a crochet, a través de la ge-
neración de entramados y objetos que pretenden recuperar el potencial de
técnicas tradicionalmente domésticas como justamente lo son el tejido y el
almidonado.
Identificada con el diseño de modas pero siempre atraída por las
artes visuales, una vez que apostó por los recursos incorporados Georgina
Santillán fue dando rienda suelta a su instinto, poniendo el foco en el uso
de hilos, agujas y telas que sintetizan y condensan sus intenciones a hora de
enfrentar el lienzo en blanco. Su obra abarca bordados, esculturas blandas,
también intervenciones de pinturas, bordados, telas y objetos.
Estas artistas coinciden en un gesto que es toda una actitud: la de
haber suplantando los pinceles y las pinturas por agujas, hilos y telas. Com-
posiciones que rehúyen la representación meramente figurativa y abogan por
la abstracción salen de sus manos, siempre dispuestas a ser consagradas en
exploraciones que atraviesan los bosques de las formas, las texturas, los colo-
res, los montajes.
Resulta paradójico que tales indagaciones formales y estructurales,
confeccionadas en ámbitos o contextos familiares, lleguen a remitir tanto a
los universos más íntimos como los más inabarcables.
En ocasiones las tramas de Carolina remiten a pieles, a tejidos ex-
ternos e internos de organismos quizás vivos, venidos de otro mundo y otro
tiempo. Las formaciones naturales de Aybar también remiten a creaciones
biológicas, a cosmos perdidos (o encontrados); y cómo negar que las com-
posiciones, combinaciones y estampados de Georgina evocan a estructuras
vivientes, redes caprichosas, a esqueletos animados.
En la medida que sus manos sigan produciendo y elaborando obras
76
de tales escalas y alcances, estas artistas replicarán inexorablemente la acción de
aquellos factores que, como las aguas y los vientos, crean a la vez que lastiman
lo existente. Hiriendo a la vez que fortaleciendo, a cada paso y a cada puntada.
Modificando el territorio para dejar una huella nueva y “en el mejor de los casos”,
perdurable.
77
La conquista de transitar otros mundos
Laura Maubecin
78
Quizás existe una coincidencia, un invisible hilo que une a estos crea-
dores y sus mundos, quizás tiene que ver con la necesidad de transformar algo
cotidiano en especial, único, reconociendo en ello la paciencia, dedicación y es-
mero. La perfección de cada puntada en cada uno de estos artistas trasmite su
compromiso con la belleza, marcando a cada paso de manera precisa, una marca
que perdura como cicatriz, que no sana, que está allí.
Cada obra que descubro trae a mí, sin poder evitarlo, la idea de
“pequeñas luchas”. Lo contemporáneo y lo tradicional, lo figurativo y lo abstrac-
to, el detalle y la forma. Es que cada uno de los artistas en los que pienso cose su
mundo y lo vuelve único.
El hilo junto a la aguja van dibujando, marcando a fuego con cada pun-
tada, traspasando una y otra vez la tela y el papel para dar forma a una idea, un
sentimiento. Sigo el rastro que trazan esas puntadas en mi mapa de conquistador,
y siguen sus obras en mi cabeza. Recorro sus trazos de delicada belleza y perfec-
ción, en la obra de Claudia y también en la de Dimas Melfi; la descarada origi-
nalidad en Rita Aybar, la atrevida innovación en Carolina Paradela y de precisa
tradición en María Elena Jalil.
Los mundos disímiles e impactantes de cada uno de ellos logran conec-
tarme de un modo diferente con el arte, en este mundo los pinceles y bastidores
están lejos, y quedan grabados a fuerza de puntadas los caminos del arte.
79
Una línea
Desde que tengo uso de razón me gustó dibujar, pasaba horas di-
bujando encerrado en la habitación, acompañado permanentemente por mú-
sica. Así emprendía mis viajes a diferentes mundos imaginarios. Me gustaba
dibujar ciudades de países inventados; la mayoría de ellas, se desarrollaban
sobre una costa frente a un mar o un lago, rodeadas de montañas o con algún
accidente geográfico que hacía que la traza se hiciera más interesante. De
esos dibujos no ha quedado nada, nunca los mostraba, era algo que quedaba
conmigo.
Pasaron ya varios años de aquellas anécdotas y el dibujo me sigue
atrapando. Actualmente dirijo una galería de arte, y si tuviera que escribir
sobre las producciones que pasaron por ella, seguiría eligiendo al dibujo.
Ya han transcurrido tres años desde el inicio de cstll569 como es-
pacio y galería de arte; como cuando uno se dispone a dibujar, siempre co-
mienza en una hoja en blanco, o en cualquier otro soporte encontrado (como
pasa la mayoría de las veces). cstll569, como le pusimos al espacio cuando en
el inicio éramos seis o siete amigos que nos reuníamos a trabajar juntos, fue
mutando hasta llegar a ser un lugar para mostrar producciones de artistas lo-
cales y de otros puntos del país. Este soporte -que un tiempo atrás fuera una
casa, un hogar- fue testimonio de muchas historias mínimas que han tejido
relaciones y lazos, que han dibujado un destino de felicidad -o no-. Lo cierto
es que en este soporte llamado casa comenzaron a dibujarse nuevas historias
con otros significados y casualmente -o no- el dibujo fue lo que hilvanó todo
este recorrido.
En aquellos días de inauguraciones y muestras, los muros de la casa
se volvieron blancos, el jardín se vistió de multicolor y las puertas se abrieron
para recibir los dibujos de Cecilia Ivanchevich. Dibujos plasmados en papel o
80
en la pared y cuyo trazo, de una línea definida, nítida, de un contraste elocuente,
línea que se hace mancha, que es geométrica; adquiere un destino incierto en un
espacio infinito, de la misma manera que las estrellas en el espacio se despliegan
en el caos de un orden infinito.
Y si de espacio se trata, entrar en la caja blanca de la primer sala y en-
contrarse con un láser dibujando de manera geométrica a veces, y orgánica otras,
al ritmo de sonidos producidos por el músico León Gruenbaum, mezclándose
con dibujos que se activan con luz negra, producía una sensación de estar en otra
dimensión, en otro lugar.
En las ciudades planteadas por Noel De la Cara & geri en la muestra
Locos hijos de Locos, realizada en un julio agitado -un par de años atrás-, había
también lugares que eran no lugares. Dos ciudades etéreas, abstractas, anónimas
y misteriosas estaban dibujadas en la última sala. Metrópolis congestionadas
de materia y volumen pero absolutamente vacías de contenidos y significación.
¿Quién podría vivir allí? Tal vez, esos personajes representados en una cruz de
vida formada por diecisiete dibujos con gente desconocida -gente que da la es-
palda, gente que no mira, que niega, que no existe-, sean los habitantes de esas
ciudades absurdas.
Noel De la Cara & geri son dos artistas de La Rioja, que trabajan jun-
tos desde que se conocieron y desde el primer momento se hacen llamar así. Al
igual que sus obras, ellos cuestionan al artista, modificando y distorsionando sus
nombres reales y firmando las obras de a dos. Sus obras transmiten incomodidad,
fastidio y contradicción; cuestionan a la realidad y a los límites, interpelando al
espectador constantemente.
Quizás las ciudades de Noel & geri son las mismas que yo dibujaba, de
otra manera aunque también en ellas la gente estaba ausente…
81
Lo que la mirada alcanzara
Gabriela Morcos
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Un año antes en la galería se producía una conversación telefónica:
-Hola, qué tal, te habla Juan Pérez de Catamarca. Mirá, yo soy arquitecto y
tengo una galería de arte, quisiera comunicarme con el artista…y arquitecto
(… )
-Buen día, hablas con Graciela, la secretaria. El arquitecto no se encuentra
en este momento, decime lo que necesitas y yo se lo transmito.
-Quisiera organizar una muestra en mi espacio con sus obras.
-¿Podrías llamar mañana como a esta hora?
-Perfecto, mañana a esta hora llamo.
El tiempo de espera fue anacrónico. A la mente del dueño del espacio le
pasaba de todo y todo junto. Era su sueño, y aunque sabía que esto iba a suceder,
creía que nunca sucedería. Hacía un año que tenía la galería; o la casa que se
convirtió en galería sin que él se diera cuenta -aunque la casa con un inquilino
como éste no tenía opción, ya era una galería de arte, incluso antes de firmar el
contrato-.
Al otro día: 0-1-1-4-8-2-….tuuuuuut…tuuuuuut. Ni bien escuchó el
“hoooooola” del otro lado, él supo con quien estaba hablando y con miedo a que-
darse mudo para siempre, el arquitecto dueño del espacio -a quien le corría un
frío por la espalda que lo tuvo atónico por un instante- pudo relajarse y olvidarse
de las distancias, mientras la charla se produjo amena y relajada; como si fuera
con un amigo mayor, macanudo, simple, que solo quería que las cosas se hicieran,
y de la mejor manera; ágil, fluído, anciano, lleno de vida aunque con un cuerpo
medio traidor, que en los últimos tiempos lo andaba acompañando poco.
-Mirá, me encantaría– se escuchó desde Buenos Aires -no sé si podré ir
yo, pero a alguien te mando, ¿te parece?
-PERFECTO- dijeron desde acá.
Fijaron día y hora, tuvieron en cuenta el clima -que no es poco, por es-
tos lares el calor no da tregua-, en fin, las cosas con gente como ellos, se hicieron
igual, sin más.
Mandó doce acrílicos, cuadrados, rectangulares, grandes, medianos,
chicos. Del pomo a la tela, sin mediar nada, tal como él mismo: sin tanta secre-
taria, sin tanto mezclar, y sin ninguna mezquindad. Volúmenes de pintura que
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hacían relieve en la tela graficando imágenes abstractas, de barrios con plazas
y chicos jugando, con edificios, con mucho cielo, que de pronto se metieron
en todas las salas de la galería. Era claramente reflejada la frescura de un niño
en el cuerpo de un viejo.
Son pinturas que no se pueden hacer sin estar jugando, bailando con
la música fuerte, cantando con ganas -sin saber la letra y exagerando el estri-
billo-, y cuando esto ocurre a los noventa y pico, no cabe duda de que se trata
de alguien fuera de lo común. Una persona así debe hablar fuerte, ser muy
apasionado, impulsivo, tener sangre italiana, ser un poco mandón y gustar del
tango.
Fuimos muy felices cuando tuvimos su obra frente a nuestros ojos…
¡TODOS! Desde sus colegas que lo conocían por sus famosas obras arqui-
tectónicas, hasta los chicos de cuarto grado de la escuela municipal, que no
tenían ni la más puta idea de quien se trataba. La galería estaba de fiesta,
mucho tiempo, poco tiempo, un instante, todo marzo y todo abril.
El doce de ese mes muere Clorindo Testa, el mismo que había es-
tado dos meses con nosotros y seguía estando: cuando nos levantábamos,
cuando nos íbamos a dormir, en el video hablando fuerte y áspero en cada
taller que dábamos con su obra a los chicos. Fue con su muestra que di mis
primeros pasos en cstll569.
Lloramos mucho, el dueño del espacio y yo… y ¿cómo no? Si había-
mos estado conviviendo con él a través de su obra, aunque seguramente sólo
uno de nosotros tres comprendía lo que realmente estaba sucediendo.
Hace casi dos años que ocurrió esto. Ayer, después de redactar un
proyecto buscábamos un nombre, mientras trabajábamos, pensábamos y nos
comentábamos: el arte no te deja, y aunque todo pasa, todo transcurre, todo
muere y todo nace... el arte se queda y no sólo eso sino que también es un
manantial, el arte siempre te da.
De más está decir que nuestro proyecto se llamó “el arte quedá”. De
más está decir que Juan Pérez como -casi- todos los Juanes Pérez no existe, él es
Martín (Bormann). De más está decir que antes de darnos cuenta del nombre
que llevaría el proyecto “El arte quedá” nos dimos el uno al otro. De más está
decir que probablemente los que pensábamos en ese nombre éramos tres.
84
La colección
Pablo Semán
85
Nuestro anfitrión me daba en acto una lección sobre el arte.
Mostrándome que éste no solo está en las obras, sino también en las
colecciones, en el “juego” entre obras. Si la obra de arte lo es porque rompe el
sentido (pre)establecido de cualquier significación; si la obra de arte funciona
por desestabilización, no se puede concluir otra cosa que: las colecciones son
obras al cuadrado. Coleccionar es hacer arte en un nivel meta, con obras de
arte.
86
Merece eternidad lo perecedero
87
la mano moviendo el lápiz.
Me temo que el dibujo -considerado en sí mismo- ha sufrido un
estigma peor que ser solo el esbozo de una pintura: ser considerado un pro-
ducto destinado solamente para niños, de una complejidad tal que las mentes
infantiles podían tener interés en él, no así los adultos. El sombrero (según
la visión del adulto Saint-Exupéry) y la boa que tenía un elefante de pie en
su interior (según el mismo Saint-Exupéry, pero de niño) son ejemplos de lo
que digo.
Pero dejo de lado las consideraciones precedentes para ir a lo im-
portante: los dibujantes y sus dibujos. Quiero que, al leerme, puedan hacerse
una idea de lo que son las producciones de las que hablo: no de una obra
en particular, sino de lo general, lo que hace, desde mi punto de vista, a una
suerte de estilo que tienen los artistas de los que hablaré.
Primero diré algo de Alejandra Carrizo, artista plástica de Cata-
marca, que pinta, esculpe, dibuja, arma objetos, yendo de un extremo a otro:
de paneles de más de cien por cien centímetros a maderas de diez por quince
centímetros. Ahí, en medio de las pinturas de paisajes surrealistas o desta-
cándose sobre tormentas de color, aparecen unos personajes pequeños (muy
pequeños), blancos, de formas redondeadas, ingenuos. El espectador suele
enternecerse con ellos. Se conduele cuando son sacrificados en altares impro-
visados, cuando son enjaulados, cuando desproporcionados filos los mutilan.
Alejandra dice quererlos, que le duelen a ella esas destrucciones, y es posible
que así sea.
Por otra parte, en las pinturas de esta artista los muñequitos están
siempre en asombro, maravillándose del color o de la oscuridad. En los dibu-
jos, sus creaciones mantienen el aspecto que dije, pero la soledad del blanco
de la hoja les da un carácter eremita. Los seres (pertenecientes a vaya saber
uno qué mundo de dulces pesadillas), en sus últimas creaciones, han mutado
en otros, ya no pequeños, redondeados, lisos, sino altos y estilizados seres
tatuados de líneas y puntos. Siguen estando solos, en las pinturas y en los
dibujos. A veces, los acompaña un árbol de extrañas ramas, igual de solo en
el horizonte blanco. Pero todos los seres de los dibujos de Alejandra padecen
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de lo mismo: son ejemplares únicos y últimos de cada especie. La soledad y la
muerte (en algún universo deben ser sinónimos) son sus destinos inevitables.
En segundo lugar, Marcelo Nieva. Dice que es netamente alguien que
dibuja. Y lo hace de una manera tal, que podemos (yo lo hago con gusto) ir des-
cubriendo las líneas que vienen desde otros tiempos, desde tradiciones del dibujo
que se anclan no en etapas etarias distintas, sino, también, en continentes distin-
tos. El cómic, el manga, el tebeo, la historieta, todos están ahí, pero no se trata
de homenajes, no se trata de copias, de amalgamas de géneros universales. Los
dibujos de este artista abrevan en todos ellos, pero no se dejan mimetizar ni bus-
can ser mímesis de ninguno. En alguna obra suya puede verse la meticulosidad
del artista para dar cuenta de los rasgos mínimos que puede tener la vestimenta
de un personaje, los trenzados cabellos.
En las manos de las figuras humanas que dibuja Marcelo hay cierto
patetismo, una cuasi crispación: el instante inmediatamente previo o posterior a
las tormentas. Sin embargo, de un modo que contradice lo que acabo de decir, los
ojos, las miradas, muestran una serenidad casi absoluta, una sensación de vacío
de pasiones las atraviesa. Y esa quietud del mirar (ya no ingenuo como en los
minúsculos seres de Alejandra) es inquietante: como si en esas pupilas el amor y
el odio pudieran vivir confundiéndose, traspasando los límites de cada uno, como
esa canción de la película de Zhang Yimou: “Ella tiene la mirada más dulce de
la tierra, pero un parpadeo suyo, y una ciudad desaparece”.
Hasta aquí les mostré a dos artistas que ponen sus seres ante nuestros
ojos, para que los veamos y observemos su carácter de extraños a nuestra cotidia-
neidad. La inquietud que nos pueden provocar está dada porque no nos miran
con las pasiones de cabotaje que nosotros podemos llegar a conocer, sino con
sentimientos que anidan en los séptimos círculos de cada individuo y que estos
artistas emergen para nosotros.
Hechos de esa misma impiedad son los seres que podemos encontrar
en los dibujos de Ariel Obregón. En el papel en blanco aparecen bulgaritos, o
versiones de bulgaritos, que se van enmarañando hasta formar intrincadas redes
de líneas, donde se pueden ver caras desesperadas de figuras atrapadas sempi-
ternamente. Ariel, con tinta china, edifica paisajes de especies que se alargan, se
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estiran, o aparecen yacientes y destruidas. En los últimos tiempos, las figuras
han mutado hacia formas más antropomórficas, aún sin ser humanas. Como
si de un caos primigenio hubieran ido evolucionando hacia cierto orden. La
oscuridad, a pesar de esa evolución, se nota en las órbitas vacías de los seres
que el artista hace nacer sobre las hojas.
Miro lo escrito y veo que ya se hizo medio mucho. Lo miro nueva-
mente y pienso que me quedan cosas por decir de estos tres artistas plásticos
que me interesan desde los trazos de sus dibujos. Están haciendo, constan-
temente, el sombrero de Saint-Exupéry e invitándonos a que lo veamos no
como tal, sino como la boa que tiene en su interior un elefante. Porque el di-
bujo es un convite al juego, quizás, pero más porque cada obra es una invita-
ción virgiliana a recorrer lo interesante del sentido de ella misma: acercarnos
a los sentidos del universo, de la eternidad, de los grandes enigmas, todo eso
de lo que estamos hechos.
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Miro, pienso y otra vez vuelvo allá
Me resulta casi obsesivo mirar arte y conectar eso que veo con algo
de mi infancia, con algún recuerdo de años que pasaron, con algunas estéticas y
experiencias cotidianas que viví, a veces de una manera conflictiva.
La obra de Martín Germán Bormann, aquella que conocí hace algunos
años, hecha con maderas, clavos y materiales de desecho me traslada a esos mo-
mentos en que de chico contemplaba el caos mismo que era la cerca del gallinero
y de la quinta de mi abuela, y el galponcito del fondo de su casa. En mi casa la
simetría y el orden eran ley tácita. Lo atado con alambre, lo cubierto con dorado,
lo espontáneo, lo hecho con algo encontrado por ahí o algo que otro descartó,
solo se veía cruzando la calle Córdoba, en la casa de Doña Carmen, mi abuela
paterna. Bormann hubiese amado la casa de mi abuela, que aún es parte mía, por
eso quizás veo partes mías en la obra de Bormann.
Con Dimas Melfi y su obra es como si estuviera hurgando otra vez en
la casa de “la Carmen” o “la María”, como le decíamos a mis abuelas, donde cada
cajón era una galaxia contenedora en la que orbitaban cajas satelitales de fotos
viejas, moldes, revistas Labores, viejas tarjetas, sobres y postales enviadas desde
islas y continentes, agujas e hilos, pedacitos de cosas que después aparecían sobre
otras cosas y fotos de gente que tal vez existió. Telas, tazas, botones, adornos,
remembranzas, apología del virtuosismo textil, son cosas de esas abuelas y son
cosas mías, con las que puedo reencontrarme cada vez que me asomo a mirar la
obra de Dimas.
Las tramas interminables y orgánicas presentes en los dibujos de
Carolina Paradela me llevan otra vez bajo la hiedra bicolor del patio de mi abue-
la –sí, otra vez allá–, al universo verde donde yo levitaba con la ayuda de la hama-
ca, o al arroyito que había en el campo de mi abuelo; a la laguna prohibida que
estaba cruzando la ruta, cerca del pueblo, donde se acomodaban los berros, los
juncos y los renacuajos; así, de esa manera tan obsesiva y milimétrica con la que
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dibuja Carolina. Campo, patios grandes y verdes invadidos por enredaderas,
casas kitsch de las viejas de mi familia, aparadores llenos de cosas, cositas y
cosos, como las que Caro ama dibujar; hasta esos lugares –tan entrañables y
tan míos– embarco cuando veo la obra de Carolina.
Pienso en la obra de estos tres artistas que he nombrado, pienso en
libertad, pienso en atrapar esos recuerdos míos que brotan en sus obras; me
dan ganas de regalarles a cada uno de ellos un momento de esos y hasta algún
material para que puedan crear más, y volverme a llevar allá, a esos momen-
tos. A Dimas, por ejemplo, lo invitaría a andar en la bici de mi madre, a la
parte vieja del pueblo en que nací y crecí, a zigzaguear entre los eucaliptos,
los silos y las vías del tren, para que saque fotos hasta que se le acalambre la
máquina. A Bormann lo llevaría en operación de rescate, a remover y servirse
de todo lo que había en los galpones de mi viejo, llenos de pallets y trastos
viejos, y de decenas de prometedoras e invendibles cajas del hediondo jabón
Manuelita con las que jamás nos hicimos millonarios. A Caro la invitaría a
sentarse en el comedor de mi abuela Carmen, y le alcanzaría las cajitas y ca-
nastitas “mamushkas” de esa hermosa vieja, para que sacara de dentro de ellas,
bolsas, bolsitas, y cajitas llenas de botones, agujas, y chucherías, y eligiera las
que quisiera. A los tres les cebaría uno ricos mates con buñuelos llenos de
anís y azúcar impalpable, sobre un hule pegajoso con olor a sopa y amor.
92
Los orígenes
Carina Astrada
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hacernos dudar y “cual serpiente espiando a los candorosos” nos pone cons-
tantemente a prueba.
Judas se presenta en nuestra travesía llamada vida, y subido a su
corcel negro nos coloca espejos engañosos para hacernos dudar sobre nues-
tras creencias, nuestras costumbres, dudar de nosotros mismos. Y aparecen
también jinetes apocalípticos con anuncios de final, para hacernos decidir de
manera presurosa, tentándonos con pecados como la codicia y en este vaivén,
nosotros; buscando el equilibrio para no caer en el pecado y por eso ser juz-
gados y condenados.
“Una procesión de crucificados/ arrastran pesados maderos/ son már-
tires en silencio/ ignorantes del alfabeto/ pobladores de mi tierra/ al frente
relinchan caballos/ como profetas los jinetes/ disfrazados de ángeles ríen ríen”.
Ya en el final de este viaje me parece importante decir que a veces
es bueno ser un poco Judas, ser nuestro propio Judas y traicionar a esas cos-
tumbres que nos impiden ser nosotros mismos, buscar esos espejos que nos
devuelvan nuestra propia imagen y no la construida por los demás. Ser Judas
de la tristeza por la felicidad, pero que esto no implique avergonzarse de
nuestro origen, de nuestra esencia.
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Saber y sentir
Gabriela Morcos
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estremece, le acelera los latidos y se comunica con el artista, que tal vez tam-
poco conoce, pero dialoga con él a través de su obra; es humanamente mágico.
Desde lo personal, hablo de esa sensación que puede causar contemplar un
clavo dentro de un tubo de ensayo pequeño que pende de un hilo, en la obra
de Liliana Porter…o de la escenografía de una silla vieja de la que brota una
especie de vegetación verde -abundante y “actual”- desde el relleno de su vie-
jo tapizado, en la obra de Rodrigo Bueno…o de unas pinturas con acrílicos
que antes de ser enmarcadas fueron arrojadas al río, por Santiago Villanueva.
El estremecimiento y los latidos aumentados al mirar contemplati-
vamente las obras en mí, hacían síntesis con mi resiliencia.
Pienso: ¿es verdad que tenemos que saber de arte para sentirlo? ¿el
sentir es el principio del sentido? ¿el sentido es el pilar del aprendizaje? ¿acaso
el aprender es una facultad innata?
Si estas respuestas fueran afirmativas, comienzo a sentir un can-
sancio agradable en el final de un año agitado, donde los chicos del taller de
lenguaje a pie de obra en el Museo de Bellas Artes y yo, tendríamos que haber
hecho un esfuerzo -inútil- para no sentir nada.
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Mares de té, islas de azúcar*
Martín Germán Bormann
99
Al otro día, bien temprano, iniciamos el recorrido por la Ruta de
las cucharas Perdidas, el Parque de Variedades, el Bosque Melancolía, la
Costa Incertidumbre, el Monte Misceláneo y por último la Playa del Siem-
pre Jamás; lugares de sentidos y sentimientos donde todo se mezcla; donde
personas con los ojos dibujados sin pupilas, mutan a gatos y personajes del
bosque; donde el pasado y el presente se confunden, y en donde tomar el té
es el principio y final de todo.
Mares de té, islas de azúcar es un lugar, allá lejos, lejos allá, donde
dominan los sentidos, los sentimientos y en donde todos podemos estar por
unos momentos…
100
Un jardín nevado dura más en la memoria*
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ausencias y presencias. Y aquí me detengo. Esta sala me invita a estar presente
con aquello que también está presente, los recuerdos, y que me remiten a algo
ausente, muy ausente, el pasado. El tintinear de las luces me habla del tiempo
que corre, la quietud de los años en esos muebles me gritan desde lejos, el té
me susurra al oído para que me quede. Pero como buen hijo del tiempo, sigo.
La blancura del hall y un árbol navideño saliendo de la chimenea,
me dice que Papá Noel tuvo percances al irse. Me acerco. Pendiendo y gi-
rando en el aire, pequeños bastidores. Todos bordados. Dedicación. Tiempo.
Sutileza. Poesía. Poemas en color, hilvanados perfectamente y pendiendo del
aire. Dos se bordaron en mi memoria inmediatamente: Un jardín nevado
dura más en la memoria. Un fondo blanco y capullos rojos suspendidos en el
aire y en la memoria. Y por tus ojos puedo mirar. Veo los dos cerros catuchos
cuando se van al sur y un sol en ocaso, un horizonte marcado por agujas. Pero
también veo dos ojos entreabiertos o entrecerrados, eso sí, siempre mirando.
La muestra de Dimas, hasta aquí es un viaje hacia dentro y hacia
atrás. Mares de té, islas de azúcar, es un espacio y un tiempo para la espera.
Sumergirse bien en lo profundo del pasado para bucear y encontrar pequeños
tesoros. Cada pocillo, cada suvenir, cada fotografía, cada libro es un tesoro
encallado en cada isla de azúcar. Sigo insistiendo en la imagen de la espera:
un camisón de seda, florido, en celeste y rosa pálidos, colgando de una percha,
bordado con letras rosadas y un esmero único que me llevaban a pensar en un
los poemas bordados que sugieren ese tiempo. Todo está atravesado por poe-
sía y por puntadas finísimas de hilo más fino que se transforman en grietas y
dibujan palabras.
En la próxima isla, no hay azúcar ni té. No es para nada dulce ni
melancólica, ni nostálgica. Una fila de post its, de no más de diez centímetros,
es para mí el tesoro mejor guardado de este viaje. Estoy vien son los días de
semana y el trabajo, son el café de todos los días y los vaivenes de nuestra
cabeza durante el sueño cuando más de una obsesión, o todas, nos habitan.
Estoy vien, bastante vien, re vien. Este fantástico mundo que nos dibuja Di-
mas me hace reír bajito, primero, hasta ponerme colorado. Una señora a mi
lado mira los detalles, quizá está evaluando los trazos o los colores, (no es que
102
no me importe eso) pero la risa me puede más. Los gatos gobernando la cama
y el corazón de este laburante son dos de las piezas de mayor ternura. La serie
de las cabezas y los litros de café, mis carcajadas. Los días de la semana, una
carcajada mayor. Esta sala -para mí-: el mejor viaje.
Seguí viajando por la muestra y la verdad es que no me equivoqué:
Dimas solito tiene mucho para decir, y lo está mostrando. Ser feliz (como
reza uno de sus bordados) es ir de aquí para allá, viajar y viajar. No hay du-
das.
*Crónica en torno a “Mares de té, islas de azúcar”, exposición de Dimas Melfi en el Museo
de Bellas Artes “Laureano Brizuela”. Octubre de 2014
103
Autores
Astrada, José Luis (1974) Profesor en Letras. Escritor. Técnico del Plan Nacio-
nal de Lectura en Catamarca.
Pimpollos y raíces/Prólogo.................................................................5
Autores............................................................................................105
José Luis agradece a Fernando Cabrera, por acceder a responder a sus preguntas
para el texto “retrato”; y a Víctor, por invitarlo a sumarse a esta hermosa expe-
riencia de dialogar y escribir sobre arte.