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EL ENCUENTRO ENTRE LA COMUNICACIÓN Y LA MÚSICA: RAZONES, CRITERIOS,

ENFOQUES.
Miguel de Aguilera

Universidad de Málaga

deaguilera@uma.es

PRESENTACIÓN

En los últimos doscientos años, poco más o menos, la sociedad occidental ha asistido a la
arrolladora explosión de un ámbito de la creación humana, el de la música que desde hace
tiempo se conoce como clásica, que ha permitido acumular un repertorio de obras de alta calidad
–en ciertos casos, sublimes- que, además, son escuchadas con interés y placer por personas
que habitan en lugares muy dispares de nuestro planeta –si bien su presencia en tantos
escenarios sea también resultado de la fuerza expansiva de la cultura occidental. Pronto se
desarrolló en esta misma sociedad un campo de estudio que se ocupase de esta música. Lo que
podría denominarse musicología, en términos generales, ha dado a lo largo de todos esos años
muchos y muy variados frutos, con frecuencia de gran interés, sobre todo en el estudio de
diferentes facetas de la música clásica. Pero este campo de especialización científica no ha
llegado a ocuparse con el mismo rigor e interés, sin embargo, de otros tipos de música,
recuperados, estabilizados o desarrollados también en nuestra sociedad a lo largo de esos dos
siglos. Al estudio de esas otras manifestaciones musicales han debido, pues, también acudir
varias ciencias, entre otras la antropología, la sociología, la psicología o –en fechas más
recientes- la comunicación. De modo que, durante años, las distintas facetas de la música, sus
diferentes tipos, se han contemplado desde ámbitos científicos especiales, definiéndose en cada
caso ciertos objetos de estudio y empleándose orientaciones metodológicas variadas.

Los distintos ámbitos disciplinares han ayudado a que podamos conocer mejor los diferentes
fenómenos en cuyo estudio se han especializado, así como la música en su conjunto. A ello han
contribuido las aportaciones obtenidas en el marco de la musicología o en el de cada una de las
demás ciencias que han participado en el estudio de fenómenos musicales. Pero, como ha
ocurrido por lo general en la investigación científica durante mucho tiempo, cada una de esas
disciplinas ha progresado sola, sin tener casi en cuenta lo que se hacía en las restantes –aunque
se ocupasen también de la música en sus diversas manifestaciones. Y ello, hasta fechas
relativamente recientes. Ya que, en nuestros días, no es sólo mayor la gama de disciplinas que
concurren en el estudio de la música, sino que los enfoques con que se la contempla son más
abiertos y, además, se comunican y complementan entre sí con frecuencia. Lo que obedece,
entre otras razones, a las exigencias que impone la cabal comprensión de cómo se manifiesta la
música hoy, de lo que es en sí.

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Y es que, como es bien sabido, vivimos una época de cambios. Tantos y tan intensos que,
motivados quizá por la inquietud que empezaba a desatarse, además de por otras razones,
algunos autores alzaron su voz para señalar sus características y consecuencias e incluso
advertirnos, a veces, con tono casi profético. Como el norteamericano Alvin Toffler que, en el
marco de su muy difundida metáfora de la Tercera Ola, caracterizaba la época presente como la
del “flujo y reflujo de las olas”, en la que, entre las grandes oleadas de mudanzas propias de la
sociedad declinante –la industrial- y de la emergente –la postindustrial-, ahora entrechocarían y
se mezclarían rasgos peculiares de una y otra (Toffler, 1980). Sirva esta metáfora, si se me
admite, con el solo fin de introducir el libro que está en sus manos. Ya que, después de años en
los que el estudio de la música se ha producido, en nuestro país y en muchos otros, en el marco
de tradiciones científicas diferentes, separadas, hoy se multiplican sin embargo los espacios de
encuentro. Como ha sido durante varios años un programa de doctorado sobre comunicación y
música puesto en marcha por la Universidad de Málaga. Programa que constituye una
experiencia singular –desafortunada y paradójicamente, casi sin precedentes en España-, puesto
que se propuso estudiar la música desde su dimensión comunicativa, enriqueciendo al mismo
tiempo la comprensión de la comunicación mediante el examen de una de sus manifestaciones
más olvidadas por los especialistas de este campo científico: la música. Así, este programa
obedecía, por necesidad y por convicción, a un planteamiento abierto: al diálogo entre
participantes –músicos y comunicadores- y entre campos del saber, a estudiosos de distintas
universidades y a los enfoques que cada uno traía. Esa apertura dialógica ha dado durante estos
años, y sigue dando, a nuestro entender varios frutos positivos, tanto en el nivel de los
fundamentos teóricos y metodológicos para el estudio de la comunicación y la música, cuanto en
la construcción de objetos de estudio y en el impulso y desarrollo de investigaciones -en algunos
casos, ya culminadas como tesis doctorales.

Este libro, surgido al calor de ese programa de doctorado, quiere servir también al encuentro
entre la comunicación y la música, entre enfoques y criterios diferentes. En él se recogen
reflexiones e investigaciones de algunas personas que han participado en aquel programa de
doctorado, así como de algunas otras que han tenido la amabilidad de responder a nuestra
invitación para contribuir a esta obra colectiva. Los trabajos que aquí incluimos son dispares en
cuanto a su planteamiento, pero siempre se centran en torno de la música -si bien contemplada
desde enfoques tan variados como los que forman el bagaje propio de músicos y musicólogos,
comunicólogos, antropólogos, lingüistas o economistas, entre otros. Además, las contribuciones
a este libro colectivo siguen, en unos casos, una orientación de índole más conceptual o
metodológica, mientras que en otros casos responden a un perfil más investigador. Diversidad,
entonces, de enfoques, planteamientos y formas de desarrollo tanto en este libro cuanto en el
estudio de la música en nuestro país; que a veces, como ocurre con el flujo y reflujo de las olas,
chocan. Pero ese entrechocar y mezclarse, tan propio por cierto de la música actual, es una de
las bases sobre las que ha edificarse, a nuestro juicio, el estudio de la música y su más completa
comprensión.

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En cuanto al presente capítulo, dicho ya muy en breve, pretende en primer lugar subrayar la
condición histórica tanto de la música y la comunicación cuanto de sus respectivas tradiciones de
estudio, para ofrecer así una explicación respecto de determinadas razones a las que obedeció
su concreto desarrollo. Y presentar a continuación algunas ideas que, desde una óptica
comunicacional con apreciable aroma sociológico, podrían contribuir a la observación de ciertas
facetas de la música –y, por ende, a su más amplia comprensión. Este capítulo, entonces, trata
de razones, criterios y enfoques.

1. RUPTURAS EPISTEMOLÓGICAS: LA MÚSICA EN LA HISTORIA.

La música es, sin duda, un fenómeno universal que ha acompañado al ser humano en todo
tiempo y lugar, ayudándole a vivir –solo o en compañía- diversas experiencias de singular índole,
con frecuencia gratas. Cada sociedad -cada cultura- ha creado y proporcionado a sus miembros
formas específicas de concebir, hacer y vivir la música (convenciones, procedimientos,
instrumentos). Pero en nuestros días la música está más presente que nunca en los distintos
ambientes en que nos desenvolvemos, en los diferentes escenarios en los que vivimos. La
podemos oír, casi, en cualquier sitio y momento; nunca como ahora tantas personas han
escuchado o hecho música, bien de forma profesional o bien aficionada. Y es que la creación, la
ejecución, la difusión y la audición de la música están rebasando ciertos marcos -dónde, cuándo,
quién, cómo relacionarse con ella- que históricamente la han confinado.

De hecho, según ponen con toda claridad de manifiesto los estudios de las prácticas culturales
realizados en numerosos países, a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX y de estos
primeros años del XXI los índices de frecuentación de la música no han hecho sino crecer entre
la población; primero, entre los jóvenes, que han mantenido por lo general sus hábitos de
audición musical en etapas posteriores de sus vidas, si bien con las variaciones propias de la
biografía de cada cual. Este sostenido crecimiento de nuestra vinculación con la música (el
boom musical, en expresión querida por los norteamericanos) ha afectado a las distintas
generaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, que han incorporado la música a una
gama también creciente de las prácticas que conforman sus vidas cotidianas y de los escenarios
donde éstas se desarrollan. Aunque quizá sea más preciso decir que han incorporado las
músicas, pues ha aumentado en fuerte medida el número de personas que se relacionan con los
distintos tipos de música que vienen oyéndose en nuestra sociedad. Así, con las obras musicales
que conocemos como clásicas, con las de índole étnica o folclórica o con las que cabría incluir
bajo etiquetas tan amplias y vagas como ligera, moderna, electrónica u otras. Aunque, por cierto,
estas categorías resulten imprecisas e insuficientes para abarcar y clasificar adecuadamente los
tipos de música que hoy frecuentamos. Además, y por más que cada cual mantenga sus
preferencias, la mayoría de los oyentes se relaciona, más o menos a menudo, con obras de uno
u otro tipo, incluso insertas en variadas tradiciones musicales. Escogiendo, cuando resulta
posible, la audición de una u otra pieza musical en función, en términos generales, del tipo de
actividad –de las prácticas- que en cada momento estén desplegando, de los rasgos y fines que

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a ellas se asocien y de las circunstancias que estén dándose; esto es, de los distintos contextos
pragmáticosi.

Hoy podemos oír, y en efecto escuchamos, músicas procedentes de marcos culturales muy
diferentes, cuyas raíces se entierran en lugares y épocas distintos, aunque por cierto tiendan en
bastantes casos a adquirir rasgos comunes como resultado de la hibridación o fusión habida,
especialmente, en el marco de determinadas matrices musicales (Pérez Custodio, 2005: 20). En
los escenarios en los que se produce su audición esas músicas coinciden con varios elementos
de naturaleza simbólica –como son los imaginarios que cada oyente atesora-; y con ellos se
relacionan y mezclan. Se amplía, pues, la gama de músicas que oímos y que integramos en
nuestras vivencias, al mismo tiempo que la serie de contextos en los que disfrutamos de ellas. Y
ahí conviven y llegan a fundirse. Así, por ejemplo, algo “tan frecuente como la fusión de melodías
étnicas con música clásica y contemporánea o con el jazz y la salsa puede ocurrir en fenómenos
tan diversos como la chicha, mezcla de ritmos andinos y caribeños; la reinterpretación jazzística
de Mozart hecha por el grupo afrocubano Irakere; las reelaboraciones de melodías inglesas e
hindúes efectuadas por los Beatles, Peter Gabriel y otros grupos” (García Canclini, 2001: 15).

Pero esto es bien sabido, gracias a nuestra directa experiencia diaria así como a las difundidas
opiniones de varios especialistas. Y es que las características que presenta la música en la
sociedad actual son cada vez mejor conocidas, en buena medida, merced a los frutos obtenidos
con su trabajo por bastantes estudiosos que contemplan esa serie variada de fenómenos -de
tanta presencia en nuestras vidas y, a menudo, tan bellos- con un número amplio de enfoques,
que ayudan a entender mejor sus diversas facetas y sus distintas manifestaciones. Y esta
amplitud creciente en las perspectivas con que se la aborda afecta también a los estudios, de
orientación diacrónica, que atienden a los cambios conocidos por la música, sobre todo, en el
último medio siglo así como a las razones que los explican. Entre las que tienden a tenerse
presentes, según el punto de vista que hayan adoptado los distintos autores, además de la ya
tradicional perspectiva artística (obras, movimientos, autores), las razones de índole tecnológica
(cómo sucesivos instrumentos técnicos han contribuido a que los frutos de esta actividad cultural
rebasen las barreras espaciales, temporales y materiales que tienden a limitarla); asimismo, las
razones económicas (fijándose en la mercantilización de esas obras culturales). A su vez,
bastantes historiadores de la música han prestado atención al papel desempeñado por las
industrias culturales (en las que se unen, entre otros, los factores mercantiles y tecnológicos) y
aún otros han observado el protagonismo alcanzado en estas transformaciones por algunos
actores, individuales o colectivos. Y así, hasta establecer una serie de razones –más bien
circunstanciales en unos casos y más de fondo, profundas, en otros- que apuntan, en síntesis, a
la acción de ciertos agentes sociales y a los factores materiales y culturales que basan, y
condicionan, esas acciones. Es decir, al complejo entramado de factores, condiciones y agentes
que siempre conforman cualquier contexto social y que explica su evolución. Por supuesto, la
música (crearla, difundirla, interpretarla, oírla, experimentarla) es en todo caso un fenómeno
histórico: resulta indisociable de los seres humanos que la crean y recrean en contextos sociales
concretos –en los que concurren, en síntesis diacrónica y sincrónica, diversos elementos
condicionantes. De modo que la música propia de todo grupo social –como, en su conjunto, la

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cultura de la que forma parte- refleja en el fondo la manera en que está organizada esa sociedad
(Adorno, 2004).

El marco histórico en el que hoy vivimos, como se sabe, está cambiando mucho y muy deprisa,
en profundidad. Y esta serie de mudanzas, por supuesto, no afecta tan sólo a la música sino,
más en general, al conjunto de nuestras condiciones de vida. Aunque los cambios en la esfera
cultural tienen gran importancia y son, también, tan profundos que muchos autores emplean la
expresión Postmodernidad, sobre todo, para glosar los rasgos hoy dominantes en el mundo
inmaterial de las ideas. Término que, como es evidente, se refiere a su relación evolutiva con la
Modernidad –que, a su vez, sirve con frecuencia para identificar los fundamentos ideales de la
sociedad a la que cabría calificar como industrial y que descansa, entre otros aspectos, en su
contraposición con la Antigüedad partiendo de una concepción progresiva de la Historia.

Por su parte, la Modernidad se concibió, ya en la misma Ilustración, como el “proyecto e


implantación de la Razón” (Mattelart, 1995: 19), inscribiéndose en un más amplio ideal de
comprensión y dominación del mundo, y de cuantas circunstancias en él concurren, mediante el
razonamiento humano. Y esto fue en el marco de un gradual proceso de secularización –aún hoy
objeto de polémica discusión, que algunas fuerzas quieren revertir- mediante el que el universo
de las ideas religiosas, que durante tantos siglos sentó buena parte de los fundamentos de la
sociedad, fue sustituido por otro cuya piedra angular pasaría a estar constituida por la razón
humana. Pero, en ese proceso, la Modernidad no pudo evitar, al mismo tiempo que eliminaba
algunos mitos de naturaleza religiosa, fundar su proyecto ilustrado en otros seculares, tales
como los de la Libertad, la Riqueza –el Mercado-, la Felicidad, la Igualdad, la Democracia y,
destacando a nuestros efectos, la Cultura (Bueno, 1996: 11); desempeñando todos ellos una
función constituyente de lo social. La cultura, en concreto, supuso la secularización del mito
medieval de la Gracias de Dios: si hasta entonces el principal rasgo distintivo del humano frente
al animal residía en la conciencia, basada en el alma insuflada por la gracia divina, la cultura -y la
razón en ella apoyada- pasaría ahora a representar el soporte de esa conciencia y, en su
acumulación, el resultado de la acción racional mantenida durante siglos por colectivos humanos
–reflejando así, en términos seculares, el “alma de un pueblo”. Según Gustavo Bueno, la cultura
adquirió, junto con otros, rasgos de mito oscurantista sobre todo porque, al racionalizar la
Modernidad aquellos y desproveerlos aparentemente de su original condición de fábula e ilusión,
los convirtió en una especie de relatos supra-racionales (Bueno, 1996: 26), en los meta-relatos
que identificaron los posestructuralistas, en ideas-fuerza que han fundamentado durante varios
siglos determinadas formas de vida en sociedad, al guiar la acción de los sujetos y darle sentido.
Pero al objetivarse (Berger y Luckman, 1968) también instituyen ámbitos de acción específicos
para ciertos actores –quiénes, qué (repertorios, formas como la sonata), cómo (rituales, normas,
etcétera), dónde, cuándo. En el caso de la cultura, se distinguieron tres campos principales de
acción, ensalzando y sublimando alguno y despreciando otro –por cierto, precisamente, el que la
ciencia de la comunicación habría sobre todo de estudiar. En este proceso de mitificación
moderna de la cultura se diferenciaron, pues, tres niveles, o modos –ya que no son sino tipos
ideales que encuadran, al instituirlas, las prácticas culturales-, en los que ésta se expresaría:
uno, el de la alta cultura, reservada a las élites en cuanto a posibilidades de acceso y disfrute
(copias únicas, escenarios y rituales, que requieren poseer determinado nivel de capital cultural

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y económico); otro, el de la popular o folclórica ( volk, folk) de las tradiciones –que remite a la idea
de “origen o substancia fundante” (García Canclini, 2001: 175-8); y, por último, el de la cultura de
masas -que, de acuerdo con esta concepción, sería técnicamente producida y reproducida,
mercantilizada y con productos altamente estandarizados (de Aguilera, 2004: 150). Esquema que
más recientemente algunos estudiosos han precisado con la categoría de cultura popular (Real,
2001: 168) –arrebatando este término al ámbito étnico o folclórico para aplicarlo al tercer nivel,
en sustitución del confuso y debilitado concepto sociológico de la masa.

Una línea de reflexión semejante a la que se acaba de reseñar es la que sigue Néstor García
Canclini cuando sostiene, primero, que “Habermas retoma la afirmación de Max Weber de que lo
moderno se constituye al independizarse la cultura de la razón sustantiva consagrada por la
religión y la metafísica, y constituirse en tres esferas autónomas: la ciencia, la moralidad y el
arte. Cada una se organiza en un régimen estructurado por sus cuestiones específicas –el
conocimiento, la justicia, el gusto- y regido por instancias propias de valoración, o sea, la verdad,
la rectitud normativa, la autenticidad y la belleza. La autonomía de cada dominio va
institucionalizándose; genera profesionales especializados que se convierten en autoridades
expertas de su área” (García Canclini, 2001: 52). O cuando, más adelante (ibídem: 54-6), atiende
al estudio que efectúa Pierre Bourdieu del proceso histórico de constitución de campos
específicos para el gusto y el saber –en el marco de la diferenciación entre la ciencia y el arte-,
gradualmente alejados de sus anteriores condicionamientos religiosos y regidos, en
consecuencia, por la adquisición de su propia “legitimidad cultural”. La constitución de esos
campos llevó, entre otras cuestiones, aparejado el establecimiento de los contextos para su
desarrollo –como los museos y las salas de concierto- así como de actores y rituales, la fijación
de un sistema de reglas propias y la acumulación de capitales simbólicos intrínsecos. Y estos
capitales específicos de cada campo cultural habrían de permitir, a su vez, operar en ellos a los
distintos actores; por ejemplo, en la producción de bienes culturales –obras-, en su uso y disfrute
–asociado a un valor de distinción- o en su mismo estudio –justificada la autonomía
metodológica en el caso del arte por la independencia adquirida por ese campo, pero también
por las dificultades de la entonces obligada aplicación del método científico que en esa misma
época se estableció.

Pero no hace falta insistir ni profundizar más en estos puntos de vista, expuestos por distintos
autores y, por lo general, bien conocidos aunque aún, por cierto, discutidos (lo que, en el fondo,
quizá radique en el hecho de que los planteamientos que se encuentran en esa polémica –
antiguos, modernos, postmodernos- dan fundamento a determinadas formas de acción social y
basan, por lo tanto, el ejercicio del poder político, económico y cultural ; contraponiéndose así, a
veces, los fines de los autores que polemizan desde su encuadramiento en ciertos marcos
institucionales). Baste, pues, con lo anterior como botón de muestra de las reflexiones –y de las
vivas controversias con ellos relacionadas- realizadas sobre el establecimiento, en el marco de la
Modernidad, de ciertos fundamentos ideales de nuestra vida social que incluyeron determinadas
formas de pensar la cultura y, con ella, la estética. Que, por más que condicionasen las prácticas

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culturales –aquí, musicales- de la población y alentasen ideas y realizaciones muy interesantes,
sin embargo, habrían de modificarse en el transcurso de los años, entre otras razones, por el
creciente desencuentro que irían conociendo con las dinámicas socioeconómicas que
desencadenó su mismo desarrollo. Pues lo cierto es que, de hecho, no funciona esa división
abrupta entre lo culto, lo popular y lo masivo (García Cancilini, 2001: 36); además, atenerse a la
observación de los fenómenos culturales a partir tan sólo de esos criterios no ayuda a
comprenderlos cabalmente. De aquí que hayan de revisarse en profundidad.

2. BAJO EL VELO DE LOS MITOS

No ha de extrañar, entonces, que si se han difuminado en la actualidad las lindes que


tradicionalmente confinaban las prácticas culturales en las respectivas esferas instituidas al
efecto –las de la alta cultura, la popular o folclórica y la de masas-, también se vayan borrando
las barreras que han separado los campos de estudio especializados en cada una de esas
esferas. Y ello, no sólo como consecuencia de la crítica que iniciaron los posestructuralistas y
otros muchos han desarrollado siguiendo líneas particulares, sino por varias razones más, entre
otras y sobre todo, que los fenómenos que hoy ocurren exigen su observación con perspectivas
más amplias y complejas, que enriquezcan los frutos obtenidos con los enfoques tradicionales y
ofrezcan al mismo tiempo una visión más completa y cabal. Y eso mismo pasa en el terreno
musical, donde los ricos saberes acumulados durante muchas décadas de estudio se van
enriqueciendo en la actualidad con trabajos que responden a otros planteamientos disciplinares.
Y es que, hasta ahora, la musicología se ha centrado sobre todo en el examen de la música
clásica –en torno de la que se acumulan, pues, buena parte de sus resultados-, siguiendo la
mayoría de las veces la orientación metodológica adecuada a la conceptualización moderna de
la estética. Por su parte, la música popular o folclórica ha sido estudiada, en especial, desde
ciertos enfoques antropológicos. A su vez, de la de masas se han ocupado más bien los
especialistas en la cultura de masas –esas zonas de la actividad simbólica que expresan
aspectos de la vida cotidiana de las personas y los pueblos, pero que son “mal vistas por la
cultura culta” (García Canclini, 2001: 240)-, esto es, los estudiosos de la comunicación.

O quizá quepa decir, con más precisión, que estos deberían haberse ocupado de esa tercera
esfera de prácticas musicales. Pues, paradójicamente, por más que –como es evidente- la
música sea una de las formas que adopta la comunicación humana y que muchas de sus
manifestaciones participen de semejantes características a las que exhiben otras obras
culturales catalogadas en el marco de la cultura de masas, a pesar de su muy frecuente
presencia en buena parte de los productos audiovisuales, sin embargo, ese tipo de música se ha
constituido hasta ahora muy raramente en objeto de estudio de los comunicólogos. A lo que por
supuesto ha contribuido, entre otras razones, la institucionalización de especializaciones
científicas –su confinamiento en departamentos académicos centrados de manera exclusiva y
excluyente en torno de ciertos objetos de estudio (Cook, 2001: 95)-, así como las orientaciones
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metodológicas dominantes en los campos del saber. Pues casi todas las disciplinas científicas se
han orientado durante muchos años siguiendo un enfoque idéntico en lo esencial, que en el
terreno de las ciencias sociales cabría glosar con el adjetivo positivista, cuya dificultad de
aplicación a los objetos de estudio definidos para la música y otras artes justificaba la autonomía
metodológica que a éstas se les concedió.

En cuanto a la aplicación de ese enfoque en el campo de las ciencias sociales quiero aquí tan
sólo subrayar que, en su preocupación por descomponer los hechos bajo observación en
unidades aisladas que permitan distinguir con precisión sus relaciones causales, con demasiada
frecuencia se hizo abstracción de los fenómenos en sí -esto es, de los singulares seres humanos
que siempre los protagonizan, desplegando acciones en contextos concretos en los que,
además, concurren en compleja interacción diversos elementos condicionantes. De aquí que,
más allá de las ventajas que han de reconocerse a esta orientación y de las numerosas
aportaciones al saber obtenidas con su aplicación, en ese mismo campo científico se hayan
sucedido distintas corrientes metodológicas que ha intentado superar sus limitaciones –
completándola, matizándola o modificándola más en profundidad e, incluso, refutándola- dando
cuenta, en buena parte de los casos, de la complejidad inherente a los diferentes fenómenos de
los que habían de ocuparse. Corrientes que adquieren especial importancia al responder, en
breve, a dos giros de primera importancia en el campo del saber social y humano (de Aguilera,
2007): uno, el que cabe calificar como giro cultural, pues presta especial atención a la producción
de sentido por los actores sociales en un marco cultural dado; otro, el que lleva a contemplar el
ser humano con una perspectiva microsocial, esto es, observando personas concretas en el
marco de sus contextos pragmáticos -que incluyen determinados elementos simbólicos que le
ayudan, entre otras cuestiones, a dar sentido a sus avatares biográficos. Atravesando en general
estos giros las diversas ciencias sociales y humanas –en la de la comunicación conocieron un
especial desarrollo con los estudios de la recepción-, propiciaron asimismo cierto nivel de
convergencia de distintos ámbitos disciplinares en torno de la mejor comprensión de algunos
hechos.

Y es que los hechos son tozudos, planteando entonces serias dificultades para su
encuadramiento en los marcos que imponen determinadas forma de hacer –y pensar- la ciencia.
Y esta resistencia es mayor en el caso de los fenómenos de nuevo cuño que exhibe nuestro
entorno actual. De aquí, entre otras causas, que hubiesen de modificarse los enfoques y, con
ellos, los objetos de estudio así como las herramientas y los conceptos que permiten
construirlos. Y eso pasa también en el terreno de estudio de la comunicación, durante muchas
décadas orientado sobre todo por el positivismo; donde cabría decir, más en general, que el mito
de la cultura se proyectó sobre el de la comunicación –además de, por otro lado, sobre el de la
música-, oscureciendo así, durante años, las posibilidades de cabal comprensión de los
fenómenos de los que esta ciencia habría de ocuparse (de Aguilera, 2007). Aunque hoy, sin
embargo, se asista a una profunda renovación de su estudio científico –enfoques,
procedimientos, objetos de estudio. Y es que, casi desde sus momentos fundacionales hasta

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hoy, las investigaciones y reflexiones comunicacionales han seguido sobre todo una orientación
-muy extendida entre los investigadores pero también entre los profesionales de la comunicación
e, incluso, popularizada entre el conjunto de la población- de marcada inclinación positivista, que
aquí cabría calificar como informacional o, en términos algo semejantes, como propagandística.
Que sigue una propensión finalista y un esquema lineal –singularmente ilustrado por las cinco
preguntas formuladas por Harold D. Laswell (Laswell, 1948)-, se centra en los principales
medios de comunicación de masas y en sus productos –antes que en la misma comunicación
humana- y, preocupada por los efectos de esas comunicaciones, atiende al deber ser
comunicacional fijado en los discursos públicos antes que al ser que exhiben nuestras prácticas
cotidianas.

Es evidente que esta forma de estudiar la comunicación, como por cierto cualquier otro fruto de
la actividad humana, refleja elementos y circunstancias propias de su contexto histórico.
Condicionada pues, entre otros factores diversos, por los fundamentos ideales que estableció la
Modernidad –metodología, objetos de estudio, valoración previa de los fenómenos que
constituyen su razón de ser- ha permitido sin duda el logro de notables resultados, aunque al
mismo tiempo también ha dificultado la comprensión, en general, de las comunicaciones
humanas y, en particular, de varias de sus facetas y manifestaciones. Así, ese modelo
comunicacional obvia en cierta medida la cabal comprensión de la naturaleza de nuestras
comunicaciones –quién, cómo, por qué-, así como lo que concierne a otras culturas diferentes de
la nuestra (eurocéntrico) o al género (androcéntrico). Y no se ocupa de varias manifestaciones
de la comunicación humana; entre otras, la música. Cuyas posibilidades de comprensión
científica, a su vez, han quedado asimismo limitadas en cierta medida por la sombra que sobre
ella proyecta el mito de la cultura (Bueno, 1996), así como por el propio proceso de mitificación
que la misma música ha conocido (Cook, 2001) –en el marco global constituido por
determinadas formas de pensar, decir y hacer este producto de la actividad humana.

En la sociedad occidental, la música ha sido pensada -y, por lo tanto, también creada y muchas
veces disfrutada- en el seno de una antigua tradición filosófica (Rowell, 1990), con complejas
relaciones con lo religioso y lo científico, que arranca desde Platón y llega hasta nuestros días,
habiéndose adaptado en cada época a las principales tendencias imperantes en el nivel de las
ideas así como a otros elementos sociales que también la han condicionado. De aquí que esta
forma de pensar la música se inscriba en el núcleo central de nuestra cultura, vinculándose en
ella con el desarrollo de ciertas operaciones sociales esenciales (Lull, 1987: 141). Aunque,
paradójicamente, no siempre se corresponda con los modos en que realizamos ciertas prácticas
musicales en el despliegue de nuestras vidas cotidianas. Ya que en nuestra cultura, como por
cierto en las demás, los oyentes –si bien siempre condicionados por diversos elementos del
contexto- crean imaginativamente los usos personales y colectivos de la música, empleándolos
en la labor de dar sentido –y bienestar- a las situaciones que se dan en sus escenarios
consuetudinarios; de ahí que el sentido que otorguen a las piezas musicales, en el marco de las

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prácticas culturales propias de su vida cotidiana, no siempre coincida con el que propongan los
creadores o prescriba el medio social (Lull, 1987: 150).

A pesar de la solidez de esa tradición de pensamiento –o, quizá, precisamente por ella-, no deja
de resultar difícil describir, expresar y comprender la música con palabras –tan ceñidas a la
esfera racional del logos. Por eso se ha debido recurrir con mucha frecuencia al uso de
metáforas y otras figuras retóricas para describirla y expresarla, así como a la hermenéutica para
comprenderla. Como lo expone Cook, “la metáfora básica o subyacente de la cultura musical
occidental (sería…) que la música es algún tipo de objeto” (Cook, 2001: 93). Y de aquí, a su vez,
la que señala como su principal paradoja: “La vivimos dentro del tiempo, pero con objeto de
manipularla, incluso de entenderla, la sacamos del tiempo y, en ese sentido, la falseamos”; de
ahí que no haya que “confundir los objetos de música imaginarios con las experiencias
temporales que representan” (ibídem: 94). Y es que, como ha pasado en otras ciencias sociales
y humanas, la tradición principal de estudio de esta forma de arte, bien arraigada además en el
modo clásico de pensar la música occidental, ha tendido con cierta frecuencia a abstraer la
música de su primer protagonista: el ser humano, que la ha creado y recreado –entre otros
modos, mediante el músico-oyente (Alcalde; 2007: 23), el receptor del mensaje sonoro que le da
sentido y lo convierte en música al oírlo y apropiarse de él-, que se ha servido de ella con ciertos
fines en los distintos contextos sociales en los que ha vivido. Aunque el estudio de la música
tome hoy, sin embargo, cada vez más en consideración esas dimensiones esenciales suyas,
entre otras causas, al acomodar sus enfoques a la comprensión de los nuevos fenómenos
musicales, así como al irse enriqueciendo por las aportaciones de varias disciplinas antes ajenas
al estudio de la música –sobre todo, las que se ocupan de la cultura, de la naturaleza humana y
de sus comportamientos en sociedad.

Y es que la música ha de estar siempre referida al ser humano que, para satisfacer una serie de
fines –algunos de ellos de carácter esencial-, se ha servido de ella en todo contexto histórico.
Así, contemplada desde cierto punto de vista, la música bien puede considerarse como una de
las vías que siempre ha empleado el ser humano para alcanzar ciertas formas de bienestar.
Cuya consecución, de acuerdo con José Ortega y Gasset, constituye uno de los más importantes
objetivos humanos, tan íntimo y constante que le ha llevado a desplegar un enorme esfuerzo
histórico para liberarse del mero estar, de las circunstancias que impone el aquí y el ahora;
creando, así, una circunstancia nueva y más favorable, que el filósofo español denominó
sobrenaturaleza (Ortega y Gasset, 1968) y el británico Lewis Mumford calificó como
megatécnica (Mumford, 1971), y que no está compuesta sólo por objetos materiales sino
también por los numerosos elementos simbólicos de que el hombre tiende a rodearse. Los frutos
de ese esfuerzo, acumulados en el transcurso de la historia, son entonces de índole, por un lado,
tecnológica y, por otro lado, cultural. Pues las culturas humanas –basadas, entre otros aspectos,
en la acomodación de los estados emocionales a la vida en sociedad- sirven para superar el
estar y alcanzar cierto grado de bienestar. Entre otras cosas, ayudan a hacer posible la vida en
común de los miembros del grupo, proporcionando sentido a las experiencias que puedan vivir;

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pero también dan una base en la que apoyarse para elaborar una manera propia de concebir,
imaginar y proyectar la vida personal: lo que Ortega y Gasset denominó programa de vida
(ibidem) o Anthony Giddens, en idea más reciente, calificó como el proyecto del yo (Giddens,
1995) –y aquí quizá convenga subrayar la condición de la música como espacio del yo. Y es que
siempre deseamos algo más, sin conformarnos con satisfacer exclusivamente nuestras
necesidades básicas. Queremos dar sentido a lo que somos y a lo que vayamos –quizás- a ser.
Buscamos nuevas sensaciones, nuevas experiencias, nuevos objetos de deseo. Y, si no
podemos alcanzarlos físicamente, nos servimos de imágenes y sonidos ideales, de suplentes
eficaces que nos apacigüen y que compensen las carencias surgidas durante el proceso de vivir
–esto es, en esencia, de las acciones eufémicas que han descrito los antropólogos del
imaginario (Durand, 1981) o, en idea semejante, de las gratificaciones imaginarias (Pardo, 2007:
25). Imaginamos o evocamos nosotros mismos esos objetos, sensaciones, emociones,
situaciones -y a nosotros con frecuencia en su seno- o bien compartimos las creaciones
imaginarias de los humanos –acumuladas junto a otros elementos en nuestra cultura,
depositadas en el imaginario colectivo y transmitidas por diferentes vías.

Para poder superar el mero estar e instalarse en el bienestar, pues, el ser humano se ha servido
de varias vías con las que cuenta naturalmente, dándoles forma a lo largo de la historia mediante
los diversos elementos culturales y técnicos que cada grupo social les ha brindado –y a la vez
impuesto. Una de las cualidades de que dispone para alcanzar cierto grado de bienestar es la
música, ese universo simbólico de sonidos organizados que apela sobre todo, al evocarlas, a
nuestras emociones y sensaciones. Basándose en nuestra naturaleza musical –en nuestro
cuerpo acústico (Borges, 2007), capaz de expresar, percibir, representar ciertos sonidos, así
como de obtener con ellos experiencias gratas-, las distintas culturas que el hombre ha creado le
han proporcionado instrumentos técnicos y un acervo de conocimientos compartidos en los que
basar sus actividades musicales –insertas siempre en alguna práctica social, sea de índole
individual o colectiva. Mediante los que ha podido, entonces, producir y apreciar –entender,
disfrutar- la música. En suma, “La música es una síntesis de procesos cognitivos presentes en la
cultura y el cuerpo humano: las formas que adopta y los efectos que produce en la gente son
generados por la experiencias sociales de cuerpos humanos en diferentes medios culturales.
Dado que la música es sonido humanamente organizado, expresa aspectos de la experiencia de
los individuos en sociedad” (Blacking, 2006: 143).

Y es que, si cabe por un lado observar elementos constantes, universales, en la condición


humana, por otro lado, hay que tener presente que todos los hombres y mujeres han vivido en
concretos contextos históricos. Y, si es histórica nuestra vida, también lo son las actividades que
en el transcurso de ella realizamos. Como las de índole musical. Que en toda época, en toda
cultura, han resultado de la incidencia conjunta de una serie de factores, condiciones y agentes
de peso desigual –destacando en nuestros días las industrias culturales. Así, cada cultura ha
establecido un cúmulo de conocimientos y de convenciones –que incluyen sonidos, expectativas,
tipos de experiencias y emociones asociadas-, más o menos explícito, que lleva a concebir la
música y a guiar las prácticas musicales siguiendo ciertas líneas. Es decir, ha sentado ciertos
patrones culturales que fijen para todos los miembros de esa sociedad las formas de pensar y
hacer la música y basen, así, sus comunidades musicales (Cook, 2001). Dicho en otros términos,
cada sociedad ha establecido y desarrollado determinadas matrices culturales –que, en la
práctica de estudio, no sino tipos ideales- que se articulan con los colectivos sociales de los que
son expresión (Martín Barbero, 1999: 24); aunque, en el transcurso de las relaciones entre
11
distintos colectivos sociales y de sus expresiones culturales, éstas acaben con frecuencia
conociendo procesos de hibridación (García Canclini, 2001: 20-2); o de fusión, dicho con más
propiedad en el caso de las matrices musicales. Y es que, más en general, esas matrices son
afectadas por la fuerza de diversos factores y agentes sociales que ejercen sobre ellas una
acción transformadora. Entre las mediaciones transformadoras de las matrices culturales en
nuestra sociedad cabría mencionar su proceso de institucionalización (escenario destacado para
el ejercicio del poder simbólico –es decir, de la capacidad de producir sentido respecto de
nuestra vida colectiva y de lograr que ese sentido sea asumido por otros, guiando sus acciones
en la vida social-) o la notable influencia por lo general ejercida por las lógicas productivas ii
(escenario en este caso donde se ejerce el poder económico).

Y es que, si remitimos el examen de la música, entre otros criterios, a su vínculo con lo social
será difícil sustraerlo del todo de consideraciones que tengan que ver con el poder (con la
capacidad de obtener obediencia). Puesto que hace tiempo que quedó ya sentado que la cultura
es en cierta medida resultado de la forma concreta de organización que adopte una sociedad y, a
la vez, una condición necesaria para que las personas y los colectivos actúen en su seno –pues
les proporciona un fundamento ideal compartido en el que apoyar esas acciones. Como nuestras
sociedades son desiguales, la cultura refleja esa desigualdad, a menudo legitimándola aunque
con más frecuencia constituya un escenario de confrontación simbólica entre los actores sociales
que ocupan posiciones diferentes en la sociedad. De aquí que en el examen de la cultura –y de
la música, entre otras de sus manifestaciones- también sea oportuno atender a los procesos de
mediación que se dan, sobre todo, en el ejercicio del poder simbólico y en las resistencias contra
él ejercidas (dicho en términos más usuales, aunque no tan precisos, se trata de la toma en
consideración de las relaciones entre música y política). Por mediaciones podría entenderse
aquí, de acuerdo con Jesús Martín Barbero, las articulaciones entre prácticas culturales y
movimientos sociales (Martín Barbero, 1987: 203), esto es, los dispositivos a través de los cuales
la hegemonía –el poder simbólico que ejercen ciertos colectivos sociales dominantes- intenta
transformar desde dentro el sentido de la vida de la comunidad (ibídem, 207). En línea
semejante a la anterior, James Lull distingue, por un lado, las mediaciones sociales (proceso por
el que “los miembros de las audiencias reconocen, interpretan, editan y utilizan las
representaciones ideológicas de los medios en su construcción social de la vida diaria”) (Lull,
1997: 33) y, por otro, las mediaciones tecnológicas (“la intervención de la tecnología de las
comunicaciones en la interacción social”) (ibídem: 31). A las que bien se podría añadir un tercer
tipo de mediación, la de índole económica, que permite asimismo atender al peso ejercido por
ciertos agentes sobre las formas culturales, en este caso musicales, con el fin de obtener
beneficios económicos.

3. APROPIARSE DE LA TECNOLOGÍA
Entre la tecnología y la música existe una estrecha relación, básica e inextricable, que resulta
evidente para muchos autores; por más que no todos la hayan apreciado igual ni entendido de la
misma manera. Así, por ejemplo, algunos estudiosos han tomado tan sólo en consideración la
presencia de la tecnología en el marco de la música propia de la cultura de masas y
aprovechado esta circunstancia como argumento para descalificarla. Entre otras razones porque,
según esta línea argumental, sus productos, de escasa calidad e inicialmente dirigidos a amplios
públicos urbanos poco educados, son elaborados (ya no por la mano del genial creador) y
reproducidos (ya no copias únicas, representaciones en directo, obras auténticas) mediante el
empleo de máquinas –basadas en sucesivas, y a menudo complementarias, tecnologías-, al
12
servicio de organizaciones complejas que obedecen a una pronunciada inclinación mercantil.
Aunque, para entenderla y ponderarla mejor, quizá convenga subrayar que esa consideración
descalificadora se inscribe de lleno en el seno de las ideas fundantes de la sociedad moderna,
de sus grandes relatos relativos a cuestiones tales como la cultura, el progreso y el desarrollo;
concediendo a la tecnología –a la vez, “fruto e instrumento de la acción racional humana”, al
servicio de su dominación del mundo- también una condición mítica y un carácter semi-
autónomo respecto del hombre (Miège, 1997: 145).

Y es que esa forma de pensar la tecnología, bien anclada en el imaginario de la sociedad


moderna y que tantos posicionamientos tecnófilos y tecnófobos ha provocado, la concibe como
algo relativamente independiente del ser humano, de los fines, aspiraciones y posibilidades
propios del medio histórico en que siempre actúa. Pero toda tecnología, antes bien, se inscribe
en el seno del esfuerzo desplegado para crear la sobrenaturaleza a la que hacía referencia en
páginas anteriores, y arraiga por lo tanto en el cuerpo humano –en el caso de la música, en su
cuerpo acústico, capaz de producir sonidos, percibirlos, representarlos y gozarlos-, prologando
los órganos que emplee en cada función y ampliando sus posibilidades. Los instrumentos
técnicos logrados por los humanos en el transcurso de la historia siempre han tenido una
dimensión intencional –se inventan y usan para alcanzar ciertos fines-, asociándose pues a las
acciones humanas, que siempre se encuentran condicionadas por el medio social en el que
tienen lugar. La tecnología incluye, entonces, las acciones que con ella se puede llevar a cabo
para lograr determinados fines, los órganos humanos y los instrumentos técnicos que con ese
propósito se emplee, y los conocimientos y habilidades necesarios para su uso –en el caso de la
música, las competencias necesarias para producir y hacer llegar al oyente ciertos sonidos que
puedan ser de su gusto e interés, así como las que se precisan para apreciar esos sonidos y
usarlos en contextos concretos. De modo que la tecnología está presente en todo tipo de música
si bien, como ya he señalado, no todos los autores participen de esa evidencia.

Como antes apuntaba, en la historia de la música –así como en la de otras artes-, además de a
su dimensión estética (transformaciones marcadas por obras, autores o movimientos singulares)
se ha atendido con cierta frecuencia a su evolución técnica; y, más recientemente, también a la
incidencia en sus cambios de ciertos aspectos económicos (en especial, a partir de su
encuadramiento en el marco de las industrias culturales y de la lógica económica que siguen) y
sociales (colectivos que con ella se relacionan, ambientes culturales en los que viven, usos
políticos). De aquí que, entre otras cuestiones, sea bien conocida ya la evolución de los
instrumentos técnicos que nos auxilian en nuestras actividades musicales, así como las
sucesivas modificaciones en las competencias necesarias para crearlas y ejecutarlas con las que
se vinculan esas mudanzas técnicas y su estrecha relación con los cambios ocurridos en la
naturaleza misma de la música. Así, por ejemplo, muchos tratadistas han destacado el impacto
que tuvo el logro de la notación musical. Que, entre otras cuestiones, permitiría una forma de
representación de los sonidos externa a la mente humana fijándolos, más allá de la memoria, en
un soporte que los haría más permanentes y transportables ( tecnología de la escritura, que
transpone sonidos a un soporte visual). Y que, poco después, con la imprenta, multiplicaría
muchas veces las posibilidades de su transmisión a un número creciente de personas –pues, al
mismo tiempo que se obtenían esos logros técnicos, también cambiaban las posibilidades de
acceso al uso y disfrute de la música, extendiéndose cada vez a más personas. También se ha
subrayado a menudo la serie de importantes cambios conocidos por la música a lo largo de los
siglos XVIII y, sobre todo, XIX y XX, al desarrollarse la sociedad industrial y sucederse, en el
marco de una más amplia revolución sonora –con el teléfono, la radio y otros instrumentos-, las
innovaciones técnicas que afectaron tanto a la producción de sonidos como a su registro –
grabación-, distribución y reproducción. Pues esta (re)productibilidad técnica de los sonidos –
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primero mecánica, luego electrónica y ahora digital- constituye una revolución de gran
importancia, en general, en nuestra acusfera y, más en particular, en el campo musical. Entre
otras razones, porque aumenta el radio de acción de los sonidos más allá de las barreras
espaciales, temporales y materiales que tradicionalmente los han limitado –con lo que la
experiencia musical deja de depender del aquí y el ahora de su ejecución, separándose los
contextos de producción y uso y comenzando, así, su desterritorialización. Y amplía asimismo la
gama de sonidos que empleamos en la música –lo que incluye el uso de algunos que ni siquiera
tienen un preciso referente en la realidad, si no que sólo anidan en nuestra imaginación-, así
como la gama de experiencias musicales que podemos obtener –al preservar y diseminar las
creaciones humanas logradas en tiempos y espacios de diferente signo cultural.

Con esa revolución sonora, en la que tecnología constituye un elemento de gran importancia,
aunque no único, la música consigue rebasar definitivamente las lindes que la confinaban en
contextos concretos y la vinculaban a prácticas sociales determinadas –rompiendo, quizá para
siempre, la hasta entonces obligada relación entre la acción y el sonido. Y quebrar, así, el
modelo institucional que fijaba qué música podía interpretarse u oírse, por quién, cuándo, cómo y
dónde -que establecía, pues, las normas, actores, contextos, procedimientos y rituales, entre
otras cuestiones, para las distintas prácticas musicales. Sin duda la tecnología (sobre todo, la
digital en su conexión con otras líneas tecnológicas que permiten, entre otros aspectos, la
convergencia multimedia o la posibilidad de conexión permanente y ubicua), asociada con
muchos otros cambios de gran intensidad y hondura en las esferas de la cultura y la sociedad –
vinculada, pues, a la acción humana en el actual medio histórico-, ha contribuido a transformar
significativamente la música y sus condiciones de uso –por lo que respecta a la producción,
distribución y recepción.

Al modificarse en profundidad los fenómenos que abarca y mediante los que se manifiesta la
música fueron cambiando también, en paralelo, los objetos de estudio que hubieron de
abordarse y los enfoques, conceptos y métodos que se requerían para distinguirlos y
observarlos. Entre otros objetos que adquieren, entonces, carta de naturaleza y legitimidad para
su estudio científico se encuentra la música popular -dicho sea en el sentido, antes citado, que le
confieren Michael Real y otros autores (de Aguilera, 2004)-; o, dicho en otros términos, la
extensa gama de manifestaciones musicales -también culturales y sociales- que podrían
agruparse bajo esa amplia categoría.

Y es que, sobre todo en el último tercio del siglo XX y en los años hasta ahora transcurridos del
XXI, son abundantes y significativas las mediaciones sociales que están teniendo lugar en el
escenario cultural, con la música –sobre todo, la popular- representando un papel de notable
importancia. Numerosos colectivos sociales –constituidos, a menudo, por motivos coyunturales y
con escasa voluntad de serlo, con independencia de que en ciertos casos hayan llegado a
adquirir rasgos identitarios- han protagonizado en estas décadas singulares procesos de
apropiación de las tecnologías emergentes y de diversos elementos de índole cultural, en
frecuente pugna con otros actores sociales y en el transcurso de su lucha, en especial, por el
poder simbólico o cultural . Lo que no debería extrañar salvo, quizá, por la importancia y
frecuencia de estos fenómenos durante esas décadas; ya que la música ha sido uno de los
principales vehículos históricos mediante los que expresar y dirimir simbólicamente las
diferencias entre colectivos sociales (establecidas por razón de género, edad, estatus
socioeconómico y otros factores diferenciadores en la estructura social); proponiéndose y
negociándose el sentido a través de los códigos de una u otra índole presentes en toda pieza
musical.
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Las manifestaciones de estos procesos de mediación social son muchas y, por lo tanto, también
los ejemplos que aquí podrían traerse a colación. Quizá quepa mencionar, con fines ilustrativos y
casi a título de antecedente, el movimiento esperanzado que desató la llegada de lo que algunos
conocieron como técnicas ligeras. Así denominadas por sus diferencias con las pesadas, esto
es, las que se identificaron con el empleo de una maquinaria voluminosa y cara así como con
una forma de organización del trabajo propia de organizaciones complejas, con numerosos
profesionales interviniendo en fases especializadas del proceso de producción de las obras
culturales y altamente jerarquizadas. Frente a las técnicas más vinculadas con ese tipo de
organización del trabajo, que dejaba en muy pocas manos la capacidad de incidir en las
características y el sentido de los productos culturales, la aparición de las nuevas técnicas,
desarrolladas en la senda de una creciente miniaturización de los instrumentos y en su
abaratamiento, conllevó mayores posibilidades de apropiación, por los profesionales y por el
público profano, de las tecnologías y de su operación para participar en la elaboración de los
productos musicales, así como para determinar el modo de su reproducción; es decir, un grado
menor de control por quienes venían detentando el poder cultural y, en consecuencia, un grado
mayor de libertad para la mayoría de la población en el uso de la música. En este sentido puede
también interpretarse la irrupción de la informática y sus sucesivas aplicaciones –sobre todo, las
vinculadas con las telecomunicaciones, como es el caso de internet- en el campo de las artes,
singularmente, de la música; que, junto con otras innovaciones y circunstancias, modificarían los
modos de composición, interpretación, difusión y audición y, al tiempo, contribuirían a desmontar
el marco institucional establecido por la sociedad moderna para las prácticas musicales.

Aunque aquel despliegue de ciertos elementos técnicos (que algunos interpretaron en términos
ideológicos –tecnologías liberadoras-, tan propios de aquella época) representaba, como hoy
sabemos ya apreciar, el inicio de unos cambios de mucha mayor profundidad y alcance, de cuya
importancia vienen advirtiéndonos distintos autores desde hace varias décadas. Por más que los
pronósticos sobre esos cambios, y el tono con que lo han hecho, varíen en apreciable media
según los autores que los hayan emitido, sin embargo, todos coinciden en subrayar su rapidez e
intensidad, así como el papel que en ellos representa la tecnología en su relación con otros
factores, condiciones y agentes de cambio; entre otros, con la cultura. Entre la serie de ideas
propuestas -en ciertos casos, bien conocidas- para referirse a esa intensa interrelación entre la
tecnología y la cultura, en un contexto de cambios acentuados, cabría mencionar la de Charlie
Gere, quien habla de la cultura digital para calificar el despliegue de una flamante forma cultural,
plenamente característica de nuestra época; esto es, un modo de vida, propio de un extenso
grupo social en una época determinada, en el que la tecnología digital y otras que la acompañan
constituyen una suerte de marcador cultural, ya que basan las máquinas y sistemas de
comunicación e información que tanto impregnan nuestras vidas cotidianas (Gere, 2002). El
desarrollo tanto de esta forma cultural cuanto de la misma tecnología que la soporta y alienta,
como es evidente, resulta de la síntesis de una serie de causas, entre otras, de ciertos modos de
pensar que crearon el clima necesario para su concepción y posterior despliegue (Gere, 2002:
34). Y entre esos modos de pensar cabe mencionar, a su vez, el movimiento que se conoció
como cibercultura (Gere, 2002: 152-3); entre otras razones, porque ese mismo término pone de
manifiesto cómo percibieron una serie de personas –artistas, científicos, tecnólogos y otros- el
fuerte impacto transformador que podría tener la tecnología sobre la cultura si se le daban ciertos
usos. Como es natural, entre ellos se contaron muchos músicos, empezando quizá por Cage y,
en especial, Stokhausen (Gere, 2002: 72/ Ramos, 2004: 32), y siguiendo con diversos creadores
de la música electrónica.

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En efecto, una serie de músicos-científicos (Dyjament, 2004: 80), con sólida formación,
empezaron a concebir ciertos usos de la tecnología que, al confluir con la música popular y más
informal, darían paso al nacimiento de la música electrónica y, con ella, a una extensa serie de
movimientos musicales –y, más en general, culturales y sociales, sobre todo, de base juvenil y
urbana- que, en la práctica, buscaban apropiarse de la tecnología y de ciertos recursos culturales
para transformar sus condiciones de vida y el sentido que ésta tuviera (Willis, 2000). Pues la
música ha sido con ellos, de nuevo, expresión de colectivos sociales, manifestación cultural de
modos de vida –y eso, cantándose casi siempre en una lengua que no suele entenderse en el
momento de la audición. Y es que los individuos que han participado en ellos se agrupan en un
proyecto de vida, temporalmente compartido, que se define por un estilo de vida con soporte en
un imaginario determinado (cito Roma, Reguillo). Y uno de los elementos que más fácilmente
ayudan a delimitar cada uno de esos colectivos es el constituido por sus preferencias musicales.
Así, categorías como hip-hop, break dance, house, techno, jungle y tantas otras (Dyjament,
2004: 86 y ss.), además de usarse para definir estilos musicales, constituyeron asimismo
etiquetas identificadoras de determinadas prácticas sociales, contribuyendo de manera muy
notable a crear los ambientes en los que se desarrollaban esas prácticas, junto con otros
elementos simbólicos o materiales –entre los que distintos tipos de droga suelen tener también
un protagonismo apreciable- y en continuos procesos de hibridación. Pero en esas mediaciones
sociales también ha tenido participación destacada la industria musical, en su intento continuo de
reconfigurar esos estilos de vida como categorías que definan segmentos de mercado.

En todo caso, esos movimientos se han sucedido en la apropiación –más o menos consciente-
de las tecnologías y de los recursos simbólicos manteniendo una constante pugna por el poder,
contribuyendo de manera apreciable a modificar nuestra sociedad, la misma tecnología y, sobre
todo, las prácticas culturales. En este sentido cabría mencionar el papel de singular importancia
atribuido a la red de redes –internet, en breve-: concebida y desplegada inicialmente en un
escenario en el que la cibercultura tenía especial auge (Gere, 2002), basada entre otros
aspectos en la idea de compartir archivos, ha permitido aplicaciones –como las net labels, mash
up, P2P y otras- que contribuyen decisivamente, junto con otra serie de innovaciones, a
modificar de modo profundo, y quizá romper, los moldes institucionales que han constreñido las
prácticas musicales (y, por lo tanto, los modos de ejercicio del poder económico y cultural). Pues
incluso se quiebra su modelo tradicional de negocio: la ya tradicional relación entre el creador y
el oyente no necesita ahora la mediación de agentes industriales, pues del traspaso de la música
a algún soporte físico se ocupa el mismo oyente.

4. MEDIACIONES ECONÓMICAS
Hablar de obras de arte ha servido durante muchos años, entre otras cosas, para distinguir los
productos de la cultura culta, sobre todo, de los propios de la cultura de masas o popular . Y ello,
de acuerdo con la “ideología de lo culto moderno” (García Canclini, 2001: 77), que supone la
autonomía y el desinterés práctico del arte, la creatividad singular y atormentada de individuos
aislados; en suma y en otros términos, la ausencia de mediaciones tecnológicas y económicas.
Sin embargo, esa misma expresión pone de manifiesto la vinculación de esos trabajos culturales
con los principios básicos de la economía industrial clásica (Cook, 2001: 30): en este caso, la
producción de bienes que, posteriormente, son distribuidos casi siempre por terceros, y por cuyo
uso y disfrute los consumidores finales pagan una cantidad económica –los miembros del
público, que invierten cierto tiempo, energía y dinero en la búsqueda y obtención de alguna
experiencia gratificante mediante el uso de esa obra.

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Por supuesto, el vínculo entre las obras de arte y los principios de la economía industrial no
obedece a la casualidad. Antes bien, esa idea es concebida en el marco de un contexto social
-el industrial, que en el terreno de las ideas descansa en la Modernidad- del que ya se han hecho
suficientes comentarios. Contexto que, por cierto, también contempló la entronización de lo que
conocemos en nuestra sociedad como música clásica: que se produjo sobre todo en las primeras
décadas del siglo XIX y, en particular, en las grandes capitales de países del centro y el norte de
Europa (Londres, París, Berlín, Viena). En el que se irían asimismo acumulando, a lo largo de
ese mismo siglo y del siguiente, los sucesivos descubrimientos técnicos que han transformado
nuestra acusfera. En el que, en los últimos años del siglo XIX, la lógica capitalista empezó
también a afectar a los bienes de consumo, entre ellos, los culturales. Contexto espacial y
temporal en el que en suma, se daban una serie de circunstancias favorables para que, en
definitiva, naciesen las industrias culturales –entre ellas, las del disco y la radio-, sobre todo,
gracias a la aplicación de esas innovaciones siguiendo ciertos principios de la lógica capitalista.
Y estas industrias –es decir, los distintos sujetos vinculados de uno u otro modo con ellas-
tendrían un especial protagonismo en la transformación, en muchos sentidos, de la música.

La actividad musical añadió, pues, otra dimensión a las que ya tenía: pasó a convertirse en un
negocio sujeto a ciertas convenciones -y por ende la música, además de seguir siendo con
frecuencia sublime, devino en mercancía. Lo que fue posible, entre otras razones, por alguna de
primera importancia: por un lado, la fijación de los derechos de autor y, por otro, la posibilidad de
registrar los productos culturales y de hacérselos llegar a colectivos de población, más o menos
amplios, dispuestos a consumirlos. Y es que al hacerse perdurables, fijándose en un soporte
físico, los bienes culturales pudieron convertirse en mercancías (Cloutier, 1975: 37). Que, con
estas bases, pudieron explotarse en varios modelos de negocio. Aunque siempre descansando,
en esencia, en la creación por un autor de una obra, que después sería editada por una entidad
intermediaria que habría de transponerla a un soporte físico –partituras, discos- y, multiplicando
el número de copias, llevarla hasta el destinatario final –el público-, que debería a su vez
disponer del capital económico y cultural necesario para disfrutarla y, entonces, realizar el
desembolso de una cantidad de dinero para obtener, con su uso, una experiencia gratificadora.

El desarrollo de esta actividad cultural, con fuerte componente económica, descansa entonces
en la creación de una obra que termina llegando hasta el usuario, el músico-oyente que completa
la comunicación musical y le da el sentido final, al oírla y disfrutarla. Por supuesto, la materia
prima en que descansa la producción de las obras es la música –si bien acompañada muchas
veces de otros tipos de representación, como las audiovisuales. Que arraiga en nuestro cuerpo
musical, en los instrumentos musicales de que se disponga en cada época, en los imaginarios –
los musicales y los discursos que con ellos se vinculan, pero también los relacionados con las
diversas situaciones y emociones propias de nuestra vida individual o colectiva con las que
aquellos se asocien- y, por lo tanto, con las matrices musicales que son patrimonio de esa misma
cultura. En cada caso, según el tipo de música que se quiera realizar, las creaciones musicales
apoyadas en esos elementos tomarán forma de acuerdo con una serie de criterios canónicos
privativos de cada comunidad musical –por ejemplo, en el caso de la música clásica, sobre todo,
la forma sonata-, que incluyen por lo tanto las expectativas del oyente-tipo (el lector in fabula de
Eco, aplicado a la creación musical). En cuanto a la música clásica -dicho sea con expresa
simplicidad-, esa obra será distribuida –comercializada-, primero, por el editor de partituras y,
después, por el empresario musical que organice la audición y contrate, por lo tanto, a quienes
interpreten la pieza musical. Y finalmente pagada por el público –que obtendrá así una
experiencia gratificante, a menudo relacionada con la exploración de su subjetividad. La música
que podríamos llamar popular o de masas, por su parte, conoce un proceso que quizá con más
propiedad cabría calificar como de empaquetado de cultura (de Aguilera, 2005). Ya que las
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industrias culturales (agrupando aquí con este término la serie de actores que mantienen con
esas organizaciones, o en su seno, una compleja interacción) toman asimismo sus contenidos
sonoros y verbales de escenarios de la vida cotidiana –y de los imaginarios, discursos y
representaciones que en ellos campean- y, tras manipularlos -es decir, tras someter esos
elementos sonoros y verbales a cierto tratamiento para su adecuación a las convenciones
particulares del género y a las exigencias de índole económica- los empaquetan –fijando esos
contenidos en un soporte físico que, “envuelto en celofán”, se pone a la venta.

Ese mecanismo básico –que remite las obras musicales, más allá de idealizaciones, a su tiempo
histórico y, más en concreto, a las condiciones de su realización, entre las que se incluyen las
demandas de los públicos potenciales y ciertos criterios económicos- resultaría asimismo, si se
admite su voluntaria simplicidad, de aplicación a la música popular –dicho sea, aquí, en su
original sentido étnico o folclórico. Por ejemplo, en el caso del flamenco, que también comenzó a
establecer en el siglo XIX sus formas de hacer que luego devendrían canónicas, en buena
medida, en función del público al que entonces se dirigía sobre todo: el urbano de clases media y
alta, reunido en cafés-cantante donde acudía a encontrar el auténtico flamenco –vinculado en su
imaginario con la juerga gitana y el cante de cuartito-. Y a esas condiciones hubo de acomodar
su repertorio y sus formas de hacer música (AIX, 2004). Y así canonizarse, con la ayuda
intelectual de Demófilo y otros folcloristas, así como de las enseñanzas de los maestros que
transmitieron ese arte y de algunos otros que han querido preservar sus esencias o dignificarlo.
Aunque su búsqueda de pureza no le permitiría evitar sus dos grandes aversiones: la tecnología
y la cultura de masas. Por el contrario, con el disco y las demás innovaciones técnicas que tanto
han modificado la música los intérpretes de flamenco se liberarían de los criterios canónicos
exigidos por el maestro y empezarían a oír a otros flamencos así como otras músicas a las que
podrían ya acceder, gracias a la difusión y la preservación musicales logradas con aquellos
medios técnicos. Que llevarían, en definitiva, al flamenco a iniciar su gradual fusión con matrices
musicales diferentes y, al mismo tiempo, el progresivo aumento de su difusión hasta alcanzar a
enormes colectivos de población dispersos por todo el planeta (Pérez Custodio, 2003).

En general, la unión de ciertas innovaciones técnicas con algunos criterios económicos hizo
posible el nacimiento de poderosas industriales culturales que, con base en los derechos de
autor, habrían de comercializar determinadas obras entre un número cada vez mayor de
personas. Y que han tenido una fuerte influencia, un notable protagonismo, en las profundas
transformaciones que ha conocido la música en los dos últimos siglos –en especial, durante el
último medio siglo. Pues estas industrias constituyen los agentes sociales que ostentan una
posición dominante –si bien compartida en muchos casos con quienes se encargan de la
distribución y, sobre todo, de la venta al público de las obras- para el ejercicio de los poderes
económico y cultural en materia musical. Aunque hablar de industrias culturales, en abstracto,
podría llevar aparejado el olvido de muchos actores –personas concretas en marcos
organizativos- que desempeñan o han desempeñado un papel relevante en todo este proceso de
producción –y consumo- musical (compositores, letristas, encargados de los arreglos, músicos,
intérpretes, directores artísticos, cantantes, ingenieros de sonido, managers, etcétera); mas no
es éste el espacio adecuado para ocuparse de ellos con detalle. Pero sí convendría, quizá,
señalar que todos esos profesionales diferentes se integran en una serie de organizaciones cuyo
fin último –aunque no exclusivo, pues muchas actividades musicales obedecen a otros
propósitos- es el producir música, con mucha frecuencia, para obtener beneficios económicos.
En esa serie de entidades –genéricamente, la industria musical- se mezclan, entonces, las
formas de pensar de los artistas con otras lógicas profesionales, si bien el criterio dominante es
el económico: pues se trata de producir obras que muevan a sus públicos potenciales a gastar
en ellas su dinero, para obtener con su fruición una experiencia grata. En palabras de Flichy, se
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trata de “transformar la intervención de los trabajadores culturales en un bien reproducible que
pueda ser objeto de intercambio en el marcado” (Flichy, 1982: 44).

Entre los saberes profesionales que los trabajadores de esas industrias atesoran se encuentra,
desde luego, una gama de competencias tecnológicas y discursivas –saber hacer-, esto es, un
específico acopio de conocimientos técnicos que, en suma, permita a los profesionales que en
ellas trabajan producir, sirviéndose de la tecnología disponible al efecto, obras culturales acordes
con los intereses económicos y las exigencias industriales así como con los distintos elementos y
condicionamientos que en el contexto productivo concurran ( competencia técnica), además de
apelar con eficacia a sus usuarios y construir sus públicos y audiencias ( competencia
comunicacional) (Martín Barbero, 1999); que, por cierto, para participar en la audición musical y
constituirse en músicos-oyentes también han de poseer ciertas competencias, que les permitan
al menos entender la música, esperar su desarrollo previsible, usarla en ciertos contextos
situacionales y, así, disfrutarla. Aunque el saber hacer que acumulan las organizaciones que
participan en esa industria cultural no se limita a las competencias tecnológicas y discursivas, ya
que también comparten –sobre todo, las grandes corporaciones que intervienen en este sector
de actividad económica- una serie de asunciones y creencias que conforman especiales culturas
corporativas, que se unen además a las diversas estrategias que se establecen con el fin de
lograr los mejores resultados económicos y dominar una parte importante del mercado. La suma
de esos conocimientos y creencias tiene, por supuesto, consecuencias sobre la cultura –sobre
todo, musical. En palabras de Negus “… the music industry has developed particular techniques
for understanding the world, producing knowledge about the world, acting upon that knowledge,
and as consequence intervening on the world” (Negus, 1998: 376).

De acuerdo con el modelo básico implantado la música ha sido durante muchas décadas, y
todavía es hoy, un negocio fabuloso. De aquí que las organizaciones –y las personas en ellas
integradas o con ellas vinculadas- que tienen intereses económicos en este sector de actividad
desplieguen, con la mayor perspicacia que pueden, una serie de actuaciones que les lleven,
entre otras cuestiones, a construir y fijar sus públicos y audiencias –que, por cierto, mantienen
más bien con los textos musicales una relación propia de las culturas textualizadas que
distinguieron los semióticos de segunda generación. De las que se sabe bien que, antes que
consumir bienes, buscan tener experiencias musicales -sirviéndose a menudo de la música para
construir ambientes simbólicos concretos y, en ellos, experimentar sensaciones y emociones.
Entre las acciones que con este fin se llevan a cabo, se incluyen las destinadas a vender los
productos, es decir, las insertas en el campo general del marketing, la publicidad y la promoción,
para lo que la música cuenta con la radio y con la prensa especializada entre sus mejores
aliados. Pero la serie de recursos empleados por la industria musical para producir y vender sus
obras es mucho más amplia. Ya que la actividad económica que emprendieron estas industrias
no ha estado nunca, ni mucho menos, exenta de riesgos. Por el contrario, todas las industrias
culturales sufren un riesgo semejante: no resulta predecible con precisión el éxito o fracaso de
una obra entre los públicos y audiencias –la historia de cualquiera de las industrias culturales,
incluida la musical, está llena de ejemplos al respecto-; además, en caso de lograrlos, los éxitos
son por lo general efímeros. Para conjurar ésos y otros riesgos la industria musical adoptó
ciertos recursos de otras industrias culturales –con las que mantiene estrechas relaciones
históricas, acentuadas hoy con la integración y la concentración industrial- e implantó algunos
propios. Por ejemplo, tomó de la música clásica una fórmula que ya había funcionado bien para
asegurar el éxito de las obras: el mito del gran músico (Cook, 2001: 26) –apoyado en los de la
autenticidad y la expresión personal atribuibles a los creadores e intérpretes. Que llegó, con el
tiempo, a adaptarse a la música rock y pop, así como a algunos estilos posteriores –hasta
ponerse más seriamente en entredicho con el sampler y otras innovaciones. De ese modo, pudo
19
adaptarse aquel mito a los compositores y, sobre todo, intérpretes de esos nuevos movimientos
musicales, y construirse en este ámbito uno de los recursos tradicionales de la industria cultural:
las estrellas –y sus fans. Y es que las estrellas evocan en el espectador sensaciones de
familiaridad y credibilidad, realizando una función de anclaje en el producto cultural al ayudar a
introducirlo, dotarlo de glamour, focalizarlo y estabilizarlo (Hinerman, 2001). En el caso de la
música, por cierto, esta identificación de la estrella se logra sobre todo a través de las
peculiaridades sonoras –instrumentales, de la voz-; aunque también mediante la identificación
psicológica del público con el personaje sombra –arquetípico, ubicuo- que representa la estrella.
Y es que las estrellas son un recurso industrial que pertenece –incluso contractualmente- a la
empresa; pero también al público, que es quien en su caso se identifica con ellas y, así, las
encumbra.

La gama de actuaciones que mantiene, o ha mantenido, la industria musical para garantizar la


eficacia económica de su actividad –o, al menos, reducir sus riesgos- es mucho más amplia,
incluyendo cuestiones tales como la confección de grandes catálogos de obras con el fin de que
al menos algunas tengan éxito; o la explotación de franquicias -productos o marcas ya conocidos
y con éxito- en todos los soportes posibles, proporcionando a los consumidores un universo
simbólico coherente; asimismo, la celebración de actuaciones en directo y festivales. Pero, como
ya se ha dicho, las condiciones de producción, distribución y consumo están cambiando; y con
ellas, el modelo de negocio hasta ahora vigente, así como los tipos de rol que desempeñan los
diversos actores en la cadena de valor.

En general, la música se encuentra sometida a importantes transformaciones, paralelas a las


que conocen la cultura y la sociedad de la que forma parte. De ahí que resulten tan necesarias
las investigaciones y las reflexiones que vayan desvelando determinados aspectos de la música,
ayudándonos a entender de modo más cabal las distintas manifestaciones de la música en
nuestros días. Propósito al que esperamos sirvan los trabajos que se integran en este libro
colectivo, que el amable lector tiene en sus manos.

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22
i
Como cualquier otro elemento cultural, la música sirve, en general, para contribuir a dotar de sentido a situaciones que se den en
la vida de los miembros de un grupo o sociedad, aunque sus usos –su creación y recreación- estén sujetos a una serie de
condicionamientos y a una gama de fines prescritos por la cultura en la que se inscriban. Esos usos se acomodan a los distintos
tipos de ámbito en los que se desarrolla la vida: aquellos que nos relacionan con el conjunto de nuestra sociedad, con los grupos e
instituciones intermedios o los que se circunscriben a la esfera más íntima de nuestras vidas particulares. Dada la gran variedad de
formas de relacionarse con la música en nuestra sociedad y la también extensa serie de razones que mueven a usarla, distintos
autores han propuesto ciertas tipologías para facilitar la comprensión de esas formas y sobre todo, razones: en síntesis, unas
relativas a las razones de índole macrosocial (Attali, 1978) y otras a las que nos mueven privadamente a su uso en nuestras vidas
cotidianas (Lull, 1987: 141/ Christersson y Roberts, 1999 : 31 y ss.).
ii
Como en tantos otros aspectos de este trabajo, aquí no pretendo más que apuntar alguna de las ideas que guían una línea de
reflexión relativa a algunos fenómenos culturales y, por ende, comunicacionales; en este caso, de índole musical. La idea concreta a
la que aquí se hace referencia es la propuesta metodológica que nos trasladó Jesús Martín Barbero en un seminario de
investigación que pude organizar en el año 1999, en el que nos presentó una versión operativa, aunque compleja, de su modelo de
las mediaciones. Que a lo largo de estos años ha dado diversos frutos en el estudio de diversos fenómenos insertos en el ámbito de
la cultura popular y, singularmente, de la música.

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