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Si Ud. me da un caballo le voy a decir la verdad.

Cuentan que un jeque árabe llamó a uno de sus consejeros para pedirle que le contara lo que de
él se decía en el país. Y dicen que el consejero respondió: "Señor, ¿que desea?, ¿una respuesta
que le agrade o la verdad? "La verdad - dijo el jeque - Por dolorosa que sea". "Se la diré - dijo el
consejero - si me prometes, a cambio, el premio que yo le pida" "Está concedido - dijo el jeque -.
Pide lo que desee, porque la verdad no tiene precio". "Me basta - dijo el consejero - que se me de
un caballo para escaparme apenas termine de decirle la verdad".

Corregir a nuestro hermano que se porta mal es uno de los actos más exquisitos de amor. Así
leemos en el evangelio de Mateo al capítulo 18, 15-17. "Si tu hermano ha pecado contra ti, anda
a hablar con él a solas. Si te escucha, has ganado a tu hermano. Si no te escucha, lleva contigo a
dos o tres de modo que el caso se decida por boca de dos o tres testigos. Si se niega a
escucharlos, dilo a la Iglesia reunida. Y si tampoco lo hace con la Iglesia, será para ti como un
pagano o un pecador".

"La verdad engendra el odio" decía S. Agustín, pero hablaba de aquella verdad que no viene de
Jesucristo y es signo de amor, sino de aquella otra verdad que utilizamos como una espada para
herir a nuestros hermanos. La verdad no es el valor supremo; la verdad está en función de la
caridad y tiene que usarse para construir y no destruir la unidad de los hombres.

¿Por qué tenemos miedo a corregir a nuestros hermanos? o lo hacemos cuando no están
presentes? Porque, quizá, tenemos miedo a que se nos rebelen, por interpretar nuestra crítica
como odio o maldad o que se desquiten luego hablando mal de nosotros que no somos tan
perfectos que se diga. Pero ayudar a nuestros hermanos a descubrir sus defectos, que quizás
ignoran, es un acto exquisito de caridad.

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