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Capítulo 1

Necesidad contemporánea de desarrollar los fundamentos de


la moral (1)

Progresos de la ciencia y la filosofía en los últimos cien años. -


Progreso de la técnica actual. - Posibilidad de elaborar una
Ética sobre la base de las ciencias naturales. - Las modernas
teorías morales. - Error fundamental de los actuales sistemas
éticos. - Teoría de la lucha por la existencia; su interpretación
errónea. - La ayuda mutua en la naturaleza. - La naturaleza no
es amoral. - De la observación de la naturaleza el hombre
recibe las primeras lecciones morales.

Ante los resultados obtenidos por la ciencia durante el siglo


XIX y las promesas que estos resultados entrañan para el
porvenir, es preciso reconocer que una nueva era se abre en la
vida de la Humanidad, o que, por lo menos, ésta cuenta con
todos los medios para inaugurarla.

En el curso de los últimos cien años surgieron, bajo los


nombres de Antropología (estudio del hombre), Etnología
prehistórica (estudio de las instituciones sociales primitivas) e
Historia de las Religiones, nuevas ramas de la ciencia que
transformaron, radicalmente, las concepciones sobre el
desarrollo de la humanidad. Al mismo tiempo, los
descubrimientos en el campo de la Física sobre la estructura
de los cuerpos celestes y de la materia en general permitieron
elaborar nuevas concepciones sobre la vida del Universo; las
antiguas doctrinas sobre el origen de la vida; la posición del
hombre en el mundo y la naturaleza de la razón, sufrieron
cambios fundamentales gracias al rápido progreso de la
Biología (estudio de la vida) y a la aparición de la teoría del
desarrollo (evolución), así como al desenvolvimiento de la
Psicología (estudio de la vida espiritual).

No basta decir que todas las ramas de la ciencia, con


excepción, quizás, de la Astronomía, hicieron mayores
progresos en el curso del siglo XIX que en el de los tres o
cuatro siglos anteriores. Hay que retroceder más de dos mil
años, hasta la época del florecimiento filosófico en la Grecia
antigua, para encontrar un despertar semejante del espíritu
humano. Pero ni siquiera esta comparación es exacta, ya que,
entonces, el hombre no disponía de los actuales medios
técnicos, y sólo con el desarrollo de la técnica puede librarse
el hombre del trabajo que le esclaviza.
En la humanidad contemporánea se ha desarrollado, al mismo
tiempo, un atrevido espíritu de descubrimiento, nacido de los
recientes progresos de las ciencias. Los inventos,
sucediéndose, rápidamente, uno tras otro, han aumentado
hasta tal punto la capacidad productora del trabajo humano,
que los pueblos cultos contemporáneos han podido alcanzar
un nivel de bienestar general como ni siquiera pudo soñarse
no sólo en la antigüedad o en la Edad Media, sino aun en la
primera mitad del siglo XIX. Por primera vez se puede decir de
la Humanidad que su capacidad para satisfacer todas las
necesidades es superior a las necesidades mismas; que no es
preciso ya someter al yugo de la miseria y de la humillación a
clases enteras para dar el bienestar a algunos y facilitarles su
desarrollo intelectual. El bienestar general, sin necesidad de
obligar a los hombres a un trabajo opresor y nivelador, es,
ahora posible. La Humanidad puede, finalmente, reconstruir
toda su vida social sobre los principios de la justicia.

¿Tendrán los pueblos cultos contemporáneos la capacidad


creadora y la suficiente audacia para utilizar las conquistas del
espíritu humano en bien de la comunidad? Difícil es decirlo de
antemano. En todo caso, es indudable que el florecimiento
reciente de la ciencia ha creado ya la atmósfera intelectual
necesaria para que surjan las fuerzas indispensables;
disponemos ya de los conocimientos precisos para la
realización de esta magna tarea.

Vuelta a la sana filosofía de la naturaleza, olvidada desde la Grecia


antígua hasta que Bacón despertó el estudio científico de su
prolongado letargo, la ciencia contemporánea ha sentado las
bases de una filosofía del Universo libre de hipótesis
sobrenaturales y de una mitología metafísica del pensamiento,
filosofía que, por su grandeza, poesía y fuerza de inspiración,
tiene, naturalmente, el poder de despertar a la vida nuevas
energías. El hombre no tiene ya necesidad de revestir con
ropajes de superstición sus ideales de belleza moral y su
concepción de una sociedad basada sobre la justicia; no tiene
que esperar la reconstrucción de la sociedad de la Suprema
Sabiduría. Puede encontrar sus ideales en la naturaleza misma
y en el estudio de ésta hallar las fuerzas necesarias.

Una de las primeras conquistas de la ciencia contemporánea


ha consistido en probar la indestructibilidad de la energía,
sean cualesquiera las transformaciones a que se la someta.
Para los físicos y matemáticos esta idea fue una rica fuente de
variadísimos descubrimientos. De ella están penetrados todos
los estudios contemporáneos. Pero el valor filosófico de este
descubrimiento tiene, también, gran importancia, puesto que
acostumbra al hombre a concebir la vida del Universo como
una cadena ininterrumpida e interminable de
transformaciones de la energía. El movimiento mecánico
puede transformarse en sonido, en calor, en luz, en
electricidad y, al contrario cada una de esas manifestaciones
de la energía, puede transformarse en las demás. Y en medio
de todas estas transformaciones el nacimiento de nuestro
planeta, el desarrollo continuo de su vida, su inevitable
disgregación final, y su disolución en el gran Cosmos, no son
más que fenómenos infinitamente pequeños; un momento
fugaz en la vida de los mundos astrales.

Lo mismo ocurre en el estudio de la vida orgánica. Las


investigaciones hechas en la vasta zona intermedia que
separa el mundo inorgánico del mundo orgánico, donde los
más sencillos procesos vitales en los hongos inferiores apenas
si pueden distinguirse, y aun de modo incompleto, de los
desplazamientos químicos de los átomos que se operan,
constantemente, en los cuerpos complicados, quitaron a los
fenómenos vitales su carácter místico y misterioso. Al mismo
tiempo, nuestras concepciones sobre la vida se han ampliado
hasta tal punto, que estamos, ahora, acostumbrados a
considerar la acumulación de la materia en el Universo, como
algo viviente y sujeto a los mismos ciclos de desenvolvimiento
y disgregación a que están sujetos los seres vivos. Volviendo a
las ideas que se abrieron camino en la antigua Grecia, la
ciencia moderna ha seguido, paso a paso, el maravilloso
desarrollo de estos seres, desde sus formas más sencillas que
apenas merecen el nombre de organismo, hasta la infinita
variedad de especies que pueblan, ahora, nuestro planeta y
son su mayor belleza. Finalmente, la Biología, después de
habernos acostumbrado a la idea de que todo ser vivo es, en
gran medida, producto del medio en que vive, descifró uno de
los más grandes enigmas de la naturaleza, explicando las
adaptaciones que podemos observar a cada paso.

Aun en la más enigmática de las manifestaciones vitales, en el


terreno del sentimiento y del pensamiento, donde la razón
humana ha de buscar los procesos que le sirven para
aprehender las impresiones externas, aun en este campo, el
más obscuro de todos, ha podido ya el hombre comenzar a
descifrar el mecanismo del pensamiento siguiendo los
métodos de investigación adoptados por la fisiología.

Por último, en el vasto campo de las instituciones humanas,


costumbres y leyes, supersticiones, creencias e ideales, la
Historia, el Derecho y la Economía Política, estudiadas desde
un punto de vista antropológico, han proyectado una luz tal,
que bien puede decirse que la aspiración a la felicidad del
mayor número ha dejado de ser un sueño utópico. Su
realización es posible y está, por lo tanto, demostrado que la
felicidad de un pueblo o de una clase cualquiera, no puede
basarse, ni siquiera provisionalmente, en la opresión de las
demás clases, naciones o razas.

La ciencia contemporánea ha conseguido, de este modo, un


doble objeto. Por una parte ha dado al hombre una preciosa
lección de modestia, enseñándole que es tan sólo una
partícula infinitamente pequeña del universo. Con ello, lo ha
sacado de su estrecho y egoísta aislamiento. Disipó su ilusión
de creerse centro del universo y objeto de la preocupación
especial del Creador. Le enseñó que, sin el gran Todo, nuestro
Yo no es nada y que para determinar el yo un cierto tú es
imprescindible. Y al propio tiempo, la ciencia ha mostrado
cuán grande es la fuerza de la Humanidad en su evolución
progresiva, cuando sabe aprovechar la infinita energía de la
naturaleza.

De este modo, la ciencia y la filosofía nos han dado la fuerza


material y la libertad mental necesarias para despertar a la
vida a los hombres capaces de hacer avanzar la Humanidad
por el camino del progreso común. Existe, sin embargo, una
rama de la ciencia que ha quedado más atrasada que las
demás. Es la Ética, la ciencia de los principios fundamentales
de la moral. No existe, todavía, una doctrina que se encuentre
al nivel de la ciencia contemporánea y que aprovechando sus
conquistas para asentar las bases de la moral sobre un vasto
fundamento filosófico, pueda dar a los pueblos cultos la fuerza
capaz de inspirarles en la gran reconstrucción del porvenir.
Por todas partes se nota la necesidad de esta doctrina. La
Humanidad demanda, imperiosamente, una nueva ciencia
realista de la moral, libre de todo dogmatismo religioso, de las
supersticiones y de la mitología metafísica, libre como lo está
ya la filosofía naturalista contemporánea, e inspirada, al
mismo tiempo, por los sentimientos elevados y las luminosas
esperanzas que nos da la ciencia actual sobre el hombre y su
historia.

No cabe duda de que tal ciencia es posible. Si el estudio de la


naturaleza nos ha dado las bases de una filosofía que abarca
la vida de todo el universo, la evolución de los seres vivos en
la tierra, las leyes de la vida psicológica y del desarrollo de las
sociedades, ese estudio de la naturaleza debe darnos,
también, la explicación natural del origen del sentido moral.
Tiene que enseñarnos dónde residen las fuerzas capaces de
exaltar este sentido moral hasta las cumbres más puras y
elevadas. Si la contemplación del Universo y el conocimiento
íntimo de la naturaleza fueron capaces de inspirar a los
grandes naturalistas y poetas del siglo XIX; si el deseo de
penetrar en ella hasta lo más profundo fue capaz de acelerar
el ritmo de la vida en Goethe, Byron, Shelley, Lermontov,
conmovidos por el espectáculo de la tempestad
desencadenada de las montañas majestuosas, o de la selva
obscura y de sus habitantes, ¿por qué no habrá de encontrar
el poeta motivo de inspiración en la comprensión más
profunda del hombre y su destino? Cuando el poeta encuentra
la expresión justa de su sentimiento de comunidad con el
Cosmos y con la Humanidad entera, posee, por ello mismo, la
fuerza de contagiar su inspiración a millones de hombres,
despertando en ellos sus fuerzas mejores y el deseo de
perfección. Los hace arder, así, de éxtasis, que era
considerado, hasta ahora, como el bien supremo de la
Religión. Pues, ¿qué son, en realidad, los Salmos -en los
cuales muchos ven la expresión suprema del sentido religioso-
y las partes poéticas de los Libros Sagrados del Oriente, sino
tentativas para expresar el éxtasis del hombre ante el
Universo, manifestaciones del despertar del sentido de la
poesía de la naturaleza?

La necesidad de una Ética realista se hizo sentir desde los


primeros años del Renacimiento científico, y ya Bacón, al
formular las bases del resurgimiento de las ciencias, trazó,
también, empíricamente, las líneas fundamentales de la Ética
científica, sin ahondar tanto, como lo han hecho sus
sucesores, pero con una fuerza de generalización que pocos
han alcanzado después y que apenas hemos conseguido
traspasar en nuestros días.

Los mejores pensadores del siglo XVII siguieron, también, el


mismo camino, tratando, asimismo, de elaborar los sistemas
éticos independientemente de los preceptos religiosos. En
Inglaterra, Hobbes, Cudworth, Locke, Shaftesbury, Paley,
Hutcheson, Hume y Adam Smith, prosiguieron, audaz y
esforzadamente, el estudio de este problema, procurando
iluminarlo en todos sus aspectos. Atribuyeron gran
importancia a las fuentes naturales del sentido moral, y en sus
definiciones de los problemas de la moralidad se colocaron
todos (a excepción de Paley) en un punto de vista científico.
Trataron de coordinar por varios caminos el intelectualismo y
el utilitarismo de Locke con el sentido moral y el sentido de la
belleza de Hutcheson; la teoría de la asociación de Hartley y la
Ética del sentimiento de Shaftesbury. Al tratar de los fines de
la Ética, algunos de ellos aludían ya a la armonía entre el
egoísmo y el sentimiento altruista que tanta importancia
adquirió en las teorías morales del siglo XIX. Esta armonía la
veían en el lazo íntimo que existe entre el deseo de elogio; de
Hutcheson, y la simpatía; de Hume y de Adam Smith. Y
cuando, por fin, tropezaron con dificultades para encontrar
una explicación racional del sentimiento del deber, la
buscaron en la influencia que la religión ejerció en las épocas
primitivas, en el sentimiento innato o en la teoría, más o
menos transformada, de Hobbes, según la cual, las leyes eran
la causa principal de la formación de la sociedad y el salvaje
primitivo un ser rebelde a la vida en comunidad.

Los materialistas y enciclopedistas franceses enfocaron el


problema desde el mismo punto de vista, insistiendo con más
fuerza sobre el egoísmo y tratando de coordinar las dos
tendencias opuestas de la naturaleza humana: la individual y
la social. Sostenían que la vida social contribuye,
necesariamente, al desenvolvimiento de los mejores aspectos
de la naturaleza humana. Rousseau, con su religión
racionalista, constituyó el vínculo entre los materialistas y los
creyentes, y por su audacia al afrontar los problemas de su
tiempo, ejerció una influencia muy superior a los demás. Por
otra parte, ni los más extremos idealistas, como Descartes, el
panteista Spinoza y, durante cierto tiempo, el propio filósofo
del idealismo trascendental Kant, aceptaban en absoluto la
revelación como origen de los principios morales. Por esta
razón trataron de dar a la Ética una base más amplia, no
renunciando, sin embargo, a dar en parte una explicación
sobrehumana de la ley moral.

La misma aspiración a encontrar una base realista de la


moralidad se hace notar, con mayor fuerza aún, en el siglo
XIX. Sobre la base del egoísmo, del amor a la Humanidad
(Augusto Comte, Littré y otros discípulos de menor
importancia) , de la simpatía y de la identificación intelectual
de la propia personalidad con la Humanidad (Schopenhauer) ,
del utilitarismo (Bentham y Mill) y, por fin, de la teoría de la
evolución (Darwin, Spencer, Guyau) -sin hablar de los
sistemas que niegan la moral, concebidos por La
Rochefoucauld y Mandeville, y desarrollados en el siglo XIX
por Nietzsche y algunos otros-, fueron elaborados una serie de
sistemas éticos que, afirmando los derechos superiores del
individuo, tendían, sin embargo, con sus ataques violentos, a
las concepciones éticas de nuestro tiempo a elevar el nivel de
la moral.

Dos teorías de la moral, el positivismo de Comte y el


utilitarismo de Bentham, han ejercido, como se sabe, una
influencia profunda sobre el pensamiento de nuestro siglo. La
doctrina de Comte ha puesto su sello sobre todas las
investigaciones científicas que constituyen el orgullo de la
ciencia contemporánea. De ambas teorías, la de Comte y la de
Bentham, han arrancado una serie de sistemas secundarios, y
casi todos los hombres eminentes que han trabajado en el
terreno de la Psicología; la teoría de la evolución y la
Antropología, han enriquecido la literatura de la Ética con
estudios más o menos originales de gran valor. Baste
nombrar, entre ellos, a Feuerbach, Bain, Leslie Stephen,
Proudhon, Wundt, Sidgerick, Guyau, Jodl, aparte de otros
muchos menos conocidos. Hay que mencionar, también, por
último, la fundación de un gran número de sociedades éticas
para la difusión de las doctrinas morales sin fundamento
religioso. En la primera mitad del siglo XIX se inició,
asimismo, bajo los nombres de fourierismo, owenismo, saint-
simonismo y más tarde socialismo y anarquismo internacional,
un vasto movimiento que aun estando dirigido, más que todo,
por motivos económicos, ha sido, también, en su sentido más
profundo, una dirección ética. Este movimiento, cuya
importancia es cada dia mayor, tiende, con la ayuda de los
trabajadores de todos los países, no solamente a revisar las
bases en que se fundan todas las concepciones morales, sino,
también, a reconstruir la vida de tal modo, que se abran, para
la Humanidad, los caminos de una nueva moral.

Diríase que después de tantos sistemas de Ética racionalista,


elaborados durante los últimos dos siglos, toda aportación
nueva habría de resultar imposible. Pero, en realidad, cada
uno de los principales sistemas del siglo XIX -el positivismo de
Comte, el utilitarismo de Bentham y MiIl, y el evolucionismo
altruista, o sea la teoría del desarroIlo social de la moral de
Darwin, Spencer y Guyau- vino a añadir algo esencial a las
teorías de sus predecesores, y eIlo prueba que el problema de
la Ética no está todavía agotado.

Fijándonos tan sólo en las concepciones de Darwin, Spencer y


Guyau, vemos que el segundo no Ilegó, desgraciadamente, a
utilizar, siquiera, todos los datos aportados por el admirable
ensayo sobre Ética que contiene El Origen del Hombre; de
Darwin, entretanto que Guyau introdujo en el estudio de los
motivos morales un elemento tan importante, como el exceso
de energía en el sentimiento, el pensamiento y la voluntad,
que había pasado, hasta entonces, desapercibido a los
investigadores anteriores. El hecho de que cada sistema
consiguiera introducir un nuevo elemento de importancia,
constituye ya una prueba de que la ciencia de los motivos
morales está, todavía, lejos de haber encontrado su forma
definitiva. Puede Ilegar a decirse que esta forma definitiva no
Ilegará, nunca, a alcanzarla, ya que el continuo desarroIlo de
la Humanidad exigirá que sean tenidas en cuenta las nuevas
fuerzas y aspiraciones que las nuevas condiciones de vida
vayan creando.

Es indiscutible, por lo tanto, que ninguno de los sístemas


éticos del siglo XIX ha conseguido satisfacer a las clases
intelectuales de los pueblos civilizados. Sin hablar ya de los
numerosos trabajos filosóficos en los cuales queda claramente
puesta de manifiesto la insuficiencia de la Ética
contemporánea (2), la mejor prueba de ello la encontramos en
el sensible retorno al idealismo que hacia fines del siglo XIX
se hizo observar. La ausencia de inspiración poética en el
positivismo de Littré y Spencer, y su incapacidad para dar una
respuesta satisfactoria a los grandes problemas de la vida
contemporánea; el carácter estrecho de algunas de las
concepciones del propio Spencer, el más importante de los
filósofos de la teoría de la evolución; por fin, el hecho de que
los positivistas posteriores hayan llegado a negar las teorías
humanitarias de los enciclopedistas franceses del siglo XVIII,
son todos factores que han contribuído a la gran reacción en
provecho de un nuevo idealismo místico-religioso. Según dice,
muy justamente, Fouillée, la interpretación unilateral del
darwinismo, dada por los principales representantes del
evolucionismo (contra la cual no protestó el propio Darwin
durante los primeros doce años que siguieron a la publicación
de El Origen de las Especies), fortaleció, esencialmente, la
posición de los adversarios de la teoría naturalista de la Etica.

Después de haber empezado señalando ciertos errores en la


filosofía científica naturalista, la crítica no tardó en dirigirse
contra la ciencia en general. Solemnemente se proclamó la
bancarrota de la ciencia.

Los hombres de estudio saben, sin embargo, que todas las


ciencias van de una aproximación a otra, es decir de la
primera explicación aproximada de una serie de fenómenos a
la siguiente, más exacta. Pero esta verdad sencilla no quieren
saberla los creyentes, ni cuantos se sienten atraídos por el
misticismo. Al descubrir inexactitudes en la primera
aproximación, se apresuran a proclamar la bancarrota de la
ciencia en general. Pero aun las ciencias susceptibles de
alcanzar una mayor exactitud, como la Astronomía, van por un
camino de continuas aproximaciones sucesivas. La
constatación de que los planetas giraban alrededor del Sol,
constituyó un gran descubrimiento y la primera aproximación
consistió en suponer que, al girar, describían círculos
perfectos. Luego se averiguó que los círculos que describían
eran elípticos y ésta fue la segunda aproximación. La tercera
aproximación consistió en descubrir que la órbita de los
planetas es ondulante y que éstos, apartándose ora a un lado
ora a otro de la elipsis, no pasan, nunca, por el mismo camino.
Por fin, ahora que sabemos que el Sol no está fijo, los
astrónomos tratan de determinar el carácter y curso de las
órbitas que siguen los planetas en su camino ondulado
alrededor del Sol.

Las mismas transiciones de una solución aproximada a otra


más exacta se notan en todas las ciencias. Así, por ejemplo,
las ciencias naturales están revisando, ahora, las primeras
aproximaciones referentes a la vida, a la actividad psíquica, al
desarrollo de las formas vegetales y animales, etc., a las
cuales se llegó durante la época de los grandes
descubrimientos (1856-62). Es preciso revisar estas
aproximaciones, para poder llegar a las siguientes más
profundas, y esta revisión la aprovechan algunos ignorantes
para asegurar a otros, más ignorantes todavía que ellos, que
la ciencia es impotente para explicar los grandes problemas de
la creación.

En la actualidad, muchos tienden a sustituir la ciencia por la


intuición, es decir, por la adivinación y la fe ciega. Después de
volver primero a Kant, luego a Schelling y aun a Lotze, muchos
escritores propagan, ahora, el indeterminismo, el
espiritualismo, el apriorismo, el idealismo individual, la
intuición, etc., empeñándose en probar que en la fe y no en la
ciencia reside la fuente de la verdadera sabiduría. Pero ni esto
bastaba. Se ha puesto, ahora, de moda el misticismo de San
Bernardo y de los neo-platónicos. El simbolismo, lo
inaprehensible, lo inconcebible, gozan de gran predicamento.
Ha llegado a resucitar la fe en el Satanás de la Edad Media (3).

Verdad es que ninguna de estas nuevas corrientes ha


conseguido adquirir una influencia amplia y profunda, pero es
preciso, de todos modos, reconocer que la opinión pública
vacila entre dos extremos: entre la aspiración obstinada de
volver a las obscuras creencias de la Edad Media -con su
cortejo de supersticiones, idolatría y aun con la creencia en las
artes de embrujamiento- y de exaltar, una vez más, el
amoralismo y el culto de los espíritus superiores, llamados,
hoy, superhombres, que Europa conoció ya en los tiempos del
byronismo y del romanticismo.

Es, por lo tanto, necesario aclarar si las dudas en la autoridad


de la ciencia, sobre los problemas morales, están
fundamentadas y si la ciencia puede darnos las bases éticas
que, sentadas con precisión, permitan contestar a los
interrogantes del presente.

El escaso éxito de los sistemas éticos, elaborados durante los


últimos cien años, constituye un indicio de que el hombre no
se da por satisfecho con la sola explicación científico-natural
del origen del sentimiento moral. Reclama, también, la
justificación de este sentimiento. En lo que a los problemas
morales se refiere, no se conforma con el descubrimiento de
las fuentes del sentido moral y de las causas determinantes
que influyen sobre su desarrollo y refinamiento. Este método
basta para el estudio del desarrollo de una flor, pero es
insuficiente en el terreno que nos ocupa. Las gentes quieren
encontrar una base que les permita comprender la esencia del
sentido moral. ¿Hacia dónde nos conduce ese sentimiento? ¿A
la meta deseada, o, como algunos pretenden, a debilitar la
fuerza y el espíritu creador del género humano y, en último
término, a la degeneración?

Si la lucha por la existencia y el exterminio de los físicamente


débiles es una ley de la naturaleza, sin la cual el progreso
resulta imposible, ¿el estado industrial pacífico, prometido por
Comte y Spencer, no será, más bien, el principio de la
degeneración del género humano, como con tanta energía
afirma Nietzche? Y si queremos evitar este desenlace, ¿no es
fuerza de que nos ocupemos de la revisión de los valores
morales que tienden a hacer la lucha menos cruenta?

El principal problema de la Ética realista contemporánea


consiste, por lo tanto, como afirma Wundt en su Ética, en
definir, ante todo, la finalidad moral a que aspiramos. Esa
finalidad o finalidades, aun las más ideales y lejanas en su
realización, deben, en todo caso, pertenecer al mundo real.

La finalidad de la moral no puede ser trascendente, es decir


sobrenatural, como quieren algunos idealistas: debe ser real.
La satisfacción moral tenemos que encontrarla en la vida y no
fuera de ella.

Al lanzar Darwin su teoría de la lucha por la existencia y


presentarla como el motor principal del desarrollo progresivo,
resucitó, de inmediato, la vieja cuestión de saber si la
naturaleza tiene un carácter moral o inmoral. El origen de la
concepción del bien y del mal que preocupó a los espiritus
desde la época del Zend~Avesta, se convirtió, de nuevo, en
objeto de discusión, con mayor viveza y profundidad que
nunca. Los darwinistas imaginaban la naturaleza como un
enorme campo de batalla, en el cual no se veía más que la
exterminación de los más débiles por los más fuertes, más
hábiles y más astutos. De ello resultaba que, en la naturaleza,
el hombre no puede aprender más que el mal.

Como es sabido, estas concepciones alcanzaron una gran


difusión. De haber sido justas, los filósofos evolucionistas
hubieran tenido que resolver una honda contradicción
planteada por ellos mismos. No podían negar, en efecto, que
el hombre tiene un concepto elevado del bien y que la fe en el
triunfo gradual del bien sobre el mal está profundamente
arraigada en la naturaleza humana. Y siendo así, se veían
obligados a explicar de dónde procede este concepto del bien:
de dónde esa fe en el progreso. No podían contentarse con la
concepción epicúrea, que el poeta Tennyson expresó con las
palabras: Sea como fuere, el bien acabará saliendo del mal. No
podían representarse la naturaleza empapada en sangre -red
in tooth and claw, como han escrito el mismo Tennyson y el
darwinista Huxley-, luchando en todas partes contra el bien,
representando la negación del bien en cada ser vivo y, a pesar
de todo ello, seguir afirmando que, al fin y al cabo, el bien
acabará por triunfar. Tenían, por lo menos, el deber de
decirnos cómo explican esta contradicción.

Si un hombre de ciencia afirma que la única lección que el


hombre puede sacar de la naturaleza es la del mal; estará
obligado a reconocer la existencia de otras influencias,
superiores a la naturaleza, que inspiran al hombre la idea del
bien supremo y conducen a la Humanidad hacia el ideal. Y de
este modo reducirá a la nada su tentativa de explicar el
desarrollo de la Humanidad por la única acción de las fuerzas
naturales (4).

En realidad, la posición de la teoría evolucionista no es tan


precaria, ni conduce a las contradicciones en que incurrió
Huxley, puesto que el estudio de la naturaleza no confirma, ni
de lejos, la concepción pesimista de la vida más arriba
expuesta, y así lo reconoció el propio Darwin en su segunda
obra El Origen del Hombre. La concepción de Tennyson y
Huxley no es completa: es unilateral y, por consiguiente, falsa
y tan poco científica, que aun el mismo Darwin, en un capítulo
especial de su obra citada, ha creído deber completarla.

En la propia naturaleza -ha dicho Darwin- podemos observar,


al lado de la lucha mutua, una serie de otros hechos, cuyo
sentido es completamente distinto, como el de ayuda mutua
dentro de una misma especie; estos hechos tienen aún más
importancia que los primeros para la conservación de la
especie y su desenvolvimiento. Esta idea extremadamente
importante, sobre la cual la mayoría de los darwinistas se
niegan a fijar su atención. y que Alfred Russell Wallace llegó a
repudiar por completo, quise yo, por mi parte, desenvolverla y
confirmarla con multitud de hechos en una serie de artículos
dedicados a poner de relieve el valor enorme de la ayuda
mutua para la conservación de las especies animales y de la
Humanidad y, sobre todo, para su desarrollo progresivo y
perfeccionamiento (5).

Sin pretender quitar importancia al hecho de que la enorme


mayoría de los animales vive devorando otras especies del
mundo animal, o géneros inferiores de la misma especie,
afirmaba yo que la lucha en la naturaleza está limitada a la
lucha entre varias especies, pero que dentro de cada una de
ellas, y a veces dentro de grupos compuestos de varias
especies de animales que viven en común, la ayuda mutua es
una regla general. Por esta razón, la convivencia entre los
animales está más extendida y representa un papel más
importante en la vida de la naturaleza que el exterminio
mutuo. En efecto, son muchos los rumiantes, los roedores y
los pájaros que, así como las abejas y las hormigas, no viven
de la caza de las demás especies.

Además, casi todas las fieras y aves de rapiña, sobre todo


aquellas que no están en curso de desaparecer, exterminadas
por el hombre o por otras causas, practican, también, en cierta
medida, la ayuda mutua. Esta ayuda mutua, es, en la
naturaleza, un hecho predominante.

Si la ayuda mutua está tan extendida, hay que atribuirlo a las


ventajas que ella ofrece a las especies animales que la
practican, ventajas superiores a las que la rapacidad procura.
Es la mejor arma en la gran lucha por la existencia que
continuamente tienen que sostener los animales contra el
clima, las inundaciones, tormentas, huracanes, frío, etc., y que
exige de los animales una adaptación constante a las
condiciones, siempre cambiantes, del ambiente. En conjunto,
la naturaleza no confirma, de ningún modo, el triunfo de la
fuerza física, de la celeridad, de la astucia y de las demás
características útiles para la lucha. Al contrario, encontramos
en la naturaleza numerosas especies débiles, sin caparazón,
pico resistente, ni hocico que les sirva para la defensa contra
sus enemigos y, en general, desprovistas de instintos bélicos y
que, sin embargo, consiguen más que otras en la lucha por la
existencia, merced a su comunicatividad y a la ayuda mutua,
llegar a triunfar sobre rivales y enemigos mucho mejor
armados. Este es el caso de las hormigas, abejas, palomos,
patos, ratas de campo y otros roedores, cabras, ciervos, etc.
Por fin, puede considerarse como cosa probada que mientras
la lucha por la existencia puede ser causa, tanto de progreso
como de regresión, es decir que a veces conduce a la mejora
de la especie y otras a su empeoramiento, la práctica de la
ayuda mutua es, siempre, un factor de desarrollo progresivo.
En la evolución progresiva del mundo animal -desarrollo de la
longevidad, del espíritu y de cualidades que calificamos de
superiores-, la ayuda mutua constituye el factor principal.
Ningún biólogo ha negado, hasta ahora, esta afirmación mía
(6).

Siendo la ayuda mutua un factor necesario para la


conservación, el florecimiento y el desarrollo progresivo de
cada especie, se ha convertido en lo que Darwin calificó de
instinto permanente (a permanent instint), propio de todos los
animales comunicativos, entre los cuales hay que contar,
naturalmente, al hombre. Revelándose desde el comienzo
mismo del desarrollo de la vida animal, no cabe duda que este
instinto, como el maternal, está hondamente arraigado en
todos los animales inferiores y superiores, y aun más, pues se
le encuentra hasta en aquellas especies cuyo instinto maternal
cabe poner en duda, como los gusanos, ciertos insectos y la
mayoría de los peces. Por esto tuvo Darwin perfecta razón, al
afirmar que el instinto de la simpatía mutua se manifiesta en
los animales comunicativos de una manera más continua que
el instinto puramente egoísta de la propia conservación. En
ese instinto veía Darwin, como es sabido, el rudimento de la
consciencia moral, cosa que, desgraciadamente, olvidan, con
frecuencia, los darwinistas.

Pero esto no es todo. En ese instinto reside el comienzo de los


sentimientos que empujan a los animales a la ayuda mutua y
que son el punto de partida de todos los sentimientos éticos
más elevados. Sobre esta base se desarrolló el sentimiento, ya
más elevado, de la justicia y de la igualdad y más tarde lo que
conocemos con el nombre de espíritu de sacrificio.

Al ver cómo decenas de millares de aves marinas llegan en


grandes bandadas, desde el Sur lejano, para construir sus
nidos en los peñascos de las costas del océano glacial y se
instalan allí sin querellarse por los mejores sitios; cómo
bandadas de pelícanos viven en la costa y saben repartirse,
entre sí, las zonas para la pesca; cómo millares de especies de
pájaros y mamíferos saben ponerse de acuerdo para
repartirse las zonas de caza o alimentación; el emplazamiento
para los nidos y el albergue para la noche; al ver, por fin,
cómo un pájaro joven, al llevarse algunas pajas de un nido
ajeno es castigado, por ello, por otros pájaros de su propia
especie, podemos constatar, en la vida de los animales
sociales, los comienzos y aun un cierto desarrollo del
sentimiento de la igualdad de derechos y de la justicia.

Y al acercarnos, por fin, dentro de cada especie, a los


representantes superiores de la misma (hormigas, abejas y
avispas, entre los insectos; grullas y loros entre los pájaros;
rumiantes superiores, monos y, finalmente, entre los
mamíferos, el hombre), encontramos que la identificación
entre los intereses del individuo y los de su grupo y aun, a
veces, el espíritu de sacrificio del individuo por su grupo va en
aumento, según se pasa de los representantes inferiores a los
superiores de cada especie, hecho que denota que en la
naturaleza reside el origen no sólo de los rudimentos de la
ética, sino de sus expresiones superiores.

Así, pues, la naturaleza, lejos de darnos una lección de


amoralismo, es decir, de indiferensia hacia la moral, contra la
cual un principio ajeno a la naturaleza ha de luchar para poder
vencerla, nos obliga a reconocer que de ella dimanan las
concepciones del bien y del mal, y nuestras ideas del bien
supremo. No son estas concepciones otra cosa que el reflejo
en el espíritu del hombre de lo que él ha podido observar en la
vida de los animales. Subsiguientemente, con el desarrollo de
la vida en común, dichas observaciones se convirtieron en la
concepción general del Bien y del Mal. Téngase en cuenta, a
este respecto, que no pretendemos referirnos a los juicios
personales de la gente excepcional, sino al juicio de la
mayoría, en el cual encontramos ya los elementos
fundamentales de la justicia y de la compasión mutua. De
igual modo las concepciones de la mecánica, fundadas en
observaciones hechas sobre la superficie de la tierra, se
adaptan, también, en esencia, a los espacios interplanetarios.

Idéntica constatación se impone en lo que afecta al


desenvolvimiento del carácter humano y de las instituciones
humanas. La evolución del hombre ha tenido lugar dentro de
la naturaleza y en el mismo sentido que la de ésta. Las mismas
instituciones de apoyo y de ayuda mutuos, surgidas y
desarrolladas en las sociedades humanas, ponían de relieve,
ante el hombre, los provechos y ventajas que de ellas recibía.
En el medio social iba desenvolviéndose la imagen moral del
hombre. Basándonos en los últimos estudios históricos,
podemos, ahora, representarnos la historia de la humanidad
desde el punto de vista del desarrollo del elemento ético, es
decir, como la evolución de la necesidad sentida por el hombre
de organizar su vida sobre la base de la ayuda mutua, primero
en el clan, luego en la comunidad rural y, finalmente, en las
Repúblicas de las ciudades libres. A pesar de los interregnos
de regresión, estas formas del régimen social se han
convertido, siempre, en las fuentes del progreso.

Hemos de renunciar, naturalmente, a la idea de exponer la


historia de la humanidad como una cadena ininterrumpida de
la evolución, desde la edad de piedra hasta nuestros días. El
desarrollo de las sociedades no ha sido continuo. Algunas
veces ha tenido que empezar de nuevo, como en la India, en
Egipto, en Mesopotamia, Grecia, Roma, Escandinavia y Europa
occidental, y siempre partiendo del clan primitivo y, después,
de la comunidad rural. Pero, al observar estos casos
separadamente, constatamos, en cada uno -sobre todo en la
evolución de la Europa occidental desde la caída del Imperio
romano-, una extensión continua de las concepciones de
ayuda y defensa mutuas, desde el clan a la tribu, a la nación y,
finalmente, a la unión internacional de las naciones. Por otra
parte, a pesar de los períodos de regresión, manifestados aun
entre las naciones más cultas, aparece, siempre -por lo menos
entre los representantes del pensamiento avanzado en los
pueblos cultos y en los movimientos populares progresivos-, el
deseo de extender las concepciones corrientes de la
solidaridad humana y de la justicia. y la tendencia a mejorar el
carácter de las relaciones mutuas. Al propio tiempo vemos
surgir el ideal, es decir, la idea de lo que es deseable para el
porvenir.

El hecho de que la parte culta de la humanidad considere los


períodos de regresión como manifestaciones transitorias y
enfermizas, cuya repetición es preciso impedir, constituye una
prueba del progreso del criterio ético. Y a medida que en las
sociedades civilizadas crecen los medios para satisfacer las
necesidades de todos los habitantes, abriendo, así, el camino
para una concepción universal de la justicia, aumenta la
importancia de los postulados éticos.

Desde el punto de vista de la Ética realista, el hombre puede,


por lo tanto, no tan sólo creer en el progreso moral, sino
fundamentar esta creencia científicamente, a pesar de todas
las lecciones pesimistas de la Historia. Aunque en sus
principios la fe en el progreso no haya pasado de ser una
simple hipótesis (en toda ciencia ta hipótesis precede al
descubrimiento), esta hipótesis ha resultado, después,
científicamente comprobada.
Notas

(1) Este capítulo fue publicado por primera vez, en inglés en la


revista Nineteenth Century (Agosto de 1904).

(2) Bastará mencionar aquí los trabajos críticos e históricos


de Paulsen, Wundt, Leslie Stephen, Lichtenberger, Fouillée, de
Roberty y tantos otros.

(3) Véase: Fouíllée, Le mouvement idéaliste et la réaction


contre la Science (2a edición). Paul Desjardins, Le devoir
présent (del cual se han hecho en poco tiempo cinco
ediciones), y otros muchos.

(4) Eso le ocurrió, precisamente, a Huxley, el cual en su


conferencia sobre La Evolución y la Ética; empezó por repudiar
todo factor moral en la vida de la naturaleza, viéndose, así,
obligado a reconocer la existencia del principio ético fuera de
ella; pero luego renunció a este punto de vista y reconoció la
presencia de un principio ético en la vida social de los
animales.

(5) En la revista Nineteenth Century (años 1890, 1891, 1892,


1894, 1896) y luego en el libro Mutual Aid, a factor of
Evolution (Londres, Heinemann).

(6) Véanse, a este respecto, las observaciones de Lloyd


Morgan y mi respuesta a las mismas.

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