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reflexionespaganas.com/2013/01/25/hoka-hey/
Guerrero sioux oglala… Así luciría Tasunka Witko ("Crazy Horse"), de quien
no se conoce fotografía o imagen fidedigna.
“¡Hoka Hey!” (en lengua lakhota: “¡Hoy es un buen día para morir!”), fue un grito de guerra
que se escuchó en las cercanías del río Little Big Horn, en el territorio de Montana,
Estados Unidos, a finales de junio de 1876, cuando se llevó a cabo la célebre batalla entre
Tasunka Witko (“Crazy Horse“ o literalmente: “Su caballo es loco”, 1840 – 1877), el gran
guerrero y jefe de la tribu Sioux Oglala y el infame comandante del 7° Regimiento de
Caballería de USA, el Teniente Coronel George Armstrong Custer.
El primero, comandando a los bravos guerreros de su tribu natal, luchando por su tierra
y su derecho a vivir en libertad; el segundo, un genocida y racista, con pretensiones
políticas para la Casa Blanca, que no dudó en matar a centenares de hombres, mujeres y
niños aborígenes americanos y violar todos los tratados existentes, para lograr sus fines.
Pero el propósito de esta nota, no es narrar dicha batalla, ni como “Caballo Loco“ hizo
justicia a su pueblo y herencia cultural, al aniquilar a su enemigo, a los “wasichus” o
invasores blancos, sino más bien rescatar aquel grito, para dar nombre a una virtud
pagana olvidada: La de saber morir bien.
«Gilgamesh, ¿a dónde vagas tú? La vida que persigues no hallarás. Cuando los dioses crearon
la humanidad, La muerte para la humanidad apartaron, reteniendo la vida en las propias
manos. Tú, Gilgamesh, llena tu vientre, goza de día y de noche. Cada día celebra una fiesta
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regocijada, ¡Día y noche danza tú y juega! Procura que tus vestidos sean flamantes, tu cabeza
lava; báñate en agua. Atiende al pequeño que toma tu mano. ¡Que tu esposa se deleite en tu
seno! ¡Pues ésa es la tarea de la [humanidad]!»
Aquellas personas antiguas, aprendieron a vivir con la Muerte siguiéndoles los pasos
desde muy cerca y justamente por ello solían ser, por momentos, más felices que
nosotros (no siempre ni constantemente, porque la felicidad permanente es sólo una
quimera) y también tener vidas plenas y enérgicas.
Ese conocimiento, que nos legaron los ancestros y que fue olvidado por la cultura
moderna, no es inaccesible, sino que sólo requiere un mínimo de contemplación de la
existencia y de nuestro papel en ella. Es en verdad simple: Hay que estar preparado para
morir en el presente día, vivir cada día como si fuera el último.
Eso, por sí solo, hará que se viva con intensidad cada momento, valorando cada minuto,
siendo conscientes de cada segundo. Si no se abandona la idea de que la muerte está a
la vuelta de la esquina, la vida se vive con intensidad, con la percepción aguzada y
aumentada, con total consciencia de cada momento.
Para vivir bien, hay que saber morir bien y para morir bien hay que haber vivido bien . Esta
simple verdad, es muy poco reconocida y valorada por los sistemas de creencias
dominantes. Tanto sea por las religiones (supuestamente) “reveladas”, como por las
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ideologías y filosofías de corte humanista (predominantemente ateas).
La muerte es el evento humano que más significado da a la vida, no sólo porque es algo
irrepetible, algo que ocurre sólo una vez y no tiene vuelta atrás, sino porque es el epílogo
de toda la existencia, el final de la historia personal de cada individuo. La muerte es la
“graduación” de la Vida, el final del camino.
Todos los humanos queremos tener una buena vida, plena de disfrutes, logros y
satisfacciones. Sin embargo y aun sabiendo que a todos nos llegará la última hora, pocos
son quienes se preocupan por tener una hermosa muerte.
Memento Mori
Los antiguos romanos tenían una sana costumbre: Cuando sus héroes y generales
desfilaban frente a la plebe por las calles de Roma, en su momento de mayor gloria,
luego de alguna campaña victoriosa, siempre había un esclavo tras de sí, que sostenía la
corona de laureles sobre su cabeza, pero también le susurraba al oído: “Memento mori”
(“recuerda que morirás”). Algunos creen, basándose en el escritor cristiano Tertuliano, que
la frase en realidad era: “¡Hominem te esse memento!” (“recuerda que eres sólo un hombre”),
pero esta última versión es tardía y desconectada del propósito original.
Con esa acción, los romanos (y quizás primero los sabinos, desde donde se supone se
originó la costumbre) querían recordar al héroe, al poderoso, que su logro era efímero,
tanto para que no abusara de la fama y el poder ganado, como para que no perdiera de
vista su destino.
Hay un viejo proverbio que dice: “Se vive con dignidad, no se muere con ella, porque
ninguna muerte es digna”. Pero esto es falso, ya que no es la muerte misma lo que
solemos temer o rechazar y lo que se puede aceptar y tratar de experimentar
conscientemente, sino su prólogo. La Muerte, sea lo que fuere que implique para el Ser,
si el paso a otro “plano” o la aniquilación total y final, no es “el acto de morir”, sino su
consecuencia. El “acto de morir” es lo que todo humano puede llevar a cabo con
dignidad o patetismo; con consciencia o sin ella; con valor o cobardía.
Son esos minutos “antes y durante” el proceso, los que definen lo dicho con anterioridad,
el acto de morir, el epílogo de la vida y no lo que ocurre después, que ya no le está dado
a conocer al Hombre, ni es relevante para la existencia terrenal de quien fuera un
individuo durante los días de su vida.
Tal cosa es errónea, porque si bien la energía nunca desaparece ni se aniquila, existe el
Segundo Principio de la Termodinámica, también llamado “Entropía”, el cual dicta que
la energía cada vez que sufre alguna transformación, va degradándose, al punto de que
(como hoy día se conoce científicamente) el Universo terminará, luego de incontables
millones de años, como un inconmensurable páramo oscuro y frío, mucho más grande
que hoy día y contendrá sólo fotones de muy baja energía, incapaces de generar luz o
calor. Algo así como los postreros cadáveres de la energía y la materia que actualmente
conforman a las galaxias, los soles; a los planetas y seres vivientes.
Este concepto es odiado y temido por la mayoría de los filósofos y teólogos optimistas,
porque los obliga a considerar la extinción final de todas las cosas, incluso del mismo
Universo. Sin embargo, en el Paganismo, no existe tal preocupación, porque la
concepción cíclica garantiza que, de uno u otro modo, todo volverá a comenzar y si bien
los individuos desaparecerán, la Naturaleza continuará por siempre.
Pero, sin embargo, hay algo que la física sabe y que rara vez capta el interés de los
“creyentes” de cualquier sistema espiritual o de los filósofos propensos a la metafísica,
porque todos estos sólo se interesan en la posible supervivencia del “alma individual”.
Hoy día se conoce que “la información nunca se pierde”. Pero, ¿Qué significancia o
importancia puede tener esto para los seres humanos? Nada más y nada menos que el
conocimiento (no la creencia o la superstición, sino el saber real) de que toda obra, todo
pensamiento, todo acontecimiento desde siempre y hasta ese estado final de la
existencia, antes descrito, no desaparecerá jamás.
Dicha información puede o no ser accesible al Hombre (por ahora no lo es, si esta “en el
pasado”, pero nada impide que la evolución de la tecnología y de la consciencia nos
permita acceder a ello algún día), pero jamás desaparecerá, dándole con esto una
profunda y tremenda importancia y significado a cada segundo de nuestras vidas, a cada
palabra, a cada interacción.
Nuestras vidas son evanescentes, efímeras… Pero los hechos de las mismas,
nuestras acciones, reverberan en la Eternidad…
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No es en la inmortalidad, en donde el pagano debería enfocar sus energías y su punto de
vista, sin que esto implique negar su posibilidad o incluso su realidad, sino en el legado
que deja y dejará a la memoria de la Humanidad, pero también a esa otra “memoria”
indestructible y eterna del propio Universo, de la Existencia. Si se quiere, por decirlo de
una manera poética, en aquella memoria de los dioses, la cual jamás sufrirá el “olvido”.
No se trata de vivir “en el pasado” o “para el pasado”, sino de hacer buen uso del presente
y de terminar la “batalla de la vida”, sino victoriosos, al menos con dignidad y honor, con
la mayor conciencia posible de uno mismo y de lo que se ha legado y dejado atrás.
No nos debería asustar la Muerte, esa amiga bienhechora, que se llevará consigo todo
dolor, toda ansiedad y toda miseria. Todo dolor está en la Vida, no en la Muerte.
Deberíamos preocuparnos por cómo transitamos el camino de la Vida y como cerramos
dicho viaje, como damos un final a nuestra historia personal.
Todos queremos vivir 100 años, es algo lógico, incluso visto desde el punto de vista de
quienes pretenden darle un sentido trascendente a sus existencias. Una vida corta
implica menos tiempo para hacer, lograr y disfrutar. Sin embargo, y con mucha
frecuencia, esto suele ser una falacia… ¿Cuántos millones de seres viven 80 o 90 años sin
que sus vidas hayan tenido sentido alguno, sin haberse conocido a sí mismos,
evolucionado sus conciencias; sin haber dejado legado alguno a sus familias o allegados,
a su cultura o a la Humanidad?
Es común ver el dolor y las lágrimas de los mayores por la muerte de los jóvenes. Esto es
lógico cuando se trata de seres a quienes el Destino negó la consecución de una vida, lo
suficientemente larga, para ser significativa y memorable. Pero estas gentes lloran
también por los héroes caídos, por los notables fallecidos, por los íconos reclamados por
Thánatos.
Tal cosa demuestra la supina ignorancia en que la mayoría vive. No se piensa que, tal
vez, ese ser fallecido cumplió con su vida y su destino, que legó algo (no importa cuán
grande o pequeño) a su entorno y que si jamás es olvidado, no debería ser llorado, sino
glorificado.
Aquiles y Héctor
A todo pagano se le presenta alguna vez en la vida, el dilema de Aquiles: Vivir una vida
larga y mediocre, oscura y olvidable o una corta y gloriosa, que jamás fuera olvidada.
Libre como es cada ser humano de vivir su vida como mejor le plazca, no es digno de
llamarse pagano quien pretenda transcurrirla en forma mediocre y regodearse en ello.
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morir, sino porque no quería vivir en vano.
Muchas personas se conmueven y valoran a esos patéticos seres que se aferran a la vida,
aún en los últimos momentos de agonía, tan solo por vivir una hora más. Ese tipo de
“resistencia” no es una virtud, sino el efecto o la expresión del temor y la ignorancia. Una
cosa es no aceptar la muerte sin luchar, porque nadie conoce si realmente es su destino
morir en ese momento y otra muy diferente es no saber aceptarla con serenidad,
dignidad y alegría, al momento en que ya no quedan dudas de que sobrevendrá.
Un verdadero pagano, debe hacer de cada jornada “un buen día para morir”, no buscando
que esa sea la última, pero tampoco escapando de la vida, del destino o de los desafíos
que se le presenten para tratar de evitar que ese sea día el postrero. Aceptando que, en
cualquier instante, el momento funesto puede llegar, vivirá a cada uno con la intensidad
del héroe, del guerrero.
Sólo se trata de pensar, para nosotros mismos: “memento mori” (“recuerda que morirás”).
Tal como hizo Crazy Horse en aquella batalla a la cual sobrevivió y de la cual quería salir
con vida. Su grito no implicaba: “hoy es el día en que quiero morir”, sino: “ningún día de mi
vida sería mejor, que el de hoy, para que me llegue la muerte”.
Una vida así vivida, es una vida que valdrá la pena y que producirá una sonrisa final, en
el momento de cerrar los ojos por última vez. Por supuesto, casi nadie podrá lograr esto
a cabalidad, pero sí tratar de alcanzar dicho objetivo, con todas sus energías y con toda
su voluntad.
Héroes y mártires:
No hay que mezclar los tantos, entre la idea de morir luchando por un ideal y la de
dejarse matar por el mismo. Lo segundo, el “martirio” puede o no ser algo meritorio,
según el color del cristal con que se mire. Pero también es una vida desperdiciada,
porque fue entregada sin lucha, sin resistencia.
Por el contrario, ninguna vida es más significativa, y ninguna muerte más gloriosa, que la
de aquel que deja esta existencia al defender o luchar por sus ideales, al tratar de
sostenerlos; por proteger a quienes no pueden defenderse, por salvar a otros y por
promover la justicia, la libertad y la verdad. He ahí la diferencia entre el héroe y el mártir:
El héroe muere luchando, el mártir se deja matar.
Todavía hay otra diferencia en estos dos tipos de seres: El verdadero héroe, no espera
que otros mueran junto a él, si puede evitar otras muertes, lo hará. El mártir suele
buscar que sus pares lo “sigan” en su desventurada empresa (como es frecuente ver en
muchas sectas alucinadas) y muchas veces, como se da entre los extremistas
musulmanes modernos o entre los primeros cristianos, aspira a llevarse la mayor
cantidad de víctimas con él.
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Las valkirjas, siervas de los dioses, quienes llevaban a Valhalla a los héroes caídos en
batalla.
Por otra parte, también suele ocurrir lo opuesto, entre aquellos individuos que matan y
mueren cegados por un oscuro y trágico fanatismo (generalmente religioso o político). En
estos casos, el heroísmo les es desconocido y llegan a su final impulsados únicamente
por el odio y la ignorancia.
No se trata pues, de recomendar que, hoy por hoy, nadie trate de tener una “hermosa
muerte”, como los hoplitas griegos decían y que las Kers de los aqueos o las Valkirias de
los vikingos, vengan por sus almas. Más bien se trata de no buscar una muerte lenta y
decrépita, una larga agonía sin sentido. La “batalla” puede estar, para el guerrero
pagano, en cualquier parte o ámbito.
Sería un error interpretar todo lo anterior como un aval para descuidar el cuerpo y la
mente, para someterlo a vicios o actividades que lo debiliten o degraden. Nada más
lejano hay en ello que el pensamiento pagano: El pagano no teme al exceso, pero tiene
como regla la moderación. “Nada en demasía” (“μηδὲν ἄγαν”) decía Solón de Atenas, lo
cual se convertiría luego en el famoso “credo griego”.
El pagano no teme resultar herido o muerto por defender lo que cree justo, pero en
ningún caso desea que esto ocurra. Un viejo refrán dice: “Soldado que sobrevive sirve para
otra guerra”. Esto a veces se toma de manera irónica y se lo iguala a la cobardía, pero en
realidad no es así. El verdadero héroe no teme morir, pero trata de sobrevivir a toda
costa, salvo en el caso de que su supervivencia implique el fracaso de su propósito.
Trata, porque sabe que si lo logra, podrá protagonizar otra futura victoria, otra posible
hazaña.
¿Y qué del hombre “común”, de aquel que vive, día tras día, enfrentando las pequeñas
luchas y miserias de la existencia? Ninguna consideración cambia, excepto que se deje
abatir por la rutina; que el automatismo, el aburrimiento y la sinrazón lo venzan.
El “campo de batalla” para el guerrero pagano, puede ser cualquier cosa o lugar. Un
médico puede ser un guerrero que lucha contra la enfermedad, un barrendero uno que
lucha contra la suciedad, la contaminación y a favor de la higiene. Hay guerreros
famosos y otros anónimos, pero la diferencia no estriba en ello, sino en el accionar a
través de la vida con indolencia, con inconsciencia o bien hacerlo con decisión,
premeditación y pasión. Incluso si se está equivocado en el camino que se toma, es
respetable aquel que lo hace con coherencia y fervor y lo lleva hasta las últimas
consecuencias.
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Tal como decía Bruce Lee: “El crimen no es el fracaso, sino apuntar bajo. En los grandes
intentos, es glorioso incluso fracasar.”
Los griegos decían que existían tres caminos para servir a los dioses: El heroico,
reservado para pocos; el sacerdotal o iniciático, que era sólo para quienes quisieran vivir
de ese modo y el del hombre común. Mientras éste último siguiera los parámetros que
los dioses olímpicos habían signado para él, su destino no sería menos digno que el del
mismo Herakles.
No es igual morir mientras se vive plenamente, sin importar que sea a manos de otros,
en un accidente, por enfermedad o lo que fuere, que extinguirse cuando el último hálito
de vitalidad abandone el cuerpo, luego de vegetar por décadas, con sólo temor al futuro
y añoranzas del pasado. Esa es la diferencia. Quien no deja un legado en la vida, del tipo
que fuere, no ha vivido dignamente y, por tanto, no tendrá una muerte digna ni habrá
día, por más que viviere 1000 años, que encuentre bueno para afrontarla.
Otro caso similar, es el que puede extraerse del célebre Epitafio de Simónides, en
honor al rey Leónidas I de Esparta y a sus 300 bravos hoplitas, muertos en la Batalla
de Termópilas. El mismo no habla de la hazaña inmortal de estos, ni de sus virtudes
como guerreros o la forma decidida en que fueron a la batalla, pese a enfrentar a un
ejército cientos de veces más numeroso que el propio. El epitafio dice:
Nada había mejor para decir que ello. Nada había más glorioso que morir respetando
aquellas leyes por las cuales estos guerreros habían vivido. El rendirse, el retirarse o
pactar un acuerdo con los persas, habría sido equivalente a olvidar la razón primaria de
sus vidas, el más profundo sentido que les habían dado a las mismas. Ser infieles a esas
leyes, a esos valores existenciales, era para ellos, mucho más difícil, que el hecho de
afrontar la muerte con determinación y serenidad interior.
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